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junio 06, 2010
Walter, que había estado jugando al Rey de la Montaña, vio el camión blanco que llegaba más allá del bosque de los cipreses, y comprendió lo que significaba. Se trata del camión de los abortos —pensó—. Vienen para llevarse a algún chico a un posparto allá, en el lugar donde hacen los abortos.
Y volvió a pensar: Tal vez lo hallan llamado mis padres. Para mí.
Corrió entonces y se ocultó entre las zarzamoras. Y aunque notaba los pinchazos del matorral, pensaba: Esto es mejor a que te aspiren el aire de los pulmones. Así es como lo hacen; realizan los P.P. en todos los chicos a la vez. Tienen una gran habitación, para los niños que nadie quiere.
Después de introducirse más adentro entre las zarzamoras, Walter trató de adivinar si el camión se detenía. Oyó su motor.
—Soy invisible —murmuró en voz baja, recitando las palabras que había aprendido en el quinto grado de la escuela, y que pertenecían al «Sueño de una noche de verano».
Después de eso nadie podría verlo. Quizá era cierto, quizá la frase mágica servía en la vida real, de modo que la repitió otra vez:
—Soy invisible.
Pero se dio cuenta que no era así. Aún podía verse los brazos, las piernas y los zapatos. Y comprendió que ellos, el hombre del camión de los abortos especialmente, su mamá y su papá, podían verlo. Si miraban.
Si era a él a quien buscaban en esta ocasión.
Deseó ser un rey. Deseó tener un polvo mágico a mano, y una hermosa corona reluciente, conquistar el País de las Hadas y poder confiar en Puck. Aun para pedirle un consejo. Un consejo aunque fuera el rey y por ello tuviera que discutir con Titania, su esposa.
Supongo, pensó, que desear algo no hace que eso se convierta en realidad.
El sol quemaba, y entrecerró los ojos, pero lo que le importaba era seguir escuchando el motor del camión de los abortos. Continuaba sintiendo el ruido del motor. Su corazón recuperó las esperanzas a medida que el sonido del camión iba alejándose. Sería a otro chico, no a él, al que llevarían a la clínica abortiva. Algún chico que viviera más arriba.
Salió con dificultad de entre los arbustos, temblando todavía y con arañazos en varias partes del cuerpo, y se dirigió midiendo cada paso hacia su casa. Mientras caminaba pesadamente comenzó a llorar, sobre todo por el dolor provocado por los arañazos, pero también por el miedo y el alivio posterior.
—¡Oh, por Dios! —exclamó su madre en cuanto lo vio—. ¿Qué estuviste haciendo, por Dios?
—Vi... el... camión... del... aborto —dijo tartamudeando
—¿Y pensaste que venía por ti?
Asintió en silencio.
—Escucha, Walter —dijo Cynthia Best, poniéndose de rodillas y tomándolo de las manos temblorosas—. Te prometí, en realidad tu papá y yo te prometimos, que nunca te enviaríamos al Servicio Comunal. Y además ya eres demasiado grande. Se llevan niños que todavía no cumplieron los doce años.
—Pero Jeff Vogel...
—Sus padres lo cedieron justo antes de que entrara en efecto la nueva ley. Legalmente ahora no se lo podrían llevar. Tampoco te podrían llevar a ti. Mira, ya tienes alma. La ley dice que a los doce años un muchacho recibe su alma. Así que no puedes ir al Servicio Comunal. ¿Ves? Estás a salvo. En cuanto veas el camión del aborto tienes que darte cuenta de que es para otro, no para ti. Nunca será para ti. ¿Está claro? Vendrá por un muchacho más joven que aún no tiene alma. Una prepersona.
Mirando al suelo, sin enfrentar a su madre, el muchacho dijo:
—Yo no siento que ahora tenga alma. Me siento como siempre.
—Es una cuestión legal —dijo decidida la mujer—. Eso se rige estrictamente de acuerdo a la edad. Y ya la superaste. La Iglesia de los Observadores logró que el Congreso aprobase la ley. En realidad ellos, la gente de la Iglesia, querían que la edad fuera más baja, sosteniendo que el alma ingresa al cuerpo a los tres años, pero llegaron a un acuerdo. Lo que te importa es que ya estás legalmente a resguardo, por mucho miedo que sientas. ¿Lo comprendes?
—Sí —dijo él asintiendo.
—Ya lo sabías.
—Tú no sabes lo que es esperar todos lo días a que venga alguien y te lleve a una jaula en un camión y... —estalló Walter en una mezcla de odio y alivio.
—Tu miedo es irracional —dijo su madre.
—Vi cuando se llevaron a Jeff Vogel. Lloraba a gritos. El conductor abrió la puerta trasera del camión, lo metió adentro y la cerro, sin decir una palabra.
—Eso fue hace dos años. Eres débil —su madre lo miró fríamente—. Tu abuelo te hubiera castigado si te hubiese escuchado hablando así. Tu padre no. Él solo habría lanzado una risita entre dientes y habría dicho alguna estupidez. ¡Pasaron dos años, e intelectualmente sabes que superaste la edad legal máxima! Cómo... —buscó la palabra apropiada—. Te estás pervirtiendo.
—Jeff nunca volvió.
—Tal vez alguien que deseaba un niño fue al Servicio Comunal, lo vio y lo adoptó. Puede que tenga ahora unos padres que cuidan de él de verdad. Los conservan treinta días antes de exterminarlos —se corrigió—. Antes de ponerlos a dormir.
No se quedó muy tranquilo. Sabía que «ponerlos a dormir» era una expresión de la mafia. Se alejó de la madre, ya no deseaba que lo consolara. Le había fallado. Le había mostrado cómo era ella en realidad y también le había expuesto las convicciones sobre las que actuaría. Del mismo modo en que lo hacían todos. Sé que no soy diferente, pensó, a dos años atrás, cuando era solo un niño. Si ahora tengo alma, como dice la ley, entonces antes también la tenía. O tal vez nadie la tenga. Lo único de lo que estaba seguro era de un espantoso camión pintado de un color metálico con barrotes en las ventanas que recogía niños que sus padres ya no querían, padres que hacían uso de una modificación a la vieja ley de abortos que les permitía matar a los niños no deseados. Como no tenían «alma» o «identidad» podían absorber sus pulmones por medio de un sistema de vacío en menos de dos minutos. Un médico ejecutaba más de cien operaciones diarias, y era legal porque un niño nonato no era «humano». Era una prepersona. Lo mismo pasaba con el camión. Lo único que habían tenido que hacer fue establecer el día en que el alma entra al cuerpo.
El Congreso había utilizado una prueba muy simple para determinar la edad aproximada en la cual el alma ingresaba al cuerpo: la habilidad para formular ecuaciones algebraicas. Hasta entonces era solo un cuerpo, apenas una confusión de carne e instintos animales, reflejos y respuestas a estímulos. Como los perros de Pavlov cuando veían un poco de agua que pasaba por debajo de la puerta en el Laboratorio en Leningrado: ellos «sabían», pero no eran humanos.
Supongo que soy humano, pensó Walter, y levantó la vista hacia el rostro grisáceo y severo de su madre, con sus ojos duros y su inflexible racionalidad. Creo que soy como tú, pensó. Vaya, es agradable sentirse humano, pensó: porque no tienes que temer la llegada del camión.
—Te sientes mejor —observó su madre—. Bajé tu ansiedad.
—No soy tan raro —dijo Walter. El problema, por ahora, estaba terminado; el camión se había ido y no se lo había llevado.
Pero volvería en unos pocos días. Merodeaba continuamente.
De todos modos tenía por delante unos días de tranquilidad. Y entonces lo vería de nuevo... Si al menos no supiera que le aspiran el aire a los niños que se llevan, pensó. Los liquidaban de esa manera. ¿Por qué? Es más barato, había dicho papá. Se ahorra el dinero de los contribuyentes.
