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junio 06, 2010
En Baker Street estábamos bastante acostumbrados a recibir telegramas extraños, pero recuerdo uno en particular que nos llegó una sombría mañana de febrero hace ocho años y que tuvo bastante desconcertado a Sherlock Holmes durante un buen cuarto de hora. Venía dirigido a él y decía lo siguiente:
«Por favor, espéreme. Terrible desgracia. Desaparecido tres cuartos ala derecha. Indispensable mañana. -OVERTON.»
-Sellado en el Strand y despachado a las diez treinta y seis -dijo Holmes, releyéndolo una y otra vez-. Evidentemente, el señor Overton se encontraba considerablemente excitado cuando lo envió y, en consecuencia, algo incoherente. En fin, me atrevería a decir que lo tendremos aquí antes de que termine de echarle un vistazo al Times, y entonces nos enteraremos de todo. En tiempos de estancamiento como éstos, hasta el más insignificante problema es bien venido.
Era cierto que últimamente no habíamos estado muy activos y yo había aprendido a temer aquellos períodos de inactividad porque sabía por experiencia que la mente de mi amigo era tan anormalmente inquieta que resultaba peligroso dejarle privado de material con el que trabajar. Con los años, yo había conseguido irle apartando poco a poco de aquella afición a las drogas que en un cierto momento había amenazado con poner en jaque su brillante carrera. Ahora me constaba que, en condiciones normales, Holmes ya no tenía necesidad de estímulos artificiales; pero yo sabía que el demonio no estaba muerto, sino sólo dormido, v había tenido ocasión de comprobar que su sueño era muy ligero y su despertar inminente cuando, en períodos de inacción, el rostro ascético de Holmes se contraía y sus ojos hundidos e inescrutables adoptaban una expresión melancólica. Así pues, bendije a este señor Overton, quienquiera que fuese, que con su enigmático mensaje venía a romper la peligrosa calma, que para mi amigo encerraba más peligro que todas las tempestades de su turbulenta vida.
Tal como esperábamos, tras el telegrama no tardó en llegar su remitente: la tarjeta del señor Cyril Overton, del Trinity College de Cambridge, anunció la entrada de un mocetón gigantesco, más de cien kilos de hueso y músculo macizo, que obstruía todo el hueco de la puerta con sus anchos hombros mientras nos miraba a Holmes y a mí con un rostro simpático pero contraído por la ansiedad.
-¿El señor Holmes?
Mi compañero hizo una inclinación de cabeza.
-He estado en Scotland Yard, señor Holmes. He visto al inspector Stanley Hopkins, y él me ha recomendado que acudiese a usted. Dice que el caso, por lo que él ha podido entender, está más dentro de su campo que del de la policía.
-Siéntese, por favor, y explíqueme de qué se trata.
-¡Es espantoso, señor Holmes, sencillamente espantoso! No sé cómo no se me ha vuelto el pelo blanco. Godfrey Staunton..., sabrá usted quién es, naturalmente... Ni más ni menos que el eje sobre el que gira todo el equipo. No me importaría prescindir de dos hombres del montón con tal de tener a Godfrey en la línea de tres cuartos. No hay quien pueda hacerle sombra, ni pasando, ni recibiendo, ni regateando, y encima tiene cabeza y sabe mantenernos conjuntados. ¿Qué puedo hacer? Eso es lo que le pregunto, señor Holmes. Está Moorhouse, el primer re-serva, pero está entrenado como medio y siempre se empeña en meterse de lleno en el barullo, en lugar de ceñirse a la banda. Tiene buen pie para los saques, de acuerdo, pero no se entera y le falta punta de velocidad. Seguro que Morton o Johnson, los puntas de Oxford, lo dejan tirado. Stevenson corre bastante, pero no podría tirar desde la línea de veinticinco, y no voy a meter un tres cuartos que ni centra ni empalma sólo porque corra mucho. No, señor Holmes, estamos perdidos a menos que usted me ayude a encontrar a Godfrey Staunton.
Mi amigo había escuchado con divertido asombro este largo parlamento, que fue pronunciado con una fuerza y una seriedad extraordinarias, remachando cada declaración con una vigorosa palmada en la rodilla del orador. Cuando nuestro visitante acabó de hablar, Holmes estiró la mano y tomó la letra «S» de su archivo de datos. Pero, por una vez, no le sirvió de nada excavar en aquella mina de información variada.
-Aquí tengo a Arthur H. Staunton, el joven y prometedor falsificador -dijo-. Y estaba también Henry Stauntom, a quien ayudé a colgar; pero este Godfrey Staunton es un nombre nuevo para mí.
Ahora era nuestro visitante el que se sorprendía:
-¡Pero cómo, señor Holmes! ¡Le suponía un hombre bien informado! -exclamó-. Y ahora que lo pienso, si no le suena el nombre de Godfrey Staunton, puede que tampoco haya oído hablar de Cyril Overton.
Holmes, con expresión divertida, negó con la cabeza.
-¡Válgame Dios! -exclamó el deportista-. ¡Pero si fui primer reserva de Inglaterra contra Gales y llevo todo el año de capitán de la «Uni»! Claro que eso no es nada. Jamás imaginé que hubiera una sola persona en Inglaterra que no conociera a Godfrey Staunton, el tres cuartos rompedor del Cambridge, del Blackheath, y cinco veces internacional. ¡Santo Dios, señor Hol-mes! ¿En qué mundo vive usted?
Holmes se echó a reír ante el ingenuo asombro del joven gigante.
-Señor Overton, usted vive en un mundo diferente al mío, más agradable y más sano. Las ramificaciones de mi mundo se extienden por muchos sectores de la sociedad, pero me alegra decir que jamás habían penetrado en el campo del deporte aficionado, que es lo mejor y más sólido que hay en Inglaterra. Sin embargo, su inesperada visita me demuestra que incluso en ese mundo de aire puro y juego limpio puede haber trabajo para mí; así pues, señor mío, le ruego que se siente y me explique despacio, con tranquilidad y con detalle, lo que ha ocurrido y qué clase de ayuda espera usted de mí.
El rostro del joven Overton había adoptado la expresión incómoda de quien está más acostumbrado a usar los músculos que el ingenio; pero poco a poco, con numerosas repeticiones y pasajes oscuros que más vale omitir en este relato, fue exponiéndonos su extraña historia.
