Publicado en
junio 06, 2010
I
—Señorita Hiashi —dijo Bogart Crofts, del Departamento de Estado—, queremos enviarla a Cuba para que proporcione instrucción religiosa a la población china del lugar. Es por sus conocimientos de Oriente. Serán de ayuda.
Con un casi imperceptible gemido, Joan Hiashi pensó que sus conocimientos de Oriente consistían en haber nacido en Los Ángeles y haber asistido a unos cursos en la UCBS, la Universidad de Santa Bárbara. Pero técnicamente era, desde el punto de vista de su preparación, una estudiosa de Asia, y así lo había hecho constar en su currículum.
—Tomemos en consideración la palabra caritas —estaba diciendo Crofts—. En su opinión, ¿qué significa realmente, tal como la emplea Jerome? ¿Caridad? Difícilmente. ¿Pero qué significa entonces? ¿Amistad? ¿Amor?
—Mi campo es el budismo zen —dijo Joan.
—Pero todo el mundo —protestó Crofts desalentado— sabe lo que significaba caritas en el uso que se le daba el en latín tardío. El respeto de la gente de bien por los demás, eso es lo que significaba. —Sus altivas cejas grises se alzaron—. ¿Quiere este trabajo, señorita Hiashi? Y en caso afirmativo, ¿por qué?
—Quiero difundir las enseñanzas del budismo zen a los comunistas chinos de Cuba —dijo Joan— porque... —vaciló. La verdad era que simplemente significaba tener un buen sueldo, el primer trabajo realmente bien pagado que tendría. Desde el punto de vista de su carrera profesional era la guinda del pastel—. Oh, demonios —dijo—. ¿Cuál es el discurrir del Camino Único? No tengo respuestas para eso.
—Es evidente que su campo le ha enseñado un método para evitar dar respuestas sinceras —dijo Crofts agriamente—. Y a ser evasiva. Sin embargo... —se encogió de hombros—. Posiblemente sólo viene a demostrar que está bien preparada y es la persona adecuada para el trabajo. En Cuba tendrá que enfrentarse a algunos de los individuos más materialistas y sofisticados que además viven muy bien incluso desde el punto de vista de los Estados Unidos. Espero que pueda plantarles cara tan bien como lo ha hecho conmigo.
—Gracias, señor Crofts —dijo Joan. Se levantó—. Espero su llamada, entonces.
—Me ha impresionado —dijo Crofts, medio para sí mismo—. Después de todo, usted fue la joven que tuvo inicialmente la idea de introducir los enigmas del budismo zen en los grandes ordenadores de la UCSB.
—Fui la primera en hacerlo —corrigió Joan—. Pero la idea fue de un amigo mío, Ray Meritan. El arpista de jazz gris verdoso.
—Jazz y budismo zen —dijo Crofts—. Usted será muy útil para el Estado en Cuba.
—Tengo que irme de Los Ángeles —le dijo a Ray Meritan—. Realmente no puedo continuar viviendo como lo estábamos haciendo aquí. —Se acercó a la ventana de su apartamento y observó el centelleo del lejano monorraíl. El vehículo plateado avanzaba a enorme velocidad y Joan apartó la vista rápidamente.
Si tan sólo pudiésemos sufrir, pensó. Eso es lo que echo de menos, alguna experiencia real de sufrimiento, porque podemos evadirnos de todo. Incluso de eso.
—Pero te vas —dijo Ray—. Vas a ir a Cuba a convertir a ricos comerciantes y banqueros en ascetas. Y eso es una genuina paradoja zen; te pagarán por ello. —Se rió por lo bajo—. Introdúcelo en el ordenador, una idea como esa causará estragos. Sea como sea, no tendrás que sentarte en el Vestíbulo de Cristal cada noche a escucharme tocar, si es eso de lo que estás tan ansiosa de escapar.
—No —dijo Joan—. Espero continuar escuchándote por la televisión. Incluso podré utilizar tu música en mis enseñanzas. —Sacó un revolver del calibre 32 de un arcón de palisandro de una de las esquinas de la habitación. Había pertenecido a la segunda esposa de Ray Meritan, Edna, quien la había usado para suicidarse, el pasado mes de febrero, a última hora de una lluviosa tarde—. ¿Debería llevarla conmigo? —preguntó.
—¿Cómo recuerdo sentimental? —dijo Ray—. ¿O por lo que hizo en tu beneficio?
—No hizo nada en mi beneficio. Yo le caía bien a Edna. No me siento responsable por el suicidio de tu esposa, incluso aunque ella nos encontrase... mirándonos el uno al otro, por así decirlo.
—Y tú eres la chica que siempre le dice a la gente que acepte su culpa y que no la proyecte al resto del mundo —dijo Ray meditativamente—. ¿Qué dicen tus principios, querida? Ah —sonrió burlonamente—. El Principio Anti-paranoia. La cura de la Doctora Joan Hiashi para las enfermedades mentales; absorber toda la culpa, asumirla por completo sobre tus hombros —alzó la vista hacia ella y dijo muy seriamente—. Me sorprende que no seas una adepta de Wilbur Mercer.
—Menudo payaso —dijo Joan.
—Pero es parte de su encanto. Mira, te lo mostraré —Ray encendió la televisión situada frente a ellos en el otro lado del cuarto, negra, sin patas y de estilo Oriental, decorada con dragones de la dinastía Sung.
—La de cosas extrañas que descubrirás cuando Mercer está encendido —dijo Joan.
Ray, encogiéndose de hombros, murmuró:
—Me interesa. Una nueva religión que reemplaza al budismo zen, avanzando de forma aplastante desde el Medio Oeste hasta abarcar California. Deberías prestarle atención, sobre todo desde que pretendes que la religión sea tu profesión. Vas a conseguir un trabajo gracias a eso. La religión va a pagar tus facturas, mi querida chica, así que no la dejes de lado.
La televisión se había encendido y allí estaba Wilbur Mercer.
—¿Por qué no dice nada? —dijo Joan.
—Porque Mercer ha hecho una promesa esta semana. Silencio Absoluto —Ray encendió un cigarrillo—. El estado debería enviarme a mí, no a ti. Tú eres un timo.
—Al menos no soy un payaso —dijo Joan—, o una adepta de un payaso.
—Hay un dicho zen —le recordó Ray delicadamente—: «Buda es un pedazo de papel higiénico». Y también este otro: «Buda a menudo...»
—Bueno, para un poco —dijo ella secamente—. Quiero ver a Mercer.
—Quieres ver —la voz de Ray estaba cargada de ironía—. ¿Es eso lo que quieres, por al amor de Dios? Nadie ve a Mercer, ahí está el meollo. —Arrojó su cigarrillo a la chimenea y se acercó al mueble de la televisión; allí, delante del mueble, Joan vio una caja metálica con dos asas, unidas a la televisión por un cable doble. Ray aferró las dos asas e inmediatamente una mueca de dolor atravesó su rostro.
—¿Qué pasa? —preguntó ella, asustada.
—N-nada. —Ray continuó aferrando las asas. En la pantalla, Wilbur Mercer caminaba lentamente por la desértica y olvidada superficie de la desolada ladera de un monte, con la cara alzada y una expresión de serenidad, o vacuidad, en sus descarnados rasgos de mediana edad. Jadeando, Ray soltó las asas—. Sólo pude sujetarlas durante cuarenta y cinco segundos esta vez. —Le explicó a Joan—. Esta es la caja de empatía, querida. No puedo contarte cómo la conseguí, para ser sincero no lo sé a ciencia cierta. Ellos la trajeron, la organización que la distribuye, Wilber Incorporated. Pero puedo contarte que cuando sujetas esas asas, ya no sigues viendo a Wilbur Mercer. Pasas a participar de su apoteosis. Porque pasas a sentir lo que él siente.