Entonces pensó en los contribuyentes y el aspecto que tendrían. Debían fruncir el ceño ante los niños. No les debían contestar nada cuando hacían una pregunta. Tendrían un rostro delgado surcado por arrugas causadas por la preocupación, con los ojos siempre en movimiento. O tal vez fueran gordos, una cosa o la otra. Era el tipo delgado el que le daba miedo, porque no disfrutaba de la vida y no quería que nadie lo hiciera. Su mensaje parecía ser: «muérete, lárgate, das asco, no existes». Y el camión del aborto era la prueba, o el instrumento.
—Mamá —dijo—, ¿cómo se puede hacer para cerrar el Servicio Comunal? Ya sabes, la clínica abortiva donde llevan a los bebés y a los niños pequeños.
—Tienes que hacer una petición en el consejo del condado —dijo la madre.
—¿Sabes lo que voy a hacer? —dijo él—. Voy a esperar hasta que no haya ningún niño allí, que estén los empleados, y le voy a poner una bomba.
—¡No digas eso! —le reclamó su madre con severidad, y en su rostro vio las profundas arrugas del tipo de los contribuyentes delgados. Y eso lo asustó, su propia madre lo asustaba. Los ojos fríos y opacos no reflejaban nada, ninguna alma interior, y pensó: eres tú quien no debe de tener alma, tú y tus vacíos mensajes de «esto no se debe». No nosotros.
Y entonces salió corriendo al exterior para volver a jugar.
Unos muchachos también habían visto el camión, y se quedaron juntos hablando de la cuestión, pero sobre todo pateando piedras y cascotes, a veces pisando algún bicho.
—¿Por quién vino el camión? —preguntó Walter.
—Por Fleischhacker. Earl Fleischhacker.
—¿Se lo llevaron?
—Por supuesto, ¿no escuchaste los gritos?
—¿Estaban sus padres en casa?
—Qué iban a estar, salieron temprano diciendo que iban a llevar a engrasar el automóvil.
—¿Ellos llamaron al camión? —dijo Walter.
—Por supuesto, es la ley, tienen que ser los padres. Pero son demasiado gallinas para quedarse a esperar el camión. Mierda, cómo gritaba, supongo que estabas demasiado lejos como para escucharlo, pero qué gritos pegaba.
—¿Sabes lo que deberíamos hacer? —dijo Walter—. Ponerle una bomba al camión y matar al conductor.
Todos lo miraron desdeñosamente.
—Si haces eso te meterán en un manicomio por el resto de tu vida.
—A veces hacen eso para toda tu vida —corrigió Pete Bride—. Pero en otras te reconstruyen la personalidad y te vuelven socialmente viable.
—Entonces, ¿qué deberíamos hacer? —dijo Walter.
—Tú tienes doce años. Ya estás a salvo.
Como fuera, saber que estaba técnicamente a salvo no eliminaba su ansiedad. El camión seguía viniendo por otros y eso lo asustaba. Pensó en los niños del Servicio Comunitario, mirando a través del cerco hora tras hora, día tras día, esperando y controlando el paso del tiempo, sin perder las esperanzas de que viniera alguien y los adoptara.
—¿Nunca estuviste allí? —le preguntó a Pete Bride—. ¿En el Servicio Comunal? Está lleno de niños pequeños, algunos son solo bebés que no llegan a un año. Y ni siquiera saben lo que les espera.
—A los bebés los adoptan —dijo Jack Yablonski—. Son los más grandes los que no tienen muchas oportunidades. Intentan caer bien, le hablan a la gente que va allí y le hacen una buena exhibición, tratando de pasar por muy simpáticos. Pero la gente sabe que no estarían allí si no fueran... digamos, indeseables.
—Podríamos pincharle los neumáticos —dijo Walter, buscando ideas.
—¿Al camión? ¿Y no sabes que si le echas una bolita de naftalina en el tanque de nafta, una semana más tarde el motor deja de funcionar? Podríamos intentarlo.
—Pero vendrán tras nosotros —dijo Ben Blaire.
—Bien, ya están tras nosotros —dijo Walter.
—Creo que tenemos que ponerle una bomba al camión —dijo Harry Gottlieb—, pero siempre que no haya niños en él. Para no quemarlos. Este camión recoge... mierda, no lo sé con exactitud. ¿Unos cinco niños del condado por día?
—¿Sabes que también se lleva perros? —dijo Walter—. Y gatos. Se dedican a esa tarea solo una vez al mes. Entonces lo llaman camión corral. Pero todo lo demás es igual: ponen a los animales en una gran cámara y les aspiran el aire de los pulmones, matándolos. ¡Se lo hacen incluso a los animales! ¡A los animales más pequeños!
—Lo creeré cuando lo vea —dijo Harry Gottlieb, incrédulo—. Un camión que se lleva a los perros...
Pero él sabía que era verdad. Walter había visto el camión corral al menos en dos oportunidades. Gatos, perros, y fundamentalmente nosotros, pensó, sombrío. Claro que si comenzaron con nosotros, es natural que también se lleven a las mascotas. No hay tanta diferencia. Pero, ¿qué tipo de persona haría semejante cosa, aun si la ley lo permitiera? «Algunas leyes fueron hechas para ser respetadas, otras para ser violadas», recordó de un libro que había leído. Primero tenemos que ponerle una bomba al camión corral, pensó; ese camión era el peor.
¿Por qué, se preguntó, cuando más desvalida es una criatura, más fácil le resulta a cierta gente exterminarla? Como una criatura en el útero, los abortos originales, los «prepartos» o «prepersonas», como ahora los llamaban. ¿Cómo podían defenderse? ¿Quién hablaría por ellos? Todas esas vidas, cien por día por cada médico... indefensas, calladas y luego muertas. Hijos de puta, pensó. Es por eso que lo hacen, saben que pueden hacerlo, se aprovechan de su poder machista. Y algo pequeño que quería ver la luz del día era aspirado al vacío en menos de dos minutos. Y el médico se dirigía al siguiente niño.
Tiene que haber una organización, pensó, similar a la mafia. Que liquide a los aniquiladores o algo así. Alguien bajo contrato va a ver a uno de estos médicos, saca un tubo y aspira al médico a su interior, donde se queda encogido como un bebé aún por nacer. Un médico nonato, con un estetoscopio del tamaño de una cabeza de alfiler... rió al pensar en eso.
Los niños no saben. Pero los niños saben todo, saben demasiado. Mientras seguía su marcha, el camión del aborto tocaba una melodía pegadiza, la del Hombre de Buen Humor:
Jack y Jill
subieron el cerro
por un balde de agua.
Era una grabación que emitía el sistema de sonido del camión, construido especialmente por Ampex para General Motors. Sonaba a todo volumen mientras no estuviera realizando una recogida. Si estaba en esa tarea, el conductor apagaba el sistema de sonido y circulaba en silencio mientras buscaba la casa indicada. Una vez que tenía al niño no deseado en la parte trasera del camión, se dirigía de regreso al Servicio Comunal o a recoger a otro niño, pero volvía a poner la música a todo volumen.
Jack y Jill
subieron el cerro
por un balde de agua.
Pensando para sí mismo, Oscar Ferris, el conductor del camión número tres, terminó la canción: «Jack se cayó y la coronilla se rompió y a los tumbos Jill lo siguió». ¿Qué mierda sería la coronilla?, se preguntó Ferris. Probablemente una parte privada. Sonrió para sí mismo. Probablemente Jack había estado toqueteándose, o tal vez hubiera sido Jill, o ambos. ¿Un balde de agua?, las pelotas, pensó. Sé muy bien lo que hicieron en el monte. Lo malo es que Jack se cayó y se rompió la cosa. «Mala suerte, Jill», dijo en voz alta mientras conducía expertamente el camión, que ya había cumplido los cuatro años, por las complicadas curvas de la Autopista Uno de California.
