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    Flip


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    Flip In Y


    Heart Beat


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    Jello


    Light Speed In


    Pulse


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    ÍNDICE
  • MÚSICA SELECCIONADA
  • Instrumental
  • 1. 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • 2. Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • 3. Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • 4. Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • 5. An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • 6. Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • 7. Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • 8. Bolereando - Quincas Moreira - 3:21
  • 9. Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • 10. España - Mantovani - 3:22
  • 11. Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • 12. Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • 13. Fresh Fallen Snow - Chris Haugen - 3:33
  • 14. Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • 15. Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • 16. Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • 17. Island Dream - Chris Haugen - 2:30
  • 18. Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • 19. Nostalgia - Del - 3:26
  • 20. One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • 21. Osaka Rain - Albis - 1:48
  • 22. Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • 23. Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • 24. Snowy Peaks II - Chris Haugen - 1:52
  • 25. Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • 26. Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • 27. Travel The World - Del - 3:56
  • 28. Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • 29. Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • 30. Afternoon Stream - 30:12
  • 31. Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • 32. Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • 33. Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • 34. Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • 35. Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • 36. Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • 37. Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • 38. Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • 39. Evening Thunder - 30:01
  • 40. Exotische Reise - 30:30
  • 41. Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • 42. Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • 43. Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • 44. Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • 45. Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • 46. Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • 47. Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • 48. Morning Rain - 30:11
  • 49. Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • 50. Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • 51. Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • 52. Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • 53. Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • 54. Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • 55. Showers (Thundestorm) - 3:00
  • 56. Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • 57. Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • 58. Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • 59. Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • 60. Vertraumter Bach - 30:29
  • 61. Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • 62. Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • 63. Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • 64. Concerning Hobbits - 2:55
  • 65. Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • 66. Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • 67. Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • 68. Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • 69. Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • 70. Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • 71. Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • 72. Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • 73. Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • 74. Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • 75. Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • 76. Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • 77. The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • 78. Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • 79. Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • 80. You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • 81. You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • 82. A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • 83. A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • 84. Acecho - 4:34
  • 85. Alone With The Darkness - 5:06
  • 86. Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • 87. Awoke - 0:54
  • 88. Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • 89. Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • 90. Cinematic Horror Climax - 0:59
  • 91. Creepy Halloween Night - 1:54
  • 92. Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • 93. Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • 94. Dark Mountain Haze - 1:44
  • 95. Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • 96. Darkest Hour - 4:00
  • 97. Dead Home - 0:36
  • 98. Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:28
  • 99. Everything You Know Is Wrong - 0:46
  • 100. Geisterstimmen - 1:39
  • 101. Halloween Background Music - 1:01
  • 102. Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • 103. Halloween Spooky Trap - 1:05
  • 104. Halloween Time - 0:57
  • 105. Horrible - 1:36
  • 106. Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • 107. Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • 108. Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • 109. Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • 110. Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • 111. Intense Horror Music - Pixabay - 1:37
  • 112. Long Thriller Theme - 8:00
  • 113. Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:42
  • 114. Mix Halloween-1 - 33:58
  • 115. Mix Halloween-2 - 33:34
  • 116. Mix Halloween-3 - 58:53
  • 117. Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • 118. Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • 119. Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • 120. Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • 121. Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • 122. Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • 123. Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • 124. Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • 125. Movie Theme - Insidious - 3:31
  • 126. Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • 127. Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • 128. Movie Theme - Sinister - 6:56
  • 129. Movie Theme - The Omen - 2:35
  • 130. Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • 131. Música - 8 Bit Halloween Story - 2:03
  • 132. Música - Esto Es Halloween - El Extraño Mundo De Jack - 3:08
  • 133. Música - Esto Es Halloween - El Extraño Mundo De Jack - Amanda Flores Todas Las Voces - 3:09
  • 134. Música - For Halloween Witches Brew - 1:07
  • 135. Música - Halloween Surfing With Spooks - 1:16
  • 136. Música - Spooky Halloween Sounds - 1:23
  • 137. Música - This Is Halloween - 2:14
  • 138. Música - This Is Halloween - Animatic Creepypasta Remake - 3:16
  • 139. Música - This Is Halloween Cover By Oliver Palotai Simone Simons - 3:10
  • 140. Música - This Is Halloween - From Tim Burton's The Nightmare Before Christmas - 3:13
  • 141. Música - This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • 142. Música - Trick Or Treat - 1:08
  • 143. Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • 144. Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • 145. Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • 146. Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • 147. Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • 148. Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • 149. Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • 150. Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • 151. Mysterios Horror Intro - 0:39
  • 152. Mysterious Celesta - 1:04
  • 153. Nightmare - 2:32
  • 154. Old Cosmic Entity - 2:15
  • 155. One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • 156. Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • 157. Pandoras Music Box - 3:07
  • 158. Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • 159. Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • 160. Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • 161. Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:58
  • 162. Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
  • 163. Peques - Las Calaveras Salen De Su Tumba Chumbala Cachumbala - 3:19
  • 164. Peques - Monstruos Por La Ciudad - Educa Baby TV - 3:17
  • 165. Peques - Tumbas Por Aquí, Tumbas Por Allá - Luli Pampin - 3:17
  • 166. Scary Forest - 2:37
  • 167. Scary Spooky Creepy Horror Ambient Dark Piano Cinematic - 2:06
  • 168. Slut - 0:48
  • 169. Sonidos - A Growing Hit For Spooky Moments - Pixabay-Universfield - 0:05
  • 170. Sonidos - A Short Horror With A Build Up - Pixabay-Universfield - 0:13
  • 171. Sonidos - Castillo Embrujado - Creando Emociones - 1:05
  • 172. Sonidos - Cinematic Impact Climax Intro - Pixabay - 0:26
  • 173. Sonidos - Creepy Ambience - 1:52
  • 174. Sonidos - Creepy Atmosphere - 2:01
  • 175. Sonidos - Creepy Cave - 0:06
  • 176. Sonidos - Creepy Church Hell - 1:03
  • 177. Sonidos - Creepy Horror Sound Ghostly - 0:16
  • 178. Sonidos - Creepy Horror Sound Possessed Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:04
  • 179. Sonidos - Creepy Ring Around The Rosie - 0:20
  • 180. Sonidos - Creepy Soundscape - Pixabay - 0:50
  • 181. Sonidos - Creepy Vocal Ambience - 1:12
  • 182. Sonidos - Creepy Whispering - Pixabay - 0:03
  • 183. Sonidos - Cueva De Los Espiritus - The Girl Of The Super Sounds - 3:47
  • 184. Sonidos - Disturbing Horror Sound Creepy Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:05
  • 185. Sonidos - Eerie Horror Sound Evil Woman - 0:06
  • 186. Sonidos - Eerie Horror Sound Ghostly 2 - 0:22
  • 187. Sonidos - Efecto De Tormenta Y Música Siniestra - 2:00
  • 188. Sonidos - Erie Ghost Sound Scary Sound Paranormal - 0:15
  • 189. Sonidos - Ghost Sigh - Pixabay - 0:05
  • 190. Sonidos - Ghost Sound Ghostly - 0:12
  • 191. Sonidos - Ghost Voice Halloween Moany Ghost - 0:14
  • 192. Sonidos - Ghost Whispers - Pixabay - 0:23
  • 193. Sonidos - Ghosts-Whispering-Screaming - Lara's Horror Sounds - 2h03:28
  • 194. Sonidos - Halloween Horror Voice Hello - 0:05
  • 195. Sonidos - Halloween Impact - 0:06
  • 196. Sonidos - Halloween Intro 1 - 0:11
  • 197. Sonidos - Halloween Intro 2 - 0:11
  • 198. Sonidos - Halloween Sound Ghostly 2 - 0:20
  • 199. Sonidos - Hechizo De Bruja - 0:11
  • 200. Sonidos - Horror - Pixabay - 1:36
  • 201. Sonidos - Horror Demonic Sound - Pixabay-Alesiadavina - 0:15
  • 202. Sonidos - Horror Sfx - Pixabay - 0:04
  • 203. Sonidos - Horror Sound Effect - 0:21
  • 204. Sonidos - Horror Voice Flashback - Pixabay - 0:10
  • 205. Sonidos - Magia - 0:05
  • 206. Sonidos - Maniac In The Dark - Pixabay-Universfield - 0:15
  • 207. Sonidos - Miedo-Suspenso - Live Better Media - 8:05
  • 208. Sonidos - Para Recorrido De Casa Del Terror - Dangerous Tape Avi - 1:16
  • 209. Sonidos - Posesiones - Horror Movie Dj's - 1:35
  • 210. Sonidos - Risa De Bruja 1 - 0:04
  • 211. Sonidos - Risa De Bruja 2 - 0:09
  • 212. Sonidos - Risa De Bruja 3 - 0:08
  • 213. Sonidos - Risa De Bruja 4 - 0:06
  • 214. Sonidos - Risa De Bruja 5 - 0:03
  • 215. Sonidos - Risa De Bruja 6 - 0:03
  • 216. Sonidos - Risa De Bruja 7 - 0:09
  • 217. Sonidos - Risa De Bruja 8 - 0:11
  • 218. Sonidos - Scary Ambience - 2:08
  • 219. Sonidos - Scary Creaking Knocking Wood - Pixabay - 0:26
  • 220. Sonidos - Scary Horror Sound - 0:13
  • 221. Sonidos - Scream With Echo - Pixabay - 0:05
  • 222. Sonidos - Suspense Creepy Ominous Ambience - 3:23
  • 223. Sonidos - Terror - Ronwizlee - 6:33
  • 224. Suspense Dark Ambient - 2:34
  • 225. Tense Cinematic - 3:14
  • 226. Terror Ambience - Pixabay - 2:01
  • 227. The Spell Dark Magic Background Music Ob Lix - 3:23
  • 228. Trailer Agresivo - 0:49
  • 229. Welcome To The Dark On Halloween - 2:25
  • 230. Zombie Party Time - 4:36
  • 231. 20 Villancicos Tradicionales - Los Niños Cantores De Navidad Vol.1 (1999) - 53:21
  • 232. 30 Mejores Villancicos De Navidad - Mundo Canticuentos - 1h11:57
  • 233. Blanca Navidad - Coros de Amor - 3:00
  • 234. Christmas Ambience - Rainrider Ambience - 3h00:00
  • 235. Christmas Time - Alma Cogan - 2:48
  • 236. Christmas Village - Aaron Kenny - 1:32
  • 237. Clásicos De Navidad - Orquesta Sinfónica De Londres - 51:44
  • 238. Deck The Hall With Boughs Of Holly - Anre Rieu - 1:33
  • 239. Deck The Halls - Jingle Punks - 2:12
  • 240. Deck The Halls - Nat King Cole - 1:08
  • 241. Frosty The Snowman - Nat King Cole-1950 - 2:18
  • 242. Frosty The Snowman - The Ventures - 2:01
  • 243. I Wish You A Merry Christmas - Bing Crosby - 1:53
  • 244. It's A Small World - Disney Children's - 2:04
  • 245. It's The Most Wonderful Time Of The Year - Andy Williams - 2:32
  • 246. Jingle Bells - 1957 - Bobby Helms - 2:11
  • 247. Jingle Bells - Am Classical - 1:36
  • 248. Jingle Bells - Frank Sinatra - 2:05
  • 249. Jingle Bells - Jim Reeves - 1:47
  • 250. Jingle Bells - Les Paul - 1:36
  • 251. Jingle Bells - Original Lyrics - 2:30
  • 252. La Pandilla Navideña - A Belen Pastores - 2:24
  • 253. La Pandilla Navideña - Ángeles Y Querubines - 2:33
  • 254. La Pandilla Navideña - Anton - 2:54
  • 255. La Pandilla Navideña - Campanitas Navideñas - 2:50
  • 256. La Pandilla Navideña - Cantad Cantad - 2:39
  • 257. La Pandilla Navideña - Donde Será Pastores - 2:35
  • 258. La Pandilla Navideña - El Amor De Los Amores - 2:56
  • 259. La Pandilla Navideña - Ha Nacido Dios - 2:29
  • 260. La Pandilla Navideña - La Nanita Nana - 2:30
  • 261. La Pandilla Navideña - La Pandilla - 2:29
  • 262. La Pandilla Navideña - Pastores Venid - 2:20
  • 263. La Pandilla Navideña - Pedacito De Luna - 2:13
  • 264. La Pandilla Navideña - Salve Reina Y Madre - 2:05
  • 265. La Pandilla Navideña - Tutaina - 2:09
  • 266. La Pandilla Navideña - Vamos, Vamos Pastorcitos - 2:29
  • 267. La Pandilla Navideña - Venid, Venid, Venid - 2:15
  • 268. La Pandilla Navideña - Zagalillo - 2:16
  • 269. Let It Snow! Let It Snow! - Dean Martin - 1:55
  • 270. Let It Snow! Let It Snow! - Frank Sinatra - 2:35
  • 271. Los Peces En El Río - Los Niños Cantores de Navidad - 2:15
  • 272. Music Box We Wish You A Merry Christmas - 0:27
  • 273. Navidad - Himnos Adventistas - 35:35
  • 274. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 1 - 58:29
  • 275. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 2 - 2h00:43
  • 276. Navidad - Jazz Instrumental - Canciones Y Villancicos - 1h08:52
  • 277. Navidad - Piano Relajante Para Descansar - 1h00:00
  • 278. Noche De Paz - 3:40
  • 279. Rocking Around The Chirstmas - Mel & Kim - 3:32
  • 280. Rodolfo El Reno - Grupo Nueva América - Orquesta y Coros - 2:40
  • 281. Rudolph The Red-Nosed Reindeer - The Cadillacs - 2:18
  • 282. Santa Claus Is Comin To Town - Frank Sinatra Y Seal - 2:18
  • 283. Santa Claus Is Coming To Town - Coros De Niños - 1:19
  • 284. Santa Claus Is Coming To Town - Frank Sinatra - 2:36
  • 285. Sleigh Ride - Ferrante And Teicher - 2:16
  • 286. Sonidos - Beads Christmas Bells Shake - 0:20
  • 287. Sonidos - Campanas De Trineo - 0:07
  • 288. Sonidos - Christmas Fireworks Impact - 1:16
  • 289. Sonidos - Christmas Ident - 0:10
  • 290. Sonidos - Christmas Logo - 0:09
  • 291. Sonidos - Clinking Of Glasses - 0:02
  • 292. Sonidos - Deck The Halls - 0:08
  • 293. Sonidos - Fireplace Chimenea Fire Crackling Loop - 3:00
  • 294. Sonidos - Fireplace Chimenea Loop Original Noise - 4:57
  • 295. Sonidos - New Year Fireworks Sound 1 - 0:06
  • 296. Sonidos - New Year Fireworks Sound 2 - 0:10
  • 297. Sonidos - Papa Noel Creer En La Magia De La Navidad - 0:13
  • 298. Sonidos - Papa Noel La Magia De La Navidad - 0:09
  • 299. Sonidos - Risa Papa Noel - 0:03
  • 300. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 1 - 0:05
  • 301. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 2 - 0:05
  • 302. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 3 - 0:05
  • 303. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 4 - 0:05
  • 304. Sonidos - Risa Papa Noel How How How - 0:09
  • 305. Sonidos - Risa Papa Noel Merry Christmas - 0:04
  • 306. Sonidos - Sleigh Bells - 0:04
  • 307. Sonidos - Sleigh Bells Shaked - 0:31
  • 308. Sonidos - Wind Chimes Bells - 1:30
  • 309. Symphonion O Christmas Tree - 0:34
  • 310. The First Noel - Am Classical - 2:18
  • 311. Walking In A Winter Wonderland - Dean Martin - 1:52
  • 312. We Wish You A Merry Christmas - Rajshri Kids - 2:07
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      0.8  
      0.9  
      1  
      1.1  
      1.2  
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      1.5  
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      2.1  
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      3(s) 
      3.1  
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      3.5  
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      30  
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      55  
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    VELOCIDAD-TIEMPO

    Tiempo Movimiento

    Tiempo entre Movimiento

    Rotar
    ROTAR-VELOCIDAD

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      135     180  
    ROTAR-VELOCIDAD

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    ▪ Normal

    ▪ Restaurar Todo
    VARIOS
    Alarma 1
    ALARMA 1

    ACTIVADA
    SINCRONIZAR

    ▪ Si
    ▪ No


    Seleccionar Minutos

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      4     5     6  

      7     8     9  

      0     X  




    REPETIR-APAGAR

    ▪ Repetir

    ▪ Apagar Sonido

    ▪ No Alarma


    REPETIR SONIDO
    1 vez

    ▪ 1 vez (s)

    ▪ 2 veces

    ▪ 3 veces

    ▪ 4 veces

    ▪ 5 veces

    ▪ Indefinido


    SONIDO

    Actual:
    1

    ▪ Ventana de Música

    ▪ 1-Alarma-01
    - 1

    ▪ 2-Alarma-02
    - 18

    ▪ 3-Alarma-03
    - 10

    ▪ 4-Alarma-04
    - 8

    ▪ 5-Alarma-05
    - 13

    ▪ 6-Alarma-06
    - 16

    ▪ 7-Alarma-08
    - 29

    ▪ 8-Alarma-Carro
    - 11

    ▪ 9-Alarma-Fuego-01
    - 15

    ▪ 10-Alarma-Fuego-02
    - 5

    ▪ 11-Alarma-Fuerte
    - 6

    ▪ 12-Alarma-Incansable
    - 30

    ▪ 13-Alarma-Mini Airplane
    - 36

    ▪ 14-Digital-01
    - 34

    ▪ 15-Digital-02
    - 4

    ▪ 16-Digital-03
    - 4

    ▪ 17-Digital-04
    - 1

    ▪ 18-Digital-05
    - 31

    ▪ 19-Digital-06
    - 1

    ▪ 20-Digital-07
    - 3

    ▪ 21-Gallo
    - 2

    ▪ 22-Melodia-01
    - 30

    ▪ 23-Melodia-02
    - 28

    ▪ 24-Melodia-Alerta
    - 14

    ▪ 25-Melodia-Bongo
    - 17

    ▪ 26-Melodia-Campanas Suaves
    - 20

    ▪ 27-Melodia-Elisa
    - 28

    ▪ 28-Melodia-Samsung-01
    - 10

    ▪ 29-Melodia-Samsung-02
    - 29

    ▪ 30-Melodia-Samsung-03
    - 5

    ▪ 31-Melodia-Sd_Alert_3
    - 4

    ▪ 32-Melodia-Vintage
    - 60

    ▪ 33-Melodia-Whistle
    - 15

    ▪ 34-Melodia-Xiaomi
    - 12

    ▪ 35-Voz Femenina
    - 4

    Alarma 2
    ALARMA 2

    ACTIVADA
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    AVATAR - ELEGIR

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    10%
    )


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    10%
    )


    Avatar 7(
    10%
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    ▪ Imágenes para Efectos y Cambio automático
    ▪ Mover-Voltear-Aumentar-Reducir Imagen del Slide
    ▪ Ocultar Reloj
    ▪ Ocultar Reloj - 2
    ▪ Reloj y Avatares 1-2-3 Movimiento Automático
    ▪ Rotar-Voltear-Rotación Automático
    ▪ Tamaño
    ▪ Texto - Color y Cambio automático
    ▪ Tiempo entre efectos
    ▪ Tipo de Letra y Cambio automático
    Imágenes para efectos
    Mover-Voltear-Aumentar-Reducir Imagen del Slide
    M-V-A-R IMAGEN DEL SLIDE

    VOLTEAR-ESPEJO

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    Programar Reloj
    PROGRAMAR RELOJ

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar

    ▪ Eliminar

    ▪ Guardar
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    Prog.R.1

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    Reloj #

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    Prog.R.2

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    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
    -------
    Prog.E.1

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    Prog.E.4

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    PROGRAMAR RELOJES


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    Relojes a cambiar

    1 2 3

    4 5 6

    7 8 9

    10 11 12

    13 14 15

    16 17 18

    19 20

    T X


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    PROGRAMAR ESTILOS


    DESACTIVADO
    ▪ Activar

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    A B C D

    E F G H

    I J K L

    M N O P

    Q R T S

    TODO X


    Programar lo Programado
    PROGRAMAR LO PROGRAMADO

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar
    Programación 1

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Programación 2

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Programación 3

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Almacenado en RELOJES y ESTILOS

    ▪1
    ▪2
    ▪3


    ▪4
    ▪5
    ▪6
    Borrar Programación
    HORAS

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X
    MINUTOS

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X


    IMÁGENES PERSONALES

    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

    FUNCIONAMIENTO

  • Recuadro en blanco: Es donde se colocará la url o link de la imagen.

  • Aceptar Url: Permite aceptar la dirección de la imagen que colocas en el recuadro.

  • Borrar Url: Deja vacío el recuadro en blanco para que coloques otra url.

  • Quitar imagen: Permite eliminar la imagen colocada. Cuando eliminas una imagen y deseas colocarla en otra parte, simplemente la eliminas, y para que puedas usarla en otra sección, presionas nuevamente "Aceptar Url"; siempre y cuando el link siga en el recuadro blanco.

  • Guardar Imagen: Permite guardar la imagen, para emplearla posteriormente. La misma se almacena en el banco de imágenes para el Header.

  • Imágenes Guardadas: Abre la ventana que permite ver las imágenes que has guardado.

  • Forma 1 a 5: Esta opción permite colocar de cinco formas diferente las imágenes.

  • Bottom, Top, Left, Right, Center: Esta opción, en conjunto con la anterior, permite mover la imagen para que se vea desde la parte de abajo, de arriba, desde la izquierda, desde la derecha o centrarla. Si al activar alguna de estas opciones, la imagen desaparece, debes aceptar nuevamente la Url y elegir una de las 5 formas, para que vuelva a aparecer.


  • Una vez que has empleado una de las opciones arriba mencionadas, en la parte inferior aparecerán las secciones que puedes agregar de fondo la imagen.

    Cada vez que quieras cambiar de Forma, o emplear Bottom, Top, etc., debes seleccionar la opción y seleccionar nuevamente la sección que colocaste la imagen.

    Habiendo empleado el botón "Aceptar Url", das click en cualquier sección que desees, y a cuantas quieras, sin necesidad de volver a ingresar la misma url, y el cambio es instantáneo.

    Las ventanas (widget) del sidebar, desde la quinta a la décima, pueden ser vistas cambiando la sección de "Últimas Publicaciones" con la opción "De 5 en 5 con texto" (la encuentras en el PANEL/MINIATURAS/ESTILOS), reduciendo el slide y eliminando los títulos de las ventanas del sidebar.

    La sección INFO, es la ventana que se abre cuando das click en .

    La sección DOWNBAR, son los tres widgets que se encuentran en la parte última en la página de Inicio.

    La sección POST, es donde está situada la publicación.

    Si deseas eliminar la imagen del fondo de esa sección, da click en el botón "Quitar imagen", y sigues el mismo procedimiento. Con un solo click a ese botón, puedes ir eliminando la imagen de cada seccion que hayas colocado.

    Para guardar una imagen, simplemente das click en "Guardar Imagen", siempre y cuando hayas empleado el botón "Aceptar Url".

    Para colocar una imagen de las guardadas, presionas el botón "Imágenes Guardadas", das click en la imagen deseada, y por último, click en la sección o secciones a colocar la misma.

    Para eliminar una o las imágenes que quieras de las guardadas, te vas a "Mi Librería".
    MÁS COLORES

    Esta opción permite obtener más tonalidades de los colores, para cambiar los mismos a determinadas bloques de las secciones que conforman el blog.

    Con esta opción puedes cambiar, también, los colores en la sección "Mi Librería" y "Navega Directo 1", cada uno con sus colores propios. No es necesario activar el PANEL para estas dos secciones.

    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

    - No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
    - Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.

    OBSERVACIONES

    - En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.

    - En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.

    - Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".

    - Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.

    - No permite copiar de un estilo o usuario a otro.

    - El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.

    - Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
    3 2 1 E 1 2 3
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    Para dar Zoom o Fijar,
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    OPCIONES GENERALES
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    ● Activar Slide 2
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    ● Desactivar Slide
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    ● Ampliar o Reducir el Blog
  • Ancho igual a 1088
  • Ancho igual a 1152
  • Ancho igual a 1176
  • Ancho igual a 1280
  • Ancho igual a 1360
  • Ancho igual a 1366
  • Ancho igual a 1440
  • Ancho igual a 1600
  • Ancho igual a 1680
  • Normal 1024
  • ------------MANUAL-----------
  • + -

  • Transición (aprox.)

  • T 1 (1.6 seg)


    T 2 (3.3 seg)


    T 3 (4.9 seg)


    T 4 (s) (6.6 seg)


    T 5 (8.3 seg)


    T 6 (9.9 seg)


    T 7 (11.4 seg)


    T 8 13.3 seg)


    T 9 (15.0 seg)


    T 10 (20 seg)


    T 11 (30 seg)


    T 12 (40 seg)


    T 13 (50 seg)


    T 14 (60 seg)


    T 15 (90 seg)


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    ALERTA NOCTURNA - OREGON 3 (Clive Cussler)

    Publicado en junio 27, 2010
    Clive Cussler, Jack Du Brul
    Alerta Nocturna
    (Oregón 03)

    Cuando un magnate japonés les encarga que capturen a unos piratas, los miembros de 'la corporación', capitaneados por Juan Cabrillo, poco sospechan que la misión los conducirá a Suiza, a una perdida aldea china y a la península de Kamchatka. Tendrán que enfrentarse a una oscura red europea y a un ex dirigente soviético sin escrúpulos, pero lograrán restituir la justicia una vez más.

    1

    El viejo reactor Dassault Falcon descendió suavemente y aterrizó en el aeropuerto internacional de Sunan, a veinticinco kilómetros al norte de Pyongyang. El Mig, que lo había vigilado de cerca desde el momento en que el aparato entró en el espacio aéreo norcoreano, se apartó para regresar a su base; los conos de fuego de sus dos reactores alumbraron la noche.
    Un vehículo militar guió al Falcon hacia el lugar de estacionamiento; el artillero que sostenía la ametralladora apuntó a las ventanillas de la cabina de mando en todo momento. El avión se desplazó lentamente hasta una zona apartada del aeropuerto. Incluso antes de que hubiese frenado del todo, un pelotón de soldados armados hasta los dientes formó un cordón a su alrededor, con los AK47 preparados para responder a la menor provocación, a pesar de que los pasajeros que iban a bordo eran invitados e importantes clientes del país comunista.
    Pasaron unos minutos antes de que se abriera la puerta de la cabina de pasajeros. Los dos soldados más próximos se acercaron a la puerta, que bajaba lentamente. Un hombre vestido con un uniforme verde oliva y gorra de plato apareció en el hueco. Sus facciones eran duras, tenía los ojos muy oscuros y la nariz ganchuda; su piel era de un tono moreno claro.
    Se pasó un dedo por el bigote negro y miró con indiferencia a los soldados antes de bajar ágilmente del aparato. Lo siguieron otros dos hombres de rostros delgados y angulosos; uno iba vestido a la manera árabe tradicional, y el otro con un traje de corte impecable.
    Tres oficiales norcoreanos se acercaron a los viajeros. El de más alto rango les dirigió unas palabras de bienvenida y esperó a que uno de sus acompañantes tradujera el saludo al árabe.
    — El general Kim Don II le da la bienvenida a la República Democrática Popular de Corea, coronel Hourani, y desea que haya disfrutado de un vuelo agradable desde Damasco.
    — Agradecemos al general que nos haya recibido personalmente a estas horas de la noche —respondió el coronel Hazni Hourani, jefe de la división de misiles sirios. Nuestro vuelo ha sido muy agradable; al sobrevolar Afganistán hemos descargado el contenido del baño químico del avión sobre los ocupantes norteamericanos.
    Los norcoreanos se unieron a las risas cuando oyeron la traducción. Hourani se dirigió directamente al traductor:
    — Lo felicito por su dominio de nuestro idioma, pero será más sencillo para todos si hablamos en inglés. —El coronel cambió de idioma. Creo, general Kim, que ambos hablamos el idioma de nuestro común enemigo.
    — Así es —afirmó el general. Es una ventaja sobre los imperialistas conocer su lengua y sus costumbres mejor de lo que ellos conocen las nuestras. También hablo japonés —añadió, con la intención de impresionar al visitante.
    — Yo hablo hebreo —se apresuró a responder Hourani, para no ser menos.
    — Veo que ambos somos personas entregadas a nuestros países y a nuestra causa.
    — La destrucción de Estados Unidos.
    — La destrucción de Estados Unidos —repitió el general Kim, que vio en la apasionada mirada del árabe el mismo fanatismo que ardía en su pecho.
    — Llevan demasiado tiempo extendiendo su influencia por todos los rincones del mundo. Poco a poco están sometiendo a todo el planeta; primero con el envío de tropas y luego emponzoñando a los pueblos con sus decadentes costumbres.
    — Tienen tropas en sus fronteras y también en las nuestras —señaló el general. Pero temen atacar mi país porque saben que la réplica será rápida y definitiva.
    — Muy pronto también temerán la nuestra —manifestó el coronel con una sonrisa zalamera. Con su ayuda, por supuesto.
    La sonrisa del general no le fue a la zaga a la del sirio. Estos dos hombres, de diferentes partes del mundo, eran espíritus gemelos: odiaban profundamente todo lo occidental. Estaban marcados por este odio y moldeados a través de años de adoctrinamiento. No tenía ninguna importancia que uno fuese fiel a una visión distorsionada de una noble religión y el otro tuviese una fe absoluta en la infabilidad del Estado, porque el resultado era el mismo. Veían belleza en la barbarie y encontraban su inspiración en el caos.
    — Hemos dispuesto todo lo necesario para llevar a su delegación a la base naval de Munch'on, cerca de Wosan, en la costa este —dijo el general Kim— ¿Sus pilotos se alojarán en Pyongyang?
    — Es muy amable de su parte, general. —Hourani se acarició de nuevo el bigote. Pero el avión tiene que regresar a Damasco lo antes posible. Uno de los pilotos durmió durante el viaje, así que se encargará de pilotarlo en el viaje de regreso a Siria. Si puede disponer el reabastecimiento de combustible, despegarán de inmediato.
    — Como desee. —El general Kim dio una orden a uno de sus subalternos, que a su vez la transmitió al jefe del pelotón.
    Mientras los dos ayudantes de Hourani descargaban el equipaje, llegó un camión cisterna y comenzaron las operaciones de reabastecimiento.
    El coche era una limusina de fabricación china con trescientos mil kilómetros. Los desvencijados asientos se hundían tanto que casi engulleron al menudo general norcoreano; el interior apestaba a humo de tabaco y a col en vinagre. La autopista de Kumgang, que unía Pyongyang con Wosan, era una de las mejores del país, pero la suspensión del vehículo se vio sometida a un duro esfuerzo en las curvas cerradas y cuando pasaban junto a los precipicios. Había muy pocas vallas de protección, y los faros apenas alumbraban más que una linterna. De no haber sido por la luz de la luna hubiese sido imposible hacer aquel trayecto.
    — Hace un par de años —comentó Kim mientras el coche subía a la cordillera que, como un espinazo, recorría todo el país, dimos permiso a una compañía del sur para que organizara viajes de turismo a estas montañas. Algunos las consideran sagradas. Les exigimos que construyeran la autopista y las carreteras secundarias, además de los restaurantes y los hoteles. Incluso tuvieron que construir un puerto donde atracar sus barcos de crucero. Durante un tiempo recibieron abundante clientela, pero para que la inversión resultara rentable tenían que cobrar quinientos dólares por viaje. Al final resultó que no eran tantos los nostálgicos, y el negocio fue de baja, sobre todo después de que apostáramos guardias en todas partes con la orden de molestar a los turistas todo lo posible. Dejaron de venir, pero la empresa aún nos está pagando los mil millones de dólares que garantizaron a nuestro gobierno.
    El comentario provocó la sonrisa del coronel, que era el único entre los sirios que hablaba inglés.
    — Lo mejor de todo —prosiguió Kim— es que el hotel es ahora un cuartel, y en el puerto está anclada una corbeta de la clase Nanjin.
    Esta vez Hourani soltó una carcajada.
    Dos horas después de que salieran del aeropuerto, la limusina bajó de las montañas y cruzó la llanura costera, rodeó Wosan por el norte, y llegó a la alambrada de la base naval de Munch'on.
    Los centinelas saludaron cuando el coche cruzó la verja y continuó a marcha lenta. Pasaron ante varios enormes edificios de mantenimiento y recorrieron un kilómetro del muelle. Había cuatro patrulleras amarradas y un destructor; una nube de humo blanco salía de su única chimenea y se elevaba en la oscuridad de la noche, en la dársena interior de dos hectáreas. El conductor dio la vuelta junto a una grúa y aparcó al pie de la pasarela de un mercante de ciento treinta metros de eslora atracado al final del muelle.
    — El Asia Star -dijo el general Kim.
    El coronel Hourani consultó su reloj. Era la una de la mañana.
    — ¿Cuándo zarpamos? —preguntó.
    — Las mareas son suaves en la bahía de Yonghungman, así que podrán zarpar cuando quiera. El barco tiene la carga a bordo y ya han acabado de cargar el combustible y el aprovisionamiento.
    Hourani se volvió hacia uno de sus acompañantes y le preguntó en árabe:
    — ¿Qué opina?
    Escuchó la larga respuesta, asintió varias veces, y luego se dirigió de nuevo al general.
    — Assad Muhammad es nuestro técnico experto en los misiles Nodong1. Quiere inspeccionarlos antes de que zarpemos.
    La expresión de Kim no cambió, pero era obvio que no le agradaba la demora.
    — No veo por qué no puede hacer la inspección mientras navegan. Le aseguro que los diez misiles que ha comprado su país están a bordo.
    — Assad no es buen marinero. Prefiere inspeccionar los misiles ahora porque se pasará el viaje encerrado en su camarote.
    — Es curioso que haya escogido a ese hombre para que acompañe los misiles hasta Siria —observó el general con frialdad.
    Hourani entrecerró los párpados. Su país había pagado casi ciento cincuenta millones de dólares, que les hacían mucha falta, por los misiles estratégicos de medio alcance. Kim no tenía ningún derecho a cuestionar su decisión.
    — Está aquí porque entiende de misiles. Trabajó con los iraníes cuando les compraron a ustedes los Nodong. Que se maree no es asunto suyo. Inspeccionará los diez misiles, y zarparemos con la primera luz del alba.
    El general Kim tenía la orden de quedarse con los sirios hasta que el barco soltara amarras. Le había dicho a su esposa que no regresaría a Pyongyang hasta la mañana siguiente, ahora tampoco podría pasar unas horas con su nueva amante.
    — Muy bien, coronel. Informaré al capitán de puerto que el Asia Star no zarpará hasta el alba. ¿Por qué no subimos a bordo? Les mostraré sus camarotes para que dejen el equipaje; después el señor Muhammad podrá inspeccionar sus nuevos juguetes.
    El chófer abrió la puerta. Kim ya iba a apearse cuando Hourani apoyó una mano en su brazo. Cruzaron una mirada.
    — Gracias, general.
    La sonrisa de Kim fue sincera. A pesar de las diferencias culturales, las lógicas sospechas y el secretismo de la misión, Hourani le caía bien.
    — No es ninguna molestia.
    Los tres sirios disponían de un camarote individual, pero tras dejar en él su petate se reunieron en el camarote del coronel. Assad Muhammad se sentó en la litera, con un maletín a su lado, mientras que Hourani se sentaba en el borde de la mesa, debajo del ojo de buey. El mayor de los tres, el profesor Walid Jalidi, se apoyó en el mamparo, con los brazos cruzados. Entonces Hourani hizo algo muy extraño. Apoyó un dedo debajo del ojo y sacudió la cabeza, luego se tocó la oreja y asintió. Después señaló la lámpara de techo y la vulgar lámpara atornillada a la mesa.
    — ¿Cuánto tiempo crees que tardará la inspección, Assad?
    — preguntó.
    Assad Muhammad, que había sacado del bolsillo de la chaqueta un magnetófono en miniatura, lo puso en marcha. Una voz deformada digitalmente, que en realidad era la de Hourani, el único miembro del equipo que hablaba árabe, respondió:
    — Unas pocas horas. Lo que lleva más tiempo es quitar las tapas. Verificar los circuitos es sencillo.
    Para entonces también Hourani había sacado un magnetófono idéntico. En cuanto acabó la grabación de Assad, puso en marcha el suyo, y la conversación continuó mientras los hombres guardaban silencio. En cierto momento, acordado previamente, Walid Jalidi añadió el suyo. Mientras los magnetófonos reproducían distintas versiones de la voz de Hourani, los tres «sirios» se movieron silenciosamente hacia un rincón del camarote.
    — Solo dos micros —murmuró Max Hanley. Los coreanos confían mucho en sus clientes sirios.
    Juan Cabrillo, director ejecutivo de la Corporación y capitán del barco mercante Oregon, se arrancó el bigote postizo. En realidad, su piel era más clara, pero las capas de crema bronceadura se la habían oscurecido.
    — Recuérdame que le diga a Kevin, del taller de magia, que su pegamento no sirve para nada.
    Sacó el frasco de pegamento y lo usó para pegarse de nuevo el bigote postizo.
    — Te pareces mucho a Snidely Whiplash cuando intentas que no se te caiga esa cosa —comentó Hali Kasim, un norteamericano libanés de tercera generación que había ascendido hacía poco a director de seguridad y vigilancia del Oregon.
    Era el único de los tres que no necesitaba maquillaje e insertos de látex para pasar por un nativo de Oriente Próximo. El problema era que ni siquiera sabía cómo pedir la comida en un restaurante árabe.
    — Da gracias que los coreanos dejaron al traductor en el aeropuerto —replicó Cabrillo en tono amable. En el coche, mezclaste todas las frases que habías aprendido de memoria.
    Sonó más a una explicación proctológica que a algo científico.
    — Lo siento, jefe. No tengo oído para los idiomas, y por mucho que practique, a mí me sigue sonando a jerigonza.
    — También a cualquiera que hable árabe —se burló Cabrillo.
    — ¿Cómo vamos de tiempo? —preguntó Max Hanley.
    Era el presidente de la Corporación y estaba a cargo de todas las operaciones del barco, y sobre todo de sus resplandecientes motores magnetohidrodinámicos. Cabrillo se ocupaba de negociar los contratos y era el responsable de gran parte de la planificación, y sobre los hombros de Max recaía asegurarse de que el barco y la tripulación dieran la talla. Si bien los tripulantes del Oregon eran técnicamente mercenarios, tenían una estructura empresarial. Además de sus tareas de ingeniero jefe de la nave, Hanley atendía la administración y hacía de director de recursos humanos de la compañía.
    Debajo de la túnica y el pañuelo que llevaba en la cabeza, la estatura de Hanley era superior a la media; también tenía algo de barriga. En sus ojos castaños había un brillo de inteligencia, y el poco pelo que le quedaba en el cráneo enrojecido era de color cobre. Llevaba con Juan Cabrillo desde el principio, y este no dudaba de que sin su número dos haría años que la empresa habría quebrado.
    — Debemos suponer que Tiny Gunderson despegó sin problemas, y que ahora se encuentra en Seúl —dijo Cabrillo. Eddie Seng ha tenido dos semanas para colocarse en posición, así que si ahora mismo no está con el sumergible junto a este barco, nunca lo estará. No saldrá a la superficie hasta que estemos en el agua, y entonces será demasiado tarde para abortar. Dado que los coreanos no han hecho mención alguna de que hayan capturado un pequeño submarino en el puerto, podemos asumir que está preparado.
    — ¿Qué haremos después de colocar el artefacto?
    — Dispondremos de quince minutos para reunimos con Eddie y largarnos de aquí.
    — Esto hará daño —comentó Hali, en tono grave.
    La mirada de Cabrillo se endureció.
    — A ellos más que a nosotros.
    El contrato, como la mayoría de los que aceptaba la Corporación, había llegado por los canales secretos del gobierno norteamericano. Si bien la Corporación era una empresa, y por tanto buscaba beneficios, los hombres y las mujeres que servían en el Oregon eran casi todos antiguos miembros de las fuerzas armadas estadounidenses y tendían a aceptar trabajos que beneficiasen a su país y a sus aliados, o como mínimo que no perjudicasen los intereses norteamericanos.
    A la vista de que no había ninguna perspectiva de una pronta conclusión de la guerra contra el terrorismo, había mucho trabajo para un equipo como el de Cabrillo: especialistas en operaciones clandestinas que actuaban sin las restricciones de la Convención de Ginebra o la vigilancia del Congreso. Eso no significaba que fueran una tripulación de piratas que hacían prisioneros. Eran muy conscientes de qué hacían pero también de que los límites en los conflictos se habían vuelto borrosos en el siglo XXI.
    Esa misión era el ejemplo perfecto.
    Corea del Norte estaba en su derecho de vender misiles tácticos a Siria, y Estados Unidos había tenido que aceptar la venta por mucho que le pesara. Sin embargo, los servicios de inteligencia habían descubierto que el coronel Hazni Hourani planeaba hacer una escala en Somalia para que el Asia Star descargase dos de los Nodongs y un par de plataformas móviles de lanzamiento que irían a manos de alQaeda, que los lanzaría horas más tarde contra La Meca y Medina, en Arabia Saudí, como parte de un intento de destronar a la monarquía saudí. También parecía, aunque no se había podido confirmar, que Hourani actuaba con la aprobación tácita del gobierno sirio.
    Estados Unidos podía enviar a un navío de guerra para interceptar el Asia Star en Somalia; sin embargo, el capitán del barco podía alegar que se había desviado para hacer unas reparaciones, y que los diez misiles acabarían en Damasco. La mejor alternativa era hundir el barco norcoreano en alta mar, pero si se descubría la verdad, se produciría una gran protesta internacional y una rápida réplica por parte de las células terroristas controladas por Damasco. Fue Langston Overholt IV, un alto funcionario de la CIA, quien ofreció la solución más adecuada: contratar a la Corporación.
    Caballo contaba con un plazo de cuatro semanas para acabar con el problema con la mayor discreción posible. Y decidió que la mejor manera de impedir que los misiles llegaran a manos de los compradores, legítimos o no, era impedir que salieran de Corea del Norte.
    En cuanto el Oregon llegó a la altura de la bahía de Yonghungman, Cabrillo, Hanley y Hali Kasim se dirigieron hacia la base aérea de Bagram, en las afueras de Kabul, en Afganistán, en un Dassault Falcon idéntico al que utilizaba el coronel Hourani.
    Los agentes de la CIA en Damasco confirmaron la hora de salida del vuelo de Hourani a Pyongyang, y un AWACS siguió el rastro del reactor en su viaje a la península de Corea.
    En el momento en que entró en el espacio aéreo afgano, un caza F22 Raptor traído especialmente para esta misión despegó de Bagram. A su vez, el Falcon de la Corporación partió unos minutos más tarde, con rumbo sur, lejos de los sirios.
    Si bien los norteamericanos controlaban todas las instalaciones de radar capaces de registrar lo que estaba a punto de ocurrir, era imperativo que no hubiese ninguna prueba del cambio.
    En una de las pocas zonas donde el radar no tenía cobertura, Gunderson, el jefe de los pilotos de la Corporación, viró hacia el norte. Solo que esta vez el Dassault Falcon tenía compañía. Se le había unido un bombardero B2 de la base aérea de Whiteman, en Missouri. Como el bombardero era mayor que el Falcon, e indetectable para el radar, Gunderson mantuvo su avión a unos quince metros por encima del ala. No había ningún radar terrestre capaz de rastrear un B2, y al servirle de escudo al Falcon, el reactor de la Corporación permanecía oculto mientras se acercaban al aparato de Hourani.
    A trece mil metros, el avión sirio llegó a su techo, mientras que el Raptor, que se acercaba velozmente, aún podía subir otros seis mil metros. La coordinación era crucial. Cuando el B2 se situó detrás del aparato del coronel a solo ochocientos metros, el Raptor disparó dos misiles AIM120C AMRAAM.
    Si el reactor sirio hubiera tenido un radar detector de ataques, los misiles habrían aparecido como surgidos de la nada.
    Pero el viejo avión de fabricación francesa carecía de ese sistema, así que los dos misiles impactaron en los motores Garrett TFE731 sin previo aviso. En el mismo momento en que el Dassault estallaba, el piloto del B2 se apartó del Falcon de Gunderson. A esa altitud, cualquier observador en tierra que viese la fugaz bola de fuego creería que acababa de ver un meteorito, y cualquier operador de radar hubiese advertido que el aparato sirio desaparecía súbitamente, pero que reaparecía ochocientos metros al oeste y continuaba el vuelo con toda normalidad. Quizá lo habrían atribuido a un fallo del sistema, si es que pensaban en el motivo.
    Ahora que Cabrillo, Hanley y Kasim se encontraban a bordo del Asia Star, lo único que quedaba era colocar la bomba, evitar que los descubriesen cuando abandonaran el barco, encontrarse con Eddie Seng en el minisubmarino, escapar del puerto mejor protegido de Corea del Norte y llegar al Oregon antes de que alguien se diese cuenta de que habían saboteado el mercante.
    No era un día típico para los miembros de la Corporación, pero tampoco muy atípico.




    2

    Un alarido despertó a Victoria Ballinger.
    También le salvó la vida.
    Tory era la única mujer a bordo del Avalon, un barco de exploración científica de la Royal Geographic Society, después de que a su compañera la hubiesen tenido que trasladar de urgencia a un hospital en Japón tras sufrir un ataque de apendicitis aguda. Tener el camarote para ella sola contribuyó a su salvación.
    El barco llevaba un mes en alta mar, como parte de una misión internacional para cartografiar las corrientes del mar del Japón, una zona poco estudiada porque Japón y Corea defendían con uñas y dientes sus derechos pesqueros y consideraban que cualquier cooperación los pondría en peligro.
    A diferencia de su compañera, que había traído consigo varias maletas, Tory llevaba a bordo una vida espartana. Aparte de su ropa de cama, un par de vaqueros y media docena de camisetas, su armario no contenía nada más.
    El alarido había sonado en el pasillo delante de la puerta, un grito de agonía que la había despertado en el acto. No había acabado de abrir los ojos cuando oyó disparos. Prestó atención, y escuchó más ráfagas de armas automáticas y más gritos.
    Todos los tripulantes del Avalon habían sido advertidos de la posibilidad de un ataque por parte de los piratas que navegaban por el mar de Japón. Habían atacado a cuatro naves en los últimos dos meses. Hundían los barcos y dejaban librados a su suerte a cualquiera que sobreviviera al abordaje.
    Según el último recuento solo quince de ciento setenta y dos tripulantes se habían salvado. El día anterior habían recibido la noticia de que un barco cargado con contenedores había desaparecido sin dejar rastro. Debido a la amenaza pirata, habían apostado a un hombre en el puente, pero un par de escopetas y media docena de pistolas de poco servirían a un grupo de científicos y marineros frente a un ataque de piratas armados con fusiles de asalto y metralletas.
    Tory se levantó de un salto. Desperdició dos segundos preciosos en decidir si huía o luchaba. No tenía adonde ir. Los piratas se encontraban en el pasillo y al parecer, por los sonidos que oía, abrían los camarotes y disparaban al interior. La matarían en cuanto abriese la puerta. No podía escapar, y no había nada en el camarote que pudiese utilizar como arma.
    La luz de la luna llena que entraba por el ojo de buey iluminó la litera vacía de su compañera y se le ocurrió una idea.
    Quitó las mantas y las sábanas y las ocultó debajo de la cama.
    Luego sacó las prendas del armario y se aseguró de dejarlo abierto, como el otro. No tenía tiempo para recoger del baño sus artículos de tocador. Se metió debajo de la litera, arrimada contra el mamparo y con las prendas apretadas contra el cuerpo.
    Hizo un esfuerzo para controlar la respiración y no dejarse llevar por el terror. Sus ojos azules se llenaron de lágrimas.
    Contuvo un sollozo cuando la puerta se abrió violentamente y el rayo de luz de una linterna recorrió el camarote. Se posó primero en el colchón de la litera de Judy, luego en los dos armarios vacíos, y por último en su colchón.
    Vio los pies del pirata. Calzaba botas negras, y llevaba las perneras negras metidas en las cañas. Se acercó al pequeño baño para echar una ojeada. Tory oyó que arrancaba la cortina de la ducha para comprobar que no había nadie oculto.
    Al parecer no vio el jabón, el champú y los demás artículos, o si los vio no los consideró importantes. Al salir, cerró de un portazo, aparentemente convencido de que estaba vacío.
    Tory permaneció inmóvil mientras se alejaban los sonidos del asalto. Había treinta personas a bordo. La mayoría de ellas dormían en sus camarotes, porque durante la noche la sala de máquinas funcionaba en automático, y en el puente de mando solo quedaban dos personas de guardia. Dado que su camarote era el último del pasillo, supuso que los piratas ya habían matado a la tripulación.
    La tripulación. Sus amigos.
    Si quería escapar con vida, no podía permitirse pensar en nadie más que en ella misma. ¿Cuánto tardarían en saquear el barco? Había muy pocas cosas de valor para los piratas. Los caros equipos científicos de poco les servirían y además eran demasiado grandes para transportarlos. Las sondas solo tenían un uso científico. Había algunos televisores y ordenadores, pero su precio no justificaba la molestia de robarlos.
    De todos modos Tory calculó que los piratas necesitarían por lo menos media hora para recorrer el Avalon antes de abrir las válvulas y hundirlo. Contó los minutos en los puntos luminosos de la esfera del Rolex de hombre que llevaba en la muñeca, y se concentró en la diminuta galaxia de puntos fosforescentes para controlar el miedo.
    Tras aproximadamente quince minutos notó un cambio en el movimiento del barco. El mar estaba en calma, y el Avalon se mecía con el suave vaivén de las olas, un movimiento que la acunaba cada noche. Ahora el balanceo era más lento, como si el barco pesara más.
    Los piratas ya habían abierto las válvulas. El barco se hundía. Intentó ver la lógica en sus acciones, pero aquello no tenía ningún sentido. Era imposible que hubiesen acabado el saqueo en tan poco tiempo. ¡Hundían al Avalon sin saquearlo!
    No podía esperar. Salió de debajo de la litera y corrió al ojo de buey. En el horizonte vio lo que a primera vista parecía una isla, pero luego se dio cuenta de que se trataba de un barco enorme. Cerca había una embarcación más pequeña.
    Por un momento creyó que chocarían, pero no era más que una ilusión óptica provocada por la luz de la luna. En primer plano distinguió la popa y la estela de una lancha neumática de gran tamaño. El sonido de los motores fueraborda se apagó a medida que se alejaban del barco oceanográfico. Imaginó a los piratas que huían y la dominó la furia.
    Tory se apartó del ojo de buey y salió corriendo del camarote. No había cadáveres en el pasillo; en cambio, la cubierta estaba llena de casquillos, y el aire apestaba a pólvora. Intentó no mirar las manchas de sangre en los mamparos del pasillo. A proa, en la Zodiac colgada en los pescantes, había trajes de supervivencia, así que no le preocupó llevar como única prenda una camiseta larga. Los pies descalzos sonaban sobre el suelo de metal mientras corría con un brazo apretado contra los pechos para evitar que se moviesen.
    Subió la escalera hasta la cubierta principal. Al final de otro pasillo había una puerta que comunicaba con el exterior.
    Delante de la escotilla había un cuerpo. Tory gimió mientras se acercaba. El hombre yacía boca abajo, tenía una gran mancha de sangre en la espalda. Lo reconoció. Era el segundo ingeniero, un joven muy agradable al que ella había alentado a insinuarse. Fue incapaz de tocarlo. La cantidad de sangre derramada le dijo lo que necesitaba saber. Pasó junto al cadáver pegada a la fría pared metálica. Cuando llegó a la escotilla, miró a través de la pequeña ventana para ver si quedaba alguien en la mal iluminada cubierta de proa. Parecía desierta; con mucha cautela accionó la manija. No se movió. Lo probó de nuevo con toda su fuerza al tiempo que empujaba, pero el mecanismo estaba trabado.
    No perdió la calma. Se dijo que había otras cuatro salidas; las escotillas laterales también estaban trabadas, le quedaba la posibilidad de romper la cristalera del puente. Probó con todas las de la cubierta principal antes de subir la escalerilla hasta el puente. No dudaba de que conseguiría salir, pero al acercarse a la puerta que comunicaba con la cubierta de mano, el miedo comenzó a dominarla. Los piratas, después de matar a la tripulación, se habían tomado el trabajo de sellar el barco como si fuese un ataúd. No podían haber pasado por alto la más obvia de las rutas de escape. Su mano le temblaba cuando la apoyó en la manija. Se movió.
    Tory empujó la escotilla de acero, pero no se abrió. No había ninguna ventana grande ni tampoco un ojo de buey por donde escabullirse. Estaba atrapada, y saberlo acabó con el control de sus emociones. Se lanzó contra la puerta una y otra vez hasta que le dolió el hombro y el brazo. Gritó hasta quedarse ronca, y luego, con la espalda apoyada contra la puerta, se deslizó hasta el suelo. Agachó la cabeza y se echó a llorar, con el rostro tapado por su larga cabellera oscura.
    El Avalon escoró bruscamente, y las luces parpadearon.
    El agua que entraba en los compartimientos inferiores había encontrado otro espacio que inundar. La sacudida fue para Tory como una descarga de adrenalina. Aún no estaba muerta, y si conseguía evitar que el barco se hundiese, tendría tiempo para buscar la forma de salir. Había visto un soplete en uno de los talleres. Si lo encontraba, podría abrir un hueco y salir.
    Ahora, con la misma energía de aquellos primeros terribles segundos cuando oyó el alarido —estaba segura de que había sido el doctor Halverson, un amable oceanógrafo que rondaba los setenta, se levantó y echó a correr por donde había venido. Pasó por los sollados y llegó a la escalerilla que bajaba a la sala de máquinas. Sintió la primera ráfaga de aire cuando pisó el último escalón. El ruido del agua que inundaba el barco era como el de una catarata.
    Se detuvo en la pequeña antecámara con una única compuerta que daba acceso a la sala de máquinas. Apoyó la mano en el metal. Aún conservaba el calor de los grandes motores diesel. Pero cuando la apoyó un poco más abajo, el acero era frío como el hielo. Nunca había entrado en la sala de máquinas y desconocía la disposición. Sin embargo, debía intentarlo.
    — Allá vamos —dijo con voz temblorosa mientras movía la palanca.
    El agua cubrió sus pies desnudos, y en cuestión de segundos le llegó a las rodillas. Una escalerilla bajaba hasta el suelo de la sala bien iluminada. Más allá de las tuberías y conductos, vio que el agua llegaba hasta la mitad de los enormes motores, cada uno del tamaño de una furgoneta, y que chapoteaba contra la cubierta del generador.
    Desde la brazola miró hacia abajo. Soltó una exclamación cuando el agua le llegó al pecho. La temperatura era de unos quince grados, pero comenzó a temblar. Una vez abajo se puso de puntillas para mantener la cabeza por encima del agua.
    Medio caminó, medio nadó, a través de la enorme sala con el vago plan de descubrir por dónde entraba el agua.
    El Avalon se hundía sin escorar y las olas continuaban balanceándolo. El suave movimiento hacía que Tory no pudiese adivinar por la fuerza de la corriente dónde se encontraban las válvulas. El agua se agitaba como una olla en ebullición. Después de unos minutos de frenética búsqueda, sus pies perdieron el contacto con el suelo. Nadó infructuosamente durante otro minuto. No podía hacer nada. Aun si encontraba las válvulas, no sabía cómo funcionaban.
    Las luces se apagaron por un segundo, y cuando volvieron a encenderse, eran mucho más débiles. Era la señal de que debía marcharse. Nunca encontraría la salida en la oscuridad.
    Nadó rápidamente hasta la antecámara. Cuando se puso de pie, el agua le llegaba a la cintura. Necesitó todas sus fuerzas para cerrar la compuerta. Rogó que aquello bastase para mantener el barco a flote hasta que apareciera alguna otra nave.
    Helada y temblorosa, Tory subió a la segunda cubierta y fue a su camarote. Se secó en el baño, se recogió los cabellos en una cola de caballo, y se vistió con las prendas de más abrigo.
    El aire se enfriaba por momentos. No se había dado cuenta, pero en algún lugar de la sala de máquinas se había hecho un corte en la comisura de los labios. Se enjugó el hilillo de sangre. En circunstancias normales las armoniosas líneas de su rostro se veían realzadas por la belleza de sus ojos azules.
    Ahora, al mirarse en el espejo, solo vio la expresión desesperada de alguien camino del patíbulo.
    Salió rápidamente del baño para acercarse al ojo de buey.
    Ya no se veía la luna ni su resplandor lechoso, ni tampoco la lancha de los piratas ni el gran barco que había divisado en el horizonte. La oscuridad era absoluta, y sin embargo era incapaz de apartarse de la única ventana que daba al exterior.
    Quizá si conseguía grasa o algún otro tipo de lubricante podría untarse el cuerpo y deslizarse por el ojo de buey. Pensó en las ventanas del comedor en cubierta, que eran un poco más grandes. Valía la pena intentarlo. Ya iba a girarse cuando algo oscuro se movió en el exterior. Forzó la mirada hasta que le escocieron los ojos.
    Le pareció verlo de nuevo, a unos tres metros del barco.
    ¿Un pájaro? Por sus movimientos lo parecía, pero no estaba segura. Entonces apareció ante ella; tapaba por completo el ojo de buey. Tory soltó un grito y se apartó. Fuera del camarote, un enorme pez gris la miraba con la boca abierta; el agua pasaba a través de las agallas. La gigantesca perca la miró con sus ojos amarillos por un momento, atraída por la luz del camarote, antes de desaparecer en las profundidades.
    Lo que Tory Ballinger no veía desde su cabina era que la cubierta del barco oceanográfico Avalon apenas sobresalía del agua. Las olas lamían las tapas de las bodegas de proa y popa. Al cabo de pocos minutos el agua llegaría al puente y la grúa montada a popa sobresaldría como un brazo esquelético que busca dónde aferrarse. Luego, el mar se cerraría alrededor de la solitaria chimenea, y el Avalon iniciaría su viaje al lecho marino, a tres mil metros de profundidad.




    3

    Los dos agentes de la temida Agencia de Protección y Seguridad del Estado que fueron a buscar a los clientes sirios encontraron que dos de ellos leían tranquilamente el Corán mientras que el tercero leía las especificaciones técnicas del misil Nodong. Uno de los agentes les indicó que lo siguieran, mientras con un gesto dejaba a la vista el arma que llevaba en la pistolera. Cabrillo y Hali Kasim guardaron sus libros y Hanley metió los papeles en su abultado maletín y lo cerró.
    Recorrieron en silencio los pasillos del Asia Star, un barco de carga a granel reconvertido en portacontenedores con bandera de conveniencia panameña. Era un barco viejo pero en buen estado; los mamparos parecían recién pintados. Se diría que no había nadie más a bordo que ellos y sus escoltas.
    Llegaron a una escotilla y uno de los agentes quitó el candado. Al otro lado había una cueva de acero que olía ligeramente a agua de sentina y a metal. El hombre encendió los focos y quedaron a la vista los diez misiles Nodong, acomodados en unos soportes especiales; sus perfiles eran un tanto borrosos debido al plástico del embalaje. Cada misil medía veinte metros de largo y un metro veinte de diámetro, y pesaba quince toneladas con la carga de combustible completa. El Nodong, una versión moderna del viejo ScudD ruso, podía transportar una tonelada de explosivos a una distancia de casi mil kilómetros.
    En la húmeda bodega del mercante, los misiles embalados tenían un aspecto amenazador, y saber cuál era el destino que se pensaba dar a dos de ellos reforzó la voluntad de los miembros de la Corporación.
    Los tres descendieron por la escalerilla hasta el fondo de la bodega. Max Hanley, en su papel de experto en misiles, se acercó sin vacilar al que tenía más cerca. Gritó a los agentes que permanecían junto a la escotilla y les indicó por señas que retiraran los envoltorios de plástico de los Nolong.
    El general Kim apareció cuando Max ya había quitado la tapa de acceso al panel del primer misil y se inclinaba sobre la apertura para comprobar los circuitos con un téster.
    — Veo que no ha podido esperar para inspeccionar sus nuevas armas.
    — Son formidables —afirmó Cabrillo. No se le ocurrió nada más.
    — Nuestros expertos han mejorado muchísimo el viejo diseño soviético y las cabezas son mucho más poderosas.
    — ¿Cuáles son los que se descargarán en Somalia?
    El general repitió la pregunta a uno de los agentes, que señaló un par de misiles que se hallaban al otro extremo de la bodega.
    — Aquellos dos embalados en plástico rojo. Como las instalaciones en Mogadiscio son primitivas, ya llevan montadas las cabezas. La carga de combustible se hará con los tanques de la bodega de proa para cumplir con la fecha fijada para el lanzamiento, siempre que no se cargue la mezcla corrosiva demasiado pronto. Se hará cuando estemos a tres días del puerto.
    — Creo que uno será más seguro —replicó Cabrillo. Sabía que Kim quería poner a prueba sus conocimientos en materia de misiles. Si cargaban el combustible tres días antes del lanzamiento, lo más probable era que los tanques de aluminio se corroyeran y que el Asia Star acabase volando en pedazos.
    — ¿Cómo he podido equivocarme? Perdón. Más de un día sería desastroso. —No había la menor sinceridad en la disculpa de Kim.
    Cabrillo rogó para sus adentros que el general aún estuviese a bordo cuando estallasen los misiles. Max lo llamó para que viese algo en el cerebro electrónico del Nodong. Hali Kasim lo acompañó y durante quince minutos los tres hombres observaron en silencio los cables y los circuitos. Tal como pretendían, oyeron que Kim se movía inquieto y murmuraba.
    — ¿Pasa algo? —acabó por preguntar el general.
    — No, todo parece estar en orden —respondió Cabrillo, sin volverse.
    Continuaron con el juego durante otros quince minutos.
    De vez en cuando, Max consultaba un detalle en los papeles que llevaba, pero, por lo demás, parecían estatuas.
    — ¿Todo esto es realmente necesario, coronel Hourani?
    — preguntó Kim con mal disimulada impaciencia.
    Cabrillo se pasó el dedo por el bigote postizo para asegurarse de que estuviese en su lugar antes de volverse.
    — Lo siento, general. El señor Muhammad y el profesor Jalidi son muy meticulosos, pero creo que en cuanto estén convencidos de que el primer misil está en perfecto estado, tardarán mucho menos con los demás.
    Kim consultó su reloj.
    — Aprovecharé la espera para ocuparme de unos documentos en el camarote del capitán. Avíseme, por favor, cuando acabe con la inspección. Estos hombres se quedarán aquí por si necesita cualquier cosa.
    Juan Cabrillo reprimió una sonrisa.
    — De acuerdo, general Kim.
    Los tres miembros de la Corporación pasaron al segundo misil al cabo de diez minutos. Los dos agentes se habían sentado en lo alto de la escalerilla. Uno fumaba un cigarrillo tras otro y el segundo observaba a los árabes sin parpadear. Ambos tenían las chaquetas abiertas para desenfundar rápidamente las armas si era necesario. Kim se había cansado de esperar, pero los dos agentes permanecían muy alerta.
    No había una hora fija para reunirse con Eddie Seng. Si todo iba de acuerdo con el plan, el submarino estaría muy cerca de la popa del Asia Star, para que el complejo sistema de sonar pasivo captase el sonido de los tres hombres cuando saltaran al agua. Juan estaba impaciente por llevarse al Oregon lo más lejos posible en las aguas internacionales antes del amanecer.
    Faltaban tres horas para la salida del sol. Calculó el tiempo que tardarían en subir a bordo del submarino, escapar de la bahía de Yonghungman, y llegar al Oregon. A partir de ese momento, todo dependería de los motores magnetohidrodinámicos, en los que Cabrillo tenía depositada toda su confianza. La tecnología que utilizaba los electrones libres del agua de mar para propulsar el barco aún estaba en fase experimental, pero en los dos años que llevaban a prueba, el complejo sistema de magnetos enfriados criogenicamente que generaban la potencia necesaria para mover las bombas de los cuatro propulsores a chorro nunca lo habían dejado en la estacada.
    Había llegado el momento. Cabrillo notó un suave hormigueo en la boca del estómago, no era exactamente miedo, sino la tensión provocada por su vieja enemiga: la ley de Murphy.
    Para él era como una religión. Era un extraordinario táctico y estratega, además de un magnífico planificador, pero tenía muy presente los caprichos del azar, un obstáculo que nunca podía descartarse del todo. Hasta ese momento la operación se había desarrollado sin tropiezos, lo que solo aumentaba las posibilidades de que algo saliese mal.
    No dudaba de que podrían mantener el engaño hasta que el barco llegase a Somalia, donde les resultaría muy fácil escapar. Pero eso significaría un fracaso, otro de los viejos adversarios de Cabrillo, al que detestaba aún más que al famoso precepto del señor Murphy. También sabía que ya no había vuelta atrás. Si los dados no caían bien, Max, Hali y él morirían. Quizá Eddie Seng conseguiría escapar, pero era poco probable. Sin embargo, si la diosa Fortuna no los abandonaba, al cabo de un par de horas se ingresarían diez millones de dólares en la cuenta de la Corporación en las islas Caimán procedentes de los fondos secretos del Tío Sam.
    Cabrillo dio unos golpecitos en el reloj, la señal convenida, y de pronto desapareció toda la ansiedad. Juan comenzó a funcionar en automático, confiado en la preparación recibida en el Centro de Entrenamiento de Oficiales de la Reserva y en la puesta a punto en las instalaciones de la CIA, perfeccionada con quince años de experiencia en el campo.
    Hali se movió un poco para ocultar a Hanley de la mirada de los agentes mientras Max abría las cerraduras de su maletín. Juan se volvió hacia el agente adicto a la nicotina, y le hizo el gesto universal de pedir un cigarrillo. Cruzó la bodega mientras el norcoreano sacaba un paquete casi vacío del bolsillo.
    Fuera de la vista de los agentes distraídos, Hanley sacó la bomba del falso fondo del maletín. El artefacto explosivo tenía el tamaño de la caja de un disco compacto, una maravillosa miniaturización con la misma potencia de una mina Claymore.
    A un metro y medio de la escalerilla, el fumador se levantó para ir al encuentro de Cabrillo, que había confiado en que también se moviera el otro agente. Maldito Murphy. Aceptó el cigarrillo y lo acercó para que el guardia se lo encendiese con su precioso Zippo.
    Dio una calada, retuvo el humo en la boca durante un segundo y después comenzó a toser, como si el tabaco fuese muy fuerte. El agente se echó a reír y se volvió para hacerle un comentario a su compañero.
    No se dio cuenta de que el ataque de tos de Cabrillo le había permitido girar el cuerpo como un resorte que se tensa; al descargar el puñetazo lo hizo con toda la fuerza de su cuerpo de un metro ochenta y dos de estatura. El golpe lo alcanzó de lleno en la barbilla y lo tumbó como si le hubiesen disparado. Cabrillo se asombró al ver los reflejos del otro agente.
    Había calculado que tardaría por lo menos dos segundos en darse cuenta de lo que pasaba.
    Pero el hombre ya había subido el corto tramo de escalones y acercaba la mano al arma cuando Cabrillo fue a por él.
    Juan se lanzó con los brazos extendidos para sujetar los tobillos del agente. El cañón de la automática acababa de salir de la pistolera cuando las manos de Cabrillo se cerraron alrededor de los tobillos del norcoreano. Cabrillo cayó pesadamente sobre los escalones de acero y se hizo un tajo en la barbilla con el filo de uno de los peldaños, pero el impulso desequilibró al agente y lo hizo caer de espaldas. El arma golpeó estrepitosamente contra el suelo.
    Cabrillo se levantó de un salto, con la barbilla chorreando sangre y la adrenalina corriendo por sus venas. Aunque el norcoreano no pudiera apuntarle con el arma, el sonido de un disparo bastaría para alertar a Kim y que un regimiento de agentes de seguridad acudieran en el acto. Mientras los hombres luchaban, Hanley corrió hasta el misil destinado a destruir la ciudad sagrada de La Meca. Debía colocar la bomba lo bastante cerca de la cabeza para producir una explosión en cadena. Hali Kasim sacó un estilete oculto en el lomo del Corán y corrió hacia la escalerilla, a sabiendas de que la pelea habría concluido antes de que pudiese alcanzar a su jefe, pero dispuesto a intentarlo.
    Juan procuró darle un codazo al agente en la ingle mientras subía a gatas la escalerilla. Erró el golpe porque el hombre se giró con gran agilidad; sintió que su brazo derecho se entumecía al golpear contra la plancha de acero. Soltó una maldición y alcanzó a sujetar la muñeca derecha del rival a tiempo para evitar que empuñase la pistola. A pesar de que era más grande y fuerte, Cabrillo se encontraba en una posición incómoda, y vio que el norcoreano se acercaba al arma.
    Hali se encontraba a unos tres metros de la escalerilla cuando el agente se lanzó a coger la pistola. Juan se dejó arrastrar por el intento desesperado del agente, y empleó el entumecido brazo derecho a modo de péndulo para golpear al hombre en la sien. El agente se recuperó casi en el acto y descargó un puntapié contra la pierna derecha de Juan con tanta fuerza que la estrelló contra la barandilla; por encima de los jadeos y gruñidos de los combatientes se oyó algo que sonó como un hueso al romperse. El agente, convencido de que había acabado con el sirio, volvió su atención hacia el arma. Pero Cabrillo ni siquiera se había despeinado. En el instante en que el norcoreano sujetó el cañón del arma, Juan le cogió la muñeca y comenzó a golpear su mano contra la cubierta. Al tercer golpe, la automática voló de su mano y cayó escaleras abajo.
    Hali la recogió, subió los escalones de tres en tres y asestó un culatazo a la cabeza del guardia, que se desplomó, fulminado.
    — ¿Estás bien, jefe? —preguntó Kasim, mientras ayudaba a Cabrillo a levantarse.
    Max subió la escalerilla con la agilidad de un chiquillo.
    — Pregúntaselo más— tarde. La bomba está en marcha. Disponemos de quince minutos.
    Conocedores de toda clase de barcos, los tres hombres corrieron directamente a la cubierta principal, donde solo se detuvieron un segundo para asegurarse de que no había centinelas a la vista. Vieron el esbelto destructor en el medio de la bahía con sus cañones de cien milímetros apuntados a mar abierto. No había nadie en cubierta, así que corrieron a la borda y se arrojaron al agua.
    Estaba fría y olía a petróleo. Max escupió una bocanada al tiempo que se quitaba la chilaba por encima de la cabeza.
    Debajo llevaba un bañador y la parte superior de un traje de buceo. Juan solo se quitó las botas. Se había criado entre las olas del sur de California y se sentía tan cómodo en el agua como en la tierra. Hali, el más joven del grupo de asalto, se quitó la chaqueta y los zapatos y dejó que se hundiesen. Nadaron silenciosamente hacia la popa y se ocultaron para que no los descubriesen desde cubierta.
    Había que encontrar el equilibrio entre velocidad y sigilo.
    Eddie podría haber mantenido bajo la superficie al Discovery 1000 de diez metros de eslora, y dejar que los hombres accedieran a bordo a través de la esclusa de aire, pero era un proceso lento incluso en las mejores circunstancias. Juan había decidido que Eddie emergiera para que ellos pudiesen utilizar la escotilla en cubierta. Solo serían visibles durante treinta segundos, y si salían a la superficie muy cerca de la hélice y el timón del Asia Star, el chapoteo de las olas contra los dos mecanismos ocultaría cualquier sonido a los equipos de detección norcoreanos.
    No llevaban más de un minuto en el agua cuando las burbujas aparecieron en la superficie, al lado mismo de la popa del Asia Star. Se pusieron en movimiento incluso antes de que la superestructura del minisubmarino apareciera entre las olas. Hali fue el primero en llegar y subir a la cubierta. Hizo girar el cierre de la escotilla mientras las olas lamían el casco negro del sumergible. La escotilla se abrió con un sonoro escape de aire y Hali se lanzó al interior, seguido de cerca por Max y Juan. Entre los dos cerraron la escotilla en un santiamén, guiados más por el tacto que por la vista, dado que la única luz en el interior del Discovery 1000 era el débil resplandor de los instrumentos de la cabina de mandos.
    Cabrillo pulsó un interruptor en el mamparo, y se encendieron dos luces rojas. El Discovery no había sido diseñado para inmersiones mayores de treinta metros, y solo podía permanecer sumergido veinticuatro horas sin recargar las baterías y cambiar los filtros de anhídrido carbónico. Para esa misión habían retirado los asientos para ocho pasajeros, de ese modo dispondrían de espacio para más baterías, voluminosos cajones unidos por los cables eléctricos. Había cajas de filtros en todos los rincones disponibles, además de las provisiones de Eddie Seng. Rodeado por cajas de comida vacías había un váter químico. El aire era húmedo y olía como un vestuario sin ventilar.
    Eddie había estado solo en el sumergible desde que lo lanzaran del Oregon hacía ya quince días. Con la bahía rodeada con equipos detectores fijos y las rondas de las patrulleras con sonares activos, había necesitado todo ese tiempo para entrar en el puerto más protegido de Corea del Norte. Fondeaba cuando bajaba la marea, y en la pleamar dejaba que el agua lo arrastrara a la bahía. Solo había puesto en marcha los motores eléctricos cuando podía protegerse con el ruido de algún barco que entraba a puerto. No había otra forma de entrar en la base naval sin ser descubierto.
    Si bien había más pilotos de sumergibles entre la tripulación del Oregon, Eddie, como director de operaciones terrestres, no podía permitir que nadie más corriese el riesgo. Seng era otro veterano de la CIA, aunque Juan no lo conoció durante su tiempo de servicio en la agencia. Pasó la mayor parte de su carrera en Oriente Próximo, mientras que Eddie estuvo en la embajada norteamericana en Pekín, donde dirigió varias redes de espionaje. El presupuesto y los cambios de política después del 11 de septiembre lo enviaron a una mesa de despacho. Todavía ansioso de estar, como decía, «metido en el meollo», Seng entró en la Corporación y muy pronto se convirtió en un miembro imprescindible, Cabrillo pasó por encima de las baterías y las cajas vacías para sentarse en el asiento del copiloto, a la derecha de Seng.
    Los cabellos negros de Eddie se veían sucios y desordenados y la barba desdibujaba sus facciones afiladas. La tensión física y emocional de las últimas dos semanas habían apagado un poco el brillo de sus ojos.
    — Hola, jefe. —Seng sonrió. No había nada capaz de disminuir su encanto. Bienvenido a bordo.
    — Gracias. —Cabrillo vio que el sumergible había descendido diez metros. El reloj está en marcha, así que fija un rumbo fuera de la bahía y acelera a fondo. Disponemos de once minutos.
    Los motores del Discovery aceleraron al máximo, y la única hélice giró velozmente. No podían hacer nada respecto al ruido. Debían alejarse todo lo posible del Asia Star, porque el agua no se comprime, y como consecuencia la onda expansiva sería doblemente brutal.
    Cabrillo miraba atentamente la pantalla del sonar; apenas un minuto después de que se apartaran del carguero apareció una luz.
    — El señor Murphy asoma su fiera cabezota.
    — ¿Qué pasa? —preguntó Hanley, que se encontraba detrás del asiento.
    El ordenador analizó la señal acústica, y Cabrillo leyó el informe.
    — Patrullera de la clase Sinpo. Doce tripulantes. Armada con dos cañones de treinta y siete milímetros y cargas submarinas. Velocidad máxima de cuarenta nudos. Se mueve a veinte nudos y viene directamente hacia nosotros.
    — Es pura rutina —comentó Seng. Lo llevan haciendo desde que entré en el puerto. Cada par de horas una patrullera navega a lo largo del muelle. Creo que buscan desanimar a los marineros con ganas de abandonar el barco.
    — Si mantiene el rumbo, pasará por encima de nosotros.
    — ¿La clase Sinpo lleva sonar? —preguntó Max.
    Cabrillo buscó la información en la pantalla.
    — Aquí no lo dice.
    — ¿Qué quieres que haga? —La voz de Eddie no podía ser más tranquila. ¿Sigo o me poso en el fondo y la dejo pasar?
    Cabrillo consultó de nuevo su reloj. Habían recorrido poco más de un cuarto de milla. Demasiado cerca.
    — Continúa. Si nos oye o detecta la estela, tendrá que reducir la marcha y volver para comprobar si es un contacto positivo. Solo necesitamos otros seis minutos.
    Al cabo de un momento los cuatro hombres oyeron el batir de las hélices de la patrullera, un sonido rabioso que iba en aumento a medida que la embarcación se acercaba. El estrépito fue terrible cuando pasó por encima; esperaron expectantes para oír si viraba y realizaba otra pasada. El momento se alargó interminablemente. Max y Hali contuvieron el aliento mientras la patrullera seguía su marcha. Cabrillo no apartaba la mirada de la pantalla del sonar.
    — Está virando —comentó un segundo más tarde. Vuelve para echar una ojeada. Hali, ocúpate de la radio. A ver si transmite.
    Hali Kasim era el jefe de comunicaciones del Oregon y utilizaba las radios como un concertista de piano.
    La sala de comunicaciones del Oregon disponía de equipos capaces de sintonizar y grabar mil frecuencias por segundo y un programa de idiomas que traducía con la rapidez suficiente como para que un operador pudiese mantener una conversación casi en tiempo real, con lo que engañaba a la mayoría de los escuchas. Con el limitado equipo electrónico del Discovery 1000 tendrían suerte si conseguían sintonizar una frecuencia, y dado que ninguno de sus tripulantes hablaba coreano, no podían saber si la patrullera solicitaba permiso para lanzar las cargas de profundidad o si comentaba el tiempo.
    — No recibo nada —informó Kasim al cabo de unos segundos.
    La patrullera pasó de nuevo por encima del minisubmarino, y oyeron el batir de las hélices que se acercaban.
    — Nos rastrean —dijo Eddie.
    El potente sonar captó dos chapoteos demasiado pequeños para ser cargas de profundidad. Cabrillo comprendió inmediatamente lo que estaba a punto de suceder.
    — ¡Sujetaos!
    Las granadas eran derivados del RGD5 soviético, y si bien solo contenían cincuenta gramos de explosivo de gran potencia, el agua aumentaba la fuerza de la onda expansiva.
    Las dos granadas estallaron casi simultáneamente a unos metros de la popa del Discovery. El sumergible se alzó por la popa y lanzó a Hali Kasim contra una fila de baterías. Eddie luchó para levantar la proa, pero el cenagoso fondo apareció súbitamente delante de la gran ventana de acrílico. Sordos tras la primera explosión, no oyeron el segundo par de granadas que caían al agua. Estallaron directamente encima del Discovery, y lo aplastaron contra el fondo en el mismo momento en que Seng había conseguido nivelarlo. Nubes de fango se levantaron alrededor del submarino y redujeron la visibilidad a cero. El resplandor de las chispas al soltarse uno de los cables de conexión de las baterías los cegó momentáneamente.
    Seng redujo rápidamente la potencia para que Max pudiera restablecer la conexión. Con una linterna sujeta con los dientes, el ingeniero consiguió hacer un puente para eliminar las baterías afectadas, pero el daño ya estaba hecho. Los destellos se verían desde la superficie a través de los ojos de buey como un siniestro resplandor azul que surgía de las profundidades.
    — Nos han localizado —dijo Hali. Están transmitiendo algo. Es un mensaje corto, pero creo que se acabó la fiesta.
    — ¿Cómo lo llevas, Max? —preguntó Cabrillo, con la misma tranquilidad de quien pregunta si ya está hecho el café.
    — Solo unos segundos más.
    — ¿Algo de la costa, Hali?
    — Negativo. Los jefazos deben de estar discutiendo sobre el informe de la patrullera.
    — Ya está —anunció Max. Eddie, ponlo en marcha.
    Seng pulsó un botón y se encendieron las pantallas del panel de instrumentos con un débil resplandor.
    — Muy bien, Eddie, salida de emergencia. Llévanos a la superficie.
    — Tenemos la patrullera justo encima, jefe.
    La respuesta de Cabrillo fue una sonrisa.
    — Adiós a la garantía —murmuró Seng, y vació los tanques de lastre del Discovery.
    El pequeño submarino se despegó del fondo como impulsado por un resorte gigante. Seng comenzó a leer las lecturas del medidor de profundidad. Cuando anunció que solo quedaba un metro y medio de agua por encima de la cubierta, los cuatro hombres se encogieron instintivamente en sus asientos.
    El casco de acero chocó contra el fondo de la embarcación norcoreana con un estrépito ensordecedor. El submarino pesaba varias toneladas menos que la patrullera, pero el impulso hizo que escorara hasta que la borda de estribor tocó el agua. Uno de los tripulantes acabó con las piernas aplastadas cuando un bidón de combustible suelto lo arrojó al agua.
    Cabrillo se adelantó a Eddie y tecleó la orden para una inmersión de emergencia antes de que la cubierta asomase en la superficie.
    Las bombas de alta velocidad llenaron los tanques de lastre en menos de quince segundos y el Discovery se hundió como una piedra.
    — Eso bastará para tenerlos ocupados durante unos minutos —comentó Hanley.
    — Solo necesitamos unos pocos. Muy bien, poneos los audífonos y abrochaos los cinturones.
    Todos se pusieron los abultados audífonos y los conectaron a un equipo instalado especialmente para esta misión.
    Fabricado por Sound Answers, el equipo supresor de ruidos, todavía en fase experimental, captaba las ondas sonoras, evaluaba su frecuencia y amplitud, y devolvía un sonido exactamente opuesto, con lo que conseguía eliminar un noventa y nueve por ciento de los decibelios. Estos aparatos, una vez perfeccionados y miniaturizados, harían realidad las aspiradoras silenciosas y acabarían con la angustia de escuchar el sonido del torno del dentista.

    A bordo del Asia Star uno de los agentes norcoreanos encargados de vigilar a los sirios había vuelto en sí. Desperdició unos preciosos segundos viendo cómo se encontraba su compañero. El chichón provocado por el golpe de la culata tenía el tamaño de un huevo. El hombre no se despertaría. El agente conocía su oficio. Abandonó la bodega al tiempo que gritaba a voz en cuello, sin hacer caso del dolor que le provocaba en la cabeza. Llegó a la cubierta principal y abrió todas las puertas del pasillo detrás del puente hasta llegar al camarote del capitán. Pensó en llamar, pero el mensaje era demasiado urgente. Entró sin más. El general Kim hablaba por teléfono.
    — ¿Qué le harás después a mi pequeño loto? —decía el general cuando la puerta chocó contra el mamparo del camarote. Se levantó de un salto y gritó: ¿Qué significa esto?
    — Generaljadeó el agente. Los sirios nos han atacado.
    No los he visto en la bodega. Creo que intentan escapar.
    — ¿Escapar? ¿Escapar de qué? —Antes de acabar la pregunta Kim adivinó la respuesta. Cortó sin más la comunicación con su amante, y golpeó la horquilla para alertar al operador en tierra. Vamos, atiende, maldita sea —maldijo, y luego se dirigió al agente: No eran sirios sino saboteadores norteamericanos. Busque una bomba en la bodega.
    Finalmente una voz sonó en el teléfono. Kim sabía que aunque él muriera, transmitir un aviso era la única manera de conseguir que los norteamericanos pagasen por aquella traición.
    — Soy el general Kim a bordo del Asia Star…
    En un rincón de la bodega, el temporizador de la bomba colocada por Hanley marcó cero.
    El artefacto destrozó el misil donde había estado oculto y una fracción de segundo después provocó la explosión secundaria de la cabeza. La presión aumentó en el interior de la bodega hasta que las compuertas de cuatro toneladas volaron por el cielo nocturno como si un volcán hubiese entrado en erupción. Las planchas del viejo casco se desprendieron por las soldaduras como los gajos de una naranja cuando detonaron las toneladas de combustible almacenadas en la bodega de proa.
    El barco se desintegró.
    Doscientos cincuenta metros del muelle de cemento desaparecieron como por arte de magia, y sus restos acabaron varios kilómetros tierra adentro. Las dos enormes grúas saltaron de las vías y cayeron al agua; se hicieron añicos los cristales de las ventanas. Luego llegó la onda expansiva. Los almacenes que estaban dentro de un radio de quinientos metros se desplomaron y los más apartados se transformaron en esqueletos de acero cuando volaron las paredes y los techos. La explosión plegó el primer metro ochenta de agua de la bahía y lo convirtió en una ola gigante que se abatió sobre el destructor con tanta fuerza que lo partió en dos y lo hundió antes de que la tripulación de guardia tuviese tiempo de reaccionar.
    La noche se convertía en día a medida que la bola de fuego subía a más de cuatrocientos metros de altura y lanzaba una lluvia de combustible inflamado, que propagó incendios por todo el puerto, al tiempo que los restos del Asia Star, transformados en metralla, arrasaban cuanto encontraban a su paso.
    El patrullero se alzó del mar como sujeto por la mano de un titán y después fue dando tumbos por la superficie de la bahía, como un tronco que rueda colina abajo. Con cada vuelta sufría nuevos destrozos. Primero desapareció el cañón de proa, luego las ametralladoras pesadas de popa, y finalmente la pequeña timonera; solo quedó el casco pelado, que continuó rolando sobre las olas.
    Los supresores de sonido hicieron su trabajo, pero así y todo la onda sonora sacudió al Discovery 1000 como un badajo al golpear una campana. Todo el casco se estremeció armónicamente con la onda, y el pequeño submarino se bamboleó y cabeceó con gran violencia. Los cinturones de seguridad se tensaron al máximo y varios objetos se soltaron de las sujeciones. Los tímpanos sufrieron el brutal ataque de la explosión, y de no haber sido por las contrafrecuencias canalizadas en los auriculares, los cuatro hombres se hubiesen quedado sordos para siempre.
    Cabrillo tuvo que gritar a voz en cuello para preguntar cómo estaban. Eddie y Hali habían salido ilesos. Hanley, en cambio, había recibido en la cabeza el golpe de una batería suelta. Afortunadamente no tenía cortes en la piel ni había perdido el conocimiento. Le dolería la cabeza durante unas horas, y el chichón que comenzaba a formarse tardaría días en desaparecer.
    — Muy bien, Eddie, llévanos a casa.
    El minisubmarino salió de la bahía sin ser detectado. Se encontraban a dos millas de la costa cuando captaron el sonido de los helicópteros que volaban hacia Wonsan. Los aparatos volaban demasiado alto y demasiado rápido para ser especialistas en la lucha antisubmarina. Lo más probable es que fuesen helicópteros de rescate que transportaban personal médico a la base destruida.
    Como todas las naciones costeras del mundo, Corea del Norte ejercía su soberanía sobre una franja marítima de doce millas. Como medida de precaución, Cabrillo había fijado el encuentro con el Oregon a una distancia de veinte millas, un largo trayecto en el hediondo espacio del Discovery que tardaron en recorrer tres horas más de las previstas. El submarino había tenido que mantenerse al máximo de su profundidad ante el riesgo de que los norcoreanos enviaran aviones de reconocimiento.
    Por fin llegaron a la posición, y Seng ascendió lentamente desde los treinta metros de profundidad. La quilla del Oregon, protegida con pintura antimoho roja se veía enorme por encima del Discovery. Cabrillo observó con orgullo que el casco estaba limpio como el día en que tomó posesión del barco. Para aprovechar al máximo la gran potencia generada por sus revolucionarios motores, el diseño del Oregon era el de un MDV pero perfeccionado por los transbordadores rápidos europeos. El monocasco en y le permitía cortar las olas a una velocidad extraordinaria. Para mantener la estabilidad disponía de varios patines y aletas retráctiles, unas alas marinas que lo hacían planear suavemente hasta velocidades de cuarenta nudos. A velocidades superiores, las alas producían demasiado arrastre. Se replegaban en el casco, y la tripulación tenía que amarrarse como los pilotos de los hidroplanos en las carreras.
    Seng cogió un mando a distancia, similar al de una puerta de garaje, apuntó al barco y pulsó el botón.
    En respuesta a la señal, se abrieron dos puertas de veintisiete metros de largo en la quilla. Las luces del interior de la nave alumbraron aquella con un resplandor verde. Eddie ajustó los impulsores y equilibró el lastre para centrar al Discovery en la abertura. Mantuvo la posición mientras dos submarinistas salían del agujero para fijar los cables en los enganches de proa y popa. El minisubmarino y su hermano mayor, un Nomad 1000 guardado en la bodega del Oregon, podían emerger directamente en la piscina interior, pero la maniobra era arriesgada y solo se hacía en situaciones de emergencia.
    Uno de los submarinistas se acercó a la proa, saludó a Eddie y a Cabrillo, y después se pasó una mano por la garganta con un movimiento transversal. Seng apagó los motores. Un segundo más tarde, el submarino se sacudió y comenzó a subir lentamente. En cuanto salió a la superficie, Seng vació los tanques de lastre.
    Cabrillo vio a Julia Huxley, la oficial médico del Oregon, en el borde de la piscina, con dos ayudantes. Levantó el pulgar y una sonrisa reemplazó de inmediato la expresión ceñuda de Huxley. Se había unido a la Corporación después de hacer carrera en la Marina. Su último destino había sido la base naval de San Diego, como médico jefe. Debajo de su bata blanca, Julia, con su metro cincuenta y siete de estatura, tenía un cuerpo escultural. Cabrillo pocas veces la había visto peinada de otra manera que no fuese con cola de caballo, y el único maquillaje que usaba era para resaltar sus grandes ojos oscuros.
    La grúa depositó al submarino sobre una basada, y un tripulante subió a cubierta para abrir la escotilla. Cuando lo hizo, los hombres que estaban en el interior oyeron una exclamación de asco.
    — La próxima vez prueba a quedarte encerrado aquí durante dos semanas —le gritó Seng mientras se levantaba. Ya se había abierto la cremallera del mono para ir a darse su primera ducha en quince días. Su pecho y su estómago eran tan magros que se le veían las fibras de los músculos. Tenía el físico del famoso actor Bruce Lee, un maestro de las artes marciales, y, como él, era un experto en diversas técnicas de combate orientales.
    Cabrillo dejó que los demás se adelantaran, pero en cuanto respiró varias veces profundamente llamó a uno de los tripulantes.
    — Cierra las puertas y habla con Eric en la sala de mando.
    Que fije un rumbo al este, a una velocidad de veinte nudos.
    Mientras la luz de alarma permanezca en verde, no hay ninguna necesidad de atraer la atención dejándolas abiertas.
    Eric Stone era el mejor de los operadores de control, y el único que Cabrillo quería en el timón en los momentos críticos.
    — Sí, señor.
    Se cerraron las puertas, las bombas de achique comenzaron a vaciar la piscina, y un grupo se encargó de taparla. Los técnicos ya evaluaban los daños sufridos por el Discovery tras embestir a la patrullera, y un par de marineros se encargaban de ir a buscar bidones de lejía para desinfectar el interior.
    Julia se acercó cuando Cabrillo bajó la escalerilla del submarino.
    — Oímos la explosión, así que no te preguntaré cómo fue.
    — No pareces muy contenta. —Cabrillo se quitó la túnica del coronel Hourani.
    — Me aburro, Juan. Aparte de atender alguna lesión muscular, apenas hago nada.
    — Creía que eso era bueno para un médico —replicó Cabrillo con una sonrisa.
    — Para un médico, sí; para un empleado, es un muermo.
    — Vamos, Julia, ya nos conoces. Danos unos días o una semana, y nos meteremos en algún lío.
    Cabrillo no tardaría en lamentar ese comentario. Al cabo de noventa y seis horas, la doctora Julia Huxley estaría de trabajo hasta el cuello.




