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    Flip


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    Flip In Y


    Heart Beat


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    Jello


    Light Speed In


    Pulse


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    ÍNDICE
  • MÚSICA SELECCIONADA
  • Instrumental
  • 1. 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • 2. Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • 3. Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • 4. Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • 5. An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • 6. Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • 7. Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • 8. Bolereando - Quincas Moreira - 3:21
  • 9. Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • 10. España - Mantovani - 3:22
  • 11. Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • 12. Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • 13. Fresh Fallen Snow - Chris Haugen - 3:33
  • 14. Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • 15. Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • 16. Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • 17. Island Dream - Chris Haugen - 2:30
  • 18. Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • 19. Nostalgia - Del - 3:26
  • 20. One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • 21. Osaka Rain - Albis - 1:48
  • 22. Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • 23. Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • 24. Snowy Peaks II - Chris Haugen - 1:52
  • 25. Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • 26. Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • 27. Travel The World - Del - 3:56
  • 28. Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • 29. Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • 30. Afternoon Stream - 30:12
  • 31. Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • 32. Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • 33. Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • 34. Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • 35. Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • 36. Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • 37. Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • 38. Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • 39. Evening Thunder - 30:01
  • 40. Exotische Reise - 30:30
  • 41. Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • 42. Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • 43. Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • 44. Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • 45. Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • 46. Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • 47. Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • 48. Morning Rain - 30:11
  • 49. Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • 50. Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • 51. Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • 52. Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • 53. Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • 54. Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • 55. Showers (Thundestorm) - 3:00
  • 56. Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • 57. Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • 58. Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • 59. Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • 60. Vertraumter Bach - 30:29
  • 61. Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • 62. Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • 63. Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • 64. Concerning Hobbits - 2:55
  • 65. Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • 66. Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • 67. Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • 68. Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • 69. Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • 70. Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • 71. Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • 72. Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • 73. Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • 74. Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • 75. Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • 76. Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • 77. The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • 78. Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • 79. Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • 80. You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • 81. You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • 82. A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • 83. A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • 84. Acecho - 4:34
  • 85. Alone With The Darkness - 5:06
  • 86. Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • 87. Awoke - 0:54
  • 88. Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • 89. Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • 90. Cinematic Horror Climax - 0:59
  • 91. Creepy Halloween Night - 1:54
  • 92. Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • 93. Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • 94. Dark Mountain Haze - 1:44
  • 95. Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • 96. Darkest Hour - 4:00
  • 97. Dead Home - 0:36
  • 98. Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:28
  • 99. Everything You Know Is Wrong - 0:46
  • 100. Geisterstimmen - 1:39
  • 101. Halloween Background Music - 1:01
  • 102. Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • 103. Halloween Spooky Trap - 1:05
  • 104. Halloween Time - 0:57
  • 105. Horrible - 1:36
  • 106. Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • 107. Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • 108. Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • 109. Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • 110. Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • 111. Intense Horror Music - Pixabay - 1:37
  • 112. Long Thriller Theme - 8:00
  • 113. Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:42
  • 114. Mix Halloween-1 - 33:58
  • 115. Mix Halloween-2 - 33:34
  • 116. Mix Halloween-3 - 58:53
  • 117. Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • 118. Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • 119. Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • 120. Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • 121. Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • 122. Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • 123. Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • 124. Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • 125. Movie Theme - Insidious - 3:31
  • 126. Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • 127. Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • 128. Movie Theme - Sinister - 6:56
  • 129. Movie Theme - The Omen - 2:35
  • 130. Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • 131. Música - 8 Bit Halloween Story - 2:03
  • 132. Música - Esto Es Halloween - El Extraño Mundo De Jack - 3:08
  • 133. Música - Esto Es Halloween - El Extraño Mundo De Jack - Amanda Flores Todas Las Voces - 3:09
  • 134. Música - For Halloween Witches Brew - 1:07
  • 135. Música - Halloween Surfing With Spooks - 1:16
  • 136. Música - Spooky Halloween Sounds - 1:23
  • 137. Música - This Is Halloween - 2:14
  • 138. Música - This Is Halloween - Animatic Creepypasta Remake - 3:16
  • 139. Música - This Is Halloween Cover By Oliver Palotai Simone Simons - 3:10
  • 140. Música - This Is Halloween - From Tim Burton's The Nightmare Before Christmas - 3:13
  • 141. Música - This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • 142. Música - Trick Or Treat - 1:08
  • 143. Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • 144. Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • 145. Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • 146. Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • 147. Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • 148. Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • 149. Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • 150. Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • 151. Mysterios Horror Intro - 0:39
  • 152. Mysterious Celesta - 1:04
  • 153. Nightmare - 2:32
  • 154. Old Cosmic Entity - 2:15
  • 155. One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • 156. Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • 157. Pandoras Music Box - 3:07
  • 158. Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • 159. Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • 160. Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • 161. Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:58
  • 162. Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
  • 163. Peques - Las Calaveras Salen De Su Tumba Chumbala Cachumbala - 3:19
  • 164. Peques - Monstruos Por La Ciudad - Educa Baby TV - 3:17
  • 165. Peques - Tumbas Por Aquí, Tumbas Por Allá - Luli Pampin - 3:17
  • 166. Scary Forest - 2:37
  • 167. Scary Spooky Creepy Horror Ambient Dark Piano Cinematic - 2:06
  • 168. Slut - 0:48
  • 169. Sonidos - A Growing Hit For Spooky Moments - Pixabay-Universfield - 0:05
  • 170. Sonidos - A Short Horror With A Build Up - Pixabay-Universfield - 0:13
  • 171. Sonidos - Castillo Embrujado - Creando Emociones - 1:05
  • 172. Sonidos - Cinematic Impact Climax Intro - Pixabay - 0:26
  • 173. Sonidos - Creepy Ambience - 1:52
  • 174. Sonidos - Creepy Atmosphere - 2:01
  • 175. Sonidos - Creepy Cave - 0:06
  • 176. Sonidos - Creepy Church Hell - 1:03
  • 177. Sonidos - Creepy Horror Sound Ghostly - 0:16
  • 178. Sonidos - Creepy Horror Sound Possessed Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:04
  • 179. Sonidos - Creepy Ring Around The Rosie - 0:20
  • 180. Sonidos - Creepy Soundscape - Pixabay - 0:50
  • 181. Sonidos - Creepy Vocal Ambience - 1:12
  • 182. Sonidos - Creepy Whispering - Pixabay - 0:03
  • 183. Sonidos - Cueva De Los Espiritus - The Girl Of The Super Sounds - 3:47
  • 184. Sonidos - Disturbing Horror Sound Creepy Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:05
  • 185. Sonidos - Eerie Horror Sound Evil Woman - 0:06
  • 186. Sonidos - Eerie Horror Sound Ghostly 2 - 0:22
  • 187. Sonidos - Efecto De Tormenta Y Música Siniestra - 2:00
  • 188. Sonidos - Erie Ghost Sound Scary Sound Paranormal - 0:15
  • 189. Sonidos - Ghost Sigh - Pixabay - 0:05
  • 190. Sonidos - Ghost Sound Ghostly - 0:12
  • 191. Sonidos - Ghost Voice Halloween Moany Ghost - 0:14
  • 192. Sonidos - Ghost Whispers - Pixabay - 0:23
  • 193. Sonidos - Ghosts-Whispering-Screaming - Lara's Horror Sounds - 2h03:28
  • 194. Sonidos - Halloween Horror Voice Hello - 0:05
  • 195. Sonidos - Halloween Impact - 0:06
  • 196. Sonidos - Halloween Intro 1 - 0:11
  • 197. Sonidos - Halloween Intro 2 - 0:11
  • 198. Sonidos - Halloween Sound Ghostly 2 - 0:20
  • 199. Sonidos - Hechizo De Bruja - 0:11
  • 200. Sonidos - Horror - Pixabay - 1:36
  • 201. Sonidos - Horror Demonic Sound - Pixabay-Alesiadavina - 0:15
  • 202. Sonidos - Horror Sfx - Pixabay - 0:04
  • 203. Sonidos - Horror Sound Effect - 0:21
  • 204. Sonidos - Horror Voice Flashback - Pixabay - 0:10
  • 205. Sonidos - Magia - 0:05
  • 206. Sonidos - Maniac In The Dark - Pixabay-Universfield - 0:15
  • 207. Sonidos - Miedo-Suspenso - Live Better Media - 8:05
  • 208. Sonidos - Para Recorrido De Casa Del Terror - Dangerous Tape Avi - 1:16
  • 209. Sonidos - Posesiones - Horror Movie Dj's - 1:35
  • 210. Sonidos - Risa De Bruja 1 - 0:04
  • 211. Sonidos - Risa De Bruja 2 - 0:09
  • 212. Sonidos - Risa De Bruja 3 - 0:08
  • 213. Sonidos - Risa De Bruja 4 - 0:06
  • 214. Sonidos - Risa De Bruja 5 - 0:03
  • 215. Sonidos - Risa De Bruja 6 - 0:03
  • 216. Sonidos - Risa De Bruja 7 - 0:09
  • 217. Sonidos - Risa De Bruja 8 - 0:11
  • 218. Sonidos - Scary Ambience - 2:08
  • 219. Sonidos - Scary Creaking Knocking Wood - Pixabay - 0:26
  • 220. Sonidos - Scary Horror Sound - 0:13
  • 221. Sonidos - Scream With Echo - Pixabay - 0:05
  • 222. Sonidos - Suspense Creepy Ominous Ambience - 3:23
  • 223. Sonidos - Terror - Ronwizlee - 6:33
  • 224. Suspense Dark Ambient - 2:34
  • 225. Tense Cinematic - 3:14
  • 226. Terror Ambience - Pixabay - 2:01
  • 227. The Spell Dark Magic Background Music Ob Lix - 3:23
  • 228. Trailer Agresivo - 0:49
  • 229. Welcome To The Dark On Halloween - 2:25
  • 230. Zombie Party Time - 4:36
  • 231. 20 Villancicos Tradicionales - Los Niños Cantores De Navidad Vol.1 (1999) - 53:21
  • 232. 30 Mejores Villancicos De Navidad - Mundo Canticuentos - 1h11:57
  • 233. Blanca Navidad - Coros de Amor - 3:00
  • 234. Christmas Ambience - Rainrider Ambience - 3h00:00
  • 235. Christmas Time - Alma Cogan - 2:48
  • 236. Christmas Village - Aaron Kenny - 1:32
  • 237. Clásicos De Navidad - Orquesta Sinfónica De Londres - 51:44
  • 238. Deck The Hall With Boughs Of Holly - Anre Rieu - 1:33
  • 239. Deck The Halls - Jingle Punks - 2:12
  • 240. Deck The Halls - Nat King Cole - 1:08
  • 241. Frosty The Snowman - Nat King Cole-1950 - 2:18
  • 242. Frosty The Snowman - The Ventures - 2:01
  • 243. I Wish You A Merry Christmas - Bing Crosby - 1:53
  • 244. It's A Small World - Disney Children's - 2:04
  • 245. It's The Most Wonderful Time Of The Year - Andy Williams - 2:32
  • 246. Jingle Bells - 1957 - Bobby Helms - 2:11
  • 247. Jingle Bells - Am Classical - 1:36
  • 248. Jingle Bells - Frank Sinatra - 2:05
  • 249. Jingle Bells - Jim Reeves - 1:47
  • 250. Jingle Bells - Les Paul - 1:36
  • 251. Jingle Bells - Original Lyrics - 2:30
  • 252. La Pandilla Navideña - A Belen Pastores - 2:24
  • 253. La Pandilla Navideña - Ángeles Y Querubines - 2:33
  • 254. La Pandilla Navideña - Anton - 2:54
  • 255. La Pandilla Navideña - Campanitas Navideñas - 2:50
  • 256. La Pandilla Navideña - Cantad Cantad - 2:39
  • 257. La Pandilla Navideña - Donde Será Pastores - 2:35
  • 258. La Pandilla Navideña - El Amor De Los Amores - 2:56
  • 259. La Pandilla Navideña - Ha Nacido Dios - 2:29
  • 260. La Pandilla Navideña - La Nanita Nana - 2:30
  • 261. La Pandilla Navideña - La Pandilla - 2:29
  • 262. La Pandilla Navideña - Pastores Venid - 2:20
  • 263. La Pandilla Navideña - Pedacito De Luna - 2:13
  • 264. La Pandilla Navideña - Salve Reina Y Madre - 2:05
  • 265. La Pandilla Navideña - Tutaina - 2:09
  • 266. La Pandilla Navideña - Vamos, Vamos Pastorcitos - 2:29
  • 267. La Pandilla Navideña - Venid, Venid, Venid - 2:15
  • 268. La Pandilla Navideña - Zagalillo - 2:16
  • 269. Let It Snow! Let It Snow! - Dean Martin - 1:55
  • 270. Let It Snow! Let It Snow! - Frank Sinatra - 2:35
  • 271. Los Peces En El Río - Los Niños Cantores de Navidad - 2:15
  • 272. Music Box We Wish You A Merry Christmas - 0:27
  • 273. Navidad - Himnos Adventistas - 35:35
  • 274. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 1 - 58:29
  • 275. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 2 - 2h00:43
  • 276. Navidad - Jazz Instrumental - Canciones Y Villancicos - 1h08:52
  • 277. Navidad - Piano Relajante Para Descansar - 1h00:00
  • 278. Noche De Paz - 3:40
  • 279. Rocking Around The Christmas Tree - Brenda Lee - 2:08
  • 280. Rocking Around The Christmas Tree - Mel & Kim - 3:32
  • 281. Rodolfo El Reno - Grupo Nueva América - Orquesta y Coros - 2:40
  • 282. Rudolph The Red-Nosed Reindeer - The Cadillacs - 2:18
  • 283. Santa Claus Is Comin To Town - Frank Sinatra Y Seal - 2:18
  • 284. Santa Claus Is Coming To Town - Coros De Niños - 1:19
  • 285. Santa Claus Is Coming To Town - Frank Sinatra - 2:36
  • 286. Sleigh Ride - Ferrante And Teicher - 2:16
  • 287. Sonidos - Beads Christmas Bells Shake - 0:20
  • 288. Sonidos - Campanas De Trineo - 0:07
  • 289. Sonidos - Christmas Fireworks Impact - 1:16
  • 290. Sonidos - Christmas Ident - 0:10
  • 291. Sonidos - Christmas Logo - 0:09
  • 292. Sonidos - Clinking Of Glasses - 0:02
  • 293. Sonidos - Deck The Halls - 0:08
  • 294. Sonidos - Fireplace Chimenea Fire Crackling Loop - 3:00
  • 295. Sonidos - Fireplace Chimenea Loop Original Noise - 4:57
  • 296. Sonidos - New Year Fireworks Sound 1 - 0:06
  • 297. Sonidos - New Year Fireworks Sound 2 - 0:10
  • 298. Sonidos - Papa Noel Creer En La Magia De La Navidad - 0:13
  • 299. Sonidos - Papa Noel La Magia De La Navidad - 0:09
  • 300. Sonidos - Risa Papa Noel - 0:03
  • 301. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 1 - 0:05
  • 302. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 2 - 0:05
  • 303. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 3 - 0:05
  • 304. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 4 - 0:05
  • 305. Sonidos - Risa Papa Noel How How How - 0:09
  • 306. Sonidos - Risa Papa Noel Merry Christmas - 0:04
  • 307. Sonidos - Sleigh Bells - 0:04
  • 308. Sonidos - Sleigh Bells Shaked - 0:31
  • 309. Sonidos - Wind Chimes Bells - 1:30
  • 310. Symphonion O Christmas Tree - 0:34
  • 311. The First Noel - Am Classical - 2:18
  • 312. Walking In A Winter Wonderland - Dean Martin - 1:52
  • 313. We Wish You A Merry Christmas - Rajshri Kids - 2:07
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      1.5  
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      3(s) 
      3.1  
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      3.3  
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      30  
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      55  
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    VELOCIDAD-TIEMPO

    Tiempo Movimiento

    Tiempo entre Movimiento

    Rotar
    ROTAR-VELOCIDAD

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      135     180  
    ROTAR-VELOCIDAD

    ▪ Parar

    ▪ Normal

    ▪ Restaurar Todo
    VARIOS
    Alarma 1
    ALARMA 1

    ACTIVADA
    SINCRONIZAR

    ▪ Si
    ▪ No


    Seleccionar Minutos

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      4     5     6  

      7     8     9  

      0     X  




    REPETIR-APAGAR

    ▪ Repetir

    ▪ Apagar Sonido

    ▪ No Alarma


    REPETIR SONIDO
    1 vez

    ▪ 1 vez (s)

    ▪ 2 veces

    ▪ 3 veces

    ▪ 4 veces

    ▪ 5 veces

    ▪ Indefinido


    SONIDO

    Actual:
    1

    ▪ Ventana de Música

    ▪ 1-Alarma-01
    - 1

    ▪ 2-Alarma-02
    - 18

    ▪ 3-Alarma-03
    - 10

    ▪ 4-Alarma-04
    - 8

    ▪ 5-Alarma-05
    - 13

    ▪ 6-Alarma-06
    - 16

    ▪ 7-Alarma-08
    - 29

    ▪ 8-Alarma-Carro
    - 11

    ▪ 9-Alarma-Fuego-01
    - 15

    ▪ 10-Alarma-Fuego-02
    - 5

    ▪ 11-Alarma-Fuerte
    - 6

    ▪ 12-Alarma-Incansable
    - 30

    ▪ 13-Alarma-Mini Airplane
    - 36

    ▪ 14-Digital-01
    - 34

    ▪ 15-Digital-02
    - 4

    ▪ 16-Digital-03
    - 4

    ▪ 17-Digital-04
    - 1

    ▪ 18-Digital-05
    - 31

    ▪ 19-Digital-06
    - 1

    ▪ 20-Digital-07
    - 3

    ▪ 21-Gallo
    - 2

    ▪ 22-Melodia-01
    - 30

    ▪ 23-Melodia-02
    - 28

    ▪ 24-Melodia-Alerta
    - 14

    ▪ 25-Melodia-Bongo
    - 17

    ▪ 26-Melodia-Campanas Suaves
    - 20

    ▪ 27-Melodia-Elisa
    - 28

    ▪ 28-Melodia-Samsung-01
    - 10

    ▪ 29-Melodia-Samsung-02
    - 29

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    - 5

    ▪ 31-Melodia-Sd_Alert_3
    - 4

    ▪ 32-Melodia-Vintage
    - 60

    ▪ 33-Melodia-Whistle
    - 15

    ▪ 34-Melodia-Xiaomi
    - 12

    ▪ 35-Voz Femenina
    - 4

    Alarma 2
    ALARMA 2

    ACTIVADA
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    AVATAR - ELEGIR

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    10%
    )


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    10%
    )


    Avatar 7(
    10%
    )

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    ▪ Mover-Voltear-Aumentar-Reducir Imagen del Slide
    ▪ Ocultar Reloj
    ▪ Ocultar Reloj - 2
    ▪ Reloj y Avatares 1-2-3 Movimiento Automático
    ▪ Rotar-Voltear-Rotación Automático
    ▪ Tamaño
    ▪ Texto - Color y Cambio automático
    ▪ Tiempo entre efectos
    ▪ Tipo de Letra y Cambio automático
    Imágenes para efectos
    Mover-Voltear-Aumentar-Reducir Imagen del Slide
    M-V-A-R IMAGEN DEL SLIDE

    VOLTEAR-ESPEJO

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    Programar Reloj
    PROGRAMAR RELOJ

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar

    ▪ Eliminar

    ▪ Guardar
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    Prog.R.1

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    Reloj #

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    Prog.R.2

    H
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    Reloj #

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    Prog.R.3

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    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
    -------
    Prog.E.1

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    Prog.E.4

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    PROGRAMAR RELOJES


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    X
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    Relojes a cambiar

    1 2 3

    4 5 6

    7 8 9

    10 11 12

    13 14 15

    16 17 18

    19 20

    T X


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    PROGRAMAR ESTILOS


    DESACTIVADO
    ▪ Activar

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    ▪1 ▪2 ▪3

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    A B C D

    E F G H

    I J K L

    M N O P

    Q R T S

    TODO X


    Programar lo Programado
    PROGRAMAR LO PROGRAMADO

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar
    Programación 1

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Programación 2

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Programación 3

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Almacenado en RELOJES y ESTILOS

    ▪1
    ▪2
    ▪3


    ▪4
    ▪5
    ▪6
    Borrar Programación
    HORAS

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X
    MINUTOS

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X


    IMÁGENES PERSONALES

    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

    FUNCIONAMIENTO

  • Recuadro en blanco: Es donde se colocará la url o link de la imagen.

  • Aceptar Url: Permite aceptar la dirección de la imagen que colocas en el recuadro.

  • Borrar Url: Deja vacío el recuadro en blanco para que coloques otra url.

  • Quitar imagen: Permite eliminar la imagen colocada. Cuando eliminas una imagen y deseas colocarla en otra parte, simplemente la eliminas, y para que puedas usarla en otra sección, presionas nuevamente "Aceptar Url"; siempre y cuando el link siga en el recuadro blanco.

  • Guardar Imagen: Permite guardar la imagen, para emplearla posteriormente. La misma se almacena en el banco de imágenes para el Header.

  • Imágenes Guardadas: Abre la ventana que permite ver las imágenes que has guardado.

  • Forma 1 a 5: Esta opción permite colocar de cinco formas diferente las imágenes.

  • Bottom, Top, Left, Right, Center: Esta opción, en conjunto con la anterior, permite mover la imagen para que se vea desde la parte de abajo, de arriba, desde la izquierda, desde la derecha o centrarla. Si al activar alguna de estas opciones, la imagen desaparece, debes aceptar nuevamente la Url y elegir una de las 5 formas, para que vuelva a aparecer.


  • Una vez que has empleado una de las opciones arriba mencionadas, en la parte inferior aparecerán las secciones que puedes agregar de fondo la imagen.

    Cada vez que quieras cambiar de Forma, o emplear Bottom, Top, etc., debes seleccionar la opción y seleccionar nuevamente la sección que colocaste la imagen.

    Habiendo empleado el botón "Aceptar Url", das click en cualquier sección que desees, y a cuantas quieras, sin necesidad de volver a ingresar la misma url, y el cambio es instantáneo.

    Las ventanas (widget) del sidebar, desde la quinta a la décima, pueden ser vistas cambiando la sección de "Últimas Publicaciones" con la opción "De 5 en 5 con texto" (la encuentras en el PANEL/MINIATURAS/ESTILOS), reduciendo el slide y eliminando los títulos de las ventanas del sidebar.

    La sección INFO, es la ventana que se abre cuando das click en .

    La sección DOWNBAR, son los tres widgets que se encuentran en la parte última en la página de Inicio.

    La sección POST, es donde está situada la publicación.

    Si deseas eliminar la imagen del fondo de esa sección, da click en el botón "Quitar imagen", y sigues el mismo procedimiento. Con un solo click a ese botón, puedes ir eliminando la imagen de cada seccion que hayas colocado.

    Para guardar una imagen, simplemente das click en "Guardar Imagen", siempre y cuando hayas empleado el botón "Aceptar Url".

    Para colocar una imagen de las guardadas, presionas el botón "Imágenes Guardadas", das click en la imagen deseada, y por último, click en la sección o secciones a colocar la misma.

    Para eliminar una o las imágenes que quieras de las guardadas, te vas a "Mi Librería".
    MÁS COLORES

    Esta opción permite obtener más tonalidades de los colores, para cambiar los mismos a determinadas bloques de las secciones que conforman el blog.

    Con esta opción puedes cambiar, también, los colores en la sección "Mi Librería" y "Navega Directo 1", cada uno con sus colores propios. No es necesario activar el PANEL para estas dos secciones.

    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

    - No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
    - Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.

    OBSERVACIONES

    - En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.

    - En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.

    - Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".

    - Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.

    - No permite copiar de un estilo o usuario a otro.

    - El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.

    - Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
    3 2 1 E 1 2 3
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    Para guardar, elige dónde, y seguido da click en la o las imágenes deseadas.
    Para dar Zoom o Fijar,
    selecciona la opción y luego la imagen.
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    Slide 1     Slide 2     Slide 3




















    Header

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    Fijar "Guardar Imágenes"
    Desactivar "Guardar Imágenes"
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    Colocar imagen en Header
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    Imágenes Guardadas y Personales
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    S2
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    B20
    H

    OPCIONES GENERALES
    ● Activar Slide 1
    ● Activar Slide 2
    ● Activar Slide 3
    ● Desactivar Slide
    ● Desplazamiento Automático
    ● Ampliar o Reducir el Blog
  • Ancho igual a 1088
  • Ancho igual a 1152
  • Ancho igual a 1176
  • Ancho igual a 1280
  • Ancho igual a 1360
  • Ancho igual a 1366
  • Ancho igual a 1440
  • Ancho igual a 1600
  • Ancho igual a 1680
  • Normal 1024
  • ------------MANUAL-----------
  • + -

  • Transición (aprox.)

  • T 1 (1.6 seg)


    T 2 (3.3 seg)


    T 3 (4.9 seg)


    T 4 (s) (6.6 seg)


    T 5 (8.3 seg)


    T 6 (9.9 seg)


    T 7 (11.4 seg)


    T 8 13.3 seg)


    T 9 (15.0 seg)


    T 10 (20 seg)


    T 11 (30 seg)


    T 12 (40 seg)


    T 13 (50 seg)


    T 14 (60 seg)


    T 15 (90 seg)


    ---------- C A T E G O R I A S ----------

    ----------------- GENERAL -------------------


    ------------- POR CATEGORÍA ---------------




















    --------REVISTAS DINERS--------






















    --------REVISTAS SELECCIONES--------














































    IMAGEN PERSONAL



    En el recuadro ingresa la url de la imagen:









    Elige la sección de la página a cambiar imagen del fondo:

    BODY MAIN POST INFO

    SIDEBAR
    Widget 1 Widget 2 Widget 3
    Widget 4 Widget 5 Widget 6
    Widget 7














































































































    CONTROL TOTAL (David Baldacci)

    Publicado en junio 27, 2010
    ARGUMENTO
    Cuando Sidney Archer despidió a su marido, el cual iba a tomar un avión rumbo a Los Ángeles, no podía sospechar que para ella comenzaba una nueva vida.
    En primer lugar, el avión se estrelló; las investigaciones posteriores revelaron que había sido víctima de un sabotaje; después descubrió que su marido había supuestamente robado secretos de la empresa en la que trabajaba para venderlos a la competencia.
    Pero con todo ello, apenas si habían comenzado sus tribulaciones: las múltiples sospechas que recaen sobre su marido colocan a Sidney en el punto de mira del FBI, que la considera cómplice de él. Pero además, la convierten en objetivo de una cacería implacable, un acoso en el que todos los caminos que llevan a ella están sembrados de cadáveres. El trofeo: controlar las redes de información del siglo XXI.


    Agradecimientos
    Control Total necesitó de una gran tarea de documentación y de información especializada que tuve la fortuna de conseguir gracias a los esfuerzos de las siguientes personas:
    A mi amiga Jennifer Steinberg, que fue más allá de los límites del deber para dar respuestas a todas las esotéricas y complejas preguntas que le formulé. Si hay por ahí alguna documentalista mejor, desconozco su existencia.
    A mi amigo Tom DePont de NationsBank, por su valiosa colaboración en los temas bancarios y sus muy útiles sugerencias sobre escenarios financieros creíbles. A mi amigo Marvin Mclntyre, de la firma de corredores de Bolsa Legg Masón, y a su colega Paul Montgomery, por los buenos consejos y ayuda en los temas de inversiones y la Reserva Federal.
    A mi querida amiga, la doctora Catharine Broome, por su asesoramiento en temas médicos generales y el tratamiento del cáncer. También a ella y a su marido David, por los detalles sobre la ciudad de Nueva Orleans.
    A mi tío Bob Baldacci, por proveerme de muchísimo material y por la paciencia de responder a mis innumerables preguntas sobre el complejo funcionamiento de los aviones a reacción, los aeropuertos y los trabajos de mantenimiento.
    A mi primo Steve Jennings, por guiarme a través del laberinto de la tecnología informática y la confusión de Internet. Y también a su esposa, Mary, que tendría que considerar muy en serio una carrera como editora. Sus comentarios fueron de gran ayuda, y muchos de ellos han sido incorporados al producto final. Y al doctor Peter Aiken, de la Virgina Commonwealth University, por ayudarme a entender los vericuetos del correo electrónico a través de Internet.
    A Neil Schiff, director de publicidad del FBI, por permitirme un recorrido por el edificio Hoover y atender mis preguntas sobre la organización.
    A Larry Kirshbaum, Maureen Egen y al resto del maravilloso equipo de Warner Books por su apoyo. Todos habéis colaborado tanto a cambiar mi vida, que me siento en la obligación de reconocerlo en cada novela, aunque sólo sea para demostrar mi más sincera gratitud.
    Un agradecimiento muy especial a Francés Jalet-Miller, de la Aaron Priest Agency. Es una bendición tenerla como editora y amiga. Ha conseguido que Control total sea mucho mejor con sus comentarios tan atinados.

    Capítulo 1
    El apartamento era pequeño, poco acogedor, y predominaba un olor a moho que sugería un largo abandono. Sin embargo, los pocos muebles y las pertenencias personales estaban limpias y bien organizadas; algunas de las sillas y una pequeña mesa auxiliar eran valiosas antigüedades. El ocupante más llamativo de la minúscula sala de estar era una biblioteca de arce que bien podría haber estado en la Luna, porque parecía un objeto extraterrestre en este espacio modesto y sin pretensiones. La mayoría de los libros colocados en los estantes versaban sobre finanzas y trataban sobre temas como la política monetaria internacional o complejas teorías de inversión.
    La única luz de la habitación la suministraba una lámpara de pie colocada junto a un sofá. El pequeño círculo luminoso delineaba la silueta del hombre alto y estrecho de hombros que estaba sentado allí, con los ojos cerrados como si estuviera dormido. El reloj de su muñeca marcaba las cuatro de la mañana. Las perneras del pantalón gris oscuro rozaban los zapatos negros con borlas impecablemente lustrados. Los tirantes verdes resaltaban sobre la pechera blanca almidonada. El cuello de la camisa estaba desabrochado y las puntas de la pajarita colgaban alrededor del cuello. La gran cabeza calva era como un segundo plano, porque lo primero que llamaba la atención era la espesa barba gris acero que enmarcaba el rostro ancho surcado por profundas arrugas. Sin embargo, cuando el hombre abrió bruscamente los ojos, todas las demás características físicas se convirtieron en secundarias; los ojos eran de color avellana, muy penetrantes; parecían ocupar todo el espacio de las órbitas mientras contemplaban la habitación.
    Entonces el dolor sacudió al hombre, que se llevó las manos a su costado izquierdo, pero en realidad el dolor estaba ahora por todas partes. No obstante, su origen había sido el lugar que ahora él atacaba con una feroz aunque fútil venganza. Apenas podía respirar mientras se le contraía el rostro.
    Deslizó una mano hasta el aparato sujeto en el cinturón. Con la forma y el tamaño de un walkman, era en realidad una bomba CADD conectada a un catéter Groshing oculto debajo de la camisa y cuyo otro extremo estaba insertado en el pecho. El dedo encontró el botón correcto y el microordenador en el interior de la bomba descargó inmediatamente una muy potente dosis de analgésicos en una cantidad muy superior a la que suministraba automáticamente a intervalos regulares a lo largo del día. A medida que la mezcla analgésica entraba directamente en el torrente sanguíneo, el dolor fue disminuyendo hasta desaparecer del todo. Pero volvería; siempre volvía.
    El hombre se echó hacia atrás, exhausto, el rostro sudoroso, la camisa empapada de sudor. Dio gracias a Dios por poder manejar la bomba a voluntad. Tenía una tolerancia extraordinaria al dolor, porque su fuerza mental podía superar fácilmente cualquier malestar físico, pero la bestia que le devoraba las entrañas le había introducido en un nuevo nivel de angustia física. Por un momento se preguntó qué llegaría primero: la muerte o la derrota más absoluta de las drogas frente al enemigo. Rezó para que ganara la muerte.
    Fue tambaleándose hasta el baño y se miró en el espejo. En ese momento, se echó a reír. Las carcajadas casi histéricas aumentaron de volumen hasta parecer que estallarían a través de las delgadas paredes del apartamento, y entonces el estallido incontrolable se transformó en sollozos y en un vómito. Unos minutos más tarde, después de cambiarse de camisa, Lieberman estaba otra vez delante del espejo, ocupado en hacerse el nudo de la corbata. Le habían avisado de los violentos cambios de humor. Sacudió la cabeza.
    Siempre se había cuidado. Hacía gimnasia con regularidad, no fumaba, no bebía, controlaba su dieta. Ahora, a sus juveniles sesenta y dos años, no viviría para ver los sesenta y tres. Este hecho lo habían confirmado tantos especialistas que, finalmente, incluso el enorme deseo de vivir de Lieberman había renunciado. Pero no se iría por la puerta falsa. Le quedaba una carta por jugar. Sonrió al darse cuenta repentinamente de que la inminencia de la muerte le daba una maniobrabilidad que no había tenido en vida. Sería una verdadera ironía que una carrera distinguida como la suya acabara con una nota innoble. Pero las sacudidas que acompañarían a su desaparición compensaban ese punto. ¿A él qué le importaba? Entró en el pequeño dormitorio y se tomó un momento para contemplar las fotografías encima de la mesa. Notó las lágrimas que amenazaban con desbordarse y salió del cuarto muy rápidamente.
    Lieberman abandonó el apartamento a las cinco y media en punto, bajó en el pequeño ascensor hasta la planta baja y salió a la calle, donde un Crown Victoria, con matrículas oficiales de un blanco resplandeciente a la luz de la farola, estaba aparcado junto al bordillo con el motor en marcha. El chófer se apresuró a bajar del coche y abrió la puerta para que subiera. Se llevó la mano a la gorra en un respetuoso saludo a su estimado pasajero y, como de costumbre, no recibió respuesta. En unos segundos, el coche había desaparecido.
    Más o menos a la misma hora que el coche de Lieberman entraba en el acceso a la autopista, el Mariner L800 salía del hangar en el aeropuerto internacional Dulles preparado para el vuelo sin escalas a Los Ángeles. Acabados los controles de mantenimiento, se procedería a abastecer de combustible al avión de cincuenta y cinco metros de longitud. Western Airlines subcontrataba las operaciones de carga de combustible. El camión cisterna estaba aparcado debajo del ala de estribor. En el L800 la configuración estándar tenía los depósitos de combustible en cada ala y en el fuselaje. El panel de combustible debajo del ala, ubicado aproximadamente a un tercio del fuselaje, estaba abierto y la larga manguera serpenteaba por el interior del ala hasta la válvula de toma. Esta única válvula servía para trasvasar el combustible hasta los tres tanques a través de una serie de colectores. El encargado de la operación, con guantes y un mono mugriento, controlaba la manguera mientras el combustible de alto octanaje entraba en los depósitos. El hombre contempló sin prisas la creciente actividad alrededor del aparato: estibaban las sacas de correos y la carga, los carros con las maletas cruzaban lentamente la pista procedentes de la terminal. Satisfecho de que nadie le observaba, el hombre utilizó una mano para rociar la parte expuesta del depósito de combustible, alrededor de la válvula de toma, con una sustancia contenida en un rociador de plástico. El metal del depósito brillaba en la parte rociada. Un examen más a fondo hubiera revelado un leve empañamiento de la superficie metálica, pero dicho examen no se realizaría. Incluso el capitán, en la revisión previa al vuelo, nunca descubriría esta pequeña sorpresa agazapada en el interior de la enorme máquina.
    El hombre guardó el pequeño rociador de plástico en uno de los bolsillos del mono. Del otro bolsillo sacó un objeto rectangular y plano, y metió la mano en el interior del ala. Cuando la retiró estaba vacía. Acabada la operación de carga, desenganchó la manguera, la cargó, en el camión y cerró la tapa del panel de combustible. El camión se alejó para cargar combustible en otro avión. El hombre miró por encima del hombro al L800 sólo por un instante y siguió adelante. Su turno terminaba a las siete de la mañana. No pensaba quedarse ni un segundo más.
    El Mariner L800 de casi cien toneladas despegó de la pista y ascendió fácilmente entre la capa de nubes. El L800, un jet de un solo pasillo equipado con dos turbinas Rolls-Royce, era la aeronave técnicamente más avanzada, aparte de las pilotadas por los aviadores de la fuerza aérea norteamericana.
    El vuelo 3223 llevaba ciento setenta y cuatro pasajeros y siete tripulantes a bordo. La mayoría de los pasajeros estaban en sus asientos, entretenidos en la lectura de periódicos y revistas, mientras el avión continuaba la ascensión sobre los campos de Virginia para alcanzar la altura de crucero de once mil seiscientos metros. El ordenador de navegación había establecido la duración del vuelo a Los Ángeles en cinco horas y cinco minutos.
    Uno de los pasajeros de primera clase leía el Wall Street Journal. Se acariciaba la abundante barba color gris acero mientras su mirada alerta recorría velozmente las páginas de información financiera. En la clase turista, otros pasajeros permanecían en silencio, algunos con los brazos cruzados sobre el pecho, otros con los ojos semícerrados; muchos leían. En un asiento, una anciana pasaba las cuentas del rosario, mientras sus labios rezaban en silencio.
    En el momento en que el L800 alcanzó la altitud de crucero y se niveló, el capitán saludó al pasaje por los altavoces mientras las azafatas comenzaban la rutina habitual, una rutina que súbitamente quedó interrumpida.
    Todas las cabezas se volvieron cuando el destello rojo apareció en el lado derecho del avión. Los ocupantes de los asientos de ventanilla de aquel lado contemplaron horrorizados cómo el ala derecha se retorcía, la cubierta metálica se desgarraba y los remaches saltaban. En cuestión de segundos dos terceras partes del ala se desprendieron, llevándose con ellas la turbina de estribor. Como venas amputadas, los conductos hidráulicos y los cables partidos se sacudieron enloquecidos por el viento de proa mientras el combustible del tanque destrozado rociaba el fuselaje.
    El L800 efectuó un brusco giro hacia la izquierda y quedó en posición invertida, provocando un desastre en la cabina. En el interior del fuselaje, todos y cada uno de los seres humanos gritaban dominados por el terror mientras el avión se movía por el cielo como una hoja arrastrada por el viento, completamente fuera de control. Los pasajeros salieron despedidos de los asientos. Para la mayoría el corto viaje hasta el techo resultó mortal. Se escuchaban los alaridos de dolor cuando las pesadas maletas —vomitadas desde las bodegas, abiertas cuando las ondas de choque, provocadas por la presión del aire, hicieron saltar los mecanismos de cierre— chocaban contra la carne humana.
    La anciana abrió la mano y el rosario cayó al suelo, que ahora era el techo del avión. La mujer mantenía los ojos bien abiertos, pero se veían tranquilos. Ella era una de las afortunadas. El infarto la había salvado de los próximos minutos de terror total.
    Los aviones a reacción comerciales equipados con dos motores tienen la garantía de volar con un solo motor. Pero ningún avión puede volar con una sola ala. La capacidad de vuelo del aparato había desaparecido. El L800 entró en una barrena mortal.
    En la cabina de mando, los pilotos luchaban con los controles mientras el avión averiado caía en picado entre las nubes como una lanza a través de un mar de espuma. Aunque no conocían las características específicas de la catástrofe, sabían muy bien que el aparato y los que estaban a bordo corrían un peligro mortal. Mientras intentaban frenéticamente recuperar el control de la aeronave, los dos pilotos rezaban en silencio para no colisionar con ningún otro avión en la caída. «¡Dios mío!» El capitán miró incrédulo cómo el altímetro continuaba una carrera imparable hacia el cero. Ni los sistemas de vuelo más avanzados del mundo ni las más excepcionales habilidades de pilotaje podían invertir la tremenda certidumbre a que se enfrentaban cada uno de los seres humanos encerrados en el proyectil destrozado. Todos iban a morir en cuestión de segundos. Como ocurre en casi todas las catástrofes aéreas, los dos pilotos serían los primeros en abandonar este mundo; los demás a bordo del vuelo 3223 los seguirían una fracción de segundo más tarde.
    Lieberman mantenía la boca abierta en una expresión atónita mientras se sujetaba a los brazos del asiento. A medida que el morro del avión se ponía en posición vertical, Lieberman se encontró mirando cabeza abajo el respaldo del asiento que tenía delante como si estuviese en lo más alto de una enloquecida montaña rusa. Por desgracia para él, Arthur Lieberman permanecería consciente hasta el preciso instante en que al avión chocara contra el objeto inmóvil hacia el cual se desplomaba. Su desaparición del mundo de los vivos ocurriría varios meses antes de lo esperado y sin cumplir con los planes previstos. A medida que el avión comenzaba el descenso final, una palabra escapó de los labios de Lieberman. Aunque era un monosílabo, fue emitido en un alarido continuo que se oía por encima de todos los demás terribles sonidos que inundaban la cabina:
    —¡Noooo!


    Capítulo 2
    Washington, D.C., Área metropolitana, un mes antes
    Jason Archer, con la camisa sucia y el nudo de la corbata torcido, revisaba el contenido de una pila de cajas. A su lado tenía un ordenador portátil. Cada cierto tiempo se detenía, sacaba un papel del montón y con un escáner manual copiaba el contenido en el ordenador. El sudor le goteaba de la nariz. El depósito donde se encontraba era caluroso y sucio. De pronto, una voz le llamó desde algún lugar del amplio recinto. «¿Jason?» Sonaron unos pasos. «Jason, ¿estás aquí?»
    Jason se apresuró a cerrar la caja que estaba revisando, cerró la tapa del ordenador y lo ocultó entre el montón de cajas. Unos segundos más tarde apareció un hombre. Quentin Rowe medía un metro setenta de estatura, pesaba unos setenta y cinco kilos, era estrecho de hombros, no llevaba barba y usaba gafas de cristales ovalados. Llevaba el pelo rubio y largo recogido en una coleta. Iba vestido con téjanos y camisa blanca de algodón. La antena de un teléfono móvil asomaba por el bolsillo de la camisa. Tenía las manos metidas en los bolsillos traseros del pantalón.
    —Pasaba por aquí. ¿Cómo vas?
    Jason se puso de pie y estiró los músculos.
    —Va saliendo, Quentin, va saliendo.
    —El trato con CyberCom está cada vez más caliente y quieren el informe financiero. ¿Cuánto crees que tardarás? —A pesar de su aspecto despreocupado, a Rowe se le notaba ansioso.
    —Una semana, diez días como máximo —respondió Jason con la mirada puesta en las cajas.
    —¿Estás seguro?
    Jason asintió y se limpió las manos metódicamente antes de mirar a Rowe.
    —No te fallaré, Quentin. Sé lo importante que es CyberCom para ti. Para todos nosotros.
    Un estremecimiento culpable sacudió la espalda de Jason, pero su rostro permaneció inescrutable.
    —No olvidaremos tus esfuerzos —le prometió Rowe, más tranquilo—. Esto y el trabajo que hiciste con las copias de las cintas es fabuloso. Gamble se mostró muy impresionado, hasta donde él puede entender.
    —Creo que será recordado durante mucho tiempo —opinó Jason.
    Rowe contempló la pila de cajas con una expresión incrédula.
    —Pensar que el contenido de este montón entra tranquilamente en un puñado de disquetes... Qué desperdicio.
    —Digamos que Nathan Gamble no es la persona más enterada en informática del mundo —señaló Jason con una sonrisa que Rowe replicó con un bufido—. Sus operaciones de inversión generan un montón de papel, Quentin, y no puedes discutir con el éxito. El hombre ha ganado una fortuna a lo largo de los años.
    —Así es, Jason. Esa es nuestra única esperanza, Gamble comprende el dinero. El trato con CyberCom convertirá en enanos a todos los demás. —Rowe miró a Jason con admiración—. Después de este trabajo te espera un gran futuro.
    —Eso es exactamente lo que pensaba.
    Jason Archer subió al asiento del acompañante del Ford Explorer, y se inclinó a un costado para besar a su esposa. Sidney Archer era alta y rubia. Las facciones muy marcadas se habían suavizado después del nacimiento de su hija. Señaló con la cabeza hacia el asiento trasero. Jason sonrió mientras posaba la mirada en Amy, su hija de dos años que dormía en el sillín con el osito Winnie bien agarrado a su puño.
    —Ha sido un día muy largo para ella —dijo Jason mientras se desabrochaba la corbata.
    —Para todos —replicó Sidney—. Creía que trabajar a tiempo parcial en un bufete sería un chollo, pero ahora me parece que encajo una semana laboral de cincuenta horas en tres días. —Sacudió la cabeza en un gesto de cansancio y puso el coche en marcha. Detrás de ellos se alzaba el edificio que albergaba las oficinas centrales de Tritón Global, el empleador de su marido y líder tecnológico indiscutible en ramos que iban desde las redes informáticas mundiales al software educativo para niños, y casi todo lo que caía en el medio.
    Jason sujetó una de las manos de su esposa y la apretó con ternura.
    —Lo sé, Sid. Sé que es duro, pero quizá dentro de poco consiga algo que te permitirá dejar el trabajo de una vez por todas.
    —¿Has diseñado un programa para acertar los números de la lotería? —preguntó ella con una sonrisa.
    —Quizás algo mejor aún. —Jason correspondió a la sonrisa de Sid.
    —Vale, has conseguido despertar mi atención. ¿De qué se trata?
    —Ni hablar. —Jason meneó la cabeza—. No hasta que no esté seguro.
    —Jason, no me hagas eso. —La súplica burlona hizo que él sonriera más todavía. Le palmeó la mano.
    —Sabes que soy muy bueno guardando secretos, y sé que a ti te encantan las sorpresas.
    Ella frenó el coche cuando el semáforo se puso en rojo y se volvió hacia su marido.
    —También me gusta abrir los regalos en Nochebuena. Venga, habla.
    —Esta vez no, lo siento, de ninguna manera. ¿Qué te parece si esta noche cenamos fuera?
    —Soy una abogada muy tenaz, así que no intentes cambiar de tema. Además, cenar fuera no entra en el presupuesto de este mes. Quiero detalles. —Con un ademán juguetón le pinchó en las costillas con un dedo mientras ponía el coche en marcha.
    —Pronto, muy pronto, Sid, te lo prometo. Pero ahora no, ¿vale? —De pronto, su tono se había vuelto más serio, como si lamentara haber sacado el tema. Ella le miró. Jason mantenía la mirada fija en la calle. Una sombra de preocupación apareció en el rostro de la joven. En aquel momento, él se volvió, vio la expresión preocupada, apoyó una mano en la mejilla de Sid y le guiñó un ojo—. Cuando nos casamos, te prometí el mundo, ¿no?
    —Me has dado el mundo, Jason. —Ella miró a Amy por el espejo retrovisor—. Mucho más que el mundo.
    —Te quiero, Sid, más que a nadie —dijo Jason mientras le acariciaba un hombro. Te mereces lo mejor. Algún día te lo daré.
    Ella le sonrió; sin embargo, cuando él volvió a mirar a través de la ventanilla, la preocupación reapareció en su rostro.
    El hombre estaba inclinado sobre el ordenador, con el rostro casi pegado a la pantalla. Sus dedos machacaban el teclado con tanta fuerza que parecían una batería de martillos en miniatura. Las teclas parecían a punto de desintegrarse ante el feroz ataque. Como un aguacero tropical, las imágenes digitales pasaban por la pantalla a una velocidad que el ojo no podía seguir. En el exterior la oscuridad era total. Una bombilla de poca potencia colgada del techo iluminaba el trabajo del hombre. El sudor le chorreaba por el rostro, aunque la temperatura de la habitación no superaba los veinte grados. Se enjugó el sudor cuando el líquido salado se coló detrás de las gafas y le escoció en los ojos, ya doloridos e inyectados en sangre.
    Tan absorto estaba en su trabajo que no se dio cuenta de que la puerta se abría lentamente. Tampoco oyó los pasos de los tres hombres que avanzaron por la mullida alfombra hasta casi tocarle la espalda. Los movimientos eran pausados; la superioridad numérica parecía inspirar una enorme confianza en los intrusos.
    Por fin el hombre sentado ante el ordenador se volvió. Comenzó a temblar incontrolablemente, como si previera lo que estaba a punto de sucederle.
    Ni siquiera tuvo tiempo de gritar.
    Apretaron los gatillos al mismo tiempo y cuando los percutores golpearon las balas, las armas rugieron al unísono.
    Jason Archer dio un brinco en el sillón donde se había quedado dormido. El sudor le empapó el rostro mientras la visión de la muerte violenta permanecía en su mente. La maldita pesadilla se negaba a desaparecer. Echó una ojeada a la sala. Sidney dormitaba en el sofá; el murmullo de las voces de la televisión sonaba al fondo. Jason se levantó para cubrir a su esposa con una manta. Después fue a la habitación de Amy. Era casi medianoche. Espió desde la puerta y oyó cómo la pequeña se movía en sueños. Se acercó al borde de la cama y contempló el pequeño cuerpo que se agitaba. Tendría una pesadilla, algo que su padre comprendía muy bien. Jason acarició suavemente la frente de su hija y luego la cogió en brazos para mecerla apretada contra el pecho. Esto normalmente alejaba los temores nocturnos, y al cabo de unos pocos minutos Amy había recuperado la tranquilidad. Jason la metió en la cama bien abrigada y le dio un beso en la mejilla. A continuación fue a la cocina, escribió una nota para su esposa, la dejó en la mesita junto al sofá donde Sidney continuaba dormitando y se dirigió al garaje donde tenía su viejo Cougar convertible.
    Mientras salía marcha atrás del garaje, no advirtió que Sidney le miraba desde la ventana del salón con la nota apretada en una mano. En cuanto las luces traseras desaparecieron calle abajo, Sidney se apartó de la ventana y releyó la nota. Su marido regresaba a la oficina para hacer algún trabajo. Volvería a casa en cuanto pudiera. Ella miró el reloj colocado en la repisa de la chimenea. Medianoche. Fue a controlar el sueño de Amy y después puso agua a calentar. De pronto, le fallaron las piernas y se apoyó contra el mostrador de la cocina mientras salía a la superficie una sospecha que hasta ahora había permanecido enterrada. Esta no era la primera vez que se despertaba para ver a su marido sacar el coche del garaje después de dejarle una nota avisándole de que volvía al trabajo.
    Preparó el té y entonces, llevada por un impulso, corrió escaleras arriba y entró en el baño. Contempló su rostro en el espejo. Un poco más lleno desde que se casaron. Con movimientos bruscos se quitó el camisón y las bragas. Se miró de frente, de perfil y por último de espaldas. Utilizó un espejo de mano para observar la parte menos favorecida. El embarazo le había dejado algunas huellas; el estómago se había recuperado bastante, pero el trasero había perdido firmeza. ¿Le colgaban los pechos? Las caderas parecían un poco más anchas que antes, algo bastante natural después de dar a luz. Nerviosa, se pellizcó el milímetro extra de piel de debajo de la barbilla, mientras la dominaba una fuerte sensación de angustia. El cuerpo de Jason seguía tan firme como el día que comenzaron a salir. El magnífico físico de su marido y su belleza varonil sólo eran parte de un muy atractivo lote que incluía una inteligencia de primer orden. Este lote resultaba inmensamente sugestivo para todas las mujeres que Sidney conocía y sin duda para muchas más que desconocía. Mientras seguía con el dedo el perfil de la mandíbula soltó una exclamación al darse cuenta de lo que hacía. Ella, una abogada inteligente y muy bien considerada, se estaba examinando a sí misma como un trozo de carne, lo mismo que generaciones enteras de hombres habían hecho con las mujeres. Se puso el camisón. Era atractiva. Jason la amaba. Él iba a la oficina para seguir prosperando. Su carrera avanzaba a pasos de gigante. Muy pronto, los sueños de ambos se convertirían en realidad. El dirigiría su propia empresa; ella se dedicaría por entero a cuidar de Amy y de los otros hijos que esperaban tener. Tenía todo el aspecto de una serie de televisión de los cincuenta, pero así era como lo querían los Archer. Sidney estaba firmemente convencida de que en estos momentos Jason trabajaba al máximo en su oficina para alcanzar esa meta.
    Más o menos a la misma hora en que Sidney se iba a la cama, Jason Archer entró en una cabina de teléfono y marcó un número que había memorizado hacía mucho tiempo. La respuesta a la llamada fue inmediata.
    —Hola, Jason.
    —Oiga, si esto no se acaba pronto no lo conseguiré.
    —¿Otra vez las pesadillas? —El tono del interlocutor sonó comprensivo y dominante al mismo tiempo.
    —Lo dice como si fueran y vinieran. En realidad, nunca me abandonan —replicó Jason desabrido.
    —Ya no falta mucho. —Esta vez la voz le daba ánimos.
    —¿Está seguro de que no los tengo encima? Noto una sensación extraña, como si todo el mundo me vigilara.
    —Eso es normal, Jason, suele pasar. Créame, si fuera a tener problemas nosotros lo sabríamos. Hemos pasado antes por esto.
    —Le creo, pero espero no estar equivocado. —La voz de Jason se hizo más tensa— No soy un profesional. Maldita sea, me estoy volviendo loco.
    —Lo comprendemos. Aguante un poco más. Como le dije, ya casi está acabado. Unos pocos detalles más y podrá retirarse.
    —Oiga, no entiendo por qué no podemos seguir adelante con lo que tengo.
    —Jason, no es trabajo nuestro pensar en esas cosas. Necesitamos escarbar un poco más y usted tiene que aceptarlo. Valor. En estos asuntos no somos precisamente niños perdidos en un bosque; lo tenemos todo planeado. Usted cumpla con su cometido y todo irá bien. Todos estaremos bien.
    —Pues yo pienso acabarlo esta noche, puede estar seguro. ¿Utilizaremos el mismo sistema de entrega?
    —No. Esta vez será una entrega personal.
    —¿Por qué? —preguntó Jason, sorprendido.
    —Nos estamos acercando al final y cualquier error puede echar abajo toda la operación. Si bien no tenemos razones para creer que saben lo suyo, no tenemos la completa seguridad de que no nos estén vigilando. Recuerde, aquí todos corremos riesgos. Las entregas son seguras, pero siempre hay un margen de error. Un encuentro cara a cara fuera de la zona con gente nueva elimina ese margen, así de sencillo. Además, será más seguro para usted. Y para su familia.
    —¿Mi familia? ¿Qué demonios tiene que ver con esto?
    —No sea estúpido, Jason. Aquí hay mucho en juego. Le explicaron los riesgos desde el principio. Este es un mundo violento. ¿Lo comprende?
    —Mire...
    —Toda saldrá bien. Sólo tiene que seguir las instrucciones al pie de la letra. Repito, al pie de la letra. —La voz pronunció estas últimas palabras con un énfasis especial—. No se lo ha dicho a nadie, ¿verdad? Mucho menos a su esposa.
    —Dígame algo que yo no sepa —replicó Jason, tajante—. ¿Cuáles son los detalles?
    —Ahora no. Pronto. Los canales habituales. Aguante, Jason. Ya casi estamos fuera del túnel.
    —Sí, vale, esperemos que no se desplome encima de mí.
    El comentario provocó una risita y después se cortó la comunicación.
    Jason pasó el pulgar por el escáner digital, dijo su nombre en el micrófono instalado en la pared y esperó pacientemente mientras el ordenador comparaba las marcas del pulgar y los registros de voz con los almacenados en su enorme memoria. Sonrió y saludó con un gesto al guardia de seguridad sentado delante de la inmensa consola en medio del vestíbulo de la octava planta. Jason era consciente del nombre TRITON GLOBAL escrito con letras plateadas de treinta centímetros de altura detrás de las anchas espaldas del guardia uniformado.
    —Es una pena que no te den la autoridad para dejarme pasar, Charlie. Ya sabes, de un ser humano a otro.
    Charlie era un negro corpulento que rondaba los sesenta, calvo y con un ingenio muy agudo.
    —Coño, Jason, podrías ser Saddam Hussein disfrazado. En estos tiempos, no te puedes fiar de las apariencias. Por cierto, llevas un suéter muy majo, Saddam. —Charlie se rió—. Además, ¿cómo podría esta compañía enorme y sofisticada confiar en el juicio de un pobre y viejo guardia de seguridad como yo, cuando tienen todos estos artefactos que les dicen quién es quién? Ahora los ordenadores son los amos, Jason. La triste verdad es que lo seres humanos ya no damos la talla.
    —Venga, Charlie, no te desanimes. La tecnología tiene su lado bueno. Eh, a ver qué te parece. ¿Qué tal si cambiamos de trabajo durante un rato? Así podrás ver de qué va la cosa. —Jason sonrió.
    —Sí, claro, Jason. Yo juego un rato con esos trastos que valen un millón de dólares cada uno y tú husmeas por el vestíbulo cada media hora a ver si hay algún malvado escondido. Ni siquiera te cobraré por dejarte el uniforme. Desde luego, si intercambiamos el trabajo también intercambiaremos el sueldo. No quiero que te pierdas una pasta gansa: siete dólares la hora. Es justo.
    —Eres demasiado listo para tu propio bien, Charlie.
    Charlie soltó la carcajada y volvió la atención una vez más a los numerosos monitores de televisión instalados en la consola.
    La sonrisa desapareció bruscamente del rostro de Jason en el momento en que se abrieron las inmensas puertas. Cruzó el umbral y avanzó por el pasillo al tiempo que sacaba algo del bolsillo de la americana. Era del tamaño y la forma de una tarjeta de crédito y también estaba hecha de plástico.
    Jason se detuvo delante de una puerta. Metió la tarjeta en la ranura de la caja metálica atornillada en la puerta. El microchip de la tarjeta se comunicó silenciosamente con su homólogo de la caja. El índice de Jason pulsó cuatro veces en el teclado numérico. Sonó un chasquido. Sujetó la manija, la hizo girar y la puerta de diez centímetros de grosor se abrió hacia el interior oscuro.
    Las luces se encendieron y la silueta de Jason se recortó por un segundo en el umbral. Se apresuró a cerrar la puerta; los dos cerrojos gemelos encajaron en los soportes. Le temblaban las manos mientras echaba una ojeada al despacho ordenado y pulcro; el corazón le latía con tanta fuerza que estaba seguro que resonaba por todo el edificio. Ésta no era la primera vez. Se permitió una sonrisa al recordar que sería la última. Daba lo mismo lo que pudiera suceder, se había acabado. Todo el mundo tenía un límite, y esta noche él había llegado al suyo.
    Se acercó a la mesa, se sentó y encendió el ordenador. Sujeto al monitor con un largo soporte metálico había un pequeño micrófono para dar órdenes orales. Jason lo apartó impaciente para tener despejada la pantalla del monitor. Con la espalda bien recta, los ojos pegados a la pantalla, las manos listas para teclear, ahora estaba en su elemento. Como un pianista inspirado, sus dedos volaban por el teclado. Miró la pantalla que le daba las instrucciones, unas instrucciones tan conocidas que ya eran pura rutina. Jason marcó cuatro dígitos en el teclado numérico conectado al ordenador; después se inclinó hacia delante y fijó la mirada en un punto en la esquina superior derecha del monitor. Una cámara de vídeo interrogó su iris derecho y transmitió una serie de informaciones únicas contenidas dentro de su ojo a una base central de datos, que, a su vez, comparó la imagen del iris con las otras treinta mil almacenadas en la memoria. Todo el proceso tardó cuatro segundos. Acostumbrado como estaba a los constantes progresos de la tecnología, incluso Jason meneaba la cabeza de vez en cuando al ver cómo funcionaban las cosas. Los escáneres de iris también se utilizaban para controlar la productividad laboral. Jason hizo una mueca. En realidad, Orwell se había quedado corto.
    Volvió a concentrarse en la máquina que tenía delante. Durante los veinte minutos siguientes, Jason trabajó en el teclado deteniéndose sólo cuando aparecían más datos en la pantalla en respuesta a sus preguntas. El sistema era rápido, pero tenía dificultades para seguir el ritmo de las órdenes de Jason. De pronto, Jason volvió la cabeza al oír un ruido procedente del vestíbulo. Otra vez la maldita pesadilla. Sin duda era Charlie haciendo la ronda. Miró la pantalla. No había nada nuevo. Una pérdida de tiempo. Escribió una lista con los nombres de los archivos en un trozo de papel, apagó el ordenador, se levantó y fue hacia la puerta. Hizo una pausa mientras apoyaba la oreja contra la madera. Satisfecho, quitó los cerrojos, abrió la puerta, apagó las luces y salió. Un segundo más tarde, los cerrojos volvieron a su posición automáticamente.
    Caminó deprisa por el pasillo hasta llegar a la puerta de una oficina que se usaba muy poco. La puerta tenía una cerradura vulgar que Jason abrió con una ganzúa. Cerró la puerta con llave cuando entró. No encendió la luz. En cambio, sacó una linterna del bolsillo y la encendió. La consola del ordenador estaba en un rincón junto a un archivador sobre el que se amontonaban las cajas de cartón.
    Jason apartó la mesa del ordenador para dejar a la vista un montón de cables que colgaban de la parte trasera de la unidad central. Se arrodilló y cogió los cables al tiempo que separaba un poco de la pared el archivador que tenía a su costado. Esto le permitió alcanzar una toma equipada con varios puntos de entrada. Jason seleccionó uno de ellos y enchufó uno de los cables. Después se sentó delante del ordenador y lo encendió. Jason colocó la linterna sobre una de las cajas de forma que le iluminara el teclado. Aquí no había un teclado numérico para marcar el código de seguridad ni tampoco tuvo que mirar a la esquina superior derecha de la pantalla y esperar ser identificado. De hecho, para la red informática de Tritón, esta estación de trabajo ni siquiera existía.
    Sacó la lista del bolsillo y la puso en la parte superior del teclado. De pronto oyó un ruido en el pasillo. Contuvo el aliento mientras ocultaba la linterna bajo la axila. Redujo la iluminación de la pantalla hasta dejarla en negro. Transcurrieron unos cuantos minutos mientras Jason esperaba en la oscuridad. Una gota de sudor resbaló de su frente, siguió por la nariz y se detuvo en el labio superior. Tenía tanto miedo que no se la secó.
    Al cabo de cinco minutos de silencio, encendió la linterna, restableció el brillo de la pantalla y reanudó el trabajo. Sonrió una vez cuando un cortafuegos especialmente difícil —un sistema de seguridad interno destinado a impedir el acceso no autorizado de las bases de datos informatizadas— se derrumbó ante su persistente ataque. A toda prisa llegó al final de los archivos anotados en la lista. A continuación metió la mano en el bolsillo interior de la americana y sacó un disquete de tres pulgadas y media y lo cargó en la disquetera del ordenador. Un par de minutos más tarde, Jason retiró el disquete, apagó el ordenador y salió del cuarto. Atravesó los controles de seguridad, deseó buenas noches a Charlie y abandonó el edificio.

