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    Heart Beat


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    Jello


    Light Speed In


    Pulse


    Roll In


    Rotate In


    Rotate In Down Left


    Rotate In Down Right


    Rotate In Up Left


    Rotate In Up Right


    Rubber Band


    Shake


    Slide In Up


    Slide In Down


    Slide In Left


    Slide In Right


    Swing


    Tada


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    ÍNDICE
  • MÚSICA SELECCIONADA
  • Instrumental
  • 1. 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • 2. Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • 3. Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • 4. Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • 5. An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • 6. Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • 7. Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • 8. Bolereando - Quincas Moreira - 3:21
  • 9. Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • 10. España - Mantovani - 3:22
  • 11. Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • 12. Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • 13. Fresh Fallen Snow - Chris Haugen - 3:33
  • 14. Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • 15. Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • 16. Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • 17. Island Dream - Chris Haugen - 2:30
  • 18. Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • 19. Nostalgia - Del - 3:26
  • 20. One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • 21. Osaka Rain - Albis - 1:48
  • 22. Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • 23. Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • 24. Snowy Peaks II - Chris Haugen - 1:52
  • 25. Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • 26. Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • 27. Travel The World - Del - 3:56
  • 28. Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • 29. Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • 30. Afternoon Stream - 30:12
  • 31. Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • 32. Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • 33. Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • 34. Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • 35. Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • 36. Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • 37. Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • 38. Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • 39. Evening Thunder - 30:01
  • 40. Exotische Reise - 30:30
  • 41. Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • 42. Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • 43. Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • 44. Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • 45. Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • 46. Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • 47. Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • 48. Morning Rain - 30:11
  • 49. Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • 50. Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • 51. Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • 52. Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • 53. Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • 54. Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • 55. Showers (Thundestorm) - 3:00
  • 56. Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • 57. Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • 58. Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • 59. Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • 60. Vertraumter Bach - 30:29
  • 61. Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • 62. Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • 63. Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • 64. Concerning Hobbits - 2:55
  • 65. Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • 66. Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • 67. Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • 68. Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • 69. Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • 70. Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • 71. Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • 72. Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • 73. Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • 74. Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • 75. Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • 76. Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • 77. The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • 78. Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • 79. Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • 80. You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • 81. You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • 82. A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • 83. A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • 84. Acecho - 4:34
  • 85. Alone With The Darkness - 5:06
  • 86. Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • 87. Awoke - 0:54
  • 88. Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • 89. Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • 90. Cinematic Horror Climax - 0:59
  • 91. Creepy Halloween Night - 1:56
  • 92. Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • 93. Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • 94. Dark Mountain Haze - 1:44
  • 95. Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • 96. Darkest Hour - 4:00
  • 97. Dead Home - 0:36
  • 98. Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:52
  • 99. Everything You Know Is Wrong - 0:49
  • 100. Geisterstimmen - 1:39
  • 101. Halloween Background Music - 1:01
  • 102. Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • 103. Halloween Spooky Trap - 1:05
  • 104. Halloween Time - 0:57
  • 105. Horrible - 1:36
  • 106. Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • 107. Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • 108. Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • 109. Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • 110. Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • 111. Intense Horror Music - Pixabay - 1:41
  • 112. Long Thriller Theme - 8:00
  • 113. Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:46
  • 114. Mix Halloween-1 - 33:58
  • 115. Mix Halloween-2 - 33:34
  • 116. Mix Halloween-3 - 58:53
  • 117. Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • 118. Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • 119. Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • 120. Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • 121. Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • 122. Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • 123. Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • 124. Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • 125. Movie Theme - Insidious - 3:31
  • 126. Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • 127. Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • 128. Movie Theme - Sinister - 6:56
  • 129. Movie Theme - The Omen - 2:35
  • 130. Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • 131. Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • 132. Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • 133. Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • 134. Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • 135. Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • 136. Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • 137. Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • 138. Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • 139. Mysterios Horror Intro - 0:39
  • 140. Mysterious Celesta - 1:04
  • 141. Nightmare - 2:32
  • 142. Old Cosmic Entity - 2:15
  • 143. One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • 144. Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • 145. Pandoras Music Box - 3:07
  • 146. Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • 147. Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • 148. Peques - El Extraño Mundo De Jack - Esto Es Halloween - 3:08
  • 149. Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • 150. Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:59
  • 151. Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
  • 152. Peques - Las Calaveras Salen De Su Tumba Chumbala Cachumbala - 3:19
  • 153. Peques - Monstruos Por La Ciudad - Educa Baby TV - 3:17
  • 154. Peques - Tumbas Por Aquí, Tumbas Por Allá - Luli Pampin - 3:17
  • 155. Scary Forest - 2:41
  • 156. Scary Spooky Creepy Horror Ambient Dark Piano Cinematic - 2:06
  • 157. Slut - 0:48
  • 158. Sonidos - A Growing Hit For Spooky Moments - Pixabay-Universfield - 0:05
  • 159. Sonidos - A Short Horror With A Build Up - Pixabay-Universfield - 0:13
  • 160. Sonidos - Castillo Embrujado - Creando Emociones - 1:05
  • 161. Sonidos - Cinematic Impact Climax Intro - Pixabay - 0:28
  • 162. Sonidos - Creepy Horror Sound Possessed Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:04
  • 163. Sonidos - Creepy Soundscape - Pixabay - 0:50
  • 164. Sonidos - Creepy Whispering - Pixabay - 0:03
  • 165. Sonidos - Cueva De Los Espiritus - The Girl Of The Super Sounds - 3:47
  • 166. Sonidos - Disturbing Horror Sound Creepy Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:05
  • 167. Sonidos - Ghost Sigh - Pixabay - 0:05
  • 168. Sonidos - Ghost Whispers - Pixabay - 0:23
  • 169. Sonidos - Ghosts-Whispering-Screaming - Lara's Horror Sounds - 2h03:40
  • 170. Sonidos - Horror - Pixabay - 1:36
  • 171. Sonidos - Horror Demonic Sound - Pixabay-Alesiadavina - 0:18
  • 172. Sonidos - Horror Sfx - Pixabay - 0:04
  • 173. Sonidos - Horror Voice Flashback - Pixabay - 0:10
  • 174. Sonidos - Maniac In The Dark - Pixabay-Universfield - 0:15
  • 175. Sonidos - Miedo-Suspenso - Live Better Media - 8:05
  • 176. Sonidos - Para Recorrido De Casa Del Terror - Dangerous Tape Avi - 1:16
  • 177. Sonidos - Posesiones - Horror Movie Dj's - 1:35
  • 178. Sonidos - Scary Creaking Knocking Wood - Pixabay - 0:26
  • 179. Sonidos - Scream With Echo - Pixabay - 0:05
  • 180. Sonidos - Terror - Ronwizlee - 6:33
  • 181. Suspense Dark Ambient - 2:34
  • 182. Tense Cinematic - 3:14
  • 183. Terror Ambience - Pixabay - 2:01
  • 184. The Spell Dark Magic Background Music Ob Lix - 3:26
  • 185. This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • 186. Trailer Agresivo - 0:49
  • 187. Welcome To The Dark On Halloween - 2:25
  • 188. 20 Villancicos Tradicionales - Los Niños Cantores De Navidad Vol.1 (1999) - 53:21
  • 189. 30 Mejores Villancicos De Navidad - Mundo Canticuentos - 1h11:57
  • 190. Blanca Navidad - Coros de Amor - 3:00
  • 191. Christmas Ambience - Rainrider Ambience - 3h00:00
  • 192. Christmas Time - Alma Cogan - 2:48
  • 193. Christmas Village - Aaron Kenny - 1:32
  • 194. Clásicos De Navidad - Orquesta Sinfónica De Londres - 51:44
  • 195. Deck The Hall With Boughs Of Holly - Anre Rieu - 1:33
  • 196. Deck The Halls - Jingle Punks - 2:12
  • 197. Deck The Halls - Nat King Cole - 1:08
  • 198. Frosty The Snowman - Nat King Cole-1950 - 2:18
  • 199. Frosty The Snowman - The Ventures - 2:01
  • 200. I Wish You A Merry Christmas - Bing Crosby - 1:53
  • 201. It's A Small World - Disney Children's - 2:04
  • 202. It's The Most Wonderful Time Of The Year - Andy Williams - 2:32
  • 203. Jingle Bells - 1957 - Bobby Helms - 2:11
  • 204. Jingle Bells - Am Classical - 1:36
  • 205. Jingle Bells - Frank Sinatra - 2:05
  • 206. Jingle Bells - Jim Reeves - 1:47
  • 207. Jingle Bells - Les Paul - 1:36
  • 208. Jingle Bells - Original Lyrics - 2:30
  • 209. La Pandilla Navideña - A Belen Pastores - 2:24
  • 210. La Pandilla Navideña - Ángeles Y Querubines - 2:33
  • 211. La Pandilla Navideña - Anton - 2:54
  • 212. La Pandilla Navideña - Campanitas Navideñas - 2:50
  • 213. La Pandilla Navideña - Cantad Cantad - 2:39
  • 214. La Pandilla Navideña - Donde Será Pastores - 2:35
  • 215. La Pandilla Navideña - El Amor De Los Amores - 2:56
  • 216. La Pandilla Navideña - Ha Nacido Dios - 2:29
  • 217. La Pandilla Navideña - La Nanita Nana - 2:30
  • 218. La Pandilla Navideña - La Pandilla - 2:29
  • 219. La Pandilla Navideña - Pastores Venid - 2:20
  • 220. La Pandilla Navideña - Pedacito De Luna - 2:13
  • 221. La Pandilla Navideña - Salve Reina Y Madre - 2:05
  • 222. La Pandilla Navideña - Tutaina - 2:09
  • 223. La Pandilla Navideña - Vamos, Vamos Pastorcitos - 2:29
  • 224. La Pandilla Navideña - Venid, Venid, Venid - 2:15
  • 225. La Pandilla Navideña - Zagalillo - 2:16
  • 226. Let It Snow! Let It Snow! - Dean Martin - 1:55
  • 227. Let It Snow! Let It Snow! - Frank Sinatra - 2:35
  • 228. Los Peces En El Río - Los Niños Cantores de Navidad - 2:15
  • 229. Navidad - Himnos Adventistas - 35:35
  • 230. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 1 - 58:29
  • 231. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 2 - 2h00:43
  • 232. Navidad - Jazz Instrumental - Canciones Y Villancicos - 1h08:52
  • 233. Navidad - Piano Relajante Para Descansar - 1h00:00
  • 234. Noche De Paz - 3:40
  • 235. Rocking Around The Chirstmas - Mel & Kim - 3:32
  • 236. Rodolfo El Reno - Grupo Nueva América - Orquesta y Coros - 2:40
  • 237. Rudolph The Red-Nosed Reindeer - The Cadillacs - 2:18
  • 238. Santa Claus Is Comin To Town - Frank Sinatra Y Seal - 2:18
  • 239. Santa Claus Is Coming To Town - Coros De Niños - 1:19
  • 240. Santa Claus Is Coming To Town - Frank Sinatra - 2:36
  • 241. Sleigh Ride - Ferrante And Teicher - 2:16
  • 242. The First Noel - Am Classical - 2:18
  • 243. Walking In A Winter Wonderland - Dean Martin - 1:52
  • 244. We Wish You A Merry Christmas - Rajshri Kids - 2:07
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  • CON RELLENO

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  • SIN RELLENO

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  • ▪ Bungee Shade: H25-V56

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  • ▪ Moirai One: H34-V64

  • ▪ Rampart One: H31-V63

  • ▪ Rubik Burned: H29-V64

  • ▪ Rubik Doodle Shadow: H29-V65

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  • ▪ Ewert: H27-V62

  • ▪ Londrina Shadow: H41-V67

  • ▪ Londrina Sketch: H41-V67

  • ▪ Miltonian: H31-V67

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  • ▪ Rubik Vinyl: H29-V64

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    H
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    IMÁGENES PERSONALES

    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

    FUNCIONAMIENTO

  • Recuadro en blanco: Es donde se colocará la url o link de la imagen.

  • Aceptar Url: Permite aceptar la dirección de la imagen que colocas en el recuadro.

  • Borrar Url: Deja vacío el recuadro en blanco para que coloques otra url.

  • Quitar imagen: Permite eliminar la imagen colocada. Cuando eliminas una imagen y deseas colocarla en otra parte, simplemente la eliminas, y para que puedas usarla en otra sección, presionas nuevamente "Aceptar Url"; siempre y cuando el link siga en el recuadro blanco.

  • Guardar Imagen: Permite guardar la imagen, para emplearla posteriormente. La misma se almacena en el banco de imágenes para el Header.

  • Imágenes Guardadas: Abre la ventana que permite ver las imágenes que has guardado.

  • Forma 1 a 5: Esta opción permite colocar de cinco formas diferente las imágenes.

  • Bottom, Top, Left, Right, Center: Esta opción, en conjunto con la anterior, permite mover la imagen para que se vea desde la parte de abajo, de arriba, desde la izquierda, desde la derecha o centrarla. Si al activar alguna de estas opciones, la imagen desaparece, debes aceptar nuevamente la Url y elegir una de las 5 formas, para que vuelva a aparecer.


  • Una vez que has empleado una de las opciones arriba mencionadas, en la parte inferior aparecerán las secciones que puedes agregar de fondo la imagen.

    Cada vez que quieras cambiar de Forma, o emplear Bottom, Top, etc., debes seleccionar la opción y seleccionar nuevamente la sección que colocaste la imagen.

    Habiendo empleado el botón "Aceptar Url", das click en cualquier sección que desees, y a cuantas quieras, sin necesidad de volver a ingresar la misma url, y el cambio es instantáneo.

    Las ventanas (widget) del sidebar, desde la quinta a la décima, pueden ser vistas cambiando la sección de "Últimas Publicaciones" con la opción "De 5 en 5 con texto" (la encuentras en el PANEL/MINIATURAS/ESTILOS), reduciendo el slide y eliminando los títulos de las ventanas del sidebar.

    La sección INFO, es la ventana que se abre cuando das click en .

    La sección DOWNBAR, son los tres widgets que se encuentran en la parte última en la página de Inicio.

    La sección POST, es donde está situada la publicación.

    Si deseas eliminar la imagen del fondo de esa sección, da click en el botón "Quitar imagen", y sigues el mismo procedimiento. Con un solo click a ese botón, puedes ir eliminando la imagen de cada seccion que hayas colocado.

    Para guardar una imagen, simplemente das click en "Guardar Imagen", siempre y cuando hayas empleado el botón "Aceptar Url".

    Para colocar una imagen de las guardadas, presionas el botón "Imágenes Guardadas", das click en la imagen deseada, y por último, click en la sección o secciones a colocar la misma.

    Para eliminar una o las imágenes que quieras de las guardadas, te vas a "Mi Librería".
    MÁS COLORES

    Esta opción permite obtener más tonalidades de los colores, para cambiar los mismos a determinadas bloques de las secciones que conforman el blog.

    Con esta opción puedes cambiar, también, los colores en la sección "Mi Librería" y "Navega Directo 1", cada uno con sus colores propios. No es necesario activar el PANEL para estas dos secciones.

    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

    - No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
    - Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.

    OBSERVACIONES

    - En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.

    - En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.

    - Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".

    - Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.

    - No permite copiar de un estilo o usuario a otro.

    - El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.

    - Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
    3 2 1 E 1 2 3
    X
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    Para guardar, elige dónde, y seguido da click en la o las imágenes deseadas.
    Para dar Zoom o Fijar,
    selecciona la opción y luego la imagen.
    ---------------------------------------------------
    Slide 1     Slide 2     Slide 3




















    Header

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    Guardar todas las imágenes
    Fijar "Guardar Imágenes"
    Desactivar "Guardar Imágenes"
    Dar Zoom a la Imagen
    Fijar Imagen de Fondo
    No fijar Imagen de Fondo
    -------------------------------------------------
    Colocar imagen en Header
    No colocar imagen en Header
    Mover imagen del Header
    Ocultar Mover imagen del Header
    Ver Imágenes del Header


    Imágenes Guardadas y Personales
    Desactivar Slide Ocultar Todo
    P
    S1
    S2
    S3
    B1
    B2
    B3
    B4
    B5
    B6
    B7
    B8
    B9
    B10
    B11
    B12
    B13
    B14
    B15
    B16
    B17
    B18
    B19
    B20
    H

    OPCIONES GENERALES
    ● Activar Slide 1
    ● Activar Slide 2
    ● Activar Slide 3
    ● Desactivar Slide
    ● Desplazamiento Automático
    ● Ampliar o Reducir el Blog
  • Ancho igual a 1088
  • Ancho igual a 1152
  • Ancho igual a 1176
  • Ancho igual a 1280
  • Ancho igual a 1360
  • Ancho igual a 1366
  • Ancho igual a 1440
  • Ancho igual a 1600
  • Ancho igual a 1680
  • Normal 1024
  • ------------MANUAL-----------
  • + -

  • Transición (aprox.)