    4

    — Pase —dijo Cabrillo al oír que llamaban a la puerta de su camarote.
    El Oregon se encontraba fuera del radio de acción de todos los aviones de la fuerza aérea norcoreana, excepto de sus mejores cazas y, según las comunicaciones interceptadas, era poco probable que los vieran en el aire antes de que el barco quedase fuera de su alcance. Se había permitido el placer de un baño de una hora en su jacuzzi de cobre y en esos momentos estaba terminando de vestirse. A bordo nadie se preocupaba de las formalidades del atuendo, así que se había puesto un pantalón y una camisa de algodón con el cuello abierto.
    A pesar de su disfraz de coronel Hourani, y de su ascendencia y apellido hispano, Juan Cabrillo tenía los ojos azules, y su cabello era rubio platino como consecuencia de una juventud pasada al sol y en el mar. También sus facciones eran más sajonas que latinas, tenía una nariz aristocrática y una boca que siempre esbozaba una sonrisa como si se divirtiera con un chiste que únicamente él sabía. Pero había también en él la dureza forjada por años de enfrentarse al peligro. Si bien sabía enmascararla, las personas que lo veían por primera vez notaban siempre una intangible cualidad que imponía respeto.
    Linda Ross, que acababa de ascender a vicepresidenta de operaciones, entró en el camarote con una carpeta contra el pecho. Era otra veterana de la Marina. Había servido como oficial de inteligencia en un crucero de la clase Aegis y después en el Pentágono. Esbelta y atlética, Linda poseía una inteligencia brillante. Cuando Richard Truitt, el anterior vicepresidente de operaciones, renunció inesperadamente después de la misión de la piedra sagrada, Cabrillo y Hanley tuvieron muy claro que Linda era la única persona que podía ocupar la vacante.
    Se detuvo un momento, sorprendida al ver que Cabrillo se colocaba la pierna ortopédica derecha y se bajaba la pernera.
    Se calzó unos zapatos náuticos italianos. No es que no supiese que Juan usaba una prótesis, pero nunca dejaba de sorprenderla, porque él no parecía concederle ninguna importancia a que le faltara la pantorrilla derecha. Cabrillo comentó sin mirarla:
    — En el Asia Star, un agente norcoreano me aplastó la pierna contra un escalón de acero y rajó el plástico. No imaginas la sorpresa que se llevó cuando continué luchando con lo que él creía que era una tibia fracturada.
    — Solo confirmaste la propaganda norcoreana —replicó Linda, que se rió por lo bajo.
    — ¿Qué propaganda?
    — Que los norteamericanos no somos más que unos autómatas de nuestro gobierno imperialista.
    Se echaron a reír.
    — ¿Qué ha pasado desde que nos marchamos de Afganistán? —preguntó Cabrillo.
    — ¿Recuerdas a Hiroshi Katsui?
    Cabrillo tardó un momento en ubicar el nombre.
    — ¿Hiro? Dios, no he pensado en él desde la universidad.
    Su padre fue el primer multimillonario que conocí. Una familia naviera. Hiro era el único en el campus que tenía un Lamborghini, pero admito que el dinero nunca se le subió a la cabeza. Era muy sencillo y generoso.
    — A través de unos contactos nos ha buscado en nombre de un grupo de empresas navieras de la región. Durante los últimos diez meses, la piratería está en auge desde el mar de Tapón hasta el mar del Sur de la China.
    — Ese es un problema que no va más allá de las aguas costeras y el estrecho de Malaca —le interrumpió Cabrillo.
    — Donde los nativos con embarcaciones pequeñas asaltan los yates y abordan cargueros para llevarse todo lo que puedan encontrar —admitió Linda. Es un negocio de mil millones de dólares anuales y aumenta cada año. Pero, comparado con lo que sucede más al norte, lo que ocurre alrededor de Indonesia y Malasia es como los chorizos que asaltan a ancianitas en calles oscuras.
    Cabrillo se acercó a la mesa y sacó un puro de una caja taraceada. Escuchó a Ross mientras cortaba un extremo del habano y lo encendió con un Dunhill de oro y ónice.
    — Según el informe de tu amigo Hiro, esto se parece más a los viejos tiempos, cuando los mafiosos asaltaban camiones en el aeropuerto Kennedy. Los piratas están bien armados, bien preparados y muy motivados. También son brutales.
    Cuatro barcos han desaparecido sin dejar rastro. No han encontrado ni a un solo tripulante. El último barco capturado fue un petrolero propiedad de la compañía de tu amigo, el Toya Maru. Los otros también han sufrido graves pérdidas económicas, y una innecesaria pérdida de vidas humanas dado que ningún marinero opuso resistencia.
    — ¿Qué se llevan los piratas?
    — Algunas veces la nómina del barco. —Era costumbre que los barcos mercantes llevasen dinero para pagar a las tripulaciones al finalizar el viaje por si alguno de los hombres no quería volver a enrolarse. A Cabrillo le pareció que quince o veinte mil dólares no justificaban los asesinatos. Otras se llevan los contenedores. Los cargan en sus propios barcos, que, a juzgar por las pocas descripciones, son pesqueros reconvertidos en los que han instalado grúas. Además, como he dicho, han desaparecido barcos enteros.
    Cabrillo observó cómo los anillos de humo subían hasta el techo de teca mientras pensaba.
    — ¿Hiro y su grupo quieren que acabemos con los piratas?
    Linda echó una ojeada a su carpeta.
    — Sus palabras textuales son: «Hazles pagar como un lanzador que se enfrenta a los defensas de los Raiders».
    Cabrillo sonrió al recordar la pasión de Hiro por el fútbol americano y particularmente por los Raiders cuando jugaban en Los Ángeles. Después la sonrisa se esfumó. Debido a la estructura de la Corporación, todos los tripulantes eran propietarios, y sus porcentajes se fijaban de acuerdo con el rango y los años de servicio. El inesperado retiro de Dick Truitt había hecho mella en los fondos de la Corporación. El retiro no podría haber llegado en peor momento, porque la Corporación había hecho una fuerte inversión en una operación inmobiliaria en Río de Janeiro que no daría sus frutos hasta al cabo de otros dos meses. Podía echarse atrás y retirar la inversión, pero las ganancias prometidas eran demasiado grandes para dejarlas correr. El trabajo que acababan de realizar para Langston Overholt cubriría el dinero que se llevaría Dick, pero le creaba un problema de liquidez para afrontar los gastos del Oregon, el seguro de la tripulación, y todos los demás gastos que cualquier empresa debe afrontar todos los meses. Que actuasen fuera de la ley no significaba que pudiese evitar las realidades financieras del mundo capitalista.
    — ¿Qué ofrecen?
    Linda consultó de nuevo su carpeta.
    — Cien mil dólares a la semana durante un mínimo de ocho semanas y un máximo de dieciséis, y una prima de un millón por cada barco pirata que hundamos.
    Cabrillo frunció el entrecejo. La oferta apenas cubriría los gastos. Pero lo que más le preocupaba era que, si aceptaba, debería entregarse a esa operación durante dos meses y no podría dejarlo si surgía algo más lucrativo. Por otro lado, le permitiría aguantar hasta que la inversión en Brasil diera beneficios, y entonces la Corporación volvería a estar muy cómodamente instalada en números positivos. Además, Cabrillo compartía el desprecio de todos los marineros por los piratas, y nada le gustaría más que ayudar a poner fin a esa escoria del mar.
    Por los informes que había leído, los piratas de hoy no se parecían en nada a los de antaño. Se habían acabado los capitanes barbudos con un parche en un ojo y un loro en el hombro. Los piratas modernos, al menos los que actuaban en el estrecho de Malaca, solían ser pobres pescadores mal armados. Atacaban al amparo de la noche y desaparecían con todo lo que podían cargar en sus botes y piraguas. Se cometían asesinatos, por supuesto, pero no tantos como Linda había mencionado.
    Cabrillo siempre había temido que en algún momento apareciera un líder para organizar a los piratas, de la misma manera que Lucky Luciano había creado Murder Inc., y convirtiera a esa chusma en una máquina bien engrasada. ¿Había llegado ese día? ¿Había aparecido en escena un cerebro criminal que había convencido a los demás de que si se organizaban conseguirían doblar o triplicar los beneficios y convertir a la piratería en algo tan letal como el terrorismo? Desde luego, no era descabellado. Se preguntó si no estarían unidos.
    En los años transcurridos desde el 11S, el terrorismo había visto cómo se secaban sus fuentes de financiación en todo el mundo. Era posible, pensó, no, era muy probable que grupos como alQaeda se volviesen hacia la piratería y otras empresas ilegales para llenar de nuevo sus arcas.
    Ese vínculo lo decidió. Era verdad que Cabrillo y su tripulación hacían una gran cantidad de trabajo sucio para el gobierno norteamericano. Esta sería una de aquellas ocasiones en las que una operación del sector privado también beneficiaría a los intereses norteamericanos y le ahorraría al Tío Sam tener que pagar la factura. Miró a su vicepresidente de operaciones.
    — ¿Mencionó cuántos barcos piratas creen que operan en la zona?
    — No hay números concretos, pero por las distancias y las horas de los ataques, creen que hay por lo menos cuatro pesqueros reconvertidos.
    Eso significaba cuatro millones de dólares. Parecía mucho dinero, pero Cabrillo sabía muy bien lo rápido que la Corporación se lo gastaría. Si el Discovery había sufrido daños estructurales, reemplazarlo les costaría dos. Volvió a considerar la propuesta.
    — Llama a Hiroshi. Dile que aceptamos el contrato con dos condiciones. La primera es que la prima por cada barco hundido es de dos millones. La segunda, que nos reservamos el derecho de rescindir el contrato con un día de aviso. —Los misiles barco a barco que llevaba el Oregon costaban casi un millón de dólares cada uno. Después ponte en contacto con Overholt, en Langley. Dile en qué estamos y que le enviaré un informe detallado de la operación dentro de un par de días.
    — ¿Qué hacemos con Eddie?
    A Eddie le habían prometido dos semanas de vacaciones por haber pasado ese mismo tiempo encerrado en el submarino.
    Cabrillo conectó el ordenador y pasó varias pantallas hasta dar con la que mostraba la posición del barco. Calculó las distancias y el radio de acción del helicóptero Robinson R44 guardado en la bodega de popa.
    — Podemos llevarlo a Seúl por la mañana. Allí podrá coger un vuelo comercial.
    — Ese no es el problema. Le dijo a Julia que no quería marcharse.
    Cabrillo no se sorprendió.
    — Puedes ordenarle a un hombre que se tome vacaciones, pero no que se relaje.
    — Pero me preocupa que se esté exigiendo demasiado. Ha vivido un infierno desde que lo soltamos hace dos semanas.
    Como director, Juan Cabrillo era el único miembro de la Corporación que conocía todos los detalles de los expedientes de la tripulación. Se preguntó si quebrantaría la confidencialidad si le decía a Linda que en sus años de servicio en la CIA, Seng pasó dos meses como agente doble, primero como un traidor taiwanés dispuesto a vender a los chinos información de los dispositivos militares de Taiwán a lo largo del estrecho de Formosa y luego como contraespía con el objetivo final de desacreditar al grupo de generales chinos que había comprado la información. Fue una jugada maestra, y cuatro de los mejores comandantes chinos fueron transferidos a una guarnición en el desierto de Gobi mientras el gobierno malgastaba millones de dólares en construir fortificaciones contra una invasión que nunca se produciría. Fue su última misión antes de que lo trasladaran a Washington. Cabrillo se limitó a decir:
    — Si Eddie quiere quedarse a bordo, no voy a discutir con él.
    — De acuerdo.
    — ¿Hiro dio detalles de los ataques?
    — En la nota dice que los transmitirá si aceptamos el contrato.
    — En cuanto los tengamos, pon a trabajar a Mark Murphy y Eric Stone en una simulación del lugar donde se podría producir un ataque y que se inventen alguna historia que nos haga aparecer como una presa muy apetecible.
    Linda tomó notas en su carpeta.
    — ¿Algo más?
    — Creo que con eso basta. Cuando Mark y Eric tengan la posición, que fijen el rumbo y se pongan en marcha.
    Cabrillo acabó de fumarse el puro mientras redactaba el informe para Langston; prefería quitárselo cuanto antes de encima. Mientras el cigarro se consumía, pasó el informe a un programa criptográfico similar al utilizado por la Agencia Nacional de Seguridad y lo envió por correo electrónico a su viejo amigo en el cuartel general de la CIA. Todavía bajo los efectos de la adrenalina, y a pesar de que ya estaban sirviendo la comida en el comedor, decidió dar una vuelta por el barco.
    Vagabundeó desde la resplandeciente sala de máquinas, donde solo se oía el suave rumor de los motores magnetohidrodinámicos, hasta el centro de operaciones, ubicado debajo del puente, donde todas las paredes estaban cubiertas con pantallas de plasma. Pasó por los múltiples compartimientos de armas, el taller de magia, la armería, el hangar y los lujosos camarotes de la tripulación, y respondió a los saludos de los tripulantes que encontraba a su paso. Visitó la impoluta cocina, donde un grupo de cocineros de Le Cordón Bleu preparaba comidas que nada tenían que envidiar a los mejores restaurantes de París y Nueva York. Echó una ojeada al gimnasio, con sus máquinas, y también a la sauna. Apoyó una mano en uno de los cuatro superordenadores Sun/Mycrosystem negros, como si quisiera percibir su extraordinaria potencia, aunque sabía que ningún problema era demasiado complejo para ellos ni para sus operadores.
    Conocía cada detalle, cada centímetro de cable, la disposición de la cubierta e incluso la distribución de los colores, porque todo había nacido en su mente antes de convertirse en una realidad de acero, plástico y madera. El Oregon era su castillo y su refugio.
    Su momento de mayor orgullo fue cuando salió a cubierta. Porque era en el exterior donde el Oregon exhibía todo aquello que lo convertía en la mayor plataforma de espionaje jamás diseñada. Los rusos habían insistido hasta tal punto con la táctica de enmascarar a sus barcos espías como pesqueros que no engañaban a nadie. La Marina norteamericana, por su parte, utilizaba submarinos indetectables para sus operaciones de espionaje, una opción que no era válida para las necesidades de Cabrillo y su gente. No, la Corporación necesitaba el máximo anonimato.
    Por ese motivo, el Oregon parecía desde el exterior un viejo cascajo que se había librado del desguace.
    Cabrillo subió en ascensor hasta el puente y se asomó al ala de estribor para observar su barco. El Oregon tenía una eslora de ciento ochenta y seis metros y veinticinco de manga, y un registro bruto de once mil quinientas ochenta y cinco toneladas. La superestructura se alzaba un poco más atrás del centro, con tres grúas a proa y dos a popa. Las grúas eran unos armatostes oxidados con los cables casi deshechos; había dos que funcionaban. La cubierta era un escabroso tapiz hecho de parches de óxido y pinturas de varios colores. Las barandillas se hundían peligrosamente en algunos tramos, y varias de las escotillas de las bodegas estaban desencajadas.
    El aceite derramado de unos bidones amontonados delante de la timonera se había convertido en una masa pastosa, y había restos de máquinas por todas partes. Parecía el depósito de un chatarrero; había hasta una bicicleta sin ruedas. Miró el casco por encima de la borda. Las manchas de orín destacaban debajo de cada imbornal, y en las planchas de acero aparecían unas burdas soldaduras que aparentemente ocultaban las grietas. La pintura original del casco era de un verde mate, pero había partes pintadas en color siena, negro y azul oscuro.
    Saludó a la bandera iraní que ondeaba en el mástil de popa antes de echar una ojeada al puente. Lo que una vez había sido una resplandeciente cubierta aparecía ahora llena de surcos y quemaduras de cigarrillos. Una pátina de años de mugre y sal cubría las ventanas, y las consolas tenían un dedo de polvo. El latón del telégrafo que comunicaba con la sala de máquinas se veía casi negro y faltaba una de las agujas indicadoras. Algunos de los equipos de navegación electrónicos bien podrían estar en un museo. En la sala de mapas, detrás del puente, se amontonaban las cartas mal plegadas y había una radio con un alcance de unos pocos kilómetros.
    También los sollados de la tripulación eran la viva imagen del desorden. No había ni una litera hecha y no habían barrido el suelo en años, mientras que en la maloliente cocina no había ni un plato ni una taza iguales. Cabrillo se sentía particularmente orgulloso del camarote del capitán. Apestaba a tabaco de pésima calidad y la decoración consistía en vulgares retratos de payasos de expresión triste. En la mesa había una botella de whisky sudamericano mezclado con sirope de ipecacuana y dos vasos que nunca habían sido lavados. El baño estaba más sucio que el lavabo de un bar de carretera.
    Todos estos detalles tenían el único objetivo de que los inspectores de aduanas, los funcionarios del puerto y los pilotos deseasen abandonar el Oregon lo antes posible y no formulasen preguntas. El récord de permanencia más corto lo tenía un inspector de aduanas de Ciudad del Cabo, que tuvo suficiente con pisar la bamboleante pasarela del barco.
    El timón y el telégrafo podían, con la ayuda de los ordenadores, maniobrar el barco y controlar el funcionamiento de los motores. Esto era en beneficio de los pilotos y de aquellos que guiaban el mercante por el canal de Panamá, pero en realidad la nave se dirigía con los equipos ultramodernos de la sala de operaciones.
    Su aspecto de desecho flotante permitía al Oregon entrar en cualquier puerto del mundo sin llamar la atención. Lo descartaban rápidamente como una reliquia en un comercio marítimo dominado por los portacontenedores. Cualquiera que entendiera de barcos daba por hecho que el armador no estaba dispuesto a gastarse ni un céntimo en reemplazar los motores o darle una mano de pintura. Cuando era necesario, también la tripulación se mostraba tan sucia como el barco.
    Un sonido interrumpió la inspección de Cabrillo. Max Hanley acababa de salir del ascensor para reunirse con él.
    Max se había quitado el maquillaje y volvía a mostrar su tez rubicunda y su nariz bulbosa. Vestía un mono de mecánico, y Cabrillo adivinó que en cuanto había acabado de ducharse se había ido sin más a la sala de máquinas. El viento agitó los cabellos rojizos de Hanley mientras disfrutaban de un amistoso silencio. Max fue el primero en romperlo.
    — ¿Piensas en Truitt? —preguntó.
    Cabrillo había hablado muy poco del inesperado retiro de su socio. Dio la espalda al mar y apoyó los codos en la borda.
    Entrecerró los párpados para protegerse del resplandor del sol.
    — Solo estaba recorriendo el barco —respondió al cabo de un momento, y me complace por lo que hemos logrado.
    — ¿Pero?
    — Pero el Oregon es un medio para obtener un fin. Dick lo sabía, y durante unos años creí que él lo compartía con nosotros dos.
    — Ahora dudas de lo primero, y también dudas de Truitt, porque ha recogido sus bártulos y se ha largado.
    — Lo pensé al principio, pero ahora creo que dudo de mí mismo y de nuestra misión.
    Max cargó la pipa lentamente y la encendió, resguardando la cerilla del viento mientras pensaba en la respuesta de su amigo.
    — Te diré lo que creo que está pasando. Llevamos trabajando algunos años, y hemos ahorrado como hormigas con cada misión. Todos sabíamos que había un caldero de oro al final del arco iris, pero con el retiro de Dick ambos acabamos de darnos cuenta de lo grande que era. Se lleva casi cuarenta y cinco millones de dólares, libres de impuestos. Yo valgo todavía más, y tú ni te cuento. Es difícil olvidar que todo ese dinero te está esperando cuando te juegas el culo por un ideal y una paga.
    — Una paga considerable.
    — No te lo niego. Deja que te haga una pregunta. Cuando trabajabas para la CIA, y te mandaban a lugares como Ammán y Nicaragua, ¿lo hacías por un salario y una pensión del gobierno?
    — No —admitió Cabrillo sinceramente. Lo hubiese hecho gratis.
    — Entonces, ¿por qué te sientes ahora culpable por ganar un buen dinero, por hacer lo que hacías por una miseria y poder rechazar las operaciones que no nos gustan? No podías hacerlo cuando trabajabas para Langley o cuando te presionaban del anillo exterior del Pentágono. Te decían salta, y tú acababas metido en la mierda. —El anillo exterior del edificio del Departamento de Defensa es donde están los despachos de los altos jefes y sus supervisores civiles.
    Cabrillo abrió la boca para contestar, pero Max no dejó que lo interrumpiera.
    — Saber que tenemos dinero más que de sobra para retirarnos a alguna isla privada y disfrutar de la buena vida te ha hecho comprender lo mucho que arriesgamos cada día. Tú y yo no dejamos de jugarnos el pellejo. Es lo que nos hace ser como somos. Solo que ahora ambos sabemos que nuestras vidas valen un poco más de lo que creíamos.
    — ¿Qué pasa con nuestra misión?
    — ¿Tienes que preguntarlo? Somos la última línea de defensa muchacho. Aceptamos los trabajos que Langley y los tipos del anillo necesitan que se hagan pero que no pueden realizar.
    En el siglo veintiuno ha desaparecido el guante de seda, y nosotros nos hemos convertido en el puño de hierro.
    Cabrillo dejó que calaran las palabras de su amigo, antes de preguntar con un tono burlón:
    — ¿Desde cuándo te has convertido en poeta?
    Hanley sonrió como si lo hubiesen pillado con las manos en la masa.
    — Me ha salido así. La verdad es que ha sonado bien. —Recuperó la seriedad. Escucha, Juan, lo que hacemos es importante, y yo soy el primero que no se sentirá culpable por ganar dinero haciéndolo. No hay vergüenza alguna en ganar, solo en la derrota. En cuanto a dudar de Dick Truitt, olvídalo. Dick se dedicó en cuerpo y alma a la Corporación. Estuvo con nosotros desde el primer momento y creyó con la misma convicción que tú y que yo. Pero llegó a su límite. No aguantaba más. No se marchó por el dinero; escuchó esa voz que todos tenemos en nuestra cabeza, que le decía que se había acabado un ciclo. Pero puedes estar seguro de que no ha renunciado a la lucha. No me sorprendería que decidiera invertir su dinero y experiencia en una empresa de seguridad o de asesores de inteligencia. Diría…
    Max se interrumpió. Había advertido el brillo en los ojos de Cabrillo y la sonrisa traviesa que insinuaban sus labios.
    Como siempre, Juan Cabrillo iba un paso por delante del presidente. Lo había puesto a prueba para conocer su posición y sentimientos ante la marcha de Truitt. Nunca había dudado de la misión ni de sí mismo, pero ese era un momento crucial para la Corporación, y necesitaba saber a ciencia cierta que Hanley seguía compartiendo sus objetivos. Le había tendido una trampa mostrándose inseguro, y Max había picado. Esa era la razón por la que nadie jugaba al póquer con Cabrillo.
    — Eres un tipo muy ladino —comentó Max con una carcajada.
    En aquel momento se oyó un silbido agudo a la altura de la línea de flotación. Miraron por encima de la borda. Estaban llenando los tanques de lastre para que el barco se hundiera y diese la impresión de que iba cargado al máximo. Cabrillo vio por la estela que habían variado un poco el rumbo.
    — Murph y Stone han debido de encontrar el lugar adecuado para que hagamos de ratón en la trampa —dijo Hanley, y consultó su viejo reloj de bolsillo sujeto al mono con una cadena.
    Cabrillo pensó en el gran arsenal que llevaba el Oregon y en los hombres y mujeres entrenados para utilizarlo.
    — El tigre en la trampa, Max, el tigre en la trampa.

    Un día más tarde el Oregon llegó al lugar donde, según las deducciones de Mark Murphy y Eric Stone, mejor atraerían a los piratas. Hiro Katsui había aceptado las condiciones de Cabrillo en un mensaje que decía: «Hace falta un pirata para pillar a otro. Buena cacería». La respuesta venía acompañada con toda la información sobre los ataques de que disponía el consorcio. Murphy y Stone habían analizado la información a fondo y habían encontrado detalles comunes que se habían pasado por alto. Cruzaron datos del estado del tiempo, las fases de la luna, el tamaño de los barcos, los informes de carga, y otra docena más de factores para señalar un lugar en el mar de Japón donde fuese más probable que los piratas decidieran atacar al Oregon.
    Se habían inventado una historia sobre el barco y la carga y la habían introducido en varias bases de datos por si era así como los piratas encontraban a sus presas. Supuestamente el Oregon transportaba una carga de madera y equipos electrónicos desde Pusan a Nigata, en Japón, pero el cebo más tentador era la presencia de un pasajero, un excéntrico escritor norteamericano que escribía mientras vagabundeaba por los mares del mundo en barcos de carga.
    Richard Hildebrand era una persona real, y su afición a trabajar en el mar estaba bien documentada en la prensa. En la actualidad escribía su próximo éxito de ventas a bordo de un superpetrolero que navegaba de regreso al golfo Pérsico desde Rotterdam, un detalle que la Corporación dudaba de que los piratas pudiesen verificar. Entre los derechos de autor y lo que pagaban por sus libros en Hollywood, Hildebrand era uno de los escritores más ricos del planeta y una excelente presa para un secuestro. Si bien los piratas hasta ahora no habían secuestrado a nadie, Murph y Stone creían, y Cabrillo coincidía con ellos, que secuestrar a Hildebrand era el siguiente paso lógico en sus acciones criminales.
    Por si acaso no querían arriesgarse a pedir un rescate, Murph y Stone también habían informado de que el Oregon llevaba cincuenta y siete tripulantes a bordo, un número poco habitual actualmente en los barcos, y para los piratas sería una tentación, puesto que en la caja del barco tendría que haber el dinero suficiente para pagarles.
    La variedad de colores de la puesta de sol había sido todavía más espectacular debido a la ceniza procedente de un volcán en erupción muy al norte, en la península de Kamchatka.
    Ahora la roja luna proyectaba un reflejo infernal en la mar calma, mientras que las estrellas no eran más que puntos. La tripulación estaba en sus puestos de combate. Julia Huxley y sus ayudantes se encontraban en la enfermería, preparados para atender cualquier contingencia; desde una astilla hasta heridas de bala. El armamento había sido revisado y puesto a punto en sus posiciones ocultas. Como los barcos alemanes de la clase K de la Primera Guerra Mundial, a cada banda del Oregon había, unas puertas deslizantes que dejaban a la vista los cañones de ciento veinte milímetros que empleaban el mismo sistema de control de disparo y distancia que el de los tanques M1A1 Abrams. También contaba con tres ametralladoras Gatling de cañones múltiples del calibre de veinte milímetros controladas por radar. Cada una disparaba tres mil balas por minuto. Principalmente, era un sistema antimisiles, pero también podían utilizarse contra los aviones, y si se disparaba contra un barco sin blindaje a la altura de la línea de flotación abriría suficientes agujeros para que se fuera a pique.
    El Oregon tenía, ocultas en las cubiertas, ametralladoras con miras termales y de rayos infrarrojos. Los artilleros las controlaban por ordenador desde el centro de operaciones.
    Una de las escotillas de proa enmascaraba una plataforma de lanzamiento de cuatro misiles Exocet barco a barco, y debajo de otra había un par de misiles de crucero martierra de fabricación rusa. Aunque Langston Overholt, desde la CIA, había facilitado que la Corporación adquiriera material bélico norteamericano, se había negado a darles misiles, y Cabrillo se había visto forzado a conseguirlos en otra parte. Overholt también había vetado la compra de torpedos Mark48 ADCAP.
    No los tenía ningún otro país, así que se podía saber el proveedor sin problemas. Los torpedos colocados en los tubos de proa se los habían comprado con dinero en efectivo al mismo almirante ruso que les había vendido los misiles de crucero y provisto los certificados de usuario para los Exocet franceses.
    Faltaba poco para la medianoche cuando Cabrillo entró en el centro de operaciones. Miró a su gente a la luz roja de las luces de combate y al débil resplandor de las pantallas.
    Mark Murphy y Eric Stone ocupaban los puestos más cercanos al mamparo de proa. Stone se había incorporado a la Corporación procedente de la Marina, mientras que Murphy nunca había servido en las fuerzas armadas. El joven prodigio se licenció en física cuando tenía veinte años y se unió a la Corporación después de trabajar para la empresa privada en el diseño de sistemas de armamento. Cabrillo dudó al principio, ya que temía que careciera de las cualidades necesarias para ser un mercenario. En realidad, su miedo era que Murphy resultase ser un psicópata que disfrutaba matando, pero las pruebas y perfiles psicológicos demostraron que habría destacado en el Ejército siempre que las personas de su entorno fuesen de su mismo nivel intelectual. Como Cabrillo solo aceptaba a los mejores, Murph encajó perfectamente, si bien nadie más compartía su afición por el rock punk y el skate.
    Detrás y a los lados de sus puestos se encontraban Hali Kasim, que se encargaba de las comunicaciones, y Linda Ross, que era la responsable del radar y el sonar. A todo lo largo del mamparo trasero estaban los encargados de las armas dirigidas por control remoto y los coordinadores de control de incendios y daños. Los artilleros, los bomberos, los camilleros y los encargados de suministrar la munición se hallaban en sus respectivos puestos. Eddie Seng mandaba las tropas tácticas en cubierta, cuya misión era repeler cualquier intento de abordaje. Cabrillo escuchó a Max, que informaba a Eric desde la sala de máquinas de que el sistema de propulsión del barco funcionaba a pleno rendimiento.
    La llamada a los puestos de combate se produjo después de que Linda informara de que otro barco, a treinta millas del Oregon, había cambiado de rumbo bruscamente y se dirigía hacia ellos. En las operaciones marítimas, la economía era un elemento básico. Una desviación de un par de grados podía añadir centenares de millas a un viaje y por lo tanto aumentar considerablemente los costes. A menos de que hubiese una emergencia, y dado que la radio permanecía en silencio, parecía incluso que no la había, por lo que la embarcación que se acercaba tenía otras intenciones. Avisados de con qué podrían encontrarse, los tripulantes del Oregon se prepararon.
    Cabrillo ocupó su puesto de mando en el centro de la sala y echó una ojeada a los equipos de alta tecnología. A veces pensaba que cuando diseñó la sala de operaciones se había dejado llevar por el subconsciente y había acabado reproduciendo en gran medida el puente de la nave espacial de Star Trek, incluida la gran pantalla plana que se hallaba por encima de las cabezas de Stone y Murph. Pero no eran las armas, los sensores o los ordenadores lo que convertían al Oregon en un temible oponente. Eran las personas que se encontraban en esa sala y todos los que ocupaban sus lugares en el barco.
    Este había sido el gran logro de Cabrillo, no el acero, la electrónica o el armamento, sino reunir a la mejor tripulación que había tenido la suerte de conocer.
    — Informe de la situación —dijo, al tiempo que se sentaba en su butaca, que Murph llamaba «la butaca Kirk».
    — Rumbo del contacto cero diecisiete grados. Velocidad veinte nudos. Distancia veintiuna millas —respondió Linda sin apartar la mirada de la pantalla. Como los demás, vestía el uniforme de combate negro y llevaba una pistola SIG Sauer colgada al cinto.
    — ¿Qué crees que es?
    — Su eslora es aproximadamente de veintitrés metros, y diría que tiene una sola hélice. Navegaba a una velocidad de cuatro nudos, como si hubiese lanzado las redes de arrastre, antes de cambiar de rumbo. Todo indica que es uno de esos pesqueros reconvertidos que usan los piratas.
    — ¿Hay algo en las radios, Hali?
    — Nada del objetivo. Solo una conversación entre dos cargueros muy lejos de nuestra posición.
    Juan llamó al hangar.
    — Soy Cabrillo. Quiero al piloto y al Robinson preparados para un despegue inmediato —dijo. Después conectó los altavoces de toda la nave. Les habla el capitán. Tenemos a un objetivo acercándose y puede ser lo que buscamos. Es poco probable que los hombres a bordo estén muy arriba en la cadena alimentaria, así que necesitamos prisioneros, no cadáveres. No corráis riesgos innecesarios, pero si hay una oportunidad de escoger, procurad cogerlos vivos. Buena suerte a todos.
    Miró de nuevo a su gente. No vio expresiones graves ni expectantes. La próxima jugada correspondía a los piratas, y la tripulación esperaba con serena eficiencia.
    — Piloto, velocidad ocho nudos. Vamos a convertirnos en algo demasiado tentador para que no nos hagan caso, pero ten las bombas de lastre preparadas por si tenemos que aligerar y correr.
    — Velocidad ocho nudos.
    — ¿Distancia?
    — Diez millas —respondió Linda. Entonces su voz cambió de tono. ¿Qué demonios…?
    — ¿Qué ocurre?
    — ¡Maldita sea! El sonar detecta algo debajo del barco, profundidad veinticinco metros. —Se volvió para mirar a Cabrillo. Tienen un submarino.




    5

    La tripulación del centro de operaciones no tuvo tiempo de asimilar sus palabras antes de que Mark Murphy, desde el control de armamento, anunciara:
    — Han disparado un misil desde el pesquero. Tiempo para el impacto cuarenta y siete segundos. Los Gatling lo tienen fijado.
    La situación táctica había cambiado en cuestión de segundos, y Cabrillo se encontró con poco tiempo para reaccionar.
    Confió en su mente y no en los equipos que tenía a su alrededor para visualizar la batalla y encontrar una solución.
    — Espera a mi señal para disparar. Piloto, vacía los tanques y prepárate para avanzar a toda potencia. Armas, listo para lanzar contramedidas y cargas de profundidad. Sónar, ¿qué hace el submarino?
    — Parece estar muerto en el agua, no hay propulsión ni señal alguna de que vaya a disparar.
    — ¿Tiempo para el impacto?
    — Treinta y un segundos.
    Cabrillo esperó. Notaba el cambio en la marcha del Oregon a medida que se vaciaban los tanques de lastre. A máxima velocidad, los motores magnetohidrodinámicos podían mover el barco una distancia igual a su eslora en un par de segundos. Incluso si su plan no funcionaba, el carguero no estaría donde el misil suponía que estaba.
    — ¿Sónar?
    — Solo capto el sonido del aire que sale, pero el submarino no se mueve.
    Eso acabó de decidirlo. El submarino no era de momento una amenaza. Cabrillo quería destruir el misil lo más cerca posible del Oregon para hacer creer a los piratas que los habían tocado.
    — Muy bien, Armas, destruye el misil cuando esté a diez segundos. Piloto, llena de nuevo los tanques, pero no apartes la mano de los aceleradores.
    Mark Murphy, que también vestía el uniforme de combate pero con una camiseta negra con la inscripción OLVÍDATE DE LOS BOLLOCKS. SOMOS LOS SEX PISTOLS, visualizó en la pantalla las imágenes de una de las cámaras exteriores. En la oscuridad destacaba un punto luminoso que se acercaba al Oregon unos pocos metros por encima del agua. La velocidad rondaba los mil seiscientos kilómetros por hora. Al parecer lo habían disparado en una trayectoria oblicua para que impactase en la popa. La intención de los piratas era destrozar el timón y las hélices para dejarlos paralizados. No era un mal plan si querían llevarse a un rehén o robar la caja de caudales del barco.
    A falta de once segundos, Mark quitó el pestillo de seguridad del gatillo de la Gatling. Era como si el arma se sintiese ansiosa por demostrar su valía, de la misma manera que un perro policía tira de la correa cuando su amo se ve en apuros.
    El cerebro electrónico, unido al sistema de radar, encontró el misil en un microsegundo, calculó la trayectoria, la deriva del viento, la humedad y otro centenar de factores.
    La plancha que ocultaba el emplazamiento del arma bajó automáticamente cuando el radar principal captó el lanzamiento del misil. Los seis cañones giratorios variaron ligeramente su posición impulsados por un motor eléctrico. En el instante en que el ordenador y el radar coincidieron en que tenían un objetivo, los proyectiles de uranio empobrecido de treinta centímetros de largo y calibre veinte milímetros entraron en la recámara y el arma comenzó a disparar tres mil balas por minuto.
    La ametralladora sonó como una sierra industrial cuando disparó una ráfaga de cinco segundos. A treinta y cinco metros del barco el misil se encontró con el muro de balas. El estallido provocó una lluvia de fuego sobre el mar que alumbró al Oregon con la fuerza de un pequeño sol. Los trozos de misil abrieron trincheras en el agua, y algunos mucho más pequeños golpearon contra el casco.
    — Piloto, parar máquinas, timón noventa y siete. Hali, espera unos segundos y después envía una llamada de auxilio por las frecuencias de emergencia, pero hazlo a baja potencia para que la oigan solo nuestros amigos. —Pinchó el botón de la sala de máquinas. Max, suelta una pequeña cortina de humo. Haz que parezca que hemos sufrido daños.
    — Creerán que nos han dado y que el barco no puede moverse —comentó Eric Stone, admirado. Caerán en la trampa como unos imbéciles.
    — Ese es el plan —asintió Cabrillo. Sonar, ¿sabes algo más del submarino?
    — Negativo. Lo hemos dejado a una milla a popa. No oigo ningún ruido de máquinas ni ninguna otra cosa excepto un lento escape de aire.
    — ¿Tienes sus dimensiones?
    — Sí, y son extrañas. Tiene una eslora de cuarenta y tres metros y una manga de casi doce. Corto y rechoncho para lo que es habitual.
    Cabrillo consideró una posibilidad.
    — ¿Un minisubmarino norcoreano que haya conseguido seguirnos hasta aquí?
    — El ordenador no ha conseguido identificar ningún modelo, pero no es probable. Nos encontramos a cuatrocientas millas de la península de Corea, y tengo el pálpito de que lleva ahí algún tiempo. Es imposible que pudieran adelantarse a nosotros.
    Cabrillo no dudó de la opinión de Linda.
    — Muy bien, no lo pierdas de vista. Ahora mismo nuestra prioridad es el pesquero pirata. Ya volveremos luego a investigar.
    Al otro extremo de la sala, Hali Kasim transmitía la llamada de auxilio con un realismo digno de un premio de la Academia.
    — Oregon, aquí el pesquero Kra IV. ¿Cuál es la emergencia? —La voz en la radio sonaba rasposa, y la señal débil, como si el pirata estuviese transmitiendo a baja potencia. Nadie fue capaz de identificar el acento.
    — Kra IV, aquí el Oregon. Se ha producido una explosión a popa. El timón no responde, y vamos a la deriva.
    — Oregon, aquí Kra IV. Nos encontramos a una distancia de seis millas; nos acercamos a toda máquina.
    — No hace falta que lo jures —murmuró Hali, antes de abrir el micro. Gracias a Alá que están aquí. Bajaremos la pasarela de estribor. Necesitamos todos los equipos contra incendios de que dispongan.
    — Recibido, Oregon. Cambio y fuera.
    Cabrillo buscó la frecuencia de las radios que llevaban Seng y los miembros de su selecto grupo.
    — Eddie, ¿me recibes?
    — Alto y claro. —Seng esperaba con sus cinco hombres en un pasillo de la superestructura desierta.
    Llevaban chalecos antibalas de Kevlar sobre los uniformes, y gafas de visión nocturna de tercera generación. Todos iban armados con metralletas MP5 dotadas con supresores de sonido y pistolas SIG Sauer. La munición la preparaban en la armería porque era de carga reducida. Disponían de la potencia necesaria para abatir a un hombre pero no la suficiente para provocar un incidente por fuego amigo en el barco. Enganchadas al chaleco llevaban las granadas, y en los bolsillos, cargadores de recambio para una batalla de diez minutos.
    Solo Eddie Seng vestía de paisano y llevaba un abultado chubasquero que ocultaba dos chalecos antibalas. Era el cebo, encargado de recibir a los piratas cuando subiesen por la pasarela que en ese momento colocaban en posición. Su trabajo era el más peligroso. Debía atraer a bordo al máximo número posible de piratas para que su equipo, integrado por veteranos SEAL, los capturase. Llevaba una única pistola oculta a la espalda. Los chalecos servirían para darle unos segundos de ventaja si los piratas disparaban sin más.
    — ¿Qué tenemos? —preguntó Seng.
    — Un pesquero que dice llamarse Kra IV se acerca por estribor para ayudar en la extinción del fuego —respondió Cabrillo. Si yo estuviese en su lugar, enviaría por lo menos a nueve hombres. Dos para el puente, dos para la sala de máquinas, cuatro para ocuparse del resto, y el jefe.
    — Comunicamos que llevamos cincuenta y tantos —le recordó Seng. Enviarán como mínimo a una docena.
    — Tienes razón. ¿Necesitas refuerzos?
    — No, siempre y cuando las ametralladoras puedan ocuparse de la carne de cañón mientras nosotros nos concentramos en capturar a los oficiales.
    — No pinta mal —afirmó Cabrillo. Llámame cuando tengas contacto visual.
    A través de las cámaras instaladas en lo alto de una de las grúas, el grupo de operaciones observó cómo el pesquero se acercaba al Oregon. El Kra IV encajaba con la descripción hecha por los pocos supervivientes de los ataques piratas.
    Tenía una eslora de veintitrés metros y una manga exagerada, con la proa roma y la cubierta de popa despejada con una grúa en A. Detrás de la timonera había un contenedor. La distorsión de los aparatos de visión nocturna no les impidió ver el aparente mal estado del pesquero. Compartía el aspecto de chatarra flotante del Oregon, y Cabrillo se dijo que los piratas se valían del mismo camuflaje que ellos para engañar a sus presas.
    — El objetivo está a dieciocho metros a estribor —comunicó Seng. Veo a una docena de hombres en cubierta. La mayoría viste pantalón corto o vaqueros. Parecen llevar equipos contra incendios, pero creo que solo es para disimular las armas.
    — Recibido —dijo Cabrillo, y luego llamó a la sala de máquinas para decirle a Max que cerrara la cortina de humo. Con la velocidad casi reducida a cero, el humo se estancaba sobre las cubiertas y dificultaba la identificación visual tanto a Seng como a los operadores de las ametralladoras.
    Seng vio que uno de los «pescadores» se llevaba un megáfono a la boca y llamaba al Oregon. Se apartó de las sombras para colocarse junto a la pasarela. El sudor chorreaba por su pecho.
    — Nos alegramos de verlos —respondió con el tono exacto de temor y alivio. Observó que la cortina de humo comenzaba a disiparse. Creo que hemos controlado el incendio pero aún no sabemos el alcance de los daños.
    — Les ayudaremos en todo lo que podamos —manifestó el pirata. Seng captó con claridad la burla en la voz.
    En cuanto los dos barcos se colocaron a la par, los tripulantes del Kra IV lo amarraron a la pasarela, y dos de los piratas comenzaron a subir. Si tenían la intención de disparar, ese sería el momento. Seng desenfundó la pistola pero la mantuvo oculta.
    Varias cosas ocurrieron en unos pocos segundos. Se encendieron unos reflectores ocultos en el pesquero que iluminaron toda la banda de estribor del Oregon con una cegadora luz blanca y convirtieron en inútiles los equipos de visión nocturna. Por su parte, el pirata que iba en cabeza, antes de llegar al final de la pasarela, levantó una pistola y disparó dos veces contra el pecho de Seng al tiempo que hacía un gesto a sus compañeros. Acabaron de subir, profiriendo incoherentes gritos de desafío mientras otra docena de hombres aparecía por detrás de la timonera del Kra IV.
    Eddie tuvo la sensación de que le habían golpeado en el pecho con un ariete. Se tambaleó, con todo el cuerpo entumecido. Oyó el choque de la pistola contra el suelo cuando se le escapó de la mano inerte.
    Cuando los hombres de Seng reaccionaron, cuatro de los piratas ya habían ganado la cubierta. Dos cayeron abatidos por las primeras ráfagas enviadas desde sus posiciones ocultas, pero otros cinco los reemplazaron. Encontrar resistencia pareció enardecer a los asaltantes. Se convirtieron en unos fanáticos. En cuestión de segundos las probabilidades eran de cinco a uno en contra de la Corporación, y seguían en aumento. Los rayos rojos de las miras láser se entrecruzaban en la humareda a medida que arreciaba el combate.
    En el instante en que las pantallas del centro de operaciones se quedaron en blanco por la potencia de los arcos voltaicos, Cabrillo comprendió la estrategia de los piratas. Se había utilizado en la segunda guerra del Golfo y consistía en paralizar al enemigo en los primeros momentos de la batalla creando la máxima confusión. La inexperta tripulación de cualquier mercante se quedaría paralizada hasta tal punto por las luces, los gritos y el número de atacantes, que ni siquiera llegaría a transmitir una llamada de socorro.
    Por otra parte, aunque la táctica tenía por objetivo derrotar a una tripulación desarmada, en este caso también había servido para anular la ventaja de la Corporación. Los equipos de visión nocturna eran inútiles, y había demasiado humo en las cubiertas para usar las miras normales. El sistema de infrarrojos no distinguía entre amigos y enemigos, así que por el momento las armas dirigidas por control remoto no servían.
    Cabrillo saltó de la butaca, y cogió unas gafas de visión nocturna y una metralleta del armero que se hallaba junto al mamparo de popa. Ya estaba en el ascensor antes de que cualquiera hubiese advertido su marcha.
    — Cerrad el ascensor cuando llegue al puente —gritó mientras el ascensor hidráulico lo subía los cinco pisos hasta el puente.
    Incluso desde aquella altura, el sonido del combate era terrible. Los antiguos SEAL hacían honor a su fama, pero únicamente era una cuestión de tiempo. Cabrillo corrió por el ala y solo se detuvo un segundo a mirar abajo. Al menos veinte piratas ocupaban posiciones defensivas por toda la cubierta de proa y disparaban una cortina de fuego contra la superestructura. Vio una figura solitaria que se arrastraba desde la pasarela. Apuntó y se disponía a apretar el gatillo cuando identificó el chubasquero de Seng. Miró de nuevo a los piratas en el momento en que uno asomaba por detrás de una grúa y apuntaba a Seng con un AK47.
    Cabrillo movió el arma y le destrozó el rostro de un disparo; a continuación derribó a otro con dos disparos en el pecho. Se agachó justo antes de que una lluvia de balas se estrellara contra la plancha de acero. Puso el selector de la MP5 en automático, la levantó por encima de la barandilla y barrió la cubierta con una ráfaga de quince proyectiles. Mientras los piratas respondían, puso de nuevo el selector en manual y se incorporó para apuntar a los reflectores del pesquero.
    Con el nerviosismo, falló los primeros dos disparos. Respiró profundamente para serenarse, y efectuó otros dos disparos. Los dos reflectores estallaron en una lluvia de cristal, y volvió la oscuridad.
    Casi en el acto oyó las detonaciones de las ametralladoras de calibre treinta milímetros y el tintineo de los casquillos en la cubierta. Por fin habían entrado en acción.
    La metralleta de Cabrillo tenía un segundo cargador sujeto al primero. Hizo el cambio, se colocó las gafas de visión nocturna y puso manos a la obra. A la luz verde de las gafas, los fogonazos parecían luciérnagas y los hombres fantasmas fosforescentes. Se convirtió en el ángel de la guarda de Eddie Seng.
    Eddie continuaba expuesto, y a juzgar por la lentitud de sus movimientos, Cabrillo supo que lo habían alcanzado.
    Como no había rastro alguno de sangre, lo más probable era que los chalecos le hubiesen salvado la vida; no obstante, él también había pasado por la experiencia de recibir un impacto en el chaleco y sabía que durante unas horas Seng apenas podría respirar. Pasaron varios angustiosos minutos antes de que Seng lograra llegar a una escotilla de la superestructura, donde asomaron un par de manos que lo arrastraron al interior.
    Entre las nubes de humo que flotaban como una densa niebla inglesa, Cabrillo identificó a sus objetivos y disparó metódicamente. Hasta que la tripulación no llevara ventaja, no podía intentar hacer prisioneros.
    La sangre corría por la cubierta a medida que aumentaba el número de cadáveres, pero los disparos de los SEAL se habían reducido a alguna ráfaga ocasional. Habían sufrido bajas.
    Cabrillo vio que dos piratas, que habían estado ocultos detrás de la tapa de una escotilla, corrían hacia la base de una de las grúas. Uno sacó algo de la mochila que cargaba su compañero. Identificó la carga y los abatió antes de que pudiesen montar el artefacto explosivo. Otro intentó llegar a la superestructura Cabrillo iba a dispararle cuando una de las ametralladoras lo centró en la mira y la ráfaga casi lo cortó en dos por encima de la cintura.
    Esto pareció acabar con la furia de la horda pirata. Los diez o doce supervivientes corrieron hacia la pasarela en el momento en que el motor del Kra IV ponía en marcha la hélice. En su carrera se encontraron con una lluvia de fuego. Al abstenerse de disparar, los hombres de Seng habían conseguido que los piratas creyeran que tenían despejado el camino de huida. Dos cayeron sobre la cubierta y resbalaron en su propia sangre.
    El Kra IV comenzó a apartarse, sin esperar a su grupo de asalto. Cabrillo disparó contra la cubierta, pero no había blancos a la vista. Los cabos que aseguraban la pasarela al pesquero seguían amarrados, así que el movimiento comenzó a arrancarla de los montantes. Dos piratas se encontraban en mitad de la pasarela cuando el Kra IV inició la maniobra. Esta se extendió como un puente entre las dos embarcaciones, hasta que los cabos se partieron por la tensión. La pasarela, de casi una tonelada de peso, se retorció y luego se desprendió de los soportes. Los dos hombres cayeron al agua; murieron en el acto tras derrumbarse la estructura sobre ellos.
    El Kra IV giró un poco para acercar la popa al Oregon y dar a los suyos la oportunidad de saltar. Eric Stone, que era el piloto, advirtió la maniobra. Movió el Oregon hacia babor y aceleró en el preciso instante en que el resto de piratas saltaban por la borda. Uno se estrelló contra la grúa del Kra IV.
    Desde lo alto del puente, Cabrillo oyó el ruido de los huesos al romperse y vio cómo el cuerpo caía sobre la cubierta. Otro golpeó contra el casco, se hundió en el agua y no volvió a salir. Los seis restantes cayeron en el espacio que había entre los dos barcos.
    Cabrillo nunca llegó a saber si el piloto del pesquero no había visto lo que acababa de ocurrir o si sencillamente no le importaba. Continuó acercándose al Oregon. Stone puso en marcha el impulsor de proa en un intento de alejarse del Kra IV, pero el túnel de salida del impulsor estaba muy por delante del pesquero, y solo consiguió levantar olas.
    Los dos cascos chocaron con gran estrépito y aplastaron a los hombres en el agua. Convirtieron carne y hueso en una pasta rosa que se llevó el agua cuando los barcos se separaron.
    Cabrillo sacó un walkietalkie de un cajón para comunicarse con la sala de operaciones.
    — Armas, Cabrillo. En cuanto lo tengas en la mira, ábreles un boquete en la línea de flotación. Que esos hijos de puta sepan que no irán a ninguna parte.
    — Recibido —respondió Murphy.
    A medida que aumentaba la distancia, Cabrillo vio que uno de los tripulantes del Kra IV enganchaba el cable de la grúa a los cabos que sujetaban el contenedor detrás de la timonera. Efectuó varios disparos, pero darle a un objetivo que se balanceaba desde una plataforma inestable era algo prácticamente imposible. El hombre continuó con su trabajo sin hacer el menor caso de los proyectiles que rebotaban a su alrededor. Un segundo tripulante, que no se veía desde el puente, puso en marcha la grúa. Como los brazos asomaban por encima de la popa, el contenedor se deslizó por la cubierta con un horrible rechinar metálico. El borde inferior se enganchó en un bolardo, pero el tambor de la grúa continuó girando. El contenedor se bamboleó y acabó tumbándose. Libre del obstáculo, llegó finalmente a quedar colocado debajo del puente de la grúa. El operario de esta lo levantó en el aire, lo pasó por encima de la popa, y soltó el freno. El contenedor cayó al mar, se mantuvo a flote durante un par de minutos y después comenzó a inundarse.
    El cable continuó desenrollándose del tambor mientras el Kra IV aumentaba la distancia. El contrabando o lo que fuese que transportaba el pesquero se encontraba sin duda en el contenedor, y Cabrillo calculó que si actuaban con la rapidez necesaria, podría detenerlo y enganchar el cable antes de que desapareciese para siempre.
    Como si le hubiese leído el pensamiento, Mark Murphy disparó una ráfaga de un segundo con la Gatling oculta en la proa del Oregon. Cincuenta proyectiles de uranio empobrecido perforaron el casco del Kra IV exactamente en la línea de flotación y por delante de la timonera en un punto donde Murph supuso que no estaban los tanques de combustible.
    Efectivamente los tanques se encontraban mucho más atrás, pero las balas impactaron en la santabárbara de los piratas. La primera explosión fue relativamente pequeña y contenida. Solo una lengua de fuego que asomó por el agujero que la Gatling había abierto en el casco. El segundo estallido voló una sección entera de la proa. El fuego y el humo se extendieron por toda la cubierta y el pesquero escoró como si hubiese disparado una salva. Cabrillo observó impotente mientras nuevas explosiones destrozaban la embarcación. Parecía como si la hubiesen preparado los técnicos de efectos especiales para una película de Hollywood. La timonera desapareció en una bola de fuego; luego la cubierta de popa saltó por los aires cuando los tanques de combustible explotaron. La popa se hundió tanto que la proa asomó por completo fuera del agua. Los trozos del pesquero se convirtieron en metralla que azotó la banda del Oregon y obligó a Cabrillo a refugiarse detrás de la batayola. La grúa de popa voló por encima de la popa del carguero con el cable colgando como un velo a la luz de la luna. La quilla del Kra IV se partió por donde la habían debilitado las explosiones. La proa, humeante, volvió a posarse en el agua al tiempo que la popa desaparecía de la vista y la sección de proa emergía de nuevo, antes de hundirse definitivamente.
    Todo el episodio, desde el impacto de los proyectiles de veinte milímetros hasta el hundimiento, duró diecinueve segundos.
    Cabrillo se puso de pie y se limpió la sangre donde un trozo de metal candente le había rozado el dorso de la mano. Un amplio círculo de restos humeantes se extendía por la cubierta, pero no había ningún trozo mayor que la tapa de un cubo de basura. El rugir del fuego del combustible que ardía sobre las olas era el único sonido una vez que se hubo disipado el estruendo de las explosiones. No se oían los lamentos de los heridos, ni los gritos de los supervivientes. Nadie se había salvado.
    Permaneció inmóvil durante diez segundos, quizá incluso treinta, antes de darse cuenta de que aún había una posibilidad de salvar algo de aquel desastre. El cable que sujetaba el contenedor de los piratas cruzaba la cubierta del Oregon y se deslizaba lentamente hacia el mar arrastrado por el peso del contenedor.
    — Grupo de trabajo a la cubierta de popa para recoger una carga —ordenó por la radio. Seguridad a la cubierta de popa. Buscad supervivientes.
    Bajó de cuatro en cuatro los escalones de la escalerilla de la superestructura desierta en una loca carrera para llegar a la cubierta de popa. Salió por una de las escotillas en el momento en que los marineros del grupo de trabajo llegaban al cable.
    Como el tambor de la grúa había seguido soltando el cable a medida que se hundía por la otra banda, no había contrapeso suficiente para frenar al contenedor. El cable rozaba la cubierta, y la pintura humeaba por efecto del roce.
    Cabrillo cogió un trozo de cadena de un montón que había junto a la base de un pescante. Dio varias vueltas de cadena alrededor del cable en el punto donde pasaba por encima de la borda, y luego enganchó los eslabones al garfio de un cabestrante. Si bien este parecía no haber funcionado en años, el motor bicilíndrico se puso en marcha en cuanto pulsó el botón de arranque. Movió la palanca y la cadena se tensó alrededor del cable. Un olor acre provocado por la fricción se extendió por el aire. La velocidad del cable disminuyó lo suficiente como para que los marineros pudieran hacer un bucle y engancharlo a un torno. El cable se tensó al máximo, pero aguantó.
    Tardaron unos minutos más en asegurarlo, pero finalmente lo engancharon a una de las grúas de la cubierta de popa.
    Eddie Seng y Linda Ross se reunieron con Cabrillo cuando habían comenzado a levantar el contenedor. El hombre estaba muy pálido y caminaba un tanto encorvado, con la mano apoyada en el pecho, donde había recibido el impacto de las dos balas.
    — ¿Qué tal estás? —le preguntó Cabrillo.
    — Solo me duele cuando me río —respondió Seng animosamente.
    — Entonces te contaré el chiste de la buscona que entra en un bar con un loro y un paquete de monedas.
    Eddie levantó una mano y gimió.
    — Por favor, no.
    — ¿Cómo les ha ido a los tuyos?
    — Lo creas o no, soy quien se ha llevado la peor parte. Uno de los chicos tiene un chichón y otro una herida superficial de bala.
    — ¿Qué hay de los piratas?
    — Trece muertos y dos heridos —contestó Linda. Julia no cree que vayan a durar más de una hora.
    — Maldita sea. —Quizá conseguirían saber algo más gracias a las autopsias, como la edad y la etnia de los piratas, pero nada que los ayudase a saber quién estaba detrás de los ataques.
    — Despejen la cubierta —gritó uno de los marineros.
    El trío se apartó de la borda mientras sacaban el contenedor del mar. El agua escapaba por el fondo y los agujeros en los costados. El contenedor de siete metros de largo pasó por encima de la borda y el operador de la grúa lo depositó en la cubierta como si tuviese la fragilidad de un huevo. Cabrillo cogió la cizalla que le ofreció uno de los tripulantes y cortó el candado que cerraba la puerta. Todos se acercaron, cada uno con su propia idea de lo que podía haber en el interior.
    Como no podía ser de otra manera, algunos imaginaban que encontrarían un tesoro de oro y piedras preciosas, como si estuviesen en el siglo XVIII.
    Cabrillo no se hacía ilusiones, pero no estaba en absoluto preparado para ver lo que salió del contenedor cuando abrió la puerta. Un marinero comenzó a vomitar al tomar conciencia de lo que veía, e incluso Cabrillo tuvo que apretar los dientes para reprimir una arcada. Arrastrados por el agua que aún quedaba en la caja de acero, treinta cadáveres desnudos rodaron por la cubierta del Oregon.




    6

    El castillo se alzaba en un valle cercano al pie del monte Pilarus, al sur de Lucerna y a poca distancia en tren de Zurich.
    Si bien el edificio de cuarenta habitaciones parecía haber dominado el paisaje durante generaciones, lo habían construido solo cinco años atrás. Con sus típicos techos de pizarra en ángulo agudo y las innumerables chimeneas y gabletes, tenía el aspecto de salir de un cuento de hadas. La calzada circular rodeaba una enorme fuente de mármol decorada con una docena de ninfas que vertían el agua de unos cántaros adornados con filigranas.
    Alrededor de la casa principal había varias edificaciones auxiliares de piedra, para simular que en otros tiempos las tierras se habían trabajado. En los prados, las vacas marrones de la raza Jersey, con cencerros de latón, se encargaban de mantenerlos segados y abonados.
    Siete limusinas oscuras se alineaban en el aparcamiento anejo al garaje; detrás, en un campo cercado donde había dos helicópteros Gazelle fabricados por Aerospatiale, los pilotos bebían café en la cabina de uno de los aparatos.
    La cumbre de los ministros de Economía europeos celebrada en Zurich no había merecido la atención de los medios, dado que no se esperaba ninguna novedad importante de la reunión. Sin embargo, había servido de excusa para que los hombres presentes en el castillo pudieran hallarse en la misma ciudad en el mismo momento. Se reunieron en la gran sala, de dos pisos de altura, con las paredes recubiertas con paneles de roble y adornadas con cabezas de jabalíes y ciervos, y dos grandes cornos suizos cruzados sobre la campana de la enorme chimenea.
    Como Suiza es uno de los grandes centros bancarios del mundo, no tenía nada de particular que, con una única excepción, los quince hombres representaran a las grandes instituciones bancarias de Europa y Estados Unidos.
    La cabecera de la mesa la ocupaba Bernhard Volkmann.
    Educado en la religión católica, en el seno de una familia muy severa encabezada por su padre, de profesión banquero, Volkmann había cambiado muy pronto su fe por otra: la riqueza.
    El dinero era su Dios, el efectivo su eucaristía. Era uno de los sumos sacerdotes en el mundo de las finanzas, respetado por su dedicación y un tanto temido por su infalible instinto.
    Todas sus acciones, cada día, buscaban acumular más dinero, para el banco y para sí mismo. Volkmann tenía una esposa, porque era lo que se esperaba, y tres hijos, porque se había permitido acostarse con ella en media docena de ocasiones.
    Consideraba a su familia una distracción obligada de su vida profesional, pero no recordaba ninguno de sus cumpleaños ni la última vez que había visto a su hijo, un estudiante de veintidós años que, según creía, estaba en la Sorbona.
    Volkmann llegaba a su oficina, en la Bahnhofstrasse de Zurich, a las seis de la mañana y se marchaba a las ocho de la noche. Esta rutina variaba, muy a su pesar, los domingos y los festivos, cuando trabajaba en su casa un mínimo de doce horas. Volkmann no bebía ni fumaba, y hubiese sido más fácil ver a un musulmán criando cerdos que a él entrando en un casino. A sus sesenta años, tenía barriga y un aspecto grisáceo.
    Su piel tenía la misma tonalidad gris de sus cabellos, y detrás de las gafas sus ojos tenían el color del agua sucia. Siempre vestía trajes grises, y aunque las camisas eran blancas, invariablemente adquirían el mismo color del conjunto.
    Aquellos que trabajaban para él nunca lo habían visto sonreír, y mucho menos reír, y solo algún incidente financiero de extrema gravedad podía conseguir provocarle una leve inclinación en la comisura de los labios.
    Sus comensales también eran hombres que compartían su pasión por el dinero. Eran presidentes de bancos cuyas decisiones afectaban los movimientos de miles de millones de dólares y a millones de vidas. Ese día se habían reunido porque los cimientos de la economía mundial estaban a punto de derrumbarse.
    Sobre la mesa de Bern Volkmann una sencilla tela negra tapaba un pequeño objeto rectangular. En cuanto todos acabaron de acomodarse, se llenaron las copas de agua, y se retiraron los ayudantes, Volkmann apartó la tela negra.
    Los banqueros y su invitado figuraban entre el reducido puñado de personas en el mundo que no reaccionarían a la vista del objeto que había sobre la mesa. No obstante, el ojo experto de Volkmann vio que tampoco aquellos curtidos profesionales conseguían controlar del todo la emoción. Algunos aceleraron un poco la respiración, uno se rascó la barbilla pensativamente, y otro lo miró por una fracción de segundo y luego observó a los demás como si le acabaran de dar un póquer de ases. Los restantes seis mil millones de habitantes del planeta hubiesen gritado y corrido a tocar el objeto mientras sus mentes pensaban en mil y unas maravillas.
    La barra trapezoidal pesaba 12,240 kilos y se la conocía con el nombre de London Good Delivery. Sus facetas irradiaban un cálido color amarillo cremoso, con un resplandor aceitoso por la sutil iluminación de la sala. Con una pureza del 99,9 por ciento, el lingote de oro puro valía aproximadamente ciento sesenta mil dólares.
    — Caballeros, nos enfrentamos a una crisis —comenzó Volkmann en un inglés impecable. Hablaba lenta y pausadamente para que sus palabras no diesen pie a confusiones o interpretaciones erróneas. Como todos ustedes saben, muy pronto el mundo se quedará sin oro. La demanda supera con creces la oferta por una razón muy sencilla. Algunos de ustedes se han vuelto codiciosos.
    »Hace poco más de una década muchos de ustedes acudieron a los bancos centrales de sus respectivos países con una proposición que, en su momento, pareció rentable a todas las partes. Ustedes, como banqueros, tomarían en préstamo el oro en depósito con el compromiso de pagar un interés de un cuarto de punto. El oro, guardado en las cajas fuertes de Nueva York, París, Londres y otros lugares, no tenía valor mientras se mantuviese fuera de la circulación. Al ofrecer un interés de un cuarto de punto harían que el oro trabajase para los bancos centrales como nunca había hecho en el pasado.
    »Si todo hubiese acabado allí, ahora no nos encontraríamos enfrentados a una crisis. Pero eso no ocurrió. Ustedes vendieron el oro en el mercado o lo utilizaron como garantía para otras empresas. En esencia, comprometieron o vendieron algo que solo tenían el derecho de tomar en préstamo.
    Los bancos centrales dieron su aprobación pero se reservaron el derecho a reclamar el oro en cualquier momento. Si este plan se hubiese aplicado en un único país o a pequeña escala, habría habido oro suficiente en el mercado para atender dicha demanda.
    »Sin embargo, les pudo la codicia. Tal como están las cosas a día de hoy, las doce mil toneladas de oro, valoradas en un billón de euros, aparecen en los libros de los bancos centrales, pero en realidad están en los dedos y alrededor de los cuellos de las mujeres del mundo entero. En otras palabras, caballeros, no se pueden rescatar.
    »Algunos bancos centrales son conscientes de la situación y continúan aceptando el cuarto de punto, pero otros reclaman la devolución del oro. Hace dos años, el banco central francés anunció que vendería parte de sus reservas. Nos reunimos para financiar la compra del oro necesario para restituirlo a su tesorería y que así pudiesen realizar la venta. Como recordarán, el precio del oro subió cincuenta euros en solo unas pocas semanas cuando el mercado se enteró de las compras. Luego los franceses vendieron su oro, y los precios se estabilizaron de nuevo. Atender la obligación nos costó casi mil millones de euros. Dijimos a nuestros accionistas que había sido un gasto excepcional, pero en realidad es un gasto que se repetirá cada vez que un banco central reclame lo que es suyo.
    — Bern, no necesitamos una lección de historiamanifestó un banquero neoyorquino en tono irritado. Si mira en derredor verá que faltan algunos rostros conocidos porque sus juntas directivas los pusieron de patitas en la calle.
    — Acabar de «patitas en la calle», como dice usted, señor Hershel, es la menor de nuestras preocupaciones —declaró Volkmann, y dedicó una mirada al norteamericano que acalló cualquier réplica. El negocio bancario se asienta en la confianza —añadió. Un trabajador cobra su salario, gasta el dinero que necesita para vivir, y confía en el banco para que le guarde el resto. Lo que ocurre después está más allá de su comprensión o de su interés. Él ha hecho su parte al convertir el trabajo en capital y confía en que nosotros hagamos la nuestra y demos el máximo beneficio a su dinero. Nosotros se lo prestamos a empresarios que ponen en marcha nuevos negocios que emplean a más trabajadores que a su vez transforman su trabajo en capital en un sistema que ha funcionado bien durante siglos.
    »Pero ¿qué ocurre cuando se abusa de esta confianza? Por supuesto ya hemos tenido escándalos bancarios en el pasado, pero ahora nos enfrentamos a una crisis de confianza de unas dimensiones sin precedentes. Las reservas que los gobiernos emplean para garantizar la fortaleza económica de sus respectivos países, las reservas de oro, han sido vendidas con el único aval de una letra que ya no se puede pagar. No podemos cumplir nuestra promesa a los bancos centrales. Incluso si tuviésemos el dinero para comprar el oro, ya no hay suficiente en el mundo para pagar lo que debemos.
    — La producción se puede aumentar, y eso nos daría el tiempo que necesitamos para devolverlo —señaló un inglés vestido con un traje de Savile Row.
    — No se puede. —La brusca respuesta la dio una persona que hablaba inglés con acento británico pero con cierto dejo colonial.
    — Señor Bryce, tenga usted la bondad de explicarlo.
    Bryce se levantó. A diferencia de los demás, tenía la tez bronceada y curtida, y sus ojos azules quedaban un tanto ocultos detrás de los párpados entrecerrados, como si los protegiese del sol. Tenía las manos grandes y los nudillos hinchados. Era alguien que había trabajado para conseguir su riqueza de una forma que los banqueros nunca llegarían a comprender.
    — Me han escogido para representar los intereses mineros sudafricanos. El señor Volkmann me informó del tema que trataríamos aquí, así que hablé con mi gente para darles a ustedes una información precisa. El año pasado Sudáfrica produjo unas tres mil cuatrocientas toneladas de oro con un valor de doscientos ochenta dólares la onza. Este año hemos calculado extraer más o menos la misma cantidad pero a un precio de trescientos dieciocho dólares la onza. Los costes laborales han aumentado desde el fin del apartheid debido al poder de los sindicatos, y nos enfrentamos a la fuerte presión de firmar nuevos convenios que son todavía más generosos.
    — Pues no lo hagan —dijo el presidente del principal banco de Holanda.
    Bryce le miró con expresión severa.
    — Trabajar en las minas no es como hacerlo en una cadena de montaje. Se tardan años en formar a un minero. Una huelga nos perjudicaría gravemente, y los sindicatos lo saben.
    Calculan que la onza rondará los quinientos dólares y saben que las compañías no pierden dinero.
    — ¿Pueden aumentar la producción? —preguntó otro.
    — En la actualidad trabajamos a una profundidad de tres mil doscientos metros. Cada nuevo nivel que abrimos aumenta los costes en una progresión geométrica. Es como construir un rascacielos. Para hacerlo más alto no basta con añadir otro piso. Primero hay que reforzar los cimientos y la estructura.
    Debemos asegurarnos de que los ascensores lleguen y que las conducciones de agua y las instalaciones eléctricas y sanitarias puedan asumir la demanda. Añadir un piso, dicen los arquitectos, es tan costoso y difícil como hacer un nuevo piso debajo de un edificio. Cada nuevo nivel que cavamos en las minas más profundas cuesta el doble o el triple de lo que costó abrir el anterior. Por supuesto que podemos llegar al oro, pero el coste superará con creces los beneficios.
    — Entonces debemos buscar oro en otros lugares. ¿Quizá Rusia? ¿Canadá? ¿Estados Unidos?
    — Lo que producen es como una gota de agua en el mar —respondió Volkmann. Además, las medidas de protección del entorno en Estados Unidos añaden un coste de entre treinta y cuarenta dólares por onza.
    — ¿Qué hay de las prospecciones? Podríamos abrir nuevas minas, quizá poner un poco de orden en el caos de las explotaciones mineras de Brasil, para que aumenten la producción.
    — Incluso con las tecnologías más adelantadas y una administración correcta, las vetas auríferas de Brasil no darían el oro necesario para llenar un furgón blindado en un año —replicó Bryce. En cuanto a la exploración, claro que hay filones marinos, y sabemos dónde se hallan algunos. El problema es que se tardaría años en acabar con el papeleo necesario para obtener los permisos, y luego habría que invertir miles de millones de dólares para que cualquiera de ellos alcanzase los niveles de producción que ustedes necesitan.
    — Entonces la solución es sencilla —apuntó un francés tras el breve silencio que siguió a las pesimistas palabras de Bryce. Debemos convencer a los bancos centrales para que nunca reclamen sus reservas. Quizá podríamos ofrecerles un interés mayor para asegurarnos su cooperación.
    — Eso no sería más que un parche —replicó otro neoyorquino. No podremos escapar de nuestro compromiso eternamente.
    — Pero si tenemos tiempo para llenar de nuevo las arcas de los bancos centrales, conseguiremos mantener el precio estable y evitar que se repita lo que ocurrió cuando mi país anunció la venta.
    — ¿Qué pasará cuando el Wall Street Journal publique la noticia? —replicó el neoyorquino. La gente exigirá ver el oro que su gobierno le prometió que existía. El ciudadano cree a pie juntillas que las bóvedas de Fort Knox están llenas hasta el techo. No le gustará enterarse de que están vacías y solo hay unos pagarés que son papel mojado. Se dejará llevar por el pánico, porque el gobierno le mintió en algo que nunca había mantenido: la garantía del billete verde.
    — Precisamente por eso dije antes que esta es una crisis de proporciones incalculables —señaló Volkmann. Hemos derribado los cimientos del sistema capitalista, y en cuanto el público se entere, se desplomará como un castillo de naipes.
    El banquero suizo hizo una pausa y miró a los presentes.
    Vio que había captado su atención, y comprendió por sus agrias expresiones que algunos de ellos tenían una idea de lo que se disponía a decir, aunque desconocían los detalles. Bebió un sorbo de agua antes de continuar.
    — Durante los últimos seis años, Alemania ha puesto en práctica diversas políticas económicas que han fracasado. La consecuencia ha sido transformar un país que era la locomotora industrial europea en algo muy próximo a un Estado del bienestar. La productividad es muy baja, el desempleo alcanza el máximo tolerado por la Unión Europea, y dentro de poco el gobierno no podrá pagar las excesivamente generosas jubilaciones y pensiones. En una palabra: Alemania está a un paso de la bancarrota. Hace dos semanas me enteré de que venderán todas sus reservas de oro.
    La exclamación colectiva resumió la angustia de unos hombres que se veían al borde del abismo.
    — Eso equivale, caballeros, a seis mil toneladas, o aproximadamente la producción sudafricana de dos años. En estos momentos las reservas en Berlín y Bonn suman dos mil toneladas. Tendremos que aportar las cuatro mil restantes.
    — ¿Cuándo? —preguntó el francés, en un tono mucho más humilde.
    — No lo sé a ciencia cierta —contestó Volkmann. Si quieren mantener los precios estables tendrán que hacerlo en un plazo más o menos largo.
    — Pero no lo bastante largo —murmuró el neoyorquino.
    — No olviden —añadió Volkmann, que parecía empeñado en apilar un desastre tras otro— que si los mercados se enteran del aprieto en que se encuentran nuestros bancos, los precios pueden doblarse o incluso triplicarse.
    — Estamos arruinados —gritó el banquero de Holanda. Todos nosotros. Incluso si los alemanes aceptasen dinero, no podríamos pagarlo. El dinero que ganamos con la venta del oro ya se lo hemos prestado a otros. Tendríamos que reclamar los créditos, todos nuestros créditos. La economía holandesa se hundiría.
    — No solo la holandesa —señaló el banquero llamado Hershel. Nosotros vendimos oro alemán por valor de veinte mil millones de dólares, y una buena parte de ese dinero se perdió cuando el estallido de la burbuja de los «punto com».
    Tendríamos que vaciar las cuentas de ahorro de los clientes para devolverlo. Se producirían avalanchas en los bancos de todo Estados Unidos. Volvería a repetirse la Gran Depresión.
    Un lúgubre silencio reinó en la sala mientras pensaban en aquellas palabras. Aquellos hombres eran demasiado jóvenes para recordar la depresión que había afectado a buena parte del mundo en los años treinta, pero habían escuchado los relatos de los abuelos y otros parientes. Solo que esta vez sería peor, dada la globalización de la economía. Unos pocos pensaron incluso más allá de sus intereses particulares y los de sus países. Se acabaría la ayuda internacional a naciones que no podían mantener a sus ciudadanos. ¿Cuántas personas morirían porque los hombres sentados a esa mesa habían pedido el oro para aumentar todavía más sus enormes beneficios?
    De pronto todos parecieron adquirir el mismo tono gris de Bernhard Volkmann.
    — ¿Hay alguna forma de convencer a los alemanes? —preguntó uno de ellos.
    — Podemos intentarlo —respondió otro, pero tienen que cuidar de sus propios intereses. Necesitan recuperar el oro, o se enfrentarán a la insolvencia, a posibles manifestaciones, y quién sabe si a una insurrección popular.
    Volkmann dejó que los banqueros discutiesen qué podían hacer para salvarse a sí mismos, a sus bancos y al mundo. Al final descubrieron que no tenían respuesta. Cuando la conversación no dio más de sí, se le pidió al representante de las empresas mineras de Sudáfrica que saliera de la sala.
    En cuanto se cerró la puerta, los banqueros dedicaron a Volkmann toda su atención. El permaneció en silencio hasta que alguien le formuló la pregunta para la que todos anhelaban una respuesta.
    — ¿Nos ha llamado porque tiene una solución? —preguntó el director ejecutivo del sexto banco más grande de Inglaterra.
    — Síafirmó Volkmann sencillamente, y le pareció sentir el aire de sus suspiros en la piel. Escribió un mensaje de texto en su PDA, y un segundo más tarde la puerta de la sala se abrió de nuevo. El hombre que entró caminaba con esa confianza que en los banqueros, aunque nunca lo admitirían, solo era una fachada tras la que ocultaban su propia inseguridad.
    Se movía con soltura y mantenía la cabeza bien alta. Tenía más o menos la edad de ellos, alrededor de los cincuenta, o quizá era un poco más joven. Resultaba difícil precisarlo. No había arrugas en su rostro, pero los ojos parecían viejos, y en el pelo, cortado muy corto, dominaban las canas. A diferencia de los banqueros, no se reflejaba en él la autocomplacencia nacida de la superioridad que acompaña a la ilusión de poseer riqueza y poder. Sencillamente era una presencia, una fuerza que había entrado en la reunión y se había convertido en su centro sin necesidad de decir ni una palabra.
    — Caballeros —dijo Volkmann mientras el hombre se sentaba a su lado, les presento a Anton Savich, antiguo miembro del Departamento Soviético de Recursos Naturales. En la actualidad es un asesor privado.
    Nadie dijo nada ni se movió. No comprendían el motivo de la presencia allí de un ex funcionario soviético.
    — Hace tiempo que sabía que llegaríamos a esta situación y he hecho planes en secreto —continuó Volkmann. Lo que voy a proponer no admite discusión ni diferencias. Es nuestra única alternativa, y cuando acabe, cada uno de ustedes dará su asentimiento sin reservas. Señor Savich, explique los detalles.
    Sin levantarse, con la mayor naturalidad, Anton Savich les explicó cómo salvaría sus bancos. Tardó diez minutos, y en los rostros de los demás se reflejaron expresiones que iban del asombro y la cólera, al asco. El banquero holandés parecía estar a punto de vomitar. Incluso los duros neoyorquinos, uno de los cuales había combatido en Vietnam, parecían descompuestos.
    — No hay otra forma, caballeros —declaró Volkmann.
    Nadie fue capaz de asentir verbalmente. El suizo los miró uno a uno, sostuvo sus miradas, y comprendió que tenía su asentimiento cuando desviaban la mirada o hacían un gesto casi imperceptible. El último fue el holandés. Gimió al pensar en lo que aceptaba y bajó la mirada. Me ocuparé de todo —concluyó Volkmann. No será necesario que volvamos a reunimos.
    — Estoy seguro de que lo haremos —replicó el neoyorquino que había hablado de Fort Knox. En el infierno.