    Capítulo 3
    La luz de la luna que entraba por la ventana daba forma a diversos objetos en el interior de la habitación a oscuras. Sobre la sólida cómoda de pino había tres hileras de fotos enmarcadas. En una de las fotos, ubicada en la hilera trasera, Sidney Archer, vestida con un traje chaqueta azul marino, se apoyaba en un resplandeciente Jaguar plateado. A su lado, Jason Archer, con tirantes y camisa de fiesta, sonreía al tiempo que miraba arrobado los ojos de Sidney. Otra foto mostraba a la misma pareja, con un vestuario informal, delante de la torre Eiffel, con las manos apuntando hacia arriba y las bocas abiertas en una risa espontánea.
    En la hilera del medio, aparecía Sidney, algunos años mayor, con la cara hinchada, el pelo mojado y aplastado contra el cráneo, en una cama de hospital. Sostenía entre los brazos un bulto diminuto, con los ojos cerrados. En la foto contigua aparecía Jason, con los ojos somnolientos y barbudo, en camiseta y calzoncillos, tendido en el suelo. El bulto, ahora con los ojos azules bien abiertos, descansaba feliz sobre el pecho del padre.
    La foto central de la primera hilera había sido tomada en Halloween. El pequeño bulto tenía ahora dos años y aparecía vestida como una princesa, con corona y zapatillas de raso. La madre y el padre permanecían orgullosos en segundo plano, la mirada fija en la cámara, y las manos sujetando la espalda y los hombros de la niña.
    Jason y Sidney estaban acostados. Jason daba vueltas y más vueltas. Había transcurrido una semana desde la última visita nocturna a su oficina. Había llegado el momento del desenlace y le resultaba imposible dormir. Junto a la puerta del dormitorio, una bolsa de deportes muy fea con rayas azules entrecruzadas y las iniciales JWA descansaba al lado de un maletín metálico negro. El reloj de la mesilla marcaba las dos de la mañana. Sidney sacó de debajo de las mantas uno de sus brazos largos y delgados, lo pasó por encima de la cabeza de Jason y comenzó a jugar con su pelo.
    Sidney se levantó apoyada en un codo y continuó jugando con el pelo de su marido mientras se acercaba a él hasta que sus cuerpos quedaron unidos. El fino camisón se le pegaba al cuerpo. «¿Estás dormido?», le preguntó. Al fondo, los crujidos secos de la vieja casa eran los únicos sonidos que rompían el silencio. Jason se giró para mirar a su esposa.
    —No.
    —Lo sabía, no dejas de moverte. Algunas veces lo haces dormido. Tú y Amy.
    —Espero no haber hablado en sueños. No quiero revelar mis secretos —dijo con una débil sonrisa.
    Ella comenzó a acariciarle el rostro.
    —Supongo que todo el mundo necesita tener algún secreto, aunque convenimos que no tendríamos ninguno.
    Sidney soltó una risita que sonó hueca. Jason abrió la boca como si fuera a decir algo, pero se apresuró a cerrarla. Estiró los brazos y miró el reloj. Lanzó un gemido al ver la hora.
    —Caray, más vale que me levante. El taxi estará aquí a las cinco y media.
    Sidney miró las maletas junto a la puerta y frunció el entrecejo.
    —Este viaje resulta un tanto inesperado, Jason.
    El no la miró. En cambio, se frotó los ojos y bostezó.
    —Ya lo sé. No me he enterado hasta última hora de ayer. Cuando el jefe dice: «En marcha», allá voy.
    —Sabía que llegaría el día en el que ambos estaríamos fuera de la ciudad al mismo tiempo —dijo Sidney con un suspiro de resignación.
    —Pero lo has arreglado con la guardería, ¿no? —replicó Jason con un tono ansioso.
    —He quedado con una persona para que se quede después de la hora de cierre, pero no pasa nada. No tardarás más de tres días, ¿verdad?
    —Tres como máximo, Sid, te lo prometo. —Se frotó con fuerza el cuero cabelludo—. ¿No puedes eludir el viaje a Nueva York?
    —A los abogados no les perdonan los viajes de trabajo. —Meneó la cabeza—. No figura en el manual de los abogados productivos de Tyler y Stone.
    —Ya está bien. Haces tú más en tres días que muchos de ellos en cinco.
    —Verás, cariño, no hace falta que te lo diga, pero en nuestro negocio, es lo que haces tú por mí hoy, y, todavía más importante, lo que harás por mí mañana y pasado.
    Jason se sentó en la cama.
    —Lo mismo pasa en Tritón; sin embargo, al ser una empresa de tecnología avanzada, sus expectativas se extienden al próximo milenio. Algún día llegará nuestro barco, Sid. Quizá hoy.
    —Vale. Así que mientras tú esperas en el muelle a que atraque nuestro yate, yo continuaré depositando nuestros sueldos y pagando las deudas. ¿Trato hecho?
    —De acuerdo. Pero algunas veces tendrías que ser optimista. Mirar al futuro.
    —Ahora que hablas del futuro, ¿has pensado en ponerte a la faena y tener otro hijo?
    —Siempre a punto. Si el próximo es como Amy, está chupado.
    Sidney apretó los muslos contra el cuerpo de su marido, contenta de que él no pusiera objeciones a ampliar la familia. Si él estaba saliendo con otra...
    —Habla por ti misma, señor Mitad Masculina de esta pequeña ecuación.
    Ella lo apartó.
    —Lo lamento, Sid. Ha sido el típico comentario de macho imbécil. No volverá a ocurrir, lo prometo.
    Sidney apoyó la cabeza en la almohada y miró el techo mientras comenzaba a masajearle suavemente los hombros. Tres años antes, la idea de abandonar la práctica de la abogacía hubiese estado fuera de lugar. Ahora, incluso el trabajo a tiempo parcial le parecía una intrusión en su vida con Amy y Jason. Ansiaba libertad total para estar con su hija. Una libertad que no podían permitirse únicamente con el sueldo de Jason, por muchos recortes que hicieran, librando una lucha constante contra la compulsión de consumir. Pero si Jason continuaba ascendiendo en Tritón, ¿qué ocurriría?
    Sidney nunca había querido depender económicamente de nadie. Miró a Jason. Si iba a ligar su supervivencia económica a una persona, ¿quién mejor que el hombre al que amaba casi desde el momento en que lo vio? Mientras le miraba, se le humedecieron los ojos. Se sentó para reclinarse sobre él.
    —Bueno, al menos mientras estés en Los Ángeles podrás ver a algunos de tus viejos amigos, pero, por favor, evita a tus antiguas conquistas. —Le revolvió el pelo—. Además, nunca podrías abandonarme. Mi padre te despellejaría.
    Sid paseó la mirada por el torso desnudo de su marido: los abdominales como placas, los músculos de los hombros ondulando casi a flor de piel. Recordó una vez más la suerte que había tenido cuando su vida se cruzó con la de Jason Archer. También sabía que su marido pensaba lo mismo respecto a ella. Jason permaneció en silencio, con la mirada perdida.
    —En los últimos meses te has estado quemando las pestañas, Jason —añadió ella—. A todas horas en la oficina, dejándome notas en mitad de la noche. Te echo de menos. —Sidney lo empujó suavemente con la cadera—. Recuerdas lo divertido que es achucharse durante la noche, ¿no?
    Él le respondió con un beso en la mejilla.
    —Además, Tritón tiene muchísimos empleados —señaló Sid—. No tienes que hacerlo todo tú solo.
    Jason la miró con una expresión de cansancio y dolor en los ojos.
    —¿Eso es lo que crees?
    —En cuanto se cierre la compra de CyberCom estarás más ocupado que nunca. —Sidney suspiró—. Quizá tenga que sabotear el acuerdo. Después de todo, son la principal asesora legal de Tritón. —Sonrió.
    El se rió sin mucho entusiasmo. Era obvio que pensaba en otra cosa.
    —En cualquier caso, la reunión en Nueva York será interesante —comentó Sidney.
    —¿Cómo dices? —preguntó él de pronto, muy alerta.
    —Porque nos reunimos para tratar el asunto de CyberCom. Nathan Gamble y tu colega Quentin Rowe estarán allí.
    La sangre se retiró poco a poco del rostro de su marido.
    —Cre... creía que la reunión era por la propuesta de BelTek —tartamudeó Jason.
    —No, me sacaron de ese tema hace un mes para que me ocupara de la compra de CyberCom por parte de Tritón. Creía que te lo había dicho.
    —¿Por qué te reúnes con ellos en Nueva York?
    —Nathan Gamble está allí esta semana. Tiene un apartamento que da al parque. Los multimillonarios siempre se salen con la suya. Así que me toca ir a Nueva York.
    Jason se sentó, con el rostro tan descompuesto que ella pensó que estaba a punto de vomitar.
    —Jason, ¿qué pasa? —Sid le sujetó los hombros.
    El se recuperó y la miró con una expresión que preocupó a Sid: una expresión culpable.
    —Sid, mi viaje a Los Ángeles no es por un tema de Tritón.
    La mujer apartó las manos de los hombros de su marido y le miró atónita. Todas las sospechas que había reprimido durante los últimos meses afloraron de repente. Notó la garganta seca.
    —¿Qué quieres decir, Jason?
    —Me refiero —él inspiró con fuerza y sujetó una de las manos de la mujer—, me refiero a que este viaje no lo hago por Tritón.
    —Entonces, ¿por quién lo haces? —preguntó ella con el rostro arrebolado.
    —¡Por mí, por nosotros! Es por nosotros, Sidney.
    La joven frunció el entrecejo mientras se apoyaba en el cabezal y se cruzaba de brazos.
    —Jason, vas a decirme lo que está pasando y me lo dirás ahora mismo.
    El desvió la mirada y comenzó a jugar con las mantas. Sidney le sujetó la barbilla y lo interrogó con la mirada.
    —¿Jason? —Hizo una pausa al notar su lucha interior—. Cariño, imagina que es Nochebuena.
    —Voy a Los Ángeles porque tengo una entrevista con otra empresa.
    —¿Qué? —Sidney apartó la mano.
    —AllegraPort Technology —se apresuró a decir Jason—. Es uno de los mayores fabricantes de software del mundo. Me han ofrecido..., bueno, me han ofrecido una vicepresidencia como paso previo a la máxima posición. Triplicarán mi sueldo actual, una paga extra considerable, opción de compra de acciones, un fantástico plan de jubilación y todo eso, Sid. Un golazo.
    El rostro de Sid se iluminó en el acto; aliviada, aflojó los hombros.
    —¿Éste era tu gran secreto? Jason, es maravilloso. ¿Por qué no me lo dijiste?
    —No quería ponerte en una situación incómoda. Después de todo, tú eres la asesora legal de Tritón. ¿Todas esas horas nocturnas en la oficina? Intentaba acabar mi trabajo. No quería dejarlos colgados. Tritón es una compañía poderosa; no quería provocar ningún resentimiento.
    —Cariño, no hay ninguna ley que te prohíba trabajar en otra compañía. Estarán contentos por ti.
    —¡Estupendo! —El tono amargo la intrigó por un momento, pero él añadió deprisa antes de que ella pudiera interrogarle—: También pagarán todos nuestros gastos de traslado. De hecho, obtendremos una buena ganancia con la venta de esta casa, lo suficiente para pagar todas las deudas.
    —¿Traslado? —preguntó ella, inquieta.
    —Las oficinas centrales de Allegra están en Los Ángeles. Allí es donde nos trasladaremos. Si no te parece bien respetaré tu decisión.
    —Jason, sabes que mi bufete tiene una oficina en Los Ángeles. Será perfecto. —Ella se apoyó una vez más contra el cabezal y miró al techo. Después miró a su marido con un brillo de picardía en los ojos—. A ver, con el triple de tu sueldo actual, la ganancia por la venta de esta casa y las acciones, podría convertirme en madre a jornada completa un poco antes de lo que pensaba.
    Jason sonrió mientras ella le daba un abrazo de felicitación.
    —Por eso me sorprendió tanto que me dijeras que tenías una reunión con Tritón.
    Ella le miró confusa.
    —Ellos creen que me tomé unos días libres para trabajar en casa.
    —Oh, bueno, cariño, no te preocupes. No te descubriré. Ya sabes eso de la relación de privilegio entre abogado y cliente; pero existe un privilegio mucho mayor entre una esposa ardiente y su fuerte y apuesto marido. —Se cruzaron sus miradas y ella rozó con sus labios la mejilla de Jason.
    Jason se sentó en el borde de la cama.
    —Gracias, preciosa, me alegro de habértelo contado. —Se encogió de hombros—. Más vale que me vaya a duchar. Quizá consiga acabar unas cuantas cosas antes de marcharme.
    Antes de que pudiera levantarse, ella le rodeó la cintura con los brazos.
    —Me encantaría ayudarte a acabar una cosa, Jason.
    Él volvió la cabeza para mirarla. Sidney estaba desnuda, el camisón yacía a los pies de la cama. Sus grandes pechos se apretaban contra sus nalgas Jason sonrió; deslizó una mano por la espalda de la mujer y le apretó el culo con cariño.
    —Sid, siempre he dicho que tienes el culo más bonito del mundo.
    —Si no te molesta que esté un poco más gordo, pero te prometo que estoy en ello.
    Las manos fuertes de Jason se deslizaron bajo sus axilas, y la levantó hasta que estuvieron cara a cara. Sus ojos miraron los suyos y su boca formó una línea solemne antes de decir:
    —Ahora estás más hermosa que el día en que te conocí, Sidney Archer, y cada día te quiero más y más.
    Pronunció las palabras con dulzura y lentamente, de aquella manera que siempre la hacía temblar. No eran las palabras en sí las que le provocaban ese efecto. Cualquiera las podía decir. Era la forma en que él las decía. La convicción absoluta en la voz, en los ojos, en la presión de sus manos sobre su piel.
    Jason volvió a mirar el reloj y mostró una sonrisa traviesa.
    —No me quedan más de tres horas si quiero tomar el avión.
    Ella le rodeó el cuello con un brazo y tiró de Jason hasta ponerlo sobre su cuerpo.
    —Tres horas pueden ser toda una vida —respondió.
    Dos horas más tarde, con el pelo todavía mojado de la ducha, Jason Archer cruzó el vestíbulo de su casa y abrió la puerta de un cuarto pequeño. Decorado como una oficina con un ordenador, archivadores, una mesa de madera y dos estanterías pequeñas, el espacio estaba atiborrado pero en orden. Una ventana pequeña daba a un patío oscuro.
    Jason cerró la puerta, sacó una llave del cajón de la mesa y abrió el primer cajón de un archivador. Se detuvo con el oído atento a cualquier sonido. Esto se había convertido en un hábito incluso dentro de su propio hogar. La repentina revelación le causó un profundo malestar. Su esposa se había vuelto a dormir. Amy descansaba tranquilamente dos puertas más allá. Metió la mano en el archivador y sacó una anticuada cartera de cuero muy usada con dos correas y hebillas de latón. Jason abrió la cartera y sacó un disquete virgen. Las instrucciones que había recibido eran precisas. Poner todo lo que tenía en un disquete, hacer una copia impresa de los documentos y después destruir todo lo demás.
    Metió el disquete en la disquetera y copió todos los documentos que había preparado en él. Hecho esto, se demoró con el dedo sobre la tecla de borrar mientras se preparaba para seguir las instrucciones sobre la destrucción de todos los archivos pertinentes en el disco duro.
    Sin embargo, continuó con el dedo en alto hasta que por fin decidió seguir los dictados del instinto.
    Sólo tardó unos minutos en hacer una segunda copia del disquete: después borró los archivos del disco duro. Controló el contenido de la copia en la pantalla antes de teclear una serie de órdenes. Mientras esperaba, el texto en la pantalla se transformó en un galimatías. Salvó los cambios, salió del archivo, sacó el disquete duplicado de la disquetera y lo metió en un pequeño sobre acolchado, que guardó en el fondo de uno de los bolsillos interiores de la cartera. A continuación, hizo una copia impresa del contenido del disquete original, y guardó las páginas y el disquete en la cartera.
    Después, buscó la billetera y retiró la tarjeta de plástico que permitía el acceso a su oficina en la empresa. Ya no volvería a necesitarla. Metió la tarjeta en el cajón de la mesa y lo cerró.
    Contempló la cartera mientras pensaba en otra cosa. No le gustaba haber mentido a su esposa. Nunca lo había hecho y el sentimiento le resultaba repugnante. Pero ahora ya casi había acabado. Se estremeció al recordar todos los riesgos que había corrido, y volvió a estremecerse al pensar que su esposa no sabía absolutamente nada. Repasó en silencio todo el plan. La ruta a seguir, las medidas evasivas que emplearía, los nombres en código de las personas que le recibirían. A pesar de todo, su mente divagaba. Miró a través de la ventana como si quisiera ver más allá del horizonte, y detrás de las gafas sus ojos parecían aumentar cada vez más de tamaño mientras él analizaba las posibilidades. A partir del día siguiente podría decir por primera vez que el riesgo había valido la pena. Lo único que debía hacer era sobrevivir hoy.

    Capítulo 4
    La oscuridad que envolvía el aeropuerto internacional Dulles no tardaría en desaparecer con la llegada de la aurora. A medida que se desperezaba el nuevo día, un taxi se detuvo delante de la terminal aérea. Jason Archer se apeó del coche. Llevaba la cartera de cuero en una mano y el maletín metálico negro, con el ordenador portátil dentro, en la otra. Se puso un sombrero verde de ala ancha con cinta de cuero.
    Jason sonrió mientras recordaba el encuentro sexual con su esposa. Ambos se habían duchado, pero el olor del reciente acto sexual permanecía y, por un momento, Jason Archer había deseado hacerle el amor a Sid otra vez.
    Dejó el ordenador en el suelo, metió la mano en el interior del taxi y sacó la enorme bolsa de lona, qué se colgó al hombro.
    En el mostrador de embarque de la Western Airlines, Jason presentó el carné de conducir, le dieron el número de asiento y la tarjeta de embarque, y facturó la bolsa. Se tomó un momento para arreglarse el cuello del abrigo de piel de camello, bajó el ala del sombrero un poco más sobre la frente y se ajustó el nudo de la corbata con dibujos en dorado, castaño y azul. Los pantalones anchos eran de color gris oscuro. A nadie le hubiese llamado la atención, pero llevaba calcetines de deporte blancos y los zapatos oscuros eran en realidad, zapatillas de tenis. Unos minutos más tarde, Archer compró el USA Today y una taza de café en las máquinas automáticas. Luego pasó por los controles de seguridad.
    El autobús a la terminal de vuelos nacionales estaba lleno hasta un poco más de la mitad. Jason se sumó a los hombres y mujeres vestidos como él: trajes oscuros, toques de color en el cuello, sujetando cansados los carritos con el equipaje de mano.
    Jason no soltó en ningún momento la cartera; sujetaba el maletín negro entre las rodillas. De vez en cuando echaba una ojeada al interior del autobús y contemplaba a los ocupantes somnolientos. Después volvía a mirar el periódico mientras el vehículo se bamboleaba camino de la terminal.
    Jason controló la hora mientras esperaba sentado en la gran sala delante de la puerta 11. Faltaba poco para embarcar. Miró a través de los ventanales la hilera de aviones de la Western Airlines pintados a rayas amarillas y marrones que los operarios preparaban para los primeros vuelos de la mañana. Bandas de color rosa aparecían en el cielo a medida que el sol ascendía lentamente para iluminar la costa este. Afuera, el viento soplaba con fuerza contra los gruesos cristales; los operarios se inclinaban hacia delante para oponerse al empuje invisible de la naturaleza. Estaban a las puertas del invierno y muy pronto las ventiscas y la nieve dominarían la región hasta el próximo mes de abril.
    Sacó la tarjeta de embarque del bolsillo interior del abrigo y leyó el texto: «Vuelo 3223 de la Western Airlines directo al aeropuerto internacional de Los Ángeles con salida desde el aeropuerto internacional Dulles de Washington». Jason había nacido y se había criado en la zona de Los Ángeles, pero no había estado allí desde hacía más de dos años. Al otro lado de la inmensa nave de la terminal anunciaban el embarque para el vuelo de Western Airlines con destino a Seattle con escala en Chicago. Jason, inquieto, se pasó la lengua por los labios. Tragó saliva un par de veces porque notaba la garganta seca. Mientras se acababa el café, hojeó el periódico leyendo sin mucha atención los titulares sobre las catástrofes y miserias colectivas del mundo que aparecían en todas las páginas.
    Jason abandonó la lectura de los titulares para fijarse en un hombre que avanzaba con paso decidido por el centro de la sala de espera. Medía un metro ochenta de estatura, era delgado y tenía el pelo rubio. Vestía un abrigo de pelo de camello y pantalones grises anchos. Una corbata idéntica a la de Jason asomaba por el cuello del abrigo. Lo mismo que Jason, llevaba una cartera de cuero y un maletín metálico negro. En la mano que sostenía el maletín también llevaba un sobre blanco.
    Jason se levantó deprisa y caminó hacia los lavabos que acababan de reabrir después de limpiarlos.
    Entró en el último reservado, cerró la puerta con el cerrojo y colgó el abrigo en la percha de la puerta; abrió la cartera, sacó una bolsa plegable de gran tamaño y un espejo pequeño. Lo sujetó en la mampara con un imán, adherido en la parte de atrás. A continuación cogió unas gafas oscuras de montura gruesa para reemplazar las suyas de montura de alambre, y un bigote negro. Una peluca de pelo corto negro hacía juego con el bigote. Se quitó la corbata y la americana, las metió en la bolsa y se puso una sudadera de los Washington Huskies. Luego se quitó los pantalones grises y dejó a la vista un pantalón de chándal a juego con la sudadera. El abrigo era reversible y en lugar de color arena se convirtió en azul oscuro. Jason comprobó una vez más su aspecto en el espejo. La cartera, el maletín metálico y el espejo desaparecieron en la bolsa. Dejó el sombrero colgado en la percha. Quitó el cerrojo, salió del reservado y se acercó a uno de los lavabos.
    Después de lavarse las manos, Jason contempló su rostro en el espejo. En el reflejo vio al hombre alto y rubio entrar en el reservado que él acababa de abandonar. Jason se tomó unos instantes para secarse bien las manos y atusarse la nueva cabellera. Para entonces el hombre ya había salido del reservado con el sombrero de Jason en la cabeza. Sin el disfraz, Jason y el hombre hubieran pasado por mellizos. Tropezaron al salir de los lavabos. Jason murmuró una disculpa; el hombre ni siquiera le miró. Se alejó a paso rápido con el billete de avión de Jason en el bolsillo de la camisa, mientras Jason guardaba el sobre blanco en un bolsillo del abrigo.
    Jason estaba a punto de regresar a su asiento cuando miró hacia la batería de teléfonos públicos. Vaciló un instante y al final fue hasta uno de los teléfonos y marcó un número.
    —¿Sid?
    —¿Jason? —preguntó ella mientras intentaba acabar de vestirse, dar el desayuno a la revoltosa Amy y meter unos carpetas en su maletín—. ¿Qué pasa? ¿Hay demora en el vuelo?
    —No, no, saldrá dentro de unos minutos. —Hizo una pausa al ver su nuevo aspecto reflejado en el metal pulido del teléfono. Le daba vergüenza hablar con su esposa disfrazado.
    —¿Pasa algo malo? —le preguntó ella, muy ocupada en ponerle el abrigo a la pequeña.
    —No, no. Sólo se me ha ocurrido llamar para saber cómo van las cosas.
    El gruñido exasperado de Sidney se oyó con toda claridad.
    —Yo te diré cómo van las cosas: se me hace tarde, como siempre tu hija se niega a colaborar, y acabo de darme cuenta de que me he dejado el billete de avión y algunos documentos que necesito en el despacho, con lo cual en lugar de tener media hora de sobra sólo me quedan unos diez segundos.
    —Yo... lo siento, Sid. Yo... —Jason sujetó con fuerza la bolsa. Hoy era el último día, y lo repitió: el último día. Si le pasaba alguna cosa, si por algún motivo, a pesar de las precauciones, no conseguía regresar, ella nunca sabría la verdad.
    Sidney estaba furiosa. Amy acababa de derramar el bol de cereales sobre su abrigo y buena parte de la leche había ido a parar al maletín con los documentos, mientras ella intentaba sujetar el teléfono debajo de la barbilla.
    —Tengo que dejarte, Jason.
    —No, Sid, espera. Necesito decirte algo...
    Sidney se puso de pie. Su tono no daba lugar a ninguna alternativa mientras contemplaba el desastre provocado por su hija de dos años, que ahora la miraba desafiante alzando la barbilla que se parecía mucho a la suya.
    —Jason, lo que sea tendrá que esperar. Yo también tengo que coger un avión. Adiós.
    Colgó el teléfono, cogió a la niña, se la puso bien sujeta debajo del brazo y se dirigió a la puerta.
    Jason también colgó el teléfono y se volvió. Dejó escapar un suspiro y por enésima vez rezó para que todo saliera de acuerdo con lo planeado. No se fijó en un hombre que miró distraído en su dirección antes de volverse. Un poco antes, el mismo hombre se había cruzado con Jason cuando él se dirigía a los lavabos, lo bastante cerca como para leer la tarjeta de identificación sujeta a la bolsa de viaje. Era un descuido pequeño pero significativo por parte de Jason, porque la tarjeta consignaba su nombre y dirección reales.
    Unos minutos más tarde, Jason estaba en la cola de embarque. Sacó el sobre blanco que le había dado el hombre en los lavabos y extrajo el billete que contenía. Se preguntó cómo sería Seattle. Miró a través de la sala a tiempo para ver a su sosia embarcar en el vuelo a Los Ángeles. Entonces Jason vio a otro pasajero del mismo vuelo. Alto, delgado, calvo y una barba abundante en el rostro cuadrado. Las facciones muy expresivas le resultaban conocidas, pero el hombre desapareció por la puerta de embarque antes de que Jason tuviera la ocasión de recordarlo. El joven se encogió de hombros, entregó la tarjeta de embarque y caminó por la pasarela hasta el avión.
    Apenas media hora más tarde, mientras el avión en el que viajaba Arthur Lieberman se estrellaba contra el suelo y las espesas columnas de humo ascendían hacia el cielo, a centenares de kilómetros más al norte, Jason Archer bebía un trago de café y abría su ordenador portátil. Con una sonrisa, miró a través de la ventanilla del avión que volaba hacia Chicago. La primera parte del viaje había transcurrido sin problemas, y el capitán acababa de anunciar que el tiempo sería bueno a lo largo de toda la ruta.

    Capítulo 5
    Sidney Archer tocó la bocina impaciente y el coche que tenía delante aceleró para cruzar el semáforo en verde. Echó un vistazo al reloj del tablero. Tarde como siempre. En un movimiento reflejo miró el espejo retrovisor del Ford Explorer. Amy, con el osito Winnie bien sujeto en una de sus pequeñas manos, dormía profundamente en la silla portabebés. Amy tenía el pelo rubio, la barbilla fuerte y la nariz afilada de la madre. Los picaros ojos azules y mucha de su gracia atlética le venían del padre, aunque Sidney Archer había sido en la universidad uno de los pivots del equipo de baloncesto femenino.
    Entró en el aparcamiento cubierto y aparcó el coche delante de un edificio de ladrillos de una sola planta. Se apeó, abrió la puerta trasera del Ford y sacó a Amy de la silla sin olvidarse del osito y la bolsa de la niña. Sidney le subió la capucha del abrigo y protegió del viento frío el rostro de su hija con su abrigo. El cartel encima de las puertas de cristal decía: PARVULARIO DEL CONDADO JEFFERSON.
    En el interior, Sidney le quitó el abrigo a Amy, aprovechó la ocasión para limpiar los restos de los cereales, y comprobó el contenido de la bolsa antes de entregársela a Karen, una de las puericultoras. El mono blanco de Karen estaba manchado de cera roja en el pecho, y tenía una mancha de lo que parecía mermelada en la manga derecha.
    —Hola, Amy. Tenemos unos juguetes nuevos que te encantará probar. —Karen se arrodilló delante de la niña. Amy la miró con su osito en una mano y el pulgar de la otra en la boca.
    —Puré de calabacín y zanahoria, zumo y un plátano —dijo Sidney con la bolsa en alto—. Si se porta muy bien le puedes dar unas patatas fritas y una galleta de chocolate. Déjala dormir la siesta un poco más, Karen, ha pasado mala noche.
    Karen le ofreció un dedo a Amy para que se sujetara.
    —De acuerdo, señora Archer. Amy siempre se porta bien, ¿no es así?
    Sidney se agachó para darle un beso a la niña.
    —En eso tienes razón. Excepto cuando no quiere comer, dormir o hacer lo que le dicen.
    Karen era madre de un niño de la misma edad de Amy. Las dos madres intercambiaron una sonrisa experta.
    —Vendré a buscarla alrededor de las siete y media, Karen.
    —No hay problema.
    —Adiós, mami, te quiero.
    Sidney volvió la cabeza y vio a Amy que la despedía agitando la mano. En la distancia, parecía un bulto adorable, y la ternura que provocó en Sidney le hizo olvidar el enfado del desayuno. Respondió afectuosa al saludo.
    —Yo también te quiero. Esta noche tomaremos helado de postre. Y estoy segura de que papá llamará por teléfono, ¿vale?
    Una sonrisa maravillosa apareció en el rostro de Amy.
    Media hora más tarde, Sidney entró en el aparcamiento de su oficina, recogió el maletín, cerró la portezuela del coche de un golpe y corrió hacia el ascensor. El viento helado que soplaba en el aparcamiento subterráneo alegró sus pensamientos. Muy pronto volverían a encender el viejo hogar de piedra en la sala. Le encantaba el olor de la madera al arder; era reconfortante y le hacía sentir segura. La proximidad del invierno le hizo pensar en Navidad. Éste sería el primer diciembre en el que Amy se daría cuenta de que era un tiempo muy especial. Sidney se entusiasmó cada vez más con la proximidad de las vacaciones. Irían a pasar el día de Acción de Gracias con sus padres, pero este año Jason, Sidney y Amy estarían en casa para Navidad. Los tres solos. Delante del fuego con un árbol de Navidad bien grande y una montaña de regalos para su hijita.
    Aunque Sidney se había reprochado a sí misma por el retraso, sólo eran las ocho menos cuarto cuando salió del ascensor.
    A pesar de su condición de empleada a tiempo parcial, era una de las abogadas más trabajadoras del bufete. Los socios principales de Tylery Stone sonreían cada vez que pasaban por delante de la oficina de Sidney Archer, satisfechos porque sus partes del pastel eran cada vez más grandes gracias a sus esfuerzos. Aunque ellos probablemente creían que la estaban utilizando, Sidney tenía sus propios planes. Este trabajo sólo era un paso intermedio. Siempre podría practicar su profesión; sin embargo, tenía una única oportunidad de ser la madre de Amy mientras ella todavía era pequeña.
    La vieja casa de piedra y ladrillo la habían comprado casi a mitad de precio porque necesitaba una rehabilitación a fondo. Los trabajos los habían acabado tras dos años después de feroces discusiones con los subcontratistas. Habían cambiado el Jaguar por el destartalado Ford de seis años. Habían gastado casi todo el dinero de los créditos para estudiantes, y habían reducido los gastos mensuales casi en un cincuenta por ciento a través de muchos sacrificios y sentido común. Dentro de un año los Archer no tendrían deudas.
    Volvió a pensar en las primeras horas de la mañana. Las noticias de Jason habían sido una bomba. Pero apenas sí pudo dominar la sonrisa al considerar las posibilidades. Estaba orgullosa de Jason. Él se merecía el éxito más que nadie. Todo indicaba que éste sería un buen año. Tantas noches de trabajar hasta muy tarde... Sin duda, había estado dando los toques finales a su trabajo. ¡Cuántas horas de preocupación innecesaria por su parte! Ahora le sabía mal haberle colgado el teléfono. Se encargaría de recompensarlo cuando él regresara.
    Sidney abrió la puerta, recorrió a buen paso el pasillo y entró en su oficina. Comprobó el correo electrónico y no había mensajes urgentes. Llenó el maletín con los documentos que necesitaba para el viaje, recogió los pasajes de avión de la silla donde los había dejado su secretaria y guardó el ordenador portátil en la funda. Dictó un montón de instrucciones en el buzón de voz para su secretaria y los cuatro abogados del bufete que colaboraban con ella en diversos asuntos. Con paso vacilante por el peso que cargaba entró en el ascensor.
    Sidney presentó su billete en la mesa de embarque de USAir en el aeropuerto Nacional y unos minutos más tarde se acomodaba en su butaca en un Boeing 737. Confiaba en que el avión despegara puntual para el viaje de cincuenta y cinco minutos escasos al aeropuerto La Guardia en Nueva York. Por desgracia, se tardaba casi lo mismo para ir en coche desde el aeropuerto a la ciudad que para atravesar los trescientos setenta kilómetros que separaban la capital de la nación de la capital del mundo financiero.
    El vuelo, como de costumbre, estaba lleno. Mientras se sentaba, se fijó en que el asiento contiguo lo ocupaba un hombre mayor vestido con un anticuado traje a rayas con chaleco. Una corbata roja con el nudo ancho contrastaba con la pechera almidonada de la camisa blanca. Sobre los muslos tenía una vieja cartera de cuero. Las manos delgadas y nerviosas se abrían y cerraban mientras él miraba a través de la ventanilla. Pequeños mechones de pelo blanco asomaban por debajo de los lóbulos de las orejas. El cuello de la camisa le bailaba alrededor del cuello delgado y flácido como trozos de papel despegado de la pared. Sidney observó las gotas de sudor que perlaban el labio superior y la sien izquierda.
    El avión inició la carrera hacia la pista principal. El ruido de los alerones que se colocaban en la posición de despegue pareció calmar al hombre, que se volvió hacia Sidney.
    —Eso es lo único que quiero escuchar —afirmó con una voz profunda y el deje de los que han pasado toda su vida en el sur.
    —¿Cómo es eso? —preguntó Sidney con curiosidad.
    —Me aseguro de que no se olviden de bajar los malditos alerones para que esta cosa se levante del suelo —respondió él al tiempo que señalaba el exterior—. ¿Recuerda aquel avión en Detroit? —Pronunció la palabra como si en realidad fueran dos—. Los malditos pilotos se olvidaron de poner los alerones en la posición correcta y mataron a todos los que iban a bordo excepto a aquella niñita.
    Sidney miró a través de la ventanilla por un momento.
    —Estoy segura de que los pilotos lo tienen muy presente —señaló.
    Sidney suspiró para sus adentros. Lo que menos necesitaba era estar sentada junto a un pasajero nervioso. Volvió a ocuparse de sus notas y echó un vistazo rápido a su presentación antes de que las azafatas hicieran que todos guardaran sus pertenencias debajo de los asientos. En cuanto la vio aparecer guardó los papeles en el maletín y lo metió debajo del asiento que tenía delante. Miró a través de la ventanilla las aguas oscuras y turbulentas del Potomac. Las bandadas de gaviotas que sobrevolaban el río parecían a los lejos como trozos de papel arrastrados por el viento. El capitán anunció por el intercomunicador que el avión de USAir era el siguiente en la cola de despegue.
    Unos segundos más tarde, el avión realizó un despegue impecable. Viró a la izquierda para evitar la zona de vuelo prohibido por encima del Capitolio y la Casa Blanca, y comenzó el ascenso hacia la altitud de crucero.
    El avión se niveló al llegar a los diez mil metros de altura y las azafatas pasaron con el carrito de bebidas. Sidney se hizo con una taza de té y una bolsa de cacahuetes salados. El hombre mayor no quiso beber nada y siguió mirando nervioso a través de la ventanilla.
    Sidney recogió el maletín dispuesta a aprovechar la siguiente media hora. Se arrellanó en el asiento y sacó algunos papeles del maletín. Mientras comenzaba a leerlos observó que el anciano no dejaba de mirar el exterior; el cuerpo tenso saltaba con cada brinco del aparato, atento a cualquier sonido anormal que anunciara la catástrofe. Las venas le abultaban en el cuello y se le veían los nudillos blancos de la presión que ejercían las manos contra los brazos del asiento. La expresión de Sidney se suavizó. Estar asustado ya era bastante malo y la sensación de estar solo en el miedo complicaba las cosas. Tendió una mano y le palmeó el brazo al tiempo que sonreía. Él volvió la cabeza y respondió a la sonrisa, con un poco de vergüenza.
    —Los pilotos han hecho este vuelo centenares de veces. Estoy segura de que se conocen todos los trucos —comentó ella con voz tranquila.
    El sonrió una vez más y se frotó las manos para devolverles la circulación.
    —Tiene toda la razón, señora.
    —Sidney, Sidney Archer.
    —Yo me llamo George Beard. Mucho gusto, Sidney.
    Se dieron un fuerte apretón de manos.
    Beard miró de pronto las nubes desgarradas. La luz del sol era muy fuerte. Bajó hasta la mitad la cortina de la ventanilla.
    —Llevo tantos años volando que lo lógico sería estar acostumbrado.
    —Puede ser una experiencia dura para cualquiera, George, por mucho que la repita —comentó Sidney en un tono comprensivo—. Pero no tan terrible como los taxis que tendremos que coger para ir a la ciudad.
    Ambos se rieron. Entonces Beard dio un saltito cuando el avión entró en otra bolsa de aire y su rostro adquirió una vez más un tono ceniciento.
    —¿Viaja a menudo a Nueva York, George?
    Sidney intentó que no se separaran sus miradas. En el pasado nunca le habían preocupado los medios de transporte. Pero desde que había tenido a Amy, sentía una ligera aprensión cuando subía a un avión o a un tren, e incluso cuando conducía el coche. Observó el rostro de Beard mientras el hombre volvía a ponerse tenso con los saltos del avión.
    —George, no pasa nada. Sólo es una pequeña turbulencia.
    Él inspiró con fuerza y, por fin, la miró a los ojos.
    —Estoy en la junta directiva de un par de compañías con sede en Nueva York. Tengo que ir allí dos veces al año.
    Sidney echó una ojeada a los documentos y de pronto recordó una cosa. Frunció el entrecejo. Había un error en la página cuatro. Tendría que corregirlo cuando llegara a la ciudad. George Beard le tocó el brazo.
    —Supongo que hoy no nos pasará nada. Me refiero a que ¿cuántas veces se producen dos catástrofes en un mismo día? Dígamelo.
    Sidney, preocupada, no le respondió en el acto. Por fin se volvió hacía él con los ojos entrecerrados.
    —¿Perdón?
    Beard se inclinó hacia ella en una actitud confidencial.
    —A primera hora de la mañana tomé el puente aéreo desde Richmond. Llegué al Nacional sobre las ocho. Oí a dos pilotos que hablaban. No me lo podía creer. Estaban nerviosos, se lo juro. Caray, yo también lo hubiera estado.
    El rostro de Sidney reflejó su confusión.
    —¿De qué está hablando?
    Beard se inclinó un poco más.
    —No sé si esto ya es del conocimiento público, pero mi audífono funciona mucho mejor con las pilas nuevas, así que aquellos tipos quizá pensaron que no podía oírles. —Hizo una pausa teatral y miró atentamente a su alrededor antes de mirar otra vez a Sidney—. Esta mañana hubo un accidente aéreo. No hay supervivientes. —Las cejas blancas y gruesas se movían como la cola de un gato.
    Por un instante, todos los órganos importantes de Sidney parecieron dejar de funcionar.
    —¿Dónde?
    —No pude oírlo. —Beard meneó la cabeza—. Sin embargo, era un reactor, uno bastante grande. Al parecer, se cayó sin más. Supongo que por eso los tipos estaban tan nerviosos. No saber por qué es terrible, ¿verdad?
    —¿Sabe la compañía?
    —No, pero no tardaremos en saberlo. —Volvió a menear la cabeza—. Lo dirán en la televisión cuando lleguemos a Nueva York. Llamé a mi esposa desde el aeropuerto para decirle que estaba bien. Demonios, ella ni siquiera se había enterado, pero no quería que se preocupara cuando dieran la noticia en la televisión.
    Sidney miró la corbata roja del viejo. De pronto la vio como una enorme herida sangrante en la garganta. Las posibilidades... No, era imposible. Meneó la cabeza y miró al frente. Delante tenía la solución rápida a su preocupación. Metió la tarjeta de crédito en la ranura del asiento que tenía delante, cogió el auricular del teléfono y marcó el número del mensáfono SkyWord de Jason. No tenía el número de su nuevo teléfono móvil; de todas maneras, él acostumbraba a desconectar el teléfono en los vuelos. Las azafatas le habían llamado la atención en dos ocasiones por recibir llamadas telefónicas en vuelo. Sidney rogó a Dios que su marido se hubiera acordado de llevar el mensáfono. Miró la hora. En estos momentos estaría volando por el Medio Oeste, pero como la transmisión se hacía vía satélite, el mensáfono recibiría la llamada sin inconvenientes. Sin embargo, él no podría responder a la llamada desde el teléfono del avión porque el 737 en el que viajaba ella no estaba equipado con la tecnología adecuada. Así que dejó el número de la oficina. Esperaría diez minutos y llamaría a la secretaria.
    Pasaron los diez minutos y llamó a la oficina. La secretaria cogió el teléfono a la segunda llamada. No, su esposo no había llamado. Ante la insistencia de Sidney, la secretaria comprobó el buzón de voz. Tampoco había ningún mensaje. La secretaria no estaba enterada de ningún accidente aéreo. Sidney se preguntó si George Beard no habría interpretado mal la conversación de los pilotos. Probablemente el hombre se había imaginado todo tipo de catástrofes, pero ella necesitaba estar segura. Se esforzó hasta recordar el nombre de la compañía en la que volaba su marido. Llamó a información y consiguió el número de United Airlines. Por fin consiguió hablar con una empleada que le confirmó que la compañía tenía un vuelo matutino de Dulles a Los Ángeles pero que no tenía información sobre ningún accidente aéreo. La mujer parecía estar poco dispuesta a discutir el tema por teléfono y Sidney colgó llena de nuevas dudas. Después llamó a American y, luego, a Western Airlines. No consiguió hablar con ninguna de las dos compañías. Las líneas estaban permanentemente ocupadas. Lo intentó otra vez, con el mismo resultado. Notó un entumecimiento por todo el cuerpo. George Beard le tocó el brazo.
    —Sidney... señora, ¿está bien?
    Sidney no contestó. Continuó con la mirada perdida en el vacío, ajena a todo excepto al pensamiento obsesivo de salir la primera del avión en cuanto aterrizaran.

    Capítulo 6
    Jason Archer miró el mensáfono SkyWord y el número que aparecía en la pequeña pantalla. Se rascó la barbilla, y después se quitó las gafas y las limpió con la servilleta de papel de la comida. Era el número del teléfono directo de la oficina de su esposa. Al igual que el avión de Sidney, el DC-10 en el que viajaba él tenía teléfonos instalados en los respaldos de los asientos. Tendió la mano para coger el auricular pero se detuvo. Sabía que Sidney estaba en las oficinas que su bufete tenía en Nueva York, y, por lo tanto, le intrigaba que ella le hubiese dejado el número de su oficina en Washington. Por un instante terrible, pensó en que algo le había pasado a Amy. Volvió a mirar el número en el mensáfono. La llamada se había recibido a las nueve y media, hora del Este. En estos momentos, su esposa estaba a medio camino de Nueva York. Por lo tanto, no podía ser nada relacionado con Amy. La pequeña estaba en la guardería desde antes de las ocho. ¿Le había llamado para disculparse por haberle colgado antes? Decidió que era poco probable. Aquello había sido algo sin ninguna importancia. Esto no tenía sentido. ¿Por qué diablos le llamaba desde el avión y le dejaba el número de la oficina donde él sabía que no estaba?
    De pronto se puso pálido. A menos que no fuera su esposa la que había llamado. A la vista de las circunstancias tan extrañas, Jason llegó a la conclusión de que Sidney no había hecho la llamada. En un gesto instintivo miró a su alrededor. La mayoría de los pasajeros miraban la película.
    Se arrellanó en el asiento y removió el café con la cucharilla de plástico. Las azafatas estaban retirando las bandejas de la comida y ofrecían almohadas y mantas. La mano de Jason se cerró protectora alrededor del asa de la cartera. Echó una ojeada al ordenador portátil metido debajo del asiento. Quizá habían cancelado el viaje; sin embargo, Gamble ya estaba en Nueva York y Jason sabía que nadie cancelaba una reunión con Nathan Gamble. Además, el trato con CyberCom pasaba por un momento crítico.
    Se apretó todavía más contra el asiento, sin dejar de jugar con el mensáfono como si fuese una bola de plastilina. ¿Qué pasaría si llamaba a la oficina de su esposa? ¿Desviarían la llamada a Nueva York? ¿Tenía que llamar a casa y escuchar los mensajes? En este momento, para concretar cualquiera de las opciones necesitaba utilizar el teléfono móvil. En la cartera llevaba un modelo nuevo con los últimos adelantos en materia de seguridad y codificación; sin embargo, los reglamentos aéreos le prohibían utilizarlo. Tendría que emplear uno suministrado por la compañía aérea, en cuyo caso debería usar la tarjeta de crédito o la de teléfonos. Y esta no era una línea segura porque habría la posibilidad, por remota que fuera, de localizarlo. Por lo menos, dejaría un rastro. Se suponía que él viajaba a Los Ángeles y, en cambio, se encontraba a diez mil metros de altura sobre Denver, Colorado, camino de la costa noroeste. Este tropiezo inesperado ponía en peligro todo lo planeado. Esperaba que no fuese un anticipo de males futuros.
    Jason volvió a mirar el mensáfono. El SkyWord ofrecía un servicio de titulares y noticias de última hora varias veces al día. La información política y financiera que aparecía en estos momentos en la pantalla no le interesaba en lo más mínimo. Volvió a darle vueltas al tema de la llamada durante unos minutos más hasta que, finalmente, borró el mensaje y se colocó los audífonos. Sin embargo, su atención estaba muy lejos de lo que pasaba en la pantalla.
    Sidney cruzó a la carrera la atestada terminal de La Guardia, con las dos maletas golpeando contra sus piernas. No vio al joven hasta que casi chocó contra ella.
    —¿Sidney Archer? —Tenía unos veintitantos años. Vestía un traje negro y corbata, y una gorra de chófer cubría el pelo castaño ondulado. Ella se detuvo y le miró con los ojos opacos, con el miedo oprimiéndole la garganta mientras esperaba que él le diera la terrible noticia. Entonces vio el cartel que él llevaba en la mano y se le aflojaron todos los músculos. El bufete había enviado un coche para llevarla a las oficinas de Manhattan. Lo había olvidado. Asintió lentamente mientras la sangre volvía a circular por sus venas.
    El joven cogió una de las maletas y la guió hacia la salida.
    —Me dieron su descripción en la oficina. Es lo mejor, porque a veces la gente no ve el cartel. Todo el mundo se mueve deprisa por aquí, preocupados, ya sabe. Hace falta tener toda la información posible. El coche está aparcado aquí mismo. Será mejor que se abroche bien el abrigo, hace mucho frío.
    Sidney vaciló al pasar por delante del mostrador de embarque. Largas colas salían de los mostradores de las compañías mientras los viajeros nerviosos intentaban valientemente mantenerse un paso por delante de las exigencias de un mundo que parecía superar cada vez más las capacidades humanas. Echó un rápido vistazo a la terminal en busca de algún empleado de línea aérea. Lo único que vio fue a los mozos que empujaban tranquilamente los carretones cargados con las maletas ajenos a la histeria de los pasajeros. Era caótico, pero era un caos normal. Eso era una buena señal, ¿no? El chófer la miró.
    —¿Todo en orden, señora Archer? ¿Se encuentra bien? —La palidez de Sidney había aumentado en los últimos segundos—. Tengo Tylenol en la limusina. Se recuperará de inmediato. Yo también me mareo en los aviones. Todo ese aire reciclado. En cuanto respire un poco de aire fresco se le pasará. Eso si se puede llamar fresco al aire de Nueva York.
    Sonrió, pero su sonrisa desapareció en el acto cuando Sidney se alejó a la carrera.
    —¿Señora Archer? —Fue tras ella.
    Sidney había abordado a una mujer de uniforme cuyas placas e insignias la identificaban como empleada de American Airlines, y sólo tardó unos segundos en formularle sus preguntas. La joven le miró asombrada.
    —No tengo ninguna noticia —respondió la empleada en voz baja para no alarmar a los transeúntes—. ¿Quién se lo dijo? —La mujer sonrió al escuchar la respuesta de Sidney. El chófer se había reunido con ellas—. Acabo de salir de una reunión informativa, señora. Si algo así le hubiera ocurrido a uno de nuestros aparatos, lo sabríamos. Confíe en mí.
    —Pero ¿y si acabara de pasar? Quiero decir... —La voz de Sidney comenzó a subir de tono.
    —Señora, no ha pasado nada. De verdad. No hay nada de qué preocuparse. Volar es la forma más segura de viajar.
    La mujer estrechó con fuerza la mano de Sidney, miró al chófer con una sonrisa de ánimo y se marchó.
    Sidney se quedó quieta durante unos momentos con la mirada puesta en la mujer que se alejaba. Después inspiró con fuerza, echó una ojeada a su alrededor y sacudió la cabeza desconsolada. Caminó una vez más hacia la salida al tiempo que miraba al chófer como si le viera por primera vez.
    —¿Cómo se llama?
    —Tom, Tom Richards. La gente me llama Tommy.
    —Tommy, ¿hace mucho que está aquí?
    —Una media hora. Me gusta llegar temprano. Los pasajeros no quieren tener problemas de transporte y yo se lo evito si puedo.
    Llegaron a la salida y un viento helado azotó el rostro de Sidney. Por un momento se tambaleó y Tommy la cogió de un brazo.
    —Señora, no tiene buena cara. ¿Quiere que la lleve al médico?
    Sidney recuperó el equilibrio.
    —Estoy bien. Vamos al coche.
    El chófer se encogió de hombros y Sidney le siguió hasta la resplandeciente limusina negra. Tommy le abrió la puerta.
    Sidney se recostó en el asiento y realizó varias inspiraciones profundas. Tommy se sentó al volante y arrancó el motor.
    —Perdone —dijo mientras miraba a la pasajera por el espejo retrovisor. No quiero ser pesado, pero ¿está segura de que se encuentra bien?
    —Estoy bien, gracias —contestó con una sonrisa forzada.
    Volvió a inspirar muy hondo, se desabrochó el abrigo, se alisó la falda y cruzó las piernas. En el interior del coche hacía mucho calor y después del frío que acababa de pasar, la verdad era que no se encontraba muy bien. Miró la nuca del chófer.
    —Tommy, ¿ha escuchado algún comentario sobre algún accidente de avión? ¿Mientras esperaba en el aeropuerto, o en las noticias?
    —¿Accidente? —Tommy enarcó las cejas—. No he escuchado nada. Y llevo escuchando la radio toda la mañana. ¿Quién dice que se ha estrellado un avión? Eso es una locura. Tengo amigos en casi todas las líneas aéreas. Me lo hubiesen dicho.
    La miró con desconfianza, como si de pronto no estuviese muy seguro de la cordura de la pasajera.
    Sidney no respondió sino que se arrellanó en el asiento. Cogió el teléfono móvil del coche y marcó el número de las oficinas locales de Tylery Stone. Miró la hora. Era temprano. La reunión estaba fijada para las once. Maldijo en silencio a George Beard. Sabía que las posibilidades de que su marido hubiese sufrido un accidente aéreo eran de una entre varios millones, un supuesto accidente del que, hasta el momento, sólo un viejo aterrorizado parecía tener conocimiento. Sacudió la cabeza y sonrió. Todo el asunto era absurdo. Jason estaría trabajando en su ordenador portátil después de comer y tomar una segunda taza de café, o, lo más probable, mirando la película. Seguramente, el mensáfono de su marido dormía el sueño de los justos en la mesita de noche. Le metería una bronca cuando él volviera a casa. Jason se reiría de ella cuando le contara la historia. Pero eso sería estupendo. Ahora mismo se moría de ganas por escuchar esa risa.
    —Soy Sidney —dijo por el teléfono—. Dile a Paul y a Harold que voy de camino. —Miró a través de la ventanilla el tráfico fluido—. Tardaré media hora, treinta y cinco minutos como máximo.
    Guardó el teléfono y miró una vez más a través de la ventanilla. Los negros nubarrones presagiaban lluvia, e incluso el pesado Lincoln se sacudía con las rachas de viento mientras cruzaban el puente sobre el East River en su camino hacia Manhattan. Tommy la miró por el espejo retrovisor.
    —Anuncian para hoy fuertes nevadas. Me parece una tontería. Ya ni me acuerdo desde cuándo los tipos del tiempo no aciertan un pronóstico. Pero si esta vez lo hacen, tendrá problemas para el viaje de regreso, señora. Ahora les ha dado por cerrar La Guardia en cuanto caen cuatro copos.
    Sidney continuó mirando por la ventanilla, donde la multitud de rascacielos que formaban el famoso perfil urbano de Manhattan llenaba el horizonte. Los sólidos e imponentes edificios que se alzaban hacia el cielo le infundieron nuevos ánimos. En su imaginación veía el árbol de Navidad blanco que presidía la fiesta desde un rincón de la sala, el calor del fuego en el hogar, el contacto con el brazo de su marido que la rodeaba, la cabeza apoyada en su hombro. Y, lo mejor de todo, los ojos brillantes y encantados de su hijita. Pobre George Beard. Tendría que renunciar a esas juntas directivas. Era obvio que ya no tenía edad para aquellos trotes. Se dijo a sí misma que la fantástica historia no le habría afectado en lo más mínimo si su marido no hubiera volado hoy.
    Miró a través del parabrisas y se relajó un poco.
    —En realidad, Tommy, creo que a la vuelta tomaré el tren.

    Capítulo 7
    En la sala de conferencias principal de las oficinas de Tylery Stone, en el centro de Manhattan, acababa de terminar la presentación en vídeo de los últimos acuerdos comerciales y las estrategias legales para la compra de CyberCom. Sidney detuvo el vídeo y la pantalla recuperó su suave color azul. Observó las caras de las quince personas presentes, la mayoría hombres blancos en la cuarentena, que miraban ansiosas al hombre sentado en la cabecera. El grupo llevaba reunido horas y se palpaba la tensión.
    Nathan Gamble, el presidente de Tritón Global, era un hombre con el pecho como un tonel, de mediana estatura, unos cincuenta y cinco años de edad y el pelo salpicado de gris peinado hacia atrás con una abundante cantidad de gomina. El costoso traje cruzado que vestía estaba hecho a la medida para acomodarlo a su cuerpo fornido. Tenía el rostro surcado de profundas arrugas y la piel mostraba un bronceado artificial. Su voz de barítono era autoritaria. Sidney se lo imaginó vociferando a sus temerosos subordinados en las salas de conferencias. Desde luego, era un hombre que sabía representar su condición de cabeza de una poderosa multinacional.
    La mirada de los ojos castaño oscuro sombreados por las gruesas cejas canosas no se apartaba de Sidney, que le devolvió la mirada.
    —¿Tiene alguna pregunta, Nathan?
    —Sólo una.
    Sidney se preparó. Se lo veía venir.
    —¿Cuál es? —preguntó con un tono amable.
    —¿Por qué demonios hacemos esto?
    Todos los presentes en la sala, excepto Sidney Archer, torcieron el gesto como si de pronto se hubiesen sentado sobre un alfiler gigante.
    —Creo que no he entendido su pregunta.
    —Claro que sí, a menos que sea estúpida, y sé que no lo es —replicó Gamble en voz baja y las facciones inescrutables a pesar de lo incisivo del tono.
    Sidney se mordió la lengua para no decir una tontería.
    —¿Supongo que no quiere venderse para poder comprar CyberCom?
    Gamble echó una ojeada alrededor de la mesa antes de responder.
    —He ofrecido una suma astronómica por esa compañía. Al parecer, no satisfechos con obtener unas ganancias del diez mil por cien sobre la inversión, ahora quieren revisar mis cuentas. ¿Correcto? —Miró a Sidney en busca de una respuesta. La joven asintió en silencio, y Gamble continuó—: He comprado un montón de compañías y nadie antes me pidió esos informes. Ahora CyberCom los quiere. Lo que me lleva a mi primera pregunta: ¿por qué hacemos esto? ¿Por qué demonios CyberCom es especial? —Su mirada volvió a recorrer a todos los presentes antes de clavarse una vez más en Sidney.
    Un hombre sentado a la izquierda de Gamble se movió. Hasta el momento, toda su atención había estado puesta en la pantalla del ordenador portátil que tenía delante. Quentin Rowe, el jovencísimo presidente de Tritón y el segundo de Nathan Gamble. Mientras los demás hombres presentes vestían trajes, él llevaba pantalones caqui, viejos zapatos náuticos, una camisa vaquera y un chaleco marrón. En el lóbulo de la oreja izquierda tenía clavados dos diamantes. Su atuendo era el apropiado para aparecer en la cubierta de un álbum y no en una sala de juntas.
    —Nathan, CyberCom es especial —dijo Rowe—. Sin ellos, dentro de un par de años estaremos fuera del negocio. La tecnología de CyberCom lo reinventará todo de arriba abajo, y después dominará todo el procesamiento de la información por Internet. Y en lo que respecta al negocio de la alta tecnología eso es como Moisés bajando de la montaña con los diez mandamientos: no hay alternativa. —El tono de Rowe era cansado pero con una cierta estridencia. No miró a su jefe.
    Gamble encendió un puro y apoyó como con descuido el lujoso encendedor contra una pequeña placa de latón que ponía NO FUMAR.
    —Sabes, Rowe, ese es el problema con todas estas movidas de la alta tecnología: te levantas por la mañana siendo el rey del cotarro y a la noche eres un mierda. No tendría que haberme metido nunca en este maldito negocio.
    —Vale, pero si lo único que te interesa es el dinero, piensa que Tritón es la compañía que domina la tecnología a nivel mundial y genera más de dos millones de dólares de beneficios al año —le contestó Rowe.
    —Y más mierda para mañana por la noche. —Gamble miró de reojo a Rowe y soltó una bocanada de humo.
    Sidney Archer anunció su intervención con un carraspeo.
    —No si compras CyberCom, Nathan. —Gamble se volvió para mirarla—. Estarás en la cumbre durante los próximos diez años y triplicarás las ganancias en los primeros cinco.
    —¿De veras? —Gamble no parecía convencido.
    —Ella tiene razón —señaló Rowe—. Tienes que comprender que nadie, hasta el momento, ha conseguido diseñar el software y los periféricos de comunicación que permitan al usuario obtener el máximo rendimiento de Internet. Todos se han arruinado en el intento. CyberCom lo ha conseguido. Por eso hay esta guerra tan terrible por hacerse con la compañía. Nosotros estamos en la posición adecuada para acabar con ella. Tenemos que hacerlo o también nos hundiremos.
    —No me gusta que miren nuestras cuentas. Y se acabó. Somos una compañía privada en la que yo soy el principal accionista. Y el dinero en mano es el que manda. —Gamble miró con dureza a los dos jóvenes.
    —Serán sus socios, Nathan —dijo Sidney—. No cogerán su dinero y se largarán como ocurrió en las otras compañías que ha comprado. Quieren saber en qué se meten. Tritón no cotiza en bolsa, así que no pueden ir al registro y pedir la información que quieren. Es una diligencia razonable. Se lo han pedido a todos los demás ofertantes.
    —¿Ha presentado mi última oferta en efectivo?
    —Sí —contestó Sidney.
    —Se mostraron muy impresionados y reiteraron la petición de los informes financieros de la compañía. Si se los damos, mejoramos un poco la oferta y redondeamos algunos incentivos, creo que cerraremos el trato.
    —No hay ni una sola compañía que pueda tocarnos y ahora esa mierda de CyberCom quiere controlarme —gritó Gamble con la cara roja como un tomate mientras se levantaba.
    —Nathan, sólo es un mero trámite. No tendrán ningún problema con Tritón; los dos lo sabemos. Acabemos con esto. No es que los registros no estén disponibles. Están mejor que nunca —dijo Rowe, visiblemente frustrado—. Jason Archer se encargó de la reorganización y ha hecho un trabajo estupendo. Un depósito lleno de papeles sin orden ni concierto. Todavía no me lo puedo creer. —Miró a Gamble con desprecio.
    —Por si lo has olvidado, yo estaba demasiado ocupado ganando dinero como para perder el tiempo con un montón de papeles, Rowe. El único papel que me interesa es el de los billetes.
    Rowe no hizo caso de la réplica de Gamble.
    —Gracias al trabajo de Jason la diligencia se puede cumplir casi de inmediato. —Apartó con la mano el humo que el otro le echaba a la cara.
    —¿De veras? —Gamble miró furioso a Rowe y después repitió el gesto con Sidney—. A ver, ¿puede decirme alguien por qué no está presente Archer?
    Sidney se puso pálida y, por primera vez en todo el día, se quedó sin respuestas.
    —Jason se tomó unos días libres —intervino Rowe.
    —De acuerdo, a ver si podemos hablar con él por teléfono y así sabremos a qué atenernos. —Se masajeó las sienes—. Quizá tengamos que darle una parte a CyberCom, o quizá no, pero no quiero darles nada que no sea estrictamente imprescindible. ¿Qué pasará si no cerramos el trato? ¿Qué pasará? —Miró furioso a todos los presentes.
    —Nathan, nos ocuparemos de que un equipo de abogados revise cada uno de los documentos antes de entregárselos a CyberCom —le tranquilizó Sidney.
    —Muy bien, pero ¿hay alguien que conozca mejor los registros que su marido? —Gamble miró a Rowe para que le diera la respuesta.
    El joven encogió los hombros.
    —Ahora mismo, no hay otro.
    —Entonces, llámalo.
    —Nathan...
    Gamble interrumpió a Rowe sin contemplaciones.
    —Caray, ¿es que el presidente de la compañía no puede pedirle a un empleado un informe? ¿Y por qué se ha tomado unos días libres cuando el asunto de CyberCom está que arde? —Miró bruscamente a Sidney—. No diré que me agrada tener a marido y mujer metidos en la misma adquisición, pero resulta que usted es la abogada más experta en el tema que conozco.
    —Muchas gracias.
    —No me dé las gracias porque este trato todavía no está cerrado. —Gamble se sentó y le dio una larga chupada al puro—. Llamemos a su marido. ¿Está en casa?
    Sidney parpadeó varias veces y se acomodó mejor en la silla.
    —Creo que en estos momentos no está.
    —¿Y cuándo estará? —preguntó Gamble, que miró su reloj.
    —No estoy muy segura. —Se acarició distraída una ceja—. Lo llamé cuando hicimos el último descanso y no estaba.
    —Bueno, lo intentaremos de nuevo.
    Sidney lo miró. De pronto se sintió muy sola en la enorme sala. Suspiró para sus adentros y le entregó el mando a distancia a Paul Brophy, el joven abogado que trabajaba en la oficina de Nueva York. «Maldita sea, Jason —pensó—. Espero que tengas el nuevo trabajo bien amarrado porque por lo que se ve vamos a necesitarlo, cariño.»
    Se abrió la puerta de la sala y una secretaria asomó la cabeza.
    —Señora Archer, lamento interrumpir, pero ¿tiene algún problema con su billete de avión?
    —No que yo sepa, Jan —respondió Sidney, intrigada—. ¿Por qué?
    —Alguien de la compañía está al teléfono y quiere hablar con usted.
    Sidney abrió el maletín, sacó el billete y le echó una ojeada. Miró a Jan.
    —Es un billete abierto para el puente aéreo. ¿Por qué me llaman?
    —¿Podemos continuar con la reunión? —gritó Gamble.
    Jan carraspeó, miró preocupada a Nathan Gamble y volvió a dirigirse a Sidney.
    —La persona que llama insiste en hablar con usted. Quizá se han visto obligados a cancelar todos los vuelos. Nieva sin parar desde hace tres horas.
    Sidney recogió otro mando a distancia y apretó un botón. Las cortinas automáticas que cubrían el ventanal se abrieron lentamente.
    —¡Vaya! —exclamó Sidney, desconsolada. Contempló cómo caían los gruesos copos de nieve. La nevada era tan fuerte que no se veían los edificios al otro lado de la calle.
    —Todavía tenemos un apartamento en el Park, Sid, si tienes que quedarte y pasar la noche —dijo Paul Brophy, y añadió con una expresión ilusionada—: Quizá podríamos ir a cenar.
    —No puedo —contestó ella sin mirarle.
    Se sentó con un gesto de cansancio. Estuvo a punto de decir que Jason no se encontraba en la ciudad pero se contuvo. Sidney pensó deprisa. Era obvio que Gamble no lo dejaría pasar. Tendría que llamar a casa, confirmar lo que ya sabía: que Jason no estaba allí. Podrían irse todos a cenar y ella aprovechar la ocasión para llamar a Los Ángeles, empezando con las oficinas de AllegraPort. Ellos localizarían a Jason, él respondería a las preguntas de Gamble y, con un poco de suerte, ella y su marido se librarían con el orgullo un poco magullado y un principio de úlcera. Si los aeropuertos estaban cerrados, podía tomar el último tren expreso. Calculó rápidamente lo que tardaría en llegar. Tendría que llamar a la guardería. Karen podía llevarse a Amy a su casa. En el peor de los casos, Amy podía quedarse a dormir con la maestra. Esta pesadilla logística reforzó todavía más el anhelo de Sidney de disfrutar de una vida más sencilla.
    —Señora Archer, ¿acepta la llamada?
    La voz de la secretaria la devolvió a la realidad.
    —Lo siento, Jan, pásamela aquí. Y, Jan, a ver si puedes conseguirme un pasaje en el último expreso, por si han cerrado La Guardia.
    —Sí, señora.
    Jan cerró la puerta, y un par de segundos después una luz roja se encendió en el teléfono que Sidney tenía delante.
    Paul Brophy sacó la cinta de vídeo y volvió a encender la televisión. Las voces en la pantalla resonaron en la sala. El abogado apretó el botón de sonido mudo que tiene el mando a distancia y entonces se hizo el silencio.
    Sidney se apoyó el auricular contra la oreja.
    —Soy Sidney Archer. ¿En qué puedo ayudarle?
    La voz de la mujer que llamaba era un poco vacilante, pero con una calma extraña.
    —Me llamo Linda Freeman. Soy de Western Airlines, señora Archer. Su oficina en Washington me dio este número.
    —¿Western? Tiene que ser un error. Tengo billete en USAir. En elpuente aéreo de Nueva York a Washington. —Sidney meneó la cabeza. Un error estúpido. Como si ya no tuviera bastantes problemas.
    —Señora Archer, necesito confirmar si es usted la esposa de Jason W. Archer, con domicilio en el 611 Morgan Lañe, Jefferson County, Virginia.
    El tono de Sidney denunció su confusión; sin embargo, la respuesta fue automática.
    —Sí.
    En cuanto lo dijo, se le heló todo el cuerpo.
    —¡Oh, Dios mío! —La voz de Paul Brophy resonó en la sala.
    Sidney se volvió para mirarle. Todos tenían los ojos fijos en el televisor. Sidney se giró lentamente. No vio las palabras «Boletín especial de noticias» que se encendían y apagaban en la parte superior de la pantalla, o los subtítulos para sordos que aparecían en la parte inferior mientras el reportero narraba el trágico suceso desde el lugar de los hechos. Su mirada estaba clavada en la masa de chatarra ennegrecida y humeante que había sido uno de los aviones de la flota de Western Airlines. La cara de George Beard apareció en su mente. Volvió a escuchar la voz baja y confidencial. «Ha habido un accidente aéreo.»
    La voz en el teléfono reclamó su atención.
    —Señora Archer, lamento decirle que uno de nuestros aviones ha sufrido un accidente.
    Sidney Archer no escuchó nada más. Bajó la mano muy despacio. Abrió los dedos sin darse cuenta y el auricular cayó sobre la alfombra.
    En el exterior, la nieve continuaba cayendo con tanta fuerza que recordaba la lluvia de confeti en los famosos desfiles de la ciudad. El viento helado sacudió los cristales del ventanal mientras Sidney Archer contemplaba incrédula el cráter que contenía los restos del vuelo 3223.

    Capítulo 8
    Un hombre de pelo oscuro, con un hoyuelo en la barbilla y mejillas rubicundas, vestido con un traje elegante y que se presentó a sí mismo con el nombre de William, recibió a Jason Archer a la salida del aeropuerto de Seattle. Ambos intercambiaron un par de frases compuestas con palabras en apariencia arbitrarias. Intercambiado el santo y seña los dos hombres se alejaron juntos. Mientras William iba a buscar el coche, Jason aprovechó la oportunidad para echar un sobre acolchado en el buzón de correos instalado a la derecha de la salida. En el sobre iba la copia del disquete que él había hecho antes de salir de su casa.
    Jason fue escoltado rápidamente hasta una limusina que había aparcada junto al bordillo a una señal de William. En el interior del coche, William le presentó las credenciales donde figuraba su nombre verdadero: Anthony DePazza. Charlaron unos momentos mientras se acomodaban en los mullidos asientos. Conducía el coche otro hombre vestido de marrón. Durante el viaje, DePazza le dijo a Jason que ya podía quitarse la peluca y el bigote, cosa que él hizo de inmediato.
    Jason mantenía la cartera sobre las rodillas. De vez en cuando, DePazza le echaba una ojeada y después continuaba mirando a través de la ventanilla. Si Jason se hubiera fijado con un poco más de atención, habría visto el bulto y el ocasional destello metálico debajo de la chaqueta de DePazza. La pistola Glock M17 del calibre 9 mm era un arma terrible. El conductor llevaba la misma pistola. Sin embargo, aunque Jason hubiese visto las armas no se hubiera sorprendido; daba por hecho que irían armados.
    La limusina dejó atrás Puget Sound y siguió en dirección al este. Jason miró a través de la ventanilla oscura. Estaba nublado, y las gotas de lluvia se estrellaban contra los cristales. Aunque sus conocimientos meteorológicos no eran muchos, Jason sabía que éste era el clima habitual de Seattle.
    Media hora después, la limusina llegó a su destino: un grupo de naves al que se accedía por un portón eléctrico donde había apostado un guardia.
    Jason miró intranquilo el lugar, pero no dijo nada. Le habían advertido de que el punto de encuentro podía ser poco habitual. Entraron con la limusina en una de las naves a través de una puerta metálica que se levantó automáticamente cuando se acercó el vehículo. Al bajarse del coche, Jason vio que la puerta se volvía a cerrar. La iluminación provenía de dos lámparas bastante sucias colgadas del techo. Había una escalera al fondo de la nave. Los hombres le indicaron con un gesto que los siguiera. Jason miró a su alrededor cada vez más inquieto. Dominó la inquietud, inspiró con fuerza y caminó hacia la escalera.
    Una vez arriba, entraron en un cuarto pequeño sin ventanas. El conductor esperó fuera. DePazza encendió la luz. Jason, echó un vistazo al mobiliario, que consistía en una mesa plegable, un par de sillas y un archivador metálico destartalado y con agujeros causados por el óxido.
    Jason no sabía que una cámara de vigilancia, activada en el momento en que se encendió la luz, filmaba todo lo que sucedía en el cuarto a través de uno de los agujeros del archivador.
    DePazza se sentó en una de las sillas y le señaló a Jason la otra.
    —No tardaremos mucho —comentó DePazza en un tono amistoso. Sacó un cigarrillo del paquete y le ofreció otro a Jason, que meneó la cabeza—. Recuérdelo, Jason, no diga nada. Sólo quieren lo que hay en esa cartera. No hace falta complicar las cosas. ¿Vale?
    Jason asintió.
    Antes de que DePazza pudiera encender el cigarrillo, se oyeron tres golpes rápidos en la puerta. Jason se levantó, y lo mismo hizo DePazza, que se apresuró a guardar el cigarrillo y abrió la puerta. En el umbral apareció un hombre de baja estatura, pelo cano, con el rostro bronceado y lleno de arrugas. Detrás de él había otros dos hombres, vestidos con trajes baratos y con gafas de sol a pesar de la poca luz ambiente. Ambos parecían rondar los cuarenta años.
    El hombre mayor miró a DePazza, que a su vez señaló a Jason. El desconocido le observó con una mirada penetrante. De pronto Jason se dio cuenta de que estaba bañado en sudor, aunque no había calefacción y la temperatura rondaba los cinco grados centígrados.
    Jason desvió la mirada a DePazza, que asintió. Sin perder un segundo entregó la cartera. El hombre abrió la cartera, revisó por encima el contenido, y se tomó unos momentos para leer un documento. Los otros dos también leyeron el papel y sonrieron. El hombre mayor sonrió complacido. Guardó el documento en su sitio, cerró la cartera y se la alcanzó a uno de sus hombres. El otro le entregó una maleta de metal plateado, que él retuvo un instante antes de dársela a Jason. La maleta tenía una cerradura electrónica.
    El súbito rugido de un avión que voló sobre la nave hizo que todos miraran hacia arriba. Parecía como si el avión fuese a aterrizar sobre el edificio. Al cabo de unos momentos el aparato se alejó y volvió el silencio.
    El hombre mayor, sin dejar de sonreír, se dio la vuelta, y la puerta se cerró detrás de los tres desconocidos.
    Jason soltó el aliento poco a poco.
    Esperaron en silencio durante un minuto y entonces DePazza abrió la puerta y le indicó a Jason que saliera. DePazza y el conductor le siguieron. Apagaron las luces y la cámara de vigilancia dejó de funcionar.
    Jason entró en la limusina con la maleta bien sujeta. Pesaba bastante. Se volvió hacia DePazza.
    —No esperaba que fuera así.
    —Qué más da. —DePazza encogió los hombros—. La cuestión es que ha sido un éxito.
    —Sí, pero ¿por qué no pude decir nada?
    DePazza le miró un tanto irritado.
    —¿Qué hubiera dicho, Jason?
    Jason pensó por un momento y, al final, encogió los hombros.
    —Yo en su lugar me concentraría en el contenido de eso. —DePazza señaló la maleta.
    Jason intentó abrirla pero no pudo. Miró a su compañero.
    —Cuando llegue a su alojamiento, podrá abrirla. Le diré el código. Siga las instrucciones que hay dentro. No se desilusionará.
    —Pero ¿por qué Seattle?
    —Es difícil que se encuentre con algún conocido por aquí, ¿no le parece? —La mirada tranquila de DePazza descansó en el rostro de Jason.
    —¿Y no me volverán a necesitar? ¿Está seguro?
    DePazza casi sonrió al escuchar la pregunta.
    —Tan seguro como que estoy aquí en este momento. —Le estrechó la mano.
    DePazza se apoyó en el respaldo del asiento. Archer se abrochó el cinturón de seguridad y al hacerlo sintió que algo se le clavaba en el costado. Sacó el mensáfono que llevaba sujeto al cinto, y lo miró con una expresión culpable. ¿Y si había sido su esposa la que había llamado antes? Miró la pantalla diminuta y de pronto su cara reflejó la incredulidad más absoluta.
    El servicio de titulares del SkyWord ofrecía la noticia de una tragedia terrible. El vuelo 3223 de Western Airlines que volaba de Washington a Los Ángeles se había estrellado en un campo de Virginia; no había supervivientes.
    Jason Archer sintió que se ahogaba. Abrió el maletín negro y buscó, frenético, el teléfono móvil.
    —¿Qué demonios está haciendo? —preguntó DePazza, tajante.
    Jason le dio el mensáfono.
    —Mi esposa cree que estoy muerto. Oh, Dios mío. Por eso me llamó. —Jason intentó abrir la funda del teléfono con las manos temblorosas.
    DePazza miró el mensáfono. Leyó los titulares y murmuró en silencio la palabra «Mierda». Bueno, esto sólo aceleraría un poco el proceso, pensó. No le gustaba apartarse del plan establecido, pero era obvio que no tenía otra elección. Cuando volvió a mirar a Jason, sus ojos eran fríos y letales. Extendió una mano y le arrebató el teléfono a Jason. Metió la otra debajo de la americana y cuando la sacó empuñaba la mortífera Glock. Apuntó a la cabeza de Jason.
    Jason vio el arma.
    —Creo que no llamará a nadie —dijo DePazza sin desviar la mirada.
    Atónito, Jason contempló cómo DePazza sujetaba una de sus mejillas y tiraba de la piel. El disfraz desapareció trozo a trozo. Al cabo de unos momentos, Jason tenía sentado a su lado a un hombre rubio de aproximadamente unos treinta años, nariz aguileña y piel clara. Pero los ojos mantenían el mismo color azul gélido. Su verdadero nombre, aunque casi nunca lo usaba, era Kenneth Scales. Era un psicópata asesino. Obtenía un gran placer al matar, y se deleitaba en los detalles que intervenían en aquel terrible proceso. Sin embargo, nunca lo hacía al azar, y jamás lo hacía gratis.