—Suena doloroso —dijo Joan.
—Sí —dijo Ray Meritan en voz baja—. Porque Wilbur Mercer está siendo asesinado. Camina hacia el lugar donde va a morir.
Horrorizada, Joan se apartó de la caja.
—Decías que era lo que necesitábamos —dijo Ray—. Recuerda, soy un telépata bastante bueno; no tengo que concentrarme mucho para leer tus pensamientos. «Si tan sólo pudiésemos sufrir». Eso fue lo que estabas pensando hace sólo un rato. Bien, aquí tienes tu oportunidad, Joan.
—Es... morboso.
—¿Era morboso tu pensamiento?
—¡Sí! —dijo ella.
—Veinte millones de personas son seguidores de Wilbur Mercer en estos momentos. —dijo Ray Meritan—. Por todo el mundo. Y ellos sufren con él, mientras camina hacia Pueblo, Colorado. Al menos ahí es a donde dicen que se dirige. Personalmente tengo mis dudas. De cualquier forma, el Mercerismo es ahora lo que el budismo zen fue en su momento; tú vas a ir a Cuba a enseñar a los acaudalados banqueros chinos una forma de ascetismo que ya está obsoleta, a la que ya la he llegado su día.
Sin decir nada, Joan se apartó de él y observó caminar a Mercer.
—Sabes que tengo razón —dijo Ray—. Puedo detectar tus emociones. Puedes no darte cuenta de ellas, pero están ahí.
En la pantalla una roca fue arrojada hacia Mercer. Le golpeó en el hombro.
Todo el que estuviese aferrando su caja de empatía, entendió de pronto Joan, sentiría aquello igual que Mercer.
Ray asintió.
—En efecto —dijo él.
—Y... ¿qué sucederá cuando esté finalmente muerto? —se estremeció ella.
—Veremos lo que sucede entonces —dijo Ray tranquilamente—. No lo sabemos.
II
—Creo que te equivocas, Boge —le dijo el Secretario de Estado Douglas Herrick a Bogart Crofts—. La chica puede ser la amante de Meritan, pero eso no significa que lo sepa.
—Esperaremos al señor Lee para que nos lo diga —dijo Crofts irritado—. Cuando ella llegue a la Habana él la estará esperando para reunirse con ella..
—¿El señor Lee no puede explorar a Meritan directamente?
—¿Un telépata explorando la mente de otro? —Bogart Crofts sonrío ante la idea. Se imaginó la absurda situación: el señor Lee leyendo la mente de Meritan y Meritan, que también era un telépata, podría leer la mente del señor Lee y descubrir que éste le estaba leyendo su mente, y Lee, leyendo la mente de Meritan, descubriría que Meritan lo sabía, y así una y otra vez. Una regresión sin fin, que terminaría en una fusión de mentes en la cual Meritan vigilaría sus pensamientos para no pensar sobre Wilbur Mercer.
—Es el parecido de los nombres lo que me persuade —dijo Herrick—. Meritan, Mercer. ¿Las tres primeras letras...?
—Ray Meritan no es Wilbur Mercer. Te contaré cómo lo sabemos. En colaboración con la CIA realizamos una grabación Ampex de las emisiones de Mercer, las amplificados y las analizamos. Mercer se muestra en el habitualmente deprimente entorno de plantas de cactus, arena y rocas... ya sabes.
—Sí —dijo Herrick asintiendo—. Le llaman el Desierto.
—Al amplificarlo apareció algo en el cielo. Fue estudiado. No es la Luna. Es una luna, pero demasiado pequeña para ser la Luna. Mercer no está en la Tierra. Me pregunto si no será terrestre en absoluto.
Doblándose hacia adelante, Crofts cogió una pequeña caja metálica, evitando cuidadosamente las dos asas.
—Y estas cosas no han sido diseñadas ni fabricadas en la Tierra. Todo el Movimiento Mercer es no perteneciente a la Tierra de principio a fin, y esa es la situación a la que nos tenemos que enfrentar.
—Si Mercer no es de la Tierra —dijo Herrick—, entonces debe haber sufrido y e incluso muerto antes, en otros planetas.
—Oh, sí —dijo Crofts—. Mercer, o cualquier que sea su nombre real, debe tener una amplia experiencia en eso. Pero aún no sabemos que queremos saber; ¿qué le sucede a la gente que aferra las asas de sus cajas de empatía?.
Crofts se sentó en su escritorio y escudriñó la caja que yacía justo delante de él, con sus dos asas tentadoras. Nunca las había tocado y nunca lo había siquiera pretendido. Pero...
—¿Cuánto tardará Mercer en morir? —preguntó Herrick—. Esperan que suceda en algún momento a finales de la próxima semana. Y el señor Lee habrá sacado algo de la mente de la chica para entonces, ¿es lo que crees? ¿Alguna pista de dónde está Mercer realmente?
—Eso espero —dijo Crofts, aún sentado frente a la caja de empatía pero sin tocarla todavía. Debe ser una extraña experiencia, pensó, el poner las manos en las dos asas metálicas de apariencia corriente y descubrir, de forma instantánea, que ya no eres tú; que eres completamente otro hombre, en otro lugar, subiendo trabajosamente por un terreno inclinado, lúgubre e interminable, rumbo a una muerte segura. Al menos eso es lo que dicen. Pero oír hablar de ello... ¿a dónde trasportará realmente? Supongamos que lo pruebo por mí mismo.
Sentir un dolor absoluto... eso era lo que le espantaba, lo que le impedía hacerlo.
Era increíble que la gente pudiese buscarlo deliberadamente en lugar de evitarlo. Aferrar las asas de la caja de empatía no era ciertamente el acto de una persona que buscase evadirse. No era evitar algo sino la búsqueda de algo. Y no del dolor como tal; Crofts sabía lo suficiente como para no conjeturar que los Merceristas fuesen simples masoquistas que deseaban el dolor. Era, lo sabía, el significado del dolor lo que atraía a los seguidores de Mercer.
Los seguidores sufrían por algo.
—Desean el sufrimiento —dijo en voz alta a su jefe— como un instrumento para negar sus existencias individuales e íntimas. Es una comunión en la cual todos ellos sufren y experimentan el vía crucis de Mercer juntos. —Como la Última Cena, pensó. Esa es la auténtica clave: la comunión, la participación que está detrás de todas las religiones. O que debería estar. La religión mantiene unidos a los hombres en un organismo compartido, común, y deja a todos los demás fuera.
—Pero ante todo —dijo Herrick— es un movimiento político, o al menos debe ser tratado como tal.
—Desde nuestro punto de vista —aceptó Crofts—. Pero no desde el suyo.
El intercomunicador del escritorio zumbó y se escuchó la voz de su secretaria.
—Señor, el señor John Lee está aquí.
—Dígale que entre.
El joven chino, delgado y alto, entró sonriendo y teniendo su mano. Llevaba un traje pasado de moda de chaqueta recta y zapatos negros puntiagudos. Después de darse la mano el señor Lee dijo:
—Ella aún no ha salido para la Habana, ¿verdad?
—No —dijo Crofts.
—¿Es guapa? —dijo el señor Lee.
—Sí —dijo Crofts sonriendo hacia Herrick—. Pero difícil. Una mujer con carácter. Emancipada, si me entiende.
—Oh, del tipo sufragista —dijo el señor Lee sonriendo—. Detesto ese tipo de mujeres. Será más difícil de lo que pensaba, señor Crofts.