    7

    Cabrillo se persignó.
    Las víctimas eran de todas las edades, aunque, por lo que veía, dominaban los veinteañeros. Algunos llevaban muertos algún tiempo. Los cadáveres estaban negros, y varios estaban hinchados por el gas de la putrefacción. Pero la mayoría parecía haber muerto ahogada cuando los piratas habían arrojado el contenedor al agua. Las potentes luces de los reflectores de cubierta resaltaban su palidez. Resultaba difícil saberlo entre aquella mezcla de miembros, pero aparentemente había más hombres que mujeres. La único que tenían en común, aparte de su horrible muerte, era que todos eran chinos.
    — Cabezas de serpiente. —Cabrillo soltó un escupitajo por encima de la borda, y miró hacia una mancha de aceite que aún ardía entre las olas.
    En su desesperación por trabajar fuera de China, los campesinos, e incluso los obreros que tenían una situación económica un poco más holgada, pagaban hasta treinta mil dólares para que los sacasen clandestinamente del país. Por supuesto, ni siquiera un chino rico podía disponer de tanto dinero, así que las mafias habían organizado un sistema en el que los inmigrantes ilegales trabajaban para ellas en talleres y restaurantes desde Nueva York hasta Nueva Delhi pagar la deuda.
    A las mujeres las convertían en prostitutas en los «salones de masaje» que crecían como setas incluso en las ciudades más pequeñas de Estados Unidos y Canadá. Las explotaban durante años, vivían apiñadas en sórdidos apartamentos que eran propiedad de las mafias, hasta que liquidaban la deuda con sus intereses. Si pretendían escapar, matarían o torturarían a sus familiares en China.
    De esta manera más de un millón de chinos abandonaban una vida miserable por otra peor, con la promesa de que las cosas mejorarían si trabajaban con más ahínco.
    Los emigrantes tenían un nombre para el viaje a una nueva vida. Lo llamaban «cabalgar la serpiente», y aquellos que dirigían las mafias eran los cabezas de serpiente.
    Cabrillo y su tripulación habían interceptado un cargamento de ilegales que probablemente iba destinado a Japón, o quizá los piratas habían capturado el barco donde viajaban y se los habían llevado para venderlos de nuevo a la mafia o a un tercero. En cualquier caso, habían tropezado con una red de tráfico de personas. Pasado el horror tras ver lo que yacía en la cubierta de su barco, Cabrillo, más allá del dolor, sintió la furia que se encendía en su pecho y la avivó con odio hasta convertirla en una hoguera que amenazaba con consumirlo.
    Se volvió hacia Ross con una mirada de hielo.
    — Dile a Huxley que venga aquí cuanto antes. Ya no puede hacer nada por esta pobre gente, pero las autopsias pueden decirnos qué sucedió. —Llamó a los operarios con un gesto. En cuanto los enfermeros acaben de vaciar el contenedor, buscad cualquier número de identificación, y luego arrojadlo por la borda.
    — ¿Estás bien, Juan? —preguntó Linda, preocupada.
    — No, estoy cabreado —respondió Cabrillo mientras se alejaba, y todavía tengo que encargarme de un submarino.
    Ocupó su asiento en la sala de operaciones. Ya todos sabían lo ocurrido y no estaban para bromas. Mark Murphy se ocupaba de poner a punto el armamento por si lo necesitaban de nuevo, y Eric Stone permanecía al timón, a la espera de recibir órdenes.
    — Murphy —llamó Cabrillo con voz severa.
    Mark se volvió en su asiento, tenía una expresión grave en el rostro. Había sido su disparo el que había volado el Kra IV y dado al traste con la posibilidad de capturar vivo a algún tripulante para interrogarlo.
    — ¿Sí?
    — No te culpes —dijo Cabrillo en tono más amable. Yo le hubiese disparado en el mismo lugar. Esta es una operación que llevará tiempo. Ya habrá otros.
    — Sí, señor. Gracias.
    — Stone, velocidad treinta nudos. Llévanos hasta donde está el submarino.
    — A la orden.
    Linda seguía en cubierta, sin duda ayudando a Julia y a los enfermeros. Juan se ocupó del sonar pasivo y fue dándole a Stone las correcciones de rumbo y velocidad hasta situar al Oregon en la vertical del misterioso submarino. En la media hora transcurrida desde su detección había bajado hasta los veinticinco metros. Pasó la señal acústica por el ordenador para filtrar cualquier sonido extraño, hasta que solo quedó el lento escape del aire. No había forma de saber si el submarino se hacía el muerto o tenía un problema. Pero si era esto último, sin duda debería oír a los tripulantes que trabajaban en el interior del casco presurizado. Incluso sin los complejos sistemas de escucha, el sonido de los golpes del metal contra el metal se oiría claramente desde el Oregon. Sin embargo, no se percibía otra cosa que el burbujeo del aire que escapaba del submarino.
    Cabrillo buscó una carta de la zona. Había poco más de tres mil metros de agua debajo de la quilla. Pasarían días antes de que el submarino tocase el fondo, aunque para entonces la presión lo habría aplastado.
    Volvió a su butaca y llamó a la piscina interior.
    — Jefe de inmersiones, aquí Cabrillo. Abre las puertas del casco y prepara un ROV para un reconocimiento a poca profundidad. Que dos buceadores se preparen, y busca mi equipo.
    Quince minutos más tarde Cabrillo se encontraba detrás del piloto del ROV vestido con un traje de neopreno color naranja. Llevaba la máscara colgada del brazo izquierdo. No tenía por qué montarse en el submarino, pero necesitaba sentir la refrescante calma del abrazo del mar. Le dolían el cuello y los hombros por la tensión y la rabia.
    La sonda submarina era una nave pequeña con forma de torpedo y con tres hélices de paso variable, instaladas a lo largo del eje, que la impulsaban y permitían las maniobras. En la proa, una cúpula de plexiglás encerraba una cámara de vídeo de alta resolución, y en la parte superior una batería de focos iluminaba un sector de tres metros de ancho incluso en las aguas más turbias. Acababan de lanzarla al agua, y dos tripulantes se encargaban de que el cable de conexión no se enganchase.
    Las enormes puertas abiertas al mar permitían que el frío se extendiese por la enorme bodega mientras que los focos sujetos al casco proyectaban un resplandor verdoso en los mamparos. El sumergible Nomad 1000 colgaba sobre la piscina como un dirigible, preparado por si surgía la necesidad de utilizar su potente brazo mecánico.
    — Profundidad quince metros —avisó el operador, con la atención puesta en la pantalla que ofrecía las imágenes captadas por la cámara del ROV. Solo se veía una mancha oscura.
    Mantenía los dedos apoyados en el par de mandos que controlaban la sonda. Profundidad veinte metros.
    — Allí —señaló Cabrillo.
    En la penumbra apareció el débil rastro de un perfil que se fue definiendo a medida que la sonda se acercaba. El ROV se había acercado al submarino por la popa. La hélice de bronce brilló con las luces de los potentes focos. Luego vieron el timón. No se parecía a ninguno de los submarinos que Cabrillo conocía.
    — Sube dos metros y avanza tres.
    El operador siguió las órdenes, y la hélice quedó por debajo de la cámara. Vieron las planchas de acero del casco, pero no tenía la típica forma de cigarro de los submarinos. Linda había comentado que el sumergible tema una forma extraña cuando hizo un barrido con el sonar activo.
    De pronto vieron la palabra ROV pintada con letras blancas en el casco, de color negro.
    — Retrocede —ordenó Cabrillo.
    El pequeño autómata submarino retrocedió y la palabra se transformó en UTHAMPTO.
    — ¿Qué demonios es un uthampto? —preguntó uno de los buzos.
    — Qué no —replicó Cabrillo. Quizá sea dónde. Southampton, Inglaterra.
    Mientras hablaba, apareció el nombre completo del puerto de llamada del barco y también su nombre: Avalon. No era un submarino.
    — ¿Crees que este puede ser el barco del que los piratas se llevaron a los emigrantes?
    — Lo dudo. —Cabrillo miró las imágenes mientras la sonda pasaba por encima de la borda y cruzaba la cubierta de popa. Unos pocos peces nadaban entre unos cables. Pero estoy seguro de que fue una de sus víctimas. Lo más probable es que lo atacasen cuando se encontraban fuera del alcance de nuestro radar. —Llamó al puente para que Mark Murphy buscara información referente al barco de bandera británica.
    — ¿No tendríamos que haber captado un SOS? —preguntó el buzo.
    — No si los piratas interfirieron la transmisión o subieron a bordo con algún ardid que les permitió apoderarse de la radio antes de que pudiesen enviar la señal de ayuda.
    — Capitán, soy Murph. El Avalon pertenece a la Royal Geographic Society. Lo botaron en 1982. Tiene una eslora de cuarenta y tres metros, desplaza…
    — ¿Cuándo fue la última vez que tuvieron noticias?
    — Según el comunicado de prensa de la RGS, perdieron todo contacto hace cuatro días. Los barcos y los aviones de rescate norteamericanos con base en Okinawa no pudieron encontrarlo.
    — Eso no tiene sentido —murmuró Cabrillo, que pensaba en voz alta. Si lo abordaron y los piratas cortaron las comunicaciones, las tripulaciones de salvamento marítimo tendrían que haberlo encontrado fácilmente.
    — No si lo hundieron sin más —señaló el operador del ROV.
    — No es posible que solo se haya hundido veinticinco metros en cuatro días, —Cabrillo hizo una pausa. A menos…
    a menos que alguien consiguiera evitar que continuara tragando agua.
    — De todos modos se hunde —dijo el buzo. Si ha perdido flotabilidad y se ha hundido a esta profundidad, es que continuará hundiéndose.
    — Tienes razón —admitió Cabrillo, pero quizá ha quedado en una capa de agua de gran salinidad. El agua salada es más densa que la pura, así que a igual volumen desplaza más peso. En el océano hay corrientes de agua con distintos grados de salinidad y temperatura. Es posible que el Avalon se encuentre en una capa de agua muy densa que por el momento lo mantiene en equilibrio. —Era consciente de que si el barco continuaba inundándose, acabaría por atravesar la capa y entonces se hundiría como una piedra.
    Los hombres observaron en silencio cómo la sonda continuaba el recorrido por el barco sumergido. No había ninguna señal exterior de lucha, ni agujeros de bala ni restos de una explosión. Parecía como si se hubiese hundido sin resistencia.
    En cuanto el ROV llegó a la proa, Cabrillo le ordenó al operador que lo guiara por la superestructura para probar si conseguía ver a través de alguna de las ventanas.
    — ¿Crees que aún puede haber alguien vivo en el interior?
    — preguntó el buzo.
    Cabrillo ya había descartado esa idea. Había visto la brutalidad de los piratas y sabía que no hubiesen dejado a nadie con vida ni siquiera en un barco que se iba a pique. Otra prueba era el silencio. De haberse visto atrapado en un barco hundido, hubiese hecho cualquier cosa para llamar la atención, por inútil que fuese. Hubiese golpeado el casco con un martillo o cualquier cosa hasta no poder mover los brazos.
    Después hubiese gritado hasta quedarse ronco. No, estaba seguro de que no quedaba nadie vivo a bordo del Avalon.
    El ROV dio la vuelta y pasó de nuevo por la cubierta para acercarse al puente. A la luz de los focos vieron que todas las cristaleras estaban destrozadas, quizá por los piratas o a causa del hundimiento. El operador guió la sonda a través de una de las ventanas, con mucho cuidado para que el cable no se enganchase. El techo parecía una capa de mercurio. Era una bolsa de aire alimentada por las burbujas que escapaban de una pequeña perforación en el suelo.
    En el puente abundaban las pruebas del ataque. Había agujeros de balas en los mamparos, y los casquillos cubrían el suelo. Un bulto que parecía ser una lona amontonada en un rincón resultó ser un cadáver. Los peces se movían entre los hilillos de sangre que escapaban de las numerosas heridas.
    El operador intentó maniobrar para que pudiesen ver el rostro del muerto y quizá identificarlo, pero la pequeña sonda no tenía la fuerza necesaria para hacer rodar a un hombre fornido.
    — A ver si encuentras una manera de acceder al resto de la superestructuradijo Cabrillo.
    El operador lo intentó, pero la escotilla al final del puente estaba atrancada con una barra de metal entre las asas.
    — No importa. Vuelve atrás y prueba con los ojos de buey.
    Quizá consigamos ver algo.
    La sonda recorrió primero la banda de babor. Se detuvo en cada uno de los ojos de buey sin que vieran nada en el interior.
    La oscuridad era total. El operador guió el ROV alrededor de la popa y comenzó la inspección por la banda de estribor. Los focos trazaban un círculo perfecto en el casco negro, y cada ojo de buey resplandecía como una gema. En el instante en que alumbró uno de los camarotes se oyó el sonido agudo de unos golpes metálicos a un ritmo frenético. Los hombres que miraban el monitor dieron un respingo cuando un rostro pálido apareció de pronto en el ojo de buey. Era una mujer.
    Tenía los ojos desorbitados por el terror, y movía la boca mientras gritaba algo que ellos no podían oír.
    — ¡Dios bendito! ¡Está viva!
    Cabrillo ya se estaba sujetando las correas de las dos botellas de aire comprimido. A continuación se colocó el compensador de flotación alrededor del cuello. Se levantó para abrocharse el cinturón de lastre. Los otros dos buzos repetían sus movimientos. Recogió las aletas y una linterna de gran potencia.
    — Avisad a Huxley —ordenó mientras caminaba hacia la piscina cargado con treinta kilos de equipo. Se ajustó la máscara, comprobó el funcionamiento del respirador, y se dejó caer de espaldas en el agua.
    Mientras descendía a través de una cortina de burbujas, Cabrillo se calzó las aletas, y purgó un poco de agua que se había filtrado por el borde de la máscara. El agua no estaba helada, y su cuerpo calentó rápidamente la fina capa atrapada en el traje de neopreno. Esperó a que los otros dos buzos saltasen al agua antes de iniciar el descenso con una mano en el cable de la sonda para guiarse.
    ¿Cómo había sobrevivido? A juzgar por cómo los peces habían dañado el cadáver que se hallaba en el puente, los piratas habían echado a pique al Avalon poco después de capturarlo. ¿Había tanto aire acumulado en el interior del casco?
    Obviamente la respuesta era afirmativa. La cuestión era saber si duraría hasta que consiguieran llegar hasta la mujer.
    Debajo vio el halo de las luces de la sonda y los oscuros detalles del barco. El aire escapaba al menos por una docena de puntos del casco, como si sangrase. Cabrillo sintió un temor supersticioso. El Avalon se había convertido en un barco fantasma, pero, a diferencia de El holandés errante, había sido condenado a navegar en las tinieblas submarinas, un vagabundo solitario al que se le acababa el tiempo.
    En cuanto llegó a la cubierta principal, comprobó el nivel de profundidad en el ordenador de inmersión. Se encontraba a treinta metros. El Avalon se hundía más rápido. Su tiempo se agotaba.
    Descendió hasta donde el ROV permanecía parado delante del ojo de buey en el que había visto a la superviviente.
    Cuando miró al interior, la mujer atrapada dio un brinco de espanto. Luego se acercó rápidamente y solo un par de centímetros de agua y el grosor del cristal separaron sus rostros.
    Si a Cabrillo no se le ocurría rápidamente alguna solución, el abismo sería insalvable.
    La mujer llevaba varios jerséis y dos chaquetas. Se cubría la cabeza con un gorro de lana. El aire dentro del barco debía de tener la misma temperatura que el agua. Miró su termómetro: diez grados centígrados. Sus ojos eran de un color azul brillante, pero ahora que él había llegado, habían perdido su expresión de locura. A pesar de lo desesperada que era la situación, aún conservaba un rastro de humor, porque levantó un brazo y dio varios golpecitos en el reloj, como si dijese: «Ya era hora». Cabrillo admiró su coraje.
    Después se fijó en los detalles y advirtió que tenía los labios morados y el rostro anormalmente pálido. Temblaba toda ella. Miró al interior del camarote. La altura del agua llegaba hasta las literas. Un colchón flotaba suelto mientras que la mujer aguantaba el otro con su peso. No había conseguido mantener seco su refugio, ni tampoco las prendas. El colchón se hundía y el agua llenaba el hueco. Sin duda también tenía mojados los pies. No sabía cuánto tiempo llevaba así, pero sospechó que no tardaría en sufrir los efectos de la hipotermia.
    Cabrillo se quitó el respirador de la boca y artículo: «¿Está bien?». El agua era muy salada, cosa que confirmó la razón por la que la nave todavía no se había ido al fondo.
    La mujer lo miró como si él hubiese perdido el juicio, dadas las circunstancias; luego asintió para decirle que no estaba herida. Cabrillo la señaló y levantó un dedo; después señaló otros lugares del barco y le mostró más dedos. Ella tardó un momento en comprender que le preguntaba si había más supervivientes. Negó con la cabeza. A continuación levantó un dedo y desapareció por un momento. Cuando reapareció sostenía una libreta y un rotulador negro. Le temblaba tanto la mano que la escritura apenas se leía. «Soy la única. ¿Puede sacarme?».
    Cabrillo asintió, aunque no tenía idea de cómo. Podía enganchar el barco con los cables de las grúas del Oregon e intentar alzarlo a la superficie, pero las grúas no tenían la potencia necesaria para levantar tanto peso, y si lo desequilibraban se hundiría aún más rápido. Sin embargo, por el momento valdría la pena sujetarlo para así al menos estabilizarlo.
    Los otros buzos se reunieron con él. Cabrillo escribió las órdenes en la pizarra de uno de ellos y lo envió de regreso al Oregon. Se volvió de nuevo hacia la mujer y le guiñó un ojo. Ella escribió en su libreta y la apretó contra el cristal.
    «¿Quién es?».
    Cabrillo escribió su nombre. Ella le dirigió una mirada interrogativa y escribió: «¿Pertenece a la Marina?».
    Vaya. ¿Cómo podía explicarle su presencia? Respondió que dirigía una empresa de seguridad privada a la que habían contratado para capturar a los piratas. Pareció bastarle. Le pidió que le indicase cuáles eran los lugares que aún no se habían inundado. Contestó que la cubierta del puente, la sentina y la sala de máquinas estaban inundados. El agua llevaba anegando su cubierta desde hacía doce horas. Le preguntó si había alguna puerta exterior que él pudiese abrir y que solo inundara un espacio pequeño, alguna antecámara que pudiese aislarse del resto del barco.
    Escribió que no estaba segura, y luego se tumbó en la cama.
    El agua acumulada en el colchón la cubrió hasta los hombros.
    No parecía darse cuenta, o ya no tenía fuerzas para hacer nada al respecto. Cabrillo golpeó el cristal con el mango de la linterna, para despertarla. Ella abrió los ojos pero apenas fue consciente de su presencia. Empeoraba por momentos. Repitió los golpes, y la mujer se arrastró de nuevo hasta el ojo de buey. Tenía la mirada vidriosa, y la mandíbula se sacudía como si sujetase un martillo neumático. No conseguiría sacarla sin su ayuda, y quizá no tardaría más de cinco minutos en quedar inconsciente.
    «¿Cómo se llama?», escribió Cabrillo.
    Ella miró las palabras por un instante y luego dijo algo que el hombre no comprendió. Le mostró la pizarra para recordarle cómo se comunicaban. Necesitó veinte segundos de intensa concentración para escribir «Tory». Cabrillo decidió tutearla como una manera de infundirle ánimos.
    «¡Tory, tienes que mantenerte despierta! Si te duermes, morirás. ¿Hay alguna pequeña habitación que puedas aislar y que tenga una salida exterior?» Le preocupó que ya no estuviese en condiciones de entender la pregunta, pero entonces ella cuadró bruscamente los hombros y consiguió apretar las mandíbulas. Asintió y comenzó a escribir. Tardó cuatro minutos, según marcaba el cronómetro Concord de acero inoxidable de Cabrillo, porque tuvo que borrar muchas palabras y comenzar de nuevo.
    Finalmente acercó la libreta al cristal. Las letras parecían haber sido escritas por un niño. Cabrillo leyó: «La pueta de opa un cubi arriba da a un relia que puete cerrar». Tardó un valioso minuto en descifrar lo escrito: «La puerta de popa en la cubierta de arriba da a un rellano que se puede cerrar».
    «Tienes que ir hasta allí y encerrarte. No salgas. Confía en mí».
    Tory asintió y se levantó de la cama. En cuanto se puso de pie con el agua hasta las rodillas, la agonía se reflejó en sus facciones. Cabrillo casi sintió cómo el frío atenazaba sus músculos y transmitía el dolor a su cerebro. Cruzó el camarote tambaleándose, perdió el equilibro, casi llegó a apoyarse en el mamparo, y cayó pesadamente. Si hubiese podido deslizarse por el ojo de buey, Cabrillo lo hubiese hecho para levantarla en sus brazos. Pero no pudo hacer nada más que observar impotente mientras Tory se levantaba a duras penas. Chorreaba agua. Llegó a la puerta sin mirar atrás, sus movimientos recordaban a un zombi en una película de terror.
    En cuanto desapareció de su campo visual, Cabrillo ascendió para buscar la escotilla que le había descrito. Al pasar por encima de la borda vio que cuatro buzos trabajaban para sujetar las eslingas en los bolardos de popa. Habían instalado grandes focos y trabajan con mucha rapidez y pericia. Otro equipo hacía el mismo trabajo a proa. El barco había bajado a treinta y tres metros. Aunque las grúas no pudiesen reflotarlo, tenerlo asegurado al Oregon evitaría que durante unas horas continuara hundiéndose.
    Sin embargo, el problema no era la profundidad sino la resistencia de Tory.
    Cabrillo y su tripulación no sabían que el Avalon tenía unas grandes bodegas a proa y a popa: iban desde la sentina hasta la cubierta principal y ocupaban casi toda la manga. Hasta entonces, se habían mantenido secas gracias a que las escotillas estaban cerradas y a que los servocontroladores de los sistemas de ventilación los mantenían sellados. El aire contenido en las bodegas había ayudado a que el barco no se hubiese hundido hasta el fondo. Mientras Cabrillo observaba la puerta, uno de los ventiladores comenzó a ceder bajo la presión del agua que había en los conductos de ventilación. Un chorro de agua pulverizada escapaba por uno de ellos con tanta fuerza que llegaba al otro extremo de la bodega. La ranura entre las lamas era pequeña, únicamente pasaban unas decenas de litros por minuto, pero se agrandaba por momentos; solo era cuestión de tiempo que se rompiese del todo y el agua entrara por una abertura de casi un metro cuadrado.
    La escotilla se abría hacia fuera; podría mover la manija en cuanto quitase la barra de hierro que habían puesto para impedir que nadie saliese durante el asalto. Solo le quedaba vencer la resistencia del agua para abrirla. Para conseguirlo necesitaba igualar la presión por ambos lados, y eso significaba inundar la antecámara con Tory dentro. Era un concepto sencilio; la mujer pasaría unos momentos de terror al ver que el agua amenazaba con ahogarla, pero Cabrillo la habría sacado antes de que estuviese realmente en peligro.
    Llamó con un gesto a uno de los buzos y escribió lo que necesitaba en la tablilla. El buzo llevaba un casco con un sistema de comunicaciones integrado que le permitía hablar con el jefe de buzos en el Oregon. Cabrillo empezó a marcar el ritmo de una marcha militar en la puerta mientras esperaba a que llegara Tory y lo que había pedido. La espera se le hizo eterna. Cuando por fin bajaron las herramientas y otro equipo de buceo, Tory no había aparecido. Cabrillo comenzó a temer lo peor.
    Verse atrapada entre los cadáveres de los amigos ya era terrible, pero si a eso se sumaba la tensión psicológica de saber que su prisión se encontraba debajo del agua y continuaba hundiéndose, era todo un milagro que la muchacha no se hubiese vuelto loca. Asustada y casi hipotérmica, ¿le quedarían fuerzas para llegar a la antecámara y no olvidarse de sellarla del resto del barco?
    Cabrillo tenía sus dudas, pero no había otra forma. La puerta del camarote se habría reventado y el agua habría corrido libremente si hubiesen hecho un agujero en el casco.
    Se habría ahogado antes de que hubiera conseguido abrir un hueco lo bastante grande como para pasarle una botella de aire. No, ese era el único plan que podía funcionar.
    Continuó marcando el ritmo con la linterna. Entonces le pareció oír algo desde el interior. Golpeó con más fuerza, se quitó la capucha, y apoyó la oreja en la puerta.
    Sí. Una respuesta inconfundible. Toc, toc. Dos golpes. Lo había conseguido.
    Buscó en el cesto de herramientas que le habían bajado del Oregon. Primero comprobó que las botellas de aire estuviesen a punto. Luego cogió el taladro, accionado por el aire comprimido de dos cilindros encerrados en una jaula. La punta de diamante y la velocidad de la barrena le permitirían abrir un agujero en cuestión de segundos. Cabrillo miró en derredor. Los buzos habían acabado de sujetar las eslingas a popa. Dos de ellos se alejaron para ir a ayudar a sus compañeros en la proa, y los dos restantes acudieron en su ayuda.
    Cabrillo reposó la espalda en la pesada cesta, apoyó la punta de la barrena casi al pie de la puerta, y apretó el gatillo.
    El agudo zumbido recordaba el torno de un dentista cuando se adentra en una caries rebelde. Era como si le clavasen cuchillos en los oídos. No hizo caso del dolor y miró las virutas de metal que se desprendían de la barrena. En unos segundos esta pasó al otro lado, y Cabrillo la retiró con mucho cuidado. El agua comenzó a entrar en la antecámara, junto con las virutas. No sabía cuáles eran las dimensiones de esa pieza ni cuánto tardaría en llenarse, lo único que podía hacer era esperar a que se igualase la presión.
    Utilizó una palanqueta para golpear la puerta y decirle a Tory que estaba allí. La respuesta fue inmediata y furiosa. No esperaba que la rescataran de ese modo.
    Después de cuatro minutos, Cabrillo intentó abrir la puerta con la palanqueta, pero continuaba sellada, así que hizo otros dos agujeros y continuó insistiendo, siempre con el mismo resultado. Se disponía a perforar unos cuantos más cuando ocurrió algo.
    En algún lugar de la superestructura hubo un estallido de burbujas. La rejilla del ventilador de la bodega de proa había cedido, y miles de litros de agua por minuto entraron en el enorme espacio vacío. La rápida subida de presión había hecho saltar la escotilla de inspección de la escotilla principal de la bodega. Los seis buzos que trabajaban a proa aparecieron por encima de la rechoncha chimenea del Avalon, en medio de las nubes de burbujas. Uno de ellos imitó el gesto de degollarse en cuanto entró en la zona iluminada para indicar que no había conseguido asegurar las eslingas de proa.
    En unos segundos, el Avalan comenzó a hundirse por la proa, y luego se escoró a babor. Los buzos solo habían logrado asegurar una eslinga a estribor. El barco colgaba ahora del Oregon, suspendido de tres cables: dos a popa y uno a proa.
    Por unos instantes, el barco oceanográfico pareció estabilizarse, pero el cambio de ángulo permitía la entrada del agua por otras vías. Los operadores de las grúas, bajo el mando de Max, hacían lo imposible por sostener el barco el máximo de tiempo posible, pero era una batalla perdida.
    Cabrillo se había separado de la cubierta durante aquellos frenéticos segundos, pero se apresuró a volver junto a la puerta. El cesto de las herramientas se había desplazado hasta un imbornal. Le indicó a uno de sus hombres que se lo acercase mientras él insistía en abrir la escotilla.
    Con el movimiento del barco Tory seguramente habría perdido la estabilidad en la antecámara, y el nuevo ángulo significaba que estaría chapoteando en el agua hasta que él consiguiese abrir la puerta. Se trataba de una carrera contra reloj, y el tiempo corría.
    La eslinga de proa estaba sujeta a uno de los bolardos. El extremo suelto, impulsado por el chorro de burbujas, se movía entre los aparejos que sujetaban el mástil de proa del Avalon. Debido a la diferencia de cargas, la eslinga tiraba del bolardo y comenzaba a deslizarse. Los hilos de acero rozaban el poste y producían un chillido como el de un alpinista cuando pierde el apoyo en la pared de piedra y cae al vacío.
    Con el agua que entraba en la bodega de proa, la eslinga aguantó un poco más, pero acabó soltándose del bolardo.
    La proa del Avalon se hundió bruscamente, y el barco quedó colgado de las eslingas de la grúa a bordo del Oregon.
    La grúa, que podía levantar pesos de hasta sesenta toneladas, estaba aguantando tres veces ese peso, y cada segundo aumentaba la tensión.
    Debido a la resistencia del agua, la rotación de noventa grados había tardado unos segundos, los suficientes para que Cabrillo se sujetase a la puerta mientras la cubierta se convertía en pared y el mamparo de popa en suelo. Entonces se oyó un terrible crujido que parecía sonar en todas las direcciones.
    Cabrillo miró en derredor en busca de la fuente. Las baterías de focos instaladas por los buzos aún continuaban funcionando tumbadas en la cubierta y creaban un siniestro espectáculo de luces y sombras. El sonido ganó en intensidad. Cabrillo vio que uno de los botes salvavidas que se había soltado de los pescantes bajaba a lo largo del barco. Se hizo a un lado cuando pasó y tuvo que sujetarse para no ser arrastrado por la succión. Uno de los cables cortados de los pescantes enganchados en el bote lo alcanzó cuando se volvía para saber si su gente había conseguido esquivarlo. El golpe en la cabeza le arrancó la máscara.
    Luchó contra el dolor y la desorientación, al tiempo que buscaba a tientas la máscara antes de que desapareciera. Abrió los ojos, y el picor de la sal fue terrible. Pero allí, unos centímetros más allá de sus dedos, estaba la máscara naranja. La cogió, se la colocó y para purgarla inclinó la cabeza y dejó que el aire del respirador expulsara el agua. Nadó de nuevo hasta la puerta. Consultó su ordenador de pulsera. El Avalon se hundía a una velocidad de tres metros por minuto, y aceleraba. Max emplearía hasta el último metro de cable para retrasar el descenso, pero había un límite en la profundidad que podían alcanzar con las botellas de aire comprimido.
    El otro buzo había salido despedido violentamente cuando el barco cambió de posición. Tardó unos segundos en reorientarse. Luego nadó hasta el cesto de herramientas, que había quedado encajado contra la borda, junto al mástil de la bandera. No se molestó en coger el taladro, sino que recogió una botella de aire y una bolsa de inmersión para llevárselas a Cabrillo.
    Juntos intentaron abrir la puerta con la palanqueta. Una cortina de nubes escapó por todo el borde durante un segundo. Consiguieron abrirla un poco, pero la presión la cerró de nuevo. Tiraron con más fuerza. Cabrillo sintió como si estuvieran arrancándole los músculos de los huesos y unas luces estallaran detrás de sus párpados cerrados. En el momento en que iba a cambiar de posición, la puerta se abrió bruscamente y acabó de inundar la antecámara.
    Los poderosos focos que habían instalado en la cubierta de popa se habían roto o se habían caído al otro lado de la borda, así que solo le quedaba la linterna. Movió el potente rayo de luz por la antecámara. El espacio era pequeño y estaba pintado de un color blanco mate. Una escalerilla bajaba hasta la escotilla que comunicaba con la cubierta del puente.
    Otra escotilla a la derecha, que daba acceso al interior de la cubierta principal, también estaba asegurada. Entonces vio a Tory, una oscura figura de prendas empapadas y miembros laxos. Sus cabellos se ondulaban como una anémona en un arrecife tropical.
    Con un par de golpes de aleta, Cabrillo llegó a su lado. Le metió la boquilla del regulador entre los labios y aumentó la salida de aire para forzar la entrada del precioso gas en sus pulmones. El otro buzo se apresuró a abrir la bolsa de inmersión. Lo más rápido que pudo, sacó un puñado de bolsas térmicas, las sacudió violentamente para iniciar la reacción química, y las metió debajo de las prendas de Tory. Tendrían que hacer varias paradas de descompresión, y esa era la única manera de protegerla del frío.
    Le quitó el regulador por un momento, para respirar, y se lo puso otra vez. Apareció un tercer buzo. Tory tenía un chichón en la cabeza, se había golpeado contra algo en el momento de producirse la rotación, y de la piel rota escapaba un fino hilo de sangre que manchaba el agua. El tercer buzo había llevado más botellas y un casco de inmersión. Cabrillo se lo colocó a Tory y después le dio un golpe en el esternón. La mujer tosió dentro del casco y una pequeña cantidad de agua le rodeó el cuello. Abrió los ojos y escupió más agua. Cabrillo utilizó el regulador para eliminar el agua del casco y no dejó de mirarla fijamente a los ojos mientras ella recuperaba lentamente el conocimiento. Supo que se salvaría cuando vio que ella se había dado cuenta de que un extraño había metido la mano en sus bragas.
    Aparecieron más buzos. Ayudaron a Cabrillo y a Tory a salir de la antecámara. Uno se encargó de comprobar la carga de las botellas del capitán. Por el momento era suficiente, pero necesitaría más botellas durante la descompresión. En cuanto se alejaron del barco una distancia prudencial, uno de los buzos comunicó al Oregon que podían soltarlo. Un par de minutos más tarde, el lento descenso se convirtió en una caída, y el Avalon desapareció de la vista. Los cables cortados lo siguieron como tentáculos de acero.
    El equipo ascendió en una piña que rodeaba a Tory y Cabrillo. El jefe de inmersiones recortó las paradas todo el tiempo posible, pero aún pasaron otros diez minutos antes de que los buzos pudieran llevar a Tory a la piscina y otros quince antes de que los tripulantes ayudaran a subir a Cabrillo y a los demás a la cubierta.
    Cabrillo se quitó la máscara y la capucha y respiró profundamente. El aire de la bodega olía a aceite de máquina y a metal, pero a él le pareció puro como el aire de las montañas.
    Hanley se le acercó con una humeante taza de café.
    — Lo siento, muchacho, nada de alcohol hasta que no haya desaparecido el nitrógeno de la sangre.
    Cabrillo iba a decirle que correría el riesgo, pero se calló cuando al beber un sorbo notó el sabor del whisky que le había añadido Max.
    Dejó que Hanley le ayudara a quitarse el equipo. Luego intentó ponerse de pie.
    — ¿Cómo está? —preguntó, con la voz débil y temblorosa por el frío.
    Hanley apoyó una mano en su hombro para detenerlo.
    — Está con Julia. No tardaremos en saberlo a ciencia cierta, pero creo que se recuperará.
    Cabrillo se apoyó en unos equipos con una sonrisa cansada y satisfecha. Al menos había salvado a una de las víctimas de los piratas de una muerte segura. Entonces vio que varios tripulantes comían helado en recipientes de litro. Sabía la razón. Julia necesitaba espacio en el congelador para las víctimas a las que no habían podido salvar.




    8

    Tory Ballinger recuperó la conciencia en una bruma de dolor.
    Lo primero que notó fue que le dolía todo, pero era en una espinilla y en la cabeza donde se centraba la tortura. El resto era un latido sordo. Abrió los ojos y parpadeó rápidamente para despejarlos del sueño. Por encima de su cabeza los tubos fluorescentes brillaban con fuerza. Por un ojo de buey entraba más luz. Había tres personas inclinadas sobre ella. No las reconoció pero adivinó que no eran una amenaza. La mujer vestía una bata de médico, y la mirada de sus ojos oscuros era compasiva y competente. Uno de los hombres era mayor, de unos sesenta y tantos, y parecía buena persona. Tenía las facciones curtidas y la calva enrojecida, como si pasase mucho tiempo al aire libre. La pipa apagada que llevaba en la boca le recordó a su abuelo Seamus. Fue el segundo hombre quien llamó su atención. Las arrugas en las comisuras de los ojos y la ancha boca no se debían a los inevitables efectos de la edad. Eran marcas de una experiencia ganada a pulso; de alguien que había luchado con la vida, alguien que libraba una batalla permanente. Entonces se fijó en los ojos, oscuros e insondables, con una pizca de humor, y supo que en su haber tenía más batallas ganadas que perdidas.
    Tenía la sensación de que conocía al hombre o que debía saber quién era. No era un actor. Quizá fuese uno de esos multimillonarios aventureros que dan la vuelta al mundo en un globo aerostático o pagan fortunas por viajar al espacio.
    Desde luego tenía aire de pícaro, una confianza nacida de una sucesión de éxitos.
    — Bienvenida al mundo de los vivos —dijo la doctora. Era norteamericana. ¿Cómo se siente?
    Tory intentó hablar pero solo consiguió emitir un sonido ronco. El hombre mayor le acercó a la boca un vaso y le puso una pajita entre los labios. El agua en su lengua fue como la lluvia en el desierto. Bebió con ansia y disfrutó cuando el líquido le quitaba de la boca aquella desagradable sensación pastosa.
    — Creo… —comenzó Tory, pero tuvo un ataque de tos.
    Cuando acabó, se aclaró la garganta. Creo que estoy bien.
    Solo tengo frío.
    Se dio cuenta entonces de que la habían abrigado con un montón de mantas y que la que tocaba directamente su cuerpo era una eléctrica.
    — Cuando la trajeron, su temperatura era dos grados más baja de lo que se considera la mínima de supervivencia. Ha tenido mucha suerte.
    Tory miró en derredor.
    — Esto es la enfermería —le explicó la doctora. Me llamo Julia Huxley. Este es Max Hanley, y, nuestro capitán, Juan Cabrillo. —De nuevo Tory tuvo la sensación de que lo conocía. El nombre le resultaba muy familiar. Fue el capitán quien la rescató.
    — ¿Rescató?
    — ¿Recuerda algo de lo sucedido? —preguntó Hanley.
    Tory hizo un esfuerzo.
    — Hubo un ataque. Yo dormía. Me despertaron los disparos. Recuerdo haberme escondido en el camarote. Luego…
    — Se calló, confusa.
    — Está bien, no pasa nada —la tranquilizó Cabrillo. Tómese su tiempo. Ha pasado por una temblé experiencia.
    — Recuerdo que recorrí el barco después del ataque. —Tory se llevó las manos al rostro y comenzó a sollozar. El capitán apoyó una mano en su hombro. La tranquilizó. Los cadáveres. Recuerdo haber visto los cadáveres. Habían matado a toda la tripulación. Después de eso, no recuerdo nada más.
    — Es normal —señaló Huxley. La mente tiene unos sistemas defensivos que actúan para protegernos del trauma.
    — Después de atacar el barco, los piratas lo hundieron.
    Afortunadamente, nos encontrábamos en el lugar antes de que se hundiese del todo, por eso pudimos rescatarla.
    — Fue por los pelos —añadió Hanley. Habían pasado un par de días desde el ataque. El barco se mantuvo estable en una banda de alta salinidad.
    — ¿Días? —preguntó Tory.
    — Piense en usted misma como Jonás —comentó Cabrillo con una amable sonrisa. Nosotros nos encargamos de sacarla del vientre de la ballena.
    — ¡Ahora recuerdo quién es usted! —exclamó Tory con los ojos como platos. Lo vi a través del ojo de buey. Se sumergió para rescatarme.
    Cabrillo hizo un gesto como para quitarle importancia.
    — Fue usted quien me dijo que fuese a la escotilla de popa y cerrase las puertas estancas, y también tuvo que ser usted quien perforó los agujeros en la escotilla. Por un momento creí que me mataría, y a punto estuve de volver al camarote, pero entonces comprendí que necesitaba igualar las presiones para sacarme. Aquello fue lo peor. El nivel del agua que ascendía centímetro a centímetro… Subí los escalones hasta la cubierta del puente para mantenerme seca todo lo posible, pero después ya no tuve dónde refugiarme. —Hizo una pausa, como si volviese a sentir la agonía del agua helada que la cubría. Comencé a nadar cuando el agua me llegó a la altura del pecho. Se me hizo eterno. Dios, no había tenido tanto frío en toda mi vida. Me sorprende que no se me rompieran los dientes con tanto castañeteo. —Miró al trío junto a la cama. Lo siguiente que recuerdo es abrir los ojos y despertar aquí.
    — El barco comenzó a hundirse mucho más rápido cuando se inundó la sección de proa. Seguramente, con el brusco cambio de posición se golpeó la cabeza contra un mamparo.
    Cuando conseguimos abrir la escotilla, ya no respiraba, y tenía un corte en el cuero cabelludo.
    Tory se llevó una mano a la cabeza y tocó el grueso vendaje.
    — Ya nos hemos comunicado con la Royal Geographic Society —prosiguió Cabrillo. Ellos han avisado a sus familiares de que se encuentra sana y salva. Un helicóptero vendrá a recogerla desde Japón, en cuanto estemos dentro de su radio de acción, para llevarla a un hospital. ¿Está segura de que no recuerda nada más del ataque? Es muy importante.
    La mujer frunció el entrecejo en un esfuerzo por concentrarse.
    — No, lo siento. No recuerdo nada más. —Miró a Julia. Creo que tiene usted razón. Mi cerebro lo ha olvidado todo.
    — Anoche, cuando la subieron a bordo, habló con el tercer oficial. Se llama Linda Ross. ¿Recuerda haber hablado con ella?
    — No —replicó Tory, irritada. Seguramente deliraba.
    Cabrillo continuó a pesar de la mirada de advertencia de Huxley.
    — Le dijo su nombre y que era una investigadora científica. Habló del ataque y mencionó que uno de los piratas entró en el camarote donde estaba escondida. Le comentó que llevaba uniforme y botas de combate negras.
    — Si usted lo dice…
    — También que vio dos barcos cerca. En un primer momento creyó que uno de ellos era una isla, por su gran tamaño.
    Lo describió como un rectángulo perfecto. El otro era más pequeño, y, durante un instante, creyó que iban a colisionar.
    — Si no recuerdo haber estado atrapada en el Avalan durante cuatro días, no creo que pueda recordar qué ocurrió minutos después del ataque. Lo siento. —Miró a Julia. Doctora, estoy muy cansada.
    — Por supuesto —respondió Huxley. Mi despacho está al lado. Llámeme si necesita cualquier cosa.
    — Gracias. —Tory miró a Cabrillo con una expresión extraña que desapareció casi en el acto. Muchas gracias por salvarme la vida.
    Él le tocó el hombro de nuevo.
    — Ha sido un placer.
    — Es guapísima —comentó Hanley cuando él y Cabrillo salieron de la enfermería.
    — Es una mentirosa de primera —manifestó Cabrillo.
    — Eso también. —Hanley se golpeó los dientes con la boquilla de la pipa.
    — ¿Tú qué opinas?
    — ¿Sobre si es una mentirosa de primera o sobre si nos ha mentido?
    — Las dos cosas.
    — No tengo la menor idea —señaló Hanley. Me alegro de que Linda tuviese la idea de interrogar a la señorita Ballinger anoche.
    — A mí no se me hubiese ocurrido —admitió Cabrillo.
    — En tu estado, ni siquiera estabas en condiciones de encontrar tu camarote.
    — Linda cree que, por la forma en que Tory describió los barcos y los uniformes de los piratas, nuestra pasajera quizá tenga alguna preparación militar.
    — O quizá en su calidad de investigadora científica, como ella y la Royal Geographic Society afirman que es, aplica sus dotes de observación científica a todo lo que encuentra.
    — Entonces, ¿a qué viene mentir y afirmar que no recuerda nada de lo que pasó mientras estuvo atrapada en el Avalon.
    — La expresión de Cabrillo se volvió sombría. Nadie le mencionó el tiempo que estuvo abajo, y sin embargo sabe cuántos días fueron. Aquí hay algo más de lo que parece a simple vista.
    — No podemos obligarla a que nos lo diga, ni tampoco podemos retenerla. El helicóptero enviado por la sociedad llegará dentro de unas pocas horas.
    Cabrillo continuó como si no hubiese oído el comentario de Hanley.
    — Después está la descripción de los uniformes. Dijo que los piratas llevaban uniformes negros. Los tipos a los que nos enfrentamos anoche vestían vaqueros, pantalones cortos y camisetas. Nada de todo esto cuadra.
    Entraron en el centro de operaciones. Linda era la oficial de guardia. Comía un bocadillo.
    — ¿Cómo ha ido? —preguntó con la boca llena, aunque rectificó e intentó taparse la boca con la servilleta. Perdón —murmuró.
    — Puedes considerarte la empleada del mes —dijo Cabrillo. Interrogar a Tory anoche fue un golpe maestro. Ahora afirma que no recuerda nada. Nada de los barcos, los uniformes, ni siquiera cómo pasó el tiempo desde que el Avalon se hundió. Eso me recuerda otra cosa. ¿Tuvo tiempo de echarle una ojeada a la piscina interior?
    — No. Julia se apresuró a envolverle la cabeza con una toalla caliente en cuanto la sacaron del agua. No dijo ni una palabra hasta que llegamos a la enfermería y Hux comenzó a calentarla. Estaba morada de frío y temblaba como una hoja, pero parecía muy segura de lo que había visto. Me hizo repetir que el barco grande tenía una silueta rectangular. ¿Ahora no lo recuerda?
    — Estamos seguros de que lo recuerda, solo que no quiere decirlo —manifestó Hanley.
    — ¿Por qué no?
    Cabrillo echó un vistazo a la plantilla de los turnos.
    — Esa es la pregunta del millón de dólares. Si la respondes, tendrás una plaza en el aparcamiento de empleados.
    — No estaría mal, lástima que tenga el coche en un garaje de Richmond, a quince mil kilómetros de aquí —replicó Linda. Como te dije cuando hablamos esta mañana, tengo la sensación de que Tory intentaba informarme como si fuese su oficial al mando.
    Cabrillo no dudó de su opinión. En sus muchos años como oficial de inteligencia, Linda había asistido a centenares de interrogatorios.
    — No tenía ninguna garantía de que fuese a vivir, así que necesitaba transmitir la información a alguien.
    — Eso es lo que me pareció —dijo Linda.
    — Ahora que se sabe sana y salva, se cierra como una ostra. Creo que la señorita Ballinger es mucho más que una simple investigadora científica.
    — Lo que explicaría cómo consiguió sobrevivir sin volverse loca —apuntó Hanley.
    Cabrillo se dio cuenta de que lejos de tratarse de una sencilla operación para acabar con los piratas del mar de Japón, se habían metido en algo mucho más complicado. Si debían creer en las palabras de Tory, y no había nada más sincero que la confesión de un moribundo, había dos grupos de piratas que actuaban en esas aguas: uno lo formaban los bandidos del pesquero, y el otro, los hombres de los uniformes negros que habían abordado el Avalon. Tory le había dicho a Linda que habían actuado con rapidez y coordinación. Eso sonaba más a comandos que a los indisciplinados asaltantes que habían intentado apoderarse del Oregon. Tampoco podía olvidar los misteriosos barcos que Tory había visto en el momento del ataque. No sabía su papel en todo aquello. ¿Qué pasaba con los desafortunados emigrantes chinos encerrados en el contenedor? ¿Habían pagado con su vida encontrarse en el lugar equivocado a la hora equivocada, o tenían algo que ver?
    No entendía la negativa de Tory a cooperar. Si, como él creía, había estado lúcida durante el rescate, debía recordar qué había escrito en la pizarra. Le había comunicado que pertenecía a una empresa de seguridad privada que tenía un contrato para combatir a los piratas. ¿Era posible que eso interfiriera en lo que ella estuviese haciendo? No parecía probable, pero debía tomarlo en cuenta. Nada de todo aquello tenía sentido.
    Decidió que lo mejor sería que abandonase el Oregon cuanto antes y que ellos continuaran con sus operaciones.
    Tenía la absoluta seguridad de que su gente acabaría por aclarar el misterio y averiguar qué ocurría en realidad.
    Mark Murphy no estaba de guardia, y Cabrillo se alegró al verlo en su puesto de control de armamentos. Ese día llevaba la camiseta del concierto de un grupo llamado Puking Muses.
    Conociendo los gustos musicales de Mark, no le sorprendió no saber quiénes eran y de nuevo agradeció que su camarote estuviese lejos del camarote del joven especialista en armamento. Cabrillo le hizo un gesto. Murph se quitó los auriculares; incluso desde el otro lado de la sala Cabrillo pudo oír la música, un sonido tecno industrial a un volumen capaz de resquebrajar el cemento.
    — ¿Preparado para investigar un poco, Murph?
    — Por supuesto. ¿Qué tenemos?
    — Busco un barco que es lo bastante grande como para que lo confundan con una isla y con una silueta totalmente rectangular.
    — ¿Eso es todo? —Murphy necesitaba saber algo más para iniciar la búsqueda.
    — Se encontraba en esta zona hace cuatro días.
    Cabrillo había entendido mal la desilusión de Murphy. Al especialista le parecía un desafío menor.
    — Así que debo buscar un portacontenedores, un superpetrolero, o quizá un portaaviones.
    — Dudo que sea un portaaviones, pero inclúyelo de todas maneras en los parámetros de búsqueda.
    Todas las terminales del puente tenían acceso al ordenador central, así que Mark permaneció en su silla mientras visualizaba en la pantalla la base de datos de rastreo marítimo en el mar de Japón. Se inclinó sobre el teclado; con un pie marcaba el ritmo de la música que sonaba en los auriculares.
    — ¿Cuál es la posición del helicóptero?
    — Llegará aproximadamente dentro de tres horas —respondió Linda. Debido al intenso tráfico en la zona —había cinco barcos en un radio de cien millas— no podían arriesgarse a utilizar toda la potencia de los motores. El carguero navegaba a veintidós nudos, lo que retrasaba el encuentro con el helicóptero.
    — Muy bien. Voy a mi camarote para comunicarle a Hiro Katsui que su consorcio nos debe dos millones de dólares.
    Llámame si Mark encuentra algo o cuando el helicóptero esté a diez millas.
    — A la orden.

    El salvapantallas dibujó formas geométricas durante una hora y media, mientras Cabrillo miraba el ordenador con expresión ausente. Hasta entonces solo había escrito once palabras del informe para Hiro. Incluso si descartaba la actitud reticente de Tory, no había nada que encajase con lo que había esperado. Un equipo de comandos había abordado el Avalon, pero ¿por qué? La respuesta más lógica era que querían impedir que la tripulación viera lo que ocurría en los otros dos barcos. ¿Tendría razón Mark y se trataba de un portaaviones que realizaba una operación del gobierno?
    El problema consistía en que la única fuerza naval que poseía portaaviones en la zona era la norteamericana. China quería comprar un viejo portaaviones ruso, pero, hasta donde él sabía, aún no habían cerrado el trato, y era imposible que los piratas se hubiesen hecho con uno. Tenía la certeza de que Tory había visto algún otro tipo de barco. No dejaba de lado la posibilidad de que efectivamente el abordaje del Avalon hubiese sido obra de un equipo de comandos, solo que no tenía ni idea de dónde encajaban con los piratas que Hiro quería eliminar. ¿Trabajaban juntos? Sonó el intercomunicador.
    — Juan, soy Julia. ¿Puedes bajar a la enfermería?
    Agradeció poder escapar de las preguntas sin respuesta que daban vueltas en su cabeza, y salió del camarote para bajar a la enfermería.
    Encontró a Julia en la sala de operaciones, que nada tenía que envidiar a los quirófanos de los grandes hospitales. La temperatura era fresca: quince grados centígrados. En una camilla, debajo de los potentes focos, había un cuerpo cubierto con una sábana. La doctora vestía una bata verde y tenía los guantes manchados de sangre. Los extractores impedían que los olores se acumulasen en la sala, pero de todos modos Cabrillo notó el olor de la descomposición.
    — ¿Uno de los emigrantes chinos? —Señaló la camilla con un gesto.
    — No, uno de los piratas. ¿Quieres echar una ojeada?
    Cabrillo no dijo nada mientras Huxley apartaba la sábana y dejaba a la vista la larga incisión que la doctora había abierto para examinar el pecho y el abdomen. El pirata era joven, veinte años como mucho, y esquelético. Tenía el cabello negro y lacio y callos en las manos y las plantas de los pies. Las zapatillas de deporte que llevaba al abordar el Oregon probablemente las había robado en otro asalto y eran las primeras que se calzaba. Había muerto de un disparo en la frente; el agujero, con los bordes desgarrados, parecía un tercer ojo.
    El capitán no podía olvidar la brutalidad de los actos cometidos por los piratas, pero no pudo evitar sentir pena.
    Desconocía las circunstancias que habían empujado a la delincuencia al muchacho, pero pensó que tendría que haber estado con su familia, y no tendido en una camilla como un espécimen diseccionado.
    — ¿Qué has averiguado? —preguntó después de que Julia tapara de nuevo el cadáver.
    — El tipo está muerto.
    — Parece lógico dado que le has hecho una autopsia.
    — Me refiero a que aunque no hubiese muerto de un disparo en la frente no le quedaba mucha vida por delante, como mucho unos meses. —Lo invitó a acercarse al ordenador. En la pantalla aparecía la imagen de un análisis espectrográfico de la muestra estudiada por Julia.
    Cabrillo no sabía qué miraba; su expresión de desconcierto motivó la explicación de Huxley.
    — Es una muestra de cabello pasada por el espectrómetro de emisiones ópticas. —La Corporación había comprado ese equipo, que valía un millón de dólares, no solo para la enfermería sino también para el análisis de pruebas. Un año atrás había sido un elemento clave para dar con un cargamento de explosivos RDX que se había extraviado. Durante el examen he encontrado algunas cosas muy significativas. Una, que estaba a punto de sufrir un colapso renal. Otra, que padecía una anemia galopante; tiene las encías inflamadas, además de lesiones en todo el tubo digestivo y coágulos de sangre en las fosas nasales. Me hizo pensar en algo, y el análisis de la muestra de cabello lo confirmó.
    — ¿De qué se trata?
    — Este tipo ha estado sometido durante mucho tiempo a niveles tóxicos de mercurio.
    — ¿Mercurio?
    — Así es. Sin tratamiento, el mercurio, como los demás metales pesados, se acumula en los tejidos y el pelo. Acaba por paralizar todo el cuerpo, pero antes provoca la locura, dado que lesiona el cerebro. Si ves de nuevo el vídeo del ataque, comprobarás que estos tipos luchaban sin la menor preocupación por sus propias vidas. El nivel de mercurio había afectado tanto la capacidad de juicio de este sujeto que hubiese continuado luchando hasta el final.
    — Algunos intentaron escapar —señaló Cabrillo.
    — No todos presentan los mismos niveles.
    — ¿Qué pasa con los chinos?
    — Solo le he hecho la prueba a uno, y el resultado ha sido normal.
    — Pero ¿este está de mercurio hasta las orejas?
    — Podrías llenar un par de termómetros. También busqué mercurio en otros dos y lo encontré. Estoy segura de que todos están más o menos en la misma situación.
    Cabrillo se rascó la barbilla.
    — Si encontramos la fuente del mercurio, quizá daríamos con la guarida de los piratas.
    — Tiene su lógica —admitió Julia. Se quitó los guantes, el gorro y se arregló la cola de caballo. Puedes envenenarte con mercurio si comes pescado contaminado, pero solo es un riesgo para los niños y las mujeres embarazadas. Yo diría, a la vista de los niveles que presentan estos tipos, que tienen la base en algún lugar próximo a una zona industrial contaminada o a una vieja mina de mercurio.
    — ¿Sabes si existen minas en esta zona?
    — Mi trabajo consiste en resolver los enigmas médicos y curar vuestras heridas —bromeó Huxley. Si necesitas una lección de geología, tendrás que buscar a otro.
    — ¿Qué hay de sus nacionalidades? Eso podría afinar la búsqueda.
    — Lo siento. Los quince piratas que tengo en el congelador son como las Naciones Unidas. Este parece tailandés o vietnamita. Otros tres pueden ser chinos o coreanos, hay dos caucásicos, y el resto son indonesios, filipinos, y una mezcla de todos los demás.
    — Fantástico —exclamó Cabrillo, irritado. Hemos tenido la mala fortuna de ir a dar con unos piratas políticamente correctos que creen en la diversidad. ¿Alguna cosa más?
    — Es todo por ahora.
    — ¿Cómo está tu otra paciente?
    — Duerme, o al menos lo simula para no tener que hablar conmigo. Tengo la impresión de que no ve la hora de largarse.
    — ¿Por qué será que no me sorprende? Gracias, Hux.
    Cabrillo acababa de pedir que le sirvieran un pastel de carne y ríñones cuando Mark Murphy llamó a la puerta del camarote.
    — ¿Qué tienes, Murph?
    — Creo que lo he encontrado.
    — Siéntate. ¿Qué es? ¿Un portacontenedores o un superpetrolero?
    — Ninguno de los dos. —Mark le pasó una carpeta. En el interior había una fotografía y una descripción de media página.
    Cabrillo miró la foto y después a Murphy.
    — ¿Estás seguro?
    — Se encontraba en Oratu, Japón, donde lo utilizaron para reparar un petrolero panameño que perdió una hélice durante una tormenta, y ahora navega rumbo a Taiwán.
    Cabrillo miró de nuevo la foto. El buque tenía una eslora de doscientos setenta metros y una manga de ochenta. Era una caja rectangular, tal como había descrito Tory. La proa y la popa eran planas y no había nada que sobresaliera en cubierta. Leyó la información que Mark había conseguido. Era el cuarto dique seco flotante más grande del mundo. Lo construyeron en Rusia para atender a los enormes submarinos de la clase Osear II como el desafortunado Kursk. Luego lo vendieron a una empresa de salvamento marítimo alemana que lo vendió a su vez a una compañía naviera indonesia que lo alquilaba para atender a barcos en alta mar. Se le aceleró el pulso.
    Utilizar un dique seco para capturar a un barco era una idea innovadora que asustaba por su alcance y sofisticación.
    Sus profundos temores de que un líder estuviese agrupando a los piratas por todo el Pacífico podía ser solo la punta del iceberg. Con un dique seco de esas dimensiones, podían capturar casi cualquier tipo de buque.
    Imaginó cómo lo hacían. Primero un grupo de piratas abordaba el objetivo para reducir a la tripulación. Luego llevaban el barco hasta donde se encontraba el dique flotante.
    Al amparo de la noche, y solo si las condiciones atmosféricas eran favorables porque se trataba de una operación complicada, llenaban los tanques de lastre para que el fondo quedase por debajo de la quilla del barco capturado. Los tornos del fondo del dique arrastraban el barco al interior. Cerraban las puertas, vaciaban los tanques de lastre, y los remolcadores se llevaban el dique. A menos que alguien volase directamente por encima, nadie sabría que dentro del dique seco se encontraba el botín de la organización pirata más audaz de la historia.
    — Un trabajo por todo lo alto, ¿verdad, jefe?
    — Sí.
    — Aparecen y se tragan a la víctima. —Mark hizo una animada pantomima de la acción mientras hablaba. Se la llevan a su base secreta. Tienen todo el tiempo del mundo para vaciar la carga antes de desmantelarlo. Más que actuar como hienas, estos tipos cazan a sus víctimas como leones.
    — ¿Qué necesidad tienen de desmantelarlo? —pensó Caballo en voz alta. ¿Por qué no hacer algunos cambios, alterar algunas cosas, pintar otro nombre en la proa, y después venderlo o utilizarlo ellos mismos?
    — No se me había ocurrido, pero es una buena idea.
    — ¿Qué sabemos de la empresa propietaria del dique?
    Espera, ¿cómo se llama?
    — ¿El dique flotante? —preguntó Murphy, y Cabrillo asintió. Maus.
    — Ratón en alemán. No está mal. ¿Cómo se llama la empresa?
    — Occident and Orient Lines, O &O. Llevan en el negocio casi un siglo. Antes cotizaban en el mercado de valores, pero durante la última década la mayoría de las acciones las compraron inversores o empresas desconocidas.
    — ¿Empresas fantasma?
    — Hasta el punto que sus nombres suenan falsos. D Asesores Comerciales Limitada. Ajax Intercambios Limitada.
    Inversora de Transportes Internacionales Limitada. Prospecciones Financieras…
    — Limitada —acabó Cabrillo por él. Entonces se le ocurrió una idea. Espera. Prospecciones es un término minero. Julia mencionó que los piratas estaban en la fase terminal de envenenamiento con mercurio, y ambos creemos que su base podría estar cerca de una mina de mercurio abandonada.
    Me pregunto si Prospecciones Financieras no tendrá minas en la región.
    — Aún no he comenzado a investigar a las empresas fantasma. Me pareció que lo más urgente era el dique flotante.
    — Por supuesto, pero ahora tienes más trabajo por delante. Quiero saber quién es el propietario del Maus, no me refiero a la tapadera sino al tipo que tiene las acciones.
    — ¿Qué hacemos con el dique? Si lo que dijo la inglesa es verdad, puede que tengan un barco dentro y a los tripulantes secuestrados.
    — Los remolcadores más potentes del mundo no pueden atoar un dique del tamaño del Maus a una velocidad superior a los seis o siete nudos. ¿Cuánto crees que les durará la ventaja cuando nosotros naveguemos a cincuenta nudos?
    Murph sonrió como un adolescente al que le dan las llaves de un Ferrari. Se levantó dispuesto a empezar la búsqueda cuanto antes.
    Cabrillo tomó una decisión. En algún momento tendría que dividir sus fuerzas. El Oregon era la base ideal para las operaciones de espionaje, pero necesitaba la flexibilidad de personal en tierra con acceso a los aviones. No tenía ni idea de adonde lo conduciría ese caso. Lo más probable era que a Indonesia, si es que era allí donde la O &O aún tenía un despacho, así que había llegado el momento de poner a su gente en marcha.
    — Hazme un favor. Busca a Eddie Seng. Dile que prepare el equipaje. Pasamos a la fase internacional, así que solo llevaremos lo que pase por los controles de seguridad de los aeropuertos. Que escoja a dos de sus hombres. Pediremos que los lleven en el helicóptero de Tory Ballinger. Saldremos a cazar hienas y leones.
    — Pero ¿adonde?
    Juan levantó la hoja del informe.
    — Ten la respuesta preparada para cuando atraquemos en Japón.




    9

    Anton Savich hubiese preferido reunirse con Shere Singh en su despacho en el centro de Yakarta, pero el empecinado sij había exigido que se encontrasen en su nueva empresa, al otro lado del estrecho de Sonda, en Sumatra. Savich había desarrollado un muy prudente miedo a volar después de años de recorrer la Unión Soviética a bordo de aviones de Aeroflot, y hubiese agradecido viajar en un transbordador a pesar de que la seguridad de los transportes marítimos indonesios dejaba mucho que desear. Solo se tranquilizó cuando Singh le ofreció el helicóptero de la empresa.
    Miró a través del plexiglás ahumado de la cabina hacia la playa que parecía proteger a la selva del avance del mar. Era un paisaje primitivo, y las aldeas que sobrevolaban parecían no haber cambiado a lo largo de generaciones. Las barcas de madera amarradas en las pequeñas ensenadas parecían haber sido construidas por los abuelos de los hombres que las tripulaban ahora. La tierra a su izquierda quedaba oculta por una impenetrable marquesina vegetal que aún no había sucumbido a la quema para el uso agrícola o a la tala de las empresas madereras. A su derecha, el mar era de un color azul turquesa. Una goleta de dos palos, dedicada al transporte de carga y pasajeros, con las velas hinchadas por el alisio, navegaba plácidamente por el mar en calma. Daba la impresión de haber escapado del siglo XIX.
    ¿Cómo era posible que los habitantes de un archipiélago que era un paraíso hubiesen creado una ciudad como Yakarta con una población de dieciocho millones de habitantes, un tráfico endemoniado, donde reinaban la delincuencia, la pobreza, las enfermedades, y un smog tan denso y tóxico como el gas mostaza utilizado en la Primera Guerra Mundial? En sus ansias de modernización, los indonesios habían optado por lo peor que podía ofrecer Occidente y abandonado lo mejor de su propia cultura. Habían creado un entretejido de consumismo, corrupción y fanatismo religioso que rozaba el colapso. A través de sus contactos, Savich sabía que Estados Unidos había enviado clandestinamente a más de un millar de soldados a las islas para entrenar a las tropas locales en las técnicas de combate de las guerras del siglo XXI.
    El piloto le tocó el brazo y señaló al frente. Savich apartó la mirada de la hermosa goleta y centró su atención en el punto de destino. El lugar estaba oculto en una bahía, junto a un promontorio rocoso, así que solo vio una flotilla de barcos anclados. Incluso desde aquella distancia y altitud resultaba obvio que eran unas ruinas, los cascos herrumbrados de unos barcos que en otros tiempos habían surcado los mares con orgullo. Algunos de ellos estaban rodeados por círculos iridiscentes causados por el combustible derramado, como cadáveres rodeados por la sangre de sus heridas. Había uno que llevaba fondeado tanto tiempo que la corrosión se había comido la quilla. La proa y la popa sobresalían, mientras que la chimenea y el puente aparecían hundidos en el centro, como aplastados por un gigantesco cascanueces. La boca de la bahía estaba cerrada con una red de flotadores que servían para impedir que el combustible derramado fuera a parar al mar. Dos pequeños remolcadores se ocupaban de abrir la red para permitir la entrada de los barcos. Ninguna de esas naves volvería a salir de aquel fondeadero, al menos por mar.
    El helicóptero rodeó la punta, y aparecieron a la vista las instalaciones de la Karamita Breakers Yard. Más barcos de todos los tamaños y modelos se apiñaban como el ganado en [os corrales camino del matadero. Un par de superpetroleros, cada uno de trescientos treinta metros de eslora, estaban varados en la playa, hasta donde los habían arrastrado las gigantescas grúas. Un ejército de trabajadores se ocupaba de cortarlos en secciones con los sopletes. Una grúa situada casi al borde del agua levantaba las secciones de acero en cuanto acababan de cortarlas para depositarlas en otro lugar más apartado, donde otros grupos de trabajadores volvían a cortarlas para reducirlas a trozos más manejables. Otros equipos se ocupaban de arrancar las tuberías, los cables eléctricos y cualquier otra pieza reciclable. Destripaban el superpetrolero como si estuviesen eviscerando una res para el consumo.
    En cierto sentido era lo que hacían. Largaban los trozos de metal en vagonetas que los llevaban en un corto recorrido hasta la Karamita Steel Works. Allí, fundían la chatarra para fabricar varillas de acero destinadas a las obras en construcción en el sur de China. Más allá de la fundición brillaban las aguas del embalse de la mayor planta hidroeléctrica de Indonesia, que suministraba la energía necesaria a los altos hornos en plena selva.
    La arena, otrora impoluta, de la playa que rodeaba toda la bahía era ahora una pastosa masa negra que se pegaba a los pies de los hombres como si fuese arcilla. Al otro lado de la barrera el mar estaba razonablemente limpio, pero en el interior el agua era tóxica a causa del combustible, de los metales pesados, del amianto y de sustancias químicas. Hectáreas de terreno se habían convertido en depósitos a cielo abierto de calderas, botes salvavidas, anclas y centenares de objetos aptos para la reventa. Más allá se alzaban los edificios de viviendas de los trabajadores; eran poco más que chabolas. Las prostitutas, los timadores y los mercachifles, que se ocupaban de arrebatar a los trabajadores el poco dinero que ganaban convirtiendo los barcos en chatarra, habían montado un campamento junto a las vías férreas.
    Savich vio los destrozos en el bosque, detrás de las viviendas, provocados por centenares de trabajadores que talaban árboles para obtener la leña que necesitaban para cocinar. Si bien la contaminación del aire era escasa, dado que la fundición, situada quince kilómetros más al norte, funcionaba con electricidad, en el lugar del desguace flotaba una nube que era producto de su propia corrupción y suciedad.
    No obstante había un elemento moderno en todo aquel proceso, y sin duda era lo que Shere Singh deseaba mostrar a Savich. En el lado más apartado de los superpetroleros había una resplandeciente construcción de planchas de metal ondulado casi tan larga como los barcos y con inmensas claraboyas en el techo curvo para alumbrar el interior. Quinientos cuarenta metros de los ochocientos diez de la longitud total los habían construido sobre pilastras en el agua. Cuatro pares de vías entraban desde el lado de tierra, y cuando el helicóptero pasó sobre el lugar, Savich vio cuatro pequeñas locomotoras diesel que arrastraban secciones de un metro cincuenta de ancho de un barco que se hallaba fuera del edificio. Vio la curva del casco, la quilla y los pasillos en los diferentes niveles como si fuese la sección transversal de un modelo en escala. No, pensó, le recordaba una rebanada de pan. El corte era recto, y el metal brillaba con la luz tropical. No conseguía entender cómo podía cortarse un barco con tanta perfección.
    La pista de aterrizaje se encontraba a varios kilómetros del desguace, protegida del estrépito y los olores por otro promontorio de roca. A su alrededor había jardines bien cuidados y las grandes casas de los supervisores, los empleados administrativos y los técnicos. Un jeep descubierto aguardaba a un lado de la pista; el conductor se acercó para ayudar a Savich con el equipaje. El ruso no tenía el menor deseo de permanecer en Indonesia más tiempo del absolutamente necesario así que solo llevaba consigo su maletín y una pequeña maleta. El resto de su equipaje lo había dejado en la consigna del aeropuerto. Dejó que el conductor colocase la maleta detrás de los asientos, pero se quedó con el maletín mientras se dirigían al desguace.
    Tardó unos segundos en poder oír con normalidad después de una hora de viaje en helicóptero, pero entonces lo aturdió el ruido de las sierras, los martillos neumáticos y el agudo aullido de los generadores. La grúa dejaba caer sobre la playa las secciones de diez toneladas, y al instante siguiente los hombres comenzaban a despedazarlas con las mazas y las sierras de disco. Iban casi desnudos, y Savich vio las negras cicatrices que tenían por todo el cuerpo, causadas por el contacto con el metal caliente y afilado. A más de uno le faltaba un ojo, dedos o parte de un pie.
    Entonces desde el interior del edificio llegó un ruido que hendió el aire como si cortasen un diamante. Fue aumentando de intensidad hasta que Savich creyó que le estallaría la cabeza. No cesaba. El conductor le ofreció unos cascos, que se apresuró a ponerse. El ruido continuó, pero con los cascos se podía tolerar y dejaron de llorarle los ojos. Para su asombro, los trabajadores seguían con su tarea como si el ruido no existiese. Tampoco al conductor parecía molestarle.
    El jeep se detuvo delante del edificio en el mismo momento en que se apagaba el ruido. Savich no se había dado cuenta de que había contenido el aliento. Dejó escapar el aire retenido y le hizo un gesto al conductor para preguntarle si ya podía quitarse los cascos. El indonesio asintió.
    — Lo siento —se disculpó en inglés. Nosotros estamos acostumbrados.
    — ¿Qué ruido era ese? —preguntó el ruso.
    — La sierra de barcos —respondió el conductor, al tiempo que lo llevaba hasta un montacargas en un costado del edificio de diez pisos de altura.
    El conductor lo dejó a cargo de un trabajador, que le dio un casco de plástico con orejeras. El hombre cerró la reja del montacargas, pulsó el botón, y comenzaron a subir lentamente. Si bien no era impresionante como la visión desde el helicóptero, Savich se quedó asombrado por la escala de la operación. El barco que esperaba después de los gigantes oxidados era una embarcación de recreo que parecía una novia virgen rodeada por un grupo de prostitutas indigentes. Ya le habían abierto un boquete en un costado, y una grúa flotante retiraba la unidad desalinizadora a una barcaza.
    El montacargas se detuvo, y el trabajador levantó la reja y abrió la puerta de entrada al edificio. Savich dio un respingo ante el hedor del metal caliente. Cuando sus ojos se acostumbraron a la penumbra y dejaron de llorarle los ojos por el humo, vio que se trataba de una estructura rectangular con dos enormes puertas en los extremos. A pesar de sus dimensiones se sintió agobiado, porque un barco, o lo que quedaba de él, llenaba casi todo el espacio.
    La pasarela estaba casi al mismo nivel que el puente. Antes de entrarlo en el edificio, los trabajadores habían cortado la chimenea y los mástiles para que cupiese. Faltaba casi la mitad del barco, y el corte era limpio como si lo hubiese hecho una guillotina gigante. Unos tornos arrastraban la carcasa por el suelo inclinado. Una vez en posición, un mecanismo montado en unos raíles lo bajó del techo y ajustó lo que parecía ser una larga cadena alrededor de todo el casco. Savich la miró con más detenimiento. La cadena tenía dientes como una sierra.
    — ¿Qué le parece, amigo mío? —gritó el anfitrión de Savich desde el puente del barco.
    Como todos los sij, Shere Singh llevaba una barba muy larga que quedaba oculta en los pliegues del turbante. El casco que se aguantaba precariamente sobre la tela blanca, parecía de juguete. El pelo y la barba eran canosos y estaban manchados de amarillo alrededor de la boca por la nicotina. La piel atezada tenía el color de las nueces, y en sus ojos castaños brillaba una mirada intensa, casi maníaca, que impresionaba todavía más por su desconcertante costumbre de no pestañear. Singh medía casi un metro ochenta de estatura, tenía el pecho como un tonel, los hombros anchos como los de un galeote, y una barriga firme como el acero.
    Gracias al expediente que le había dado Bernhard Volkmann, Savich sabía que Singh tenía cincuenta y dos años y que había nacido en un barrio de chabolas de Lahore, donde en la adolescencia se había valido de su tamaño y su fuerza como armas de intimidación. No tuvo su primer trabajo legal hasta cumplir los veintiséis, cuando se convirtió en el principal accionista de una empresa de importaciones y exportaciones paquistaní en los años en que Estados Unidos enviaba fondos a la región para financiar la lucha contra la invasión soviética de Afganistán. A pesar del sangriento conflicto en las montañas, las caravanas de los contrabandistas de opio continuaron transportando su producto a Karachi, y Singh estaba más que dispuesto a seguir enviando el opio a los laboratorios de Amsterdam, Marsella y Roma para que lo convirtiesen en heroína.
    Singh tenía claro que el apoyo norteamericano garantizaba una victoria afgana, así que para cuando los talibanes llegaron al poder y acabaron con el negocio del opio, él ya había buscado otros quehaceres. No vaciló en pagar los sobornos necesarios para asegurarse derechos de explotación maderera en Malasia, Indonesia y Nueva Guinea. Compró una flota de barcos para transportar la madera. Vendió licencias de caza a los chinos acaudalados para que matasen tigres en sus tierras y convirtiesen en polvo los huesos para usarlos como afrodisíacos. Casi todos los negocios legítimos que emprendía tenían siempre una vertiente ilegal. Cuatro de los doce edificios de apartamentos que una de sus empresas había construido en Taiwán se desplomaron cuando hubo un terremoto de baja intensidad porque había ordenado que empleasen materiales de pésima calidad. A Shere Singh no le importaba dónde o cómo ganaba el dinero. Solo le interesaba aumentar su fortuna.
    Sin duda, pensó Savich mientras el sij se acercaba por la pasarela, había algo ilícito en la Karamita Breakers Yard.
    — Muy impresionante —respondió el ruso, que prefirió mirar la cadena que el conductor había llamado sierra de barco, y no la mirada de reptil de Singh.
    El sij encendió un cigarrillo delante de un cartel en el que se leía PROHIBIDO FUMAR.
    — Solo hay una igual en Asia —se vanaglorió. El truco está en los dientes. Incluso el acero al carbono se desgastaría.
    Los dientes de metal los fabrican en Alemania. Son los más fuertes del mundo. Podemos cortar diez barcos antes de tener que reemplazarlos. Hicimos que nos enviaran a un técnico desde Hamburgo para que nos enseñase a hacerlo. Lo llamamos el dentista. —Al ver que el ruso no se reía, Singh añadió: Arregla los dientes. El dentista. Es muy gracioso.
    Savich hizo un gesto mostrando toda la construcción.
    — Esto tiene que haber costado una fortuna.
    — No tiene usted idea. Pero el gobierno indonesio me rebaja los impuestos si lo modernizo. Por supuesto, no saben que puedo despedir a un millar de trabajadores gracias a esto.
    Algo que no está nada mal. Estos inútiles son muy torpes.
    Tengo que pagar cien mil rupias a la familia cada vez que un idiota se mata en el trabajo. La semana pasada murieron quince cuando uno de los cortadores se olvidó de ventilar un depósito de combustible y voló un barco en la bahía.
    »Ahora que tengo la sierra de barco, los inspectores ya no rondarán tanto por aquí. Podré arrojar al mar todo el amianto que sacamos de los barcos en lugar de transportarlo a un vertedero especial. El precio de los barcos para desguace va a la baja, y el precio del acero sube, y si le sumo los salarios de los mil inútiles indonesios, esto se amortizará en dos años. La inversión inicial es cara, pero a la larga resulta rentable. —Singh intentó hacer otro chiste. Como siempre digo: la vida es un maratón.
    Sonó una alarma. Singh se ajustó los protectores de los oídos, y Savich consiguió colocarse los suyos antes de que la sierra de veinte centímetros de ancho comenzara a girar. Funcionaba suavemente y solo sonaba al pasar por los dos grandes engranajes cerca del techo. Como una boa que aprieta a su víctima, los brazos hidráulicos empezaron a extender la sierra alrededor del barco a un metro y medio del corte anterior. En cuanto la cadena alcanzó la velocidad adecuada, los brazos la ciñeron un poco más, y los dientes se clavaron en la quilla. El sonido rebotaba en las paredes y llegaba a los hombres que estaban en la pasarela desde todas las direcciones. Los cañones de agua seguían automáticamente el paso de la cadena y la refrigeraban. Las virutas de acero saltaban en medio de las nubes de vapor en el lugar donde los dientes cortaban la quilla y calentaban el metal al rojo vivo. El humo que se elevaba del corte era espeso y hediondo. Después de seccionar la quilla, la sierra cortó las delgadas planchas del casco como si fuesen mantequilla.
    En solo diez minutos la sierra llegó a la cubierta principal.
    Savich observó fascinado cómo esta comenzaba a brillar por el calor; después, la cadena apareció en una erupción de acero destrozado. Pasó por las bordas como si no existiesen. Los frenos detuvieron la cadena, y todo el mecanismo subió hasta el techo. Una grúa de puente levantó la sección y la llevó hacia la entrada al mismo tiempo que se abrían las puertas para dar paso a las cuatro pequeñas locomotoras que se llevarían la carga.
    — La dejarán en el patio —explicó Singh. Allí la despedazarán para enviarla a la fundición. Las únicas partes que no podemos cortar con la sierra son los motores principales, pero es fácil desmontarlos en cuanto nos abrimos paso hasta la sala de máquinas. A mano se tardaría dos semanas en desguazar un barco de estas dimensiones. Nosotros lo hacemos en dos días.
    — Muy impresionante —repitió Savich.
    Shere Singh llevó al ruso hacia el montacargas.
    — ¿Qué es eso tan secreto que Volkmann quiere que me diga?
    — Será mejor que lo hablemos en su despacho.
    Quince minutos más tarde se encontraban en un despacho anejo al edificio más grande. Las fotos enmarcadas de los once hijos de Singh estaban colgadas en una de las paredes donde destacaba un retrato al óleo de su esposa, una mujer obesa con una expresión bovina. Savich había rechazado la cerveza y bebía agua mineral. Singh bebió una San Miguel; ya iba por la segunda cuando Savich abrió el maletín.
    — El consorcio aceptó todo lo que Volkmann y yo propusimos —dijo Savich. Es hora de expandir lo que empezamos.
    — ¿Había alguna duda? —replicó el sij, y soltó una carcajada.
    El ruso no hizo caso del sarcasmo y le entregó una hoja.
    — Estas son las indicaciones de lo que necesitaremos para el próximo año. ¿Podrá cumplirlas?
    Singh se caló las gafas sobre su gran nariz, echó un vistazo a la lista y luego leyó en voz alta las cantidades más importantes.
    — Mil inmediatamente, doscientos al mes durante los dos primeros. Cuatrocientos en los siguientes. Luego seiscientos.
    — Miró al ruso. ¿Por qué ese aumento?
    — Las enfermedades. Para entonces esperamos que el tifus y el cólera estén causando estragos.
    — Ah.
    Discutieron los detalles durante las horas siguientes; de ese modo, Savich se aseguraba de que Singh comprendía con toda claridad el plan que él y Volkmann había pergeñado desde que habían tenido conocimiento de la intención del banco central alemán de vender sus reservas de oro. Para su mérito, o quizá descrédito, el sij tenía un don innato para la delincuencia y aportó algunos refinamientos.
    Con la seguridad de que por ese lado estaba todo resuelto, Savich se despidió dos horas antes de la puesta de sol, para disponer de un amplio margen en el vuelo de regreso a Yakarta. No hubiese volado de noche en el pequeño helicóptero por nada del mundo. Pensaba dormir en la ciudad antes de iniciar la siguiente etapa de su viaje, un largo periplo que lo obligaría a hacer trasbordo en media docena de aeropuertos hasta llegar a Rusia. No le hacía ninguna gracia.
    Diez minutos después de que Savich hubiese dejado su despacho en la Karamita Breakers Yard, Shere Singh llamó por teléfono a su hijo, Abhay. Debido a la naturaleza de su trabajo, únicamente los hijos conocían el verdadero alcance de sus negocios; por esa tenía seis. Las cinco hijas no le representaban más que gastos, y aún quedaba una por casar, lo que significaba otra dote. Era la menor y su favorita, así que debía superar los dos millones de dólares de la dote de la gorda Mamta.
    — Padre, hace dos días que no tenemos ninguna noticia del Kra IVdijo el hijo mayor.
    — ¿Quién es el capitán?
    — En este viaje era Muhammad Hattu.
    Singh era un delincuente, pero eso no significaba que no fuese un empresario astuto. Mantenía un férreo control de todas sus empresas y conocía personalmente a todos los mandos. Hattu era un pirata de la vieja escuela; llevaba veinte años asaltando barcos en el estrecho de Malaca antes de que Singh le hiciese una oferta. Era audaz y temerario, pero también estricto en los procedimientos. Si no había llamado en dos días, es que se encontraba en el fondo del mar. Así que Singh dio por perdido al Kra IV, a su capitán y a los cuarenta marineros.
    — Hay otros que esperan para ocupar su puesto —le comentó a su hijo. Buscaré a un sustituto. De todas formas, alerta a tus contactos para que informen de cualquier mención de un ataque pirata frustrado. El tipo que se enfrentó a Muhammad Hattu y salió con vida querrá contar la historia.
    — Sí, padre. Ya lo había pensado. Hasta el momento nadie sabe nada.
    — En lo que respecta al otro asunto, Anton Savich acaba de irse. El plan está en marcha. Tengo la lista de lo que necesitan. Es más o menos lo que había calculado.
    — De acuerdo con tus órdenes, nosotros ya hemos puesto manos a la obra.
    — Muy bien. ¿Qué hay de tus hombres? ¿Harán lo que sea necesario cuando llegue el momento?
    — Su lealtad es absoluta. Savich y sus banqueros nunca sabrán qué los golpeó cuando los ataquemos.
    La confianza en la voz de su hijo hizo que Shere Singh se estremeciera de orgullo. El muchacho era muy parecido a él.
    No dudaba de que si Abhay no hubiese nacido rico, se hubiese abierto paso de la misma forma que había hecho él en su juventud.
    — Muy bien, hijo mío, muy bien. Se han colocado en una posición vulnerable sin siquiera darse cuenta.
    — No, padre. Has sido tú quien lo ha hecho. Has convertido su miedo y su codicia en acción, y ahora acabará por destruirlos.
    — No, Abhay, no queremos destruirlos. Ten siempre presente que puedes comer el fruto de un árbol moribundo pero no el de uno muerto. Savich, Volkmann y los demás sufrirán, pero los dejaremos vivir para que continúen alimentándonos durante mucho tiempo.




    10

    — Acabarás por abrir un surco en la moqueta —comentó Eddie Seng, sentado en una mullida butaca en un rincón de la habitación del hotel.
    Juan Cabrillo no respondió mientras se acercaba por enésima vez a la ventana de cristales dobles que daban a las resplandecientes luces del barrio de Ginza, en Tokio. Se detuvo con las manos entrelazadas a la espalda y los anchos hombros rígidos por la tensión. El Oregon se acercaba a toda máquina al dique flotante llamado Maus y no tardaría en entrar en acción. Su lugar estaba en el puente y no en una habitación de hotel sin hacer nada más que esperar a que Mark Murphy descubriese algo referente a sus propietarios. Se sentía enjaulado.
    Un fuerte aguacero volvía borroso el panorama que se tenía de la ciudad desde la habitación, en el piso treinta y dos.
    El tiempo se correspondía con su humor.
    Habían pasado veinticuatro horas desde que bajaron del helicóptero que había recogido a Victoria Ballinger. Un representante de la Royal Geographic Society la esperaba en la pista barrida por el viento; un hombre con barba y una gabardina marrón. Por su lenguaje corporal, Cabrillo adivinó que Tory y el enviado no se conocían. El hombre se presentó como Richard Smith. Si bien le agradeció cortésmente el rescate de Tory, Cabrillo advirtió que se mostraba retraído, casi desconfiado. Tory, en cambio, fue muy efusiva y le dio un beso Cabrillo antes de dejar que un enfermero la llevase hasta la ambulancia que Smith había llamado.
    La muchacha había levantado una mano para que esperasen un momento antes de subir al vehículo, y había mirado a Cabrillo con una expresión inocente en sus ojos azules.
    — Anoche recordé algo más sobre el rescate —comentó.
    «Vaya», pensó Cabrillo.
    — Cuando estaba atrapada en el camarote le pregunté si pertenecía a la Marina, y escribió algo de una empresa de seguridad privada. ¿De qué iba todo aquello?
    Smith ya se había sentado en la ambulancia y tuvo que inclinarse un poco hacia fuera para oír la respuesta.
    Cabrillo miró por un segundo a Smith y después de nuevo a Tory.
    — No fue más que una mentira.
    — ¿Perdón? —Tory se cruzó de brazos.
    — Le mentí. —Cabrillo sonrió. ¿Hubiese confiado en mí si le hubiese dicho que era el capitán de un viejo barco mercante con un sonar para pescar y algunos tripulantes aficionados al submarinismo?
    Tory permaneció callada durante unos segundos, con la mirada atenta.
    — ¿Un sonar para pescar? —preguntó con un claro tono de duda.
    — El cocinero lo utiliza de vez en cuando para pescar la cena si estamos en puerto.
    — Entonces, ¿por qué lo tenía conectado en mitad del océano? —quiso saber Smith, con un tono rayano en la acusación.
    Cabrillo mantuvo la sonrisa y siguió con su juego.
    — Por pura casualidad. Captó el eco cuando pasamos por encima del Avalon. El marinero de guardia vio las dimensiones del objetivo, y pensó que o habíamos encontrado la ballena más grande de la historia o algo iba mal. Me llamaron al puente y ordené que diéramos la vuelta. El Avalon no se había movido, así que descartamos que fuese un monstruo. Fue entonces cuando decidí zambullirme y echar una ojeada.
    — Pues fue una suerte para Tory —señaló Smith. No parecía en absoluto convencido, y Cabrillo se reafirmó en la sospecha de que Tory y el estirado inglés no pertenecían a la Royal Geographic Society. Lo primero que pensó fue que eran miembros de la Royal Navy y que el Avalon era un barco espía con la misión de vigilar los movimientos de los buques de guerra de Corea del Norte, o de la flota rusa en el Pacífico con base en Vladivostok. Pero si era así, significaba que los piratas tenían la capacidad de acercarse a una nave de combate equipada con los más modernos sistemas de vigilancia electrónica, acabar con la tripulación en un ataque relámpago, y escapar sin ser detectados. Cabrillo no acababa de creérselo. Por lo tanto, podía ser que fuesen antiguos miembros de la Royal Navy, que quizá utilizaban un barco perteneciente a la entidad, pero que navegaban por la zona en cumplimiento de alguna misión.
    — Si fue así, por favor dele las gracias de mi parte al cocinero —dijo Tory, y con un gesto le indicó al camillero que la acomodara en la ambulancia.
    Cabrillo, Seng y los dos antiguos SEAL escogidos por este último tuvieron que buscar un transporte que los llevara a la ciudad. En lugar de molestarse en llamar a un coche o tomar un tren, alquilaron el mismo helicóptero que los había llevado desde el Oregon para que los trasladase a Tokio, donde Max Hanley les había reservado cuatro habitaciones a nombre de una de las empresas fantasma de la Corporación. Allí era donde ahora esperaban. Los SEAL pasaban la mayor parte del tiempo en el gimnasio del hotel, mientras Cabrillo paseaba por la habitación y rogaba para que sonara el móvil. Seng hacía guardia e intentaba que su jefe no acabase destrozando la habitación en un arranque de furia o por puro aburrimiento.
    — Pues que me carguen una moqueta nueva en la factura —dijo Cabrillo sin apartarse de la ventana.
    — ¿Qué me dices de la úlcera que acabarás teniendo? No recuerdo que Huxley te diera algún antiácido para el viaje.
    Cabrillo miró a Seng.
    — La acidez es por culpa del pulpo en escabeche, no por la tensión.
    — Lo que tú digas. —Y reanudó la lectura del periódico.
    Cabrillo continuó mirando la tormenta a través de la ventana, pero su mente estaba a miles de kilómetros de distancia.
    No, eso no era del todo cierto. Su mente estaba a novecientos kilómetros, en su silla en el centro de operaciones del Oregon. No era la primera vez que su barco actuaba sin él, y no es que no confiase en la tripulación. Solo sentía la necesidad personal de formar parte de la acción mientras iban por los cabezas de serpiente.
    «Dios —pensó. ¿Cuántos años tenía cuando lo vi?».
    Siete u ocho. Regresaban de la casa de una tía que tenía en San Diego. Conducía su padre, y su madre iba en el asiento del acompañante; recordó que ella gritó que los coches estaban detenidos varios segundos después de que él hubiese pisado el freno. Su madre se volvió inmediatamente para ver si le había pasado algo. El frenazo ni siquiera tensó el cinturón de seguridad, pero su madre se comportó como si Juan hubiese estado a punto de salir despedido a través del parabrisas.
    Después el tráfico avanzó a paso de tortuga. Recordó que durante un rato circularon al lado de un coche que llevaba un San Bernardo en el asiento trasero. Era la primera vez que veía uno, y se quedó impresionado por su tamaño. Todavía pensaba que cuando finalmente se retirase se compraría uno de aquellos enormes perros.
    — ¿Ya le has buscado un nombre? —preguntó Eddie en voz baja.
    — Gus —respondió Caballo automáticamente, antes de darse cuenta de que había estado pensando en voz alta. Guardó silencio, avergonzado.
    — ¿Qué había pasado? —quiso saber Seng.
    Cabrillo pensó que no podía interrumpir la historia. Algo le reclamaba que debía contarla entera.
    — Por fin llegamos al lugar del accidente. Seguramente un coche se salió de su carril; un camión con un remolque intentó esquivarlo y el remolque volcó. Solo había un coche de policía, y el poli ya había detenido al camionero.
    »Una de las puertas traseras del remolque se había abierto al volcar; el policía ayudaba a las víctimas. No sé cuántas podían ser, quizá había un centenar de trabajadores mexicanos en el remolque. Algunos solo tenían heridas leves y ayudaban al policía. Otros apenas podían caminar, y a muchos tuvieron que sacarlos a rastras. Ya habían hecho dos grupos. En uno, las mujeres atendían a los heridos. En el otro estaban los cadáveres puestos en hilera. Mi madre, que era muy protectora, me dijo que no mirase, pero casi lo susurró mientras miraba aquel desastre, incapaz de contener las lágrimas. Más allá del accidente la circulación era normal.
    »Nadie habló durante unos minutos. Mi madre seguía llorando. Yo no acababa de entender qué había visto, pero sabía que no estaba permitido llevar pasajeros en un remolque.
    Recuerdo las palabras de mi padre cuando mamá dejó de llorar. «Juan, no importa lo que nadie te diga, hay maldad en este mundo, y lo único que hace falta para que triunfe es que las personas buenas no hagan nada».
    La voz de Cabrillo perdió el tono suave cuando su mente volvió al presente.
    — Unos años después volvimos a hablar de aquel día. Mis padres me hablaron de las personas que traían inmigrantes clandestinos desde México y que algunos morían en el viaje.
    Me dijeron que el conductor se había declarado culpable de treinta y seis homicidios involuntarios y que unos latinos lo habían matado en la cárcel.
    — Por eso cuando abrimos el contenedor en la cubierta del Oregon y viste a los chinos…
    — Fue como encontrarme de nuevo en aquella autopista y volví a sentir la misma impotencia. Hasta que recordé las palabras de mi padre.
    — ¿De qué trabajaba tu padre, si no te importa que te lo pregunte?
    — Era contable, pero había combatido en Corea y creía que no había nada más perverso en la tierra que el comunismo.
    — Si tenía tanta influencia en ti como creo que tenía, entonces estás buscando a esos tipos porque son contrabandistas y comunistas.
    — Si China está detrás de todo esto, tienes toda la razón.
    — Cabrillo miró a Seng. No hace falta que te lo diga. Tú estuviste allí durante años.
    Seng asintió con expresión grave.
    — Vi con mis propios ojos pueblos enteros borrados del mapa porque alguien había hablado en contra de un funcionario local del Partido. Puede que las ciudades se estén abriendo a Occidente, pero el campo lo gobiernan con la misma crueldad. Es la única forma de que el gobierno central pueda controlar a mil millones de personas. Tenerlas en vilo, casi muertas de hambre y agradecidas por cualquier limosna que reciben.
    — Algo me dice que esta no es una operación china —opinó Cabrillo.
    — Pues para mí esa hipótesis no está falta de sentido —replicó Seng. Tienen un problema de población, y no me refiero a la superpoblación, aunque también lo es. No, a lo que se enfrenta hoy China, y continuará haciéndolo en los próximos veinte años o más, es a algo mucho peor.
    — ¿Peor que intentar dar de comer a una cuarta parte de la población mundial? —preguntó Cabrillo con escepticismo.
    — En realidad es la consecuencia directa de la política de un solo hijo puesta en vigor en 1979. El índice de natalidad en China es ahora de 1,8 hijos por mujer. El índice es todavía más bajo en las ciudades. Para contar con una población sostenible, un país necesita un índice de fertilidad de al menos 2,1. La bajada de los índices de natalidad en Estados Unidos y Europa se ha solucionado con la inmigración, así que no tenemos problemas. Pero China verá cómo el índice de envejecimiento de su población crecerá de una forma desproporcionada en las próximas décadas. No habrá suficientes trabajadores para las fábricas ni las personas necesarias para atender a los mayores. Si a esto le añades el prejuicio cultural contra las niñas, el aborto selectivo y el infanticidio, te encuentras con que China tiene ahora mismo ciento dieciocho varones menores de diez años por cada cien mujeres.
    — ¿Qué crees que harán?
    — A menos que un significativo segmento de la población masculina sea homosexual o se decida por el celibato, en 2025 habrá unos doscientos millones de hombres sin ninguna posibilidad de formar una familia.
    Cabrillo llegó a la conclusión lógica del razonamiento de Seng.
    — ¿Crees que han decidido exportar a los hombres que sobran?
    — Es una teoría.
    — Muy creíble —admitió Cabrillo. Es algo que no se me había ocurrido: la exportación de personas a gran escala.
    — Alrededor de un millón de chinos emigran ilegalmente cada año con la aprobación tácita de los gobiernos locales. No creo que falte mucho para que los líderes en Pekín pongan en marcha su propio programa para deshacerse de lo que ya denominan el «ejército de solteros». —La voz de Seng adoptó un tono de amargura. A pesar de las campañas de propaganda de los últimos años, China continúa sometida a una tiranía brutal. Siempre solucionan los problemas con el uso de la fuerza. Si quieren construir una presa, desplazan sin más a treinta millones de personas y muestran a los periodistas occidentales las nuevas ciudades que están construyendo para los desplazados, pero en realidad acaban enviándolos a las granjas colectivas.
    Cabrillo dejó que las acusaciones de Seng flotasen en el aire durante unos segundos. Sabía muy bien lo mucho que Seng odiaba al gobierno de Pekín.
    — Pero solo había una cincuentena de personas a bordo del Kra IV —le recordó finalmente.
    — Pero ¿qué había en el barco que vio Tory Ballinger?
    — ¿Te refieres a quiénes?
    — Exactamente.
    Sonó el móvil del director.
    — Cabrillo.
    — Juan, soy Max.
    — ¿Qué pasa? —Intentó no parecer ansioso, pero no lo consiguió del todo.
    — Nos encontramos a unas veinte millas detrás del Maus.
    Hemos hablado con ellos para establecer el procedimiento de adelantar a un dique flotante. Dentro de unos diez minutos lanzaremos.un avión espía no tripulado con una cámara de alta resolución para echar una ojeada en la bodega. También tengo a un grupo de abordaje por si es necesario.
    — Me parece bien. ¿Qué tal el tiempo? Aquí llueve.
    — El tiempo es bueno. No hay luna, el mar está en calma y sopla una ligera brisa. Escucha, te llamo porque tenemos cierta información para ti.
    «Ya era hora», pensó Cabrillo, pero no dijo nada.
    — ¿Murph ha encontrado al propietario del Maus?
    — No, todavía lo está investigando. Es Julia quien ha encontrado algo en las autopsias hechas a los chinos que sacamos del contenedor. Te la paso.
    — Gracias. Envíame las imágenes del avión a mi teléfono.
    Me gustaría echar un vistazo al Maus mientras lo adelantáis.
    — Descuida. Aquí tienes a Julia.
    — Juan, ¿qué tal Tokio?
    — Pues como siempre, sushi caliente y geishas frías.
    — Lo suponía. Creo que he encontrado algo sobre nuestros inmigrantes. Todos pertenecen a la misma aldea, un lugar llamado Lantan, en la provincia de Fujian, y la mayoría son de una misma familia.
    — ¿Les has hecho la prueba de ADN?
    — No, leí fragmentos de un diario que no se destruyó cuando el contenedor cayó al agua. Había muchas hojas ilegibles, pero lo escaneé y lo pasé por el traductor automático.
    El tipo que lo escribió se llamaba Xang. Con él viajaban dos hermanos, un montón de primos y varios parientes lejanos.
    Un cabeza de serpiente llamado Yan Luo les había prometido trabajo en Japón. Cada uno le había pagado unos quinientos dólares antes de salir de la aldea y se habían comprometido a pagarle unos quince mil cuando comenzaran a trabajar en una fábrica textil en las afueras de Tokio.
    — ¿Dice algo sobre el Kra IV? ¿Era el barco que los transportaba a Japón?
    — No lo dice, o si lo decía está en las páginas dañadas.
    — ¿Qué más has encontrado?
    — Poca cosa. Escribió sobre sus sueños, sobre que algún día podría pagarle el viaje a su novia para que se reuniese con él en Japón, y cosas por el estilo.
    — ¿Cómo has dicho que se llamaba la aldea?
    — Lantan.
    — Si no podemos rastrear el Kra IV o el Maus, quizá podamos seguir la pista a los emigrantes. —Cabrillo miró a Seng— El jefe de operaciones terrestres había escuchado lo suficiente para saber qué vendría después. Se veía en su cara. Volveré a llamarte —le dijo a Julia, y cortó.
    — A China, ¿no? —comentó Seng, resignado ante lo inevitable. Lo tuve claro desde el momento en que los vi.
    — ¿Podrás hacerlo?
    — Sabes muy bien que descubrieron mi tapadera y que me salvé por los pelos. Me han condenado a muerte en ausencia.
    Puedo darte los nombres de una docena de generales y altos funcionarios del Partido a los que nada les gustaría tanto como que volviese a poner los pies en China. Han pasado algunos años, pero, hasta donde sé, mi foto está en todas las comisarías del país, desde Pekín y Shanghai hasta la aldea más remota.
    — ¿Podrás hacerlo? —repitió Cabrillo.
    — Mi vieja red desapareció hace tiempo. Me sacaron de China en cuanto nos descubrieron, y no pude avisarlos. Estoy seguro de que algunos acabaron en los calabozos de la policía de seguridad del Estado, y eso significa que el resto está comprometido. No puedo contar con ninguno de ellos.
    Guardó silencio. Cabrillo no preguntó una tercera vez.
    No era necesario.
    — Tengo un juego de credenciales en una caja de seguridad en Los Ángeles, que ni siquiera la CIA conoce. Me las hicieron en Hong Kong antes de que la ciudad volviera a los chinos, por si tenía que ayudar a un par de amigos. Como ahora viven en Vancouver, la identidad todavía es válida. Llamaré a mi abogado mañana a primera hora para que me las envíe por correo urgente a Singapur. Allí iré en un vuelo de Cathay hasta Pekín.
    — A Shanghai —lo corrigió Cabrillo. Julia dijo que la aldea está en la provincia de Fujian. Si no me falla la memoria la ciudad importante más cercana es Shanghai.
    — Vaya, esto mejora por momentos —dijo Seng como si su misión ya no fuese lo bastante difícil.
    — ¿Qué pasa?
    — La gente de Fujian tiene un dialecto propio. No lo hablo muy bien.
    — Entonces queda descartado —decidió Cabrillo. Tendremos que seguir las pistas que encontremos del Km IV o el Maus.
    — No —rechazó Seng vivamente. Tardarás semanas en rastrear a esos cabrones a través de los registros navieros y las pirámides corporativas. Si los emigrantes ilegales encajan en los planes de los piratas, necesitamos las respuestas ahora. Tú y yo sabemos que los que lanzaron por la borda del Kra IV no son los únicos.
    Cabrillo asintió con un gesto grave.
    — De acuerdo. Haz los preparativos.