Los chicos son así, pensó Ferris. Son sucios y les gusta jugar con cosas sucias, como ellos mismos.
Este país todavía es salvaje y demasiado abierto, y hay un exceso de niños desarraigados deambulando por los valles y los campos. Tenía un ojo entrenado, y se sintió bastante seguro de que a su derecha se escapaba un niño pequeño, de unos seis años, intentando salir de su campo visual. De inmediato, Ferris presionó el botón de la sirena del camión. El niño se quedó helado, petrificado por el terror, esperando que el camión que todavía emitía «Jack y Jill», se detuviera a su lado y lo metiera en la jaula.
—Muéstrame tu tarjeta D —dijo Ferris sin salir del camión. Sacó un brazo por la ventanilla, mostrando su uniforme marrón y la insignia, símbolo de su autoridad.
El niño tenía un aspecto famélico, como muchos vagabundos, pero, por otro lado, llevaba anteojos. Con el pelo cortado al ras, vistiendo un pantalón vaquero y una remera, levantó la mirada aterrorizada hacia Ferris, sin hacer ningún movimiento para sacar su identificación.
—¿Tienes la tarjeta D o no? —dijo Ferris.
—¿Qué... qué... qué es la... la... tarjeta D?
Con voz oficial, Ferris le dijo al muchacho sus derechos ante la ley:
—Tu padre, si lo tienes, y si no tu tutor, debe llenar el formulario 36—W, que es una declaración formal de Deseabilidad. Una confirmación de que ellos, él o ella, te consideran deseable. ¿La tienes? Legalmente, si no la tienes te conviertes en un desarraigado, incluso si tus padres quisieran tenerte con ellos. Se aplica una multa de quinientos dólares.
—Ah —dijo el muchacho—. Bueno, la perdí.
—Entonces debe haber una copia en el archivo. Microfilman todos los documentos y los registros. Te llevaré hasta...
—¿El Servicio Comunal? —sus delgadas piernas comenzaron a temblar.
—Tienen treinta días para reclamarte y llenar el formulario 36—W. Si para entonces no lo hicieron...
—Mamá y papá nunca se ponen de acuerdo. Ahora estoy con mi papá.
—Pero no te dio tu tarjeta D para que te identifiques.
Montado en forma transversal en la cabina del camión llevaba un fusil. Siempre cabía la posibilidad de que hubiera problemas cuando atrapaba a un desarraigado. Mientras pensaba levantó la vista hacia él. Era un rifle. Lo había utilizado solo cinco veces en su carrera como agente de la ley. Podía volatilizar a un hombre en moléculas.
—Tengo que llevarte conmigo —dijo, abriendo la puerta del camión y comenzando a sacar las llaves—. Ya hay otros chicos allá atrás, se pueden hacer compañía.
—No —dijo el muchacho—. No iré.
Parpadeando, enfrentó a Ferris, rígido y obstinado como una piedra.
—Ah, seguramente escuchaste un montón de cuentos sobre el Servicio Comunal. Son todos inventos para dormir. Los niños agradables y de aspecto normal son adoptados... te cortarán el pelo y te arreglarán para que te veas bien. Queremos que encuentres un hogar. Ésa es la idea. Solo unos pocos, los que están, ya sabes, enfermos física o mentalmente, son los que nadie quiere. Alguna persona de buena posición te adoptará en un minuto, ya verás. No vas a andar más por ahí sin padres que te guíen. Tendrás padres nuevos, y presta atención a esto: pagarán bastante por ti. Mierda, te registrarán. ¿No te das cuenta? Adonde vamos a ir es un lugar transitorio para ponerte a disponibilidad de posibles nuevos padres.
—Pero si nadie me adopta en un mes...
—Mierda, también te puedes caer de un risco aquí en Gran Sur y matarte. No te preocupes. La oficina del Servicio se pondrá en contacto con tus parientes sanguíneos, y lo más probables es que te apresuren y completen el Formulario de Deseabilidad (15A) en algún momento del día. Y mientras tanto darás un buen paseo y conocerás un montón de chicos. Y muy a menudo...
—No —dijo el niño.
—Te informo —dijo Ferris en un tono distinto— que soy Oficial del Condado. —Abrió la puerta del camión, se metió dentro y extrajo la brillante insignia de metal, mostrándosela al niño—. Soy el Oficial de Paz Ferris y te ordeno que ingreses en la parte trasera del camión.
Se les acercó un hombre alto caminando con pasos cansados. Al igual que el muchacho, vestía pantalón vaquero y una remera, pero no llevaba anteojos.
—¿Usted es el padre del muchacho? —dijo Ferris.
—¿Se lo está llevando al corral? —dijo el hombre con voz ronca.
—Perdón, pero nosotros lo consideramos un escudo protector de niños —dijo Ferris—. El uso de la expresión «corral» pertenece al lenguaje hippie y deforma deliberadamente lo que intentamos hacer.
—Tiene niños encerrados en esas jaulas, ¿no es así? —dijo el hombre, haciendo un gesto hacia el camión.
—Quisiera ver su identificación —dijo Ferris—. Y también quisiera saber si fue arrestado antes.
—¿Arrestado y encontrado inocente? ¿O arrestado y encontrado culpable?
—Responda a mi pregunta, señor —dijo Ferris, enseñando su carné negro, el que utilizaba con los adultos para identificarse como Oficial de Paz del Condado—. ¿Quién es usted? Vamos, muéstreme su identificación.
—Mi nombre es Ed Gantro y alguna vez fui fichado —dijo el hombre—: Cuando tenía dieciocho años me robe cuatro botellas de Coca-Cola de un camión estacionado.
—¿Fue detenido en la escena del hecho?
—No —dijo el hombre—. Me detuvieron cuando llevaba los envases vacíos para que me los pagaran. Entonces me detuvieron. Estuve seis meses en la cárcel.
—¿Tiene la Tarjeta de Deseabilidad del niño? —preguntó Ferris.
—No pudimos pagar los noventa dólares que costaba.
—Bueno, ahora les costará quinientos. Tendría que haberla conseguido en primer lugar. Le sugiero que consulte a un abogado.
Ferris se dirigió hacia el niño, declarando oficialmente:
—Me gustaría que te unas a los otros niños en la parte trasera del vehículo —y dirigiéndose al hombre—: Pídale que haga lo que le dije.
El hombre vaciló y finalmente dijo:
—Tim, entra en el maldito camión. Voy a ir a ver a un abogado, te vamos a conseguir la tarjeta D. Es inútil hacer problemas... técnicamente eres un desarraigado.
—Un «desarraigado» —dijo el niño mirando a su padre.
—Exactamente —dijo Ferris—. Tiene treinta días, ya sabe, para...
—¿También se lleva gatos? —dijo el niño—. ¿Hay algún gato allí? Me gustan mucho los gatos.
—Solo me ocupo de casos de prepersonas como el tuyo —dijo Ferris. Con una llave abrió la parte trasera del camión—. Trata de contener tus necesidades mientras estás en el camión. Es casi imposible sacar el olor y las manchas.
El niño pareció no entender lo que decía. Pasó la mirada de Ferris a su padre con perplejidad.
—No vayas al baño mientras estés en el camión —le explicó el padre—. Quieren mantenerlo limpio porque así bajan costos de mantenimiento.
Su voz era dura y amarga.
—Cuando vemos perros o gatos les disparamos —dijo Ferris—, o los envenenamos.
—Ah, sí, conozco el método —dijo el padre del muchacho—. El animal se come el cebo y todo acaba en una semana, cuando comienza a tener hemorragias internas hasta que se muere.
—Sin dolor —señaló Ferris.
—¿No sería mejor que les absorbieran el aire de los pulmones? —dijo Ed Gantro—. Asfixiándolos en forma masiva.
—Bien, con los animales las autoridades del condado...
—Quiero decir a los niños. Como Tim.