-La situación es la siguiente, señor Holmes. Como ya le he dicho, soy el capitán del equipo de rugby de la Universidad de Cambridge, y Godfrey Staunton es mi mejor jugador. Mañana jugamos contra Oxford. Ayer llegamos a Londres y nos instalamos en el hotel de Bentley. A las diez hice la ronda para asegurarme de que todos estaban recogidos, porque creo que el en-trenamiento riguroso y el sueño abundante son fundamentales para mantener el equipo en forma. Cambié unas palabras con Godfrey antes de que se retirara a dormir. Me pareció pálido y preocupado, y le pregunté si le ocurría algo. Me dijo que todo iba bien, que era sólo un pequeño dolor de cabeza. Le deseé buenas noches y lo dejé. Media hora después, según dice el portero, llegó un tipo barbudo y de aspecto patibulario, con una carta para Godfrey. Éste todavía no se había acostado, así que le subieron la carta a su habitación. Nada más leerla, cayó desplomado en un sillón, como si le hubieran pegado un hachazo. El portero se asustó tanto que hizo intención de salir a buscarme, pero Godfrey lo detuvo, bebió un trago de agua y se recompuso. Luego bajó al vestíbulo, habló unas palabras con el hombre que aguardaba allí y los dos se marcharon juntos. Cuando el portero los vio por última vez, iban casi corriendo calle abajo, en dirección al Strand. Esta mañana, la habitación de Godfrey estaba vacía, su cama estaba sin deshacer y todas sus cosas estaban tal como yo las había visto la noche antes. Se largó con aquel desconocido a la primera de cambio y desde entonces no hemos tenido noticias de él. Yo no creo que vuelva. Este Godfrey era un deportista hasta la médula, y no habría abandonado sus en trenamientos y dejado plantado a su capitán de no ser por un motivo irresistible. No, me da la sensación de que se ha ido para siempre y no lo volveremos a ver.
Sherlock Holmes escuchaba con la máxima atención este curioso relato.
-¿Qué hizo usted entonces? -preguntó.
-Telegrafié a Cambridge, por si allí habían sabido algo de él. Ya me han contestado, y nadie lo ha visto.
-¿Pudo haber regresado a Cambridge?
-Sí, hay un tren nocturno a las once y cuarto.
-Pero, hasta donde usted sabe, no lo tomó.
-No, nadie lo ha visto.
-¿Qué hizo usted a continuación?
-Envié un telegrama a lord Mount-James.
-¿Por qué a lord Mount-James?
-Godfrey es huérfano, y lord Mount-James es su pariente más próximo. Su tío, creo.
-¿Ah, sí? Esto arroja una nueva luz sobre el asunto. Lord Mount-James es uno de los hombres más ricos de toda Inglaterra.
-Eso he oído decir a Godfrey. -¿Y su amigo es pariente próximo?
-Sí, es su heredero, y el viejo ya tiene casi ochenta años... y además está podrido de la gota. Dicen que podría darle tiza al taco de billar con los nudillos. Jamás en su vida le dio a Godfrey un chelín, porque es un avaro sin remisión, pero cualquier día lo recibirá todo de golpe.
-¿Ha recibido contestación de lord Mount-James?
-No.
-¿Qué motivo podría tener su amigo para ir a casa de lord Mount-James?
-Bueno, algo le tenía preocupado la noche anterior, y si se trataba de un asunto de dinero, es posible que recurriera a su pariente más próximo, que tiene tanto; aunque, por lo que yo he oído, tenía bien pocas posibilidades de sacarle algo. Godfrey no se llevaba muy bien con el viejo, y no iría a verlo si pudiera evitarlo.
-Bien, eso lo aclararemos pronto. Pero aun suponiendo que fuera a ver a su pariente lord Mount-James, todavía tiene usted que explicar la visita de ese individuo patibulario a una hora tan intempestiva y la agitación que provocó su llegada.
Cyril Overton se apretó la cabeza con las manos.
-¡No se me ocurre ninguna explicación! -exclamó.
-Bien, bien, tengo el día libre y será un placer echarle un vistazo al asunto -dijo Holmes-. Le recomiendo encarecidamente que haga usted sus preparativos para el partido sin contar con este joven caballero. Como usted bien dice, tiene que haber surgido una necesidad ineludible para que se marchara de esa forma, y lo más probable es que esa misma necesidad lo mantenga alejado. Vamos a acercarnos juntos al hotel y veremos si el portero puede arrojar alguna luz sobre el asunto.
Sherlock Holmes era un maestro consumado en el arte de conseguir que un testigo humilde se sintiera cómodo, y tardó muy poco, en la intimidad de la habitación abandonada de Godfrey Staunton, en sacarle al portero todo lo que éste tenía que decir. El visitante de la noche anterior no era un caballero, y tampoco un trabajador. Era, sencillamente, lo que el portero describía como «un tipo vulgar»; un hombre de unos cincuenta años, barba entrecana y rostro pálido, vestido con discreción. También él parecía nervioso; el portero había observado que le temblaba la mano cuando entregó la carta. Godfrey Staunton se había guardado la carta en el bolsillo. No le había dado la mano al hombre al encontrarlo en el vestíbulo. Habían inter-cambiado unas pocas frases, de las que el portero sólo llegó a distinguir la palabra «tiempo». Luego se habían marchado a toda prisa, de la manera ya descrita. Eran exactamente las diez y media en el reloj del vestíbulo.
-Vamos a ver -dijo Holmes, sentándose en la cama de Staunton-. Usted es el portero de día, ¿no es así?
-Sí, señor; acabo mi turno a las once.
-Supongo que el portero de noche no vería nada.
-No, señor; de madrugada llegó un grupo que venía del teatro, pero nadie más.
-¿Estuvo usted de servicio todo el día de ayer?
-Sí, señor.
-¿Llevó usted algún mensaje al señor Staunton?
-Sí, señor; un telegrama.
-¡Ah! Eso es interesante. ¿A qué hora?
-A eso de las seis.
-¿Dónde estaba el señor Staunton cuando lo recibió?
-Aquí, en su habitación.