    En la pantalla principal del centro de operaciones aparecía una imagen distorsionada del mar; la espuma en las crestas de las olas tenía una suave fosforescencia verde que se extendía sobre el agua oscura. El rítmico movimiento del agua visto a través de la lente de la cámara reproducía los latidos de un corazón.
    La imagen dio un salto, y George Adams maldijo por lo bajo.
    Adams era el piloto del helicóptero Robinson R44 y el controlador de los dos aviones espías no tripulados que llevaba el Oregon y que se lanzaban desde una plataforma colocada en la banda de babor. Las fuerzas armadas norteamericanas gastaban millones en sus aviones espías Predator. En cambio, los que utilizaba la Corporación eran aviones dotados con cámaras de alta resolución y guiados por control remoto que se vendían a cualquiera. Adams, desde su puesto en el centro de operaciones, guiaba los aviones, que tenían un radio de vuelo de veinticinco kilómetros.
    George «Gómez» Adams era uno de los pocos a bordo del Oregon que había servido en el Ejército. Se había ganado su fama por ser el piloto que transportaba a los equipos de operaciones especiales a Bosnia, Irak y Afganistán. A sus cuarenta años seguía soltero y tenía el típico aspecto de un piloto de combate. Era alto, delgado, de cabellos y ojos oscuros, y una encantadora insolencia que siempre lo convertía en el centro de atracción de las mujeres. Su apostura le había servido de mucho en más de una misión. Se había ganado el apodo después de una misión en la que había seducido a la amante de un narcotraficante peruano que era el vivo retrato del personaje de Morticia Addams.
    Las imágenes que transmitía la cámara en el morro del avión le permitían ver qué había delante y debajo, pero no podía sentir las corrientes ni los vientos cruzados que afectaban al aparato de un metro cincuenta de longitud. Lo niveló cuando una súbita racha sacudió el avión, y movió hacia atrás la palanca del radiocontrol para que ganara altura.
    — ¿Cuál es la distancia? —le preguntó a Linda Ross, que se encargaba del radar.
    — Estamos a cuatro millas a popa del Maus y a tres millas a babor.
    El avión era demasiado pequeño para aparecer en la pantalla del potente radar del Oregon, pero el enorme dique flotante y los remolcadores que lo arrastraban aparecían con toda nitidez.
    Adams giró una perilla para mover la cámara y a unas pocas millas por delante del avión apareció en el agua un resplandor verde esmeralda.
    — Allí —dijo alguien sin ninguna necesidad.
    La resplandeciente cuña era la estela del Mam en su lento avance hacia el sur. Delante de la mole había dos puntos muy brillantes, los reflectores colocados en la popa de los remolcadores que iluminaban al gigante. Las gruesas maromas parecían hilillos vistas desde una altura de mil seiscientos metros.
    Había un par de luces menos potentes en la cubierta del dique flotante, pero la bodega estaba completamente a oscuras.
    — Muy bien, George, llévanos dentro —ordenó Hanley desde el puesto de mando. Luego preguntó por el móvil— ¿Lo recibes, Juan?
    — Más o menos —respondió Cabrillo desde su habitación de hotel en Tokio. No se ve gran cosa en una pantalla de tres por cinco centímetros.
    — Haré primero un pase alto —anunció Adams. Si la imagen es mala, apagaré el motor y bajaré planeando para tomar una vista de cerca. —Apartó los ojos de la pantalla para mirar a Hanley. Pero si el motor no se enciende de nuevo, perderemos el aparato.
    — Lo he oído —dijo Cabrillo. Dile a George que perderemos la ventaja del factor sorpresa si tenemos que enviar a un grupo de abordaje. No pasa nada si perdemos el aparato.
    Max retransmitió el mensaje con una pequeña variación.
    — George, dice Juan que si pierdes el aparato te lo descontará del sueldo.
    — Pues dile de mi parte —replicó Adams, muy atento a la pantalla, que le daré un cheque en el momento en que Eddie pague el submarino que estropeó.
    George redujo la velocidad hasta casi la velocidad crítica, pero de todos modos adelantó a los barcos. No había ninguna posibilidad de que el avión negro fuese avistado desde el dique flotante o los remolcadores; sin embargo, era posible que algún tripulante alerta oyese el agudo zumbido del motor. Mantuvo al aparato a una altura de ciento sesenta metros por la banda de estribor del convoy y giró la cámara para obtener una visión panorámica mientras recorría toda la longitud del dique.
    Parecía más una fortaleza que un buque. Los costados eran paredes verticales de acero, y solo se insinuaba un perfil a popa y a proa. El par de remolcadores de treinta y tantos metros de eslora parecían juguetes comparados con el leviatán que tocaban.
    Eric Stone y Mark Murphy se encargaban de filtrar la recepción por un programa informático que aumentaba la resolución de las imágenes. La pareja de técnicos incrementaban el contraste y eliminaban las distorsiones provocadas por el motor del aparato. Cuando George terminó de recorrer el buque y el avión se alejaba del Maus, ya tenían procesadas las imágenes y las pasaron por la pantalla.
    — ¿Qué demonios es esto que aparece en la pantalla? —preguntó Cabrillo a través del móvil.
    — Maldita sea —exclamó Hanley, que miraba la gran pantalla de plasma. Sostenía el móvil en una mano y la pipa apagada en la otra.
    — ¿Qué es? —insistió Cabrillo.
    — Las luces en la borda del Maus impiden ver la bodega.
    No es más que un agujero negro en mitad del barco. Tendremos que pasar directamente por encima.
    — Comienzo a girar —anunció Adams, y su cuerpo se inclinó automáticamente, como si acompañase al aparato en el giro cerrado.
    En cuestión de minutos situó el avión a popa del dique y a una altura de seiscientos treinta metros. Esta vez no redujo la velocidad sino que cerró el acelerador y lanzó al pequeño aparato directamente hacia el Maus en lo que a todas luces era una pasada suicida. El sistema de ignición era caprichoso, y por lo general, un tripulante tenía que ponerlo en marcha con la manivela.
    La mole del Maus llenó la pantalla a medida que el avión se acercaba. Adams apagó el motor a una distancia de cuatrocientos metros; las imágenes dejaron de saltar en el instante en que el aparato se convirtió en un silencioso planeador que bajaba del cielo nocturno. Consultó el altímetro. La altura era de unos trescientos treinta metros. Aumentó el ángulo de ataque. Ahora descendía sobre el dique flotante como un Stuka espectral.
    Eric y Murph verificaron que las imágenes se estuviesen grabando en el disco unos segundos antes de que el aparato cruzara la vertical de la grúa puente. Adams niveló al avión a unos treinta metros por encima del Maus y lo guió a lo largo y por el centro de la eslora para conseguir las mejores imágenes posibles de la bodega.
    A unos quince metros de la proa, hizo virar al avión y repitió la picada para ganar velocidad. A una altura de diez metros pulsó el botón de arranque. El mar apareció en la pantalla de plasma. Al ver que no arrancaba, lo intentó de nuevo con toda calma. La hélice de plástico dio un par de vueltas, pero el motor no arrancó.
    Fue como si el avión hubiese acelerado en el último momento, o quizá el mar se había levantado para arrancarlo del cielo. El equipo en la sala de operaciones hizo una mueca cuando el aparato se hundió en el agua y la pantalla se quedó en blanco.
    Adams se levantó lentamente e hizo sonar los nudillos.
    — Ya sabéis lo que se dice: todo aterrizaje del que puedas salir caminando es un buen aterrizaje.
    Se oyeron algunos lamentos de protesta por el manido chiste mientras Murph ponía en pantalla la repetición de la pasada.
    — ¿Qué habéis visto? —preguntó Cabrillo por el móvil.
    — Espera un segundo —respondió Hanley. Ahora saldrá en la pantalla.
    Adams había hecho un trabajo excelente controlando el avión y la cámara. Las imágenes eran nítidas pero el resultado no era el que habían esperado. Toda la bodega aparecía tapada. La cubierta no era sólida, porque se ondulaba con el viento, pero impedía que se viese qué había en el interior del dique flotante.
    — ¿Qué? —insistió Cabrillo.
    — Tendremos que enviar a un grupo de reconocimiento —dijo Hanley. Tienen toda la bodega cubierta con una tela oscura. No se ve nada.
    Linda Ross ya se encontraba en la puerta de la sala de operaciones. Como oficial de inteligencia del Oregon era su responsabilidad dirigir el equipo de abordaje. Vestía un uniforme de combate negro y se había puesto el chaleco antibalas.
    Un gorro de lana negra ocultaba sus cabellos color miel.
    A pesar de la expresión decidida y el traje de combate, parecía una jovencita vulnerable. No la ayudaba tener una voz aguda, no chillona pero casi adolescente, ni las pecas en las mejillas. A sus treinta y siete años, en sus poco frecuentes viajes a Estados Unidos, todavía le pedían en los bares que demostrase que era mayor de edad.
    Linda, que había sido durante la mayor parte de su carrera naval analista de inteligencia, también tenía mucha experiencia en este tipo de operaciones. Gracias a su formación, solía tardar menos en completar las misiones encubiertas, sencillamente porque sabía cuál era la información precisa, Era rápida en sus evaluaciones en el campo, y sabía instintivamente qué era crucial. Por estas razones se había ganado el respeto de los SEAL que se hallaban a su mando.
    — Dile a Juan que tendremos cuidado —le pidió a Hanley y bajó hasta un nivel en la banda de estribor donde había una escotilla a la altura de la línea de flotación por la que lanzarían al agua una lancha neumática.
    Tres comandos la esperaban en la bodega. Llevaban sus equipos y uno de ellos le dio a Linda un arnés de combate, Ross verificó que la pistola Glock con silenciador, que era su preferida, estuviese cargada. Le gustaba que no tuviese un seguro que pudiera accionarse inadvertidamente si desenfundaba rápido. Como solo era una misión de reconocimiento, dudaban de que hubiese guardias apostados en el dique flotante, el equipo solo portaba armas de mano, pero cargadas con balas que llevaban mercurio en las puntas huecas, un proyectil con la suficiente energía cinética para incapacitar con un roce. Se colocó el micrófono de garganta de la radio táctica y el auricular. Hicieron una prueba para comprobar que se escuchaban los unos a los otros y a Hanley en el centro de operaciones.
    A la luz de las bombillas rojas, Linda se untó el rostro con pintura negra de camuflaje antes de calzarse unos ajustados guantes negros no reflectantes. La Zodiac tenía capacidad para ocho tripulantes y la propulsaba un potente motor fuera borda de cuatro tiempos de color negro. A su lado había otro motor eléctrico más pequeño capaz de impulsar a la neumática a una velocidad máxima de diez nudos por hora.
    Las pocas piezas de equipo que necesitarían ya las habían cargado.
    Un tripulante verificó de nuevo el equipo antes de levantar el pulgar hacia Linda. Ella le respondió con un guiño. El marinero redujo la intensidad de las luces y bajó la escotilla, que al mismo tiempo era una rampa de tres metros de largo y dos cuarenta de ancho. El sonido del agua llenó la bodega, y Linda notó el sabor de la sal en el aire. No había luna, pero la silueta del Maus destacaba claramente en la oscuridad con la proa iluminada por los focos de los remolcadores y las lámparas de sodio en las bordas.
    El timonel de la Zodiac puso en marcha el motor mientras los integrantes del equipo la empujaban por la rampa. Embarcaron de un salto en cuanto tocó el agua. Se alejaron del Oregon a toda velocidad para escapar de la turbulencia provocada por el avance del carguero y, cuando se encontraron a una distancia prudencial, el timonel aminoró para eliminar su propia estela.
    La separación entre los dos barcos parecía pequeña vista desde las cámaras instaladas en la cubierta del Oregon, pero una vez en el agua la distancia les pareció enorme. El mar estaba en calma, y la lancha neumática cabalgaba las olas sin problemas. A Linda le pareció que el motor hacía mucho ruido, a pesar de saber que incluso a toda velocidad no podía oírse en un radio de una milla.
    Cinco minutos después de dejar el Oregon habían recorrido tres cuartas partes del camino. El timonel apagó el fuera borda y puso en marcha el motor eléctrico. A una indicación de Linda viró para rodear la popa del Maus en busca de una zona oscura que ocultase el abordaje.
    En ese momento, el dique flotante avanzaba a tres nudos, así que no tuvieron problemas para pasar por la popa y avanzar a lo largo de la banda de estribor. El casco era un muro de acero gris de un extremo a otro. Las luces en la borda lo alumbraban hasta el agua, pero más o menos por la mitad había una zona oscura donde se había fundido una de las lámparas.
    El timonel acercó la Zodiac a la sección oscura del casco, un tanto apartada de la turbulencia, aunque tenía que ajustar continuamente la velocidad para mantenerla estable.
    — Arpeo —ordenó Linda.
    Uno de los SEAL se llevó al hombro un arma de aspecto curioso. Parecía un fusil de pesca submarina, pero de la culata salía una manguera conectada a un cilindro amarrado al fondo de la Zodiac. Encendió el medidor de distancias láser sujeto al cañón y centró la mirada en un punto apenas por encima de la borda del Maus.
    — Veintidós metros —susurró.
    Uno de sus compañeros escribió el número en la válvula del cilindro y después le tocó el hombro al tirador.
    El hombre contuvo la respiración, atento al cabeceo de la neumática, y en el preciso momento de la subida apretó el gatillo.
    La cantidad exacta de nitrógeno comprimido salió del cilindro y disparó el arpeo plegado. Sujeto a él había un sedal de nailon. Al llegar al punto máximo de subida, se abrió, pasó por encima de la borda y cayó en la cubierta.
    El tirador levantó el fusil bien alto y lo movió hacia atrás, como un pescador que tira de la caña, para que los garfios se se quedaran en una de las barras de la borda.
    — Listo —anunció.
    Su compañero desenganchó el carrete del fusil y sujetó una cuerda de alpinista al sedal. Luego comenzó a subirla hasta que pasó por el pequeño motón que había en el extremo del arpeo. Solo tardó treinta segundos en recuperar el final de la cuerda. Ató un extremo a los ganchos en la proa mientras el timonel hacía lo mismo con el otro en la popa. Con la fuerza de sus brazos, los hombres izaron la neumática hasta sacarla del agua. Continuaron con la operación hasta estar seguros de que ninguna ola la arrastraría. De haberla dejado en el agua mientras recorrían el Maus, la piel de goma de la Zodiac se hubiese hecho pedazos por el contacto con la piel de acero del dique flotante.
    Aseguraron los amarres y después escalaron uno tras uno por la cuerda, no sin antes comprobar que todos tenían un proyectil en la recámara de sus pistolas. Linda era la tercera en la cordada, confiaba en que el primer miembro del equipo llegase a la borda protegido por el segundo. Oyó por el auricular que el tirador decía «Despejado» y al mirar hacia arriba vio que se deslizaba entre los barrotes de la borda.
    Miró hacia abajo cuando ya casi había llegado a la borda.
    El timonel se encontraba inmediatamente detrás de ella, y más abajo se hallaba la Zodiac, pegada al casco como una cría de foca que mama de su madre. El mar, al fondo, era una presencia oscura.
    Sujetó la mano que le tendían desde arriba y se vio alzada por encima de la borda. Agradeció que el pesado chaleco antibalas le protegiese los pechos. Dudaba de que la doctora Huxley con su medida de pecho hubiese podido hacerlo.
    Los tres formaron un perímetro defensivo junto a la borda hasta que el último subió a bordo. El tirador tardó un segundo en quitar el arpeo y asegurar el cabo que sostenía la Zodiac con un mosquetón que podía desengancharse cuando estuviesen sanos y salvos en la embarcación.
    La cubierta del Maus se veía desierta, aunque técnicamente no era una cubierta sino una pasarela de tres metros de ancho que rodeaba todo el dique. De no haber sido por la tela o lo que fuese que cubría la bodega, la cubierta se hubiese parecido al parapeto de un castillo de acero. Linda se acercó. Era una tela de plástico tensada al máximo, como la lona de la carpa de un circo. La empujó con la mano y la tela no cedió.
    Uno de los hombres había sacado el cuchillo Gerber de la funda que llevaba sujeta a la bota y se disponía a cortar la lona, pero Linda levantó una mano. Sin decir palabra, señaló al tirador y a su compañero y les indicó que debían recorrer la zona de popa mientras ella y el timonel hacían lo mismo por la proa. Luego apuntó al otro lado de la bodega de ochenta metros de ancho para señalarles dónde se encontrarían.
    Linda desenfundó la Glock. Había demasiada luz en la cubierta para utilizar las gafas de visión nocturna pero no la suficiente para ver con claridad. Afortunadamente, no parecía haber muchos lugares donde pudiese ocultarse un centinela.
    Había pocos ventiladores o casetas de máquinas que ofrecieran protección. Escoltada por el timonel, avanzó silenciosamente junto a la borda de estribor, con la pistola a la altura de la cintura, mientras su mirada escudriñaba las sombras. Respiraba lenta y tranquilamente, pero notaba la velocidad del pulso en la garganta y se preguntó por un momento si el equipo podía oírlo a través de la radio.
    Cerca de la proa había una estructura que probablemente albergaba los controles de los tanques de lastre y las puertas.
    Parecía oscura y desierta, pero al acercarse Linda vio un contorno luminoso en las ventanas tapadas. Apretó la espalda contra el frío metal de la estructura y a continuación giró la cabeza para apoyar la oreja en el acero. No entendió las palabras, ni siquiera el idioma, pero oyó cuatro voces, todas masculinas, y le mostró cuatro dedos al timonel, que asintió.
    Pasaron junto a la estructura con un ojo atento a la única puerta. Habían llegado a una de las enormes chimeneas de ventilación cuando se abrió la puerta y salió un hombre. Linda consultó su reloj. Las dos y media. Hora de hacer la ronda.
    Un segundo guardia se unió al primero. Ambos vestían uniformes negros similares a los que llevaba el equipo de la Corporación, pero iban armados con metralletas colgadas alrededor del cuello. Linda no identificó el modelo, pero eso no tenía mayor importancia. Superaban la potencia de fuego del equipo. Los hombres se movían con la soltura de los militares sin duda eran mercenarios contratados por el jefe de la organización pirata. También sospechó que eran esos hombres, u otros como ellos, los responsables de las muertes de los tripulantes del Avalon y del hundimiento del barco.
    El primero le dijo algo a su compañero. A Linda le sonó a ruso o a alguna otra lengua eslava. Lamentó que Cabrillo no estuviese allí, tenía muy buen oído para los idiomas; hablaba cuatro perfectamente y se defendía en algunos más.
    Linda y el timonel permanecieron ocultos en la sombra de la chimenea y dejaron pasar a los centinelas. Caminaban a paso vivo, con la linterna en la mano izquierda y la derecha apoyada en la metralleta. Cada pocos metros se asomaban por la borda para mirar el casco y luego alumbraban la tela que tapaba la bodega. Eran metódicos, así que solo era cuestión de tiempo que descubriesen la Zodiac colgada de la borda.
    Linda se comunicó con los demás en cuanto los centinelas se alejaron.
    — Equipo dos, tenemos a un par de centinelas que van directamente hacia vosotros.
    — Recibido.
    La orden de Linda era no dejar prueba alguna de que ella y sus hombres habían abordado el Maus. No podría cumplirla. Sopesó las diversas alternativas y decidió que solo había una forma. Había notado el olor del tabaco cuando se abrió la puerta. Solo podía rogar que uno de los centinelas fuese fumador.
    — Hay una chimenea de un tanque de lastre a unos diez metros a popa de donde colgamos la Zodiac —informó a su equipo. Allí los pillaremos.
    — Recibido.
    — Nada de armas.
    Para ganar tiempo, Linda y el timonel no volvieron hacia la proa dando toda la vuelta sino que se arriesgaron a cruzar por encima de la tela que cubría la bodega. La habían tensado tanto que el peso de ambos apenas conseguía hundirla un poco alrededor de las botas. Linda vio que eran trozos de seis metros de ancho unidos entre sí con alambres pasados por los ojetes. Se habían tomado muchas molestias para ocultar lo que fuese que transportaban en la bodega.
    Llegaron al otro lado y se reunieron con los otros dos a la sombra de la chimenea. Estas chimeneas daban salida al aire de los enormes tanques de lastre cada vez que los llenaban para bajar el nivel del dique y permitir la entrada del barco que se debía reparar. Para hacerlo subir, se invertía el procedimiento: metían aire a presión en los tanques y expulsaban el agua por las docenas de espitas que rodeaban el casco.
    Siguieron la ronda de los centinelas gracias a la luz de las linternas. Los vieron pasar por la popa y caminar por la banda de estribor directamente hacia la emboscada. Aún les faltaban unos ciento treinta metros por recorrer. El equipo permaneció al acecho. Linda notó la boca seca, pero no consiguió mover la lengua para humedecerse los labios.
    Olió la adrenalina a medida que se acercaban los centinelas; la suya y la de sus hombres. Parecía flotar en el aire. Se encontraban a unos seis metros cuando uno de ellos se detuvo y le dio una palmada en el hombro al otro. Intercambiaron unas palabras, se rieron, y luego el segundo se volvió hacia la borda y se desabrochó la bragueta. Se inclinó por encima de la borda para ver el arco del chorro de orina.
    No tendría que haber pasado. Se encontraban en una embarcación en movimiento en alta mar. La orina tendría que haberse movido hacia la popa. Pero el dique flotante avanzaba a dos nudos por hora, y soplaba un viento de popa de entre ocho y diez nudos. Para ver el chorro, tuvo que mirar hacia proa. El centinela se apartó bruscamente, y casi se orinó encima.
    — ¡Nikoli!
    Había visto la Zodiac.
    Linda y su equipo contaban con menos de dos segundos antes de que dieran la voz de alarma.
    Nikoli no se tomó la molestia de mirar por encima de la borda. Echó a correr por la lona plástica que tapaba la bodega mientras su compañero terminaba de vaciar la vejiga. En un instante Nikoli desapareció en la oscuridad. Este debía de ser el procedimiento habitual. Si uno veía algo, el otro debía alejarse y transmitir la información a la sala de guardia.
    — Cogedlo —ordenó Linda sin necesidad de señalar al centinela que permanecía junto a la borda, y echó a correr detrás de Nikoli. No había cubierto más que unos pocos metros cuando notó las vibraciones de las pisadas del centinela en la lona.
    La tela plástica se flexionaba con el peso de sus zancadas y hacía que se le doblasen las rodillas. Contaba con eso. Pesaba cincuenta y cuatro kilos, y aun con el peso del equipo seguía pesando unos treinta kilos menos que el centinela. Para él sería como caminar por un palo enjabonado. Vio el resplandor de la metralleta y la piel blanca de su frente.
    El hombre debió de intuir que su perseguidor acortaba la ventaja. Había intentado sacar la radio de la funda mientras corría. Se despreocupó de la radio y se giró al tiempo que levantaba la metralleta. Linda se lanzó sobre la tela y se deslizó como por una pista de hielo. Disparó en cuanto se detuvo.
    El proyectil pasó muy lejos del objetivo, pero el hombre se arrojó sobre la lona. Permaneció inmóvil durante una fracción de segundo. Linda se incorporó y vació el cargador todo lo rápido que podía apretar el gatillo. La distancia era de unos quince metros. En el polígono de tiro era capaz de hacer diana con once de doce disparos. En las tinieblas de la cubierta tuvo suerte de acertar con un disparo. La bala de calibre nueve milímetros alcanzó al centinela en el hombro derecho y casi le arrancó el brazo. El hombretón se levantó tambaleante, con el brazo convertido en un guiñapo. La sangre brillaba como aceite en la manga del uniforme. Había perdido el arma pero no vaciló en arremeter contra Linda.
    Sin tiempo para poner un nuevo cargador, la oficial se levantó para enfrentarse a la carga. Intentó utilizar el impulso del hombre para hacerlo caer con un golpe de cadera, pero el centinela le rodeó el cuello con el brazo bueno, y ambos rodaron por la lona. La rodilla del hombre se estrelló contra su pecho en la caída; Linda intentó llevar aire a los pulmones al tiempo que trataba de levantarse.
    Pese a estar herido de muerte, Nikoli consiguió incorporarse, llevaba un puñal en la mano izquierda. La sangre chorreaba por sus dedos. Lanzó un golpe que Linda esquivó fácilmente. Intentó apartarse para tener el espacio y el tiempo que necesitaba para recargar la pistola, pero el hombre fue a por ella con la decisión de quien sabe que no tiene nada que perder.
    Linda cambió de táctica. Pasó a la ofensiva y descargó un puntapié en la rodilla de Nikoli. Oyó cómo se rompía el cartílago mientras el hombre se desplomaba. Cargó el arma y la montó. Nikoli permaneció inmóvil en medio de un charco de sangre que crecía por momentos. Ella se acercó con cautela.
    — Nyet, Spectivo —susurró el centinela cuando la vio.
    Ross no se movió al ver que mantenía el cuchillo debajo del cuerpo. Continuaba siendo un peligro. Tenía que dispararle, pero si conseguía llevarlo con vida al Oregon, tendrían la primera prueba tangible.
    — Enséñame el cuchillo —ordenó.
    Nikoli pareció entender la orden. Con mucha cautela sacó el brazo izquierdo de debajo del cuerpo. El movimiento hizo que el color desapareciera de su rostro. Linda se encontraba a poco más de un metro, fuera de su alcance, y dispuesta a meterle una bala en la cabeza si hacía el menor intento de lanzarle el cuchillo. Nikoli levantó el arma como si fuese a arrojarla sus pies— Pero antes de que la joven llegase a descubrir sus intenciones, clavó el cuchillo en la lona de plástico. Al estar tan tensa, el pequeño agujero se abrió como una falla sísmica, el hombre cayó de cabeza hacia el fondo de la bodega desde una altura de treinta metros.
    Linda no tuvo tiempo de reaccionar mientras la lona se desgarraba. Su peso hizo que esta se aflojase, y un segundo después se encontró tumbada boca abajo y deslizándose hacia el agujero que se agrandaba por momentos.




    11

    Linda apoyó las manos en la lona en un intento por sujetarse, pero a pesar de los guantes no consiguió frenar la inexorable caída. En el momento en que sus dedos tocaron el borde de la tela, hizo lo imposible por cogerlo. Sin embargo, el impulso era muy fuerte; al cabo de un segundo su cabeza asomó por el agujero, y después los hombros.
    Ni siquiera llegó a abrir la boca para gritar cuando todo su tronco quedó colgado del borde. En el interior de la bodega reinaba la más absoluta oscuridad, pero sabía que había treinta metros de caída. Sus caderas rozaron el borde, con lo que su centro de gravedad cambió. Se sintió impotente mientras sus piernas se levantaban.
    En el momento en el que se precipitaba al vacío, unas manos fuertes se cerraron alrededor de sus tobillos. Por un instante continuó la caída, y después se vio arrastrada hacia atrás hasta encontrarse lejos del agujero. Su alegría era tal que no le importó que su mejilla rozara el áspero material.
    En cuanto las manos la soltaron, Linda se giró para sonreír al timonel.
    — Gracias. Por un segundo ya me veía…
    — Y lo estaba.
    — ¿Qué hay del otro centinela? —preguntó Linda.
    — Fuera de combate.
    — Bien hecho. Solo nos quedan un par de minutos antes de que les extrañe que estos dos tipos no hayan vuelto. —Linda se quitó el arnés. Desenganchó los tirantes del cinto y los unió para hacer una cuerda de dos metros cuarenta de largo. Equipo dos —llamó por la radio, traed el cuerpo aquí.
    — Recibido.
    — Dame tu arnés —le pidió Linda al timonel, y lo añadió al otro para duplicar la longitud.
    Se sujetó al lazo que había hecho en la cuerda y luego se puso el monóculo de visión nocturna. Se apartó de los focos de la borda para poder ver. Esperó a que llegaran los otros dos comandos con el cadáver del centinela. Advirtió dos cosas: que alguien le había cerrado la bragueta y que el cuello formaba un ángulo extraño con el cuerpo.
    — Sujetadme —ordenó mientras se arrastraba hasta el agujero. El cuchillo de Nikoli había hecho el corte junto a una costura, el punto de máxima tensión, por eso se había desgarrado con tanta facilidad. El plan original de Linda había sido hacer un agujero con fuego y arrojar los cadáveres a la bodega, con la esperanza de que los demás hombres a bordo creyesen que una colilla era la responsable del accidente. Pero el corte era una solución perfecta. Los compañeros de los centinelas llegarían a la conclusión de que habían querido atajar a través de la bodega y habían caído al ceder la lona.
    Linda se acercó lentamente al corte. La lona cedía con el peso, pero ahora tenía la seguridad de que el equipo la sujetaría. Un poco más adelante, resbaló un poco, pero al momento sintió la presión de la cuerda cuando los hombres la retuvieron.
    — Vale, aguantadme aquí.
    Asomó la cabeza por el agujero y encendió una pequeña linterna.
    Su primera preocupación era Nikoli. Si había caído de for ma que fuese visible la herida de bala, el secreto de la incur sión se había ido al traste. Linda miró hacia abajo. Debido a que la visión era bidimensional, no experimentó la sensación de vértigo que había esperado. Directamente debajo de ella había un barco, un petrolero pequeño con la superestructura a popa. Habían cortado la chimenea y los mástiles para que cupiese debajo de las lonas. Desde esa posición no vio nada que le permitiese identificar el nombre o el registro. Pero ahora tenía la prueba de que los piratas a los que se enfrentaban eran además unos secuestradores.
    Cambió las gafas a visión infrarroja. Todo se volvió negro excepto por una mancha resplandeciente en la borda que continuaba hasta el fondo de la bodega, donde había un charco de un color brillante. Pasó de nuevo a visión con poca luz y apuntó a la mancha con la luz de la linterna. Al parecer, Nikoli se había golpeado con la borda del petrolero. La sangre que brillaba en la visión infrarroja era ahora una mancha negra, y el cadáver destrozado yacía en la cubierta inferior. Dudó mucho de que nadie que no fuese un patólogo experto pudiese ver la herida de bala en el cuerpo aplastado. Satisfecha, ordenó a sus hombres que la izaran.
    — Hay un petrolero en la bodega. Le han cortado la chimenea y los mástiles para que cupiese. Tiene una eslora de unos ciento treinta o ciento cuarenta metros.
    — ¿Hay alguna forma de que puedas ver el nombre? —preguntó Hanley desde el centro de operaciones.
    — Negativo. Tenemos que marcharnos. Los centinelas ya tendrían que haber vuelto de la ronda.
    — De acuerdo. Os estaremos esperando.
    Corrieron agachados hasta donde habían amarrado la Zodiac y se descolgaron por la cuerda. El timonel puso en marcha el motor eléctrico en el momento en que el tirador soltó la cuerda. La neumática cayó al agua y se apartó inmediatamente del Maus. Por un instante se bamboleó peligrosamente antes de que la velocidad nivelase la navegación.
    Quince minutos más tarde se acercaron al Oregon, propulsados por el motor de gasolina a una velocidad de veinte nudos. El tripulante, en la bodega, los observaba por el circuito cerrado de televisión. Disminuyó la intensidad de las luces y bajó la escotilla. La Zodiac subió la rampa y se detuvo en el interior de la bodega. La escotilla se cerró antes de que el timonel hubiese apagado el motor.
    Hanley los esperaba. Le pasó el móvil a Linda, que se quitó el gorro.
    — Aquí Ross.
    — Linda, soy Juan. ¿Qué has encontrado?
    — Lleva en la bodega un buque tanque de tamaño mediano. No he podido ver el nombre.
    — ¿Alguna señal de la tripulación?
    — Ninguna, y dado que en la bodega reinaba una oscuridad total, yo diría que o están muertos o los tienen en uno de los remolcadores.
    Ninguno de los dos mencionó que la segunda opción era improbable.
    — Un gran trabajo. Mis felicitaciones para todos. Os habéis ganado una ración doble de ron.
    — Gracias, pero pienso beberme un par de chupitos de la botella de brandy Luis XIII que tienes en tu camarote.
    — Eso se toma en una copa caliente, y no como si fuese un tequila barato.
    — Calentaré el chupito —replicó Linda. Te paso a Max.
    Devolvió el móvil y abandonó la bodega para darse una larga ducha caliente, y, por supuesto, tomarse un par de copas de ese coñac que valía mil quinientos dólares la botella.
    — ¿Qué quieres que hagamos ahora? —preguntó Hanley.
    — Por lo que dijo Murph, el Maus navega hacia Taiwán, ¿Qué tal si te adelantas y esperas a ver si entra a puerto? Si lo hace, me reuniré contigo allí e improvisaremos sobre la marcha.
    — ¿Qué pasa si cambia de rumbo y navega hacia alguna otra parte?
    — Quédate con él.
    — Eres consciente de que navega a tres nudos por hora, ¿verdad? Lo seguiremos durante un par de semanas antes de que llegue a puerto.
    — Lo sé. No se puede evitar, muchacho. Piensa que eres uno de los polis que siguió a OJ en su persecución a baja velocidad por las autopistas de Los Ángeles.
    — ¿Baja velocidad? Demonios, si hasta las langostas migran más rápido que ese condenado dique flotante. —Max dejó las bromas. El último barco que se llevaron de la flota de tu amigo japonés era ün petrolero. El…
    — Toya Maru —dijo Cabrillo.
    — Eso es. Parece lógico suponer que sea el que está en la bodega del Maus. ¿Por qué no llamamos a la Marina o a los guardacostas japoneses?
    — Estoy seguro de que es el Toya Maru. Pero aquí no se trata de un barco, y dudo que ninguno de los tripulantes de los remolcadores puedan decirnos gran cosa. Los piratas lo tienen muy bien montado. Estoy seguro de que cuando estén a un día de Taipei, recibirán órdenes de ir a alguna otra parte.
    Si detenemos al Maus ahora, habremos rescatado un barco y atrapado a un puñado de tipejos. Pero si lo seguimos hasta donde vayan a desguazar al Toya o a modificarlo para su propio uso, descubriremos más acerca de sus operaciones.
    — No es mala idea —admitió Hanley. Haremos de tortuga y ya veremos dónde acaba todo esto.
    — Le paso el teléfono a Eddie. Tiene una lista de lo que necesitará para su misión en China. Puedes enviar a alguien para niie haga de correo cuando pases por el estrecho de Corea.
    El Robinson tiene autonomía más que suficiente para llegar a Pusan. Allí, el correo podrá ir en un vuelo regular a Singapur y reunirse con Eddie en el aeropuerto.
    — Espera un momento que cojo un bolígrafo, papel y las gafas.

    Quinientas millas al norte del lugar donde el Oregon seguía al Maus, otro dique flotante, su gemelo, salía del estrecho de La Perouse, que separaba el extremo norte de Japón de la isla Sajalín antes de entrar en las heladas aguas del mar de Ojotsk.
    Atoado por remolcadores más potentes que los que arrastraban al Maus, navegaba a una velocidad de seis nudos por hora a pesar de que el barco oculto en su interior era considerablemente mayor que el petrolero que había visto Linda.
    El mar comenzaba a encresparse y las olas hacían que las largas maromas se aflojasen y tensasen, de modo que se hundían y después se tensaban hasta el punto de parecer barras de acero que chorreaban agua. Los remolcadores cabalgaban las olas mientras avanzaban hacia el norte, y se enfrentaban al mar como debe hacerlo un barco, ágilmente y atento a sus caprichos. No ocurría lo mismo con el dique flotante. Topaba contra las olas con toda la proa, así que las cortinas de espuma blanca llegaban casi hasta la cubierta superior, y después descargaba el agua, lentamente, como si el mar no fuese más que una molestia.
    Como en el Maus, habían tapado la bodega, pero en este caso habían colocado planchas de acero sobre un armazón metálico y habían soldado las juntas. La bodega era hermética excepto por los enormes ventiladores montados a popa.
    Estas poderosas máquinas hacían circular por la bodega miles de metros cúbicos de aire por minuto. El aire que sacaban los extractores que se hallaban a proa pasaba antes por unas bate rías de filtros químicos para eliminar en lo posible el terrible hedor de la bodega, un hedor que hacía casi doscientos años que no se olía en alta mar.

    Cabrillo se quedaría varado en Tokio hasta que Mark Murphy descubriese alguna pista, así que durante tres días hizo de turista en una ciudad que no le interesaba particularmente.
    Añoraba el aire fresco en mar abierto, el horizonte siempre inalcanzable, y la sensación de paz que produce contemplar desde popa cómo se curva la estela en la distancia. En cambio, tenía que vérselas con un idioma impenetrable, multitudes que desafiaban la imaginación, y las constantes miradas de las personas que supuestamente estaban habituadas a la presencia de los occidentales pero que se comportaban como si nunca hubiesen visto uno.
    Su sentimiento de impotencia se agravaba por la misión de Seng. Eddie se había marchado unos días antes, y después de encontrarse con el correo en Singapur ya estaba en China.
    Llamó al Oregon desde Shanghai y a continuación se deshizo del móvil. Los móviles abundaban en las ciudades, pero él iba al campo, donde no solo no había antenas de telefonía móvil sino que si alguien lo veía con uno probablemente despertaría sospechas. Estaría librado a su suerte, en un país donde lo habían condenado a muerte, hasta que averiguase cómo habían llegado los campesinos al Kra IV.
    Notó la vibración del móvil en el bolsillo de la chaqueta.
    Atendió la llamada mientras caminaba por el parque del palacio imperial, el único lugar tranquilo en la impresionante megalópolis.
    — Cabrillo.
    — Juan, soy Max. ¿Preparado para poner punto final a las vacaciones?
    — ¿Murph ha encontrado algo? —preguntó el capitán sin disimular su alegría.
    — Sí. Ahora te lo paso, pero yo sigo a la escucha.
    Cabrillo se sentó en el primer banco vacío que encontró.
    Sacó una libreta y una estilográfica Montblanc por si tenía que tomar notas.
    — Hola, jefe. ¿Qué tal por ahí?
    — Max dice que tienes información para mí —dijo Cabrillo con prisa por tener una dirección para iniciar la búsqueda.
    — Me ha costado lo mío, y he tenido que consultar muchas cosas con Mike Halbert. —Halbert, además de ser el agente de inversiones, en ocasiones hacía de asesor para la Corporación. Había participado en un par de misiones a bordo del Oregon, aunque por lo general trabajaba en su apartamento de Nueva York, en un piso cincuenta con vistas a Central Park. Conocía los aspectos más arcanos de las finanzas internacionales, el tenebroso mundo de las empresas fantasma, los testaferros, los paraísos fiscales y mil cosas más, aunque en aquel momento, dado el pésimo estado de las finanzas de la Corporación, Halbert no era una de las personas preferidas de Cabrillo.
    — ¿Qué tienes?
    — Es un poco liado, así que no te impacientes. —Murph hizo una pausa para leer el texto de la pantalla del ordenador. Primero tuve que buscar quién estaba detrás de todas las compañías propietarias del Maus. Al parecer, las crearon exclusivamente para comprar el dique flotante. No poseen ningún otro bien.
    — Es lo habitual —señaló Cabrillo. Si alguna vez hay una reclamación de una aseguradora contra los propietarios, solo tienen el dique flotante.
    — Eso fue lo que me dijo Halbert. Ninguna de estas compañías tiene su sede en el mismo lugar. Una es panameña otra nigeriana, y una tercera aparece en Dubai. Intenté conectar directamente con alguna de ellas. Ni siquiera tienen teléfono, así que lo más probable es que la oficina central solo sea un apartado de correos con reenvío automático a otra dirección.
    — ¿Hay alguna forma de descubrir adonde reenvían el correo?
    — No sin forzar la entrada en alguna estafeta del tercer mundo y echar una ojeada a los archivos.
    — Mantendremos esa opción abierta —dijo Cabrillo con seriedad. Continúa.
    — Después, buscamos la estructura corporativa de cada empresa. Aparecen en el registro público y afortunadamente hay una base de datos. Mi esperanza era encontrar los mismos nombres en las juntas de cada empresa.
    — ¿Acaso llegaste a creer que sería tan sencillo? —se burló Cabrillo.
    — Bueno, el no ya lo tenía. Como puedes imaginar, no tuve esa suerte. Sin embargo, había un elemento común: las siete empresas que son propietarias del Maus y las cuarenta personas que aparecen como miembros de las juntas son rusas.
    — ¿Rusas? Hubiese jurado que eran chinas.
    — No, rusas. Eso encaja con la sospecha de Linda de que los hombres con los que se topó a bordo del Maus pertenecen a la tierra de los zares. Ahora mismo estoy buscando en los archivos de la Interpol. He encontrado a algunos de estos tipos.
    Son de la mafia rusa. Ninguno es un miembro destacado, pero la relación está muy clara.
    — Así que todo esto es un montaje ruso —concluyó Cabrillo. Entiendo que puedan beneficiarse de los secuestros, pero ¿qué pasa con el tráfico de personas? Los cabezas de serpiente están bien organizados, no los veo dispuestos a tolerar que los rusos se metan en China, que es su territorio.
    — Se me ha ocurrido una explicación —manifestó Hanley. Quizá los cabezas de serpiente tengan un contrato con los rusos que les permita usar barcos de esa nacionalidad o dejar que los chinos pasen por Rusia para llevar a los ilegales a Occidente.
    — Es posible —admitió Cabrillo. Podrían utilizar el puerto de Vladivostok. Descargar allí a los chinos y enviarlos con el Transiberiano. Una vez en Moscú o San Petersburgo no tendrían más que darles documentos falsificados y mandarlos a Berlín, Londres o Nueva York. He oído que la policía de frontera de todo el mundo ha cerrado muchas de las viejas vías de entrada, así que esta podría ser su nueva ruta.
    Cabrillo ya pensaba en los pasos siguientes. No conocía a mucha gente en la ciudad portuaria de Vladivostok, pero aún tenía contactos en San Petersburgo y Moscú. Varios de sus antiguos enemigos de la Guerra Fría trabajaban ahora en empresas de seguridad privada pertenecientes a los nuevos oligarcas, y algunos de ellos se habían hecho millonarios.
    — Así que voy a Moscú —dijo.
    — No tan rápido, jefe —replicó Mark. Puede que acabes allí, pero podría haber otro camino.
    — Te escucho.
    — Pensé en lo difícil que sería rastrear a cuarenta mañosos rusos y de qué podríamos valemos para hacerlos hablar. Halbert y yo le dimos muchas vueltas, y llegamos a la conclusión de que los rusos probablemente no tienen ni idea de lo que hacen esas compañías. Es probable que el tipo que las montó sencillamente pagara a los rusos para usar sus nombres, y ellos no sepan nada más.
    — Hablas de una junta de testaferros para una empresa fantasma.
    — Exacto. No hay por dónde pillarlos.
    — Entonces, ¿qué nos queda? —preguntó Cabrillo, un tanto irritado al ver que Murphy no iba al grano.
    — El tipo que montó las compañías.
    — Espera. ¿El tipo? ¿Has dicho el tipo?
    — Sí.
    — ¡Menuda pifia! —exclamó Cabrillo, y su irritación se convirtió en entusiasmo al darse cuenta de la importancia de lo que acababa de oír.
    — Como una casa, jefe. —La voz de Murphy reflejó su satisfacción. Todas las empresas fantasma tienen dos cosas en común. Una es que todas son dueñas de una parte del Maus, que en los documentos aparece como Mice, pero creo que es un error de traducción, y la otra es que todas fueron montadas por el mismo abogado de Zurich. Un tipo llamado Rudolph Isphording.
    — No sé quién es.
    — No hay ninguna razón para que lo sepas, al menos hasta hace unos meses.
    — ¿Qué pasó hace unos meses? —preguntó Cabrillo, con una súbita desconfianza.
    — Isphording fue el testigo estrella en el mayor escándalo financiero que ha vivido Suiza desde que descubrieron que guardaban oro para los nazis. Lo pillaron en una red de blanqueo de dinero, vio que iban mal dadas y se apresuró a hacer un trato con la fiscalía suiza. El alcance de la investigación se amplía por momentos. Hay algunos presidentes de banco acusados y un par de ministros han tenido que presentar la dimisión; ahora los investigadores se centran en los delegados suizos en Naciones Unidas, ante la sospecha de que han recibido sobornos. También hay una posible relación con los miles de millones de dólares que el difunto jefe de la OLP, Yasir Arafat, ocultó en bancos suizos y que aún no han aparecido.
    Por lo que parece, no se sabe muy bien hasta dónde llegará todo esto.
    — ¿Todo por ese tal Isphording?
    — Tenía las manos metidas en algunos bolsillos muy sucios.
    — Si la OLP está implicada, me sorprende que aún no lo hayan matado.
    — Recibirá un caluroso abrazo de un terrorista suicida en cuanto los palestinos encuentren su dinero —apuntó Hanley en tono risueño.
    — ¿Dónde está ahora Isphording?
    — Lo tienen custodiado en la prisión de Regensdorf, en las afueras de Zurich. En los últimos cinco meses solo lo han visto en el juicio. Lo llevan a los tribunales en un furgón blindado. No permiten que los periodistas se le acerquen, pero hay una foto tomada con teleobjetivo de alguien que podría ser él en la que se le ve con un chaleco antibalas y el rostro tapado. En la prensa suiza circula el rumor de que le están haciendo diversas operaciones de cirugía plástica y que le darán una nueva identidad cuando termine de declarar en el juicio.
    — ¿Un furgón blindado? —preguntó Cabrillo, solo para asegurarse.
    — Escoltado por la policía. He dicho que era una alternativa a tener que rastrear a cuarenta rusos que quizá no sepan nada de nada —replicó Mark. No he dicho que fuese un trabajo sencillo.
    — ¿Le permiten recibir visitas? —Cabrillo ya pensaba en qué podría ofrecerle al abogado. Isphording había conseguido mucho de las autoridades suizas. ¿Se arriesgaría a perderlo por hablar con la Corporación sobre un puñado de empresas fantasma? Tendría que apelar a su inventiva.
    — Solo una. Su esposa.
    La respuesta acabó con su idea de intimidarlo en la sala de visitas de la cárcel. Si no podían hablar con él allí, y dudaba de que le permitiesen reunirse con nadie en el juzgado, las alternativas eran mínimas. Pensó en un centenar de situaciones distintas pero las descartó. Entonces se le ocurrió una idea que podría funcionar, aunque dependía de mil factores.
    — ¿Están convencidos de que existe una vinculación con la OLP?
    — No hay nada concreto, pero encaja con sus actividades, —Pues tendrá que bastarnos. Incluso los rumores pueden sernos ventajosos.
    — ¿Qué siniestra idea se le ha ocurrido a tu tortuosa mente? —preguntó Hanley.
    — Me da vergüenza decírtelo. Es una locura. ¿Hay fotografías de la esposa de Isphording?
    — No será difícil conseguir alguna en los archivos de los periódicos.
    — Entonces búscala. Me voy a Zurich a estudiar el terreno para saber si la idea podría funcionar. ¿Dónde estáis ahora?
    — Navegamos por el mar de la China oriental, a unas doscientas millas al norte de Taiwán —contestó Hanley.
    — ¿Dónde tenéis al Maus?
    — A poco más de veinte millas. Hemos calculado que ese es el límite del alcance de su radar. Cada doce horas enviamos el avión espía para asegurarnos de que nada ha cambiado.
    Hasta ahora es una operación de remolque normal. Nada que se aparte de la rutina.
    — Excepto que en la bodega lleva un barco robado.
    — Sí, tienes razón.
    El Maus solo recorría ciento cincuenta millas en veinticuatro horas, así que tardaría un día y medio en llegar a Taipei, aunque Cabrillo no dudaba de que recibiría la orden de cambiar de rumbo y dirigirse a alguna otra parte. Taiwán era un país democrático y poco propicio como base de operaciones de los piratas. Lo lógico era suponer que continuarían hacia Vietnam, Filipinas o Indonesia.
    Eso significaba que si quería llegar hasta Rudolph Isphording, tendría que hacerlo sin el apoyo del Oregon. Pero necesitaría sus extraordinarios medios para conseguir llevar adelante sus planes. Calculó distancias y tiempos, y tuvo en cuenta la autonomía de vuelo del Robinson R44 guardado en el hangar bajo cubierta. Si necesitaba equipos o personal del Oregon, solo podría conseguirlos cuando el barco pasase por Taiwán. En cuanto llegase al mar del sur de China, se encontraría demasiado lejos de tierra. Se desanimó un poco al pensar que solo dispondría de dos días desde su llegada a Zurich para decidir a quién y qué necesitaba del Oregon antes de que quedase fuera de su alcance.
    Habían tardado tres semanas en prepararlo todo para la misión en Corea del Norte, y habían tenido que correr, pero aquello había sido un juego de niños comparado con lo que ahora pasaba por la mente de Cabrillo.




    12

    Seng siempre había creído que cada uno era responsable de su buena fortuna. Por supuesto, no descartaba que alguien pudiese ganar la lotería o que se viese involucrado en un accidente. Para él una planificación correcta y una buena dosis de decisión e ingenio bastaban para superar cualquier problema.
    No era necesario ser afortunado para alcanzar el éxito. Solo tenías que trabajar un poco más.
    Después de pasar dos horas en un canal de riego, aún se mantenía fiel a su creencia. No había tenido tiempo para elaborar un plan adecuado, así que la mala suerte no era la responsable de esa situación. Era la falta de preparación por su parte. Pero ahora que iban a ser cinco, y sus temblores agitaban la superficie del agua, maldijo a los dioses por su mala fortuna.
    Había entrado en China sin problemas. Los funcionarios de aduanas apenas habían mirado su documentación y revisado su equipaje. Tampoco tenía nada de particular, dado que para ellos era un diplomático que regresaba después de pasar un año en la embajada en Australia, y, por lo tanto, era merecedor de una cortesía especial. En los documentos que usaría durante su estancia en China figuraba como oficinista en paro. El primer día en Shanghai lo había dedicado a recorrer las calles. Llevaba tanto tiempo ausente que necesitaba volver aclimatarse. Tenía que cambiar su postura y su forma de andar —la suya era demasiado insolente, y también debía practicar el idioma.
    Había aprendido el mandarín de sus padres, que vivían en el barrio chino de Nueva York, así que no tenía acento pero sí un leve tono que podía sonar extraño a un chino. Prestó atención a las conversaciones para recuperar el viejo acento de los años que había pasado allí al servicio de la CIA.
    Le costaba creer la increíble transformación que vivía la ciudad más grande de China. El perfil urbano era uno de los más altos del mundo. Los rascacielos y las grúas de edificios todavía más altos crecían como setas. El ritmo de vida era frenético. En la multitud que llenaba las aceras apenas vio a nadie que no estuviese hablando por el móvil. Al caer la noche, las calles de Shanghai se iluminaban tanto o más que el famoso Strip de Las Vegas.
    Se fundía en la sociedad poco a poco. Después de dejar el hotel, abandonó las dos maletas detrás de un contenedor de basura que acababan de vaciar y que probablemente no volverían a mover en varios días, si bien no había nada en ellas que pudiera incriminarlo. Los documentos diplomáticos los había destruido en el hotel. Luego compró prendas de confección en unos almacenes baratos. El vendedor no dio ninguna importancia a que un hombre vestido con un caro traje occidental comprase ropa que estaba por debajo de su nivel.
    Vestido con sus nuevas prendas, se deshizo del traje y a continuación se marchó del centro y se dirigió a un barrio de trabajadores. A esas alturas ya se había manchado la camisa y había desgastado los zapatos con un ladrillo de una obra en construcción.
    Algunos de los trabajadores más pobres, con sus míseras prendas, lo miraban al pasar, pero la mayoría no le prestó atención. No era uno de ellos, pero tampoco parecía ser mucho más próspero. En otra tienda, donde compró dos pantalones un par de camisas y una sudadera gris, el vendedor supuso que Seng era un asalariado que pasaba por una mala racha y se había visto forzado a integrarse en la clase baja. Compró zapatos y un macuto en otra tienda y unos pocos artículos de aseo personal en una tercera, como un cliente cualquiera.
    Cuando fue a la estación de autocares para viajar a la provincia de Fujian, llevaba tres días sin darse un buen baño y tenía todo el aspecto de un trabajador anónimo que regresaba a su pueblo después de fracasar en su intento por abrirse paso en la gran ciudad. Esa lenta transformación no solo le había asegurado que nadie lo recordase, sino que también le había ayudado a meterse en la piel de su personaje. Mientras esperaba en uno de los duros bancos de la terminal, sus ojos mostraban la desesperación del fracaso y su cuerpo se hundía bajo el peso de la derrota. Una anciana con ganas de charla le dijo que lo mejor que podía hacer era regresar con su familia. Las ciudades no eran para todo el mundo; le comentó que había visto a demasiados jóvenes que habían buscado consuelo en las drogas. Afortunadamente, las cataratas le impedían ver que Seng no era ningún muchacho.
    El viaje en un autocar atestado que apestaba a humanidad y lanzaba por el tubo de escape negras nubes de humo de gasolina con plomo transcurrió sin sobresaltos. Los problemas comenzaron en cuanto llegó a Lantan, la ciudad de donde Xang y sus parientes habían iniciado el viaje que acabaría con sus muertes en un contenedor arrojado al mar. Seng se encontró —otra consecuencia de no haber tenido tiempo de prepararse adecuadamente— con que estaban celebrando unas elecciones regionales. El Ejército había montado un puesto de control en la plaza por donde todos tenían que pasar en su camino hacia las urnas.
    Seng sabía cómo funcionaban esos comicios. Había un único candidato para cada uno de los cargos. A menudo el resultado ya estaba decidido de antemano, y el ciudadano solo tenía que depositar su voto en la urna bajo la atenta mirada de los soldados. Esta era la versión china de una concesión democrática a su pueblo. Algunos altos funcionarios del Partirlo habían viajado desde Xiamen, la capital de la provincia, para seguir el desarrollo de las elecciones, y los militares habían llevado incluso un tanque, un gigantesco blindado del tipo 98, si la rápida mirada de Seng no le había engañado.
    Probablemente se trataba de una maniobra de relaciones públicas por parte del Ejército de Liberación Popular, además de un sutil recordatorio de quién mandaba de verdad en China.
    Lantan contaba con unos diez mil habitantes, y Seng sabía que llamaría la atención. No hablaba con fluidez el dialecto ni tenía ninguna excusa razonable para justificar su presencia si algún soldado lo interrogaba. Por ese motivo había pasado las últimas cinco horas debajo de un puente en un canal de riego en el límite de la ciudad. No tenía la intención de abandonar su escondite hasta que los funcionarios del Partido y los soldados se fuesen a intimidar a gente a alguna otra parte.
    Pero de nuevo, por mucho que lo intentó, su suerte no mejoró.
    Ensimismado por el hambre y el frío, no oyó las voces hasta que las tuvo casi encima de su cabeza.
    — Está muy cerca —dijo una voz masculina, con un tono amable. Es un lugar que vi cuando llegamos a la ciudad.
    — No, quiero volver. —Era la voz de una mujer joven, quizá una adolescente. Parecía asustada.
    — No, no te preocupes —insistió el hombre. Tenía un acento cosmopolita. De Pekín o sus alrededores. En cambio la joven era del lugar.
    — Por favor. Mis padres se preguntarán dónde estoy. Tengo que atender mis tareas.
    — Te he dicho que sigamos. —El hombre ya no se mostraba amable. Su voz era áspera, teñida con un tono maníaco desesperado.
    Se encontraban en el puente que cruzaba el canal, a un metro por encima de la cabeza de Seng. La tierra caía por las juntas de los recios tablones. Sus pasos eran irregulares. Imaginó a la pareja. La muchacha se negaba a caminar, en un intento de no avanzar, mientras el hombre tiraba de su brazo hasta casi arrastrarla.
    Seng se apartó de la orilla y cruzó silenciosamente los dos metros de ancho del canal, atento a las palabras del hombre que obligaba a la muchacha a cruzar el puente.
    — Ven, será divertido. Te gustará.
    Había una arboleda un poco más allá del puente, junto al camino de tierra, un lugar aislado que no tardaría en convertirse en el escenario de una violación. Cuando el hombre y su víctima llegaron al camino, Seng se asomó. Cualquier observador atento que estuviera en alguna de las casas próximas lo hubiese descubierto. No tendría que haber abandonado el escondite. Lo que estaba a punto de ocurrir no era asunto suyo, pero lo sería.
    El hombre era un soldado, llevaba un AK47 colgado del hombro y el uniforme limpio, comparado con las sucias prendas de campesina de la muchacha. Le sujetaba un brazo con tanta fuerza que sus pies casi no tocaban el suelo; caminaban hacia los árboles más cercanos, donde ya reinaban las sombras, puesto que el sol se ocultaba detrás de una cadena de montañas al oeste. Vestía una falda y una camisa, y llevaba los cabellos recogidos en una trenza que le llegaba más abajo de los hombros.
    Seng esperó a que se adentrasen en la arboleda. Miró hacia la ciudad. En algunos edificios del centro que disponían de electricidad habían encendido las luces, pero las más próximas permanecían a oscuras porque sus dueños ahorraban en elas. Nadie miraba en su dirección; los soldados, en la plaza, se preparaban para cargar el tanque en un transporte.
    Salió del canal y cruzó el camino con las prendas chorreando agua. Iba descalzo porque se había quitado los zapatos cara protegerlos de la prolongada inmersión, el agua los hubiese destrozado. Entró en el bosque y se guió por el oído.
    La muchacha protestaba, pero la voz aguda se apagó repentinamente. El soldado le había tapado la boca, pensó mientras avanzaba silenciosamente.
    Se detuvo al pie de un enorme pino. Algo blanco había llamado su atención. La camisa de la muchacha. Yacía en el suelo. Seng asomó la cabeza. El soldado había dejado el fusil en el suelo, junto al lugar donde había tumbado y tenía sujeta a la muchacha. Su torso tapaba el pecho de esta, pero sabía que estaba desnuda de cintura para arriba. Sin apartar una mano de la boca de la chica, utilizó la otra para subirle la falda hasta las caderas. Ella no dejaba de mover las delgadas piernas en un intento por quitarse de encima al atacante.
    El hombre apartó la mano de la boca, pero antes de que ella pudiese gritar le dio un puñetazo en la mandíbula. Se oyó un ruido, como el de una rama al quebrarse, y su cuerpo quedó inmóvil. Seng solo disponía de unos segundos, pero no había refugio alguno entre él, el soldado y el arma.
    De todas maneras, salió de detrás del árbol y al principio se movió lentamente. El ojo humano detecta mejor la luz y el movimiento en la periferia que cuando está justo delante. No había dado más de tres pasos de los diez que lo separaban del lugar donde iba a cometerse la violación cuando el soldado intuyó la presencia de un atacante. Seng echó a correr; los dedos de sus pies se hundieron en la tierra blanda como los tacos en las zapatillas de un velocista.
    En una reacción fulminante, por la carga de adrenalina, el soldado se giró para coger el fusil. Sujetó el arma por la culata, y sus dedos quitaron el seguro con un movimiento automático. Levantó el fusil de asalto al tiempo que movía el cañón hacia el objetivo. Incluso si fallaba, el disparo se oiría en la ciudad y atraería a sus camaradas. El soldado debía de saberlo, porque su dedo apretó el gatillo antes de tener a Seng en la mira.
    Seng saltó sobre él con una mano extendida para sujetar el cañón del AK47 mientras que con la otra clavaba sus dedos rígidos en la tráquea del chino. Pero ya era demasiado tarde el soldado había apretado el gatillo. El arma no disparó. El impulso de la carga arrancó al soldado de encima de la chica con tanta fuerza que su cuerpo rodó por el suelo. Seng no hizo caso del repentino grito de la campesina. El soldado quedó encima de Seng cuando se detuvieron. Sin perder ni un segundo para no darle tiempo a recuperarse, Seng apartó al soldado, lo mantuvo firme con un brazo, y descargó dos rápidos golpes contra la laringe. No eran muy fuertes, pero golpear en el mismo lugar del ataque inicial compensó la falta de potencia. El soldado, con la garganta destrozada, boqueó un par de veces como un pez fuera del agua y murió.
    Seng apartó el cadáver y fue a ocuparse de la muchacha; estaba tumbada de lado y gemía mientras se sujetaba una mano.
    El agente buscó la camisa y le tapó el torso. La joven mantuvo la prenda pegada al cuerpo mientras él la giraba con cuidado. El puñetazo no le había dislocado la mandíbula, pero el morado le duraría varios días. Tenía los ojos muy abiertos por el miedo y el dolor. Seng le abrió la mano suavemente. Tenía el índice torcido en un ángulo casi recto; el norteamericano comprendió por qué el AK47 no había disparado. La joven había fingido un desvanecimiento para no dar al hombre el placer de violar a una víctima consciente, pero en el último momento había metido el dedo en la guarda del gatillo para impedir el disparo. Había salvado la vida de Seng y se había salvado a sí misma de un crimen que muchas mujeres consideraban peor que la muerte. Se había fracturado el dedo cuando la carga de Seng arrancó el arma de las manos del soldado.
    — Eres muy valiente —dijo este en tono cariñoso.
    — ¿Quién eres? —preguntó ella entre sollozos provocados por el dolor y la humillación.
    — No soy nadie. No me has visto, y esto no ha pasado. Te fracturaste el dedo al caer cuando regresabas a casa. ¿Lo has entendido? —La muchacha miró por un instante el cadáver.
    Seng adivinó la pregunta. Yo me ocuparé de él. No te preocupes. Nadie lo sabrá. Ahora vuelve con tu familia y nunca más hables de este día.
    La muchacha se volvió para ponerse la camisa. Quedaban suficientes botones para abrocharla. Se levantó y con un esfuerzo contuvo las lágrimas. Era la viva imagen del orgullo, la vergüenza y la agonía. Era el rostro de China.
    — Espera —le gritó Eddie antes de que desapareciera del claro. ¿Conoces a una familia llamada Xang? Varios de ellos cabalgaron la serpiente no hace mucho.
    La joven se detuvo, con el cuerpo en tensión, al oír que aquel desconocido le preguntaba por los emigrantes ilegales.
    Pero respondió porque quería hacer algo por su salvador.
    — Sí, viven en la ciudad. Son los dueños de una tienda de bicicletas. La familia vive en el apartamento que está encima del local. ¿Tienes alguna noticia para ellos?
    Por su forma de hablar, Seng comprendió que conocía bien a la familia. Quizá era la novia que había citado Xang en su diario.
    — Sí —contestó, avergonzado por lo que le diría. Se encuentran en Japón, y todos tienen trabajo. ¡Ahora vete!
    Sorprendida por su última orden, la muchacha se alejó rápidamente. Quizá Seng había hecho algo peor que el soldado Le había dado una ilusión.
    Buscó la documentación en los bolsillos del uniforme, le quitó las placas de identidad y se las colgó alrededor del cuello; notó el contacto del metal caliente en el pecho. Con la correa del fusil y el cinto del soldado, improvisó una cuerda; al cabo de diez minutos había encajado el cadáver en una horqueta en un roble, a casi siete metros de altura. Los grupos que buscarían al desertor tardarían días en encontrar el cadáver, y solo lo encontrarían guiados por el olor.
    Empleó una rama para borrar cualquier pista de lo sucedido y regresó a su escondite, debajo del puente. Probablemente la muchacha ya estaría de regreso en la ciudad, y con toda seguridad, acompañada de su madre, se hallaría en la consulta del médico para que le curaran el dedo. Sus problemas habían acabado. Los de Seng acababan de empezar.
    Los militares no se marcharían de Lantan sin tener la tropa al completo. Al parecer, pretendían pasar la noche en la ciudad, aunque dudaba que advirtieran la ausencia hasta la mañana siguiente. Sus camaradas lo cubrirían al creer que había encontrado a una mujer, a una profesional o a la proverbial hija del granjero, cuya legendaria belleza y promiscuidad eran tan populares en China como en Estados Unidos.
    El problema comenzaría por la mañana, cuando pasaran lista. Buscarían primero en la ciudad, y luego en el campo, en círculos cada vez mayores. Seng no abandonaría la misión, de la misma manera que no había abandonado a la muchacha, así que solo disponía hasta el alba para ponerse en contacto con los cabezas de serpiente, y no para saber qué les había pasado a Xang y a los demás. Ahora los necesitaba para que lo sacaran de China.
    Jugó con las placas de identificación, serían la tapadera perfecta.




    13

    Anton Savich respiró más tranquilo porque solo tenía que coger un vuelo más para llegar a su destino. Había tardado días en llegar al aeropuerto de Elyzovo, en PetropavlovskKamchatskiy, la capital de la región de la península de Kamchatka, en la costa del extremo oriental de Rusia.
    PetropavlovskKamchatskiy, o PK, como la llamaban habitualmente, había estado cerrada al mundo exterior hasta la caída de la Unión Soviética en 1990, aunque los años siguientes no habían traído grandes cambios. Casi todos los edificios estaban construidos con un cemento hecho con las cenizas de la erupción del volcán Avachinsky ocurrida en 1945, así que la ciudad, de un cuarto de millón de habitantes, presentaba una uniformidad gris que resultaba aún más deprimente que la habitual arquitectura soviética, donde las casas parecían cajas de zapatos. Hacía décadas que no reparaban el pavimento de las calles, y la situación económica era ruinosa porque los militares, que en un tiempo habían mantenido la actividad comercial, se habían marchado. Rodeada por las imponentes montañas que había en un extremo de la hermosa bahía de Avacha, PK era un lugar donde los únicos residentes eran aquellos que ni siquiera tenían la voluntad de marcharse.
    La península de Kamchatka había estado en otros tiempos sometida al estricto control de los militares soviéticos. Las estaciones de radar, cuya misión era dar la primera alarma ante la aparición de los misiles intercontinentales norteamericanos, salpicaban el áspero paisaje. Había varias bases de la fuerza aérea donde los escuadrones de cazas de combate esperaban interceptar a los bombarderos enemigos, y también era el fondeadero de la flota de submarinos del Pacífico. Además, Kamchatka era el lugar donde se habían hecho las pruebas de los misiles balísticos soviéticos. En la actualidad, losl submarinos se oxidaban en la base de Rybachi, en el extremo sur de la bahía de Avacha; era tal el estado de abandono, que algunos de ellos se habían hundido en sus amarres, con los torpedos en los tubos y los reactores nucleares cargados de combustible. Las estaciones de radar estaban desiertas, y los aviones permanecían en tierra por falta de piezas de recambio y combustible. La contaminación en muchos de los lugares desocupados por los militares llegaba a tal punto que una breve visita podía tener graves consecuencias para la salud.
    No fue la presencia de los militares la razón del interés que Anton Savich tenía por Kamchatka desde hacía más de dos décadas. Era la geología. La península se había elevado del fondo del mar dos millones y medio de años antes, primero como un archipiélago volcánico como las islas Aleutianas.
    La erosión del mar lo allanó rápidamente, pero la tierra subió de nuevo, impulsada por las reservas de rocas fundidas en las profundidades. Kamchatka formaba un arco en el Anillo de Fuego, el círculo de volcanes y zonas sísmicas que marcaba los límites de la inmensa placa tectónica del Pacífico. Veintinueve de los más de ciento cincuenta volcanes de la península eran activos; entre ellos destacaba el Karymsky, que llevaba en erupción desde 1996. Ahora, un volcán sin nombre, en el centro del territorio, había comenzado a escupir nubes de vapor y cenizas.
    Empujada por las necesidades económicas de los ochenta, la Unión Soviética puso en marcha un programa de exploración y explotación. Para enfrentarse al esfuerzo militar sin precedentes de la era Reagan, los soviéticos se lanzaron a la búsqueda de materias primas destinadas a satisfacer la creciente demanda de la industria militar y civil. Fueron las últimas salvas de la Guerra Fría, que no se libró con balas y bombas sino con fábricas y recursos. Fue una guerra que la Unión Soviética no había podido ganar, pero en el proceso descubrió enormes reservas de carbón, mineral de hierro y uranio.
    Anton Savich había sido uno de los tantos geólogos de la Dirección de Recursos Naturales, el organismo que recibió el encargo del Comité Central de buscar los valiosos yacimientos dentro de las fronteras soviéticas. Llegó a la península de Kamchatka en 1996, con otros dos expertos, a las órdenes de un profesor de geología de la Universidad de Moscú, el académico Yuri Strajov.
    El equipo dedicó cuatro meses a recorrer la península con helicópteros y vehículos todoterreno facilitados por el Ejército rojo. La idea era que encontrarían diamantes, pero no dieron con ninguna prueba que respaldase la opinión de Moscú. En cambio, hallaron otros minerales que valían tanto o más.
    Savich recordó los días en que montó el campamento al pie del filón. Durante el día recogían muestras y por la noche imaginaban las posibilidades. Lo hacían como si lo que hubiesen encontrado les perteneciera, pero por supuesto no era así. Lo más probable era que recibiesen una felicitación y quizá les concediesen un apartamento más cómodo.
    No tenía muy claro quién había sido el primero en proponerlo; quizá él mismo, aunque en realidad no tenía importancia. Surgió la idea, sin duda se planteó al principio como una broma, pero después la discutieron con entusiasmo. Recordó que aquella noche cesó la lluvia, algo poco habitual, y que compartieron una botella de vodka, algo habitual. En Moscú no se podía conseguir un buen papel higiénico, pero el Esta, do te mantenía bien provisto de licor aunque estuvieras a quinientos kilómetros de la ciudad más cercana.
    ¿Qué necesidad había de comunicar el hallazgo? ¿Por qué decirlo? Solo ellos cuatro sabían la verdad, y nadie más volvería para hacer nuevas prospecciones después de presentar los informes. Podían regresar a Moscú, seguir con sus trabajos durante unos años, y luego volver para explotar el filón por su cuenta. Se harían ricos.
    Savich bajó del Ilyushin en el aeropuerto de Elyzovo; con una sonrisa recordó su ingenuidad. El académico Strajov les permitió seguir con sus fantasías durante un par de horas antes de devolverlos a la realidad. Nunca les dijo que lo que querían hacer estaba mal, porque ni siquiera el respetado profesor podía dominar su codicia, pero también sabía que aquello era una quimera. Bastaron unas pocas palabras para que comprendieran que nunca les permitirían regresar a Kamchatka, y que, aunque lo consiguiesen, les sería imposible extraer entre los cuatro la cantidad de mineral necesaria para cambiar sus vidas. Les habló de cómo funcionaban los mercados mundiales y la imposibilidad de vender lo que sacasen, En unos minutos enfrió su pasión y acabó con sus ilusiones. El vodka se les agrió en la boca.
    Savich recordó que en aquel mismo momento comenzó a llover de nuevo. Strajov bajó la potencia del farolillo de gas y durante unos minutos los hombres escucharon el rumor de la lluvia contra la lona de la tienda; luego, se metieron en los sacos de dormir. Estaba seguro de que los demás seguían pensando en las posibilidades que tenían, pues tardaron en dormirse profundamente; mientras, él pensó en el único elemento que haría posible convertir la fantasía en realidad: el tiempo.
    Ellos se lo planteaban en términos de años. En cambio, él sabía que pasarían décadas antes de que cualquiera de ellos pudiese regresar. Nadie podría volver hasta que el gobierno comunista se hubiese desplomado y el capitalismo hubiese enraizado en la Rodina. Quizá ellos ni siquiera lo habían considerado, pero Savich tenía muy claro que era inevitable. La propaganda no acortaba las colas del pan ni fabricaba recambios para los automóviles, y llegaría un momento en que los líderes dejarían de intentarlo. Predecía una implosión, no una revuelta, pero a la larga la Unión Soviética acabaría cayendo por el peso de su propia ineficacia. Si conseguía encontrarse en la posición adecuada cuando llegase ese día, entonces todas las demás piezas encajarían en su lugar.
    Había otro componente en el que los demás no habían pensado: Savich no tenía la intención de compartir su futura riqueza con ninguno de ellos.
    El helicóptero los recogería al cabo de cuatro días, tiempo más que suficiente para poner en marcha su plan. Les habían asignado una zona de prospección de sesenta kilómetros cuadrados y eran autónomos desde su llegada, cinco semanas atrás. El aparato procedente de PK, volaría por la zona dividida por sectores a la espera de que el equipo lanzara las bengalas para señalar su posición exacta.
    Savich tenía que llevarse a sus compañeros lo más lejos posible del filón, pero Strajov seguramente querría quedarse allí hasta que apareciese el helicóptero, para después disfrutar de la gloria del descubrimiento en Moscú. Sin un arma para obligarlos a moverse, Savich tendría que actuar en ese momento para alejarlos.
    Permaneció metido en el saco durante otro par de horas.
    No esperaba por un sentimiento de culpa o por remordimientos, sino porque quería que durmiesen como troncos.
    Se levantó a las cuatro, la hora más oscura, y con la ayuda de rápidas ráfagas de una linterna abrió el botiquín. Había lo mínimo: vendas, antisépticos, antibióticos y media docena de jeringuillas con morfina.
    Los tábanos abundaban tanto que los hombres ni se molestaban en espantarlos ni reaccionaban a sus desagradables picaduras. Todos tenían los brazos, los tobillos y los rostros cubiertos de manchas rojas.
    Savich vació el contenido de una de las jeringuillas y luego echó el émbolo hacia atrás para llenarla de aire. Mijail era el más corpulento del grupo, un ucraniano que había sido campeón de lucha en su país. Sin vacilar, hundió la aguja en la carótida y apretó el émbolo lentamente para meter una letal burbuja de aire en el torrente sanguíneo del luchador. Habituado a las picaduras de los tábanos, Mijail ni siquiera notó el leve pinchazo. Solo pasaron unos segundos antes de que la burbuja provocara una embolia en el cerebro del hombre, que murió sin ni siquiera despertarse. Repitió el proceso dos veces más. Solo el viejo Yuri Strajov ofreció cierta resistencia en el último momento. Abrió los ojos al sentir el pinchazo. Savich le tapó la boca con una mano y se dejó caer con todo su peso sobre el pecho del geólogo al tiempo que apretaba el émbolo violentamente. El profesor se debatió un momento antes de cerrar los ojos para siempre.
    Encendió el farolillo de gas y se sentó a pensar en el siguiente paso. Recordó que a unos cinco kilómetros en dirección a la costa había una escarpada pendiente cubierta de matorrales. La bajada era muy peligrosa, y un paso en falso podía hacer que se precipitase a lo largo de un kilómetro hasta el fondo. Semejante caída destrozaría a un cadáver hasta el punto de disuadir a cualquier médico forense de la necesidad de hacer una autopsia, en el muy improbable caso de que a alguien se le ocurriera pedirla.
    Aquella primera noche, Anton Savich se dedicó a leer las libretas y cuadernos de campo de sus compañeros. Arrancó todas las páginas donde aparecía alguna referencia al filón o cualquier otro comentario sobre las características del terreno y las formaciones geológicas a partir del momento en que dejaron atrás la pedregosa ladera. Censuró todo lo que podía ser motivo de preguntas durante la investigación y se aseguró de que no quedase ninguna mención que pudiese ser de interés.
    También modificó su propio cuaderno de campo para que pareciera que habían explorado una mayor superficie, de ese modo evitaría que a alguien se le ocurriese volver por allí.
    Al alba comenzó a cargar los sacos de dormir con los cadáveres hasta lo alto de la pendiente. El ucraniano pesaba demasiado para llevarlo a hombros, así que improvisó una parihuela con ramas y las correas de una mochila. Terminó agotado y cubierto de sudor y se maldijo a sí mismo por no haber esperado hasta el día siguiente para llevar al último cadáver. Prefirió quedarse en el lugar para no arriesgarse a regresar al campamento en plena oscuridad, y pasó la noche acurrucado junto a sus víctimas.
    Al segundo día, desmontó la tienda y la llevó junto con todos los enseres hasta lo alto. Tuvo que embalar todo el equipo en las correspondientes mochilas antes de colocárselas a los cadáveres. Decidió esperar hasta la madrugada del día siguiente para lanzar los cuerpos por la ladera. No tenía particular interés en ver cómo se destrozaban contra las afiladas piedras, pero necesitaba saber dónde caían. El profesor Strajov llevaba en la mochila las bengalas que necesitaría para llamar al helicóptero que llegaría a la tarde siguiente.
    Savich desayunó fuerte: café, carne en conserva y un bote de naranjas de Crimea; después arrojó a Mijail por la pendiente. A través de los prismáticos vio cómo el cuerpo primero rodaba, luego daba tumbos y, a medida que ganaba velocidad, saltaba y giraba sobre sí mismo. La fuerza centrífuga hacía que la sangre saliera por los numerosos y profundos cortes. Los miembros parecían tallarines después de romperse los huesos en mil pedazos contra las piedras. Aunque resultaba difícil de creer, los otros dos quedaron todavía más destrozados.
    Tardó más de una hora en bajar la ladera, y se desolló las manos hasta tal punto que le ardían con el sudor. Una vez en el fondo, sacó parte del equipo y de la comida de las mochilas y vació unas cuantas latas para que pensaran que llevaban varios días allí.
    Calculó el tiempo que el helicóptero tardaría en aparecer y, cuando faltaba una hora, se inyectó las dosis de morfina que le quedaban y esperó hasta sentir los primeros efectos de la droga. Se armó de valor cuando notó un entumecimiento que le subía por las extremidades. Quería que todo resultase lo más real posible, no podía ser que tres hombres hubiesen muerto en la caída mientras que el cuarto solo tenía las manos desolladas.
    Se apoyó en un saliente, cogió una roca del tamaño de su cabeza y la levantó lo más alto que pudo. Luego extendió el brazo izquierdo sobre el basalto y, antes de darse tiempo para pensárselo, se aplastó el brazo con la piedra. El cúbito y el radio se quebraron sonoramente y Savich aulló de dolor. Estimulado por la adrenalina y la morfina, buscó una piedra más pequeña y se golpeó en la cabeza lo bastante fuerte como para producirse un corte. La saliva chorreaba por sus labios exangües mientras hacía lo imposible por no perder el conocimiento y rezaba para que la droga le aliviase cuanto antes el dolor.
    Ya estaba a punto de quedar inconsciente cuando oyó a lo lejos el ruido de los rotores. Tuvo que hacer varios intentos hasta conseguir lanzar la bengala. La resplandeciente bola de fósforo blanco se elevó con una estela de humo blanco. Los tripulantes del helicóptero debieron de verla de inmediato, porque cuando volvió a abrir los ojos se encontraba en la cama de un hospital en Petropavlovsk.
    La investigación fue un puro trámite. La espantosa escena descrita por los tripulantes coincidió con el relato de Savich de que mientras cruzaban la ladera un trozo del terreno había cedido y habían rodado hasta el fondo. En cualquier caso, el investigador mostró su sorpresa ante el hecho de que Savich solo se hubiese roto un brazo, aparte de la contusión en la cabeza y algunos cortes.
    «Creo que la fortuna no quiso abandonarme», le comentó al hombre, que ya había dejado de tomar notas para el expediente del caso.

    Savich se frotó el brazo izquierdo mientras cruzaba la pista en dirección a la terminal. En los últimos años había comenzado a dolerle un poco en los días de humedad. Quizá no era como el corazón delator de Poe, pero sí un recordatorio de sus crímenes.
    El agente de aduanas lo reconoció en la cola y le hizo una seña para que se acercara. Algunos de los que esperaban murmuraron una protesta, aunque nadie se le encaró.
    — ¿De nuevo por aquí, señor Savich? —preguntó el funcionario al tiempo que se guardaba el billete de veinte dólares que acompañaba el pasaporte.
    — Podría ocuparme del papeleo en mi despacho de Moscú si sus malditos volcanes dejasen de entrar en erupción.
    — La culpa la tienen los gomuh —replicó el aduanero con un fingido tono de conspirador. Cazan ballenas por la noche y regresan a las montañas para asar la carne en sus hogueras gigantes.
    — El día que encuentre huesos de ballena en una caldera diré que la culpa es de los gomuhs. Mientras tanto seguiré sospechando de la actividad tectónica.
    Savich había regresado a Moscú después de salir del hospital, y mantuvo en secreto el hallazgo mientras continuaba con su trabajo en la Dirección de Recursos Naturales. Llevó una vida discreta mientras la Unión Soviética se apagaba y se las arregló para conservar su posición cuando llegó el colapso. En el caos posterior, buscó contactos en el extranjero y se centró en aquellos que podrían ayudarlo a convertir en realidad su plan.
    La oportunidad le llegó a través de un experto en metalurgia suizo al que había conocido en un simposio y que acabó llevándolo hasta el banquero Bernhard Volkmann, y al trato que había hecho. Con el respaldo de Volkmann, y por intermediación de las compañías controladas por el aborrecible Shere Singh, Savich se había convertido en un frecuente visitante de Kamchatka durante los últimos años, donde realizaba el trabajo de campo con la tapadera de la vulcanología.
    Dada la gran cantidad de erupciones por toda la península, lo conocían la mayoría de los aduaneros y tenía una reserva permanente en el hotel Avacha, muy cerca de la única plaza de Rusia que todavía se llamaba Lenin.
    Recogió las maletas y fue directamente al mostrador de una compañía de heliski. La práctica de este deporte en los picos de la península era muy popular, y había varias empresas que transportaban a los esquiadores a las montañas en helicóptero. La Air Adventures realizaba esos viajes para mantener la fachada de legitimidad, pero la había creado Savich, a través de Volkmann, para disponer de un transporte rápido y discreto hasta el filón. Un helicóptero privado en Elyzovo hubiese llamado mucho la atención.
    La mujer que atendía en el mostrador dejó a un lado la revista de moda japonesa cuando lo vio acercarse. Su sonrisa era falsa. Savich no la reconoció, y él desde luego no parecía un turista en busca de emociones.
    — Bienvenido a Air Adventures —saludó la mujer en inglés.
    — Me llamo Savich. ¿Dónde está Pytor?
    En la mirada de la joven se reflejó primero la sorpresa y después el miedo, mientras el color de su cara palidecía. Desapareció rápidamente detrás de la cortina que separaba una parte del quiosco. Un momento más tarde, apareció Pytor Federov, el piloto de Savich. Llevaba un mono de vuelo color verde oliva y aún conservaba la arrogancia que se había ganado en el cielo de Afganistán, lleno de misiles.
    — Señor Savich, es un placer verle. Creí que pasaría la noche en el hotel y que volaríamos por la mañana.
    — Hola, Pytor. No, quiero ver esta última erupción antes de que anochezca —respondió Savich para la galería.
    — Diga cuándo quiere salir y presentaré el plan de vuelo.
    — Ahora mismo.
    Cuarenta minutos más tarde volaban por un tortuoso valle. Las montañas a ambos lados del helicóptero MI8 de Air Adventures se elevaban hasta casi los tres mil metros. Había varias cumbres en la península que alcanzaban los cinco mil.
    Las cenizas de la erupción, más al norte, formaban una leve bruma. Incluso con los auriculares resultaba difícil mantener una conversación a bordo del aparato, que tenía casi cuarenta años, así que durante las dos horas que tardaron en llegar al yacimiento Savich se dedicó a mirar el paisaje.
    No se quedó dormido, el ruido en la cabina era muy fuerte, pero estaba tan ensimismado que se sobresaltó cuando Federov le tocó el brazo y le señaló al frente. No se había dado cuenta de que estaban a punto de llegar.
    Desde esa altura y distancia, la zona parecía virgen excepto por una mancha marrón que destacaba en las oscuras aguas del golfo de Shelejov. Habían instalado una barrera flotante, pero los sedimentos de la explotación la habían superado. La razón por la que el lugar no mostraba cambios eran los miles de metros cuadrados de lona sostenidos por postes que lo cubrían. Los expertos en camuflaje la habían pintado para que pareciese nieve, y las cenizas que se habían depositado en la superficie reforzaban la ilusión. También habían varado y camuflado los barcos con piedras y tierra, y encima habían puesto lonas que acababan de disimular las siluetas.
    La única señal de actividad en doscientos kilómetros a la redonda eran las finas columnas de humo que escapaban de las chimeneas de los barcos, donde comían y dormían los trabajadores.
    Savich miró hacia el mar. Un pesquero hacía su entrada, la ancha estela con forma de cuña indicaba que venía cargado hasta los topes.
    Gracias a las toneladas de combustible que había en los tanques de los barcos, el agua dulce del río alimentado por el glaciar, y la comida que capturaban los pesqueros, el lugar podía ser autosuficiente durante meses, quizá años. Podía sentirse legítimamente orgulloso de sus logros, si bien debía admitir que había tenido años para afinar los detalles.
    Todos excepto uno, pensó Savich. Había un obstáculo que le había costado mucho superar, algo que la explotación consumía a un ritmo voraz y que resultaba muy difícil reemplazar.
    Federov había dado aviso de la llegada, así que el director de la explotación esperaba en la pista para saludar a Savich cuando bajó del helicóptero. Soplaba un fuerte viento helado a pesar de que era mayo. Era un recordatorio de que se encontraban a poco más de quinientos kilómetros del círculo polar ártico.
    — Bienvenido, Anton —dijo Jan Paulus, un fornido ingeniero de minas sudafricano. Se dieron la mano y fueron hacia el todoterreno. ¿Quiere visitar el yacimiento?
    Savich ya había estado una vez en el interior del yacimiento y no quería repetir la experiencia.
    — No. Vamos a su despacho. Llevo una botella de whisky en la maleta.
    El ruso no sentía demasiado aprecio por el director de la mina pero tenía que mantenerlo contento. Por supuesto, los cinco millones de dólares que pagaba a Paulus hacían mucho más por la relación que compartir una copa con él de vez en cuando.
    Los tres barcos que habían llevado hasta allí para vararlos eran viejos buques de crucero que Shere Singh le había proporcionado a través de su empresa de desguaces navieros.
    Aunque habían dejado atrás su época de esplendor, eran funcionales y cubrían a la perfección las necesidades de Savich.
    Paulus se había reservado el camarote de lujo de una nave de ciento sesenta metros de eslora que antiguamente surcaba el Egeo.
    La decoración en azul y oro conservaba cierta elegancia, pero las alfombras se veían raídas y llenas de quemaduras de cigarrillos, los muebles destartalados y las lámparas sucias.
    Savich utilizó el lavabo y cuando descargó la cisterna el hedor fue asfixiante. Su imagen en el espejo tenía un color sepia porque este había perdido gran parte del azogue.
    Paulus se sentó cómodamente en el sofá y sirvió dos copas del whisky del ruso.
    — Se produjo un accidente en uno de los diques flotantes —comentó.
    — ¿En cuál? —preguntó Savich mientras se sentaba.
    — En el Maus. Dos de sus comandos de la Spetsnaz no siguieron las normas y cruzaron por la lona que cubre la bodega. Esta se rajó, y se estrellaron contra el fondo.
    Savich bebió un sorbo de su copa.
    — ¿Algún indicio de que los hubiesen ayudado?
    — No. Sus hombres recorrieron todo el dique flotante en cuanto la pareja no regresó de la ronda. Nadie había subido a bordo, y no encontraron indicio alguno de que se hubiese producido una refriega. La única nave cercana era un carguero con bandera iraní, y dado que los imanes de Teherán no saben nada de nuestra empresa, dudo de que esté involucrado.
    Savich maldijo por lo bajo. Todos los hombres que había contratado para custodiar los diques flotantes eran antiguos miembros de la Spetsnaz. Iba en contra de su extraordinaria preparación que se desviasen de los procedimientos en una ronda, pero comprendía por qué podía haber pasado. Después de haber conseguido la captura, mantener una vigilancia extrema en una nave en alta mar resultaba prácticamente imposible. Habían decidido atajar a través de la bodega. Un error que serviría para que los demás no relajasen la vigilancia. Acabó por no dar importancia al incidente.
    — ¿Cómo va todo por aquí?
    El sudafricano tenía una dentadura horrible, así que su sonrisa parecía una mueca gris.
    — No podría ir mejor. La veta es la mejor que he visto en muchos años. Toda la región está hasta los topes de minerales, La producción supera los cálculos en un doce por ciento, y eso que todavía trabajamos en los lechos aluviales ladera abajo. Aún no hemos tocado el filón principal.
    — ¿Para cuándo calcula realizar el primer envío?
    — Antes de lo previsto. El Souri llegará dentro de diez días. Debido a su carga, lleva una triple dotación de guardias, Se llevará el primer envío cuando zarpe de nuevo hacia el sur, —Perfecto. Hablé con Volkmann hace dos días. El centro de procesamiento está preparado. Recibieron los moldes y los sellos esta semana.
    — ¿Los bancos se encargarán de la entrega?
    — En cuanto dispongan de los lingotes.
    Paulus llenó de nuevo las copas y levantó la suya en un brindis.
    — Por la codicia y la estupidez. Si encuentras a ambas en las personas adecuadas, puedes hacerte muy rico.
    Anton Savich no podía estar más de acuerdo.