Su padre se quedó junto a él, y ambos miraron hacia la parte trasera del camión. Apenas se podían discernir dos formas oscuras, encogidas en el rincón más alejado, con la rigidez de la desesperación.
—¡Fleischhacker! —dijo Tim—. ¿No tienes una tarjeta D?
—Como se están agotando la energía y los combustibles —estaba diciendo Ferris— se hace necesario que la población decrezca radicalmente. O dentro de diez años ya no habrá alimentos para nadie. Ésta es una fase de...
—Tenía mi tarjeta D —dijo Earl Fleischhacker—, pero mis padres me la quitaron. Ya no me quieren, así que llamaron al camión del aborto.
Su voz se quebró, era obvio que había estado llorando en secreto.
—¿Y cuál es la diferencia entre un feto de cinco meses y lo que aquí tenemos? —continuó diciendo Ferris—. En ambos casos tenemos a un niño no deseado. Simplemente liberalizaron las leyes.
—¿Usted está de acuerdo con estas leyes? —dijo el padre de Tim, levantando la mirada hacia él.
—Bien, eso lo decidieron en Washington y lo que hagan tendrá que resolver nuestras necesidades en estos días de crisis —dijo Ferris—. Yo solo hago cumplir los edictos. Si la ley cambiara... bien, tendré que llevar cartones de leche vacíos para que los reciclen y todos seríamos igual de felices.
—¿Igual de felices? ¿Disfruta del su trabajo?
—Me da la oportunidad de andar por ahí y conocer gente —dijo Ferris mecánicamente.
—Usted está loco —dijo Ed Gantro—. Estas leyes de aborto posparto y las anteriores donde los nonatos no tenían derechos legales deberían ser extirpadas como un tumor. Mire adónde hemos llegado. Si se puede matar a un feto sin un proceso legal, ¿por qué no a uno que ya nació? Lo que me parece que tienen en común ambos casos es la impotencia. El organismo asesinado no tiene oportunidad, para protegerse. ¿Sabe qué? Quiero que también me lleve a mí en la parte trasera del camión con los tres niños.
—Pero el Presidente y el Congreso declararon que cuando se llega a los doce años se adquiere un alma —dijo Ferris—. No puedo llevarlo. No sería correcto.
—No tengo alma —dijo el padre de Tim—. Cumplí doce años y no sucedió nada. Lléveme a mí también, a menos que pueda encontrar mi alma.
—Mierda —dijo Ferris.
—A menos que pueda encontrar mi alma —repitió el padre de Tim—, a menos que pueda localizarla con precisión, insistiré en que me lleve sin hacer diferencias con estos niños.
—Tengo que usar la radio para ponerme en contacto con el Servicio Comunal —dijo Ferris—, tengo que saber que dicen.
—Hágalo —dijo el padre de Tim, y trabajosamente se subió a la parte trasera del camión, ayudando a Tim para que lo siguiera. Esperaron juntos a los otros dos niños mientras el Oficial de Paz Ferris, con toda su identificación oficial, hablaba por radio.
—Aquí tengo a un masculino caucásico, de aproximadamente treinta años, que insiste en ser transportado hasta el Servicio Comunal con su hijo menor —dijo Ferris ante el micrófono—. Afirma que no tiene alma, lo que lo pondría en la misma clase que los menores de doce años. No tengo conmigo ni conozco alguna prueba para detectar la presencia del alma, al menos nada que pueda resultar suficiente para que más tarde satisfaga a un tribunal. Quiero decir, supongo que puede hacer operaciones algebraicas y otras ecuaciones. Parece poseer una mente inteligente. Pero...
—Dele curso a la petición y tráigalo —dijo la voz de su superior a través de la radio—. Nosotros solucionaremos el caso aquí.
—Vamos para allá —le dijo Ferris al padre de Tim, que estaba encogido con las otras dos figuras más pequeñas en la parte más oscura del camión. Ferris cerró la puerta, le puso llave —una precaución extra puesto que a los niños ya les había puesto collares electrónicos— y luego encendió el motor.
Jack y Jill
subieron el cerro
por un balde de agua.
Jack se cayó
y la coronilla se rompió.
Seguro que alguien va a terminar con la coronilla rota, pensó Ferris mientras conducía por el sinuoso camino, y ése no voy a ser yo.
—No puedo hacer cálculos algebraicos —le dijo el padre de Tim a los tres niños—. Así que no debo tener alma.
—Yo sí puedo, pero solo tengo nueve años. Así que, ¿de qué me sirve? —dijo Fleischhacker con voz llorosa.
—Eso es lo que voy a decir en mi planteo ante el Servicio —continuó el padre de Tim—. Incluso una división es algo que me resulta difícil. No tengo alma. Me quedaré con ustedes tres.
—No quiero que ensucien el camión, ¿comprenden? —dijo Ferris en voz alta—. Nos cuesta...
—No me diga —dijo el padre de Tim— porque no lo comprendería. Es demasiado complejo eso del prorrateo, los gastos y términos fiscales de ese tipo.
Voy a tener problemas con estos de ahí atrás, pensó Ferris, y se sintió contento de tener un rifle montado a su alcance.
—Saben que en el mundo se están agotando muchas cosas —dijo Ferris hacia atrás—, como la energía, el jugo de manzana, los combustibles y el pan. Tenemos que bajar la población, y la embolia de la píldora lo hace imposible...
—Ninguno de nosotros entiende esas palabras complicadas —interrumpió el padre de Tim.
Irritado y sintiendo que le estaban tomando el pelo, Ferris dijo:
—El crecimiento cero de la población es la única respuesta para las crisis energéticas y de alimentos. Se parece... mierda, se parece a cuando introdujeron a los conejos en Australia: no tenían enemigos naturales así que se multiplicaron hasta que la gente...
—Comprendo la multiplicación —dijo el padre de Tim—, y la suma y la sustracción. Pero eso es todo.
Cuatro conejos locos saltando en el camino, pensó Ferris. La gente contamina el medio ambiente natural. ¿Cómo sería esta parte del país antes de que llegara el hombre? Bien, pensó, con el aborto posparto teniendo lugar en cada condado de los Estados Unidos podremos ver nuevamente ese día. Podremos ponernos de pie y una vez más ver una tierra virgen.
Nosotros, pensó. Pero sospecho que no habrá un nosotros. Grandes computadoras inteligentes, pensó, van a examinar el paisaje con sus microcámaras y lo encontrarán muy placentero.
Ese pensamiento no le levantó el ánimo.
—¡Tengamos un aborto! —dijo Cynthia con excitación cuando entraba en la casa con los brazos cargados de alimentos sintéticos—. ¿No te parece maravilloso? ¿No te excita la idea?
—Primero tendrías que quedar embarazada —le dijo secamente Ian Best, su marido—. Pide un turno con el doctor Guido, que debería costarme solo cincuenta o sesenta dólares, y consigue que te remuevan el D.I.U.
—Creo que de todos modos ya se salió de lugar. Tal vez si... —Su vivaz pelo oscuro se agitó con alegría—. Es probable que no haya funcionado como debía desde el año pasado. Así que ahora mismo podría estar embarazada.
—Podrías poner un aviso en Prensa Libre que diga «Se busca hombre que pueda pescar un D.I.U. con una percha» —dijo Ian irónicamente.
—Pero mira —dijo Cynthia, yendo tras él mientras iba al placard para dejar la corbata de categoría y el muy elegante saco—, ahora está de moda tener un aborto. Sabes, ¿qué es lo que tenemos? Un chico. Tenemos a Walter. Cada vez que alguien viene a visitarnos y lo ve yo sé que se están preguntando ¿de dónde lo sacaron? Es muy molesto —agregó—: Y el tipo de abortos que están ofreciendo ahora, para mujeres en los primeros meses de embarazo, solo cuesta cien dólares... ¡El precio de diez litros de nafta! Y uno puede hablar durante horas de ello con prácticamente todo el mundo con el que se cruce.