  • T 1 (1.6 seg)


    T 2 (3.3 seg)


    T 3 (4.9 seg)


    T 4 (s) (6.6 seg)


    T 5 (8.3 seg)


    T 6 (9.9 seg)


    T 7 (11.4 seg)


    T 8 13.3 seg)


    T 9 (15.0 seg)


    T 10 (20 seg)


    T 11 (30 seg)


    T 12 (40 seg)


    T 13 (50 seg)


    T 14 (60 seg)


    T 15 (90 seg)


    ---------- C A T E G O R I A S ----------

    ----------------- GENERAL -------------------


    ------------- POR CATEGORÍA ---------------




















    --------REVISTAS DINERS--------






















    --------REVISTAS SELECCIONES--------














































    IMAGEN PERSONAL



    En el recuadro ingresa la url de la imagen:









    Elige la sección de la página a cambiar imagen del fondo:

    BODY MAIN POST INFO

    SIDEBAR
    Widget 1 Widget 2 Widget 3
    Widget 4 Widget 5 Widget 6
    Widget 7














































































































    CROMOSOMA 6 (Robin Cook)

    Publicado en mayo 02, 2010
    Título de la edición original: Chromosome 6

    Para Audrey y Barbara, gracias por ser unas madres maravillosas
    Matthew J. Bankowsky, director de virología clínica, medicina molecular y desarrollo de la investigación, Laboratorios DSI.
    Joe Cox, doctor en derecho, especialista en derecho fiscal y corporativo.
    John Gilatto, doctor en veterinaria, profesor adjunto de patología veterinaria, Facultad de Veterinaria de la Universidad de Tufts
    Jacki Lee, doctor en medicina, jefe del Instituto Forense de Queens, Nueva York
    Matts Linden. Piloto comandante de American Air Lines.

    GUlNEA ECUATORlAL

    Coco Beach
    3 de marzo de l997, 15.30 horas.
    Cogo, Guinea Ecuatorial
    Dado que poseía un título en biología molecular, otorgado por el MIT y obtenido mediante una estrecha colaboración con el Hospital General de Massachusetts, Kevin Marshall se sentía profundamente avergonzado de su aprensión a los procedimientos médicos. Aunque jamás lo habría reconocido públicamente, someterse a un simple análisis de sangre o ponerse una vacuna constituían un auténtico calvario para él. Las agujas eran su bete noire particular. La sola visión de estos artilugios hacía que su ancha frente se perlara de sudor. En una ocasión, durante sus años de estudiante, llegó al extremo de desmayarse cuando lo vacunaron contra la rubéola.
    A sus treinta y cuatro años, tras un largo período de investigación en biomedicina, parte de ella llevada a cabo con animales vivos, debería haber superado la fobia, pero lo cierto es que no lo había conseguido. Y ésa era la razón de que en esos momentos no se encontrara ni en el quirófano 1A ni en el 1B. Había preferido permanecer en la sala de asepsia intermedia; y allí estaba ahora, inclinado sobre la pila de desinfección, una posición privilegiada que le permitía mirar a través de las ventanillas circulares de los dos quirófanos... hasta que sentía la necesidad de desviar la mirada.
    Los dos pacientes llevaban unos quince minutos en sus respectivas salas, donde los preparaban para sendas operaciones. Los dos equipos de cirugía conversaban en voz baja en un aparte. Con los gorros y los guantes puestos, estaban preparados para comenzar.
    No se había oído gran cosa dentro de los quirófanos, excepto las palabras de rigor entre el anestesiólogo y los dos técnicos anestesistas mientras administraban la anestesia general a los dos pacientes. El anestesiólogo iba y venía de un quirófano a otro, para supervisar las operaciones y estar a mano si se presentaba algún problema.
    Pero no habían surgido problemas; al menos por el momento. Sin embargo, Kevin estaba nervioso. Para su sorpresa, no lo embargaba la misma sensación de triunfo que había experimentado durante los tres procedimientos previos, cuando se había regocijado ante el poder de la ciencia y de su propia creatividad.
    En lugar de júbilo, Kevin sentía una incipiente inquietud.
    Su malestar había empezado a gestarse casi una semana antes, pero ahora, mientras observaba a aquellos pacientes y reflexionaba sobre sus respectivos pronósticos, la inquietud adquiría una desconcertante intensidad. El efecto era semejante al que le producía pensar en agujas: tenía la frente empapada en sudor y le temblaban las piernas. Tuvo que cogerse a la pila para mantener el equilibrio.
    La puerta del quirófano 1A se abrió de súbito, sobresaltándolo, y apareció una mujer con ojos de color azul pálido, enmarcados por la mascarilla y el gorro. Kevin la reconoció de inmediato: era Candace Brickmann, una de las enfermeras de cirugía.
    -Ya hemos instaurado una vía intravenosa y los pacientes están anestesiados -dijo Candace-. ¿Está seguro de que no quiere entrar? Vería mucho mejor.
    -Gracias, pero estoy bien aquí-respondió Kevin.
    -Como quiera.
    La puerta se cerró tras ella, que volvió a entrar en uno de los quirófanos. Kevin observó que se dirigía con paso presuroso hacia los cirujanos y les decía algo. A modo de respuesta, ellos se volvieron hacia él y le hicieron una señal con los pulgares levantados. Kevin devolvió el gesto con timidez.
    Los cirujanos reanudaron la conversación, pero él sintió que aquel breve intercambio mudo con ellos había reforzado su sensación de complicidad. Soltó la pila y dio un paso atrás. Ahora su inquietud rayaba en el pánico. ¿Qué había hecho?
    Dio media vuelta y salió de la sala de asepsia y luego de la zona de quirófanos. Una corriente de aire lo siguió cuando abandonó la zona de asepsia de los quirófanos y entró en su resplandeciente laboratorio de aire futurista. Respiraba agitadamente, como si acabara de hacer un esfuerzo físico.
    Cualquier otro día, el solo hecho de entrar en su territorio lo habría llenado de una expectación similar a la que lo embargaba cuando pensaba en los descubrimientos que esperaba de sus manos mágicas. La serie de estancias que componían el laboratorio vibraban literalmente con los instrumentos de alta tecnología con los que siempre había soñado.
    Ahora esas complicadas máquinas estaban a su disposición noche y día. Con aire distraído, acarició las cubiertas de acero inoxidable, rozando inadvertidamente los mandos analógicos y los indicadores digitales mientras se dirigía a su despacho. Tocó el aparato que usaba para determinar la secuencia de ADN, de ciento cincuenta mil dólares, y el auto analizador hematológico de quinientos mil dólares, rodeado por una maraña de cables que lo asemejaban a una gigantesca anémona de mar. Echó un vistazo a la máquina de PCR, cuyas luces rojas parpadeaban como lejanos quásares anunciando las sucesivas duplicaciones de la cadena de ADN. Era un entorno que anteriormente llenaba a Kevin de esperanza y emoción. Pero ahora, cada tubo de microcentrifugación y cada frasco con cultivo de tejidos le parecían mudos recordatorios del terrible pálpito que lo atormentaba.
    Se acercó a su escritorio y estudió el brazo corto del cromosoma 6 en el mapa genético. La zona que más le interesaba estaba resaltada en rojo; era el complejo mayor de histocompatibilidad. El problema era que dicho complejo constituía sólo una pequeña parte del brazo corto del cromosoma 6. Había grandes áreas en blanco que representaban millones y millones de pares de bases, y en consecuencia centenares de otros genes. Y él ignoraba su función.
    Poco tiempo antes había solicitado información sobre estos genes a través de Internet y había recibido varias respuestas vagas. Algunos investigadores habían respondido que el brazo corto del cromosoma 6 contenía genes involucrados en el desarrollo músculo-esquelético. Pero eso era todo. Ningún detalle.
    Se estremeció involuntariamente. Alzó la vista hacia la gran ventana panorámica que había encima de su escritorio.
    Como de costumbre, estaba veteada por la lluvia tropical, que ocultaba el paisaje tras ondulantes cortinas de agua. Las gotas descendían lentamente, hasta que se unían en número suficiente para formar una masa considerable. Luego se desprendían de la superficie como las chispas de una rueda de molar.
    Miró a lo lejos. El contraste entre el mundo exterior y el resplandeciente interior, aclimatado con aire acondicionado, no dejaba de impresionarle. Turbulentas nubes grises como el metal de una escopeta cubrían el cielo, a pesar de que, en teoría, la estación seca había comenzado tres semanas antes.
    La tierra estaba cubierta por una vegetación indómita, de un verde tan oscuro que casi parecía negro. La espesura se alzaba alrededor de la ciudad como una gigantesca, amenazadora marejada.
    El despacho de Kevin estaba situado en el complejo de laboratorios del hospital, uno de los pocos edificios nuevos en la otrora decadente y desierta ciudad colonial de Cogo, en Guinea Ecuatorial, un país de Africa prácticamente desconocido. El edificio tenía tres plantas, y el despacho estaba en la última, orientado al sudeste. Desde su ventana podía ver una considerable extensión de la ciudad, que crecía caprichosamente hacia el estuario del Muni y sus afluentes.
    Algunas construcciones cercanas habían sido renovadas, otras estaban en proceso de remodelación, pero la mayoría permanecían intactas. Media docena de haciendas, antaño elegantes, habían sido devoradas por las enredaderas y las raíces de una vegetación que crecía sin control alguno. Una eterna bruma de aire caliente y húmedo cubría el paisaje.
    En primer término, Kevin alcanzaba a ver la arcada del viejo ayuntamiento local. A la sombra de la arcada estaba el inevitable grupo de soldados ecuatoguineanos con uniforme de combate y rifles AK-47 en bandolera. Como de costumbre, fumaban, discutían y bebían cerveza camerunense
    Por fin, Kevin dejó vagar la vista más allá de la ciudad. Lo había estado evitando inconscientemente, pero ahora fijó la mirada en el estuario, cuya superficie azotada por la lluvia parecía metal fundido. Al sur, alcanzaba a vislumbrar la arbolada costa de Gabón. Miró hacia el este y siguió con la vista el sendero de islas que se extendían hacia la zona continental. En el horizonte divisó la más grande, la isla Francesca, llamada así por los portugueses en el siglo xv. En contraste con las demás islas, un macizo de piedra caliza rodeado de vegetación selvática se extendía sobre el centro de la isla Francesca como el espinazo de un dinosaurio.
    A Kevin le dio un vuelco el corazón. A pesar de la lluvia y la niebla, volvió a ver aquello que tanto temía. Como la semana anterior, allí estaba la inconfundible columna de humo, ondulando perezosamente hacia el cielo plomizo.
    Se dejó caer en la silla y ocultó la cabeza entre las manos.
    Se preguntó qué había hecho. En la universidad había escogido cultura clásica como una de las asignaturas optativas y conocía los mitos griegos. ¿Habría cometido el mismo error que Prometeo? El humo significaba fuego, y no pudo menos de preguntarse si se trataba del proverbial fuego robado a los dioses; en su caso, involuntariamente.




    18:45 horas.
    Boston, Massachusets

    Mientras el frío viento de marzo sacudía los postigos, Taylor Devonshire Cabot se regodeaba en el calor y la seguridad de su estudio recubierto con paneles de nogal, en su amplia casa de Manchester-by-the-Sea, al norte de Boston, Massachusetts. Harriette Livingston Cabot, la esposa de Taylor, estaba en la cocina ultimando los preparativos de la cena que se serviría a las siete en punto.
    Sobre el brazo del sillón, Taylor balanceaba un vaso de cristal tallado que contenía whisky de malta. El fuego crepitaba en la chimenea, y en la cadena musical sonaba una melodía de Wagner a bajo volumen. Además, había tres aparatos empotrados de televisión sintonizados respectivamente en la cadena de noticias local, la CNN y la ESPN.
    Taylor se sentía satisfecho. Había tenido un día atareado aunque productivo en las oficinas centrales de GenSys, una firma de biotecnología relativamente nueva que él mismo había fundado ocho años antes. La compañía había construido un edificio junto al río Charles de Boston, para reclutar a sus nuevos miembros aprovechando la proximidad de Harvard y el MIT, el Instituto de Tecnología de Massachusetts.
    El viaje de regreso había sido más rápido que de costumbre, y Taylor no había tenido ocasión de terminar la lectura prevista para el día. Conociendo los hábitos de su jefe, Rodney, el chofer, se había disculpado por llegar tan pronto.
    -Estoy seguro de que mañana podrá demorarse lo suficiente para compensarme -había bromeado Taylor. .
    -Haré todo lo posible, señor-había respondido Rodney.
    De modo que Taylor no escuchaba la música ni veía la televisión. En cambio, leía atentamente el informe económico que debía presentar la semana siguiente en la junta de accionistas de GenSys. Pero eso no significa que permaneciera ajeno a lo que ocurría alrededor. Era absolutamente consciente del sonido del viento, el chisporrotear del fuego, la música y los diversos boletines de noticias en la televisión.
    Así pues, cuando oyó el nombre de Carlo Franconi, alzó rápidamente la cabeza.
    Lo primero que hizo fue coger el mando a distancia y subir el volumen del televisor del centro, que transmitía el noticiario local de una cadena filial de la CBS. Los presentadores eran Jack Williams y Liz Walker. Jack Williams había mencionado el nombre de Carlo Franconi y prosiguió diciendo que la cadena había obtenido una cinta de vídeo del asesinato de este famoso miembro de la mafia, vinculado con las familias del crimen de Boston.
    "Dada la violencia de las escenas, dejamos a criterio de los padres la decisión de que los niños permanezcan frente a la pantalla -advirtió el presentador-. Recordarán que hace unos días informamos de que Franconi, que se encontraba enfermo, había desaparecido después de declarar ante el jurado, por lo que algunos temían que se hubiera fugado a pesar de encontrarse bajo fianza. Sin embargo, ayer reapareció, anunciando que había hecho un trato con la fiscalía de Nueva York y que se acogería al programa de protección de testigos. Pero esta misma noche, mientras salía de su restauran te favorito, el procesado por estafa y chantaje fue asesinado a balazos."
    Taylor miró, hipnotizado, la filmación de un aficionado en la que un hombre rollizo salía de un restaurante acompañado por varios individuos con aspecto de policías El hombre saludó con un ademán casual a la multitud congregada a las puertas del establecimiento y se dirigió a la limusina que lo esperaba. Hizo caso omiso de las preguntas de los periodistas que se acercaron a él. Cuando se agachaba para subir al vehículo, Franconi se sacudió y se balanceó hacia atrás, cogiéndose la nuca con una mano. Mientras caía hacia la derecha, su cuerpo volvió a sacudirse antes de tocar el suelo. Los acompañantes habían desenfundado sus armas y se giraban frenéticamente en todas las direcciones. Los periodistas se habían arrojado al suelo.
    "¡Guau! -exclamó Jack-. ¡Qué escena! Me recuerda el asesinato de Lee Harvey Oswald. Está claro para qué sirve la protección policial."
    "Me pregunto qué consecuencias tendrá este crimen en la actitud de futuros testigos", dijo Liz.
    "Desastrosas, sin duda", respondió Jack.
    Los ojos de Taylor se desviaron hacia las imágenes de la CNN, que en ese momento comenzaba a emitir la misma cinta de vídeo. Miró la secuencia una vez más y se estremeció. Al final de la escena, la CNN dio paso a un reportaje en directo frente al Instituto Forense de la ciudad de Nueva York.
    "La gran pregunta en estos momentos es si participaron uno o dos atacantes -dijo el reportero por encima del ruido del trafico de la Quinta Avenida-. Tenemos la impresión de que Franconi recibió dos impactos de bala. La policía está lógicamente disgustada por los acontecimientos y se niega a hacer especulaciones o a facilitar cualquier tipo de información. Sabemos que la autopsia está programada para mañana a primera hora y damos por sentado que los expertos en balística desvelarán la incógnita."
    Taylor bajó el volumen del televisor y cogió su vaso. Caminó hacia la ventana y miró el mar enfurecido y oscuro. La muerte de Franconi podía traer cola. Consultó su reloj. En África occidental era casi media noche.
    Fue hasta el teléfono, llamó al operador de GenSys y le dijo que quería hablar con Kevin Marshall de inmediato.
    Colgó el auricular y volvió a mirar por la ventana. Nunca se había sentido del todo cómodo con ese proyecto, aunque desde el punto de vista económico parecía muy rentable. Se preguntó si debía cancelarlo. El teléfono interrumpió sus pensamientos.
    Levantó el auricular y una voz dijo que el señor Marshall estaba al otro lado de la línea. Tras algunos ruidos de interferencias, oyó la voz soñolienta de Kevin.
    -¿De verdad es usted Taylor Cabot? -preguntó Kevin.
    -¿Recuerda a Carlo Franconi? -dijo Taylor, pasando por alto la pregunta de Kevin.
    -Por supuesto.
    -Ha sido asesinado esta misma tarde. La autopsia está prevista para mañana a primera hora en Nueva York. Quiero saber si esto podría causar problemas.
    Se produjo un silencio. Taylor estaba a punto de preguntar si se había cortado la comunicación, cuando Kevin respondió:
    -Sí, podría causar problemas.
    -¿Pueden averiguar algo con una autopsia?
    -Es posible. No digo probable, pero sí posible.
    -Esa respuesta no me gusta -replicó Taylor. Cortó la comunicación con Kevin y volvió a llamar al operador de GenSys. Pidió hablar de inmediato con el doctor Raymond Lyons y subrayó que se trataba de una emergencia.