    14

    Seng se marchó de la casa de los Xang poco antes de la medianoche. Había sido una dura prueba emocional. Ya habían perdido a su hijo una vez, cuando se fue con el cabeza de serpiente, y él tuvo que decirles que lo habían perdido de nuevo, ahora en el mar. Se presentó como un marino mercante de la COSCO, la empresa naviera china dirigida por los militares, y les dijo que el barco había encontrado un contenedor en el viaje de regreso a Shanghai. El capitán ordenó que lo rescatasen, ante la posibilidad de que contuviese algo de valor. Se calló los horribles detalles pero mencionó que él encontró el diario de su hijo y que juró buscar a la familia.
    Le llevó horas convencerlos para que le dijesen dónde estaba el cuartel general de Yan Luo, el cabeza de serpiente. Seng agradeció que la familia no le preguntara por qué quería saberlo un marino mercante, porque no hubiese sabido qué responder.
    Salió del apartamento de encima de la tienda de las bicicletas con las señas de un bar en el barrio industrial y fue a buscar al cabeza de serpiente que había enviado a Xang y a parte de su familia a un viaje que significó la muerte de todos ellos.
    Las calles se veían desiertas. Era tarde, y con los militares acampados en la plaza, los habitantes habían decidido ser prudentes y permanecer en sus casas.
    El bar se encontraba en la calle de la Larga Marcha; el pavimento estaba lleno de baches y grietas. La calle corría paralela a un afluente del río Min. Había muy pocas farolas, y el aire olía a moho y óxido. La mayoría de las naves industriales por el lado del río estaban hechas con planchas de cinc, y todas parecían apoyarse en la de al lado. Seng pensó que si alguien quitaba el soporte de la última, varias manzanas enteras de naves se desplomarían como fichas de dominó. Unos hierbajos espinosos crecían en la grasienta tierra negra en los pocos lugares donde no había cemento.
    En el otro lado se alzaban edificios de apartamentos de tres pisos. Cada vez que Seng pasaba por delante del callejón que separaba dos edificios, percibía el hedor de la letrina comunal. De las innumerables montañas de basura llegaba el sonido de gatos y ratas que se disputaban la comida. De vez en cuando oía el llanto de algún niño en alguno de los apartamentos.
    Casi al final de la calle, un resplandor siniestro señalaba la presencia de un local, y al acercarse oyó el sonido apagado de la música. Ese tenía que ser el lugar. Aminoró el paso. Pensaba seguir el mismo recorrido que Xang; una ruta que había acabado en tragedia. Una vez estuviese sometido al control del cabeza de serpiente, no podría hacer más que seguir con la marea humana que buscaba escapar de China. A medida que aumentaba la intensidad de la luz y el sonido de la música pop, notó una opresión en el pecho y el sudor que chorreaba por sus costillas.
    Conocía sus miedos, se había enfrentado a ellos en su distinguida carrera en la CIA y en los años que llevaba en la Corporación, pero cada vez que debía superarlos el coste en su psique era terrible. Le quitaba algo, lo debilitaba. Se podía comparar con el efecto acumulativo de los golpes; siempre existía el riesgo de que el siguiente fuese mortal.
    Apretó los puños y se obligó a recorrer los últimos metros hasta el bar. No había portero, así que abrió la puerta y entró.
    La música salía de dos enormes altavoces que había detrás de la barra. El humo de los cigarrillos era denso como una nube de gases lacrimógenos y le irritaba los ojos con la misma fuerza. El suelo de tablas de madera mostraba manchas de moho allí donde no había charcos de cerveza. Los clientes eran en su mayoría jóvenes con cazadoras de cuero negro y adolescentes muy maquilladas vestidas con minifaldas y tops que dejaban a la vista el ombligo. A pesar de la música y la multitud, había algo que no encajaba.
    Seng descubrió cuál era el problema en cuanto vio a los hombres que ocupaban una de las mesas que había al fondo del bar. Tres de ellos llevaban uniforme. El ejército había encontrado un oasis de decadencia occidental, y nadie tenía ganas de hacer nada al respecto. Yan Luo, si estaba allí, no quería buscarse líos solo por un trío de soldados borrachos que se marcharían de la ciudad al día siguiente. Si el cabeza de serpiente no tenía intención de echarlos, nadie más lo haría. Los soldados podían seguir bebiendo hasta caer redondos.
    Nadie prestó atención a Seng cuando fue a sentarse en el extremo de la barra. Pidió una cerveza y se aseguró de que el camarero viese el grueso fajo de billetes. A media cerveza ya había evaluado la situación y preparado un plan.
    Si los soldados no se marchaban antes de la hora de cierre, se encontraría en apuros. En cuanto pasaran lista y descubriesen que faltaba uno de los suyos, los soldados removerían cielo y tierra. Yan Luo se retiraría discretamente, a la espera de que encontrasen el cuerpo y detuviesen a algunos sospechosos. Podrían pasar semanas antes de que reanudasen su actividad clandestina. Seng necesitaba que lo sacasen de ahí esa misma noche si quería encontrar una relación entre los cabeza de serpiente y los piratas que asaltaban las naves en el mar de Japón. La solución era sencilla. Tendría que echar a los soldados antes de la hora de cierre, para la que, a juzgar por la expresión agria del camarero, no podía faltar mucho.
    De los tres hombres, solo uno bebía copiosamente. Era el cabo, un par de años mayor que los dos reclutas que lo acompañaban. Entretenía a sus camaradas con descabellados relatos mientras bebía una cerveza tras otra. Los reclutas tenían todo el aspecto de campesinos acabados de salir de la granja y parecían abrumados por lo que les había pasado desde que habían dejado el arado. El cabo hablaba como si fuese de la ciudad. Quizá era amigo del violador, puede que incluso se hubiesen enrolado juntos. Los compañeros lo escuchaban arrobados mientras él les hablaba de toda clase de excesos sexuales y depravación, y les prometía que antes de acabar la velada ellos también podrían contar esas mismas historias. Al decirlo miraba a las muchachas con una expresión libidinosa.
    Seng esperaba la reacción de alguno de los parroquianos locales. Un hombre vestido con vaqueros negros y una chupa de vinilo miró hacia una mesa, en el rincón más oscuro del bar. Fue una mirada fugaz que los soldados no advirtieron pero que Seng no pasó por alto. En aquella mesa había tres hombres y dos muchachas que podían ser mellizas. Dos de los hombres parecían guardaespaldas. El tercero tenía que ser el cabeza de serpiente, Yan Luo. Vestía una chaqueta oscura con camiseta negra y unas gafas de sol con cristales de espejo.
    Respondió a la mirada con un leve movimiento de cabeza. Al parecer no quería meterse en líos con los soldados.
    El cabeza de serpiente intuyó la mirada de Seng, que no hizo nada por disimular sus intenciones. Se levantó. Se había acabado la cerveza y sujetaba la botella por el cuello. Yan Luo deslizó las gafas por su pequeña nariz para observar lo que estaba a punto de suceder. Su expresión permaneció neutral; los guardaespaldas parecían no prestar la menor atención.
    Seng se situó detrás de los soldados y dio unas palmaditas en el hombro del cabo. El gigantón no reaccionó, aunque uno de los reclutas miró a Seng, alerta. Cesó el murmullo de las conversaciones y los clientes guardaron un silencio expectante. Solo continuó sonando la música de los altavoces. Volvió a palmearle el hombro, esta vez más fuerte.
    El cabo se giró en el taburete y se levantó bruscamente.
    Parecía mucho más sobrio de lo que Seng había esperado. La mirada de sus pequeños ojos porcinos se clavó en la criatura que había osado molestarlo mientras bebía.
    — Debe a estas jóvenes una disculpa, y creo que lo mejor sería que usted y sus amigos se fueran del bar —dijo Seng con su voz más educada.
    El cabo se echó a reír.
    — Crees que sería lo mejor. —Soltó otra risotada. Creo que lo mejor es que te largues.
    Apoyó una mano en el pecho de Seng y empujó con todas sus fuerzas.
    En lugar de caer hacia atrás, Seng se giró de forma que la fuerza del empujón hizo que el cabo se tambalease hacia delante. Tal como había esperado, los dos muchachos campesinos no se movieron, aunque miraban expectantes. El cabo lanzó un rápido puñetazo a la cabeza de Seng. Apenas tuvo tiempo de esquivarlo cuando un golpe corto con la izquierda le dio de lleno en las costillas. Se había equivocado mucho acerca de la incapacidad producida por la bebida, o quizá el hombre era uno de esos que pelean mejor con unas copas de más.
    El cabo cogió su botella de cerveza por el cuello y la partió contra la barra. El cuello con los bordes afilados era tan peligroso como la mejor de las navajas. Seng podría haber roto la suya para nivelar el combate, pero matar al soldado no era una opción. Quería que los hombres se marchasen del bar, no que acudiese la policía.
    — Creo que lo mejor será que sangres un poco —dijo el cabo, y acompañó las palabras con un golpe con la botella rota en la garganta de Seng. De haberlo alcanzado, el cristal hubiese cortado los cartílagos y las arterias y casi habría decapitado al norteamericano. Se echó hacia atrás y dejó que la botella pasase a unos centímetros de la piel. Respondió con un golpe por debajo de las costillas. Hundió el cuello todo lo que pudo en los músculos y el cabo retrocedió con un aullido de dolor.
    Los reclutas se levantaron.
    Seng los miró con dureza.
    — Más vale que no os metáis en esto.
    Dijo la advertencia con una voz ronca y después volvió a centrarse en su rival. Adoptó una postura de arte marcial, con unos movimientos tan fluidos que su cuerpo parecía estar hecho de agua. Soltó la botella.
    El gigantón también se agachó, tenía las manos a la altura del rostro y la mirada fija en los ojos de Seng.
    Craso error.
    El tronco de Seng no se movió mientras descargaba tres puntapiés: uno a las costillas, otro a la rodilla y el tercero a la entrepierna, que no dio de lleno en el blanco. El cabo tendría que haber vigilado el tronco de Seng para poder anticiparse a los golpes.
    El hombre se tambaleó ante el feroz ataque, pero el de la Corporación no le dio tregua. Acortó distancias y lanzó una serie de golpes rápidos. Sus manos se movían con la velocidad de las aspas de un ventilador. Lo golpeó en la garganta, las costillas, el plexo solar, la cabeza, de nuevo en las costillas, y la nariz. Cuando se apartó, habían pasado cinco segundos, y el cabo era un guiñapo sanguinolento.
    Uno de los reclutas hizo el amago de salir en defensa del compañero. Seng lo sujetó por la garganta antes de que el muchacho pudiese decidirse.
    — No vale la pena —dijo Seng con voz serena, sin el menor asomo de que la adrenalina o la pelea hubiesen alterado su respiración. Empujó suavemente al joven para que volviera a sentarse.
    El cabo se mantenía en pie a duras penas, pero el odio brillaba en sus ojos. En su estado, lo más probable era que regresase al bar con refuerzos. Seng se giró como un derviche y lanzó dos brutales coces contra la cabeza del hombretón.
    La primera lo dobló en dos y lo dejó con los ojos en blanco. La segunda lo derribó con tanta fuerza que el cuerpo, inconsciente, rebotó en el suelo de madera. Tardaría horas en volver en sí, y pasaría por lo menos un día antes de que pudiese pensar en la venganza.
    — Haceos un favor y buscaos a otro camarada —dijo a los reclutas. Este tipo es un bocazas que os meterá en muchos líos pero no os sacará de ninguno. ¿Lo habéis entendido?
    — Uno de ellos asintió. Llevadlo a vuestro campamento.
    Decidle al sargento que cayó por una escalera, y no se os ocurra volver por aquí.
    Contentos por haberse librado de una paliza, los dos reclutas levantaron al cabo y pasaron los brazos del hombre por encima de sus hombros. Lo sacaron a rastras del local sin mirar atrás. Seng se volvió hacia el camarero y le pidió otra cerveza.
    Como si se hubiese roto un dique, todos hablaban a la vez y volvió la animación mientras los jóvenes comentaban lo sucedido, Seng consiguió beber un sorbo antes de que se le acercase uno de los guardaespaldas de Yan Luo.
    — El señor Yan quiere hablar con usted.
    Seng miró al guardaespaldas, bebió otro sorbo y se levantó. En cuanto diera el primer paso ya no habría vuelta atrás.
    El cabeza de serpiente tendría el control absoluto de su vida.
    Yan Luo podía entregarlo a cambio de una recompensa después de que Seng se hiciese pasar por un desertor. Podía ordenar que lo matasen en el acto solo por divertirse, o podía enviarlo por la cadena que lo llevaría a un contenedor en alta mar. Cuadró los hombros y siguió al guardaespaldas.
    Yan ordenó a las mellizas que se marcharan cuando se acercó Seng. Una de ellas apretó las nalgas contra la entrepierna de Seng cuando pasó a su lado para ir a la barra. El norteamericano no le hizo caso y se sentó a la mesa en el lado opuesto al cabeza de serpiente. Yan Luo se quitó las gafas de sol. Seng calculó que aún no había cumplido los treinta; no obstante, el contrabandista tenía la expresión desdeñosa de alguien que solo conoce el lado oscuro de la vida.
    — Sospecho que había un motivo para esa demostración —comentó.
    — No podía hablar contigo estando ellos en el bar.
    — ¿Cuál era el problema?
    En lugar de responder, Seng se quitó las placas de identificación robadas de alrededor del cuello y las arrojó sobre la mesa manchada.
    Yan Luo no las recogió, ni siquiera las tocó. En su rostro apareció una expresión pensativa.
    — ¿Estás con la tropa que vino para las elecciones?
    — No. Estaba en un cuartel en las afueras de Fouzou.
    — ¿Por qué has venido hasta aquí?
    — Tú ayudaste al primo de un amigo mío.
    — Yo ayudo a mucha gente. ¿En qué ayudé a esa persona?
    — Lo llevaste a la Montaña de Oro. —Ese era el nombre que los ilegales daban a Estados Unidos. Dejó que sus palabras flotasen en el aire cargado de humo durante unos segundos. Yo también quiero ir.
    — No es posible.
    — ¿Por qué?
    — Me pagan por mis favores —respondió el cabeza de serpiente.
    Seng sacó del bolsillo un grueso fajo de billetes.
    — Sé cómo funciona el sistema. Te doy una parte del d¡.
    ñero ahora y el resto lo pago con mi trabajo cuando llegue a Estados Unidos. Solo que no tienes ninguna garantía de que te lo pague porque aquí no tengo una familia a la que puedas amenazar. —Apartó algunos billetes chinos para dejar a la vista los dólares. Cinco mil ahora mismo. Otros dos cuando salga de China, y te olvidas de que me has visto.
    Las comisuras de los labios de Yan se alzaron levemente al tiempo que entrecerraba los párpados.
    — ¿Qué me impide quedarme ahora con tu dinero y olvidarme de que te he visto?
    Seng hizo girar la mesa cuarenta y cinco grados con un golpe del pie y clavó la punta en el pecho de uno de los guardaespaldas, lo bastante fuerte como para dejarlo sin aliento.
    Se levantó de un salto y golpeó con el codo la superficie de la mesa y la partió por la mitad. Mientras caía, descargó un puntapié en la unión de la pata con el tablero para desprenderla.
    La empuñó y con el mismo movimiento la apoyó contra la garganta del segundo guardaespaldas antes de que el hombre tuviese tiempo de echar mano a la pistola.
    Yan permaneció sentado, aunque no pudo disimular su incredulidad al ver lo rápido que había dejado fuera de combate a sus dos mejores hombres.
    — Podría haberos matados a los tres —afirmó Seng con una voz lo bastante fuerte como para que lo oyesen por encima del ruido de los altavoces. Te acabo de hacer una propuesta justa. Si no la quieres, me largo.
    — Creo que te irá muy bien en la Montaña de Oro —dijo Yan con una sonrisa falsa.
    Seng dejó caer la pata de la mesa y se sentó. El guardaespaldas se masajeó la garganta mientras lo miraba furioso, pero no hizo ningún gesto agresivo.
    — ¿Cómo funciona a partir de aquí? —preguntó Seng.
    — Tengo a otros dos preparados para hacer el viaje contigo. —El cabeza de serpiente consultó su reloj. No pensaba marcharme hasta mañana por la noche, pero puede haber complicaciones si aquel soldado viene a por la revancha. Tengo un camión. Te recogeré al final de la calle dentro de una hora. Mañana nos encontraremos con mi contacto en Fouzou.
    Ellos se encargarán de prepararte los documentos y se harán cargo de ti. —Hizo una pausa. Su mirada se endureció. Deja que te dé un consejo. No te hagas el listo con esas personas.
    Si repites el numerito de esta noche, te encontrarás intentando meter de nuevo los intestinos en tu vientre.
    Eddie asintió. Podía intimidar a Yan porque era el primer peldaño en la cadena de mando de los cabezas de serpiente.
    No pasaba de ser un peón. Podía ser importante en Lantan, pero las personas que le interesaban a Seng estaban mucho más arriba. A partir de ese momento se comportaría como un emigrante modelo, complaciente, atento y un tanto asustado.
    El miedo no tendría que fingirlo.




    15

    Juan Cabrillo había acabado de bosquejar su plan cuando el avión aterrizó en el aeropuerto de Zurich. Era el más descabellado de los que se le habían ocurrido, pero dados los parámetros de la misión y el poco tiempo que el instinto le decía que tenía, no le quedaba más alternativa que optar por una locura.
    Había pasado la mayor parte del tiempo del largo vuelo desde Tokio en comunicación permanente con el Oregon a través de su ordenador portátil. Hanley había reunido al grupo que Cabrillo quería tener en Suiza, además del equipo que necesitarían del barco. El Oregon navegaba a toda máquina hacia Taipei, el puerto más cercano que disponía de un aeropuerto internacional. Era un riesgo calculado abandonar la vigilancia del Maus, pero como se movía a una velocidad de cuatro nudos por hora, Cabrillo no tenía ninguna duda de que su tripulación volvería a encontrarlo. Como máximo le habrían dado un día de ventaja, siempre que no surgiesen problemas en Taiwán, y para asegurarse de que no los hubiese, Cabrillo se había cobrado un favor que le debía el capitán del puerto de Taipei.
    Los equipos que no podían pasar los controles aduaneros tendrían que improvisarlos cuando estuviesen en Suiza, pero Cabrillo no creía que fuese un problema. Tenía numerosos contactos en Zurich y en los alrededores de sus tiempos con la CIA, y solo necesitarían un par de pistolas. Los explosivos podrían prepararlos ellos mismos con productos que se compraban en cualquier droguería, y todo lo demás se podía comprar o alquilar.
    Con una ventaja de veinticuatro horas sobre su equipo, la primera prioridad de Cabrillo era encontrar una casa franca y recorrer la ruta entre la prisión de Regensdorf y los juzgados, en el centro de la ciudad.
    Veinte minutos después de pasar por la aduana, iba sentado al volante de un Mercedes ML500. No creía que necesitara la doble tracción, pero pasaba desapercibido en la rica ciudad, e iba equipado con GPS. Hacía una hermosa mañana de primavera, así que llevaba abiertas las ventanillas y el techo solar.
    A diferencia de Tokio, a Cabrillo le gustaba Zurich, con su mezcla de antiguo y nuevo. Los edificios barrocos y modernos se alzaban uno al lado del otro sin competir, en una sedante armonía. Fue en Zurich donde se acostó por primera vez con un contacto cuando trabajaba para la Compañía. Era una empleada de bajo nivel en la embajada rusa, pero no por ello dejó de sentirse como James Bond. El recuerdo hizo asomar una sonrisa en su rostro mientras conducía por la autopista de circunvalación, atento a la salida que lo llevaría a la cárcel. La casa franca tendría que esperar hasta que encontrase el sitio más adecuado para lo que tenía en mente.
    En la última rotonda antes de la cárcel, emprendió el camino de regreso a la ciudad. No tenía ningún sentido mostrar el vehículo a los guardias de la entrada, dado que debería recorrer esa ruta varias veces hasta saber dónde atacaría el equipo. Fue directamente hacia los juzgados, donde Rudolph Isphording era el testigo estrella en el juicio del siglo.
    El tráfico era complicado y lento en las calles alrededor de los juzgados, sobre todo porque había un edificio en construcción en el solar vecino y los camiones que entraban y sa lían de la obra obstruían las esquinas. El nuevo edificio todavía no era más que una estructura de acero de siete pisos de altura con suelo de cemento. Una grúa se elevaba por encima de la construcción; un brazo horizontal se extendía mucho más allá de la valla de madera y alambre que rodeaba todo el solar. Cabrillo se detuvo delante del semáforo en rojo y aprovechó para mirar cómo levantaba una carga de vigas. Se sobresaltó cuando el conductor del coche de atrás dio un corto toque de bocina. Había cambiado el disco. Se disculpó con un gesto y arrancó.
    Hizo el trayecto entre la cárcel y los juzgados seis veces más; cada una por una ruta distinta. Si él estuviese a cargo de la custodia del abogado en los viajes a la ciudad, cada día elegiría una ruta al azar, para dificultar al máximo cualquier ataque a la caravana. Pero el problema era que el destino siempre era el mismo. Cuanto más se acercaba el furgón a los juzgados, más vulnerable se hacía.
    Encontró aparcamiento a pocas calles de los juzgados y dedicó las dos horas siguientes a pasear por los alrededores, mientras bebía café de un Starbucks. Debería haber comprado el café en alguna cafetería local y no en una franquicia internacional, pero llevaba meses sin probar su mezcla preferida. Tendría que llamar a la oficina central de la compañía en Seattle y averiguar si era posible comprar una de sus cafeteras y el café para el Oregon.
    A diferencia de lo que ocurría alrededor de los juzgados y de la obra en construcción, en la calle que había detrás de los dos edificios los coches circulaban con fluidez. Tendría que apostar ahí a algunos de los suyos durante un par de días para saber cómo era la circulación, si ese era el lugar que utilizarían.
    Hasta el momento no veía ningún problema grave. Solo necesitaría hacer unos pequeños cambios en el plan original.
    Poco después del mediodía alquiló un apartamento en un edificio de cuatro pisos, a seis calles de los juzgados. Le explicó al empleado de la inmobiliaria que él y un grupo de abogados norteamericanos estarían en Zurich durante unos meses para participar en un pleito contra una empresa aseguradora.
    El apartamento tenía tres dormitorios y un salón. Los muebles no eran gran cosa, pero la cocina la habían remodelado hacía poco, y en el baño había una bañera que parecía una piscina olímpica. Su principal ventaja era que estaba en el último piso, y si era necesario se podía acceder a la azotea por la escalera de incendios. Tuvo que firmar un contrato de seis meses, lo que significaba que debían mantener ocupado el apartamento hasta mucho después de hacer el trabajo, para evitar sospechas.
    A menudo un ladrón se alojaba en una zona cercana al lugar que planeaba robar y se largaba en cuanto cometía el atraco. Cuando los policías peinaban la zona solo tardaban un par de días en averiguar que la persona se había marchado, y lograban una buena pista. En cambio, si mantenían ocupado el apartamento durante un par de meses con gente propia o con un realquilado, nadie sospecharía nada. Era esta atención a los detalles lo que aseguraba el anonimato de la Corporación y sus éxitos.
    Hizo las llamadas para conseguir las armas y luego no le quedó nada más que hacer sino esperar la llegada de su grupo.
    Fue a cenar a un restaurante cercano. No había tenido la intención de beber toda la botella de vino, pero cada sorbo parecía obrar maravillas en la tensión que agarrotaba sus hombros y su cuello. Pocas veces se preocupaba de su propia seguridad; sufría por su gente.
    Era de esos jefes que mandan desde la primera fila, y nunca pedía a un subordinado que hiciese algo que no hubiese hecho él mismo. Por eso su gente le daba toda su lealtad. A cambio, Cabrillo podía contar con ellos en cualquier situación Pero nunca resultaba fácil pedirles que se pusiesen en la línea de fuego. Era cierto que cada miembro de la Corporación compartía los beneficios de su trabajo. Todos eran millonarios, pero, tal como le había dicho a Hanley en el Oregon, eso no se hacía por dinero, sino por hacer lo correcto. Cabrillo y su gente actuaban por un ideal, por el convencimiento de que alguien debía enfrentarse a los nuevos peligros del siglo XXI, Se necesitaba que hubiera personas en las murallas de la libertad que se enfrentaran a todos y cada uno de los que estaban contra ella. Cada vez que Cabrillo leía un periódico o veía las noticias en la televisión y se enteraba de una nueva atrocidad, se daba cuenta de que tendría que continuar en su puesto durante mucho tiempo.

    La doctora Julia Huxley fue la última en llegar. Cabrillo le había dicho que no se alojaría en el piso franco y que alquilase una habitación en un hotel cercano a la famosa Bahnhofstrasse, la calle de los bancos y las tiendas, tan representativa de la ciudad como la Quinta Avenida lo era de Nueva York y Rodeo Drive de Beverly Hills. Julia había demostrado su valía en diversas operaciones encubiertas, pero su principal función era la de oficial médico. Cabrillo hubiese preferido contar con Linda Ross para ese trabajo. Sin embargo, Linda no tenía el cuerpo ni la estatura que se necesitaba, ni tampoco los tenían las otras cinco mujeres que viajaban a bordo del Oregon. Julia había aceptado en el acto ir a Zurich, pero Cabrillo había decidido mantenerla aislada del resto del grupo hasta donde fuese posible.
    Cuando Julia entró en la sala del apartamento, acompañada por Hali Kasim, a duras penas la reconoció. Sus ojos oscuros habían desaparecido, reemplazados ahora por lentillas de un color azul acuoso detrás de unas gafas con una montura muy grande. La cola de caballo estaba oculta debajo de una peluca de cabellos grises que parecían un matorral. Julia tenía el cuerpo de una modelo de los años cincuenta, pero sus prendas arrugadas cubrían ahora el cuerpo rechoncho de una celadora.
    Las arrugas en la frente eran profundas como los surcos de un arado, y las de la risa, junto a la boca, semejaban trincheras.
    No se parecía en absoluto a la doctora Julia Huxley. Ahora era la réplica exacta de frau Kara Isphording, esposa del estafador convicto Rudolph Isphording.
    — Dios mío —exclamó Cabrillo. Eres lo bastante fea como para ahuyentar a un zorro hambriento de un gallinero.
    Julia hizo una reverencia y sonrió.
    — Eres un encanto, Juan Rodríguez Cabrillo. Debo admitir que Kevin se ha superado a sí mismo. —Kevin Nixon era el encargado de lo que la Corporación llamaba «el taller de magia», un recinto en el Oregon donde él y su equipo se encargaban de confeccionar toda clase de disfraces y artilugios, y de caracterizar a los que iban a una misión y necesitaban encarnar a otras personas.
    — Quizá tengamos que estar aquí durante un tiempo —comentó Cabrillo mientras caminaba alrededor de Julia para observarla con ojo crítico. ¿Puedes recrear este efecto?
    — Kevin me ha enseñado cómo hacerlo. —Julia sacudió las amplias caderas. Este cuerpo absolutamente encantador no representa ningún problema, pero el maquillaje, si no quieres que se note, es un poco más peliagudo. En cualquier caso, creo que lo tengo por la mano. Es un poco siniestro. Kevin sabe más de potingues y del cuidado de la piel que una dependienta de la sección de cosmética de Bloomie's.
    — Poco antes de que se uniera a nosotros lo habían propuesto como candidato al Osear al mejor maquillaje —dijo Cabrillo. No explicó que Nixon había dejado Hollywood después del 11 de septiembre. Su hermana volaba desde Boston para ir a verlo cuando su avión se estrelló contra la Torre Norte.
    — Además —manifestó Julia, me ha dado suficientes prendas como para abrir mi propia tienda de ropa usada.
    — No necesitas llevar el disfraz hasta que llegue el momento de actuar. No hay motivos para pregonar que un clónico de Kara Isphording se pasea por las calles de Zurich.
    — ¡Qué dices! ¿Quieres negarles a los hombres que se den la vuelta para admirar mi belleza?
    — Con ese aspecto, la única cabeza que se daría la vuelta para admirarte sería la de un tornillo, y para eso necesitaría un destornillador eléctrico.
    Cabrillo llamó a los demás. En total eran cinco, incluido él. Era un grupo pequeño, pero en cuanto Julia hubiese hecho su parte, pasaría a la reserva.
    — Ya he hecho un primer reconocimiento del terreno, y creo haber encontrado el mejor lugar. Dedicaremos algunos días más a inspeccionarlo todo a fondo, y si alguien le encuentra alguna pega, que lo diga. Más tarde saldremos a hacer un recorrido todos juntos. En cuanto dispongamos de los equipos y estemos instalados, pasaremos a la fase uno: el secuestro de la verdadera Kara Isphording.
    — ¿Tiene guardaespaldas? —preguntó Hali.
    — Todavía no lo sé. Lo averiguaremos en nuestros recorridos.
    — ¿Cuál será la tapadera?
    — Todas las juntas directivas de las empresas de paja que Rudy Isphording fundó para la compra del Maus están integradas por rusos. Nos valdremos de eso para hacernos pasar por rusos dispuestos a sacar a Isphording de la cárcel.
    — ¿Qué motivos podría tener para largarse? —preguntó Franklin Lincoln, un veterano de los SEAL. Por lo que explicó Max, el picapleitos hizo un magnífico trato con los fiscales.
    — Nos aprovecharemos del rumor de que Isphording metió la mano en la caja de la OLP.
    — ¿Lo hizo?
    — Murphy intenta confirmarlo, pero por lo que parece Rudy podría saber dónde están algunos de los miles de millones que se llevó Arafat. De todas maneras, lo convenceremos de que la OLP lo cree, y sabrá que su única oportunidad de salvarse somos nosotros.
    — ¿Qué haremos cuando lo tengamos? —quiso saber Julia.
    — Haremos que sude. Mucho —prometió Cabrillo. Por lo que sé, Eddie todavía está en China.
    — Cerca de Fouzou —señaló Hali.
    — Por lo tanto, necesitamos averiguar todo lo que podamos y rogar para que estemos en posición para interceptar el barco en el que lo trasladan. Estoy seguro de que Isphording es la clave para descubrir quién está detrás del Maus y de los piratas.
    — ¿Qué pasará si no lo es? —preguntó Julia. ¿Qué haremos si no sabe nada más allá de las compañías que fundó?
    Cabrillo se resistía a considerar esa posibilidad, pero no podía dejar de responder a la pregunta.
    — Pues que tendremos que dar por muerto a Eddie, y volver a la caza de los piratas por todo el mar de Japón.
    Durante las horas siguientes, Cabrillo explicó su plan con todo lujo de detalles, y entre todos lo fueron afinando. Eran personas muy inteligentes y con gran experiencia en ese tipo de misiones. Ninguno creía que fuese algo sencillo, pero cuando terminaron el análisis, sabían que era el mejor plan posible.
    Cabrillo dio las órdenes para las tareas que debían realizar.
    Unos se encargarían de vigilar los flujos de tráfico y la actividad en la obra en construcción. Otros tendrían que conseguí y modificar los equipos y alquilar un camión semirremolque que era la pieza principal. Cabrillo se encargaría de observar la casa de Isphording para saber cuáles eran las medidas de seguridad que debían superar, si es que las había, y de alquilar un almacén en las afueras de la ciudad.
    Era martes. Mark Murphy había averiguado que Rudolph Isphording debía presentarse en el juzgado el lunes siguiente.
    Tendrían hecho gran parte del trabajo previo para el viernes pero necesitarían el fin del semana para tenerlo todo instalado. Eso significaba que debían secuestrar a Frau Isphording la noche del jueves para que Julia pudiese reemplazarla en la visita a la cárcel el viernes. Cabrillo detestaba tener que ajustarse a un horario tan estricto, pero no podía evitarlo. No se atrevía a esperar otra semana. Solo Dios sabía dónde podían estar Eddie o el Maus para entonces.
    Era entonces o nunca.

    — Prueba de comunicaciones —dijo Cabrillo por el micro que se activaba con la voz y que llevaba puesto en la garganta.
    Recibió la confirmación de Linc y Hali. Julia se limitó a tocarle el hombro, puesto que no se apartaría de su lado durante las siguientes doce horas. La noche era oscura y sin luna porque el cielo estaba encapotado. El rocío brillaba en el césped que rodeaba la casa de tres plantas. No había nadie más en la calle del lujoso barrio después de que un hombre acabase de pasear a un perro que debía de ser el can más estreñido de la historia.
    Cabrillo, que había vigilado la casa durante tres días, había averiguado que Kara Isphording vivía sola y que tenía instalado un sistema de alarma. Las puertas y las ventanas estaban conectadas, y había tenido la oportunidad de ver cómo la asistenta desactivaba el sistema cuando llegaba a su trabajo por la mañana. Dedujo que habían instalado la alarma después de la detención del marido, y que, por lo tanto, no contaría con detectores de movimiento ni cámaras de rayos infrarrojos. Claro que bastaría que la mujer pulsara el botón para que se abrieran las puertas del infierno.
    — Muy bien, Hali, te toca. En cuanto Linc abra la puerta, tienes sesenta segundos para desactivar. —Era una estimación de Cabrillo pero bastante precisa. Kara Isphording rondaba los sesenta y no tendría mucha experiencia con los aparatos electrónicos. El instalador del sistema se aseguraría de que el cliente tuviese un margen de tiempo amplio para cerrar y evitar así una falsa alarma.
    En cuanto el ex SEAL y el especialista en comunicaciones hiciesen su trabajo, regresarían al Mercedes. Cabrillo se presentaría a Frau Isphording como un miembro de la mafia rusa que quería salvar a su marido de los terroristas palestinos.
    Hubiese sido difícil explicar la presencia de un libanés y de un afroamericano. «Consideradlo como una inacción positiva», comentó cuando trazaban el plan.
    Frank Lincoln destacaba por encima de Hali Kasim mientras abandonaban su escondite tras el tupido seto que rodeaba la propiedad. Ambos vestían de negro. Hali llevaba una bolsa pequeña con las herramientas. Linc guardaba las ganzúas en una delgada cartera en el bolsillo trasero del pantalón.
    Llegaron junto a la recia puerta de roble. La casa estaba a oscuras. La luz del dormitorio de Kara Isphording se había apagado tres horas antes, tiempo suficiente para entrar en la fase REM del sueño pero no tanto como para que necesitara ir al lavabo.
    Hali se mantuvo apartado mientras Linc preparaba las ganzúas. Había practicado con una cerradura idéntica que había comprado en una ferretería del otro extremo de la ciudad Tenía los dedos grandes, pero los movió con la delicadeza de un cirujano para desmontar el muelle; luego movió los dientes del tambor con otra pequeña herramienta. Tardó ocho segundos en descorrer la lengüeta y otros quince en girar la manija.
    Miró a Hali. Su compañero tenía la bolsa abierta y se había colocado una pequeña linterna en la frente, sujeta con una cinta elástica. Asintió. Linc abrió la puerta. Se oyó un suave pitido que continuaría a intervalos de cinco segundos hasta que la alarma se desconectara o comenzase a sonar.
    El suelo era de madera encerada. Una alfombra persa cubría el espacio entre la puerta y la gran escalera que subía hasta el segundo piso. A izquierda y derecha había más habitaciones, una sala y un comedor con capacidad para diez comensales. Hali lo vio todo con una fugaz mirada. El panel de control de la alarma estaba a la derecha de la puerta. Una luz roja colocada en la tapa parpadeaba al compás del pitido.
    Desmontó la tapa con un destornillador para dejar a la vista los cables. No les prestó atención. Ya habían cortado el circuito. Necesitaba la clave numérica para desactivar el sistema.
    Vio dos chips en la pequeña placa. Los rompió y luego hizo un puente con un trozo de cable y dos pinzas. La luz y el pitido siguieron funcionando. Linc se apostó al pie de la escalera para escuchar cualquier movimiento de la mujer.
    En ese tipo de sistemas, el usuario disponía de tres intentos para teclear la clave correcta e impedir que la alarma sonase. Después del tercero se ponía en marcha automáticamente.
    Al haber desconectado los sistemas lógicos, el sistema no podía saber cuántos intentos se hacían.
    Kasim espolvoreó el teclado con polvo de grafito, que cumplía las mismas funciones que el polvo utilizado por los expertos en huellas dactilares. Respiró más tranquilo al vei que solo había huellas en cuatro teclas. Se veían borrosas pero no tenía importancia. Con solo cuatro números para anular la alarma, había treinta y seis combinaciones posibles, y no tenía tiempo de probarlas todas. Excepto que las teclas utilizadas por frau Isphording correspondían a uno, dos, tres y cuatro. Era el código más común, algo muy conveniente para los propietarios y los ladrones. Hali tecleó una primera secuencia. La luz roja continuó con los guiños y el pitido marcó que habían pasado otros cinco segundos. Probó la segunda con el mismo resultado.
    — Tiempo —susurró Hali en el micro.
    — Veintitrés segundos —respondió Cabrillo desde la calle.
    Hali no tenía más alternativa que continuar.
    1234 Intro, 3421 Intro.
    — ¿Qué pasa? —preguntó Cabrillo.
    — Número aleatorio. Aún no lo he encontrado.
    — Tienes diez segundos.
    2134 Intro, 2143 Intro, 2314 Intro, 2341 Intro.
    — Hali —murmuró Linc. Prueba el 1324.
    — Cinco segundos.
    Kasim tecleó sin vacilar la combinación y pulsó la tecla Intro.
    El pitido sonó de nuevo y la luz comenzó a parpadear al doble de velocidad.
    — Tenemos que irnos —dijo Hali con voz tensa.
    — Inviértelos —ordenó Lincoln. Prueba 2413.
    — Un segundo.
    No era la inversa, pero Hali los tecleó de todas maneras: 2413 Intro.
    La luz dejó de parpadear. La alarma se había desconectado. Intrigado, Hali miró a su compañero.
    — Oye, tío, tendrías que haber prestado más atención a las explicaciones de Max. —La sonrisa de Lincoln no podía ser más relamida. Los Isphording tienen dos hijos. Uno nació el dos de abril y el otro el uno de marzo. Dos/cuatro, uno/tres. Elemental, mi querido Hali, elemental.
    Hali dedicó unos pocos minutos más al panel de control para desactivar los botones que al pulsarlos disparaban la alarma: uno en el panel y el otro sin duda junto a la cama de Kara Isphording.
    — Muy bien, largaos —susurró Cabrillo mientras entraba en el vestíbulo con la doctora Huxley. Si seguimos aquí dentro de veinte minutos es que todo está en orden y podréis regresar al apartamento. Julia irá mañana a Regensdorf en el coche de la señora Isphording. Cuando vuelva se ocupará de cuidarla durante el fin de semana, y yo usaré el coche para regresar a la ciudad.
    Cabrillo esperó a que Hali y Lincoln estuviesen en el Mercedes; luego salió de la casa y marcó el número de teléfono de la casa en su móvil. Una voz somnolienta respondió a los pocos segundos:
    — ¿Diga?
    — Frau Isphording, me llamó Yuri Zayysev —dijo Cabrillo en inglés con un fuerte acento ruso. Soy uno de los socios de su marido. Es muy urgente que la vea esta noche.
    — Was? Nein. Eso no es posible —protestó la mujer, que pasó del alemán al inglés. Mein Gott, son las dos de la mañana.
    — Tiene que ver con la seguridad de su marido, Frau Isphording. —Esta vez Cabrillo enronqueció la voz con un tono de amenaza. A esas alturas ella debía de saber que muchos clientes de su marido quizá todos, trabajaban al margen de la ley. Estoy en la puerta. Por favor, reúnase conmigo en el vestíbulo. Ya he desconectado el sistema de alarma. Si hubiese querido hacerle daño, se lo habría hecho.
    — ¿Quién es usted? —El miedo se reflejaba en su voz.
    — Alguien que intenta ayudarla a usted y a su marido. Él es un miembro de plena confianza de la organización para la que trabajo, y nos hemos enterado de que tienen la intención de atentar contra su vida el lunes por la mañana.
    — ¿Quieren asesinarlo?
    — Sí, frau Isphording. Los miembros de la OLP.
    — ¿Cómo dijo que se llamaba?
    — Yuri Zayysev. Me han enviado desde San Petersburgo para ayudar a su familia.
    Debía de saber que Rudolph trabajaba mucho para los rusos, porque después de una breve pausa accedió al encuentro.
    Cabrillo lo agradeció. Podría haber atado y amordazado a la mujer en su cama, decirle a Julia que despidiera a la asistenta por la mañana, y seguir con su plan. Sin embargo, ese no era su estilo. Ella no tenía nada que ver con todo aquello, y no la haría pasar por sufrimientos innecesarios.
    Se encendió una luz en el rellano. Vestida y maquillada, Kara Isphording no era una mujer atractiva. Pero recién levantada, con los cabellos desordenados y el rostro hinchado por el sueño, era una bruja. Se había puesto una gruesa bata sobre lo que fuese que usaba para dormir; Cabrillo rezó fervientemente para que no se abriese. Para este encuentro se había vestido con vaqueros negros, camisa negra y una chaqueta de cuero negro, el uniforme de rigor de un matón de la mafia rusa. Se había teñido el pelo y llevaba una barba de cinco días. También se había puesto lentillas para oscurecer sus brillantes ojos azules.
    — Lamento molestarla, frau Isphording —dijo Cabrillo cuando la mujer bajó la escalera. Ninguno de los dos ofreció un apretón de manos. No había otra manera. Ya se han puesto en marcha los planes para rescatar a su marido, pero necesitamos su ayuda. Usted es la única que puede visitarlo en Regensdorf, y él tiene que saber lo que está pasando.
    — ¿Dice usted que alguien quiere matar a mi Rudy? —Se dejó caer en una silla, con lágrimas en los ojos.
    — Sí. Puede que usted no lo sepa, pero algunas facciones dentro del movimiento palestino creen que su marido es la clave para recuperar buena parte de su dinero. Quizá miles de millones de dólares.
    — Pero… pero él dijo que todo lo que había hecho para los palestinos era legal.
    Cabrillo se arrodilló delante de la asustada mujer y le sujetó las temblorosas manos entre las suyas.
    — Tal vez sea verdad, pero para estas personas los rumores equivalen a pruebas. El lunes intentarán secuestrarlo, y si no lo consiguen, lo matarán. Debemos actuar antes de que puedan hacer nada.
    — No… no sé qué hacer. ¿No tendría que avisar a la policía?
    — El testimonio de su marido ya ha arruinado la carrera de varios destacados empresarios y políticos. Hay personas todavía más poderosas a las que nada les gustaría más que verlo silenciado.
    Cabrillo se daba perfecta cuenta de que era demasiado circunspecto. Kara Isphording había llegado al límite de su resistencia mental y física y era incapaz de entender sus palabras. No podía culparla. Un año antes su marido era un abogado de prestigio y ella disfrutaba de la plácida vida de una hamfrau suiza. Ahora la asediaban los reporteros y cada día se enteraba de algo nuevo sobre las actividades delictivas de su esposo.
    — Intento decirle que la policía no evitará el atentado contra su marido.
    — ¡Eso no está bien! —exclamó, indignada. ¡Pagamos nuestros impuestos!
    Cabrillo casi sonrió ante tanta ingenuidad.
    — Como dirían los norteamericanos, su marido ha remo vido el avispero. Yo estoy aquí para evitar que al final no sea a él a quien piquen.
    La mujer se secó las lágrimas con un pañuelo de papel que carecía llevar en el bolsillo de la bata desde que la había comprado. Intentó armarse de valor.
    — No sé qué hacer. ¿Qué le digo a Rudy? ¿Cuál es su plan?
    — No tiene que hacer nada, frau Isphording. —Cabrillo miró hacia el comedor y llamó: Ludmilla.
    Huxley entró en el círculo de luz que proyectaba la lámpara del rellano. Kara soltó una exclamación al ver a su gemela y se apretó los nudillos contra la boca. Cabrillo creyó por un momento que se desvanecería. Pero fue capaz de ponerse de pie y acercarse a Julia para observarla detenidamente.
    — Es mi compañera, Ludmilla Demonova. Irá mañana a Regensdorf en su lugar. No pretendo ofenderla, pero es más seguro y sencillo que ella la sustituya que explicarle a usted todos los detalles del plan. De haber tenido más tiempo le hubiésemos pedido que fuese usted, pero… —Cabrillo se interrumpió para dejar que la mujer sacase sus propias conclusiones. ¿Le permiten entregar cosas a su marido?
    Kara Isphording seguía tan absorta mirando a su doble, que Cabrillo se vio forzado a repetir la pregunta.
    — No, no, pero le paso notas. Los guardias no han dicho nada.
    — Eso nos favorece. Necesito que escriba a su marido.
    Dígale que no le hemos hecho daño y que debe escuchar atentamente todo lo que le diga Ludmilla. ¿Puede hacerme ese favor?
    — Sí, por supuesto. —Comenzaba a recuperar el control y parecía aceptar que Cabrillo y Huxley estaban allí para ayudarla. ¿Qué pasará después?
    — ¿Se refiere a después de que rescatemos a su marido? No lo sé. Me han enviado para que lo lleve a un refugio seguro.
    Lo que ocurra a partir de ahí… —Cabrillo se encogió de hombros como un soldado que solo cumple órdenes— es algo que decidirán su marido y mi jefe. Estoy seguro de que enviarán a buscarla, y que ustedes dos podrán retirarse al sur de Francia o a la Costa del Sol.
    Ella le dedicó una débil sonrisa, como si supiese que el resto de su vida nunca sería tan idílico.
    A la mañana siguiente, poco después de las nueve, Huxley salió para ir a la cárcel. Cabrillo detestaba tener que quedarse, pero existía el riesgo de que Kara Isphording se echase atrás y decidiera llamar a la policía. Después de darle el día libre a la asistenta, se sentaron en el comedor. Cabrillo continuó en su papel de matón ruso, así que apenas hicieron algún que otro comentario, cosa que agradeció. Solo faltaban tres días para el secuestro del abogado, y cada minuto contaba.
    No habían acabado las modificaciones en el camión, y lo que más le preocupaba era el trabajo que debían realizar durante el fin de semana en el edificio en construcción. Afortunadamente, no había un sereno en la obra, lo que eliminaba un problema, pero esa noche tendrían que descargar diez toneladas de cemento y ponerlas en su lugar si querían cumplir con el horario.
    A las once, a Cabrillo le dolía la muñeca de tanto consultar el reloj. Habló con Lincoln, quien le informó de que habían acabado con las modificaciones y que estaban cargando los cuatrocientos sacos de cemento, de veinticinco kilos cada uno.
    El sonido de la puerta del garaje hizo que se levantase de un salto. Ya estaba en la puerta para recibir a Huxley cuando ella se apeó del BMW 740 de los Isphording.
    — ¿Qué?
    — De fábula. —Huxley sonrió. Solo tardó unos segundos en descubrir el disfraz, y ninguno de los guardias me dedicó la menor atención.
    — Gran trabajo. ¿Está dispuesto?
    — ¿Dispuesto? No ve la hora. Mencionar a la OLP fue como mentarle al diablo. En cuanto le dije que iban a por él, dijo que sí a todo.
    — ¿Entendió cuál es el plan?
    — Sabe dónde y cuándo lo rescataremos. Le dirá al alcaide que necesita hablar con su abogado a primera hora del lunes.
    Eso hará que el furgón blindado y la escolta lleguen a la obra antes de que entren los obreros.
    — ¿Te dio alguna información?
    — ¿Te refieres al Maus? No, y no lo presioné. Pero cuando le dije que me enviaban los rusos, me preguntó si trabajaba para Anton Savich. Me hice la tonta y asentí. El tipo pareció tranquilizarse. Savich debe de ser su principal contacto.
    — ¿Savich? —Cabrillo repitió el nombre como si lo paladease, en un intento por recordarlo. Sacudió la cabeza. Es nuevo para mí. Le diré a Murph que lo busque. ¿Estás preparada para hacerte cargo de frau Isphording?
    — Tengo todo lo que necesito. —Huxley dio una palmadita en su bolsa. En el interior guardaba la jeringuilla con el somnífero que le administraría a Kara la noche del domingo, cuando se fuese a la cama. Dormiría durante veinticuatro horas, y para entonces Cabrillo y ella ya estarían muy lejos, de regreso al Oregon.




    16

    Max Hanley no estaba dispuesto a renunciar al postre ni a la pipa por mucho que la doctora Huxley insistiese. No dudaba de que a sus años sabía mejor que nadie lo que era bueno para él. Solo pesaba unos cinco kilos por encima de su peso ideal, y si bien no podía correr un kilómetro en menos de diez minutos, su trabajo jamás le exigiría que lo intentase. Por lo tanto, ¿por qué sacrificarse?
    Tenía el colesterol prácticamente normal, ni sombra de diabetes, y la presión más bien baja.
    Pasó el tenedor por la salsa de frambuesa que quedaba en el plato para pescar cualquier migaja de la tarta de chocolate.
    El tenedor estaba limpio cuando lo dejó de nuevo en el plato y se levantó de la mesa, satisfecho.
    — ¿Te lo has acabado todo? —preguntó el encargado, vestido de rigurosa chaquetilla blanca.
    — Necesitaría un microscopio para encontrar las últimas moléculas de la tarta. Gracias, Maurice.
    Había cenado solo, pero se despidió de los demás comensales antes de salir del elegante comedor revestido en caoba.
    Sus zapatos se hundían en la mullida alfombra de casi tres centímetros de espesor. Se acercaba una tormenta por el norte, así que decidió fumarse su pipa en el camarote. Acababa de sentarse en su butaca con la pila de ejemplares del International Tribune que había llevado el helicóptero cuando sonó el intercomunicador. Se quitó las gafas de lectura y dejó la pipa en el cenicero.
    — Lamento molestarte en tu día de descanso —dijo Linda Ross desde el centro de operaciones.
    — No pasa nada. ¿Cuál es el problema?
    — Ningún problema, pero pediste que te avisáramos si había alguna noticia de Seng. Al parecer ha salido de Fouzou y puede que se dirija de nuevo a Shanghai.
    — Desde el punto de vista del cabeza de serpiente, tiene sentido. Shanghai es uno de los puertos más activos del planeta. Es mucho más fácil colar a un grupo de emigrantes ilegales en alguno de los cargueros que zarpan de allí cada día que hacerlo en un puerto mucho más pequeño como es Fouzou.
    — Esa es la opinión de Murph y Eric Stone. ¿Quieres que llame a Cabrillo?
    — No. La última vez que hablé con él ya tenía demasiados problemas de que preocuparse. Si conseguimos algo más concreto ya se lo comunicaremos. ¿Cuál es la posición de nuestro lento amigo?
    — Han pillado una corriente, así que ahora avanzan a una velocidad de seis nudos por hora. Eso nos situará a unas cien millas al este de Ciudad Ho Chi Minh dentro de unas cinco horas.
    Ese nombre siempre pillaba a Hanley por sorpresa. Para él la ciudad más grande de Vietnam siempre sería Saigón. Pero era un nombre de otro tiempo y otra guerra. Muy a menudo el sonido de un helicóptero que se aproximaba al Oregon despertaba en él recuerdos que lo inquietaban durante días.
    En realidad, eran recuerdos que nunca estaban muy lejos de la superficie. No era el sonido de los obuses del Vietcong al estallar o el tableteo de los AK47 lo que más recordaba; los gritos cuando los disparos barrían su lancha patrullera de proa a popa eran solo un ruido de fondo. En su mente dominaba el ruido de los rotores del Huey sobre la oscuridad de la selva, apuntando a las bengalas que Max disparaba con una mano mientras utilizaba la otra para sujetar los intestinos del artillero de proa dentro del vientre. La sangre era caliente incluso en aquel apestoso infierno. La ametralladora montada en la puerta del Huey sonaba como una sierra circular, y los tres mil proyectiles que disparaba por minuto talaban la selva que bordeaba el estuario. Y cuando aquel misil RPG subió hacia el helicóptero…
    Max huyó de un pasado que no dejaba de revivir. Había hecho una bola con el periódico.
    — ¿Algún cambio de rumbo?
    — No, se mantiene en 185. Las previsiones son que se dirija hacia Singapur, algo poco probable dado que tienen los obreros más honrados de toda la región, o que vire pronto hacia el sur para ir a Indonesia.
    — Eso parece mucho más lógico —manifestó Hanley. Con varios miles de islas que patrullar, los guardacostas indonesios resultaban insuficientes. Los piratas no tendrían problemas para eludirlos y encontrar un lugar aislado para descargar el barco secuestrado en el mar de Japón. Antes de que llegasen a Taiwán, en la porra organizada por los tripulantes del Oregon las apuestas estaban divididas casi a partes iguales entre Indonesia y Filipinas como destino final.
    — Muy bien, llámame si el Maus vira o si tienes alguna noticia de Seng o Cabrillo.
    — De acuerdo.
    Max alisó las páginas del periódico y lo dejó a un lado. Encendió de nuevo la pipa y dejó que el humo escapase de sus labios hasta que todo el camarote se llenó con el aromático olor de su mezcla preferida. Seguía sin hallar un motivo para que los piratas no hubiesen encontrado todavía un lugar donde descargar el barco robado. Habían tenido suficiente tiempo para darle un nuevo nombre y efectuar los cambios necesarios para que nadie lo reconociera, sobre todo si lo llevaban a otras aguas, como podía ser la costa de Sudamérica.
    ¿Por qué arriesgarse a mantenerlo en el dique flotante todo ese tiempo? A menos que tuviesen un destino fijado de antemano. Algún lugar cercano a la costa donde no corriesen riesgo alguno. Max rogaba para que el Maus los condujese hasta la guarida de los piratas, pero no podía ser tan sencillo.
    Había otro nivel en esa operación, otra puerta más que debían abrir pero que hasta entonces no habían visto. No la encontrarían solo con seguir al Maus, pero confiaba en que Cabrillo o Seng lo lograrían. Max apostaba por Seng. No había ninguna razón para ello, solo una profunda confianza en el veterano ex agente de la CIA.

    Si Eddie Seng hubiese sabido que en aquel momento Hanley apostaba por él, le habría aconsejado que lo hiciese por Cabrillo y su equipo en Suiza.
    Durante su entrenamiento para la CIA, Eddie había pasado por un durísimo programa destinado a enseñar a los agentes cómo enfrentarse al encarcelamiento y a la tortura. Los instructores eran especialistas del Ejército, y el curso tenía lugar en las instalaciones de Fort Bragg, en Carolina del Norte.
    Antes de salir para la base militar, su instructor en La Granja le había dado una palabra en clave: aardvark. Su misión era mantenerla en secreto, y el trabajo de los soldados, arrancársela.
    Durante un mes fueron dueños absolutos de Seng en cuerpo y alma. Utilizaron mangueras para darle palizas, lo encerraron en una caja de hierro, al sol, durante horas, sin agua, y a menudo emponzoñaban sus míseras raciones para que las vomitase. Intentaron destrozar su voluntad impidiéndole dormir durante seis días seguidos y le gritaron todos los insultos racistas que se les ocurrieron. Una vez lo metieron desnudo en un hormiguero de hormigas rojas, y una noche lo obliga ron a beber media botella de whisky y lo interrogaron durante una hora antes de que perdiese el conocimiento. No hubo límites en sus interrogatorios, pero Eddie no les dio la clave, Fue capaz de mantener una pequeña parte de su mente centrada en el convencimiento de que, por muchas cosas que le hiciesen, no era más que un ejercicio, y que no moriría.
    En esos momentos no se hacía esa ilusión. La multitud de ilegales encerrados en el camión se bamboleaban al compás del vehículo, y aquellos que se encontraban más cerca de las puertas traseras corrían el riesgo de morir aplastados.
    Los seis días que había estado en manos de los cabezas de serpiente hacían que el mes en Fort Bragg pareciera unas vacaciones en el Club Med.
    Había alrededor de un centenar de hombres en la caja del camión. No les habían dado de comer ni de beber en dos días, y la única razón para que siguiesen en pie era que no había dónde desplomarse. El hedor de los excrementos y el sudor era insoportable; se le pegaba a la boca y le quemaba los pulmones.
    Así había sido desde que Lan Yuo lo entregó en Fouzou.
    El siguiente eslabón de la cadena lo formaban los miembros de una tríada. Después de hacerle la foto para los documentos de viaje falsos, lo encerraron en un sótano de una cementera con otras sesenta personas. No había baños. Estuvieron allí dos días enteros. Cada noche los guardias escogían a un par de las mujeres más guapas, que regresaban al cabo de unas horas, humilladas y sangrantes.
    La mañana del tercer día llegó un grupo del Sudeste Asiático. Hablaron con los cabezas de serpiente en chino pero con un acento muy marcado, así que Seng no consiguió descubrir de dónde eran. Podían ser indonesios, malayos o incluso filipinos. En cambio tenía la absoluta certeza de que su presencia se debía a un cambio en los canales para sacar a los emigrantes de China, y sospechaba que tenían alguna vinculación con la organización pirata.
    Sacaban a los emigrantes del sótano en grupos de diez y los hacían desfilar delante de los asiáticos. Ordenaron al grupo del que formaba parte Seng que se desnudasen y los sometieron a una denigrante inspección. Para Seng fue como si estuviese en una venta de esclavos. Le miraron los dientes para verificar que tenía una dentadura sana y los genitales para saber si padecía alguna enfermedad venérea. A todos les hicieron levantar varios ladrillos de cemento colgados de una pértiga de bambú. Los asiáticos escogieron a tres hombres, entre ellos a Seng, que eran los más fuertes del grupo, y a los demás los enviaron de regreso al sótano.
    A diez de los sesenta que había en el sótano los hicieron subir a un camión. Los guardias orientales utilizaron tablas de madera como si fuesen palas de aplanadoras para que cupiesen en la caja. Era tal el apretujamiento que no se podía respirar profundamente.
    Antes de cerrar la puerta, alguien dirigió el chorro de agua de una manguera de incendios al interior. En su desesperación por calmar la sed, algunos resultaron heridos. Seng consiguió beber un par de sorbos y, gracias a que se encontraba muy cerca de uno de los costados, lamió unas gotas de agua en el metal caliente. Después, la puerta se cerró y los dejaron en la más absoluta oscuridad.
    Si algo afectaba profundamente a Seng, y hacía que aquello resultase tan duro, era el silencio en el que el vehículo inició su viaje. Nadie protestó, nadie reclamó que lo dejasen volver. Estaban dispuestos a tolerar cualquier tormento si con ello podían salir de China. Nada podía hacerles desistir de su deseo de ser libres.
    Viajaron durante lo que a ellos les parecieron días, pero no podían haber pasado más de veinte horas. Debido a las sacudidas del camión, era obvio que circulaban por carreteras secundarias. Como si fuesen pocos los sufrimientos, muchos de los hombres se marearon y el olor acre de los vómitos se sumó al ya repugnante hedor.
    El camión se detuvo después de recorrer un tramo de pavimento sin un bache. Nadie acudió a abrir la puerta. Seng creyó oír el ruido de un motor de reacción, pero el sonido era apagado y confuso. Bien podría haber sido un trueno. Los dejaron sudar en el camión casi otra hora antes de que alguien abriese la puerta.
    Se abrió y una resplandeciente luz blanca cegó al grupo, Las lágrimas asomaron a los ojos de Seng, pero el dolor quedaba compensado por el placer de respirar aire fresco. Se encontraban en lo que parecía un enorme y moderno almacén, y no en alguna vieja instalación portuaria, como había creído que utilizarían los cabezas de serpiente. De no haber sido por su desorientación, se habría dado cuenta de que no había columnas que soportaran el techo curvo del recinto, lo que sin duda era una pista acerca del lugar.
    Dejaron que los hombres se apeasen del vehículo. Muchos estaban tan débiles que se desplomaron en el pulido suelo de cemento y tuvieron que apartarse a gatas para dejar paso a los demás. Seng se sintió orgulloso de ser capaz de mantenerse de pie. Se alejó unos pasos del camión y realizó unas cuantas flexiones para aliviar el dolor de las rodillas.
    Había cuatro guardias en el almacén. Eddie los identificó como indonesios. Vestían pantalones y camisetas de algodón, y calzaban sandalias de plástico. Todos iban armados con la versión china del AK47. Por puro hábito, grabó sus facciones en su memoria.
    En cuanto se le despejó la nariz notó otro olor, no era el del aire salobre del mar, sino que tenía un claro componente Químico. Con la mayor naturalidad posible, para no llamar la atención de los guardias, se apartó para ver más allá del camión. Al fondo del enorme espacio vio las imponentes puertas que llegaban casi hasta el techo. Pero lo que acaparó su atención y lo hizo estremecerse hasta la médula fue ver un avión. Tenía cuatro motores en la cola, era un viejo Ilyushin H62 ruso.
    No iban a sacarlos de China en un barco de carga. Se los llevarían en un avión. Seng comprendió que se había metido en una situación mucho más grave de lo que había esperado.
    Aquellas personas no tenían relación alguna con los piratas.
    Se trataba de una operación de contrabando por todo lo alto.
    El viaje a China no le había servido de nada, y no había forma de comunicarse con el Oregon. Los guardias ordenaron a los hombres que se pusieran en fila para subir a bordo. Las puertas del hangar permanecían cerradas, así que no había manera de escapar.
    El camión continuaba en el mismo lugar, con el motor apagado, pero Seng se dijo que quizá no habían quitado la llave del contacto. El último emigrante ya había bajado y caminaba hacia el Ilyushin. Seng se puso al final de la fila. No había ni diez metros hasta la cabina, a su derecha. Podía recorrerlos en tres segundos, sentarse al volante y lanzarse contra las puertas como un ariete.
    Se preparó para el intento, adelantó el pie izquierdo y ya iba a lanzarse cuando vio que el conductor seguía en su asiento. Durante otra fracción de segundo consideró la posibilidad de intentarlo de todas maneras, aunque al tener que reducir al hombre perdería tiempo. Uno de los guardias advirtió que se retrasaba y gritó algo que era fácil de comprender en cualquier idioma. Seng dejó escapar el aliento, se relajó y adoptó una postura de derrota.
    Echó una última mirada al camión cuando llegó su turno de subir la escalerilla. No tenía ni idea de qué les esperaba, a él y a los demás, al final del vuelo, pero vio el miedo en los ojos de aquellos junto a los que pasó en busca de un asiento vacío. Se habían dado cuenta de que ocurría algo fuera de lo normal.
    Quince minutos más tarde, sacaron el Ilyushin del hangar, y hubo otra espera mientras ponían en marcha los motores y se movían hasta la cabecera de la pista. Por el tamaño del aeropuerto y el tiempo que habían empleado en llegar, Seng calculó que no estaban muy lejos de Shanghai. La confirmación la tuvo cuando el avión sobrevoló la ciudad antes de virar hacia el norte.
    — ¿Cuánto crees que tardaremos en llegar a Estados Unidos? —le susurró su compañero de asiento. Era un joven campesino que no sabía en qué se había metido.
    El muchacho aún creía que lo llevarían a Estados Unidos, un país próspero y lleno de oportunidades llamado la Montaña Dorada. Seng no sabía adonde iban, pero desde luego no a su patria. El Ilyushin no tenía la autonomía de vuelo necesaria para llegar hasta allí. Tuvo la convicción de que al cabo de muy poco tiempo creería que los emigrantes que se habían ahogado en el mar de Japón habían sido muy afortunados.
    — Lo sabrás cuando lleguemos allí, compañero —respondió, resignado a lo inevitable. Lo sabrás cuando lleguemos allí.

    Cabrillo y su equipo dedicaron el fin de semana a preparar el secuestro. Fueron a la obra al amparo de la oscuridad. Trasladar las toneladas de cemento fue una labor agotadora que les ocupó toda la noche del viernes y parte de la noche del sábado. El riesgo de que un capataz descubriese sus actividades durante el fin de semana era despreciable, dado que los sacos de cemento eran algo habitual en una obra. Dejaron la colocación de los explosivos para la noche del domingo. Como tojos eran expertos, tardaron muy poco, y para la medianoche pudieron regresar a la nave industrial que Cabrillo había alquilado en una ciudad a unos treinta kilómetros de Zurich.
    Cabrillo los envió de regreso en los coches que usarían en la operación, mientras que él y Lincoln se quedaron con el camión para realizar una última prueba. A esas horas no había transeúntes que pudiesen preguntarse por qué el conductor encerraba a su acompañante en el remolque. En cuanto Lincoln cerró las puertas, Cabrillo se acomodó en un rincón del remolque modificado para evitar tumbos. Estaba agotado y sus articulaciones crujieron cuando se sentó en el suelo. Un segundo más tarde oyó el arranque del motor diesel y el camión se puso en marcha. Llevaba una linterna, pero sentía una ligera claustrofobia encerrado como estaba en la enorme caja metálica. El motor y el sistema de poleas sujeto al techo tenía buen aspecto, un diseño sencillo que Lincoln podía accionar desde la cabina.
    Encendió la radio pero no consiguió sintonizar ni una sola emisora en ninguna de las frecuencias. Después probó con el móvil. No había cobertura.
    — Ahora no pueden escucharme —dijo en el móvil. Perfecto.
    Habían instalado diversos equipos para aislar el remolque de las señales electrónicas. Lincoln y Hali Kasim habían probado el equipo en la nave, pero Cabrillo quería asegurarse de que el sistema funcionaba dentro de los límites de la ciudad, donde la cobertura de los móviles era prácticamente total.
    Era otro detalle que no quería dejar al albur de las leyes de Murphy.
    Cada cinco de los treinta y cinco minutos que duró el trayecto comprobó que el móvil siguiera inactivo. Lincoln lo dejó salir después de que Kasim hubiese cerrado las puertas de la nave.
    — ¿Has conseguido señal? —preguntó Linc.
    — Nada —respondió Cabrillo. En aquel momento se oyó el aviso del móvil, que, una vez fuera del camión, se conectó inmediatamente con la antena más próxima. Todo en orden. Dormiremos un par de horas. El furgón que transporta a Rudolph Isphording llegará a la posición a las ocho y cuarto como muy tarde. Quiero que estemos preparados para las siete y media. ¿Alguna noticia de Julia?
    — Llamó cuando tú estabas en el camión —dijo Kasim. La esposa de Isphording duerme profundamente, y ella iba camino del hotel. Estará en la puerta de la cárcel a las siete y nos avisará en cuanto salga el furgón.
    — Muy bien. Se encargará de seguirlo hasta la ciudad. Linc, tú esperarás con el camión detrás de la obra. ¿El vehículo de choque está en posición?
    — Yo mismo lo aparqué —contestó Kasim, y comprobé tres veces que los cables estuviesen en el maletero.
    Cabrillo asintió. No esperaba menos.
    — Hasta la medianoche lo único ilegal que hemos hecho es imitar a la esposa de un abogado, e incluso eso probablemente no vaya contra la ley. En cambio, mañana por la mañana violaremos casi todas las leyes del código penal suizo. Si esta operación sale mal, al que lo pillen le caerán como mínimo un par de décadas en la cárcel de Regensdorf.
    Su gente era consciente del peligro. Para eso les pagaban, pero Cabrillo siempre dejaba claros los riesgos antes de cualquier operación. Hali, Linc y el otro mercenario de la Corporación, un ex paracaidista llamado Michael Trono, parecían estar dispuestos.
    El día amaneció gris y frío. Caía una suave llovizna cuando el equipo llegó a sus posiciones. Las pocas personas que había en las calles se resguardaban con gabardinas y paraguas.
    Más que un problema, el mal tiempo era una ayuda, pues había retrasado el tráfico matinal.
    Cabrillo entró en la obra rápidamente. Después de todo, esa era su tercera incursión, y solo tardó unos segundos en hacer un puente en el motor de la grúa. Se empapó en la subida hasta la cabina, pero afortunadamente esta disponía de un calefactor. Lo puso en marcha y bebió un par de tazas del café que llevaba en un termo. Las gafas infrarrojas colgaban alrededor de su cuello.
    Julia comunicó al equipo que el furgón blindado que llevaba a Rudolph Isphording llegaría al lugar al cabo de diez minutos. Desde su posición, Cabrillo vio la pequeña caravana cinco manzanas antes de que llegasen a la obra. Lincoln había aparcado el camión al otro lado. El humo salía por el tubo de escape mientras Linc esperaba con el motor en marcha. Hali y los demás ocupaban el vehículo interceptor, una pequeña furgoneta de segunda mano que habían comprado en Lucerna. Cabrillo no los veía pero sabía que todos disponían de gafas infrarrojas y máscaras antigás.
    Observó de nuevo el patio de la obra. Había pilas de materiales de construcción por todas partes, junto con contenedores del tamaño de un camión. No había ninguna máquina en funcionamiento, ni tampoco se veía actividad en la caseta de los trabajadores; si se cumplía el horario de la semana anterior, el primer trabajador llegaría media hora después de haber realizado el secuestro. El edificio de siete plantas era una sombra de hormigón y acero. Desde la cabina no alcanzaba a ver los cables ni los explosivos que habían colocado. Sonó el móvil.
    — Juan, soy yo. —Julia Huxley. El furgón acaba de detenerse. Uno de los polis ha bajado del primer coche para hablar con el conductor. Espera. No pasa nada. El poli vuelve al coche. Vale, ya arrancan. Los verás en un segundo.
    El primer coche apareció seguido por el furgón blindado y el segundo coche de policía. No llevaban encendidas las luces de emergencia ni las sirenas y se movían al ritmo del tráfico, —Muy bien, chicos, se levanta el telón —comunicó Cabrillo por la radio.
    Se secó el sudor de las manos y las apoyó suavemente en las palancas de mando de la grúa. Nunca había manejado una grúa de ese tipo y la altura hacía que controlar la profundidad resultase un tanto complicado. Sin embargo, tenía mucha experiencia con las grúas de los barcos y no dudaba de su capacidad para manejar aquel monstruo. Ya había girado el brazo de treinta metros para situarlo sobre la calle, y la vagoneta por la que pasaba el cable estaba en la vertical. El pesado gancho de acero colgaba a quince metros del pavimento.
    — Los tengo en el espejo —anunció Kasim desde la furgoneta.
    — Poneos las gafas. —Aunque distorsionados, Cabrillo veía bastante bien los detalles, y sobre todo la lámpara infrarroja que habían colocado en el gancho de la grúa. Invisible sin las gafas, la lámpara brillaba como una antorcha vista a través de las ópticas. Se trataba de la misma tecnología que permitía a los cazabombarderos lanzar las bombas con una precisión milimétrica independientemente del tiempo que hiciera.
    De pronto, un movimiento captó la atención de Cabrillo.
    Miró hacia la calle y vio que un Ferrari acababa de entrar en ella. Debía de circular a una velocidad de ciento treinta kilómetros por hora y avanzaba por el carril contrario. El sonido del tubo de escape resonaba entre los edificios barrocos y llegaba hasta la cabina de la grúa. Calculó la distancia y la velocidad y se dio cuenta de que el coche deportivo adelantaría al vehículo de vanguardia en el momento crítico. Si Hali se ponía delante, la fuerza cinética del impacto no solo destrozaría el Ferrari y mataría al conductor, sino que también empujaría al furgón blindado fuera del obstáculo, y la caravana escaparía de la trampa.
    — ¿Juan? —llamó Hali, inquieto.
    — Estoy en ello.
    Por mucho que detestase tener que apartar el brazo de la grúa de su posición exacta, no podía hacer otra cosa. Movió la palanca y el largo brazo comenzó a moverse por el horizonte. Levantó la tapa de seguridad de un interruptor y, cuando le pareció que el brazo se encontraba en posición, lo pulsó.
    El gancho, que pesaba una tonelada y media, cayó del cielo.
    El conductor del Ferrari no lo vio caer, así que solo tuvo unos segundos para reaccionar cuando la masa de acero se estrelló contra el suelo y abrió un cráter de sesenta centímetros de diámetro a menos de seis metros del aguzado morro del F40. Pisó el freno y movió el volante a la derecha, una maniobra que hizo que el Ferrari golpease de refilón al coche de policía. Cabrillo pulsó otro interruptor, y el gancho se soltó del pavimento, destrozó el parabrisas del coche de un millón de dólares y le arrancó el techo como si fuese la tapa de una lata de sardinas cuando pasó por debajo. Una de las ruedas traseras del Ferrari se hundió en el bache, y el deportivo chocó de nuevo contra el coche de policía de forma que ambos vehículos se detuvieron bruscamente.
    Hali Kasim vio cómo se desarrollaba el incidente por el espejo retrovisor, pero eso no lo distrajo de su tarea. En el momento en que el primer coche de policía pasaba junto a la furgoneta, aceleró a fondo y rozó su parachoques trasero. El impacto hizo que el coche realizara un trompo y quedara atravesado en mitad de la calle.
    El conductor del furgón blindado pisó el freno y a duras penas consiguió no arrollar el vehículo policial. Julia Huxley, que escoltaba a la pequeña caravana, también atravesó su coche para impedir que el furgón diese marcha atrás y escapase de la trampa.
    Cabrillo hizo detonar los explosivos colocados en el edificio en construcción.
    Habían ubicado las cargas en los puntos de máximo efecto. A medida que iban explotando, la onda expansiva se canalizaba por las trincheras que habían edificado con los sacos de cemento en cada piso. A partir de la planta baja hacia arriba, cada una de las explosiones lanzó al aire una gran nube de polvo gris que recordaba la caída de las Torres Gemelas. En cuestión de segundos se había formado una nube que llegaba a una altura de casi sesenta metros y cubría un radio de dos manzanas. Pasarían como mínimo diez minutos antes de que la brisa despejase la bruma. Hasta entonces, nadie vería nada de lo que ocurría en las calles cercanas a la obra.
    Hali Kasim no hizo caso de los asustados peatones mientras él y sus hombres saltaban de la furgoneta con rollos de cable trenzado. Las máscaras filtraban gran parte del polvo, pero aún lo notaba en la boca. Las gafas infrarrojas le permitían ver las lámparas enganchadas al cable que sujetaba, pero por lo demás era como correr por un bosque en llamas.
    El conductor del furgón blindado intentaba abrirse paso cuando Cabrillo hizo detonar los explosivos. En esos momentos, como todos los demás en la calle, él y los policías que custodiaban al testigo se quedaron paralizados por la enormidad de las explosiones que al parecer habían provocado el derrumbamiento del edificio en construcción.
    Kasim llegó a la parte delantera del furgón y pasó el cable alrededor del eje. Utilizó como escalera uno de los coches aparcados para saltar al techo del furgón con los dos extremos del cable. Miró hacia donde debía estar el brazo de la grúa y vio que la lámpara sujeta al gancho bajaba entre la nube gris como un pequeño meteorito en la oscuridad de la noche.
    Los demás ya habían pasado los cables por los ejes traseros y le entregaron las puntas. Acabado su trabajo, se quitaron las máscaras y las gafas infrarrojas y se mezclaron con la muchedumbre. Los transeúntes corrían cubiertos de polvo, parecían fantasmas que huían entre la bruma de un pantano.
    En la cabina, Cabrillo movió el gancho para colocarlo en la vertical de las luces que brillaban en el techo del furgón blindado. Vio cómo se movían un poco mientras Kasim se acomodaba.
    — Vale, ya lo tienes. —La voz de Kasim sonó amortiguada por la máscara. Estás directamente en la vertical. Baja el gancho unos tres metros.
    — Recibido. Bajo tres metros. —Cabrillo soltó más cable, atento al movimiento de la lámpara hasta que se confundió con las demás. Sin la ayuda de las luces hubiese sido imposible localizar al furgón en medio de la nube de polvo.
    — Aguanta —dijo Kasim. Pasó los ojetes de los extremos de cada cable por el gancho. Hecho. Es todo tuyo. Espera un segundo a que me baje y podrás llevártelo.
    Kasim saltó al suelo y se disponía a perderse entre la marea humana, pero uno de los policías del coche de vanguardia apareció súbitamente de entre la nube. Se miraron el uno al otro durante lo que pareció una eternidad. Los ojos del agente se abrieron como platos en el rostro cubierto de polvo gris al darse cuenta de que Kasim sujetaba una máscara antigás.
    Esa fue toda la reacción que le permitió el libanés. A diferencia de Seng, no era un experto en artes marciales, así que optó por darle un puntapié en el bajo vientre antes de echar a correr.
    Solo había recorrido unos pocos metros cuando vio a otro agente que bajaba del segundo coche por la puerta del pasajero. El hombre parecía aturdido por el choque y las explosiones, pero no había olvidado coger una linterna y desenfundar el arma. Tenía medio cuerpo fuera del coche cuando vio a Kasim, que se acercaba corriendo. Identificó los rasgos árabes de este y la asociación fue instantánea. Intentó levantar el arma por encima del marco de la puerta, aunque no tenía ángulo de tiro. Hali se lanzó como un ariete contra la puerta y el golpe fracturó uno de los tobillos del policía, además de paralizarlo momentáneamente. Kasim intentó arrebatarle el arma, pero al darse cuenta de que no lo conseguiría la emprendió a codazos contra el rostro del agente hasta que este abrió la mano. Le quitó el arma y reemprendió la huida mientras el policía caía al suelo, inconsciente.
    En la cabina, Cabrillo tensó poco a poco los cables antes de levantar el furgón blindado, que pesaba siete toneladas.
    Cuando estaba a unos diez metros por encima de la calle, hizo girar el brazo en la dirección opuesta, siempre atento al movimiento de las lámparas en medio de la polvareda. Redujo la velocidad en el momento en que tuvo el furgón situado sobre la calle donde Lincoln esperaba con el remolque.
    Como parte de los preparativos efectuados en la nave, Lincoln y Hali habían cortado el techo del remolque, luego habían seccionado la plancha longitudinalmente, y a continuación habían montado las dos partes con bisagras para poder abrirlas por arriba. En cada esquina del remolque había una baliza infrarroja. A la altura de la cabina la nube comenzaba a despejarse, pero no ocurría lo mismo a nivel de la calle. Se guió por las balizas para situar el furgón, y después lo bajó suavemente para dejarlo en el interior de la caja.
    Lincoln, que esperaba en el techo de la cabina, se ocupó de soltar el gancho un segundo después de que los neumáticos del furgón se apoyasen en el suelo de la caja. Se lo comunicó a Cabrillo mientras se sentaba al volante. Arrancó al mismo tiempo que pulsaba el interruptor para cerrar las puertas del techo.
    Los guardias estaban aislados, e incluso si habían pedido ayuda durante la operación, no habían logrado ver nada en medio de la tormenta de polvo. Por su parte, la policía tardaría unas horas en descubrir que no se trataba de un ataque terrorista.
    Cabrillo consultó su reloj antes de bajar de la grúa. Desde el momento de las explosiones hasta cargar el furgón blindado en el remolque habían empleado un minuto y cuarenta y siete segundos. Trece menos de los calculados, pero había que tener en cuenta que contaba con los mejores hombres. Apenas conseguía ver su camino a través de la obra; avanzaba a tientas, como un ciego. El polvo se le metía en los ojos y se filtraba en los pulmones. Tardó cinco minutos en llegar a la entrada, y dos más en saltarla.
    El tiempo parecía haberse detenido, las aceras estaban desiertas. El fino polvo de cemento lo cubría todo, como la ceniza tras una erupción volcánica. Caminó rozando con la mano los coches aparcados para guiarse en medio de la nube; hasta que llegó dos manzanas más allá del lugar de la emboscada el aire no se despejó lo suficiente como para acelerar el paso. Los coches de la policía se acercaban velozmente y sus luces brillaban en la bruma como el haz de un faro.
    — ¿Qué ha pasado? —preguntó un inglés que acababa de salir de un bar, sin una mota de polvo en sus prendas que parecían todavía más impecables comparadas con la ropa de trabajo que vestía Cabrillo.
    — Creo que se ha producido un accidente en la obra —respondió.
    — Dios bendito. ¿Cree que alguien ha resultado herido?
    Cabrillo se volvió para mirar hacia la nube.
    — Nadie —contestó, y esta vez dijo la verdad.
    Rudolph Isphording no conocía los detalles de la operación organizada por los rusos para rescatarlo, pero como estaba sobre aviso no se sorprendió como el agente que lo acompañaba cuando el furgón frenó bruscamente y se oyó el estrépito del choque. Pero al instante siguiente, al oír el estruendo de las explosiones en la obra en construcción, sí se asustó.
    Ninguno de los dos conseguía ver nada por las mirillas, y se desconcertaron al notar un súbito balanceo. Su desconcierto aumentó al notar el efecto de la fuerza centrífuga provocada por el desplazamiento circular. Luego el movimiento cesó, el furgón se balanceó un poco, y por último notaron un suave choque acompañado por un zumbido mecánico y un estrépito, como si algo hubiese caído en el techo.
    Segundos más tarde volvieron a tener la sensación de que se movían, solo que ahora Isphording tenía la total seguridad de que el furgón circulaba por la calle. En el exterior la oscuridad era absoluta. El agente intentó utilizar el móvil pero no había cobertura; la única forma de comunicarse con sus compañeros en la cabina era golpeando en la mampara que los separaba.
    Durante treinta y cinco minutos solo notaron el movimiento que se producía mientras sacaban el furgón de la ciudad. Oyeron el ruido del motor que se aceleraba al llegar a lo que podía ser una autopista y luego la marcha más lenta cuando pasaban por las curvas de otra carretera de menor importancia. Finalmente se detuvieron. Isphording dedujo que habían llegado al lugar elegido por Yuri Zayysev y la tal Ludmilla, que se había hecho pasar por Kara.
    El policía y él esperaron en silencio nuevos acontecimientos. Los minutos parecían transcurrir lentamente.
    Desde el furgón Isphording no podía ver que Lincoln y los demás esperaban la llegada de Cabrillo. En el momento en que aparcó el Mercedes junto al camión y el Volkswagen de Julia, Kasim cerró la puerta de la nave. Debido al cielo encapotado, la escasa luz que entraba por las claraboyas no alcanzaba para iluminar el interior de la nave. Kasim encendió algunos focos, aunque no bastaron para disipar del todo la penumbra.
    Cabrillo, cubierto de polvo, se apeó del Mercedes y aceptó la toalla húmeda que le ofreció Julia para limpiarse el rostro. Después bebió medio litro de agua.
    — Hasta ahora todo en orden. Buen trabajo —comentó. Por lo visto, nadie ha tenido problemas para llegar hasta aquí, así que abramos esa lata de sardinas y acabemos la faena.
    Linc, cuando descargué el furgón no vi hacia dónde miraba el morro.
    — Mira hacia las puertas.
    — Eso nos facilitará las cosas.
    Cabrillo cogió una metralleta Heckler & Koch MP5 y se la colgó del hombro. También cogió un par de granadas de mano. Eran las de prácticas pero los guardias del furgón no las distinguirían de las reales. Repartió los pasamontañas negros y se puso el suyo de forma que solo quedaban a la vista los ojos y la boca. Los demás también cogieron pistolas y metralletas.
    Esperó a que todos estuviesen preparados, contó hasta cinco y abrió las puertas del remolque. Los cinco se lanzaron al interior y se encaramaron al capó del furgón al tiempo que agitaban las armas y gritaban a voz en cuello. El conductor y el acompañante empuñaban las pistolas de reglamento, pero de nada les servían porque no podían disparar a través de los cristales antibalas. Antes de que al conductor se le ocurriese poner en marcha el vehículo, Cabrillo acercó la cabeza al parabrisas y le mostró las granadas.
    Señaló por turnos a los dos hombres y las puertas antes de quitar el pasador a una de las granadas. Sus indicaciones no podían ser más claras.
    Los policías mantuvieron una actitud desafiante, pero no podían hacer nada. Dejaron las armas en el tablero y abrieron las puertas. Un miembro del equipo se encargó de esposarlos, amordazarlos y vendarles los ojos. Hali cogió el llavero del conductor y se lo arrojó a Cabrillo.
    Juan caminó por el techo del furgón para ir hasta la parte de atrás y saltó al suelo del remolque. Al quinto intento acertó con la llave correcta, pero antes de girarla, hizo una señal a uno de sus hombres.
    Si algo salía mal era mejor que Kara y Rudolph Isphording no pudiesen dar la misma descripción de Yuri Zayysev, así que le indicó a Michael Trono, el especialista de operaciones generales, que gritase en inglés con acento ruso:
    — Al poli que está con herr Isphording. Sus dos compañeros se han entregado. No sufrirán ningún daño, ni tampoco usted. Abriré la puerta solo lo suficiente para que arroje el arma. Si no lo hace me obligará a que emplee gas lacrimógeno. ¿Lo ha entendido?
    — Sí —respondió el agente.
    — Herr Isphording, ¿cuántas armas tiene el agente?
    — Solo una pistola —contestó el abogado.
    — Muy bien. ¿La ha desenfundado?
    — Sí.
    — Una prudente medida —dijo Trono. Herr Isphording, coja el arma y acérquese a la puerta. La abriré. Arroje el arma al exterior.
    Cabrillo entreabrió la puerta, y el revólver golpeó en el parachoques trasero antes de caer al suelo. Hali y Julia se habían unido a ellos con las armas preparadas. Cabrillo les hizo un gesto y abrió la puerta. El policía, sentado en uno de los bancos, había entrelazado las manos por encima de la cabeza para evitar cualquier malentendido. Kasim se ocupó de esposarlo, amordazarlo y vendarle los ojos mientras Julia ayudaba al abogado a bajar del vehículo. Hicieron subir a los otros dos policías y cerraron la puerta.