Ian se volvió hacia ella y le dijo con voz llana:
—¿Piensas conservar el embrión? ¿Lo vas a traer a casa en un frasco o lo vas a rociar con una pintura fosforescente para que resplandezca en la oscuridad con la luz nocturna?
—¡Y del color que queramos!
—¿El embrión?
—No, el frasco. Y el fluido. Es una solución preservadora para lo que en verdad es una adquisición para toda la vida. Incluso tiene garantía escrita, creo.
Ian cruzó los brazos para mantenerse tranquilo: condición de estado alfa.
—¿No sabes que hay gente que quiere tener un niño? ¿Incluso un torpe niño ordinario? ¿Qué van semana tras semana al Servicio Comunal en busca de un bebé recién nacido? Estas ideas... se originaron en el pánico mundial por la superpoblación. Nueve mil millones de seres humanos hacinados como leña en todas las manzanas de todas las ciudades. Muy bien, si esto continúa... —Hizo un gesto—. Pero la cuestión ahora es que no hay suficientes niños. ¿O no miras la televisión o lees el Times?
—Es un fastidio —dijo Cynthia—. Por ejemplo, hoy llegó Walter asustado porque había visto pasar el camión del aborto. Es un fastidio tener que hacerse cargo de él. Para ti es fácil, porque estás trabajando todo el día. Pero yo...
—¿Sabes lo que me gustaría hacer con ese furgón de abortos de la Gestapo? Me llevaría a dos ex compañeros de juerga y lo esperaríamos a ambos lados del camino armados con grandes barrotes. Y cuando el furgón pase...
—Es un camión con aire acondicionado, no un furgón.
La miró con una expresión de odio y luego se dirigió al bar de la cocina para servirse un trago. Se serviría un escocés, pensó. Escocés con leche, una buena bebida antes de la cena.
Mientras se preparaba el trago llegó su hijo Walter. Su cara mostraba una palidez antinatural.
—El camión del aborto anduvo hoy por aquí, ¿no? —dijo Ian.
—Pensé que tal vez...
—De ninguna manera. Aunque tu madre y yo fuéramos a ver a un abogado y firmáramos un documento legal que suprimiera tu tarjeta D, ya eres demasiado grande. Puedes quedarte tranquilo.
—Racionalmente ya lo sé —dijo Walter— pero...
—«No quieras saber por quién doblan las campanas, lo hacen por ti» —citó incorrectamente Ian—. Escúchame, Walt, te voy a decir algo. —Bebió un largo sorbo de escocés y leche—. Eso se llama asesinato. Si los matan cuando tienen el tamaño de una uña, o de una pelota de béisbol, o más tarde, si todavía no lo hicieron, chuparle el aire de los pulmones a un niño de diez años y dejarlo morir. Hay un tipo de mujeres que defienden todo esto. Antes las llamaban «mujeres castradoras». Tal vez alguna vez fue una expresión apropiada, excepto que estas mujeres, estas mujeres frías, no solo se lo quieren hacer a... bien, se lo quieren hacer al cuerpo entero de un muchacho o de un hombre, matarlos de cuerpo entero, no solo la parte que los vuelve hombres. ¿Comprendes?
—No —dijo Walter, pero en un sentido profundo, atemorizante, comprendía.
Tras otro sorbo de su bebida, Ian dijo:
—Y la tenemos viviendo con nosotros, Walter. En nuestra misma casa.
—¿Qué es lo que tenemos viviendo aquí?
—Lo que los psiquiatras suizos llaman una kindermörder —dijo Ian, eligiendo deliberadamente una expresión que sabía que su hijo no comprendía—. ¿Sabes lo que podríamos hacer? —dijo—. Subirnos al Amtrak y dirigirnos hacia el norte y seguir así hasta que alcancemos Vancouver, en la Columbia Británica, y luego podríamos tomar un trasbordador hasta la isla de Vancouver y no ver nunca más a nadie por aquí.
—Pero, ¿y mamá?
—Le mandaría un cheque —dijo Ian—. Todos los meses. Con eso estaría muy feliz.
—Hace mucho frío allí, ¿no? —dijo Walter—. Quiero decir, como casi no hay combustible y usan...
—Es casi como San Francisco. ¿Por qué? ¿Tienes miedo de tener que usar un montón de ropa y tener que sentarte cerca del fuego? ¿Lo que viste hoy no te asustó mucho más?
—Sí, por supuesto —asintió Walter taciturno.
—Podríamos vivir en alguna pequeña isla cerca de la isla de Vancouver y conseguir nuestra propia comida. Allí crece todo lo que plantas. Y el camión no anda por ahí, no le verás nunca más. Tienen otras leyes. Las mujeres son diferentes. Conocí a una muchacha cuando estuve allí durante un tiempo, hace muchos años, que tenía el pelo negro largo y fumaba cigarrillos Players todo el tiempo, comía muy poco y nunca dejaba de hablar. Verás una civilización en la cual el deseo de las mujeres por destruir a sus propios...
Ian se interrumpió, su mujer entró en la cocina.
—Si sigues bebiendo eso —le dijo ella— vas a terminar borracho.
—Muy bien —dijo Ian con irritación—. ¡Muy bien!
—No te quejes —dijo Cynthia—. Pensé que sería una buena idea que nos llevaras a cenar afuera. Dal Rey dijo en la televisión que tienen carne para los que lleguen temprano.
—Lo que tienen son ostras crudas —dijo Walter, frunciendo la nariz.
—Ostras pequeñas —dijo Cynthia—. Abiertas a la mitad, sobre hielo. Las adoro. ¿Te parece bien, Ian? ¿Está decidido?
—Una ostra cruda es lo que más se parece en este mundo a lo que un cirujano... —le dijo Ian a su hijo Walter. Se quedó en silencio. Cynthia lo miró con odio, y el pequeño no entendió—. Está bien —dijo—, pero yo voy a pedir carne asada.
—Yo también —dijo Walter.
—¿Cuándo fue la última vez que preparaste la cena en casa? —dijo Ian tranquilamente, acabando su bebida—. Para los tres.
—Preparé orejas de cerdo con arroz el viernes pasado —dijo Cynthia—. Casi todo terminó en la basura porque era algo nuevo y no estaba en el menú acostumbrado. ¿Lo recuerdas, querido?
—Por supuesto, ese tipo de mujer también se puede encontrar allí, a veces, incluso a menudo —le dijo Ian a su hijo, ignorándola—. Existió a través de los tiempos y en todas las culturas. Pero dado que Canada no tiene una legislación que permita el posparto... —Se interrumpió—. Es la leche la que me hace hablar —le explicó a Cynthia—. Ahora la adulteran con azufre. No me prestes atención o demándame, la elección es tuya.
—¿Otra vez tienes la fantasía de huir? —dijo Cynthia, contemplándolo.
—Los dos —interrumpió Walter—. Papá me llevará con él.
—¿A dónde? —dijo Cynthia.
—A cualquier lugar donde nos puedan llevar las vías del Amtrak —dijo Ian.
—Vamos a ir a la isla de Vancouver, en Canada —dijo Walter.
—Ah, sí, ¿de verdad? —dijo Cynthia.
Tras una pausa, Ian dijo:
—Sí.
—¿Y qué mierda se supone que voy a hacer yo cuando se hayan ido? ¿Poner mi culo en el bar? ¿Cómo me las arreglaré con las cuentas...?
—Seguiría enviándote cheques —dijo él.
—Seguro. Por supuesto. Claro.
—Podrías venir con nosotros —dijo Ian— y atrapar peces zambulléndote en la Bahía Inglesa, y luego los destrozarías con tus agudos dientes. Podrías reducir la población de peces de la Columbia Británica en una noche. Todos esos peces fuera del agua preguntándose vagamente qué estaba pasando... nadaban tranquilamente y de pronto... aparece el ogro, el monstruo destructor de peces con un único ojo luminoso en el centro de la frente, que cae sobre ellos y los hace pedazos. Pronto se convertiría en una leyenda. La noticia se extendería. Al menos entre los últimos peces sobrevivientes.