    Nueva York

    -Disculpe -murmuró el camarero.
    Se había acercado al doctor Lyons por la izquierda y había esperado una pausa en la conversación que el médico mantenía con Darlene Polson, una joven rubia que, además de su ayudante, era su actual amante. Con su cuidado cabello cano y su atuendo conservador, el doctor parecía el médico prototípico de un culebrón. Cincuenta y pocos años, alto, bronceado, con una envidiable esbeltez y unas facciones agradables y aristocráticas.
    -Lamento interrumpir -añadió el camarero-, pero hay una llamada urgente para usted. ¿Quiere que le traiga un teléfono inalámbrico o prefiere usar el del vestíbulo?
    Los ojos azules de Raymond iban y venían de la cara afable pero inexpresiva de Darlene al respetuoso camarero, cuyos modales impecables justificaban la alta puntuación que su restaurante había merecido en la guía gastronómica Zagat. Raymond no parecía contento.
    -Quizá prefiere que les diga que no puede ponerse al teléfono -sugirió el camarero.
    -No, tráigame el teléfono inalámbrico -dijo Raymond.
    No imaginaba quién podía llamarlo por una emergencia. No practicaba la medicina desde que le habían retirado su licencia, después de procesarlo y declararlo culpable de estafar a una mutualidad médica durante doce años.
    -¿Sí? -dijo con cierto nerviosismo.
    -Soy Taylor Cabot. Ha surgido un problema.
    Raymond se puso visiblemente tenso y frunció el entrecejo.
    Taylor resumió con rapidez la situación de Carlo Franconi y su llamada a Kevin Marshall.
    -Esta operación es obra suya -concluyó con irritación-.
    Y permítame que le haga una advertencia: es sólo una minucia en el plan general. Si hay problemas, abandonaré el proyecto. No quiero mala prensa; de modo que resuelva este lío.
    -¿Pero qué puedo hacer yo? -espetó Raymond.
    -Con franqueza, no lo sé. Pero será mejor que se le ocurra algo, y pronto.
    -Por lo que a mí respecta, las cosas no podrían ir mejor.
    Hoy mismo he hecho un contacto prometedor con una doctora de Los Ángeles que atiende a un montón de estrellas de cine y a ejecutivos de la costa Oeste. Está interesada en abrir una delegación en California.
    -Creo que no me ha entendido -dijo Taylor-. No habrá ninguna delegación en ninguna parte a menos que se resuelva el problema de Franconi. Por lo tanto, será mejor que se ocupe del asunto. Dispone de doce horas.
    El ruido del auricular al colgarse al otro lado de la línea hizo que Raymond apartara la cabeza con brusquedad. Miró el teléfono como si fuera el responsable del precipitado final de la conversación.
    El camarero, que aguardaba a una distancia prudencial, se acercó a coger el teléfono y desapareció.
    -¿Problemas? -preguntó Darlene.
    -¡Dios santo! -exclamó Raymond mientras se mordía el pulgar con nerviosismo.
    No era un simple problema. Era una catástrofe en potencia. Con las gestiones para recuperar la licencia estancadas en el atolladero del sistema judicial, su presente trabajo era lo único que tenía, y el negocio había empezado a florecer hacía muy poco tiempo. Había tardado cinco años en llegar a ese punto. No podía permitir que todo se fuera al garete.
    -¿Qué pasa? -preguntó Darlene tendiendo la mano para retirar la de Raymond de su boca.
    Le explicó brevemente la inminente autopsia de Carlo Franconi y la amenaza de Taylor Cabot de abandonar el proyecto.
    -Pero si por fin está dando una pasta -dijo ella-. No lo dejará ahora.
    Raymond soltó una risita triste.
    -Para un tipo como Taylor Cabot y para GenSys eso no es dinero -repuso-. Lo dejará; seguro. Diablos; ya fue difícil convencerlo de que lo financiara.
    -Entonces tendréis que decirles que no hagan la autopsia.
    Raymond miró a su acompañante. Sabía que la chica tenía buenas intenciones y que no lo había cautivado precisamente por su inteligencia, así que contuvo su furia. Sin embargo, respondió con sarcasmo:
    -¿Crees que puedo llamar al Instituto Forense y simplemente ordenarles que no hagan la autopsia en un caso como éste? No fastidies.
    -Pero tú conoces a mucha gente importante -insistió Darlene-. Pídeles que intercedan.
    -Por favor, cariño... -comenzó Raymond con desdén, pero de repente se detuvo. Pensó que quizá Darlene tuviera algo de razón. Una idea comenzó a tomar forma en su cabeza.
    -¿Qué me dices del doctor Levitz? -dijo Darlene-. Era el médico de Franconi. Quizá pueda ayudarte.
    -Estaba pensando precisamente en él.
    Daniel Levitz era un médico con una magnífica consulta en Park Avenue, con gastos muy altos y una clientela menguante debido a la proliferación de las mutualidades médicas. Además, había enrolado muchos pacientes para el proyecto, algunos de la misma calaña que Carlo Franconi.
    Raymond se puso en pie, sacó el billetero y dejó tres flamantes billetes de cien dólares sobre la mesa. Sabía que era más que suficiente para cubrir la cena y una propina generosa.
    -Vamos -dijo-. Tenemos que hacer una visita.
    -Pero aún no he terminado el primer plato -protestó Darlene.
    Raymond no respondió. Apartó de la mesa la silla de Darlene y la obligó a levantarse. Cuanto más pensaba en el doctor Levitz, más se convencía de que aquel hombre podía salvarlo. Como médico personal de varias familias rivales de la mafia de Nueva York, Levitz conocía a gente capaz de hacer lo imposible.








    14 de marzo de I997,
    7:25 horas.
    Nueva York.

    Jack Stapleton se inclinó y pedaleó con fuerza mientras recorría la última manzana en dirección este sobre la calle Treinta. A unos cincuenta metros de la Quinta Avenida, irguió la espalda, soltó el manillar y comenzó a frenar. El semáforo no estaba en verde, y ni siquiera Jack estaba lo bastante loco para abrirse paso entre los coches, autobuses y camiones que aceleraban hacia el norte de la ciudad.
    La temperatura había subido considerablemente, y los diez centímetros de nieve que habían caído dos días antes se habían derretido, salvo por algunos montículos sucios entre los coches aparcados. Se alegraba de que las calles estuvieran despejadas, pues hacía varios días que no podía usar la bicicleta que había comprado tres semanas antes. Con ella había reemplazado la que le habían robado el año anterior.
    Jack había querido comprar otra de inmediato pero, tras una aterradora experiencia que estuvo a punto de costarle la vida, había cambiado de opinión y adoptado una actitud más conservadora ante el riesgo, al menos temporalmente. Aunque el episodio no había tenido relación alguna con la bicicleta, lo había asustado lo suficiente para obligarlo a reconocer que solía usarla con deliberada imprudencia.
    Pero el paso del tiempo desvaneció sus temores. El robo de su reloj y su billetero en el metro fue el incentivo que necesitaba. Un día después, se compró una mountain bike Cannondale y, según decían sus amigos, volvió a las andadas. Pero en honor a la verdad, ya no tentaba a la suerte escurriéndose entre las veloces furgonetas de reparto y los coches estacionados ni se precipitaba cuesta abajo por la Segunda Avenida y casi siempre evitaba Central Park después del anochecer.
    Se detuvo en la esquina y esperó la luz verde; con un pie apoyado en el pavimento, observó la escena. Casi de inmediato advirtió la presencia de las unidades móviles de televisión, aparcadas con las antenas extendidas en el lado este de la Quinta Avenida, frente a su destino: el Instituto Forense de la ciudad de Nueva York, al que llamaban simplemente el depósito.
    Jack era médico forense adjunto. En el año y medio que llevaba en su puesto había visto congestiones semejantes en varias ocasiones. Por lo general, significaban que había muerto una celebridad o alguien que había adquirido una fama efímera gracias a los medios de comunicación. Por razones personales y públicas, Jack esperaba que se tratara del primer caso.
    Al ponerse la luz verde, cruzó la Quinta Avenida con su bicicleta y entró en el depósito por la entrada de la calle Treinta. Estacionó la bicicleta en el sitio habitual, cerca de los ataúdes destinados a los muertos que nadie reclamaba, y subió en el ascensor hacia el primer piso.
    Enseguida advirtió el trajín en el interior. En la recepción, varias secretarias del turno de mañana estaban ocupadas respondiendo el teléfono, cuando por lo general no entraban a trabajar hasta las ocho. Las consolas estaban cubiertas de parpadeantes luces rojas. Hasta el cubículo del sargento Murphy estaba abierto y la luz encendida, pese a que nunca llegaba antes de las nueve.
    Picado por la curiosidad, entró en la sala de identificaciones y fue directamente hacia la cafetera. Vinnie Amendola, uno de los ayudantes del depósito, estaba parapetado detrás del periódico, como de costumbre. Pero ésa era la única circunstancia normal a aquella hora de la mañana. Aunque Jack solía ser el primer anatomopatólogo en llegar, aquel día el subdirector del Instituto Forense -el doctor Calvin Washington- y los doctores Laurie Montgomery y Chet McGovern ya estaban allí. Los tres estaban enfrascados en una acalorada discusión con el sargento Murphy y, para sorpresa de Jack, con el detective Lou Soldado, de homicidios. Lou visitaba el depósito con frecuencia, pero nunca a las siete y media de la mañana. Además, tenía todo el aspecto de no haber dormido o, si lo había hecho, no se había quitado la ropa.
    Jack se sirvió una taza de café. Nadie reparó en su llegada.
    Tras añadir un poco de leche y un terrón de azúcar a la taza, se dirigió a la puerta del vestíbulo. Asomó la cabeza y, tal como esperaba, comprobó que el lugar estaba abarrotado de periodistas que charlaban entre sí y tomaban café. Puesto que estaba absolutamente prohibido fumar, Jack pidió a Vinnie que saliera a comunicárselo.
    -Tú estás más cerca -respondió Vinnie alzando la vista del periódico. .
    Jack puso los ojos en blanco ante la falta de respeto de Vinnie, pero reconoció que tenía razón. De modo que se dirigió a la puerta de cristal y la abrió. Sin embargo, antes de que pudiera pronunciarse sobre la prohibición de fumar, los periodistas se le echaron encima.
    Jack tuvo que apartar los micrófonos que le zamparon en la cara. Todos preguntaban al unísono, de modo que no en tendió nada, salvo que lo interrogaban sobre una autopsia inminente.
    Gritó a voz en cuello que estaba prohibido fumar, se desasió de las manos que le sujetaban los brazos y cerró la puerta.
    Al otro lado, los reporteros se amontonaron, empujando con brusquedad a sus colegas contra el cristal, como si fueran tomates en un frasco de conserva.
    Disgustado, Jack regresó a la sala de identificaciones.
    -¿Alguien puede decirme qué está pasando? -exclamó.
    Todo el mundo se volvió hacia él, pero Laurie fue la primera en responder.
    -¿No te has enterado?
    -Si me hubiera enterado no lo preguntaría.
    -¡Joder! En la tele no hablan de otra cosa -espetó Calvin.
    -Jack no tiene televisor -dijo Laurie-. Sus vecinos no se lo permiten.
    -¿Dónde vives, hijo? -preguntó el sargento Murphy.
    Nunca había oído que los vecinos prohibieran a nadie tener un aparato de televisión. El maduro y rubicundo policía irlandés hablaba con tono paternalista. Llevaba trabajando en el Instituto Forense más años de lo que estaba dispuesto a reconocer y trataba a todos los empleados como si fueran miembros de su familia.
    -Vive en Harlem -intervino Chet-. De hecho, a sus vecinos les encantaría que se comprara una tele, para tomarla prestada indefinidamente.
    -Ya está bien, muchachos -dijo Jack-. Contadme a qué viene tanto jaleo.
    -Un capo de la mafia fue acribillado a balazos ayer por la tarde -informó Calvin con voz resonante-. Había alborotado el avispero porque decidió cooperar con la oficina del fiscal del distrito y estaba bajo protección policial.
    -No era ningún capo -dijo Lou Soldano-. No era más que un matón de tres al cuarto de la familia Vaccaro.
    -Lo que fuera -admitió Calvin con un gesto displicente-.
    La cuestión es que se lo cargaron cuando estaba literalmente rodeado por los mejores agentes de la policía de Nueva York, lo que no dice gran cosa de su competencia para proteger a una persona.
    -Le advirtieron que no fuera a ese restaurante -protestó Lou-. Lo sé de buena tinta. Y es imposible proteger a alguien que no está dispuesto a aceptar nuestras sugerencias.
    -¿Hay alguna posibilidad de que lo haya matado la policía? -preguntó Jack. Una de las funciones de un forense era considerar una cuestión desde todos los ángulos posibles, sobre todo cuando se trataba de alguien bajo custodia.
    -No estaba arrestado -repuso Lou, leyendo los pensamientos de Jack-. Lo habían arrestado y procesado, pero se hallaba en libertad condicional.
    -¿Y a qué viene tanto jaleo? -preguntó Jack.
    -A que el alcalde, el fiscal del distrito y el jefe de policía están que trinan -respondió Calvin.
    -Amén -dijo Lou-. Sobre todo el jefe de policía. Por eso estoy aquí. El asunto se ha convertido en una de esas pesadillas públicas que a los periodistas les encanta inflar. Tenemos que encontrar al asesino o asesinos lo antes posible, de lo contrario rodarán cabezas.
    -Y también hay que evitar que futuros testigos se echen atrás -dijo Jack.
    -Sí; también eso.
    -No sé, Laurie -dijo Calvin, volviendo a la discusión que mantenían antes de que Jack los interrumpiera-. Te agradezco que hayas venido tan pronto y que te ofrezcas a encargarte del caso, pero es probable que Bingham quiera ocuparse personalmente.
    -Pero ¿por qué? -protestó Laurie-. Mira, es un caso sencillo y tengo bastante experiencia en heridas de bala. Además, esta mañana Bingham tiene una reunión para tratar cuestiones presupuestarias en el ayuntamiento y no llegará hasta el mediodía. Para entonces yo podría haber terminado la autopsia e informar a la policía de cualquier hallazgo. Teniendo en cuenta la prisa del caso, me parece lo más sensato.
    Calvin miró a Lou.
    -¿Crees que ganar cinco o seis horas beneficiaría la investigación?
    -Es probable -admitió Lou-. Caray, cuanto antes esté hecha la autopsia, mejor. El solo hecho de saber si buscamos a una o dos personas sería de gran ayuda.
    Calvin suspiró.
    -Detesto tener que tomar esta clase de decisiones. -Transfirió los ciento veinticinco kilos de peso de su inmenso y musculoso cuerpo de una pierna a la otra-. El problema es que casi nunca puedo predecir la reacción de Bingham. Pero, qué demonios. Hazlo, Laurie. El caso es tuyo.
    -Gracias, Calvin -dijo Laurie con alegría. Cogió la carpeta de la mesa-. ¿Hay algún problema si Lou se queda a mirar?
    -En absoluto -respondió Calvin.
    -Vamos, Lou. -Laurie rescató su abrigo de una silla y enfiló hacia la puerta-. Bajemos a hacer un rápido examen externo y a pedir unas radiografías. Por lo visto, con la confusión de anoche, no las hicieron.
    -Allá vamos -respondió Lou.
    Jack titubeó un instante y luego los siguió. Le intrigaba el interés de Laurie por hacer la autopsia. En su opinión, habría sido más sensato permanecer al margen. Los casos políticos como éste siempre eran como una patata ardiente. Era imposible salir bien parado de ellos.
    Laurie y Lou caminaban deprisa, y Jack no los alcanzó hasta pasada la recepción. Ella se detuvo de repente para asomarse al despacho de Janice Jaeger, una investigadora forense, a la que también llamaban ayudante técnica. Hacía el turno de noche y se tomaba su trabajo muy en serio. Siempre se quedaba después de la hora.
    -¿Verás a Bart Arnold antes de marcharte? -preguntó Laurie a Janice. Bart Arnold era el jefe de los investigadores forenses.
    -Casi siempre lo veo -respondió Janice. Era una mujer menuda y morena, con marcadas ojeras.
    -Hazme un favor -pidió Laurie-. Dile que llame a la CNN y que consiga una copia del vídeo del asesinato de Carlo Franconi. Lo necesito cuanto antes.
    -Lo conseguiremos -contestó Janice con cordialidad.
    Laurie y Lou siguieron su camino.
    -Eh, aflojad el paso -dijo Jack, al tiempo que corría para alcanzarlos.
    -Tenemos trabajo -repuso Laurie sin detenerse.
    -Nunca te he visto tan ansiosa por hacer una autopsia. -El y Lou caminaban a ambos lados de Laurie en dirección a la sala de autopsias-. ¿Qué te atrae tanto del caso?
    -Muchas cosas -dijo ella. Llegó junto al ascensor y pulsó el botón de llamada.
    -¿Por ejemplo? -preguntó Jack-. No quiero pincharte el globo, pero éste es un caso políticamente conflictivo. Digas lo que digas y hagas lo que hagas, disgustarás a alguien. Creo que Calvin tiene razón. El jefe debería ocuparse de este asunto.
    -Tienes derecho a expresar tu opinión -repuso Laurie-. Pero la mía es diferente. Con mi experiencia en heridas de bala, estoy encantada de llevar un caso en el que puedo contar con una cinta de vídeo para corroborar mi reconstrucción de los hechos. Estaba pensando en escribir una monografía sobre heridas de bala, y éste podría ser un caso clave.
    -Oh, venga -protestó Jack con los ojos en blanco-. ¡Qué motivo tan noble! -Luego la miró y añadió-: Creo que deberías reconsiderar tu decisión. Todavía estás a tiempo. La intuición me dice que te estás buscando un problema burocrático. Lo único que tienes que hacer es dar media vuelta y decirle a Calvin que has cambiado de idea. Te lo advierto; corres un gran riesgo.
    Laurie rió.
    -Tú eres el menos indicado para hablar de riesgos. -Extendió una mano y rozó la nariz de Jack con el dedo índice-.
    Todos los que te conocemos, yo incluida, te rogamos que no te compraras una bici nueva. Y está en juego tu vida, no un simple problema burocrático.
    Cuando llegó el ascensor, ellos entraron. Jack titubeó un instante, pero se coló entre las puertas poco antes de que se cerraran.
    -No me convencerás -advirtió Laurie-. Así que ahorra saliva.
    -De acuerdo. -Jack alzó las manos como si se diera por vencido-. Te prometo no volver a darte un consejo. Pero tengo interés en seguir el curso de los acontecimientos. Estoy de servicio, así que, si no te importa, te miraré trabajar.
    -Si quieres puedes hacer algo más. Puedes ayudar.
    -No quiero interferir en la tarea de Lou -dijo con doble intención.
    Lou rió y Laurie enrojeció, pero ninguno de los dos respondió al comentario.
    -Has dado a entender que tenías otras razones para interesarte por el caso -dijo Jack-. ¿Podrías decirme cuáles son, si no te importa? -Laurie cambió una rápida mirada con Lou, que Jack fue incapaz de interpretar-. Mmmm. Tengo la impresión de que aquí pasa algo que no es de mi incumbencia.
    -Nada de eso -terció Lou-. Se trata de una conexión fuera de lo común. La víctima, Carlo Franconi, había pasado a ocupar el lugar de un matón de medio pelo llamado Pauli Cerino. El puesto de Cerino quedó vacante después de que lo metieran entre rejas, gracias, en gran medida, a la perseverancia y los buenos oficios de Laurie.
    -Y a los tuyos -añadió ésta mientras el ascensor se detenía y se abrían las puertas.
    -Sí; pero sobre todo gracias a ti.
    Los tres salieron al sótano y se dirigieron a la oficina del depósito.
    -¿El tal Cerino estaba involucrado en los casos de sobredosis de los que me hablaste?
    -Me temo que sí -contestó Laurie-. Fue horrible. Esa experiencia me horrorizó. Y lo peor es que algunos de los responsables siguen actuando, incluido Cerino, aunque esté en la cárcel.
    -Y por mucho tiempo -apostilló Lou.
    -Eso me gustaría creer -dijo Laurie-. Bueno; espero que la autopsia de Franconi me permita dar por zanjado ese asunto. Todavía tengo pesadillas de vez en cuando.
    -La metieron en un ataúd de pino para secuestrarla -explicó Lou-. Y se la llevaron en uno de los furgones del depósito.
    -¡Cielos! -dijo Jack a Laurie-. No me lo habías contado.
    -Procuro no pensar en ello -repuso ella. Y añadió-: Vosotros esperad aquí.
    Entró en la oficina del depósito para obtener una copia de la lista de compartimientos frigoríficos asignados a los muertos que habían ingresado la noche anterior.
    -No me imagino encerrado en un ataúd -dijo Jack, estremeciéndose. Su principal fobia eran las alturas, pero los sitios cerrados y estrechos ocupaban el segundo puesto.
    -Yo tampoco -repuso Lou-. Pero Laurie se recuperó de manera admirable. Una hora después de que la liberaran, tuvo la entereza necesaria para pensar en una estrategia para salvarnos a los dos. Cosa que me resulta particularmente humillante, teniendo en cuenta que yo había ido allí para salvarla a ella.
    -¡Joder! -exclamó Jack, meneando la cabeza-. Hasta hace un minuto creía que el hecho de que un par de asesinos me esposaran a un fregadero mientras discutían quién iba a matarme era la peor experiencia posible.
    Laurie salió del despacho sacudiendo un papel.
    -Compartimiento ciento once -anunció-. Estaba en lo cierto. No han hecho radiografías del cadáver.
    Echó a andar como una atleta. Jack y Lou tuvieron que correr para alcanzarla. Se dirigió al compartimiento correspondiente, se metió la carpeta de la autopsia bajo el brazo izquierdo y giró el pestillo con la mano derecha. Con un movimiento suave y diestro abrió la portezuela y deslizó la bandeja sobre los rieles.
    Frunció el entrecejo.
    -¡Qué extraño! -dijo. En la bandeja no había más que unas pocas manchas de sangre y varias secreciones secas.
    Introdujo la bandeja y cerró la puerta. Volvió a comprobar el número. No se había equivocado: era el compartimiento ciento once.
    Tras repasar la lista otra vez para asegurarse de que no se había confundido, volvió a abrir el compartimiento, se cubrió los ojos para evitar el resplandor de las luces y miró en el oscuro interior.
    No cabía duda; ese compartimiento no contenía los restos de Carlo Franconi.
    -¡Mierda! -masculló.
    Cerró con brusquedad la puerta y, para asegurarse de que no se trataba de una confusión, abrió todos los compartimientos cercanos, uno tras otro. Comprobó las etiquetas y los números de admisión de todos los que contenían cadáveres. Pero pronto tuvo que rendirse a la evidencia: Carlo Franconi no estaba entre ellos.
    -¡No puedo creerlo! -dijo con una mezcla de furia y frustración-. ¡El maldito cadáver ha desaparecido!
    Desde el momento en que habían comprobado que el compartimiento ciento once estaba vacío, Jack había esbozado una sonrisa. Ahora, al ver la expresión impotente de Laurie, no pudo contenerse y rió de buena gana. Por desgracia, su risa la enfureció aún más.
    -Lo siento -se disculpó Jack-. Mi intuición me decía que este caso iba a causarte problemas burocráticos, pero estaba equivocado. En realidad, va a causar problemas a la burocracia.