    Isphording vio a cinco comandos armados, unos vestidos con prendas de trabajo y otros de negro. Por la clara silueta femenina, identificó a Ludmilla.
    — ¿Alguno de ustedes es Yuri Zayysev? —preguntó ansiosamente.
    — Da —respondió uno de los comandos. Tenía las prendas cubiertas de polvo gris, y cuando se quitó el pasamontañas, también el rostro estaba sucio con el mismo polvo. Era pelirrojo, tal como le habían dicho a Isphording, y llevaba una perilla bien recortada. El señor Savich le envía saludos, Rudolph —añadió el hombre, que se aprovechó del nombre que el propio Isphording le había facilitado. Por supuesto, no ha podido acudir a darle la bienvenida, pero no tardará en reunirse con usted. Ludmilla lo llevará a un despacho que hay al fondo de la nave. Nos marcharemos dentro de unos minutos.
    Julia se había quitado el pasamontañas para que el abogado viese que se trataba de la mujer que él conocía como Ludmilla, aunque ahora no llevaba el disfraz.
    — Muchas gracias. —Isphording le estrechó la mano. ¿Dónde está Kara?
    — Otro equipo ha ido a buscarla —respondió Julia.
    — Muchas gracias —repitió el abogado. Gracias a todos por haberme salvado.
    — ¿Ha sufrido algún daño? —le preguntó Julia mientras ella y el hombre bajaban del remolque por la escalerilla que había instalado Lincoln.
    — Estoy bien. Quizá un poco asustado. Hasta que no vino usted el viernes no tenía ni idea de que los palestinos me persiguiesen. No sabe cuánto se lo agradezco.
    — Tiene que dar las gracias al señor Savich. —Julia le sonrió. Solo cumplimos sus órdenes.
    — Sabía que era un hombre poderoso, pero nunca imaginé que fuese capaz de organizar algo de esta envergadura.
    — Es aquí —anunció Julia.
    El despacho era espartano. No había más que un par de mesas, unos archivadores y un viejo sofá tapizado de vinilo debajo de una ventana con el cristal esmerilado. El suelo era de linóleo, y la habitación olía a tabaco rancio. Las cortinas de la ventana que daba a la nave estaban echadas. Isphording se dejó caer en el sofá y aceptó la botella de agua que le dio Julia.
    Yuri Zayysev entró al cabo de unos minutos. No llevaba la metralleta pero sí una pistola en la funda sujeta al cinturón.
    — ¿Cuál es el siguiente paso, herr Zayysev? —preguntó Isphording.
    — Nos marcharemos en cuanto llegue el resto de mi equipo. El conductor del camión cree que quizá lo han seguido, así que no podemos entretenernos mucho. No sabemos a ciencia cierta si los palestinos nos siguen el rastro.
    — Hace años que no actúan fuera de Oriente Próximo —señaló Isphording. Deben de estar muy desesperados.
    — Hay una enorme suma de dinero que nadie sabe dónde está desde la muerte de Arafat —replicó Zayysev. Mucha gente se desesperaría con tanto dinero en juego.
    El abogado se disponía a responder cuando todos dieron un salto al oír algo que sonó como un terrible choque en las puertas de la nave. Un segundo más tarde les llegó el sonido inconfundible de disparos hechos con armas con silenciadores. Uno de los hombres soltó un grito que fue interrumpido por otra descarga. Zayysev desenfundó la pistola y la montó.
    — Quédate aquíordenó a Julia. Se acercó agachado a la puerta abierta. Sonaron más disparos en el exterior. Asomó la cabeza, con la pistola por delante. Soltó una maldición al tiempo que efectuaba cuatro rápidos disparos para despejar el camino. Salió del despacho y disparó de nuevo, esta vez contra una silueta que se hallaba junto al remolque. Se volvió para dar otra orden a Julia pero lo alcanzó una ráfaga desde la rodilla al pecho. El impacto de la media docena de proyectiles lo lanzó al interior del despacho y chocó contra una mesa antes de desplomarse, con el pecho convertido en una masa sanguinolenta.
    El cristal de la ventana interior saltó hecho añicos. Una lluvia de balas rebotó en los archivadores y abrió agujeros en la pared. Con una rapidez y agilidad felinas, Julia saltó sobre Isphording para protegerlo con su cuerpo mientras empuñaba la pistola. Se apartó del abogado en el instante en que una figura aparecía en el hueco de la ventana. Llevaba la cabeza y el rostro envueltos con el pañuelo a cuadros que usan los palestinos. Vio a Julia y se llevó el fusil de asalto al hombro. Ella disparó primero, y el abogado vio cómo la cabeza del árabe reventaba como una calabaza. Sangre y restos de cerebro mancharon la pared a su lado como una repugnante figura del test de Rorschach. Otro pistolero musulmán apareció en su lugar y barrió el despacho con fuego graneado. Una de las balas arrancó un trozo del brazo de Julia, y otras dos la alcanzaron en el estómago. Apenas consiguió soltar un gemido mientras se desplomaba sobre el sucio suelo de linóleo; de inmediato se formó un charco de sangre.
    El ataque había sido tan rápido y brutal que Isphording se quedó anonadado. El olor de la sangre y la pólvora eran asfixiantes en el pequeño despacho. El atacante, que debía de ser el mismo que había matado a Zayysev, entró en la habitación.
    Pasó por encima del cuerpo encogido de Julia y empujó el cadáver con el pie para verle las heridas.
    — Bien hecho, Muhammad —felicitó en árabe al pistolero que se hallaba en la ventana. El jefe de los terroristas se quitó el pañuelo del rostro y miró a Isphording. La expresión en sus facciones afiladas no podían ser más siniestra, y en sus ojos brillaba un odio implacable. Sé que habla nuestra lengua —le dijo al letrado— y que se encargó, por orden del difunto presidente Arafat, de ocultar el dinero que debía haberse utilizado para luchar contra los norteamericanos y los judíos.
    — Los demás están muertos, Rafik —informó Muhammad desde la ventana. Tenemos el control.
    — ¿No te dije que alguien intentaría sacar a este cerdo de la cárcel? —Rafik miró a Isphording con tanto desprecio que el abogado se orinó en los pantalones. Solo teníamos que esperar.
    Rafik abrió una navaja, y el filo resplandeció con la luz fluorescente.
    — Ahora —añadió, hablemos de dinero.




    17

    Rudolph Isphording nunca había pensado mucho en las personas cuyo dinero blanqueaba. Se había aislado de sus clientes, así que no eran más que números de código de cuentas bancarias y firmas ilegibles en documentos legales. Siempre se había considerado un hombre de números, una persona que se sentía muy cómoda en una mesa tras una fortaleza de papel. Ahora las pruebas de lo que había hecho eran pegotes en las paredes del despacho y estaban esparcidas debajo del cuerpo de Ludmilla. Era incapaz de mirar el pecho destrozado de Yuri Zayysev.
    Habían llamado a Rafik antes de que pudiese interrogar al abogado, y Muhammad. Sin expresión en sus ojos, que parecían trozos de obsidiana, lo vigilaba desde la puerta del despacho. Isphording vio que los palestinos estaban colocando una rampa en el remolque para bajar el furgón blindado. Los rusos que lo habían salvado no habían herido ni matado a nadie. En cambio, no dudaba de que Rafik y sus matones no tendrían tantos escrúpulos. El terror lo hacía temblar como un azogado.
    El jefe terrorista llamó a Muhammad, que se marchó no sin antes dirigir al abogado una mirada que le heló la sangre en las venas.
    A medida que transcurrían los minutos, la mente de Isphording imaginaba nuevos horrores y cuando por fin oyó el sonido creyó que formaba parte de sus pensamientos. Parecía como si alguien pronunciase su nombre, pero la voz era muy débil y sibilante, como si llegase de muy lejos. Miró hacia la puerta. No había nadie. Miró en derredor. Ludmilla yacía inmóvil boca arriba, con las prendas llenas de sangre.
    — Isphording.
    Lo oyó de nuevo, y de no haber sido porque en ese mismo momento miraba a Zayysev nunca hubiese creído que el ruso había movido los labios. Por algún milagro continuaba vivo.
    Tenía una palidez mortal, y la sangre continuaba manando de su pecho como melaza roja. Para Isphording fue como si le hubiese inyectado una dosis de adrenalina.
    — Haga que sigan hablando —murmuró Zayysev con la mirada perdida.
    — ¿Qué? —se apresuró a susurrar el abogado. Muhammad o Rafik podían volver en cualquier instante.
    — Responda a todas las preguntas que le hagan. Lo importante es entretenerlos. —La voz del ruso era tan débil que Isphording se llevó una mano a la oreja a modo de pantalla y se inclinó hacia el moribundo.
    — No le entiendo —manifestó en tono de súplica.
    — Mis hombres vienen hacia aquí… —La voz de Zayysev se apagó. Parpadeó un par de veces y puso los ojos en blanco cuando perdió el conocimiento. Cómo había sobrevivido a las múltiples heridas desafiaba la imaginación.
    Isphording recordó las palabras del ruso antes del ataque.
    Había dicho que debían esperar a sus hombres antes de marcharse. Sin duda estarían armados. Sus esperanzas fueron en aumento. Lo rescatarían. ¡Conseguiría salir con vida de aquella pesadilla!
    Se oyó el rugir de un motor, y bajaron el furgón blindado del remolque. Lo conducía uno de los terroristas. Rafik volvió al despacho. En su rostro se mezclaban el odio y la complacencia. Cogió una de las sillas, la giró y se sentó con los brazos cruzados sobre el respaldo. Su aliento olía a carroña.
    — Ahora, cerdo, me dirás qué hiciste con el dinero que robaste a mi gente. —Hablaba en inglés, y su acento era amenazador.
    — Le diré todo lo que quiera saber —respondió el abogado en árabe.
    Rafik le dio una bofetada lo bastante fuerte como para dejarle una marca roja en la mejilla.
    — No vuelvas a profanar la lengua del Profeta. Habla en inglés, Isphording. ¿Isphording? Es un apellido judío.
    — Soy católico.
    Rafik lo abofeteó de nuevo, había una expresión de locura en sus ojos.
    — Solo responderás a las preguntas.
    El letrado espió de reojo el cuerpo inmóvil de Yuri Zayysev y rezó para que sus hombres apareciesen cuanto antes.
    — Sabemos que usaste parte del dinero de mi gente para crear varias compañías falsas —añadió Rafik, y citó un par de nombres. A través de estas compañías compraste un barco, el Maus, que navega por alguna parte en Extremo Oriente.
    Me dirás quién controla esas compañías y quién se beneficia de ellas mientras mi pueblo sufre.
    Durante unos momentos, Isphording no supo qué responder. Los palestinos estaban equivocados. Ni un solo dólar del dinero de la OLP que había ocultado se había empleado en esa operación. Se había hecho exclusivamente para Anton Savich y el sij, Shere Singh. Entonces pensó que no tenía ninguna importancia si se lo contaba todo a Rafik. Los hombres de Zayssev llegarían en cuestión de minutos y matarían a los terroristas.
    — Así es —contestó con voz ronca antes de aclararse la garganta. En realidad se trata de dos barcos, dos diques flotantes. Uno es el Maus, y el otro se llama Souri.
    — ¿Quiénes controlan las compañías propietarias?
    — Un ruso, Anton Savich, y un sij llamado Shere Singh.
    — Haces bien en no mentir. —En el tono de Rafik dominaba más la burla que la alabanza. Sabemos quién es Savich.
    Dime dónde podemos encontrarlo.
    — No lo sé —admitió Isphording, muy a su pesar. Viaja constantemente. Ni siquiera creo que tenga una casa, solo conozco una dirección de correos en San Petersburgo.
    Rafik levantó una mano, como si fuese a pegarle de nuevo, —Es verdad, lo juro —gritó Isphording. Solo lo vi una vez, hace ya más de dos años.
    — Vamos a dejarlo por el momento. ¿Qué hay del sij?
    ¿Quién es?
    — Shere Singh. Es un paquistaní que vive en Indonesia.
    Es muy rico. Tiene intereses en múltiples empresas. La compañía más grande es la Karamita Breakers Yard, en la costa oeste de Sumatra. Creo que controla los diques flotantes desde allí.
    — ¿Lo has visto alguna vez? ¿Qué aspecto tiene?
    — Hablé y lo vi a través de una videoconferencia el año pasado. Parecía ser un hombre corpulento, y como todos los sij llevaba una larga barba y el turbante de rigor.
    Muhammad irrumpió en el despacho.
    — ¡Rafik! —gritó en árabe. ¡La policía ha detenido a Ford! Él sabe dónde, dónde… —Se interrumpió.
    — Dónde estamos —dijo Rafik en su lengua nativa. Ford sabe dónde estamos.
    El terrorista se levantó. El abogado soltó un grito y se acurrucó en el sofá, convencido de que le darían una paliza.
    — Por favor, no me peguen —rogó.
    — ¡Silencio! —rugió Rafik. Cogió una venda y unos cascos de plástico de manos de Muhammad.
    — ¿Qué está haciendo? —preguntó Isphording con la voz ahogada por el llanto. Estaba seguro de que lo matarían.
    — ¡Silencio! —repitió Rafik.
    Antes de que el palestino le pusiera la venda en los ojos, Muhammad le colocó unos tapones de cera en los oídos.
    Luego le puso la venda y por último los cascos de plástico.
    Isphording no dejaba de temblar. No podía ver ni oír nada.
    Después lo amordazaron, pero, sorprendentemente, sin apretar demasiado. Uno de los terroristas lo levantó, y juntos lo guiaron fuera del despacho. No tenía ni idea de qué pasaba, no podía saber adonde lo llevaban. Solo habían caminado unos pasos cuando olió el humo del tubo de escape del furgón blindado; un segundo más tarde lo empujaron sin miramientos al interior del vehículo. A pesar de la desorientación, intuyó la presencia de los tres agentes encargados de llevarlo a la sala del tribunal. Tenía los tobillos atados con una cinta plástica, y le habían sujetado las muñecas y las manos como si fuese una momia. No podía mover ni un dedo, así que era inútil intentar desligarse. Los hombres de Rafik eran tan eficientes como letales.
    Isphording dedujo que habían atado a los policías de la misma manera.
    Cerraron la puerta en el instante en que lo encerraron, y el furgón se puso en marcha, pero el trayecto fue breve. A juzgar por la manera como él y los policías rodaron por el suelo, el vehículo dio tres vueltas. Aparentemente los palestinos se habían limitado a aparcar el furgón detrás de la nave. El conductor apagó el motor. Pasaron unos pocos minutos antes de que Isphording notase el golpe de la puerta al cerrarse.
    Las mordazas y las ligaduras impedían cualquier comunicación entre él y los policías, y no podía oír nada debido a los tapones de los oídos y los cascos. La sensación de aislamiento era terrible, y aunque continuaba vivo, no podía saber cuánto tiempo pasaría antes de que el furgón volviera a ponerse en marcha para llevarlos a algún lugar donde los matarían a todos.

    Cabrillo había cerrado la puerta del furgón con mucha violencia para que los hombres encerrados pudiesen sentir la vibración; después arrojó las llaves al techo del vehículo. Echó un vistazo a la calle. Nadie le había visto aparcar el furgón detrás de la nave. Hizo girar alrededor del dedo el rociador de lejía mientras se alejaba. Como precaución adicional, aunque nadie había dejado sus huellas dactilares, roció con lejía el interior de la cabina para diluir cualquier rastro de ADN.
    Lincoln lo esperaba en la puerta. El ex SEAL se había quitado el pañuelo que le había servido para ocultar su rostro negro y ahora llevaba la prenda a cuadros sobre los hombros.
    Los bordes estaban manchados con la sangre artificial utilizada para simular su muerte tras los disparos de Julia.
    — Bien hecho —dijo Cabrillo, y los dos hombres intercambiaron una sonrisa.
    — Tienes un don para hacer de árabe malvado —comentó Lincoln. No hace nada eras el coronel Hourani del ejército sirio, y hoy nada menos que Rafik, el jefe de un grupo terrorista palestino. ¿Quién serás mañana, Alí Baba?
    — Solo si tú haces de Sherezade y bailas la danza de los siete velos.
    Mike Trono, que había hecho de Yuri Zayysev para engañar a Rudolph Isphording, se estaba quitando los restos de unos artilugios llamados «squibs» de un chaleco acolchado que llevaba debajo de la camisa cuando aparecieron Cabrillo y Lincoln. Consistían en unas diminutas cargas explosivas unidas a unas bolsas con sangre artificial, uno de los trucos habituales en las películas de acción para simular el efecto de los disparos. Habían puesto otro más sofisticado en el pañuelo para dar la impresión de que el disparo de Julia le había destrozado el cráneo. También habían instalado pequeñas cargas en las paredes y los muebles del despacho para reforzar la ilusión del impacto de las balas. Por supuesto, todas las balas que habían disparado durante el supuesto ataque eran de fogueo.
    La historia que contarían Isphording y los policías cuando los encontrasen sería hasta tal punto desconcertante que nadie dudaría de su veracidad. Tras el asalto al furgón perpetrado por hombres de la mafia rusa, había aparecido un grupo de palestinos que pretendían saber dónde estaba el dinero que se había llevado Arafat. Los terroristas habían matado a todos los rusos. Luego los palestinos se habían dado a la fuga al enterarse de que uno de ellos había sido arrestado por la policía.
    Más difícil de explicar sería por qué se habían llevado los cadáveres de los rusos y en cambio habían dejado a Isphording.
    Otro enigma que habría que desentrañar sería saber cómo los «palestinos» habían logrado entrar en el país.
    A Cabrillo no le preocupaban estos detalles. Las autoridades suizas proclamarían a voz en cuello la necesidad de aumentar la vigilancia en las fronteras, pero al final se darían por satisfechos porque no había resultado herido ningún ciudadano, tenían de nuevo a su testigo estrella, y la sociedad se había librado definitivamente de algunos pandilleros de San Petersburgo. Por si fuese poco, tendrían la oportunidad de apretarle un poco las tuercas a Isphording para que les explicase dónde había ocultado el antiguo jefe de la OLP los miles de millones que había robado a su pueblo. Quizá acabarían recuperando al menos una parte.
    Había una única cosa que no podía controlar: lo que pudiese decir el abogado durante los interrogatorios. No quería que los suizos fuesen tras la pista de Anton Savich o de un magnate naviero sij llamado Shere Singh. Solo podía rogar que Isphording temiese tanto al ruso como a los palestinos y decidiese no soltar prenda.
    Julia salió del lavabo. Se había lavado la sangre artificial del rostro y se había desnudado de cintura para arriba para limpiarse los restos del squib en el brazo. El top negro apenas alcanzaba a sujetarle los pechos. El estallido había dejado un morado en su tersa piel blanca.
    — ¿Estás bien, Ludmilla?
    — Da —respondió Julia, impasible. Se frotó el morado, No es nada. —Luego miró a Cabrillo con una expresión burlona. ¿Se puede saber por qué todos, excepto tú y Hali, parecíamos figurantes en una película de muertos vivientes?
    — Porque ninguno de vosotros habláis ni tenéis aspecto de árabes. —Cabrillo se echó a reír. Claro que la interpretación que hizo Hali de Muhammad, el temible terrorista, dejó mucho que desear. Solo tenía que decir dos frases y las confundió. Por otro lado, felicito a Kevin y a su equipo del taller de magia. Esta vez se ha superado a sí mismo. Lo de Lincoln fue sensacional. Por un instante creí que algo había salido mal y que le había estallado la cabeza de verdad.
    — Yo también me asusté —admitió Julia.
    Cabrillo llamó al resto del equipo.
    — Atención todo el mundo. En primer lugar quiero felicitaros por un trabajo bien hecho. No era nada fácil y lo habéis realizado impecablemente.
    — ¿Eso significa que recibiremos una gratificación? —preguntó Hali.
    — Tú más que ninguno, Hali. Te pagaré un curso en una academia Berlitz para que al menos aprendas a fingir que hablas árabe. —Los demás soltaron una carcajada. Julia, vett al hotel en cuanto hayas acabado. ¿Tienes reservado el vuelo —Llegaré a Estambul a las dos de la tarde. Desde allí puedo reunirme contigo en cualquier parte. A juzgar por lo que dijo Isphording, nos vamos a Indonesia, ¿no?
    — Shere Singh parece el siguiente eslabón de la cadena —señaló Cabrillo.
    — En cuanto desembarque en el aeropuerto de Ataturk compraré un billete para Yakarta. —Julia se puso una camisa negra. El disfraz está en una maleta, en el despacho.
    — Me ocuparé de que arda con todo lo demás —le prometió Cabrillo, y la despidió con un beso en la mejilla.
    Julia dirigió un gesto de despedida a los demás y se sentó al volante de su coche. Lincoln abrió la puerta, y la mujer salió de la nave.
    — Muy bien. Ya me he ocupado de limpiar el interior de la cabina del furgón y de rociarlo todo con lejía. Quemaremos la nave, pero quiero que todos limpiéis cualquier cosa que hayáis tocado, en particular el lavabo. No quiero correr ningún riesgo aunque la Interpol no tenga nuestro ADN. Todos conocéis vuestras rutas de escape. Manteneos separados; mañana a esta hora estaremos todos en el Oregon.
    Cabrillo, pese a que había utilizado diversos disfraces para alquilar lo necesario para la operación, era quien corría el mayor riesgo de ser identificado, así que sería el siguiente en marcharse. Mientras los demás se ocupaban de borrar cualquier rastro, él lavó el Mercedes y se cambió de ropa. Cuando salió del despacho, Hali, Lincoln y Trono habían instalado las bombas incendiarias en la estructura de la nave.
    — ¿A qué hora pongo los detonadores? —preguntó Lincoln.
    — Espera un momento. —Cabrillo llamó al Oregon.
    — Dewey, Cheatem y Howe —dijo Linda Ross con su voz aguda.
    Cabrillo calculó la diferencia horaria entre Suiza y el mar del Sur de China.
    — Buenas tardes, Linda.
    — Juan, ¿cómo ha ido?
    — Suave como la seda. Oye, ¿Murph y Eric han seguido las noticias de Zurich?
    — Por supuesto. Ahora mismo llamo a Murph.
    Mark Murphy apareció en la línea casi en el acto. Cabrillo oyó la música heavy metal que sonaba en los auriculares que Murph se había quitado de los oídos. El sonido era como de una sierra de cadena que cortaba una viga de acero.
    — Director, por lo que veo y escucho en la CNN y en SkyNews, los suizos no tienen ni idea de qué ha pasado. En un primer momento creyeron que se trataba de un fallo estructural en el edificio en construcción, y luego que acababan de tener su propio 11S. En la emisora de la policía han mencionado un par de veces la desaparición del furgón blindado y la presencia de hombres armados en el lugar cuando se produjeron las explosiones.
    — ¿Han puesto controles en las fronteras y aeropuertos?
    — No. Creen que es obra de elementos locales.
    — Así que por ahora no hay riesgos.
    — Tardarán tanto en sumar dos más dos que tendrán que incluir los intereses.
    — ¿Eh?
    — Es un chiste. La banca suiza. Intereses. Tiene gracia.
    — Tú no te apartes de tu exquisito gusto musical y deja el humor a los profesionales como Max. ¿A qué distancia estáis de Sumatra?
    — A unos cuantos días, ¿por qué?
    — Rudolph Isphording dijo que el tipo que controla el Maus se llama Shere Singh. Es el dueño de una empresa llamada Karamita Breakers Yard. Averigua todo lo que puedas.
    Busca otro dique flotante, el Souri, que también es de Singh.
    — ¿Cómo se escribe?
    Cabrillo se lo deletreó.
    — Significa «ratón» en francés.
    — Vale.
    — Gracias, Murph. Dile a Max que deje de seguir al Maus y ponga rumbo al astillero de la Karamita a la mayor velocidad práctica. —Esa velocidad estaba muy por debajo de la máxima que podía alcanzar el Oregon, pero si navegaban a plena luz del día o sin interferencias de radar a plena potencia corrían el riesgo de descubrir uno de los más importantes secretos del barco.
    — Se lo diré.
    — Te veré mañana o pasado. —Cabrillo cortó la comunicación y se volvió hacia los demás, que esperaban órdenes. Al parecer la policía no tiene ninguna pista, así que por ahora todo en orden. Habremos salido de Suiza para las seis, por lo tanto haremos detonar las cargas a las ocho. Isphording y los agentes pasarán algunas horas incómodas, pero no se habrán deshidratado cuando lleguen los bomberos y encuentren el furgón.
    Cabrillo se sentó al volante del Mercedes y arrancó. Le esperaba un largo viaje hasta Munich, donde tomaría el avión que lo sacaría de Europa. Esperaba que para entonces se le hubiesen pasado los efectos de la adrenalina, porque le temblaban las manos y notaba una opresión en la boca del estómago. También rogaba para que el segundo dique flotante no estuviese involucrado en los secuestros marítimos, pero sabía que las probabilidades eran las mismas que tenía Hali Kasim de ser invitado a pronunciar el sermón en la hajj del año siguiente en La Meca.




    18

    Juan Cabrillo conocía el juego. El hombre que tenía delante, sentado detrás de la mesa, vestía como un pordiosero y se preocupaba muy poco de su aspecto personal excepto en lo que correspondía a las normas de su fe. El turbante se veía deshilachado y con manchas de sudor. La camisa de algodón mostraba unos círculos oscuros en las axilas que no podía quitar ningún lavado. En la barba y el bigote se veían restos de comida.
    El despacho también tenía un aspecto particular. La mesa estaba cubierta de papeles, y los cajones de los archivadores no cerraban. Los muebles eran de ínfima calidad, y los carteles que adornaban las paredes eran los que repartía la Oficina de Turismo de Indonesia. El ordenador era una pieza de museo.
    La mujer que lo había hecho pasar era quizá lo único auténtico en todo aquel montaje. Era una indonesia de mediana edad, esquelética y cansada. Sus prendas eran tan pobres como las de su jefe, pero Cabrülo sospechaba que se debía al mísero salario que le pagaban y no a que formase parte del decorado de una empresa que apenas se mantenía a flote, Después de leer el informe preparado por Mark Murphy.
    Cabrülo sabía más de Shere Singh y su familia de lo que hubiese deseado. Su fortuna rondaba los quinientos millones de dólares. El patriarca vivía en una finca de cincuenta hectáreas en una mansión que albergaba a sus once hijos y sus familias bajo un mismo techo. Confiaba en sus yernos solo hasta cierto punto, y los había puesto al mando de las empresas que eran legales. Eran los hijos de Shere Singh quienes se ocupaban de las operaciones ilegales. Abhay Singh, el mayor, aparecía como el director de la Karamita Breakers Yard.
    Sus oficinas se encontraban en uno de los barrios pobres de Yakarta, lo bastante cerca del puerto como para oír las sirenas de los barcos pero lo bastante lejos como para tener que buscarlas.
    Concertar una cita con Abhay Singh había sido sencillo.
    Cabrillo llamó a la compañía mientras volaba de Munich a Yakarta; se presentó a sí mismo como el capitán de un barco que quería vender como chatarra. Deseaba saber si la Karamita Breakers Yard estaría interesada en comprarlo.
    Cabrillo no iba mejor vestido que el empresario. No se había afeitado desde el día anterior al secuestro de Rudolph Isphording y llevaba una grasienta peluca negra debajo de la gorra. Los pantalones de lona no sabían lo que era una plancha, y a la americana, que a duras penas podía abrocharse sobre su considerable barriga, le faltaban algunos de los botones de las mangas. Si los miembros de la millonada familia Singh querían presentarse como unos pobres trabajadores, Cabrillo también podía hacer de capitán arruinado.
    Abhay Singh leyó el informe sobre el Oregon que le había dado Cabrillo, aunque aparecía con un nombre falso que en ese mismo momento estaban pintando en el casco del viejo carguero. En las hojas aparecían las dimensiones, el tonelaje y el detalle de los equipos, y había numerosas fotos. La mirada de los ojos porcinos del sij pasaba rápidamente por las hojas sin perderse ni una coma. Los únicos sonidos en el desvencijado despacho eran el traqueteo de un viejo ventilador de mesa y el del tráfico, que entraba por la ventana abierta.
    — Hay una cosa que no aparece aquí, capitán… Smith.
    — Singh miró a Cabrillo con una mirada penetrante.Me refiero a que aquí no figura el título de propiedad. Quizá no sea usted el propietario del barco que desea venderme como chatarra.
    Cabrillo, que interpretaba su habitual personaje de Jeb Smith, como siempre que trataba con agentes y funcionarios marítimos, miró al indonesio con la misma firmeza.
    — Hay algo más que tampoco aparece ahí. —Le dio otros papeles.
    Singh los miró con una expresión escéptica, pero cuando llegó a la mitad de la primera página levantó la cabeza y en sus ojos brilló la codicia.
    — Así es —añadió Cabrillo. En las bodegas hay ocho mil toneladas de lingotes de aluminio que cargamos en Karachi. ¿Qué le parece si hacemos un trato, señor Singh? Usted se olvida de que mi barco es propiedad de otra persona y yo me olvido de que cuando usted tome posesión había diez millones de dólares en aluminio que no nos pertenecía a ninguno de los dos.
    Singh dejó los papeles en la mesa y apoyó encima sus manos oscuras. Miró a Cabrillo pensativamente.
    — ¿Cómo es, capitán, que se le ocurrió venir a Karamita?
    Cabrillo entendió perfectamente cuál era la verdadera pregunta. Quería saber cómo el capitán Jeb Smith se había enterado de que los propietarios del astillero no hacían ascos a las operaciones ilegales.
    — Los poetas escriben a menudo acerca de la inmensidad del océano, y es la pura verdad, señor Singh, pero el mundo es también un lugar pequeño. Y se oyen cosas.
    — ¿Dónde se oyen cosas?
    Cabrillo miró en derredor con una expresión furtiva.
    — En diversos lugares y de labios de diferentes personas.
    Ahora mismo no recuerdo quién me habló de su magnífico astillero, pero el rumor se propaga más rápido que la disentería, y puede resultar muy difícil de controlar —respondió Cabrillo. Su rostro y su mirada parecían haberse convertido en granito. Abhay Singh no pasó por alto la advertencia de las palabras del visitante: si sigues con las preguntas, me ocuparé de que las autoridades se interesen por las actividades de la Karamita.
    Singh le dedicó una sonrisa que no podía ser más falsa.
    — Me alegra mucho saber que otras personas nos tienen en tan elevado concepto. Creo que podremos llegar a un acuerdo, capitán Smith. Ya debe de saber que el precio de la chatarra va al alza, así que le ofrezco ciento diez dólares por tonelada.
    — Pues yo había calculado unos quinientos cincuenta dólares —replicó Cabrillo. Podría haber cuadruplicado el precio debido a los lingotes de aluminio que iban con la chatarra, pero quería acabar con la negociación para salir cuanto antes de ese antro de ladrones.
    — Ni hablar. Imposible —afirmó Abhay como si Cabrillo hubiese insultado a su hermana. Quizá con mucho esfuerzo podría llegar a los doscientos.
    — Puede llegar hasta los cuatrocientos, pero me conformaré con trescientos.
    — Oh, capitán —gimoteó Singh como si en esos momentos Cabrillo la hubiese emprendido con su madre. Ni siquiera cubriría gastos.
    — Yo diría en cambio que además de cubrir el coste ganará por lo menos el doble. ¿Qué le parecen doscientos cincuenta dólares por tonelada, y le entrego el barco en su astillero dentro de dos días?
    Singh hizo una pausa para considerar la propuesta. Cabrillo sabía que el Maus, a su velocidad actual, llegaría al astillero casi al mismo tiempo que el Oregon, y se preguntó cuál sería la vencedora en la mente del sij: la codicia o la prudencia.
    Un hombre precavido cerraría el astillero hasta después de que el dique flotante hubiese vomitado su carga y ellos se hubiesen encargado de eliminar cualquier prueba de piratería, pero Singh conseguiría una fortuna al precio que ofrecía el capitán Smith. El sij tomó su decisión.
    — Ahora mismo el astillero está al máximo de su capacidad. Traiga su barco dentro de siete días, y tendremos espacio.
    Cabrillo se levantó y le tendió una mano bañada en sudor.
    — Hecho, pero por si acaso los propietarios del barco tienen espías en Yakarta, llegaré a Karamita dentro de dos días.
    Salió del despacho y pasó por la recepción, camino de la puerta, antes de que la mente de Singh procesara sus palabras.
    En el aeropuerto se encontró con George Adams; volaron en el helicóptero hasta el Oregon, que permanecía al pairo apartado de las rutas de navegación. Adams había acumulado más de veinte horas en los últimos días para transportar a los integrantes del equipo de la operación en Suiza de regreso al barco. Por fin la tripulación volvía a estar al completo, con la notable excepción de Eddie Seng.
    En su camarote, Cabrillo se quitó el disfraz de Jeb Smith, metió las malolientes prendas y la peluca en una bolsa de plástico y la guardó en el fondo del vestidor para la próxima vez que necesitase interpretar al personaje. Luego fue al baño y se afeitó con navaja.
    En el espejo que había encima del lavabo de cobre vio el brillo de sus ojos, su mirada habitual cuando se encontraba cerca de la presa. Que Singh hubiese aceptado comprar el barco sin un título de propiedad era razón suficiente para hacerlo arrestar, pero lo importante era que confirmaba la pista que les había dado Rudolph Isphording. Abhay Singh y su padre estaban metidos en aquello hasta el cuello. La tarea que tenía ahora por delante era que lo condujesen hasta Anton Savich y detenerlos a todos.
    Después de ducharse y hacerse una friega con esencia de laurel, se vistió con un pantalón negro, una camisa de algodón blanca y mocasines oscuros. Llamó a la cocina para que llevasen comida a la sala de juntas, y luego convocó a los mandos a una reunión.
    La sala de juntas estaba en la banda de estribor de la superestructura y tenía capacidad para cuarenta personas, aunque en la mesa solo había lugar para una docena. Cuando no era necesario actuar con sigilo, abrían las grandes ventanas rectangulares para que la luz natural iluminase la sala. Cabrillo fue el primero en llegar; se sentó en la butaca tapizada en cuero, en la cabecera de la mesa de madera de cerezo. Maurice, el primer cocinero de la Corporación, entró un par de minutos más tarde con una humeante fuente de empanadillas indias y una jarra de té. Le sirvió un vaso y le ofreció un plato.
    — Bienvenido, director.
    Como el informe de la familia Singh se lo habían enviado por correo electrónico mientras volaba a Yakarta, y George Adams lo había esperado en el aeropuerto con el disfraz de Jeb Smith, había estado ausente del Oregon desde que se marchó a Tokio con Tory Ballinger casi dos semanas atrás.
    — Gracias. Es un placer estar otra vez a bordo. ¿Qué hay de nuevo? —Maurice era el rey de los cotilleos.
    — Se dice que Eric Stone se ha ligado a una española en un chat. Por lo que parece, las conversaciones son más que ardientes.
    Eric era un timonel de primera y sus conocimientos de los sistemas del barco rivalizaban con los de Cabrillo y Max Hanley, pero cuando se trataba del sexo opuesto era un absoluto fracaso. En un bar de Londres, después de la misión de la Piedra Sagrada, Eric se había puesto tan nervioso ante los avances de una joven, que había salido corriendo del local para vomitar.
    — No habrás utilizado mi clave para entrar en los archivos del ordenador central del barco, ¿verdad, Maurice? —preguntó Cabrillo con un suave tono burlón.
    — Jamás se me ocurriría, aunque la supiese, señor Cabrillo.
    Simplemente oí que se lo comentaba a Mark Murphy.
    Nada más cierto, pensó Cabrillo. Murph, el compinche de Eric, todavía era menos afortunado con las mujeres, si se descartaba a la joven Goth, con quien salía de vez en cuando.
    Pero para Cabrillo, ligar con una muchacha llena de piercings y que se dejaba impresionar por un tipo que se daba aires montado en un skate no era precisamente una hazaña.
    — Ya sabes lo que dicen, Maurice, cualquier amor es bueno, —A mí no me lo diga, señor Cabrillo.
    El cocinero se marchó al ver que Max, Linda Ross y Julia Huxley entraban en la sala. Se sirvieron té y una abundante ración de las picantes empanadillas indias. Al cabo de un minuto aparecieron Hali Kasim y Franklin Lincoln. En otras circunstancias, Lincoln no habría asistido, pero ocupaba el lugar de Eddie Seng. Los últimos en llegar fueron Eric y Murph, enzarzados en una discusión sobre una escena de una película de los Monty Python.
    — Empecemos por lo más importante —dijo Cabrillo en cuanto todos estuvieron sentados a la mesa. ¿Alguna noticia de Eddie?
    — No hay ninguna novedad —respondió Kasim.
    Cabrillo miró a Huxley con una expresión interrogativa.
    La doctora se apresuró a contestar.
    — El transmisor subcutáneo que implanté en el muslo de Eddie funcionaba perfectamente cuando tú y él os marchasteis a Tokio. El suyo es el único que lleva implantado tres meses.
    Unos pocos miembros clave de la Corporación, entre ellos Cabrillo, llevaban chips subcutáneos. Los artilugios electrónicos tenían el tamaño de un sello de correos y se alimentaban con la energía del sistema nervioso. Cada doce horas enviaban una señal a un satélite comercial que la retransmitía al Oregon. Era una manera sencilla de tener localizados a los agentes en el campo de operaciones sin necesidad de que llevasen cualquier otro adminículo que les pudiesen quitar.
    La tecnología era muy reciente y había que perfeccionarla, razón por la que Cabrillo no acababa de confiar en los resultados; sin embargo, en el caso de Seng no habían tenido más alternativa.
    — La última señal que recibimos —añadió Kasim— lo situaba en la zona de Shanghai, en algún lugar cercano al nuevo aeropuerto.
    — ¿Hay alguna posibilidad de que se los lleven por vía aérea? —preguntó Cabrillo, después de analizar la nueva información.
    Max.Hanley se golpeó los dientes con la boquilla de la pipa.
    — Consideramos esa opción, pero no encaja con lo que sabemos de los contrabandistas. Eddie seguía el rastro de los ilegales que encontramos en el contenedor. Lo lógico hubiese sido que siguiese la misma ruta.
    — Pero si están perdiendo a muchos emigrantes a manos de los piratas, quizá han decidido cambiar de táctica —señaló Stone, que apartó un momento la mirada de la pantalla del ordenador portátil que había colocado en la mesa.
    — No sabemos cuántas personas se han llevado los piratas —replicó Kasim. Los que encontramos a bordo del Kra IV quizá fuesen los primeros.
    — O los últimos —manifestó Stone, y ahora los cabezas de serpiente han optado por el transporte aéreo.
    — Si ya tenían montada toda una estructura marítima, el coste de organizar una nueva infraestructura les resultaría prohibitivo.
    Cabrillo dejó que cada uno dijese la suya, pero tenía claro que no encontrarían respuestas. Hasta que no recibiesen otra señal del chip de Seng, continuarían dando palos de ciego.
    — Bueno, ya es suficiente —dijo para acabar con el estéril debate. Hali, aumenta el número de satélites que controlas.
    Es posible que algún otro pájaro esté recibiendo la señal de Eddie. Busca en cualquier satélite que pueda retransmitir la señal de un localizador.
    El jefe de comunicaciones del Oregon se molestó.
    — Conozco mi trabajo. Hemos buscado en todos los satélites que se acercan a Shanghai en un radio de mil quinientos kilómetros.
    — No dudo de la competencia de tu gente, Hali —dijo Cabrillo en tono amable. Si Eddie se encontrase en un radio de mil quinientos, lo habrían localizado. Pero no creo que lo esté. Quiero que dupliques el área, búscalo dentro de los tres mil kilómetros de Shanghai, y si no está, sigue ampliando el radio hasta que lo encuentres.
    Hali tomó nota en un bloc con el membrete de la Corporación.
    — De acuerdo, jefe.
    Cabrillo esperó a tener la atención de todos.
    — En cuanto a mi reunión de ayer, Shere Singh, su hijo Abhay y cualquier otra persona vinculada a la Karamita Breakers Yard quedan incluidos en nuestra lista oficial de sospechosos. Son los propietarios del Maus y su gemelo. —Miró a Mark Murphy. Eso me recuerda otra cosa. ¿Sabemos algo del Souri?
    Murph cogió el ordenador de Stone y buscó la información.
    — Aquí lo tengo. Lo construyeron los rusos y lo compraron al mismo tiempo que el Maus, pero la propiedad es de otro grupo de empresas fantasma. Cometieron el mismo error y contrataron a Rudolph Isphording para que se encargase del papeleo. A diferencia del Maus, que se sepa aún no ha realizado ninguna actividad. Nadie lo ha alquilado, ni lo ha visto.
    Aparece en la lista de Lloyds, pero la última noticia que tienen es que continúa en Vladivostok a la espera de que los nuevos propietarios tomen posesión.
    Cabrillo se disponía a formular una pregunta, pero Murph se le adelantó.
    — Ya lo he verificado. Lo sacaron del puerto hace dieciocho meses, y nadie recuerda el nombre de los remolcadores.
    — Maldita sea.
    — Por lo tanto, durante el último año y medio Singh y su empresa han podido utilizarlo para cualquier cosa —señaló Linda Ross con la boca llena. Incluso si no se han dedicado a secuestrar barcos, una nave de su tamaño es ideal para toda clase de operaciones de contrabando. Podrían cargarlo con centenares de coches robados, o con un par de aviones particulares sin necesidad de desmantelar las alas. Ya puestos, podrían meter a miles de emigrantes ilegales.
    Había hecho el comentario casi como una reflexión en voz alta, pero la atmósfera se volvió repentinamente sombría y helada, como si las nubes hubiesen tapado el sol y oscurecido la sala revestida en madera. Todos imaginaron el enorme dique flotante convertido en un barco negrero, abarrotado de hombres condenados a algo peor que la muerte.
    — Dios —murmuró alguien.
    — Encuéntralo, Mark. —La voz de Cabrillo tenía la dureza del acero. Haz lo que sea pero encuéntralo.
    — Sí, señor —respondió el joven especialista en armamento.
    — Como os decía —continuó Cabrillo, acabo de estar en Yakarta para negociar la venta del Oregon como chatarra.
    — Normalmente esto hubiese provocado algún comentario sarcástico o por lo menos algunas risas, pero nadie estaba para bromas. Tal como manifestó Isphording, los propietarios de la Karamita son unos corruptos. Hasta ayer no contábamos más que con suposiciones, relatos de terceros y la palabra de un estafador convicto. Ahora estoy seguro de que Singh está asociado con los piratas y quizá también con los contrabandistas.
    »No quiere que le entreguemos el Oregon hasta dentro de una semana, y así disponer del tiempo que necesita para ocuparse del barco que transporta el Maus, pero fondearemos delante del astillero dentro de dos días. La noche que aparezca el Maus, acabaremos con sus operaciones.
    — ¿Cuál es el plan? —preguntó Linda.
    — Eso lo discutiremos ahora. Quiero que todos os reunáis con vuestra gente y propongáis planes. Mark, ¿tienes las fotos del astillero?
    — Las obtuve de un satélite comercial. Son de hace un año, cuando lo estaban construyendo.
    — Dile a Adams que se acerque con el helicóptero y saque algunas más. Si el Robinson no tiene autonomía, que alquile otro en Yakarta. En cuanto regrese, ocúpate de que todos tengan copias.
    — Muy bien.
    — Linc, no sé cuántos hombres vigilan el lugar ni el armamento de que disponen. Procura que tus muchachos tengan todo lo que necesiten, y no olvides incluir misiles.
    — Vale.
    — ¿Julia?
    — Lo sé. Comprobaré nuestras reservas de sangre y sacan más a la tripulación por si la necesitamos.
    Todos se levantaron para ocuparse de sus tareas, pen Cabrillo quería tratar un último punto.
    — Damas y caballeros, quiero dejar algo bien claro. La misión ha excedido los límites previstos en el contrato. Hasta ahora hemos salido bien librados de los peligros que hemos corrido. —Miró a Linda con una expresión muy significativa. Tú te has enfrentado a los pistoleros de Singh y sabes de lo que son capaces. El dinero que nos pagarán no es nada comparado con los riesgos que correremos en el asalto al astillero. Apenas cubre el coste operativo del barco. —Algunos sonrieron. La tripulación recibe un sueldo más las primas.
    Nosotros no. Solo cobramos si hay una ganancia.
    »Todos vosotros os incorporasteis a la Corporación con la expectativa de ganar dinero con vuestro extraordinario talento. Me temo que no habrá nada para repartir en esta misión, así que si alguno no quiere participar tiene mi permiso. Podrá continuar con su trabajo cuando hayamos acabado, y no habrá preguntas ni recriminaciones.
    Mientras esperaba alguna respuesta, los miró uno a uno.
    Nadie dijo una palabra, y fue Hanley quien hizo de portavoz.
    — Verás, Juan. Todos hemos hablado de este tema desde que comenzamos a seguir al Maus. La verdad es que hay trabajos que no se hacen por dinero. Todos estamos de acuerdo en que incluso pagaríamos por tener la oportunidad de colgar a esos cabrones en la puerta de la letrina más cercana. Estamos contigo hasta el final.
    Se oyeron algunos «Así se habla» cuando salieron de la sala detrás de Hanley.
    El capitán manifestó su gratitud con una amplia sonrisa.

    Cabrillo, vestido de nuevo con el disfraz de Jeb Smith para engañar a cualquier curioso que pudiera haber en la playa, observaba el lugar apoyado en la borda de una de las alas del puente del Oregon. Llevaba allí tanto tiempo que la capa de orín de la borda le había teñido de naranja las palmas callosas. El sol era una enorme bola de fuego que se ocultaba lentamente detrás de las montañas que se recortaban a lo lejos, detrás del astillero de Shere Singh. El aire apestaba a metal quemado, disolventes y combustible derramado. Mientras navegaba con rumbo norte a lo largo de la costa de Sumatra había visto playas de arena blanca y una vegetación exuberante. La mayoría de la tierra conservaba un aspecto primitivo. Pero alrededor del astillero parecía como si un cáncer devorase la tierra. La playa era una masa negra, y el mar tenía un color pardusco. Con la excepción de una nave nueva que se adentraba en la bahía, todas las demás construcciones se veían ruinosas y cubiertas con una capa de hollín. Nunca había visto un lugar más deprimente o deshumanizado.
    En comparación con el tamaño de los edificios, las grúas y el resto de la maquinaria, los trabajadores parecían enanos.
    Las enormes grúas que destacaban por todo el astillero levantaban gigantescos trozos de acero de los barcos embarrancados y los depositaban en unas zonas cercadas, donde los hombres los despedazaban con sopletes, martillos y las manos desnudas. Desde el puente, a unos cuatrocientos metros de la playa, parecían hormigas que devoraban el caparazón de un escarabajo gigante.
    Alrededor del Oregon flotaba la armada de los desahuciados. La flota de barcos destinados a convertirse en chatarra se extendía casi hasta el horizonte. Formaban un archipiélago de cascos oxidados tan tristes y solitarios como los espíritus de los muertos que esperan a las puertas del infierno. Los petroleros, los portacontenedores y los cargueros le recordaban al ganado en los corrales de los mataderos. El aspecto ruinoso del Oregon no era más que camuflaje, pero aquello era real, la consecuencia del aire salado, las tempestades y el abandono, —Menuda pinta —comentó Hanley, que salió del puente para reunirse con Cabrillo. Llevaba un mono con manchas de aceite porque acababa de subir de la sala de máquinas. Comparado con algunas de esas bañeras, yo diría que el viejo Oregon parece flamante.
    Un rugido ensordecedor procedente de la nave reverberó por toda la bahía y apagó la respuesta de Cabrillo.
    — ¿Qué ha sido eso? —preguntó Hanley cuando se apagó el ruido.
    — ¿El nuevo equipo estéreo de Murph? —Cabrillo se echó a reír. Creo que tienen una sierra en la nave. Leí algo al respecto. Es una sierra de cadena capaz de seccionar un barco como si cortases una rebanada de pan.
    Max entró en el puente para coger unos prismáticos que estaban debajo de la mesa de cartas. Al cabo de unos minutos las puertas de la nave que daban a tierra se abrieron para dar paso a unas locomotoras de maniobras que arrastraban la sección de un barco de seis metros de ancho. Tenía cierto encanto, casi era una escultura; correspondía a la proa de un barco desconocido. Una grúa la levantó cuando las locomotoras llegaron al final de las vías. Era hueca en el medio. El barco del que la habían cortado debía de ser un carguero o un buque tanque.
    — Parece un molde de galletas con forma de barco —dijo Hanley.
    — Unas galletas muy grandes —replicó Cabrillo. La grúa descargó la sección para que los trabajadores continuaran con el desguace.
    Algo en el tono de Cabrillo captó la atención de Hanley.
    — ¿Se puede saber qué se le ha ocurrido a esa letrina que tienes por cerebro?
    — Sabemos que Singh está involucrado. Pero llevo aquí un par de horas, y el lugar tiene todo el aspecto de un astillero legal excepto por lo que puedan estar haciendo en aquella nave.
    — ¿Donde está la sierra?
    — Sí. —Cabrülo le cogió los prismáticos y observó el edificio. Esta noche iré a echar una ojeada.
    — ¿Qué pasa con el Maus?
    — No tardará en aparecer. Mientras tanto, saber cuál es el barco que están descuartizando podría darnos alguna pista.
    — Es posible que sea uno de los barcos capturados por los piratas antes de que nos contrataran para acabar con ellos —señaló Hanley. Quizá lo trajeron hasta aquí en el otro dique flotante.
    Cabrillo miró a su viejo amigo.
    — No lo sabré hasta que entre.
    Hanley enarcó las cejas.
    — ¿Tú solo?
    — No tiene sentido meter en esto a nadie de la tripulación.
    Entraré y saldré antes de que descubran que he estado allí.
    — Linda creyó lo mismo cuando subió a bordo del Maus.
    — Echa una ojeada a la entrada por el lado del mar.
    Max cogió los prismáticos y miró la estructura.
    — ¿Qué debo ver?
    — El edificio está construido sobre pilastras. Sospecho que las paredes no llegan hasta el fondo, y aunque así fuera, no creo que lleguen las puertas. El arrastre haría muy lento el proceso de abrirlas y cerrarlas.
    — Piensas nadar por debajo de las puertas.
    — Una vez dentro podré identificar el barco. No puedo tardar más de una hora, y la mayor parte del tiempo lo ocuparé en ir y volver.
    Hanley miró la estructura mientras sopesaba los riesgos, No tardó en llegar a una conclusión.
    — Utiliza un respirador Draeger —dijo en el momento en que sonaba la sirena para indicar el final de la jornada. Eliminará el rastro de burbujas.
    A la una de la madrugada, Cabrillo se encontraba en la bodega donde guardaban las embarcaciones auxiliares vestido con un traje de buceo integral. El agua de la bahía era caliente como la sangre, pero necesitaría el camuflaje negro del traje cuando llegase al objetivo. Se había calzado las botas de buceo de suela gruesa y tenía las aletas en el banco que había a su lado. Hizo un último repaso de la unidad Draeger. A diferencia del equipo de buceo habitual, en el que el buceador respira aire de las botellas, el respirador de fabricación alemana era un circuito cerrado que filtraba el dióxido de carbono del aire exhalado y daba mayor autonomía al buceador, al mismo tiempo que eliminaba el delator rastro de burbujas.
    El Draeger podía ser peligroso a una profundidad mayor de diez metros, así que Cabrillo se mantendría cerca de la superficie. En una bolsa hermética sujeta debajo del brazo derecho llevaba un miniordenador, una linterna y una pistola. La Fabrique Nationale FiveseveN de doble acción utilizaba los nuevos proyectiles de 5,7 milímetros de calibre. La ventaja de estos proyectiles, que parecían agujas, era que el cargador tenía capacidad para veinte balas más una en la recámara.
    Además, el diseño les permitía atravesar la mayoría de los chalecos antibalas, pero sin una penetración exagerada en el objetivo.
    En el muslo derecho llevaba un cuchillo y un indicador de profundidad en la muñeca izquierda.
    — Solo por curiosidad, pedí a la doctora Huxley que analizara una muestra de agua —comentó un técnico mientras Cabrillo acababa la inspección. Me dijo que cualquier fosa séptica está más limpia que esta bahía.
    — ¿Es así como te diviertes? —preguntó Cabrillo en tono sarcástico.
    — Es más divertido analizarla que nadar en ella. —El técnico sonrió.
    — ¿Estás preparado? —preguntó Hanley, que entró en la bodega en compañía de Ross. La jefa de seguridad parecía una niña junto al corpachón de Max.
    — Para lo que me echen. —Cabrillo se levantó e hizo un gesto al técnico, que disminuyó la intensidad de las luces rojas.
    — Eric está al timón —dijo Hanley, y Mark en el puesto de armas por si algo sale mal. Linc y algunos de sus SEAL estarán preparados con una Zodiac para cuando te encuentres a medio camino.
    — Buena idea, pero crucemos los dedos para que no los necesite.
    Se abrió la escotilla y, sin decir nada más, Cabrillo bajó la rampa, se calzó las aletas y se deslizó silenciosamente en el mar. En el momento de entrar en el agua desapareció el peso del equipo que llevaba. Estaba en su elemento. En el mar su mente se concentraba al máximo. Podía olvidarse de Eddíe Seng, de los piratas, de los contrabandistas y de todo lo relacionado con la dirección de la compañía. Era como si no hubiese nada más que él y el mar.
    Ajustó el nivel de flotabilidad hasta situarse a tres metros de profundidad y consultó la brújula integrada en el ordenador. Con los brazos pegados al cuerpo, se impulsó con las aletas a través de un agua que parecía tinta; su respiración era lenta y regular. Al cabo de un minuto ya no notó la presencia del Oregon a su izquierda. Había dejado atrás la proa.
    La boquilla del Draeger era más grande que las demás pero así y todo notaba el sabor del agua contaminada en los labios, Tenía un sabor metálico, como si chupase una moneda; se tocó el traje y notó la pátina de grasa del combustible derramado. Cabrillo no era un ecologista fanático; comprendía que la civilización tuviese un impacto en el medio ambiente, perc deseaba ver a Singh entre rejas por el daño ecológico que si astillero había causado en la región.
    No se atrevió a utilizar una luz, así que se guió por sus otros sentidos. Llevaba nadando unos veinte minutos contra un suave reflujo cuando oyó un chapoteo. Era el sonido que hacía el agua al pasar por debajo de las puertas del enorme edificio. Se desvió un poco para compensar la deriva; un minuto más tarde rozó el cemento de una de las muchas pilastras que sostenían la estructura. La rodeó para situarse debajo del cobertizo. Los focos de las grúas puente alumbraban casi toda la playa, pero la oscuridad era absoluta en el extremo marino de la estructura. Cabrillo encendió la linterna. La luz roja era poco más que un resplandor, pero le bastó para orientarse.
    Apagó la linterna y subió a la superficie sin perturbarla.
    Las puertas tenían la altura de un edificio de ocho pisos y un ancho de casi doscientos metros. Cualquier embarcación excepto los grandes cruceros y los superpetroleros, podía pasar sin problemas para ser despedazada.
    Se sumergió de nuevo hasta dar con la parte inferior de la puerta, pasó por debajo y reapareció en el interior del cobertizo; parecía un hangar. Escupió la boquilla y se levantó la máscara. El olor del metal quemado ardió en su nariz en cuanto respiró. Por un momento le pareció que no había luz y que reinaba la misma oscuridad que en el exterior; era una noche sin luna, pero luego se dio cuenta de que había emergido debajo de una pasarela. En cuanto se apartó de la sombra vio una hilera de focos en el techo que perfilaban la silueta de un barco. Recorrió a nado toda su longitud. A diferencia de las embarcaciones fondeadas en la bahía, esa no mostraba señales de óxido. El casco estaba limpio, libre de incrustaciones marinas y la pintura negra o azul oscuro parecía reciente.
    No se trataba de un barco que hubiese llegado al final de su vida útil. Era una embarcación que había salido del astillero hacía muy pocos años. Se le aceleró el pulso.
    Encontró una escalera que salía de debajo del agua y liegaba hasta una pasarela que rodeaba todo el edificio cerca del techo. Se quitó el equipo y lo ató a la escalera para mantenerlo sumergido. Sacó la pistola de la bolsa y se aseguró de que el miniordenador no hubiese sufrido algún desperfecto. Con la pistola por delante, comenzó a subir la escalera lentamente, Tanteaba con el pie cada peldaño antes de apoyar todo el peso.
    Ante la posibilidad de que hubiese guardias, y consciente de que el menor ruido resonaría en la estructura metálica, tomó todas las precauciones posibles.
    Unos andamios metálicos comunicaban la escalera con la cubierta principal. Se detuvo un momento en las sombras, atento a la conversación de unos guardias aburridos o a algún carraspeo. Pero solo oyó el chapoteo del agua contra el casco y algún crujido cuando llegaba una ola un poco mayor.
    Cruzó los andamios y se ocultó detrás de un cabrestante, Pasó la palma por la cubierta. Al igual que el casco, era suave y la habían pintado no hacía mucho. Por lo que había visto dedujo que se trataba de un pequeño buque cisterna, lo que en la profesión llamaban un tanque de producto porque generalmente transportaba productos refinados, como el queroseno o la gasolina, en lugar de crudo. Los primeros veinte metros de la proa habían desaparecido, habían sido seccionados por la sierra de cadena y sacados al exterior. Iba en contra de los principios de cualquier marino ver un buque nuevo y bonito tratado de esta manera.
    Cabrillo no hizo caso del leve estremecimiento supersticioso que sintió y caminó hacia la superestructura de cuatro pisos de altura ubicada directamente a popa. Los trabajadores había retirado las alas del puente y cortado la chimenea para que cupiese en el cobertizo. Encontró una escotilla abierta y entró. Antes de encender la linterna se aseguró de alejarse de los ojos de buey. El suelo de linóleo se veía limpio y los mamparos estaban revestidos en madera. Avanzó al tiempo que palpaba el mamparo. En lugar de encontrar la placa con el nombre, el registro y otros detalles del barco, tocó cuatro agujeros. Alguien se había ocupado de borrar la identidad.
    Llegó a una escalerilla que comunicaba con el puente, donde habían quitado todos los equipos electrónicos de navegación. No quedaba nada. Los estantes vacíos, donde tendrían que haber estado, demostraban que quienes lo habían hecho se habían tomado su tiempo. No había cables arrancados ni nada que indicase prisa.
    También habían retirado cualquier cosa que pudiese delatar el nombre. Recorrió el resto de la superestructura. La cocina no era más que una habitación revestida de acero inoxidable. Se habían llevado las neveras, la cocina y todos los utensilios. Tampoco estaba la vajilla, que generalmente llevaba el distintivo de la compañía y el nombre del barco. No había ni un solo mueble en los camarotes, pero aún quedaban indicios de que los habían ocupado hasta no hacía mucho.
    Uno olía a tabaco, mientras que en el baño de otro perduraba el olor a colonia.
    Bajó a la sala de máquinas.
    Había dos motores diesel grandes como autobuses y kilómetros de cañerías y cables. Inspeccionó cada uno de los motores y maldijo cuando vio que habían quitado las placas del fabricante. También habían borrado los números de serie. El metal relucía.
    Cabrillo guardó la pistola y comenzó una búsqueda a fondo. Era una tarea lenta porque la sala de máquinas era enorme y el haz de luz de la linterna muy pequeño, con lo cual apenas conseguía disipar las sombras. Pero no cedió en su empeño.
    Se arrodilló en el suelo para mirar debajo de un condensador, pero alguien se le había adelantado. Faltaba el adhesivo con el nombre del fabricante. Buscó en todos los rincones, pero sin el menor resultado.
    La gente de Singh conocía su trabajo. Entonces vio un lugar debajo del diesel de estribor donde había un charco de grasa seca. Era muy difícil de alcanzar y estuvo a punto de dejarlo correr, pero después pensó que quizá habrían hecho eso mismo los encargados de borrar la identidad del barco.
    Tuvo que hacer mil contorsiones para meterse debajo del motor. El espacio era mínimo y apenas podía respirar. Se raspó la mano con una cañería invisible y se lamió la sangre de tres nudillos. Por fin llegó a la mancha. A medida que arrancaba con las uñas la capa de grasa, notó el leve reborde de una placa. ¡Se habían dejado una!
    Tardó unos pocos minutos más en quitarla del todo. En la placa aparecía el nombre del fabricante: Mitsubishi Heavy Industries, y un número de serie de quince dígitos. Lo repitió varias veces para recordarlo y salió de debajo del motor. Sacó el miniordenador, lo encendió y comenzó a buscar el número.
    El cliente, su amigo Hiroshi Katsui, le había dado abundante información sobre los barcos desaparecidos en el mar de Japón, los roles de las tripulaciones, fotos y los números de serie de los principales componentes de los buques. Si los piratas no se hubiesen llevado las cocinas, podría haberlas buscado en la base de datos y saber, por los números de serie, en qué barco las habían instalado.
    Con un punzón, tecleó los quince dígitos, buscó el icono de motores y pulsó la tecla Intro.
    Cabrillo se quedó boquiabierto cuando apareció en la pantalla el nombre del barco.
    — ¡Que me aspen! —murmuró.
    — Como quieras, capitán —le susurró una voz conocida.
    al tiempo que notaba el cañón de una pistola en su nuca.
    Un segundo más tarde, se oyeron unas voces y los rayoi de luz de varias linternas alumbraron una de las pocas entra das de la sala de máquinas.




    19

    Desde que Eddie Seng asistió a la clase de literatura en la Universidad de Nueva York habían pasado demasiados años como para recordar cuántos círculos del infierno describía Dante en La Divina Comedia. Sin embargo, estaba seguro de que había descubierto otro debajo del último que había imaginado el poeta medieval italiano.
    En cuanto aterrizaron, después de un vuelo de seis horas, Seng y los demás emigrantes fueron encerrados en un contenedor. Por el movimiento y los sonidos, Seng dedujo que habían llevado el contenedor a un puerto, donde lo habían cargado en un barco para otro largo viaje, de diez horas. La única pista que le permitía suponer dónde se encontraba era la baja temperatura. Si el avión había volado a unos ochocientos kilómetros por hora y tenía en cuenta el cambio de temperatura, calculó que su posición quedaba dentro de un arco que cruzaba el norte de Mongolia, el sur de Siberia y la costa rusa.
    Dado que no había lagos lo bastante grandes como para que se tardara diez horas en cruzarlos, lo lógico era que se encontrase en algún lugar de la península de Kamchatka o a lo largo de la costa del mar de Ojotsk.
    Descargaron el contenedor y lo dejaron caer con tanta violencia que los hombres rodaron por el suelo. Abrieron las puertas un par de minutos más tarde, y Seng tuvo su primera visión del infierno.
    A lo lejos se alzaba una cadena de montañas, las cumbres estaban oscurecidas con algo que parecía hollín. Tuvo que parpadear para mantener la vista enfocada. La playa estaba formada por piedras erosionadas por el mar; su tamaño iba desde guijarros hasta pelotas de fútbol. El oleaje hacía que las piedras chocaran las unas contra las otras con cada flujo y reflujo. El mar en calma tenía un color plomizo que Seng asociaba con la calma que precede a una tormenta.
    No eran estos detalles los que aturdían a Seng sino los despojos humanos que se afanaban en la ladera de la colina que se elevaba desde la playa. Era una escena propia del Holocausto. Unas figuras esqueléticas, sucias hasta el punto de no poder distinguirse si llevaban alguna prenda, cubrían la ladera, así que toda la extensión parecía ondularse como un enorme cadáver devorado por los gusanos. Los habían convertido en seres asexuados e inhumanos.
    Había por lo menos unas dos mil personas que trabajaban como esclavos.
    Algunos subían la ladera con cubos vacíos, mientras otros bajaban tambaleándose por el peso de la carga. En una terraza situada no muy lejos de la cima estaban los que llenaban los cubos con fango. Se movían como autómatas, como si sus cuerpos no pudiesen hacer nada más que hundir las palas en el fango y descargarlas en los cubos. Un poco más arriba había un grupo con cañones de agua. Estaban conectados a unas mangueras que serpenteaban por el suelo, hasta donde habían desviado el torrente de un glaciar para llenar un estanque artificial. La gravedad impulsaba el agua por las mangueras, y al salir por los cañones formaba un potente chorro que los trabajadores movían en un arco contra el talud para desprender capas de tierra con cada pasada.
    El agua resbalaba por la ladera y arrastraba la tierra superficial hasta formar una masa fluida tan traicionera como las arenas movedizas. Mientras Seng miraba todo aquello con una expresión de pasmo, una ola de fango bajó velozmente por la ladera. Aquellos que no reaccionaron a tiempo se vieron arrastrados por ella. Algunos se levantaron rápidamente, otros no tanto, y uno no lo consiguió. En menos de un minuto quedó enterrado vivo.
    Nadie interrumpió su trabajo.
    Toda la zona aparecía tapada con una red de camuflaje pintada con los mismos colores grises, negros y pardos del paisaje, así que desde el aire resultaba invisible.
    Cerca de la playa donde Seng y su grupo miraban boquiabiertos el infernal espectáculo, los trabajadores de ojos hundidos vaciaban los cubos en unos cedazos mecánicos que poco habían cambiado desde que habían comenzado a utilizarse hacía más de un siglo. El barro colado caía sobre una larga mesa, mientras que las pepitas quedaban en el fondo de los cedazos. El agua y el fango residual llegaban al final de la mesa, donde había más filtros, y desde allí la descargaban en el mar, donde se extendía en una gran mancha marrón.
    Una cadena humana pasaba los cubos con el mineral lavado hasta un edificio de tres pisos construido un poco más allá.
    Como si fuese un enorme gusano, los cubos pasaban de mano en mano y desaparecían en el interior del edificio. Seng vio lo que seguramente era la planta de procesamiento instalada en la cubierta de una barcaza que podía arrastrarse fácilmente mar adentro. Una columna de humo blanco salía de una chimenea junto a la planta, por lo que dedujo que el proceso que utilizaban para obtener el producto final requería calor.
    Todo el lugar estaba vigilado por hombres armados. Vestían ropas de abrigo y calzaban botas de goma de caña alta para protegerse del fango. Muchos llevaban guantes. Además de los AK47 que portaban colgados al hombro, todos iban provistos de porras o látigos. Solo había un puñado de guardias en la cumbre, pero había muchos más cerca del lugar donde concluía el procesamiento del mineral. En cada cedazo había cuatro hombres, y al parecer había un guardia por cada diez trabajadores de la cadena por la que circulaban los cubos.
    El chasquido de los látigos marcaba el ritmo que mantenía a los hombres en movimiento.
    Una cerca de espino artificial impedía que los trabajadores chinos —por lo que había visto hasta el momento todos lo eran— se acercasen al lado más lejano del edificio, donde un vehículo oruga similar a los tractores de nieve tenía acceso directo al barco de crucero varado un poco más allá.
    Había más barcos varados en el lado de la cerca correspondiente a los trabajadores. Eran pequeñas naves de crucero tan ruinosas que resultaba asombroso que hubiesen podido resistir el viaje hasta allí. También estos aparecían rodeados de escombros, y sobre las cubiertas y las superestructuras había redes que disimulaban los perfiles.
    Seng supuso que eran los alojamientos de los obreros.
    Mientras lo pensaba, se corrigió a sí mismo. No eran obreros. Eran esclavos, obligados a trabajar en las condiciones más deplorables que podía imaginar.
    Había muy pocas cosas en la tierra tan valiosas como para justificar una codicia insaciable, e intuyó en el acto de qué se trataba en ese caso: oro.
    Había pasado mucho tiempo desde que asistió a clases de geología, pero recordaba lo suficiente como para saber que alguien había encontrado un filón en la ladera. La presión del agua de los cañones convertía la tierra en fango, para así poder llevarla a los cedazos. Luego el concentrado se pasaba por las centrifugadoras para eliminar los residuos más finos. El proceso final consistía en vaciar lo que quedaba en el fondo de las centrifugadoras en tanques de mercurio, la única sustancia que atraía al precioso metal. Una vez ligada con las micropartículas, la bola de mercurio se hervía para obtener oro puro.
    En las fundiciones modernas, se recogían los vapores de mercurio y se condensaban para reutilizarlo en un sistema de circuito cerrado que evitaba que los trabajadores entrasen en contacto con el azogue. A juzgar por el estado de los hombres que trabajan en la ladera, no dudó que aquellos desgraciados respiraban vapores de mercurio, una de las sustancias tóxicas más potentes.
    Los pocos segundos que tuvo para hacerse una idea de la enormidad de los trabajos fueron los últimos en que se vio libre de la brutalidad de sus captores. El y todos los que habían seguido a la serpiente desde Shanghai recibieron la orden de formar una fila. Un guardia indonesio le colocó una pequeña cadena alrededor del cuello con una placa donde aparecía un número de identificación. Otro guardia apuntó el número en un cuaderno; luego los llevaron a uno de los barcos. Los distribuyeron en camarotes sin calefacción que tenían capacidad para dos personas, pero habían instalado literas para albergar a diez personas. Por el hedor quedaba claro que las instalaciones sanitarias no funcionaban, y a pesar de que se encontraba en la cubierta inferior el aliento de Seng se condensaba en el aire. Cada camastro tenía una única manta con manchas de fango, y los jergones chorreaban agua y apestaban a moho.
    No había ningún lugar donde los obreros pudieran lavarse, así que al final del turno sencillamente se desplomaban en los jergones, empapados y cubiertos de barro.
    Un guardia los llevó hasta lo que había sido el comedor principal del barco. No había muebles ni ningún adorno en los mamparos. Los trabajadores comían sentados en el suelo de metal. Formaron otra fila para coger los sucios cuencos de una pila. Un chino con un brazo en cabestrillo cogía con la otra mano un puñado de arroz y lo echaba en los cuencos.
    Otro trabajador herido vertía un cucharón de una masa gris rosácea que sacaba de un enorme caldero.
    La bazofia, porque no se le podía dar otro nombre, apenas estaba tibia. Seng se enteraría más tarde que para alimentar a los trabajadores había dos pesqueros de arrastre que salían a faenar a diario. Todo lo que capturaban en las redes lo pasaban por una gran trituradora y luego lo hervían.
    Seng encontró un lugar en el suelo donde sentarse a comer, pero al cabo de apenas cinco minutos el guardia amartilló el arma y gritó:
    — ¡Arriba!
    Consciente de que necesitaba mantener las fuerzas, Seng apuró los restos del bol. Algunas escamas rasparon su garganta.
    — Os han dado de comer ahora porque acabáis de llegar —añadió el guardia. A partir de este momento solo comeréis al finalizar el turno.
    Los llevaron fuera una vez más. Por primera vez Seng notó el frío viento que soplaba del mar, atravesaba sus prendas y parecía enfriarlo hasta los huesos. Iba cargado con finas partículas de ceniza, supuso que volcánica, una confirmación de que se encontraba en la península de Kamchatka. Les ordenaron que cogieran los cubos y subieran por la colina; mientras Seng comenzaba el primero de un centenar de tortuosos ascensos se palmeó el muslo donde la doctora Huxley le había implantado el chip.
    Se encontraba muy lejos del Oregon, pero sabía que no estaba solo. Pasaría un día, a lo sumo dos, antes de que Cabrillo enviase un equipo a tierra y acabara con aquella pesadilla.
    Aquella noche tuvo la oportunidad de hablar con los hombres alojados en su camarote. No había electricidad, así que los trabajadores, exhaustos, susurraban en la oscuridad. Las historias eran idénticas. Habían salido de China encerrados en contenedores. Habían pagado a los cabezas de serpiente para que los llevasen a Japón, pero cuando habían abierto los contenedores se habían encontrado ahí.
    — ¿Cuánto tiempo lleváis en este lugar? —preguntó Seng.
    — Una eternidad —respondió una voz incorpórea desde uno de los camastros.
    — No, en serio, ¿cuánto tiempo?
    — Cuatro meses —contestó el mismo hombre, que se movió en la oscuridad en busca de un lugar menos húmedo en el colchón. La mina lleva funcionando desde hace mucho, quizá años.
    — ¿Alguien ha intentado escapar?
    — ¿Adonde? —replicó otro. No podemos escapar a ninguna parte. El agua está helada, y los pesqueros, cuando vuelven, vigilan la costa. Solo están el tiempo necesario para descargar y se alejan del muelle. Ya has visto las montañas. Incluso si consiguieses eludir a los guardias, cosa que nadie ha logrado, no durarías ni un día en el páramo.
    — Son nuestros amos —comentó un tercero. Lo son desde el momento en que dijimos que queríamos emigrar de China. ¿Qué más da si trabajamos aquí hasta matarnos, en una fábrica textil en casa, o en un baño turco en Nueva York?
    Esto es lo que los dioses nos tienen reservado a todos los campesinos chinos. Trabajar hasta que se nos lleve la muerte. Hace diez meses que estoy aquí. Todos los que al principio compartieron este camarote conmigo han muerto. Sigue con tus fantasías de escapar, amigo mío. Al final, verás que de aquí solo se sale de una forma: muerto.
    Seng no tenía claro si debía decirles quién era en realidad.
    Por lo que había visto cuando volvían al camarote, todos estaban en una condición lamentable, así que era poco probable que hubiese algún espía entre ellos. Sin embargo, no podía descartar la idea de que alguno lo traicionase por una ración extra de comida o una manta seca. Por mucho que deseara dar un poco de esperanza a aquellos pobres seres, aquello iba en contra de todo lo aprendido en sus años de entrenamiento y experiencia. Al final dejó que el cansancio pudiese más que el colchón mojado y el dolor en las articulaciones. Dos de los hombres se pasaron la noche tosiendo. Podía ser neumonía o algo peor. Dada la falta de higiene, la dureza del trabajo y las miserables raciones, lo más probable era que las enfermedades hiciesen estragos entre los peones.
    Al tercer día de pasar frío y hambre, de estar calado hasta los huesos, y de deslomarse en la ladera, Seng empezó a pensar que la operación de rescate iba para largo. A esas alturas, Cabrillo ya tendría que haber enviado a alguno de sus compañeros a Rusia, donde podía alquilar un helicóptero y sobrevolar la zona. Pero hasta entonces no había aparecido avión alguno en el cielo. Tenía que trabajar con los demás, cargar cubos de barro ladera abajo, como hormigas que solo responden a sus instintos.
    Ya había perdido los zapatos, y cada vez que respiraba profundamente notaba una ligera molestia en los pulmones.
    Cuando empezó a trabajar tenía una excelente forma física, pero su cuerpo estaba acostumbrado a comer bien y a descansar, a diferencia de los campesinos que habían vivido siempre al límite de la desnutrición y no conocían nada más que los trabajos pesados. Ya habían muerto dos de los hombres de su camarote. Uno, enterrado por una avalancha, y el otro, a consecuencia de una brutal paliza a manos de uno de los guardias. Seng lo había visto morir desangrado por las hemorragias provocadas en los oídos y los ojos.
    El quinto día, con la espalda en carne viva por los latigazo; que un guardia le dio sin que hubiese ningún motivo, Sen¡comprendió dos cosas. La primera, que el chip insertado en e muslo no funcionaba, y la segunda, que moriría en esa costa abandonada de la mano de Dios.
    Al amanecer del sexto día, cuando los trabajadores bajaban a tierra, vieron un barco inmenso fondeado en la bahía.
    Seng se detuvo un momento en la rampa y vio que era un dique flotante, pero creyó erróneamente que se trataba del Maus y no de su gemelo. Incluso a esa distancia el hedor que llegaba desde el gigante era insoportable; las bandadas de gaviotas volaban alrededor de las escotillas abiertas y atacaban a los hombres que salían.
    Un guardia le clavó la porra en los riñones para que bajara; mientras seguía caminando se dio cuenta de que se trataba de un barco negrero, cargado con trabajadores destinados a reemplazar a los muertos y a los que habían llegado al límite de sus fuerzas y no podían levantarse por mucho que los guardias les pegasen. Se preguntó cuántos centenares o miles habían muerto solo para ser reemplazados por los emigrantes que creían haber pagado su pasaje a la libertad.
    — Así me trajeron a mí —comentó Tang, uno de sus compañeros de camarote mientras subían por la fangosa ladera.
    Tang era quien le había dicho que llevaba allí cuatro meses. Su cuerpo era esquelético y las costillas y el esternón se veían por los agujeros de la camisa. Tenía veintisiete años pero aparentaba sesenta. Nos subieron a un viejo barco que después fue engullido por otro tan grande como aquel. Como puedes imaginar, la travesía fue mucho peor que el trabajo que hacemos.
    Cuando les llenaron los cubos para llevarlos a los cedazos y comenzaban a bajar, vieron que un barco cubierto de herrumbre salía lentamente del interior del dique flotante; varios hombres arrojaban unos bultos al agua.
    — Son cadáveres —le explicó Tang. Yo también tuve que hacerlo. Tuvimos que arrojar por la borda los cuerpos de aquellos que no sobrevivieron al viaje.
    — ¿Cuántos fueron?
    — Un centenar, quizá más. Yo arrojé los cadáveres de mis dos primos y de mi mejor amigo.
    Tang no aminoró el paso, pero Seng se dio cuenta de lo mucho que lo afectaba aquel recuerdo.
    — ¿Ahora qué harán? ¿Vararán el barco y lo utilizarán como vivienda para los trabajadores?
    — Primero lo rodearán con piedras y lo taparán con redes para que no puedan verlo desde el aire.
    — ¿No les importa que todo esto sea visible desde el mar?
    Tang sacudió la cabeza.
    — Aparte de los dos pesqueros, no he visto ningún barco desde que estoy aquí. Creo que estamos muy apartados de cualquier ruta marítima.
    Acababan de llegar a los cedazos cuando Seng cayó al suelo como si le hubiesen retirado una alfombra de debajo de los pies. Atontado, miró en derredor y vio que también habían caído casi todos los demás. Fue entonces cuando notó que la tierra se sacudía.
    Antes de comprender que se trataba de un terremoto cesaron los temblores. Pero seguía oyéndose un retumbar ensordecedor.
    Se levantó y comenzó a quitarse el fango de sus harapos.
    Muy pronto su atención y la de todos los demás se centró en la montaña que dominaba la zona. Las columnas de vapor y cenizas se elevaban muy cerca de la cumbre y formaban una nube que no tardaría en tapar el sol. Los relámpagos crepitaban en la cima como fuegos fatuos.
    Se abrió la puerta de la planta de procesamiento, y apareció un hombre que se quitó la máscara antigás mientras corría.
    Era la primera persona blanca que Seng veía en aquel lugar.
    — Se llama Jan Paulus —susurró Tang. El hombre corría hacia ellos. Es el supervisor.
    Jan Paulus era un hombre fornido, ancho de hombros, tenía el rostro curtido y las manos grandes como yunques. Se detuvo a unos pocos pasos de Seng y Tang para observar la actividad del volcán que destacaba en el horizonte. Luego sacó un móvil de la funda que llevaba enganchada al cinturón.
    Desplegó la antena, esperó un momento para comprobar si había señal y marcó un número.
    — Anton, soy Paulus —dijo en inglés pero con acento holandés o sudafricano. Escuchó antes de añadir: No me sorprende que lo sintiese en Petropavlovsk. Menuda sacudida.
    La peor hasta ahora, pero no es por eso por lo que lo llamo.
    El volcán está activo. —Una pausa. Porque hemos hablado de esta posibilidad una docena de veces y estoy viendo una enorme nube de cenizas y vapor, por eso lo sé. Si entra en erupción esto se ha acabado.
    Como una reafirmación de sus palabras, la tierra se sacudió de nuevo aunque con menos intensidad.
    — ¿Ha notado esta, Savich? —se mofó el sudafricano. Escuchó durante unos segundos. Sus garantías no me sirven.
    Es mi culo el que está en juego mientras el suyo está sentado en la sauna del hotel a trescientos kilómetros de aquí.
    — Miró en derredor. Seng se apresuró a vaciar el cubo en uno de los cedazos y rezó para que el supervisor no hubiese advertido que lo espiaba. Sí, el Souri acaba de llegar. Están descargando a los chinos en otro de esos cascajos de Shere Singh. En cuanto acaben, cargaré la primera remesa, como acordamos la semana pasada.
    Paulus miró a Seng con una expresión ceñuda. Tenía que alejarse, pero intentó seguir escuchando todo lo posible.
    — Acabamos de terminar otro lote, así que es un buen momento para pensar al menos en sacar la planta de la playa hasta saber qué pasa con el volcán. Usted puede impedir que los rusos envíen a sus científicos a echar una ojeada, pero por mucho que diga no podrá evitar que el maldito volcán estalle.
    ¿Por qué no alquila un helicóptero y viene por aquí? Mientras tanto me ocuparé de los preparativos para largarnos. —El supervisor alzó la voz, como si fallara la conexión. ¿Qué?
    ¿A quién le importan? Podemos evacuar a los guardias en el Souri. Singh puede conseguirnos más barcos, y cada año hay un millón de chinos que intentan salir de su país. Podemos reemplazarlos a todos… Qué más da perder uno o dos meses.
    Tenemos material más que suficiente para mantener ocupados a los acuñadores durante al menos ese tiempo… De acuerdo, nos vemos dentro de un par de horas.
    Tang lo adelantó. Subía la ladera con el paso desganado de una acémila, pero Seng no hizo ningún esfuerzo por alcanzarlo. Observó la inmensa nube mientras pensaba en lo que acababa de escuchar. El supervisor quería evacuar a su gente y a los guardias, pero al parecer necesitaba el permiso de alguien llamado Anton, alguien capaz de impedir que los vulcanólogos rusos visitaran la zona. El sudafricano había afirmado que ese era el momento perfecto. El dique flotante estaba allí con sus poderosos remolcadores preparados, y por lo visto contaban con una abundante provisión de oro para acuñar monedas. La planta, el equipo más caro e importante de todos, podían llevarla mar adentro, donde quedaría a salvo. Los barcos varados que servían de alojamiento solo tenían el valor de la chatarra, y al parecer contaban con alguien que podía proveerles más. Solo quedaban los trabajadores, y, como había dicho Paulus, con un millón de chinos dispuestos a cabalgar la serpiente, reemplazar la mano de obra esclava sería sencillo.
    Seng comprendió la lógica retorcida de los malhechores.
    La única cosa de valor que perderían era tiempo.
    La tierra tembló por tercera vez. Existía el peligro real de una erupción; pensó en el cataclismo provocado por el volcán Santa Elena. No había manera de que ni él ni nadie de los que dejaran atrás pudiesen escapar con vida. Durante los últimos días se había resignado a trabajar las semanas o incluso los meses que tardara Cabrillo en encontrarlo, porque no tenía ninguna duda de que lo rescatarían. La Corporación nunca abandonaba a su gente. Pero la única cosa que Paulus y Savich podían permitirse era lo único que Seng ya no tenía: tiempo.