    Capítulo 9
    Habían tardado casi cinco horas en contener el incendio, y al final las llamas se retiraron por su propia voluntad después de haber consumido todo el combustible que estaba a su alcance. Las autoridades locales sólo agradecían que el incendio hubiera ocurrido en un campo alejado y desierto.
    Un equipo del National Transportation Safety Board [Junta Nacional de Seguridad en el Transporte] vestidos con sus trajes protectores biológicos azules, caminaba lentamente por el perímetro exterior del accidente mientras las columnas de humo ascendían a las alturas y los bomberos atacaban los últimos focos del incendio. Todo el sector había sido acordonado con vallas de tráfico naranjas y blancas, detrás de las cuales se apiñaban los residentes de la zona, que contemplaban la escena con la típica mezcla de incredulidad, horror y morbosidad. Columnas de camiones de bomberos, coches de la policía, ambulancias, transportes de la Guardia Nacional pintados de verde oscuro y otros vehículos de emergencia estaban aparcados a ambos lados del campo. Los conductores de los furgones del depósito de cadáveres permanecían junto a sus vehículos, con las manos en los bolsillos. Sus servicios consistían únicamente en transportar los restos humanos extraídos del holocausto, si es que encontraban alguno.
    El alcalde de la ciudad más cercana estaba con el granjero cuya tierra había recibido esta terrible intrusión desde las alturas. Detrás de ellos, dos camionetas Ford llevaban una matrícula que decía: «Yo sobreviví a Pearl Harbor». Y ahora, por segunda vez en sus vidas, sus rostros reflejaban el horror de la muerte súbita, terrible y masiva.
    —Éste no es el escenario de un accidente. Es un maldito crematorio. —El veterano investigador meneó la cabeza cansado, se quitó la gorra con la iniciales NTSB y se enjugó la frente surcada de arrugas con la otra mano.
    George Kaplan tenía cincuenta y un años, el pelo ralo y salpicado de canas, medía un metro setenta y comenzaba a tener barriga. Había sido piloto de combate en Vietnam, después piloto comercial durante muchos años, y se había incorporado a la NTSB cuando un amigo íntimo se había estrellado con un Piper de dos asientos contra la ladera de una colina después de haber estado a punto de colisionar con un 727 en medio de una espesa niebla. Fue entonces cuando Kaplan decidió que volaría menos y se ocuparía más en la prevención de accidentes.
    George Kaplan había sido designado investigador jefe y éste era, desde luego, el último lugar en el mundo donde quería estar; pero, por desgracia, el lugar más indicado para buscar medidas de seguridad preventivas era el escenario de un accidente aéreo. Cada noche, los miembros de los equipos de investigación de la NTSB se iban a la cama con la vana ilusión de que nadie necesitaría sus servicios y rezaban para no tener que viajar nunca más a lugares lejanos para rebuscar entre los restos de otra catástrofe.
    Mientras contemplaba la zona del choque, Kaplan hizo una mueca y volvió a menear la cabeza. Se echaba de menos el típico rastro de restos del aparato y de cuerpos, maletas, ropas y el millón de artículos diversos que encontrarían, clasificarían, catalogarían, analizarían y guardarían hasta que encontraran la razón de por qué un avión de ciento diez toneladas había caído a tierra. No tenían testigos, porque el accidente había ocurrido a primera hora de la mañana y el cielo estaba encapotado. Sólo habían pasado unos segundos entre la aparición del aparato a través de la capa de nubes y el choque contra el suelo.
    En el lugar donde el avión se había clavado de morro, ahora había un cráter que según las excavaciones posteriores tenía una profundidad de diez metros, o una quinta parte de la longitud total del aparato. Este hecho ya era un terrorífico testimonio de la fuerza que había catapultado a tripulantes y pasajeros al otro mundo con espeluznante facilidad. Kaplan calculó que todo el fuselaje se había plegado como un acordeón, y los fragmentos reposaban ahora en las profundidades del cráter. Ni siquiera resultaba visible el timón de cola. Para complicar todavía más el problema, los restos estaban cubiertos de toneladas de tierra y roca.
    Lo que quedaba en la superficie no podía reconocerse como un avión a reacción. A Kaplan le recordaba el accidente inexplicable del Boeing 737 de la United ocurrido en Colorado Springs en 1991. También había trabajado en aquella catástrofe como especialista en sistemas de aviación. Por primera vez en la historia de la NTSB, desde su conversión en agencia federal independiente en 1967 no había sido posible encontrar una causa probable para el accidente. Los «hojalateros», como se llamaban a sí mismos los investigadores de la NTSB, nunca lo habían superado. La similitud con el accidente en Pittsburgh de un Boeing 737 de US Air en 1994 sólo había aumentado sus sentimientos de culpa. Pensaban que si hubiesen resuelto el caso de Colorado, quizá hubieran evitado el de Pittsburgh. Y ahora esto.
    George Kaplan miró el cielo despejado y su asombro creció. Estaba convencido de que el accidente de Colorado Springs había sido causado, al menos en parte, por una extraña nube rotor que había alcanzado al aparato en la aproximación final, un momento vulnerable para cualquier avión. Un rotor era un vórtice de aire generado alrededor de un eje horizontal por vientos fuertes sobre un terreno irregular. En el caso del vuelo 585 de United Airlines, el terreno irregular lo constituían las Montañas Rocosas. Pero esto era la costa Este. Aquí no había nada parecido a las Rocosas. Si bien un rotor enorme quizá pudiera abatir a un avión tan grande como un L800, Kaplan se resistía a creer que hubiera tumbado al vuelo 3223. Según el control de tráfico aéreo, el L800 había comenzado a caer a plomo desde la altitud de crucero de casi doce mil metros. No había ninguna montaña en Estados Unidos capaz de generar corrientes a esa altura. Además, las únicas montañas en la zona eran las del parque nacional Shenandoah y formaban parte de la cadena de las Montañas Azules. Todas tenían una altura entre los mil y los mil quinientos metros, y más que montañas se podían considerar colinas.
    También estaba el factor altitud. El giro que experimentan los aviones cuando se encuentran con un rotor o cualquier otra condición atmosférica anormal se controla con el uso de los alerones. A doce mil metros de altitud, los pilotos de la Western Airlines hubieran tenido tiempo más que suficiente para recuperar el control. Kaplan estaba seguro de que el lado oscuro de la madre naturaleza no había arrancado al aparato de los pacíficos confines del cielo. Pero era evidente que lo había hecho alguna otra cosa.
    Su equipo no tardaría en regresar al hotel para celebrar una reunión organizativa. El primer paso sería formar los grupos de investigadores sobre el terreno repartidos por temas: estructuras, sistemas, factores de supervivencia, motores, clima y control de tráfico aéreo. Después las unidades se reunirían para evaluar el rendimiento del avión, analizar las cintas del magnetófono de la cabina de mando y el registro de datos de vuelo, el comportamiento de la tripulación, el espectro de sonido, los registros de mantenimiento y los exámenes metalúrgicos. Era un proceso lento, tedioso y a menudo descorazonador, pero Kaplan no lo dejaría hasta no haber examinado incluso el más mínimo resto de lo que había sido la última palabra en aviones a reacción y de casi doscientos seres humanos. Se prometió a si mismo que esta vez no se le escaparía la causa.
    Kaplan caminó sin prisa hacia el coche alquilado. No tardaría en llegar a este campo una primavera anticipada: florecían por todas partes banderines rojos y pequeños faros para marcar la ubicación de los restos. Anochecía deprisa. Se echó el aliento sobre las manos heladas para calentarlas. Un termo de café caliente le esperaba en el coche. Confiaba en que la grabadora de datos de vuelo —conocida popularmente como la «caja negra» aunque en realidad era de color naranja vivo— hubiera hecho honor a su fama de indestructible. Habían instalado en el aparato una versión modernizada y esperaban que los ciento veintiún parámetros medidos por la grabadora les revelaran muchísimas cosas de lo ocurrido al vuelo 3223. En el L800 las dos grabadoras iban instaladas en la parte superior del fuselaje entre las cocinas de popa. Ninguno de los L800 había sufrido la pérdida del fuselaje; este accidente pondría a prueba la invulnerabilidad de la caja negra.
    Era una lástima que los seres humanos no fueran invulnerables.
    George Kaplan subió un pequeño montículo y se quedó de piedra. En la penumbra se erguía una figura alta a menos de dos metros de distancia. Las gafas de sol ocultaban unos ojos color gris pizarra; el esqueleto de un metro noventa soportaba sin esfuerzo los hombros abultados, los brazos gruesos y la incipiente barriga. Las piernas eran como postes. La imagen de un peso pesado ya mayor era la primera que le venía a la mente. El hombre tenía las manos metidas en los bolsillos y la inconfundible placa enganchada al cinturón.
    —¿Lee? —preguntó Kaplan, que forzó la mirada para ver mejor.
    El agente especial del FBI Lee Sawyer avanzó.
    —Hola, George.
    Se dieron la mano.
    —¿Qué diablos haces aquí?
    Sawyer echó una ojeada al lugar del accidente y después miró a Kaplan. Tenía las facciones muy marcadas y una boca expresiva. El pelo negro salpicado de gris comenzaba a ralear. La frente alta y la nariz delgada y torcida un poco a la derecha, un recuerdo de un viejo caso, se combinaban con el cuerpo de gigante para darle una presencia imponente.
    —George, el FBI se pone un poco nervioso cuando un avión norteamericano es derribado sobre el territorio nacional por lo que parece ser un sabotaje —respondió el agente con una mirada aguda.
    —¿Sabotaje? —replicó Kaplan con cautela.
    Sawyer volvió a mirar el escenario de la catástrofe.
    —He revisado los partes meteorológicos. No había nada allá arriba que justifique esto. Además, el avión era casi nuevo.
    —Eso no significa que sea un sabotaje, Lee. Es demasiado pronto para decirlo. Tú lo sabes. Caray, aunque las posibilidades son de un billón a uno, quizá lo que vemos es el resultado de una inversión de las turbinas en pleno vuelo.
    —Hay una parte del avión que me interesa mucho, George. Quiero que la examines a fondo.
    —Y a mí, pero excavar ese cráter nos llevará tiempo. Y cuando acabemos, podrás sostener la mayoría de las partes en una mano.
    La respuesta de Sawyer estremeció a Kaplan.
    —Esta parte no está en el cráter. Y es bastante grande: el ala de estribor y la turbina. La encontramos hará cosa de media hora.
    Kaplan permaneció inmóvil mientras miraba atónito el rostro inexpresivo de Sawyer. El agente se lo llevó hacia su coche.
    El Buick alquilado de Sawyer se alejó a gran velocidad mientras apagaban las últimas llamas del vuelo 3223. La noche se cerraba sobre el pozo de diez metros de profundidad que representaba un burdo monumento a la memoria de ciento ochenta y un muertos.



    Capítulo 10
    El Gulfstream surcaba el cielo rumbo a Washington. La lujosa cabina parecía el salón de un hotel de cinco estrellas. Estaba revestida de madera, tenía amplias butacas de cuero marrón, un bar bien provisto y un camarero para atenderlo. Sidney Archer estaba acurrucada en una de las butacas con los ojos cerrados y una compresa fría sobre la frente. Por fin abrió los ojos y apartó la compresa. Estaba como drogada, le pesaban los párpados y le costaba moverse. Sin embargo, no había tomado sedante alguno ni había probado ninguna bebida. Había cerrado su mente: hoy su marido había muerto en un accidente aéreo.
    Echó un vistazo a la cabina. Quentin Rowe le había invitado a que volviera a casa con él en el reactor de Tritón. En el último minuto, y para desconsuelo de Sidney, Gamble se había unido a ellos. Ahora él se encontraba en su cabina privada en la parte de popa. Sidney rogó para sus adentros que permaneciera allí durante el resto del viaje. Vio que Richard Lucas, el jefe de seguridad de Tritón, no le quitaba el ojo de encima.
    —Tranquilo, Rich. —Quentin Rowe pasó junto al jefe de seguridad y fue a sentarse con Sidney—. ¿Cómo estás? —preguntó en voz baja—. Tenemos Valium. Tenemos una buena provisión por causa de Nathan.
    —¿Toma Valium? —Sidney se mostró sorprendida.
    Rowe encogió los hombros.
    —En realidad, es para la gente que viaja con Nathan.
    Sidney respondió a la broma con una débil sonrisa que desapareció casi en el acto.
    —Oh, Dios, no me lo creo. —Miró a través de la ventanilla con los ojos enrojecidos. Se cubrió el rostro con las manos. Añadió con voz temblorosa y sin mirar a Rowe—: Sé que esto no tiene buena pinta, Quentin.
    —Eh, no hay ninguna ley que prohíba a nadie viajar en su tiempo libre —se apresuró a señalar Rowe.
    —No sé qué decir...
    Rowe levantó una mano para interrumpirla.
    —Escucha, este no es el lugar ni el momento. Tengo algunas cosas que hacer. Si necesitas algo, avísame.
    Sidney le miró agradecida. En cuanto Rowe se alejó, la joven se reclinó en el asiento y volvió a cerrar los ojos. Las lágrimas rodaban por las mejillas hinchadas. Richard Lucas continuó con la solitaria vigilancia desde la parte delantera de la cabina.
    Se estremecía con nuevos sollozos cada vez que recordaba la última conversación con Jason. Furiosa, le había colgado el teléfono. Éste era el típico incidente estúpido que no significaba nada, un acto repetido mil veces en la vida de muchos matrimonios felices, pero ¿sería el último recuerdo de su vida juntos? Se aferró a los brazos de la butaca para dominar los temblores. Todas aquellas sospechas durante los últimos meses. ¡Idiota! Él había estado matándose a trabajar para conseguir un empleo fantástico, y ella no había imaginado otra cosa que a Jason haciendo el amor con mujeres más atractivas. La sensación de culpa era tremenda. El resto de su vida estaría manchado por aquella y terrible falta de confianza en el hombre que amaba.
    Se llevó otra sorpresa cuando volvió a abrir los ojos. Nathan Gamble estaba sentado junto a ella. Le asombró ver la ternura reflejada en su rostro, una emoción que nunca le había visto antes. Él le ofreció la copa que tenía en la mano.
    —Coñac —dijo con voz ronca, mientras miraba el cielo oscuro a través de la ventanilla. Al ver que vacilaba, Gamble le cogió la mano y le hizo coger la copa—. En este momento, lo que menos le conviene es pensar con claridad. Beba.
    Sidney bebió un trago y sintió la tibieza del líquido al pasar por la garganta. Gamble se retrepó en el asiento y le ordenó a Lucas que se marchara con un gesto. El director ejecutivo de Tritón acarició distraído el brazo de la butaca mientras miraba a su alrededor. Se había quitado la americana y las mangas de la camisa recogidas dejaban a la vista los antebrazos musculosos. El ruido de las turbinas sonaba en el fondo. Sidney notaba como pequeñas sacudidas eléctricas mientras esperaba las palabras de Gamble. Le había visto maltratar a personas de todas las jerarquías con una indiferencia implacable hacia los sentimientos personales. Ahora, incluso a través del velo del dolor, notaba la presencia de un hombre diferente, más humano.
    —Siento mucho lo de su marido. —Sidney era consciente de una manera difusa de lo incómodo que parecía Gamble. Movía las manos constantemente como si quisiera seguir sus velocísimos procesos mentales.
    Sidney lo miró al tiempo que tomaba otro trago de coñac.
    —Gracias —dijo con voz trémula.
    —En realidad, no le conocía personalmente. Es algo difícil en una compañía tan grande como Tritón. Caray, creo que apenas conozco a la décima parte de los ejecutivos. —Gamble suspiró y, como si de pronto hubiese descubierto el baile incesante de sus manos, las apoyó en los muslos—. Desde luego, conocía su reputación y que ascendía deprisa. Según todos los informes, su carrera prometía mucho.
    Sidney se encogió un poco al escuchar las palabras. Recordó la noticia que le había dado Jason aquella misma mañana. Un nuevo trabajo, una nueva vicepresidencia, una nueva vida para todos ellos. ¿Y ahora? Se bebió el coñac de un trago y consiguió a duras penas contener un sollozo. Al levantar la mirada vio que Gamble la observaba con mucha atención.
    —Más vale que se lo diga ahora, aunque sé que no es el mejor momento. —Gamble hizo una pausa sin desviar la mirada. Sidney se preparó; sus manos apretaron instintivamente los brazos de la butaca mientras hacía lo imposible para no temblar. Se tragó el nudo que tenía en la garganta. Había desaparecido la ternura en los ojos del presidente.
    —Su marido viajaba en un avión a Los Ángeles. —Gamble se humedeció los labios en un gesto nervioso y se inclinó hacia la mujer—. No estaba en casa. —Sidney asintió inconsciente, como si supiera muy bien cuál sería la próxima pregunta—. ¿Lo sabía?
    Por un momento fugaz, Sidney tuvo la sensación de estar moviéndose entre las nubes sin la ayuda de un avión de veinticinco millones de dólares. El tiempo pareció suspenderse, pero en realidad sólo pasaron unos segundos antes de dar su respuesta. «No.» Nunca le había mentido antes a un cliente; la palabra escapó de sus labios antes de que se diera cuenta. Estaba segura de que él no le creería. Pero ahora ya era demasiado tarde para retroceder. Gamble escrutó sus facciones durante un momento, y luego se echó hacia atrás. Permaneció inmóvil, en apariencia satisfecho de haber dejado clara su postura. De pronto, palmeó el brazo de Sidney y se puso de pie.
    —Cuando aterricemos, mi limusina la llevará a su casa. ¿Tiene hijos?
    —Una niña. —Sidney lo miró, asombrada de que el interrogatorio hubiese acabado de forma tan repentina.
    —Dele al chófer la dirección y él irá a recogerla. ¿Está en la guardería? —Sidney asintió. Gamble meneó la cabeza—. En estos tiempos todos los niños van a la guardería.
    Sidney pensó en los planes de quedarse en casa para criar a Amy. Ahora se había quedado sola. La revelación la mareó. De no haber estado Gamble con ella, se habría caído al suelo. Alzó la mirada y vio que el hombre no dejaba de mirarla mientras se pasaba la mano por la frente.
    —¿Necesita algo más?
    Ella tuvo la fuerza necesaria para alzar la copa vacía.
    —Gracias, esto ayuda bastante.
    —Es lo bueno de la bebida. —Gamble cogió la copa. Hizo el movimiento de marcharse, pero se detuvo—. Tritón se preocupa de sus empleados, Sidney. Si necesita cualquier cosa, dinero, los arreglos para el funeral, ayuda con la casa o la niña, o lo que sea, tenemos gente que se ocupa. Llámenos.
    —Lo haré. Gracias.
    —Y si necesita hablar sobre... este asunto —enarcó las cejas de una manera sugerente— ya sabe dónde encontrarme.
    Se marchó, y Richard Lucas volvió a ocupar su puesto de vigilancia sin decir palabra. Sidney volvió a cerrar los ojos sin dejar de estremecerse. El avión continuaba el viaje. Lo único que deseaba era abrazar a su hija.

    Capítulo 11
    El hombre, sentado en el borde de la cama, se quitó la ropa hasta quedarse en calzoncillos. En el exterior, todavía no había salido el sol. Tenía el cuerpo musculoso. En el bíceps izquierdo llevaba el tatuaje de una serpiente enroscada. Junto a la puerta del dormitorio había tres maletas. En una pequeña bolsa de cuero colocada sobre una de las maletas estaban el pasaporte norteamericano, un fajo de billetes de avión, dinero en efectivo y los documentos de identidad que le habían prometido. Una vez más volvería a cambiar de nombre; no sería la primera vez en su larga vida delictiva.
    Ya no volvería a repostar aviones. Tampoco necesitaría trabajar nunca más. La transferencia electrónica de fondos a la cuenta en el extranjero había sido confirmada. Ahora disponía de la riqueza que le había eludido hasta el presente a pesar de sus esfuerzos. Incluso pese a su larga experiencia criminal, le temblaban un poco las manos mientras sacaba de un golpe la peluca, las gafas con cristales color turquesa y las lentillas. Aunque probablemente pasarían semanas antes de que nadie dedujera lo que había pasado, en su trabajo siempre se pensaba en la peor de las situaciones. Lo correcto era escapar ahora mismo y lo más lejos posible. Estaba bien preparado para hacer las dos cosas con la rapidez y eficacia de un experto.
    Repasó los últimos acontecimientos. Había tirado el recipiente de plástico al río Potomac después de vaciar el resto del contenido; nunca lo encontrarían. No había huellas dactilares, ninguna prueba tangible. Si encontraban alguna cosa que lo relacionara con el sabotaje del avión, él ya estaría muy lejos. Además, el nombre que había empleado en los últimos dos meses los llevaría a un callejón sin salida.
    Había matado antes, pero desde luego nunca a una escala tan enorme e impersonal. Siempre había tenido una razón para matar: si no una propia, otra suministrada por aquel que lo contrataba. Esta vez, la cantidad y el completo anonimato de las personas asesinadas le remordían un poco la conciencia. No había esperado a ver quiénes subían al aparato. Le habían pagado para hacer un trabajo y lo había hecho. Utilizaría la enorme cantidad de dinero a su disposición para olvidar cómo lo había ganado. Calculaba que no tardaría mucho.
    Se sentó delante del espejo colocado sobre una mesa en el dormitorio. La peluca transformó el pelo oscuro en rubio ondulado. Un traje nuevo, de una elegancia que no tenía nada que ver con el que acababa de quitarse, estaba colgado de una percha en el pomo de la puerta. Ahuecó la palma de la mano y agachó la cabeza para colocarse las lentillas que cambiarían sus ojos de color castaño en otros de un azul vivo.
    Levantó la cabeza para comprobar el efecto en el espejo y notó el contacto del cañón de una Sig P229 colocado directamente en la base de su nuca. Con la percepción agudizada que acompaña al pánico, se fijó en que el silenciador casi doblaba el largo del cañón de la pistola.
    Su asombro sólo duró una fracción de segundo mientras sentía el contacto del metal contra la piel, y veía los ojos oscuros y la línea firme de la boca reflejados en el espejo. A menudo, él también había tenido la misma expresión antes de cometer un asesinato. Acabar con la vida de otra persona siempre había sido para él un asunto muy serio. Ahora miraba a través del espejo cómo otro rostro realizaba los mismos gestos. Entonces vio sorprendido como las facciones de la persona que estaba a punto de matarlo mostraban primero una expresión de furia y después de profundo desprecio, emociones que él nunca había sentido en medio de una ejecución. Abrió mucho los ojos mientras observaba el dedo que oprimía el gatillo. Movió los labios para decir algo, quizás una maldición, pero no llegó a pronunciarla, porque la bala le destrozó el cerebro. Se bamboleó por la fuerza del impacto y después cayó de bruces sobre la mesa. El asesino arrojó el cuerpo en el pequeño espacio entre la cama y la pared, y a continuación descargó las once balas restantes contra el torso desnudo. Aunque el corazón de la víctima ya no bombeaba, manchas de sangre oscura aparecieron en cada uno de los orificios como minúsculos pozos de petróleo. Agotada la munición, el hombre arrojó la pistola junto al cadáver.
    El asesino salió sin prisas de la habitación, sin olvidarse de recoger la bolsa de cuero con los nuevos documentos de identidad del muerto. En el vestíbulo, se acercó al termostato y puso el aire acondicionado a frío máximo. Diez segundos más tarde había abandonado la casa. El apartamento quedó en silencio. En el dormitorio, la sangre empapaba la moqueta beige. La cuenta corriente estaría cerrada y sin fondos dentro de unas horas. Su titular ya no necesitaría el dinero.
    Eran las siete de la mañana y en el exterior todavía estaba oscuro. En la cocina, Sidney Archer estaba sentada ante la mesa, vestida con una bata vieja. Cerró los ojos y una vez más intentó creer que todo era una pesadilla, que su marido seguía vivo y que, en cualquier momento, entraría en la casa con una sonrisa en el rostro, un regalo para su hija debajo del brazo y ansioso por darle un beso muy largo a su esposa.
    Pero cuando abrió los ojos nada había cambiado. Sidney miró la hora. Amy no tardaría en despertarse. Sidney acababa de hablar por teléfono con sus padres. Vendrían a las nueve para llevarse a la pequeña a su casa en Hanover, Virginia, donde se quedaría unos días mientras Sidney intentaba reorientarse. Le aterraba pensar que dentro de algunos años tendría que explicarle la catástrofe a su hija, tener que revivir el horror que sentía ahora. ¿Cómo le diría que su padre había muerto sin otro motivo aparente que el de un avión que había hecho lo impensable, que había destrozado casi a doscientas vidas en el proceso, incluido el hombre que la había engendrado?
    Los padres de Jason habían muerto hacía años. Hijo único, había adoptado a la familia de Sidney como la propia, y ellos le habían aceptado felices. Los dos hermanos mayores de Sidney la habían llamado para ofrecerle ayuda y consuelo sin disimular sus lágrimas.
    Western le había ofrecido a Sidney transporte gratuito hasta la pequeña ciudad cercana al lugar del accidente, pero ella lo había rechazado. No se veía con fuerzas para estar con los familiares de las demás víctimas. Se los imaginaba subiendo a los grandes autocares grises, mudos, sin mirarse, exhaustos, temblorosos, con los nervios deshechos por la terrible conmoción. Enfrentarse a los sentimientos de rechazo, dolor y aflicción ya era bastante terrible como para encima estar rodeada de gente desconocida que pasaba por el mismo trance. Ahora mismo, el consuelo de estar con personas en la misma situación no le resultaba nada atractivo.
    Subió al piso de arriba, recorrió el pasillo y se detuvo delante del dormitorio. Se entreabrió la puerta cuando se apoyó en ella. Echó una ojeada a la habitación, a todos los objetos familiares, cada uno poseedor de una historia propia; recuerdos ligados íntimamente a su vida con Jason. Por fin miró la cama, escenario de tanto placer. Le resultaba imposible creer que aquel encuentro en la madrugada, antes de que él abordara el avión, sería el último.
    Cerró la puerta sin hacer ruido y se dirigió al cuarto de Amy. La respiración serena de la pequeña la consoló. Sidney se sentó en la mecedora de mimbre junto a la cama. Hacía poco que Jason y ella habían conseguido que la niña abandonara la cuna. El esfuerzo había requerido muchas noches de dormir en el suelo junto a Amy hasta que se acostumbró.
    Mientras se mecía lentamente en el sillón, Sidney contempló a su hija, el pelo rubio enredado, los pies abrigados con calcetines gruesos que asomaban por debajo de las mantas. A las siete y media, un gritito escapó de los labios de Amy y la niña se sentó bruscamente, con los ojos cerrados como un polluelo. En menos de un segundo, la madre cogió a la hija en brazos y la acunó hasta que Amy se despertó del todo.
    Sidney bañó, a la niña, le secó el pelo, la vistió con ropa de abrigo y la ayudó a bajar las escaleras hasta la cocina. Sidney se dedicó a preparar el desayuno mientras Amy iba a la sala para jugar con los juguetes que se amontonaban en una esquina de la habitación. Sidney abrió la alacena y en un gesto automático sacó dos tazas. Se detuvo cuando estaba a punto de coger la cafetera y se balanceó sobre la punta de los pies. Se mordió el labio hasta que consiguió dominar el deseo de gritar. Sentía como si alguien la hubiese cortado por la mitad. Volvió a dejar una de las tazas en la alacena, y se llevó el café y un bol con papilla de avena a la mesa.
    Miró hacia la sala. «Amy, Amy, cariño, es hora de desayunar.» Su voz era poco más que un susurro. Se ahogaba; todo su cuerpo parecía haberse convertido en un inmenso dolor. La niña entró en la cocina como una bala. La velocidad normal de Amy era casi la velocidad máxima de los demás niños. Traía consigo un tigre de peluche y una foto enmarcada. Mientras corría hacia su madre, su rostro estaba animado y brillante, con el pelo todavía un poco húmedo, liso por arriba y con rizos en las puntas.
    Sidney se quedó sin respiración cuando Amy le mostró la foto de Jason. La habían sacado el mes pasado. Él había estado trabajando en el patio. Amy se había acercado para rociarlo con la manguera. Padre e hija habían acabado revolcándose en una montaña de hojas rojas, naranjas y amarillas.
    —¿Papá? —El rostro de Amy mostró una expresión ansiosa.
    Jason iba a estar tres días fuera de la ciudad, así que Sidney se había preparado para explicarle a la pequeña la ausencia del padre. Ahora tres días parecían tres segundos. Se armó de valor mientras le sonreía.
    —Papaíto no está, cariño —dijo, sin poder dominar el temblor en la voz—. Ahora estamos tú y yo solas, ¿vale? ¿Tienes hambre? ¿Quieres comer?
    —¿Papá? ¿Papá trabajo? —insistió Amy con un dedo regordete apoyado en la foto. Sidney levantó a la niña y la sentó en la falda.
    —¿Sabes a quiénes verás hoy?
    En el rostro de Amy apareció una expresión expectante.
    —Abuelos y Mimi.
    La boca de la niña formó un óvalo y después sonrió. Asintió entusiasmada y lanzó un beso hacia la nevera, donde había una foto de los abuelos sujeta a la puerta con un imán.
    —Abuelos y Mimi.
    Sidney quitó con cuidado la foto de Jason de la mano de Amy y le acercó el bol con la papilla de avena.
    —Ahora tienes que comer antes de marcharte, ¿de acuerdo? Tienen miel y mantequilla como a ti te gusta.
    —Me la comeré, me la comeré. —Amy se puso de pie sobre la falda de la madre y de allí pasó a la trona. Empuñó la cuchara y la sumergió hambrienta en la papilla.
    Con un suspiro, Sidney se cubrió los ojos. Intentó dominar el cuerpo pero los sollozos la hicieron estremecer. Por fin, abandonó la cocina llevándose la foto. Corrió escaleras arriba, entró en el dormitorio, guardó la foto en el cajón superior de la cómoda para después arrojarse sobre la cama y echarse a llorar con el rostro apretado contra la almohada.
    Pasaron cinco minutos de llanto ininterrumpido. Por lo general, Sidney controlaba los movimientos de Amy por la casa con la precisión de un radar. Esta vez no se enteró de la presencia de la niña hasta que sintió la manita que le tiraba del brazo. Amy se había acostado junto a la madre, con la cara hundida en el hombro de Sidney.
    Amy vio las lágrimas y gimió: «Buu, buu, buu...», mientras las tocaba. Sujetó el rostro de la madre entre sus manitas y comenzó a llorar mientras se esforzaba por formar las palabras. «¿Mamita, triste?» Unieron las caras y se mezclaron las lágrimas. Después de un rato, Sidney se rehízo, abrazó a la niña y la acunó. Amy tenía un resto de papilla pegado al labio. Sidney se maldijo por no saber controlarse, por haber hecho llorar a su hija, pero nunca antes había experimentado una emoción tan fuerte.
    Por fin, cesaron los espasmos. Sidney se frotó los ojos por enésima vez y comprobó que ya no le quedaban más lágrimas. Al cabo de unos minutos, llevó a la niña al baño, le limpió la cara y le dio un beso.
    —Se acabó, cariño, mamá ya está bien. Basta de llorar.
    Sidney recogió unos cuantos juguetes de la bañera para Amy, y mientras la niña se entretenía, aprovechó para darse una ducha y cambiarse. Se vistió con una falda larga y un jersey de cuello alto.
    Los padres de Sidney se presentaron puntualmente a las nueve. La maleta de Amy ya estaba preparada y la niña lista para la marcha. Caminaron hasta el coche. El padre de Sidney llevaba la maleta de Amy y la niña iba de la mano de su abuela.
    Bill Patterson pasó un brazo robusto por los hombros de su hija. Los ojos hundidos y la espalda un tanto encorvada eran una muestra del dolor que le producía la tragedia.
    —Demonios, cariño, no me lo puedo creer. Hace sólo dos días que hablé con él. Este año íbamos a ir a pescar en el hielo. En Minnesota. Los dos solos.
    —Lo sé, papá, me lo dijo. Estaba muy entusiasmado.
    Sidney se encargó de sujetar a la niña en la silla mientras el abuelo cargaba la maleta. Le dio el osito de peluche y después la besó con ternura.
    —Te veré muy pronto, muñequita. Mamá te lo promete.
    Sidney cerró la puerta. Su madre la cogió de la mano.
    —Sidney, por favor, ven con nosotros. No está bien que te quedes aquí sola. Por favor.
    —Necesito estar sola un tiempo, mamá —contestó Sidney, y le apretó la mano—. Necesito pensar las cosas a fondo. No tardaré mucho. Uno o dos días, y después iré a casa.
    La madre la miró durante unos segundos y luego la abrazó con todas las fuerzas de que era capaz su cuerpo menudo. Cuando subió al coche, las lágrimas le corrían por las mejillas.
    Sidney miró cómo su padre hacía la maniobra y encaraba hacia la calle. A través de la ventanilla trasera vio a Amy con su adorado osito bien sujeto en una mano y el pulgar de la otra metido en la boca. El coche aceleró y unos segundos después torció en la primera esquina y desapareció.
    Sidney regresó a la casa con el paso lento e inseguro de una mujer mayor. De pronto se le ocurrió una idea. Con nuevos bríos, entró a la carrera.
    Marcó el número de información para el área de Los Ángeles y consiguió el teléfono de AllegraPort Technology. Mientras marcaba el número, se preguntó cómo era que ellos no habían llamado cuando Jason no se presentó. No había ningún mensaje de su parte en el contestador automático. Este hecho tendría que haberla preparado para la respuesta de AllegraPort, pero no lo estaba.
    Después de hablar con tres personas diferentes de la compañía, colgó el teléfono y miró atontada la pared de la cocina. A Jason no le habían ofrecido una vicepresidencia en AllegraPort. En realidad, ellos ni siquiera sabían quién era. Sidney se dejó caer sentada en el suelo, encogió las piernas, y, con las rodillas apretadas contra el pecho, se echó a llorar desconsoladamente. La volvieron a invadir las mismas sospechas de antes; la rapidez de su retorno amenazaba con romper los últimos vínculos con la realidad. Se levantó, abrió el grifo del fregadero y metió la cabeza debajo del chorro. El agua helada la reanimó en parte. Con paso inseguro llegó hasta la mesa y se cubrió el rostro con las manos. Jason le había mentido. Eso era indiscutible. Jason estaba muerto. Eso también era indiscutible. Y al parecer, nunca descubriría la verdad. Mientras pensaba esto, dejó de llorar y miró el patio trasero a través de la ventana. Jason y ella habían plantado flores, arbustos y árboles en el transcurso.de los dos últimos años. Habían trabajado juntos de la misma manera que hacían todo lo demás en su matrimonio: con un objetivo común. A pesar de toda la incertidumbre que experimentaba en esos momentos, había una verdad sagrada. Jason la había querido a ella y a Amy. Ella descubriría lo que le había impulsado a mentir, a subir a un avión condenado en lugar de quedarse en casa y entretenerse pintando las paredes de la cocina. Sabía que las razones de Jason serían inocentes. El hombre al que conocía íntimamente y amaba con todo su corazón no era capaz de ninguna maldad. Dado que a él le habían arrancado de su lado, lo menos que ella podía hacer era averiguar por qué había abordado aquel avión, se lo debía. En cuanto recuperara el equilibrio mental, se dedicaría a ese objetivo con alma y vida.


    Capítulo 12
    El hangar del aeropuerto regional era pequeño. En las paredes estaban colgadas las herramientas; había pilas de cajas por todas partes. Las baterías de focos instaladas en el techo iluminaban el interior con una luz sin sombras. El viento sacudía las paredes metálicas y el ruido del granizo contra la estructura era ensordecedor. El olor de gasolina inundaba el lugar.
    Cerca de la entrada, sobre el suelo de cemento, había un enorme objeto metálico. Eran los restos torcidos y muy deformados del ala de estribor del vuelo 3223, con el motor y el soporte intactos. Habían aterrizado en medio de un bosque, directamente encima de un roble centenario de treinta metros de altura, al que había hendido por la mitad. Por un milagro, el combustible no se había incendiado. La mayoría de la carga probablemente se había perdido cuando se habían roto el tanque y los conductos, y el árbol había amortiguado parte del impacto. Los restos habían sido traídos hasta el hangar en un helicóptero.
    Un pequeño grupo de hombres estaba junto al ala. Sus alientos formaban nubes de vapor en el aire gélido y las gruesas cazadoras los mantenían calientes. Utilizaban linternas para iluminar los bordes irregulares del ala en el punto donde había sido arrancada del fuselaje. La barquilla que albergaba la turbina de estribor aparecía aplastada en parte y la capota del lado derecho estaba hundida. La revisión del motor había descubierto graves daños en los álabes, una prueba clara de un desequilibrio importante en el flujo de aire mientras la turbina funcionaba. El «desequilibrio» fue fácil de identificar. La turbina se había tragado una gran cantidad de restos que habían roto las palas y detenido el motor aunque había continuado sujeto al fuselaje.
    La atención de los hombres reunidos junto al ala se centraba en el lugar donde se había separado del fuselaje. Los bordes irregulares aparecían quemados y ennegrecidos y, lo más importante, el metal se torcía hacia fuera, como reventado, con cortes y picaduras en la plancha. Las causas que podían provocar estas señales no eran muchas y, entre ellas, el estallido de una bomba parecía la más probable. Cuando Lee Sawyer había visto el ala, lo primero que había llamado su atención era esa zona.
    George Kaplan meneó la cabeza con una expresión de disgusto.
    —Tienes razón, Lee. Los cambios en el metal sólo pueden haber sido provocados por una onda expansiva tremenda pero de muy corta duración. Algo explotó aquí dentro. Es para cabrearse. Instalamos detectores en los aeropuertos para que ningún cabrón pueda meter un arma o una bomba a bordo, y ahora esto. ¡Joder!
    Lee Sawyer se acercó un poco más y se arrodilló junto al borde del ala. Aquí estaba él, a punto de cumplir los cincuenta años, con casi veinticinco de servicio en el FBI, y una vez más le tocaba revisar los catastróficos resultados de la locura humana.
    Había trabajado en el desastre de Lockerbie, una investigación de proporciones gigantescas que había conseguido atrapar a los culpables a partir de las pruebas microscópicas obtenidas de los restos del vuelo 103 de Pan American. En las explosiones aéreas las pistas nunca eran «grandes». Al menos eso era lo que el agente especial Sawyer había creído hasta ahora.
    Paseó la mirada por los restos sin perder detalle antes de fijarse una vez más en el hombre de la NTSB.
    —Así, a primera vista, ¿cuáles te parecen las explicaciones más probables, George?
    Kaplan se rascó la barbilla con expresión ausente.
    —Sabremos mucho más cuando recuperemos las cajas negras, pero tenemos un resultado claro: el ala se desprendió del avión. Sin embargo, estas cosas no suceden porque sí. No estamos muy seguros de cuándo ocurrió, pero el radar indicó que una parte grande del avión, ahora sabemos que fue el ala, se desprendió en pleno vuelo. Desde luego, cuando ocurrió no había ninguna posibilidad de recuperación. La primera explicación sería algún tipo de fallo estructural por culpa de un diseño defectuoso. Pero el L800 es lo más nuevo en aeronáutica y el fabricante es uno de los líderes del sector, así que las posibilidades de esa clase de fallo son tan remotas que no perdería el tiempo en investigarlo. Después tenemos la fatiga del metal. Pero este avión apenas si había hecho dos mil ciclos: despegues y aterrizajes; era prácticamente nuevo. Además, de los accidentes por fatiga del metal que hemos visto en el pasado la parte afectada siempre era el fuselaje porque, al parecer, la constante contracción expansión de la cabina por la presurización y despresurización de la cabina contribuye al problema. Las alas no están presurizadas. Así que eliminemos la fatiga del metal. Echemos una ojeada a las condiciones ambientales. ¿Un rayo? Los aviones son alcanzados por rayos mucho más de lo que la gente cree. Sin embargo, los aviones están equipados para ese problema, y como el rayo necesita un contacto en tierra para hacer daño en serio, lo más que le puede pasar a un avión en vuelo son algunas quemaduras en la cubierta. Además, no se han recibido informes de rayos en la zona durante la mañana del accidente. ¿Pájaros? Muéstrame un pájaro que vuele a doce mil metros de altura y que sea lo bastante grande como para arrancarle un ala a un L800 y ya hablaremos. Y tampoco chocó contra otro avión. De eso estoy seguro.
    La voz de Kaplan iba subiendo de tono con cada palabra. Hizo una pausa para recuperar el aliento y una vez más echó una ojeada a los restos.
    —Y todo esto ¿dónde nos lleva, George? —preguntó Sawyer con voz calmosa.
    Kaplan miró a su amigo y suspiró.
    —Ahora consideremos un posible fallo mecánico o un fallo estructural ajeno al diseño. Las catástrofes aéreas por lo general surgen de dos o más fallos que se producen casi al mismo tiempo. Escuché la grabación de las comunicaciones entre el piloto y la torre de control. El capitán envió un mensaje de auxilio varios minutos antes de estrellarse, aunque quedó claro que no sabía qué había pasado. El radiofaro de respuesta del avión continuó rebotando las señales de radar hasta el impacto; por lo tanto, sabemos que algunos de los sistemas eléctricos funcionaron hasta entonces. Pero digamos que una de las turbinas se incendió al mismo tiempo que se producía una fuga de combustible. La mayoría supondría que con la fuga de combustible y la turbina en llamas habría una explosión y adiós el ala. O quizá no se llegó a producir la explosión, aunque por lo que se ve sí la hubo. El fuego habría ablandado el larguero hasta que se partió y el ala se desprendió. Eso tal vez explicaría lo que suponemos que le pasó al vuelo 3223, al menos en este momento. —Kaplan no parecía muy convencido.
    —¿Pero? —le preguntó Sawyer.
    Kaplan se frotó los ojos. Su rostro reflejaba la frustración que sentía.
    —No hay ninguna prueba de que la maldita turbina funcionara mal. Excepto por los daños obvios causados por el impacto contra el suelo y los desechos que se tragó de la explosión inicial, nada me induce a creer que un fallo de la turbina tuviera algo que ver con el accidente. Si hubo un incendio en la turbina, los procedimientos normales indican cortar el suministro de combustible al motor averiado y después cortarle la corriente. Las turbinas del L800 están equipadas con detectores de fuego automáticos y sistemas de extinción. Y, lo que es más importante, están montadas bajas, de forma que las llamas no lleguen a las alas o el fuselaje. Así que incluso si se producen dos catástrofes al unísono, una turbina incendiada y la fuga de combustible, las características del aparato y las condiciones ambientales reinantes a una altura de doce mil metros y a una velocidad de ochocientos kilómetros por hora, asegurarían que ambas no se uniesen. —Tocó el ala con la punta del pie—. Lo que digo es que no me jugaría la paga a que una turbina defectuosa tumbó a este pájaro. Hay algo más.
    Kaplan se arrodilló una vez más junto al borde dentado del ala.
    —Como ya te he dicho, hay una prueba clara de una explosión. Cuando revisé el ala por primera vez, pensaba en algún tipo de artefacto explosivo improvisado. Podría ser Semtex conectado a un temporizador o a un altímetro. El avión llega a una altura determinada y la bomba estalla. La explosión rompe la cubierta, de inmediato se produce la rotura de los remaches. Con un viento de centenares de kilómetros por hora, el ala se rompe por el punto más débil, con la misma facilidad con que te bajas la cremallera de la bragueta. Cede el larguero, y adiós. Caray, el peso de la turbina en esta sección del ala garantiza el resultado. —Hizo una pausa, al parecer con el propósito de estudiar más a fondo la parte interior del ala—. La cuestión es que tengo la impresión de que no utilizaron el detonante típico.
    —¿Por qué? —preguntó Sawyer.
    Kaplan señaló en el interior del ala la parte visible del depósito de combustible cerca del panel de control. Iluminó el punto con la linterna.
    —Mira esto.
    Se veía con toda claridad un agujero bastante grande. Alrededor de la perforación había unas manchas marrón claro y el metal aparecía ondulado y con burbujas.
    —Ya las vi antes —dijo Sawyer.
    —No hay manera de que un agujero como éste se pudiera hacer solo. Y en cualquier caso, lo hubiesen visto en la revisión previa antes de que despegara el avión —señaló Kaplan.
    Sawyer se calzó los guantes antes de tocar el metal.
    —Quizá se produjo durante la explosión.
    —Si fue así, es el único lugar donde ocurrió. No hay otras marcas como éstas en esta sección del ala, aunque hay combustible por todas partes. Eso excluye la explosión como causa. Pero creo que pusieron algo en la pared del tanque de combustible. —Kaplan hizo una pausa y se frotó las manos, nervioso—. Creo que pusieron algo con toda intención para hacer el agujero.
    —¿Un ácido corrosivo? —preguntó el agente especial.
    —Te apuesto una cena a que eso será lo que encontraremos, Lee. Los depósitos de combustible están hechos con una estructura de aleación de aluminio consistente en los largueros de delante y atrás y las partes superior e inferior del ala. El grosor de las paredes varía alrededor de la estructura. Hay varios ácidos capaces de corroer sin problemas una aleación blanda como ésta.
    —Vale, es ácido; pero tuvo que ser un ácido de acción lenta, y depende de la hora en que lo pusieran, para que el avión tuviera tiempo de elevarse.
    —Eso es —respondió Kaplan—. El radiofaro de respuesta envía continuamente la altitud del avión al control de tráfico aéreo. Sabemos que el aparato había alcanzado la altitud de crucero unos minutos antes de la explosión.
    —El tanque se perfora en algún punto durante el vuelo —añadió Sawyer, que continuaba con su razonamiento—. El combustible se derrama. Muy inflamable y explosivo. Entonces, ¿qué lo encendió? Quizá la turbina no estaba en llamas, pero ¿qué me dices del calor que desprende?
    —Ni hablar. ¿Sabes el frío que hace a doce mil metros de altura? Ríete de Alaska. Además, la cubierta del motor y los sistemas de refrigeración disipan casi todo el calor que sale de la turbina. Y puedes estar bien seguro de que el calor que genera no irá a parar al interior del ala. Recuerda que tienes metido allí dentro un maldito tanque de combustible. Está muy bien aislado. Además, si se produce una fuga, el combustible volará hacia atrás, y no hacia delante, y por debajo del ala donde está la turbina. No, si yo quisiera derribar un avión de esta manera, no me fiaría ni un pelo de utilizar el calor de la turbina como detonador. Me buscaría algo más seguro.
    —En el caso de producirse una fuga, ¿no se sellaría automáticamente? —preguntó Sawyer.
    —En algunas secciones del tanque la respuesta sería sí. Pero no es así en otras, incluida ésta donde tenemos el agujero.
    —De acuerdo, si lo derribaron como tú dices, y ahora mismo creo que tienes razón, tendremos que buscar a todos los que tuvieron acceso al aparato al menos durante las veinticuatro horas anteriores a su último vuelo. Habrá que ir con pies de plomo. Parece un trabajo interno, así que no debemos espantarlo. Si hay alguien más involucrado, quiero pillar hasta el último hijo de puta.
    Sawyer y Kaplan volvieron a sus coches. El hombre de la NTSB miró al agente especial.
    —Te veo muy dispuesto a aceptar mi teoría del sabotaje, Lee.
    Sawyer conocía un factor que hacía mucho más creíble la posibilidad de un atentado.
    —Tendremos que conseguir las pruebas —replicó sin mirar a su amigo—. Pero, sí, creo que tienes razón. Pensé lo mismo en cuanto encontraron el ala.
    —¿Por qué diablos haría alguien algo así? Entiendo que los terroristas secuestren o atenten contra un vuelo internacional, pero éste era un maldito vuelo interior. No lo entiendo.
    Sawyer le detuvo justo en el momento en que Kaplan iba a subir al coche.
    —Quizá te parezca más lógico si quieres matar a un tipo determinado y de una manera espectacular.
    —¿Derribar todo un avión para matar a un tipo? —exclamó Kaplan, incrédulo—. ¿Quién coño estaba a bordo?
    —¿Te suena el nombre de Arthur Lieberman?
    Kaplan pensó unos segundos sin resultado.
    —Me suena como muy conocido, pero no sé de qué.
    —Verás, si fueses un alto ejecutivo de un banco de inversiones, agente de Bolsa, o uno de los congresistas que forman parte del comité de economía y finanzas, lo sabrías. En realidad, era la persona más poderosa de Estados Unidos, quizá del mundo entero.
    —Creía que la persona más poderosa de este país era el presidente.
    —No —le corrigió Sawyer con una sonrisa severa—. Era Arthur Lieberman, el tipo con la S de Superman en el pecho.
    —¿Quién era?
    —Arthur Lieberman era el presidente de la Reserva Federal. Ahora es una víctima de homicidio junto con otras ciento ochenta más. Y tengo la corazonada de que era él el único al que querían matar.


    Capítulo 13
    Jason Archer no sabía dónde estaba. El viaje en la limusina le había parecido eterno, y DePazza, o como se llamase de verdad, le había vendado los ojos. El cuarto donde se encontraba era pequeño. Había una gotera en un rincón y el aire olía a moho. Se sentó en una silla desvencijada delante de la única puerta. No había ventanas. La única luz provenía de una bombilla colgada del techo. Le había quitado el reloj, así que no sabía qué hora era. Los secuestradores le traían comida a intervalos muy irregulares, cosa que dificultaba hacer un cálculo aproximado del tiempo transcurrido.
    Una de las veces, cuando le trajeron la comida, Jason había visto en la habitación contigua, que era idéntica a la que ocupaba, su ordenador portátil y el teléfono móvil sobre una mesita al lado de la puerta. Le habían quitado la maleta plateada. Ahora estaba convencido de que no había habido nada en ella. Comenzaba a ver claro lo que estaba pasando. ¡Caray, menudo gilipollas! Pensó en su esposa y en su hija, y deseó con desesperación estar con ellas otra vez. ¿Qué pensaría Sidney de lo que le había ocurrido? Apenas si conseguía comprender las emociones que debía sentir en estos momentos. Si él le hubiese dicho la verdad... Ahora podría ayudarle. Suspiró. El problema estaba en que decirle cualquier cosa la hubiese puesto en peligro. Eso era algo que él nunca haría, aunque significase no volver a verla nunca más. Se enjugó las lágrimas mientras aceptaba la idea de la separación eterna. Se levantó y estiró los músculos.
    Todavía no estaba muerto, si bien la catadura de sus captores no daba pie a muchas esperanzas. No obstante, a pesar de las precauciones habían cometido un error. Jason se quitó las gafas, las dejó en el suelo y las aplastó con el tacón del zapato. Recogió uno de los trozos de cristal, lo sujetó entre los dedos, se acercó a la puerta y golpeó.
    —Eh, ¿pueden darme algo de beber?
    —Calla. —La voz sonó enojada. No era DePazza, sino el otro hombre.
    —Escucha, maldita sea, tengo que tomar un medicamento y necesito algo con qué tragarlo.
    —Prueba con la saliva. —Era la misma voz. Jason oyó una carcajada.
    —Las píldoras son demasiado grandes —gritó Jason, con la esperanza de que alguien más pudiera oírle.
    —Jódete.
    Jason oyó cómo su interlocutor pasaba las páginas de una revista.
    —Fantástico, no me las tomo y me muero aquí mismo. Son para la presión alta y ahora mismo la mía está al máximo.
    Se oyó el ruido de una silla y el tintineo de unas llaves.
    —Apártate de la puerta.
    Jason lo hizo, pero no se alejó mucho. Se abrió la puerta. El hombre tenía las llaves en una mano y en la otra empuñaba una pistola.
    —¿Dónde tienes las píldoras? —preguntó con una mirada de desconfianza.
    —En la mano.
    —Muéstramelas.
    Jason meneó la cabeza.
    —No me lo creo.
    Mientras avanzaba, abrió la mano y la extendió. El hombre desvió la mirada y Jason aprovechó el descuido para descargar un puntapié contra la mano del hombre y la pistola voló por los aires.
    —¡Mierda! —chilló el pistolero.
    Se lanzó sobre Jason, que lo recibió con un gancho perfecto. El fragmento de cristal alcanzó al hombre en la mejilla. Soltó un aullido de dolor y retrocedió tambaleándose, con el rostro lleno de sangre que manaba de la herida con los bordes desgarrados.
    El hombre era grande, pero hacía mucho que los músculos habían comenzado a convertirse en grasa. Jason lo atacó con la fuerza de un martinete, y lo arrinconó contra la pared. La pelea duró hasta que Jason consiguió hacerlo girar y estrellarle la cara contra el muro. Otro golpe idéntico y dos tremendos puñetazos en los riñones bastaron para que el hombre cayera al suelo inconsciente.
    Jason recogió la pistola y se lanzó al otro cuarto. Con la mano libre recogió el ordenador y el teléfono móvil. Se detuvo un segundo para orientarse, vio otra puerta y se apresuró.
    Hizo una pausa para habituar los ojos a la oscuridad. Masculló una palabrota. Estaba en la misma nave, o en otra idéntica. Quizás el viaje en coche sólo había consistido en dar vueltas a la manzana. Bajó la escalera con mucho cuidado. La limusina no estaba a la vista. De pronto, oyó un ruido procedente del lugar de donde había venido. Corrió hacia la puerta levadiza y buscó desesperado el botón para abrirla. Volvió la cabeza al oír que alguien corría. Él también corrió hacia el extremo opuesto de la nave. Se ocultó detrás de una pila de bidones, dejó la pistola en el suelo y abrió el ordenador.
    Su ordenador era un último modelo con módem incorporado. Encendió el aparato y conectó el teléfono móvil al módem. Sudaba a mares mientras esperaba que el ordenador realizara las operaciones de arranque. Utilizó el ratón para dar las órdenes y luego, en la oscuridad —tenía tanta práctica que no le hacía falta mirar el teclado— escribió el mensaje. Estaba tan absorto en su trabajo que no oyó las pisadas detrás de él. Tecleó la dirección del correo electrónico del destinatario. Enviaba el mensaje a su propio buzón de America Online. Desgraciadamente, como aquellas personas que no recuerdan su número de teléfono porque nunca lo marcan, Jason, que no se enviaba correo electrónico a sí mismo, no tenía programada la dirección de su correo electrónico en el ordenador portátil. Lo recordaba, pero teclearlo significó la pérdida de unos segundos preciosos. Mientras sus dedos volaban sobre el teclado, un brazo le rodeó el cuello.
    Jason alcanzó a dar la orden de envío. El mensaje desapareció de la pantalla. Sólo por un instante. Vio pasar una mano por delante de su rostro que le arrebató el ordenador, con el teléfono móvil colgado del cable. Jason vio los dedos gruesos que apretaban las teclas para cancelar el mensaje.
    Descargó un puñetazo brutal contra la mandíbula del atacante. La mano que sujetaba el ordenador se aflojó y Jason consiguió recuperarlo junto con el teléfono. Lanzó un puntapié contra la barriga del hombre y echó a correr mientras el agresor caía de bruces al suelo. Con las prisas se olvidó de recoger la pistola.
    Jason corrió hacia el rincón más apartado de la nave; las pisadas de los perseguidores se oían por todas partes. Estaba claro que no tenía escapatoria. Pero aún podía hacer algo más. Se ocultó detrás de una escalera metálica, se puso de rodillas y comenzó a teclear. Un grito que sonó muy cerca le hizo levantar la cabeza bruscamente, y el dedo índice apretó la tecla incorrecta mientras escribía la dirección del correo electrónico del destinatario. Comenzó a escribir el mensaje, casi sin ver porque el sudor le escocía en los ojos. Le costaba trabajo respirar; tenía el cuello dolorido de la llave que le había hecho el atacante. Estaba todo tan oscuro que no se veía el teclado. Su mirada pasaba alternativamente de la pantalla a la oscuridad de la nave, donde los gritos y pisadas sonaban cada vez más cerca.
    No se daba cuenta de que la pequeña cantidad de luz que emitía la pantalla del ordenador era como un espectáculo de rayos láser en la oscuridad. El ruido de los hombres que corrían a unos tres metros más allá le obligó a interrumpir el mensaje. Apretó la tecla de envío y esperó la señal de confirmado. Después borró el archivo y el nombre del destinatario. No miró la dirección del correo electrónico mientras apretaba la tecla de borrar. A continuación, metió el ordenador y el teléfono debajo del último peldaño, y en un empujón, los lanzó contra la pared. No tuvo tiempo para hacer nada más porque los haces luminosos de varias linternas lo alumbraron de lleno. Se puso de pie lentamente, con la respiración entrecortada pero con una mirada desafiante.
    Unos minutos más tarde, la limusina salió de la nave. Jason estaba tirado en el asiento trasero, con varios cortes y morados en el rostro; respiraba con dificultad. Kennet Scales tenía el ordenador abierto y maldecía en voz alta mientras contemplaba la pantalla, incapaz de invertir el proceso ocurrido un poco antes. En un ataque de furia, arrancó el teléfono móvil del cable y lo golpeó contra la puerta de la limusina hasta hacerlo pedazos. Después sacó un teléfono móvil del bolsillo y marcó un número. Scales transmitió su informe. Archer se había puesto en contacto con alguien, había enviado un mensaje. Había un cierto número de posibles destinatarios a los que había que controlar y ocuparse de ellos de la forma más adecuada. Pero este problema podía esperar. Había otros más urgentes. Scales cortó la comunicación y miró al prisionero. Un segundo después Jason vio que la pistola le apuntaba a la frente.
    —¿A quién, Jason? ¿A quién le enviaste el mensaje?
    Jason consiguió normalizar la respiración mientras se apretaba las costillas doloridas.
    —Ni lo sueñes, tío. Ya puedes esperar sentado.
    Scales apoyó el cañón de la pistola en la cabeza de Jason.
    —¡Venga, gilipollas, aprieta el gatillo! —gritó Jason.
    El dedo de Scales inició el movimiento, pero entonces el pistolero se contuvo y de un empujón lanzó a Jason contra el respaldo del asiento.
    —Todavía no, Jason. ¿No te lo he dicho? Todavía tienes que hacer otro trabajito.
    Jason lo miró indefenso mientras Scales sonreía con una expresión sardónica.
    El agente especial Raymond Jackson echó un vistazo al entorno. Entró en la habitación y cerró la puerta. Meneó la cabeza, asombrado. Le habían descrito a Arthur Lieberman como un personaje de enorme influencia y una destacadísima carrera. Esta covacha no se ajustaba a la descripción. Miró la hora. El equipo del forense llegaría en cualquier momento para realizar una revisión a fondo. Aunque parecía poco probable que Arthur Lieberman conociera personalmente al que le había borrado del mapa en el cielo de Virginia, cuando se trataba de investigaciones de esta magnitud, había que explorar todas las posibilidades.
    Jackson entró en la cocina diminuta y en seguida llegó a la conclusión de que Lieberman no cocinaba ni comía allí. No había platos ni ollas en ninguno de los armarios. El único ocupante visible de la nevera era la bombilla eléctrica. La cocina, aunque vieja, no mostraba ninguna señal de uso reciente. Jackson echó una ojeada al salón y después fue al baño. Con la mano enguantada abrió con cuidado la puerta del botiquín. Contenía los habituales artículos de tocador, nada importante. Se disponía a cerrar la puerta-espejo cuando vio una botellita metida entre el desodorante y el tubo de pasta dentífrica. La etiqueta indicaba la dosis y el nombre del médico que lo había recetado. El agente no conocía el nombre de la droga. Jackson tenía tres hijos y era un experto casero en medicamentos sin receta para una multitud de enfermedades. Anotó el nombre del medicamento y cerró la puerta.
    El dormitorio de Lieberman era pequeño, y la cama era poco más que un catre. Había una mesa cerca de la ventana. Después de revisar el armario, se fijó en la mesa.
    Había varias fotos de dos hombres y una mujer con edades comprendidas entre los quince y los veinticinco años. Las fotos no eran recientes. Jackson decidió que eran los hijos de Lieberman.
    A continuación, se dedicó a los tres cajones. Uno estaba cerrado. El agente sólo tardó unos segundos en forzar la cerradura. En el interior había un manojo de cartas manuscritas sujetas con una banda elástica. La letra era clara y firme, y los textos claramente románticos. Lo único extraño era que ninguna estaba firmada. Jackson pensó en el detalle por unos instantes, y luego volvió a guardarlas en el cajón. Se entretuvo mirando aquí y allá hasta que una llamada a la puerta anunció la llegada del equipo forense.