    CAPITULO 2
    4 de marzo de I997, I3.30 horas.
    Cogo, Guinea Ecuatorial

    Kevin Marshall dejó el lápiz y miró por la ventana situada encima de su escritorio. En contraste con su caos interior, fuera el tiempo era agradable y el cielo comenzaba a teñirse de un color azul que Kevin no había visto en meses. Por fin había comenzado la estación seca. Claro que en realidad no era seca; sencillamente, no llovía tanto como durante la temporada húmeda. La desventaja era que el sol hacía que la temperatura se asemeiara a la de un horno. En ese momento, había 46 C a la sombra.
    Kevin no había trabajado bien esa mañana ni había dormido bien la noche pasada. La ansiedad que lo había embargado el día anterior, durante la operación, no se había disipado.
    De hecho, había ido en aumento, sobre todo después de la inesperada llamada del director de GenSys, Taylor Cabot.
    Previamente, sólo había cambiado unas palabras con él en una ocasión. Para la mayoría de los miembros de la compañía era lo mismo que hablar con Dios.
    Su inquietud aumentó al ver otra columna de humo ondulando en el cielo, encima de la isla Francesca. Ya había reparado en el humo esa mañana, poco después de llegar al laboratorio. Por lo que podía adivinar, procedía del mismo sitio que el día anterior: el macizo de piedra caliza. El hecho de que el humo ya no fuera tan evidente no lo consolaba.
    Renunció a la idea de continuar con su trabajo, se quitó la bata blanca y la arrojó sobre una silla. No tenía hambre, pero sabía que su ama de llaves, Esmeralda, le habría preparado la comida, así que se sentía obligado a volver a casa.
    Descendió los tres tramos de escalera abstraído en sus pensamientos. Varios colegas lo saludaron al pasar, pero Kevin no reparó en su presencia. Estaba demasiado preocupado. En las últimas veinticuatro horas había llegado a la conclusión de que debía hacer algo. El problema no era pasajero, como había supuesto la semana anterior, al ver el humo por primera vez.
    Por desgracia, no se le ocurría qué podía hacer. Sabía que no era precisamente un héroe; es más, hacía años que se veía a sí mismo como un cobarde. Detestaba los enfrentamientos y los evitaba a toda costa. Ya en su infancia había huido de cualquier forma de rivalidad, excepto cuando jugaba al ajedrez Desde entonces, siempre había sido una especie de solitario.
    Se detuvo junto a la puerta de cristal de la salida. Al otro lado de la plaza, debajo de las arcadas del antiguo ayuntamiento, avistó la habitual camarilla de soldados. Estaban enfrascados en las actividades sedentarias de rigor; sencillamente, mataban el tiempo. Algunos jugaban a las cartas sentados en viejas sillas de paja; otros discutían entre sí con voz estridente, apoyados contra los muros del edificio. Casi todos fumaban. El tabaco formaba parte de su sueldo. Vestían sucios uniformes de camuflaje, gastadas botas de combate y boinas rojas. Todos tenían rifles de asalto automáticos colgados al hombro o al alcance de la mano.
    Los soldados habían aterrorizado a Kevin desde el momento de su llegada a Cogo, cinco años antes. En un principio Cameron McIvers, el jefe de seguridad, que entonces le había enseñado los alrededores, le había dicho que GenSys había contratado a unos cuantos soldados ecuatoguineanos para que protegieran la compañía. Más tarde, Cameron había admitido que esas funciones eran, en realidad, una compensación adicional del gobierno, así como del ministro de Defensa y del ministro de Administración Territorial.
    En opinión de Kevin, los soldados tenían más pinta de adolescentes aburridos que de guardaespaldas. Su tez parecía ébano pulido. Las expresiones ausentes y las cejas arqueadas les daban un aire de arrogancia que reflejaba su aburrimiento. Tenía la desagradable sensación de que se morían por encontrar un pretexto cualquiera para usar sus armas.
    Empujó la puerta y cruzó la plaza. No miró en dirección a los soldados, aunque sabía por experiencia que, al menos algunos de ellos, lo observaban, cosa que le ponía la carne de gallina. Como no sabía una sola palabra de fang, el principal dialecto local, ignoraba de qué hablaban.
    Una vez perdida de vista la plaza central, se relajó un poco y aflojó el paso. La combinación de calor con una humedad del ciento por ciento producía el efecto de un permanente baño de vapor. Cualquier actividad hacía que uno sudara a chorros. Después de unos minutos, sintió la camisa adherida a su espalda.
    Su casa estaba situada a mitad de camino entre la costa y el hospital-laboratorio; es decir, a sólo tres calles de este último. La ciudad era pequeña, aunque todavía quedaban vestigios de su antigua belleza. Originalmente, los edificios de techos rojos habían sido estucados en colores vivos. Ahora esos colores se habían desvanecido, convertidos en suaves tonos pastel. Los postigos eran de la clase que giran sobre un gozne en la parte superior. La mayoría de ellos, con la única excepción de aquellos de los edificios restaurados, estaban en un estado lamentable. Las calles discurrían en una poco imaginativa cuadrícula, pero en el curso de los años habían sido repetidamente pavimentadas con el granito importado que servia de lastre a los veleros. En tiempos de la colonia española, la ciudad vivía de la agricultura, en particular de la producción de café y cacao, que había alimentado generosamente a una población de varios millares de personas.
    Pero la historia cambió de forma radical después de 1959, el año de la independencia de Guinea Ecuatorial. El nuevo presidente, Francisco Macías, se transformó rápidamente de un militar elegido por el pueblo en el dictador más sádico del continente, cuyas atrocidades consiguieron superar incluso a las de Idi Amín Dadá de Uganda y a las de Jean-Bedel Bokassa, de la República Centroafricana. Las consecuencias fueron apocalípticas. Tras el asesinato de cincuenta mil personas, la tercera parte de la población nacional huyó, incluidos los residentes españoles. La mayoría de las ciudades quedaron diezmadas, y Cogo, en particular, fue abandonada por completo. La carretera que unía Cogo con el resto del país quedó en ruinas y pronto se hizo intransitable. Durante años, la ciudad se convirtió en una simple curiosidad para los esporádicos visitantes que llegaban en lancha desde el pueblo costero de Acalayong. Cuando uno de los representantes de GenSys había dado con ella, siete años antes, la selva había comenzado a reclamar el territorio de la ciudad. El individuo en cuestión consideró que el aislamiento de Cogo y el vasto bosque tropical que rodeaba la ciudad la convertían en el enclave perfecto para la granja de primates de GenSys.
    A su regreso a Malabo, la capital de Guinea Ecuatorial, el delegado de GenSys inició negociaciones de inmediato con el gobierno ecuatoguineano. Puesto que el país era uno de los más pobres de África, y en consecuencia necesitaba desesperadamente la entrada de divisas, el nuevo presidente se mostró encantado y las negociaciones prosperaron.
    Kevin giró en la última esquina y se acercó a su casa. Tenía tres plantas, como la mayoría de los edificios de la ciudad.
    GenSys la había restaurado con buen gusto, dándole un aire de casa de cuento infantil. De hecho, era una de las casas más deseables de la ciudad y motivo de envidia para unos cuantos empleados de GenSys, en especial para el jefe de seguridad, Cameron McIvers. Sólo Siegfried Spallek, el gerente de la Zona, y Bertram Edwards, el jefe de los veterinarios, tenían alojamientos comparables. Kevin había atribuido su buena suerte a la mediación del doctor Raymond Lyons, aunque no podía estar seguro.
    La casa, de estilo tradicional español, había sido construida a mediados del siglo xix por un próspero importador-exportador. La planta baja tenía arcadas, como el ayuntamiento, y originariamente había albergado tiendas y almacenes.
    La segunda planta constaba de tres dormitorios y tres cuartos de baño, un amplio salón, comedor, cocina y un pequeño apartamento de servicio. Estaba rodeada por terrazas en los cuatro lados. La tercera planta era una inmensa estancia sin separaciones con suelo de taracea, iluminada por dos gran des arañas de luces de hierro forjado. Podía albergar con facilidad a cien personas, y en apariencia había sido usada para reuniones multitudinarias.
    Entró y subió por la escalera central, que conducía a un pasillo estrecho- De allí pasó al comedor. Tal como esperaba, la mesa estaba puesta.
    La casa era demasiado grande para Kevin, sobre todo por que éste no tenía familia. Había señalado este hecho cuando le enseñaron la vivienda por primera vez, pero Siegfried Spallek había respondido que la decisión se había tomado en Boston y que no le convenía quejarse. En consecuencia, aceptó la casa, aunque la envidia de sus colegas a menudo lo hacía sentirse incómodo.
    Esmeralda apareció como por arte de magia. Kevin se preguntó cómo lo hacía; cualquiera diría que estaba siempre pendiente de su llegada. Era una mujer agradable, de edad indeterminada, con cara redonda y ojos tristes. Vestía ropa estampada de colores vivos con un pañuelo a juego en la cabeza. Además del fang, su lengua nativa, hablaba español con fluidez y un inglés pasable que mejoraba casi a diario.
    Esmeralda vivía en las dependencias de servicio de lunes a viernes. Pasaba el fin de semana con su familia, en un pueblo que GenSys había construido en el este, a orillas del estuario, para alojar a los múltiples trabajadores locales empleados en la Zona, como se llamaba a la región ocupada por la operación ecuatoguineana de GenSys. Esmeralda y su familia se habían trasladado allí desde Bata, la principal ciudad del territorio continental ecuatoguineano. La capital, Malabo, estaba en una isla llamada Bioko.
    Kevin había animado a Esmeralda a regresar a casa por las tardes si así lo deseaba, pero ella se había negado. Ante la insistencia de él, la mujer había respondido que tenía órdenes de permanecer en Cogo.
    -Le han dejado un recado por teléfono -dijo Esmeralda.
    -Ah -respondió Kevin con nerviosismo. Su pulso se aceleró.
    Los mensajes telefónicos eran poco frecuentes, y en las presentes circunstancias, lo último que deseaba oír eran más noticias inesperadas. La llamada de Taylor Cabot, en plena noche, ya lo había turbado demasiado.
    -Era el doctor Raymond Lyons, desde Nueva York -explicó Esmeralda-. Dejó dicho que lo llame.
    El hecho de que se tratara de una llamada del exterior no le sorprendió. Con las líneas vía satélite que GenSys había instalado en la Zona, era más sencillo llamar a Europa o a Estados Unidos que a Bata, situada a apenas noventa kilómetros al norte. Las llamadas a Malabo eran prácticamente imposibles.
    Kevin pasó al salón. El teléfono estaba sobre el escritorio, en un extremo de la habitación.
    -¿Va a comer? -preguntó Esmeralda.
    -Sí -respondió él. Aún no tenía hambre, pero no quería herir los sentimientos de Esmeralda.
    Se sentó ante su escritorio. Con la mano sobre el teléfono, calculó rápidamente que en Nueva York serían las ocho de la mañana. Se preguntó para qué habría llamado el doctor Lyons, aunque suponía que tendría algo que ver con su breve conversación con Taylor Cabot. No le gustaba la idea de que le hicieran la autopsia a Carlo Franconi, e imaginaba que a Raymond Lyons le pasaba otro tanto.
    Había conocido a Raymond hacía seis años, durante una reunión de la Asociación Americana para el Desarrollo de la Ciencia, en la que Kevin había presentado un trabajo. El detestaba las disertaciones y rara vez las daba, pero en aquella ocasión lo había obligado su jefe de departamento de Harvard. Desde la redacción de su tesis de doctorado, su interés se centraba en la transposición de cromosomas: un proceso mediante el cual se intercambiaban segmentos de cromosomas para mejorar la adaptación de las especies y con ello la evolución. Este fenómeno ocurría con particular frecuencia durante la generación de células sexuales, un proceso conocido como meiosis.
    Por pura casualidad, en el mismo congreso y a la misma hora de su intervención, James Watson y Francis Crick habían dado una conferencia extraordinariamente popular con ocasión del aniversario de su descubrimiento de la estructura del ADN. En consecuencia, poca gente había acudido a escuchar a Kevin- Sin embargo, Raymond había estado entre ellos. Después de la disertación, Raymond había hablado con él, convenciéndolo de que abandonara Harvard para unirse a GenSys.
    Con mano temblorosa, levantó el auricular y marcó el número. Raymond atendió al primer timbrazo, como si hubiera estado esperando junto al teléfono. Su voz se oía con tanta claridad como si se hallaran en habitaciones contiguas.
    -Tengo buenas noticias -anunció en cuanto supo que se trataba de Kevin-. No habrá autopsia.
    Kevin no respondió. Estaba desconcertado.
    -¿No te alegras? Sé que Cabot te telefoneó anoche.
    -Me alegra hasta cierto punto -repuso Kevin-. Pero con autopsia o sin ella, tengo sentimientos encontrados acerca de este proyecto.
    Esta vez fue Raymond quien calló. Apenas terminaba de resolver un problema potencial, otro asomaba la cabeza.
    -Es posible que hayamos cometido un error -explicó Kevin-. Quiero decir que quizá yo haya cometido un error. Mi conciencia empieza a importunarme, y estoy asustado. En realidad, soy un especialista en ciencias puras. Las ciencias aplicadas no son lo mío.
    -¡Venga ya! -dijo Raymond con exasperación-. ¡No compliques las cosas! Y sobre todo ahora. Tienes el laboratorio que siempre has deseado. Me he roto los cuernos para enviarte todo el equipo que pediste. Además, las cosas van de maravilla, en especial en lo que respecta a mis reclutamientos. ¡Joder! Con todas las acciones que estás acumulando, serás rico.
    -Nunca me propuse amasar una fortuna.
    -Hay cosas peores. ¡Vamos, Kevin! No me hagas esto.
    -¿De qué me sirve ser rico si tengo que estar aquí, en el medio de la nada? -Involuntariamente, evocó la imagen del gerente, Siegfried Spallek, y se estremeció. Aquel hombre lo aterrorizaba.
    -No estarás allí siempre -dijo Raymond-. Tú mismo me dijiste que casi lo has conseguido, que el sistema es prácticamente perfecto. Una vez termines y entrenes a alguien para que ocupe tu lugar, regresarás. Con tanto dinero, podrás construir el laboratorio de tus sueños.
    -He visto más humo procedente de la isla-dijo Kevin-. Igual que la semana pasada.
    -¡Olvida el humo! Estás dejando que tu imaginación se desboque. En lugar de preocuparte por tonterías, deberías concentrarte en tu trabajo para terminar antes. En tu tiempo libre, dedícate a fantasear con el laboratorio que construirás cuando regreses.
    Kevin asintió con la cabeza. Raymond tenía algo de razón.
    Parte de su preocupación se debía a que si su intervención en el proyecto africano se hacía pública, nunca podría regresar al mundo académico. Nadie lo contrataría. Pero si tenía su propio laboratorio y unos ingresos independientes, no tendría que preocuparse.
    -Escucha -dijo Raymond-. Iré a recoger al último paciente cuando esté preparado, lo que debería ser pronto. Entonces volveremos a hablar. Mientras tanto, recuerda que casi lo hemos conseguido y que el dinero no deja de acumularse en nuestras arcas.
    -De acuerdo -repuso Kevin de mala gana.
    -No hagas ninguna tontería-insistió Raymond-. Prométemelo.
    -De acuerdo -repitió Kevin con algo más de entusiasmo.
    Colgó el auricular. Raymond era un tipo persuasivo, y siempre que hablaba con él se sentía mejor.
    Se levantó del escritorio y regresó al comedor. Siguió el consejo de Raymond e intentó pensar dónde construiría su laboratorio. Cambridge, Massachusetts, se le antojaba el sitio ideal, sobre todo por su antigua vinculación con Harvard y el MIT. Pero quizá fuera mejor hacerlo en el campo, por ejemplo, en New Hampshire.
    El plato principal de la comida era un pescado blanco que él no reconoció. Cuando interrogó a Esmeralda al respecto, ésta le dio el nombre del pescado en fang, de modo que se quedó en ascuas. Se sorprendió comiendo más de lo previsto. La conversación con Raymond había tenido un efecto positivo sobre su apetito. La idea de un laboratorio propio le atraía extraordinariamente.
    Después de comer, se cambió la camisa sudada por una limpia y recién planchada. Estaba ansioso por volver al trabajo. Cuando se disponía a bajar las escaleras, Esmeralda le preguntó a qué hora quería cenar. Respondió que a las siete, la hora habitual.
    Mientras comía, un cúmulo de nubes plomizas se había acercado desde el océano. Cuando cruzó la puerta, ya estaba diluviando, y la calle era una auténtica cascada que descendía en dirección a la ribera. Al sur, más allá del estuario del Muni, Kevin avistó una brillante franja de luz solar y el semicírculo completo del arco iris. En Gabón el tiempo seguía despejado, cosa que no le sorprendió. En ocasiones llovía en una acera y no en la de enfrente.
    Previendo que no amainaría durante al menos una hora, rodeó su casa bajo la protección del alero y subió a su Toyota negro. Aunque el trayecto hasta el hospital era ridículamente breve, Kevin prefirió hacerlo en coche a pasarse el resto de la tarde empapado.