—Recuerde —dijo Crofts—, su trabajo es simplemente dejarse convertir. Todo lo que tiene que hacer es escuchar su propaganda sobre el budismo zen, aprender a responder unas cuantas preguntas del estilo de «¿Es este palo Buda?» y estar a la expectativa de unos cuantos pensamientos inexplicables en la cabeza de una practicante del zen, ya me entiende, referentes a sentimientos implantados.
—O tonterías implantadas —dijo el señor Lee con una gran sonrisa—. De acuerdo, estoy preparado. Sentimientos, tonterías; en zen son lo mismo. —Se puso serio—. Por supuesto, yo soy un comunista —dijo—. La única razón por la que hago esto es porque el Partido de La Habana ha adoptado la postura oficial de que el Mercerismo es peligroso y debe ser erradicado. —Sombríamente, continuó—. Debo decir que esos Merceristas son unos fanáticos.
—Cierto —se mostró de acuerdo Crofts—. Y debemos trabajar para que desaparezcan. —Señaló la caja de empatía—. ¿Alguna vez ha...?
—Sí —dijo el señor Lee—. Es una forma de castigo. Autoimpuesto, sin duda por razones de culpa. La ociosidad provoca ese tipo de emociones en la gente si se utiliza adecuadamente; de otra forma no surgen.
Crofts pensó: Este hombre no ha entendido el asunto en absoluto. Es un simple materialista. Típico de una persona que ha nacido en una familia comunista, que ha crecido en una sociedad comunista. Todo es blanco o negro.
—Se equivoca —dijo el señor Lee; había estado leyendo los pensamientos de Crofts.
—Lo siento, lo olvidé —dijo Crofts sonrojándose—. No pretendía ofenderle.
—He visto en su mente —dijo el señor Lee— que usted cree que Wilbur Mercer, como él se llama a sí mismo, puede no ser de la Tierra. ¿Conoce la posición del Partido a ese respecto? Se debatió hace tan sólo unos días. El Partido ha adoptado la posición de que no existen razas no terrestres en el sistema solar, que creer en vestigios de que razas superiores del pasado existen todavía es una forma de misticismo morboso.
Crofts suspiró.
—Resolver un asunto empírico a través de una votación... determinarlo con una base estrictamente política... No puedo entender eso.
Llegados a ese punto el Secretario de Estado Herrick intervino, apaciguando a ambos hombres.
—Por favor, no nos dejemos llevar a un punto muerto por cuestiones teóricas en las que nunca nos pondremos de acuerdo. Centrémonos en lo fundamental... el Partido Mercerista y su rápido crecimiento por todo el planeta.
—Totalmente de acuerdo, por supuesto —dijo el señor Lee.
III
En el aeropuerto de La Habana, Joan Hiashi observó cómo a su alrededor los otros pasajeros iban rápidamente de la nave a la entrada número veinte.
Parientes y amigos habían salido previsoramente a la pista, como hacían siempre, desafiando la normativa del aeropuerto. Entre ellos vio a un joven chino alto y delgado, con una sonrisa de bienvenida en su rostro.
Avanzando hacia él, le llamó.
—¿El señor Lee?
—Sí —él se apresuró a reunirse con ella—. Es la hora de la cena. ¿Le gustaría cenar? La llevaré al restaurante Hang Far Lo. Tienen pato relleno y sopa de nido de pájaro, todo al estilo cantonés... muy dulce, pero bueno de vez en cuando.
Enseguida estuvieron en el restaurante, en un reservado de teca rojo cuero de imitación. Los cubanos y los chinos charlaban por todas partes a su alrededor; el aire olía a carne de cerdo frita y humo de puros.
—¿Usted es el presidente del Instituto de La Habana para Estudios Asiáticos? —preguntó ella para asegurarse de que no había sido una confusión.
—Correcto. El Partido Comunista Cubano nos tiene entre ceja y ceja debido a nuestro carácter religioso. Pero muchos de los chinos de la isla asisten a las conferencias o están en nuestra lista de correo. Y, como sabe, hemos tenido muchos distinguidos estudiosos de Europa y el Sudeste Asiático que han venido a hablar... Por cierto. Hay una parábola zen que no entiendo. El mono qué cortó al gatito por la mitad... La he estudiado y he reflexionado sobre ella, pero no veo cómo Buda pudo estar presente cuando se sometió a tal crueldad a un animal. —Se apresuró a añadir—. No quiero discutir con usted. Simplemente busco información.
—De todas las parábolas zen —dijo Joan— es la que causa más dificultades. La pregunta a hacerse es: «¿Dónde está el gatito ahora?».
—Eso me recuerda el inicio del Bhagavad-Gita —dijo el señor Lee, con un rápido asentimiento—. Recuerdo a Arjuna diciendo:
El arco de Gandiva se desliza de mi mano
¡Augurios del mal!
¿Qué podemos esperar de esta matanza de congéneres?
—Correcto —dijo Joan—. Y, por supuesto, recuerda la respuesta de Krishna. Es la afirmación más profunda de toda la religión pre-budista en lo tocante a la muerte y el combate.
El camarero se acercó para tomar nota. Era un cubano vestido con ropa caqui y boina.
—Pruebe el won ton frito —recomendó el señor Lee—. Y el chow yuk, y por supuesto los rollitos. ¿Tienen rollitos hoy? —le preguntó al camarero.
—Sí, señor Lee. —dijo el camarero mientras se escarbaba los dientes con un palillo.
El señor Lee pidió para los dos y el camarero se retiró.
—Sabe —dijo Joan—, cuando se ha vivido cerca de un telépata tanto tiempo como lo he hecho yo, te vuelves consciente de cuando alguien se concentra para leerte la mente. Siempre sé cuando Ray está intentando encontrar algo en mi mente. Usted es un telépata. Y está leyendo mi mente con mucha intensidad en este momento.
—Ojalá fuese así, señorita Hiashi —dijo el señor Lee sonriendo.
—No tengo nada que ocultar —dijo Joan—. Pero me pregunto por qué está tan interesado en lo que estoy pensando. Sabe que trabajo para el Departamento de Estado de Estados Unidos; eso no es ningún secreto. ¿Teme que haya venido a Cuba en calidad de espía? ¿Para estudiar las instalaciones militares? ¿Algo así? —se entristeció—. No es un buen comienzo —dijo—. No ha sido honesto conmigo.
—Usted es una mujer muy atractiva, señorita Hiashi —dijo el señor Lee sin perder un ápice de aplomo—. Era simple curiosidad por ver... ¿me atreveré a decirlo? Su orientación sexual.
—Está mintiendo —dijo Joan en voz baja.
Esta vez la sonrisa dulce desapareció; él la miró fijamente.
—La sopa de nido de pájaro, señor —el camarero había vuelto; colocó la humeante sopera en el centro de la mesa—. Té. —puso en la mesa una tetera y dos pequeñas tazas blancas sin asas—. Señorita, ¿quiere palillos?
—No —dijo distraídamente.
Del exterior del reservado llegó un grito de angustia. Joan y el señor Lee se levantaron. El señor Lee descorrió la cortina; el camarero también estaba contemplando la escena y riendo.
En una mesa de la esquina opuesta del restaurante estaba sentado un anciano caballero cubano con sus manos aferradas a las asas de un caja de empatía.
—También aquí —dijo Joan.
—Son como la peste —dijo el señor Lee—. Molestando mientras comemos.
—Loco —dijo el camarero. Sacudió la cabeza, aún riendo ente dientes.
—Sí —dijo Joan—. Señor Lee, permaneceré aquí e intentaré hacer mi trabajo, a pesar de lo que ha ocurrido entre nosotros. No sé porqué han enviado deliberadamente un telépata para recibirme, posiblemente sean sospechas paranoides comunistas sobre los extranjeros, pero en cualquier caso tengo un trabajo que hacer aquí y pretendo hacerlo. Así que, ¿quiere discutir sobre el gatito desmembrado?