    Capítulo 14
    Sidney aprovechó el tiempo que había estado sola en la casa para revisar hasta el último rincón, impulsada por una fuerza que no acababa de identificar. Estuvo sentada durante horas junto a la ventana de la cocina dedicada a repasar los años de matrimonio. Todos los detalles, incluso los más nimios, surgieron de las profundidades de su subconsciente. En ocasiones había esbozado una sonrisa al recordar algún episodio divertido. Sin embargo, esos instantes habían sido muy breves, y habían estado seguidos de desgarradores sollozos ante la verdad ineludible de que ya no habría más momentos divertidos con Jason.
    Por fin salió de su ensimismamiento. Se levantó, subió las escaleras y recorrió a paso lento el pasillo hasta el pequeño estudio de Jason. Observó el parco mobiliario y después se sentó delante del ordenador. Pasó la mano por la pantalla. Jason había querido a los ordenadores desde siempre. Ella sabía usarlos, pero aparte del procesador de textos y el correo electrónico, su conocimiento del mundo de la informática era muy limitado.
    Jason utilizaba mucho el correo electrónico y comprobaba el buzón electrónico cada día. Sidney no lo había comprobado desde la catástrofe. Decidió que era el momento de hacerlo. Sin duda, muchos de los amigos de su marido habrían enviado mensajes. Encendió el ordenador y contempló la pantalla mientras desfilaban una serie de números y palabras que, en su mayoría, no significaban nada para ella. La única cifra que reconoció fue el de la memoria disponible. Había muchísima. Jason había preparado el sistema a medida y le sobraba potencia.
    Miró la cifra de la memoria disponible. Sorprendida, se dio cuenta de que los tres últimos dígitos, 7, 3 y 0, representaban la fecha de nacimiento de Jason, 30 de julio. Contuvo la respiración para evitar una crisis de llanto. Abrió el cajón de la mesa y curioseó el contenido. Como abogado conocía muy bien todos los documentos y trámites que tendría que atender mientras se arreglaba la herencia de Jason. La mayor parte de sus propiedades eran conjuntas, pero así y todo habría mucho papeleo legal. Todo el mundo tenía que enfrentarse en algún momento a estas cosas, pero le parecía imposible tener que hacerlo de forma tan súbita.
    Removió los papeles y los diversos artículos de oficina, hasta que se decidió por coger una cosa. Aunque no lo sabía, era la tarjeta que Jason había dejado antes de irse al aeropuerto. La miró con atención. Parecía una tarjeta de crédito, pero llevaba estampado el nombre de Tritón Global seguido por el de Jason Archer y, por último, las palabras «Código restringido: nivel 6». Frunció el entrecejo. Nunca la había visto antes. Suponía que era algún pase de seguridad, pero no llevaba la foto de su marido. Se la metió en el bolsillo. Era probable que la compañía la reclamara.
    Accedió a la línea de America Online, escuchó la voz del ordenador que le anunciaba que tenía cartas en el buzón electrónico. Como había supuesto, había numerosos mensajes de los amigos. Comenzó a leerlos con el rostro bañado en lágrimas hasta que por fin perdió todo el deseo de acabar la tarea y se dispuso a salir del sistema. Dio un salto cuando otra carta electrónica apareció de pronto en la pantalla; iba dirigida a ArchieJW@aol.com, que era la dirección del correo electrónico de su marido. Al instante siguiente había desaparecido, como una idea picara que pasa fugazmente por la cabeza.
    Sidney apretó varias teclas de función y volvió a comprobar el buzón electrónico. Frunció el entrecejo al máximo cuando descubrió que estaba completamente vacío. Continuó con la mirada puesta en la pantalla. Comenzó a dominarla la sensación de que se había imaginado todo el episodio. Había sido tan rápido. Se frotó los ojos doloridos y permaneció sentada algunos minutos. Esperaba ansiosa que se repitiera, aunque no entendía el significado. La pantalla permaneció en blanco.
    Unos momentos después de que Jason Archer reenviara el mensaje, un nuevo mensaje electrónico fue anunciado por la voz del ordenador: «Tiene correspondencia». Esta vez el mensaje se mantuvo y fue archivado en el buzón. Sin embargo, este buzón no estaba en la vieja casa de piedra y ladrillo, ni tampoco en el despacho de Sidney en las oficinas de Tylery Stone. No había tampoco nadie en la casa para leerlo. El mensaje tendría que esperar.
    Sidney se levantó y salió del estudio. Por alguna razón, la súbita aparición del mensaje en la pantalla le había dado una esperanza absurda, como si Jason estuviera intentando comunicarse con ella, desde el lugar donde había ido a dar después de que el reactor se estrellara contra el suelo. ¡Estúpida!, se dijo a sí misma. Eso era imposible.
    Una hora más tarde, después de otra crisis de llanto, con el cuerpo deshidratado, cogió una foto de Amy. Tenía que cuidar de sí misma. Amy la necesitaba. Abrió una lata de sopa, encendió la cocina, calentó la sopa, la echó en un bol junto con un poco de concentrado de carne y se la llevó a la mesa. Consiguió tragar unas cuantas cucharadas mientras miraba las paredes de la cocina que Jason pensaba pintar aquel fin de semana, después de que ella se lo pidiera mil veces. Allí donde miraba, la sacudía un nuevo recuerdo, un estremecimiento de culpa. No podía ser de otra manera. Todo en este lugar contenía algo de ellos, algo de él.
    Notaba el paso de la sopa caliente por el esófago y en el estómago, pero su cuerpo se sacudía como un motor que se quedaba sin combustible. Cogió una botella de Gatorade de la nevera y bebió hasta que cesaron los temblores. No obstante, aunque el cuerpo comenzaba a calmarse, sentía que las fuerzas interiores se acumulaban una vez más.
    Se levantó de un salto, entró en la sala y encendió el televisor. Pasó de un canal a otro, y entonces se tropezó con lo inevitable: un informativo en directo desde el lugar del accidente. Se sintió culpable por la curiosidad de contemplar el suceso que le había arrebatado a su marido. Sin embargo, no podía negar que deseaba obtener información sobre la catástrofe, como si verlo desde una posición objetiva pudiese disminuir al menos temporalmente el terrible dolor que la destrozaba.
    La periodista estaba cerca del lugar del impacto. Al fondo continuaba el proceso de recogida. Sidney contempló cómo cargaban los restos y los clasificaban en diversas pilas. De pronto, casi se cayó de la silla. Un trabajador acababa de pasar directamente por detrás de la periodista que seguía con su parloteo. La bolsa de lona con las rayas cruzadas casi no presentaba daños, sólo estaba un poco chamuscada y sucia en los bordes. Incluso veía las iniciales en grandes letras de imprenta negras. La bolsa fue a parar a una pila con otras bolsas. Durante un instante terrible, Sidney Archer no se pudo mover. Tenía los miembros paralizados. Al momento siguiente se movía con la velocidad de un torbellino.
    Corrió escaleras arriba, se puso un vaquero y un suéter blanco grueso, botas de piel forradas y metió lo imprescindible en una maleta. Al cabo de unos pocos minutos sacaba el Ford del garaje. Por un momento, miró el Cougar convertible aparcado en la otra plaza. Jason lo había mimado durante casi diez años y su vejez siempre había resaltado por sus recuerdos de la felina elegancia del Jaguar. Incluso el Explorer parecía flamante comparado con el Cougar. El contraste siempre le había resultado gracioso. Pero esta noche no fue así. La cegó una nueva crisis de llanto y tuvo que pisar a fondo el freno.
    Comenzó a descargar puñetazos contra el salpicadero hasta que un dolor agudo le paralizó los antebrazos. Por fin, apoyó la cabeza en el volante mientras intentaba recuperar el aliento. Pensó que iba a vomitar cuando notó en la garganta el regusto ácido del concentrado de carne, pero se tragó la arcada. Unos segundos después encaraba la calle. Por un instante, miró su casa por el espejo retrovisor. Habían vivido allí durante casi tres años. Una casa maravillosa construida hacía cien años, con habitaciones grandes, molduras, suelo de roble y los suficientes recovecos secretos para que no fuese difícil encontrar un lugar tranquilo donde perderse en una triste tarde de domingo. Les había parecido un lugar fantástico para criar a sus hijos. Habían soñado con hacer tantas cosas... Tantas...
    Notó que la amenazaba otro ataque de llanto. Aceleró la marcha y llegó a la carretera. Diez minutos más tarde vio el cartel luminoso rojo y amarillo del McDonald's. Entró en el drive-in y pidió un café largo. Al bajar el cristal de la ventanilla se encontró ante el rostro pecoso de una jovencita larguirucha, con el pelo largo color caoba recogido en una cola de caballo, que con toda seguridad crecería para convertirse en una joven hermosa, como ocurriría con Amy. Sidney deseó que la jovencita todavía tuviera a su padre. Se estremeció una vez más al pensar que Amy había perdido el suyo.
    En menos de una hora se dirigía el oeste por la ruta 29, que cruzaba la ondulada campiña de Virginia en un ángulo de casi cuarenta y cinco grados y llegaba al límite con Carolina del Norte. Sidney había viajado multitud de veces por esta carretera cuando iba a la facultad de Derecho de la universidad de Virginia en Charlottesville. Era un trayecto encantador a través de los silenciosos campos de batalla de la Guerra Civil y las viejas granjas familiares que todavía funcionaban. Nombres como Brightwood, Locust Dale, Madison y Montpellier aparecían fugazmente en las señales de tráfico, y Sidney recordó los muchos viajes que ella y Jason habían hecho a Charlottesville para asistir a algún espectáculo. Ahora ninguna parte de la carretera o del campo le ofrecía consuelo.
    Continuó viajando. Sidney miró el reloj del salpicadero y se sorprendió al ver que era casi la una de la mañana. Pisó el acelerador y el Ford voló por la carretera desierta. Afuera, la temperatura bajaba cada vez más a medida que el terreno se hacía más alto. El cielo estaba encapotado y la única luz era la de los faros. Subió la calefacción y puso las luces largas.
    Una hora más tarde, echó una ojeada al mapa que tenía en el asiento. Se acercaba a la salida. Mantuvo el cuerpo tenso a medida que se aproximaba al punto de destino. Comenzó a contar los kilómetros que faltaban en el odómetro.
    Al llegar a Ruckersville se dirigió al oeste. Ahora estaba en el condado de Greene, rústico y rural, muy apartado del ritmo de vida que Sidney conocía y disfrutaba. La cabecera del condado era Standardville, que gracias al cráter del impacto y la tierra quemada aparecía ahora en las pantallas de televisión de medio mundo.
    Sidney salió de la carretera y miró a su alrededor para saber dónde estaba. Estaba rodeada por la oscuridad del campo. Encendió la luz interior y se acercó el mapa a la cara. Buscó las referencias y continuó por una desviación durante un par de kilómetros hasta llegar a una curva poblada de olmos, arces y robles gigantescos, más allá de la cual se extendía un campo de cultivo.
    Al final de la carretera, estaba aparcado un coche de la policía junto a un buzón torcido y oxidado. A la derecha del buzón comenzaba un camino de tierra con setos a cada lado. A lo lejos la tierra parecía brillar como una enorme cueva fosforescente.
    Había encontrado el lugar.
    A la luz de los faros vio que nevaba. Cuando se acercó un poco más, se abrió la puerta del coche patrulla y un agente vestido con un chaquetón naranja fosforescente salió del vehículo. Caminó hasta el Ford, iluminó con la linterna la placa de la matrícula y después hizo un recorrido por el resto del Explorer antes de detenerse en la ventanilla del conductor.
    Sidney inspiró con fuerza, apretó el botón y bajó el cristal.
    El rostro del agente apareció a la altura de su hombro. Llevaba un bigote salpicado de gris y las comisuras de los ojos aparecían marcadas de arrugas. Incluso debajo del chubasquero naranja, el tamaño de sus hombros y el pecho resultaba evidente. El agente echó una ojeada al interior del vehículo y después se centró en Sidney.
    —¿Puedo ayudarla, señora? —La voz denunció un cansancio que no sólo era físico.
    —Ven... vengo... —Se le quebró la voz. De pronto, se había quedado en blanco. Miró al hombre, movió los labios, pero las palabras no salieron.
    El policía aflojó los hombros.
    —Señora, hoy ha sido un día muy largo. He tenido que habérmelas con un montón de gente que se ha dejado caer por aquí que en realidad no tendrían que haber venido. —Hizo una pausa y miró el rostro de Sidney—. ¿Se ha perdido? —Su tono indicaba con toda claridad que no creía que se hubiera desviado del rumbo previsto.
    Sidney consiguió menear la cabeza. El miró su reloj.
    —Las furgonetas de la televisión se han ido a Charlottesville hace cosa de una hora. Se fueron a dormir. Le sugiero que haga usted lo mismo. Podrá ver y leer todo lo que quiera en la televisión y en los periódicos, créame. —Se apartó de la ventanilla, como una señal de que había acabado la conversación—. ¿Sabrá encontrar el camino de vuelta?
    Sidney asintió. El policía se llevó la mano al ala del sombrero al tiempo que caminaba hacia su coche. La joven dio la vuelta y comenzó a alejarse. Sólo había recorrido unos metros cuando miró por el espejo retrovisor, y entonces pisó el freno. El extraño resplandor la llamaba. Se apeó del todoterreno, fue hasta la parte de atrás para coger el abrigo y se lo puso.
    El policía, al ver que se acercaba, salió del coche patrulla. Tenía el chubasquero mojado por la humedad de la nieve. El pelo rubio de Sidney se cubrió con los copos a medida que arreciaba la tormenta.
    Antes de que el policía abriera la boca, Sidney levantó una mano.
    —Me llamo Sidney Archer. Mi marido, Jason Archer... —Sintió que le fallaba la voz; era la consecuencia de las palabras que iba a pronunciar. Se mordió el labio muy fuerte, y después añadió—: Estaba en el avión. La compañía aérea se ofreció a traerme, pero decidí venir por mi cuenta. No sé muy bien por qué, pero lo hice.
    El policía la miró, con una mirada mucho menos desconfiada; las puntas del bigote se doblaron como las ramas de un sauce llorón, los hombros erguidos se hundieron.
    —Lo siento, señora Archer, de verdad que lo siento. Las otras familias ya han estado por aquí. No se quedaron mucho. Los tipos de la comisión aérea no quieren ver a nadie por aquí en estos momentos. Volverán mañana para recorrer la zona en busca... en busca de... —Se interrumpió y miró al suelo.
    —Sólo he venido a ver... —También a ella se le quebró la voz. Miró al agente. Sidney tenía los ojos rojos, las mejillas hundidas, la frente congelada en una columna de arrugas. Aunque era alta, parecía una niña enfundada en un abrigo que le fuera grande, los hombros encorvados, las manos metidas hasta el fondo de los bolsillos, como si ella también estuviese a punto de desaparecer como Jason.
    La incomodidad del policía resultaba evidente. Miró primero el camino, después los zapatos y luego otra vez a ella.
    —Espere un momento, señora Archer. —Se metió en el coche y a continuación asomó la cabeza—. Suba, señora, no se quede bajo la nieve. Suba antes de que pille alguna cosa.
    Sidney entró en el coche patrulla. Olía a tabaco y a café rancio. Un ejemplar de la revista People estaba metido en la separación entre los dos asientos. Había una pequeña pantalla del ordenador de a bordo. El policía bajó el cristal de la ventanilla e iluminó con el reflector la parte trasera del Ford; a continuación, escribió algo en el teclado y observó un momento la pantalla antes de mirar a Sidney.
    —Acabo de escribir su número de matrícula. Tengo que confirmar su identificación, señora. No es que no la crea. No creo que haya venido hasta aquí en mitad de la noche sólo a pasar el rato. Lo sé, pero tengo que cumplir las normas.
    —Lo comprendo.
    En la pantalla apareció la información solicitada. El policía le echó un vistazo, cogió una hoja con una lista de nombres y la repasó. Miró a Sidney de reojo con una expresión de incomodidad.
    —¿Dijo que Jason Archer era su marido?
    Sidney asintió despacio. ¿Era? La palabra le sonó atroz. Notó que las manos comenzaban a temblarle incontroladas, y la vena en la sien izquierda latió más deprisa.
    —Tengo que asegurarme. Había otro Archer en el avión. Un tal Benjamín Archer.
    Por un momento recuperó la esperanza, pero enseguida volvió a la realidad. No había ningún error. Si lo hubiese habido, Jason la hubiese llamado. Él había estado en aquel avión. Por mucho que ella lo deseara, era la verdad. Miró hacia las luces distantes. Él estaba allí ahora. Seguía allí. Carraspeó.
    —Tengo una foto donde se me puede identificar. —Abrió la cartera y se la dio al agente.
    El policía miró el carné de conducir y entonces vio la foto de Jason, Sidney y Amy, tomada hacía un mes. La contempló durante unos segundos. Luego se apresuró a devolverle la cartera.
    —No necesito comprobar nada más, señora Archer. Hay un par de agentes apostados en el camino un poco más adelante —señaló a través de la ventanilla y un batallón de la Guardia Nacional estaba disperso por todas partes—.Todavía hay unos cuantos tipos de Washington dando vueltas, por eso hay tantas luces —Miró a Sidney—. No puedo abandonar mi puesto, señora Archer. —El policía se miró las manos. Ella siguió la mirada. Vio la alianza en la mano izquierda, el dedo tan gordo que era imposible sacar la sencilla sortija de oro sin tener que cortárselo. El agente frunció los párpados y una lágrima brilló en su mejilla. De pronto desvió la mirada, se nevó la mano a la cara y después la bajó.
    Arrancó el motor y puso el coche en marcha. Miró a su acompañante.
    —Comprendo que esté aquí, pero le recomiendo que no se quede mucho, señora Archer. No es..., bueno, no es un lugar para estar. —El coche patrulla se bamboleó por los baches del camino. El agente mantenía la mirada puesta en las luces lejanas—. Hay un diablo en el infierno y un dios en el cielo, y si bien el diablo se ha salido con la suya con ese avión, todos los pasajeros están ahora mismo con el Señor, todos ellos. Créame, y no deje que nadie le diga otra cosa.
    Sidney asintió casi sin darse cuenta. Deseaba de todo corazón que fueran ciertas.
    A medida que se acercaban a las luces, Sidney sintió que su mente se alejaba cada vez más.
    —Había una bolsa de lona con rayas azules entrecruzadas. Era de mi marido. Tenía sus iniciales: JWA. Se la compré para un viaje que hicimos hace varios años. —Sidney sonrió por un momento al recordarlo—. En realidad se trató de una broma. Habíamos discutido y era la bolsa más fea que encontré en la tienda. Y resultó que estaba encantado. —Se volvió bruscamente y vio la mirada de sorpresa del policía—. La vi en la televisión. Ni siquiera parecía dañada. ¿Hay alguna posibilidad de que pueda verla?
    —Lo siento, señora Archer. Ya se han llevado todo lo recogido. El camión vino hace cosa de una hora para llevarse la última carga del día.
    —¿Sabe dónde va?
    —Da lo mismo que lo sepa o no. —El policía meneó la cabeza—. No le dejarían acercarse. Supongo que se la devolverán cuando concluya la investigación. Pero por la pinta que tiene éste, podrían tardar años. Lo siento.
    Por fin el coche se detuvo a unos pasos de otro agente. El policía salió del coche y mantuvo una breve conversación con su colega; un par de veces señaló el coche patrulla donde estaba Sidney, que no podía apartar la mirada de las luces.
    Se sobresaltó cuando el agente asomó la cabeza por la ventanilla.
    —Señora Archer, puede bajar.
    Sidney abrió la puerta y se apeó del vehículo. Miró por un instante al otro agente, que asintió nervioso, con una mirada de dolor. Al parecer, el dolor reinaba por doquier. Estos hombres hubieran preferido estar en casa con sus familias. Aquí sólo había muerte; estaba en todas partes. Parecía pegarse a sus prendas como la nevada.
    —Señora Archer, cuando esté lista para marcharse, dígaselo a Billy y él me avisará por la radio. Yo vendré a recogerla.
    Mientras él caminaba de regreso al coche, Sidney lo llamó.
    —¿Cómo se llama?
    —Eugene, señora. Agente Eugene McKenna.
    —Gracias, Eugene.
    El policía asintió y acercó la mano al ala del sombrero.
    —Por favor, no se quede mucho tiempo, señora Archer.
    Billy la llevó hacia las luces con la mirada fija al frente. Sidney no sabía qué le había dicho el agente McKenna a su colega, pero notaba la angustia que emanaba de su cuerpo. Era un hombre delgado como un junco, joven, unos veinticinco años, pensó Sidney, y parecía nervioso y asqueado.
    Al cabo de unos minutos de marcha se detuvieron. Sidney vio a las personas que caminaban despacio por la zona. Había barreras y cintas de plástico amarillas de la policía por todas partes. A la luz de los focos, contempló el terreno devastado. Semejaba un campo de batalla en el que la tierra hubiera sufrido una tremenda herida. El agente le tocó el brazo.
    —Señora, tiene que quedarse por aquí. Esos tipos de Washington no quieren ver a nadie rondando por aquí. Tienen miedo de que alguien tropiece, ya sabe, que revuelva las cosas. —Inspiró con fuerza—. Hay cosas por todas partes, señora. ¡Por todas partes! Nunca había visto nada como esto y espero no volver a verlo en toda mi vida. —Una vez más miró a lo lejos—. Cuando esté lista, estaré allá. —Señaló en la dirección por donde habían venido y se marchó.
    Sidney se arrebujó en el abrigo y se quitó la nieve del pelo. Sin darse cuenta avanzó unos pasos, se detuvo, y volvió a avanzar. Vio las paletadas de tierra que volaban por el aire para formar nuevos montículos alrededor del agujero. Ella lo había visto mil veces en la televisión. El cráter de impacto. Decían que el avión entero estaba ahí dentro, y aunque sabía que era cierto, le resultaba imposible creerlo.
    El cráter de impacto. Jason también estaba allí. Era un pensamiento tan enquistado, tan desgarrador, que en lugar de sumirla en otra crisis de histeria, sencillamente la incapacitó. Cerró los ojos con fuerza y los volvió abrir. Los lagrimones rodaron por sus mejillas, y ella no se molestó en enjugarlos.
    No esperaba volver a sonreír nunca más.
    Incluso cuando se obligó a pensar en Amy, en la maravillosa niña que le había dejado Jason, consiguió que un rastro de felicidad disipara un poco la pena. Mantuvo la mirada al frente sin hacer caso del viento helado que la sacudía y le lanzaba el pelo sobre el rostro.
    Mientras miraba, un grupo de maquinaria pesada entró en el cráter, envueltos en las nubes negras de los tubos de escape y el sonido agudo de los motores. Las excavadoras y las palas mecánicas atacaron el pozo con más fuerza. Levantaban enormes cantidades de tierra y la volcaban en los camiones, que iban y venían por rutas marcadas en el terreno ya explorado. Ahora se imponía la velocidad por encima de todo lo demás, incluso a riesgo de ocasionar más daños a los restos del aparato. Lo que todos estaban desesperados por conseguir eran las cajas negras. Eso era más importante que preocuparse por convertir un fragmento de un par de centímetros en algo mucho más pequeño.
    Sidney advirtió que la nieve comenzaba a cuajar; otra preocupación añadida para los investigadores, pensó, al verles correr de aquí para allá con sus linternas, y que sólo se detenían para clavar banderitas en la tierra que se cubría de blanco. Cuando se acercó un poco más, distinguió las figuras vestidas de caqui de la Guardia Nacional que vigilaban sus sectores, con los fusiles al hombro, aunque sin dejar de mirar hacia el cráter. Como un poderoso imán, el lugar del accidente atraía la atención de todos. Al parecer, el precio que había que pagar por las innumerables alegrías de la vida era la amenaza constante de una muerte súbita e inexplicable.
    Dio otro paso y el pie tropezó con algo cubierto por la nieve. Se agachó para ver qué era, y recordó las palabras del policía joven: «Hay cosas por todas partes. ¡Por todas partes!». Se detuvo por un instante, pero luego continuó buscando con la curiosidad innata de los seres humanos. Un momento más tarde, corría a trompicones como un pelele descoyuntado por el camino de tierra mientras lloraba a moco tendido.
    No vio al hombre hasta que se lo llevó por delante. Los dos cayeron al suelo, él tan sorprendido como ella, o quizá más.
    —Joder —gruñó Lee Sawyer, que cayó de culo sobre un montículo, sin aire en los pulmones. Sidney, en cambio, se levantó de un salto y continuó la enloquecida carrera. Sawyer la siguió hasta que se le trabó la rodilla, una vieja secuela de la persecución de un atlético ladrón de bancos durante más de veinte largas manzanas sobre pavimento. «¡Eh!», le gritó mientras avanzaba a la pata coja y se masajeaba la rodilla. Alumbró con la linterna en dirección a la mujer.
    Sidney Archer volvió la cabeza y él alcanzó a ver su perfil en el arco de luz. Por una fracción de segundo captó la expresión de terror en sus ojos. Después ella desapareció.
    Sawyer regresó a paso lento al lugar donde la había visto por primera vez. Alumbró el suelo con la linterna. ¿Quién demonios era ella y qué estaba haciendo aquí? Entonces encogió los hombros. Probablemente era una vecina curiosa de la zona que había visto algo que ahora deseaba no haber visto. Un minuto más tarde, la linterna de Sawyer confirmó sus sospechas: Se agachó para recoger un zapatito de niña. Parecía diminuto e indefenso en su manaza. Sawyer miró hacia el lugar por donde había desaparecido Sidney y soltó un fuerte suspiro. Su corpachón comenzó a temblar sacudido por una furia descontrolada mientras contemplaba el terrible agujero en la tierra. Luchó por dominar el ansia de gritar a todo pulmón. Eran contadas las ocasiones a lo largo de su carrera en las que Lee Sawyer había deseado negar a las personas que había detenido la oportunidad de ser juzgadas por sus iguales. Esta era una de esas ocasiones. Rezó para que el día que encontrara a los responsables de este horrendo acto de violencia, ellos intentaran algo, cualquier cosa que le diera la más mínima ocasión de evitarle al país el coste y todo el circo informativo que produciría un juicio de esta clase. Se metió el zapatito en un bolsillo del abrigo y, renqueando, se alejó para ir a hablar con Kaplan. Era hora de volver a la ciudad. Tenía una cita en Washington por la tarde. La investigación de Arthur Lieberman debía comenzar.
    El agente McKenna miró ansioso a Sidney mientras la ayudaba a apearse del coche patrulla.
    —Señora Archer, ¿está segura de que no quiere que llame a alguien para que venga a buscarla?
    Sidney, blanca como un papel, con los miembros convulsos, las manos y las ropas sucias de tierra por la caída, meneó la cabeza con fuerza.
    —¡No! ¡No! —Se apoyó contra el coche. Le temblaban los brazos y los hombros, pero al menos había conseguido recuperar el equilibrio. Cerró la puerta del vehículo y comenzó a caminar con paso vacilante hacia el Ford. Vaciló y entonces se volvió. El agente McKenna, junto al coche, la miraba con atención.
    —¿Eugene?
    —¿Sí, señora?
    —Tenía usted razón. No es un lugar para quedarse mucho tiempo. —Pronunció las palabras con el tono hueco de alguien que ha perdido totalmente el espíritu. Se volvió una vez más, caminó hasta el Ford y entró en el coche.
    El agente Eugene McKenna asintió despacio. La nuez prominente se movió rápidamente arriba y abajo mientras él intentaba dominar las lágrimas. Abrió la puerta del coche patrulla y se desplomó en el asiento. Cerró la puerta para que el ruido de los sollozos no fuera más allá.
    Mientras Sidney emprendía el camino de regreso, sonó el teléfono móvil que tenía a su lado. El ruido totalmente inesperado le produjo tal sobresalto que estuvo a punto de perder el dominio del Explorer. Miró el aparato con una expresión de incredulidad. Nadie sabía dónde estaba. Echó un vistazo a su alrededor como si alguien la estuviese vigilando desde la oscuridad. Los árboles desnudos eran los únicos testigos de su viaje de regreso a casa. Por lo que ella sabía, era la única persona viva a la redonda. Extendió una mano y, lentamente, cogió el teléfono.


    Capítulo 15
    —Por amor de Dios, Quentin, son las tres de la mañana.
    —No te llamaría a menos que fuera realmente importante.
    —No tengo muy claro qué quieres que te diga. —La mano de Sidney tembló un poco mientras sostenía el teléfono móvil. Aminoró la marcha; había pisado el acelerador cada vez más a medida que continuaba la conversación hasta que se encontró viajando a una velocidad peligrosa por la angosta carretera.
    —Te lo acabo de decir. Oí que tú y Gamble hablabais en el viaje de regreso desde Nueva York. Creí que vendrías a mí, Sidney, no que irías a Gamble. —La voz era suave pero mostraba una cierta irritación.
    —Lo siento, Quentin, pero él me preguntó. Tú no.
    —Intentaba darte un respiro.
    —Te lo agradezco, de verdad. Pero Gamble se dirigió a mí. Se mostró muy amable, pero tuve que decirle algo.
    —¿Y tú le dijiste que no sabías por qué Jason estaba en ese avión? ¿Esa fue tu respuesta? ¿Que no tenías la menor idea de que estuviera en ese avión?
    Sidney intuyó otros pensamientos ocultos en sus palabras. ¿Cómo podía decirle a Rowe algo diferente a lo que le había dicho a Gamble? Incluso si le contaba la historia de Jason sobre el viaje a Los Ángeles, ¿cómo decirle que ahora sabía que Jason no había ido a entrevistarse con otra compañía? Estaba en una situación insostenible y no veía la forma de salir de ella. Decidió cambiar de tema.
    —¿Cómo se te ocurrió llamarme al coche, Quentin? —Le inquietaba saber que él había sido capaz de localizarla.
    —Llamé a tu casa, después a la oficina. El único lugar que quedaba era el coche —respondió él—. Si quieres que te diga la verdad, estaba preocupado por ti. Y... —Su voz se interrumpió bruscamente, como si hubiera decidido un instante demasiado tarde no comunicar su pensamiento.
    —¿Y qué?
    Rowe vaciló un momento, pero después se dio prisa en acabar la frase.
    —Sidney, no hace falta ser un genio para deducir la pregunta que todos queremos ver contestada. ¿A qué iba Jason a Los Ángeles?
    El tono de Rowe no dejaba lugar a dudas. Quería una respuesta a la pregunta.
    —¿Qué le importa a Tritón lo que él hacía en su tiempo libre?
    —Sid, a Tritón le importa todo lo que hacen sus empleados. —Rowe soltó un sonoro suspiro—. Hay compañías enteras que se pasan el día intentando robarnos la tecnología y los empleados. Tú lo sabes.
    Sidney enrojeció de furia.
    —¿Estás acusando a Jason de vender la tecnología de Tritón al mejor postor? Eso es absurdo y tú lo sabes.
    Su marido no estaba aquí para defenderse y ella no estaba dispuesta a dejar pasar la insinuación.
    —Yo no digo que lo piense, pero hay otros aquí que sí.
    —Jason nunca haría tal cosa. Se peló el culo trabajando para esa compañía. Tú eras su amigo. ¿Cómo se te ocurre hacer semejante acusación?
    —Vale, pero explícame qué estaba haciendo en un avión a Los Ángeles en lugar de estar pintando la cocina, porque estoy a punto de cerrar la compra que permitirá a Tritón guiar al mundo en el siglo XXI, y no puedo permitir que nada ni nadie me haga perder esa oportunidad porque no se repetirá.
    El tono de su voz era el apropiado para provocar la furia más total en Sidney Archer.
    —No puedo explicarlo. Ni siquiera intentaré explicarlo. No sé qué coño está pasando. Acabo de perder a mi marido, ¡maldita sea! No hay cadáver, no hay ropas. No queda nada de él y ¿tú estás sentado allí diciéndome que crees que él te estafaba? Que te den por saco.
    El Ford se salió un poco del camino y Sidney apeló a todas sus fuerzas para controlarlo. Aminoró la marcha cuando el vehículo se metió en un bache enorme. La sacudida fue tremenda. Cada vez le resultaba más difícil ver entre la nieve arremolinada por el viento.
    —Sid, por favor, tranquilízate. —De pronto la voz de Rowe tenía una nota de pánico—. Escucha, no pretendía inquietarte todavía más. Lo siento. —Hizo una pausa y después añadió deprisa—: ¿Puedo hacer algo por ti?
    —Sí, puedes decirles a todos los de Tritón que se vayan a tomar por el culo. Tú, el primero.
    Desconectó el teléfono y lo arrojó sobre el asiento. Lloraba tanto que tuvo que detenerse a un lado del camino. Temblaba como si estuviera sumergida en hielo. Por fin, se desabrochó el cinturón de seguridad y se tendió en el asiento con un brazo sobre el rostro durante unos minutos. Después arrancó otra vez el coche y continuó el viaje. A pesar del cansancio, pensaba a la misma velocidad que el motor del Explorer. Jason se había inquietado al saber que ella tenía una reunión en Nueva York. Probablemente tenía preparada la historia de la entrevista para un nuevo trabajo por si surgía una emergencia. Su encuentro con Nathan Gamble y compañía lo había calificado como tal. Pero ¿por qué? ¿En qué estaba metido? ¿Y todas aquellas noches de trabajar hasta la madrugada? ¿Las reticencias? ¿Qué había estado haciendo?
    Miró el reloj del salpicadero y vio que casi eran las cuatro. Su mente funcionaba a toda velocidad, pero no pasaba lo mismo con el resto. Apenas podía mantener los ojos abiertos y había llegado el momento de enfrentarse al problema de dónde pasar el resto de la noche. Se aproximaba a la ruta 29. Entró en la autopista y siguió hacia el sur en lugar de regresar al norte. Media hora más tarde, Sidney atravesó las calles desiertas de Charlottesville. Pasó por delante del Holiday Inn y otros alojamientos, y finalmente abandonó la ruta 29 para seguir por Ivy Road. No tardó mucho en llegar al Boar's Head Inn, uno de los mejores hoteles de la zona.
    En menos de veinte minutos, estaba acostada en una cómoda habitación con hermosas vistas que en esos momentos no le interesaban lo más mínimo. Qué día de pesadillas, todas ellas absolutamente reales, pensó antes de cerrar los ojos. Sidney Archer se quedó dormida cuando sólo faltaban dos horas para el amanecer.


    Capítulo 16
    A las tres de la mañana, hora de Seattle, comenzó a llover una vez más. El guardia refugiado en la pequeña garita acercó las manos y los pies al calefactor. En un rincón de la garita había una gotera; el agua se deslizaba por la pared y formaba un charco en la raída moqueta verde. El guardia miró la hora. Le faltaban cuatro horas para acabar el turno. Se sirvió el resto de café caliente que le quedaba en el termo y deseó estar bien abrigado en su cama. Las naves estaban alquiladas a diferentes compañías. Algunas de ellas estaban vacías, pero todas eran vigiladas por guardias armados las veinticuatro horas del día. La cerca metálica estaba coronada con alambre de espino, pero no era el alambre afilado como una navaja que instalaban en las prisiones. Había cámaras de vídeo ubicadas a intervalos regulares por todo el lugar. Era un lugar difícil de asaltar.
    Difícil pero no imposible.
    La figura estaba vestida de negro de la cabeza a los pies. Tardó menos de un minuto en escalar la cerca en la parte de atrás, y evitó sin problemas el alambre de espino. Después corrió al amparo de las sombras. El ruido de la lluvia borraba por completo los sonidos de su carrera. En la mano izquierda llevaba sujeto un artilugio electrónico en miniatura que provocaba interferencias. En el camino pasó por delante de tres cámaras de vídeo pero ninguna registró su imagen.
    Llegó a la puerta lateral de la nave 22, sacó una ganzúa de la mochila y la metió en la cerradura del candado. Tardó diez segundos en abrirlo.
    Subió los escalones metálicos de dos en dos después de echar una ojeada al interior con las gafas de visión nocturna. Entró en un cuarto pequeño y encendió la linterna. Sin perder ni un segundo, abrió el archivador y sacó la cámara de vigilancia. Quitó la cinta de vídeo, la metió en un bolsillo de la mochila, cargó la cámara con otra cinta nueva y la colocó otra vez en el archivador. Cinco minutos más tarde, el intruso se había marchado. El guardia todavía no había acabado su última taza de café.
    Amanecía cuando el Gulfstrean V despegó del aeropuerto de Seattle, y en unos minutos subió por encima de los nubarrones de tormenta. La figura vestida de negro llevaba ahora vaqueros y una sudadera, y dormía plácidamente en una de las lujosas butacas, con el pelo oscuro caído sobre el rostro juvenil. Al otro lado del pasillo, Frank Hardy, director de una empresa especializada en seguridad y contraespionaje industrial, leía con atención cada una de las páginas de un informe muy largo. Al alcance de la mano tenía un maletín de metal donde estaba guardada la cinta de vídeo de la cámara del archivador. Una azafata entró en la cabina y le sirvió otra taza de café. Hardy miró el maletín. Frunció el entrecejo y, en un gesto inconsciente, se pasó los dedos por las arrugas de la frente. Después, dejó a un lado el informe, se arrellanó en el asiento y miró a través de la ventanilla. Tenía mucho en qué pensar. En aquel momento no era un hombre feliz. Tensó y destensó los músculos de la barbilla y del vientre mientras el reactor volaba rumbo al este.
    El Gulstream alcanzó la altitud de crucero en su vuelo que acabaría en Washington D.C. Los rayos del sol se reflejaron en el distintivo de la compañía pintado en la cola. El águila rampante representaba a una organización sin igual. Era más conocida en el mundo que la Coca-Cola, más temida que la mayoría de las grandes multinacionales que, comparadas con ella, eran viejos dinosaurios que esperaban la llegada inevitable de la extinción. Como un águila, avanzaba intrépida hacia el siglo XXI, extendiéndose por todos los rincones del mundo.
    Tritón Global no se conformaba con menos.


    Capítulo 17
    Un guardia de seguridad escoltó a Lee Sawyer a través del enorme vestíbulo del Marriner Eccles Building, en Constitution Avenue, sede del consejo de administración de la Reserva Federal. Sawyer pensó que el lugar estaba a tono con el inmenso poder de su ocupante. Llegaron al segundo piso y caminaron por el pasillo hasta llegar a una puerta maciza. El escolta llamó y del interior les llegó una voz: «Adelante». El agente entró en el despacho. Las estanterías hasta el techo, los muebles oscuros y las molduras creaban un ambiente sombrío. Las pesadas cortinas estaban echadas. La luz de una lámpara de pantalla verde formaba un círculo sobre la mesa forrada de cuero. El olor a puro lo impregnaba todo. Sawyer casi veía las volutas de humo gris en el aire como apariciones fantasmales. Le recordaba los despachos académicos de algunos de sus viejos profesores universitarios. El fuego que chisporroteaba en el hogar proveía luz y calor a la habitación.
    Sawyer se despreocupó de todos estos detalles y fijó su atención en el hombre corpulento sentado al otro lado de la mesa que se giró en el sillón para mirar al visitante. El rostro ancho y sanguíneo albergaba unos ojos azul claro ocultos detrás de los párpados casi cerrados por la piel floja y las cejas más gruesas que Sawyer hubiese visto. El pelo era blanco y abundante, la nariz ancha con la punta más roja que el resto de la cara. Por un momento, Sawyer pensó risueño que se encontraba delante de Santa Claus.
    El hombretón se levantó y la voz sonora y educada flotó a través de la habitación para envolver a Lee Sawyer.
    —Agente Sawyer, soy Walter Burns, vicepresidente del consejo de administración de la Reserva Federal.
    Sawyer se acercó para estrechar la manaza. Burns era de su misma estatura pero pesaba como mínimo cincuenta kilos más. Se sentó en la silla que le señaló Burns. El agente se fijó que Burns se movía con una agilidad que era bastante frecuente en hombres tan corpulentos.
    —Le agradezco la atención de recibirme, señor.
    Burns observó al agente del FBI con una mirada penetrante.
    —A la vista de que el FBI está involucrado en este asunto, supongo que la caída de aquel avión no se debió a un fallo mecánico o algún otro problema similar.
    —En estos momentos, estamos comprobando todas las posibilidades. Todavía no hemos descartado ninguna, señor Bums —contestó Sawyer con el rostro impasible.
    —Me llamo Walter, agente Sawyer. Creo que podemos permitirnos el placer de emplear nuestros nombres de pila dado que ambos formamos parte de un sistema un tanto díscolo, conocido como el gobierno federal.
    —Mi nombre es Lee —dijo el agente con una sonrisa.
    —¿En qué puedo ayudarlo, Lee?
    El estrépito de la lluvia helada contra los cristales resonó en la habitación y una sensación gélida pareció invadir el ambiente. Burns se levantó para acercarse a la chimenea al tiempo que le indicaba a Sawyer que arrimara la silla. Mientras Burns echaba al fuego unas astillas guardadas en un cubo de latón, Sawyer abrió la libreta y repasó por encima algunas notas. Cuando Burns volvió a sentarse, Sawyer estaba preparado.
    —Me doy cuenta de que mucha gente no sabe qué hace la Reserva Federal. Me refiero a las personas fuera de los mercados financieros.
    Burns se frotó un ojo y a Sawyer le pareció oír una risita.
    —Si yo fuera un apostador, no dudaría en apostar a que más de la mitad de la población de este país ignora la existencia del Sistema de la Reserva Federal, y que nueve de cada diez no tiene idea de cuál es nuestro propósito. Debo confesar que este anonimato me resulta muy reconfortante.
    Sawyer hizo una pausa para después inclinarse hacia el hombre mayor.
    —¿Quién se beneficiaría con la muerte de Arthur Lieberman? No me refiero personalmente, sino al aspecto profesional. Como presidente de la Reserva.
    Burns abrió los párpados hasta donde pudo, que no era mucho.
    —¿Insinúa que alguien voló aquel avión para matar a Arthur? Si no le molesta que se lo diga, me parece un poco rebuscado.
    —No digo que sea ese el caso. No hemos descartado ninguna posibilidad, de momento. —Sawyer hablaba en voz baja, como si temiera que alguien pudiera oírle—. La cuestión es que he revisado la lista de pasajeros y su colega era el único personaje a bordo. Si fue un sabotaje, entonces el primer motivo sería matar al presidente de la Reserva.
    —O que fuese un atentado terrorista y que a Arthur le tocara la desgracia de estar a bordo.
    —Si lo consideramos un sabotaje —señaló Sawyer—, entonces no creo que la presencia de Lieberman en el avión sea una coincidencia.
    Burns se estiró en el sillón y acercó los pies a la chimenea.
    —¡Dios mío! —exclamó por fin con la mirada puesta en el fuego.
    Aunque parecía más propio de su persona verle vestido con traje y chaleco y una cadena de reloj sobre la panza, su vestuario —americana de pelo de camello, suéter azul oscuro de cuello redondo, camisa blanca con botones en el cuello, pantalón gris y mocasines negros— no desentonaba con su corpulencia. Sawyer se fijó en que los pies eran muy pequeños en relación al tamaño. Ninguno de los dos dijo nada durante un par de minutos. Por fin Sawyer rompió el silencio.
    —Supongo que no es necesario advertirle que todo lo que le he dicho es estrictamente confidencial.
    Burns volvió la cabeza para mirar al agente del FBI.
    —Guardar secretos es lo mío, Lee.
    —Por lo tanto, volvamos a mi pregunta: ¿quién se beneficia?
    Burns se tomó su tiempo para pensar la respuesta.
    —La economía de Estados Unidos es la más grande del mundo. Por lo tanto, allí donde va Estados Unidos, van todos los demás. Si un país hostil quisiera dañar nuestra economía o provocar un descalabro en los mercados financieros mundiales, cometer una atrocidad como ésta podría conseguir ese efecto. No dudo que los mercados sufrirán una conmoción tremenda si resulta que su muerte fue premeditada. —El vicepresidente meneó la cabeza entristecido—. Nunca pensé que viviría para ver ese día.
    —¿Hay alguien en este país que quisiera ver muerto al presidente de la Reserva? —preguntó Sawyer.
    —Desde que existe la Reserva se le han atribuido teorías conspirativas tan tremendas que no me cabe ninguna duda de que hay un puñado de personas en este país que se las creen a pies juntillas aunque sean inverosímiles.
    —¿Teorías conspirativas? —Sawyer entornó los párpados.
    Burns tosió y después se aclaró la garganta ruidosamente.
    —Hay quienes creen que la Reserva es una herramienta de la oligarquía mundial para mantener a los pobres en su lugar. O que recibimos órdenes de un selecto grupo de banqueros internacionales. Incluso me han contado una teoría según la cual somos servidores de seres extraterrestres infiltrados en los más altos cargos del gobierno. Por cierto, mi partida de nacimiento pone Boston, Massachusetts.
    —Caray, vaya locura.
    —Exacto. Como si una economía de siete billones de dólares que emplea a más de cien millones de personas pudiera ser dirigida en secreto por un puñado de banqueros.
    —¿Así que alguno de estos grupos podría haber conspirado para matar al presidente como represalia por una supuesta corrupción o injusticia?
    —Verá, hay pocas instituciones gubernamentales tan malinterpretadas y temidas por puro desconocimiento como el consejo de administración de la Reserva Federal. Cuando usted mencionó la posibilidad, dije que era rebuscada. Después de pensarlo unos minutos, debo decir que mi reacción inicial no fue la correcta. Pero volar un avión... —Burns volvió a menear la cabeza.
    —Quisiera saber algo más de los antecedentes de Lieberman —preguntó el agente en cuanto acabó de escribir unas notas.
    —Arthur Lieberman era un hombre de una inmensa popularidad en los principales círculos financieros. Durante años fue uno de los grandes ejecutivos de Wall Street antes de ingresar en la función pública. Arthur llamaba a las cosas por su nombre y, por lo general, no se equivocaba en sus juicios. Con una serie de maniobras magistrales, sacudió a los mercados financieros casi desde el momento en que asumió la presidencia. Les demostró quién era el jefe. —Burns hizo una pausa para echar otro leño al fuego—. De hecho, dirigió la Reserva de la manera que me agrada pensar que lo hubiese hecho yo de haber tenido la oportunidad.
    —¿Tiene alguna idea sobre quién podría suceder a Lieberman?
    —No.
    —¿Ocurrió algo inusual en la Reserva antes del viaje a Los Ángeles?
    Burns se encogió de hombros.
    —Tuvimos la reunión del FOMC el quince de noviembre, pero eso es algo normal.
    —¿El FOMC?
    —Federal Open Market Committee [Comité Federal de Mercado Abierto]. Es la junta que establece la política de la entidad.
    —¿Qué hacen en las reuniones?
    —A grandes rasgos, los siete miembros de la junta de gobernadores y los presidentes de cinco de los doce bancos de la Reserva Federal estudian los datos financieros pertinentes sobre la economía, y deciden si hay que tomar alguna medida respecto a la masa monetaria y los tipos de interés.
    —O sea que cuando la Reserva sube o baja los tipos, eso afecta a toda la economía. La contrae o la expande, ¿es así?
    —Al menos es lo que creemos —replicó Burns, sarcástico—. Aunque nuestras acciones no siempre han tenido los resultados que pretendíamos.
    —¿Así que no pasó nada extraño en la reunión?
    —No.
    —De todos modos, ¿podría informarme de lo que se dijo y quién lo dijo? Quizá le parezca irrelevante, pero encontrar el motivo nos ayudaría muchísimo a rastrear al que hizo esto.
    —Imposible. —La voz de Burns subió una octava—. Las deliberaciones son absolutamente confidenciales y no se pueden divulgar. Ni a usted ni a nadie.
    —Walter, no quiero insistir, pero con el debido respeto, si algo que se dijo en esa reunión es relevante para la investigación del FBI, esté seguro de que nos haremos con ella.— Sawyer le miró a los ojos hasta que Burns bajó la mirada.
    —Se distribuye un breve informe sobre las minutas de la reunión entre las seis y las ocho semanas después de celebrada —dijo Burns con voz pausada—, pero sólo después de celebrarse la siguiente. El resultado de las reuniones, se hayan tomado decisiones o no, se comunican a los medios informativos el mismo día.
    —Leí en el periódico que los tipos de interés no han variado.
    Burns frunció los labios mientras observaba a Sawyer.
    —Así es, no reajustamos los tipos de interés.
    —¿Cómo ajustan los tipos?
    —En realidad, hay dos tipos de interés que son controlados directamente por la Reserva. El Federal Funds Rate, que es el interés interbancario, o sea el interés que los bancos cobran a los otros bancos que piden dinero para hacer frente a los requerimientos de reservas. Si ese interés baja o sube, casi inmediatamente bajarán o subirán todos los intereses que cobran los bancos en sus operaciones. La Reserva fija el tope en las reuniones de la FOMC. Después el New York Federal Reserve Bank, a través de su bolsa de valores interior, vende o compra obligaciones del Estado, lo que a su vez restringe o expande el dinero disponible a los bancos, y asegura el mantenimiento del tipo de interés. A eso le llamamos sumar o restar liquidez. Así fue como Arthur cogió al toro por los cuernos: ajustando el tipo de interés interbancario de una manera que el mercado no podía anticipar. El segundo tipo de interés es el tipo de descuento, el interés que le cobra la Reserva a los bancos por los préstamos. Pero este tipo va vinculado a préstamos que se consideran de emergencia; por lo tanto, se lo conoce como la «ventanilla de la última esperanza». Los bancos que acuden a ella con demasiada frecuencia son sometidos a inspecciones, porque eso se considera como un signo de debilidad en los círculos bancarios. Por ese motivo, la mayoría de los bancos prefieren pedirse dinero entre ellos a un interés un poco más alto, ya que no hay ninguna crítica a esa vía de financiación.
    Sawyer decidió enfocar el tema desde otro ángulo.
    —De acuerdo. ¿Lieberman había actuado de forma extraña últimamente? ¿Le preocupaba alguna cosa? ¿Sabe si había recibido alguna amenaza?
    Burns meneó la cabeza.
    —¿El viaje a Los Ángeles era algo normal?
    —Muy normal. Arthur tenía una reunión con Charles Tiedman, presidente del banco de la Reserva Federal en San Francisco. Visitaba a todos los presidentes, y además él y Charles eran viejos amigos.
    —Un momento. Si Tiedman es presidente del banco en San Francisco, ¿por qué Lieberman iba a Los Ángeles?
    —Allí hay una sucursal de la Reserva. Además, Charles, y su esposa viven en Los Ángeles y Arthur iba a alojarse en su casa.
    —Pero ¿no se había visto con Tiedman en la reunión de noviembre?
    —Así es. Pero el viaje de Arthur a Los Ángeles estaba dispuesto con mucha antelación. Fue sólo una coincidencia que ocurriera inmediatamente después de la reunión del FOMC. Sin embargo, sé que estaba ansioso por hablar con Charles.
    —¿Sabe la razón?
    —Tendrá que preguntárselo a Charles.
    —¿Alguna cosa más que pueda ayudarme?
    Burns consideró la pregunta durante unos instantes, y después volvió a menear la cabeza.
    —No recuerdo nada en el pasado personal de Arthur que pueda haber conducido a esta abominación.
    —Le agradezco la información, Walter —dijo Sawyer mientras se levantaba y le tendía la mano a Burns.
    En el momento en que Sawyer se daba la vuelta, Burns le sujetó del hombro.
    —Agente Sawyer, la información que manejamos en la Reserva es tan enormemente valiosa que la más mínima filtración puede representar unos beneficios increíbles para algunas personas sin escrúpulos. Supongo que con los años me he vuelto muy reservado precisamente para evitar algo así.
    —Lo comprendo.
    Burns apoyó una mano regordeta sobre la puerta cuando el agente que acababa de abrocharse el abrigo se disponía a salir.
    —¿Qué? ¿Ya tiene algún sospechoso?
    El agente miró a Burns por encima del hombro.
    —Lo siento, Walter, en el FBI también tenemos secretos.
    Henry Wharton, sentado detrás de su mesa, golpeaba nervioso la moqueta con la punta del zapato. El socio gerente de Tylery Stone era bajo de estatura, pero un gigante en conocimientos legales. Bastante calvo y con un bigotito gris, era el retrato típico del socio principal de un gran bufete. Después de representar durante treinta y cinco años a la élite de las empresas norteamericanas, no era fácil de intimidar. Pero si había alguien capaz de intentarlo, era el hombre que tenía delante.
    —¿Así que eso fue todo lo que dijo? ¿Que no sabía que su marido estaba en el avión? —preguntó Wharton.
    Nathan Gamble se miró las manos con los ojos entrecerrados. Después miró a Wharton y el abogado se sobresaltó.
    —Eso fue lo único que le pregunté.
    —Comprendo. —Wharton meneó la cabeza apenado—. Cuando hablé con ella estaba destrozada. Pobrecita. Semejante choque, una cosa como ésa, tan inesperada. Y...
    Wharton se interrumpió al ver que Gamble se levantaba para ir hasta la ventana detrás de la mesa del abogado. El magnate contempló el panorama de Washington iluminado por el sol del mediodía.
    —Se me ha ocurrido, Henry, que te corresponde a ti hacer más preguntas.
    Puso una mano sobre el hombro de Wharton y lo apretó con suavidad.
    —Sí, sí —asintió Wharton—. Entiendo tu posición.
    Gamble se acercó a la pared del lujoso despacho donde estaban colgados numerosos diplomas de las universidades más prestigiosas.
    —Muy impresionante. Yo no acabé el instituto. —Miró al abogado por encima del hombro—. No sé si lo sabías.
    —No lo sabía —dijo Wharton en voz baja.
    —Pero creo que, a pesar de eso, no me ha ido tan mal.
    Gamble encogió los hombros.
    —Y que lo digas. Has triunfado en toda la línea.
    —Caray, empecé sin nada, y probablemente acabaré de la misma manera.
    —Es difícil de creer.
    Gamble se tomó un momento para enderezar uno de los diplomas. Se volvió otra vez hacia Wharton.
    —Pasemos a los detalles. Creo que Sidney Archer sabía que su marido estaba en aquel avión.
    —¿Piensas que te mintió? —Wharton le miró atónito—. No te ofendas, Nathan, pero no me lo creo.
    Gamble volvió a sentarse. Wharton iba a añadir algo más, pero el otro le hizo callar con una mirada.
    —Jason Archer —dijo el millonario— trabajaba en un gran proyecto: organizar todos los archivos financieros de Tritón para el trato con CyberCom. El tipo es un maldito genio de la informática. Tenía acceso a todo. ¡A todo! —Gamble señaló con un dedo por encima de la mesa. Wharton, nervioso, se frotó las manos pero continuó callado—. Ahora bien, Henry, tú sabes que necesito ese trato con CyberCom, al menos es lo que me dice todo el mundo.
    —Una unión absolutamente brillante —opinó Wharton.
    —Algo así. —Gamble sacó un puro y se tomó unos momentos para encenderlo. Lanzó una bocanada de humo hacia una esquina de la mesa—. En cualquier caso, por un lado tengo a Jason Archer, que conoce todo mi material, y por el otro tengo a Sidney Archer, que dirige mi equipo de negociadores. ¿Me sigues?
    Wharton frunció el entrecejo desconcertado.
    —Me temo que no, yo...
    —Hay otras compañías que quieren a CyberCom tanto como yo. Pagarían lo que sea para conocer los términos de mi acuerdo. Si los consiguen, me joderían vivo. Y no me gusta que me follen, al menos de esa manera. ¿Me comprendes?
    —Sí, desde luego, Nathan. Pero...
    —Y también sabes que una de las compañías que quiere meterle mano a CyberCom es RTG.
    —Nathan, si estás sugiriendo que...
    —Tu bufete también representa a RTG —le interrumpió el otro.
    —Nathan, ya sabes que nos hemos ocupado de eso. Este bufete no está representando a RTG en su oferta por CyberCom en ningún aspecto.
    —Philip Goldman todavía es socio de aquí, ¿no? Y todavía es el principal abogado de RTG, ¿verdad?
    —Desde luego. No podíamos pedirle que se marchara. Sólo se trataba de un conflicto entre clientes y uno que ha sido más que sobradamente compensado. Philip Goldman no está trabajando con RTG en su oferta por CyberCom.
    —¿Estás seguro?
    —Segurísimo —afirmó Wharton sin vacilar.
    Gamble se alisó la pechera de la camisa.
    —¿Tienes vigilado a Goldman las veinticuatro horas del día, le has pinchado los teléfonos, lees su correspondencia, sigues a sus socios?
    —No, claro que no.
    —Entonces, no puedes estar seguro de que no trabaja para RTG y en contra de mí, ¿verdad?
    —Tengo su palabra —replicó Wharton—. Y tenemos algunos controles.
    Gamble jugó con el anillo que llevaba en uno de los dedos.
    —En cualquier caso, no puedes saber en qué están metidos tus otros socios, incluida Sidney Archer, ¿no es así?
    —Ella es una de las personas más íntegras que conozco, por no mencionar que es una mente brillante —afirmó Wharton, enfadado.
    —Sin embargo, ella no tenía ni puñetera idea de que su marido viajaba en un avión a Los Ángeles, donde da la casualidad que RTG tiene la oficina central. Eso es mucha coincidencia, ¿no te parece?
    —No puedes culpar a Sidney por las acciones de su marido.
    Gamble se quitó el puro de la boca y con un gesto parsimonioso se limpió un resto de ceniza de la solapa de la chaqueta.
    —¿Cuánto le facturas al año a Tritón, Henry? ¿Veinte millones, cuarenta? Puedo conseguir la cifra exacta cuando regrese a la oficina. Ronda esa cantidad, ¿no? —Gamble se puso de pie—. Tú y yo nos conocemos desde hace años. Conoces mi estilo. Si alguien cree que puede aprovecharse de mí, se equivoca. Quizá me llevará algún tiempo, pero si alguien me apuñala, se lo devuelvo por partida doble. —Gamble dejó el puro en un cenicero, apoyó las manos sobre la mesa y se inclinó hacia delante hasta poner la cara a un palmo del rostro de Wharton—. Si pierdo CyberCom porque mi propia gente me ha vendido, cuando salga a por los responsables seré como el Misisipí cuando se desborda. Habrá muchas víctimas potenciales, la mayoría personas inocentes, pero no me preocuparé en averiguar cuáles son. ¿Me comprendes? —Gamble hablaba en voz baja y tranquila, pero, de todas maneras, Wharton sintió como si le hubiesen dado un puñetazo.
    Wharton tragó saliva mientras miraba los ojos brillantes del magnate.
    —Sí, creo que sí.
    Gamble se puso el abrigo y recogió la colilla del puro.
    —Que pases un buen día, Henry. Cuando hables con Sidney, dale recuerdos míos.
    Era la una de la tarde cuando Sidney salió del aparcamiento del Boar's Head y se dirigió otra vez a la Ruta 29. Pasó por delante del viejo Memorial Gymnasium, donde en otros tiempos se había agotado haciendo gimnasia y jugando a tenis entre clase y clase de derecho. Metió el coche en el aparcamiento del Córner, uno de los centros comerciales favoritos de los estudiantes, donde había numerosas librerías, restaurantes y bares.
    Entró en una cafetería, pidió un café y compró un ejemplar del Washington Post. Ocupó una de las mesas de madera y echó una ojeada a los titulares. Casi se cayó de la silla.
    El titular ocupaba toda la plana como correspondía a la importancia de la noticia: EL PRESIDENTE DE LA RESERVA FEDERAL, ARTHUR LlEBERMAN, MUERTO EN UN ACCIDENTE AÉREO. Junto al titular había una foto de Lieberman. Sidney se sorprendió ante la mirada penetrante del hombre.
    Leyó el artículo en un santiamén. Lieberman había sido uno de los pasajeros del vuelo 3223. Viajaba todos los meses a Los Ángeles para entrevistarse con Charles Tiedman, presidente del banco de la Reserva en San Francisco. El fatídico vuelo de la Western Airlines había sido uno de esos viajes habituales. Gran parte del artículo glosaba la ilustre carrera financiera de Lieberman y el respeto que le había dispensado el mundo económico. Por cierto, la noticia oficial de la muerte no se había comunicado hasta ahora, porque el gobierno estaba haciendo todo lo posible para evitar el pánico en la comunidad financiera. A pesar de ello, las bolsas de todo el mundo habían comenzado a bajar. El artículo concluía con la noticia de que el funeral tendría lugar el domingo siguiente en Washington.
    Había más información sobre el accidente aéreo en las páginas interiores. No se había descubierto nada nuevo, y el NTSB continuaba con las investigaciones. Se tardaría más de un año en averiguar por qué el vuelo 3223 había acabado en un campo de maíz y no en la pista del aeropuerto de Los Ángeles. El tiempo, un fallo mecánico, un sabotaje y mil cosas más estaban siendo estudiadas, pero por ahora no había nada concreto.
    Sidney se acabó el café, dejó el periódico a un lado y sacó el teléfono móvil del bolso. Marcó el número de la casa de sus padres y habló durante un rato con su hija. Costaba que Amy dijera algo, porque todavía le daba vergüenza hablar por teléfono. Después, habló con sus padres. A continuación, llamó a su casa y escuchó los mensajes del contestador automático. Había muchos, pero uno destacaba por encima de todos los demás: el de Henry Wharton. Tylery Stone le había dado generosamente todo el tiempo que hiciera falta para enfrentarse a la catástrofe personal, aunque Sidney estaba convencida de que no tendría bastante con el resto de su vida. La voz de Henry había sonado preocupada, incluso nerviosa. Ella sabía lo que significaba: Nathan Gamble le había hecho una visita.
    Se apresuró a marcar el número del bufete y le pasaron con el despacho de Wharton. Hizo todo lo posible para controlar los nervios mientras esperaba que él cogiera el teléfono. Wharton podía ser implacable o un gran consejero, dependiendo de si se contaba con su favor o no. El había sido siempre uno de los grandes partidarios de Sidney. Pero ¿y ahora? Respiró con fuerza cuando él se puso al aparato.
    —Hola, Henry.
    —Sid, ¿cómo estás?
    —Si quieres que te diga la verdad, bastante aturdida.
    —Quizás eso sea lo mejor. Por ahora. Lo superarás. Te puede parecer que no, pero lo conseguirás. Eres fuerte.
    —Gracias por el apoyo, Henry. Siento mucho haberte dejado en la estacada. Con todo el asunto de CyberCom por medio.
    —Lo sé, Sidney. No te preocupes.
    —¿Quién se ha hecho cargo? —Quería evitar meterse de cabeza en el tema de Gamble.
    Wharton tardó unos momentos en contestar. Cuando lo hizo, su voz era mucho más baja.
    —Sid, ¿qué opinas de Paul Brophy?
    La réplica la pilló por sorpresa, pero le proporcionó un alivio. Quizás estaba en un error y Gamble no había hablado con Wharton.
    —Me gusta Paul, Henry.
    —Sí, sí, lo sé. Es un tipo agradable, trae buenos clientes y conoce el oficio.
    —¿Quieres saber si sirve para llevar las negociaciones con CyberCom?
    —Como sabes, ha participado en todo hasta ahora. Pero las cosas están en otro nivel. Quiero mantener limitado el número de abogados. Ya sabes por qué. No es ningún secreto que puede haber un conflicto de intereses con Goldman como representante de RTG. No quiero la menor insinuación de conflicto. También quiero gente en el equipo que aporte cosas al proceso. Quiero saber tu opinión sobre él en esas circunstancias.
    —¿Esta conversación es confidencial?
    —Absolutamente.
    Sidney contestó con autoridad, satisfecha de estar analizando algo que no tuviera que ver con su pérdida personal.
    —Henry, sabes tan bien como yo que este tipo de acuerdos son como partidas de ajedrez. Tienes que calcular cinco o diez jugadas por anticipado. Y no hay segunda oportunidad. A Paul le espera un futuro brillante en la firma, pero no tiene la amplitud de visión ni la atención por el detalle. No encaja en el equipo que negocia los últimos tramos de la compra de CyberCom.
    —Gracias, Sidney, es lo mismo que pensaba yo.
    —Henry, no creo que mis comentarios sean nada extraordinarios. ¿Por qué lo consideraron?
    —Digamos que manifestó un interés muy grande por encabezar el equipo. No es difícil adivinar la razón. Sería una medalla de honor para cualquiera.
    —Ya veo.
    —Voy a encargarle el asunto a Roger Egert.
    —Es un experto en adquisiciones de primera fila.
    —Hasta ahora ha complementado muy bien tu trabajo en el tema. Creo que sus palabras exactas fueron: «Estoy en la posición perfecta». —Wharton hizo una pausa—. Me desagrada tener que pedírtelo, Sidney, de verdad.
    —¿Qué, Henry? —Sidney oyó el suspiro.
    —Verás, me había prometido a mí mismo que no lo haría, pero resulta que eres indispensable. —Volvió a interrumpirse.
    —Henry, por favor, ¿qué es?
    —¿Podrías tomarte un momento para hablar con Egert? Lo tiene casi todo controlado, pero unos minutos de charla contigo sobre los aspectos estratégicos y prácticos serían valiosísimos. No te lo pediría, Sidney, si no fuera de vital importancia. De todos modos, tendrías que hablar con él para darle el código de acceso al archivo del ordenador central.
    Sidney cubrió el micrófono del teléfono con la mano y suspiró. Henry no lo hacía con mala intención, pero el negocio estaba por encima de todo lo demás.
    —Le llamaré hoy mismo, Henry.
    —No me olvidaré de este favor, Sidney.
    Sidney salió del café porque había muchas descargas estáticas que dificultaban la comunicación. En el exterior, el tono de Wharton había cambiado un poco.
    —Esta mañana recibí la visita de Nathan Gamble.
    Sidney dejó de caminar y se apoyó contra la pared de ladrillos del café. Cerró los ojos y apretó los dientes hasta que le dolieron.
    —Me sorprende que haya esperado tanto, Henry.
    —Digamos que estaba un poco inquieto, Sid. Está firmemente convencido de que le mentiste.
    —Henry, sé que esto pinta mal. —Sidney vaciló y entonces decidió decir la verdad—. Jason me dijo que tenía una entrevista para un nuevo trabajo en Los Ángeles. Era obvio que no quería que Tritón se enterara. Me hizo jurar que guardaría el secreto. Por eso no se lo dije a Gamble.
    —Sid, tú eres la abogada de Tritón. No hay secretos...
    —Venga, Henry, estamos hablando de mi marido. Que quisiera cambiar de trabajo no iba a perjudicar a Tritón. Y no tenía un contrato vinculante.
    —En cualquier caso, Sidney, y me duele decirlo, pero no creo que hayas ejercido tu mejor juicio en el asunto. Gamble me insinuó con mucha insistencia sus sospechas de que Jason estaba robando secretos de la empresa.
    —¡Jason jamás haría eso!
    —Ésa no es la cuestión. Es como lo ve el cliente. Mentirle a Gamble no ayuda al asunto. ¿Sabes lo que le pasaría a la firma si retira la cuenta de Tritón? Y no creas que no lo haría. —La voz de Wharton sonaba cada vez más alta.
    —Henry, cuando Gamble quiso llamar a Jason, no tuve más de dos segundos para decidir.
    —Entonces, por Dios bendito, ¿por qué no le dijiste a Gamble la verdad? Como has dicho, a él no le hubiera importado.
    —¡Porque unos segundos más tarde descubrí que mi marido había muerto!
    Ninguno de los dos dijo nada, pero la tensión era evidente.
    —Ahora ha pasado algún tiempo —le recordó Wharton—. Si no querías decírselo a ellos, podrías haber confiado en mí. Me hubiera hecho cargo del tema por ti. En cualquier caso, creo que todavía podré arreglar las cosas. Gamble no puede acusarnos a nosotros porque tu marido quisiera cambiar de trabajo. No estoy muy seguro de que Gamble quiera que lleves sus asuntos en el futuro. Quizá resulte beneficioso que te tomes unos días. Ya se calmará. Lo llamaré ahora mismo.
    —No puedes contarle a Gamble lo de la entrevista de trabajo, Henry —dijo Sidney con una voz apenas audible. Notaba como si un puño gigantesco le estuviese oprimiendo el pecho.
    —¿Qué has dicho?
    —No puedes contárselo.
    —¿Te importaría decirme por qué?
    —Porque descubrí que Jason no tenía ninguna entrevista con otra compañía. Al parecer... —hizo una pausa para contener un sollozo—... me mintió.
    Cuando Wharton volvió a hablar, su tono apenas disimulaba el enojo.
    —No sé cómo decirte el daño irreparable que esta situación puede provocar y que quizá ya ha provocado.
    —Henry, no sé lo que está pasando. Te he contado todo lo que sé, que no es mucho.
    —¿Qué se supone que debo decirle a Gamble? Espera una respuesta.
    —Échame la culpa a mí, Henry. Dile que no estoy localizable. Que no devuelvo las llamadas. Que estás trabajando en el tema y que yo no volveré al despacho hasta que tú llegues al fondo del asunto.
    Wharton consideró la propuesta durante unos segundos.
    —Supongo que funcionaría. Al menos, de momento. Te agradezco que asumas la responsabilidad de la situación, Sidney. Sé que no es culpa tuya, pero la firma no debe sufrir. Esta es mi preocupación principal.
    —Lo comprendo, Henry. Mientras tanto, haré todo lo posible por descubrir qué está pasando.
    —¿Crees que podrás? —Dadas las circunstancias, Wharton se sintió obligado a plantear la pregunta, aunque estaba seguro de la respuesta.
    —¿Tengo otra elección, Henry?
    —Te deseamos toda la suerte del mundo, Sidney. Llama si necesitas cualquier cosa. En Tylery Stone somos una gran familia. Nos ayudamos los unos a los otros.
    Sidney apagó el teléfono y lo guardó en el bolso. Las palabras de Wharton le habían hecho mucho daño, pero quizás ella se comportaba como una ingenua. Ella y Henry eran colegas y amigos hasta cierto punto. La conversación telefónica había resaltado la superficialidad de la mayoría de las relaciones profesionales. Mientras uno era productivo, no causaba problemas y engordaba la cuenta de resultados, no había ninguna pega. Ahora, convertida en viuda con una hija, debía procurar que su carrera de abogada no acabara bruscamente. Tendría que añadir este problema a todos los demás.
    Siguió por la acera de ladrillos, atravesó Ivy Road y se dirigió hacia el famoso edificio Rotunda de la universidad. Cruzó también por los prados del campus, donde vivían los estudiantes de élite alojados en cuartos que habían cambiado muy poco desde los tiempos de Thomas Jefferson y que contaban con las chimeneas como única fuente de calefacción. La belleza del campus siempre la había encantado. Ahora, apenas se fijó. Tenía muchas preguntas, y era el momento de conseguir algunas respuestas. Se sentó en la escalera del Rotunda y una vez más sacó el teléfono del bolso. Marcó un número. El teléfono sonó dos veces.
    —Tritón Global.
    —¿Kay? —preguntó Sidney.
    —¿Sid?
    Kay Vincent era la secretaria de Jason. Una mujer cincuentona y regordeta, que había adorado a Jason y que incluso había hecho de canguro para Amy en varias ocasiones. A Sidney le había caído bien desde el principio. Ambas compartían opiniones comunes sobre la maternidad, el trabajo y los hombres.
    —Kay, ¿cómo estás? Lamento no haberte llamado antes.
    —¿Cómo estoy? Oh, Dios, Sidney, lo siento mucho. Terriblemente.
    Sidney oyó cómo el llanto comenzaba a ahogar la voz de la mujer mayor.
    —Lo sé, Kay, lo sé. Ha sido todo tan repentino. Ha...
    Se le quebró la voz, pero entonces se armó de valor. Tenía que averiguar varias cosas, y Kay Vincent era la fuente más honesta a la que podía recurrir.
    —Kay, tú sabías que Jason se iba a tomar unos días libres.
    —Así es. Dijo que pintaría la cocina y arreglaría el garaje. Llevaba una semana hablando de lo que haría.
    —¿Nunca te mencionó el viaje a Los Ángeles?
    —No. Me quedé de piedra cuando oí que él estaba en el avión.
    —¿Alguien te ha hablado de Jason?
    —Muchísima gente. Todo el mundo lo lamenta.
    —¿Qué me dices de Quentin Rowe?
    —Ha estado aquí varias veces —Kay hizo una pausa y después preguntó—: Sid, ¿a qué vienen tantas preguntas?
    —Kay, esto tiene que quedar entre tú y yo, ¿vale?
    —De acuerdo —asintió Kay sin muchas ganas.
    —Creía que Jason iba a Los Ángeles para una entrevista de trabajo con otra compañía porque eso fue lo que me dijo. Ahora acabo de descubrir que no era cierto.
    —¡Dios mío!
    Mientras Kay digería la noticia, Sidney arriesgó otra pregunta.
    —Kay, ¿hay alguna razón para que Jason mintiera? ¿Se comportaba como siempre en el trabajo?
    Esta vez la pausa fue bastante larga. Sidney se movió inquieta en los escalones. El frío de los ladrillos comenzaba a entumecerle las nalgas. Se levantó bruscamente.
    —Sid, tenemos unas normas muy estrictas respecto a hablar sobre asuntos de la compañía. No quiero meterme en líos.
    —Lo sé, Kay. Soy una de las abogadas de Tritón, no lo olvides.
    —Verás, esto es un poco diferente. —De pronto, la voz de Kay desapareció de la línea. Sidney se preguntó si habría cortado, pero entonces reapareció la voz—. ¿Puedes llamarme esta noche? No quiero hablar de esto en horas de trabajo. Estaré en casa alrededor de las ocho. ¿Tienes el número?
    —Lo tengo, Kay. Gracias.
    Kay Vincent colgó sin decir nada más.
    Jason casi nunca hablaba con Sidney de su trabajo en Tritón, aunque ella, como abogada de Tylery Stone, estaba inmersa en numerosos temas relacionados con la compañía. Su marido se tomaba muy en serio las responsabilidades éticas de su posición. Siempre había tenido mucha trabajo en no poner a Sidney en una situación comprometida. Al menos hasta ahora. La joven caminó a paso lento hasta el aparcamiento.
    Pagó al encargado y se encaminó hacia el coche. Se volvió de pronto pero el hombre ya había desaparecido a la vuelta de la esquina. Sin perder ni un segundo se dirigió a la calle paralela al garaje y echó una ojeada. No había nadie a la vista. Sin embargo, había numerosas tiendas y podía haber entrado en cualquiera.
    Lo había sorprendido mirándola mientras ella estaba sentada en los escalones del Rotunda. El hombre estaba detrás de uno de los árboles. Atenta a su conversación con Kate, lo había descartado como un tipo que la observaba por las razones más obvias. Era alto, alrededor del metro ochenta, delgado y vestido con un abrigo azul. Las gafas oscuras y el cuello del abrigo levantado ocultaban sus facciones. Llevaba un sombrero marrón, aunque Sidney alcanzó a ver que tenía el pelo claro, quizá rubio rojizo. Por un momento, se había preguntado si la paranoia acababa de sumarse a su cada vez más larga lista de problemas. Ahora no tenía tiempo para preocuparse del desconocido. Tenía que volver a casa. Al día siguiente iría a buscar a su hija. Entonces recordó que su madre había mencionado el funeral de Jason. Ya se habrían ocupado de todos los detalles. Entre todo el misterio que rodeaba el último día de su marido, el recuerdo del funeral le hizo sentir otra vez la terrible realidad: Jason estaba muerto. No tenía importancia cómo la había engañado, o las razones por las que lo había hecho. Él ya no estaba. Sidney emprendió el regreso a casa.