    CAPITULO 3
    4 de marzo de l997, 8.40 horas.
    Nueva York

    -¿Y bien? ¿Qué quiere hacer? -preguntó Franco Ponti mirando a su jefe Vinnie Dominick por el retrovisor.
    Estaban en el Lincoln de Vinnie, que se encontraba en el asiento trasero, inclinado hacia delante, cogido al asidero lateral con la mano derecha. Miraba hacia el número 126 Este de la calle Sesenta y cuatro. Era un edificio de estilo rococó francés, con ventanas en arco de múltiples paños. Las ventanas de la planta baja estaban protegidas con rejas.
    -Es una casa lujosa -dijo Vinnie-. Parece que al buen doctor le van bien las cosas.
    -¿Aparco? -preguntó Franco. El coche estaba en el centro de la calle, y el taxista que estaba detrás tocaba el claxon con insistencia.
    -¡Aparca!
    Franco avanzó hasta la primera boca de incendio y acercó el coche al bordillo. El taxista los adelantó y levantó histéricamente el dedo corazón al pasar. Angelo Facciolo cabeceó e hizo un comentario despectivo sobre los taxistas rusos. Angelo estaba sentado en el asiento delantero.
    Vinnie bajó del coche, y Franco y Angelo lo siguieron.
    Los tres hombres iban impecablemente vestidos con abrigos largos de Salvatore Ferragamo, en distintos tonos de gris.
    -¿Cree que el coche estará bien aquí? -preguntó Franco.
    -Intuyo que esta reunión durará poco -respondió Vinnie-. Pero pon la Recomendación de la Asociación de Policías Benevolentes en el salpicadero. Puede que así nos ahorremos cincuenta pavos.
    Echó a andar hacia el número 126. Franco y Angelo lo siguieron con su perpetuo aire de suspicacia. Vinnie miró el portero automático.
    -Son dos casas -dijo-. Supongo que al doctor no le va tan bien como había pensado.
    Pulsó el timbre correspondiente a la del doctor Raymond Lyons y esperó.
    -¿Sí? -preguntó una voz femenina.
    -Vengo a ver al doctor -respondió-. Soy Vinnie Dominick.
    Hubo una pausa. Vinnie pateó la tapa de una botella con la punta de uno de sus mocasines Gucci. Franco y Angelo miraban de un extremo al otro de la calle.
    -Hola, soy el doctor Lyons -se oyó por el portero automático-. ¿En qué puedo servirle?
    -Necesito verlo. Sólo le robaré diez o quince minutos de su tiempo.
    -Creo que no lo conozco, señor Dominick -dijo Raymond-. ¿Podría explicarme de qué se trata?
    -Se trata de un favor que le hice anoche -dijo Vinnie-. A petición de un amigo mutuo, el doctor Daniel Levitz.
    Hubo una pausa.
    -Supongo que sigue allí, doctor-dijo Vinnie.
    -Sí, desde luego -respondió Raymond.
    Sonó un ronco zumbido. Vinnie empujó la pesada puerta y entró. Sus esbirros lo siguieron.
    -Parece que el buen doctor no tiene muchas ganas de vernos -se burló Vinnie en el pequeño ascensor. Los tres hombres estaban apretados como cigarrillos dentro de un paquete lleno.
    Raymond recibió a sus visitantes junto a la puerta del ascensor. Tras las presentaciones de rigor, les estrechó la mano con evidente nerviosismo. Los invitó a pasar con un ademán y, una vez dentro, los guió hacia un estudio con las paredes recubiertas con paneles de caoba.
    -¿Les apetece un café? -preguntó.
    Franco y Angelo miraron a Vinnie.
    -No diré que no a un expreso, si no es mucha molestia -respondió éste. Los otros dos dijeron que tomarían lo mismo.
    Raymond pidió el café por el telefonillo interno.
    Sus peores sospechas se habían confirmado en el preciso momento en que había visto a sus inesperados visitantes.
    A sus ojos, parecían estereotipos de una película de serie B.
    Vinnie medía aproximadamente un metro setenta y cinco, tenía la tez oscura y era apuesto, con facciones regulares y el pelo engominado peinado hacia atrás.
    Saltaba a la vista que era el jefe. Los otros dos hombres eran delgados y medían más de un metro ochenta. Ambos tenían nariz y labios finos, ojos hundidos y brillantes. Podrían haber sido hermanos. La mayor diferencia en su aspecto era el estado de la piel de Angelo. Raymond pensó que tenía cráteres tan grandes como los de la luna.
    -¿Quieren darme sus abrigos? -preguntó Raymond.
    -Gracias; no pensamos quedarnos mucho tiempo -respondió Vinnie.
    -Por lo menos siéntense invitó Raymond.
    Vinnie se arrellanó en un sillón de piel, mientras Franco y Angelo se sentaban erguidos sobre un sofá tapizado en terciopelo. Raymond se sentó detrás de su escritorio.
    -¿Qué puedo hacer por ustedes, caballeros? -preguntó procurando aparentar seguridad.
    -El favor que le hicimos anoche no fue sencillo -dijo Vinnie-. Creímos que le gustaría saber cómo lo organizamos todo.
    Raymond dejó escapar una risita triste y alzó las manos, como para atajar un proyectil.
    -No es necesario. Estoy seguro de que...
    -Insisto -interrumpió Vinnie-. Es lo más sensato en esta clase de asuntos. No queremos que piense que no tuvimos que hacer un esfuerzo importante para complacerlo.
    -Nunca pensaría algo así.
    -Bien, sólo queríamos asegurarnos -dijo Vinnie-. ¿Sabe?, sacar un cuerpo del depósito no es tarea fácil, puesto que allí se trabaja las veinticuatro horas del día y hay guardias de seguridad todo el tiempo.
    -Esto es innecesario. Aunque agradezco sus esfuerzos, prefiero ignorar los detalles de la operación.
    -¡Calle y escuche, doctor Lyons! -exclamó Vinnie. Hizo una pausa para ordenar sus ideas-. Tuvimos suerte porque Angelo conoce a un muchacho llamado Vinnie Amendola, que trabaja en el depósito. Este chico era del grupo de Pauli Cerino, un tipo para el que Angelo trabajaba, pero que ahora está en prisión. Angelo ahora trabaja para mí, y gracias a que tiene alguna información confidencial sobre el muchacho, pudo convencerlo de que le dijera dónde estaban los restos de Franconi. El chico nos facilitó algunos datos más para que pudiéramos presentarnos allí en plena noche.
    En ese momento llegaron los cafés. Los sirvió Darlene Polson, a quien Raymond presentó como su ayudante. En cuanto hubo repartido las tazas, Darlene se marchó.
    -Tiene una ayudante muy guapa -observó Vinnie.
    -Es muy eficaz -respondió Raymond y se enjugó la frente.
    -Espero que no lo estemos incomodando -dijo Vinnie.
    -No, en absoluto -repuso Raymond con excesiva rapidez.
    -Bueno, la cuestión es que sacamos el cadáver sin problemas. Y lo hicimos desaparecer. Pero, como comprenderá, no fue como un paseo por el parque. De hecho, fue muy complicado teniendo en cuenta que hubo que organizarlo todo en tan poco tiempo.
    -Bien, si alguna vez puedo hacer algo por ustedes... -dijo Raymond tras una incómoda pausa.
    -Gracias, doctor -respondió Vinnie. Apuró el café como si se tratara de un chupito y dejó la taza y el plato sobre el escritorio-. Ha dicho exactamente lo que esperaba, y eso nos lleva al motivo de mi visita. Como quizá ya sepa, yo soy uno de sus clientes, igual que Franconi, y aún más importante, mi hijo de once años, Vinnie Junior, también lo es. De hecho, es previsible que él haga uso de sus servicios antes que yo. De modo que tenemos que afrontar dos cuotas, como las llaman ustedes. Lo que quería proponerle es no pagar nada este año.
    ¿Qué responde?
    Raymond bajó la vista y la fijó en su escritorio.
    -Favor por favor -dijo Vinnie-. Creo que es lo más justo.
    Raymond se aclaró la garganta.
    -Tendré que comentarlo con las autoridades pertinentes -repuso.
    -Vaya; ésa es la primera cosa descortés que dice -añadió Vinnie-. Según mis informes, usted es la autoridad pertinente. De modo que encuentro su reticencia insultante. Cambiaré mi oferta. No pagaré la cuota ni este año ni el próximo.
    Espero que comprenda el curso que está tomando la conversación.
    -Lo comprendo -dijo Raymond. Tragó saliva con evidente esfuerzo-. Me ocuparé de todo.
    Vinnie se puso en pie y Franco y Angelo lo imitaron.
    -Esa es la idea -concluyó Vinnie-. Así que cuento con que usted hable con el doctor Daniel Levitz y lo ponga al corriente de nuestro acuerdo.
    -Desde luego -contestó Raymond incorporándose.
    -Gracias por el café. Estaba muy bueno. Felicite a su ayudante de mi parte.
    Cuando los matones se marcharon, Raymond cerró la puerta y se apoyó contra ella. Su pulso estaba desbocado.
    Darlene apareció en la puerta de la cocina.
    -¿Ha sido tan terrible como temías? -preguntó.
    -¡Peor! -respondió Raymond-. Se comportaron como es de esperar en gente de su calaña. Ahora tendré que vérmelas también con unos mafiosos de medio pelo que quieren nuestros servicios gratis. ¿Qué otra cosa puede salir mal?
    Echó a andar. Después de un par de pasos, se tambaleó.
    Darlene lo cogió del brazo.
    -¿Te encuentras bien?
    Raymond aguardó un instante antes de asentir con un gesto.
    -Sí; estoy bien. Sólo un poco mareado -dijo-. Por culpa de este embrollo con el cuerpo de Franconi, anoche no pude pegar ojo.
    -Deberías cancelar tu cita con el nuevo candidato.
    -Creo que tienes razón. En mi actual estado, no podría convencer a nadie de que se una al grupo, ni aunque estuviéramos al borde de la quiebra.

