—¿Mientras comemos? —dijo el señor Lee débilmente.
—Usted sacó el tema de conversación —dijo Joan, y prosiguió, a pesar de la expresión de intensa desdicha de la cara del señor Lee cuando se sentó y comenzó a tomar su sopa de nido de pájaro.
En el estudio de Los Angeles de la emisora de televisión KKHF, Ray Meritan se sentó frente a su arpa, aguardando su entrada. Había decidido que «Cuan Alta la Luna» sería su primera pieza. Bostezó y siguió observando la cabina de control.
Junto a él, en el escenario, el comentarista de jazz Glen Goldstream limpiaba sus gafas sin montura con un fino pañuelo de lino.
—Creo que empezaré con Gustav Mahler esta noche —dijo.
—¿Quién demonios es ese?
—Un gran compositor de finales del siglo diecinueve. Muy romántico. Compuso peculiares sinfonías y canciones populares. Estoy pensando, de todas formas, en los patrones rítmicos del «Borracho en Primavera» de su «Canción de la Tierra». ¿Nunca la ha escuchado?
—No —dijo Meritan impacientemente.
—Muy gris verdoso.
Ray Meritan no se sentía muy gris verdoso esa noche Aún le dolía la cabeza por la roca que le habían arrojado a Wilbur Mercer. Meritan había intentado soltarse de la caja de empatía cuando vio venir la roca, pero no había sido lo suficientemente rápido. Había golpeado a Mercer en la sien derecha, haciéndole sangrar.
—Me he topado con tres Merceristas esta tarde —dijo Glen—. Y todos ellos tenían un aspecto terrible. ¿Qué le sucedió hoy a Mercer?
—¿Cómo voy a saberlo?
—Te estás comportando como lo hacían ellos. Es la cabeza, ¿verdad? Te conozco lo suficiente, Ray. Estás metido en algo nuevo y extraño, ¿qué me importa si eres un Mercerista? Disfruto pensando que quizá te apetecería una pastilla para el dolor.
—Eso debería acabar completamente con el problema, ¿no? —dijo Ray Meritan bruscamente—. Una pastilla para el dolor. Eh, señor Mercer, mientras sube la colina, ¿qué le parece una inyección de morfina? No sentirá nada —rasgó unas notas de su arpa, liberando sus emociones.
—Estás en el aire —dijo el productor desde la cabina de control.
Su tema, «Esto es Abundancia», fluyó desde la mesa de grabación hasta la cabina de control y en la cámara número dos, que enfocaba a Goldstream, se encendió una luz roja.
—Buenas tardes, damas y caballeros —dijo Goldstream con los brazos cruzados—. ¿Qué es el jazz?
Eso es lo que yo me pregunto, pensó Meritan. ¿Qué es el jazz? ¿Qué es la vida? Se frotó su frente golpeada y martirizada por el dolor y se preguntó cómo podría resistir la próxima semana. Wilbur Mercer se estaba acercando a su destino. Cada día se volvería peor...
—Y tras una breve pausa para un anuncio importante —estaba diciendo Goldstream— volveremos para contarles más sobre el mundo de los hombres y mujeres gris verdosos, esa gente peculiar, y el mundo del arte del único e inimitable Ray Meritan.
La grabación del anuncio publicitario apareció en la pantalla de televisión frente a Meritan.
—Tomaré esa pastilla para el dolor —le dijo Meritan a Goldstream.
Le tendió una pastilla amarilla, plana y con surcos.
—Paracodeina —dijo Goldstream—. Altamente ilegal, pero efectiva. Una droga adictiva... Me sorprende que tú, de entre todo el mundo, no lleves una encima.
—Solía —dijo Ray, mientras cogía una vaso de agua de plástico y se tragaba la pastilla.
—Y tu estás en eso del Mercerismo.
—Yo ahora... —miró fijamente a Goldstream; ambos se conocían, debido a sus profesiones, desde hacía años—. No soy un Mercerista —dijo—, así que olvídalo, Glen. Es sólo una coincidencia que tenga dolor de cabeza la noche en que Mercer ha sido golpeado en la sien por una afilada roca arrojada por algún retrasado mental sádico que debería ser el que estuviese subiendo a rastras por esa colina. —frunció el ceño hacia Goldstream.
—Entiendo —dijo Goldstream—. El Departamento de Salud Mental de los EE.UU. está a punto de pedirle al Departamento de Justicia que detenga a todos los Merceristas.
De repente se giró para encarar la cámara dos. Una sonrisa apenas esbozada atravesó su cara y dijo suavemente:
—El gris verdoso comenzó hace unos cuatro años, en Pinole, California, en el ahora con justicia famoso Double Shot Club donde Ray Meritan tocaba, allá por 1993 y 1994. Esta noche, Ray nos tocará una de sus más conocidas y exitosas piezas, «Una Vez Enamorado de Amy». —se volvió hacia Meritan— Ray... ¡Meritan!
Plunk, plunk, el arpa comenzó a sonar cuando los dedos de Meritan acariciaron las cuerdas.
Un ejemplo espléndido, pensó mientras tocaba. Eso es para lo que el FBI me utilizará con los adolescentes, para enseñarles en qué no hay que convertirse. Primero metido en la Paracodeina, ahora con Mercer. ¡Cuidado, chicos!
Fuera de cámara, Glen Goldstream sostenía un cartel que había garabateado.
En él, Goldstream había escrito con un rotulador:
ESO ES LO QUE QUIEREN SABER
Una invasión de alguna parte del exterior, pensó Meritan mientras tocaba. De eso es de lo que están asustados. Temen lo desconocido, como los niños pequeños. Eso son los círculos de poder: niños pequeños que huyen asustados jugando a juegos rituales con juguetes super-poderosos.
Le llegó un pensamiento de uno de los operarios de la cabina de control. Mercer había sido herido.
Ray Meritan desvió su atención hacia allí inmediatamente, leyendo la mente tan intensamente como podía. Sus dedos rasgueaban el arpa de manera refleja.
El Gobierno había declarado ilegales las llamadas cajas de empatía.
Pensó inmediatamente en su propia caja de empatía, delante de su aparato de televisión en la sala de estar de su apartamento.
La organización que distribuía y vendía las cajas de empatía había sido declarada ilegal, y el FBI había realizado arrestos en varias de las ciudades más importantes. Se esperaba que otros países siguiesen la iniciativa.
¿Cuán malherido? Se preguntó ¿Agoniza?
Y, ¿qué habría pasado con los Merceristas que estaban aferrando las asas de sus cajas de empatía en ese momento? ¿Cómo estaban ahora? ¿Recibiendo atención médica?
¿Deberíamos emitir la noticia ya mismo? estaba pensando el operario de la cabina de control. ¿O esperar hasta los anuncios?
Ray Meritan dejó de tocar su arpa y dijo claramente por el micrófono:
—Wilbur Mercer ha sido herido. Es lo que habíamos estado esperando, pero es aún una tragedia mayor. Mercer es un Santo.
Con los ojos desorbitados, Glen Goldstream se le quedó mirando anonadado.
—Creo en Mercer —dijo Ray Meritan, y toda la audiencia de su canal en los Estados Unidos escuchó su confesión de fe—. Creo en que sus sufrimientos, heridas y muerte tienen un propósito para cada uno de nosotros.
Estaba hecho; había cruzado la línea. Y no había requerido demasiado coraje.
—Rezad por Wilbur Mercer —dijo, y continuó tocando el arpa con su estilo gris verdoso.