-¿Se encontraba usted presente cuando lo abrió?
-Sí, señor; me quedé a esperar por si había contestación.
-¿Y qué? ¿La hubo?
-Sí, señor; escribió una respuesta.
-¿Se hizo usted cargo de ella?
-No. La llevó él mismo.
-¿Pero la escribió en su presencia?
-Sí, señor. Yo me quedé junto a la puerta, y él escribió en esa mesa, vuelto de espaldas. Al terminar de escribir, dijo: «Muy bien, portero; ya lo llevaré yo mismo.»
-¿Qué utilizó para escribir?
-Una pluma, señor.
-¿Utilizó un impreso de esos que hay sobre la mesa?
-Sí, señor; el de encima.
Holmes se levantó, tomó los impresos para telegramas, los acercó a la ventana y examinó con mucha atención el que estaba encima del montón.
-Es una pena que no escribiera con lápiz -dijo por fin, dejándolos en su sitio con un resignado encogimiento de hombros-. Como sin duda habrá observado con frecuencia, Watson, la escritura suele quedar marcada a través del papel, un fenómeno que ha ocasionado la disolución de más de un feliz matrimonio. Pero aquí no ha quedado ni rastro. No obstante, me complace advertir que escribió con una plumilla de punta ancha,
así que estoy casi convencido de que encontraremos alguna impresión en este secante. ¡Ajá, seguro que es esto!
Arrancó una tira de papel secante y nos mostró el siguiente jeroglífico:
-¡Póngalo frente al espejo! -exclamó Cyril Overton, muy excitado-.
-No hace falta -dijo Holmes-. El papel es fino y podremos leer el mensaje en el reverso. Aquí está.
Dio la vuelta al papel y leímos esto:
-Así que esto es el final del telegrama que Godfrey Staunton envió pocas horas antes de su desaparición. Nos faltan por lo menos seis palabras del mensaje, pero lo que queda..., «No nos abandone, por amor de Dios»..., demuestra que este joven sentía la inminencia de un formidable peligro, del que alguien podía protegerle. ¡Fíjense que dice nos! Luego existe otra persona afectada. ¿Quién podría ser sino ese hombre pálido y barbudo que parecía tan nervioso? ¿Qué relación existe entre Godfrey Staunton y el barbudo? ¿Y quién es esta tercera persona a la que ambos piden ayuda contra el peligro inminente? Nuestra investigación ha quedado ya concretada en eso.
-No tenemos más que averiguar a quién iba dirigido ese telegrama -sugerí yo.
-Exacto, mi querido Watson. Su idea, con ser tan profunda, ya se me había pasado por la cabeza. Pero tal vez no se haya parado usted a pensar que, si se presenta en una oficina de Te-légrafos y pide que le enseñen el resguardo de un telegrama enviado por otra persona, puede que los funcionarios no se muestren demasiado dispuestos a complacerle. ¡Hay tanto tiquismi-quis en este tipo de cosas! Sin embargo, no me cabe duda alguna de que con un poco de delicadeza y mano izquierda se podría conseguir. Mientras tanto, señor Overton, me gustaría inspeccionar en su presencia esos papeles que hay encima de la mesa.
Había una cierta cantidad de cartas, facturas y cuadernos de notas, que Holmes examinó uno por uno, con dedos ágiles y nerviosos y ojos rápidos y penetrantes.
-Nada por aquí -dijo por fin-. A propósito, supongo que su amigo era un joven saludable. ¿No sabe si tenía algún problema?
-Estaba hecho un toro.
-¿Le ha visto alguna vez enfermo?
-Ni un solo día. Una vez tuvo que guardar reposo a causa de una patada, y otra vez se dislocó la rótula, pero eso no es nada. -Puede que no estuviera tan fuerte como usted supone. Me
siento inclinado a pensar que tenía algún problema secreto. Con su permiso, me voy a guardar uno o dos de estos papeles, por si resultan de utilidad en nuestras futuras pesquisas.
-¡Un momento, un momento! -exclamó una voz quejumbrosa.
Al volvernos a mirar, vimos a un anciano estrafalario que temblequeaba y se estremecía en el umbral de la puerta. Vestía de riguroso negro, con ropas raídas, sombrero de copa de ala muy ancha y una chalina blanca y floja.
El efecto general era el de un párroco de pueblo o un ayudante de funeraria. Sin embargo, a pesar de su aspecto desastrado e incluso absurdo, su voz chirriaba de modo tan agudo y sus modales tenían tal intensidad que resultaba obligado prestarle atención.
-¿Quién es usted, señor, y con qué derecho anda husmeando en los papeles de este caballero? -preguntó.
-Soy detective privado y estoy intentando aclarar su desaparición.
-Ah, ¿conque eso es usted? ¿Y quién le ha autorizado, eh?
-Este caballero, amigo del señor Staunton, vino a verme por recomendación de Scotland Yard.
-¿Quién es usted, señor?
-Soy Cyril Overton.
-Entonces es usted el que me envió el telegrama. Yo soy lord Mount-James. He venido todo lo deprisa que ha querido traerme el ómnibus de Bayswater. ¿De manera que ha contra-tado usted a un detective?
-Sí, señor.
-¿Y está usted dispuesto a afrontar ese gasto?
-Estoy seguro, señor, de que mi amigo Godfrey responderá de ello en cuanto lo encontremos.
-¿Y si no lo encuentran? ¿Eh? ¡Contésteme a eso!
-En tal caso, seguro que su familia...
-¡De eso nada, señor mío! -chilló el hombrecillo-. ¡A mí no me pida ni un penique! ¡Ni un penique! ¿Se entera usted, señor detective? Este muchacho no tiene más familia que yo, y yo le digo que no me hago responsable. Si tiene alguna aspiración a heredar se debe al hecho de que yo jamás he malgastado el dinero, y no tengo intención de empezar ahora. En cuanto a esos papeles con los que tantas libertades se toma, le advierto que si hay entre ellos algo de valor, tendrá usted que responder puntualmente de lo que haga con ellos.
-Muy bien, señor -respondió Sherlock Holmes-. Mientras tanto, ¿puedo preguntar si tiene usted alguna teoría que explique la desaparición del joven?