    CAPITULO 4
    4 de marzo de 1997, 9 horas.
    Nueva York

    Laurie terminó de preparar las verduras para la ensalada, cubrió el bol con una servilleta de papel y lo metió en el frigorífico. Luego mezcló el aliño, una sencilla combinación de aceite de oliva, ajo fresco y vinagre blanco. También lo puso en la nevera. Concentrando ahora su atención en la pata de cordero, retiró la pequeña cantidad de grasa que había dejado el carnicero, puso la carne en el adobo que había preparado con anterioridad y la metió en el frigorífico con el resto de la cena. Sólo faltaban las alcachofas. Tardó apenas unos minutos en cortar la base y retirar las hojas más duras.
    Mientras se secaba las manos con un paño de cocina, miró el reloj de la pared. Conocía las costumbres de Jack, y sabía que era la hora precisa para llamarlo. Usó el teléfono de la cocina, situado junto al fregadero.
    Mientras se establecía la comunicación, imaginó a Jack subiendo por la escalera llena de trastos del deteriorado edificio. Aunque sabía por qué había alquilado el piso en un principio, le costaba entender por qué seguía allí. Era un sitio deprimente. Echó un vistazo a su propio apartamento y tuvo que admitir que no era muy distinto del de Jack, salvo por el hecho de que el de él era casi el doble de grande.
    El teléfono sonó en el otro extremo. Laurie contó los timbrazos. Cuando llegó a diez, comenzó a dudar de su familiaridad con las costumbres de Jack. Estaba a punto de colgar cuando él respondió.
    -¿Sí? -dijo sin ceremonias. Estaba sin aliento.
    -Esta es tu noche de suerte.
    --¿Quién es? -preguntó él-. ¿Eres tú, Laurie?
    -Pareces agitado -dijo Laurie-. ¿Es porque has perdido el partido de baloncesto?
    -No; es porque acabo de subir corriendo cuatro pisos para coger el teléfono -respondió Jack-. ¿Qué pasa? ¡No me digas que todavía estás trabajando!
    --Claro que no -repuso Laurie-. Llevo una hora en casa.
    --Entonces, ¿por qué es mi noche de suerte? –preguntó Jack.
    --De camino a casa pasé por Gristede y compré todos los ingredientes de tu comida favorita -respondió Laurie-. Ya está en el horno. Lo único que tienes que hacer es ducharte y venir hacia aquí.
    -Y yo que creía que te debía una disculpa por reírme de la desaparición del mafioso -dijo Jack-. Si alguien debería compensarte, ése soy yo.
    -Esto no tiene nada que ver con una compensación -repuso Laurie-. Sólo quiero disfrutar de tu compañía. Pero hay una condición.
    --Vaya. ¿Cuál?
    -No vengas en bici. Tendrás que coger un taxi, o no habrá cena.
    -Los taxis son más peligrosos que mi bici -protestó Jack.
    -No pienso discutir contigo. Tómalo o déjalo. El día que te atropelle un autobús y acabes en el arcén, yo no quiero sentirme responsable. -Laurie sintió que su cara se teñía de rubor. Ni siquiera quería bromear sobre ese tema.
    -De acuerdo -aceptó Jack de buen humor-. Estaré allí dentro de treinta y cinco o cuarenta minutos. ¿Llevo el vino?
    -Estupendo -respondió Laurie.
    Laurie se sintió dichosa. Unos minutos antes, no estaba muy segura de que Jack fuera a aceptar su invitación. Durante el año anterior habían salido juntos con frecuencia, y varios meses antes ella había reconocido ante sí misma que se había enamorado de él. Pero Jack parecía reacio a formalizar la relación. Cuando Laurie había intentado forzar las cosas, él se había distanciado. Entonces ella, sintiéndose rechazada, había reaccionado con furia. Durante varias semanas sólo habían hablado de cuestiones de trabajo.
    Pero en el último mes la relación había mejorado poco a poco. Volvían a verse de tarde en tarde, y esta vez ella había decidido ser prudente, cosa que no resultaba fácil a su edad.
    Laurie siempre había querido ser madre, y tenía treinta y siete años; pronto, treinta y ocho. Consciente de que los cuarenta estaban a la vuelta de la esquina, sentía que le quedaba poco tiempo.
    Con la cena prácticamente lista, se dedicó a poner un poco de orden en su apartamento de una sola habitación.
    Eso significaba guardar algunos libros en los correspondientes huecos de la estantería, apilar las revistas médicas y vaciar la caja de arena de Tom, un gato atigrado de seis años y medio, que seguía siendo tan travieso como cuando era pequeño. Laurie enderezó la reproducción de Klimt que el gato siempre torcía en su ruta diaria desde la estantería al alféizar de la ventana.
    Luego tomó una ducha rápida, se puso unos tejanos y un jersey de cuello alto y se maquílló con discreción. Mientras lo hacía, observó las patas de gallo que comenzaban a formarse alrededor de sus ojos. No se sentía mayor que cuando había regresado de la facultad de medicina, pero era imposible negar el paso del tiempo.
    Jack llegó a la hora prevista. Cuando Laurie miró por la mirilla, lo único que vio fue una imagen aumentada de su cara risueña, que había puesto a apenas dos centímetros de la lente. Rió su gracia mientras abría la hilera de cerrojos que protegían la puerta.
    -¡Adelante, payaso! -lo recibió.
    -Quería asegurarme de que me reconocieras -dijo él mientras entraba en el apartamento-. Mi incisivo superior roto se ha convertido en mi principal seña de identidad.
    Mientras ella cerraba la puerta, notó que su vecina, la señora Engler, se había asomado para averiguar quién la visitaba. Laurie le dirigió una mirada fulminante. Era una cotilla.
    La cena fue un éxito; la comida estaba perfecta y el vino pasable. La excusa de Jack fue que en la bodega más cercana a su apartamento sólo vendían marcas baratas.
    Durante la velada, Laurie tuvo que morderse la lengua en más de una ocasión para no tocar ningún tema espinoso. Le hubiera encantado hablar de su relación, pero no se atrevió.
    Intuía que la reticencia de Jack se debía, en parte, a una experiencia traumática del pasado.
    Seis años antes, su esposa y sus dos hijas habían muerto trágicamente en un accidente de aviación. Jack se lo había contado a Laurie después de varios meses de salir juntos, pero luego se había negado a volver a hablar del tema. En cierto modo, esta idea le ayudaba a no tomar la resistencia de Jack a comprometerse como algo personal.
    Jack no tenía dificultades para mantener animada la conversación. Se había pasado toda la tarde jugando al baloncesto en el campo del parque de su barrio y estaba encantado de hablar del partido. Por casualidad, había acabado en el equipo de Warren, un atractivo afroamericano que era el jefe de la pandilla local y el mejor jugador. El equipo de Jack y Warren no había perdido en toda la tarde.
    -¿Cómo está Warren? -preguntó Laurie.
    Jack y ella habían salido varias veces con Warren y su novia, Natalie Adams. Laurie no veía a ninguno de los dos desde que sus relaciones con Jack se habían enfriado.
    -Warren es Warren -repuso Jack encogiéndose de hombros-. Tiene un tremendo potencial. He hecho todo lo posible para animarlo a matricularse en la universidad, pero se resiste. Dice que su sistema de valores no es el mismo que el mío, así que me he dado por vencido.
    -¿Y Natalie?
    -Supongo que está bien -contestó Jack-. No la he visto desde la última vez que salimos todos juntos.
    -Deberíamos repetirlo. Los echo de menos.
    -Buena idea -dijo él con aire evasivo.
    Hubo una pausa. Laurie oyó ronronear a Tom. Después de cenar y recoger la mesa, Jack se arrellanó en el sofá . Laurie se sentó frente a él, en el sillón art déco que había comprado en un mercadillo de Greenwich Village.
    Suspiró. Se sentía frustrada. Le parecía pueril que no pudieran discutir cuestiones afectivas importantes.
    Jack consultó su reloj de pulsera.
    -¡Vaya! -exclamó y se desplazó hacia delante, quedando sentado en el borde del sofá -. Son las once menos cuarto.
    Tengo que irme. Mañana hay cole y la cama me espera.
    -¿Más vino? -preguntó Laurie, levantando la botella. Sólo habían bebido la cuarta parte.
    -No puedo. Debo mantener mis reflejos aguzados para el viaje en taxi. -Se puso en pie y le dio las gracias por la cena.
    Laurie dejó la botella de vino y también se levantó.
    -Si no te importa, iré contigo en taxi hasta el depósito.
    -¿Qué? -dijo Jack, restregándose la cara con expresión de incredulidad-. ¿No pensarás ponerte a trabajar a estas horas ? Ni siquiera estás de guardia pasiva.
    -Sólo quiero interrogar al ayudante del depósito y al personal de seguridad del turno de noche -respondió Laurie mientras se dirigía al armario a buscar los abrigos.
    -¿Para qué?
    -Quiero averiguar cómo desapareció el cuerpo de Franconi -respondió ella, pasándole su cazadora acolchada-.
    Hoy hablé con los del turno de tarde cuando entraron.
    -¿Y qué te dijeron?
    -No mucho. El cuerpo ingresó a eso de las ocho cuarenta y cinco, rodeado de policías y periodistas. Al parecer, fue todo un circo. Supongo que por eso olvidaron hacerle las radiografías. La madre del tipo identificó el cadáver. Según dicen, fue una escena muy emotiva. A las diez y cuarenta y cinco el cadáver se guardó en el compartimiento ciento once.
    Así pues, creo que está claro que el secuestro ocurrió durante el turno de noche, entre las once y las siete de la mañana.
    -¿Y a ti qué más te da? -preguntó Jack-. Es un problema de los altos mandos.
    Laurie se puso su abrigo y cogió las llaves.
    -Digamos que tengo un interés personal en el caso.
    Mientras salían al pasillo, Jack puso los ojos en blanco.
    -¡Laurie! -exclamó-. Te meterás en un lío. Recuerda lo que te digo.
    Ella pulsó el botón de llamada del ascensor y miró con furia a la señora Engler, que, como de costumbre, los espiaba a través de la puerta entornada.
    -Esa mujer me saca de quicio -dijo mientras subían al ascensor.
    -No me escuchas –dijo Jack.
    -Te escucho -respondió ella-. Pero estoy decidida a investigar. Entre este lío y mi encontronazo con el predecesor de Franconi, me enfurece que esos mafiosos piensen que pueden hacer lo que les venga en gana. Creen que las leyes son para los demás. Pauli Cerino, el tío que Lou mencionó esta mañana, hizo asesinar a varias personas con la única finalidad de saltarse la lista de espera para un trasplante de córnea. Eso te da una idea de su moral. No me gusta nada que piensen que pueden entrar en nuestro depósito y robar el cadáver de un hombre al que acaban de asesinar.
    Salieron a la calle Diecinueve y echaron a andar hacia la Primera Avenida. Laurie se levantó el cuello del abrigo. Soplaba una brisa fresca desde el río, y la temperatura apenas superaba los cinco grados.
    -¿Qué te hace pensar que la mafia está detrás de este asunto? -preguntó Jack.
    -No hay que ser un genio para adivinarlo. -Laurie levantó una mano al divisar un taxi, pero éste pasó de largo sin disminuir la velocidad-. Franconi iba a testificar como parte de un trato con la oficina fiscal. Los peces gordos de la organización de Vaccaro se enfadaron, se asustaron o ambas cosas.
    La historia de siempre.
    -Y lo mataron -concluyó Jack. Pero ¿por qué iban a llevarse el cadáver?
    Ella se encogió de hombros.
    -No puedo pensar como un mafioso -dijo-. No sé para qué querían el cuerpo. Puede que para privarlo de un funeral decente. O quizá temieran que la autopsia revelara alguna pista sobre la identidad del asesino. No lo sé. Pero la razón es lo de menos.
    -Yo tengo la impresión de que podría ser importante.
    Y creo que al involucrarte en este asunto te metes en tierras movedizas.
    -Es posible -admitió Laurie y volvió a encogerse de hombros-. Esta clase de asunto me atrae. Supongo que el problema es que en este momento mi trabajo es lo más importante de mi vida.
    -Ahí viene un taxi libre -dijo Jack, evitando responder al último comentario de Laurie. Había captado la indirecta y no quería entrar en una discusión personal.
    El trayecto hasta el cruce de la Quinta Avenida y la calle Treinta fue corto. Laurie bajó del taxi y se sorprendió al ver que Jack la seguía.