Tonto, estaba pensando Glen Goldstream. ¡Huye! Estarás encarcelado en menos de una semana. ¡Tu carrera está arruinada!
Plunk, plunk, Ray siguió tocando su arpa y le dedicó una sonrisa forzada a Glen.
IV
—¿Conoce la historia del monje zen que estaba jugando al escondite con los niños? —dijo el señor Lee—. ¿Fue Basho quien la contó? El monje se escondió en un retrete del patio y los niños no pensaron en mirar allí, de forma que le dejaron olvidado allí. Era un hombre muy sencillo. Al día siguiente...
—Reconozco que el zen es una forma de estupidez —dijo Joan Hiashi—. Ensalza las virtudes de ser sencillo e inocente. Y recuerde, el significado original de «inocente» es alguien al que se le engaña fácilmente, se le tima con facilidad. —sorbió un poco de su té y lo encontró frío.
—Entonces usted es una auténtica practicante zen —dijo el señor Lee—. Porque ha sido engañada. —Metió la mano en su abrigo y sacó una pistola que apuntó hacia Joan—. Queda usted arrestada.
—¿Por el Gobierno cubano? —consiguió decir ella.
—Por el Gobierno de los Estados Unidos —dijo el señor Lee—. He leído su mente y he averiguado que sabe que Ray Meritan es un destacado Mercerista y a usted misma le atrae el Mercerismo.
—¡Pero no lo soy!
—Inconscientemente se siente atraída. Está a punto de cambiar de bando. Puedo detectar esas ideas, incluso aunque usted se las niegue a sí misma. Vamos a volver a los Estados Unidos, usted y yo, y allí nos reuniremos con el señor Ray Meritan y él nos llevará hasta Wilbur Mercer; es tan simple como eso.
—¿Y por eso he sido enviada a Cuba?
—Yo soy miembro del Comité Central del Partido Comunista Cubano —dijo el señor Lee—. Y el único telépata en ese comité. Acordamos trabajar en cooperación con el Departamento de Estado de los Estados Unidos durante la actual crisis de Mercer. Nuestro avión, señorita Hiashi, sale para Washington D.C. dentro de media hora; regresemos al aeropuerto inmediatamente.
Joan Hiashi recorrió con la vista impotente el restaurante. El resto de la gente que estaba comiendo, los camareros... nadie prestaba atención. Se levantó cuando un camarero pasó junto a ella con una bandeja cargada.
—Este hombre —dijo señalando al señor Lee— quiere secuestrarme. Ayúdeme, por favor.
El camarero miró al señor Lee, vio quién era, le sonrió a Joan y se encogió de hombros.
—El señor Lee es un hombre importante —dijo el camarero y continuó camino con su bandeja.
—Lo que ha dicho es cierto —le dijo el señor Lee.
Joan salió corriendo del reservado y atravesó el restaurante.
—Ayúdeme —le dijo al anciano Mercerista cubano que estaba sentado frente a su caja de empatía—. Soy Mercerista. Quieren arrestarme.
El hombre levantó la cara vieja y arrugada; la estaba examinando.
—Ayúdeme —dijo ella.
—Rece a Mercer —dijo el anciano.
No puede ayudarme, comprendió ella. Se giró hacia el señor Lee, que la había seguido y continuaba apuntándola con la pistola.
—Este anciano no va a hacer nada —dijo el señor Lee—. Ni siquiera va a levantarse.
Ella se rindió.
—De acuerdo. Me rindo.
La televisión situada en una esquina cesó de repente de emitir su basura de todos los días; la imagen de la cara de una mujer y de un bote de detergente desapareció abruptamente y la pantalla mostró solo oscuridad. Entonces, en español, un locutor comenzó a hablar.
—Herido —dijo el señor Lee, escuchando—. Pero Mercer no ha muerto. ¿Le asusta como Mercerista, señorita Hiashi? ¿No se siente afectada? Oh, pero es normal. Antes tiene que estar aferrando las asas para que le afecte. Debe ser un acto voluntario.
Joan tocó la caja de empatía del anciano cubano durante un momento y entonces aferró las asas. El señor Lee la miró sorprendido; avanzó hacia ella, intentando alcanzar la caja...
No fue dolor lo que sintió. ¿Es así? se preguntó mientras veía como a su alrededor el restaurante palidecía y desaparecía. Quizás Wilbur Mercer está inconsciente; eso debe ser. Estoy huyendo de usted, pensó para el señor Lee. Usted no puede, o al menos no quiere, seguirme a donde he ido: al mundo tumba de Wilbur Mercer, que está agonizando en alguna parte de una árida colina, rodeado de enemigos. Ahora estoy con él. Y supone escapar de algo aún peor. De usted. Y no será capaz de hacerme regresar nunca.
Vio a su alrededor una superficie desolada. El aire olía a cactus; era el desierto, y no llovía nunca.
Un hombre estaba de pie ante ella, una dolorosa luz hirió sus ojos grises y henchidos de dolor.
—Soy tu amigo —dijo— pero debes continuar como si yo no existiese. ¿Puedes entenderlo? —mostró sus manos vacías.
—No —dijo ella—. No puedo entenderlo.
—¿Cómo puedo salvarte —dijo el hombre— si no puedo salvarme a mí mismo? —sonrió—. ¿No lo ves? No hay salvación.
—¿Entonces que sentido tiene todo? —preguntó ella.
—Mostrarte —dijo Wilbur Mercer— que no estás sola. Yo estoy aquí contigo y siempre lo estaré. Regresa y enfréntate a ellos. Y diles esto.
Soltó las asas.
El señor Lee, apoyando la pistola contra ella, dijo:
—¿Y bien?
—Adelante —dijo—. Regresemos a los Estados Unidos. Entrégueme al FBI. No importa.
—¿Qué vio? —dijo el señor Lee con curiosidad.
—No se lo voy a decir.
—Pero puedo enterarme de todas formas. De su mente —la estaba explorando en aquel instante, escuchando con su cabeza inclinada hacia un lado. Las comisuras de sus labios se torcieron como si estuviese contrariado.
—No diría que sea nada importante —dijo—. Mercer la miró a la cara y le dijo que no podía hacer nada por usted... ¿ese es el hombre por el que daría la vida, usted y todo los demás? Están enfermos.
—En el mundo de los locos —dijo Joan—, los enfermos están sanos.
—¡Qué tontería! —dijo el señor Lee.
—Fue interesante —le dijo el señor Lee a Bogart Crofts—. Ella se convirtió en una Mercerista justo delante de mí. El impulso latente la transformó en lo que ahora es... eso prueba que estaba en lo cierto cuando leí su mente.
—Ahora podremos capturar a Meritan —le dijo Crofts a su superior, el Secretario Herrick—. Se marchó del estudio de televisión en Los Angeles, donde se enteró de la noticia de la grave herida de Mercer. Después de eso nadie parece saber qué hizo. No regresó a su apartamento. La policía confiscó su caja de empatía y no tiene ni idea de dónde puede estar.
—¿Dónde está Joan Hiashi? —preguntó Crofts.
—Está retenida en Nueva York —dijo el señor Lee.
—¿Con qué cargos?
—Agitación política hostil contra la seguridad de los Estados Unidos —dijo el señor Lee sonriendo—. Y arrestada por un alto cargo comunista en Cuba. Es una paradoja zen que sin duda será del agrado de la señorita Hiashi.
Mientras tanto, meditó Bogart Crofts, las cajas de empatía estaban siendo confiscadas en grandes cantidades. Pronto empezarían a destruirlas. En cuarenta y ocho horas la mayor parte de las cajas de empatía de los Estados Unidos dejarían de existir, incluyendo la que estaba en su oficina.