-No, señor, no la tengo. Tiene ya edad y tamaño suficientes para cuidar de sí mismo, y si es tan imbécil que se pierde, me niego por completo a aceptar la responsabilidad de buscarlo.
-Me doy perfecta cuenta de su posición -dijo Holmes, con un brillo malicioso en los ojos-. Pero tal vez usted no comprenda bien la mía. Según parece, este Godfrey Staunton carece de medios económicos. Si lo han secuestrado, no puede haber sido por algo que él posea. La fama de sus riquezas, lord MountJames, se ha extendido más allá de nuestras fronteras, y es muy posible que una banda de ladrones se haya apoderado de su sobrino con el fin de sacarle información acerca de su casa, sus costumbres y sus tesoros.
El rostro de nuestro menudo y antipático visitante se volvió tan blanco como su chalina.
-¡Cielos, caballero, qué idea! ¡Jamás se me habría ocurrido semejante canallada! ¡Qué gentuza tan inhumana hay en el mundo! Pero Godfrey es un buen muchacho, un chico de fiar...; por nada del mundo traicionaría a su viejo tío. Haré trasladar toda la plata al banco esta misma tarde. Mientras tanto, señor detective, no escatime esfuerzos. Le ruego que no deje piedra ! sin remover para recuperarlo sano y salvo. En cuanto a dinero, bueno, siempre puede recurrir a mí, mientras no pase de á cinco o, todo lo más, diez libras.
Ni aun después de verse obligado a adoptar esta humilde actitud pudo el avariento aristócrata proporcionarnos alguna información útil, ya que sabía muy poco de la vida privada de su sobrino. Nuestra única pista era el fragmento de telegrama, y Holmes, llevando una copia del mismo en la mano, se puso en marcha dispuesto a encontrar un segundo eslabón para su cadena. Nos habíamos quitado de encima a lord Mount-James, y Overton había ido a discutir con los demás miembros de su equipo la desgracia que les había sobrevenido. A poca distancia del hotel había una oficina de telégrafos. Nos detuvimos a la puerta.
-Vale la pena intentarlo, Watson -dijo Holmes-. Claro que con una orden judicial podríamos exigir ver los resguardos, pero aún no hemos llegado a esos niveles. No creo que se acuerden de las caras en un sitio tan concurrido. Vamos a arriesgarnos.
Se dirigió a la joven situada tras la ventanilla y habló con su tono más dulzón.
-Perdone que la moleste. Ha debido haber algún error en un telegrama que envié ayer. No he recibido respuesta, y mucho me temo que se me olvidara poner mi nombre al final. ¿Podría usted confiarme si fue así?
La muchacha echó mano a una pila de impresos.
-¿A qué hora lo puso?
-Poco después de las seis.
-¿A quién iba dirigido?
Holmes se llevó un dedo a los labios y me lanzó una mirada.
-Las últimas palabras eran «por amor de Dios» -susurró en tono confidencial-. Me tiene muy angustiado el no recibir contestación.
La joven separó uno de los impresos.
-Aquí está. No lleva firma -dijo, alisándolo sobre el mostrador.
-Claro, eso explica que no me hayan respondido -dijo Holmes-. ¡Qué estúpido he sido! Buenos días, señorita, y muchas gracias por haberme quitado esa preocupación.
En cuanto estuvimos de nuevo en la calle, Holmes se echó a reír por lo bajo y se frotó las manos.
-¿Y bien? -pregunté yo.
-Vamos progresando, querido Watson, vamos progresando. Tenía siete planes diferentes para echarle el ojo a ese telegrama, pero no esperaba tener éxito a la primera.
-¿Y qué ha sacado en limpio?
-Un punto de partida para la investigación -alzó la mano para detener un coche y dijo-: A la estación de King's Cross.
-¿Así que nos vamos de viaje?
-Sí, creo que tendremos que darnos una vuelta por Cambridge. Todos los indicios parecen apuntar en esa dirección.
-Dígame, Holmes -pregunté mientras rodábamos calle arriba por Gray's Inn Road-, ¿tiene ya alguna sospecha sobre la causa de la desaparición? No creo recordar, entre todos nuestros casos, ninguno que tuviera unos motivos tan poco claros. Supongo que no creerá usted en serio eso de que le puedan haber secuestrado para obtener información acerca de la fortuna de su tío.
-Confieso, querido Watson, que esa explicación no me parece muy probable. Sin embargo, se me ocurrió que era la única
que tenía posibilidades de interesar a ese anciano tan desagradable.
-Y ya lo creo que le interesó. Pero ¿qué otras alternativas existen?
-Podría mencionar varias. Tiene usted que admitir que resulta muy curioso y sugerente que esto haya ocurrido en la víspera de un partido importante y que afecte precisamente al único hombre cuya presencia parece esencial para la victoria de su equipo. Naturalmente, puede tratarse de una coincidencia, pero no deja de ser interesante. En el deporte aficionado no hay apuestas organizadas, pero entre el público se cruzan muchas apuestas bajo cuerda, y es posible que alguien haya considerado que vale la pena anular a un jugador, como hacen con los caballos los tramposos del hipódromo. Esta sería una explicación. Hay otra bastante evidente, y es que este joven es, efectivamente, el heredero de una gran fortuna, por muy modesta que sea su situación actual, de manera que no se puede descartar la posibilidad de un secuestro para obtener rescate.
-Estas teorías no explican lo del telegrama.
-Muy cierto, Watson. El telegrama sigue siendo el único elemento concreto del que disponemos, y no debemos permitir que nuestra atención se desvíe por otros caminos. Si vamos a Cambridge es precisamente para tratar de arrojar algo de luz sobre el propósito de ese telegrama. Por el momento, nuestra investigación no tiene un rumbo muy claro, pero no me sorprendería mucho que de aquí a la noche lo aclarásemos o, cuando menos, realizásemos un avance considerable.
Ya había oscurecido cuando llegamos a la histórica ciudad universitaria. Holmes alquiló un coche en la estación e indicó al cochero que nos llevara a casa del doctor Leslie Armstrong. A los pocos minutos, nos deteníamos frente a una gran mansión en la calle más transitada. Nos hicieron pasar y, tras una larga espera, fuimos admitidos en la sala de consulta, donde en-contramos al doctor sentado detrás de su mesa.