    -No es preciso que me acompañes -dijo.
    -Ya lo sé. Pero iré de todos modos. Por si no lo has adivinado, me preocupas.
    Jack se inclinó hacia el interior del vehículo y pagó al taxista.
    Mientras caminaban entre los coches fúnebres del depósito, Laurie volvió a insistir en que su presencia no era necesaria. Entraron en el edificio por la puerta de la calle Treinta.
    -¿No dijiste que te esperaba la cama?
    -Que siga esperando -repuso Jack-. Después de la historia de Lou sobre cómo te sacaron de aquí en ataúd, creo que debo acompañarte.
    -Esa fue una situación totalmente distinta.
    -¿Ah, sí? Había mafiosos, igual que ahora.
    Laurie iba a continuar protestando, pero el comentario de Jack la hizo pensar. Debía admitir que había cierto paralelismo entre las dos situaciones.
    La primera persona que vieron fue el vigilante de seguridad de la noche, que estaba sentado en su pequeño cubículo.
    Carl Novak era un agradable anciano de pelo cano, que parecía haber encogido dentro de un uniforme que era al menos dos tallas más grande de lo necesario. Estaba jugando al solitario, pero alzó la vista cuando Laurie y Jack pasaron junto a su ventana y se detuvieron en la puerta.
    -¿En qué puedo servirles? -preguntó Carl. Entonces reconoció a Laurie y se disculpó por no haberlo hecho antes.
    Ella le preguntó si estaba informado de la desaparición del cadáver de Carlo Franconi.
    -Desde luego -repuso Carl. El jefe de seguridad, Robert Harper, me llamó a casa. Estaba furioso y me hizo toda clase de preguntas.
    Laurie no tardó en descubrir que Carl no podía arrojar ninguna luz sobre el misterio. Insistió en que no había sucedido nada fuera de lo normal. Habían entrado y salido cadáveres, como todas las noches del año. Reconoció que había abandonado su puesto dos veces para ir al lavabo. Pero aclaró que en ambas ocasiones había estado ausente pocos minutos y había informado al asistente del depósito, Mike Passano.
    -¿Y qué hay de las comidas?
    Carl abrió el cajón del archivador metálico y sacó una fiambrera herméticamente cerrada.
    -Como aquí -dijo.
    Laurie le dio las gracias y siguió andando. Jack la siguió.
    -Este sitio tiene un aspecto distinto por la noche -observó mientras cruzaban el amplio pasillo que conducía a los compartimientos frigoríficos y la sala de autopsias.
    -Sin el trajín del día, es bastante siniestro -admitió Laurie.
    Se asomaron a la oficina del depósito y encontraron a Mike Passano ocupado con unas fichas de ingreso. Acababan de traer un cadáver que la guardia costera había pescado en el mar. Mike intuyó que no estaba solo y alzó la vista.
    El asistente rondaba la treintena, hablaba con un marcado acento de Long Island y tenía todo el aspecto de un italiano del sur. Era un hombre de constitución pequeña y cara redonda, con el cabello, la piel y los ojos oscuros. Ni Jack ni Laurie habían trabajado con él, pero lo habían visto en múltiples ocasiones.
    -¿Han venido a ver el cadáver que apareció en el agua? -preguntó Mike.
    -No –contestó Jack-. ¿Hay algún problema?
    -Ninguno. Sólo que está en un estado lamentable.
    -Hemos venido a hablar de lo de anoche -dijo Laurie.
    -¿Qué pasa con lo de anoche? -preguntó Mike.
    Ella repitió las preguntas que le había formulado a Carl.
    Para su sorpresa, Mike se enfadó rápidamente. Laurie estaba a punto de decir algo al respecto, cuando Jack la cogió del brazo y la empujó suavemente hacia el pasillo.
    -Tranquila -sugirió Jack cuando Mike no pudo oírlos.
    -¿Por qué lo dices? -preguntó Laurie-. No he dicho nada que pueda molestarle.
    -No soy un experto en política laboral ni en relaciones públicas, pero Mike parece estar a la defensiva. Si quieres sacarle información, tendrás que tener en cuenta ese detalle y proceder con tacto.
    Laurie reflexionó un instante y luego asintió.
    -Puede que tengas razón.
    Regresaron a la oficina del depósito, pero antes de que Laurie dijera nada, Mike les espetó:
    -Por si no lo saben, el doctor Washington me telefoneó esta mañana y me despertó para hablarme de este asunto. Me leyó la cartilla. Pero anoche yo hice el trabajo de costumbre, y por supuesto que no tuve nada que ver con la desaparición del cadáver.
    -Lo siento. En ningún momento he pretendido sugerir lo contrario -se disculpó Laurie-. Lo único que he dicho es que el cuerpo desapareció durante su turno. Eso no quiere decir que sea responsable de ello.
    -Suena más o menos así -dijo Mike-. Yo era la única persona que estaba aquí, aparte de los de seguridad y los porteros.
    -¿Ocurrió algo fuera de lo común? -preguntó ella.
    Mike negó con la cabeza.
    -Fue una noche tranquila. Entraron dos cuerpos y salieron otros dos.
    -¿Qué me dice de los cuerpos que ingresaron? ¿Los trajo el personal de aquí?
    -Sí. En nuestros coches. Jeff Cooper y Peter Molina. Los dos cadáveres procedían de hospitales locales.
    -¿Y los dos cuerpos que salieron?
    -¿Qué pasa con ellos?
    -¿Quién vino a recogerlos?
    Mike cogió del escritorio el libro de registros del depósito y los abrió. Siguió una columna con el dedo índice y de repente se detuvo.
    -Funeraria Spoletto, de Ozone Park, y Pompas Fúnebres Dickson, de Summit, Nueva Jersey.
    -¿Cómo se llamaban los muertos? -preguntó Laurie.
    Mike consultó el libro.
    -Frank Gleason y Dorothy Kline. Sus números de admisión son el 400385 y el 101455. ¿Algo más?
    -¿Esperaban que vinieran de esas funerarias?
    -Sí, desde luego -afirmó Mike-. Llamaron antes, como de costumbre.
    -¿De modo que lo tenía todo preparado?
    -Claro -respondió Mike-. Los papeles estaban listos.
    Sólo tenían que firmar.
    -¿Y los cadáveres?
    -Estaban en el compartimiento frigorífico -dijo Mike-. En camillas.
    Laurie miró a Jack.
    -¿Se te ocurre alguna otra pregunta?
    El se encogió de hombros.
    -Creo que hemos cubierto lo esencial, excepto la parte en que Mike estuvo fuera de la planta.
    -¡Claro! -dijo Laurie. Se volvió hacia Mike y añadió-: Carl nos dijo que anoche fue al lavabo un par de veces y le avisó. ¿Usted también le avisa a él cuando tiene que dejar su puesto?
    -Siempre -aseguró Mike-. A menudo somos las únicas dos personas aquí, y alguien tiene que vigilar la puerta.
    -¿Anoche estuvo fuera del despacho mucho tiempo? -preguntó Laurie.
    -No. No más de lo habitual. Un par de escapadas al lavabo y media hora para comer en la segunda planta. Ya les he dicho que fue una noche normal.
    -¿Y qué hay de los porteros? ¿Estaban por aquí?
    -Durante mi turno, no -dijo Mike-. Por lo general, limpian a última hora de la tarde, y el equipo de la noche se queda arriba a menos que pase algo fuera de lo corriente.
    Laurie pensó si se le quedaba alguna pregunta en el tintero, pero no se le ocurrió ninguna.
    -Gracias, Mike -dijo.
    -De nada.
    Laurie se dirigió a la puerta, pero se detuvo a mitad de camino. Se volvió y preguntó:
    -Por casualidad, ¿tuvo ocasión de ver el cadáver de Franconi?
    Mike vaciló un momento antes de reconocer que lo había hecho.
    -¿En qué circunstancias?
    -Por lo general, antes de empezar mi turno, Marvin, el técnico de la tarde, me pone al corriente de la situación. Estaba algo nervioso con el caso Franconi, por la presencia de la policía y por la reacción de la familia. Bueno, la cuestión es que me enseñó el cuerpo.
    -Y cuando lo vio, ¿estaba en el compartimiento ciento once?
    -Sí.
    -Dígame, Mike, ¿cómo cree que desapareció el cadáver?
    -No tengo la más remota idea-repuso Mike-. A menos que haya salido andando. -Rió, pero enseguida se detuvo, avergonzado-. No pretendo bromear con este asunto. Estoy tan desconcertado como todos. Lo único que sé es que de aquí sólo salieron dos cuerpos, los mismos cuya salida registré yo personalmente.
    -¿Y no volvió a ver a Franconi después de que Marvin se lo enseñara?
    -Claro que no -respondió Mike-. ¿Para qué iba a hacerlo?
    -No lo sé -respondió Laurie-. Por casualidad, ¿sabe dónde están los conductores de los furgones?
    -Arriba, en el comedor. Siempre están allí.
    Laurie y Jack subieron al ascensor. Mientras subían, ella notó que a él se le cerraban los ojos.
    -Pareces cansado -comentó.
    -Normal. Lo estoy -respondió Jack.
    -¿Por qué no te vas a casa?
    -Si me he quedado hasta ahora, creo que seguiré hasta el final.
    La brillante luz de los fluorescentes del comedor los deslumbró. Encontraron a Jeff y a Pete sentados ante una mesa junto a las máquinas expendedoras, leyendo el periódico mientras comían patatas fritas. Vestían arrugados monos azules con el distintivo de Health and Hospital Corporation en las mangas. Ambos llevaban el cabello recogido en sendas coletas.
    Laurie se presentó, explicó que estaba interesada en el cuerpo desaparecido y preguntó si la noche anterior alguno de los dos había notado algo fuera de lo común, sobre todo en relación con los dos cadáveres que habían ingresado.
    Jeff y Pete intercambiaron una mirada, luego el segundo respondió:
    -El mío estaba hecho un asco -dijo Pete.
    -No me refiero a los cuerpos en sí -explicó Laurie-.
    Quiero saber si hubo algo raro en el procedimiento. ¿Visteis a algún desconocido en el depósito? ¿Notasteis algo fuera de lo normal?
    Pete miró a Jeff una vez más y negó con la cabeza.
    -No. Todo fue como de costumbre.
    -¿Recordais en qué compartimiento dejasteis el cuerpo? -preguntó Laurie.
    Pete se rascó la cabeza.
    -Pues, la verdad, no.
    -¿Estaba cerca del ciento once?
    Pete volvió a negar con la cabeza.
    -No. Estaba al otro lado. Creo que fue el cincuenta y cinco, pero no lo recuerdo con seguridad. Está escrito en el libro.
    Laurie se volvió hacia Jeff.
    -El cadáver que traje yo entró en el veintiocho -repuso Jeff-. Lo recuerdo porque coincide con mi edad.
    -¿Alguno de los dos vio el cuerpo de Franconi? -preguntó Laurie.
    Los conductores volvieron a intercambiar una mirada.
    -Sí -respondió Jeff.
    -¿A qué hora?
    -Más o menos a esta misma hora -contestó Jeff.
    -¿Y en qué circunstancias? -preguntó ella-. Porque vosotros no soléis ver los cuerpos que no transportáis.
    -Cuando Mike nos contó lo ocurrido, quisimos verlo por curiosidad. Pero no tocamos nada.
    -Fue un segundo -añadió Pete-. Abrimos la puerta y echamos un vistazo rápido.
    -¿Mike estaba con vosotros? -inquirió Laurie.
    -No- dijo Pete-. El sólo nos dio el número del compartimiento.
    -¿El doctor Washington ha hablado con vosotros sobre lo de anoche?
    -Sí, y también el señor Harper -respondió Jeff.
    -¿Le contasteis al doctor Washington que habíais visto el cadáver?
    -No -dijo Jeff.
    -¿Por qué no?
    -Porque no lo preguntó. Sabemos que, en teoría, no tendríamos que haberlo visto. Pero con tanto jaleo, nos picó la curiosidad.
    -Quizá deberíais comentarlo con el doctor Washington -sugirió Laurie-. Para que esté informado.
    Laurie dio media vuelta y se dirigió hacia el ascensor. Jack la siguió.
    -¿Qué opinas? -preguntó ella.
    -A medida que avanza la noche, se me hace más difícil pensar con claridad. Pero yo no daría ninguna importancia al hecho de que esos dos hayan mirado el cuerpo.
    -Sin embargo, Mike no lo mencionó.
    -Es cierto -admitió Jack-. Pero todos sabían que estaban desobedeciendo las normas. Es normal que en una situación así no sean completamente sinceros.
    -Puede que sólo sea eso.
    -¿Y adónde vamos ahora? -preguntó Jack mientras subían al ascensor.
    -Me he quedado sin ideas.
    -Gracias a Dios -repuso él.
    -¿Crees que debería preguntarle a Mike por qué no nos dijo que los conductores habían visto a Franconi?
    -Tal vez, pero me parece que estás haciendo una montaña de un grano de arena -dijo Jack-. Con franqueza, creo que lo hicieron movidos por una curiosidad inofensiva.
    -Entonces larguémonos -propuso ella-. Yo también tengo sueño.


