    20

    El pensamiento apareció sin más en la mente de Cabrillo. «De todas las salas de máquinas de todos los barcos en el mundo, ella ha tenido que entrar en la mía».
    La mujer invisible apartó el arma de la nuca de Cabrillo al mismo tiempo que él apagaba el miniordenador y la linterna.
    — ¿Llevas gafas de visión nocturna? —le susurró Cabrillo al oído.
    — Sí —murmuró ella.
    — Guíame. —Le cogió la mano. Era pequeña y delicada a pesar de los guantes de cuero.
    El resplandor de las linternas de los hombres que se acercaban le permitió no golpearse una rodilla o la cabeza contra alguna de las tuberías, pero no alcanzaba a ver lo suficiente para saber si avanzaban en la dirección correcta. Estaba obligado a confiar en alguien que hacía un momento le había apuntado con una pistola en la cabeza.
    Llevaba a bordo unos cuarenta minutos, y se dijo que no podían haber descubierto su presencia. Por lo tanto, había sido su compañera quien había alertado a los guardias. Lo sensato era separarse, salir por donde había entrado y nadar de regreso al Oregon. Pero eso significaría dejar muchas preguntas sin respuesta. De momento, estaban metidos juntos en aquello.
    Llegaron a una escotilla que daba paso a la sala del mecanismo del timón. En cuanto cruzaron el umbral y siguieron por un pasillo de servicio, dejaron de oír a sus perseguidores.
    — ¿Se puede saber quién eres? —preguntó Cabrillo mientras avanzaban hacia la proa. ¿Perteneces al MI6? —Obtuvo un silencio por respuesta. ¿A la Marina?
    — No —contestó Victoria Ballinger. Soy investigadora del Lloyd's de Londres. División de fraudes.
    Si Lloyd's tenía que pagar el seguro de los barcos capturados por los piratas en el mar de Japón era lógico que hubiesen enviado a alguien a investigar, y eso explicaba su presencia en el Avalon. Lo más probable era que la hubiese acompañado todo un equipo para repeler a los piratas y conseguir respuestas referentes a quién estaba detrás de los ataques. Desafortunadamente, había subestimado la preparación de los piratas, y como resultado Tory era la única superviviente.
    — ¿Qué me dices de ti? —añadió la joven. ¿Sigues afirmando que eres el capitán de un mercante con un sonar de pesca, un par de botellas de aire comprimido y el don de estar en el lugar correcto en el momento oportuno?
    — Ya hablaremos de eso en cuanto salgamos de aquí. —El tono de Cabrillo era brusco. No le hacía ninguna gracia la presencia de la investigadora ni las implicaciones de lo que había descubierto antes de que apareciera. Ya habría tiempo para las recriminaciones. Primero tenían que llegar al Oregon.
    Se arriesgó a encender la linterna pero redujo el haz a la intensidad de una vela a punto de apagarse. Tory se quitó las gafas de visión nocturna y las guardó en la bolsa que llevaba colgada al hombro. Tuvo que arreglarse la larga cabellera negra debajo del gorro de lana. Cabrillo la miró a los ojos. Su mirada era firme y decidida, no había en ella el menor indicio de miedo. No sabía qué preparación había recibido durante su carrera, pero por la entereza que demostró cuando el Avalon se hundía y por su actual compostura supo que la mujer estaba preparada para lo que fuese.
    El pasillo acababa en una escalera que comunicaba con una escotilla.
    — Espero, capitán, que tengas un plan.
    — Mi plan original no incluía encontrarme contigo y los gorilas que obviamente te han seguido. Quiero escabullirme sin tener que liarme a tiros, y llegar al equipo escondido en el cobertizo. ¿Sabes bucear? —Tory asintió. Muy bien. Regresaremos a mi barco a nado.
    — No pienso marcharme hasta saber qué barco es este.
    Cabrillo vio cómo alzaba la barbilla y supo que no mentía.
    — Nos encontramos en un barco que no debería estar aquí.
    Es el Toya Maru. Lo capturaron cuando los piratas abordaban el Avalon. Aquel barco enorme que viste es un dique flotante que se llama Maus. Ocultaron al Toya Maru en su interior y se lo llevaron. Para tu información, mi gente lo ha tenido vigilado casi todo el tiempo.
    — Entonces, ¿por qué no debería estar aquí?
    — Porque el Maus se encuentra a dos días de navegación de este lugar.
    Una expresión de desconcierto apareció en el hermoso rostro de la joven.
    — No lo entiendo.
    La impaciencia de Cabrillo crecía por momentos. Tenían que salir de allí, y Tory quería jugar a las preguntas y respuestas. Pero la verdad era que se sentía más furioso consigo mismo que con ella. Como todos los demás participantes en la misión, había sido engañado por la astucia de los piratas.
    — Sabían desde el primer momento que los seguíamos y esperaron la oportunidad para descargar el Toya Maru; se la dimos cuando ordené que el Oregon dejase de seguirlos durante un día para ir a Taiwán. Enviaron una tripulación a bordo y lo trajeron hasta aquí por sus propios medios, mientras mi gente reanudaba la vigilancia del dique flotante. A juzgar por el trabajo de desguace que llevan hecho, diría que lleva aquí unos días. —Le tocó el brazo. Te lo explicaré todo más tarde. Tenemos que irnos.
    Sin esperar su respuesta, Cabrillo enfundó la pistola y subió por la escalerilla. Se oyó un chasquido cuando rompió el sello y después la rueda de la escotilla giró libremente. Levantó la tapa, desenfundó la pistola y asomó la cabeza al siguiente nivel. Todo estaba oscuro y en silencio. Se apresuró a salir y esperó a Tory. En cuanto estuvo a su lado, se arriesgó de nuevo a encender la linterna.
    Se encontraban en la sala de control de los tanques de lastre. Desde ahí la tripulación controlaba el sistema de bombeo para transferir la carga de un tanque a otro y mantener el barco nivelado. Por un momento consideró la posibilidad de abrir las válvulas para que entrase el agua, pero tardaría demasiado en encontrar y abrir una de las escotillas de inspección. Además, seguramente habría una rejilla para impedir que los peces o las algas llegasen a las bombas en el momento de coger lastre.
    Ahora que se había orientado, encendió el miniordenador y buscó los planos del Toya Maru. Resultaba difícil leerlos en la diminuta pantalla, así que tardó unos minutos en dar con la ruta de escape.
    — Lo tengo —anunció finalmente. Muy bien. Ponte detrás de mí y no te apartes.
    — ¿Caballerosidad, capitán?
    — No, sentido común. Llevo un chaleco antibalas, y a menos que hayas adelgazado diez kilos en dos semanas, sé que tú no.
    Tory le sonrió burlonamente.
    — Touché. Usted primero.
    Cabrillo salió de la sala de control. Las gafas de visión nocturna de Tory eran inútiles porque no había luz que pudiesen amplificar, así que se vio obligado a utilizar la linterna y rogar para que los guardias denunciasen su presencia antes de que pudiesen verlos.
    Al final del pasillo había una escalerilla muy empinada.
    Cabrillo había subido hasta la mitad cuando oyó voces y vio luces en el siguiente nivel. Bajó rápidamente; Tory lo imitó.
    Desde el pie de la escalerilla atisbó cómo pasaban dos hombres armados con fusiles de asalto. Cuando el sonido de las voces se apagó, esperaron tres minutos y subieron de nuevo.
    Llegaron al nivel que se hallaba debajo de la cubierta principal. El plan de Cabrillo era saltar por la borda y encontrar el respirador. Los hombres de Shere Singh nunca los descubrirían en la oscuridad.
    Desde el fondo del pasillo llegó el ruido inconfundible de la corredera de un arma. Cabrillo lanzó a Tory contra la cubierta en el mismo momento en que se encendían todas las luces. Comenzó a disparar antes de tener un blanco, para provocar la máxima confusión. No le preocupó que pudiera alcanzarlo algún proyectil rebotado. Escapar de la emboscada era lo único importante. Tory también comenzó a disparar con su pistola de calibre nueve milímetros sin silenciador; en aquel espacio cerrado las detonaciones sonaban como truenos.
    Cabrillo decidió volver a la escalerilla, pero cuando se asomó al rellano alguien desde abajo disparó una ráfaga desde tan cerca, que notó el calor de los proyectiles y el fogonazo casi le alcanzó en el rostro.
    Efectuó un disparo a ciegas contra el pistolero invisible y se arrastró a través del pasillo para ponerse a cubierto allí donde había un giro de noventa grados. Una vez fuera de la vista de los atacantes, arrastró a Tory al refugio. No le habían herido, milagrosamente, y ese no era el momento de preocuparse de la inglesa.
    Arrojó el miniordenador al pasillo y en el acto sonó una descarga. Bien. Los guardias estaban nerviosos. Asomó la pistola y disparó tres veces al tiempo que se movía, de forma que cuando apretó el gatillo por cuarta vez quedó expuesto. Vio su objetivo, un guardia con turbante tumbado en la cubierta que lo apuntaba con un AK47. Cabrillo le metió dos balas en la cabeza y se puso a cubierto de los disparos de un segundo hombre que vació el cargador en una ráfaga descontrolada.
    Tomó a Tory de la mano y juntos escaparon a toda carrera de la emboscada, sin preocuparse por el ruido.
    Cabrillo llegó a una esquina y por el rabillo del ojo vio el movimiento una fracción de segundo antes de que la culata de un fusil se estrellase contra su cabeza. Se desplomó, pero no perdió el conocimiento. Tory disparó contra el guardia, al descargar el culatazo se había desequilibrado. La energía cinética de las balas lanzaron al hombre hacia atrás y la sangre roció el mamparo.
    Cabrillo dejó que Tory lo ayudara a levantarse. Tenía la visión borrosa, y la sangre manaba de su frente. Un trozo de piel colgaba sobre su ojo izquierdo. Se lo arrancó con un brutal tirón que aumentó la hemorragia pero le permitió ver.
    Tory soltó una exclamación como si le hubiese dolido a ella.
    — Conozco a un buen cirujano plástico —fue el único comentario que hizo Cabrillo, y echaron a correr.
    Fue entonces cuando comenzó a sonar un terrible chirrido metálico. Habían puesto en marcha la sierra. Al cabo de un momento la sierra de cadena mordió el acero de la superestructura a no más de seis metros por delante de Cabrillo y Tory. El agua de los chorros refrigerantes se vaporizó, la humedad subió al ciento por ciento, y las virutas volaban por el pasillo como metralla. La sierra cambió de dirección y comenzó a cortar horizontalmente hacia ellos. Los dientes cortaban los mamparos como si fuesen de papel. La gruesa cadena atravesó un mamparo con la misma facilidad con la que lo haría un abrelatas. Se movía a una altura de poco más de un metro por encima de la cubierta y casi con la misma velocidad a la que ellos conseguían correr. El olor del metal quemado era insoportable; de vez en cuando, alguna viruta al rojo alcanzaba a Cabrillo y le abría un agujero en el traje de neopreno.
    Llegaron a otra escalera y la subieron de dos en dos, desesperados por escapar de la sierra mortal. Como si la máquina hubiese adivinado adonde se dirigían, cambió de dirección y comenzó a subir. Destrozó la escalera como si fuese las mandíbulas de una bestia prehistórica. Los peldaños y los barrotes de la balaustrada rebotaban contra los mamparos a medida que la sierra los arrancaba de las monturas.
    Cabrillo apenas alcanzaba a ver. La sangre que le entraba en los ojos y la leve conmoción provocada por el golpe mermaban sus fuerzas. Pero Tory no se separó de su lado. Juntos se alejaron de los dientes asesinos de la sierra. Pasaron por delante de los camarotes de la tripulación y, al dar la vuelta por otro pasillo, aceleraron la marcha para alcanzar una escotilla que comunicaba con el exterior. Era una auténtica carrera porque corrían en paralelo a la sierra y ya no podían ver cómo esta destrozaba al Toya Maru.
    A tres metros de la escotilla abierta, el mamparo de la derecha comenzó a resplandecer por el calor y a sacudirse a medida que los dientes atacaban el metal. Como el buque japonés no estaba exactamente centrado en el cobertizo, la sierra destrozó primero la esquina que acababan de dejar atrás y, como si abriese una cremallera, comenzó a partir el mamparo.
    Cabrillo miró por encima del hombro. La cadena ya había cortado los primeros tres metros del pasillo y, mientras miraba, cortó un par de metros más. Las virutas volaban por el aire como un enjambre de avispas furiosas a medida que la sierra cortaba los mamparos a ambos lados.
    Solo les faltaban un par de metros para alcanzar la escotilla cuando Cabrillo apoyó una mano entre los omóplatos de Tory y la empujó violentamente. La muchacha cayó al suelo pero el impulso la hizo rodar sobre sí misma. Cabrillo se arrojó detrás de ella y juntos salieron por la escotilla en el mismo instante en que la sierra pasaba por encima de sus cabezas.
    Cayeron en otra emboscada.
    Cuatro hombres con turbante los esperaban con los fusiles de asalto preparados. Cabrillo y Tory habían acabado en un enredo de miembros que parecía la parodia de un acto íntimo. Antes de que cualquiera de los dos pudiese echar mano a las armas, los sijs los habían rodeado y apoyaban la boca de los AK47 en sus cabezas. La sierra se detuvo.
    — Agradezco que la sierra no los pillase —afirmó una voz sonora y con un fuerte acento desde una pasarela colgada por encima del barco.
    Los guardias les quitaron las armas antes de dejar que Cabrillo y Tory se levantasen con las manos cruzadas detrás de la nuca. El de la Corporación miró al hombre de la pasarela. A juzgar por la edad y su parecido con Abhay, adivinó que era el jefe de la organización pirata.
    — Shere Singh —masculló.
    — Espero que hayan encontrado lo que buscaban —añadió el sij. Me molestaría verlos morir con la curiosidad insatisfecha. —Dio una orden en una lengua que Cabrillo no entendió, y los guardias empujaron a la pareja hacia la proa.
    Por encima de ellos un operario invisible movió la sierra.
    Unos raíles instalados cerca del techo permitían moverla a todo lo largo del cobertizo. La cadena se extendía ahora a través de la cubierta, a unos cinco metros por detrás del último corte, y la habían tensado tanto que a pesar de sus casi setenta metros de longitud no se combaba. Iluminadas por las luces colocadas en el techo, las puntas de los dientes de aleación especial brillaban como otros tantos centenares de dagas.
    Shere Singh bajó hasta la cubierta del Toya Maru y se acercó a ellos escoltado por otros dos guardias. Llevaba una barra de metal con los extremos doblados en ángulo recto a modo de asas. Cabrillo y Tory fueron sujetados por dos guardias de forma que apenas tocaban la cubierta con las puntas de los pies.
    El norteamericano intentó mover el peso para encontrar un punto de apoyo que le permitiese soltarse, pero cada vez que se movía los hombres lo levantaban un poco más. Singh se le acercó tanto que Cabrillo olió su sudor; le pasó la barra por debajo de los brazos y detrás de la espalda. Los guardias deslizaron las manos por la barra para sujetarla por las asas.
    Cabrillo comprendió la utilidad de la barra. Debía de ser la manera preferida del pirata de matar a sus enemigos. Las asas permitían a los guardias sujetar a la víctima y acercarla a la sierra sin peligro de que los dientes les alcanzaran.
    Por su parte, Tory Ballinger, en cuanto se dio cuenta de lo que iba a suceder, gritó como una leona rabiosa y se revolvió con todas sus fuerzas para soltarse. Los hombres que la sujetaban se echaron a reír y la levantaron todavía más, de forma que todo su peso tiraba de los tendones de los hombros. El terrible dolor acabó con su resistencia, y pareció perder el ánimo.
    — No conseguirá salirse con la suya —dijo Cabrillo.
    La amenaza le sonó tan ridícula como al propio Shere Singh, y el gigantón paquistaní se echó a reír.
    — Claro que sí, capitán Jeb Smith, pero debo decir que ha perdido mucho peso si debo creer en la descripción que me hizo mi hijo Abhay.
    — Jenny Craig.
    — ¿Quién?
    — No importa. Escuche, lo sabemos todo del Maus, y también del Souri. En el momento en que cualquiera de los dos intente entrar en un puerto legal, las autoridades lo incautarán. Está acabado, así que ¿por qué no se rinde ahora y se evita un par de acusaciones de asesinato?
    — Entonces, ¿no me acusará por la muerte de la tripulación del Toya Maru?
    Cabrillo nunca había creído realmente que los piratas mantuviesen prisionera a la tripulación del buque tanque, pero ahora tenía la confirmación.
    — Dentro de unos diez minutos un equipo de fuerzas especiales asaltará este edificio y matará a todos los que estén dentro.
    Singh se rió de nuevo. Disfrutaba con el dominio absoluto que tenía sobre los prisioneros.
    — Llegarán cinco minutos demasiado tarde para usted y su núbil amiga. No hay nada que pueda decir para detenerme ni tampoco nada que pueda hacer. Mientras hablamos mis hombres se acercan a su barco. Como mucho puede disponer de una pequeña fuerza mercenaria. No será un obstáculo.
    Cabrillo no dudaba de que aunque él no consiguiera escapar con vida, su tripulación mataría a Singh y a todos sus hombres. Pero necesitaba que el sij continuase hablando. Necesitaba tiempo para pensar en cómo escapar de aquella situación.
    — Si vamos a morir, al menos explíqueme lo de los chinos.
    ¿Cómo encajan en el esquema de la operación?
    Singh se acercó de nuevo. Tenía los ojos color avellana y no parpadeaba. Olía a tabaco y con su casi metro noventa y cinco de estatura le sacaba casi media cabeza al capitán. Solo con la fuerza del brazo descargó un puñetazo en el plexo solar de Cabrillo que le hizo soltar hasta la última molécula de aire de los pulmones. De haber usado toda la fuerza del cuerpo le hubiese hundido las costillas. Tardó en volver a respirar con cierta normalidad.
    — Usted nunca supo que yo había descubierto que seguía al Mam desde el mar de Japón. No supo que había descargado este barco —Singh dio un pisotón en la cubierta— cuando se presentó la oportunidad. Siempre he estado por delante, ¿por qué cree que ahora cometeré la estupidez de decirle algo? El conocimiento hay que ganárselo. Se lo enseñé a mis hijos. Cualquier cosa que le dé vale exactamente lo que hizo para merecerlo. Nada. Lo que hacemos con los chinos que capturamos no es asunto suyo.
    Estas palabras confirmaban que Singh estaba relacionado con los cabezas de serpiente.
    — ¿No siente curiosidad por saber quiénes somos y por qué hemos venido a por usted? —preguntó Cabrillo.
    Una expresión lobuna pasó fugazmente por el rostro de Singh.
    — En eso tiene toda la razón, amigo mío. Desde luego quiero saber quién es, y si hubiese aparecido por aquí una semana ante me habría encantado arrancarle la información.
    Pero hoy, ahora, no me importa. Dejaré que se vaya a la tumba con sus secretos y yo seguiré con los míos.
    Singh hizo un gesto en espiral con un dedo, y los potentes motores que impulsaban la sierra de cadena por los enormes engranajes se pusieron en marcha. En cuestión de segundos era como un relámpago de acero que apenas se movía por encima de la cubierta. El ruido era terrible pero mucho menor que cuando los dientes seccionaban un barco.
    Cabrillo miró en derredor en busca de algo, cualquier cosa, que le sirviese para retrasar lo inevitable. Se le había ocurrido un plan, pero como mucho conseguiría acabar con dos, quizá tres de los guardias antes de que lo abatiesen. Su única esperanza era que Tory tuviese la suficiente presencia de ánimo como para saltar por la borda y salir pitando del cobertizo. La miró. Sus miradas se cruzaron con tanta intensidad que fue como si pudiesen leerse el pensamiento. Ella sabía que se preparaba para intentar una locura, y sus ojos le dijeron que la aprovecharía al máximo. El breve intercambio le dijo que en otras circunstancias le hubiese agradado conocerla mejor.
    Los guardias acercaron a Cabrillo a la sierra, y por mucho que intentó resistirse se vio forzado a caminar de puntillas y tambaleándose hacia el monstruo metálico. Incluso a una distancia de metro y medio notaba su poder. Era como el cosquilleo de la electricidad estática durante una tormenta, una fuerza viva que cortaba el aire.
    Intentó mover los hombros, pero solo consiguió que los guardias lo arrimasen un poco más.
    Shere Singh se acercó a Cabrillo, con la precaución de mantenerse a una distancia donde no pudiese alcanzarlo. El sij sujetaba un trozo de madera. Antes de acercar el madero a la sierra, se aseguró de que el estadounidense tenía la atención puesta en él. Se oyó un sonido como el descorchar de una botella, seguido de una explosión de serrín. La sierra solo había tardado una fracción de segundo en pulverizar el trozo de caoba. Singh sonrió satisfecho y se apartó al tiempo que gritaba por encima del estruendo de la máquina:
    — Creo que dejaré que mis hombres disfruten de la mujer antes de lanzarla a la sierra.
    Cabrillo no manifestó el menor indicio de que se preparaba para entrar en acción, pero en su mente planeaba cada movimiento, coreografiaba cada paso de forma que en el momento de ejecutarlos no hubiese el menor titubeo. Había, sin embargo, una incógnita en el plan: saber si sobreviviría al primer instante.
    Levantó las piernas en el aire, seguro de que los hombres a su espalda lo aguantarían con firmeza mientras los miembros caían inexorablemente hacia la sierra. La pantorrilla derecha entró en contacto con la cadena dentada. Apenas oyó el grito de asombro de Tory cuando la sierra mordió algo duro en la pierna y arrancó las asas de las manos de los guardias.
    El brutal golpe casi arrancó la pierna de Cabrillo, y las correas que sujetaban la prótesis por debajo de la rodilla se tensaron al máximo. Pero había funcionado. Los hombres no habían sujetado la barra, para permitir que los dientes cortasen las varillas de titanio de la pierna artificial. El impulso de la sierra lanzó a Cabrillo como una muñeca de trapo a través de la cubierta. Aterrizó cinco metros más allá, rodó sobre sí mismo y, cuando se detuvo, ya había metido la mano en los restos de lo que él llamaba su pierna de combate para empuñar la pistola KelTec que guardaba dentro.
    La KelTec era una de las pistolas más pequeñas que se fabricaban y solo pesaba cincuenta gramos descargada. Pero a diferencia de las otras pistolas, que solo eran de calibre veintidós o veinticinco, habían diseñado la KelTec para que disparase balas de calibre trescientos ochenta. Podían tumbar a un hombre solo con el impacto, y los armeros del Oregon habían modificado los proyectiles hasta unos pocos newtons por debajo de la máxima tolerancia.
    Por mucho que desease disparar la primera bala a la cabeza de Singh, la pistola solo llevaba siete proyectiles. Apuntó a los atónitos guardias que lo habían sujetado hasta unos segundos antes y disparó. El primer disparo falló el objetivo. Su respiración era acelerada y comenzaba a dolerle el muñón.
    Los dos disparos siguientes encontraron sus blancos; una bala atravesó la garganta de uno de los guardias, que se desplomó sobre la sierra.
    La cadena cortó el cadáver por la mitad y la sangre se esparció como una nube. La cabeza y el torso cayeron sobre la cubierta con un ruido sordo, mientras que las piernas volaron por el aire cuando un diente seccionó la columna vertebral.
    Los miembros amputados golpearon al segundo guardia en el pecho y cayó al suelo. Cabrillo aprovechó que había quedado fuera de combate para apuntar a los hombres que sujetaban a Tory. La sostenían de tal forma que no tenía un disparo limpio, así que disparó a la rodilla de uno de ellos. El guardia soltó un alarido y se apartó, momento que la mujer aprovechó para zafarse. Cabrillo lo tumbó con dos disparos en el pecho.
    Los dos guardias que habían bajado con Shere Singh a la cubierta del Toya Maru buscaban ponerse a cubierto para después abrir fuego con sus AK47. Cabrillo disparó los tres últimos proyectiles para mantenerlos agachados al tiempo que llamaba a Tory. Ella llegó a su lado, y juntos corrieron hacia la borda. La prótesis rota apenas soportaba el peso de Cabrillo, así que él y Tory se movían con el paso descompensado de una pareja que participa en una carrera de tres piernas.
    Llegaron a la borda en el mismo instante en que los guardias apuntaban. Las balas rebotaron y arrancaron chispas en el acero mientras los tiradores buscaban una mejor línea de tiro. Sin una pausa y como si fuesen un par de cadáveres que se arrojan desde un puente, Cabrillo y Tory aprovecharon el impulso de la carrera para saltar por encima de la borda; cayeron de cabeza. No podían hacer nada para corregir la trayectoria, por lo que se hundieron en la infecta superficie con una fuerza terrible. A pesar de que sus pulmones no se habían recuperado del todo del puñetazo de Singh, Cabrillo se aseguró de que él y Tory se mantuviesen sumergidos mientras se alejaban del punto de entrada.
    El director dedujo que alguien había apagado los motores de la sierra porque no resonaba ningún eco en el cobertizo.
    Contó hasta diez mentalmente y le prometió a su cuerpo castigado que al final de la cuenta saldría a la superficie para respirar, pero cuando llegó al número mágico se forzó a contar otros diez, y luego diez más. Tory fue la primera que necesitó aire, y salieron juntos a la superficie lo más cerca del casco que pudieron. Cabrillo se llenó los pulmones de aire y obligó a su compañera a sumergirse; no sabía si los habían visto.
    Cuando salieron por segunda vez, tardó un momento en orientarse. Se encontraban a menos de veinte metros del lugar donde había atado el respirador. Las balas comenzaron a levantar pequeños surtidores de agua a su alrededor. La pareja se sumergió en el acto, sin apenas tiempo de respirar, pero consiguieron recorrer la distancia.
    El dolor en la cabeza y la pierna nublaba la mente de Cabrillo hasta tal punto que ni siquiera intentó desatar el sencillo nudo que había hecho. Buscó el puñal que llevaba en la prótesis. La sierra había roto parte de la hoja pero no había tocado el filo. Cortó la cuerda y le pasó la boquilla a Tory mientras se sumergían. Como no salían burbujas del respirador, los guardias no podían saber dónde se encontraban. Los hombres de Singh disparaban indiscriminadamente con la esperanza de hacer diana, pero también lo hacían para descargar la furia por la muerte de dos de sus camaradas y porque un tercero hubiese quedado lisiado para el resto de su vida.
    Cabrillo no sintió la menor compasión por ellos.
    Cogió la boquilla de la boca de Tory con mucho cuidado, debía evitar que el agua entrase en el sistema, ya que provocaría una reacción cáustica en los filtros. A pesar del agua contaminada, notó el sabor de la mujer en la goma. Le apretó la mano para darle ánimos y luego se colocó el Draeger en la espalda. Las partes mecánicas de la prótesis estaban destrozadas, así que se colocó una aleta en el pie sano y le dio la otra a Tory.
    Acababa de quitar el agua de la máscara y ya iban a salir del cobertizo, cuando oyó el sonido de un tiroteo. Esta vez no eran los desesperados disparos de los guardias, sino el rítmico batir de un arma que conocía muy bien. No pudo evitar una sonrisa. Los hombres de Singh intentaban asaltar el Oregon; imaginó a Mark Murphy delante de las pantallas desde donde controlaba los disparos del cañón Bofors de cuarenta milímetros.
    Fue entonces cuando los hombres asomados a la borda debieron de ver sus movimientos, porque de pronto las balas comenzaron a llover a su alrededor; sus estelas parecían flechas blancas.




    21

    Max Hanley ordenó a Franklin Lincoln y a su equipo de asalto que lanzaran la Zodiac en cuanto oyó que la sierra se ponía en marcha en el cobertizo, al otro lado de la bahía. Luego abandonó la bodega para dirigirse al centro de operaciones, ubicado debajo de la superestructura del Oregon. El color rojo de las luces de combate se mezclaba con el azul de las pantallas de los ordenadores y creaba un desagradable tono violáceo. Preguntarse por qué nunca se había fijado en ese detalle no fue más que una de las mil cosas que pasaron por su cabeza.
    A la vista de que no había registrado movimiento alguno en el lugar durante la noche, Hanley no dudaba de que Shere Singh había puesto en marcha la sierra porque había capturado a Cabrillo. Eric Stone se encargaba del timón, Murph de la artillería, y Hali Kasim y Linda Ross observaban las pantallas donde aparecían las imágenes enviadas por las cámaras exteriores. Max se sentó en su butaca y se puso los auriculares con el micro incorporado.
    — Linc, ¿todo en orden?
    — Sí, Oregon. Nos aproximamos en navegación silenciosa.
    Tiempo estimado de llegada, siete minutos.
    Hanley iba a preguntar por qué no utilizaban el potente fuera borda, dado que el ruido de la sierra ocultaría el sonido del motor, pero entonces recordó que con la luz de la luna la estela de la neumática formaría un rastro blanco en la superficie negra.
    — Oregon —añadió Lincoln, hay mucho tráfico que sale de la playa. Cuento cuatro, repito, cuatro embarcaciones. El escáner térmico indica que van cargadas hasta los topes.
    — Las tengo —gritó Mark Murphy desde su puesto. En su pantalla aparecía la imagen captada por la cámara instalada en el palo mayor del barco. Calculo unos cincuenta hombres en total, armados con armas automáticas y fusiles lanzagranadas. —Escribió las órdenes para preparar el amplio arsenal de que disponían. La pantalla se dividió en cuatro cuadrantes, de forma que cada una de las embarcaciones de poco más de doce metros de eslora tenía el suyo. La retícula de una mira apareció en el casco de las embarcaciones. Los objetivos están designados tango uno a cuatro. Los rastreo.
    — ¿Dónde está la Zodiac? —Hanley necesitaba saberlo, no quería preocuparse por la posibilidad de un accidente provocado por fuego amigo cuando las baterías del Oregon comenzasen a disparar.
    — Linc ha virado para apartarse, pero navega lento.
    Hanley puso en pantalla una imagen panorámica. Los hombres de Singh navegaban en línea recta hacia el Oregon mientras la Zodiac se apartaba lentamente hacia estribor. El ex SEAL no podía poner en marcha el motor de gasolina porque los asaltantes abrirían fuego en cuanto vieran la estela. Max se veía forzado a mirar, impotente, cómo las embarcaciones del enemigo acortaban distancias rápidamente.
    — ¡Alerta! —gritó Linda Ross. Lanzamiento de misil desde la playa.
    En los dos segundos que empleó en dar la alarma, el RPG recorrió la mitad de la distancia hasta el Oregon, y antes de que cualquiera pudiese reaccionar, cubrió la otra mitad. El misil de dos kilos y medio impactó en la proa, muy cerca de la cadena del ancla. El estallido del misil ruso arrancó un trozo de la borda y abrió un agujero en la cubierta, aunque no llegó a dañar el mecanismo del ancla.
    — Hay más. ¡Múltiples lanzamientos!
    A esa distancia de la playa, los sistemas de defensa automáticos no podían destruir los misiles. Solo se podía dar una orden.
    — ¡Timonel, atrás a toda máquina!
    Eric Stone se había anticipado a la orden, y sus manos ya echaban hacia atrás las palancas duales de los aceleradores. En las profundidades del barco los cuatro enormes motores magnetohidrodinámicos entraron en funcionamiento. De la misma forma que basta darle a un interruptor para que se encienda la luz, los revolucionarios motores funcionaron a plena potencia al instante. Sacaban la carga eléctrica del agua de mar, la amplificaban a través de los magnetos enfriados criogenicamente y generaban una ola de fuerza que bombeaba agua a través de los tubos impulsores con una potencia inimaginable.
    La brutal arrancada arrojó al suelo la vajilla en la cocina y una pila de expedientes en la mesa de Cabrillo voló por los aires. Pero no bastó para evitar la andanada de RPG.
    Seis de los notoriamente poco precisos misiles se perdieron en el mar. Otro impactó en una de las falsas grúas del Oregon, que cayó como un árbol talado. El pesado mástil de acero se estrelló contra la cubierta con fuerza suficiente para sacudir al barco, de once mil toneladas. El octavo misil hizo blanco en la superestructura debajo del puente. La cabeza estaba diseñada para atravesar el blindaje de un tanque, así que cuando atravesó la plancha de acero, de un centímetro de grosor, conservaba gran parte de su fuerza. Dos de los falsos camarotes que la Corporación mostraba a los inspectores portuarios desaparecieron con la fuerza de la explosión, pero el daño no tenía la menor importancia. El ordenador que dirigía el control de daños activó el sistema contra incendios automáticamente y envió equipos al lugar.
    — Quiero un informe dentro de treinta segundos —ordenó Hanley por el canal de emergencia.
    Echó una ojeada a la pantalla del GPS y a los indicadores de velocidad. Salían de la bahía a una velocidad de veinte nudos y continuaban acelerando. Al cabo de unos segundos quedarían fuera del alcance de los misiles de Shere Singh. Pero si el sij hubiese tenido armas más avanzadas, como los Stinger, entonces habrían necesitado más espacio para destrozarlos en pleno vuelo.
    — Linc, informe de tu situación.
    — Nos han descubierto —respondió Lincoln. Por encima de la voz del ex SEAL, Hanley oyó el rugido del motor y el tableteo de las armas automáticas. Nos persigue una lancha.
    Las otros tres se acercan a vosotros.
    — Espera un minuto a que nos pongamos fuera del alcance de los misiles y tendrás fuego de protección. Adams lanzará nuestro segundo avión, así que dentro de unos minutos tendremos una visión completa del campo de batalla.
    — Recibido.
    A una velocidad de casi cuarenta nudos, Lincoln no podía hacer más que disparar ráfagas contra la lancha con su M4A1 para intentar evitar que sus perseguidores pudiesen dispararles con precisión. Hasta entonces, los disparos de respuesta habían pasado lejos de la Zodiac. Los hombres de la lancha se limitaban a disparar con las armas apoyadas en las bordas.
    Le asombraba ver el castigo que soportaba el Oregon, pero supuso que se lo esperaban. El ataque contra el barco no tenía ninguna importancia. Lo único importante era encontrar a Cabrillo y escapar a todo gas.
    Se había apagado el ruido infernal de la sierra, y Lincoln no sabía cómo interpretarlo, pero hasta que el Oregon no lo librase de la lancha que los perseguía, no podían correr el riesgo de acercarse al cobertizo, ¿o sí podían?
    Mike Trono llevaba el timón de la neumática; Lincoln le indicó por señas lo que quería hacer. El ex paracaidista asintió y de inmediato hizo un viraje cerrado que los llevaría a la parte trasera del enorme cobertizo.
    La maniobra permitió que la lancha recortase la ventaja, y los guardias a bordo aprovecharon la oportunidad. Una docena de armas abrieron fuego al mismo tiempo y si Trono no hubiese emprendido una rápida acción de evasión, la Zodiac y sus cuatro tripulantes habrían acabado hechos trizas por las balas.
    Lincoln y los demás respondieron al ataque. Incluso Trono disparó con una mano al tiempo que movía el acelerador con la otra. Uno de los guardias soltó el arma, se llevó las manos a la garganta y cayó por la borda. Impulsado por la ola que levantaba la proa fue a parar debajo de la embarcación. Incluso si la herida no era fatal, las hélices convertirían su cuerpo en picadillo cuando lo alcanzasen.
    La lancha se apartó y le permitió a Trono disminuir la velocidad en el momento en que pasaban por detrás del cobertizo y la sierra comenzaba a funcionar de nuevo, aunque esta vez sin tanto estrépito porque no cortaba metal.
    Lincoln, con el fusil apretado contra el pecho, rodó por encima de la suave borda de la neumática y absorbió el impacto contra el agua con sus poderosos hombros. Flotó en la estela mientras Mike aceleraba de nuevo al máximo para pasar como un rayo en paralelo a la playa.
    Se zambulló por debajo del faldón metálico y asomó en el lado interior del cobertizo.
    Había luz suficiente para ver que habían borrado de la popa el nombre del barco. Por otra parte, con el ruido de la sierra en el otro extremo le resultaba imposible oír voz alguna, así que no podía saber qué pasaba.
    — Oregon, aquí Asalto Uno —llamó. Estoy dentro del cobertizo y me dispongo a buscar al director.
    — Recibido —respondió Hanley en el acto. Nos disponemos a responder al ataque. Tendrás el campo despejado para la salida. Buena suerte.
    Lincoln cerró la comunicación y comenzó a nadar a lo largo del barco en busca de un acceso a la cubierta. Entonces oyó unas detonaciones cerca de la proa truncada.
    Segundos más tarde dos cuerpos cayeron por encima de la borda. Ambos vestían de negro, uno con uniforme de combate y el otro con un traje de submarinista. Tenía que ser Cabrillo. Lincoln no sabía quién podía ser la otra persona, pero no le sorprendió que la silueta fuese femenina. Solo el director era capaz de ligar en un lugar como aquel.
    No se habían disipado los pequeños anillos concéntricos de la zambullida cuando dos guardias se asomaron por la borda y movieron las armas de un lado al otro mientras buscaban a la pareja. Lincoln no tenía ninguna garantía de hacer diana desde esa distancia, así que continuó nadando sin apartarse de la sombra de la pasarela que rodeaba el cobertizo a un poco más de un metro por encima de la altura máxima de la marea.
    Vio que Cabrillo y una mujer, que le recordaba vagamente a alguien, asomaban un par de veces para respirar. Lincoln estaba seguro de que se dirigían hacia una escalerilla. «Es donde ha debido de dejar el respirador», pensó.
    Los guardias dispararon sin saber el lugar donde se encontraba Cabrillo. Calculó que había pasado un minuto desde la última vez que habían emergido. Cabrillo era un excelente buceador a pulmón libre, capaz de permanecer sumergido dos minutos o más, pero no después de un tiroteo en el barco y una caída de diez metros desde la cubierta. Seguramente había recuperado el respirador.
    En el momento en que llegaba a esa conclusión, oyó la voz de Hanley que le informaba de que había entrado en combate.
    El anuncio fue simultáneo con el tronar de los cañones de cuarenta milímetros montados a proa.
    Sin dejarse distraer por los cañonazos, los guardias concentraron los disparos en un punto a unos tres metros de la escalerilla. Algo les había llamado la atención. Con un movimiento que le costó un gran esfuerzo, ya que calzaba botas de combate en lugar de aletas, Lincoln movió las piernas para elevar el tronco fuera del agua y se llevó el M4A1 al hombro. Antes de que la fuerza de la gravedad volviese a hundirlo, disparó dos ráfagas de tres balas. El AK47 de uno de los guardias voló por los aires. La cabeza del otro desapareció en una nube roja.
    Se hundió de nuevo a la espera de que apareciera otro guardia. Pero sintió que una mano le sujetaba uno de los tobillos. Resistió el impulso de apartarla. Era el director.
    Lincoln notó cómo Cabrillo le ponía la boquilla del respirador en los labios; respiró un par de veces antes de devolvérsela. Se lo había pasado a la mujer porque percibió el movimiento del pecho contra su hombro. Comenzaron a nadar con torpeza y se turnaron en el uso del respirador. Tardaron varios minutos en retroceder hasta la popa del buque tanque.
    Cabrillo les permitió salir a la superficie debajo de la pasarela, junto a las puertas que se abrían al mar. Le ardía la herida en la frente, donde se había arrancado el colgajo de piel, y el dolor en la pierna mutilada era como un latido sordo desde la ingle hasta la punta del pie que había perdido años atrás.
    — No podrías haber llegado en un momento más oportuno —agradeció Cabrillo. Creo que descubrieron nuestra posición porque mi aleta asomó fuera del agua.
    — ¿Hay más gente por aquí, jefe?
    — Shere Singh escapó en el momento en que saqué la pistola, y si tú te has cargado a los dos hombres que había a bordo del Toya Maru, no queda nadie más, que yo sepa.
    — ¿Qué les parece si no esperamos a los refuerzos? —propuso Tory.
    — Yo estoy con la señora. —Lincoln pulsó el botón de la radio. Oregon, aquí Asalto Uno. Tengo al director y a la sirena que rescatamos del Avalon. Estamos preparados para que la Zodiac nos recoja.
    — Tendréis que esperar. Aún nos queda por eliminar una lancha. La estamos rastreando, pero necesitaremos unos minutos más para hundirla.
    Cabrillo se hizo con la radio.
    — Negativo, Oregon. Es probable que Shere Singh intente huir mientras hablamos. La necesitamos.
    — Muy bien, Juan. Envío la Zodiac a tu posición.
    Unos segundos más tarde la Zodiac apareció a toda velocidad en el lugar donde Lincoln se había lanzado al agua y se detuvo. Cabrillo se quitó el respirador y siguió al afroamericano y a Tory por debajo de las puertas. Los SEAL de Lincoln sacaron a la joven del agua como si fuese una pluma y luego ayudaron a Cabrillo y al jefe del equipo a subir a la neumática. Apenas subió Cabrillo, Mike Trono aceleró al máximo con la Zodiac.
    De inmediato los hombres de la playa comenzaron a dispararles. Los fogonazos de sus armas brillaban en la oscuridad como luciérnagas furiosas. Trono viró para alejarse de la playa y puso rumbo hacia mar abierto, donde el Oregon intentaba dar caza a la última lancha. Las otras tres ardían y no tardarían en hundirse hasta el fondo de la bahía. La cuarta tenía que estar oculta entre las docenas de barcos que esperaban su turno para entrar en el cobertizo o ser desguazados en la playa.
    Cabrillo se acercó a la proa de la Zodiac para dar indicaciones al timonel cuando llegaron a la flotilla. Se había puesto unas gafas de visión nocturna. El ruido del motor retumbaba entre los viejos buques mientras se dirigían hacia el Oregon.
    Con tantos barcos, era como correr a toda velocidad por un laberinto. Trono seguía fielmente todos los cambios que le transmitía Cabrillo con sus señales. Pasó como una exhalación a lo largo de un superpetrolero que debía de medir unos trescientos treinta metros de eslora y entre un par de transbordadores de coches que aún llevaban las insignias de la compañía naviera británica que había sido la propietaria.
    Rodearon la proa de uno de los transbordadores y se dirigieron hacia una brecha entre un remolcador parcialmente hundido y un contenedor; de repente apareció la última lancha por detrás de otro barco. El equipo de la Corporación reaccionó un segundo antes que el enemigo y sus disparos alcanzaron la embarcación de proa a popa.
    La lancha realizó un viraje cerrado e inició la persecución.
    Con el cambio de marea se había levantado un fuerte oleaje.
    Ambas embarcaciones cabalgaban las olas y el movimiento les impedía utilizar las armas. Con el mar en calma la Zodiac se hubiese alejado de la pesada lancha sin problemas, pero las olas nivelaban las diferencias.
    Cada vez que Trono intentaba salir de entre las ruinas flotantes, la embarcación aparecía para cerrarles la ruta de escape al Oregon.
    El motor rateó y perdió potencia durante un momento antes de funcionar de nuevo a pleno rendimiento. Trono pasó la mano por la carcasa y maldijo cuando sus dedos encontraron un agujero de bala. Los apartó mojados y olió el líquido depositado en su piel.
    — Juan, le han dado al tanque de gasolina —gritó por encima del ruido del motor. No sé cuánto tiempo podremos seguir jugando al gato y el ratón.
    La lancha había interrumpido la persecución, pero la Zodiac se alejaba del Oregon y seguía encerrada en aquel bosque de acero sin saber por dónde llegaría el siguiente ataque.
    — ¿Han regresado a la playa? —preguntó Tory.
    — Lo dudo —respondió Cabrillo en el mismo momento en que la lancha reaparecía por detrás de un pesquero.
    Las balas levantaron surtidores de agua alrededor de la neumática mientras Trono intentaba sacar medio nudo más del motor. Olió el aceite que ardía debajo de la carcasa. La bala había hecho algo más que perforar el tanque de gasolina.
    Zigzaguearon de nuevo entre los transbordadores y fue entonces cuando algo llamó la atención de Cabrillo.
    — Mike, llévanos de nuevo al remolcador hundido. Tengo una idea.
    Cruzaron la bahía en dirección a la oscura silueta del remolcador parcialmente hundido. Se había posado en algún montículo submarino de forma que la proa asomaba entera mientras que la popa quedaba debajo de la superficie. El brazo de una grúa rota colgaba por encima de la borda y casi no se veía con la luz de la luna.
    Cabrillo se concentró en el rumbo que quería seguir, sin hacer caso de todas las demás distracciones, incluidos los disparos desde la lancha. Solo tendría una oportunidad para que su idea funcionase. Con los brazos estirados fue indicando las correcciones de rumbo, que el piloto cumplía en el acto.
    — Vale, disminuye la velocidad, deja que se acerquen.
    Todos oyeron la orden; parecía una locura, pero nadie la cuestionó. La neumática dejó de planear y la lancha acortó distancias rápidamente hasta unos veinticinco metros. Como si ya saborease el momento de la victoria, el timonel aceleró al máximo para dar caza a su presa.
    Cabrillo continuó con los cambios de rumbo para que Trono los llevase a la popa del remolcador. Miró por encima del hombro; la lancha se les acercaba como un tiburón en el ataque final. A través de las gafas de visión nocturna vio la expresión ufana del timonel enemigo.
    «Unos pocos segundos más —se dijo Cabrillo, al tiempo que miraba de nuevo su objetivo. Unos pocos segundos más. ¡Ahora!».
    Bajó la mano izquierda para ordenar a Mike que hiciera un viraje cerrado a babor. La Zodiac navegaba ahora hacia el hueco debajo del brazo caído de la grúa del remolcador. El timonel de la lancha, cegado por el entusiasmo, no se daba cuenta de que iba directamente hacia una trampa.
    — ¡Abajo! —gritó Cabrillo cuando la neumática pasó por debajo del brazo caído. Apenas había un metro entre el acero y el agua, y de no haberse lanzado todos al fondo de la embarcación, el brazo los hubiese decapitado a todos.
    Cabrillo miró atrás en cuanto superaron el obstáculo. La lancha seguía en su estela, pero en el último segundo el timonel advirtió la presencia del brazo. Giró la rueda del timón al máximo. La maniobra llegó demasiado tarde. La velocidad era excesiva. La embarcación se estrelló de lado, y el brazo hendió el casco de fibra de vidrio de proa a popa. Uno de los grandes tanques de combustible voló por los aires.
    Ninguno de los hombres a bordo de la embarcación tuvo tiempo para sujetarse, y los doce salieron despedidos por encima de la proa por la violencia del impacto. Todos, excepto uno que murió en el acto al golpearse la cabeza contra el brazo de la grúa, cayeron al agua sin sufrir heridas.
    El combustible del segundo tanque se derramó en la sentina, pero antes de que el agua de mar pudiese diluirlo, una chispa de la instalación eléctrica lo hizo detonar en una enorme bola de fuego naranja y negra.
    — Destruida la última lancha —comunicó Cabrillo por radio. Volvemos a casa.
    El motor de la Zodiac dejó de funcionar cuando estaban a unos cien metros del Oregon, y tuvieron que remar. Sin el ruido del motor, oían cómo los hombres de Singh continuaban disparando a ciegas desde la playa.
    Cabrillo le arrojó el cabo a un marinero cuando la neumática llegó a la rampa. Mientras el último de los SEAL de Lincoln descargaba su equipo, Cabrillo se acercó a la pata coja hasta donde Julia Huxley, tras recibir el aviso del director, lo esperaba con Una nueva prótesis. Empleó unas tijeras para cortar la pernera del traje y examinó el muñón. Aparte del morado, no se apreciaba ninguna otra lesión, así que dejó que se colocase él mismo la prótesis mientras ella se ocupaba de la herida en la frente.
    — ¿Qué pasó? —preguntó Huxley, que alumbró la herida con una linterna pequeña.
    — Un culatazo.
    La doctora dirigió el rayo de luz a sus ojos para comprobar si sufría una conmoción. No se sorprendió al ver que las pupilas reaccionaban con normalidad.
    — Tienes la cabeza como una piedra. ¿Cómo te sientes?
    ¿Mareado? ¿Con náuseas?
    — En absoluto. Solo me arde un poco por el agua de mar.
    — Te creo. —Huxley sabía que, como la mayoría de los hombres, Cabrillo intentaba disimular el dolor. Untó la herida con un desinfectante y se aseguró de obligarlo a hacer algunas muecas de dolor antes de colocarle un apósito esterilizado y vendarle la cabeza. Ya está. Lo siento, pero se me han acabado las piruletas.
    — Tendría que haber llorado más. —Cabrillo se tragó los analgésicos a palo seco.
    Huxley advirtió la presencia de Tory Ballinger.
    — No sé si quiero saber qué haces aquí —comentó.
    — Tory trabaja para la Lloyd's de Londres —le explicó Cabrillo, que se levantó para probar el ajuste de la nueva prótesis. Le dolía el muñón pero había recuperado la movilidad. Trabaja en el mismo caso que nosotros, aunque desde el otro lado.
    — Vaya. Me había hecho la ilusión de que le habían agradado mis cuidados.
    Las dos mujeres se dieron la mano, y Julia le preguntó si necesitaba atención médica.
    — Gracias, Julia —respondió Tory, mientras se secaba el pelo. Estoy bien. Quizá un poco nerviosa, pero ilesa.
    — Juan tiene un brandy de primera en su camarote. Te receto que te tomes una copa.
    — Juan, ¿estás ahí? —Era Hanley por el interfono. Cabrillo pulsó el botón en el mamparo.
    — Aquí estoy. ¿Cuál es la situación?
    — Aún nos disparan desde la playa. Solo con armas ligeras.
    Se les acabaron los misiles. Adams mantiene la vigilancia aérea.
    Unos pocos minutos después de detenerse la sierra, vio salir a un tipo del cobertizo. Subió a un jeep que lo esperaba y abandonaron el astillero en dirección a un grupo de casas a unos dos kilómetros tierra adentro. Tienen un helicóptero, pero hasta ahora nadie se ha acercado a él.
    — ¿Qué pasa con nuestro pájaro?
    — Está preparado para despegar en diez minutos —respondió Hanley.
    — Dile a Adams que le pase el control del avión a Eric Stone. El chico ha hecho horas más que suficientes en el simulador para que le den la licencia de piloto. Quiero despegar cuanto antes. Necesitamos capturar a Shere Singh si queremos a llegar al fondo de este asunto.
    — ¿Crees que estarás en condiciones? —preguntó Huxley.
    — Estoy más cabreado que herido. Singh nos esperaba.
    — Pulsó de nuevo el botón del interfono. Max, soy yo. Escucha, Singh ha estado siempre por delante de nosotros. Descargó el Toya Maru hace tiempo. Probablemente cuando tú pusiste rumbo a Taiwán. El buque tanque de Hiro está en el cobertizo y no le falta mucho para convertirse en hojas de afeitar.
    — ¿Cómo es posible?
    — Eso ahora no tiene importancia, pero creo que el Maus cuenta con un radar mejor de lo que creíamos. Debieron de descubrir que los seguíamos. Dile a Hali que prepare un informe para las autoridades indonesias. Sospecho que Singh debe de estar conchabado con gente del gobierno, así que seguramente le pondrán pegas, pero el caso es que necesitamos que la Marina o los guardacostas se presenten aquí en cuanto nos marchemos.
    — Estoy en línea —le interrumpió Hali Kasim, muy nervioso. Juan, no te lo vas a creer, pero acabo de recibir una señal del chip de Eddie.
    — ¿Cuándo?
    — Ahora mismo. Hace dos segundos.
    — ¡Dios! ¿Dónde está?
    — No tiene ningún sentido. —Una sombra de duda apareció en el tono del jefe de comunicaciones.
    — Dímelo, Hali.
    — En Rusia. En la costa occidental de la península de Kamchatka. ¿Qué demonios hace allí? Creía que los cabezas de serpiente llevaban a los ilegales a Estados Unidos o a Japón.
    Cabrillo se concentró al máximo, se aisló de Lincoln y de los demás SEAL que guardaban la Zodiac y los equipos, de la mirada de preocupación de Huxley y del atento escrutinio de Tory Ballinger. Habían llevado a Eddie Seng a Kamchatka.
    Averiguar por qué ocupaba parte de su mente, pero toda su capacidad intelectual se dedicaba a elaborar un plan, a calcular velocidades, distancias y las prioridades de la misión. Introdujo en la ecuación la velocidad del barco, la velocidad máxima y la autonomía de vuelo del Robinson R44 con diferentes cargas, y la necesidad de interrogar a Shere Singh.
    No tenía ninguna duda de que Eddie no era el único emigrante que había acabado en aquella aislada región rusa, una tierra sembrada de volcanes que había estado cerrada al mundo durante casi todo el siglo anterior. Cuántos más habían desembarcado en aquellas costas salvajes era algo que nunca llegaría a saber, pero el instinto le decía que habían sido muchos.
    ¿Cuál era la vinculación de Shere Singh en todo aquello?
    La respuesta obvia era el transporte. Podía llevar hombres y barcos en el interior de los diques flotantes con total impunidad. Podía secuestrar las naves cargadas con emigrantes y asegurarse de que ningún testigo, como había ocurrido con los tripulantes del Avalan, sobreviviese para presentar una denuncia. Singh solo necesitaba saber cuáles eran los barcos que llevaban a los clandestinos. Eso significaba que alguien le pasaba la información desde China. Sin embargo, cabía preguntarse si el contrabando era el único delito, o si solo era un medio para llegar a un fin.
    — Necesitan mano de obra barata —anunció en voz alta.
    — ¿Qué has dicho? —preguntó Tory. Se había quitado la camisa empapada y solo llevaba una delgada camiseta negra.
    Se había puesto sobre los hombros una esponjosa toalla para taparse los pechos. El pelo húmedo y revuelto resaltaba su gran belleza. Si tenía alguna pregunta referente a lo que había visto hasta entonces, tuvo la sensatez de guardársela.
    — Es una cuestión de mano de obra barata, de conseguir esclavos. La noche que te rescatamos también sorprendimos a un barco pirata con un contenedor. Hundimos el barco y conseguimos recuperar el contenedor, pero no con la rapidez suficiente como para salvar la vida a las personas que se hallaban encerradas en el interior. Más tarde averiguamos que se trataba de emigrantes chinos ilegales. Mandé a uno de mis hombres a que siguiera la ruta de aquellos pobres desgraciados con la intención de descubrir qué relación había con los piratas. Ahora acaba de aparecer en la península de Kamchatka.
    — En Lloyd's solo sospechábamos que Singh capturaba barcos en esta región y se valía de estas instalaciones para eliminar las pruebas.
    — Es mucho más que eso —afirmó Cabrillo. También asalta los barcos que transportan emigrantes chinos y los lleva a Kamchatka. Si necesita naves grandes como el Maus y su gemelo, deduzco que probablemente capturan a centenares o quizá miles de ilegales para emplearlos como trabajadores esclavos.
    — ¿Para hacerlos trabajar en qué? —preguntó Tory.
    — Podría ser cualquier cosa. —Cabrillo pulsó de nuevo el botón. Max, prepáralo todo para sacarnos de aquí. Me llevaré a Lincoln y a Mike para intentar capturar a Shere Singh.
    Quiero que pongas rumbo hacia la posición de Eddie a toda velocidad. Tomaremos un vuelo a… —Tardó un segundo en recordar el nombre de la capital de Kamchatka. Petropavlovsk.
    — No podrá ser, director —dijo Mark Murphy por el circuito abierto. Llevo conectado a internet desde que Hali informó de la posición de Eddie. El gobierno informa que se está produciendo una erupción volcánica. Lo he confirmado en la página del servicio geológico norteamericano. Los rusos dicen que la lluvia de ceniza los ha obligado a cerrar el aeropuerto. No hay forma de entrar ni de salir.
    Cabrillo maldijo por lo bajo.
    — De acuerdo, pero eso no cambia las cosas. Quiero que el Oregon se ponga en marcha inmediatamente.
    — ¿Qué pasa con Shere Singh? —quiso saber Hanley.
    — Solo se reduce el tiempo para la captura, nada más. Incluso si el Oregon navega a toda máquina, dispondremos de media hora antes de que te coloques fuera del radio de acción del helicóptero.
    — ¿Puedo decir algo, capitán? —preguntó Tory.
    Cabrillo asintió.
    — Me infiltré en las instalaciones por el lado de tierra, y son enormes. He vigilado el lugar toda una semana sin conseguir verlo todo.
    — Ve al grano.
    — Me refiero a que si solo tienes treinta minutos para encontrarlo creo que podré guiarte hasta donde tiene su casa cuando está aquí.
    Cabrillo vaciló solo una fracción de segundo. Tory Ballinger era prácticamente una desconocida, pero tenía la sensación de conocerla a fondo porque veía mucho de sí mismo en su firme mirada. Se había comportado muy bien en el cobertizo, y todavía no sabía cómo había sido capaz de no venirse abajo cuando se había visto atrapada en el interior del Avalon.
    Vio en ella el invencible espíritu británico que antaño había convertido a la isla en la nación más poderosa de la Tierra y que les había permitido soportar los bombardeos durante la Segunda Guerra Mundial. Mientras que en Winston Churchill la expresión de sus ojos reflejaba una beligerante confianza, en Tory era de un empuje irresistible.
    Además, pensó Cabrillo, sus investigaciones la habían conducido hasta allí sin tener que volar un edificio y secuestrar a un abogado corrupto.
    — Vienes con nosotros.
    Tory esperaba una negativa. Se lo decían las nubes de tormenta que se habían formado detrás de sus brillantes ojos azules. Que Cabrillo hubiese aceptado la propuesta sin rechistar la desconcertó por un momento.
    — Tenemos cinco minutos para cambiarnos y recoger el equipo. Ven conmigo. Tú también, Lincoln. Aún no hemos acabado.

    Momentos después del despegue del Robinson R44 desde la plataforma hidráulica, el Oregon efectuó un giro en redondo en la bahía gracias a sus impulsores de proa, y Linda Ross dio a Eric Stone la orden de avance a toda máquina. Max Hanley se encontraba en su querida sala de máquinas. En respuesta a la orden, los cuatro motores magnetohidrodinámicos giraron como las turbinas de un avión de reacción, y de inmediato el agua a popa pareció entrar en erupción con la fuerza bruta del revolucionario sistema de propulsión. Linda ordenó a Mark Murphy que disparara a la playa con la Gatling para proteger al helicóptero que despegaba.
    George Adams ocupaba el asiento del piloto con Cabrillo sentado a su derecha. Lincoln y Tory iban sentados atrás. Con el equipo y el armamento, además de un fusil Barrett de calibre cincuenta sobre los muslos de Lincoln, la cabina estaba abarrotada. Adams voló mar adentro y cuando se encontraron al norte del astillero viró hacia la costa.
    — Hay un grupo de viviendas a poco menos de dos kilómetros de la playa —comentó Tory por el circuito interior. La semana pasada lo vigilé un par de días. Hay una casa mucho más grande que las demás, y ahora que he visto a Shere Singh de cerca y personalmente, recuerdo que vive allí.
    — ¿Hay guardias? —preguntó Cabrillo.
    — Algunos, pero después de lo de esta noche habrá muchos más.
    Cabrillo sonrió, pero por dentro tuvo claro que debía esperar lo peor.
    — ¿Cómo se llega hasta allí?
    — Hay una carretera en dirección norte sur. En el lado norte hay una presa hidroeléctrica y una fundición.
    — ¿Mucho tráfico?
    — La mayoría son camiones que transportan la chatarra a la fundición. Pero en cuanto anochece, prácticamente está vacía.
    — Atención, cruzamos la costaanunció Adams. Llevaba un casco integrado con la cámara de visión nocturna montada en el morro del Robinson para disponer de la máxima visibilidad. Veo las viviendas que ha mencionado Tory. Muchas luces y gente. Como es habitual, solo unos pocos no van armados.
    — Mantennos fuera de su alcance y veamos qué está pasando.
    — Hay una pista un poco más allá de las casas —informó el piloto. Por lo visto disponen de un JetRanger, y acaban de poner en marcha los rotores.
    — ¿Podemos seguirlos? —preguntó Tory.
    — Nos superan en velocidad por unos cuarenta o cincuenta nudos y tienen por lo menos ciento sesenta kilómetros de autonomía de vuelo más que nosotros —contestó Cabrillo.
    Miró a Lincoln. ¿Cómo lo ves, grandullón?
    — Estoy en ello, jefe.
    — George, mantenlo nivelado —dijo el ex SEAL, y se quitó el cinturón de seguridad. Abrió la puerta de su lado sin preocuparse del viento que de inmediato azotó el interior de la cabina. El fusil Barret era un arma poco estética. Medía casi un metro y medio de longitud y era muy pesado. En las manos de un experto las balas de calibre cincuenta podían acertar a un objetivo situado a una distancia de mil seiscientos metros.
    Adams colocó el Robinson de lado para despejar el campo de tiro. Algunos guardias dispararon contra el helicóptero, pero la distancia era excesiva. Lincoln se acomodó el fusil al hombro y miró a través de la mira de visión nocturna. El mundo tenía un siniestro color verde debido a las ópticas, al tiempo que transmitía una sensación de intimidad. Veía las expresiones de decepción en los rostros de los guardias que malgastaban sus balas. Recorrió el lugar y fijó la retícula en el JetRanger. La claridad de la imagen le permitió ver incluso el calor que salía por el escape de la turbina.
    El disparo sonó como un cañonazo; Lincoln absorbió el brutal retroceso sin apartar el ojo de la mira. La bala llegó mucho antes de que cualquiera en tierra pudiese oírla, así que los pilló por sorpresa. Impacto en el eje del rotor, la parte más vulnerable de cualquier helicóptero. El eje se partió y las palas se soltaron y continuaron girando como dos letales cimitarras. Una cortó en dos a un grupo de hombres que se disponían a disparar un misil. El desmembramiento de aquellos cuerpos fue algo que incluso a un veterano como Lincoln le costó soportar.
    La otra pala golpeó contra un tanque de combustible montado sobre soportes. La enorme bola de fuego que produjo la gasolina de alto octanaje al incendiarse anuló los filtros de la mira. Lincoln levantó la cabeza para ver cómo el combustible caía como una lluvia de fuego. Todos los que se encontraban en un radio de treinta metros del estallido acabaron tumbados en el suelo, y los que estaban a quince murieron incinerados.
    — Registro un movimiento —avisó Adams. Se acaba de abrir la puerta trasera del JetRanger. Un tipo con turbante intenta escapar.
    — Ese tiene que ser Shere Singh —dijo Tory. ¿Adonde va?
    — Un momento. —Pasaron unos segundos de tensión. Ya lo tengo. Sube a un coche. Parece un Mercedes. Se ha sentado en el asiento trasero. Solo van él y el conductor.
    — ¿Quieres que dispare, Juan? —preguntó Lincoln, y se llevó de nuevo el fusil al hombro.
    — Aquí no. Deja que llegue a la carretera, lejos de todos los guardias.
    — Singh ha tenido que llamar a alguien —dijo Adams. Acaba de salir otro coche con tres hombres armados.
    — Sabíamos que esto no sería fácil. —Cabrillo consultó su reloj. Habían pasado diez de los treinta minutos disponibles para alcanzar al Oregon.
    Unos momentos más tarde vieron los faros de los dos coches que salían a toda velocidad por la puerta del lado sur. La carretera atravesaba la selva, así que las luces reflejadas creaban la imagen de que los vehículos circulaban por un túnel.
    Adams aceleró para adelantar a los coches.
    Los conductores mantenían una separación de cinco metros. Era un poco justo para lo que Cabrillo tenía en mente, pero no tenía otra alternativa. Cogió una granada de la red sujeta al hombro y abrió la pequeña trampilla de la puerta del helicóptero. Teóricamente todas las granadas tenían un detonador de cinco segundos; sin embargo, en la realidad podía haber variaciones de hasta un segundo —algo carente de importancia cuando se lanzaban en un nido de ametralladoras o contra la infantería, pero contra unos coches que circulaban a ciento cincuenta kilómetros por hora, podían recorrer más de treinta metros en ese tiempo.
    Cabrillo quitó el pasador, sujetó con fuerza la cuchara y sacó la granada por la trampilla. El lanzamiento era más una cuestión de experiencia e intuición que de cálculo. Soltó la cuchara para cebar el artefacto, esperó un par de segundos y la dejó caer.
    La granada desapareció en la oscuridad, pero un segundo más tarde el Mercedes zigzagueó; el conductor había reaccionado al golpe de algo pesado contra el maletero. El artefacto cayó del coche, golpeó en el asfalto y continuó rodando impulsado por la inercia. El vehículo de escolta pasó sobre la granada como si los ocupantes no la hubiesen visto o no supiesen qué era. Pasó otro segundo, el más largo de la vida de Cabrillo. Estaba seguro de que el coche había dejado atrás la granada y ya iba a coger otra cuando estalló directamente debajo del tanque de combustible.
    Las dos explosiones sonaron separadas por un instante.
    Primero la detonación sorda de la granada y después la espectacular detonación de la gasolina. La parte trasera del coche se despegó de la carretera y pivotó sobre el morro antes de caer sobre el techo. Dio siete vueltas de campana y en cada una salieron despedidos trozos de metal y combustible en llamas.
    La brutal carrera acabó cuando se salió del camino y se empotró contra un poste; la fuerza del impacto hizo que el vehículo se curvase por la mitad alrededor del poste.
    El conductor del coche de Shere Singh pisó involuntariamente el freno mientras observaba la destrucción del segundo vehículo por el espejo retrovisor. Eso le dio a Lincoln la oportunidad que esperaba. Adams adelantó al Mercedes a una altura de tres metros por encima de las copas de los árboles y a unos quince a la derecha de la carretera. Lincoln se llevó el fusil al hombro y disparó. Un proyectil normal solo hubiese perforado el neumático; en cambio la bala del Barret destrozó la rótula donde el eje delantero se unía a la rueda. Todos los elementos del conjunto, la llanta, el disco de freno y el neumático, se desprendieron. El pesado Mercedes se hundió sobre el eje roto entre una lluvia de chispas; el coche perdió inmediatamente velocidad mientras el conductor hacía lo imposible para mantenerlo en la carretera.
    Para inmovilizarlo del todo, Linc disparó dos veces a la parrilla y sonrió satisfecho al ver la nube de vapor que escapaba del radiador.
    Adams situó el helicóptero sobre la carretera, por detrás del coche, y cuando el Mercedes se detuvo, ya había posado los patines en el asfalto. Incluso antes de que el helicóptero tocase el suelo, Cabrillo, Lincoln y Tory Ballinger habían saltado del aparato y corrían hacia el coche. Lincoln y Cabrillo llevaban fusiles de asalto M4A2 y Tory la Beretta semiautomática que le habían dado en la armería del Oregon.
    El trío había recorrido la mitad de los veinte metros cuando el conductor abrió la puerta. Salió y se refugió detrás antes de que cualquiera pudiese dispararle. Desde su posición, abrió fuego con una metralleta. Dominado por el pánico, sus disparos se perdieron en el aire, pero de todos modos los tres se arrojaron cuerpo a tierra. Lincoln comenzó a disparar. Concentró el fuego en la puerta. Los proyectiles de gran potencia rebotaron en el blindaje y el cristal antibalas se volvió opaco.
    Cabrillo, convencido de que el Mercedes era un vehículo blindado, prefirió disparar por debajo de la puerta. Erró la primera ráfaga, pero la segunda destrozó el tobillo y la pantorrilla de una de las piernas del chófer. Al caer hacia delante empujó la puerta y quedó desprotegido, oportunidad que aprovechó Tory para atravesarle el pecho con dos certeros disparos. Los impactos lanzaron el cuerpo contra el parachoques delantero antes de deslizarse al suelo hecho un ovillo.
    Cabrillo intentó abrir la puerta trasera. Estaba cerrada por dentro. Vació todo el cargador contra el cristal a quemarropa.
    Las primeras doce balas no consiguieron penetrar el cristal, pero cuando apoyó la boca del cañón consiguió abrir un agujero. Lincoln lo reemplazó mientras Cabrillo colocaba un cargador nuevo y amplió el agujero. Los trozos de cristal volaron por el aire como si fueran diamantes.
    En cuanto acabó de cargar, Cabrillo le tocó el hombro a Lincoln para que dejase de disparar.
    — Singh, le doy tres segundos para que saque las manos por la ventanilla. —No se oyó sonido alguno en el interior del vehículo. Uno, dos, tres.
    Lincoln y Cabrillo abrieron fuego simultáneamente. Las balas que pasaban por el agujero comenzaron a destrozar el cristal de la ventanilla opuesta. Varias se incrustaron en el asiento, y un par rebotaron en el blindaje y acabaron su descontrolada trayectoria en algo blando. Un agudo grito de dolor se oyó por encima del tableteo de los fusiles. Los dos hombres dejaron de disparar.
    — ¡Singh!
    — Estoy herido. —La voz del sij sonó con fuerza. Bendito sea Alá, voy a morir.
    — Saque sus malditas manos por la ventanilla ahora mismo o arrojaré una granada al interior.
    — No puedo moverme. Tengo las piernas paralizadas.
    Cabrillo y Lincoln intercambiaron una mirada, sabían que no podían confiar en Singh, pero no tenían otra alternativa.
    El jefe metió la mano por el agujero y abrió la puerta con su subordinado en posición para cubrir todo el interior. La luz interior se encendió al abrirse la puerta. Singh estaba en el suelo y en cuanto pudo apuntar disparó con su metralleta. Su puntería era todavía peor que la del chófer. Las balas dieron en la puerta; el blindaje salvó la vida a Lincoln. El ex SEAL hizo lo que decenas de miles de horas de entrenamiento habían convertido en un acto reflejo. Al tiempo que se desplazaba disparó dos veces contra el rostro de Singh. Una bala entró por debajo del ojo y la otra le atravesó la garganta. El turbante se desenrolló como una serpiente al ataque, y la nuca se abrió en un racimo de sangre, piel y hueso.
    Lincoln se reprochó a sí mismo a voz en cuello.
    — Maldita sea, Juan. Lo siento. Me dejé llevar por el…
    — Instinto. —Cabrillo acabó la frase por él y miró al interior del coche para observar la carnicería. No podías hacer otra cosa. Yo hubiese hecho lo mismo.
    Tory se abrió paso entre ellos y entró en la parte de atrás del Mercedes. Sin preocuparse por la sangre, cacheó el cuerpo de Singh y le quitó la cartera. Luego recogió un maletín que el paquistaní había encajado debajo del asiento, miró en derredor para comprobar que no se había dejado nada y se apeó del vehículo.
    — Bueno, chicos, esto se ha convertido en un callejón sin salida, ¿no? —Se limpió las manos en los fondillos del pantalón y señaló en dirección al helicóptero. Las fuerzas de Singh no tardarán mucho en organizarse y venir al rescate de su jefe. Se impone una discreta retirada, o mejor dicho: vámonos pitando.
    Mientras corrían hacia el helicóptero, Adams aceleró los rotores para despegar en el acto; el viento de las palas levantó una nube de polvo que los obligó a agacharse. Cabrillo tocó el hombro de Tory y le señaló el Mercedes con el pulgar.
    — ¿Una simple investigadora de Lloyd's?
    Tory comprendió a qué se refería Cabrillo. Le dirigió una sonrisa insolente.
    — Antes trabajaba para el gobierno de su majestad.
    — ¿Qué hacías?
    La muchacha apoyó la mano en la funda de la Beretta.
    — Solucionaba problemas.




    22

    Juan Cabrillo se acomodó en la butaca del capitán en el falso puente del Oregon. El tapizado de cuero tenía algunos rotos para que pareciera vieja y destartalada como el resto del barco, pero se la habían hecho a medida, así que probablemente era la butaca más cómoda del buque. El oficial de guardia podía utilizar la butaca del capitán en el centro de operaciones, pero esta estaba reservada exclusivamente para Cabrillo.
    El sol se ponía por la banda de babor en un impresionante despliegue de luz y color resaltado por la cortina estratosférica de ceniza volcánica que surgía de los picos que se hallaban muy al norte, en la península de Kamchatka. En el puente persistía el calor de la jornada. No se podía tocar nada metálico, y la cintura de los pantalones cortos de Cabrillo estaba mojada de sudor. No llevaba camisa y calzaba unas zapatillas de lona. Con la velocidad a la que navegaba el Oregon, abrir una puerta hubiese sido invitar a que entrase un huracán, así que en el interior reinaba un calor sofocante.
    Más que arriesgarse a navegar a través del mar de la China oriental y el mar de Japón, donde el tráfico marítimo no tenía nada que envidiar a la hora punta en las autopistas de Los Ángeles, Cabrillo había decidido poner rumbo al este, después de pasar por el extremo norte de las islas Filipinas, y seguir por la costa de Japón por el lado del Pacífico. Las rutas marítimas estaban más reguladas, así que no debía preocuparse de que otros barcos informasen de que habían visto a una nave que cruzaba la zona a más de cincuenta nudos por hora.
    Como tenía activado permanentemente el sistema antirradar, solo le preocupaban los informes visuales. Al cabo de unas horas cruzarían las rutas de Tokio y el tráfico se reduciría drásticamente, con lo cual ya no tendrían que evitar a los portacontenedores, transportes de coches, buques tanque y docena de barcos más que abarrotaban las rutas del Pacífico.
    Solo perdían unos pocos minutos cada vez que efectuaban un rodeo, pero esa pérdida de tiempo era algo que Cabrillo no podía permitirse. Les quedaban otros dos días de navegación para llegar donde estaba Seng, y los escasos informes que enviaban los vulcanólogos rusos desde Petropavlovsk eran cada vez más inquietantes. La península estaba siendo sacudida por constantes terremotos, y tres volcanes en una misma cordillera lanzaban al aire cenizas y gases tóxicos. Hasta el momento no se había informado de muertes, pero la mayoría de las poblaciones de Kamchatka se encontraban en lugares tan remotos que podían pasar semanas antes de que se recibiese alguna noticia.
    La única buena noticia, si se podía considerar como tal, era que el chip de Seng continuaba enviando una señal que Hali captaba a través de la red de satélites. Pero también eso planteaba un problema. De acuerdo con los datos de los satélites, se encontraba en una playa en las estribaciones de uno de los volcanes en erupción. Podría haberle preguntado a Huxley durante cuánto tiempo la batería del chip seguiría en funcionamiento después de la muerte del usuario, pero ya sabía la respuesta. Eddie podría haber muerto una semana antes, sin que nadie a bordo del Oregon se enterase.
    — Un penique por tus pensamientos.
    Cabrillo se giró violentamente antes de reconocer la voz; le ponía furioso que lo molestaran.
    — Perdona —se disculpó Tory. No pretendía sobresaltarte.
    — No lo has hecho. —Se volvió para mirar de nuevo hacia el horizonte como si así fuese posible acercarlo.
    — Me dije que quizá querrías una. —Le ofreció una botella de cerveza San Miguel. Cabrillo consideraba que era lo único bueno que exportaba Filipinas.
    La mujer llevaba una falda de lino blanco, un polo color té y zapatos sin tacón. Se había peinado con el pelo hacia atrás para resaltar la elegante curva de sus pómulos altos, y el maquillaje destacaba el ya de por sí brillante azul de sus ojos y sus labios carnosos. Cabrillo la observó sin reparos, y ella le dedicó la misma atención. Tory se fijó en la anchura de los hombros y los músculos trabajados del torso. Pero cuando su mirada bajó hasta la pierna artificial, se apresuró a mirar en otra dirección.
    Como siempre ocultaba la prótesis, y nunca llevaba pantalón corto en público, en muy pocas ocasiones se había sentido incómodo desde que había perdido la pierna. Aunque apenas la conocía, el repentino embarazo de Tory le hizo ser consciente de su minusvalía, sobre todo porque la prótesis que llevaba entonces no tenía ningún detalle cosmético. No era más que una estructura de tubos de titanio y placas de fibra de carbono. De pronto lamentó no llevar pantalón largo o al menos una de las prótesis que se parecían más a una pierna real.
    Apartó los pies del marco de la ventana y se sentó erguido en la butaca para ocultar la prótesis. Se sintió a un tiempo molesto e intrigado por que le pareciera importante la opinión de Tory.
    Cabrillo aceptó la botella y se pasó el vidrio frío por la frente antes de beber varios sorbos. Julia le había cambiado el vendaje, así que ya no parecía que llevase un pañal en la cabeza. Había postergado el injerto de piel hasta después de finalizar la misión.
    — Gracias. Perdona por la mirada de cabreo. Estaba perdido en mi mundo.
    — ¿Pensabas en tu hombre? Eddie, ¿no?
    — Eddie Seng, sí. Uno de los mejores.
    — Max me habló un poco de él. En realidad, me habló de todos vosotros. —Sonrió. Has reunido a la flor y nata de los piratas.
    Cabrillo se rió.
    — Bandoleros y corsarios todos ellos, pero en mi vida he trabajado con mejor equipo. Lamento no haberte llevado de gira por el barco y presentártelos a todos.
    — Sé que has tenido mucho que hacer. Linda tuvo la amabilidad de hacer de guía. —Movió las manos a lo largo del vestido. También dejó que me llevara en préstamo algunas prendas de tu taller de magia.
    — ¿Qué tal el camarote? ¿Está bien?
    Tory lo miró con una expresión de deleite.
    — ¿Si está bien? Es más grande que mi apartamento de Londres; si descubres que ha desaparecido la bañera de mármol cuando me vaya, no te sorprendas. Por lo visto, disfrutáis de las mejores cosas de la vida. Se come como en la Cunard, y Maurice es un encanto.
    — Que hagamos un trabajo salvaje no significa que debamos vivir como tales.
    — ¿Cómo es que os habéis convertido en mercenarios?
    Cabrillo invitó a Tory a sentarse en la butaca más cercana.
    Era la de Hanley y pareció engullirla.
    — Cuando acabó la Guerra Fría comprendí que la polaridad global que había mantenido equilibrado el mundo durante medio siglo también había llegado a su fin. Lo más probable era que comenzasen los conflictos regionales, y ofrecer servicios de seguridad sería una actividad en alza. Por eso creé la Corporación. En cuanto al Oregon, en lugar de tener el cuartel general en algún país donde estaría sujeto a sus leyes, decidí que un barco me permitiría la libertad de movimientos que necesitaba.
    — ¿Todo esto lo haces por dinero?
    — Soy tan capitalista como cualquiera, pero también soy peculiar a la hora de aceptar a los clientes.
    — Creo que eres más particular que capitalista.
    Cabrillo rió de nuevo.
    — Veo que Maurice se ha ido de la lengua.
    — Te pone por las nubes. —Tory sonrió. Lo mismo que el resto de la tripulación. Me han comentado que en los últimos años no has querido aceptar algunas ofertas muy lucrativas.
    — También he aceptado algunas muy buenas.
    — Sabes qué quiero decir. No haces todo esto exclusivamente por dinero.
    — Digamos que resulta muy gratificante que te paguen por hacer lo que está bien. ¿Qué me dices de ti, señora investigadora? ¿Aceptaste tu trabajo en Lloyd's porque su anuncio en el Financial Times ofrecía ganar más que trabajando de corredor de bolsa?
    — Touché. —Tory bebió un sorbo de cerveza. ¿Tienes alguna teoría para explicar lo que está pasando?
    — Teorías, sí. Respuestas, ninguna. Sobre todo después de perder el último eslabón de la cadena.
    — Franklin no se lo perdona.
    — Eddie y él son íntimos amigos. No se lo perdonará hasta que no vea a Eddie a salvo. Eso me recuerda una cosa. —Cabrillo se levantó de la butaca y se acercó a la mesa para coger una carpeta. Se la dio a Tory. El ordenador acabó esto hace poco menos de una hora. Creo que te interesará.
    — ¿Qué es? —preguntó Tory al tiempo que abría la tapa de cuero.
    — La traducción de lo que encontramos en el maletín que recogiste del coche de Singh. Aparece el listado de todos los barcos que su grupo ha capturado en los últimos años por todo el Pacífico. Supongo que aclarará algunos de tus casos.
    La mayoría de las naves acabaron desguazadas en el astillero de la Karamita, pero hay algunas que continúan navegando con bandera de conveniencia para las empresas fantasmas que controla Singh.
    — Controlaba —le corrigió Tory sin apartar la mirada de la carpeta.
    — Desafortunadamente —continuó Cabrillo, no hay ninguna mención sobre qué ha estado haciendo el Souri, el gemelo del Maus, desde que Singh lo compró. Sospecho que transportaba otros barcos, quizá muchos, qtie el sij apuntaba en otro registro para mantener separado este aspecto de su reino del crimen.
    Tory lo miró.
    — ¿Qué razón tenía para hacerlo?
    — No se me ocurre ninguna.
    — ¿Qué pasa si no controlaba este aspecto de su reino del crimen?
    Cabrillo se inclinó hacia delante en la butaca. Presintió que la muchacha había dado con una pista.
    — ¿Anton Savich?
    — Max me dijo que ese nombre había aparecido durante tus investigaciones. Confieso que nunca apareció en las mías.
    — Solo sabemos que era un funcionario de la Dirección de Recursos Naturales soviética, y que después del colapso continuó trabajando para el equivalente ruso. No tenemos ninguna idea de cómo se lió con un contrabandista como Shere Singh.
    — ¿Hay recursos naturales en Kamchatka? Quizá cuando trabajaba para los soviéticos encontró en algún informe un hallazgo importante, y se lo calló.
    — Tiene su lógica —admitió Cabrillo. Creemos que han llevado hasta allí a un gran número de trabajadores chinos.
    Podría ser que los tuviese trabajando en alguna mina. —Se le ocurrió una idea. Sacó el móvil del bolsillo y marcó un número. Mark Murphy atendió la llamada transmitida por el circuito de telefonía móvil particular del Oregon.
    — Murph, soy Juan. ¿Dónde estás?
    — En el taller de magia. Estoy reparando el patinete —respondió el jefe de la sección de armamentos.
    — Acércate al terminal más próximo y dime si el mercurio se utiliza en la minería.
    Mark, habituado a que le hicieran preguntas sobre los temas más abstrusos, respondió que se ocuparía de averiguarlo en el acto, y colgó.
    — ¿A qué viene eso del mercurio? —preguntó Tory.
    — Cuando Julia hizo las autopsias a los piratas que intentaron asaltar el barco, los mismos que arrojaron al mar el contenedor con los emigrantes chinos, descubrió que todos presentaban graves síntomas de envenenamiento con mercurio.
    — ¿Crees que se envenenaron en Kamchatka?
    — Los chinos no lo estaban, solo los marineros. Si fueron allí con frecuencia, pongamos que para llevar a más trabajadores o hacer de guardias, es posible que se contaminaran.
    Esperaron en un amable silencio durante un par de minutos hasta que sonó el móvil de Cabrillo.
    — ¿Qué has encontrado?
    — El mercurio es el único elemento que liga con el oro —informó Mark. Se utilizaba para separar el oro del mineral, hasta que se prohibió en muchos países por motivos de salud y medioambientales. Sin embargo, los mineros indígenas de Sudamérica lo usan.
    Cabrillo miró a Tory y pronunció en silencio la palabra «oro».
    — Gracias, Murph. Ya puedes seguir con el patinete.
    Tory se arrellanó en la butaca.
    — Así que Anton Savich utiliza a los esclavos chinos, que le facilitaba Shere Singh, para extraer oro de una veta en la península de Kamchatka, probablemente delante de las narices del gobierno ruso.
    — Creo que es un buen resumen —manifestó Cabrillo.
    Bebió un largo sorbo de cerveza.
    — Entonces, misterio resuelto. Sabemos quién, cómo y ahora por qué.
    — Eso parece.
    Algo en el tono de Cabrillo provocó la desconfianza de Tory.
    — ¿Qué pasa?
    — Verás, pensaba en que, muerto Shere Singh, se ha acabado tu investigación. No sé qué nos encontraremos cuando lleguemos allí, pero si las refriegas con Singh y sus sicarios son una muestra de lo que ocurrirá, aquello puede acabar en un baño de sangre.
    — ¿Y? —preguntó la joven, que ya sospechaba lo que Cabrillo le diría.
    — Pues que no es necesario que vengas con nosotros. Solo perderemos una hora o poco más si te sacamos de aquí con el helicóptero cuando pasemos por el extremo norte de Japón y entremos en el mar de Ojotsk.
    La furia de Tory se convirtió en un huracán de fuerza cinco cuando el estadounidense calló. Saltó de su asiento, apoyó las manos en los brazos de la butaca del capitán y se inclinó hacia delante hasta que su rostro casi tocó el de Cabrillo.
    — He dedicado los últimos seis meses a esta investigación.
    Ha sido mi vida, no he hecho otra cosa. Tuve que luchar para conseguir que la Royal Geographic Society nos permitiese unirnos a su expedición, y no pude hacer nada cuando nos atacaron los piratas. Aquellos monstruos asesinaron a mis amigos a bordo del Avalon, así que ni se te ocurra que no siga con esto hasta el final, señor director de tu maldita Corporación.
    Durante unos segundos mantuvieron una lucha de miradas sin que ninguno de los dos cediese un ápice. Cabrillo conocía su coraje e inteligencia, y en ese instante su pasión. De haber podido olvidar que se sentía muy atraído por ella, le hubiese propuesto que se uniera a la Corporación en ese mismo momento.
    — Solo quería que lo supieras —manifestó Cabrillo en un susurro, porque no puedo garantizar tu seguridad.
    Tory advirtió el cambio de tono, y su enojo dio paso a un humor más amable. Sus labios solo estaban separados unos centímetros, pero para ambos eran un abismo insalvable.
    — Tampoco te lo pido. Solo quiero estar presente cuando todo esto acabe de una vez por todas. —Tory se apartó a desgana.
    Cabrillo notó la garganta seca, y se apresuró a acabarse la cerveza.
    — Trato hecho.




    23

    Eddie Seng tenía que reconocer que sus secuestradores conocían su oficio. El volcán que dominaba lo que habían bautizado como Playa de la Muerte continuaba lanzando nubes de ceniza que hacían irrespirable la atmósfera. Los temblores eran casi constantes, y el mar se había convertido en una burbujeante lámina de plomo. Sin embargo, los capataces no permitían que disminuyese el ritmo de trabajo ni siquiera mientras ponían en marcha los planes de evacuación. Los hornos continuaban encendidos en la planta de procesamiento para extraer hasta el último gramo de oro antes de marcharse. Los guardias hacían constante uso de las porras y los látigos para que los trabajadores siguieran acarreando los cubos de mineral. Por la noche los trabajadores que se hallaban prisioneros en los barcos varados se dormían aterrados por lo que se encontrarían cuando los despertasen con el alba.
    En la bahía, la tripulación del remolcador había conseguido acabar con la operación de lastrar el enorme dique para que el barco flotase libremente. La fuerte marejada había provocado numerosos retrasos en la difícil tarea, algo que explicaba por qué la evacuación era más lenta de lo que Seng había esperado. Había visto a un joven sij discutiendo con el ruso, Savich, y dedujo que se negaba a sacrificar el valioso dique flotante cuando el volcán entrase finalmente en erupción. La descarga del barco significaba que no dejarían ninguna prueba cuando se marchasen.
    Como todos los demás barcos varados en la playa, el último también era un crucero. No era muy grande, mediría unos ciento treinta metros de eslora, pero tenía unas líneas elegantes, la clásica popa con forma de copa de champán y balcones en casi todos los camarotes. Seguramente había sido un crucero de lujo para pasajeros dispuestos a pagar lo que fuese para visitar las islas Galápagos o recorrer la costa antártica.
    Entonces no era más que otra ruina; el casco estaba manchado con los excrementos de los pobres infelices que habían soportado la penosa travesía hasta Kamchatka. Centenares de emigrantes chinos se amontonaban en las bordas mientras dejaban que el crucero flotase en la bahía. Como carecía de motores y tenía vacíos los tanques de lastre, sobresalía tanto del agua, que se veía la pintura antialgas por debajo de la línea de flotación. Incluso las olas más pequeñas lo hacían rolar peligrosamente. Seng oyó los gritos de terror de los chinos cuando una ola casi lo hizo zozobrar.
    Afortunadamente, estaba entrando la marea, que empujaba al barco cada vez más cerca de la playa. Por el fuerte viento helado que soplaba en la bahía, Seng supo que se avecinaba una tormenta. Con un poco de suerte el barco estaría varado en la playa antes de que se desatase; de lo contrario se vería arrastrado a mar abierto. Si esto ocurría, acabaría atravesado respecto el viento y zozobraría cuando las olas superasen los tres metros de altura. No llevaba botes salvavidas.
    Seng se despreocupó del crucero y dirigió su atención al dique flotante. Habían cerrado las enormes puertas, y el agua salía a chorro por las válvulas de los tanques de lastre. Tardarían horas en vaciarlos para aligerar el peso y permitir que uno de los remolcadores lo sacase a mar abierto. El segundo de los dos remolcadores que habían transportado el dique flotante se encontraba a unos cien metros de la planta de procesamiento.
    Habían construido la planta sobre una barcaza que podían arrastrar a la bahía. Habían utilizado maquinaria pesada para sacarla a la playa, más allá del punto máximo de la pleamar.
    Bajo la atenta mirada de los guardias, los trabajadores se ocupaban de retirar las piedras y cualquier obstáculo detrás de la barcaza para que el remolcador pudiese atoarla. Había docenas de bidones de aceite que emplearían para lubricar las piedras de la playa y facilitar la operación de devolverla al agua. Paulus, el supervisor sudafricano, había ordenado que vaciasen el mercurio sobrante en una hoya más allá de la planta. Los hilos de mercurio se escurrían entre las piedras y acababan en el mar. Las olas ya se habían llevado centenares de litros del metal tóxico.
    Los obreros chinos que se ocupaban de la peligrosa tarea eran aquellos que ya habían estado expuestos a dosis letales de vapor de mercurio en la planta. La mayoría se movían como autómatas, con el cerebro destruido por la acumulación de veneno, mientras que otros sufrían violentos temblores y apenas se aguantaban de pie. Si por algún milagro sobrevivían a lo que se avecinaba, nunca se recuperarían de la exposición, e incluso si lo hacían, habían recibido tales dosis que sus descendientes sufrirían toda clase de taras de nacimiento durante generaciones.
    Seng grabó en su mente la imagen de los agonizantes trabajadores que chapoteaban en los charcos de mercurio. Concentrado como estaba no se dio cuenta de que el peón que lo precedía había acabado de llenar el cubo. El joven intentó advertirle, pero un guardia vio el descuido y descargó un golpe de porra en la corva de Seng. Se le dobló la pierna, pero se resistió a caer. Ni siquiera se atrevió a mirar de reojo al agresor, porque semejante desafío habría provocado la respuesta salvaje del indonesio, y debilitado como estaba quizá no sobreviviría a la paliza.
    Se cargó al hombro el cubo con veinticinco kilos de mineral, y soportó el dolor de las llagas que no se cerraban a causa de la humedad. Tang, el compañero de camarote de Seng, había calculado su carga para que pudiesen bajar juntos por la ladera. De los diez hombres que ocupaban el camarote a la llegada de Seng, solo él y Tang continuaban con vida.
    — Creo que se marchan hoy —susurró este, sin desviar la mirada del resbaladizo sendero.
    — Me parece que tienes razón, amigo mío. No tardarán en soltar el lastre del dique flotante y en llevarse de la playa la barcaza con la planta de procesamiento. ¿Te has fijado en que han desaparecido los pesqueros?
    — Por supuesto —replicó Tang, con un resto de humor. Solo hay una cosa peor que la pasta de pescado cruda, y es la pasta de pescado de hace tres días. —Callaron mientras sorteaban un obstáculo particularmente difícil y luego Tang añadió: Ya has visto qué pasa en el barco en el que duermen los guardias, ¿verdad?
    Durante los últimos días una gabarra había hecho repetidos viajes entre el barco dormitorio y el remolcador que utilizarían para llevarse la planta de procesamiento. Los chinos tenían prohibido acercarse al crucero, pero desde que habían comenzado los viajes de la gabarra, habían doblado el número de guardias. La mayoría eran indonesios, pero había un puñado de europeos que respondían únicamente a las órdenes de Savich. A juzgar por su disciplina, Seng suponía que eran antiguos miembros de las fuerzas especiales, la famosa Spetsnaz rusa. Era obvio que los rusos sospechaban tanto de los guardias indonesios como de los trabajadores.
    No hacía falta ser un genio para saber que transportaban el oro refinado. Seng calculó, por lo mucho que se hundía la barcaza de diez metros de eslora cuando iba hasta el remolcador, que habían llevado cien toneladas de oro. Guardaban el metal precioso en dos contenedores amarrados a la cubierta del remolcador.
    — ¿Qué crees que nos pasará? —preguntó Tang.
    — Ya te dije lo que oí que Paulus decía a Savich. Nos dejarán aquí.
    — Así que moriremos en esta costa desolada se queden aquí o no.
    Seng sabía, por la pena reflejada en la voz de Tang, que el joven había llegado a su límite emocional y físico. Como en cualquier otra situación de supervivencia, mantener una actitud positiva era tener ganada la mitad de la batalla para seguir vivo. Desde que estaba allí, Seng había visto a muchos que soportaban las penurias más terribles porque no estaban dispuestos a rendirse, mientras que otros morían al cabo de pocos días, casi deseaban que la muerte se los llevase cuanto antes.
    Si Tang perdía la esperanza, no llegaría al final del día.
    — Escúchame, no vamos a morir aquí.
    Tang sonrió débilmente.
    — Gracias por tu coraje, pero me temo que tus palabras no significan nada.
    — No soy chino —añadió Seng, y después se corrigió.Soy chino, pero me crié en Nueva York. Soy un norteamericano que investiga el tráfico de emigrantes ilegales. Ahora mismo hay un grupo que me busca.
    — ¿Es verdad?
    Con su mejor imitación de De Niro, Seng dijo en inglés:
    — ¿Me hablas a mí? ¿Me hablas a mí?
    Tang se detuvo y miró a Seng boquiabierto, sin poder creer lo que acababa de oír.
    — ¡Yo vi esa película! —exclamó.
    — ¿Has visto Taxi Driver?
    — ¡Sí! La vimos en la escuela porque era una muestra de decadencia que uno de los tuyos intentara matar al presidente.
    Seng se rió al imaginar a un funcionario del Partido Comunista inventando una argumentación para vincular el atentado de Hinckley contra la vida de Reagan con el funesto sistema capitalista.
    — ¿De verdad eres norteamericano?
    — Sí, y muy pronto un barco entrará en la bahía.
    Tang miró por encima del hombro hacía el humeante volcán. Se alzaba a unos tres kilómetros de la playa, pero parecía borrar la mitad del horizonte. Había dejado de escupir ceniza, sin embargo la nube gris continuaba cubriendo todo el yacimiento.
    — Lo sé —afirmó Seng en respuesta a la tácita pregunta del chino.
    — Eh, mira. —Tang señaló hacia el mar. Los dos pesqueros navegaban hacia la playa. Esta noche nos servirán pasta fresca.
    Seng observó las rechonchas embarcaciones durante unos momentos. Las gaviotas se amontonaban en las popas. No había ningún motivo para su regreso. Savich abandonaría a los chinos a los pies del volcán, así que no tenía ningún sentido tomarse la molestia de alimentarlos. Entonces advirtió que navegaban a una velocidad mayor que la habitual; la espuma blanca hervía alrededor de las proas, y a las gaviotas les costaba seguirlos. Eso significaba que las bodegas estaban vacías; también vio que no se dirigían hacia el pantalán, sino que apuntaban hacia el remolcador situado en posición para llevarse la planta de procesamiento.
    Todos los sentidos de Seng se pusieron en alerta máxima; la descarga de adrenalina le hizo olvidar, al menos momentáneamente, el cansancio y los sufrimientos. Los rusos debieron de sentir lo mismo. Empuñaron las armas y se movieron instintivamente para ponerse a cubierto.
    — Sígueme —ordenó Seng.
    Tang y él se hallaban cerca de los cedazos, a unos veinte metros de la planta de procesamiento. Si sus temores estaban justificados, se encontraban absolutamente desprotegidos.
    Llevó a Tang alrededor del extremo más apartado de las mesas y luego ladera arriba, con la intención de poner la mayor distancia posible entre ellos y el fuego cruzado que no tardaría en comenzar.
    — ¿Qué pasa? —preguntó Tang entre jadeos.
    Antes de que Seng pudiese responder, comenzaron a disparar desde el pesquero más cercano. Los doce Spetsnaz ya se habían protegido, así que no hicieron caso del ataque desde el mar y en cambio se concentraron en los guardias indonesios, que se habían sumado a la agresión. En menos de cinco segundos se desencadenó una batalla en toda regla. Las balas atravesaban la nube de ceniza como rayos láser, y los trabajadores que tardaban en lanzarse cuerpo a tierra, ya fuera por falta de reflejos o por desorientación, caían como moscas.
    Había alrededor de cincuenta indonesios y llegaban más guardias dispuestos a acabar con los rusos, pero la preparación y el armamento de los ex miembros de las fuerzas de élite nivelaban el combate. Ninguno de ellos había caído en la emboscada, y a medida que se consolidaban las posiciones, escogían sus objetivos casi con total impunidad.
    El momento de la traición había sido casi perfecto. Savich y Jan Paulus se encontraban en el crucero donde habían almacenado el oro. El sij, a todas luces el traidor, ya estaba en el remolcador con un puñado de sus guardias para ocuparse de supervisar la carga. Con el remolcador amarrado a la barcaza de la planta de procesamiento, con cables de quince centímetros de diámetro, poco podía hacer el capitán.
    Una columna de humo negro salió por la chimenea del segundo remolcador, el que tiraba del dique flotante, y las hélices batieron el agua negra. Se largaban antes de vaciar del todo los tanques de lastre del dique flotante.
    Otro grupo de guardias bajó por la pendiente. Eran los que habían estado vigilando a los trabajadores que utilizaban los cañones de agua para desprender el mineral. Oculto detrás de un peñasco, Seng esperó hasta que tuvo a tiro a uno de los indonesios. Con la velocidad del rayo, golpeó la nariz del hombre con el canto de la mano. El impulso del guardia, más que la fuerza de Seng, le destrozó la nariz, y las astillas de hueso se le clavaron en el cerebro. Murió antes de caer al suelo.
    Seng se aseguró de que nadie había visto el ataque y se hizo con el AK47.
    — Es la hora de la revancha —le dijo a Tang.