Aún descansaba sobre su escritorio, sin haber sido usada. Había sido él el que había pedido originalmente que fuese comprada y durante todo aquel tiempo había mantenido sus manos apartadas de ella, ni siquiera había pretendido usarla. Ahora quería usarla desesperadamente.
—¿Qué sucedería —le preguntó al señor Lee— si aferrase esas dos asas? No hay equipo de televisión aquí. No tengo ni idea de lo que está haciendo ahora mismo Wilbur Mercer; de hecho por lo que sé debe estar finalmente muerto.
—Si aferra las asas, señor —dijo el señor Lee—, entrará en... no sé si usar la palabra, pero parece ser adecuada. Una comunión mística. Con el señor Wilbur Mercer, dondequiera que esté; compatirá su sufrimiento, como sabe, pero eso no es todo. También participará en su... —el señor Lee reflexionó— «forma de ver el mundo» no es la expresión adecuada. ¿Ideología? No.
—¿Estado de trance? —sugirió el Secretario Herrick.
—Quizás sea eso —dijo el señor Lee frunciendo el ceño—. No, eso tampoco es. No hay una palabra que lo exprese, y ese es el quid. No puede ser descrito... debe ser experimentado.
—Lo probaré —decidió Crofts.
—No —dijo el señor Lee—. No, si sigue mi consejo. Le aconsejo que se mantenga alejado. Vi como la señorita Hiashi lo hacía y vi el cambio que se produjo en ella. ¿Hubiese probado la paracodeina cuando era popular entre la masa cosmopolita y desarraigada? —dijo disgustado.
—He probado la paracodeina —dijo Crofts—. No me hizo absolutamente nada.
—¿Qué has hecho qué, Boge? —le preguntó el Secretario Herrick.
—Quiero decir —dijo Bogart Crofts encogiéndose de hombros— que no veo razón alguna para que a alguien le guste y quiera convertirse en un adicto a ello.
Y por fin aferró las dos asas de la caja de empatía.
V
Caminando lentamente bajo la lluvia, Ray Meritan se dijo a sí mismo: Tienen mi caja de empatía y si regreso al apartamento me atraparán.
Su talento telepático le había salvado. Cuando entraba al edificio había captado los pensamientos de la brigada de policía local.
Ahora era pasada la medianoche. El problema es que soy demasiado conocido, se dio cuenta, debido a mi condenado programa de televisión. No importada a donde vaya, me reconocerán.
Al menos en cualquier lugar de la Tierra.
¿Dónde está Wilbur Mercer? se preguntó. ¿En este sistema solar o en alguna parte más allá de él, bajo un sol totalmente diferente? Quizás nunca lo sepamos. O al menos yo nunca lo sabré.
Pero, ¿importa? Wilbur Mercer está en alguna parte; eso es todo lo que importa. Y siempre habrá un camino que conduzca hasta él. La caja de empatía siempre llegaba hasta allí, o al menos lo hacía hasta que la policía se las llevó. Y Meritan presentía que la compañía distribuidora que había proporcionado las cajas de empatía, y que llevó una existencia en las sombras desde siempre, encontraría una forma de evitar a la policía. Si él estaba en lo cierto...
En medio de la lluviosa oscuridad distinguió las luces rojas de un bar. Fue hasta allí y entró.
—Oiga —le dijo al dueño del bar— ¿tiene una caja de empatía? Le pagaré cien dólares si me deja usarla.
El dueño del bar, un corpulento y enorme hombre de brazos peludos, dijo:
—Na, no tengo na de eso. Fuera.
La gente del bar les miró.
—Ahora eso es ilegal —dijo uno de ellos.
—Hey, es Ray Meritan —dijo otro—. El músico de jazz.
—Toque algo de jazz gris verdoso para nosotros, músico —dijo otro hombre perezosamente. Le dio un sorbo a su jarra de cerveza.
Meritan se dirigió a la salida del bar.
—Espera —dijo el dueño del bar—. Para ahí, amigo. Ve a esta dirección —escribió algo en una caja de cerillas y se la tendió a Meritan.
—¿Cuánto le debo? —dijo Meritan.
—Oh, cinco dólares deberían ser suficientes.
Meritan le pagó y se fue del bar con la caja de cerillas en su bolsillo. Probablemente sea la dirección de la comisaría de policía local, se dijo a sí mismo. Pero le daré una oportunidad de cualquier forma.
Si pudiese usar una caja de empatía una vez más...
La dirección que le había dado el dueño del bar era un viejo y decrépito edificio de madera en los barrios bajos de Los Angeles. Llamó a la puerta y esperó.
La puerta se abrió. Una gruesa mujer de mediana edad vestida con una bata y zapatillas de lana le miró de arriba abajo.
—No soy de la policía —dijo Meritan—. Soy un Mercerista. ¿Puedo usar su caja de empatía?
La puerta se abrió lentamente; la mujer le examinó a fondo y evidentemente le creyó, aunque no dijo nada.
—Siento molestarla tan tarde —se disculpó él.
—¿Qué le ha pasado, señor? —dijo la mujer—. Tiene un aspecto horrible.
—Es por Wilbur Mercer —dijo Ray—. Está herido.
—Úsela —dijo la mujer mientras le llevaba, arrastrando los pies, hasta un salón oscuro y frío donde un loro dormía en una jaula de alambre enorme y retorcida. Allí, en aquel cuarto de radio decorado a la antigua, vio la caja de empatía. Sintió cómo le invadía una sensación de alivio al verla.
—No sea tímido —dijo la mujer.
—Gracias —dijo él, y aferró las asas.
—Usaremos a la chica —dijo una voz en su oído—. Ella nos llevará hasta Meritan. Estoy autorizado a hacerle una oferta para empezar.
Ray Meritan no reconoció la voz. No era la de Wilbur Mercer.
Pero aun así, desconcertado, siguió aferrando firmemente las asas, escuchando; se quedó congelado, con los brazos extendidos y empuñando con firmeza las asas.
—Lo de la fuerza invasora no terrestre ha convencido al segmento más crédulo de nuestra comunidad, pero creo firmemente que este segmento está siendo manipulado por una minoría cínica de oportunistas bien situados, como Meritan. Se están embolsando una buena cantidad de dinero con esta locura de Wilbur Mercer —recitó la voz, llena de seguridad.
Ray Meritan sintió miedo cuando lo escuchó. Esta vez había alguien en el otro lado, comprendió. De alguna forma había entrado en contacto empático con él, y no con Wilbur Mercer.
¿O lo había hecho Wilbur Mercer deliberadamente, lo había preparado así? Siguió escuchando.
—...tienen que sacar a la chica, Hiashi, de Nueva York y traerla de vuelta aquí, donde podamos examinarla más en profundidad —añadió la voz—. Como le dije a Herrick...
Herrick, el Secretario de Estado. Meritan se percató de que eran los pensamientos de alguien del Departamento de Estado, referidos a Joan. Quizás era el funcionario del Estado que la había contratado.
Entonces ella no estaba en Cuba. Estaba en Nueva York. ¿Qué había ido mal? Todo aquello hacia pensar que el Estado simplemente había utilizado a Joan para atraparle a él.
Soltó las asas y la voz se desvaneció.
—¿Le encontró? —preguntó la mujer de mediana edad.
—S-sí —dijo Meritan, desconcertado, intentando orientarse en el cuarto desconocido.
—¿Cómo está él? ¿Está bien?
—Yo... no lo sé exactamente —respondió Meritan, con sinceridad. Pensó: Debo ir a Nueva York. E intentar ayudar a Joan. Ella está metida en esto por mi culpa; no tengo elección. Aunque me atrapen por hacerlo... ¿cómo podría abandonarla?