El hecho de que no me sonase el nombre de Leslie Armstrong demuestra hasta qué punto había yo perdido contacto con mi profesión. Ahora sé que no sólo es una figura de la facultad de Medicina de la universidad, sino también un pensador con fama en toda Europa en más de una rama de la ciencia. No obstante, aun sin conocer su brillante historial, resultaba imposible no quedar impresionado con sólo echarle un vistazo: rostro macizo y cuadrado, ojos melancólicos bajo unas cejas pobladas, mandíbula inflexible, tallada en granito... Un hombre de fuerte personalidad, un hombre de inteligencia despierta, serio, ascético, controlado, formidable..., así vi yo al doctor Leslie Armstrong. Sostenía en la mano la tarjeta de mi amigo y nos miraba con una expresión no muy complacida en sus severas facciones.
-He oído hablar de usted, señor Holmes, y estoy al tanto de su profesión, que no es, ni mucho menos, de las que yo apruebo.
-En eso, doctor, coincide usted con todos los delincuentes del país -respondió mi amigo, muy tranquilo.
-Mientras sus esfuerzos se orienten hacia la eliminación del delito, señor, pueden contar con el apoyo de todo miembro razonable de la sociedad, aunque estoy convencido de que la maquinaria oficial es más que suficiente para ese propósito. Cuando sus actividades empiezan a ser criticables es cuando se entromete en los secretos de personas particulares, cuando saca a relucir asuntos familiares que más valdría dejar ocultos y cuando, por añadidura, hace perder el tiempo a personas que están más ocupadas que usted. Ahora mismo, por ejemplo, yo tendría que estar escribiendo un tratado en lugar de conversar con usted.
-No lo dudo, doctor; pero es posible que la conversación acabe por parecerle más importante que el tratado. Dicho sea de paso, lo que nosotros hacemos es justo lo contrario de lo que usted nos achaca: procuramos evitar que los asuntos privados salgan a la luz pública, como sucede inevitablemente cuando el caso pasa a manos de la policía. Podría usted considerarme como un explorador independiente, que marcha por delante de las fuerzas oficiales del país. He venido a preguntarle acerca del señor Godfrey Staunton.
-¿Qué pasa con él?
-Usted lo conoce, ¿no es verdad?
-Es íntimo amigo mío.
-¿Sabe usted que ha desaparecido?
-¿Ah, sí? -las ásperas facciones del doctor no mostraron ningún cambio de expresión.
-Salió anoche de su hotel y no se ha vuelto a saber de él.
-Ya regresará, estoy seguro.
-Mañana es el partido de rugby entre las universidades.
-No siento el menor interés por esos juegos infantiles. Me interesa, v mucho, el futuro del joven, porque lo conozco y lo aprecio. Él partido de rugby no entra para nada en mis hori-zontes.
-En tal caso, apelo a su interés por el joven. ¿Sabe usted dónde está?
-Desde luego que no.
-¿No lo ha visto desde ayer?
-No; no le he visto.
-¿Era el señor Staunton una persona sana? -Absolutamente sana.
-¿No le ha visto nunca enfermo?
-Nunca.
Holmes plantó ante los ojos del doctor una hoja de papel.
-Entonces, tal vez pueda usted explicarme esta factura de trece guineas, pagada el mes pasado por el señor Godfrey Staunton al doctor Leslie Armstrong, de Cambridge. La encontré entre los papeles que había encima de la mesa.
El doctor se puso rojo de ira.
-No veo ninguna razón para que tenga que darle explicaciones a usted, señor Holmes.
Holmes volvió a guardar la factura en su cuaderno de notas.
-Si prefiere una explicación pública, tendrá que darla tarde o temprano -dijo-. Ya le he dicho que yo puedo silenciar lo que otros no tienen más remedio que hacer público, y obraría usted más prudentemente confiándose a mí.
-No sé nada del asunto.
-¿Tuvo alguna noticia del señor Staunton desde Londres?
-Desde luego que no.
-¡Ay, Señor! ¡Ay, Señor! ¡Ese servicio de Telégrafos! -suspiró Holmes con aire cansado-. Ayer, a las seis y cuarto de la tarde, el señor Godfrey Staunton le envió a usted desde Londres un telegrama sumamente urgente..., un telegrama que, sin duda alguna, está relacionado con su desaparición..., y usted no lo ha recibido. Es una vergüenza. Voy a tener que pasarme por la oficina local y presentar una reclamación.
El doctor Leslie Armstrong se puso en pie de un salto, con su enorme rostro rojo de rabia.
-Tengo que pedirle que salga de mi casa, señor -dijo-. Puede decirle a su patrón, lord Mount-James, que no quiero tener ningún trato ni con él ni con sus agentes. ¡No, señor, ni una palabra más! -hizo sonar con furia la campanilla-. John, indíqueles a estos caballeros la salida.
Un pomposo mayordomo nos acompañó con aire severo hasta la puerta y nos dejó en la calle. Holmes estalló en carcajadas.
-No cabe duda de que el doctor Leslie Armstrong es un hombre con energía y carácter -dijo-. No he conocido otro más capacitado, si orientase su talento por ese camino, para llenar el hueco que dejó el ilustre Moriarty. Y aquí estamos, mi pobre Watson, perdidos y sin amigos en esta inhóspita ciudad, que no podemos abandonar sin abandonar también nuestro caso. Esa pequeña posada situada justo enfrente de la casa de Armstrong parece adaptarse de maravilla a nuestras necesidades. Si no le importa alquilar una habitación que dé a la calle y adquirir lo necesario para pasar la noche, puede que me dé tiempo a hacer algunas indagaciones.
Sin embargo, aquellas indagaciones le llevaron mucho más tiempo del que Holmes había imaginado, porque no regresó a la posada hasta cerca de las nueve. Venía pálido y abatido, cu-bierto de polvo y muerto de hambre y cansancio. Una cena fría le aguardaba sobre la mesa, y cuando hubo satisfecho sus necesidades y encendido su pipa, adoptó una vez más aquella ac-titud semicómica y absolutamente filosófica que le caracterizaba cuando las cosas iban mal. El sonido de las ruedas de un carruaje le hizo levantarse a mirar por la ventana. Ante la puerta del doctor, bajo la luz de un farol de gas, se había detenido un coche tirado por dos caballos tordos.