—Pero, papá —dijo Walter—, supongamos que no sobrevive ningún pez.
—Entonces todo habrá sido en vano —dijo Ian—, excepto para el placer personal de tu madre que habría eliminado especies enteras en la Columbia Británica, donde la pesca es la industria más importante, y muchas otras especies dependían de esta industria para sobrevivir.
—Pero entonces nadie en la Columbia Británica tendrá trabajo —dijo Walter.
—No —dijo Ian—, rellenarán latas con peces muertos y se las venderán a los estadounidenses. Mira. Walter, en los viejos días, antes de que tu madre matara a mordiscones a todos los peces de la Columbia Británica, los lugareños simples se quedaban quietos junto al río con un palo en la mano, y cuando pasaba un pez se lo clavaban en la cabeza. Todo esto creará trabajo, no lo eliminará. Millones de latas...
—Sabes —dijo Cynthia rápidamente—, el niño se cree todo lo que dices.
—Lo que cuento es verdad —dijo Ian. Pero no lo era, comprendió, en un sentido literal—. Vamos a cenar afuera. Trae nuestros cupones de racionamiento, y ponte esa blusa azul de tejido que muestra tus mamas. Así los distraes y tal vez no se acuerden de pedirnos los cupones.
—¿Qué son las «mamás»? —preguntó Walter.
—Algo que pronto se va a volver obsoleto —dijo Ian —como el Pontiac GTO. Excepto como un adorno que pueda ser admirado y manoseado. Su funcionalidad está desapareciendo. —Como nuestra raza, pensó, una vez que le hayamos dado las riendas a quienes quieren destruir a los nonatos, en otras palabras, a las criaturas vivas más desvalidas.
—Una mama —le dijo Cynthia a su hijo— es una glándula que poseen las mujeres para darles leche a sus bebés.
—Generalmente son dos —dijo Ian—. Una activa y otra de reserva, por si la primera sufre un fallo importante. Yo sugiero que se elimine un paso en esta manía de abortar prepersonas —dijo—. ¿Por qué no enviamos todas las mamas del mundo al Servicio Comunal? Chuparan la leche de ellas por medios mecánicos, por supuesto. Cuando se queden vacías e inútiles, entonces los jóvenes morirán naturalmente, privados de todas sus fuentes de nutrición.
—Pero hay productos —dijo cansadamente Cynthia— que las pueden reemplazar. Como Sintelech. Voy a cambiarme, así podemos salir.
Se volvió y partió hacia su dormitorio.
—Sabes —dijo Ian una vez que ella se fue—, si hubiera alguna manera en que me pudieras clasificar como prepersona, me enviarías allí.
Y pensó, apuesto a que no sería el único esposo en California que tendría el mismo destino. Habría muchos. Y tarde o temprano caerían en la misma bolsa que yo.
—Suena como una buena idea —le llegó apagadamente la voz de Cynthia, que había escuchado.
—No se trata solo de que aborrezcan a los desvalidos —dijo Ian Best—. Hay algo más. ¿Qué aborrecen? ¿A todo lo que crece? Los eliminan antes de que se vuelvan lo suficientemente grandes como para tener músculos, táctica y talento para luchar... grande como yo con relación a ti, con mi peso y musculatura completamente desarrollados. Es mucho más fácil cuando la otra persona, aunque debería decir prepersona, flota y sueña en el fluido amniótico y nada sabe sobre cómo o de qué necesita defenderse.
¿Dónde han ido a parar las virtudes maternas?, se preguntó. Cuando las madres específicamente defendían a los más pequeños, débiles e indefensos.
Es nuestra sociedad competitiva, decidió. La supervivencia del más fuerte. No de los más aptos, pensó, solo de los que tienen poder. Y no van a rendirse ante la próxima generación: es la fuerza y el mal antiguos contra la docilidad y la desvalidez de lo nuevo.
—Papá —dijo Walter—, ¿es cierto que vamos a ir a la isla de Vancouver en Canadá y vamos a conseguir comida de verdad y ya no voy a tener más miedo?
—En cuento tenga dinero —respondió, medio para sí mismo.
—Ya sé lo que quiere decir eso. Es como cuando dices «ya veremos». No vamos a ir, ¿no? —miró con intensidad el rostro de su padre—. Ella no nos va a dejar, no va a querer que deje la escuela. Siempre hace lo que quiere.
—Lo haremos algún día —dijo Ian con seguridad—. Probablemente este mes no, pero sí algún día. Te lo prometo.
—Y allí no hay camiones de abortos.
—No. Ninguno. La legislación canadiense es distinta.
—Hagámoslo pronto, papá. Por favor.
Se sirvió otro vaso de escocés con leche y no respondió. Su cara reflejaba infelicidad y tristeza; estaba a punto de ponerse a llorar.
En la parte trasera del camión del aborto los tres niños y el adulto seguían encogidos, sacudidos de un lado a otro por los movimientos del camión. Se golpearon contra los barrotes de contención que los aislaban, y el padre de Tim Gantro sintió una profunda desesperación por estar aislado de su propio hijo. Una pesadilla diurna, pensó. Enjaulados como animales, este gesto de nobleza solo lo había hecho sufrir más.
—¿Por qué dijiste que no sabías hacer ecuaciones algebraicas? —le preguntó Tim—. Sé que incluso sabes cálculo avanzado y trigonosécuanto. Fuiste a la Universidad de Stanford.
—Quería mostrar —dijo— que debían matarnos a todos o a ninguno. Pero no permitir que nos dividan estas absurdas líneas burocráticas. «¿Cuándo entra el alma en el cuerpo?» ¿Pero qué tipo de pregunta racional es ésa en estos tiempos? Parece el Medioevo.
En realidad, pensó, es sólo un pretexto... un pretexto para cazar a los desvalidos. Y él no era un desvalido. El camión del aborto había recogido a un hombre adulto, con todo su conocimiento y su astucia. ¿Cómo iban a arreglárselas conmigo?, pensó. Obviamente, tengo todo lo que tienen los hombres; si ellos tienen alma, entonces yo también. Si no la tienen, yo tampoco, pero, ¿cómo van a sostener que me quieran «poner a dormir»? No soy débil y pequeño, ni un muchacho ignorante e indefenso. Puedo rebatir los sofismas de los mejores abogados del condado. Del mismo fiscal general, si es necesario.
Si me exterminan, pensó, tendrán que exterminarnos a todos, incluyéndose a sí mismos. Y eso no termina ahí. Ésta es una estafa por la cual los poderosos, aquellos que ya tienen todos los lugares clave en las áreas política y económica, mantienen alejados a los jóvenes... asesinándolos si es necesario. En esta tierra hay, pensó, un gran odio de los adultos por los más jóvenes, odio y miedo. Entonces, ¿qué harán conmigo? Soy de su grupo de edad y estoy enjaulado en la parte trasera del camión del aborto. Represento, pensó, un tipo diferente de amenaza. Soy como ellos pero estoy del otro lado, con los perros, los gatos, los bebés y los niños indefensos. Dejemos que lo descubran, dejemos que surja un nuevo Santo Tomás de Aquino que pueda resolver esto.
—Todo lo que sé —dijo en voz alta—, es dividir, multiplicar y restar. Hasta tengo problemas con las fracciones.
—¡Pero antes sabías hacerlo! —dijo Tim.
—Es increíble como uno se olvida de todo después de que deja la escuela —dijo Ed Gantro—. Ustedes probablemente puedan hacer cálculos mejor que yo.
—Papá, van a exterminarte —le dijo su hijo con rabia—. Nadie te va a adoptar. No tienes edad para ello. Eres demasiado viejo.