—No me conecté con Mercer —dijo Bogart Crofts.
Se apartó de la caja de empatía y la miró con resentimiento.
—Conecté con Meritan. Pero no sé dónde está. En el momento en que aferré las asas de esta caja, Meritan aferró las suyas en alguna otra parte. Estuvimos unidos y ahora sabe todo lo que yo sé. Y nosotros sabemos todo lo que él sabe, que no es mucho. —Perplejo, se volvió hacia el Secretario Herrick—. No sabe nada de Wilbur Mercer que no sepamos nosotros; estaba intentado conectarse con él. Definitivamente no es Mercer. —Crofts se sumió en el silencio.
—Hay algo más —dijo Herrick, volviéndose hacia el señor Lee—. ¿Qué más averiguó de Meritan, señor Lee?
—Meritan va a ir a Nueva York para intentar encontrar a Joan Hiashi —dijo Lee, leyendo atentamente la mente de Crofts—. Averiguó esto del propio señor Meritan durante el tiempo que sus mentes estuvieron fusionadas.
—Nos prepararemos para recibir al señor Meritan —dijo el Secretario Herrick con una mueca.
—¿He experimentado lo que ustedes los telépatas pueden hacer siempre? —le preguntó Crofts al señor Lee.
—Sólo cuando uno de nosotros se acerca a otro telépata —dijo el señor Lee—. Puede ser desagradable. Lo evitamos, porque si las dos mentes son muy distintas y en consecuencia entran en conflicto, puede ser psicológicamente muy dañino. Daré por hecho que usted y Meritan entraron en conflicto.
—Pero oigan, —dijo Crofts— ¿porqué vamos a continuar con esto? Ahora sé que Meritan es inocente. No sabe una maldita cosa sobre Mercer o la organización que distribuye esas cajas salvo su nombre.
Todos quedaron en silencio momentáneamente.
—Pero él es una de las pocas celebridades que se ha unido a los Merceristas —señaló el Secretario Herrick. Le tendió un teletipo impreso a Crofts—. Y lo ha hecho abiertamente. Si te tomas la molestia de leer esto...
—Sé que proclamó su devoción por Mercer en su programa de televisión esta tarde —dijo Crofts estremeciéndose.
—Cuando te enfrentas a una fuerza extraterrestre organizada de un sistema solar totalmente distinto debes moverte con cuidado —dijo el Secretario Herrick—. Seguiremos intentando atrapar a Meritan, y definitivamente a través de la señorita Hiashi. La sacaremos de la cárcel y haremos que la sigan. Cuando Meritan contacte con ella...
—No diga lo que pretende decir, señor Crofts —le dijo el señor Lee a Crofts—. Eso acabará con su carrera para siempre.
—Herrick, todo esto es una equivocación —dijo Crofts—. Meritan es inocente y también lo es Joan Hiashi. Si intentas atrapar a Meritan dimito de mi cargo en el Estado...
—Pon por escrito tu dimisión y entrégamela —dijo el Secretario Herrick. Su cara se había ensombrecido.
—Es una pena —dijo el señor Lee—. Supongo que el contacto con el señor Meritan ha nublado su juicio, señor Crofts. Le ha influido malignamente, expúlselo, por el bien de su larga carrera y del país, por no mencionar a su familia.
—Lo que estamos haciendo está mal —repitió Crofts.
El Secretario Herrick le miró coléricamente.
—No hay duda de lo que esas cajas de empatía han hecho... Ahora lo he visto con mis propios ojos. Ahora no me echaría atrás por nada del mundo.
Cogió la caja de empatía que había usado Crofts. La levantó bien alto y la arrojó contra el suelo. La caja se rompió y se convirtió en un montón de trozos irregulares.
—No considere esto como el acto de un niño —dijo—. Quiero que desaparezca cualquier posible contacto entre Meritan y nosotros. Sólo puede ser algo perjudicial.
—Si le capturamos —dijo Crofts— podrá continuar ejerciendo su influencia sobre nosotros —corrigió enseguida la afirmación—. O mejor dicho, sobre mí.
—Que sea como tenga que ser. Pretendo continuar —dijo el Secretario Herrick—. Y por favor, presente su dimisión, señor Crofts, pretendo llevar eso a cabo también. —Se le veía ceñudo y decidido.
—Secretario —dijo el señor Lee—, puedo leer la mente del señor Crofts y veo que está aturdido en este momento. Es la víctima inocente de una situación quizás provocada por Wilbur Mercer para sembrar la confusión entre nosotros. Y si acepta la dimisión del señor Crofts, Mercer habrá triunfado.
—No importa si la acepta o no —dijo Crofts—. Porque en cualquier caso dimito.
El señor Lee suspiró.
—La caja de empatía le ha convertido súbitamente en un telépata involuntario y eso ha sido demasiado. —le dio una palmada al señor Crofts en el hombro—. Los poderes telepáticos y la empatía son dos versiones de lo mismo. Podría llamársele «caja de telepatía». Sorprendentemente, esos seres extraterrestres pueden fabricar lo que nosotros sólo hemos podido conseguir por evolución.
—Dado que usted puede leer mi mente —le dijo Crofts—, sabe lo que planeo hacer. No tengo ninguna duda de que se lo contará al Secretario Herrick.
El señor Lee sonrió sin ganas.
—El Secretario y yo estamos cooperando en beneficio de la paz mundial. Ambos tenemos nuestras instrucciones. —Se dirigió a Herrick—. Este hombre está tan alterado que ahora mismo pretende cambiar de bando. Unirse a los Merceristas antes de que todas las cajas sean destruidas. Le ha gustado ser un telépata involuntario.
—Si cambia de bando será arrestado —dijo Herrick—. Lo prometo.
Crofts no dijo nada.
—No ha cambiado de idea —dijo educadamente el señor Lee, asintiendo para los dos hombres, aparentemente sorprendido por la situación.
Pero en lo más profundo de su ser, el señor Lee estaba pensando: Conectar directamente a Crofts con Meritan ha sido una estocada brillante y audaz del que se hace llamar Mercer. Sin duda había previsto que Crofts recibiría las intensas influencias del núcleo duro del movimiento. El siguiente paso será que Crofts vuelva a usar una caja de empatía, si puede encontrar una, y esta vez el propio Mercer contactará con él personalmente. Para hablar con su nuevo discípulo.
Han ganado un hombre, comprendió el señor Lee. Van ganando.
Pero a la postre ganaremos nosotros. Porque en último término conseguiremos destruir todas las cajas de empatía y sin ellas Wilbur Mercer no puede hacer nada. Es el único medio que él, o ello, tiene de entrar en contacto y controlar a la gente, como ha hecho aquí con el desdichado señor Crofts. Sin las cajas de empatía el movimiento está inerme.
VI
En el mostrador de la UWA, en el aeropuerto Rocky Field de Nueva York, Joan Hiashi hablaba con el empleado uniformado.
—Quiero comprar un billete de ida a Los Angeles en el siguiente vuelo. Avión a reacción o cohete, no me importa. Sólo quiero llegar allí.
—¿Primera clase o turista? —preguntó el empleado.
—Oh, demonios —dijo Joan fatigadamente—, simplemente véndame un billete. Cualquier clase de billete —abrió su bolso.
Cuando iba a pagar el billete una mano la detuvo. Se dio la vuelta y allí estaba Ray Meritan, con una expresión de alivio en la cara.
—Menudo sitio pata intentar leer tus pensamientos —dijo—. Vamos, vayamos a un sitio más tranquilo. Tienes diez minutos antes de que salga tu vuelo.
Se apresuraron a atravesar el edificio hasta que llegaron a una rampa desierta. Allí se detuvieron y Joan habló.