-Ha estado fuera tres horas -dijo Holmes-. Salió a las seis y media, y ahora vuelve. Eso nos da un radio de diez o doce millas, y sale todos los días, y algunos días dos veces.
-No tiene nada de extraño en un médico.
-Pero, en realidad, Armstrong no es un médico con clientela. Es profesor e investigador, pero no le interesa la práctica de la medicina, que le apartaría de su trabajo literario. Y siendo así, ¿por qué hace estas salidas tan prolongadas, que deben resultarle un fastidio, y a quién va a visitar?
-El cochero...
-Querido Watson, ¿acaso puede usted dudar de que fue a él a quien primero me dirigí? No sé si sería por depravación innata o por indicación de su jefe, pero se puso tan bruto que llegó a azuzarme un perro. No obstante, ni a él ni al perro les gustó el aspecto de mi bastón, y la cosa no pasó de ahí. A partir de aquel momento, nuestras relaciones se hicieron un poco ti-rantes y ya no parecía indicado seguir haciéndole preguntas. Lo poco que he averiguado me lo dijo un individuo amistoso en el patio de esta misma posada. Él me ha informado de las costumbres del doctor y sus salidas diarias. En aquel mismo instante, y como para confirmar sus palabras, llegó el coche a su puerta.
-¿No pudo usted haberlo seguido?
-¡Excelente, Watson! Está usted deslumbrante esta noche. Sí que se me pasó por la cabeza esa idea. Como tal vez haya observado, junto a nuestra posada hay una tienda de bicicletas.
Entré a toda prisa, alquilé una y conseguí ponerme en marcha antes de que el carruaje se perdiera de vista por completo. No tardé en alcanzarlo, v luego, manteniéndome a una discreta distancia de cien yardas, seguí sus luces hasta que salimos de la ciudad. Habíamos avanzado un buen trecho por la carretera rural cuando ocurrió un incidente bastante mortificante. El coche se detuvo, el doctor se apeó, se acercó rápidamente hasta donde yo me había detenido a mi vez, y me dijo con un excelente tono sarcástico que temía que la carretera fuera algo estre-cha y que esperaba que su coche no impidiera el paso de mi bicicleta. No lo habría podido expresar de un modo más admirable. Me apresuré a adelantar a su coche, seguí unas cuantas millas por la carretera principal y luego me detuve en un lugar conveniente para ver si pasaba el carruaje. Pero no se veía la menor señal de él, así que no cabe duda de que se tuvo que meter por alguna de las varias carreteras laterales que yo había visto. Volví atrás, pero no encontré ni rastro del coche. Y ahora, como ve, acaba de regresar. Por supuesto, en un principio no tenía ninguna razón especial para relacionar estas salidas con la desaparición de Godfrey Staunton, y sólo me decidí a investigarlas porque, de momento y en términos generales, nos interesa todo lo que tenga que ver con el doctor Armstrong. Pero ahora que he podido comprobar lo atentamente que vigila si alguien le sigue en esas excursiones, la cosa parece más importante, y no me quedaré satisfecho hasta haberla aclarado.
-Podemos seguirle mañana.
-¿Usted cree? No es tan fácil como usted piensa. No conoce usted el paisaje de la región de Cambridge, ¿verdad que no? Se presta muy mal al ocultamiento. Toda la zona que he recorrido esta noche es llana y despejada como la palma de la mano, y el hombre al que queremos seguir no es ningún idiota, como ha demostrado sin ningún género de dudas esta noche. He telegrafiado a Overton para que nos transmita a esta dirección cualquier novedad que surja en Londres, y mientras tanto, lo único que podemos hacer es concentrar nuestra atención en el doctor Armstrong, cuyo nombre pude leer, gracias a aquella señorita tan atenta de Telégrafos, en el resguardo del mensaje urgente de Staunton. Armstrong sabe dónde está el joven, podría jurarlo...; y si él lo sabe, será fallo nuestro si no llegamos a saberlo también nosotros. Por el momento, hay que reconocer que nos va ganando por una baza, y ya sabe usted, Watson, que
no tengo por costumbre abandonar la partida en esas condiciones.
Sin embargo, el nuevo día no nos acercó más a la solución del misterio. Después del desayuno llegó una carta que Holmes me pasó con una sonrisa. Decía así:
Señor:
Puedo asegurarle que está usted perdiendo el tiempo al seguir mis movimientos. Como tuvo ocasión de comprobar anoche, mi coche tiene una ventanilla en la parte de atrás, y si lo que quiere es hacer un recorrido de veinte millas que le acabe dejando en el mismo punto 9 de donde salió, no tiene más que seguirme. Mientras tanto, puedo informarle de que espiándome a mí no ayudará en nada al señor Godfrey Staunton, y estoy convencido de que el mejor servicio que podría usted hacerle a dicho caballero sería regresar inmediatamente a Londres y comunicarle al que le manda que no ha logrado encontrarlo. Desde luego, en Cambridge pierde usted el tiempo. Atentamente,
Leslie ARMSTRONG.
-Un antagonista honrado este doctor, y sin pelos en la lengua -dijo Holmes-. Caramba, caramba. Ha conseguido excitar mi curiosidad y no lo soltaré sin haber averiguado más.
-Ahora mismo tiene el coche en la puerta -dije yo-. Está subiendo a él. Le he visto mirar hacia nuestra ventana. ¿Y si probara yo suerte con la bicicleta?
-No, no, querido Watson. Sin ánimo de menospreciar su inteligencia, no me parece que sea usted rival para el ilustre doctor. Tal vez pueda conseguir nuestro objetivo realizando algunas investigaciones independientes por mi cuenta. Me temo que tendré que abandonarle a usted a su suerte, ya que la presencia de dos forasteros preguntones en una apacible zona rural podría provocar más comentarios de lo que sería conveniente. Estoy seguro de que podrá entretenerse contemplando los monumentos de esta venerable ciudad, y espero poder presentarle un infor-me más favorable antes de esta noche.
Sin embargo, mi amigo iba a sufrir una nueva decepción. Regresó ya de noche, cansado y sin resultados.