—Veamos —dijo Ed Gantro—. El teorema del binomio. ¿Cómo era? No puedo recordarlo todo... tenía que ver algo con a y b.
Mientras se exprimía la cabeza, y también su alma inmortal, se reía en silencio. No puedo pasar la prueba del alma, pensó. Al menos no hablando así. Soy un perro en una cuneta, un animal en una zanja.
El error principal de los que apoyaron los abortos desde un principio, se dijo, fue la línea arbitraria que trazaron. Un embrión no goza de los derechos constitucionales estadounidenses, así que se lo puede matar legalmente, a través de un médico. Pero un «feto» era una persona con derechos, al menos lo fue durante un tiempo. Y entonces los proabortistas decidieron que ni siquiera un feto de siete meses era humano, y legalmente podía ser asesinado por un médico con licencia. Y, de pronto un día, un recién nacido es como un vegetal: no puede enfocar sus ojos, no comprende nada, no habla.. los proabortistas llevaron su reclamo a la corte y ganaron, con su declaración que un recién nacido era solo un feto expulsado del útero por procesos accidentales u orgánicos. Pero, aun así, ¿dónde se podía trazar la línea? ¿Cuándo el bebé realizaba su primera sonrisa? ¿Cuándo decía la primera palabra? ¿O cuando tomaba por primera vez un juguete para jugar? Lentamente, se fue empujando cada vez más adelante la línea legal. Y ahora regía la definición más brutal y arbitraria de todas, cuando podía ejecutar «cálculos matemáticos superiores».
Esto convertía a los antiguos griegos de la época de Platón en no humanos, dado que por entonces la aritmética era algo desconocido, solo existía la geometría. El álgebra fue un invento de los árabes que apareció mucho después. Arbitrario. Sin embargo, no era una arbitrariedad teológica, simplemente una legal. La Iglesia hacía mucho que sostenía, en realidad desde sus principios, que el cigoto y el embrión en que se convertía, eran una forma de vida sagrada como cualquiera que anduviera sobre la Tierra. Se habían visto venir definiciones arbitrarias como «ahora el alma entra en el cuerpo» o, en términos más modernos, «ahora es una persona que recibe la completa protección de la ley, como cualquier otra». Lo más triste y amargo era ver a los niños jugando valientemente en sus patios día tras día, tratando de tener esperanzas, fingiendo que sentían una seguridad que no tenían.
Bien, pensó, ya veremos qué hacen conmigo. Tengo treinta y cinco años, tengo una licenciatura en Stanford. ¿Me pondrán en una jaula durante treinta días, con un plato de plástico, una canilla y un lugar, a la vista, donde hacer mis necesidades? ¿Y si nadie me adopta me conducirán a una muerte automática como a los demás?
Estoy arriesgándome mucho, pensó. Pero hoy recogieron a mi hijo, y el riesgo comenzó entonces, cuando lo agarraron, no cuando yo entré aquí y me convertí en otra víctima.
Levantó la vista hacia los tres niños asustados e intentó pensar en algo que decirles... no solo a su propio hijo sino a los tres.
—«Mira» —dijo, citando—, «te diré un secreto sagrado. No todos dormimos en la muerte. Nosotros...» —Pero no pudo recordar el resto. Torpe, pensó desanimado—. «Nosotros despertaremos» —continúo, haciéndolo lo mejor que podía—. «En un relampagueo. En el parpadeo de un ojo».
—Hagan menos ruido —dijo el conductor del camión desde el otro lado de la malla de alambres—. No me puedo concentrar en este camino de mierda —agregó—. Saben, puedo llenar de gas ahí atrás, y desmayarlos. Algunas prepersonas son muy revoltosas. Así que si quieren que los duerma, lo única que tengo que hacer es apretar el botón de gas.
—No digamos nada —le dijo rápidamente Tim a su padre con un terror mudo, urgiéndolo en silencio a que obedeciera.
Su padre no dijo nada. La mirada de urgente ruego era más de lo que podía soportar, así que se rindió. De todos modos, pensó, lo que suceda en el camión no es determinante. Ya se verá cuando lleguemos al Servicio Comunal... donde, a la primera señal de problemas, habrá periodistas de la televisión y de los diarios.
Siguieron en silencio, cada uno con sus propios miedos y sus propios planes. Gantro se concentró en sí mismo, perfeccionando en su cabeza lo que haría... lo que tenía que hacer. Y no solo para Tim sino para todos los candidatos a ser prepersonas abortadas. Se quedó meditando en las distintas ramificaciones mientras el camión seguía su camino.
En cuanto el vehículo estacionó en la zona reservada del Servicio Comunal y se abrieron las puertas traseras, Sam B. Carpenter, que tenía a su cargo toda la operación, se acercó caminando, miró y dijo:
—Tiene un hombre adulto aquí, Ferris. En realidad, ¿sabe lo que trajo? Un objetor, eso es lo que trajo.
—Pero insistió en que no sabía nada más que sumar —dijo Ferris.
—Deme sus documentos —le dijo Carpenter a Ed Gantro—. Quiero saber su nombre real, el número de seguro social, la constancia de identidad de la policía regional... vamos, quiero saber quién es usted realmente.
—Es un campesino —dijo Ferris mientras observaba a Gantro entregar sus documentos.
—Y quiero confirmarlo con las huellas de sus pies —dijo Carpenter—. Un juego completo. Ahora mismo... es prioridad A.
Le gustaba hablar de ese modo.
Una hora más tarde ya le habían entregado los informes generados por los computadores que administraban la información de seguridad en una supuesta zona rural en Virginia.
—Este individuo se graduó en Stanford en matemáticas. Y luego obtuvo una licenciatura en psicología, la que sin duda está utilizando con nosotros. Tenemos que sacarlo de aquí.
—Yo tuve alma —dijo Gantro— pero la perdí.
—¿Cómo? —preguntó Carpenter, que no había visto nada sobre el tema en el expediente oficial sobre Gantro.
—Una embolia. La porción de mi corteza cerebral que albergaba mi alma se vio destruida cuando inhalé accidentalmente el vapor de un insecticida. Ése es el motivo por el que estuve viviendo en el campo, comiendo raíces y gusanos, junto a mi hijo, Tim.
—Le haremos un electroencefalograma —dijo Carpenter.
—¿Qué es eso? —dijo Gantro—. ¿Una de esas pruebas para el cerebro?
—La ley dice que el alma entra en el cuerpo a los doce años, y usted me trae a este individuo que tiene más de treinta —le dijo Carpenter a Ferris—. Nos podrían acusar de asesinato. Tenemos que librarnos de él. Llévelo al mismo lugar donde lo encontró y déjelo allí. Si no quiere bajar voluntariamente del camión, duérmalo y sáquelo. Es una orden de seguridad nacional. Su empleo depende que la cumpla, lo mismo que su situación ante el código penal de este estado.
—Tengo que quedarme aquí —dijo Ed Gantro—. Soy un deficiente.
—Y su niño —dijo Carpenter—. Probablemente es un mutante mental matemático como los que aparecen en la televisión. Le tendieron una trampa, seguramente ya le avisaron a todos los medios. Llévelos de regreso y gaséelos, y luego arrójelos en el lugar que se le ocurra o, mejor, en algún lugar que no esté a la vista.
—No se ponga histérico —dijo Ferris con irritación—. Hágale un electroencefalograma y un examen cerebral a Gantro, y probablemente tengamos que dejarlo ir, pero los tres niños...
—Son todos genios —dijo Carpenter—. Todo es parte de la puesta en escena, pero usted es demasiado estúpido para darse cuenta. Sáquelos a patadas del camión y de las instalaciones y niegue, ¿entiende?, niegue terminantemente que recogió a alguno de ellos. Insista en eso.
—Fuera del camión —ordenó Ferris, presionando el botón que levantaba los barrotes de las puertas.