—Escucha, Ray, sé que te han tendido una trampa. Por eso me han dejado libre. Pero, ¿A dónde podría ir si no es junto a ti?
—No te preocupes por eso —dijo Ray—. Me iban a atrapar antes o después. Estoy seguro de que saben que abandoné California y he venido aquí —miró a su alrededor—. Aún no hay agentes del FBI cerca de nosotros. Al menos no capto nada que lo sugiera. —encendió un cigarrillo.
—No tengo ninguna razón para regresar a Los Angeles ahora que estás aquí. —dijo Joan—. Mejor debería cancelar mi vuelo.
—Sabes que están confiscando y destruyendo todas las cajas de empatía que pueden —dijo Ray.
—No —dijo ella—. No lo sabía, me han soltado sólo hace media hora. Eso es espantoso. Van en serio de verdad.
Ray se rió.
—Digamos que están realmente asustados —la rodeó con su brazo y la besó—. Te diré lo que haremos. Intentaremos huir de aquí, ir a la parte baja del East Side y alquilar un apartamento sin ascensor pero con agua caliente. Nos esconderemos y encontraremos una caja de empatía que se les haya pasado por alto. —Pero, pensó, es improbable; casi con toda seguridad las tendrán ya todas. Para empezar no eran muchas.
—Como tú digas —dijo Joan tristemente.
—¿Me amas? —le preguntó a ella—. Puedo leer tu mente, sé que lo haces. —Y añadió lentamente—. También puedo leer la mente de un tal señor Lewis Scanlan, un agente del FBI que está en estos momentos en el mostrador de la UWA. ¿Qué nombre les diste?
—Señorita George Mc Isaacs —dijo Joan—. Creo. —Comprobó su billete—. Sí, correcto.
—Pero Scanlan está preguntando si una mujer japonesa ha estado en el mostrador en los últimos quince minutos —dijo Ray—. Y el empleado te recuerda. Así que... —agarró el brazo de Joan—. Mejor nos vamos ya.
Bajaron la rampa desierta a la carrera, pasaron por una puerta que se abría con un sensor electro-óptico y llegaron a un cuarto de equipajes. Todo el mundo allí estaba demasiado ocupado para prestar atención cuando Ray Meritan y Joan se encaminaron a la puerta de salida a la calle y, un momento después, salieron a la fría y gris acera donde los taxis estaban aparcados en una larga doble fila. Joan se dispuso a tomar un taxi.
—Espera —dijo Ray, tirando de ella—. Recibo un amasijo de pensamientos. Uno de los taxistas es un agente del FBI, pero no puedo decir cuál. —Se quedó allí de pie titubeando, sin saber qué hacer.
—No podemos escapar, ¿verdad? —dijo Joan.
—Va a ser difícil. —Para sí mismo pensaba: Más bien imposible; no te equivocas. Percibió los confusos y asustados pensamientos de la chica, su inquietud por él, que ella había hecho posible que ellos le localizasen y los fuesen a capturar, su feroz ansia de no regresar a la cárcel, su penetrante resentimiento por haber sido traicionada por el señor Lee, el importante comunista chino que se había reunido con ella en Cuba.
—Qué vida —dijo Joan, arrimándose a él.
Y él aún no sabía que taxi tomar. Los preciosos segundos pasaban uno detrás de otro mientras seguían allí de pie.
—Escucha —le dijo a Joan—, quizás deberíamos separarnos.
—No —dijo aferrándose a él—. No puedo seguir sola por más tiempo. Por favor.
Un barbudo vendedor ambulante se les acercó con una bandeja colgada del cuello.
—Eh, amigos —masculló.
—Ahora no —le dijo Joan.
—Una muestra gratuita de cereales para el desayuno —dijo el vendedor ambulante—. Gratis. Sólo coja una caja, señorita. O usted, señor. Coja una. —Acercó hacia Ray la bandeja llena de pequeñas cajas de carón de vivos colores.
Extraño, pensó Ray. No capto nada procedente de la mente de este hombre. Miró al vendedor ambulante y vio, o creyó ver, una peculiar insustanciabilidad en el hombre. Una cualidad difusa.
Ray cogió una de las muestras de cereales para el desayuno.
—Se llama Comida Feliz —dijo el vendedor ambulante—. Un nuevo producto que se está presentado al público. Dentro hay un cupón. Eso le da derecho a...
—De acuerdo —dijo Ray, metiendo la caja en el bolsillo. Agarró a Joan y la llevó por la hilera de taxis. Escogió uno al azar y abrió la puerta trasera.
—Entra —la urgió.
—Yo también cogí una muestra de Comida Feliz —dijo con una sonrisa desvaída cuando él se sentó junto a ella. El taxi arrancó, abandonó la hilera y pasó por delante de la entrada principal de la terminal del aeropuerto—. Ray, había algo extraño en ese vendedor. Era como si realmente no estuviese allí, como si no fuese nada más que... una imagen.
Cuando el taxi bajó por la rampa, abandonando la terminal, otro taxi salió de la hilera y les siguió. Ray se giró hacia atrás y vio en los asientos traseros del taxi a dos hombres gruesos vestidos con oscuros trajes de ejecutivo. Agentes del FBI, se dijo a sí mismo.
—¿No te recordó a nadie ese vendedor de cereales? —dijo Joan.
—¿A quien?
—Un poco a Wilbur Mercer. Pero tampoco es que le haya visto lo suficiente como para...
Ray le arrebató la caja de cereales de las manos y rasgó la tapa de cartón. Escarbando entre el cereal desecado vio la esquina del cupón del que había hablado el vendedor ambulante; sacó el cupón, lo sostuvo ante sus ojos y lo examinó. El cupón decía en letras de molde claras y grandes:
CÓMO CONSTRUIR UNA CAJA DE EMPATÍA A PARTIR DE OBJETOS COTIDIANOS DE CUALQUIER HOGAR
—Eran ellos —le dijo a Joan.
Guardó el cupón cuidadosamente en su bolsillo, pero entonces cambió de idea.
Lo dobló, y lo remetió en el dobladillo de sus pantalones. Donde el FBI posiblemente no lo encontraría.
Tras ellos el otro taxi se acercaba y Ray pudo captar los pensamientos de los dos hombres. Eran agentes del FBI; no se había equivocado. Se recostó contra el asiento.
No había nada que hacer salvo esperar.
—¿Puedes darme el otro cupón? —dijo Joan.
—Perdona.
Sacó el otro paquete de cereales. Ella lo abrió, encontró el cupón en el interior y, tras una pausa, lo dobló y lo escondió en el dobladillo de su falda.
—Me pregunto cuántos de esos vendedores ambulantes habrá —dijo Ray pensativamente—. Me gustaría saber cuántas muestras gratuitas de Comida Feliz pondrán en circulación antes de que les atrapen.
El primer objeto hogareño cotidiano que se necesitaba era un aparato de radio común y corriente; Ray se había percatado de eso. El segundo, el filamento de una bombilla de cinco años. Y después... tendría que volver a mirarlo, pero aquel no era el momento. El otro taxi se había situado al lado del suyo.
Más tarde. Y si las autoridades encontraban el cupón en el dobladillo de sus pantalones...
Rodeó a Joan con su brazo.
—Creo que saldremos de esta.
...ellos, lo sabía, conseguirían de alguna manera hacerles llegar otro cupón.
El otro taxi les estaba empezando a cerrar el camino y los dos agentes del FBI estaban indicando al conductor de forma oficial y amenazadora que se detuviese.
—¿Me detengo? —le preguntó el conductor tensamente a Ray.
—Claro —dijo. Y, respirando hondamente, se preparó.
FIN
Título original: The little black box ©1964