    Capítulo 18
    Un viento helado azotaba el lugar del desastre mientras los nubarrones comenzaban a tapar el cielo azul brillante. Una legión de personas recorrían la zona marcando los restos con banderitas rojas, que formaban un mar carmesí en el campo de maíz. Cerca del cráter había una grúa con una cesta colgada del cable, con capacidad suficiente para dos hombres. Otra grúa situada en el borde había bajado una cesta idéntica hasta las profundidades del agujero. Del cráter salían más cables conectados a cabrestantes montados en camiones. Aparcada un poco más allá, había una flota de maquinaria pesada que esperaba la orden para la excavación final del cráter. Todavía no habían dado con la pieza más importante: las cajas negras.
    Fuera del límite marcado por las vallas amarillas, habían instalado unas cuantas tiendas de campaña. Servían de depósito para las partes recogidas y que eran sometidas a un análisis in situ. En una de las tiendas, George Kaplan servía dos tazas de café caliente. Echó un vistazo a la zona. Por fortuna, había dejado de nevar. Pero la temperatura seguía baja y el pronóstico del tiempo anunciaba nuevas precipitaciones. No era muy alentador. La nieve convertiría la pesadilla logística en algo dantesco.
    Kaplan le alcanzó una de las tazas de café a Lee Sawyer, que seguía contemplando el lugar de la catástrofe.
    —Fue todo un acierto eso del tanque de combustible, George. La muestra era muy pequeña, pero los análisis del laboratorio demostraron que se trataba de un viejo conocido: ácido clorhídrico. Las pruebas indican que tarda entre dos y cuatro horas en corroer la aleación de aluminio. Menos, si se calienta el ácido. No parece que fuera un accidente.
    —¡Mierda! —exclamó Kaplan—. Como si los mecánicos fueran por ahí con una botella de ácido y lo derramaran por accidente sobre los tanques de combustible.
    —Nunca creí que fuera un accidente, George.
    Kaplan levantó las manos en un gesto de disculpa.
    —Y puedes llevar el ácido en un recipiente de plástico, incluso puedes emplear un pulverizador para medir la cantidad que usas. El plástico no dispara a los detectores de metales. Fue una buena elección.
    Kaplan hizo un mueca de disgusto. Volvió a mirar hacia el cráter y después otra vez al agente.
    —Fijar un margen de tiempo tan preciso no está mal. Elimina de la lista a una cantidad de posibles sospechosos que no pudieron tener acceso.
    —Esa es la pista que estamos siguiendo ahora mismo —comentó Sawyer, y bebió un trago de café.
    —¿De verdad crees que alguien voló todo un avión sólo para cargarse a un tipo?
    —Quizá.
    —Joder, no quiero hacerme el duro, pero si quieres cargarte a un tío, ¿por qué no pillarlo en la calle y pegarle un tiro en la cabeza? ¿Por qué esto? —Señaló el cráter y después se dejó caer en la silla, con los ojos semicerrados mientras que con una mano se frotaba con fuerza la sien izquierda.
    Sawyer se sentó en una de las sillas plegables.
    —No estamos muy seguros de que sea éste el caso, pero Lieberman era el único pasajero del avión que podía recibir esa clase de atención especial.
    —¿Por qué demonios tomarse tanto trabajo para acabar con el presidente de la Reserva?
    Sawyer se arrebujó en el abrigo cuando una ráfaga de viento helado se coló en el interior de la tienda.
    —Verás, los mercados financieros recibieron un buen vapuleo cuando se divulgó la noticia de la muerte de Lieberman. El Dow Jones perdió casi mil doscientos puntos, o sea un veinticinco por cien del total. Los mercados extranjeros también lo están pasando mal. —Sawyer dirigió a Kaplan una mirada significativa—. Y espera a que se filtre la noticia de que el avión fue saboteado. Que la muerte de Lieberman fue algo intencionado. ¿Quién coño sabe lo que podrá pasar?
    —¡Caray! ¿Todo eso por un tipo? —preguntó Kaplan, asombrado.
    —Como te dije, alguien mató a Superman.
    —Así que tienes un montón de presuntos sospechosos: gobiernos extranjeros, terroristas internacionales y toda esa mierda, ¿no?
    Kaplan meneó la cabeza mientras pensaba en el número cada vez mayor de gente malvada en la cada vez más pequeña esfera que llamaban hogar.
    El agente del FBI encogió los hombros.
    —Digamos que no será el típico asesino callejero.
    Los dos hombres guardaron silencio y contemplaron una vez más el lugar donde se había enterrado el avión. Observaron cómo la grúa comenzaba a recoger el cable y, al cabo de dos minutos, la cesta con los dos hombres apareció por encima del pozo. La grúa giró para depositar la cesta en el suelo. Los ocupantes saltaron a tierra. Sawyer y Kaplan miraron, cada vez más ansiosos, a la pareja que corría hacia ellos.
    El primero en llegar fue un joven con el pelo rubio ceniza cubriéndole parte de sus facciones angelicales. En la mano llevaba un bolsa de plástico que contenía un objeto metálico pequeño y rectangular ennegrecido por el fuego. El compañero llegó al cabo de unos segundos. Era mayor, y el rostro enrojecido y los jadeos indicaban que correr por el campo no era lo suyo.
    —No me lo podía creer —les informó el joven—. El ala de estribor, o lo que queda de ella, estaba encima del fuselaje, bastante intacta. Supongo que el lado izquierdo soportó la mayor parte de la explosión. Por lo que se ve, cuando el morro chocó contra el suelo, abrió un agujero un poco más grande que el diámetro del fuselaje. Las alas golpearon contra los bordes del agujero, y se plegaron hacia atrás y por encima del fuselaje. Todo un milagro.
    Kaplan cogió la bolsa y se acercó a la mesa.
    —¿Dónde lo encontraste?
    —Estaba sujeto a la parte interior del ala, al lado mismo del panel de acceso al tanque de combustible. Debía estar colocado en el interior del ala por el lado del fuselaje de la turbina de estribor. No sé qué es pero estoy seguro de que no pertenece al avión.
    —¿Así que estaba a la izquierda del lugar donde se partió el ala? —preguntó Kaplan.
    —Así es, jefe. Cinco centímetros más y también hubiese desaparecido.
    —Por lo que se ve —dijo el hombre mayor, el fuselaje sirvió de escudo para el ala de estribor y la protegió de la explosión posterior al impacto. Cuando se hundieron los bordes del cráter, la tierra debió apagar el incendio casi en el acto. —Hizo una pausa para después añadir con un tono solemne—: Pero la parte delantera de la cabina ha desaparecido. Me refiero a que no queda ni rastro, como si nunca hubiese existido.
    Kaplan le pasó la bolsa a Sawyer.
    —¿Sabes qué demonios es esto?
    —Sí, lo sé —contestó el agente con una expresión sombría.


    Capítulo 19
    Sidney Archer había ido a la oficina. Ahora estaba sentada en su despacho, con la puerta cerrada con llave. Eran las ocho pasadas, pero se oía el rumor de un fax en el fondo. Cogió el teléfono y marcó el número de la casa de Kay Vincent.
    Un hombre atendió el teléfono.
    —Kay Vincent, por favor. Soy Sidney Archer.
    —Un momento.
    Mientras esperaba, Sidney echó una ojeada al despacho. Siempre le había parecido un lugar muy suyo, pero lo encontraba extraño. Los diplomas colgados en la pared eran suyos, aunque en este momento no parecía recordar cuándo o dónde los había conseguido. Después de un choque detrás de otro se había convertido en alguien que sólo actuaba por reacción. Se preguntó qué nueva sorpresa le esperaba al otro lado del teléfono.
    —¿Sidney?
    —Hola, Kay.
    —Me siento fatal. —La voz de Kay sonó avergonzada—. Esta mañana ni siquiera te pregunté por Amy. ¿Cómo está?
    —Ahora mismo está con mis padres. —Sidney tragó saliva y añadió—: Todavía no se lo he dicho.
    —Lamento haber actuado como lo hice en el trabajo. Ya sabes cómo es ese lugar. Se ponen muy nerviosos si creen que haces llamadas personales en horas de oficina.
    —Lo sé, Kay. No sabía a quién más podía llamar allí. —Sidney se cuidó de no añadir: «En quién confiar».
    —Te comprendo, Sid.
    Sidney respiró bien hondo. No era momento de ir con rodeos. Si se hubiera fijado, habría visto que el pomo de la puerta giraba despacio, y después se detuvo cuando el mecanismo de cierre impidió que completara el giro.
    —Kay, ¿hay algo que quieras decirme? ¿Sobre Jason?
    Hubo una pausa bastante larga hasta que Kay se decidió a responder.
    —No podría haber tenido un jefe mejor. Trabajaba muchísimo, era un candidato firme para los altos cargos. Pero tenía tiempo para hablar con todos, para estar con ellos.
    Kay se interrumpió, y Sidney pensó que quizá lo había hecho para ordenar sus pensamientos. Arriesgó una pregunta:
    —¿Dejó de hacerlo? ¿Jason se comportó diferente?
    —Sí.
    La respuesta fue tan rápida que Sidney casi no la escuchó.
    —¿De qué manera?
    —Se trata de pequeños detalles. Lo primero fue que Jason pidió una cerradura para su puerta.
    —Una cerradura en la puerta de un oficina no es tan raro, Kay. Yo tengo una en la mía. —Sidney miró la puerta. El pomo estaba inmóvil.
    —Lo sé, Sidney. La cuestión es que Jason ya tenía una cerradura.
    —No lo entiendo, Kay. Si ya tenía una cerradura, ¿por qué pidió otra?
    —La cerradura que tenía era de las comunes, de ésas que aprietas un botón para trabarla. Probablemente, la tuya es una de ésas.
    Sidney volvió a mirar la puerta.
    —Tienes razón, lo es. ¿Las cerraduras de las puertas de oficina no son todas iguales?
    —No en estos tiempos, Sid. Jason hizo instalar una cerradura electrónica que sólo se abre con una tarjeta inteligente.
    —¿Una tarjeta inteligente?
    —Sí, una tarjeta de plástico que tiene un microchip. No sé muy bien cómo funciona, pero la necesitas para entrar en el edificio, y en ciertos lugares restringidos, entre otras cosas.
    Sidney buscó en el bolso y sacó la tarjeta de plástico que había encontrado en la mesa de Jason en casa.
    —¿Alguien más en Tritón tiene instalada ese tipo de cerradura?
    —Alrededor de media docena de personas. Pero la mayoría están en finanzas.
    —¿Jason te dijo por qué había pedido más seguridad para su oficina?
    —Se lo pregunté porque me preocupaba que alguien hubiese entrado en un despacho y que no nos hubiesen dicho nada. Pero Jason me dijo que había asumido más responsabilidades con la empresa y que tenía algunos informes que requerían una protección especial.
    Sidney, cansada de estar sentada, se levantó y comenzó a pasearse de un lado al otro de la oficina. Miró a través de la ventana. Al otro lado de la calle brillaban las luces de Spencers, un nuevo restaurante de lujo. Una procesión de taxis y limusinas descargaban grupos elegantemente vestidos que entraban en el establecimiento para una noche de buena comida, excelentes vinos y los últimos cotilleos de la ciudad. Sidney bajó la persiana. Soltó el aliento y se sentó en el sofá. Se quitó los zapatos y, con una expresión ausente, comenzó a masajearse los pies cansados y doloridos.
    —¿Por qué Jason no quiso que le dijeras a nadie que tenía más responsabilidades?
    —No lo sé. Ya lo habían ascendido tres veces. Así que no podía ser eso. Nadie guarda el secreto cuando se trata de un ascenso.
    Sidney consideró la información durante unos segundos. Jason no le había dicho nada de un ascenso y era imposible que él se lo hubiese ocultado.
    —¿Te dijo quién le había dado las nuevas responsabilidades?
    —No. Y, en realidad, yo no insistí.
    —¿Le comentaste a alguien lo que te dijo Jason?
    —A nadie —contestó Kay con firmeza.
    Sidney la creyó.
    —¿Qué más te preocupaba?
    —Verás, Jason se volvió más reservado. Comenzó a buscar excusas para no asistir a las reuniones, y cosas así. Eso empezó hace cosa de un mes.
    Sidney dejó de masajearse el pie.
    —¿Jason nunca mencionó haber tenido contactos con otra compañía?
    —Nunca.
    Respondió con tanta seguridad que a Sidney le pareció ver cómo meneaba la cabeza al otro lado del teléfono.
    —¿Alguna vez le preguntaste si le preocupaba alguna cosa?
    —Se lo pregunté una vez, pero no me hizo mucho caso. Era un buen amigo pero también era mi jefe. Así que no insistí.
    —Lo comprendo, Kay.
    Sidney dejó el sofá y se calzó los zapatos. Advirtió que una sombra que pasaba por debajo de la puerta se había detenido. Esperó unos segundos pero la sombra no se movió. Apretó el botón del receptor para pasarlo a portátil y desconectó el cordón. Se le había ocurrido una cosa.
    —Kay, ¿alguien ha entrado en la oficina de Jason?
    —Bueno...
    La vacilación de Kay le dio tiempo a Sidney a añadir algo más.
    —Claro que cómo podría entrar con todas esas medidas de seguridad instaladas en la puerta.
    —Ese es el problema, Sid. Nadie tiene el código o la tarjeta de seguridad de Jason. La puerta es una hoja de madera de diez centímetros de grosor con marco de acero. El señor Gamble y el señor Rowe no han venido a la oficina esta semana y creo que nadie sabe qué hacer.
    —¿Así que nadie ha estado en la oficina de Jason desde que... ocurrió? —Sidney miró la tarjeta inteligente que tenía en la mano.
    —Nadie. El señor Rowe vino a última hora. Ha llamado a la compañía que instaló la cerradura para que mañana vengan a abrirla.
    —¿Quién más apareció por allí?
    Sidney escuchó cómo Kay soltaba el aliento.
    —Vino alguien de SegurTech.
    —¿SegurTech? —Sidney cambió el teléfono a la otra oreja mientras continuaba vigilando a la sombra. Se acercó a la puerta poco a poco. No pensaba que fuese un intruso. Mucha gente todavía estaba trabajando a estas horas—. Son los asesores de seguridad de Tritón, ¿no?
    —Sí, me preguntaba por qué los habían llamado. Pero al parecer es el procedimiento normal cuando ocurre algo así.
    Sidney había llegado al lado derecho de la puerta, y acercaba la mano al pomo.
    —Sidney, tengo algunas cosas de Jason en mi puesto de trabajo. Fotografías, un suéter que me prestó una vez, algunos libros. Intentó que me interesara por la literatura del siglo XVIII y XIX, aunque me temo que no lo consiguió.
    —Quiso hacer lo mismo con Amy hasta que le advertí que era mejor enseñarle el abecedario antes de sumergirla en Voltaire.
    Las dos mujeres rieron juntas, algo que a Sidney le sentó muy bien en esas circunstancias.
    —Puedes pasar cuando quieras a recogerlas.
    —Lo haré, Kay, quizá podamos comer juntas y charlar un poco más.
    —Me encantaría, de verdad.
    —Te agradezco mucho lo que me has dicho, Kay. Ha sido una gran ayuda.
    —Apreciaba mucho a Jason. Era un hombre bueno, honrado.
    Sidney notó que las lágrimas amenazaban con desbordarse, pero miró a la sombra debajo de la puerta y se dominó.
    —Sí, lo era. —Recalcó la última palabra con un tono definitivo.
    —Sidney, si necesitas cualquier cosa, y te lo digo de todo corazón, llámame, ¿me oyes?
    —Gracias, Kay, quizá te tome la palabra —respondió Sidney sonriente.
    En cuanto cortó la comunicación y dejó el teléfono, abrió la puerta de un tirón.
    Philip Goldman no pareció sorprenderse. Permaneció allí mirando tranquilamente a Sidney con sus ojos saltones. Tenía una calva incipiente, un rostro expresivo, hombros redondeados y un poco de barriga. Vestía con elegancia. Sidney, calzada, le sacaba cinco centímetros de estatura.
    —Sidney, pasaba por aquí y vi la luz encendida. No sabía que estuvieras aquí.
    —Hola, Philip —respondió ella sin quitarle el ojo de encima.
    Goldman estaba un poquitín más abajo que Henry Wharton en el orden de socios de Tylery Stone. Tenía una buena cartera de clientes y su vida estaba enfocada en la mejora de su propia carrera profesional.
    —Reconozco que me sorprende verte por aquí, Sidney.
    —Irse ahora a casa no es una idea muy apetecible, Philip.
    —Sí, sí, lo comprendo —asintió él mientras espiaba por encima del hombro de Sidney el teléfono colocado sobre un estante de la librería—. ¿Hablabas con alguien?
    —Una llamada personal. Hay montones de detalles por arreglar.
    —Desde luego. Ya es bastante duro enfrentarse a la muerte, y cuando es inesperada todavía más —comentó sin dejar de mirarla con cierta malicia.
    Sidney sintió que se ruborizaba. Dio media vuelta, recogió el bolso del sofá y cogió el abrigo colgado detrás de la puerta. Para hacerlo tuvo que cerrarla y Goldman se apartó para no recibir un golpe. Ella se puso el abrigo y apoyó una mano sobre el interruptor de la luz.
    —Tengo una cita y ya llego tarde.
    Goldman salió al vestíbulo y Sidney cerró la puerta con llave.
    —Quizás éste no es el momento más propicio, Sidney, pero quiero felicitarte por cómo llevas las negociaciones con CyberCom.
    —Estoy segura de que no deberíamos tocar ese tema, Philip —dijo Sidney, tajante.
    —Lo sé, Sidney. Pero, de todas maneras, leo el Wall Street Journal y tu nombre ha aparecido varias veces. Nathan Gamble debe estar muy complacido.
    —Gracias, Philip. Ahora tengo que irme.
    —Avísame si puedo hacer cualquier cosa por ti.
    Sidney respondió con un gesto mientras pasaba junto al hombre para dirigirse por el pasillo hacia la salida principal de la firma, y desapareció en una esquina.
    Goldman la siguió a tiempo para verla entrar en el ascensor. Después regresó por el pasillo hasta la oficina de Sidney. Miró a ambos lados para asegurarse de que estaba solo, sacó una llave del bolsillo, abrió la puerta y entró. Se oyó el chasquido del pestillo y, después, silencio.


    Capítulo 20
    Sidney entró con el Ford en el inmenso aparcamiento de Tritón. Se apeó y se abrochó el abrigo hasta el cuello para protegerse del viento helado. Una vez más miró en el bolso para asegurarse de que tenía la tarjeta de plástico y caminó, con toda la normalidad de que fue capaz, hacia el edificio de quince pisos que albergaba las oficinas centrales de Tritón. Dijo su nombre en el altavoz ubicado junto a la entrada. Una cámara de vídeo, montada sobre la puerta, apuntó a su cabeza. Después se abrió una tapa junto al altavoz y le indicaron que apoyara el dedo pulgar en el escáner de huellas digitales. Pensó que las medidas de seguridad de Tritón para las horas fuera del horario de trabajo eran equivalentes a las de la CIA. Las puertas de cristal y cromo se abrieron silenciosamente y Sidney entró en el vestíbulo, que tenía una cascada, unas columnas altísimas y mármoles por todas partes. Mientras caminaba hacia el ascensor, se encendían las luces para alumbrarle el camino. Sonaba una música suave y las puertas del ascensor se abrieron automáticamente. El edificio era una muestra del enorme poder tecnológico de la empresa. Entró en el ascensor y subió al piso octavo.
    El agente de seguridad que estaba de guardia se acercó a ella y le estrechó la mano con una expresión de dolor.
    —Hola, Charlie.
    —Sidney, señora, lo siento mucho.
    —Gracias, Charlie.
    —Iba camino de la cumbre —dijo el guardia—. Trabajaba más que nadie de los que hay aquí. Muchas veces, él y yo éramos los únicos en todo el edificio. Me traía café y algo de comer del comedor. Nunca se lo pedía, lo hacía porque quería. No era como algunos de los jefazos de por aquí, que se creen mejores que uno.
    —Tiene razón. Jason no era así.
    —No, señora, no lo era. ¿Qué puedo hacer por usted? ¿Necesita alguna cosa? Por favor, dígamelo.
    —Me preguntaba si Kay Vincent estaría aquí.
    Charlie la miró desconcertado.
    —¿Kay? No lo creo. Entré de servicio a las nueve. Ella suele irse a eso de las siete, así que no sé si salió o no. Déjeme comprobarlo.
    El hombre se acercó a la consola. El ruido que hacía la cartuchera al golpear contra la cadera y el tintineo del llavero sujeto al cinturón acompañaban sus movimientos. Charlie se colocó unos auriculares y apretó un botón de la consola. Después de unos segundos, meneó la cabeza.
    —Sólo escucho el buzón de voz, Sidney.
    —Oh, vaya, ella tenía algunas cosas... algunas cosas de Jason que quería recoger. —Sidney miró al suelo como si no pudiera continuar hablando.
    Charlie se acercó a ella y le tocó el brazo.
    —Quizá las tenga en la mesa.
    —Sí, es lo más probable —respondió Sidney, que miró al guardia con una expresión doliente.
    Charlie vaciló. Sabía que esto iba en contra de todas las reglas. Pero no había por qué aplicarlas en todos los casos. Volvió una vez más a la consola, apretó un par de botones y Sidney vio cómo la luz roja sobre la puerta que daba al pasillo de la oficina pasaba a verde. El guardia fue hasta la puerta, cogió el llavero y abrió la puerta.
    —Ya sabe que la seguridad los lleva de cabeza, pero creo que esta situación es un poco diferente. De todos modos, no hay nadie. Por lo general, hay gente hasta eso de las diez, pero estamos en semana de fiestas. Tengo que hacer la ronda del cuarto piso. Sabe dónde se sienta ella, ¿no?
    —Sí, Charlie. Se lo agradezco.
    —Su marido era un buen hombre —repitió el guardia, y una vez más le estrechó la mano.
    Sidney avanzó por el pasillo suavemente iluminado. El lugar de trabajo de Kay estaba a medio camino, en diagonal con la oficina de Jason. No dejaba de mirar de aquí para allá, atenta a la posibilidad de que hubiera alguien más; todo estaba en silencio. Dobló en una esquina y vio el puesto de Kay. En una caja junto a la silla había un suéter y unas cuantas fotos enmarcadas. Metió la mano y sacó un libro con filetes dorados en las tapas: David Copperfield. Era uno de los favoritos de Jason. Lo dejó otra vez en la caja.
    Miró en derredor. El pasillo continuaba desierto. Charlie le había dicho que se habían marchado todos, pero no estaba del todo segura. Satisfecha de estar sola, al menos por el momento, se acercó a la puerta del despacho de Jason. Se le cayó el alma a los pies cuando vio el teclado numérico. Kay no había mencionado ese artilugio. Pensó por un momento, buscó la tarjeta de plástico, miró a su alrededor, e introdujo la tarjeta en la ranura. Se encendió una luz en el teclado. Sidney leyó la palabra «Listo» junto a la luz. Pensó deprisa y marcó unos cuantos números, pero la luz no se apagó. Era frustrante. Ni siquiera sabía cuántos números debía marcar, y mucho menos los que eran. Intentó varias combinaciones sin éxito.
    Estaba a punto de renunciar cuando advirtió que había una pequeña pantalla digital en una esquina del teclado. Parecía un contador y ahora marcaba ocho segundos. La luz del teclado comenzó a brillar con un rojo cada vez más intenso. «¡Mierda!», murmuró. ¡Una alarma! Cinco segundos. Se quedó como petrificada. Por su cabeza pasaban los resultados de lo que ocurriría si la sorprendían intentando entrar en la oficina de su marido. Todos eran un desastre. Por fin, cuando el marcador marcaba tres segundos, salió de la inercia. Se le ocurrió otra posible combinación. Mientras rezaba para sus adentros, sus dedos marcaron los números 0616. Apretó la última tecla cuando el contador marcaba cero. Sidney contuvo el aliento mientras esperaba escuchar el pitido agudo de la alarma durante un segundo que se le hizo eterno.
    La luz de la alarma se apagó y se oyó el chasquido de los cerrojos. Sidney se apoyó en la pared mientras recuperaba la respiración. El 16 de junio era el cumpleaños de Amy. Sin duda, las normas de Tritón prohibían utilizar números personales para los códigos de seguridad: demasiado fáciles de descubrir. Para Sidney, era una prueba más de que la niña siempre estaba en los pensamientos de su padre.
    Sacó la tarjeta de la ranura. Antes de sujetar el pomo, se envolvió la mano con un pañuelo para no dejar huellas digitales. Comportarse como un ladrón la excitaba pero también le daba miedo. Sintió el golpeteo de la sangre en los oídos. Entró en la oficina y cerró la puerta.
    Sidney no podía arriesgarse a encender la luz del techo, pero había venido preparada. Sacó del bolso una linterna. Antes de encenderla, se aseguró de que las cortinas estuviesen completamente bajadas. El haz de luz barrió el cuarto. Había estado en él varias veces, cuando venía a buscar a Jason para ir a comer juntos, pero nunca se habían quedado mucho tiempo. Sólo el necesario para darse un beso detrás de la puerta cerrada. Iluminó las estanterías llenas de libros técnicos que estaban más allá de su comprensión. Los informáticos eran los que mandaban de verdad, pensó por un momento, aunque sólo fuera porque eran los únicos capaces de arreglar los malditos ordenadores cuando se estropeaban.
    Vio el ordenador y se acercó deprisa. Estaba apagado y la presencia de otro teclado le hizo desistir de su intención de probar suerte y encenderlo. Tampoco le hubiese servido de nada porque no sabía qué buscaba ni dónde encontrarlo. No valía la pena correr el riesgo. Advirtió que había un micrófono conectado al monitor. Algunos de los cajones de la mesa estaban cerrados con llaves, y los pocos abiertos no contenían nada de interés.
    A diferencia de su propio despacho en el bufete, no había diplomas colgados en las paredes ni más detalles personales en la oficina de su marido, excepto una foto de Jason y su familia sobre la mesa. Mientras miraba en derredor, pensó de pronto que había arriesgado muchísimo para nada. Se volvió bruscamente al oír un ruido en algún lugar de la planta. La linterna golpeó contra el micrófono y lo dobló por la mitad. Por fin, después de un minuto de absoluto terror, Sidney prestó atención al micrófono. Intentó enderezarlo pero sin éxito. Renunció al intento, borró las huellas digitales del objeto y se acercó a la puerta antes de apagar la linterna. Utilizó el pañuelo para abrir la puerta, escuchó un momento y entonces salió de la oficina.
    Oyó las pisadas cuando llegaba a la mesa de Kay. Por un instante pensó que sería Charlie, pero no se oía el tintineo de las llaves. Miró en derredor para saber de dónde venía el sonido. Era obvio que la persona estaba en la parte de atrás. Se arrodilló detrás de la mesa de Kate y esperó, casi sin respirar, mientras las pisadas se acercaban. Entonces se detuvieron. Pasó un minuto pero el desconocido no se movió. Después Sidney oyó un ruidito, como si movieran algo de un lado a otro dentro de un radio limitado.
    Incapaz de contenerse, asomó la cabeza. Vio la espalda de un hombre a dos metros de distancia. Hacía girar el pomo de la puerta de Jason. El hombre sacó una tarjeta del bolsillo de la camisa y se dispuso a insertarla en la ranura. Luego se detuvo mientras miraba el teclado dudando si correría el riesgo o no. Por fin, le faltó el coraje, guardó la tarjeta y se volvió.
    Quentin Rowe no parecía muy complacido, y se marchó por donde había venido.
    Sidney abandonó su escondite y caminó en la dirección opuesta. Caminaba muy deprisa, y al dar la vuelta en una esquina su bolso golpeó la pared. El ruido, aunque no era fuerte, resonó como una explosión en la planta vacía. Se le cortó la respiración al oír que los pasos de Quentin Rowe se detenían por un momento y luego volvían a acercarse. Echó a correr por el pasillo, llegó a la puerta principal, la cruzó en un santiamén y se encontró en el vestíbulo, donde Charlie la miró preocupado.
    —Sidney, ¿se encuentra bien? Está pálida como un fantasma.
    Los pasos se acercaban a la puerta. Sidney acercó un dedo a los labios, señaló hacia la puerta y le indicó a Charlie que ocupara su puesto detrás de la consola. El guardia oyó los pasos y se apresuró a seguir las indicaciones. Sidney entró en el lavabo que estaba a la derecha de la entrada al vestíbulo. Abrió el bolso mientras espiaba a través de una rendija la puerta de la zona restringida. En el momento en que Rowe apareció en el vestíbulo, Sidney salió del lavabo haciendo ver que buscaba algo en el bolso. Cuando levantó la mirada, Rowe la observaba atónito. Mantenía abierta la puerta de la zona de seguridad con una mano.
    —¿Quentin? —dijo Sidney con toda la sorpresa que pudo fingir.
    Rowe miró a Sidney y después a Charlie con una expresión de sospecha.
    —¿Qué haces aquí? —preguntó sin disimular el disgusto.
    —Vine a ver a Kate. Habíamos hablado antes. Tiene algunas cosas de Jason. Efectos personales que quería devolverme.
    —Nada puede salir del recinto sin una autorización previa —replicó Rowe, tajante—. Y mucho menos nada que perteneciera a Jason.
    —Ya lo sé, Quentin —dijo Sidney sin vacilar.
    La respuesta sorprendió a Rowe. Sidney miró a Charlie, que observaba a Rowe con cara de pocos amigos.
    —Charlie me avisó, aunque no con la misma grosería que tú. Y no quiso dejarme pasar a la zona restringida porque todos sabemos que va en contra de las normas de seguridad de la compañía.
    —Perdóname si he estado grosero. Últimamente he tenido que soportar muchas presiones.
    —¿Y ella, no? —La voz de Charlie, en la que se mezclaban el enojo y la incredulidad, sonó tensa—. Acaba de perder al marido.
    Sidney intervino antes de que Rowe pudiera replicar.
    —Quentin y yo ya hemos discutido ese tema, Charlie, en una conversación anterior. ¿No es así, Quentin?
    Rowe pareció encogerse bajo la mirada de Sidney. Decidió cambiar de tema. Una vez más miró a Sidney con aire acusador.
    —Me pareció oír un ruido.
    —A nosotros también —replicó Sidney en el acto—. Precisamente en el momento en que entraba en el lavabo. Charlie fue a echar una ojeada. Supongo que tú lo escuchaste a él y a la inversa. Pensaba que no había nadie en las oficinas, pero estabas tú. —El tono de la joven le devolvió la acusación.
    —Soy el presidente de esta compañía —afirmó Rowe, irritado—. Puedo estar aquí a cualquier hora y no es asunto de nadie lo que yo haga.
    —No me cabe la menor duda —dijo Sidney, que sostuvo la mirada de Quentin hasta que le obligó a bajarla—. Sin embargo, supongo que estarías trabajando en cosas de la empresa y no en nada personal, aunque ya haya pasado el horario normal. Te lo digo como representante legal de la compañía.
    En circunstancias normales, ella nunca se hubiese atrevido a decir estas cosas a un cliente del bufete.
    —Desde luego que estaba trabajando para la compañía —tartamudeó Rowe—. Conozco muy... —Se interrumpió bruscamente cuando Sidney se acercó a Charlie y le estrechó la mano.
    —Muchas gracias, Charlie. Las reglas son las reglas.
    Rowe no vio la mirada que ella le dirigió al guardia, y que hizo aparecer una sonrisa de agradecimiento en el rostro de Charlie.
    Mientras ella se alejaba, Rowe le dio las buenas noches, pero Sidney no le contestó, ni siquiera le miró. En cuanto Sidney desapareció en el ascensor, Rowe miró furioso a Charlie, que caminaba hacia la puerta.
    —¿Dónde va? —preguntó.
    —Tengo que hacer la ronda —contestó Charlie con calma—. Es parte de mi trabajo. —Abrió la puerta y se dispuso a salir—. Por cierto, para evitar confusiones, en el futuro avíseme cuando esté en el edificio. —Apoyó una mano en la cartuchera—. No queremos que se produzca ninguna desgracia, ¿sabe? —Rowe se puso pálido mientras miraba el arma—. Si escucha más ruidos, avíseme, ¿de acuerdo, señor Rowe? —En cuanto le volvió la espalda, Charlie sonrió.
    Rowe permaneció junto a la puerta inmerso en sus pensamientos. Después dio media vuelta y volvió a su oficina.


    Capítulo 21
    Lee Sawyer observó el pequeño edificio de apartamentos de tres pisos, ubicado a unos ocho kilómetros del aeropuerto internacional Dulles. Los residentes disfrutaban de un gimnasio completo, una piscina de tamaño olímpico, jacuzzi y una gran sala de fiestas. Era el hogar de muchos profesionales jóvenes solteros que se levantaban temprano para sumarse a la lenta corriente de tráfico que se dirigía al centro. El aparcamiento estaba lleno de Beemer, Saabs y algún que otro Porsche.
    Sawyer estaba interesado en sólo uno de los ocupantes de esta comunidad. No se trataba de un joven abogado, un ejecutivo de ventas o el poseedor de un máster. El agente habló unos segundos por su radiotransmisor. Había otros tres agentes sentados con él en el coche. Apostados alrededor de la zona había otros cinco equipos de agentes del FBI. Un pelotón del equipo de rescate de rehenes del FBI, con uniformes negros, también se acercaba al objetivo de Sawyer. Un batallón de policías respaldaba a los agentes federales. Había mucha gente inocente en la zona, y se estaban tomando todas las precauciones posibles para asegurar que si alguien resultaba herido, éste fuera el hombre al que Sawyer consideraba responsable de la muerte de casi doscientas personas.
    El plan de ataque de Sawyer seguía al pie de la letra el manual del FBI. Lanzar una fuerza abrumadora sobre un objetivo completamente desprevenido, una fuerza tan grande, en una situación totalmente controlada, que hacía inútil cualquier resistencia. Controlar la situación significaba también controlar el resultado. Al menos es lo que decía la teoría.
    Cada uno de los agentes llevaba una pistola semiautomática de calibre 9 mm con cargadores extras. En cada equipo de agentes había uno que llevaba una escopeta semiautomática Franchi Law12 y otro iba provisto de un fusil de asalto Colt. Los miembros del equipo de rescate llevaban armas automáticas de grueso calibre, la mayoría dotadas con miras láser electrónicas.
    Sawyer dio la señal y los equipos avanzaron. En menos de un minuto los miembros del equipo de rescate alcanzaron la puerta del apartamentó 321. Otros dos equipos cubrieron la otra vía de escape, las dos ventanas traseras del apartamento que daban a la piscina. Los francotiradores ya estaban apostados allí con las miras láser fijas en las aberturas gemelas. Después de escuchar durante unos segundos tras la puerta del 321, los agentes la reventaron y se lanzaron a través de la abertura. Ningún disparo perturbó la tranquilidad de la noche. Al cabo de un minuto, Sawyer recibió la señal de todo despejado. Él y sus hombres subieron a la carrera las escaleras del edificio. El jefe del equipo de rescate recibió a Sawyer.
    —¿El nido está vacío? —preguntó Sawyer.
    —Tanto da. Alguien se nos adelantó —respondió el otro. Movió la cabeza en dirección al pequeño dormitorio en el fondo del apartamento.
    Sawyer caminó deprisa hacia el cuarto. El frío fue como una puñalada entre los omoplatos; era como estar dentro de un congelador. La luz del dormitorio estaba encendida. Tres miembros del equipo de rescate miraban el reducido espacio entre la cama y la pared. Sawyer miró a su vez y se le cayó el alma a los pies.
    El hombre yacía boca abajo. Las múltiples heridas de bala en la espalda y la cabeza se veían con toda claridad, como también el arma y los doce casquillos desparramados por el suelo. Sawyer, con la ayuda de dos miembros del equipo, levantó el cadáver con muchas precauciones, y lo puso de lado durante un segundo antes de devolverlo exactamente a la misma posición de antes.
    Sawyer se levantó meneando la cabeza.
    —Que la policía traiga a un médico, y quiero al equipo forense ya —dijo por el radiotransmisor.
    Sawyer miró el cadáver. Bueno, al menos el tipo no sabotearía más aviones, aunque doce balazos no parecían castigo suficiente para lo que había hecho el hijo de puta. Pero un hombre muerto no puede hablar. Sawyer salió del cuarto, con el radiotransmisor bien sujeto en la mano. En el vestíbulo desierto vio que el aire acondicionado estaba puesto a frío máximo. La temperatura en el apartamento rondaba el bajo cero. Anotó la marca de temperatura y después, con la punta del lápiz para no destruir cualquier posible huella digital, giró la perilla hacia la marca de calor. No permitiría que sus hombres se congelaran mientras investigaban la escena del crimen. Deprimido, se apoyó en la pared. Aunque había sabido desde el principio que las posibilidades de encontrar al sospechoso en el apartamento no eran muchas, el hecho de haberlo encontrado asesinado señalaba claramente que alguien le llevaba un par de pasos de ventaja al FBI. ¿Había una filtración en alguna parte, o el asesinato formaba parte de un plan general? Sawyer rogó para que la desventaja se redujera lo antes posible.
    Volvió al dormitorio con el radiotransmisor bien sujeto.


    Capítulo 22
    Sidney salió del edificio Tritón y comenzó a cruzar el aparcamiento. Iba tan ensimismada que no vio la limusina negra hasta que frenó delante de ella. Se abrió la puerta trasera y apareció Richard Lucas, vestido de azul. Sus facciones se caracterizaban por la nariz de boxeador y los ojos muy juntos. El ancho de los hombros y el omnipresente bulto debajo de la chaqueta le daban una apariencia física imponente.
    —El señor Gamble desea hablar con usted —dijo con un tono discreto.
    Mantuvo la puerta abierta y Sidney vio la pistola junto a la axila. Se quedó inmóvil, tragó saliva y entonces se le encendieron los ojos en una mirada de furia.
    —No sé si tengo una hora libre en mi agenda —replicó.
    —Como quiera —Lucas encogió los hombros—. Sin embargo, el señor Gamble prefiere hablar con usted directamente. Tener su versión de los hechos antes de emprender ninguna acción. Cree que cuanto antes se reúnan será mejor para todos.
    La joven respiró con fuerza mientras miraba los cristales opacos de la limusina.
    —¿Dónde tendrá lugar la entrevista?
    —La finca del señor Gamble está en Middleburg. —Lucas consultó su reloj—. Nuestra hora estimada de llegada es dentro de treinta y cinco minutos. Nosotros, desde luego, la traeremos de regreso hasta su coche cuando concluya la entrevista.
    —¿Tengo otra elección? —preguntó Sidney con un tono desabrido.
    —Una persona siempre puede escoger, señora Archer.
    Sidney se ajustó el abrigo y entró en la limusina. Lucas se sentó delante de ella. La joven no le hizo más preguntas y él no dijo nada más. Sin embargo, no le quitó el ojo de encima.
    Sidney apenas si se fijó en la enorme mansión y en los jardines. «Puedes conseguirlo», pensó. Los interrogatorios a menudo eran un camino de dos direcciones. Si Gamble quería obtener respuestas, ella haría lo posible por conseguir también unas cuantas. Siguió a Lucas a través de un vestíbulo inmenso hasta una habitación donde predominaba la caoba. Óleos originales que mostraban diversos personajes masculinos cubrían las paredes. La chimenea estaba encendida. En un rincón había una mesa preparada para dos comensales. Aunque ella no tenía apetito, el aroma era tentador. En el centro de la mesa había un cubo de hielo con una botella de vino. Oyó el chasquido del pestillo de la puerta. Se acercó y comprobó que, efectivamente, habían cerrado con llave. Se volvió una vez más al captar un ligero movimiento a sus espaldas.
    Nathan Gamble, vestido con pantalones con vueltas y camisa de cuello abierto, apareció de detrás de un sillón de orejas que miraba hacia la pared más lejana. Su mirada penetrante hizo que Sidney se arrebujara un poco más en el abrigo. El financiero se acercó a la mesa.
    —¿Tiene hambre?
    —No, gracias.
    —Si cambia de opinión, hay comida de sobra. ¿No le importa si ceno?
    —Está en su casa.
    Gamble se sentó y comenzó a servirse. Ella le miró mientras servía dos copas de vino.
    —Cuando compré esta casa venía con una bodega y dos mil botellas de vino cubiertas de polvo. No entiendo nada de vinos, pero mi gente me dice que es una colección de primerísima calidad; no es que a mí me interese coleccionar vino. De donde vengo, coleccionan sellos. Esto se bebe. —Le ofreció una de las copas.
    —De verdad, no creo...
    —Me desagrada beber solo. Me hace pensar que soy el único que se divierte. Además, en el avión le funcionó, ¿no?
    Sidney acabó por asentir. Se quitó el abrigo y cogió la copa. El calor en la habitación resultaba reconfortante, pero ella no bajó la guardia. Era el procedimiento habitual cuando se estaba cerca de un volcán activo y personas como Nathan Gamble. Ocupó la silla que tenía destinada y miró al millonario que comía. Él le devolvió la mirada mientras le señalaba la comida.
    —¿De veras no le apetece?
    —Esto está bien, gracias —contestó Sidney con la copa alzada.
    Gamble se encogió de hombros, bebió un trago de vino y luego se sirvió un suculento trozo de solomillo.
    —Hace poco estuve hablando con Henry Wharton. Un tipo agradable, siempre preocupado por su gente. Me gusta eso en un jefe. Yo también cuido de mi gente. —Untó un panecillo con salsa y le dio un bocado.
    —Henry ha sido un mentor maravilloso para mí.
    —Eso es interesante. Yo nunca tuve un mentor. Quizá hubiese sido agradable tener uno. —Soltó un risita.
    —No parece que le hiciera mucha falta —opinó Sidney, que echó una ojeada a la habitación.
    Gamble levantó su copa, la chocó contra la de Sidney y después continuó comiendo.
    —¿Hace régimen? Parece un poco más delgada desde la última vez que nos vimos.
    —Estoy bien, gracias por preguntar.
    Se tocó el pelo mientras le observaba con atención. Hacía todo lo posible por controlar los nervios. Esperaba el momento inevitable en que se acabaría la charla. Hubiese preferido ir directamente al grano. Gamble estaba jugando con ella. Se lo había visto hacer muchísimas veces con otras personas. Gamble se sirvió otra copa de vino, y a pesar de las protestas de Sidney le llenó la suya hasta el borde.
    Tras otros veinte minutos de charla, Gamble se limpió los labios con la servilleta, se puso de pie y guió a Sidney hasta un sofá de cuero colocado delante de la chimenea. La joven se sentó y cruzó las piernas mientras se armaba de valor. Él permaneció de pie junto al fuego y la miró con los párpados casi cerrados.
    Sidney contempló el fuego durante unos momentos, bebió un trago de vino y entonces le miró. Si Gamble no quería dar el primer paso, lo daría ella.
    —Yo también hablé con Henry y, si no me equivoco, poco después de que lo hiciera usted.
    Gamble asintió con una expresión distraída.
    —Supuse que Henry quizá la llamaría después de nuestra pequeña charla.
    Sidney sintió una profunda rabia interior al pensar en cómo Gamble manipulaba a la gente para conseguir lo que quería. Gamble sacó un puro de una caja que estaba sobre la repisa de la chimenea.
    —¿Le molesta?
    —Como le he dicho antes, está usted en su casa.
    —Hay quien dice que los puros no crean hábito; no lo tengo muy claro. De algo hay que morir, ¿no?
    —Lucas dijo que quería usted verme. —Sidney bebió otro trago de vino—. No estoy enterada del motivo, ¿le molestaría decírmelo?
    Gamble dio varias chupadas cortas al puro hasta que estuvo bien encendido antes de responder.
    —Me mintió en el avión, ¿no es así?
    El tono no era de enfado, cosa que la sorprendió. Había dado por hecho que un hombre como Gamble demostraría un enojo incontrolado ante la ofensa.
    —Reconozco que no dije toda la verdad.
    Un leve estremecimiento sacudió las facciones de Gamble.
    —Es usted tan bonita que siempre me olvido de que es una abogada. Supongo que hay una diferencia entre mentir y no decir toda la verdad, aunque, si le soy sincero, la distinción no me interesa para nada. Que me mintió es lo único que recordaré.
    —Eso ya lo sé.
    —¿Por qué estaba su marido en aquel avión?
    La pregunta fue como un disparo, pero las facciones de Gamble permanecieron impasibles mientras la miraba.
    Sidney vaciló, pero después decidió responder sin tapujos. Tarde o temprano acabaría por saberse.
    —Jason me dijo que le habían ofrecido un cargo ejecutivo en otra compañía tecnológica en Los Ángeles. Dijo que iba para mantener la última entrevista.
    —¿Qué compañía? ¿RTG?
    —No era la RTG. No era ningún competidor directo de usted. Por eso creí que no era importante decirle la verdad. Pero, tal como han resultado las cosas, tampoco tiene importancia qué compañía era.
    —¿Por qué no? —preguntó Gamble, sorprendido.
    —Porque Jason no me contó la verdad. No había ninguna oferta de trabajo, ninguna reunión. Lo acabo de descubrir —contestó Sidney con toda la calma de que fue posible.
    Gamble acabó la copa de vino y fumó durante un rato antes de decir nada. Sidney había notado esta particularidad en otros clientes millonarios. Nunca tenían prisa. El tiempo de los demás era su tiempo.
    —Así que su marido le mintió y usted me mintió a mí. Y ahora se supone que lo que me dice va a misa.
    Su tono no varió, pero la incredulidad de Gamble era inconfundible. Sidney permaneció en silencio. No podía culparlo por no creer en ella.
    —Usted es mi abogada —añadió Gamble—. ¿Qué debo hacer en esta situación, Sidney? ¿Acepto lo que me dice el testigo o no?
    —No le pido que acepte nada —respondió ella en el acto—. Si no me cree, y probablemente tiene motivos para no hacerlo, entonces no hay nada que yo pueda hacer al respecto.
    —Vale —dijo Gamble, pensativo—. ¿Qué más?
    —No hay «qué más». Le he dicho todo lo que sé.
    Gamble arrojó la colilla del puro al fuego.
    —¡Venga! En el curso de mis tres divorcios he descubierto, para mi desgracia, que la gente habla en la cama. ¿Por qué iba a ser usted diferente?
    —Jason no discute... discutía conmigo los asuntos de Tritón. Lo que hacía en la empresa era confidencial en lo que a mí respecta. No sé nada. Tengo muchas preguntas pero ninguna respuesta. —De pronto su tono sonó amargo, pero se controló rápidamente—. ¿Ha ocurrido algo en Tritón? ¿Algo que involucra a Jason? —Gamble no dijo nada—. Me gustaría saberlo.
    —No me siento inclinado a decirle nada. No sé de qué lado está, pero dudo que sea del mío.
    Gamble la miraba con tanta severidad que Sidney sintió que se ruborizaba. Descruzó las piernas y le miró.
    —Sé que sospecha...
    —¡Claro que sospecho! —le interrumpió Gamble, acalorado—. Con la RTG soplándome en el cuello. Todos me dicen que mi compañía se hundirá si no cierro el trato con CyberCom. ¿Cómo se sentiría usted? —No le dio tiempo a responder. Se sentó a su lado y le cogió de la mano—. De verdad lamento que su marido esté muerto y, en ninguna otra circunstancia, el hecho de que estuviera en el avión hubiera sido asunto mío. Pero cuando todos comienzan a mentirme y el futuro de la compañía está en juego, entonces sí que es asunto mío. —Le soltó la mano.
    Sidney estaba a punto de echarse a llorar cuando se levantó de un salto y recogió el abrigo.
    —Ahora mismo, usted y su compañía me importan un pimiento, pero le diré una cosa: ni mi marido ni yo hemos hecho nada malo. ¿Está claro? —Le miró furiosa, jadeante—. Y ahora quiero marcharme.
    Nathan Gamble la observó durante unos instantes, después fue hasta una mesa situada en un rincón y cogió el teléfono. Ella no oyó lo que decía, pero casi de inmediato se abrió la puerta y apareció Lucas.
    —Por aquí, señora Archer.
    Al salir, Sidney volvió la cabeza para mirar a Gamble. Él levantó la copa en señal de despedida.
    —Mantengámonos en contacto —dijo el hombre en voz baja.
    La forma en que pronunció esas palabras hizo que Sidney se estremeciera.
    La limusina emprendió el viaje de regreso y en menos de cuarenta y cinco minutos, Sidney estaba otra vez junto al Ford Explorer. Subió sin perder ni un segundo y arrancó. Mientras conducía marcó un número en el teléfono móvil. Le respondió una voz somnolienta.
    —Henry, soy Sidney. Perdona que te haya despertado.
    —Sid, ¿qué hora...? ¿Dónde estás?
    —Quería avisarte de que acabo de reunirme con Nathan Gamble.
    Henry Wharton se despertó del todo en un santiamén.
    —¿Cómo es eso?
    —Digamos que fue una sugerencia de Nathan.
    —He intentado cubrirte.
    —Lo sé, Henry, y te lo agradezco.
    —¿Cómo ha ido?
    —Mejor de lo que se podía esperar dadas las circunstancias. En realidad se comportó bastante educadamente.
    —Bueno, eso no está mal.
    —Quizá no dure, pero quería que lo supieras. Acabo de dejarlo.
    —Tal vez todo este asunto se quede en nada —dijo Wharton, que se apresuró a añadir—: Desde luego, no me refiero a la muerte de Jason. De ninguna manera pretendo minimizar esa horrible tragedia...
    —Lo sé, lo sé —le interrumpió Sidney—. No te preocupes.
    —¿Cómo has quedado con Nathan?
    —Quedamos en mantenernos en contacto.
    El hotel Hay-Adams estaba a unas pocas manzanas de las oficinas de Tylery Stone. Sidney se despertó temprano. Eran las cinco de la mañana. Hizo una rápida valoración de los progresos de la noche anterior. No había conseguido nada en la visita a la oficina de su marido, y la reunión con Nathan Gamble le había dado un susto de muerte. Esperaba que al menos sirviera para tranquilizar a Henry Wharton, al menos por ahora. Se dio una ducha rápida y llamó al servicio de habitaciones para pedir una cafetera llena. Tenía que estar en la carretera a las siete para recoger a Amy. Entonces discutiría con sus padres los detalles del funeral.
    Eran las seis y medía cuando acabó de vestirse y hacer la maleta. Sus padres eran madrugadores y Amy se despertaba sobre las seis. Su padre atendió el teléfono.
    —¿Cómo está?
    —Ahora está con tu madre. Acaba de darse un baño. Esta mañana apareció en nuestro dormitorio, preciosa como ella sola y como si fuese la dueña de todo. —Sidney captó el tono de orgullo en la voz de su padre—. ¿Cómo estás, cariño? Pareces más tranquila.
    —Aguanto, papá, aguanto. Por fin he podido dormir un poco. No sé cómo.
    —Tu madre y yo volveremos contigo y es inútil que digas que no. Nos ocuparemos de las cosas de la casa, atenderemos las llamadas, haremos los recados y te ayudaremos con Amy.
    —Gracias, papá. Estaré en casa dentro de un par de horas.
    —Aquí viene Amy con pinta de pollo mojado. Te la paso.
    Sidney oyó los ruidos mientras las manitas cogían el auricular.
    —Amy, cariñito, soy mamá. —En el fondo sonaban las voces de los abuelos que animaban a la pequeña.
    —Hola, ¿mami?
    —Eso es, cariño, soy mamá.
    —¿Hablas conmigo?
    La niña se echó a reír. Esta era ahora su frase favorita. Amy siempre se partía de risa cuando la decía. Cuando dejó de reír, la pequeña se embarcó en su propia versión de la vida, en un lenguaje que Sidney podía descifrar fácilmente. Esta mañana se trataba de bacón, tortitas calientes y un pájaro que ella había visto persiguiendo a un gato en el patio. Sidney sonrió, pero la sonrisa desapareció bruscamente con las siguientes palabras de Amy.
    —Papá. Quiero a mi papá.
    Sidney cerró los ojos. Se pasó una mano por la frente para apartar un mechón de pelo. Sintió el nudo que le aprisionaba la garganta. Puso una mano sobre el teléfono. Tardó unos segundos en recuperarse.
    —Te quiero, Amy —dijo—. Mamá te quiere más que a nada en el mundo. Nos veremos dentro de un rato, ¿vale?
    —Te quiero. ¿Mi papá? ¡Ven, ven!
    Sidney oyó que su padre le decía a Amy que dijera adiós.
    —Adiós, adiós, muñequita. Mamá llegará enseguida —se despidió llorando a moco tendido.
    —¿Cariño?
    —Hola, mamá. —Sidney se enjugó las lágrimas con la manga, pero reaparecieron como una vieja capa de pintura que una nueva no consigue tapar.
    —Lo siento, cariño. Supongo que no puede hablar contigo sin pensar en Jason.
    —Lo sé.
    —Por lo menos, duerme bien.
    —Nos veremos dentro de un rato, mamá, adiós.
    Sidney colgó el teléfono y permaneció sentada durante unos minutos con la cabeza entre las manos. Después se acercó a la ventana y descorrió unos centímetros las cortinas para mirar al exterior. La luna casi llena y las farolas iluminaban muy bien la zona. Pero así y todo, Sidney no vio al hombre apostado en un callejón en la acera de enfrente que apuntaba con sus binoculares la ventana donde estaba ella. Iba vestido con el mismo abrigo y sombrero que llevaba en Charlottesville. Vigiló a Sidney mientras ella miraba la calle con expresión ausente. Los años de práctica en esta clase de trabajo le permitían captar todos los detalles. El rostro, y sobre todo los ojos, se notaban agotados. El cuello era largo y grácil como el de una modelo, pero lo echaba hacia atrás lo mismo que los hombros, una señal evidente de tensión.
    Cuando ella se apartó de la ventana, el hombre bajó los binoculares. Una mujer muy preocupada, pensó. Después de haber observado las acciones sospechosas de Jason Archer en el aeropuerto la mañana del accidente, creía que Sidney tenía sobrados motivos para estar preocupada, nerviosa, incluso con miedo. Se apoyó contra la pared de ladrillos y continuó la vigilancia.