-He tenido un día nefasto, Watson. Después de fijarme en r la dirección que tomaba el doctor, me he pasado el día visitando todos los pueblos que hay por ese lado de Cambridge y cambiando comentarios con taberneros y otras agencias locales de noticias. He cubierto bastante terreno: Chesterton, Histon, Waterbeach y Oakington han quedado investigados, y todos ellos con resultados negativos. Sería imposible que en esas balsas de aceite pasara inadvertida la presencia diaria de un coche de lujo con dos caballos. Otra baza para el doctor. ¿Hay algún telegrama para mí?
-Sí; lo he abierto y dice: «Pregunte por Pompey a Jeremy Dixon, Trinity College.» No lo he entendido.
-Oh, está muy claro. Es de nuestro amigo Overton y responde a una pregunta mía. Le enviaré una nota al señor Jeremy Dixon y estoy seguro de que ahora cambiará nuestra suerte. Por cierto, ¿hay alguna noticia del partido?
-Sí, el periódico local de la tarde trae una crónica excelente en su última edición. Oxford ganó por un gol y dos ensayos. Escuche el final del artículo: «La derrota de los Celestes se puede atribuir por completo a la lamentable ausencia de su figura internacional Godfrey Staunton, que se notó en todos los momentos del partido. La falta de coordinación en la línea de tres cuartos y las debilidades en el ataque y la defensa neutralizaron con creces los esfuerzos de un equipo duro y esforzado.»
-Ya veo que los temores de nuestro amigo Overton estaban justificados -dijo Holmes-. Personalmente, estoy de acuerdo con el doctor Armstrong: el rugby no entra en mis horizontes. Hay que acostarse pronto, Watson, porque preveo que mañana será un día muy agitado.
A la mañana siguiente, lo primero que vi de Holmes me dejó horrorizado: estaba sentado junto a la chimenea con su jeringuilla hipodérmica en la mano. Pensé en aquella única debili-dad de su carácter y me temí lo peor al ver brillar el instrumento en su mano. Pero él se rió de mi expresión de angustia y dejó la jeringuilla en la mesa.
-No, no, querido compañero, no hay motivo de alarma. En esta ocasión, esta jeringuilla no será un instrumento del mal, sino que, por el contrario, será la llave que nos abra las puertas del misterio. En ella baso todas mis esperanzas. Acabo de regresar de una pequeña exploración y todo se presenta favorable. Desayune bien, Watson, porque hoy me propongo seguir el rastro del doctor Armstrong y, una vez sobre la pista, no me pararé a comer ni a descansar hasta verlo entrar en su madriguera.
-En tal caso -dije yo-, más vale que nos llevemos el desayuno, porque hoy parece que sale más temprano. El coche ya está en la puerta.
-No se preocupe. Déjele marchar. Muy listo tendrá que ser para meterse por donde yo no pueda seguirle. Cuando haya terminado, baje conmigo al patio y le presentaré a un detective que es un eminente especialista en el tipo de tarea que nos aguarda.
Cuando bajamos, seguí a Holmes a los establos. Una vez allí, abrió la puerta de una caseta e hizo salir a un perrito blanco y canelo, de orejas caídas, que parecía un cruce de sabueso y zorrero.
-Permítame que le presente a Pompey -dijo-. Pompey es el orgullo de los rastreadores del distrito. No es un gran corredor, como se deduce de su constitución, pero jamás pierde un rastro. Bien, Pompey, aunque no seas muy veloz, me temo que serás demasiado rápido para un par de maduros caballeros londinenses, así que voy a tomarme la libertad de sujetarte por el collar con esta correa. Y ahora, muchacho, en marcha: enséñanos lo ' que eres capaz de hacer.
Cruzamos la calle hasta la puerta del doctor. El perro olfateó un instante a su alrededor y, con un agudo gemido de excitación, salió disparado calle abajo, tirando de la correa para avan-zar más deprisa. Al cabo de media hora, habíamos dejado atrás la ciudd y recorríamos a paso ligero una carretera rural.
-¿Qué ha hecho usted, Holmes? -pregunté.
-Un truco venerable y gastadísimo, pero que resulta muy útil de cuando en cuando. Esta mañana me metí en las cocheras del doctor y descargué mi jeringa, llena de esencia de anís, en una rueda trasera de su coche. Un perro de caza puede seguir el rastro del anís de aquí al fin del mundo, y nuestro amigo Armstrong tendría que conducir su coche por el río Cam para quitarse de encima a Pompey. ¡Ah! ¡Qué granuja más astuto! Así es como me dio esquinazo la otra noche.
El perro se había salido de pronto de la carretera principal para meterse por un camino cubierto de hierba. A una media milla de distancia, el camino desembocaba en otra carretera ancha, v el rastro torcía bruscamente a la derecha, en dirección a fa ciudad que acabábamos de abandonar. Al sur de la
población, la carretera formaba una curva y continuaba en dirección contraria a la que habíamos tomado al partir.
-De manera que este rodeo iba dedicado exclusivamente a nosotros, ¿eh? -dijo Holmes-. No me extraña que mis indagaciones en todos esos pueblos no condujeran a nada. Desde luego, el doctor se está empleando a fondo en este juego, y me gustaría conocer las razones de tanto disimulo. Ese pueblo de la derecha debe de ser Trumpington. Y... Por Júpiter! ¡Ahí viene el coche, doblando la esquina! ¡Rápido, Watson, rápido, o estamos perdidos!
De un salto, Holmes se metió por un portillo que daba a un campo, arrastrando tras él al indignado Pompey. Apenas habíamos tenido tiempo de ocultarnos detrás del seto cuando el carruaje pasó traqueteando delante de nosotros. Tuve una fugaz visión del doctor Armstrong en su interior, con los hombros caídos v la cabeza hundida entre las manos, convertido en la viva imagen del desconsuelo. La expresión seria del rostro de mi compañero me hizo comprender que también él lo había visto.
-Empiezo a temer que nuestra investigación tenga un mal final -dijo-. No tardaremos mucho en saberlo. ¡Vamos, Pompey! ¡Ajá, es esa casa de campo!