Los tres chicos salieron a toda velocidad, pero Ed Gantro se quedó en el interior.
—No va a salir voluntariamente —dijo Carpenter—. Muy bien, Gantro, tendremos que sacarlo nosotros.
Le hizo un gesto de asentimiento a Ferris y ambos entraron en la parte trasera del camión. Un momento más tarde habían dejado a Gantro sobre el pavimento del estacionamiento.
—Ahora es un ciudadano común —dijo Carpenter con alivio—. Puede reclamar lo que se le ocurra, pero no tienen pruebas.
—Papá —dijo Tim—, ¿cómo vamos a ir a casa?
Los tres niños rodearon a Ed Gantro.
—Podríamos llamar a alguien para que venga hasta acá —dijo Fleischhacker—. Apuesto a que si el papá de Walter Best tiene suficiente combustible viene a buscarnos. Se la pasa manejando y tiene un cupón especial.
—Él y su mujer, la señora Best, siempre están peleando —dijo Tim—. Por eso a él le gusta salir a manejar solo en la noche. Me refiero a salir sin ella.
—Me quedaré aquí —dijo Ed Gantro—. Quiero que me encierren en una jaula.
—Pero nos podemos ir —protestó Tim. Con urgencia, tiró de la manga de su padre—. Esto es lo que queríamos, ¿no? Nos dejaron ir en cuanto te vieron. ¡Lo logramos!
—Insisto en que me encierren con las otras prepersonas que tienen allí— le dijo Ed Gantro a Carpenter. Señaló hacia el vistoso y sólido edificio pintado de verde intenso del Servicio Comunal.
Tim le dijo al señor Sam B. Carpenter:
—Llame al señor Best que vive en la península. Dígale donde estamos. Su prefijo es 669. Dígale donde estamos y que nos venga a buscar, y lo hará. Lo prometo. Por favor, señor.
Fleischhacker asintió.
—Hay un único señor Best en la guía telefónica con el prefijo 669. Por favor, señor.
Carpenter ingresó en el edificio y se dirigió hacia uno de los muchos teléfonos oficiales del Servicio, buscó el número. Ian Best. Marcó el número.
—Usted ha marcado un número que está funcionando a medias, y a medias está haraganeando —respondió la voz de un hombre que evidentemente estaba medio borracho. Como fondo Carpenter pudo escuchar los gritos de una mujer furiosa, reprendiendo a Ian Best.
—Señor Best —dijo Carpenter—, aquí hay varias personas que dicen conocerlo, en el cruce de las calles Cuatro y A, en Verde Gabriel. Son un tal Ed Gantro y su hijo Tim, un muchacho identificado como Ronald o Donald Fleischhacker, y otro menor sin identificar. El muchacho Gantro sugirió que usted no tendría problemas en venir conduciendo aquí para recogerlos y llevarlos a casa.
—¿Las calles Cuatro y A? —dijo Ian Best. Hizo una pausa—. ¿No será el corral?
—El Servicio Comunal —lo corrigió Carpenter.
—Hijo de puta —dijo Best—. Por supuesto que voy a ir por ellos, estaré en veinte minutos. ¿Ustedes tienen a Ed Gantro ahí dentro como una prepersona? ¿No saben que se graduó en la Universidad de Stanford?
—Somos concientes de eso —dijo imperturbable Carpenter—. Pero ellos no están detenidos; simplemente están... aquí. No están, repito, no están en custodia.
—Habrá periodistas en todos los medios antes de que yo llegue allí —dijo Ian Best con voz otra vez clara. Clic. Había colgado.
Caminando hacia fuera, Carpenter le dijo a Tim:
—Parece que me tomaste el pelo para que le avisara a un rabioso activista antiaborto de la presencia de ustedes aquí. Qué bonito.
Pasaron unos minutos y entonces un Mazda rojo se detuvo junto a la entrada del Servicio. De él salió un hombre alto con una barba de días, con una cámara y un equipo de audio, que caminó pausadamente hacia Carpenter.
—Tengo entendido que tienen a un licenciado de Stanford en matemáticas aquí en el Servicio —dijo con una voz entre neutra y casual—. ¿Podríamos entrevistarlo para una posible nota?
—No tenemos registrado a nadie así —dijo Carpenter—. Puede revisar nuestros libros. —Pero el periodista ya había visto a los tres niños rodeando a Ed Gantro.
En voz alta el periodista preguntó:
—¿Ed Gantro?
—Sí, señor —contestó Gantro.
Por Dios, pensó Carpenter. Tendríamos que haberlo encerrado en uno de los vehículos oficiales y luego sacarlo de aquí. Esto va a salir en todos los diarios. Una camioneta azul de una estación de televisión estaba circulando. Y, detrás de ella, dos automóviles más.
SERVICIO COMUNAL ATRAPA GRADUADO DE STANFORD
Así lo vio en su mente Carpenter, o:
SERVICIO COMUNAL ABORTIVO INVOLUCRADO EN UN INTENTO ILEGAL DE...
Y así seguiría. Una nota en el noticiero de la tarde que mostraba a Ed Gantro y a Ian Best, que seguramente era abogado, rodeados por grabadores, micrófonos y cámaras.
Estamos mortalmente jodidos, pensó. Mortalmente jodidos. En Sacramento van a cortar nuestras asignaciones presupuestarias, nos van a reducir a cazar perros y gatos vagabundos otra vez, como antes. Qué desagradables.
Cuando Ian Best llegó en su Mercedes Benz a carbón todavía se sentía mareado.
—¿Te importaría si damos unas vueltas antes de regresar? —le dijo a Ed Gantro.
—¿Por qué camino? —dijo Ed Gantro. Estaba cansado y quería irse ahora. La marea de hombres de los medios lo había entrevistado una y otra vez. Se había convertido en su objetivo y ahora se sentía exhausto y quería regresar a casa.
—Por el camino a la isla de Vancouver, en la Columbia Británica —dijo Ian Best.
—Estos niños se tendrían que ir directamente a la cama —dijo Ed Gantro con una sonrisa—. El mío y los otros dos. Bien, no han cenado nada.
—Nos detendremos en un McDonald’s —dijo Ian Best—. Y luego podemos continuar hasta Canada, donde hay unos peces y muchas montañas que todavía no tienen nieve, incluso a esta altura del año.
—Seguro —dijo Gantro sonriendo—. Podemos ir allá.
—¿Quieres hacerlo? —dijo Ian Best examinándolo—. ¿De verdad quieres hacerlo?
—Tengo que arreglar algunas cosas, y luego, tú y yo podemos partir juntos.
—Hijo de puta —resopló Best—. Serías capaz de hacerlo.
—Sí —dijo—. Lo haría. Por supuesto, tengo que conseguir la autorización de mi esposa. No te puedes ir a Canada a menos que tu esposa firme un documento escrito donde te autoriza. Te convertirás en lo que se llama un «inmigrante territorial».
—Entonces tengo que conseguir un permiso escrito de Cynthia.
—Ella te lo dará. Solo prométele que le enviarás dinero.
—¿Crees que lo hará? ¿Me dejará ir?
—Por supuesto —dijo Gantro.
—Realmente crees que nuestras esposas nos van a dejar ir —dijo Best mientras hacía entrar a los niños en el Mercedes Benz—. Apostaría a que tienes razón. A ella le encantaría librarse de mí. ¿Sabes cómo me llama delante de Walter? «Cobarde agresivo» y cosas así. No me respeta.
—Nuestras esposas —dijo Gantro— nos van a dejar ir.
Pero sabía bien que no era así.
Miró al administrados del Servicio, el señor Sam B, Carpenter, y al conductor del camión, Ferris, quien —Carpenter le había dicho a la prensa y a la televisión— fue despedido en el acto y que, de cualquier modo, era un empleado nuevo e inexperto.
FIN
Título Original: The pre-persons © 1974.