    Capítulo 23
    Lee Sawyer miraba a través de la ventana de su pequeño apartamento en Washington Sureste. Durante el día, desde la ventana del dormitorio, se alcanzaba a ver la cúpula de Union Station. Pero todavía faltaba media hora para el amanecer. Sawyer había regresado a casa después de investigar la muerte del gasolinero sobre las cuatro y media de la mañana. Había estado diez minutos debajo del chorro de la ducha bien caliente para relajar los músculos tensos y despejarse. Después se había preparado una cafetera, además de un par de huevos fritos, una loncha de jamón que tendría que haber tirado hacía una semana y unas cuantas tostadas. Puso todo en una bandeja y se lo llevó a la sala, donde se sentó a comer. Sólo encendió la lámpara de mesa porque en la penumbra pensaba más tranquilo. Mientras el viento sacudía las ventanas, Sawyer contempló la disposición de su sencillo hogar. Hizo una mueca. ¿Hogar? Este no era su verdadero hogar, aunque llevaba aquí más de un año. Su hogar estaba en los suburbios de Virginia, en una calle arbolada; una casa de dos niveles, un garaje para dos coches y una barbacoa de ladrillos en el patio trasero. Este pequeño apartamento donde comía y, de vez en cuando, dormía, era el único lugar que podía permitirse después del divorcio. Pero no era ni nunca sería su hogar, a pesar de los pocos efectos personales que había traído, en su mayoría fotos de sus cuatro hijos que le miraban desde todas partes. Cogió una de las fotos, la de su hija Meg, o Meggie, como la llamaban todos. Rubia y bien parecida, había heredado de su padre la estatura, la nariz fina y los labios llenos. Su carrera como agente del FBI había despegado cuando ella era una niña, y él había estado en la carretera durante casi toda su adolescencia. Las consecuencias habían sido terribles. Ahora no se hablaban. Al menos, ella no le hablaba. Y él, mayor como era, y a pesar del trabajo que hacía, tenía demasiado miedo para volver a intentarlo. Además, ¿de cuántas maneras se podía decir «lo lamento»?
    Lavó los platos, limpió el fregadero y metió la ropa sucia en la bolsa para la tintorería. Echó una ojeada para ver si faltaba hacer algo más. En realidad, no había nada. Sonrió cansado. Sólo pretendía pasar el rato. Miró la hora. Casi las siete. Dentro de muy poco saldría para la oficina. Aunque tenía un horario de trabajo, estaba allí casi todo el día. No era difícil de entender. Ser agente del FBI era prácticamente lo único que le quedaba. Siempre habría otro caso. ¿No era eso lo que le había dicho su esposa aquella noche? La noche en que se había deshecho su matrimonio. Ella había tenido toda la razón, siempre habría otro caso. Al final, ¿qué más podía él pedir o esperar? Aburrido de esperar, se puso el sombrero, metió el arma en la cartuchera y bajó las escaleras en busca del coche.
    A unos cinco minutos en coche desde el apartamento de Sawyer se alzaba la sede central del FBI en la avenida Pensilvania, entre las calles Nueve y Diez, noroeste. Allí trabajaban unos siete mil quinientos de los veinticuatro mil empleados de la institución. De estos siete mil quinientos, sólo alrededor de mil eran agentes especiales, el resto eran técnicos y personal de apoyo. En una de las salas de conferencias estaba sentado un agente especial de alto rango. Otros miembros del FBI ocupaban la mesa, muy atareados en repasar documentos y archivos en sus ordenadores portátiles. Sawyer se tomó un momento para echar una ojeada y estirar los músculos.
    Estaban en el Strategic Information Operationes Center [Centro de Operaciones de Informaciones Estratégicas] o SIOC. Se trataba de un sector de acceso restringido compuesto por un grupo de habitaciones separadas con tabiques de cristal y protegido contra todo tipo de espionaje electrónico; se utilizaba como puesto de mando para las operaciones más importantes del FBI. En una pared había un grupo de relojes que marcaban las diferentes zonas horarias. En otra había una batería de monitores de televisión. El SIOC contaba con líneas de comunicación directas con la sala de situación de la Casa Blanca, la CIA y una multitud de agencias federales de seguridad. Carecía de ventanas y era un lugar muy tranquilo, donde se planeaban las grandes investigaciones. Una pequeña cocina suministraba alimentos y bebidas para el personal durante las largas jornadas de trabajo. En estos momentos, preparaban café. Al parecer, la cafeína y la actividad cerebral iban de la mano.
    Sawyer miró a David Long, un veterano de la división de explosivos del FBI que estudiaba ensimismado un archivo. A la izquierda de Long, se encontraba Herb Barracks, de la delegación de Charlottesville, la oficina del FBI más cercana al lugar del accidente. Junto a él estaba un agente de la oficina de Richmond, la oficina más próxima al escenario de la catástrofe. Frente a ellos, se encontraban dos agentes de la oficina del área metropolitana de Washington, instalada en Buzzard Point, que, hasta finales de los años ochenta, sólo había sido la oficina de la capital, aunque después le habían incorporado la oficina de Alexandria, Virginia.
    Lawrence Malone, director del FBI, se había marchado una hora antes después de recibir toda la información sobre el asesinato de Robert Sinclair, hasta hacía poco uno de los gasolineros de Vector Fueling Systems y ahora ocupante del depósito de cadáveres. Sawyer estaba convencido de que el Sistema de Identificación Automática de Huellas Digitales les diría que el difunto señor Sinclair tenía otro nombre. Los conspiradores, en un plan tan grande como parecía ser éste, nunca utilizaban los nombres verdaderos para conseguir un trabajo que más tarde les permitiría derribar a un avión.
    Habían asignado más de doscientos cincuenta agentes a la investigación del atentado contra el vuelo 3223. Seguían todas las pistas, interrogaban a los familiares de las víctimas y realizaban las averiguaciones más minuciosas de todas las personas que pudieran tener un motivo y la oportunidad para sabotear al reactor de Western Airlines. Sawyer suponía que Sinclair había hecho el trabajo sucio, pero no quería correr el riesgo de pasar por alto a un cómplice en el aeropuerto.
    La prensa había divulgado algunos rumores sobre la posibilidad de que el avión hubiese sido saboteado, pero el primer reconocimiento oficial sobre el atentado contra el aparato de Western Airlines se publicaría en la edición del día siguiente del Washington Post. El público exigiría respuestas y las reclamaría ya. A Sawyer le parecía muy bien, sólo que los resultados nunca se conseguían tan rápido como uno deseaba; de hecho, casi nunca era así.
    El FBI había seguido la pista de Vector en cuanto los hombres del NTSB encontraron aquella inusitada prueba en el cráter. Después fue sencillo confirmar que Sinclair había sido el gasolinero del vuelo 3223. Ahora, Sinclair también estaba muerto. Alguien se había asegurado de que no tuviera la oportunidad de decirles por qué había saboteado el avión.
    David Long miró a Sawyer.
    —Tenías razón, Lee. Era una versión muy modificada de uno de esos elementos de calefacción portátiles. La última moda en encendedores para cigarrillos. Nada de llamas, sólo un calor muy intenso suministrado por un alambre de platino, algo bastante invisible.
    —Sabía que lo había visto antes. ¿Recuerdas el incendio en el edificio de Hacienda el año pasado? —respondió Sawyer.
    —Eso es. De todos modos, esta cosa es capaz de suministrar unos mil grados centígrados. Y no le afecta el viento ni el frío, incluso si está empapado de combustible. Un suministro de combustible para cinco horas, preparado de tal forma que, si por algún motivo se apagara, volvería a encenderse automáticamente. Estaba sujeto por un lado con un imán. Es la forma más sencilla y eficaz de hacerlo. El combustible sale cuando se perfora el tanque. Tarde o temprano acabará por ponerse al alcance de la llama, y entonces estalla. —Meneó la cabeza—. Muy ingenioso. Lo llevas en el bolsillo; incluso si lo detectan, por fuera parece un maldito mechero. —Long buscó entre los papeles mientras los otros agentes le miraban con atención. Arriesgó otra opinión—: No les hizo falta un reloj ni un altímetro. Calcularon el tiempo por la acción corrosiva del ácido. Sabían que estaría en el aire cuando estallase. Un vuelo de cinco horas les daba tiempo más que suficiente.
    —Kaplan y su equipo encontraron las cajas negras. La funda estaba rota, pero la cinta se conservaba en bastantes buenas condiciones. Las conclusiones preliminares indican que la turbina de estribor, y los controles que pasan por esa sección del ala, se separaron del avión segundos después de que la caja negra registrara un sonido extraño. Ahora están haciendo los análisis de sonido. No hubo ningún cambio drástico de presión en la cabina, así que la explosión no se produjo en el interior del fuselaje, algo lógico porque ahora sabemos que el sabotaje se cometió en el ala. Antes de eso, todo funcionaba bien: ningún problema en los motores, altitud de vuelo correcta, control de movimientos de superficie normales. Pero en cuanto las cosas comenzaron a ir mal, no tuvieron ninguna oportunidad.
    —¿Las conversaciones de los pilotos dan alguna pista? —preguntó Long.
    —Ninguna. Los gritos, la llamada de socorro. El avión cayó a plomo diez mil metros con la turbina izquierda funcionando a toda potencia. ¿Quién sabe si en esas condiciones permanecieron conscientes? —Hizo una pausa y después añadió con un tono solemne—: Esperemos que no.
    Ahora que estaba claro que el aparato había sido derribado por un acto de sabotaje, el FBI se hizo cargo oficialmente de la investigación. Debido a las complejidades del caso y el enorme desafío logístico que planteaba, el cuartel general del FBI sería la base de operaciones y Sawyer, que se había destacado por su trabajo en el atentado de Lockerbie, estaría a cargo de la investigación. Pero este atentado era distinto: había ocurrido en el espacio aéreo norteamericano, había abierto un cráter en territorio nacional. Dejaría que otros se encargaran de las conferencias de prensa y de los comunicados. Él prefería hacer su trabajo en la sombra.
    El FBI dedicaba grandes recursos humanos y financieros a infiltrarse en las organizaciones terroristas que funcionaban en Estados Unidos, y de esta manera descubrir y abortar los planes de destrucción en nombre de alguna causa política o religiosa. El atentado contra el vuelo 3223 había sido una absoluta sorpresa. La inmensa red del FBI no había tenido ni la más mínima información de que se estuviese preparando algo así. Ocurrido el desastre, Sawyer tendría que dedicarse en cuerpo y alma a la búsqueda de los culpables para llevarlos ante la justicia.
    —Bueno, ya sabemos lo que pasó en el avión —dijo el agente. Ahora sólo tenemos que encontrar el motivo y quienes estén involucrados. Comenzaremos por el motivo. ¿Qué has podido averiguar de Arthur Lieberman, Ray?
    Raymond Jackson era el compañero de Sawyer. Había jugado al fútbol en el equipo de la universidad de Michigan antes de colgar las botas y renunciar a una carrera en la NFL para ingresar en el FBI. El joven negro de un metro ochenta de estatura, hombros anchos, mirada inteligente y voz suave, abrió su libreta.
    —Tengo muchísima información. Para empezar, el tipo era un enfermo terminal. Cáncer de páncreas. En la última fase. Le quedaban quizá seis meses. Sólo quizá. Habían interrumpido todo el tratamiento. Al tipo lo tenían sometido a dosis masivas de calmantes. Utilizaba la solución de Schlesinger, una combinación de morfina y estimulantes, probablemente cocaína. Le habían instalado una de esas unidades portátiles que suministran las drogas directamente al torrente sanguíneo.
    En el rostro de Sawyer apareció una expresión de asombro. Walter Burns y sus secretos.
    —¿Al presidente de la Reserva le quedaban seis meses de vida y nadie lo sabía? ¿De dónde has sacado la información?
    —Encontré un frasco de drogas de quimioterapia en el botiquín del apartamento. Entonces fui directamente a la fuente. Su médico personal. Le dije que estábamos haciendo una investigación de rutina. En la agenda de Lieberman aparecían muchas visitas al médico. Algunas en el Johns Hopkins y otra en la clínica Mayo. Mencioné la medicación que había encontrado. El médico se puso nervioso. Le sugerí sutilmente que si no le decía toda la verdad al FBI se vería con la mierda hasta el cuello. Cuando mencioné una citación judicial, se vino abajo. Pensó que si el paciente estaba muerto, no se quejaría.
    —¿Qué me dices de la Casa Blanca? Tenían que saberlo.
    —Si están jugando limpio con nosotros, ellos tampoco sabían nada. Hablé con el jefe de gabinete sobre el pequeño secreto de Lieberman. Me dio la impresión de que al principio no me creía. Tuve que recordarle que FBI son las siglas de fidelidad, bravura e integridad. También le envié una copia del historial clínico. Dicen que el presidente se subía por las paredes.
    —No deja de ser interesante —opinó Sawyer—. Me imaginaba a Lieberman como a un dios de las finanzas. Firme como una roca. Sin embargo, se olvida de mencionar que está a punto de palmarla de cáncer y dejar al país colgado. Eso no tiene mucho sentido.
    —Sólo te informo de los hechos. —Jackson sonrió—. Tienes razón respecto a la capacidad de ese tipo. Era una leyenda. Sin embargo, en lo personal, estaba casi arruinado.
    —¿Qué quieres decir?
    Jackson pasó unas cuantas hojas de la libreta hasta dar con la que buscaba. Después se la pasó a Sawyer y continuó con el informe.
    —Lieberman se divorció hace unos cinco años después de veinticinco de matrimonio. Al parecer, era un chico malo que le hacía el salto a su mujer. El momento no podía ser peor. Estaba a punto de presentarse en la audiencia del Senado para el cargo en la Reserva. La esposa le amenazó con divulgarlo a la prensa. Según me han dicho, Lieberman ambicionaba el puesto, y si no hacía algo lo perdería. Para quitarse el problema, Lieberman le dio todo lo que tenía a su ex. Ella murió hace un par de años. Para complicar todavía más las cosas, dicen por ahí que su amante tenía gustos caros. El cargo en la Reserva da mucho prestigio, pero no pagan lo que en Wall Street, ni de lejos. La cuestión es que Lieberman estaba de deudas hasta las orejas. Vivía en un apartamento miserable en Capítol Hill mientras intentaba salir de un agujero del tamaño del cañón del Colorado. El montón de cartas de amor que encontramos en el apartamento al parecer son de ella.
    —¿Qué se ha hecho de la novia?
    —No lo sé. No me sorprendería que se hubiera largado en cuanto se enteró de que el filón tenía cáncer.
    —¿Tienes alguna idea de su paradero?
    —Por lo que se sabe, hace algún tiempo que desapareció del mapa. Hablé con algunos colegas de Lieberman en Nueva York. Me la describieron como una mujer hermosa pero tonta perdida.
    —Quizá sea una pérdida de tiempo, pero averigua algo más de ella, Ray.
    Jackson asintió.
    —¿Se comenta algo en el Congreso sobre quién sucederá a Lieberman? —le preguntó Sawyer a Barracks.
    —La opinión es unánime: Walter Burns.
    Sawyer se quedó de piedra al escuchar la respuesta. Miró a Barracks, y después escribió «Walter Burns» en la libreta. En el margen añadió: «Gilipollas» y a continuación la palabra «sospechoso» entre interrogantes.
    —Al parecer —dijo cuando acabó de escribir—, nuestro amigo Lieberman pasaba por una mala racha. Entonces, ¿para qué matarle?
    —Hay muchísimas razones —señaló Barracks—. El presidente de la Reserva es el símbolo de la política monetaria norteamericana. Es un bonito objetivo para cualquier mierda de país tercermundista con un monstruo verde a las espaldas. O puedes escoger entre una docena de grupos terroristas especializados en atentados contra aviones.
    —Ningún grupo se ha adjudicado la responsabilidad de la acción.
    —Dales tiempo —exclamó Barracks—. Ahora que hemos confirmado que fue un atentado, los que lo hicieron llamarán. Hacer estallar un avión en pleno vuelo como una declaración política es el sueño de todos esos gilipollas.
    —¡Maldita sea!
    Sawyer descargó el puño como un martillazo contra la mesa, se levantó y comenzó a pasearse de una punta a la otra de la sala, con el rostro enrojecido. Parecía como si cada diez segundos pasara por su cabeza una imagen del cráter de impacto. Añadido a ello, estaba la todavía más terrible visión del zapatito chamuscado que había tenido en la mano. Había acunado a cada uno de sus hijos al nacer con su manaza. Podía haber sido cualquiera de ellos ¡Cualquiera de ellos! Sabía que la visión no desaparecería de su mente mientras viviera.
    Los demás agentes le miraban preocupados. Sawyer tenía la reputación de ser uno de los agentes más brillantes del FBI. Después de veinticinco años de ver cómo otros seres humanos trazaban un camino rojo a través del país, él seguía enfocando cada caso con el mismo celo y rigor del primer día. Por lo general prefería el análisis sereno y objetivo a las grandes declaraciones; sin embargo, la mayoría de los agentes que habían trabajado con él a lo largo de los años tenían muy claro que su temperamento estaba sujeto por el canto de una uña. Dejó de caminar y miró a Barracks.
    —Hay un problema con esa teoría, Herb —dijo con voz serena.
    —¿Cuál es?
    Sawyer se apoyó en una de las paredes de cristal y cruzó los brazos.
    —Si eres un terrorista que pretende conseguir publicidad, metes una bomba en un avión, cosa que, todo hay que decirlo, no es muy difícil en un vuelo interior, y haces volar el avión en mil pedazos. Cuerpos que caen, que atraviesan los techos de las casas interrumpiendo el desayuno de los norteamericanos. No hay ninguna duda de que fue una bomba. —Sawyer hizo una pausa y miró los rostros de los agentes—. Este no es el caso, caballeros.
    Sawyer reanudó sus paseos. Todas las miradas siguieron sus movimientos.
    —El avión estaba casi intacto en la caída. Si el ala derecha no se hubiera partido, también estaría en aquel cráter. No olviden el detalle. Al gasolinero de Vector le pagaron para que saboteara el avión. Un trabajo subrepticio realizado por un norteamericano que, por lo que sabemos, no estaba vinculado a ningún grupo terrorista. Me costaría mucho trabajo creer que los terroristas de Oriente Próximo admitan norteamericanos en sus filas para que hagan el trabajo sucio.
    »Tenemos la avería en el tanque de combustible, pero eso podía haber sido causado por la explosión y el fuego. El ácido se había consumido casi del todo. Un poco más de calor y no hubiéramos encontrado nada. Kaplan ha confirmado que no hacía falta que el ala se desprendiera del fuselaje para que el avión se estrellara. La turbina de estribor fue destruida por la ingestión de restos; el fuego y la explosión cortaron varias conducciones básicas de los controles hidráulicos, y la aerodinámica del ala, incluso si hubiese permanecido intacta, estaba destruida. Por lo tanto, si no hubiésemos encontrado el encendedor en el cráter, todo este asunto habría sido atribuido a un espantoso fallo mecánico. Y no se equivoquen, ha sido un milagro que encontraran el encendedor.
    »Sumen todo esto, y ¿qué tenemos? Al parecer, alguien que hace estallar un avión, pero no quiere que se vea de esa manera. No es algo propio del típico terrorista. Pero entonces el cuadro se hace más confuso. La lógica funciona al revés. Primero, el gasolinero acaba cosido a balazos. Tenía las maletas hechas, el disfraz a medias y entonces su jefe decidió un cambio de planes. Segundo, tenemos a Arthur Lieberman en el mismo vuelo. —El agente miró a Jackson—. El hombre iba a Los Ángeles todos los meses, como un reloj, la misma compañía aérea, el mismo vuelo, ¿correcto?
    Jackson asintió lentamente con los ojos casi cerrados. Todos los demás se inclinaban hacia delante sin darse cuenta mientras seguían los razonamientos de Sawyer.
    —Por lo tanto, las posibilidades de que el tipo estuviera en ese vuelo por accidente son tan pocas que ya las podemos descartar. Si lo miramos fríamente, Lieberman era el objetivo, a menos que nos hayamos saltado algo muy gordo. Ahora unamos las dos cosas. Primero, nuestros terroristas quieren hacerlo pasar como un accidente, y después pelan al gasolinero. ¿Por qué?
    Sawyer miró a los presentes como si esperara una respuesta. David Long fue el primero en responder.
    —No podían arriesgarse. Quizá las posibilidades eran que pasara como un accidente, o quizá no. No podían esperar hasta que los periódicos aclararan el detalle. Tenían que cargarse al tipo inmediatamente. Además, si el plan original era que el tipo se largara, el hecho de no aparecer por el trabajo hubiera despertado sospechas. Incluso ni no pensáramos en el sabotaje, la desaparición del tipo nos habría llevado en esa dirección.
    —De acuerdo —dijo Sawyer—. Pera si querías que el rastro acabara allí, ¿por qué no presentar al gasolinero como un fanático? Descerrajarle un tiro en la sien, dejar el arma y un nota de suicidio llena de frases anti norteamericanas y hacernos creer que era un solitario. No, lo llenas de agujeros y dejas pruebas de que el tipo estaba a punto de huir, para que nos enteremos de que hay otros implicados. ¿A qué demonios viene buscarte esos problemas?
    Sawyer se rascó la barbilla mientras los demás intentaban aclararse. El agente especial miró a Jackson.
    —¿Alguna novedad del forense sobre el tipo muerto?
    —Ha prometido prioridad máxima. No tardaremos en recibir el informe.
    —¿Ha aparecido alguna cosa más en el apartamento del tipo?
    —Hay algo que no ha aparecido, Lee.
    —Los documentos de identificación, ¿no?
    —Sí. Un tipo que está listo para darse el piro después de hacer volar un avión no se larga con su propia identidad. Si esto estaba planeado, seguro que tenía documentos falsos preparados.
    —Es cierto, Ray, pero quizá los tenía ocultos en otra parte.
    —Quizá se los llevó el asesino —señaló Barracks.
    —Eso es más lógico —dijo Sawyer.
    En aquel momento, se abrió la puerta y entró Marsha Reid. Baja de estatura y con aspecto maternal, con el pelo canoso cortado muy corto y con las gafas colgadas de una cadena sobre el vestido negro, era una de las principales expertas en huellas digitales del FBI. Reid había rastreado a algunos de los peores criminales del planeta a través del esotérico mundo de los arcos, las curvas y las espirales.
    Marsha saludó a los presentes con un gesto, tomó asiento y abrió la carpeta que traía.
    —Los resultados de la máquina, recién sacados del horno —dijo con un tono práctico salpicado de humor—. Robert Sinclair se llamaba en realidad Joseph Philip Riker, reclamado en Texas y Arkansas por asesinato y tenencia de armas de fuego. Su ficha tiene tres páginas de largo. Su primer arresto fue por robo a mano armada a la edad de dieciséis años. El último por asesinato en segundo grado. Cumplió una condena de siete años. Salió en libertad hace cinco. Desde entonces, ha estado implicado en numerosos crímenes, incluidos dos asesinatos por encargo. Un hombre muy peligroso. Le perdieron el rastro hará cosa de dieciocho meses. Desde entonces, ni pío. Hasta ahora.
    Todos los agentes mostraron una expresión de incredulidad.
    —¿Cómo un tipo como ése consiguió un trabajo de gasolinero de aviones? —preguntó Sawyer, asombrado.
    —Hablé con la gente de Vector —dijo Jackson—. Es una compañía de prestigio. Sinclair, mejor dicho Riker, sólo llevaba con ellos un mes. Tenía unas recomendaciones excelentes. Había trabajado en varias compañías de abastecimiento de combustible de aviones en el noroeste y en el sur de California. Comprobaron sus antecedentes, a nombre de Sinclair, desde luego. Todo en orden. Se quedaron tan asombrados como todos los demás.
    —¿Y qué me dices de las huellas digitales? Tuvieron que comprobarlas. Eso les hubiera dicho quién era el tipo en realidad.
    Reid miró a Sawyer.
    —Eso depende de quién le tomó las huellas, Lee —dijo con autoridad—. Se puede engañar a un técnico que no sea muy bueno, y tú lo sabes. Hay materiales sintéticos que jurarías que es piel. Puedes comprar huellas en la calle. Súmalo todo y tienes a un asesino convertido en un ciudadano respetable.
    —Y si al tipo lo buscaban por todos esos otros crímenes —intervino Karracks—, es probable que tuviera una cara nueva. Te apuesto lo que quieras a que la cara que está en el depósito no coincide con la de los carteles de «Se busca».
    —¿Cómo es que Riker acabó cargando el combustible del vuelo 3223? —le preguntó Sawyer a Jackson.
    —Hace una semana pidió que le pasaran al turno de noche: de doce a siete. La hora de despegue del vuelo 3223 eran las siete menos cuarto. La misma hora todos los días. Los registros indican que el avión fue cargado a las cinco y cuarto, o sea en el turno de Riker. La mayoría del personal no se presenta voluntario a ese turno, así que Riker lo consiguió casi por defecto.
    —¿Y dónde está el verdadero Robert Sinclair? —preguntó Sawyer.
    —Lo más probable es que esté muerto —contestó Barracks—. Sinclair asumió su identidad.
    Nadie hizo ningún otro comentario hasta que Sawyer planteó una pregunta inesperada.
    —¿Y si Robert Sinclair nunca existió?
    Incluso Reid se mostró intrigada. Sawyer analizó su propia pregunta con una actitud pensativa.
    —Hay muchos problemas cuando se asume la identidad de una persona real. Viejas fotos, compañeros de trabajo o amigos que aparecen de pronto y descubren la tapadera. Hay otra manera de hacerlo. —Sawyer frunció el entrecejo y apretó los labios mientras pensaba—. Tengo la corazonada de que habrá que repasar todos los pasos que dieron los de Vector cuando comprobaron los antecedentes de Riker. Dedícate a eso, Ray, ahora mismo.
    Jackson asintió mientras tomaba nota en su libreta.
    —¿Estás pensando lo mismo que yo? —le preguntó Reid a Sawyer.
    —No sería la primera vez que una persona se lo inventa todo. El número de la Seguridad Social, la historia laboral, los domicilios anteriores, las fotos, las cuentas bancadas, los certificados de estudios, los números de teléfono falsos, referencias. —Miró a Reid—. Incluso las huellas digitales, Marsha.
    —Entonces hablamos de unos tipos muy sutiles —replicó la mujer.
    —Nunca lo he dudado, señora Reid —dijo el agente. Miró a los demás—. No quiero apartarme del procedimiento habitual, así que continuaremos con las entrevistas a las familias de las víctimas, pero no desperdiciaremos mucho tiempo en eso. Lieberman es la clave de todo este asunto. —De pronto, pasó a otro tema—. ¿La acción rápida funciona bien? —le preguntó a Jackson.
    —Perfectamente.
    La acción rápida era la versión del FBI del trabajo de campo, y Sawyer la había empleado con éxito en el pasado. La premisa de la acción rápida era crear algo parecido a una cámara de compensación electrónica para las informaciones, pistas y denuncias anónimas involucradas en una investigación que de otra manera estarían desordenadas y confundidas. Con una investigación integrada y con un acceso a la información casi en tiempo real, las posibilidades de éxito eran muchísimo mayores.
    La acción rápida para el vuelo 3223 había sido albergada en un depósito de tabaco abandonado en las afueras de Standardsville. En lugar de hojas de tabaco apiladas hasta el techo, el edificio acogía ahora la última palabra en ordenadores y equipos de telecomunicación atendidos por docenas de agentes que trabajaban por turnos metiendo información en las gigantescas bases de datos las veinticuatro horas del día.
    —Necesitamos de todos los milagros que podamos conseguir. E incluso eso no será suficiente. —Sawyer permaneció en silencio por un momento y después añadió—: ¡A trabajar!


    Capítulo 24
    —¿Quentin? —exclamó Sidney, sorprendida al abrir la puerta de su casa.
    Quentin Rowe le devolvió la mirada a través de las gafas con los cristales ovalados.
    —¿Puedo pasar?
    Los padres de Sidney habían ido a hacer la compra. Mientras Sidney y Quentin iban hacia la sala, una Amy somnolienta apareció en el vestíbulo con su osito de peluche.
    —Hola, Amy —dijo Rowe. Se arrodilló y le tendió la mano, pero la niñita se apartó. El sonrió—. Yo también era tímido cuando tenía tu edad. —Miró a Sidney—. Quizá por eso me dediqué a la informática. Los ordenadores no te contestan ni quieren tocarte. —Hizo una pausa, al parecer abstraído. Entonces volvió a la realidad y miró otra vez a la mujer—. ¿Tienes tiempo para hablar? —Al ver que Sidney vacilaba, añadió—: Por favor.
    —Déjame que lleve a esta jovencita a dormir la siesta. Enseguida vuelvo. —Sidney cogió a su hija en brazos y salió.
    Mientras ella estaba ausente, Rowe se paseó por la habitación. Contempló las numerosas fotos de la familia Archer colgadas en las paredes y encima de las mesas. Se volvió cuando Sidney regresó a la sala.
    —Tienes una niña preciosa.
    —Es un tesoro. Un auténtico tesoro.
    —Sobre todo ahora, ¿verdad?
    Sidney asintió.
    —Yo perdí a mis padres en un accidente de aviación cuando tenía catorce años —dijo Rowe sin desviar la mirada.
    —Oh, Quentin.
    —Ha pasado mucho tiempo —replicó él y encogió los hombros—. Pero creo estar en condiciones de comprender lo que sientes mejor que nadie. Yo era hijo único. No tenía a nadie más.
    —Supongo que en ese sentido soy afortunada.
    —Lo eres, Sidney, nunca lo olvides.
    —¿Quieres beber alguna cosa?
    —Té, si tienes.
    Unos minutos después estaban sentados en el sofá de la sala. Rowe aguantó el platillo sobre la rodilla mientras bebía el té a sorbos. Dejó la taza y miró a Sidney. Era obvio que se sentía incómodo.
    —Ante todo —dijo—, quiero disculparme.
    —Quentin...
    Él levantó una mano para hacerla callar.
    —Sé lo que vas a decir, pero me pasé de la raya. Las cosas que dije, la manera como te traté. Algunas veces no pienso antes de hablar. De hecho, es lo que hago demasiado a menudo. No me sé presentar. Sé que parezco un tipo extraño e insensible, pero en realidad no lo soy.
    —Lo sé, Quentin. Siempre hemos tenido una buena relación. Todos en Tritón dicen maravillas de ti. Sé que Jason lo hacía. Si te hace sentir mejor, te diré que me resulta mucho más fácil tratar contigo que con Nathan Gamble.
    —Tú y el resto del mundo —se apresuró a decir Rowe—. Aclarado esto, sólo me queda decir que estoy sometido a una gran presión. Ya sabes, la desconfianza de Gamble ante el acuerdo con CyberCom y la posibilidad de perderlo todo.
    —Yo creo que Nathan sabe lo que está en juego.
    Rowe asintió, distraído.
    —La segunda cosa que quería comunicarte es mi profunda pena por lo de Jason. No tendría que haber pasado. Jason era probablemente la única persona con la que podía conectar de verdad en la compañía. Tenía tanto talento como yo en el aspecto tecnológico, pero él sabía presentarse, algo, que como te he dicho, no sé hacer.
    —A mi juicio lo haces bastante bien.
    —¿De veras? —Rowe se animó en el acto. Después suspiró—. Supongo que al lado de Gamble, la mayoría de la gente parece un florero.
    —No te diré que no, pero tampoco te recomendaría que lo imitaras.
    —Sé que para los demás debemos parecer una extraña pareja.
    —No es fácil criticar el éxito que habéis tenido.
    —Eso es —exclamó Rowe con un tono que de pronto sonó amargo—. Todo se mide por el dinero. Cuando comencé, tenía ideas. Unas ideas maravillosas, pero no tenía capital. Entonces apareció Nathan. —Una expresión desagradable apareció en el rostro del joven.
    —No es sólo eso, Quentin. Tú tienes visión de futuro. Yo comprendo esa visión aunque sea una novata en cuestiones tecnológicas. Sé que esa visión es lo que impulsa el trato con CyberCom.
    —Exacto, Sidney, exacto. —Rowe se golpeó con el puño la palma de la otra mano—. Las apuestas son altísimas. La tecnología de CyberCom es tan superior, tan monumental que es como la aparición de un segundo Graham Bell. —Pareció estremecerse anticipadamente mientras miraba a Sidney—. ¿Te das cuenta de que la única cosa que retiene el potencial ilimitado de Internet es el hecho de que es tan grande que navegar por la red es a menudo un terrible y frustrante ejercicio, incluso para los usuarios más expertos?
    —Y con la tecnología de CyberCom ¿cambiará?
    —¡Sí! ¡Sí! ¡Desde luego!
    —Debo confesar que si bien llevo meses trabajando en este acuerdo, no tengo claro qué ha descubierto CyberCom. Los abogados casi nunca entramos en estos matices, sobre todo aquellos que no hemos destacado en ciencias, como es mi caso —dijo Sidney, y sonrió.
    Rowe se acomodó mejor, con el cuerpo más relajado ahora que la conversación versaba sobre cuestiones técnicas.
    —En términos vulgares, CyberCom ha hecho nada menos que crear inteligencia artificial, las lanzaderas inteligentes que te permitirán navegar sin esfuerzos por la multitud de tributarios de Internet y su progenie.
    —¿Inteligencia artificial? Creía que sólo existía en las películas.
    —En absoluto. Desde luego, hay varios niveles de inteligencia artificial. Hasta el momento, CyberCom ha desarrollado la más avanzada.
    —¿Cómo funciona?
    —Pongamos por caso que quieres disponer de todos los artículos publicados sobre un tema controvertido, y también quieres un sumario de esos artículos, con un listado de los que están a favor y en contra, las razones expuestas, los análisis y todo lo demás que haya por ahí. Ahora bien, si lo intentaras por tus propios medios a través del laberinto en que se ha convertido Internet, te llevaría media vida. La abrumadora cantidad de información contenida en Internet es su mayor desventaja. Los seres humanos están mal equipados para enfrentarse a algo en esa escala. Pero si consigues salvar el obstáculo entonces es como si de pronto la superficie de Plutón se llenara de vida con la luz del sol.
    —¿Eso es lo que CyberCom ha conseguido?
    —Con CyberCom en nuestro grupo, iniciaremos una red vía satélite que estará coordinada sin solución de continuidad con el software de nuestra licencia de que muy pronto estará instalado en todos los ordenadores de Norteamérica, y después en el mundo. El software es el mejor amigo del usuario que he visto. Le preguntará al usuario cuál es exactamente la información que necesita. Le formulará más preguntas si las considera necesarias. Luego, a través de nuestra red vía satélite, explorará todos los ordenadores que forman el conglomerado que llamamos Internet hasta reunir, en la forma de una figura perfecta, la respuesta a cada una de las preguntas que le has formulado, y a muchas más que no se te habían ocurrido. Lo mejor de todo es que las lanzaderas son como camaleones y se adaptan y comunican con cualquier servidor de la red existente. Esa es otra de las pegas de Internet: la incapacidad del sistema para comunicarse con los demás. Y realizará esta tarea a una velocidad millones de veces más rápida de lo que podría hacerlo una persona. Será como examinar minuciosamente cada gota de agua del Nilo en cuestión de minutos. Incluso más rápido. Por último, las enormes fuentes de conocimiento disponibles y que crecen en progresión geométrica día a día estarán conectadas eficazmente con la única entidad que las necesita de verdad. —Dirigió a Sidney una mirada llena de intención—. La humanidad. Y no se detiene aquí. La red conectada con Internet es sólo una pequeña parte del esquema general. También aumentarán las normas de criptografía a niveles altísimos. Imagínate una respuesta fluida a los intentos de romper las claves de las transmisiones electrónicas. Unas respuestas que no sólo se ajustarán para protegerse del ataque del intruso, sino que lo perseguirán hasta cazarlo. ¿Crees que será popular entre los organismos de seguridad? Esta es la nueva meta de la revolución tecnológica. Dictará la manera de transmitir y utilizar los datos en el siglo venidero. Nos dirá cómo construir, enseñar y pensar. Imagínate ordenadores que no sean sólo unas máquinas estúpidas que reaccionan a las instrucciones tecleadas por los humanos. Piensa en ordenadores que utilizan su enorme potencia intelectual para pensar por su cuenta, para resolver problemas por nosotros de una manera que hoy resulta inimaginable. Convertirá muchísimas cosas en obsoletas, incluida gran parte de la línea de productos de Tritón. Lo cambiará todo. Será lo mismo que hizo el motor de combustión interna con la tracción animal, sólo que más profundo.
    —¡Dios mío! —exclamó Sidney—. Y supongo que los beneficios...
    —Sí, sí, ganaremos billones con las ventas del software, con el alquiler de la red. Todas las empresas del mundo querrán estar conectadas con nosotros. Y eso es sólo el principio. —Rowe parecía bastante desinteresado en ese aspecto del negocio—. Y, sin embargo, pese a todo, Gamble sigue sin verlo, es incapaz de comprender... —Se levantó impulsado por los nervios y comenzó a mover los brazos. Se dominó y volvió a sentarse, rojo de vergüenza—. Lo lamento, a veces me dejo llevar por el entusiasmo.
    —Está bien, Quentin, lo comprendo. Jason compartía tu entusiasmo por la compra de CyberCom. Me lo dijo.
    —Tuvimos muchas charlas muy agradables sobre el tema.
    —Y Gamble es muy consciente de las consecuencias que tendría la compra de CyberCom por otra compañía. Creo que acabará por acceder en la cuestión de la información financiera.
    —Confiemos en ello —dijo Rowe.
    Sidney miró los diamantes incrustados en el lóbulo de la oreja de Rowe. Parecían ser la única extravagancia que se permitía, y no era gran cosa, pues Rowe, a pesar de ser multimillonario, vivía con la misma frugalidad que en su etapa de estudiante pobre en la universidad, diez años atrás.
    —Jason y yo hablábamos mucho del futuro —comentó Rowe—. Era una persona muy especial. —Parecía compartir el dolor de Sidney cada vez que se mencionaba el nombre de Jason—. Supongo que ya no volverás a ocuparte de las negociaciones con CyberCom.
    —El abogado que me reemplazará es de primera fila. No notarás el cambio.
    —Fantástico. —Su voz sonó muy poco convencida.
    Sidney se levantó del sofá y apoyó una mano sobre el hombro de Rowe.
    —Quentin, hay que cerrar este trato. —Vio la taza vacía y le preguntó—: ¿Quieres un poco más de té?
    —¿Qué? No, no, gracias. —Rowe volvió a sumergirse en sus pensamientos, mientras se frotaba las manos en un gesto nervioso.
    Cuando miró otra vez a Sidney, ella supo en el acto lo que pensaba.
    —Hace poco mantuve una reunión informal con Nathan.
    —Sí, algo me comentó.
    —Entonces sabías lo del «viaje» de Jason.
    —¿Que te dijo que iba a una entrevista de trabajo?
    —Sí.
    —¿Con qué compañía? —Rowe formuló la pregunta con un tono impersonal.
    Sidney vaciló por un instante y después decidió decir la verdad.
    —AllegraPort Technology.
    —Yo te podría haber dicho que era una broma —Rowe soltó un bufido despreciativo—. AllegraPort estará fuera del negocio en menos de dos años. Estuvieron en la cima hace un tiempo, pero dejaron que se les adelantaran. En este campo tienes que crecer e innovar, o estás muerto. Jason nunca habría pensado seriamente unirse a ellos.
    —Por lo que parece, no pensaba hacerlo. Ellos ni siquiera sabían quién era.
    Era obvio que Rowe ya conocía esta información.
    —¿No podría ser otra cosa? No sé muy bien cómo decirlo...
    —¿Personal? ¿Otra mujer?
    —No tendría que haberlo preguntado —murmuró Rowe como un niño avergonzado—. No es asunto mío.
    —No, está bien. No te diré que no se me ocurrió pensarlo. Sin embargo, nuestras relaciones eran mejores que nunca.
    —¿Nunca te mencionó nada de lo que pasaba en su vida? ¿Nada que le hubiese impulsado a hacer el viaje a Los Ángeles, y a no decirte le verdad?
    Sidney mostró una expresión alerta. ¿Era ésta una partida de pesca? ¿Había enviado Gamble a su segundo de a bordo para conseguir alguna información? Cuando vio la expresión preocupada de Rowe, comprendió que él estaba allí por propia voluntad, en un intento por averiguar qué le había pasado a su empleado y amigo.
    —Nada. Jason nunca hablaba conmigo sobre asuntos de trabajo. Yo no tenía idea de lo que estaba haciendo. Ojalá la hubiese tenido. Lo que me está matando es no saber.
    Pensó por un instante si debía preguntarle a Rowe por las nuevas cerraduras instaladas en la puerta del despacho de Jason y las otras preocupaciones manifestadas por Kay Vincent, pero al final decidió no decir nada.
    Después de un par de minutos de silencio incómodo, Rowe salió del ensimismamiento.
    —Tengo en el coche las cosas personales de Jason que el otro día fuiste a buscar a la oficina. Después de ser tan grosero contigo, creí que era lo menos que podía hacer.
    —Gracias, Quentin. Te aseguro que no tengo ningún resentimiento. Es un momento duro para todos.
    Rowe le agradeció las palabras con una sonrisa. Se levantó.
    —Es hora de irme. Te traeré la caja. Si necesitas cualquier cosa, avísame.
    Después de traerle la caja, Rowe le dijo adiós y se dio la vuelta para marcharse. Sidney le tocó el brazo.
    —Nathan Gamble no estará siempre espiándote por encima del hombro. Todo el mundo sabe quién está realmente detrás del éxito de Tritón Global.
    —¿De veras crees eso? —replicó el hombre, sorprendido.
    —Es difícil ocultar el genio.
    —No lo sé. Gamble no deja de sorprenderme a ese respecto.
    Dio media vuelta y caminó lentamente hacia su coche.


    Capítulo 25
    Era medianoche cuando el agente Lee Sawyer apoyó la cabeza en la almohada después de cenar en cuatro bocados. Sin embargo, no consiguió dormirse a pesar del cansancio que sentía. Echó una ojeada al minúsculo dormitorio y de pronto decidió levantarse. Descalzo, en calzoncillos y camiseta, fue hasta la sala de estar y se dejó caer en el sillón desvencijado. La típica carrera de un agente del FBI no se llevaba bien con una tranquilidad doméstica prolongada. Se pasaban por alto demasiados aniversarios, cumpleaños y vacaciones. A veces estaba meses fuera del hogar, sin saber cuándo regresaría. Le habían herido de gravedad mientras cumplía con su deber, una situación traumática para cualquier esposa. Su familia había sido amenazada por la escoria humana que él intentaba erradicar. Y todo por la causa de la Justicia, por hacer que el mundo fuese, si no mejor, por lo menos más seguro. Una meta noble que no parecía nada especial cuando se intentaba explicar a un niño de ocho años que papá no podría ir a otro partido de béisbol, a otro recital, a otra obra de teatro. Lo había sabido desde el principio; Peg, también. Pero estaban tan enamorados que creyeron de verdad que resistirían, y lo habían conseguido durante mucho tiempo. Resultaba irónico, pero ahora sus relaciones con Peg eran mucho mejor que en los últimos años.
    En cambio, los hijos eran otro asunto. Había cargado con toda la culpa de la ruptura y quizá se lo merecía. Ahora sólo los tres hijos mayores comenzaban a hablarle con cierta regularidad. Pero había perdido a Meggie. No sabía nada de lo que pasaba en la vida de su hija. Era lo que más le dolía. No saber.
    Todo el mundo tiene que elegir y él había elegido. Había disfrutado de una magnífica carrera en el FBI, pero el éxito había tenido un precio. Caminó hasta la cocina, cogió una cerveza fría y volvió al sillón. Su poción mágica para dormir. Al menos, no bebía licor. Todavía. Se acabó la cerveza en cuatro tragos, se arrellanó en el sillón y cerró los ojos.
    Una hora más tarde, el timbre del teléfono le arrancó de un sueño profundo. Todavía estaba sentado en el sillón. Levantó el auricular.
    —¿Sí?
    —¿Lee?
    Parpadeó varias veces hasta conseguir mantener los ojos abiertos.
    —¿Frank? —Sawyer consultó su reloj—. Ya no estás en el FBI, Frank. Creía que en la empresa privada tenías un horario más normal.
    Al otro extremo de la línea, Frank Hardy estaba completamente vestido y cómodamente instalado en una oficina muy bien amueblada. En la pared que tenía detrás había numerosas fotos y diplomas que daban testimonio de una larga y distinguida carrera en el FBI. Hardy sonrió.
    —Hay demasiada competencia por aquí, Lee. Disponer de sólo veinticuatro horas al día parece una injusticia.
    —No me da vergüenza reconocer que ése es más o menos mi límite, ¿Pasa algo?
    —El atentado contra el avión —respondió Hardy.
    Sawyer se irguió en el sillón, bien despierto, con la mirada alerta.
    —¿Qué?
    —Aquí tengo algo que necesitarías ver, Lee. Todavía no sé bien lo que significa. Estoy a punto de preparar café. ¿Cuánto tardarás en venir?
    —Dame media hora.
    —Como en los viejos tiempos.
    Sawyer tardó cinco minutos en vestirse. Metió la pistola en la cartuchera y bajó a buscar el coche. Mientras conducía, llamó a la oficina para avisarles de esta nueva contingencia. Frank Hardy había sido uno de los mejores agentes en la historia del FBI. Cuando se marchó para fundar su propia empresa de seguridad, todos los agentes sintieron la pérdida, pero nadie le reprochó que aprovechara la oportunidad después de tantos años de servicio. Él y Sawyer habían sido compañeros diez años antes de que Hardy pidiera el retiro. Habían formado un buen equipo que había resuelto muchos casos importantes y arrestado a criminales muy peligrosos. Muchos de aquellos delincuentes cumplían ahora cadena perpetua en diversas prisiones federales de máxima seguridad. Un poco más de un puñado, entre ellos varios asesinos en serie, habían sido ejecutados.
    Si Hardy creía que tenía algo sobre el atentado, entonces lo tenía. Sawyer pisó el acelerador y diez minutos después entraba con el coche en un inmenso aparcamiento. El edificio de catorce pisos en Tysons Córner albergaba un gran número de empresas, ninguna de las cuales se dedicaba a algo tan excitante como la de Hardy.
    Sawyer exhibió las credenciales del FBI al personal de seguridad y subió en el ascensor hasta el piso catorce. Al salir del ascensor, se encontró en una zona de recepción muy moderna. La iluminación indirecta creaba unas islas de luz en la sala a oscuras. Detrás de la mesa de la recepcionista un cartel escrito con letras de molde blancas anunciaba el nombre del establecimiento: SECURTECH.


    Capítulo 26
    Sidney Archer contempló el rítmico ascenso y descenso del pecho de Amy. Sus padres dormían profundamente en la habitación de invitados mientras Sidney estaba sentada en el cuarto de Amy. Por fin, se levantó y fue hasta la ventana para mirar al exterior. Nunca había sido una persona de hábitos nocturnos. Cuando llegaba la hora de dormir, dormía. Ahora la oscuridad parecía tener un poderoso efecto sedante, como una suave cascada de agua tibia. Hacía que los hechos recientes parecieran menos reales, menos terroríficos de lo que eran en realidad. Al siguiente día serían los funerales por Jason. La gente vendría a la casa a presentar sus respetos, a comentar lo buena persona que había sido su marido. No estaba muy segura de poder estar a la altura, pero esa era una preocupación que dejaría para más tarde.
    Besó la mejilla de Amy, salió de la habitación sin hacer ruido y caminó por el pasillo hasta el pequeño estudio de Jason. Alzó la mano para coger una horquilla que había sobre el marco de la puerta y la metió en la cerradura. Amy Archer, con sus dos años, era capaz de entrar en cualquier parte y coger cualquier cosa: maquillaje, pantis, joyas, las corbatas de Jason, zapatos, carteras y monederos. Una vez habían encontrado la documentación del Cougar de Jason metida en la masa de los crepés junto con las llaves de la casa que habían estado buscando como locos. En otra ocasión, Sidney y Jason se habían encontrado toda una caja de hilo dental liada en una de las patas de la cama. Abrir puertas era una cosa sencilla para el miembro más joven de la familia Archer, de ahí la necesidad de tener una horquilla o un clip de papel en los marcos.
    Sidney entró y se sentó delante de la mesa escritorio. La pantalla del ordenador, oscura y silenciosa, le devolvió la mirada. Una parte de Sidney esperaba que apareciera en la pantalla otra carta electrónica, pero no pasó nada. Echó una ojeada a la pequeña habitación. Ejercía sobre ella una atracción irresistible porque todo lo que había le hablaba de él. Tocó algunos de los objetos favoritos de Jason como si, por osmosis, pudieran revelarle los secretos que su marido había dejado atrás. El timbre del teléfono la sacó de sus pensamientos. Volvió a sonar y Sidney se apresuró a atenderlo sin saber muy bien qué esperar. Por un momento, no reconoció la voz.
    —¿Paul?
    —Siento llamar tan tarde. Hace días que intento localizarte. Te dejé un montón de mensajes en el contestador.
    —Lo sé, Paul, lo lamento, pero he...
    —Caray, Sid, no te lo digo para que te sientas culpable. Estaba preocupado por ti. Enterarte de lo de Jason de esa manera, no sé cómo lo aguantas Eres mucho más fuerte que yo.
    —Ahora mismo no me siento muy fuerte.
    —Tienes a un montón de gente en Tylery Stone que te respalda, Sid. —La voz de Paul Brophy sonaba ansiosa—. Y un colega en la oficina de Nueva York disponible las veinticuatro horas del día por si necesitas ayuda.
    —El apoyo es conmovedor, de veras.
    —Mañana cogeré el avión a primera hora para asistir al funeral.
    —No tienes por qué hacerlo, Paul. Debes estar con trabajo hasta el cuello.
    —No creas. No sé si lo sabes, pero intenté hacerme con el mando en las negociaciones con CyberCom.
    —¿En serio? —Sidney hizo lo posible para mantener la voz neutra.
    —Sí, sólo que no lo conseguí. Wharton se mostró bastante duro al rechazar mi oferta.
    —Lo siento, Paul. —Por un instante, Sidney sintió un poco de remordimiento—. Ya habrá otras negociaciones.
    —Lo sé, pero de verdad creía estar capacitado. Te lo juro. —Hizo una pausa. Sidney rogó para que no se le ocurriera preguntar si Wharton le había pedido su consejo sobre el asunto. Cuando él volvió a hablar, Sidney se sintió todavía más culpable—. Mañana estaré allí, Sid. No sé en qué otro lugar podría estar.
    —Muchas gracias. —Sidney se arrebujó en la bata.
    —¿Te importa si voy a tu casa directamente desde el aeropuerto?
    —En absoluto.
    —Vete a dormir, Sid. Te veré mañana a primera hora. Si necesitas cualquier cosa, a la hora que sea, de noche o de día, sólo tienes que llamar.
    —Muchas gracias, Paul. Buenas noches —dijo, y colgó el teléfono.
    Siempre se había llevado bien con Brophy, pero estaba segura de que detrás de la fachada encantadora se ocultaba un oportunista. Le había dicho a Wharton que Paul no era el adecuado para las negociaciones con CyberCom y ahora él vendría para acompañarla en sus momentos de dolor. Era un bello gesto, pero Sidney no creía en una coincidencia tan grande. Se preguntó cuál sería el motivo real.
    Paul Brophy colgó el teléfono y echó una ojeada a su lujoso apartamento. Si tenías treinta y cuatro años, eras soltero, guapo y ganabas medio millón al año, la ciudad de Nueva York era un lugar fantástico. Sonrió complacido y se pasó una mano por el pelo. Con un poco de suerte no tardaría en ganar un millón. En la vida había que saber buscar los mejores aliados. Cogió otra vez el teléfono y marcó un número. Atendieron en el acto. La voz de su interlocutor sonó rápida y precisa en cuanto Brophy se identificó.
    —Hola, Paul, esperaba tu llamada —dijo Philip Goldman.


    Capítulo 27
    Frank Hardy cargó la cinta en el aparato de vídeo instalado debajo del televisor de pantalla panorámica que estaba en un rincón de la sala de conferencias. Eran cerca de las dos de la madrugada. Lee Sawyer, sentado en un sillón con una taza de café bien caliente en la mano, contemplaba con admiración el lujo del lugar.
    —Caray, Frank, este negocio funciona viento en popa. Siempre me olvido de lo mucho que has prosperado.
    —Si algún te decidieras a aceptar mi oferta, Lee, no tendría que recordártelo más —respondió Hardy con un tono bonachón.
    —Estoy tan hecho a mi rutina que me cuesta cambiar, Frank.
    —Renee y yo pensamos ir al Caribe por navidad. Podrías venir con nosotros. Incluso llevar a alguien contigo. —Hardy miró a su amigo, expectante.
    —Lo siento, Frank, ahora mismo no hay nadie.
    —Han pasado dos años. Creía que... Llegué a creer que me moriría cuando Sally se marchó. No quería volver a pasar por todo aquello de las citas. Entonces apareció Renee. Ahora no podría ser más feliz.
    —Si tenemos en cuenta que Renee podría pasar por la hermana gemela de Michelle Pfeiffer, no me cabe duda de que eres un hombre muy feliz.
    Hardy rió de buena gana al escuchar las palabras de su amigo.
    —Quizá quieras reconsiderarlo. Renee tiene algunas amigas que cumplen estrictamente sus niveles de estética. Y escúchame, las mujeres se vuelven locas por los tipos altos y fuertes.
    —Perfecto. No es que te quiera criticar, mi apuesto y viejo amigo, pero no tengo la pasta que tú tienes en el banco. En consecuencia, mi nivel de atracción ha bajado un poco en los últimos años. Además, todavía soy un empleado del gobierno. La clase turista y el supermercado es mi límite y no creo que tú te muevas aún a esos niveles.
    Hardy tomó asiento, cogió con una mano la taza de café y con la otra el mando a distancia del vídeo.
    —Pensaba hacerme cargo de la factura, Lee —dijo en voz baja—.
    Considéralo como un regalo de navidad anticipado. Eres un tipo difícil de convencer.
    —Gracias de todas maneras. En realidad, este año tenía pensado pasar algún tiempo con los chicos, si es que me aceptan.
    —De acuerdo.
    —Y ahora, ¿qué tienes para mí?
    —Desde hace unos años somos los asesores de seguridad de Tritón Global.
    —¿Tritón Global? Informática, telecomunicaciones. Están en la lista de las quinientas de Fortune, ¿no?
    —Técnicamente, no tendrían que estar en la lista.
    —¿Cómo es eso?
    —No son una empresa por acciones. Dominan su campo, crecen como locos, y todo lo hacen sin capital procedente de los mercados financieros.
    —Impresionante. ¿Y cómo se vincula eso con un avión que se estrelló en los campos de Virginia?
    —Hace unos meses, Tritón sospechó que ciertas informaciones se filtraban a un competidor. Nos llamaron para verificar la sospecha y, si era cierta, descubrir la filtración.
    —¿Lo conseguiste?
    —Sí. Primero redujimos la lista de los competidores que podían participar en algo así. Una vez que los tuvimos claros, comenzamos la vigilancia.
    —Debió ser duro. Grandes compañías, millares de empleados, centenares de oficinas.
    —Al principio, fue todo un reto. Sin embargo, las informaciones obtenidas nos llevaron a creer que la filtración procedía de las más altas instancias, así que mantuvimos puesto un ojo avizor en los ejecutivos de Tritón.
    Lee Sawyer se retrepó en el sillón y bebió un trago de café.
    —Y después de identificar algunos lugares «extraoficiales» donde se podía hacer el intercambio, ni corto ni perezoso instalaste toda la parafernalia electrónica, ¿no es así?
    —¿Seguro de que no quieres el trabajo?
    Sawyer se encogió de hombros como respondiendo al halago.
    —Y después, ¿qué pasó?
    —Identificamos unos cuantos de esos lugares «extraoficiales», propiedad de las compañías sospechosas y que no parecían tener ningún uso legítimo. En cada uno de ellos montamos equipos de vigilancia. —Hardy dirigió una sonrisa sardónica a su ex colega—. No me leas la cartilla por allanamiento y otras violaciones de la ley, Lee. Algunas veces el fin justifica los medios.
    —No te lo discuto. A veces yo también deseo tomar un atajo. Pero si lo hiciera se me echarían encima un centenar de abogados gritando «anticonstitucional» y mi jubilación se iría a tomar por el culo.
    —En cualquier caso, hace dos días se hizo una inspección de rutina de la cámara de vigilancia instalada en una nave industrial cerca de Seattle.
    —¿Qué os llevó a elegir a esa nave en particular?
    —La información conseguida nos llevó a creer que la nave era propiedad, a través de una serie de subsidiarias y sociedades, del grupo RTG, el principal competidor de Tritón.
    —¿Qué tipo de información creía Tritón que le estaban robando? ¿Tecnológica?
    —No. Tritón está involucrada en unas negociaciones para la compra de una compañía de software muy valiosa, CyberCom. Creemos que la información sobre dichas negociaciones era filtrada a la RTG, una información que le permitiría adelantarse y comprar la compañía en cuestión, ya que conocerían los términos y la posición negociadora de Tritón. Gracias al vídeo que ahora verás, hicimos algunas discretas sugerencias a RTG. Desde luego, lo negaron todo. Afirman que la nave fue alquilada el año pasado a una compañía no relacionada. Hicimos las averiguaciones pertinentes. No existe. En consecuencia, RTG está mintiendo o tenemos otro participante en este juego.
    —Vale. Dime cuál es la relación con mi caso.
    Hardy respondió apretando el botón del mando a distancia. La pantalla gigante se iluminó. Sawyer y Hardy contemplaron las imágenes en el pequeño cuarto de la nave. Cuando el joven alto aceptó la maleta metálica del hombre mayor, Hardy congeló la imagen. Miró la expresión intrigada en el rostro del agente. Hardy sacó un puntero láser del bolsillo de la camisa y señaló al hombre joven.
    —Este hombre es un empleado de Tritón Global. No lo teníamos en la lista de vigilancia porque no era un alto cargo y no figuraba entre los miembros del equipo negociador de la compra.
    —Sin embargo, es obvio que ahí tienes al culpable. ¿Sabes quiénes son los otros?
    —Todavía no. El hombre se llama Jason W. Archer, con domicilio en el 611 de Morgan Lañe, en el condado Jefferson, Virginia. ¿Te resulta familiar?
    Sawyer se concentró a fondo. El nombre le sonaba. Entonces lo recordó y fue como si le hubiera atropellado un camión. «¡Joder!» Casi se levantó de la silla, con los ojos desorbitados fijos en el rostro del joven mientras el nombre destacaba en la lista de pasajeros que había leído mil veces. Al pie de la pantalla aparecían la fecha y la hora: 17 de noviembre de 1995. 11.15 ÁM Pacific Standard Time. Sawyer asimiló la información de un vistazo y comenzó a hacer cálculos. Siete horas después de que el avión se estrellara en Virginia, este tipo estaba vivito y coleando en Seattle. «¡Joder!», repitió.
    —Eso es —asintió Hardy—. Jason Archer figuraba en la lista de pasajeros del vuelo 3223, pero es obvio que no subió a bordo.
    Hardy volvió a poner en marcha la cinta. Cuando el rugido de los reactores sonó en la pantalla, Sawyer volvió la cabeza hacia la ventana. El maldito avión parecía estar a punto de estrellarse contra el edificio. Después miró a Hardy y vio que su amigo le sonreía.
    —Yo hice lo mismo cuando lo oí por primera vez.
    Sawyer miró en la pantalla a los hombres que observaban el techo hasta que el ruido del avión se perdía en la distancia. El agente entornó un poco los párpados mientras miraba con mucha atención la escena. Algo le había llamado la atención, pero no sabía qué.
    —¿Has visto alguna cosa? —le preguntó Hardy, que le observaba.
    Sawyer permaneció en silencio unos segundos y después meneó la cabeza.
    —¿Qué estaba haciendo Archer en Seattle la mañana del accidente en Virginia cuando se suponía que viajaba en un avión a Los Ángeles? ¿Trabajo?
    —En Tritón ni siquiera sabían que Archer viajaba a Los Ángeles y mucho menos a Seattle. Creían que se había tomado unos días libres para estar con su familia.
    —Échame una mano, Frank, porque no sé de qué va.
    —Archer tiene esposa y una hija pequeña —se apresuró a responder el otro—. Sidney, la esposa, es abogada en Tylery Stone, el bufete que lleva los asuntos legales de Tritón. Ella atiende muchas de las cosas de Tritón y encabeza el equipo negociador para la compra de CyberCom.
    —Eso es muy interesante, y quizá conveniente para ella y su marido.
    —Reconozco que eso fue lo primero que se me ocurrió, Lee.
    —Si Archer estaba en Seattle, digamos, a las diez o diez y media de la mañana, hora del Pacífico, tuvo que coger un vuelo de primera hora.
    —Western Airlines tiene uno que sale más o menos a la misma hora que el vuelo a Los Ángeles.
    Sawyer se levantó y se acercó al televisor. Rebobinó la cinta y congeló la imagen para estudiar a fondo el rostro de Jason Archer. Se volvió hacia su antiguo compañero.
    —Sabemos que Archer estaba en la lista de pasajeros del vuelo 3223, pero tú dices que el jefe no sabía nada de este viaje. ¿Cómo se enteraron de que estaba en el avión?
    Hardy sirvió más café y después se levantó para ir hasta la ventana. Era obvio que a estos dos hombres les gustaba moverse mientras pensaban.
    —La compañía aérea dio con la esposa mientras ella estaba en una reunión de negocios en Nueva York y le comunicó la mala noticia. En dicha reunión había gente de Tritón, incluido el presidente. Se enteraron entonces. La noticia se divulgó de inmediato. Esta cinta sólo la han visto otras dos personas. Nathan Gamble, presidente ejecutivo de Tritón, y Quentin Rowe, el segundo de a bordo.
    Sawyer se masajeó el cuello tenso y bebió un trago de café.
    —Western confirmó que Archer presentó el billete en el mostrador y recogió la tarjeta de embarque. De no ser así, no habrían avisado a la familia.
    —Tú sabes tan bien como yo que cualquiera pudo presentarse con un documento de identidad falso. Probablemente, los billetes estaban pagados. Consignó el equipaje y pasó el control de seguridad. Incluso con las nuevas medidas de seguridad, no necesitas una identificación con foto para subirte a un avión. Sólo las llevan los empleados y los mozos de cuerda.
    —Pero alguien subió al avión en el lugar de Archer. La compañía tiene la tarjeta de embarque, y una vez que subes, no te puedes bajar del avión.
    —El tipo que lo reemplazó era muy estúpido o un cabrón con mala suerte. Quizá las dos cosas.
    —Sí, pero si Archer voló a Seattle, significa que tenía otro billete.
    —No pudo aparecer dos veces en el mostrador de embarque para cada vuelo. Tuvo que usar un alias y un documento de identidad falso para el vuelo a Seattle.
    —Tienes razón. —Sawyer analizó las posibilidades—. Quizá todo lo que hizo fue cambiar los billetes con el tipo que tomó su lugar.
    —Sea cual sea la verdad, desde luego tienes trabajo por delante.
    —¿Alguien habló con la esposa? —preguntó Sawyer.
    Hardy abrió una carpeta y consultó unos papeles.
    —Nathan Gamble habló con ella, durante unos minutos, dos veces. Quentin Rowe también.
    —¿Y cuál es su historia?
    —Primero dijo que no sabía que su marido estaba en el avión.
    —¿Primero? ¿Así que cambió la historia?
    —Después le dijo a Nathan Gamble que el marido le había mentido. Le dijo que iba a Los Ángeles para entrevistarse con otra compañía para discutir sobre un nuevo empleo. Pero resultó que no tenía ninguna entrevista.
    —¿Quién lo dijo?
    —Sidney Archer. Supongo que llamó a la compañía para decirles que el marido no acudiría a la cita.
    —¿Lo has comprobado? —Hardy asintió—. ¿Has hecho nuevos progresos en tu investigación?
    En el rostro de Hardy apareció una expresión casi de dolor.
    —Ahora mismo no parece tener mucho sentido. Nathan Gamble está muy disgustado. Paga las cuentas y quiere resultados. Pero lleva tiempo, tú lo sabes. Sin embargo... —Hardy hizo una pausa y contempló la moqueta. Era obvio que se trataba de un hombre al que no le gustaban las cosas poco claras—. De todos modos, según Gamble y Rowe, la señora Archer cree que su marido está muerto.
    —Si es que dice la verdad, y ahora mismo para mí es dudoso —exclamó el agente, acalorado.
    Hardy lo miró con una expresión burlona. Sawyer se dio cuenta y aflojó los hombros.
    —Entre nosotros, Frank, me siento un poco imbécil con este asunto.
    —¿Cómo es eso?
    —Estaba seguro de que Arthur Lieberman era el objetivo. Estructuré toda la investigación sobre esa premisa, y descarté las demás posibilidades.
    —Todavía estás en los primeros pasos, Lee. No se ha perdido nada. Además, es probable que Lieberman fuera el objetivo, en cierto sentido.
    —¿Qué quieres decir? —preguntó Sawyer, alerta.
    —Piénsalo. Tú mismo acabas de contestar a la pregunta.
    En el rostro de Sawyer apareció una expresión sombría, cuando de pronto comprendió lo que Hardy acababa de decir.
    —¿Quieres decir que ese tipo, Archer, hizo estallar el avión para que creyéramos que Lieberman era el objetivo? Venga, Frank, eso es estirar demasiado la cuerda.
    —Si no hubiésemos tenido la suerte de grabar este vídeo, eso sería exactamente lo que estarías pensando ¿no? Recuerda, hay una única cosa en un accidente aéreo, en particular cuando un avión se estrella contra el suelo casi intacto, como en este caso.
    El rostro de Sawyer se volvió color de ceniza mientras reflexionaba.
    —No hay cuerpos. Nada que identificar, ningún resto.
    —Así es. En cambio, si el avión hubiese estallado en el aire, como ocurre en las explosiones normales, ahora habría un montón de cadáveres para identificar.
    Sawyer no salía de su asombro.
    —Eso es lo que me traía de cabeza. Si Archer se vendió, recibió la pasta y planeaba largarse, sabía que en algún momento la policía iría a por él.
    —Así que para cubrir el rastro —dijo Hardy—, hizo ver que subía a un avión que acabó a diez metros bajo tierra. Si descubren que es un sabotaje, todos creen que Lieberman es el objetivo. Y si no lo descubren, tampoco van a buscar a un tipo muerto. Todo el mundo se olvida de Jason Archer, y final del caso.
    —Pero, joder, Frank, ¿por qué no cogió la pasta y se largó sin más? No es tan difícil desaparecer. Y hay otra cosa. El tipo que saboteó el vuelo 3223 acabó cosido a tiros.
    —¿La hora de la muerte le da tiempo a Archer para regresar y asesinarlo? —preguntó Hardy.
    —Todavía no tenemos los resultados de la autopsia, pero si me baso en lo que vi del cuerpo, es posible que Archer pudiera llegar a la costa este a tiempo para hacerlo.
    Hardy se entretuvo pasando las hojas de la carpeta mientras pensaba en esta nueva información.
    —Venga, Frank, ¿cuánto crees que cobró Archer por la información? ¿Suficiente para sobornar al gasolinero que saboteó el avión y para contratar a un pistolero para liquidar al saboteador? ¿Un tipo que hasta hace unos días llevaba una respetable vida familiar? ¿Ahora es un archicriminal que destroza a niños y abuelas en el cielo?
    Frank Hardy miró a su viejo amigo con una expresión severa.
    —Él personalmente no voló el avión, Lee. Además, no me digas que ahora analizas las conciencias de las personas. Si la memoria no me falla, algunos de los peores asesinos que detuvimos llevaban una vida de angelitos.
    —¿Cuánto? —insistió Sawyer, poco dispuesto a dar el brazo a torcer.
    —Archer pudo conseguir varios millones por la información.
    —Suena a mucho dinero, pero ¿crees que por esa cantidad un tipo mataría a doscientas personas sólo para cubrir su rastro? ¡De ninguna manera!
    —Hay otra cosa en este asunto. Algo que me lleva a creer que Jason Archer es un archicriminal a pesar de las apariencias, o quizá trabaja para una organización de ese tipo.
    —¿Cuál es esa cosa?
    De pronto, Hardy pareció sentirse incómodo.
    —Falta algún dinero de una de las cuentas de Tritón.
    —¿Dinero? ¿Cuánto dinero?
    —¿Qué te parecen doscientos cincuenta millones de dólares?
    Sawyer estuvo a punto de volcar la taza de café.
    —¿Qué?
    —Al parecer, Archer no sólo estaba interesado en vender secretos. También estaba en el negocio de desvalijar cuentas bancarias.
    —¿Cómo? Quiero decir, que una compañía tan grande debe tener controles.
    —Tritón los tiene, pero esos controles parten de la base de que la información dada por el banco donde está depositado el dinero sea correcta.
    —No te entiendo —protestó Sawyer.
    Hardy soltó un suspiro y apoyó los codos sobre la mesa, dispuesto a explicar a su amigo la estafa en términos sencillos.
    —En nuestros días, mover dinero del punto A al punto B significa utilizar un ordenador. Los bancos y los mercados financieros dependen completamente de ellos, pero la dependencia comporta algunos riesgos.
    —¿Que los ordenadores se apaguen, hagan cosas raras o se vuelvan locos?
    —O que alguien entre en los ordenadores del banco y los manipule para fines ilegales. No es ninguna novedad. Ya sabes que el FBI ha creado toda una división nueva para ocuparse de los delitos informáticos.
    —¿Tú crees que eso es lo que ha pasado aquí?
    Hardy rebuscó entre los papeles hasta encontrar lo que buscaba.
    —En una sucursal del Consolidated BankTrust había una cuenta operativa de Tritón Global Investments Corporation, que es una compañía subsidiaria de Tritón para sus inversiones en Wall Street. La cuenta se abrió hace tiempo y el saldo actual era de doscientos cincuenta millones.
    —¿Archer tuvo algo que ver en la apertura de la cuenta?
    —No. De hecho, no tenía acceso a la misma.
    —¿Había muchos movimientos de cuenta?
    —Al principio, sí. Sin embargo, llegó un momento en que Tritón no necesitó los fondos y los dejó allí como una reserva para el caso de que Tritón o alguna de las compañías filiales necesitase dinero.
    —¿Qué ocurrió después?
    —Resulta que hace un par de meses abrieron una cuenta nueva en la misma sucursal a nombre de Tritón Global Investments, Limited.
    —¿Así que Tritón abrió otra cuenta?
    Sawyer no había acabado de hablar cuando Hardy ya meneaba la cabeza.
    —No, ahí está la trampa. No tiene nada que ver con Tritón. La compañía es ficticia, no tiene domicilio social, ni directores, ni empleados, nada.
    —¿Sabes quién abrió la cuenta?
    —Sólo había una firma registrada. El nombre que figuraba en el banco era el de Alfred Rhone, director financiero. No averiguamos nada de Rhone, pero descubrimos algo interesante.
    —¿Qué? —Sawyer se inclinó sobre la mesa.
    —Se realizaron una serie de operaciones a través de la cuenta falsa. Depósitos, transferencias y cosas por el estilo. La firma de Alfred Rhone apareció en cada uno de esos documentos. Comparamos las firmas con las de los empleados de Tritón. Encontramos una idéntica. ¿Quieres adivinar?
    —Jason Archer —respondió Sawyer en el acto.
    Hardy asintió.
    —¿Y qué pasó con el dinero?
    —Alguien entró en el ordenador del BankTrust y reorganizó las cuentas con mucho cuidado. Al final, la cuenta legítima de Tritón y la falsa tenían el mismo número.
    —¡Caray! Es como robarle caramelos a un niño.
    —Exacto. El día anterior a la desaparición de Archer, se transfirieron los doscientos cincuenta millones de la cuenta de Tritón a una cuenta abierta por la compañía falsa en otro gran banco de Nueva York. El departamento de transferencias del BankTrust tenía la autorización de nuestro amigo Rhone. La cuenta tenía fondos, todo estaba en orden. Transfirieron el dinero aquel mismo día. —Sawyer lo miró, incrédulo—. La gente de los bancos acepta lo que dice el ordenador, Lee, no tienen motivos para no hacerlo. Además, los bancos no se hablan entre ellos. Mientras tengan el culo cubierto, se limitan a ejecutar órdenes. Les da lo mismo quién esté involucrado, conocen los procedimientos bancarios al dedillo. ¿Te mencioné que Jason Archer trabajó en el departamento de transferencias de un banco antes de entrar en Tritón?
    Sawyer meneó la cabeza en un gesto de cansancio.
    —Ahora ya sé por qué no me gustan los ordenadores. Sin embargo, no acabo de entender cómo lo hizo.
    —Míralo de esta manera, Lee. Es como si hubiesen hecho una copia de un tipo rico y después la copia entra en el banco, retira todo el dinero del tipo rico y después se va tan fresco. La única diferencia es que el BankTrust creía que los dos tipos eran ricos; sin embargo, el banco estaba mirando el mismo saldo para los dos, contaba el mismo dinero dos veces.
    —¿Algún rastro de los fondos?
    —No creo que lo encuentren. —Hardy meneó la cabeza—. Se ha esfumado. Ya nos hemos reunido con agentes de la unidad de fraudes a instituciones financieras del FBI. Han abierto una investigación.
    Sawyer bebió un trago de café, y entonces se le ocurrió una idea.
    —¿Crees que quizá RTG está involucrada en las dos operaciones? Si no es así, resultaría un poco extraño que Archer se arriesgara a cometer la estafa bancaria y vender los secretos.
    —Podría ser, Lee, que Archer comenzara por el robo de los secretos de la compañía, y que la RTG le metiera en el fraude bancario para perjudicar todavía más a Tritón. Estaba en una posición inmejorable para hacerlo.
    —Pero el banco es el responsable final. A Tritón no le perjudica.
    —No, en eso te equivocas. Tritón ha perdido el uso del dinero mientras el banco aclara las cosas y se realiza la investigación. Este episodio está en manos de la junta directiva. Podría tardar meses en resolverse, al menos es lo que le han dicho a Tritón esta mañana. Como te puedes imaginar, Nathan Gamble está que se sube por las paredes.
    —¿Tritón necesitaba los fondos para alguna cosa?
    —Claro que sí. Pensaban utilizar el dinero como paga y señal de la compra de CyberCom.
    —¿Así que han perdido el negocio?
    —Todavía no. Según las últimas noticias, Nathan Gamble podría poner el dinero de su cuenta particular.
    —Caray, ¿el tipo puede firmar un cheque por esa cantidad?
    —Gamble es varias veces multimillonario. Sin embargo, no creo que lo haga. Estaría arriesgando su dinero además de perder doscientos cincuenta millones del dinero de Tritón. En total, sumarían quinientos millones de dólares. Incluso para él es mucho dinero. —Hardy hizo una mueca al recordar su última entrevista con Gamble—. Te lo repito, ahora mismo no es un hombre muy feliz. Su mayor preocupación son los secretos que Archer le vendió a RTG. Si RTG se hace con CyberCom, entonces las pérdidas finales de Tritón superarán los doscientos cincuenta millones de dólares.
    —Pero ahora que los de RTG saben que tú estás detrás, no se atreverán a utilizar la información que les pasó Archer.
    —No es tan sencillo, Lee. Han negado cualquier implicación, y aunque nosotros tenemos el vídeo, no es una prueba definitiva. RTG ya estaba en la puja por CyberCom. Si su oferta es un poco mejor que la de Tritón, ¿quién puede acusarles de nada?
    —Tienes razón. —Sawyer contempló los restos de café en la taza con una expresión de cansancio.
    Hardy extendió los brazos hacia su viejo amigo y sonrió.
    —Bueno, esta es mi historia.
    —Estaba seguro de que no me habías sacado de la cama porque alguien había robado un bolso. —Sawyer hizo una pausa—. Ese Archer debe ser un verdadero genio, Frank.
    —Lo es.
    —Pero todo el mundo comete errores y algunas veces tienes suerte, y consigues un vídeo como ése —dijo Sawyer más animado—. Además, son los casos difíciles los que te gratifican en este trabajo, ¿no? —El agente sonrió.
    —Y ahora ¿qué piensas hacer?
    El agente bebió el último trago de café y volvió a llenar la taza. Parecía haber recuperado fuerzas gracias a las nuevas posibilidades que se habían abierto en el caso.
    —Primero utilizaré tu teléfono para enviar una orden de busca y captura de Jason Archer. Después, te exprimiré el cerebro durante una hora. Mañana por la mañana, enviaré a un equipo al aeropuerto Dulles para que investiguen todo lo que puedan sobre Archer, y yo mantendré una entrevista personal con alguien que puede ser importantísimo en este caso.
    —¿Quién es?
    —Sidney Archer.