No cabía duda de que habíamos llegado al final de nuestro viaje. Pompey daba vueltas y vueltas, gimoteando ansiosamente frente al portillo, donde aún se distinguían las huellas del coche. Un sendero conducía hasta la solitaria casita. Holmes ató el perro al seto y avanzamos presurosos hacia ella. Mi amigo llamó a la rústica puertecita y volvió a llamar sin obtener res-puesta. Sin embargo, la casa no estaba vacía, porque a nuestros oídos llegaba un sonido apagado..., una especie de monótono gemido de dolor y desesperación, indescriptiblemente melancólico. Holmes vaciló un instante y luego se volvió a mirar hacia la carretera que acabábamos de recorrer. Por ella venía un coche, cuyos caballos tordos resultaban inconfundibles.
-¡Por Júpiter, ahí vuelve el doctor! -exclamó Holmes-. Esto decide la cuestión. Tenemos que averiguar qué ocurre antes de que llegue.
Abrió la puerta y penetramos en el vestíbulo. El sordo rumor sonó con más fuerza, hasta convertirse en un largo y angustioso lamento. Venía del piso alto. Holmes se lanzó escaleras arriba, v yo subí tras él. Abrió de un empujón una puerta entornada y los dos nos quedamos inmóviles de espanto ante la escena que teníamos delante.
Una mujer joven v hermosa vacía muerta sobre la cama. Su rostro pálido y sereno, con ojos azules muy abiertos y apagados, miraba hacia arriba entre una abundante mata de cabellos dorados. Al pie de la cama, medio sentado, medio arrodillado, con el rostro hundido en la colcha, había un joven cuyo cuerpo se estremecía en constantes sollozos. Se encontraba tan inmerso en su pena que ni siquiera levantó la mirada hasta que Holmes le puso la mano en el hombro.
-¿Es usted el señor Godfrey Staunton?
-Sí..., sí..., pero llegan ustedes tarde. ¡Ha muerto!
El pobre hombre estaba tan aturdido que sólo se le ocurría pensar que nosotros éramos médicos enviados en su ayuda. Holmes estaba intentando pronunciar unas palabras de consuelo y explicarle la inquietud que su repentina desaparición había provocado entre sus amigos, cuando se oyeron pasos en la escalera, y el rostro macizo, severo y acusador del doctor Armstrong apareció en la puerta.
-Bien, caballeros -dijo-. Ya veo que se han salido con la suya, y no cabe duda de que han elegido un momento particularmente delicado para su intrusión. No me gusta armar alboroto en presencia de la muerte, pero les aseguro que si yo fuera más joven, su monstruoso comportamiento no quedaría impune.
-Perdone, doctor Armstrong, creo que ha habido un pequeño malentendido -dijo mi amigo con dignidad-. Si quisiera usted venir abajo con nosotros, tal vez podríamos aclararnos el uno al otro las circunstancias de este doloroso asunto.
Un minuto más tarde, el severo doctor se encaraba con nosotros en el cuarto de estar de la planta baja.
-¿Y bien, caballero? -dijo.
-En primer lugar, quiero que sepa que no trabajo para lord Mount-James y que mis simpatías en este asunto están por completo en contra de ese noble señor. Cuando desaparece una persona, mi deber es averiguar qué le ha ocurrido; pero una vez que lo he hecho, el caso está concluido por lo que a mí concierne. Mientras no se haya cometido ningún delito, soy mucho más partidario de silenciar los escándalos privados que de darles publicidad. Si aquí no se ha violado la ley, como parece ser el caso, puede usted confiar plenamente en mi discreción y mi cooperación para que el asunto no llegue a oídos de la prensa.
El doctor Armstrong dio un rápido paso adelante y estrechó con fuerza la mano de Holmes.
-Es usted un buen tipo -dijo-. Le había juzgado mal. Doy gracias al cielo por haberme arrepentido de dejar al pobre Staunton aquí solo con su dolor y haber hecho dar la vuelta a mi coche, porque así he tenido ocasión de conocerle. Sabiendo ya lo que usted sabe, el resto es fácil de explicar. Hace un año, Godfrey Staunton pasó una temporada en una pensión de Londres, se enamoró perdidamente de la hija de la patrona y se casó con ella. Era una muchacha tan buena como hermosa y tan inteligente como buena. Ningún hombre se avergonzaría de una esposa semejante. Pero Godfrey era el heredero de ese viejo aristócrata avinagrado y estaba completamente seguro de que la noticia de su matrimonio daría al traste con su herencia. Yo conocía bien al muchacho y lo apreciaba por sus muchas y excelentes cualidades. Hice todo lo que pude para ayudarle a arreglar las cosas. Procuramos, por todos los medios posibles, que nadie se enterase del asunto, porque una vez que un rumor así se pone en marcha, no tarda mucho en ser del dominio público. Hasta ahora, gracias a esta casita aislada y a su propia discreción, Godfrey había conseguido lo que se proponía. Nadie conocía su secreto, excepto yo y un sirviente de toda confianza, que en estos momentos ha ido a Trumpington a buscar ayuda. Pero, de pronto, una terrible desgracia se abatió sobre ellos: la esposa contrajo una grave enfermedad, una tuberculosis del tipo más virulento. El pobre muchacho estaba medio loco de angustia, a pesar de lo cual tenía que ir a Londres a jugar ese partido, porque no podía faltar sin dar explicaciones que revelarían el secreto. Intenté animarlo por medio de un telegrama, y él me respondió con otro, en el que me suplicaba que hiciera todo lo posible. Ese fue el telegrama que usted, de algún modo inexplicable, parece haber visto. Yo no le había dicho lo inminente que era el desenlace, porque sabía que su presencia aquí no serviría de nada, pero le conté la verdad al padre de la chica, y él, sin pararse a pensar, se la contó a Godfrey, con el resultado de que éste se presentó aquí en un estado rayano en la locura, y en ese estado ha permanecido desde entonces, arrodillado al pie de la cama, hasta que esta mañana la muerte puso fin a los sufrimientos de la pobre mujer. Eso es todo, señor Holmes, y estoy seguro de que puedo confiar en su discreción y en la de su amigo.
Holmes estrechó la mano del doctor. -Vamos, Watson -dijo.
Y salimos de aquella casa de dolor al pálido sol de la mañana de invierno.
FIN