    El Oregon se encontró atrapado en la peor tormenta registrada en el mar de Ojotsk en los últimos veinticinco años. Era la confluencia de dos sistemas de bajas presiones, hambrientos agujeros en la atmósfera que succionaban grandes corrientes de aire desde todos los puntos del cuadrante. El viento aullaba como un coro de demonios y arrancaba limpiamente las crestas de las olas. El cielo era una cortina gris que se aferraba al mar, atravesado por continuos relámpagos. La temperatura había bajado hasta los cuatro grados centígrados, así que el granizo se mezclaba con la lluvia que azotaba al carguero en ráfagas horizontales.
    Empujado por sus motores de última tecnología, el barco cabalgaba el lomo de las olas más altas, hasta que la proa apuntaba directamente a los nubarrones y comenzaba a abrir una amplia cuña en la cresta; las explosiones de espuma llegaban hasta más arriba de la chimenea. La nave se detenía en lo alto de la ola durante lo que parecía una eternidad, expuesta a la fuerza del viento, y luego subía la popa e iniciaba el descenso, con los motores súbitamente silenciosos porque no había agua para propulsar a través de las toberas. En el lado protegido de la inmensa ola desaparecía el aullido del viento y un silencio siniestro se extendía por todo el buque. Las once mil toneladas de acero caían casi en picado y la tripulación en el puente solo veía la masa negra del océano.
    El Oregon surcaba el mar con la proa hundida hasta la primera hilera de escotillas. La súbita desaceleración hacía que a todos se les doblasen las rodillas; los cables de las radios golpeaban contra el techo. Los motores magnetohidrodinámicos aullaban en su lucha por impulsar el barco, y solo su increíble potencia les permitía apartar el agua y conseguir que la proa subiese. Una ola barrió la cubierta, sumergió las grúas y golpeó la superestructura con la fuerza suficiente para que todo el barco se sacudiese. El agua saltó por encima de las bordas y salió por los imbornales como si hubiesen abierto las bocas de incendio.
    Cuando acababa de vaciarse de agua, la proa comenzaba el laborioso ascenso por la siguiente ola, y el ciclo se repetía.
    Dos cosas permitían que el Oregon consiguiese avanzar frente a la furia desatada de los elementos: sus extraordinarios motores y la indomable fuerza de voluntad de su intrépido capitán.
    Cabrillo se había atado a su butaca en el centro de operaciones. Vestía pantalón vaquero, una camiseta negra y un gorro de lana. No se había afeitado desde que el Oregon había entrado en la tormenta, así que las mejillas y la barbilla aparecían cubiertas por un tupido vello negro. Sus ojos, aunque enrojecidos por el cansancio y la tensión, no habían perdido su mirada de cazador.
    El personal de mayor rango estaba de guardia y por lo tanto Eric Stone llevaba el timón. En las pantallas de su puesto aparecía una visión panorámica y eso le permitía anticiparse y compensar los efectos de las olas más grandes. Gracias a su extraordinaria pericia con el timón y los aceleradores, era capaz de sacar más velocidad del Oregon de lo que lograría el piloto automático.
    Cabrillo lo observaba maniobrar el barco mientras mantenía un ojo atento al indicador de velocidad instalado encima de la pantalla central. La velocidad en el agua, la velocidad relativa con el fondo y la deriva se medían con el sistema de posición global; solo cuando el buque caía en el seno de las olas perdía impulso.
    El capitán se había despreocupado de cualquier precaución en esa loca carrera por el mar de Ojotsk. Intentaba adelantarse a la tormenta. El premio sería para quien llegase primero a la costa donde se encontraba Eddie Seng. La tormenta avanzaba hacia el norte a una velocidad de ocho nudos, por lo que el barco y la tripulación llevaban dos días soportando semejante vapuleo. No quería pensar en las consecuencias para los motores, y le había dicho cortésmente a Max Hanley dónde podía meterse sus quejas.
    Había tenido que suspender todas las tareas de mantenimiento que no fuesen vitales. Dado que no se podía cocinar, la tripulación se alimentaba con las raciones envasadas del Ejército, conocidas afectuosamente como «delicias de entrañas recicladas», y café.
    Pero la estrategia comenzaba a dar beneficios. Según el último parte meteorológico, se acercaban al frente de la tormenta, y el barómetro había comenzado a subir. Según su ojo experto, la lluvia helada perdía fuerza, y la frecuencia de las olas, si bien todavía inmensas, era más espaciada.
    Cabrillo buscó la posición en el GPS y efectuó unos rápidos cálculos mentales. Seng se encontraba a una distancia de sesenta millas, y en cuanto saliesen de la tormenta probablemente podría subir la velocidad hasta los cuarenta nudos por hora. Eso situaría al Oregon frente a la costa al cabo de una hora y media, y la tormenta volvería a pillarlos en un plazo de seis horas. Si había acertado en que había miles de chinos en la mina, el margen para rescatarlos era muy justo. No podrían embarcar más que a unos centenares, quizá a un millar si abandonaban los sumergibles y el helicóptero, pero, dada la fuerza de la tormenta, la inminente erupción volcánica, y la probable debilidad de los trabajadores, el número de muertos sería impresionante.
    Había trabajado con funcionarios de la CIA capaces de ver la pérdida de vidas humanas con la indiferencia de un contable que repasa una columna de números, pero él nunca había sido capaz de hacerlo. No estaba dispuesto a perder tanto de su propia humanidad, aunque eso significase pagarlo con pesadillas y un terrible sentimiento de culpa.
    — Capitán, tengo un contacto —anunció Linda Ross, inclinada sobre la pantalla de radar.
    — ¿Qué tienes?
    Linda miró a Cabrillo; su rostro de elfo parecía incluso más joven con el resplandor de las luces de combate.
    — La tormenta confunde los retornos, pero creo que es el dique flotante gemelo del Maus. Tengo dos ecos muy juntos a cuarenta millas. Uno es mucho más grande que el otro. No pueden ser más que el Souri y un remolcador.
    — ¿Rumbo y velocidad?
    — Va hacia el sur, donde ha estado sonando el chip de Eddie, a una velocidad de seis nudos. Pasará por lo menos a diez millas a estribor si no cambiamos el rumbo para interceptarlo.
    Cabrillo llamó a Hali Kasim, que se encontraba en el puesto de comunicaciones.
    — ¿Algún cambio en la señal de Eddie?
    — La última fue hace ocho horas. No se ha movido.
    Cabrillo realizó más cálculos. Era posible que, dada la velocidad del Souri y la distancia recorrida, Seng estuviese a bordo, pero el instinto le decía que su compañero y amigo continuaba en la playa.
    — Pasa del Souri.
    — ¿Capitán?
    — Ya me has oído. No le hagas caso. —Cabrillo podía dejarlo ahí, porque la orden sería obedecida, pero pensó que debía darles algo más. Desde su conversación con Tory antes de ir hacia la tormenta, no había dicho ni una sola frase de más de cinco palabras. Su preocupación, e incluso el miedo, ante lo que podrían encontrar en Kamchatka, lo habían llevado a cerrarse en sí mismo. Ahora que estaban cerca, necesitaba que la tripulación comprendiera su lógica.
    — En cuanto entre en la tormenta, el remolcador tendrá que arrastrar a ese cerdo contra vientos de treinta nudos, y el casco del dique flotante actuará como una vela inmensa. Incluso si lo lastran para reducir el perfil, no conseguirán sacar ninguna ventaja en esta situación. Lo más probable es que los arrastre de nuevo hacia el norte. Todo esto nos dará el tiempo que necesitamos para llegar hasta Eddie, allí donde demonios esté, y luego poner rumbo al sur y cazar al Souri en alta mar.
    Cabrillo vio que todos en el puente aceptaban su lógica, aunque en sus expresiones se manifestaba el deseo de ir primero a por la presa más fácil. No esperaba menos de ellos.
    — La última vez que seguimos a uno de los diques flotantes de Shere Singh —añadió, nos pillaron en su radar. Por lo tanto, disponen de un sistema que probablemente rivaliza con el nuestro; quiero un oscurecimiento de radar completo.
    Linda Ross levantó una mano.
    — Si disponen de un equipo como el que creemos que tienen, sabrán que estamos interceptando sus señales.
    — No si lo hacemos ahora —señaló Cabrillo.
    — Tiene razón —manifestó Kasim. Su radar mira la tormenta y capta tantos ecos de las olas y los relámpagos, que aún no pueden vernos; si ponemos en marcha la interceptación ahora, nunca nos verán.
    — Atacadlos con todo lo que tenemos —ordenó Cabrillo. Ondas de radio, radar, comunicación con los satélites, todo. Stone, quiero rodearlos. Cambia de rumbo para que no se acerquen a menos de veinte millas.
    — A la orden —respondió el timonel, y tecleó el cambio de rumbo en el ordenador.
    Media hora más tarde el radar comenzó a captar fuertes ecos desde la playa. Había seis contactos metálicos diferentes.
    Cinco de ellos fijos en la costa y el sexto, al parecer el de un remolcador, fondeado a unos cien metros de la orilla.
    Cabrillo quería enviar el último avión sin piloto para fotografiar la zona, pero Adams le dijo que el aparato dirigido por control remoto no aguantaría ni diez segundos en aquel viento. Consideró su propuesta de hacer un vuelo rápido con el Robinson. Disponer de información táctica sobre lo que iban a encontrarse era importante; sin embargo, la ventaja de la sorpresa era vital. Además, el aire seguía muy cargado de ceniza y existía el riesgo de que los filtros de aire se obstruyeran y el helicóptero se desplomase.
    — Gracias, pero prefiero mantenerte en reserva —dijo Cabrillo por el micro. Adams se encontraba en el hangar del Oregon. Permanece en alerta de diez minutos, aunque puede reducirse a cinco cuando hagamos contacto.
    Una alerta de cinco minutos significaba que subirían el Robinson a cubierta con los motores en marcha, a punto para despegar.
    — Recibido.
    — Personal, quiero un informe de situación.
    Comenzaron a dar sus informes por orden. Murphy en el control de armamentos, había bajado las planchas que ocultaban la Gatling y el cañón de cuarenta milímetros. Las ametralladoras de calibre cincuenta estaban cargadas, y había dos torpedos en los tubos con las compuertas exteriores cerradas.
    También comunicó que funcionaban todas las cámaras. Hali Kasim se ocuparía de las comunicaciones y los sistemas de radar para que Linda Ross pudiese acompañar al grupo de asalto. Max Hanley dejaría la sala de máquinas para asumir el mando y dirigir los equipos de control de daños. Lincoln y sus hombres ya estaban preparándose en la bodega y comunicaron que Linda acababa de llegar. La doctora Huxley lo tenía todo a punto en la enfermería y había reclutado a todo el personal de cocina como camilleros.
    Cabrillo pulsó el botón del sistema de altavoces instalados por todo el barco.
    — Atención a todo el personal, os habla el capitán. Esta es la situación. Uno de los nuestros está en aquella playa. Todos y cada uno de nosotros le debe a Eddie Seng habernos salvado la vida en alguna ocasión desde que servimos juntos, así que rescatarlo es nuestra máxima prioridad. Conseguido ese objetivo, intentaremos salvar al mayor número posible de trabajadores chinos. No sabemos cuántos son ni cuál es su estado físico, así que actuaremos de acuerdo con lo que nos encontremos. Hay un volcán que es tan estable como la sala de psiquiatría de Bellevue. Eso, sumado a la tormenta que se nos vendrá encima, significa que la rapidez es esencial. Entraremos y saldremos lo más rápido posible. No arriesgaré el barco ni la tripulación si se nos acaba el tiempo.
    »No os soltaré un discurso al estilo de Enrique V o Nelson.
    Cada uno conoce su trabajo y sabe que los demás confían en nosotros. Nos enfrentamos a una situación inusual. Este contrato ha ido mucho más allá de lo que nos comprometimos a hacer. Ya no se trata de piratas que asaltan barcos en el mar de Japón. Tenemos que luchar contra personas que trafican con lo más precioso de este mundo: vidas humanas. No estamos aquí para llenarnos los bolsillos sino porque es nuestro deber como miembros de una sociedad civilizada actuar para que nos cuenten entre aquellos que creen en lo que es correcto.
    »Todos habéis tenido tiempo para pensarlo, porque sabíais que llegaría el momento. Ya lo tenemos aquí, damas y caballeros. En menos de una hora nos enfrentaremos a una fuerza desconocida y con el destino de no sabemos cuántas vidas en nuestras manos. Sé que no les fallaréis.
    Apagó la radio y la encendió de nuevo. Esta vez el humor se reflejó claramente en su voz.
    — Lo siento por hacer de Nelson. Vamos a darles una buena paliza.




    24

    Cabrillo se detuvo en su camarote antes de ir a reunirse con el grupo de asalto. Se cambió de ropa. Se puso un uniforme negro, un chaleco de Kevlar y un arnés de combate. Las armas pequeñas de la Corporación se almacenaban en la armería, pero Cabrillo guardaba las suyas en una vieja caja de caudales en un rincón de su despacho, una reliquia de una antigua estación del ferrocarril de Santa Fe cerrada décadas antes. Escogió un par de pistolas FN FiveseveN y las puso en las fundas riñoneras; prefería llevar un poco más de peso a perder unos segundos en recargarlas. Como iría al mando de un grupo de siete personas, habían decidido llevar los mismos fusiles de asalto. Cogió un M4A1 y metió seis cargadores en las cartucheras. No se molestó en llevar un segundo puñal; le bastaba con el Gerber con una hoja de diez centímetros que colgaba invertido en la correa del arnés.
    Se puso un par de rodilleras, hizo un par de flexiones para acomodarlas correctamente, y se puso los guantes sin dedos que llevaban un grueso acolchado para protegerse las palmas. Se miró en el espejo del baño. La decisión y el empuje que lo habían sostenido durante sus años en la CIA y lo habían llevado a fundar la Corporación se reflejaban en sus ojos, concentrados y duros como el pedernal. En su rostro se plasmaba una buena preparación, la experiencia y la voluntad.
    Una vez más Cabrillo se disponía a ir más allá de la llamada del deber, a sacrificarse por los demás y quizá a sacrificarse a sí mismo. Se miró fijamente a los ojos, vio el brillo implacable, y de pronto se echó a reír.
    Disfrutaba con el peligro. ¿Por qué sino se hubiese embarcado en esa empresa? La adrenalina y las endorfinas comenzaban a entonar su canto de guerra, sonaban en la base del cráneo, y lo estimulaban hasta un punto que solo comprendían quienes habían estado en su situación. Enfrentarse al enemigo significaba enfrentarte a ti mismo. Conquistarlo confirmaba aquello que siempre habías creído que eras.
    La fría y húmeda bodega estaba abarrotada de hombres y mujeres que hacían los últimos preparativos. Esta vez no utilizarían la Zodiac sino una lancha de asalto de los SEAL que ocupaba gran parte de la bodega. Era un casco de policarbonato con la borda protegida con pontones hinchables, una pequeña timonera central que ofrecía una ligera protección y dos motores fuera borda. La lancha podía navegar con mar arbolada y sus motores le permitían alcanzar una velocidad de casi cincuenta nudos.
    Habían atenuado las luces para que coincidiesen con el cielo nublado exterior, así que los rostros de todos se veían pálidos y tensos. Sin embargo, les brillaban los ojos y sus movimientos eran rápidos y seguros mientras se examinaban mutuamente los equipos. El ruido de los cargadores y las correderas sonaba como una hermosa sinfonía en los oídos de Cabrillo.
    Captó la mirada de Tory Ballinger desde el otro lado de la bodega. La mujer había aceptado, muy a su pesar, permanecer en la lancha de asalto cuando el grupo desembarcase en la playa. Los mercenarios de la Corporación se habían entrenado juntos tantas veces, que habían perdido la cuenta, y se habían batido en más ocasiones de las que cualquiera quería recordar.
    En el combate se movían y pensaban como una única persona. Cabrillo la había convencido de que su presencia entre ellos pondría en peligro la duramente ganada cohesión.
    No había podido disuadirla de participar en la incursión, y en honor a la verdad tampoco lo había intentado demasiado. Tenía claro que ella necesitaba participar en aquello debido a la culpa que sentía por ser la única sobreviviente del ataque al Avalon. A menos que consiguiese satisfacer aunque solo fuese en parte sus ansias de venganza, aquel incidente la perseguiría durante el resto de su vida. Él pensaba ayudarla asegurándose de que participase en la acción en la medida de lo posible.
    Tory levantó los pulgares y asintió. Él le respondió con una descarada sonrisa que fue recibida con otra idéntica.
    En los auriculares de Cabrillo sonó una voz.
    — Juan, soy Max.
    — Adelante.
    — Murph dice que tiene el vídeo a punto. Te lo envío.
    — Recibido.
    Cabrillo subió a la lancha de un salto y encendió la pantalla en la timonera. El cardán mantenía nivelada la pantalla y la cámara; Murph estaba realizando un excelente trabajo captando y ampliando las imágenes de lo que ocurría mientras el Oregon entraba en la bahía.
    Las imágenes pasaban casi a cámara lenta. La primera mostraba un intenso tiroteo cerca de una gran estructura metálica construida sobre una barcaza; en la siguiente, unos hombres que eran clones de los piratas que habían matado semanas atrás atacaban un remolcador colocado en posición para arrastrar la barcaza; a continuación, vio a centenares de trabajadores chinos que corrían por la ladera para escapar de la batalla.
    Los barcos que habían captado en el radar eran viejos cruceros. Todos menos uno estaban varados y enterrados en la playa casi hasta la línea de flotación por la acción de las olas y las mareas. La excepción parecía ser un recién llegado. La rompiente que golpeaba el casco no conseguía embarrancado; aún tardaría en quedarse varado en la playa pedregosa. Por último, Murphy le proyectó una rápida imagen del volcán. El cráter aparecía envuelto en vapor y humo.
    Cabrillo valoró rápidamente la situación táctica y estratégica y comenzó a dar instrucciones. Sus órdenes pusieron en movimiento a todos los miembros de la tripulación. Los gritos y las llamadas resonaron por los pasillos mientras realizaban los preparativos. Para el plan dispuesto por el director se necesitaba que todos actuaran con la máxima eficiencia.
    Al cabo de unos minutos el barco se acercó lo suficiente al escenario de la lucha como para llamar la atención. Los soldados vestidos con uniformes negros, todo ellos caucasianos, no hicieron caso del Oregon, mientras que los harapientos indonesios comenzaron a disparar sobre ellos.
    En cuanto un par de marineros acabaron de colocar una larga viga con cadenas en los extremos de la lancha de asalto, Cabrillo ordenó a Stone que situase al carguero paralelo a la costa. Si bien esto ofrecía un blanco mayor a los que disparaban desde la playa, permitiría que Cabrillo y su grupo saliesen de la bodega sin ser vistos.
    Al mismo tiempo que se abría la puerta, el grupo embarcó en la lancha y colocó las armas en unos soportes especiales.
    Uno por uno, cada miembro del grupo anunció que había colocado el arma. El piloto, Mike Trono, puso en marcha los motores, y Cabrillo le hizo una señal al encargado de la bodega. Como si se tratase de una honda gigante, unas palancas hidráulicas lanzaron la lancha por la rampa. La aceleración fue brutal, y más cuando Trono bajó los motores y las hélices batieron el agua. Los enormes fuera borda lanzaron sendos chorros de agua contra el Oregon y la lancha comenzó a planear.
    El aire helado era como lija contra la piel, y las gotas de agua tenían una temperatura tan baja que llegaban a quemar.
    La lancha rodeó el barco y dejó una enorme estela. Antes de que cualquiera en la playa advirtiese su aparición, ya se movían a una velocidad de cincuenta nudos, demasiado rápido para que alguien pudiese dispararles.
    Trono variaba constantemente de rumbo mientras se dirigía al punto señalado por Cabrillo para efectuar el desembarco. Avanzaban hacia la sombra de uno de los cruceros varados, hundido hasta tal punto en la playa, que los trabajadores habían construido una rampa de piedra para llegar a la cubierta principal. Había tanta basura acumulada alrededor del barco que la marea no conseguía llevársela.
    La lancha atravesó la rompiente; como tenía muy poco calado, el grupo solo tuvo que vadear un par de metros para ponerse a cubierto entre las piedras. Cabrillo y Lincoln se dejaron caer detrás de un peñasco del tamaño de una casa que había sido arrojado por el volcán en alguna erupción prehistórica. La lancha ya se había alejado de la playa. Cabrillo se aseguró de que Tory hubiese seguido su orden de permanecer a bordo; su aprecio por ella aumentó cuando la vio en la timonera, entre Mike Trono y un ex infante de Marina llamado Pulaski.
    — ¿Qué te parece, jefe? —preguntó Lincoln.
    — Pues que hemos caído en mitad de una pequeña guerra privada. Estoy seguro de que Singh paga a los indonesios y que los hombres de Savich son los que van de negro.
    — Así que el enemigo de mi enemigo no es necesariamente mi amigo.
    — Esa es mi actitud.
    El equipo subió por la ladera, con la precaución de mantener el crucero entre ellos y la zona central del combate. Había docenas de chinos acurrucados en el suelo. Miraron con ojos despavoridos a los hombres armados. Cabrillo intentó que se pusiesen a cubierto, pero estaban paralizados por el miedo; al final desistió.
    Si quería rescatarlos, la única manera sería poniendo fin al combate.
    — Director, estamos preparados —comunicó Hanley por radio.
    El barco había cambiado de posición. Las puertas que ocultaban la Gatling continuaban cerradas, aunque el Oregon había maniobrado para que pudiese disparar contra los dos pesqueros amarrados al remolcador.
    — Nosotros también. ¿Habéis localizado a Eddie?
    — Negativo. Murphy le ha pasado a Hali el control de las cámaras para ocuparse de la artillería. Las imágenes son buenas, pero hay tanta gente en la playa que el programa de identificación facial tarda unos segundos en verificarlas.
    — Busca en el lugar más cercano al combate. Si Eddie está en condiciones de intervenir, allí es donde lo encontraremos.
    — Bien pensado. ¿Hali?
    — Lo he oído —contestó el oficial de comunicaciones. Cambio de foco.
    Cabrillo y su grupo habían llegado a una terraza a unos centenares de metros por encima de la playa. Hacia el centro había un gran socavón. Los cañones de agua utilizados para quitar las capas de tierra yacían abandonados con las boquillas apuntadas hacia el cielo. El suelo aparecía sembrado de palas y cubos. Todos los trabajadores habían huido, y los guardias se habían sumado al tiroteo.
    Se acercaron cautelosamente, con las armas preparadas; sus miradas no se detenían en un punto más de un segundo.
    Se oyó una explosión en la playa. El estallido de una granada detrás de la barcaza los distrajo por un momento. Vieron cómo uno de los hombres de Savich volaba por los aires y acababa despatarrado en el suelo. En el mismo instante, un AK47 abrió fuego a quemarropa.
    Cabrillo se lanzó cuerpo a tierra; a su alrededor se levantaron surtidores de fango. En un acto reflejo apretó el gatillo y vació medio cargador contra uno de los cañones de agua.
    Fue un fallo en la disciplina de tiro pero obligó al atacante a interrumpir los disparos y a ponerse a cubierto.
    Lincoln lo hizo mejor. Disparó una corta ráfaga que alcanzó de lleno al indonesio y lo lanzó al interior de un estanque. El cuerpo desapareció debajo de la superficie y el agua se tiñó de rojo. El grupo buscó refugio detrás de un montículo, mientras aparecían más indonesios como surgidos de la nada.
    El aire vibraba con la lluvia de balas.
    — No tenemos tiempo para esto —gritó Linda Ross por encima del estrépito de las armas, al tiempo que ponía un cargador nuevo.
    Cabrillo miró colina abajo. La lancha de asalto maniobraba para colocarse en posición, y necesitarían la artillería del Oregon, pero no podía permitirse esperar. Nunca había sido más cierto el viejo dicho de que ningún plan resiste el primer contacto con el enemigo. Llamó al piloto de la lancha.
    — Mike, ¿me recibes?
    Insistió al no tener respuesta. La lancha continuaba navegando a cincuenta nudos por hora, y el estruendo de los motores hacía imposible la comunicación. Soltó una maldición y llamó a Murphy.
    — Murph, te necesitamos. Hay unos cincuenta atacantes encima de nosotros. Nos tienen inmovilizados.
    — Mike está a punto de alcanzar el remolcador —señaló Murphy.
    — Pues cuánto más avance, más cerca estará.
    — Recibido —contestó Murphy, y después murmuró: Perdona, Mike.

    En el momento en que el último miembro del grupo de asalto saltó por la borda, Mike Trono dio marcha atrás y apartó la lancha de la playa. Continuó retrocediendo hasta donde tuvo espacio para virar. Se quitó los auriculares para hablar con Tory mientras aceleraba.
    — ¿Puedo hacerle una pregunta, señora?
    — Solo si me prometes que no me llamarás más señora y me tuteas.
    — Perdona. —Trono sonrió. Es la costumbre.
    — ¿Cuál es la pregunta?
    — ¿Sabes pilotar una lancha?
    — Trabajo para Lloyd's. Toda mi vida gira alrededor de los barcos. Tengo el título de capitán de barcos de hasta veinte mil toneladas, y eso incluiría al Oregon antes de que lo convirtierais en algo salido de La guerra de las galaxias.
    — ¿También lanchas de asalto? —Trono dio un pisotón en la cubierta.
    — Por lo que parece se pilota como la planeadora Riva que alquilé en mis últimas vacaciones en España. ¿A qué viene la pregunta?
    — Tenemos que hacer un trabajito, y necesito que te encargues del timón mientras Pulaski y yo lo hacemos.
    — ¿Me equivoco si digo que tiene algo que ver con la viga que cargasteis antes de salir del barco?
    — Ordenes del capitán. Cree que podremos salvar algo más que a un puñado de emigrantes de toda esta pesadilla.
    A Tory se le iluminaron los ojos, y en sus mejillas apareció un rubor que no solo era provocado por el viento.
    — ¿Por qué será que no me sorprende?
    Habían vuelto a cruzar la bahía para dar la vuelta alrededor del Oregon y en esos momentos iban hacia el remolcador.
    Uno de los pesqueros se separaba del remolcador, mientras que el segundo continuaba amarrado a la borda. Se luchaba en las tres cubiertas, y los tripulantes hacían lo imposible por defender sus barcos, pero la superioridad numérica de los asaltantes acabaría por imponerse. Algunos de los piratas habían dado un paso más en su salvajismo y remataban a los caídos a golpes de machete.
    Aprovechar el momento oportuno era esencial, pero con Murphy cubriéndoles las espaldas con la Gatling, la lancha se lanzó al ataque. Se encontraban a unos veinte metros cuando Mike recordó que se había quitado los auriculares. Se los puso, oyó el tableteo de la Gatling de seis cañones, y aceleró un poco más.
    Si esperaba ver cómo los proyectiles de veinte milímetros de calibre destrozaban los barcos pirata y despejaban la cubierta del remolcador se quedó con un palmo de narices. En cambio, los piratas comenzaron a disparar contra la lancha de asalto por encima de la borda, y la embarcación se encontró en medio de una tormenta de fuego. Las balas de los AK47 perforaron las cámaras neumáticas, barrieron la cubierta y rebotaron en las carcasas de los motores sin que, milagrosamente, hiriesen a ninguno de los tres tripulantes.
    El terreno que separaba a Cabrillo de los indonesios pareció entrar en erupción cuando impactaron los quinientos proyectiles de uranio empobrecido disparados por la Gatling.
    Una capa de tierra de un metro veinte de espesor voló por los aires y dejó al descubierto a los guardias que se habían ocultado detrás del borde del estanque. Aquellos que no habían sido alcanzados por las balas murieron a consecuencia de los golpes de las piedras convertidas en metralla. Todo el grupo desapareció en una nube de sangre y polvo.
    Lincoln se ocupó de buscar algún sobreviviente, y aunque era una tarea inútil la hizo a fondo. Nadie podía sobrevivir a semejante huracán de plomo.
    — Posición despejada —informó.
    Cabrillo reunió al grupo.
    — Hemos perdido la ventaja de la sorpresa, pero seguiremos con el plan original. Flanquearemos la zona de combate y nos centraremos en encontrar a Eddie. Solo deseo que haya hecho amistad con alguno de los chinos, porque si queremos salvar a todos los que podamos necesitaremos su ayuda.
    Comenzaron a bajar por la ladera.

    Eddie Seng se había mantenido oculto, atento a la reacción de los combatientes a la entrada del Oregon en la bahía. Tal como había esperado, los rusos no hicieron el menor caso y continuaron combatiendo con habilidad y disciplina. Habían provocado numerosas bajas, pero la superioridad numérica de los indonesios era abrumadora. De los doce atrapados en la emboscada, cuatro habían muerto y tres estaban heridos, aunque aún podían defender la posición. La marea indonesa continuaba atacando el montículo que los rusos habían convertido en un improvisado fortín. Ya no luchaban para salvar la vida.
    Ahora se trataba de morir con honor.
    Algo llamó la atención de Seng al otro lado del edificio de la planta de procesamiento. La distancia era mucha, pero le pareció ver que Jan Paulus desembarcaba de uno de los cruceros. Un par de segundos más tarde tuvo la confirmación, ya que Paulus comenzó a subir la pendiente hasta la pista donde se encontraba el helicóptero de Anton Savich. Le acompañaba otro hombre, y por la manera de caminar daba la impresión de que Paulus le apuntaba en la cabeza con un arma. Lo más probable era que hubiese secuestrado al piloto para que lo sacara del lugar. No había rastro de Anton Savich, y Seng se preguntó si no habría muerto a manos del sudafricano.
    Perseguir a Paulus era un error táctico, pero la furia que ardía en el pecho de Seng borró cualquier rastro de racionalidad. Las semanas de sufrimientos, hambre y privaciones habían abierto una herida en su espíritu que tardaría mucho en cicatrizar. Matar al sádico ingeniero le permitiría dar el primer paso hacia su cura. Ya le había dicho a Tang que reuniera al mayor número posible de trabajadores y los llevase hacia el crucero, que aún no había varado del todo. De entre todos los barcos dispersos en la desolada playa era el que ofrecía más probabilidades de sobrevivir a la erupción si a Cabrillo no se le ocurría nada mejor para salir de ese embrollo.
    Su cuerpo no estaba en condiciones de perseguir a Paulus; sin embargo, cuando fue a por él, las piernas de Seng reaccionaron como resortes y sus pulmones bombearon aire como el fuelle de un herrero. Volvía a sentirse vivo por primera vez desde que había entregado su vida al cabeza de serpiente en Lantan. Si alguno de los combatientes se fijó en él cuando corría entre montículos de chatarra y máquinas oxidadas, descartó inmediatamente que fuera alguno de los anónimos trabajadores que intentaba salvar el pellejo. No hubiese podido ver el AK47 que le había quitado al guardia muerto porque lo llevaba oculto debajo de la camisa.
    Dejó atrás lo peor de la batalla y se encontró con la gabarra que habían utilizado para transportar el oro hasta el remolcador. La habían fondeado en una cala separada de la playa por unos inmensos peñascos. En cuanto salió a campo abierto, los ocho piratas que se disponían a zarpar lo miraron como un solo hombre. Tendrían que haber actuado como los demás y no hacerle caso, pero uno de ellos echó mano al arma.
    Seng se echó a la izquierda, y las balas rebotaron en el peñasco a la altura del hombro. Empuñó el fusil, esperó a que cesase el fuego, y se asomó de nuevo.
    El pirata se había vuelto para reír con sus compañeros de lo gracioso de su acción. Los primeros tres disparos lanzaron su cadáver a los brazos de uno de sus atónitos compañeros.
    La segunda ráfaga abatió también a este, y Seng consiguió matar a un tercero antes de que el resto respondiese al ataque.
    Se apartó en el acto, se colgó el fusil al hombro, y comenzó a trepar por el resbaladizo peñasco.
    Solo tenía una altura de dos metros y medio, pero para Seng era como una montaña. Sus brazos temblaban por el esfuerzo de tener que levantar su cuerpo debilitado, y el AK47 parecía pesar un tonelada. El motor de la gabarra se puso en marcha cuando llegaba a lo alto. Se deslizó sobre la punta redondeada y empuñó el fusil. El sonido del motor cambió cuando la hélice tocó el agua.
    Uño de los piratas debió de adivinar sus intenciones, porque al menos cuatro armas comenzaron a disparar; los proyectiles arrancaron esquirlas del peñasco. Seng se protegió la cabeza con los brazos. Las afiladas esquirlas se le clavaron en la piel como los aguijones de un enjambre de avispas. Los piratas continuaron disparando hasta que la gabarra se alejó a una distancia desde donde ya no podían apuntar al peñasco.
    Seng se arriesgó a levantar la cabeza. Los piratas se dirigían hacia el remolcador desde donde disparaban con fuego graneado a la lancha de asalto del Oregon. En ese momento era obvio que el plan de Cabrillo había fracasado. Solo había tres personas en la lancha. Necesitaban que el Oregon los cubriese si querían atacar al remolcador; sin embargo la Gatling permanecía en silencio.
    Entonces, como si respondiese a su deseo, la ametralladora de cañones múltiples comenzó a disparar. Vio los fogonazos de tres metros de longitud y cómo un trozo de la ladera donde había estado el estanque saltaba por los aires, hasta diez metros de altura convertido en una nube de fango.
    Como no podía avisar a la lancha de la presencia de la gabarra, Seng bajó del peñasco y fue de nuevo a por Jan Paulus.

    Mike Trono sujetó la rueda del timón con una mano mientras con la otra comenzaba a disparar para sumarse a la réplica contra el ataque de los piratas. Tory se había arrodillado en el fondo de la lancha y disparaba con notable precisión contra los piratas alineados en la borda del remolcador. Tenía la puntería de un tirador olímpico y la paciencia de un francotirador.
    Notaba la pistola perfectamente equilibrada en sus manos mientras apretaba el gatillo por quinta vez. Su objetivo se había resguardado detrás de la borda, pero el disparo le obligaría a mantener la cabeza agachada durante unos segundos.
    Otro pirata se levantó bruscamente y disparó una ráfaga al mar antes de centrarse en la lancha que se alejaba. Tory apuntó cuidadosamente, atenta al vaivén de las olas, y apretó el gatillo. La bala rozó la borda delante mismo del indonesio, rebotó y alcanzó al hombre debajo del esternón. El impacto lo levantó en el aire.
    — ¡Alto el fuego! —gritó Trono. ¡Volvemos a entrar!
    ¡Alto el fuego!
    Giró la rueda una vez y colocó la lancha en un rumbo que la llevaría a colisionar contra el remolcador. Al ver que no les disparaban, muchos de los piratas se levantaron para apuntar a la lancha.
    — Comienza el espectáculo —comunicó Murphy a Trono.
    El jefe de la artillería del Oregon hizo girar la Gatling y descargó una ráfaga de unos segundos contra el pesquero a la deriva. Fue como si hubiesen metido la embarcación de madera en una trituradora. Comenzaron a volar astillas por todas partes. La timonera se desintegró. Las gaviotas que picoteaban los restos de pescado en la cubierta remontaron el vuelo mientras su mundo desaparecía. Las balas penetraron en la sala de máquinas y arrancaron el motor diesel de los soportes antes de perforar los tanques de combustible. Una enorme bola de fuego y humo negro se elevó hacia el cielo y una lluvia de metralla cayó sobre el mar.
    Lo poco que quedaba del pesquero se hundió en el agua en medio de una nube de vapor.
    La destrucción del remolcador fue menos impresionante cuando Murphy centró la Gatling y apretó el gatillo. Fue como si los piratas hubiesen sido alcanzados por una andanada de perdigones. En una fracción de segundo no quedaba ni uno vivo. Un centenar de agujeros aparecieron en los enormes contenedores amarrados a cubierta, y los cristales del puente secundario situado a popa, desde donde la tripulación vigilaba los barcos que atoaban, cayeron en una brillante cascada que acabó de mutilar a los cadáveres. Murphy barrió la cubierta con una última ráfaga.
    — Creo que con esto bastará —afirmó exultante.
    Trono acercó la lancha hasta la borda del remolcador y después le pasó el timón a Tory.
    — Aguántalo. No tardaremos ni un minuto.
    — ¿Qué vais a hacer? —preguntó la mujer al tiempo que se apartaba para que Pulaski y Trono pudieran descargar la viga de acero en la cubierta de popa.
    Trono le dio la radio y le dedicó una sonrisa lobuna.
    — El director cree que hay un botín a bordo, y que no se trata precisamente de baratijas.
    Los hombres saltaron a la cubierta. Los años de duro entrenamiento los llevó a realizar una rápida inspección visual para comprobar que no había nadie vivo. Fue algo desagradable, que parecía sacado de una película de terror, porque los proyectiles de la Gatling habían convertido los cuerpos en una masa sanguinolenta. Mientras la lancha permanecía junto al remolcador con los motores al ralentí, la pareja cargó con la viga al hombro y caminaron entre los cadáveres hacia uno de los contenedores.
    Trono desenfundó la Glock y voló el cierre de un disparo mientras Pulaski colocaba la viga en posición para subirla a la caja de acero. Las bisagras rechinaron cuando Trono abrió una de las puertas, echó una ojeada al interior y se apresuró a cerrarla. Pulaski lo interrogó con la mirada.
    — El director ha acertado una vez más.
    — ¿Oro?
    — Oro.
    Subió al contenedor con la ayuda de su compañero y entre los dos colocaron la viga de cien kilos en el centro y a lo largo de la caja. Trono levantó la cabeza por un momento mientras comenzaban a sujetar las cadenas en los enganches.
    Una gabarra se acercaba desde la costa, fuera de la vista de Murphy, porque el remolcador la ocultaba. Contó media docena de hombres armados que se bambolearon al cruzar la rompiente.
    — Tenemos problemas.
    Pulaski miró por encima del hombro.
    La gabarra llegaría en cuestión de segundos y no en los minutos que necesitaban para asegurar la viga, pero no estaban dispuestos a abandonar el botín.
    — ¡Tenemos compañía! —gritó Mike a Tory. Un grupo de gorilas en una gabarra. Sal pitando.
    — No pienso dejaros atrás.
    — No somos héroes. Necesitamos que los alejes para que Murphy los mate con la Gatling.
    Tory aceleró los motores a fondo sin rechistar. La lancha se apartó del remolcador y la joven efectuó un viraje cerrado para pasar por la popa, no se acordaba de las maromas que sujetaban la barcaza en la playa. Sin tiempo para maniobrar, pasó por debajo de la primera maroma y se agachó para evitar que el grueso cable de acero la decapitase cuando arrancó la pequeña timonera de los soportes. La velocidad de sus reflejos le salvó la vida por los pelos.
    Cruzó por debajo de la segunda maroma como una exhalación y viró de nuevo para interceptar la gabarra. Iba a tal velocidad que los piratas solo pudieron mirar atónitos cómo la lancha se les echaba encima. Uno de los hombres se lanzó por la borda; cuando los demás intentaron coger sus armas, Tory ya estaba veinte metros más allá y navegaba a toda velocidad.
    Comenzó a zigzaguear en cuanto oyó los disparos. La adrenalina la ponía a tope.
    — Lo sé, lo sé, las mujeres no tendrían que conducir. Chocan y salen corriendo. Seguidme y, si me atrapáis, firmaremos un parte amistoso para el seguro.
    Miró por encima del hombro para comprobar si habían mordido el anzuelo pero se horrorizó al ver que continuaban en línea recta hacia el remolcador. Cogió la radio.
    — Aquí Tory. Estoy con Trono y Pulaski en la lancha.
    — Tory. Soy Hanley. ¿Cuál es el problema?
    — Seis piratas en una gabarra se disponen a asaltar el remolcador. Tus hombres se encuentran a bordo y solo disponen de pistolas. Están perdidos.
    — ¿Dónde estás? —preguntó Max con voz serena, para calmar a la joven.
    — En la lancha. Mike quería que me siguieran, pero no han entrado al trapo.
    — Muy bien. Espera un segundo. ¿Pulaski? ¿Trono? ¿Me escucháis?
    La respuesta llegó en un débil susurro.
    — Max, soy Ski. Estamos encima de uno de los contenedores. Los piratas acaban de subir a bordo.
    — ¿Crees que saben que estáis allí?
    — Negativo. Mike se hizo con una lona antes de que llegasen. A menos que se les ocurra subir, no nos verán. Tampoco parecen tener mucho interés en revisar el barco.
    — ¿Qué hacen?
    — Por lo visto quieren soltar las maromas y largarse. ¿Qué quieres que hagamos?
    — Ayudarlos —dijo Cabrillo, que se sumó a la conversación por el canal abierto.
    — ¿Qué? —exclamaron Max y Ski al unísono.
    — Ayudarlos. Ski, tú y Mike no os mováis. Max, quiero que cortes las maromas. —En la transmisión de Cabrillo se oían los sonidos de la batalla que se libraba en la playa: las detonaciones secas de los fusiles, el tableteo de los AK47 y los gritos de agonía de los heridos.
    — Puedo hacerlo con la Gatling —afirmó Murphy. Bastaría con un disparo directo en el tambor del cabestrante a popa.
    — Pero ¿por qué? —quiso saber Hanley.
    — Porque aquí hay un millar o más de chinos atrapados en el fuego cruzado, y cuanto más dure el combate, más muertos habrá. Los rusos pueden aguantar horas. Ahora mismo el remolcador es el único medio que tienen los piratas para salir de la bahía, y si ven que no está amarrado, puedes estar seguro de que se olvidarán de la lucha y se largarán.
    — Cosa que los aleja de los civiles…
    — … y da a Murphy la oportunidad de borrarlos del mapa —acabó Cabrillo.
    — ¿Qué pasa con los rusos?
    — Les daremos la oportunidad de rendirse y salir de la playa con vida. Si no la aceptan, puedes acabar con ellos.
    Como si quisiera recalcar la urgencia, se oyó un gran estruendo. Una nueva nube de ceniza estalló de la boca del volcán y se elevó como un hongo atómico. Cabrillo no sabía de cuánto tiempo disponían. Podían ser horas o minutos. Aún no habían encontrado a Eddie, y si su plan para poner fin al combate no tenía un efecto inmediato, tendría que evacuar a los suyos de la playa y marcharse a toda velocidad.
    La voz de Hali Kasim interrumpió los lúgubres pensamientos de Cabrillo.
    — ¡Director, he localizado a Eddie! Está al otro lado de la barcaza. Aparentemente sigue a dos hombres, uno de ellos parece ser un rehén.
    — ¿Hacia dónde se dirigen?
    — Se alejan de la playa por una pendiente muy escarpada.
    Creo que en lo alto hay un helicóptero.
    — Elimínalo —ordenó Cabrillo. Miró a Lincoln. Fue toda la comunicación que necesitaron. El afroamericano asumió el mando del grupo y el director echó a correr como un gamo.
    No había recorrido más de cuarenta metros cuando tropezó con una piedra suelta. De haber sido la pierna buena, se hubiese roto el tobillo o se lo habría dislocado. En cambio cayó de bruces, lo que le salvó la vida, porque las balas silbaron donde hacía unos instantes estaba su cabeza. Rodó varias veces sobre sí mismo para ponerse a cubierto detrás de unas rocas. El tirador estaba más abajo, oculto detrás de una pirámide de bidones.
    Cabrillo comprobó la carga del lanzagranadas sujeto debajo del M4, apoyó la culata del fusil en el hombro, y disparó. Se oyó un sonido hueco, y un segundo más tarde la granada impactó detrás de los bidones. La explosión de la granada hizo detonar el combustible. Los bidones de ciento cincuenta litros volaron por los aires como cohetes. Algunos estallaron en pleno vuelo; otros cayeron al suelo y mientras rodaban por la playa fueron derramando el combustible incendiado.
    Se levantó de un salto al ver que uno de los bidones comenzaba a caer hacia él como un meteoro. Se estrelló contra la ladera un poco más arriba y a unos cinco metros de distancia, así que cuando se partió, un torrente de gasolina en llamas se le echó encima. Controló el instinto de correr hacia abajo.
    En cambio, corrió en diagonal, con las llamas lamiéndole las rodillas y un tremendo calor que amenazaba con quemarle los pulmones, pero transcurridos unos pocos segundos había dejado atrás el incendio; solo tenía el pelo un poco chamuscado.
    — Por los pelos… —jadeó mientras reanudaba la carrera para ir al encuentro de Eddie Seng.

    Una ráfaga de la Gatling bastó para destrozar las maromas en el mejor momento, porque los piratas habían puesto los motores en marcha y una nube de humo negro escapó de la chimenea. La reacción en la playa fue la que Cabrillo había esperado.
    Los indonesios se olvidaron de los rusos y comenzaron a correr hacia la orilla. Algunos conservaron las armas, pero la mayoría las arrojó al suelo mientras se lanzaban al agua helada y comenzaban a nadar hacia el remolcador. Al mirarlos, Lincoln pensó en las ratas que abandonan el barco. Él y el resto del grupo dejaron la posición y bajaron por la ladera. Aún quedaban un puñado de guardias; estaban tan concentrados en la lucha, que no se habían dado cuenta de que iban a quedarse sin transporte.
    Lincoln acabó con un par de ellos con una granada y se disponía a dispararle a un tercero cuando lo que había confundido con un cadáver tumbado a sus pies volvió a la vida.
    El guardia le arrebató el fusil e intentó clavarle un puñal corvo en el pecho. Consiguió parar el golpe mortal, pero el cuchillo le hizo un profundo tajo en el brazo. Descargó un puñetazo en los músculos debajo del brazo del indonesio, y lo paralizó durante el segundo que necesitaba para desenfundar la pistola y dispararle entre los ojos. No hizo caso del torrente de sangre que caía por su brazo y continuó bajando.

    Eddie comprendió que nunca podría alcanzar a Jan Paulus.
    La energía generada por el ansia de venganza se había agotado. Estaba famélico y apenas podía respirar, pero siguió adelante por pura fuerza de voluntad. Paulus y el rehén se encontraban a poco más de un minuto del helicóptero MI8, y por mucho que Seng quisiese obligar a sus piernas a moverse más rápido, vio que perdía terreno. Entonces desde el Oregon le llegó el inconfundible tronar del cañón de cuarenta milímetros. Cinco obuses cruzaron la playa, pasaron directamente por encima de Seng y estallaron en la zona alrededor del helicóptero. Cuando el polvo se disipó, Seng vio que la cabina había recibido un impacto directo. Salían las primeras llamas, y el suelo alrededor del aparato aparecía cubierto de trozos de los equipos de vuelo.
    Seng miró por encima del hombro para dirigir un gesto de felicitación al barco y divisó a una figura que avanzaba hacia él. Sonrió al reconocerla: Cabrillo.
    Paulus mató al rehén en cuanto vio el helicóptero destrozado y echó a correr ladera abajo, quizá con la intención de alcanzar el remolcador y hacer un trato con los piratas, o quizá impulsado por el miedo.
    Ahora que Cabrillo le cubría la retaguardia, Seng corrió tras el ingeniero; dejó que la gravedad hiciese el trabajo que sus piernas ya no podían hacer. Se encontraban a unos treinta metros de la playa cuando Seng se detuvo y se llevó el AK47 al hombro. Temblaba tanto que apenas conseguía ver a través de la mira. Apretó el gatillo, sonó el disparo, y el arma se encasquilló. Paulus se volvió al oír la detonación, y luego continuó su carrera mientras Seng inspeccionaba el arma. En algún momento el cargador se había soltado. Lo ajustó de un golpe, movió la corredera y vació el resto del cargador contra el minero.
    Un surtidor de sangre brotó de una de las pantorrillas del fugitivo, que perdió el equilibro y cayó. Tardó en levantarse y le dio a Seng la oportunidad de alcanzarlo. Se abalanzó sobre el sudafricano, y ambos rodaron entre las rocas. Paulus era un hombre fornido, acostumbrado a la ruda vida de los mineros y capaz de soportar el dolor. La herida no había mermado su capacidad de combate.
    — Pagarás por esto, compañero —dijo sin apenas mover los labios, y provocó a Seng para que intentase golpearle de nuevo.
    — No cuentes con ello. —Seng aprovechó el momento de desconcierto provocado por su acento norteamericano para descargar un culatazo en la cabeza de Paulus. El ingeniero consiguió esquivarlo, pero le dio a Eddie la oportunidad de propinarle un fuerte puntapié en la rodilla.
    Paulus encajó el golpe sin siquiera parpadear, abrazó a Eddie y comenzó a aplastarlo con la fuerza de una apisonadora. Seng golpeó con la frente la nariz del sudafricano, y aunque oyó el ruido de los huesos rotos, el hombre redobló la presión. Seng repitió el golpe con todas sus fuerzas, y esta vez el minero rugió de dolor. Aflojó la presión lo suficiente para que Seng consiguiese librar una mano. Hundió los dedos en la oreja de Paulus y tiró hasta casi arrancársela. Este separó los brazos. Seng movió una pierna por detrás de las rodillas del hombre y lo empujó. El sudafricano consiguió cogerse de la camisa de Eddie mientras caía.
    El choque contra el suelo, con Seng encima, tendría que haber bastado para vaciar de aire los pulmones del ingeniero, pero no fue así. El impacto había sido amortiguado, como si hubiesen caído en un colchón de agua. Para su espanto advirtió que se encontraban en un gran charco de mercurio.
    Antes de que Paulus pudiese recuperarse, Seng le clavó la rodilla en la entrepierna al mismo tiempo que le hundía la cabeza debajo de la superficie. El sudafricano abrió la boca involuntariamente, en un grito de dolor, y tragó el venenoso metal líquido. Las convulsiones aparecieron en el acto, pero Seng se mantuvo encima, como un vaquero que monta un toro. Paulus consiguió asomar la cabeza. Escupió grandes bolas de mercurio antes de que Seng le hundiese la cabeza de nuevo. Tardó un minuto en dejar de moverse. Cuando el agente se apartó, el cuerpo emergió del charco. La boca y los orificios nasales eran pequeños charcos de mercurio, y parecía como si alguien hubiese tapado sus ojos con unas relucientes monedas.
    — Está claro que esta encabeza la lista de las diez muertes más desagradables —comentó Cabrillo, que apoyó una mano en el hombro de su amigo.
    — Por un momento pensé —replicó Seng— que debía matarlos a todos.
    Su jefe lo ayudó a levantarse.
    — Vaya. ¿Querías negarnos nuestra parte de gloria? —Señaló el cadáver. ¿Anton Savich?
    — No, un sudafricano contratado para dirigir esta pesadilla. Paulus. Jan Paulus.
    — ¿Tienes alguna idea de dónde puede estar Savich?
    Seng sacudió la cabeza.
    — Lo último que sé es que estaba en aquel crucero varado en la playa. Paulus se llevó como rehén al piloto de Savich, así que creo que debe de haber muerto.
    — Maldita sea.
    — ¿Por qué? Nos ahorra trabajo.
    — El perista —dijo Cabrillo después de una pausa.
    — ¿El perista?
    — Sí, como los tipos que compran objetos robados a un ladrón —le explicó Cabrillo. Hasta que el oro no está debidamente aquilatado y sellado por una casa de moneda oficial, no tiene ningún valor. No puedes venderlo. Savich tenía que saberlo antes de montar todo esto, lo que significa que tenía a alguien dispuesto a comprárselo. Alguien que puede legitimarlo e introducirlo en el mercado. Tiene que ser alguien importante para aceptar esta cantidad, algún banquero con muchas vinculaciones.
    — Lo siento, jefe. No tengo ni idea de quién puede ser.
    — No te preocupes. —Cabrillo sonrió. Encontraremos a ese codicioso cabrón.
    La voz de Lincoln sonó en la radio de Cabrillo.
    — Director, tenemos la playa controlada. Los rusos se han rendido a cambio de un pasaje de salida.
    — Es hora de que nos vayamos. —Cabrillo miró en derredor. Centenares de chinos parecían haber brotado del suelo.
    Se habían refugiado entre las piedras, y ahora que había cesado el combate y el remolcador se había alejado una milla de la bahía, no sabían qué hacer. Todos.

    Cabrillo dio las órdenes y al cabo de unos pocos minutos todos sabían que los trabajadores debían embarcar en el último buque que había llegado a la playa, pero que tardarían al menos una hora en subir por la única escalera que llegaba hasta la borda.
    El director esperaba en el pantalán donde habían atracado los pesqueros cuando apareció Tory con la lancha.
    — ¿Te llevo, marinero?
    Cabrillo saltó a la cubierta y, llevado por un impulso, la besó en los labios, pero el beso fue interrumpido por una explosión del volcán que levantó olas.
    — Vaya, vaya, la tierra tiembla bajo mis pies. —Tory se rió con una risa sensual.
    Para el norteamericano el momento romántico ya había pasado. Luchaban contra reloj, cada segundo contaba. La joven interpretó correctamente su expresión y aceleró a fondo.
    Hanley había efectuado la maniobra ordenada por Caballo y en ese momento el Oregon enseñaba la popa al crucero varado. Los marineros habían sacado las maromas de las escotillas disimuladas debajo de la bovedilla. Un par de motos de agua habían llevado los extremos de unos cabos atados a las maromas hasta la playa, donde un centenar de los chinos en mejor estado físico los usarían para subir las maromas a bordo.
    — Max, ¿me recibes? —preguntó Cabrillo.
    — Aquí estoy.
    — ¿Cuál es la situación?
    — Se disponen a izar las maromas al crucero. Por si te interesa, se llama Selandria. Linda y Lincoln dirigen la maniobra. Ella dice que los bolardos están oxidados, así que sujetaremos las maromas en los cabrestantes del ancla. Tendrían que aguantar el tirón.
    — De acuerdo. Estaré allí en un par de minutos. En cuanto las maromas estén aseguradas, quiero que toda nuestra gente regrese a bordo.
    — Tendré que atar a la doctora Huxley. Quiere llevarse un equipo ahora mismo para atender a los chinos más enfermos.
    — Pues entonces átala —replicó Cabrillo. Si esto no funciona, la terrible realidad es que dejaremos aquí a esta gente y tendremos que buscar a alguien que acuda en su ayuda antes de que el volcán entre en erupción.
    — En cuanto a pedir ayuda, he intentado llamar a la guardia costera rusa, pero el volcán provoca muchas interferencias eléctricas. Están cortadas todas las comunicaciones excepto la radio de corto alcance.
    — Estamos solos.
    — Eso parece.
    — Quiero que te quedes en el centro de operaciones. Estaré en el puente. Manda a alguien con ropa limpia. —Miró a Tory. La mujer asintió con entusiasmo. También para Tory.
    Cabrillo se quitó la roñosa guerrera mientras caminaba; pensó en las huellas de fango en las mullidas alfombras de los pasillos y se compadeció del personal de limpieza. Llegó al puente cuando Maurice salía del ascensor. Empujaba una mesa con ruedas. Dio una percha con las prendas a Cabrillo y otra a Tory. La mujer entró en la cabina de radio para cambiarse.
    El director se desnudó donde estaba.
    — Esto ya es otro cantar —comentó.
    Maurice levantó la reluciente tapa de la mesa, y a Cabrillo se le hizo la boca agua con el aroma de la comida caliente.
    — Burritos de cecina de ternera picada y café.
    Cabrillo dio un mordisco al delicioso plato mexicano y, con la boca llena, dijo:
    — Maurice, te doblo el sueldo.
    El venerable jefe de comedor vertió un poco del contenido de su petaca en el café de Cabrillo.
    — De mi reserva de brandy. Solo unas gotas para darle algo más de cuerpo.
    — Te lo triplico.
    La tormenta que habían atravesado en el mar de Ojotsk acababa de alcanzarlos. La lluvia azotaba los cristales, y los relámpagos eran continuos. Maurice sacó de debajo de la mesa dos chubasqueros idénticos, gorras de béisbol y las botas de lluvia de Cabrillo.
    — Tuve un presentimiento, señor.
    Cabrillo se puso el chubasquero. Tory salió de la cabina de radio y se comió medio burrito en dos bocados.
    — Dios, qué hambre tenía.
    — ¿Juan? —Era Hanley por el walkietalkie.
    — Dime.
    — Ya han pasado las maromas. Linda dice que necesita otros diez minutos.
    — Dile que tiene cinco. Dentro de nada tendremos encima la tormenta y lo que iba a ser una tarea dura se convertirá en imposible. —Salió del puente, donde soplaba un viento de fuerza cinco y llovía barro; la ceniza volcánica se mezclaba con el agua. Miró a popa. Habían enganchado las maromas a los cabrestantes del Selandria, y todo parecía en orden; excepto que el Oregon había derivado un poco y no estaba en línea recta con el crucero. Le ordenó a Eric Stone que hiciera la corrección y miró por la borda de babor para ver cómo salía el chorro del impulsor de proa.
    — Perfecto. Mantén la posición.
    La lancha de asalto planeó por el mar encrespado para ir a recoger al grupo en la playa; los pontones de gomas se doblaban con el impacto de las olas.
    — ¿Crees que podremos hacerlo? —preguntó Tory, que se reunió con él.
    — Nuestros motores pueden generar la potencia de un portaaviones, pero si aquel casco está muy encajado, tendremos el clásico dilema de una fuerza inmutable y un objeto inmóvil.
    — ¿Los abandonarías?
    Cabrillo no contestó, pero su silencio fue respuesta suficiente. A pesar de lo que había dicho antes, Tory vio la decisión en sus ojos y supo que estaba dispuesto a destrozar su querido barco y arriesgar a su gente por salvar aunque solo fuese a uno de los emigrantes chinos.
    Un par de minutos más tarde, la lancha abandonó la playa con los últimos miembros de la Corporación. Cabrillo esperó a que se apartara de las maromas antes de dar la orden.
    — Muy bien, Eric, tensa las maromas.
    El Oregon avanzó, y las cuerdas salieron lentamente del mar. El agua chorreó del alambre trenzado a medida que se tensaban.
    — Ya está —informó el timonel. La velocidad sobre el fondo es cero. Tensados al máximo.
    — Sube poco a poco al treinta por ciento y mámenlo.
    Se oyó el aullido de los propulsores magnetohidrodinámicos. El ángulo de arrastre y la potencia de los motores hicieron que el Oregon se hundiese un poco más y las olas rompieron contra la proa a mayor altura.
    — Registro movimiento —dijo Eric. Avance de metro y medio por minuto.
    — Negativo, solo estiramos las maromas un poco más.
    — Cabrillo había pasado un verano en un remolcador en sus años de estudiante y sabía que el estiramiento de los cables llevaba a engaño. Dentro de nada verás que retrocedemos.
    Cuando ocurra aumenta al cincuenta por ciento.
    Cabrillo observó el impacto de las olas en el Selandria, en un intento por descubrir si las cabalgaba. Se apreciaba algún movimiento cuando el agua pasaba por debajo de la proa, pero cada vez que el barco se alzaba por la proa lo único que se conseguía era que la popa se hundiese más y más en la playa.
    — Cincuenta por ciento —avisó Stone. No hay movimiento.
    — Sube a ochenta.
    — No lo recomiendo —advirtió Hanley. Ya has castigado bastante a mis chicos.
    Teóricamente no había límite en el rendimiento de los motores, pero había un punto débil en el sistema: las bombas de alta velocidad que enfriaban los magnetos con helio líquido para que fuesen más conductivos. El frío extremo causaba estragos en los impulsores, y después del uso abusivo que habían soportado para llegar a Kamchatka, a Max le preocupaba que fallasen.
    — Estos motores están a cargo del mejor ingeniero del mundo. Sube a ochenta.
    El Oregon se hundió un poco más, y las olas comenzaron a pasar por encima de las bordas. A popa, el mar parecía hervir con los cientos de toneladas de agua por minuto que salía de los propulsores.
    — Nada —dijo Eric. Está clavado. No conseguiremos sacar ese cascajo de la playa.
    Cabrillo no hizo caso de su pesimismo.
    — Vira todo a estribor.
    Eric obedeció. Giró el timón hasta los topes y el barco se movió en línea recta, como un perro que tira de la correa, y añadió un par más de toneladas de presión a las maromas.
    — ¡Todo a babor!
    El Oregon viró de nuevo, y las maromas vibraron con la tensión. Un gemido escapó del Selandria a medida que la quilla pivotaba sobre las rocas y luego se oyó el rechinar del metal provocado por el roce.
    — Vamos, nena, vamos —exclamó Cabrillo. Tory se había llevado las manos a la boca; tenía los puños tan apretados que los nudillos se veían blancos. ¿Se mueve?
    Stone llevó el barco hacia estribor antes de responder.
    — No. La velocidad sobre el fondo es nula.
    — Juan, tengo picos de temperatura en los motores tres y cuatro —interrumpió Hanley. Las bombas de enfriamiento comienzan a fallar. Tendremos que apagar motores y trasladar a bordo a todos los chinos que podamos.
    Cabrillo miró el crucero varado. Habían advertido a los chinos que se mantuviesen fuera de la cubierta porque si se partía una maroma el latigazo podía matar a un hombre. Sin embargo, en las bordas de la proa había un mar de rostros pálidos y asustados que soportaban estoicamente la lluvia y el frío. Habían calculado que en el Selandria había, más de tres mil emigrantes. El Oregon podía recoger como máximo a un millar.
    — De acuerdo.
    Hanley seguramente tenía las manos apoyadas en los controles porque los motores redujeron su potencia al mínimo casi al mismo tiempo que Cabrillo daba la orden. Libre de la tensión, el barco se elevó y el agua cayó por los imbornales.
    Tory miró al director con una expresión de reproche, una severa reprimenda por haberse dado por vencido a la primera, pero él aún no había acabado.
    — Afloja la tensión y suelta otros cien metros de cable.
    Avanza y prepárate para lanzar las anclas.
    — Juan, ¿crees de verdad que…?
    — Max, los cabrestantes de las anclas tienen motores de cuatrocientos caballos —le recordó Cabrillo, y quiero utilizar la fuerza de cualquier jamelgo que tenga a mano.
    En el centro de operaciones, Hanley tecleó las órdenes para quitar el freno de los tambores mientras Eric aceleraba los motores lo justo para avanzar. Al final de los cien metros, Hanley soltó las anclas. Se hundieron rápidamente hasta el fondo, a una profundidad de veinticinco metros.
    — Ahora atrás muy despacio, y clava las uñas.
    Las pesadas anclas se arrastraron por el fondo y abrieron a su paso unos enormes surcos en el lecho marino hasta que las uñas se engancharon en la roca viva. Un control automático ajustó la tensión de las cadenas para evitar cualquier deslizamiento.
    — Estamos preparados —comunicó Hanley sin mucho entusiasmo.
    — Tensad las maromas y subid al treinta por ciento. —Cabrillo observó el barco a través de los prismáticos, pero por debajo de las bordas, para no ver a los hombres apiñados. Las olas hacían que la proa subiese y bajase en un vaivén que solo servía para clavar más la popa.
    — Treinta por ciento —avisó Stone. No hay movimiento sobre el fondo. Solo el estiramiento de las maromas.
    — Sube a cincuenta —ordenó Cabrillo sin desviar la mirada del crucero. ¿Qué pasa con las anclas?
    — Recuperación nula en los cabrestantes —respondió Max. Comienza a aumentar la temperatura en los motores tres y cuatro. Estamos a treinta grados de la línea roja y el cierre automático.
    Las fuerzas que tiraban de las maromas eran titánicas, pura fuerza bruta contra veinte mil toneladas de peso muerto encastradas en la playa. La proa del Selandria, sujeta por los cables, dejó de balancearse, así que el agua pasaba por debajo, acompañada por el vaivén de las piedras del tamaño de una pelota de fútbol.
    — ¿Algún cambio?
    — Ninguna recuperación en los cabrestantes —dijo Hanley en tono lúgubre, y movimiento nulo sobre el fondo.
    — Ochenta por ciento.
    — ¡Juan!
    — Hazlo y quita los seguros de los motores. —La voz de Cabrillo sonó furiosa. Llévalos más allá de la línea roja si es necesario. No vamos a dejar a esa gente.
    Hanley introdujo la orden para anular los controles automáticos de las enormes bombas criónicas. Observó en la pantalla cómo la gráfica de la temperatura llegaba al rojo y seguía subiendo. Apagó la pantalla para no verlo.
    — Lo siento, chicos.
    Cabrillo notaba el esfuerzo del barco a través de las suelas de las botas. Las vibraciones lo estaban destrozando, y con cada sacudida era como si le clavasen una lanza en el pecho.
    — Vamos, zorra —gritó. Muévete.
    Un trueno retumbó por toda la bahía, tan fuerte que fue más una sensación en la piel que algo captado por los oídos.
    El cráter del volcán aparecía oculto en una densa nube de cenizas, y el suelo se sacudía con tanta violencia que la playa parecía haberse convertido en líquido. Ahí estaba. La gran erupción. La lava bajaría por la ladera en una avalancha mortal que los vulcanólogos llamaban «flujo piroclástico», una de las fuerzas más destructivas de la Tierra. Cabrillo lo había arriesgado todo y estaba a punto de perderlo todo. Ya era demasiado tarde para volver atrás y salvar a los chinos. Las lágrimas asomaron a sus ojos, pero la línea firme de su barbilla no se aflojó.
    — Tenemos que soltar las maromas —dijo Hanley.
    Cabrillo permaneció en silencio.
    — Juan, tenemos que irnos. Necesitamos separarnos por lo menos un par de millas de la costa si queremos salir de aquí con vida.
    No dudó de la veracidad de las palabras. El flujo piroclástico entraría en el mar y crearía una nube tóxica que lo arrasaría todo. Aun así, no abrió la boca.
    — ¡Hay movimiento! —gritó Stone. El cabestrante de babor recoge cinco metros por minuto.
    — Se ha soltado —dijo Hanley. Se desliza por el fondo.
    Fue como si se hubiese producido un repentino eclipse solar. La oscuridad cayó como un telón. Cabrillo apenas alcanzaba a ver el Selandria entre la lluvia de ceniza. Le quemaba el dorso de las manos mientras sostenía los prismáticos.
    Era imposible distinguir si el crucero se había movido o si, como decía Hanley, se había soltado el ancla de babor.
    Nadie habló durante unos segundos que se hicieron eternos. La mirada de Stone no se apartaba de los indicadores de velocidad, que seguía siendo cero.
    Entonces, por encima del estruendo de la erupción, sonó el alarido del Selandria, un sonido casi humano, como si no pudiese soportar más el castigo del arrastre y la tormenta.
    — Ya es nuestro —anunció Stone al ver un mínimo movimiento en los indicadores.
    Hanley encendió la pantalla.
    — Recuperación en los dos cabrestantes.
    — La velocidad sobre el fondo es de diez metros por minutos. Quince. Veinte.
    A medida que el peso del barco notaba el empuje de su elemento natural, la velocidad aumentaba. Tory apretó la mano de Cabrillo mientras miraban cómo el Selandria volvía al mar, acompañado por los chirridos de la quilla al rozar las rocas.
    Una ola muy grande le echó una mano. Barrió la playa y le levantó la popa.
    — Se ha soltado —comunicó Cabrillo al centro de operaciones; pudo oír los vítores de la tripulación.
    Alguien, probablemente Hanley, que tras su fachada de tipo duro era un sentimental, hizo sonar la sirena, una nota alegre cuyo eco se extendió por la bahía.
    — Aún no hemos salido del bosque —añadió Cabrillo, y se llevó a Tory al interior del puente. Bajaron en el ascensor hasta el centro de operaciones. Una vez más se oyeron aplausos; todos le palmeaban la espalda.
    Ahora que habían reflotado el Selandria, Cabrillo ordenó que redujeran la potencia al cincuenta por ciento y que mostrasen en la pantalla central las imágenes captadas por las cámaras instaladas a popa. El agua hervía a lo largo de la línea de flotación del crucero mientras el Oregon continuaba acelerando a través de la bahía para salir a mar abierto.
    — Dios bendito —exclamó Tory.
    La cumbre del volcán se había esfumado. Un sólido muro de ceniza negra bajaba por la ladera, y los movimientos en su interior hacían que pareciese un ser vivo. Lo arrasaba todo.
    Arrancó los árboles centenarios y los arrojó al aire como si fuesen mondadientes. Un segundo más tarde el sonido de la explosión llegó al barco, un doloroso ataque a los tímpanos.
    Los chinos a bordo del Selandria corrieron a refugiarse en el interior cuando el flujo piroclástico llegó finalmente a tocar el agua en un estallido de vapor. La ceniza continuó su imparable avance y se extendió hasta engullir a los otros barcos varados en la playa. Uno de los pequeños cayó de lado, mientras la barca con la planta de procesamiento daba una vuelta de campana.
    — Sujetaos —gritó alguien en una advertencia innecesaria cuando la ceniza envolvió al Selandria y llenó la totalidad de la imagen.
    Golpeó al Oregon con la potencia de un ariete, un huracán de ceniza que sacudió las ventanas y escoró al barco hasta que la borda de estribor rozó el agua. Pero el buque continuó su avance, soportó la furia desatada de la naturaleza hasta que por fin escapó de la nube y se encontró con el mar despejado.
    Nadie se movía; casi no se atrevían a respirar mientras miraban la pantalla. Los segundos se hicieron eternos. Entonces la proa del Selandria emergió a través del telón de ceniza como un fantasma que se convierte en un ser real. La ceniza lo cubría de un extremo a otro, pero nunca había parecido más hermoso. La tripulación permaneció a la espera. Un movimiento apenas perceptible captó la atención de todos. Mark Murphy se apresuró a centrar la cámara y a ampliar la imagen de una de las escotillas de la cubierta superior, que se entreabrió. Una pequeña figura salió al exterior, miró en derredor, y luego hizo un gesto a alguien que se encontraba en el interior. En cuestión de segundos había una docena de personas en la cubierta que daban puntapiés a las cenizas en un espontáneo juego para celebrar que estaban vivos.
    Maurice entró en el centro de operaciones como el genio de la lámpara maravillosa. Llevaba una bandeja con tres botellas de Dom Perignon y copas para todos. En medio del escándalo de la celebración, Tory le susurró a Cabrillo:
    — Dime, ¿quién era la zorra?
    — ¿Qué?
    — Cuando estábamos en el puente has dicho: «Vamos, zorra, muévete». ¿A quién te referías? ¿Al Oregon o al Selandria?
    — A ninguno de los dos.
    Las comisuras de los labios de la mujer se inclinaron hacia abajo mientras pensaba en la respuesta. Luego en su rostro apareció una brillante sonrisa.
    — Max tiene razón. Eres un taimado cabrón. Te referías a la madre naturaleza.
    Cabrillo no pudo evitar una sonrisa de complacencia.
    — Antes de la erupción principal siempre se produce un terremoto. Los suelos saturados sufren un proceso que se llama «licuefacción». En otras palabras, las sacudidas hacen que el suelo seconvierta en arenas movedizas. Eso hizo que se desprendiese el casco del Selandria y nos permitiese arrastrarlo.
    — Es hilar muy fino, ¿no?
    — Solo te llevas el primer premio si estás dispuesto a jugártelo todo.
    — Capitán —llamó Mark Murphy desde su puesto en el control de armamento. Tengo un contacto de radar a proa.
    Distancia, seis millas; velocidad, siete nudos.
    — El remolcador —dijo Hanley.
    — Hablando de recompensas.
    Incluso con el lastre del Selandria, el Oregon solo tardó quince minutos en hacer contacto visual con el remolcador, que escapaba a toda máquina. Cabrillo envió a un grupo de ataque a cubierta y ordenó a Stone que abordase el rechoncho remolcador por la banda de babor. Solo había un puñado de piratas en la nave, así que se les echaron encima antes de que llegasen a darse cuenta de que no estaban solos. Dos de ellos corrieron al puente con sus AK47, pero tuvieron que buscar refugio cuando Murphy les disparó con una de las ametralladoras de calibre cincuenta montadas en la cubierta.
    — Mike, Ski, ¿me oís? —preguntó Cabrillo por la radio.
    — Ya creía que os habíais olvidado de nosotros —respondió Pulaski por el canal de comunicaciones tácticas. Mike y yo estábamos pensando en disfrutar de unas largas vacaciones en un crucero.
    — Lo siento, chicos, todavía no es vuestro turno. Veo dos contenedores en la cubierta de popa. ¿En cuál estáis?
    — En el de más atrás.
    — ¿Está colocada la viga?
    — Lista para izarlo.
    — Estaremos allí en un minuto. —Cabrillo se volvió hacia Murphy. ¿Tendrías la bondad de destrozarles el timón?
    — Será un placer.
    Murphy subió a cubierta el cañón Bofors de cuarenta milímetros, apuntó por debajo de la bovedilla y disparó seis proyectiles. La velocidad del remolcador se redujo en el acto, y el combustible comenzó a manar por uno de los boquetes abiertos por las balas.
    Stone movió con delicadeza los controles mientras colocaba al Oregon a la par del remolcador y reducía la velocidad.
    La separación entre las embarcaciones se redujo a menos de un par de metros. Utilizó los impulsores de proa y popa para mantenerlas prácticamente unidas. Murphy seguía atento a sus pantallas, dispuesto a disparar si a alguno de los piratas se le ocurría asomar la cabeza.
    En la cubierta, un par de marineros movieron el brazo de la grúa principal del Oregon hasta situarlo sobre la popa del remolcador y soltaron el cable hasta que el gancho casi rozó el contenedor. Trono y Pulaski apartaron la lona que los había ocultado y se apresuraron a sujetar el gancho a la viga. Mike levantó una mano y la movió en círculo para que la grúa levantase el contenedor.
    Muhammad Singh, el segundo hijo de Shere Singh, y por lo tanto el segundo de mayor confianza, había sobrevivido al primer ataque al remolcador porque se había ocultado en un camarote bajo cubierta mientras los hombres de su padre mataban a la tripulación antes de morir acribillados por la Gatling. Su padre pagaba a otros para que luchasen en su lugar. Sin embargo, cuando vio el movimiento de la grúa, comprendió en el acto que alguien intentaba robarle. Cogió una pistola, bajó del puente, y salió a la cubierta de popa. Maldecía a voz en cuello.
    Murphy lo vio correr a través de la cubierta pero no llegó a tiempo de apuntarlo con la ametralladora.
    Singh saltó sobre el contenedor cuando la enorme caja comenzaba a balancearse por encima de la cubierta. Para poder sujetarse con las dos manos se deshizo de la pistola.
    El encargado de la grúa izó el contenedor por encima de la borda del remolcador; había comenzadoa girar el brazo de vuelta hacia el Oregon cuando una ola más alta y fuerte bamboleó las naves. Stone logró que los barcos no chocasen entre sí, pero el operario no pudo hacer nada para que el contenedor no aumentara la oscilación y acabó golpeando en el puente del remolcador. Cuando se separó, cuanto quedaba de Muhammad Singh era una pulpa roja.
    La mayoría de la tripulación que no estaba de servicio acudió a la bodega, donde se descargó el contenedor después de que el Oregon se hubiese situado fuera del alcance de las armas del remolcador que se hundía.
    Ski y Trono rociaron a todos con los chorros de champán de las botellas que les había dado Maurice.
    — No será del todo una sorpresa —gritó Cabrillo en medio de la alegría, porque estos dos payasos miraron en el interior, pero de todos modos… —Calló al tiempo que abría las grandes puertas.
    La iluminación en la bodega no era la más conveniente para ver tesoros, pero el áureo resplandor que salió del interior fue la visión más hermosa que podían imaginar.
    Cabrillo cogió uno de los lingotes y lo agitó por encima de la cabeza como si fuese un trofeo entre los aplausos y vivas de los hombres y las mujeres de la Corporación.




    25

    Cabrillo se recostó en el sofá, agotado, y bebió un sorbo del brandy libre de impuestos que había comprado en el aeropuerto de Zurich. Por primera vez en casi dos semanas pensó que merecía un descanso.
    Miró el fuego que ardía en el hogar, y se dejó llevar por la hipnótica danza de las llamas.
    El casco del Selandria había sufrido grandes averías mientras lo sacaban de la playa. Habían conseguido arrastrarlo veinte millas a lo largo de la costa occidental de Kamchatka antes de entrar en una ensenada poco profunda y dejar que se hundiese. Dieron a los chinos todas las provisiones posibles y casi vaciaron los botiquines de la enfermería. Cabrillo había dado veinticuatro horas a Julia y a su equipo para que trataran a cuantos pacientes pudieran antes de ordenar seguir viaje hacia el sur.
    Se encontraron con el segundo remolcador y el Souri a solo ciento cincuenta millas de la playa que, según le había dicho Seng, los trabajadores habían bautizado como Playa de la Muerte. Tal como había pronosticado Cabrillo, les había costado avanzar en la tormenta. Torpedearon el Souri cuando lo adelantaron sin molestarse en darles un aviso y destrozaron a cañonazos el timón del remolcador.
    Después Cabrillo llamó a la guardia costera rusa. La llamada pasó por media docena de satélites para esconder su posición. Comunicó la presencia de varias naves en el mar de Ojotsk que necesitaban ayuda y les facilitó las coordenadas.
    Añadió que en una de la naves había miles de emigrantes chinos, algo que no pareció interesar gran cosa al operador, y que había una fortuna en lingotes de oro en uno de los remolcadores, y eso sí que produjo una reacción inmediata.
    Las noticias del heroico rescate y el increíble hallazgo tras la peor erupción volcánica registrada en Asia en toda la década llegaron al público cuando el Oregon entró en Vladivostok. Entregaron a los mercenarios rusos a las autoridades y buscaron un astillero para reparar el barco.
    Desde allí llamó a Langston Overholt, su principal contacto en la CIA, y le narró toda la historia. También llamó a Hiroshi Katsui; le informó de que había eliminado a los piratas que actuaban en el mar de Japón y se pusieron de acuerdo para el último pago.
    Consideró la fortuna en lingotes de oro una gratificación; el cliente no tenía por qué enterarse.
    Dos semanas después de la erupción, Langston le envió un mensaje por correo electrónico. Los primeros equipos de salvamento que llegaron a la bahía informaron haber encontrado a un superviviente en uno de los barcos. Se encerró en uno de los frigoríficos cuando el flujo piroclástico sepultó el crucero debajo de un metro y medio de ardiente ceniza volcánica.
    Quizá, añadió, a Cabrillo le interesaría saber que el superviviente era un tal Anton Savich, un vulcanólogo muy conocido en la región. Savich se alojaba en un hotel de Petropavlosk.
    Cabrillo quería ir a visitarlo en persona, pero decidió que le correspondía a Eddie Seng. Lincoln lo acompañó. Regresaron al cabo de dos días con un nombre: Bernhard Volkmann.
    El banquero que se encargaría de legalizar el oro de Savich.
    — ¿Cómo lo habéis conseguido? —le preguntó a la pareja.
    — Fue muy sencillo —respondió Seng. Lo secuestramos en la habitación del hotel, lo llevamos hasta el aeropuerto y le prometimos que no lo mataríamos si nos decía lo que queríamos saber.
    — ¿Qué decidió?
    — Pues que no tenía nada que perder y todas las de ganar, y nos lo dijo.
    — ¿Qué más? —insistió Cabrillo, impaciente.
    — Verás, cuando los rusos rescataron a los chinos del Selandria no tenían camas para todos en Petropavlovsk, así que alojaron a unos mil en uno de los hangares del aeropuerto hasta decidir qué hacer con ellos. En cuanto Savich me facilitó el nombre, fui al hangar con él, conté a algunos de ellos que Savich era el responsable de sus sufrimientos, y, bueno, dejé que la naturaleza siguiese su curso.
    Cabrillo miró a Lincoln.
    — Como dijo Eddie, le prometimos que no lo mataríamos.
    No le dijimos que no lo entregaríamos a sus víctimas. El tipo había dejado de gritar al poco de salir nosotros del hangar.
    Tras la nueva información, Cabrillo viajó a Suiza para mantener una reunión con Bernhard Volkmann, reunión que, como recordaba mientras disfrutaba del brandy, había ido sobre ruedas.
    Volkmann había aceptado comprar las sesenta toneladas de oro que Cabrillo había enviado a Suiza por vía aérea. También había aceptado vender el banco, crear un fondo de pensiones para los trabajadores que habían extraído el oro, y retirarse a las chabolas de Calcuta, donde dedicaría el resto de su vida a la beneficiencia.
    Por su parte, Cabrillo se había comprometido a no meterle una bala en su codiciosa cabeza de cabrón.
    Una discreta llamada a la puerta lo devolvió a la realidad.
    El interés de la prensa por lo ocurrido en Zurich y el secuestro de Rudolph Isphording se había agotado hacía tiempo, y él ya no se parecía en nada al español de bigote, pelo negro y ojos oscuros que había sido su disfraz cuando alquiló el apartamento, así que cruzó tranquilamente la sala y abrió la puerta.
    — Hola, marinero, ¿recuerdas quién soy?
    Tory llevaba el pelo recogido, lo que acentuaba la elegante línea del cuello, y sus ojos azules absorbían el resplandor del fuego y lo reflejaban en Cabrillo. Vestía un holgado traje chaqueta gris y una camisa blanca con los suficientes botones desabrochados como para captar su atención. Sus labios, con un suave maquillaje de reflejos dorados, esbozaban una sonrisa insegura.
    — No esperaba volver a verte —consiguió responder Cabrillo con voz ahogada. La joven había desaparecido sin despedirse poco después de la llegada del Oregon al puerto de Vladivostok.
    La sonrisa de Tory estuvo a punto de esfumarse.
    — ¿Me invitas a entrar?
    — Claro, claro.
    Cabrillo le sirvió una copa y tuvo el cuidado de sentarse en una silla en lugar de hacerlo junto a ella en el sofá, delante del fuego.
    — Creí que no volverías a verme —comenzó Tory, pero Max me llamó a Londres y acabó con algunas de mis ideas preconcebidas. Te imaginaba como un intrépido lobo de mar con su alegre banda de piratas y supuse que tendrías una novia en cada puerto. Yo no quería ser una conquista más, así que para evitar enamorarme del hombre equivocado una vez más, decidí regresar a casa y no tener que pasar por el mal trago.
    «Entonces me llamó Max. Me dijo que no tenías una novia en cada puerto, y que en todos los años, desde que erais amigos, nunca habías tenido ni siquiera una cita. Me contó que eras viudo y que tu esposa había muerto en un accidente provocado por un conductor borracho. También mencionó que ni siquiera tenías una foto de ella y que solo le habías hablado de tu esposa una noche años atrás, pero que desde su muerte no habías vuelto a tener relaciones con una mujer.
    Cabrillo quiso responder, pero Tory se levantó y apoyó delicadamente un dedo en sus labios.
    — Max también dijo que desde mi marcha has estado insoportable, y que por eso me llamaba. Cree que quizá te gusto, y está muy seguro de que me gustas. Así que aquí estoy. ¿Tú qué opinas? Recuerda lo que un día me dijiste. Solo quien lo arriesga todo se lleva el primer premio.
    — Solo Max sabe que estuve casado, y ni siquiera a él le conté toda la verdad —manifestó Cabrillo en voz baja. La mató un borracho, pero no le dije que ella era quien conducía borracha. Ocurrió hace diez, no, once años. Había pasado dos veces por una cura de desintoxicación, pero no le sirvió.
    Ni siquiera sabía que había vuelto a beber. Cuando aquella noche la policía llamó a mi puerta supe en el acto qué había pasado.
    — Lo siento. —Tory apoyó la mano en el pecho de Cabrillo. Todavía estás enamorado.
    Cabrillo la miró a los ojos.
    — Todavía estoy furioso.
    El silencio se alargó durante unos segundos.
    — No estás furioso con ella. Te culpas a ti mismo.
    — ¿A quién sino?
    — Para empezar, a ella. —Tory se quitó la chaqueta. Escucha, Juan. Max me ha dicho que ya tienes otro contrato, y yo solo tengo una semana de vacaciones. No te pido que lo dejes todo y te cases conmigo. Ni siquiera te pregunto si me quieres. Solo te pido que por una vez dejes de culparte por todo lo malo que ocurre en el mundo y disfrutes de algunas cosas buenas. ¿Cuándo fue la última vez que te acostaste con una mujer?
    La franqueza de la pregunta provocó una sacudida en su ingle y el dique que había edificado laboriosamente en su interior se derrumbó y dio paso a un torrente de emociones. Su mano sujetó la nuca de Tory como animada de voluntad propia, sus dedos se enredaron en su pelo.
    — Desde…
    — ¿No crees que ya es hora? —Tory lo besó.
    Cabrillo la levantó como a una pluma y la acunó en los brazos mientras la llevaba al dormitorio. El corazón le golpeaba en el pecho como un martillo neumático.
    — Nunca fue cuestión de tiempo —le susurró al oído. Sino de esperar a la persona adecuada. —Sonrió con la boca pegada a su piel. Te aviso de que probablemente esté un poco oxidado.
    — No te preocupes. Ya nos ocuparemos de lubricar lo que haga falta —replicó Tory, y se rió seductoramente.

    FIN

    DATOS DE LA PUBLICACION

    Título original: Dark Watch.
    Diseño de la portada: Departamento de diseño de Random.
    House Mondadori / Ferran López.
    Ilustración de la portada: William S. Helsel / Stone.
    Primera edición en DeBOLS!LLO: julio, 2008.
    © 2005, Sandecker, RLLLP.

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