    Capítulo 28
    —Soy Paul Brophy, un colega de Sidney, señor...
    Brophy se encontraba en el recibidor de la casa, con la bolsa de viaje en una mano.
    —Bill Patterson. Soy el padre de Sidney.
    —Ella siempre le menciona, Bill. Lamento no haber tenido la ocasión de conocernos hasta ahora. Esto ha sido algo terrible. Sentí la necesidad de venir aquí por su hija. Es una de mis colegas más cercanas. Una mujer verdaderamente admirable.
    Bill Patterson miró a Brophy mientras el joven dejaba la bolsa en un rincón. Vestido con un traje cruzado, la última moda en camisa y corbata y zapatos negros relucientes, el alto y delgado Brophy ofrecía una figura muy apuesta. Pero había algo en sus modales un poco untuosos, en su trato con la familia de duelo, que no le gustó. Se había pasado la mayor parte de su vida profesional con el detector de mierda levantado. Ahora mismo, la alarma sonaba al máximo.
    —Tiene a toda su familia a su lado... ¿Paul? —Patterson puso un énfasis particular en la palabra «familia».
    Brophy le devolvió la mirada mientras calibraba al padre de Sidney.
    —Sí, en estos momentos no hay nada más importante que la familia. Espero que no piense que me estoy entrometiendo. Es la última cosa que quisiera hacer. Hablé con Sidney anoche. Hace años que trabajamos juntos. Nos hemos ocupado de algunos casos de esos que acabas con una úlcera. Pero usted ya sabe cómo es. Usted dirigió Bristol Aluminum durante los últimos cinco años que estuve allí. No había mes en que no apareciera usted en el Journal. Y aquel artículo de varias páginas en Forbes cuando se retiró.
    —Es duro —afirmó el hombre mayor, un poco más tranquilo mientras recordaba por un momento los éxitos de su carrera empresarial.
    —Sé que eso es lo que creían los competidores.
    Brophy le dedicó su mejor sonrisa y Patterson le correspondió. Quizás, el tipo no era tan malo; después de todo, había venido hasta aquí, y éste no era el momento más oportuno para buscar problemas.
    —¿Le apetece comer o beber algo? ¿Ha venido de Nueva York esta mañana?
    —En el primer vuelo del puente aéreo. Si tiene café, acepto encantado. ¿Sidney?
    La mirada de Brophy se fijó ansiosa en Sidney, que entraba en aquel momento acompañada por la madre. Las dos mujeres vestían de negro.
    —Hola, Paul.
    Brophy se acercó deprisa, la abrazó y le dio un beso en la mejilla que se prolongó un poco más de lo adecuado. Un tanto agitada, Sidney le presentó a su madre.
    —¿Cómo se lo ha tomado la pequeña Amy? —preguntó Brophy.
    —Está con unos amigos. No comprende lo que ha pasado —contestó la madre de Sidney, que miró a Paul con una expresión desabrida.
    —Es natural. —Brophy se apartó. No tenía hijos, pero de todos modos había sido una pregunta estúpida.
    Sidney, sin darse cuenta, le sacó del apuro. Se volvió hacia su madre.
    —Paul acaba de llegar ahora mismo de Nueva York.
    Su madre asintió distraída y luego se fue a la cocina para preparar el desayuno.
    Brophy miró a Sidney. El pelo sedoso parecía más rubio al resaltar contra el negro del vestido. Su aspecto un tanto demacrado la hacía aún más atractiva. El abogado pensó que era una mujer muy hermosa.
    —Todos los demás irán directamente a la capilla. Vendrán aquí después del servicio.
    Parecía abrumada por la perspectiva, algo que Brophy no pasó por alto.
    —Tú tómatelo con calma y cuando quieras estar sola, yo me encargaré de la charla y de que todo el mundo tenga el plato lleno. Si hay algo que he aprendido como abogado es a utilizar muchísimas palabras sin decir nada.
    —¿No tienes que volver a Nueva York?
    Brophy meneó la cabeza con una sonrisa triunfal.
    —Me quedaré unos días en la oficina de Washington. —Sacó una grabadora del bolsillo interior de la chaqueta—. Estoy preparado. Durante el viaje dicté tres cartas y un discurso que daré el mes que viene un acto político para recaudar fondos, o sea que me estaré todo el tiempo que me necesites. —Sonrió con ternura, guardó la grabadora y la cogió de la mano.
    Ella le devolvió la sonrisa, un tanto avergonzada, al tiempo que apartaba la mano.
    —Tengo que acabar de arreglarme.
    —De acuerdo, yo iré a la cocina a echar una mano.
    Sidney se fue por el pasillo hacia el dormitorio. Brophy la observó mientras se alejaba, y sonrió al pensar en las perspectivas de futuro. Después, entró en la cocina, donde la madre de Sidney preparaba huevos fritos, tostadas y bacón. Bill Patterson se ocupaba de la cafetera. Sonó el teléfono. El padre de Sidney se quitó las gafas y atendió la llamada.
    —¿Hola? —Cogió el auricular con la otra mano—. Sí, es aquí. ¿Qué? Oiga ¿no podría llamar más tarde? Ah, bueno, espere un momento.
    La señora Patterson miró a su marido.
    —¿Quién es?
    —Henry Wharton. —Patterson miró a Brophy—. Es el jefe de su bufete, ¿no?
    Brophy asintió. Aunque su condición de apóstol de Goldman era un secreto muy bien guardado, él no gozaba de las simpatías de Wharton, y Brophy esperaba con ansia el día en que Wharton fuera destronado de su cargo como jefe de Tylery Stone.
    —Un hombre maravilloso, siempre preocupado por sus colegas —dijo Brophy.
    —Vale, pero es de lo más inoportuno —replicó Patterson. Dejó el auricular sobre la mesa y salió de la cocina.
    Brophy fue a ayudar a la señora Patterson con una sonrisa conciliadora.
    Bill Patterson golpeó suavemente la puerta de su hija.
    —¿Cariño?
    Sidney abrió la puerta del dormitorio. Patterson vio las numerosas fotos de Jason y del resto de la familia desparramadas sobre la cama. Inspiró con fuerza y tragó saliva.
    —Cariño, hay un tipo del bufete al teléfono. Dice que es muy urgente.
    —¿Dijo su nombre?
    —Henry Wharton.
    Sidney frunció el entrecejo y un segundo después su expresión recuperó la normalidad.
    —Seguramente llama para decir que no podrá venir al servicio. Ya no estoy en la lista de los diez primeros. La cogeré aquí, papá. Dile por favor que me dé un minuto.
    En el momento en que su padre iba a cerrar la puerta, volvió a mirar las fotos. Levantó la mirada y descubrió que su hija le observaba, con una expresión casi de vergüenza, como una adolescente a la que acaban de sorprender fumando en el cuarto.
    Patterson se acercó y le dio un beso en la mejilla mientras la abrazaba.
    De nuevo en la cocina, Patterson cogió el teléfono.
    —Enseguida se pone —dijo con voz áspera.
    Volvió a dejar el teléfono sobre la mesa y se disponía a continuar con la tarea de hacer el café cuando le interrumpió una llamada a la puerta. Patterson miró a su esposa.
    —¿Esperamos a alguien tan temprano?
    —Será algún vecino que viene a traer más comida. Ve tú, Bill.
    Patterson se encaminó obediente hacia la puerta principal. Brophy le siguió hasta el recibidor.
    El padre de Sidney abrió la puerta y se encontró con dos hombres vestidos con trajes.
    —¿En qué puedo servirles?
    Lee Sawyer sacó sus credenciales con un movimiento pausado y se las exhibió. El acompañante hizo lo mismo.
    —Soy el agente especial del FBI, Lee Sawyer. Mi compañero, Raymond Jackson.
    La confusión de Bill Patterson era evidente mientras miraba alternativamente las credenciales del gobierno y a los hombres que se las mostraban. Los agentes le devolvieron la mirada.
    Sidney se apresuró a guardar las fotos, y sólo se demoró con una que era del día del nacimiento de Amy. Jason, vestido con una bata de hospital, sostenía a su hija recién nacida. La expresión de orgullo y felicidad en el rostro del flamante padre era algo maravilloso de contemplar. La metió en el bolso. Estaba segura de que la necesitaría cuando en el transcurso del día las cosas se le volvieran un poco insoportables. Se arregló el vestido, se sentó en la cama y cogió el teléfono.
    —Hola, Henry.
    —Sid.
    De no haber sido porque estaba sentada, Sidney se habría caído al suelo. Se le aflojaron todos los músculos y sintió como si le hubiesen dado un mazazo en la cabeza.
    —¿Sid? —repitió la voz ansiosa.
    Sidney intentó controlarse paso a paso. Tenía la sensación de estar sumergida debajo del agua a una profundidad donde los humanos no podían sobrevivir y que intentaba salir a la superficie. De pronto, su cerebro recuperó el funcionamiento y continuó el ascenso poco a poco. Mientras luchaba contra la sensación de que iba a desmayarse, Sidney Archer consiguió pronunciar una palabra de una manera que nunca habría imaginado que volvería a decir. Las dos sílabas escaparon de sus labios temblorosos.
    —¿Jason?



    Capítulo 29
    Mientras la madre de Sidney cruzaba la sala para reunirse con su marido en la puerta principal, Paul Brophy aprovechó la ocasión para volver discretamente a la cocina. ¿El FBI? Esto se ponía interesante. Pensaba en si debía llamar o no a Goldman cuando vio el auricular descolgado sobre la mesa. Henry Wharton estaba al teléfono. Brophy se preguntó qué estarían discutiendo. Desde luego ganaría puntos con Goldman si conseguía averiguarlo.
    Brophy se asomó por un segundo a la puerta de la cocina. El grupo continuaba en el recibidor. Corrió hasta la mesa, cogió el auricular, tapó con la mano el micrófono, y se llevó el teléfono al oído. De pronto se quedó boquiabierto mientras escuchaba las dos voces tan conocidas. Metió una mano en el bolsillo, sacó la grabadora, la colocó junto al auricular y grabó la conversación de los esposos.
    Cinco minutos más tarde, Bill Patterson volvió a llamar a la puerta de su hija. Cuando Sidney le abrió la puerta, su padre se sorprendió ante su apariencia. Los ojos seguían rojos y cansados, pero ahora parecía brillar en ellos una luz que no había visto desde la muerte de Jason. Otra sorpresa era la maleta a medio hacer sobre la cama.
    —Cariño, no sé la razón, pero el FBI está aquí —dijo sin apartar la mirada de la maleta—. Dicen que quieren hablar contigo.
    —¿El FBI?
    De pronto se le aflojaron los músculos y su padre la cogió a tiempo para que no se tambaleara.
    —Pequeña, ¿qué pasa? —preguntó, preocupado—. ¿A qué viene la maleta?
    —Estoy bien, papá —contestó Sidney un poco más serena—. Tengo que ir a un lugar después del servicio.
    —¿Ir? ¿Adónde vas? ¿De qué hablas?
    —Por favor, papá, ahora no. No puedo explicártelo ahora.
    —Pero Sid...
    —Por favor, papá.
    Patterson desvió la mirada, incapaz de resistir la súplica en los ojos de Sidney, con una expresión desilusionada e incluso temerosa.
    —De acuerdo, Sidney.
    —¿Dónde están los agentes, papá?
    —En la sala. Quieren hablar contigo en privado. Intenté que se fueran, pero, demonios, son el FBI.
    —Está bien, papá, hablaré con ellos. —Sidney pensó por un momento. Miró el teléfono que acababa de colgar y después consultó su reloj—. Llévalos al estudio y diles que estaré allí en dos minutos.
    Sidney cerró la maleta y la metió debajo de la cama, seguida por la mirada atenta del padre.
    —¿Sabes lo que haces? —le preguntó él con el entrecejo fruncido.
    —Lo sé —respondió Sid en el acto.
    Jason Archer estaba esposado a la silla. Kenneth Scales, con una sonrisa de oreja a oreja, mantenía la pistola apoyada contra su cabeza. Otro hombre rondaba por el fondo.
    —Buen trabajo, Jason —dijo Scales—. Quizá podrías labrarte una carrera en el cine. Es una pena que no tengas futuro.
    Jason le miró con los ojos desorbitados de rabia.
    —¡Hijo de puta! Si le haces daño a mi esposa o a mi hija te destrozaré. Lo juro por Dios.
    —Cojonudo —exclamó Scales, ufano—. Dime, ¿cómo lo harás? —Apartó la pistola y la descargó de revés contra la mandíbula de Jason.
    Se entreabrió la puerta del cuartucho. Jason, aturdido por el golpe, miró hacia la abertura y soltó un grito furioso. En un arranque desesperado se lanzó a través de la habitación, con silla y todo. Casi había llegado al hombre de la puerta cuando Scales y su compinche lo arrastraron otra vez hacia atrás.
    —Maldita sea, ¡te mataré!, ¡te mataré! —chilló Jason.
    El desconocido entró en el cuarto y cerró la puerta. Sonrió mientras los dos pistoleros levantaban a Jason y le tapaban la boca con esparadrapo.
    —¿Otra vez las pesadillas, Jason?
    Bill Patterson acompañó a los dos agentes del FBI hasta el pequeño pero cómodo estudio, y después fue a reunirse con su esposa y Paul Brophy en la cocina. Miró el teléfono, intrigado. Habían colgado. A Brophy no se le escapó el detalle.
    —Lo colgué yo —dijo—. Supuse que usted tendría otras cosas que hacer.
    —Gracias, Paul.
    —No tiene importancia. —Brophy bebió un trago de café, muy satisfecho consigo mismo mientras acariciaba la grabadora guardada en un bolsillo del pantalón—. Caramba —miró a los Patterson—, el FBI. ¿Qué querrán?
    —No lo sé y creo que Sidney tampoco. —Era muy protector en todo lo relacionado con su hija. Las líneas de preocupación destacaban en su frente—. Por lo que parece, hoy es el día de las inoportunidades —murmuró mientras se sentaba para echarle una ojeada al periódico.
    Estaba a punto de decir algo más cuando vio el titular a toda plana.



    Capítulo 30
    Sawyer y Jackson se levantaron cuando Sidney entró en la habitación. El agente Sawyer se sobresaltó visiblemente al verla. Hizo un esfuerzo consciente por esconder la barriga y una de sus manos voló hacia su cabeza para colocar en su sitio el tupé rebelde. Cuando bajó la mano, la miró por un instante como si no fuera una parte de su cuerpo, al tiempo que se preguntaba por qué había hecho eso. Los agentes se presentaron y una vez más exhibieron las credenciales. Sawyer era consciente de que Sidney le miraba con mucha atención antes de sentarse.
    Sawyer la catalogó en un segundo. Una belleza con inteligencia y carácter. Pero había algo más. Hubiese jurado que se habían visto antes. Su mirada se posó en el cuerpo esbelto. El vestido negro era elegante y adecuado para la solemnidad de la ocasión; sin embargo, resaltaba las partes más provocativas de la figura. También las piernas, bien torneadas, resultaban favorecidas por las medias negras. El rostro era encantador en su aflicción.
    —Señora Archer, ¿por casualidad nos hemos visto antes?
    —No lo creo, señor Sawyer —respondió Sidney, sorprendida.
    El la observó durante un momento, encogió los hombros y comenzó sin más dilación con la entrevista.
    —Como le dije a su padre, señora Archer, comprendemos que nuestra visita no podría ser más inoportuna, pero necesitábamos hablar con usted lo antes posible.
    —¿Puedo preguntar cuál es el tema? —Sidney hablaba como una autómata. Recorrió el estudio con la mirada antes de fijarla en el rostro de Sawyer. Vio a un gigantón que parecía sincero. En circunstancias normales, Sidney habría colaborado con Lee Sawyer sin el menor reparo. Pero las circunstancias distaban mucho de ser normales.
    Ahora sus ojos verdes brillaban y Sawyer tuvo que hacer un esfuerzo para no perderse en ellos. En el intento de sondear sus profundidades se descubrió a sí mismo aventurándose en aguas peligrosas.
    —Está relacionado con su marido, señora Archer —se apresuró a responder Sawyer.
    —Por favor, llámeme Sidney. ¿Qué pasa con mi marido? ¿Tiene esto alguna relación con el accidente aéreo?
    Esta vez, Sawyer demoró la respuesta. La estudiaba otra vez pero con mucho disimulo. Cada palabra, cada expresión, cada pausa era importante. Era un trabajo agotador, a menudo frustrante, pero que en ocasiones producía unos resultados sorprendentes.
    —No fue un accidente, Sidney —contestó por fin.
    El brillo en los ojos de Sidney parpadeó como ocurre con las luces de una casa cuando hay una tormenta eléctrica. Entreabrió los labios pero no dijo ni una palabra.
    —El avión fue saboteado; todas las personas a bordo, todas sin excepción, fueron asesinadas premeditadamente.
    Mientras Sawyer continuaba observándola, Sidney pareció perder todo contacto con el mundo exterior. Sus facciones mostraban un horror imposible de fingir. Sus ojos perdieron el brillo febril.
    Pasó casi un minuto antes de que Sawyer se atreviera a hablar.
    —¿Sidney? ¿Sidney?
    Sidney salió del ensimismamiento con una sacudida, pero volvió a sumergirse en el mutismo con la misma rapidez. De pronto, comenzó a boquear como un pez fuera del agua. Por un instante, estuvo segura de que vomitaría. Agachó la cabeza hasta apoyarla en los muslos y se sujetó las pantorrillas. Curiosamente, sus movimientos imitaban los de un pasajero de un avión a punto de realizar un aterrizaje forzoso. Entonces comenzó a gemir y luego a temblar de un modo incontrolable, y Sawyer corrió a sentarse a su lado. Le rodeó los hombros con un brazo mientras la cogía de la mano. Sawyer miró a su compañero.
    —Venga, Ray, ve a buscar agua, té, lo que sea. ¡Corre!
    Jackson corrió a la cocina.
    La madre de Sidney, con las manos temblorosas, llenó un vaso con agua y se lo entregó a Jackson. En el momento en que el agente se daba la vuelta, Bill Patterson levantó el periódico y se lo enseñó.
    —Es por esto, ¿no? —El titular a toda plana decía: LA CATÁSTROFE DEL AVIÓN DE LA WESTERN AlRLINES SE ATRIBUYE A UN SABOTAJE. EL GOBIERNO FEDERAL OFRECE UNA RECOMPENSA DE DOS MILLONES DE DÓLARES—. Jason y los demás fueron víctimas de un atentado terrorista. Por eso están aquí, ¿no es así?
    La señora Patterson se cubrió el rostro con las manos, y el sonido del llanto invadió la cocina mientras se sentaba.
    —Señor, por favor, ahora no, ¿vale? —El tono de Jackson no admitía replica. Salió de la cocina con el vaso de agua.
    Mientras tanto, Paul Brophy había salido al jardín, a pesar del frío, con la aparente intención de fumar un cigarrillo. Si alguien hubiese mirado a través de la ventana de la sala, hubiera visto el teléfono móvil apretado contra su oreja.
    Sawyer casi obligó a Sidney a que se bebiera el agua, pero, por fin, la joven tuvo fuerzas para erguirse en la silla. Sidney recobró la compostura y le devolvió el vaso con una mirada de agradecimiento. El agente no volvió a tocar el tema del atentado.
    —Créame —dijo—, si esto no fuese muy, muy importante, nos marcharíamos ahora mismo, ¿de acuerdo?
    Sidney asintió. Tenía un aspecto atroz. Sawyer se tomó un momento para ordenar los pensamientos. Pareció aliviada cuando él le hizo un par de preguntas inocentes sobre el trabajo de Jason en Tritón Global. Sidney respondió con calma, aunque un tanto intrigada. El agente echó una ojeada al estudio. Tenían una bonita casa.
    —¿Algún problema de dinero? —preguntó.
    —¿Adonde quiere ir a parar, señor Sawyer? —El rostro de Sidney había recuperado parte de su rigidez. De pronto, se relajó; acababa de recordar el comentario de Jason de que le daría el mundo.
    —Allí donde haya algo que nos traiga a este punto, Sidney —respondió el agente, que le devolvió la mirada sin vacilar.
    Sidney tuvo la sensación de que Sawyer podía ver más allá de su fachada exterior, que podía leer sus pensamientos, las terribles dudas que le asaltaban. Se dio cuenta de que tendría que ir con mucho cuidado.
    —Estábamos hablando con todos los familiares de los pasajeros del avión —añadió Sawyer—. Si el aparato fue saboteado por causa de alguno de los que iban a bordo, necesitamos saber el motivo.
    —Comprendo. —Sidney inspiró con fuerza—. En respuesta a su pregunta, le diré que nuestra situación económica es la mejor de los últimos años.
    —Usted es abogada de Tritón, ¿verdad?
    —Entre otros cincuenta clientes. ¿Por qué?
    Sawyer cambió de táctica.
    —¿Sabía que su marido había pedido unos días libres en el trabajo?
    —Soy su esposa.
    —Bien, entonces quizá quiera explicarme por qué, si se había tomado unos días libres, estaba en un avión a Los Ángeles. —Sawyer había estado a punto de decir «presuntamente estaba», pero se contuvo a tiempo.
    —Escuche, debo asumir que usted ya ha hablado con Tritón —contestó Sidney con un tono práctico—. Quizás incluso ha hablado con Henry Wharton. Jason me dijo que iba a Los Ángeles por un asunto de Tritón. La mañana en que se fue, le dije que tenía una reunión en Nueva York con la gente de Tritón. Entonces me dijo que iba a Los Ángeles para una entrevista sobre un nuevo empleo. No quería que por algún comentario casual de mi parte se enteraran de su viaje. Le seguí el juego. Sabía que no era muy correcto, pero lo hice.
    —Pero no había otro empleo.
    —No.
    —Y, por el hecho de ser su esposa y todo eso, ¿no tiene ninguna idea de por qué iba a Los Ángeles? ¿Ninguna sospecha? Sidney meneó la cabeza.
    —¿Eso es todo? ¿Nada más? ¿Está segura de que no tenía nada que ver con Tritón? —insistió Sawyer.
    —Jason casi nunca hablaba conmigo de asuntos de la compañía.
    —¿Por qué? —Sawyer se moría por una taza de café. El cuerpo comenzaba a rendirse después de la larga noche con Hardy.
    —Mi bufete representa a otras varias compañías que podrían ser consideradas como posibles competidoras de Tritón. Sin embargo, los clientes han desistido de cualquier conflicto potencial y, de vez en cuando, si ha sido necesario, hemos levantado paredes chinas.
    —¿Cómo ha dicho? —preguntó Ray Jackson—. ¿Paredes chinas?
    —Sí, es cuando cortamos las comunicaciones de cualquier tipo, el acceso a los archivos, incluso las charlas en los pasillos, sobre los asuntos de un determinado cliente, si un abogado de la firma representa a otro cliente con un posible conflicto. También se restringe el acceso a las bases de datos respecto a las negociaciones pendientes que manejamos. Esto también lo hacemos para mantener actualizados los términos de las negociaciones. En ocasiones, los términos cambian muy deprisa, y no queremos que los clientes tengan una sorpresa de última hora sobre los términos principales. La memoria de la gente es falible, en cambio no sucede lo mismo con los ordenadores. El acceso a esos archivos se consigue con una clave que únicamente conocen los abogados que dirigen el caso. La teoría es que un bufete se puede replegar en sí mismo para evitar problemas de este tipo. De ahí el término.
    —¿Cuáles son los otros clientes que representa su bufete y que podrían tener un conflicto con Tritón? —quiso saber Sawyer.
    Sidney pensó un momento. Le vino un nombre a la cabeza, pero no estaba segura si debía mencionarlo. Si lo hacía, quizá la entrevista acabaría de una vez.
    —El grupo RTG.
    Los agentes intercambiaron una mirada.
    —¿Quién representa a RTG en el bufete?
    Sawyer estaba seguro de haber visto un destello de picardía en los ojos de Sidney antes de responderle.
    —Philip Goldman.
    En el jardín de la casa de los Archer, el frío comenzaba a filtrarse a través de los guantes de Paul Brophy.
    —No, no tengo ni la menor idea de lo que pasa —dijo Brophy, y apartó el teléfono móvil cuando el interlocutor replicó con una serie de improperios a su supuesta ignorancia—. Espera un momento, Philip. Es el FBI. Llevan armas, ¿vale? Si tú no te lo esperabas, ¿por qué tenía que esperarlo yo?
    Esta deferencia a la inteligencia superior de Philip Goldman al parecer tuvo efecto porque Brophy volvió a apoyar el teléfono en la oreja.
    —Sí, estoy seguro de que era él. Conozco su voz y además ella lo llamó por el nombre. Lo tengo todo grabado. No está mal de mi parte, algo brillante, ¿no te parece? ¿Qué? Claro que me quedaré por aquí a ver lo que encuentro. De acuerdo. Te volveré a llamar dentro de unas horas.
    Brophy cortó la comunicación, guardó el teléfono y regresó a la casa mientras se frotaba los dedos ateridos.
    Sawyer observaba con atención a Sidney, que acariciaba con una mano el brazo del sofá. Se preguntaba si había llegado el momento de soltar la bomba: decirle que Jason Archer no estaba enterrado en el cráter de Virginia. Por fin, después de un prolongado conflicto interno, la intuición se impuso a la mente. Se puso de pie y le tendió la mano.
    —Muchas gracias por su cooperación, señora Archer. Si recuerda alguna cosa que pueda ayudarnos, llámeme a cualquier hora del día o de la noche a estos números. —Sawyer le dio una tarjeta—. Mi número particular está escrito al dorso. ¿Tiene alguna tarjeta suya? —Sidney cogió el bolso que estaba en la mesa, rebuscó en el interior y le dio una de las suyas—. Una vez más, lamento mucho lo de su marido.
    Esto último lo dijo con toda sinceridad. Si Hardy tenía razón, lo que esta mujer estaba pasando ahora mismo sería una fiesta comparado con lo que se le venía encima. Ray Jackson salió del estudio. Sawyer estaba a punto de seguirlo cuando Sidney apoyó una mano sobre su hombro.
    —Señor Sawyer...
    —Llámeme Lee.
    —Lee, tendría que ser muy estúpida para no ver que esto es muy grave.
    —Ni por un momento he creído que sea usted estúpida, Sidney. —Se miraron con un respeto mutuo; sin embargo, la afirmación de Sawyer era ambigua.
    —¿Tiene alguna razón para sospechar que mi marido estaba involucrado... —hizo una pausa y tragó saliva como un paso previo a decir lo impensable— en algo ilegal?
    Sawyer la miró, y la inconfundible sensación de que la había visto antes en alguna parte volvió a asaltarle hasta que se transformó en certeza.
    —Sidney, digamos que las actividades de su marido inmediatamente antes de subir a aquel avión nos están causando algunos problemas.
    Sidney recordó todas aquellas noches de trabajo hasta la madrugada, las idas de Jason a la oficina a las horas más intempestivas.
    —¿Pasa algo en Tritón?
    Sawyer observó cómo ella se retorcía las manos. El agente tenía fama de ser muy reservado, pero por alguna razón deseaba contarle todo lo que sabía. Se resistió a la tentación.
    —Es un caso abierto, Sidney. No se lo puedo decir.
    —Lo comprendo, desde luego —respondió Sidney, que se apartó un poco.
    —Estaremos en contacto.
    Sawyer salió del estudio, y Sidney recordó inquieta que Nathan Gamble había dicho las mismas palabras. De pronto se estremeció de miedo. Se rodeó el pecho con los brazos y se acercó al fuego.
    La llamada de Jason le había provocado una euforia tremenda. Nunca había experimentado nada parecido, pero los pocos detalles que él había mencionado después la habían desinflado con la misma rapidez. Ahora estaba dominada por una confusión total, y sólo tenía una cosa clara: la lealtad a su marido. Se preguntó qué nuevas sorpresas le esperaban mañana.
    En cuanto los vio salir de la casa, Paul Brophy siguió a los dos agentes sin dejar de charlar.
    —Por lo tanto, es obvio que mi bufete tiene un gran interés en conocer cualquier presunta fechoría que involucre a Jason Archer y a Tritón Global. —Por fin dejó de hablar y miró ilusionado a los agentes.
    —Es lo que me han dicho —respondió Sawyer sin detenerse.
    El agente del FBI se detuvo detrás del Cadillac de Bill Patterson, aparcado en la entrada del garaje, y apoyó un pie en el parachoques para atarse el cordón del zapato. Mientras lo hacía se fijó en la pegatina: MAINE, LUGAR DE VACACIONES. «¿Cuándo tuve mis últimas vacaciones? —pensó—. Debes estar muy mal si no te acuerdas.» Se subió los pantalones y se volvió hacia el abogado, que le observaba desde la acera.
    —¿Cómo ha dicho que se llamaba?
    Brophy echó una ojeada a la puerta principal y después se acercó.
    —Brophy, Paul Brophy —dijo, y se apresuró a añadir—: Como le dije antes estoy en el bufete de Nueva York, así que en realidad no tengo relación con Sidney Archer.
    —Sin embargo vino hasta aquí para asistir al funeral. —Sawyer le observó con atención—. Eso fue lo que dijo, ¿no?
    Brophy miró a los dos agentes. Ray Jackson entornó un poco los párpados mientras catalogaba al abogado. Tenía toda la pinta de un fulero.
    —En realidad, estoy aquí en representación del bufete. Sidney Archer sólo es una abogada a tiempo parcial, y como yo estaba en la ciudad por otros asuntos, digamos que me tocó.
    Sawyer contempló las nubes por encima de la casa.
    —¿Sí? Sabe, hice algunas averiguaciones acerca de la señora Archer. Según las personas con las que hablé, ella es una de las principales abogadas de Tylery Stone, aunque esté empleada a tiempo parcial. Pedí que me hicieran una lista de los cinco abogados más importantes a tres fuentes distintas, y ¿sabe una cosa? La señora estaba en todas las listas. —Miró a Brophy y añadió—: Es curioso, pero el suyo no apareció en ninguna.
    Brophy tartamudeó unos segundos, pero Sawyer no le dio tiempo a protestar, y pasó a otro tema.
    —¿Lleva mucho tiempo aquí, señor Brophy? —Señaló la casa.
    —Alrededor de una hora. ¿Por qué? —El tono quejoso de Brophy denunciaba sus sentimientos heridos.
    —¿Ha ocurrido algo fuera de lo normal en esa hora?
    Brophy se consumía por decirles a los agentes que tenía grabadas las palabras de un hombre muerto, pero la información era demasiado valiosa para regalarla como si tal cosa.
    —En realidad, no. Está cansada y deprimida, o al menos lo parece.
    —¿Qué quiere decir con eso? —le preguntó el agente Jackson, que se quitó las gafas de sol para mirar mejor a Brophy.
    —Nada. Como les dije antes, no la conozco mucho. En realidad no sé cómo se llevaba con su marido.
    —Ah. —Jackson apretó los labios y se volvió a poner las gafas. Miró a su compañero—. ¿Estás listo, Lee? Este hombre parece estar helado. Tendría que volver a la casa y calentarse un poco. —Miró a Brophy—. Vaya a presentarle sus respetos a su conocida.
    Jackson y Sawyer le dieron la espalda y caminaron hacia el coche.
    El rostro de Brophy estaba rojo de furia. Miró un momento hacia la casa y después los llamó.
    —Eh, está bien, ella recibió una llamada.
    Los dos agentes se volvieron al unísono.
    —¿Qué ha dicho? —preguntó Sawyer. Le dolía la cabeza por la falta de cafeína y estaba cansado de escuchar a ese gilipollas—. ¿Qué llamada?
    Brophy se acercó a ellos y les habló en voz baja sin dejar de espiar a hurtadillas la casa.
    —Fue un par de minutos antes de que llegaran ustedes. El padre de Sidney atendió el teléfono y el que llamaba dijo que era Henry Wharton. —Los agentes le miraron intrigados—. Es el titular de Tylery Stone.
    —¿Y? —dijo Jackson—. Quizá llamaba para interesarse por ella.
    —Sí, eso mismo creía yo, pero...
    —Pero ¿qué? —preguntó Sawyer, furioso.
    —No sé si estoy en libertad de decirlo.
    La voz de Sawyer recuperó la normalidad, pero sus palabras sonaron mucho más amenazadoras que antes.
    —Hace demasiado frío para estar aquí fuera escuchando gilipolleces, señor Brophy, así que le pediré muy amablemente que me dé la información, y será la última vez que se lo pida de esa manera. —Sawyer se inclinó sobre Brophy, que le miraba con el rostro demudado mientras el fornido Jackson le empujaba por detrás.
    —Llamé a Henry Wharton al despacho mientras Sidney estaba hablando con ustedes. —Brophy hizo una pausa teatral—. Cuando le pregunté sobre la charla con Sidney, se mostró muy sorprendido. El no la había llamado. Y cuando ella salió del dormitorio después de atender la llamada, estaba blanca como el papel. Creí que se iba a desmayar. Su padre también se dio cuenta.
    —Si el FBI llama a mi puerta el día del funeral de mi esposo, supongo que yo también me pondría malo —comentó Jackson, mientras abría y cerraba uno de sus puños gigantescos que hubiera dado cualquier cosa por descargar.
    —Según el padre, ya tenía esa cara antes de que les avisara de su presencia. —Brophy se inventó esta parte, pero ¿y qué? No era la presencia del FBI en su casa lo que había puesto a Sidney Archer en ese estado.
    Sawyer se irguió y miró la casa. Después miró a Jackson, que enarcó las cejas. Sawyer estudió el rostro de Brophy. Si el tipo les estaba engañando... Pero no, seguro que decía la verdad, o por lo menos casi toda la verdad. Era obvio que se moría de ganas por decir algo que bajara a Sidney Archer del pedestal. Al agente le daba igual la venganza personal de Paul Brophy. Le interesaba la llamada.
    —Gracias por la información, señor Brophy. Si recuerda alguna cosa más aquí tiene mi número. Le dio al abogado una tarjeta y se marchó con Jackson.
    Mientras conducían de regreso a la ciudad, Sawyer miró a su compañero.
    —Quiero un servicio de vigilancia sobre Sidney Archer las veinticuatro horas del día. Y quiero que controlen todas las llamadas recibidas en su casa durante las últimas veinticuatro horas, empezando por la que mencionó el señorito.
    —¿Crees que era su marido el que llamó? —preguntó Jackson, que miraba a través de la ventanilla.
    —Creo que ha tenido que ser algo muy fuerte para dejarla en ese estado. Incluso mientras hablábamos con ella, estaba como perdida. Muy perdida.
    —Entonces, ¿ella cree que está muerto?
    —Ahora mismo, yo no sacaría conclusiones. —Sawyer encogió los hombros—. La vigilaremos a ver qué pasa. Las tripas me dicen que Sidney Archer resultará ser una de las piezas básicas de este rompecabezas.
    —Hablando de tripas, ¿no podríamos parar y comer algo? Estoy muerto de hambre. —Jackson miró los restaurantes a ambos lados de la calle.
    —Caray, invito yo, Ray. Lo que quiera mi compañero. —Sawyer sonrió mientras entraba en el aparcamiento de un McDonald's.
    Jackson miró a Sawyer con una expresión de disgusto fingido. Después, meneó la cabeza, cogió el teléfono del coche y comenzó a marcar.


    Capítulo 31
    El reactor Learjet dejaba una estela de vapor en el cielo. En la lujosa cabina, Philip Goldman, reclinado en su asiento, bebía una taza de té mientras la azafata retiraba la bandeja con los restos de la comida. Sentado frente a Goldman estaba Alan Porcher, el presidente y director ejecutivo del grupo RTG, el consorcio mundial con base en Europa. Porcher, un hombre atlético y bronceado, movía lentamente el vino de la copa que tenía en la mano al tiempo que observaba con atención al abogado.
    —Tritón Global afirma tener pruebas concretas de que uno de sus empleados nos entregó unos documentos en una de nuestras instalaciones en Seattle. Supongo que no tardaremos en tener noticias de sus abogados. —Porcher hizo una pausa—. De tu bufete, desde luego; Tylery Stone. Qué gracia, ¿no?
    Goldman dejó la taza de té y cruzó las manos sobre su regazo.
    —¿Y eso te preocupa?
    —¿Por qué no iba a hacerlo? —Porcher pareció sorprendido.
    —Porque con respecto a esa acusación, tú no eres culpable —contestó el otro, sencillamente—. Qué gracia, ¿no?
    —Sin embargo, me han contado algunas cosas sobre las negociaciones con CyberCom que me preocupan, Philip.
    Goldman suspiró y se corrió hacia delante en el asiento.
    —¿Cuáles?
    —Que quizá la compra de CyberCom se cierre mucho antes de lo que creíamos. Que tal vez no nos enteremos de la última oferta de Tritón. Cuando hagamos nuestra oferta, debo tener la seguridad de que será aceptada. No podré hacer una segunda oferta. Tal como están las cosas, supongo que CyberCom se inclinará por la oferta norteamericana —explicó el presidente de RTG.
    Goldman ladeó un poco la cabeza mientras reflexionaba en las palabras de Porcher.
    —No estoy tan seguro. Internet no tiene unas fronteras geopolíticas. Por lo tanto, ¿quién puede decir que la dominación no ocurrirá al otro lado del Atlántico?
    Porcher bebió un trago de vino antes de replicar a este planteamiento.
    —No; si las condiciones son iguales, el pacto acabará en Estados Unidos. Por lo tanto, debemos asegurarnos de que las condiciones sean claramente desiguales —afirmó Porcher, con una mirada dura.
    Goldman se tomó un momento para limpiarse los labios con el pañuelo.
    —Dime, ¿quién te ha suministrado esta información?
    —Son cosas que trae el viento —replicó Porcher, con un ademán.
    —No creo en vientos. Creo en los hechos. Y según los hechos, conocemos la última posición negociadora de Tritón. Hasta la última coma.
    —Sí, pero Brophy ya no está en el ajo. No me sirven las noticias viejas.
    —Claro que no. Como te he dicho, estoy muy cerca de resolver ese problema. Cuando lo haga, y lo haré, Tritón quedará fuera de juego y tú cerrarás la compra que te dará el dominio de las autopistas de la información.
    —Sabes, Philip, a menudo me pregunto cuáles son tus razones en este asunto —comentó Porcher con una mirada intencionada—. Si, como espero y tú no dejas de prometer, compramos CyberCom, sin duda Tritón estará muy disgustada con tu bufete. Quizá se vayan a otra parte.
    —Dios te oiga. —En el rostro del abogado apareció una expresión de añoranza mientras pensaba en esa posibilidad.
    —Creo que me he perdido.
    —Tritón Global es el cliente más importante de Tylery Stone —respondió Goldman con un tono pedante—. Tritón Global es el cliente de Henry Wharton. Por esa razón, Henry es el socio gerente. Si Tritón deja a la firma, ¿quién crees tú que será el socio que aportará al mejor cliente y, por lo tanto, será el sucesor de Wharton en el cargo?
    —Y espero —manifestó Porcher, que señaló a Goldman— que en ese caso, los asuntos de RTG reciban la máxima atención por parte de la firma.
    —Creo que eso te lo puedo prometer.
    Porcher dejó a un lado la copa de vino y encendió un cigarrillo.
    —Ahora dime cómo piensas resolver el problema.
    —¿Te interesa realmente el método, o sólo los resultados?
    —Deslúmbrame con tu brillantez. Recuerdo que es algo que te hace disfrutar. Pero no te muestres demasiado profesional. Hace muchos años que salí de la universidad.
    Goldman enarcó las cejas al escuchar el comentario de Porcher.
    —Al parecer, me conoces muy bien.
    —Eres uno de los pocos abogados que conozco que piensa como un empresario. Ganar es lo más importante. Que le den por el culo a la ley.
    Goldman aceptó uno de los cigarrillos que le ofreció Porcher.
    —Se acaba de producir un acontecimiento que nos da una oportunidad de oro, una información casi en tiempo real sobre la última propuesta de Tritón en las negociaciones. Sabremos cuál es la mejor y última oferta de Tritón incluso antes de que tenga la ocasión de comunicársela a CyberCom. Entonces, llegaremos nosotros unas horas antes, presentaremos nuestra oferta y esperaremos a que Tritón presente la suya. CyberCom la rechazará y tú serás el orgulloso propietario de una nueva y preciada joya para tu vasto imperio.
    Porcher se quitó el cigarrillo de los labios y miró asombrado a su compañero.
    —¿Puedes hacerlo?
    —Sí.


    Capítulo 32
    —Lee, te lo advierto, a veces es un poco duro, pero es su personalidad —dijo Frank Hardy, y miró a Sawyer, mientras caminaban por un largo pasillo después de salir del ascensor en el último piso del edificio de Tritón.
    —Lo trataré con cuidado, te lo prometo, Frank. No acostumbro a ponerme guantes ingleses cuando trato con las víctimas.
    Mientras caminaban, Sawyer analizó los resultados de las investigaciones hechas sobre Jason Archer en el aeropuerto. Sus hombres habían encontrado a dos trabajadores del aeropuerto que habían reconocido la foto de Jason Archer. Uno era el empleado de Western Airlines que había consignado su equipaje la mañana del diecisiete. El otro era un empleado de la limpieza que se había fijado en Jason cuando estaba sentado leyendo el periódico. Lo recordaba porque Jason no se había desprendido del maletín ni siquiera mientras leía el periódico o bebía el café. Jason había ido a los lavabos, pero el empleado no lo vio salir porque se había marchado a otra parte.
    Los agentes no habían podido interrogar a la joven que había recogido las tarjetas de embarque, porque había sido una de las azafatas del trágico vuelo 3223. Muchas personas recordaban haber visto a Arthur Lieberman. Era uno de los pasajeros habituales en Dulles desde hacía muchos años. En resumen, información de poca utilidad.
    Sawyer miró la espalda de Hardy; su amigo ahora caminaba deprisa por la gruesa y mullida moqueta. Entrar en el cuartel general del gigante tecnológico no había sido fácil. Los guardias de seguridad de Tritón se habían mostrado tan estrictos que incluso habían pretendido llamar al FBI para verificar el número de las credenciales de Sawyer. Hardy les había reprochado con tono bastante desabrido aquel trámite innecesario y que el veterano agente especial se merecía un respeto. Sawyer no había pasado nunca por una experiencia semejante y se lo comentó burlón a Hardy.
    —Eh, Frank, ¿estos tipos guardan lingotes de oro o uranio aquí dentro?
    —Digamos que son un poco paranoicos.
    —Estoy impresionado. Por lo general, la gente se mea cuando nos presentamos. Estoy seguro de que se chotean de los inspectores de Hacienda.
    —Un antiguo director de Hacienda es el que les lleva los asuntos de impuestos.
    —Joder, estos tipos piensan en todo.
    Sawyer sintió una vaga inquietud mientras pensaba en su trabajo. La información era la reina en estos tiempos. El acceso a la información estaba gobernado por y a través de los ordenadores. La ventaja del sector privado sobre el gobierno era tan grande que no había manera de reducirla. Incluso el FBI, que dentro del sector público contaba con la tecnología más moderna, estaba muy por debajo de la sofisticación tecnológica de la que disponía Tritón Global. Para Sawyer, esta revelación no era nada agradable. Sólo un imbécil no se daría cuenta de que los delitos informáticos empequeñecerían a todas las otras manifestaciones de la maldad humana, al menos en términos monetarios. Pero el dinero significaba muchísimo. Se traducía en trabajos, hogares y familias felices. O no. Sawyer se detuvo.
    —¿Te molestaría decirme cuánto te paga Tritón al año?
    —¿Por qué? —replicó Hardy, que se volvió para mirarlo—. ¿Piensas montar tu propio chiringuito e intentar robarme los clientes?
    —Eh, sólo me interesaba por si algún día me decido a aceptar tu oferta de trabajo.
    —¿Lo dices en serio? —Hardy miró al agente con mucha atención.
    —A mi edad, uno aprende que no debes decir nunca.
    El rostro de Hardy mostró una expresión grave mientras consideraba las palabras de su antiguo compañero.
    —Prefiero no entrar en detalles, pero Tritón paga una factura por encima del millón, sin contar el abono al servicio.
    Sawyer abrió la boca en una expresión de asombro.
    —Caray, supongo que te llevas una buena tajada al final del día, Frank.
    —Sí. Y tú también te la llevarías si fueras inteligente y aceptaras mi oferta.
    —Vale, sólo por curiosidad: ¿cuál sería el salario si me fuera contigo?
    —Entre los quinientos y los seiscientos mil dólares el primer año.
    Esta vez la boca de Sawyer casi tocó el suelo.
    —Venga, Frank, no me jodas.
    —Soy muy serio cuando se trata de dinero, Lee. Mientras haya criminales, nunca tendremos un mal año. —Los hombres reanudaron la marcha. Hardy añadió—: Piénsalo de todas maneras, ¿de acuerdo?
    Sawyer se rascó la barbilla y pensó en las deudas cada vez mayores, las interminables horas de trabajo y su pequeño despacho en el edificio Hoover.
    —Lo haré, Frank. —Decidió cambiar de tema—. ¿Así que Gamble es el tipo que lleva todo el espectáculo?
    —De ninguna manera. Desde luego, es el jefe de Tritón, pero el verdadero genio tecnológico es Quentin Rowe.
    —¿Cómo es? ¿Un bicho raro?
    —Más o menos. Quentin Rowe se graduó como el primero de su promoción en la universidad de Columbia. Ganó no sé cuántos premios en el campo de la tecnología mientras trabajaba en los laboratorios Bell, y después en Intel. Fundó su propia compañía de ordenador a los veintiocho años. Hace tres años era la empresa más avanzada en el campo informático y la más codiciada de la década cuando Gamble la compró. Fue una jugada brillante. Quentin es el visionario de la empresa. Es él quien insiste en la compra de CyberCom. No te diré que él y Gamble sean grandes amigos, pero forman un gran equipo y Gamble le hace caso si las ganancias son buenas. En cualquier caso, no se puede discutir que han tenido éxito.
    —Por cierto —dijo Sawyer—, tenemos a Sidney Archer vigilada las veinticuatro horas del día.
    —Creo que tu entrevista con ella despertó algunas sospechas.
    —Más bien, sí. Pasó algo que la inquietó mucho cuando llegamos allí.
    —¿Qué fue?
    —Una llamada telefónica.
    —¿De quién?
    —No lo sé. Rastreamos la llamada. La hicieron desde una cabina pública en Los Ángeles. El que la hizo puede estar en Australia a estas horas.
    —¿Crees que fue su marido?
    —Nuestra fuente dice que la persona le dio otro nombre al padre de Sidney Archer cuando atendió el teléfono. Y nuestra fuente dice que Sidney Archer parecía como si le hubiesen dado un mazazo en la cabeza después de la llamada.
    Hardy utilizó una tarjeta inteligente para abrir la puerta de un ascensor privado. Mientras subían al último piso, Hardy aprovechó la ocasión para arreglarse el nudo de la corbata y quitarse una mota del pelo. El traje de mil dólares le sentaba muy bien. Los gemelos de oro brillaban en los puños de la camisa. Sawyer contempló la figura de su ex compañero y después se miró en el espejo. La camisa, aunque limpia y planchada, tenía el cuello rozado, y la corbata era una reliquia de la década pasada. Para colmo, su eterno tupé se destacaba como un pequeño periscopio. Sawyer adoptó un falso tono de seriedad para dirigirse al elegante Hardy.
    —Sabes una cosa, Frank, está muy bien que hayas abandonado el FBI.
    —¿Qué? —exclamó Hardy, asombrado.
    —Eres demasiado elegante para seguir siendo agente del FBI.
    Hardy se echó a reír al escuchar la réplica de su amigo.
    —Por cierto, el otro día comí con Meggie. Una jovencita muy inteligente, además de bonita. Entrar en la facultad de Derecho de Stanford no es fácil. Llegará muy alto.
    —A pesar de su padre, aunque no lo digas.
    El ascensor llegó al último piso, se abrieron las puertas y salieron.
    —Yo tampoco puedo presumir mucho con mis dos hijos, Lee, y tú lo sabes. No eres el único que se perdió demasiados cumpleaños.
    —Creo que te ha ido mejor con los tuyos que a mí.
    —¿Sí? Bueno, Stanford no es barato. Piensa en mi oferta. Quizá te ayude a ganar puntos. Ya estamos.
    Las puertas de cristal con el emblema del águila se abrieron automáticamente y entraron en la recepción. La secretaria de dirección, una mujer elegante con unos modales corteses y eficientes, anunció su llegado por el intercomunicador. Apretó un botón en el panel instalado en una consola de madera y metal que parecía más una escultura de arte moderno que una mesa escritorio, y les indicó una pared de ébano lacado. Una parte de ésta se abrió cuando se acercaron. Sawyer meneó la cabeza asombrado, como ya había hecho muchas veces desde que había entrado en el edificio.
    Al cabo de unos momentos se encontraban en una habitación que se podía describir mejor como un centro de mando, con una pared cubierta de monitores de televisión, teléfonos y otros equipos electrónicos instalados en mesas brillantes y en las otras paredes. El hombre sentado detrás de la mesa colgó el teléfono y se volvió hacia ellos.
    —El agente especial, Lee Sawyer, del FBI. Nathan Gamble, presidente de Tritón Global —dijo Hardy, que se encargó de la presentación.
    Sawyer notó la fortaleza de Nathan Gamble cuando se dieron la mano. Los dos murmuraron los saludos habituales.
    —¿Ya tiene a Archer?
    La pregunta pilló a Sawyer cuando estaba sentándose. El tono era claramente el de un superior a su subordinado, y fue más que suficiente para que se le erizaran todos los pelos de la nuca. Sawyer acabó de sentarse y se tomó un momento para observar a su interlocutor antes de responderle. Por el rabillo del ojo, vio la expresión aprensiva de Hardy, que permanecía muy rígido junto a la puerta. Sawyer se tomó unos instantes más para desabrocharse la chaqueta y sacar la libreta antes de mirar otra vez a Gamble.
    —Quiero hacerle unas cuantas preguntas, señor Gamble. Espero no robarle demasiado tiempo.
    —No ha contestado a mi pregunta. —La voz de Gamble sonó imperiosa.
    —No, y no tengo la intención de hacerlo.
    Los dos hombres cruzaron sus miradas hasta que Gamble miró a Hardy.
    —Señor Gamble —dijo Hardy—. Es una investigación en curso. El FBI no acostumbra a hacer comentarios...
    Gamble le interrumpió, impaciente, con un brusco movimiento de la mano.
    —Entonces acabemos con esto cuanto antes. Tengo que tomar un avión dentro de una hora.
    Sawyer no tenía muy claro qué deseaba más: darle un sopapo a Gamble, o a Hardy por aguantar estas tonterías.
    —Señor Gamble, quizá Quentin y Richard Lucas tendrían que participar en esta entrevista.
    —Entonces, quizá tendría que haberlo pensado antes de convocar esta reunión, Hardy. —Gamble apretó un botón de la consola—. Que Rowe y Lucas vengan aquí ahora mismo.
    Hardy tocó el hombro de Sawyer para llamar su atención.
    —Quentin es el jefe de la división donde trabajaba Archer. Lucas es el jefe de seguridad interna.
    —Entonces, tienes razón, Frank. Quiero hablar con los dos.
    Unos minutos más tarde, se deslizó el tabique y dos hombres entraron en los dominios privados de Nathan Gamble. Sawyer les echó una ojeada y enseguida descubrió quién era cada uno. La expresión severa, la mirada de reproche que dirigió a Hardy y el pequeño bulto junto a la axila izquierda señalaban a Richard Lucas como el jefe de seguridad de Tritón. El agente calculó que Quentin Rowe tendría unos treinta y tantos años. Rowe sonreía y sus grandes ojos castaños tenían una expresión soñadora. Sawyer decidió que Nathan Gamble no podía haber escogido a un socio más curioso. El grupo se sentó alrededor de una mesa de directorio que ocupaba uno de los rincones de la enorme oficina.
    Gamble miró su reloj y después otra vez a Sawyer.
    —Le quedan cincuenta minutos y el tiempo sigue corriendo, Sawyer. Espero que me diga algo importante. Sin embargo, siento que me espera una decepción. ¿O me equivoco?
    Sawyer se mordió el labio y tensó los músculos, pero se negó a morder el anzuelo. Miró a Lucas.
    —¿Cuándo sospechó por primera vez de Archer?
    Lucas se movió incómodo en la silla. Era obvio que el jefe de seguridad se sentía humillado por los últimos acontecimientos.
    —La primera prueba definitiva fue el vídeo de Archer haciendo la entrega en Seattle.
    —¿El que consiguió la gente de Frank?
    Miró a Lucas para pedirle la confirmación y el gesto del hombre no pudo ser más expresivo.
    —Eso, eso. Aunque ya sospechaba de Archer antes de que grabaran el vídeo.
    —¿Ah, sí? —intervino Gamble—. No recuerdo que dijeras nada al respecto. No te pago todo eso dinero para que mantengas la boca cerrada.
    Sawyer miró a Lucas. El tipo había dicho demasiado sin tener nada para respaldarlo. Pero el agente estaba obligado a seguir el juego.
    —¿Qué sospechas?
    Lucas continuaba mirando a su jefe. La feroz reprimenda todavía resonaba en sus oídos. El jefe de seguridad se volvió para mirar a Sawyer con una mirada opaca.
    —Quizá sea más una corazonada que otra cosa. Nada concreto en realidad. Sólo una intuición. A veces, eso es lo más importante, ya sabe.
    —Lo sé.
    —Trabajaba mucho. A las horas más insólitas. Su registro de horas de uso del ordenador es una lectura muy interesante, se lo aseguro.
    —Yo sólo contrato gente dedicada a su trabajo —apuntó Gamble. El ochenta por cien de la gente trabaja entre setenta y cinco a noventa horas a la semana, todas las semanas del año.
    —Veo que no saben lo que es estar de brazos cruzados —dijo Sawyer.
    —Exijo a mi gente que trabaje duro, pero están bien compensados. Todos los gerentes a partir del nivel superior hasta el nivel ejecutivo de mi compañía son millonarios. Y la mayoría todavía no han cumplido los cuarenta. —Señaló con un gesto a Quentin Rowe—. No le diré cuánto recibió cuando le compré, pero si quisiera adquirir una isla en cualquier parte, construirse una mansión, traer un harén y disfrutar de un reactor privado, puede hacerlo cuándo quiera sin tener que pedir ni un céntimo y todavía le quedará suficiente dinero para mandar a sus biznietos a la universidad en limusina. Desde luego, no espero que un burócrata federal comprenda los matices de la libre empresa. Le quedan cuarenta y siete minutos.
    Sawyer se prometió a sí mismo que nunca más dejaría a Gamble que se saliera con la suya.
    —¿Tienes confirmados los detalles de la estafa en el banco? —le preguntó a Hardy.
    —Sí. Te pondré en contacto con los agentes que llevan el caso.
    Gamble no aguantó más. Descargó un puñetazo sobre la mesa y miró a Sawyer como si fuera él personalmente quien le hubiese estafado el dinero.
    —¡Doscientos cincuenta millones de dólares! —Gamble se estremeció, rabioso.
    Se produjo un silencio incómodo que Sawyer fue el primero en romper.
    —Tengo entendido que Archer hizo instalar algunas medidas de seguridad adicionales en la puerta de su despacho.
    —Así es —contestó Lucas, con el rostro pálido.
    —Más tarde quiero echar una ojeada a su oficina. ¿Qué hizo instalar?
    Todos los presentes miraron a Lucas. A Sawyer le pareció ver el sudor en las palmas de las manos del jefe de seguridad.
    —Hace unos meses pidió que le instalaran un teclado numérico y un sistema de entrada de tarjeta inteligente con una alarma conectada a la puerta.
    —¿Esto era algo poco habitual o necesario? —preguntó Sawyer. No encontraba una razón para más medidas de seguridad, a la vista de la multitud de controles que había que pasar para entrar en el edificio.
    —No creo que fueran necesarios. Tenemos el edificio más seguro de toda la industria. —Lucas se encogió un poco al oír el fuerte gruñido de Gamble—. Pero no diría que es poco habitual; hay otras personas que tienen instalados los mismos equipos en las puertas de sus despachos.
    —Estoy seguro de que no se le ha pasado por alto, señor Sawyer —intervino Quentin Rowe—, pero todo el personal de Tritón está muy concienciado con el tema de la seguridad. Se le ha machacado hasta el cansancio que la paranoia es la mejor actitud mental cuando se trata de proteger nuestra tecnología. Frank se encarga de visitar todas las secciones y da conferencias a los empleados sobre el tema. Si alguien tiene un problema o está preocupado, puede hablar con Richard, con alguien de su equipo o con Frank. Mis empleados conocen la ilustre carrera de Frank en el FBI. Estoy convencido de que cualquiera con una preocupación al respecto no tendría ninguna duda en acudir a cualquiera de ellos. Hay empleados que lo han hecho en el pasado, y así se han evitado de raíz bastantes problemas.
    Sawyer miró a Hardy, que asintió a las palabras de Rowe.
    —Pero han tenido problemas para entrar en su despacho después de su desaparición. Ustedes deben tener un sistema para el caso de los empleados que estén de baja, se mueran o renuncien.
    —Hay un sistema —manifestó Lucas.
    —Al parecer, Jason encontró la manera de saltárselo —señaló Rowe con un leve tono de admiración.
    —¿Cómo?
    Rowe miró al jefe de seguridad y después exhaló un suspiro.
    —En cumplimiento con las normas de la compañía, el código de cualquier sistema de seguridad individual colocado en las instalaciones debe ser comunicado al jefe de seguridad —le explicó Rowe—. A Rich. Además, todo el personal de seguridad y los gerentes de sección tienen una tarjeta maestra que permite el acceso a todas las oficinas.
    —¿Archer comunicó el código?
    —Le dio el código a Rich, pero después programó el teclado de la puerta con un código diferente.
    —¿Y nadie se enteró del cambio? —Sawyer miró incrédulo a Lucas.
    —No había ningún motivo para creer que había cambiado el código —dijo Rowe—. Durante las horas de oficina, la puerta de Jason casi siempre estaba abierta. Sólo Jason tenía una razón para estar allí fuera del horario normal
    —Muy bien. ¿Cómo consiguió Archer la información que, presuntamente, pasó a RTG? ¿Tenía autorización para acceder a ella?
    —Al menos a una parte. —Quentin Rowe se movió inquieto en la silla y se pasó una mano por la coleta—. Jason formaba parte del equipo de compra para este proyecto. Sin embargo, había algunas partes, los niveles más altos de la negociación, a los que no tenía acceso alguno. Sólo eran conocidos por Nathan, yo mismo y otros tres ejecutivos superiores de la compañía. Aparte de los abogados contratados, desde luego.
    —¿Cómo se guardaba la información? ¿Archivadores? ¿Caja fuerte?
    Rowe y Lucas intercambiaron una sonrisa.
    —Hasta cierto punto tenemos una oficina sin papeles —contestó Rowe—. Todos los documentos claves se guardan en archivos informáticos.
    —Supongo que habrá medidas de seguridad para impedir el acceso a esos archivos, ¿no? ¿Una clave?
    —Es mucho más que una clave —afirmó Lucas con un tono condescendiente.
    —Sin embargo, Archer consiguió entrar, ¿no? —le replicó Sawyer.
    Lucas frunció los labios como quien acaba de morder un limón.
    —Sí, lo consiguió. —Rowe se limpió las gafas—. ¿Quiere ver cómo?
    Los hombres entraron en el pequeño cuarto atiborrado. Richard Lucas apartó unas cuantas cajas que había junto a una pared mientras Rowe, Hardy y Sawyer le miraban. Nathan Gamble se había quedado en su oficina. En cuanto Lucas acabó de apartar las cajas quedó al descubierto un enchufe. Quentin Rowe se acercó al ordenador y levantó los cables.
    —Jason conectó con la red local a través de este punto de trabajo.
    —¿Por qué no usó el ordenador de su despacho?
    Rowe comenzó a menear la cabeza antes de que Sawyer acabara la frase.
    —Cuando enciende su ordenador —dijo Lucas—, tiene que pasar por una serie de medidas de seguridad. Estas medidas no sólo verifican al usuario, sino que confirman su identidad. Todos los puntos de trabajo tienen un escáner de iris, que graba en vídeo una imagen del iris del usuario. Además, el escáner realiza comprobaciones periódicas del operador para confirmar continuamente la identidad. Si Archer se hubiese levantado de la mesa o alguien se hubiese sentado en su lugar, entonces el sistema se hubiese apagado automáticamente en ese punto de trabajo.
    —Lo importante en todo esto es que si Archer hubiese accedido a cualquier archivo desde su propio puesto de trabajo, lo hubiéramos sabido —señaló Rowe.
    —¿Cómo es eso?
    —Nuestra red tiene un registro de accesos. La mayoría de sistemas tienen una característica de ese tipo. Si el usuario accede a un archivo, ese acceso queda registrado en el sistema. Al utilizar este punto de trabajo —Quentin señaló el viejo ordenador—, que se supone que no está en la red y no tiene asignado un número en el administrador de la red, evitó ese riesgo. A todos los efectos, éste es un ordenador fantasma en nuestra red. Quizás utilizó el ordenador de su oficina para ubicar determinados archivos sin acceder a ellos. Pudo hacerlo a placer. Le evitaría pasar más tiempo en este lugar, donde podía ser descubierto.
    —Espere un momento. Si Archer no utilizó su propio puesto de trabajo para acceder a los archivos porque lo identificaría y, en cambio, utilizó este otro porque no podía, ¿cómo sabe que Archer accedió a los archivos?
    —De la forma más sencilla —intervino Hardy, que señaló el teclado—. Recogimos muchísimas huellas dactilares. Todas de Archer.
    Sawyer hizo la pregunta más obvia de todas.
    —De acuerdo, pero ¿cómo saben ustedes que este punto de trabajo fue utilizado para acceder a los archivos?
    El jefe de seguridad se sentó en una de las cajas.
    —Durante un tiempo estuvimos recibiendo entradas no autorizadas en el sistema. Aunque Archer no necesitaba pasar por el proceso de identificación para conectarse a través de esta unidad, dejaría un rastro del acceso a los archivos a menos que borrase el rastro antes de salir del sistema. Es posible hacerlo, aunque arriesgado. En realidad, creo que eso fue lo que hizo. Al menos al principio. Después se volvió descuidado. Pero finalmente dimos con el rastro y, aunque nos llevó tiempo, fuimos estrechando el cerco hasta que llegamos aquí.
    —Sabes, es irónico —señaló Hardy con los brazos cruzados sobre el pecho—. Inviertes tiempo, esfuerzos y dinero para asegurar la red contra cualquier filtración. Tienes puertas de acero, guardias de seguridad, equipos de vigilancia electrónica, tarjetas inteligentes, lo que tú quieras, Tritón lo tiene. Y sin embargo... —miró al techo—. Y sin embargo, tienes paneles desmontables que dejan al descubierto los cables que conectan toda la red, listos para que cualquiera se conecte. —Meneó la cabeza desconsolado y miró a Lucas—. Te advertí que podía pasar.
    —Era de la casa —protestó Lucas, acalorado—. Conocía el sistema y se aprovechó del conocimiento para colarse. —Lucas pensó por un momento con expresión agria—. Y en el proceso derribó a un avión lleno de pasajeros. No olvidemos ese pequeño detalle.
    Diez minutos más tarde habían vuelto a la oficina de Gamble. El magnate no les miró cuando entraban. Sawyer se sentó en la misma silla de antes.
    —¿Alguna novedad por lo que respecta a RTG?
    El rostro de Gamble se puso rojo como un tomate al escuchar el nombre de su competidor.
    —Nadie me roba y se queda tan tranquilo.
    —La vinculación de Jason Archer con RTG no ha sido probada. Hasta ahora sólo son conjeturas —replicó Sawyer con voz tranquila.
    Gamble alzó la mirada hacia el techo en un gesto teatral.
    —¡Fantástico! Ya se puede ir a saltar la comba para conservar su trabajo, que yo me haré cargo del trabajo duro.
    Sawyer cerró la libreta y se levantó cuan alto era. Hardy le imitó, e intentó cogerle por la chaqueta, pero su ex compañero lo detuvo con una mirada gélida que Hardy le había visto en más de una ocasión. El agente se volvió otra vez para mirar a Gamble.
    —Diez minutos, Sawyer. A la vista de que no tiene nada más de que informar, me voy a coger mi avión un poco más temprano.
    En el momento en que Gamble pasó junto a él, Sawyer le sujetó del brazo y guió al presidente de Tritón hacia la recepción. Sawyer miró a la secretaria.
    —Perdónenos un momento, señora.
    La mujer vaciló con la mirada puesta en Gamble.
    —¡He dicho perdónenos!
    El vozarrón de sargento de Sawyer hizo saltar a la mujer de la silla y salió a toda prisa de la recepción. El agente se volvió hacia el financiero.
    —Vamos a aclarar un par de cosas, Gamble. Primero, yo no le doy informes a usted ni a nadie de este lugar. Segundo, a la vista de que al parecer uno de sus empleados conspiró para hacer volar un avión, le haré todas las preguntas que quiera y me importan una mierda sus horarios de viaje. Y si me dice una vez más cuántos minutos me quedan, le arrancaré el maldito reloj de la muñeca y se lo haré tragar. No soy uno de sus criados y nunca, pero nunca más vuelva a hablarme de esa manera. Soy un agente del FBI, y muy bueno. Me han disparado, acuchillado, pateado y mordido algunos hijos de puta que le harían quedar a usted como el mayor mariquita del mundo. Así que si cree que haciéndose el chulo conmigo conseguirá que me mee en los pantalones, nos está haciendo perder el tiempo a todos, incluido usted. Así que ahora vuelva ahí dentro, siéntese y no me toque más los cojones.
    Sawyer dedicó dos horas a la entrevista con Gamble y compañía, pasó media hora en la oficina de Jason Archer, prohibió la entrada a la misma y llamó a un equipo de investigadores para que la revisaran a fondo. Sawyer echó un vistazo al ordenador de Jason, pero sin saber que faltaba algo. Lo único que quedaba del micrófono era una pequeña clavija plateada.
    El agente caminó hacia el ascensor en compañía de Hardy.
    —Lo ves, Frank, te dije que no te preocuparas. Gamble y yo nos llevamos de maravilla.
    Hardy soltó una carcajada al escuchar las palabras de su ex compañero.
    —Creo que nunca le había visto tan pálido. ¿Qué demonios le dijiste?
    —Sólo le dije que me parecía un tipo fantástico. Supongo que se sintió un poco avergonzado de mi franca admiración. —Llegaron al ascensor—. Sabes, no he conseguido mucha información. Toda esta charla sobre Archer como autor del crimen del siglo puede ser muy interesante, pero ahora mismo preferiría tenerlo en una celda.
    —Les acabas de dar a estos tipos un repaso de padre y señor mío, y desde luego no estaban acostumbrados a la experiencia. Saben lo que pasó y cómo se hizo, pero todo después de que sucedió.
    Sawyer se apoyó en la pared y se pasó la mano por la frente.
    —¿Te das cuenta de que no hay ninguna prueba que relacione a Archer con el atentado del avión?
    —Quizás Archer utilizó a Lieberman para cubrir su rastro, pero tampoco hay ninguna prueba de que lo hiciera. Si es así, Archer es un tipo con mucha suerte por no haber subido a aquel avión.
    —En ese caso, algún otro se encargó de derribar aquel avión.
    Sawyer estaba a punto de apretar el botón del ascensor cuando Hardy le tocó el brazo.
    —Oye, Lee, en mi humilde opinión, no creo que tu mayor problema sea probar que Archer está involucrado en el sabotaje.
    —Entonces, ¿cuál es mi gran problema, Frank?
    —Encontrarlo.
    Hardy se marchó. Mientras Sawyer esperaba el ascensor, oyó una voz que lo llamaba.
    —Señor Sawyer, ¿tiene un minuto?
    Sawyer dio media vuelta y vio a Quentin Rowe, que venía hacia él.
    —¿Qué puedo hacer por usted, señor Rowe?
    —Por favor, llámeme Quentin. —Rowe hizo una pausa y miró a un lado y a otro del pasillo—. ¿Le gustaría acompañarme a un breve recorrido por las instalaciones de producción?
    —Claro, faltaría más —contestó el agente.


    Capítulo 33
    El edificio de quince pisos de Tritón estaba pegado a una construcción de tres plantas que ocupaba una superficie de unas dos hectáreas. Sawyer se enganchó en la solapa el distintivo de visitante en la entrada principal, y siguió a Quentin Rowe a través de una serie de controles de seguridad. Al parecer, Rowe era muy conocido y apreciado, porque no dejaba de recibir cordiales saludos de las personas con las que se cruzaban. Se detuvieron para contemplar a través de una pared de cristal, a un grupo de técnicos de laboratorio que trabajaban con batas blancas, guantes y mascarillas.
    —Vaya, esto se parece más a un quirófano que a una fábrica.
    —En realidad —dijo Rowe, con una sonrisa—, esta sala está mucho más limpia que el quirófano de cualquier hospital. —Miró divertido la expresión de sorpresa del agente—. Estos técnicos están probando una nueva generación de chips. El entorno debe ser completamente estéril, sin nada de polvo. Cuando estos prototipos sean operativos, podrán transmitir dos TIPS.
    —Caray —exclamó Sawyer, distraído, sin tener la menor idea del significado de las siglas.
    —Eso significa dos trillones de instrucciones por segundo.
    Sawyer miró a su acompañante boquiabierto.
    —¿Qué coño necesita moverse tan rápido?
    —Se quedaría sorprendido. Una lista interminable de aplicaciones de ingeniería. El diseño por ordenador de coches, aviones, barcos, lanzaderas espaciales, edificios, procesos de fabricación de todo tipo. Mercados financieros, operaciones bursátiles. Piense en una compañía como la General Motors: millones de piezas de inventario, centenares de miles de empleados, miles de locales. Todo suma. Les ayudamos a realizar su trabajo con mayor eficacia. —Señaló otro sector de la zona de producción—. Allí están probando una nueva línea de discos duros. Serán mucho más potentes y eficaces cuando salgan al mercado el año que viene. Sin embargo, dentro de dos serán obsoletos. —Miró a Sawyer—. ¿Qué sistema utiliza en el trabajo?
    Sawyer se metió las manos en los bolsillos.
    —Quizá no haya oído hablar de él: Smith Corona.
    —¿Me toma el pelo? —replicó Rowe, asombrado.
    —Si le pone una cinta nueva, va de coña —dijo Sawyer a la defensiva.
    —Un consejo de amigo. Cualquiera que no sepa utilizar un ordenador en los años venideros no podrá funcionar en sociedad. No se asuste. Los sistemas actuales no sólo son amigos del usuario, son amigos de los idiotas, y no se ofenda.
    —Los ordenadores son cada vez más rápidos. Eso del Internet, sea lo que sea, crece como un loco las redes informáticas, los buscapersonas, los teléfonos móviles, los faxes... ¿Cuándo se acabará?
    —Ya que es mi negocio, espero que nunca se acabe.
    —A veces los cambios ocurren demasiado deprisa.
    —Este cambio no será nada comparado con el que veremos dentro de cinco años. Estamos a las puertas de una renovación tecnológica que hubiese parecido impensable diez años atrás. —Los ojos de Rowe brillaron—. Lo que hoy conocemos como Internet será dentro de poco algo soso y aburrido. Tritón Global será el responsable de gran parte del cambio. De hecho, si las cosas salen correctamente, estaremos a la cabeza del cambio. La educación, la medicina, el trabajo, los viajes, los entretenimientos, nuestros hábitos de comida, de relación, de consumo y de producción, todo lo que los seres humanos hacen será transformado. La pobreza, los prejuicios, los crímenes, las injusticias, las enfermedades desaparecerán aplastadas por el peso de la información, del descubrimiento. Se acabará la ignorancia. El conocimiento almacenado en miles de bibliotecas, la suma del conocimiento humano, será accesible a cualquiera. Al final, el mundo de los ordenadores tal como lo conocemos en la actualidad se transformará en una red global interactiva de un potencial ilimitado. —Se acomodó las gafas—.Todo el conocimiento del mundo, la solución a cualquier problema, estará a su disposición con sólo tocar una tecla. Es el siguiente paso natural.
    —¿Una persona podrá conseguir todo eso de un ordenador? —El tono del agente era escéptico.
    —¿No le parece una visión conmovedora?
    —Me causa pavor.
    —¿Cómo es posible que le dé tanto miedo? —preguntó Rowe, incrédulo.
    —Quizá me he vuelto un poco cínico después de veinticinco años de trabajar en lo que trabajo para ganarme la vida. Pero usted me dice que un tipo puede conseguir toda esa información y ¿sabe qué es lo primero que se me ocurre?
    —No, ¿qué?
    —¿Qué pasará si el tipo es malo? —Rowe no reaccionó—. ¿Qué pasará si aprieta una tecla y borra todo el conocimiento del mundo? —El agente chasqueó los dedos—. ¿Lo destruye todo? O sencillamente estropea el invento. Entonces ¿qué demonios haremos?
    —Los beneficios de la tecnología superan con mucho cualquier riesgo potencial. Quizá no esté de acuerdo conmigo, pero los años venideros me darán la razón.
    Sawyer se rascó la coronilla.
    —Supongo que es demasiado joven para saberlo, pero allá en los cincuenta, nadie creía que las drogas ilegales llegarían a ser un problema grave.
    Los dos hombres continuaron la visita.
    —Tenemos otras cinco instalaciones como éstas por todo el país.
    —Debe ser bastante caro.
    —Desde luego. Gastamos más de diez mil millones de dólares al año en investigación y desarrollo.
    —Habla de cifras que ni siquiera puedo imaginar. Claro que sólo soy un burócrata que se pasa el día rascándose la nariz a costa del erario público.
    —A Nathan Gamble le encanta criticar a la gente —señaló Rowe, sonriente—. Creo que con usted se llevó una sorpresa. Por razones obvias, no aplaudí su actitud, pero consideré seriamente que se merecía una ovación.
    —Hardy me dijo que tenía usted su propia compañía, y que era de primera fila. Si no le molesta que le pregunte, ¿cómo es que se asoció con Gamble?
    —Dinero. —Rowe hizo un gesto que abarcó el recinto donde estaban—. Esto cuesta miles de millones de dólares. A mi compañía le iba bien, pero había montones de compañías a las que les iba bien en la bolsa. Lo que la gente no parece entender es que si bien el precio de las acciones de mi compañía pasaron a valer de los diecinueve dólares la acción el día que salieron al mercado a los ciento sesenta dólares seis meses después, nosotros no vimos ni un duro. El dinero fue para la gente que compró las acciones.
    —Pero usted tendría un buen paquete.
    —Sí, pero siendo las leyes de valores lo que son, y los fondos de garantía, no podía vender ni una. Sobre el papel era una fortuna. Sin embargo, la empresa tenía que luchar para salir adelante. Las inversiones en investigación y desarrollo nos estaban comiendo vivos, no teníamos ganancias —explicó Rowe con tono amargo.
    —¿Y entonces apareció Nathan Gamble?
    —En realidad era uno de los primeros accionistas que tuvo la compañía, antes de que cotizáramos en bolsa. Nos aportó parte del capital inicial. También nos dio algo más que no teníamos y que necesitábamos con desesperación: credibilidad en Wall Street, en el mercado de capitales. Un sólido respaldo empresarial. La capacidad demostrada para hacer dinero. Cuando mi compañía salió al mercado, él conservó sus acciones. Más tarde, Gamble y yo discutimos el futuro y decidimos que la compañía se retirara de la bolsa.
    —¿Una decisión acertada?
    —Desde el punto de vista financiero, una decisión excelente.
    —Pero el dinero no lo es todo, ¿no es así, Quentin?
    —A veces lo pienso.
    Sawyer se apoyó en la pared, cruzó los musculosos brazos sobre el pecho y miró a Rowe.
    —La visita es muy interesante, pero supongo que no esto lo único que tenía en mente.
    —No. —Rowe metió su tarjeta inteligente en un lector instalado en una puerta y le indicó a Sawyer que pasara. Se sentaron a ambos lados de una pequeña mesa. Rowe guardó silencio durante unos instantes para ordenar sus pensamientos.
    —Sabe, si usted me hubiese preguntado antes de que ocurriera todo esto de quién sospechaba que nos estuviera robando, nunca se me hubiera ocurrido mencionar a Jason Archer.
    Rowe se quitó las gafas y las limpió con un pañuelo que sacó del bolsillo de la camisa.
    —¿Así que confiaba en él?
    —Totalmente.
    —¿Y ahora?
    —Ahora creo que estaba equivocado. Me siento traicionado. Es algo que no esperaba
    —Comprendo que se sienta así. ¿Cree que alguien más de la compañía pueda estar involucrado?
    —Por Dios, espero que no. —Rowe pareció asustado por la pregunta—. Preferiría creer que fue Jason por su cuenta y riesgo o un competidor que trabajaba con él. Para mí tendría mucho más sentido. Además, Jason sabía cómo entrar en los ordenadores del BankTrust. Después de todo, no es muy difícil.
    —Parece hablar con experiencia.
    —Digamos que tengo una curiosidad insaciable —replicó Rowe con el rostro rojo como un tomate—. Curiosear por las bases de datos era mi pasatiempo favorito cuando estaba en la universidad. Mis compañeros y yo nos divertíamos muchísimo, aunque las autoridades locales protestaron en más de una ocasión. Sin embargo, nunca robamos nada. Incluso he enseñado a técnicos de la policía los métodos para detectar y prevenir los delitos informáticos.
    —¿Algunos de esos técnicos trabajan ahora en el cuerpo de seguridad de la compañía?
    —¿Se refiere a Richard Lucas? No, siempre ha trabajado para Gamble desde hace no sé cuánto tiempo. Es muy bueno en su trabajo, aunque no resulte una compañía agradable. Pero, claro, su trabajo no implica ser agradable.
    —Sin embargo, Archer lo engañó.
    —Nos engañó a todos. Desde luego, soy el menos indicado para señalar a nadie.
    —Ahora que ya ha pasado todo, ¿observó algo en Jason Archer que pareciera sospechoso?
    —Muchas cosas parecen distintas en retrospectiva. Lo sé mejor que la mayoría. Lo estuve pensando y sí que Jason pareció demostrar un gran interés en las negociaciones con CyberCom.
    —Él trabajaba en el equipo.
    —No me refiero sólo a eso. Incluso hacía muchas preguntas sobre partes de las negociaciones en las que no estaba involucrado.
    —¿Qué clase de preguntas?
    —Si yo creía que las condiciones eran justas. Si creía que el trato acabaría por formalizarse. Cuál sería su posición cuando se realizara la compra. Ese tipo de cosas.
    —¿Alguna vez le preguntó sobre algún archivo confidencial de las negociaciones que usted tuviera en su poder?
    —No, directamente no.
    —Por lo que parece, obtenía todo lo que necesitaba del sistema informático, ¿no?
    —Es lo que parece.
    Los dos hombres permanecieron en silencio durante unos instantes.
    —¿Tiene alguna sospecha sobre el lugar donde podría estar?
    —Fui a visitar a su esposa, Sidney —respondió Rowe.
    —Nos conocemos.
    —Resulta difícil de creer que un buen día se levantara para dejar a su familia de esa manera. También tiene una hija. Una niña preciosa.
    —Quizá no pensaba dejarlas.
    Rowe le miró intrigado.
    —¿Qué quiere decir?
    —Que quizá pretende venir a buscarlas.
    —Es un fugitivo de la justicia. ¿Por qué iba a volver? Además, Sidney no se iría con él.
    —¿Por qué no?
    —Porque él es un criminal, y ella es abogada.
    —Quizá le sorprenda, Quentin, pero algunos abogados no son honestos.
    —¿Está diciendo... sospecha que Sidney Archer está involucrada en todo este asunto?
    —Lo que digo es que no la descarto a ella ni a nadie como presunto sospechoso. Ella es abogada de Tritón. Trabaja en las negociaciones con CyberCom. A mí me parece una posición perfecta para robar secretos y venderlos a RTG. ¿Quién demonios lo sabe? Es algo que pretendo descubrir.
    Rowe volvió a colocarse las gafas y se frotó las manos, nervioso.
    —Resulta muy difícil creer que Sidney pueda estar involucrada. —El tono de Rowe desmentía la convicción de sus palabras.
    —Quentin, ¿quiere decirme algo más? —preguntó el agente, que miró al joven con mucha atención—. ¿Quizás algo sobre Sidney Archer?
    Rowe acabó por exhalar un suspiro y se decidió a mirar al agente.
    —Estoy convencido de que Sidney estuvo en la oficina de su marido después del atentado contra el avión.
    —¿Qué pruebas tiene?
    —La noche anterior al supuesto viaje de Jason a Los Ángeles, él y yo estuvimos trabajando en un proyecto hasta tarde en su oficina. Salimos juntos. Él cerró la puerta. La oficina permaneció cerrada desde aquel momento hasta que vinieron los técnicos de la empresa instaladora para desactivar la alarma y quitar la puerta.
    —¿Y?
    —Cuando entramos en la oficina, advertí de inmediato que el micrófono del ordenador de Jason estaba casi doblado en dos. Como si alguien le hubiese dado un golpe y después intentara arreglarlo.
    —¿Y por qué cree que fue Sidney Archer? Quizá Jason regresó más tarde aquella misma noche.
    —Si lo hubiese hecho estaría registrado por partida doble: el sistema de vigilancia electrónica y el guardia de seguridad en el piso. —Rowe hizo una pausa mientras recordaba la noche de la visita de Sidney. Por fin, levantó las manos en un gesto muy expresivo—. No sé cómo explicarlo. Ella estaba husmeando. Me dijo que no había entrado en la zona de acceso restringido, y sin embargo, estoy seguro de lo contrario. Creo que el guardia mintió para favorecerla. Y Sidney me contó una historia sobre que había quedado con la secretaria de Jason para que le devolviera algunos objetos personales de su marido.
    —¿No le pareció plausible?
    —Me lo hubiese parecido, pero le pregunté a Kay Vincent si había hablado con Sidney, y me respondió que había hablado con ella, desde su casa, la misma noche en que Sidney fue a la oficina. Sabía que Kay no estaba allí.
    Sawyer se balanceó en la silla atento a las palabras de Rowe.
    —Hace falta una tarjeta inteligente especial incluso para comenzar el proceso de desactivación en la puerta de la oficina —añadió Quentin—. Además, hay que saber la contraseña de cuatro dígitos porque si no la alarma se dispara. Eso fue lo que ocurrió cuando intentamos entrar en la oficina. Entonces descubrimos que Jason había cambiado la contraseña. Incluso consideré la posibilidad de intentarlo la noche que apareció Sidney, pero sabía que era inútil. Tenía una tarjeta maestra, pero sin la contraseña, la alarma se hubiese disparado de todas maneras. —Hizo una pausa para coger aliento—. Sidney pudo tener acceso a la tarjeta inteligente de Jason y quizás él le comunicó la contraseña. Me parece imposible decir esto: ella está complicada en algo, pero no sé en qué.
    —Acabo de estar en la oficina de Archer y no vi ningún micrófono. ¿Cómo era?
    —De unos doce centímetros de largo, del grosor de un lápiz, con el micro en un extremo. Estaba montado en la parte inferior izquierda de la unidad central. Es para las órdenes activadas con la voz. Acabarán por sustituir al teclado. Es una bendición para las personas que no saben teclear.
    —No vi nada parecido.
    —Es probable. Lo habrán retirado porque estaba inservible.
    Sawyer se tomó unos minutos para tomar unas cuantas notas y hacer algunas preguntas aclaratorias. Después Rowe le acompañó hasta la salida.
    —Si recuerda alguna cosa más, Quentin, por favor, avíseme. —Le entregó una de sus tarjetas.
    —Ojalá pudiera saber qué demonios está pasando, agente Sawyer. Como si no tuviera bastante con CyberCom, sólo me faltaba esto.
    —Estoy haciendo todo lo que puedo, Quentin. Cruce los dedos.
    Rowe volvió a entrar en el edificio, con la tarjeta de Sawyer en la mano. El agente caminó hacia el coche; desde el interior le llegaba el sonido del timbre del teléfono móvil.
    —Tenías razón —le dijo Ray Jackson cuando atendió la llamada. La voz de su compañero sonaba agitada.
    —¿Tenía razón en qué?
    —Sidney Archer se ha puesto en marcha.


    Capítulo 34
    Dos coches del FBI seguían al taxi que les precedía unos cincuenta metros. Otros dos coches con agentes circulaban por calles paralelas preparados para reemplazar a los dos primeros en puntos estratégicos para no despertar las sospechas de la persona a la que seguían. Sidney Archer, que era la persona en cuestión, se apartó el pelo de los ojos, inspiró con fuerza y miró la calle a través de la ventanilla mientras repasaba otra vez los detalles del viaje. Se preguntó si esto no era cambiar una pesadilla por otra.
    —Regresó a la casa después del funeral, estuvo allí unos minutos y después vino un taxi a recogerla. Por el rumbo que lleva el taxi diría que va al aeropuerto Dulles —dijo Ray Jackson por el teléfono—. Hizo una parada. En un banco. Supongo que para sacar dinero.
    Lee Sawyer mantuvo el teléfono bien apretado contra la oreja mientras intentaba encontrar un hueco en el tráfico.
    —¿Dónde estás ahora?
    Jackson le comunicó su posición.
    —No tendrás problemas para alcanzarnos, Lee. Nos movemos a paso de tortuga.
    Sawyer comenzó a mirar las calles transversales.
    —Estaré contigo dentro de unos diez minutos. ¿Cuántas maletas lleva?
    —Una maleta mediana.
    —Un viaje corto.
    —Probablemente. —Jackson miró al taxi—. ¡Mierda!
    —¿Qué? —gritó Sawyer.
    Jackson, desconsolado, miraba el taxi que se había detenido bruscamente delante de la boca del metro de Vienna.
    —Al parecer, la señora ha hecho un cambio en los planes de viaje. Tomará el metro. —Jackson observó a Sidney Archer bajar del taxi.
    —Manda a un par de tipos allí ahora mismo, Ray.
    —De acuerdo. Eso ya está hecho.
    Sawyer encendió las luces azules y rodeó los coches atascados. Cuando volvió a sonar el teléfono, lo cogió en el acto.
    —Háblame, Ray, que sean buenas noticias.
    —Vale, tenemos a dos tipos con ella. —La respiración de Jackson parecía haber recuperado la normalidad.
    —Estoy a un minuto de la estación. ¿En qué dirección va? Espera un momento. Vienna es el final de la línea naranja. Tiene que ir hacia la ciudad.
    —Quizá, Lee, a menos que pretenda engañarnos y coja otro taxi al salir de la estación. Dulles está en la otra dirección. Además, tenemos un problema potencial con nuestras líneas de comunicación. Los radiotransmisores no funcionan muy bien en el metro. Si cambia de trenes en el metro y nuestros tipos la pierden, se nos escapará.
    Sawyer pensó un momento en el problema.
    —¿Se llevó la maleta con ella, Ray?
    —¿Qué? Maldita sea. No, no lo hizo.
    —Mantén dos coches pegados a ese taxi, Ray. Dudo mucho que la señora Archer se deje las bragas limpias y el maquillaje.
    —Yo seguiré al taxi. ¿Quieres acompañarme?
    Sawyer estaba a punto de asentir, pero entonces cambió bruscamente de opinión. Se saltó un semáforo en rojo.
    —Sigue al taxi, Ray. Yo voy a cubrir otro ángulo. Llámame cada cinco minutos y recemos para que no nos dé esquinazo.
    Sawyer realizó una vuelta en U y se dirigió a gran velocidad en dirección este.
    Sidney se bajó del tren en la estación de Rosslyn y se metió en el metro de la línea azul en dirección sur. En la estación del Pentágono, se apearon un millar de personas. Sidney se había quitado el abrigo blanco y ahora lo llevada colgado del brazo. No quería destacar en la muchedumbre. El suéter azul que llevaba se perdió en el acto entre las numerosas personas que vestían prendas del mismo color.
    Los dos agentes del FBI se abrieron paso casi a empujones entre la multitud mientras intentaban localizar desesperados a Sidney Archer. Ninguno de los dos advirtió que Sidney había vuelto a subir al mismo tren unos cuantos vagones más allá. Sidney continuó su viaje hacia el aeropuerto. Miró a los otros pasajeros, pero no vio a nadie que le resultase sospechoso.
    Sawyer detuvo el coche delante de la terminal principal del aeropuerto, le mostró sus credenciales a uno de los encargados del aparcamiento, que le miró atónito y corrió al interior del edificio. En unos segundos acabó la carrera y aflojó los hombros, frustrado al ver la masa humana que tenía delante. «¡Mierda!» Al segundo siguiente, se aplastó contra la pared cuando Sidney Archer pasó a menos de tres metros de él.
    Le dio unos cuantos pasos de ventaja y comenzó a seguirla. La persecución acabó en la cola delante del mostrador de United Airlines. Fuera de la vista de Sawyer y Sidney, Paul Brophy arrastraba el carrito de equipaje hacia la puerta de embarque de American Airlines. En un bolsillo de la chaqueta llevaba todo el itinerario de viaje de Sidney, que había obtenido gracias a la conversación telefónica con Jason. Siguió su camino sin prisa; se lo podía permitir. Incluso tendría tiempo para llamar a Goldman.
    Después de cuarenta y cinco minutos de cola, Sidney recibió el billete y la tarjeta de embarque. Sawyer, que la vigilaba a distancia, se fijó en el grueso fajo de billetes que sacó para pagar. En cuanto la mujer desapareció de la vista, Sawyer se adelantó sin hacer caso de la cola, con la credencial del FBI en alto para acallar las protestas de los pasajeros.
    La empleada miró la placa y después al agente.
    —La mujer a la que le acaba de vender un billete, Sidney Archer. Alta, rubia, guapa, vestida de azul y con un abrigo blanco colgado del brazo —añadió Sawyer por las dudas de que su presa hubiese utilizado un alias—. ¿Cuál es su vuelo? Rápido.
    La empleada permaneció inmóvil durante un segundo, y después comenzó a apretar las teclas del ordenador.
    —Vuelo 715 a Nueva Orleans. Sale dentro de veinte minutos.
    —¿Nueva Orleans? —murmuró Sawyer. Ahora lamentaba haberse entrevistado personalmente con Sidney Archer. Ella le reconocería en el acto. Pero no había tiempo para llamar a otro agente—. ¿Cuál es la puerta de embarque?
    —La once.
    —¿Qué asiento tiene?
    —Veintisiete C —respondió la joven después de mirar la pantalla.
    —¿Hay algún problema? —preguntó la supervisora que se había acercado a ver el motivo de la demora en la atención a los otros pasajeros.
    Sawyer le mostró sus credenciales y le explicó rápidamente cuál era la situación. La supervisora cogió el teléfono y avisó a la puerta de embarque y al control de seguridad, que, a su vez, informaría a la tripulación. La última cosa que deseaba Sawyer era que alguien viera su arma durante el viaje con el resultado de que la policía de Nueva Orleans le estuviera esperando al desembarcar del avión.
    Unos minutos más tarde, Sawyer, con un sombrero viejo que había tomado prestado de un guardia de seguridad y el cuello de la chaqueta vuelto hacia arriba, caminaba a toda prisa por el enorme vestíbulo de la terminal, seguido por un oficial de seguridad de la compañía aérea. Le escoltaron a través de los detectores de metales mientras él buscaba a Sidney entre la multitud. La vio entre los pasajeros que hacían la cola para embarcar. De inmediato le volvió la espalda. Esperó hasta que el último pasajero estuvo a bordo y entonces cruzó la pasarela. Se instaló en un asiento de primera clase, uno de los pocos disponibles en el avión lleno, y se permitió una sonrisa. Nunca había tenido la ocasión de viajar rodeado de tanto lujo. Buscó en el billetero la tarjeta de teléfonos. Encontró la tarjeta de Sidney. Figuraban los números del teléfono directo del despacho, del busca, del fax y del teléfono móvil. Así era el sector privado. Necesitaban tener localizada a la gente a toda hora. Cogió el teléfono del avión y metió la tarjeta en la ranura.
    El vuelo a Nueva Orleans era directo, y dos horas y media más tarde el reactor aterrizó en el aeropuerto internacional de la ciudad. Sidney Archer no se había movido de su asiento en todo el vuelo, algo que Lee Sawyer agradeció de todo corazón. Había hecho varias llamadas y su equipo ya estaba preparado. En cuanto se abrió la escotilla, Sawyer fue el primero en salir.
    Sidney salió del aeropuerto. Hacía una noche cálida y la joven no se fijó en el coche negro con los cristales oscuros aparcado al otro lado de la estrecha carretera ocupada por la hilera de taxis. Subió a un Cadillac gris destartalado con el cartel de CAJÚN CAB COMPANY pintado en un lado del mismo, se aflojó el cuello de la camisa y se secó unas gotas de sudor de la frente.
    —Por favor, al Lafitte Guest House, en Bourbon Street.
    El coche negro esperó un momento a que el taxi se apartara de la acera y después arrancó. En el interior, Sawyer informó de la situación a los demás agentes, sin apartar la mirada ni un momento del Cadillac destartalado.
    Sidney miraba ansiosa por la ventanilla del taxi. Salieron de la autopista y se dirigieron al Vieux Carré. A lo lejos, el perfil urbano resplandecía contra el cielo oscuro. La inmensa mole del Superdome destacaba sobre todos los demás edificios.
    Bourbon Street era angosta y estaba flanqueada por edificios de aspecto chillón que, al menos para las normas americanas, pertenecían al «viejo» barrio francés. En esta época del año, las treinta y seis manzanas del barrio estaban relativamente tranquilas, aunque el olor a cerveza predominaba por doquier. Los turistas que paseaban por las aceras llevaban jarras de cerveza que bebían mientras caminaban. Sidney se apeó del taxi delante de la puerta del Lafitte Guest House. Echó una rápida ojeada a ambos lados y después entró en el hotel.
    En el interior olía a muebles y objetos antiguos. A la izquierda había un salón grande, decorado con buen gusto. El recepcionista enarcó un tanto las cejas al ver que Sidney no traía equipaje, pero asintió con una sonrisa cuando ella le explicó que se lo traerían más tarde. Le dieron a elegir entre subir en el pequeño ascensor o por las escaleras, y optó por estas últimas. Subió los dos pisos con la llave en la mano. Su habitación tenía una cama con cuatro postes, una mesa escritorio, bibliotecas en tres de las paredes y un sofá de estilo Victoriano.
    En el exterior, el coche negro aparcó en una callejuela media manzana más allá del hotel. Un hombre vestido con pantalón vaquero y un anorak se bajó del coche, caminó hasta el hotel y entró en el edificio. Al cabo de cinco minutos estaba otra vez en el coche.
    —¿Qué pasa allí dentro? —preguntó Sawyer.
    El hombre se desabrochó el anorak y dejó a la vista la pistola metida en la pretina del pantalón.
    —Sidney Archer ha alquilado una habitación para dos días. La habitación está en el segundo piso, directamente en frente del rellano. Dijo que el equipaje llegaría más tarde.
    El conductor miró a Sawyer, que ocupaba el asiento del pasajero.
    —¿Crees que ha venido a encontrarse con Jason Archer? —le preguntó.
    —Digamos que me sorprendería mucho que hubiese venido hasta aquí sólo para relajarse y pasear un poco.
    —¿Qué quieres que hagamos?
    —Vigilaremos este lugar con discreción. En cuanto Jason Archer aparezca lo detenemos. Mientras tanto, a ver si podemos meter el equipo de vigilancia en la habitación contigua a la suya. Después encárgate de pincharle el teléfono. Utiliza un equipo mixto para que los Archer no sospechen. Sidney Archer no es una persona a la que se pueda subestimar. —El tono de Sawyer reflejaba una admiración forzada. Miró a través de la ventanilla—. Salgamos de aquí. No quiero darle a Jason Archer ningún motivo para no presentarse.
    El coche salió lentamente del callejón.
    Sidney Archer se sentó en una silla junto a la cama y contempló a través de la ventana que daba a uno de los balcones laterales del edificio. Esperaba a su marido. Cuando no pudo aguantar más, se levantó para pasearse arriba y abajo. Creía haber despistado a los agentes del FBI en el metro pero no estaba completamente segura. ¿Y si la habían seguido? Tembló. Desde aquella llamada telefónica su vida había sufrido un segundo cataclismo. Tenía la sensación de que unas paredes invisibles la encajonaban.
    Sin embargo, las instrucciones de Jason habían sido muy explícitas y estaba dispuesta a seguirlas al pie de la letra. Creía firmemente que su marido no había hecho nada malo, algo que él le había corroborado. Necesitaba su ayuda; por ese motivo había tomado un avión y ahora se paseaba por un cuarto de hotel en la ciudad más famosa de Luisiana. Todavía tenía fe en su marido, a pesar de unos acontecimientos que muy a su pesar habían sacudido esa confianza, pero nada que no fuera la muerte podría impedir que lo ayudara. ¿La muerte? Su marido ya había escapado de sus tentáculos en una ocasión. Por el sonido de su voz, ella tenía algunas dudas sobre su seguridad actual. El no había podido darle más detalles. Al menos, no por teléfono; había dicho que se los daría personalmente. Ella deseaba tanto verle, tocarlo, confirmar que no era una aparición...
    Volvió a sentarse en la silla y a mirar por la ventana abierta. Una ligera brisa ayudaba a disipar la humedad. No oyó a la pareja joven, cortesía de la oficina del FBI en Nueva Orleans, que se instalaron en el cuarto contiguo. Mientras los vecinos le pinchaban la línea del teléfono e instalaban los equipos que les permitirían grabar todos los sonidos de su habitación, Sidney se quedó dormida en la silla alrededor de la una de la mañana. Jason Archer todavía no había llegado.
    La casa estaba a oscuras. La capa de nieve fresca brillaba a la luz de la luna llena. La figura salió del bosque y se aproximó a la casa por la parte trasera. En cuestión de segundos la puerta de atrás y la vieja cerradura sucumbieron a las hábiles manipulaciones del intruso vestido con ropas oscuras. El desconocido se quitó las botas de nieve y las dejó afuera; después encendió una linterna y alumbró su camino por la casa desierta. Los padres de Sidney se habían marchado a su casa con la pequeña Amy poco después de que Sidney emprendiera su viaje.
    El intruso se dirigió directamente al estudio de Jason. La ventana del cuarto daba al patio trasero, así que el desconocido se arriesgó a encender la lámpara de mesa. Dedicó varios minutos a revisar los cajones y las pilas de disquetes de ordenador. Luego, encendió el ordenador. Revisó todos los archivos del disco duro y miró en pantalla los archivos grabados en los disquetes. Hecho esto, el desconocido sacó un disquete del bolsillo de su chaqueta y lo metió en la disquetera del ordenador. En un par de minutos acabó con el trabajo. Ahora el rastreador instalado en el ordenador de Jason captaría cualquier información que entrara en el sistema. En menos de cinco minutos, la casa volvió a quedar desierta. Las pisadas en la nieve que conducían hasta el bosque desde la puerta trasera también habían desaparecido.
    Pero el visitante nocturno de los Archer no sabía que Bill Patterson había hecho algo, de la manera más inocente, antes de marcharse a su casa de Hanover. Mientras salía marcha atrás por el camino hasta la calle, había visto llegar el camión blanco, rojo y azul del correo. El cartero dejó la correspondencia en el buzón y continuó su recorrido. Patterson había vacilado pero después tomó una decisión. Le evitaría una molestia a su hija. Echó una ojeada a algunos de los sobres antes de meterlos en una bolsa de plástico. Miró hacia la casa y entonces recordó que ya había cerrado y que las llaves estaban en el bolso de su esposa. Pero la puerta del garaje estaba abierta. Patterson entró en el garaje, abrió la puerta del Explorer y dejó la bolsa sobre el asiento delantero. Cerró la puerta del vehículo, y después cerró con llave la puerta del garaje.
    Bill Patterson no se había dado cuenta de que entre la correspondencia había un sobre acolchado especial para el envío de objetos frágiles. La escritura en el sobre le hubiera resultado inconfundible a Sidney Archer.
    Jason Archer se había enviado el disquete a sí mismo.


    Capítulo 35
    En la acera opuesta al Lafitte Guest House, Lee Sawyer observaba el viejo hotel a través del cristal oscuro de la ventana de una habitación. El FBI había instalado su centro de vigilancia en un edificio de ladrillos abandonado cuyo propietario pensaba rehabilitar al cabo de un par de años. El agente bebió un trago de café y miró la hora: las seis y media de la mañana. La lluvia repiqueteaba contra el cristal. El día había amanecido desapacible.
    Junto a la ventana había una cámara fotográfica con trípode. El teleobjetivo medía casi treinta centímetros de largo. Las únicas fotos hechas hasta ahora correspondían a la entrada del hotel, y las había sacado sólo para medir el foco, la distancia y la luz. Sawyer se acercó a la mesa y miró las fotos que no hacían justicia al rostro ni a los ojos verdes. Los agentes del FBI en Nueva Orleans habían fotografiado a Sidney Archer cuando salía del aeropuerto. A pesar de su ignorancia, la mujer parecía estar posando para la cámara. El rostro y el pelo eran hermosos. Sawyer siguió con el dedo el perfil de la nariz hasta los labios carnosos. Sobresaltado, apartó la mano de la foto y miró a su alrededor, un tanto avergonzado. Por fortuna, ninguno de los otros agentes había prestado atención a lo que hacía.
    Echó una ojeada a la habitación. La mesa ocupaba el centro del espacio grande y casi vacío con las paredes de ladrillos desnudas, el techo de vigas de madera oscura y el suelo sucio. Dos ordenadores y un magnetófono ocupaban gran parte de la mesa. Agentes de la oficina local del FBI manejaban los equipos. Uno de ellos miró a Sawyer y se quitó los auriculares.
    —Toda nuestra gente está en posición. Por los sonidos que capto, la mujer está dormida.
    Sawyer asintió y se volvió para mirar otra vez por la ventana. Sus hombres habían averiguado que había otras cinco habitaciones ocupadas en el pequeño hotel. Todas parejas. Ninguno de los varones correspondía a la descripción de Jason Archer.
    Las horas siguientes pasaron sin novedad. Sawyer, habituado a las largas vigilancias que muchas veces sólo daban acidez de estómago y dolor de espalda, no se aburría.
    El agente que tenía puesto los auriculares escuchaba con atención.
    —Acaba de salir de la habitación —anunció.
    Sawyer se puso de pie, estiró los músculos y miró la hora.
    —Las once. Quizá vaya a desayunar, aunque es un poco tarde.
    —¿Cómo quieres llevar el seguimiento?
    —Como habíamos planeado. Dos equipos. Utiliza la mujer del cuarto vecino para el primero y a una pareja para el segundo. Se pueden alternar. Avísales de que estén muy alertas. Archer puede estar en guardia. Que mantengan la comunicación por radio continuamente. Recuerda que no tiene equipaje en el hotel. Por lo tanto, que estén preparados para cualquier medio de transporte, incluido el avión. Asegúrate de tener vehículos disponibles en todo momento.
    —De acuerdo.
    Sawyer volvió a mirar por la ventana mientras comunicaban sus instrucciones a los equipos. Tenía una sensación extraña que no acababa de definir. ¿Por qué Nueva Orleans? ¿Por qué el mismo día en que el FBI la había interrogado, ella corría el riesgo de hacer esto? Se olvidó de todo lo demás cuando Sidney Archer apareció en la puerta del hotel. La mujer miró por encima del hombre, con el miedo reflejado en los ojos; el agente ya conocía esa mirada. Un estremecimiento le recorrió la columna vertebral cuando de pronto recordó dónde había visto antes a Sidney Archer: en el lugar de la catástrofe. Cruzó la habitación y cogió el teléfono.
    Sidney llevaba puesto el abrigo blanco, un testimonio de la bajada de temperatura. Se las había arreglado para espiar el registro de huéspedes, sin que la viera el recepcionista. Sólo figuraba una entrada después de ella. Una pareja de Ames, Iowa, ocupaba la habitación contigua a la suya. La hora de ingreso era la medianoche o quizá más tarde. No le pareció muy normal que una pareja del Medio Oeste se alojara en un hotel a esa hora cuando lo lógico era que ya estuvieran durmiendo. El hecho de que tampoco les oyera moverse en la habitación aumentó todavía más sus sospechas. Los viajeros cansados que se presentaban a medianoche no solían mostrarse muy comprensivos con el descanso de los demás huéspedes. Lo lógico era suponer que el FBI era su vecino, y que probablemente controlaban toda la zona. A pesar de sus precauciones la habían encontrado. Tampoco tenía nada de extraño, se recordó a sí misma mientras caminaba por las calles casi desiertas. El FBI se ganaba la vida con estas cosas. Ella no. ¿Y si el FBI los cogía? Bueno, ella ya había decidido desde el momento en que se enteró de que su marido vivía que sus oportunidades de seguir vivo pasaban por entregarse cuanto antes a las autoridades.

    Sawyer se paseó por la habitación con las manos en los bolsillos. Había bebido tanto café que ahora le molestaba la vejiga. Sonó el teléfono. El agente joven atendió la llamada. Era Ray Jackson. Le pasó el teléfono a Sawyer, que se quitó los auriculares.
    —¿Sí? —La voz de Sawyer vibró expectante. Se frotó los ojos inyectados en sangre; los veinticinco años de experiencia no aliviaban las penurias físicas.
    —¿Cómo van las cosas por allí? —La voz de Jackson era fresca y alerta.
    Sawyer miró la habitación cochambrosa antes de contestar.
    —Aquí donde estoy, todo parece necesitar un buen barrido y una mano de pintura.
    —Consuélate —dijo Jackson—. Cómo pillaste a Sidney Archer en el aeropuerto es la comidilla del día. Todavía no sé cómo lo conseguiste.
    —Mucho me temo que agoté la suerte de mi pata de conejo, Ray. Dime que tienes algo para mí. —Sawyer cambió el auricular a la oreja derecha y estiró el brazo izquierdo para aliviar el calambre.
    —Sí, señor. ¿Quieres adivinar?
    —Ray, tío, te quiero, de verdad que sí, pero anoche mi cama fue un saco de dormir sobre el suelo helado, y no hay ni una parte del cuerpo que no me duela. Para colmo, no tengo calzoncillos limpios, así que a menos que desees que te dispare cuando te vea, habla ya.
    —Tranquilo, grandullón. Vale, tenías razón. Sidney Archer visitó el lugar de la catástrofe en mitad de la noche.
    —¿Estás seguro? —Sawyer estaba convencido de que tenía razón, pero por hábito quería una confirmación independiente.
    —Uno de los agentes... —Sawyer escuchó el ruido de los papeles que hojeaba Jackson—, el agente Éugene McKenna, estaba de servicio la noche que apareció Sidney Archer. McKenna pensó que era un curioso y le dijo que se marchara, pero entonces ella le habló del marido que estaba en el avión. Sólo quería echar una ojeada; estaba hecha polvo. McKenna se compadeció. Ya sabes, eso de viajar toda la noche para llegar hasta allí y todo lo demás. Le pidió que se identificara, comprobó los datos y después la llevó hasta cerca del cráter para que echara una ojeada. —Jackson hizo una pausa.
    —¿Y de qué coño nos sirve todo eso? —exclamó Sawyer.
    —Tío, sí que estás quisquilloso. Ya llego. Cuando iban hacia el cráter, Archer le preguntó por una bolsa con las iniciales del marido. La había visto en la televisión. Supongo que salió despedida en el momento del impacto, que la encontraron y la pusieron con los demás restos. Y ahora lo importante: ella quería recuperar la bolsa.
    Sawyer se sentó, miró a través de la ventana y después volvió a prestar atención al teléfono.
    —¿Qué le dijo McKenna?
    —Que se trataba de una prueba y que ni siquiera la tenían allí. Que se la devolverían cuando acabaran con la investigación, algo que podía lardar mucho tiempo.
    Sawyer se levantó y, con un gesto mecánico, se sirvió otra taza de café mientras pensaba en la información recibida. Su vejiga tendría que aguantarse.
    —Ray, ¿qué dijo exactamente McKenna del aspecto de Archer?
    —Sé lo que estás pensando. ¿Creía que su marido estaba en el avión? Según McKenna, si ella mentía, entonces es mejor actriz que Katherine Hepburn con diferencia.
    —Vale, a otra cosa. ¿Qué hay de la bolsa? ¿La tienes?
    —Está aquí mismo, encima de mi mesa.
    —¿Y? —El agente tensó los músculos de los hombros y los volvió a aflojar con la misma rapidez cuando escuchó la respuesta de su compañero.
    —Nada. Al menos nada que nosotros podamos descubrir. La gente del laboratorio la repasó tres veces. Algunas prendas, un par de libros, una libreta con las páginas en blanco. Ninguna sorpresa, Lee.
    —¿Quieres decir que viajó toda la noche sólo por eso?
    —Quizá creía que había algo más, pero no estaba.
    —Eso cuadraría si el marido la estaba traicionando.
    —No lo entiendo.
    —Si Archer había decidido escapar, las posibilidades serían que pensara llevarse a su familia más tarde o abandonarla definitivamente. ¿Sí?
    —Vale, te sigo.
    —Así que si su esposa creía que él estaba en el avión, quizás al menos en la primera etapa de la fuga, eso encajaría con su desesperación en el escenario de la catástrofe. Ella creía de verdad que estaba muerto.
    —Pero ¿y el dinero?
    —Correcto. Si Sidney Archer sabía lo que había hecho su marido, quizás incluso le ayudó a cometer el robo, seguramente querría hacerse con el dinero. Le ayudaría a sobrellevar la pena. Entonces, vio la bolsa en la televisión.
    —¿Qué podía haber en la bolsa? La pasta, no.
    —No, pero quizá había algo que la llevara hacia el dinero. Archer era un genio de la informática. Quizás un disquete con toda la información referente al lugar donde está guardado el dinero. El número de una cuenta en Suiza. La tarjeta para abrir una taquilla del aeropuerto. Podría ser cualquier cosa, Ray.
    —No encontramos nada parecido a eso.
    —No tenía por qué estar necesariamente en la bolsa. La vio en la televisión y decidió que podía hacerse con ella.
    —Entonces, ¿crees de verdad que estuvo en este asunto desde el principio?
    Sawyer se sentó, cansado.
    —No lo sé, Ray. Tampoco lo tengo muy claro. —Esto no era del todo cierto, pero Sawyer no quería ponerse a discutir con su compañero.
    —¿Y qué me dices del sabotaje al avión? ¿Cómo encaja?
    —¿Quién sabe si encaja? —contestó Sawyer con un tono brusco—. Quizá no están relacionados. Tal vez él pagó para que sabotearan el avión y tapar el rastro. Eso es lo que Frank Hardy cree que sucedió. —Sawyer se había acercado a la ventana mientras hablaba. Lo que vio en la calle lo llevó a finalizar la conversación casi en el acto.
    —¿Alguna cosa más, Ray?
    —No, es todo.
    —Bien, porque tengo que correr.
    Sawyer colgó el teléfono, cogió la cámara y comenzó a sacar fotos. Después, se apartó de la ventana y observó mientras Paul Brophy miraba a un lado y a otro de la calle, subía los escalones del Lafitte Guest House y entraba en el hotel.


    Capítulo 36
    El ruido y la alegría asociados con Jackson Square marcaban un fuerte contraste con la actividad mucho más modesta que reinaba en las calles del barrio francés a esa hora de la mañana. Músicos, malabaristas, equilibristas en velocípedos, intérpretes del Tarot y artistas de un talento que iba de lo soberbio a lo mediocre competían por la atención y los dólares de los pocos turistas que paseaban a pesar del mal tiempo.
    Sidney pasó por delante de la catedral de San Luis con sus tres torres en busca de una cafetería. También seguía las instrucciones de su marido. Si él no se había puesto en contacto con ella en el hotel a las 10, Sidney debía ir a Jackson Square. La estatua ecuestre de Andrew Jackson, que había dignificado la plaza durante los últimos ciento cuarenta años, pareció cernirse sobre Sidney cuando pasó frente a ella camino del Frech Market Place en Decatur Street. Sidney había visitado la ciudad en varias ocasiones, durante sus años de estudiante, a una edad en que había sido capaz de sobrevivir al Mardi Gras e incluso disfrutar y participar en el beber sin ton ni son.
    Se sentó en la terraza del café con vistas al río y, mientras bebía un café bien caliente y mordisqueaba sin mucho entusiasmo un cruasán con demasiada mantequilla, se entretuvo contemplando el paso de las barcazas y los remolcadores que navegaban lentamente por el poderoso Misisipí en dirección al enorme puente que se veía a lo lejos. A menos de cien metros de ella y apostados a cada lado, estaban los equipos del FBI. Los aparatos de escuchas que apuntaban discretamente hacia ella podían captar cualquier palabra que dijera o le dijeran.
    Sidney Archer permaneció sola durante unos minutos. Acabó el café y siguió sumida en sus pensamientos con la mirada puesta en las crestas blancas de las olas.
    —Tres dólares con cincuenta a que puedo decirle dónde guarda los zapatos.
    Sidney salió de su ensimismamiento y miró asombrada el rostro de su interlocutor. Detrás de ella, los agentes avanzaron un paso, alertas. Se hubieran lanzado a la carrera cuando el hombre se acercaba pero no lo hicieron porque el tipo era negro, bajo y rondaba los setenta años. Aquel no era Jason Archer. Pero podía ser algo.
    —¿Qué? —Sidney sacudió la cabeza para despejarse.
    —Sus zapatos. Yo sé dónde guarda sus zapatos. Le apuesto tres dólares y medio a que tengo razón. Se los limpiaré gratis si pierdo. —Los bigotes blancos caían sobre la boca casi desdentada. Sus ropas eran poco menos que andrajos. Sidney se fijó en el cajón del limpiabotas que estaba a su lado sobre el banco.
    —Lo siento. No quiero que me los limpie.
    —Venga, señora. Le diré una cosa, se los limpiaré gratis si acierto, pero tendrá que darme el dinero. ¿Qué puede perder? Conseguirá una limpieza de primera por un precio muy razonable.
    Sidney estaba a punto de negarse una vez más cuando vio las costillas que sobresalían por la raída camisa casi transparente. Miró los zapatos agujereados de los que sobresalían los dedos retorcidos y llenos de callos. Sonrió y abrió el bolso para sacar el dinero.
    —No, no, eso no vale, señora. Lo siento. Tiene que jugar o no hacemos negocios. —Había bastante orgullo en su voz. Recogió el cajón.
    —Espere. De acuerdo —dijo Sidney.
    —Vale, ¿así que no se cree que sé dónde guarda los zapatos, ¿verdad?
    Sidney Archer meneó la cabeza. Guardaba sus zapatos en un mueble que había comprado en un anticuario en el sur de Maine hacía cosa de dos años. La tienda había cerrado hacía tiempo. El limpiabotas llevaba las de perder.
    —Lo siento, pero no creo que acierte —contestó.
    —Pues voy a decirle dónde guarda sus zapatos. —El hombre hizo una pausa teatral y después comenzó a reírse mientras señalaba—. Los guarda en los pies.
    Sidney se unió a sus carcajadas.
    Detrás de ellos, los dos agentes que manejaban los equipos de escucha también sonrieron.
    Después de saludar con una burlona reverencia a su público, el viejo se arrodilló y puso manos a la obra. No dejaba de charlar mientras sus hábiles manos devolvían a los zapatos opacos de Sidney un brillo de nuevo.
    —Buen cuero, señora. Le durarán muchísimo si los cuida. Los tobillos tampoco están mal, todo sea dicho.
    Sidney le agradeció el cumplido con una sonrisa mientras el hombre comenzaba a guardar sus cosas en el cajón. Abrió el bolso, sacó tres dólares y comenzó a buscar las monedas.
    —No se preocupe, señora, tengo cambio —se apresuró a decir el hombre.
    Ella le dio un billete de cinco y le dijo que se quedara con el cambio.
    —De ninguna manera. —Meneó la cabeza—. El trato eran tres cincuenta y soy nombre de palabra.
    A pesar de las protestas de Sidney, él le devolvió un billete arrugado de un dólar y una moneda de cincuenta centavos. Al coger la pieza de plata, notó el trocito de papel enganchado. Lo miró asombrado. El hombre le dedicó una sonrisa al tiempo que acercaba la mano a la visera de la gorra.
    —Ha sido agradable hacer negocios con usted, señora. No lo olvide, cuide bien sus zapatos.
    El limpiabotas se marchó. Sidney guardó el dinero en el bolso, esperó unos minutos más y después se levantó para ir al interior del French Market Place. Se dirigió al lavabo de señoras. Se metió en uno de los reservados y con manos temblorosas desplegó el papel. El mensaje era breve y estaba escrito en letras de molde. Lo leyó varias veces antes de arrojarlo al inodoro.
    Mientras caminaba por Dumaine Street hacia Bourbon, se detuvo un momento para abrir el bolso. Miró su reloj de una forma muy notoria. Echó una ojeada en derredor y se fijó en la cabina de teléfonos a la entrada de un edificio de ladrillos donde funcionaba uno de los bares más grandes del barrio antiguo. Cruzó la calle, descolgó el teléfono y, con la tarjeta en una mano, marcó el número. El teléfono al que llamaba era el suyo directo en Tylery Stone. Estaba asombrada, pero esas eran las instrucciones escritas en el mensaje, y no podía hacer otra cosa que seguirlas. La voz que respondió no era de ninguna del bufete, ni tampoco su propio mensaje grabado en el contestador automático. Sidney no podía saber que su llamada acababa de ser desviada a otro teléfono muy lejos de Washington capital. Intentó mantener la calma mientras escuchaba la voz de Jason.
    La policía la vigilaba, dijo su marido. No debía decir nada o mencionar su nombre. Tendrían que intentarlo otra vez. Debía volver a casa. Él se pondría en contacto. La voz de Jason transparentaba una tensión tremenda. Acabó diciendo que la quería a ella y Amy. Y que todo saldría bien.
    Sidney tenía mil y una preguntas pendientes, pero no estaba en situación de hacerlas, así que colgó el teléfono y emprendió el camino de regreso al Lafitte Guest House; estaba tan deprimida que le costaba mover las piernas. Con un enorme esfuerzo de voluntad mantuvo la cabeza bien alta e intentó caminar con normalidad. Era muy importante no reflejar en su apariencia física el inmenso terror que sentía por dentro. Era obvio que su marido tenía pánico a las autoridades, y esto minaba su fe en la inocencia de Jason. A pesar de su intensa alegría al saber que estaba vivo, se preguntó cuál sería el precio de esa alegría. Pero de momento, no podía hacer otra cosa que seguir caminando.

    El hombre apagó el magnetófono y sacó el auricular del receptáculo especial instalado en el aparato. Luego, Kenneth Scales rebobinó la cinta digital. Apretó el botón de arranque y escuchó mientras la voz de Jason Archer sonaba en la habitación. Sonrió con malevolencia, apagó la máquina, sacó la cinta y salió de la habitación.
    —Entró por una ventana que da al balcón —le informó a Sawyer el agente apostado en una azotea que daba a la habitación de Sidney—. Todavía está dentro —susurró el agente por la radio—. ¿Quieres que lo detenga?
    —No —respondió Sawyer, que espiaba la calle a través de las persianas.
    Los aparatos de escucha instalados en la habitación vecina a la de Sidney les habían informado de las intenciones de Paul Brophy. Estaba registrando la habitación. Sawyer se había equivocado mucho al creer que había algo entre los dos abogados.
    —Ahora se va —le avisó el agente—. Por la parte de atrás.
    —Justo a tiempo —replicó Sawyer, que acababa de ver a Sidney Archer en la calle.
    En cuanto Sidney entró en el hotel, Sawyer le ordenó a un equipo que siguiera a Paul Brophy que, desilusionado, se alejaba por Bourbon Street en dirección opuesta.
    Diez minutos más tarde, informaron a Sawyer que Sidney Archer había llamado a su bufete desde un teléfono público mientras hacía su paseo matinal. Durante las cinco horas siguientes no pasó nada. Pero de pronto las cosas se animaron. Sawyer vio a Sidney salir del hotel, subir a un taxi y marcharse.
    Sawyer corrió escaleras abajo y al cabo de un minuto iniciaba la persecución en el mismo coche negro de la vez anterior. No se sorprendió al ver que el taxi entraba en la autopista 10, ni tampoco cuando, después de media hora de viaje, tomaba la salida del aeropuerto.
    —Regresa a casa —murmuró Sawyer casi para sí mismo—. No encontró lo que buscaba, eso está claro. A menos que Archer se haya convertido en el hombre invisible. —El veterano agente se arrellanó en el asiento mientras una nueva y preocupante revelación pasaba por su cabeza—. Sabe que la seguimos.
    —Imposible, Lee —dijo el conductor.
    —Claro que lo sabe —insistió Sawyer—. Voló hasta aquí, esperó un día entero, después hizo una llamada y ahora regresa a su casa.
    —Sé que no vio a nuestros equipos.
    —No digo que los haya visto. Pero su marido o cualquier otro involucrado en este asunto los vio. Le dieron el aviso y ella regresa a su casa.
    —Pero lo comprobamos. Llamó a su despacho.
    —Las llamadas se pueden desviar —replicó Sawyer, impaciente.
    —¿Cómo supo a quién llamar? ¿Algo arreglado de antemano?
    —¿Quién sabe? ¿Estás seguro de que sólo habló con el limpiabotas?
    —Sí. El tipo la enganchó con un cuento para turistas y después le limpió los zapatos. Era un tipo de la calle, saltaba a la vista. Le devolvió el cambio y eso fue todo.
    —¿El cambio? —Sawyer miró al conductor.
    —Sí, eran tres dólares y medio. Ella le dio un billete de cinco y él le devolvió un dólar y medio. No quiso aceptar propina.
    El agente se sujetó al tablero con tanta fuerza que dejó las marcas de los dedos en la superficie.
    —Maldita sea, eso fue.
    —El sólo le devolvió el cambio —protestó el otro, asombrado—. Los veía muy bien con los prismáticos. Escuchamos todo lo que dijeron.
    —Déjame adivinar. El tipo le dio una moneda de cincuenta centavos en lugar de dos de veinticinco, ¿no?
    —¿Cómo lo sabes?
    —¿Cuántos tipos de la calle conoces que rechacen una propina de un dólar y medio, y que tengan una moneda de cincuenta para dar la vuelta? ¿Y no te parece extraño que sean tres y medio en lugar de los tres o cuatro dólares habituales? ¿Por qué tres con cincuenta?
    —Para obligarte a cambiar. —La voz del conductor sonó deprimida. Empezaba a entender lo ocurrido.
    —Había un mensaje pegado a la moneda. —Sawyer dirigió una mirada lúgubre al taxi en el que viajaba Sidney—. Que busquen a nuestro generoso limpiabotas. Quizá pueda darnos una descripción del que lo contrató.
    Los coches continuaron su trayecto hacia el aeropuerto. Sawyer no dijo nada más y se entretuvo en contemplar los aviones de colores brillantes que sobrevolaban la carretera a poca altura. Una hora más tarde, Sawyer y otros agentes subieron al reactor privado del FBI para el viaje de regreso a Washington. El vuelo directo de Sidney había despegado. Ningún agente del FBI iba en ese avión. Sawyer y los suyos habían revisado la lista de embarque y habían observado con discreción a los pasajeros mientras esperaban para embarcar. No habían visto a Jason Archer por ninguna parte. Estaban seguros de que no ocurriría nada durante el vuelo. No querían correr el riesgo de alertar todavía más a Sidney. Ya le seguirían el rastro en el aeropuerto.
    El reactor que transportaba a Sawyer despegó y en unos minutos alcanzó la altitud de crucero. Sawyer se preguntó qué demonios había pasado. ¿Para qué este viaje a Nueva Orleans? No tenía sentido. Entonces se quedó boquiabierto. La niebla se había hecho menos espesa. Pero él también había cometido un error, quizás uno muy grande.


    Capítulo 37
    Sidney Archer probó el café que le acababan de servir. Se disponía a coger el bocadillo de la bandeja cuando vio las marcas azules en la servilleta de papel. Leyó lo escrito, y se llevó tal sorpresa que a punto estuvo de derramar el café.
    «El FBI no está en el avión. Tenemos que hablar.»
    La servilleta estaba en el lado derecho de la bandeja y volvió automáticamente la mirada en esa dirección. Por un momento, ni siquiera pudo pensar. Después, poco a poco, se fijó en su compañero de asiento. Tenía el pelo rubio rojizo; el rostro bien afeitado mostraba las huellas de las preocupaciones. El hombre aparentaba unos cuarenta y tantos años y vestía pantalones y camisa blanca. De una estatura aproximada de metro ochenta, sacaba las largas piernas al pasillo para estar más cómodo. El desconocido bebió un trago de su bebida, se secó los labios con una servilleta y se volvió.
    —Usted me ha estado siguiendo —susurró Sidney—. En Charlottesville.
    —Y en muchos otros lugares. En realidad, la vigilo desde poco después que se estrellara el avión.
    La mano de Sidney voló hacia el botón para llamar a la azafata.
    —Yo en su lugar no lo haría.
    Sidney detuvo su mano a unos milímetros del botón.
    —¿Por qué no? —preguntó con un tono desabrido.
    —Porque estoy aquí para ayudarla a buscar a su marido —respondió él.
    Sidney tardó un segundo en replicarle y cuando lo hizo su tono de desconfianza era evidente.
    —Mi marido está muerto.
    —No soy del FBI y no pretendo tenderle una trampa. Sin embargo, no puedo demostrar lo contrario, así que no lo intentaré. Pero le daré un número de teléfono donde podrá localizarme a cualquier hora del día o de la noche. —Le entregó una tarjeta con un número de teléfono de Virginia.
    —¿Por qué voy a llamarle? Ni siquiera sé quién es usted ni lo que hace. Sólo que me ha estado siguiendo. Eso no dice mucho a su favor —dijo Sidney cada vez más enojada a medida que desaparecía el miedo. El hombre no se atrevería a hacerle nada en un avión atestado.
    —Tampoco tengo una buena respuesta para eso. —Encogió los hombros—. Pero sé que su marido no está muerto y usted también lo sabe. —Hizo una pausa. Sidney le miró atónita, sin saber qué decir—. Aunque no lo crea, estoy aquí para ayudarla a usted y a Jason, si no es demasiado tarde.
    —¿Qué quiere decir con «demasiado tarde»?
    El hombre se echó hacia atrás y cerró los ojos. Cuando los volvió a abrir, su dolor era tan evidente que las sospechas de Sidney comenzaron a desaparecer.
    —Señora Archer, no sé muy bien en qué estaba metido su esposo. Pero sí sé lo suficiente para comprender que, donde sea que esté, corre un gran peligro. —Volvió a cerrar los ojos mientras Sidney se sumía una vez más en la desesperación—. El FBI la tiene sometida a vigilancia las veinticuatro horas del día. —Cuando Sidney escuchó las palabras que dijo después la dejaron helada—. Tendría que estarles muy agradecida, señora Archer.
    Sidney tardó en contestar, y, cuando lo hizo, su voz sonó tan débil que el hombre tuvo que inclinarse hacia ella para escucharla.
    —¿Sabe dónde está Jason?
    —Si lo supiera no estaría en este avión. —Miró su expresión desconsolada—. Lo único que puedo decirle, señora Archer, es que no estoy seguro de nada. —Exhaló un suspiro y se pasó la mano por la frente. Por primera vez, Sidney se fijó en que le temblaba la mano—. Yo estaba en el aeropuerto Dulles y vi a su marido.
    Sidney abrió mucho los ojos y apretó los brazos de la butaca.
    —¿Usted seguía a mi marido? ¿Por qué?
    —No he dicho que estuviera siguiendo a su marido. Bebió un trago de su bebida para refrescarse la garganta que, de pronto, se le había quedado seca—. El estaba sentado en la zona de salidas para el vuelo a Los Ángeles. Parecía nervioso y agitado. Por eso me fijé en él. Se levantó y fue al lavabo. Otro hombre le siguió unos minutos después.
    —¿Qué tiene eso de extraño?
    —El segundo hombre llevaba en la mano un sobre blanco cuando entró en la zona de salidas. Aquel sobre destacaba mucho; el tipo lo movía como si fuera un farolillo. Creí que era una señal para su marido. Ya he visto utilizar esa técnica antes.
    —¿Una señal? ¿Para qué? —La respiración se le había acelerado tanto que tuvo que hacer un esfuerzo consciente para controlarla.
    —Para que actuara su marido. Cosa que hizo. Fue a los lavabos. El otro hombre salió un poco más tarde. Me olvidé mencionarle que llevaba casi las mismas prendas que su marido y el mismo tipo de equipaje. Su marido no volvió a salir.
    —¿Cómo que mi marido no volvió a salir? Tuvo que hacerlo.
    —Quiero decir que no volvió a salir como Jason Archer.
    Sidney le miró confusa, y el hombre se apresuró a explicárselo.
    —Lo primero que me llamó la atención en su marido fueron los zapatos. Vestía de traje, pero llevaba zapatillas de tenis negras. ¿Recuerda si se las puso aquella mañana?
    —Estaba dormida cuando se fue.
    —Cuando salió de los lavabos su apariencia era completamente distinta. Parecía un estudiante universitario; con una cazadora, el pelo diferente, y todo lo demás.
    —Entonces, ¿cómo supo que era él?
    —Por dos razones. La primera, que acababan de abrir los lavabos después de limpiarlos cuando entró su marido. Vigilé aquella puerta como un halcón. Nadie remotamente parecido al tipo que salió después había entrado allí. Segundo, las zapatillas de tenis negras eran inconfundibles. Tendría que haber llevado un calzado menos llamativo. Era su marido, estaba muy claro. ¿Y quiere saber algo más?
    —Dígalo —le pidió Sidney sin poder contenerse.
    —El otro tipo llevaba el sombrero de su marido. Con el sombrero era casi imposible distinguirlo de Jason.
    Sidney inspiró con fuerza mientras asimilaba esta información.
    —Su marido se puso en la cola del vuelo a Seattle. Llevaba el mismo sobre blanco que había llevado el otro tipo. En el sobre estaban el billete y la tarjeta de embarque para el vuelo a Seattle, y el otro se había quedado con los del vuelo a Los Ángeles.
    —O sea que intercambiaron los billetes en los lavabos. El otro se vistió como Jason por si acaso alguien vigilaba.
    —Eso es —asintió el desconocido—. Su marido quería que alguien creyera que había tomado el vuelo a Los Ángeles.
    —Pero ¿por qué? —La pregunta sonó como si se la hiciera a sí misma.
    —No lo sé. Lo que sí sé es que el avión donde supuestamente viajaba su marido se estrelló. Entonces, mis sospechas aumentaron todavía más.
    —¿Fue a la policía?
    —¿Para decirles qué? —El hombre meneó la cabeza—. No es como si hubiese visto que metían una bomba en el avión. Además, tenía mis propios motivos para mantener la boca cerrada.
    —¿Qué motivos?
    El hombre levantó una mano y volvió a menear la cabeza.
    —Dejemos eso por el momento.
    —¿Cómo descubrió la identidad de mi marido? Doy por hecho que usted no le conocía de vista.
    —Nunca lo había visto. Me acerqué a él un par de veces antes de que se metiera en los lavabos. Llevaba una etiqueta con su nombre y la dirección en el maletín. Soy muy bueno leyendo las cosas al revés. No tardé mucho en averiguar dónde trabajaba, lo que hacía para ganarse la vida y muchas más cosas de las necesarias. También averigüé lo mismo de usted. Entonces fue cuando comencé a seguirla. Le seré honesto, no sabía si usted corría peligro o no. —Su tono era inexpresivo, pero a Sidney se le heló la sangre al enterarse de esta repentina intrusión en su vida privada.
    »Entonces, mientras hablaba con un amigo mío en la jefatura de Fairfax llegó una orden de busca y captura con la foto de su marido. A partir de ese momento comencé a seguirla. Creía que quizá me llevaría hasta él.
    —Ah. —Sidney se arrellanó en la butaca. Entonces se le ocurrió una pregunta—. ¿Cómo es que me siguió a Nueva Orleans?
    —Lo primero que hice fue pinchar su teléfono. —No hizo caso de la expresión de asombro de Sidney—. Necesitaba saber sin más demoras dónde iba a ir. Escuché la conversación con su marido. Me pareció muy reservado.
    El avión continuaba su viaje por el cielo nocturno. Sidney tocó la manga de la camisa del hombre.
    —Dice que no es del FBI. ¿Quién es usted? ¿Por qué está metido en esto?
    El hombre asomó la cabeza al pasillo y miró en ambas direcciones antes de responder. Miró a Sidney y exhaló un suspiro.
    —Soy un investigador privado, señora Archer. El caso que me ocupa la jornada completa es su marido.
    —¿Quién le ha contratado?
    —Nadie. —El hombre volvió a asomar la cabeza—. Creía que su marido quizá se pondría en contacto con usted. Y lo hizo. Por eso estoy aquí. Pero me parece que lo de Nueva Orleans fue un fracaso. Habló con él desde el teléfono público, ¿no? El limpiabotas le pasó un mensaje, ¿no es así?
    Sidney vaciló un momento y acabó por asentir.
    —¿Le dio su marido alguna pista sobre su paradero?
    —Dijo que se pondría en contacto conmigo más adelante. Cuando fuera más seguro.
    —Eso podría ser dentro de mucho tiempo —replicó el hombre con un tono casi burlón—. Muchísimo tiempo, señora Archer. —El avión comenzó la maniobra de descenso para aterrizar en el aeropuerto de Washington—. Un par de cosas más, señora Archer. Cuando escuchaba la grabación de usted y su marido hablando por teléfono, había un ruido de fondo. Como si hubieran dejado un grifo abierto. No estoy seguro, pero creo que había alguien escuchando por otra línea. —En el rostro de Sidney apareció una expresión de desconcierto—. Señora Archer, hágase a la idea de que los federales saben que Jason está vivo.
    Unos cinco minutos más tarde, el avión tocó tierra y reinó el bullicio en la cabina.
    —Dijo que quería decir dos cosas. ¿Cuál es la segunda?
    El hombre se inclinó para recoger un pequeño maletín de debajo del asiento que tenía delante. Después, se acomodó en el asiento y la miró a los ojos.
    —La gente capaz de derribar un avión puede hacer cualquier cosa. No confíe en nadie, señora Archer. Y tenga más cuidado que nunca. Incluso eso puede no ser suficiente. Lamento si el consejo no le parece gran cosa, pero es el único que le puedo dar.
    El hombre se levantó y desapareció entre los pasajeros que desembarcaban. Sidney fue una de las últimas en salir del avión. A esas horas no había tanta gente en el aeropuerto. Caminó hacia la parada de taxis. No olvidó el consejo del hombre y procuró en todo momento mantener la vigilancia sin llamar demasiado la atención. El único consuelo era que entre los individuos que la seguían, al menos algunos pertenecían al FBI.
    El hombre, después de dejar a Sidney, cogió el autobús interior que le llevó hasta el aparcamiento. Eran casi las diez de la noche. La zona estaba desierta. Llevaba una maleta con una etiqueta color naranja que indicaba que en el equipaje había un arma de fuego descargada. En cuanto llegó al coche, un Gran Marquis último modelo, abrió la maleta para sacar la pistola y cargarla antes de meterla en la cartuchera.
    La hoja del puñal le atravesó el pulmón derecho, y luego el mismo proceso se repitió con el pulmón izquierdo para evitar cualquier posibilidad de que lanzara un grito. A continuación, la hoja le rebanó el lado derecho del cuello. La maleta y la pistola, ahora inútil para su dueño, cayeron al suelo. Un segundo después, el hombre se desplomó con los ojos vidriosos en una última mirada a su asesino.
    Apareció una furgoneta y Kenneth Scales se sentó en el asiento del pasajero. Un segundo más tarde, el hombre muerto estaba solo.

    Parte 2

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