    CAPITULO 5
    5 de marzo de 1997, 10.15 horas.
    Cogo, Guinea Ecuatorial

    Kevin reemplazó los tubos con cultivos de tejidos en el incubador y cerró la puerta. Estaba trabajando desde antes del amanecer. Su objetivo era encontrar una transponasa para manipular un gen de histocompatibilidad menor del cromosoma Y. Llevaba un mes de intentos infructuosos, a pesar de que aplicaba la misma técnica que le había permitido descubrir y aislar la transponasa asociada con el brazo corto del cromosoma 6.
    Kevin solía llegar al laboratorio alrededor de las ocho y media, pero esa mañana se había despertado a las cuatro y no había podido volver a conciliar el sueño. Después de dar vueltas en la cama durante tres cuartos de hora, había decidido aprovechar el tiempo en algo productivo. Había llegado al laboratorio a las cinco, cuando aún reinaba la más absoluta oscuridad.
    Lo que le impedía dormir era su conciencia. La idea obsesiva de que había cometido un error prometeico había recrudecido con fuerza. Aunque la sugerencia del doctor Lyons sobre la posibilidad de montar su propio laboratorio lo había tranquilizado en su momento, el efecto no duró. Con el laboratorio de sus sueños o sin él, no podía acallar la sospecha de que algo horrible estaba sucediendo en la isla Francesca.
    Los sentimientos de Kevin no se debían a que hubiera vuelto a ver humo. No lo había visto, aunque al despuntar el alba, evitó deliberadamente mirar por la ventana en dirección a la isla.
    Kevin sabía que no podía continuar así. Decidió que la conducta más racional era comprobar si sus temores eran fundados. Y la mejor forma de hacerlo era hablar con alguien involucrado en el proyecto, alguien que pudiera arrojar alguna luz sobre el motivo de su preocupación. Pero Kevin se sentía incómodo con la mayoría de los trabajadores de la Zona. Nunca había sido una persona sociable, y mucho menos en Cogo, donde era el único académico. Sin embargo, había una persona con quien se entendía mejor, sobre todo porque admiraba su trabajo. Era Bertram Edwards, el jefe de los veterinarios.
    Movido por un súbito impulso, Kevin se quitó la bata, la dejó sobre la silla y se dirigió a la salida. Tras cruzar la planta baja, salió al calor húmedo del aparcamiento situado detrás del hospital. La atmósfera estaba despejada, con cúmulos de nubes blancas y abultadas en el cielo. También acechaban algunas nubes de lluvia, pero estaban al otro lado del océano, al oeste del horizonte. Si llovía, no sería antes de la tarde.
    Kevin subió a su todoterreno Toyota y se alejó del aparcamiento. Enfiló por la calle norte de la plaza y pasó junto a la vieja iglesia católica. GenSys había restaurado el edificio para transformarlo en un centro recreativo. Los viernes y sábados por la noche proyectaban películas, los lunes había partidas de bingo, y el sótano se había convertido en una cantina donde vendían hamburguesas.
    El despacho de Bertram Edwards estaba en el Hospital Veterinario, que formaba parte del Centro de Animales. El complejo era más grande que toda la ciudad de Cogo. Estaba situado al norte de la ciudad, en medio de un denso bosque tropical, y separado de ésta por un trecho de selva virgen.
    Kevin condujo hacia el este, hasta el área de servicio, donde giró hacia el norte. El tránsito, que era considerable para un lugar tan remoto de la civilización, reflejaba las dificultades logísticas de una operación de la magnitud de la Zona.
    Era necesario importarlo todo, desde el papel higiénico hasta los tubos de ensayo, lo que implicaba un constante movimiento de mercancías. La mayoría de las provisiones llegaban en camión desde Bata, donde había un primitivo puerto de aguas profundas y un aeropuerto para aviones comerciales. El estuario del Muni, con acceso a Libreville, Gabón, sólo era usado por canoas motorizadas.
    En el límite de la ciudad, la calle de adoquines de granito dejaba paso a un camino recientemente asfaltado. Kevin suspiró, aliviado. Los adoquines producían una vibración y un ruido intensos en la columna de la dirección.
    Después de quince minutos de conducir a través de un túnel de vegetación verde, Kevin divisó los primeros edificios del moderno Centro de Animales. Estaban construidos en hormigón precomprimido y ladrillo de cenizas estucado y pintado de blanco. El diseño tenía un aire hispano, a tono con la arquitectura colonial de la ciudad.
    El gigantesco edificio central se parecía más a una terminal de aeropuerto que a una granja de primates. La fachada tenía tres plantas de altura y unos ciento cincuenta metros de ancho. Desde la parte posterior de la estructura se proyectaban múltiples alas que literalmente se perdían en la vegetación. Varios edificios pequeños se alzaban frente al principal.
    Kevin no sabía para qué servían, salvo los dos del centro. En uno de ellos se alojaba el contingente de soldados ecuatoguineanos. Igual que sus camaradas de la ciudad, los soldados se pasaban el tiempo holgazaneando con sus rifles, cigarrillos y cerveza del Camerún. El otro edificio era el cuartel general de un grupo que inquietaba aún más a Kevin que el de los soldados adolescentes. Eran mercenarios marroquíes que formaban parte de la guardia presidencial de Guinea Ecuatorial. El presidente local no se fiaba ni de su propio ejército.
    Estos comandos extranjeros de fuerzas especiales llevaban corbata e inapropiados y desaliñados trajes oscuros, con bultos en los hombros que delataban a simple vista sus pistoleras. Todos tenían la piel oscura, ojos penetrantes y gruesos bigotes. A diferencia de los soldados locales, rara vez se dejaban ver, pero su presencia se sentía como una siniestra fuerza maligna.
    La magnitud del Centro de animales de GenSys evidenciaba su éxito. Conscientes de las dificultades que entrañaba la experimentación biomédica con primates, los directivos de GenSys habían construido sus instalaciones en el África Ecuatorial, donde se usaban animales nativos. De este modo se eludían las restricciones para importar y exportar primates, así como las dañinas influencias de los grupos de fanáticos que defendían los derechos de los animales. Como incentivo adicional, el gobierno local necesitaba desesperadamente la entrada de divisas y sus sobornables cabecillas aceptaban de buen grado cualquier oferta rentable de una compañía como GenSys. Las leyes conflictivas se transgredían o abolían oportunamente. La magistratura era tan complaciente que incluso había dictado una ley que convertía en delito cualquier interferencia en las actividades de GenSys.
    El proyecto prosperó con tanta rapidez que GenSys lo expandió, ofreciendo un conveniente centro de operaciones a otras compañías de biotecnología, en especial a los monopolios farmacéuticos, que realizaban allí sus experimentos con primates. La expansión superó incluso los pronósticos de GenSys. Desde todo punto de vista, la zona era un espectacular éxito económico.
    Kevin aparcó junto a otro todoterreno. Sabía que pertenecía al doctor Edwards por la pegatina en el guardabarros que rezaba: El hombre es un mono. Empujó la puerta de cristal con el rótulo Centro Veterinario. El despacho y la consulta del doctor Edwards estaban al otro lado de la puerta.
    Martha Blummer lo saludó.
    -El doctor Edwards está en el ala de los chimpancés -dijo.
    Martha era la secretaria del veterinario y su esposo era uno de los supervisores del área de servicio.
    Kevin se dirigió al ala de los chimpancés, una de las pocas zonas del edificio que conocía. Cruzó otra puerta y enfiló por el pasillo central del hospital. El lugar parecía un hospital normal, incluso por sus empleados, que vestían uniformes de cirugía y llevaban estetoscopios alrededor del cuello.
    Algunos inclinaron la cabeza a su paso, otros sonrieron o lo saludaron. Kevin no conocía a ninguno de ellos por su nombre.
    Una última puerta lo condujo a la parte principal del edificio, donde estaban los primates. El aire tenía un ligero olor a animal salvaje. Aullidos y gruñidos intermitentes reverberaban en el pasillo. A través de las ventanas de cristal enrejado, Kevin vio varias jaulas con simios. Fuera de las jaulas, unos hombres vestidos con monos de trabajo y botas de goma manipulaban mangueras.
    El ala de los chimpancés era uno de los pabellones que se extendían desde la parte posterior del edificio hacia el bosque. También tenía tres plantas. Kevin entró en la planta baja y reparó en el súbito cambio de los sonidos. Ahora se oían tantos gritos agudos como gruñidos.
    Al entornar la puerta del fondo del pasillo central, Kevin atrajo la atención de uno de los empleados vestido con un mono. Preguntó por el doctor Edwards, y el individuo le respondió que estaba en la unidad de bonobos.
    Kevin buscó las escaleras y subió al segundo piso. Le pareció una coincidencia que Edwards estuviera allí precisamente cuando él lo buscaba. Kevin y el doctor Edwards se habían conocido gracias a un asunto relacionado con los bonobos.
    Seis años antes, Kevin ignoraba qué era un bonobo. Pero eso cambió rápidamente cuando los bonobos se escogieron como sujetos de los experimentos de GenSys. Ahora sabía que se trataba de unas criaturas excepcionales. Eran primos de los chimpancés, pero habían vivido aislados en un radio de treinta y siete mil quinientos kilómetros cuadrados de selva virgen, en el centro de Zaire, durante medio millón de años.
    En contraste con los chimpancés, la sociedad de los bonobos era matriarcal, con menor índice de agresividad entre los machos. En consecuencia, los bonobos vivían en grupos más amplios. Algunos los llamaban chimpancés pigmeos, aunque no era un nombre apropiado, puesto que muchos bonobos eran más grandes que los chimpancés y pertenecían a una especie distinta.
    Kevin encontró al doctor Edwards delante de una jaula de aclimatación relativamente pequeña. Edwards había introducido una mano a través de los barrotes y procuraba establecer contacto con una hembra de bonobo adulta.
    Había otra hembra sentada en el fondo de la jaula, mirando con nerviosismo su nueva jaula. Kevin intuyó su terror.
    El doctor Edwards ululaba con suavidad, imitando uno de los múltiples sonidos con que los bonobos y chimpancés se comunicaban entre sí. Era un hombre bastante alto; Kevin medía un metro setenta y cinco y Edwards le sacaba unos cinco o seis centímetros. Su pelo, completamente blanco, producía un marcado contraste con sus cejas y pestañas casi negras. El definido contorno de las cejas, combinado con su hábito de fruncir la frente, hacían que pareciera constantemente sorprendido.
    Kevin lo observó durante un instante. Desde su primer encuentro con él había admirado su evidente afinidad con los animales. Intuía que se trataba de una habilidad natural, no de algo aprendido, y eso le impresionaba.
    -Disculpe -dijo Kevin por fin.
    Edwards dio un respingo, como si se hubiera asustado. El bonobo aulló y corrió al fondo de la jaula.
    -Lo siento -se disculpó Kevin.
    El doctor Edwards sonrió y se llevó una mano al pecho.
    -No te preocupes. Estaba tan abstraído que no te oí llegar.
    -No pretendía asustarlo, doctor Edwards -comentó Kevin-, pero...
    -¡Kevin, por favor! Te he dicho una y mil veces que me llamo Bertram. Hace cinco años que nos conocemos. ¿No crees que ya podrías empezar a usar mi nombre de pila?
    -Claro -repuso Kevin.
    -Tu visita es providencial -dijo Bertram-. Te presento a nuestras dos nuevas hembras. -Bertram señaló a los dos simios, que avanzaron lentamente desde la pared del fondo.
    La llegada de Kevin las había asustado, pero ahora sentían curiosidad.
    Kevin contempló las caras notablemente antropomórficas de los dos primates. Las caras de los bonobos eran menos prognatas que las de sus primos, los chimpancés, y en consecuencia tenían un aspecto más humano. Siempre se sentía desconcertado cuando los miraba a los ojos.
    -Parecen muy saludables -observó Kevin. No se le ocurría qué otra cosa decir.
    -Las han traído desde Zaire esta mañana -explicó Bertram-. Ya sabes que hay unos mil quinientos kilómetros en línea recta, pero teniendo en cuenta la ruta indirecta que es preciso seguir para atravesar las fronteras de Congo y Gabón, sin duda han recorrido el triple de distancia.
    -Es como atravesar Estados Unidos de punta a punta -dijo Kevin.
    -En términos de distancia, sí -asintió Bertram-. Pero aquí no habrán visto más que pequeños tramos de asfalto. Lo mires como lo mires, es un viaje difícil.
    -Pues parecen estar en buena forma -dijo Kevin. Se preguntó qué aspecto tendría él después de hacer un viaje semejante, apretado en una caja de madera y oculto en el compartimiento de carga de un camión.
    -A estas alturas, tengo a los conductores bien instruidos -dijo Bertram-. Tratan mejor a los monos que a sus mujeres.
    Saben que si los animales mueren, no cobran. Es un buen incentivo.
    -Con el aumento de la demanda, supongo que sacarán buen provecho del nuevo contingente.
    -Ya lo creo -respondió Bertram-. Como sabrás, estas dos hembras ya están apalabradas. Si superan todas las pruebas, y estoy seguro de que lo harán, las tendrás en tu laboratorio dentro de un par de días. Quiero mirar la operación otra vez.
    Creo que eres un genio. Y Melanie... Bueno, nunca he visto tanta coordinación entre la mano y el ojo, ni siquiera en un cirujano oftalmológico que conocí en Estados Unidos.
    Kevin se ruborizó ante el cumplido.
    -Melanie tiene mucho talento -dijo para desviar la atención de su persona.
    Melanie Becket era una técnica en reproducción asistida a quien GenSys había reclutado fundamentalmente para poner en práctica el proyecto de Kevin.
    -Es buena -admitió Bertram-, pero los pocos afortunados que estamos involucrados en tu proyecto, sabemos que tú eres el verdadero héroe.
    Bertram echó un vistazo alrededor, entre la pared del pasillo y las jaulas, para asegurarse de que ninguno de los obreros vestidos con mono los escuchaban.
    -¿Sabes? Cuando me contrataron para venir aquí, pensé que mi esposa y yo prosperaríamos -dijo Bertram-. Desde el punto de vista económico, el viaje parecía tan lucrativo como ir a Arabia Saudí. Pero nos va mucho mejor de lo que imaginaba. Gracias a tu proyecto y a las acciones, nos estamos enriqueciendo. Ayer mismo Melanie me dijo que tenemos dos clientes nuevos en Nueva York. Con ellos superamos lo cien.
    -No he oído nada sobre los clientes nuevos -repuso Kevin.
    -¿No? Pues es cierto -dijo Bertram-. Me lo contó Melanie anoche, cuando nos vimos en el centro recreativo. Dijo que había hablado con Raymond Lyons. Me alegro de que me haya informado, porque tendré que enviar a los camioneros a buscar otro contingente al Zaire. Sólo espero que nuestros colegas pigmeos de Lomako cumplan su parte del trato.
    Kevin volvió a mirar a las dos hembras de la jaula. Ambas le devolvieron la mirada con una expresión suplicante que le rompió el corazón. Deseó poder decirles que no tuvieran miedo. Lo único que les ocurriría era que se quedarían preñadas en el curso del mes siguiente. Durante el embarazo, permanecerían encerradas y seguirían una dieta nutritiva especial. Después del parto, las trasladarían a una inmensa reserva de bonobos al aire libre, donde criarían a su prole. Cuando las crías cumplieran tres años, el ciclo se repetiría.
    -No cabe duda de que guardan un gran parecido con los humanos -dijo Bertram, interrumpiendo los pensamientos de Kevin-. A veces, uno no puede evitar preguntarse qué pensarán.
    -O preocuparse por la posibilidad de que sus crías sean realmente capaces de pensar -señaló Kevin.
    Bertram lo miró con las cejas más arqueadas de lo habitual.
    -No entiendo -dijo.
    -Escuche, Bertram -comenzó Kevin-, he venido aquí especialmente para hablarle del proyecto.
    -¡Qué oportuno! -repuso Bertram-. Yo pensaba llamarte hoy mismo e invitarte a ver nuestros progresos. Y aquí estás. ¡Vamos!
    Bertram abrió la puerta más cercana al pasillo, hizo señas a Kevin para que lo siguiera y echó a andar con grandes zancadas. Kevin tuvo que apurar el paso para seguirlo.
    -¿Progresos? -preguntó Kevin.
    Aunque admiraba a Bertram, su conducta maníaca lo des concertaba. Incluso en las condiciones más favorables, Kevin tenía dificultades para expresar sus preocupaciones. El solo hecho de sacar el tema se le hacía cuesta arriba, y Bertram no lo estaba ayudando. De hecho, lo amilanaba.
    -¡Ya verás! -exclamó Bertram con entusiasmo-. Hemos resuelto los problemas técnicos con el radiotransmisor de la isla. Ahora, como verás, está en línea. Podemos localizar cualquier animal con solo apretar un botón. ¡Ya era hora!
    Con dieciocho kilómetros cuadrados de territorio y casi un centenar de ejemplares, pronto iba a resultarnos imposible hacerlo con los localizadores manuales. En parte, el problema es que no previmos que los individuos iban a separarse en dos grupos sociológicos. Contábamos con que se comportaran como una gran familia feliz.
    -Bertram -dijo Kevin entre jadeos, haciendo acopio de valor-. Quería hablarle porque he estado muy nervioso...
    -No me sorprende -dijo Bertram aprovechando una pausa de Kevin-. Yo también estaría nervioso si trabajara tantas horas como tú, sin descansar ni buscar ninguna forma de evasión. Caray, a veces veo la luz de tu laboratorio encendida a medianoche, cuando mi mujer y yo salimos de ver una película en el centro recreativo. Incluso hemos hablado de ello. Te invitamos a cenar a casa varias veces para que te distrajeras un poco. ¿Por qué no has venido nunca?
    Kevin gruñó para sus adentros. No había ido hasta allí para hablar de ese tema.
    -De acuerdo, no me contestes -dijo Bertram-. No quiero ponerte más nervioso. Nos gustaría que vinieras a visitarnos, así que si alguna vez cambias de opinión, llámanos. Pero ¿por qué no vas al gimnasio o a la piscina del polideportivo? Nunca te he visto por allí. Ya es bastante deprimente vivir en este sofocante rincón de Africa, pero quedándote encerrado en tu laboratorio o en tu casa no haces más que empeorar las cosas.
    -Puede que tenga razón, Bertram -admitió Kevin-, pero...
    -Claro que tengo razón -insistió Bertram-. Pero aún hay algo más que creo que deberías saber: la gente habla.
    -¿Qué quiere decir? -preguntó Kevin-. ¿De qué habla?
    -Dicen que no te codeas con los demás porque te crees superior -explicó Bertram-. Ya sabes, al fin y al cabo eres un académico con títulos de Harvard y el MIT. Es fácil que la gente malinterprete tu conducta, sobre todo porque te envidian.
    -¿Por qué iban a envidiarme? -preguntó Kevin, atónito.
    -Muy sencillo. Es evidente que la central te hace concesiones especiales. Te dan un coche nuevo cada dos años y tienes una casa tan espléndida como la de Siegfried Spalleck, el gerente de la operación. Eso basta para despertar recelos, sobre todo en personas como Cameron McIvers, que fue tan estúpido como para traerse a toda su familia a este lugar.
    Además, tienes un contador hematológico, mientras que el administrador del hospital y yo venimos pidiendo una máquina de resonancia magnética desde el primer día.
    -Intenté convencerlos de que me dieran otro alojamiento. Les dije que esa casa era demasiado grande para mí.
    -Eh, no tienes que justificarte ante mí -dijo Bertram-. Yo lo entiendo, porque estoy bien informado de tu proyecto.
    Pero poca gente lo está y algunos se sienten ofendidos. Ni siquiera Spallek entiende qué pasa, aunque es obvio que se alegra de participar en los beneficios que rinde tu trabajo a los pocos afortunados que tenemos la suerte de estar asociados.
    Antes de que Kevin pudiera responder, varias personas detuvieron a Bertram para hacerle consultas en el pasillo mientras cruzaban el hospital veterinario. Kevin aprovechó las interrupciones para reflexionar sobre los comentarios de Bertram. Kevin siempre se había considerado a sí mismo una especie de hombre invisible. No podía entender que fuera capaz de despertar animosidad.
    -Lo siento -dijo Bertram después de la última consulta. Empujó la última puerta y Kevin lo siguió.
    Al pasar junto a Martha, su secretaria, Bertram cogió una pila de mensajes telefónicos y les echó un rápido vistazo mientras hacía señas a Kevin para que entrara en su despacho privado. Luego cerró la puerta.
    -Esto te encantará -dijo dejando los mensajes a un lado.
    Se sentó delante del ordenador y enseñó a Kevin un gráfico de la isla Francesca, que estaba dividido en una cuadrícula-.
    Ahora dame el número de cualquier ejemplar que quieras localizar.
    -El mío -contestó Kevin-. El número uno.
    -Allá va -dijo Bertram. Introdujo la información e hizo clic con el ratón. De inmediato, una luz roja comenzó a parpadear en el mapa de la isla. Estaba al norte del macizo de piedra caliza, pero al sur del río al que habían dado el nombre humorístico del río "Divisorio". El río, que corría de este a oeste, dividía longitudinalmente la isla, que medía nueve kilómetros de largo por tres de ancho. En el centro de la isla había un pantano, al que llamaban el lago de los Hipopótamos por razones obvias.
    -¿Ingenioso, eh? -dijo Bertram con orgullo.
    Kevin estaba fascinado, y no por la tecnología, aunque el tema también le interesaba. Lo que le llamaba la atención era que la luz parpadeaba exactamente en el sitio de donde sospechaba que procedía el humo.
    Bertram abrió un cajón del archivador. Estaba lleno de artilugios electrónicos manuales, que parecían diminutos blocs de notas con pequeñas pantallas de cristal líquido.
    Cada uno de ellos tenía una antena extensible.
    -Estos funcionan de forma similar -explicó Bertram-.
    Los llamamos localizadores. Por supuesto, al ser portátiles podemos llevarlos con nosotros en el propio terreno. Hacen que la localización sea un juego de niños en comparación con los inconvenientes que teníamos al principio.
    Kevin jugó con el teclado. Con la ayuda de Bertram, pronto consiguió obtener un gráfico de la isla con la luz roja parpadeante. Bertram le enseñó a recuperar sucesivos mapas, en escalas cada vez más reducidas, hasta que la pantalla entera representó un cuadrado de quince por quince metros.
    -Cuando llegas a esta distancia, usas esto -dijo Bertram pasándole un instrumento que parecía una linterna con un teclado minúsculo-. Aquí introduces la misma información.
    Funciona como un radiorreceptor direccional. Emite un pitido más fuerte a medida que te acercas al animal que buscas.
    Cuando el animal está en el punto de mira, emite un sonido continuo. Entonces, lo único que tienes que hacer es usar la escopeta de dardos.
    -¿Cómo funciona este sistema de localización? -preguntó Kevin.
    Inmerso como estaba en los aspectos biomoleculares del proyecto, nunca había prestado atención a la logística. Había recorrido la isla cinco años antes, al comienzo de la operación, pero no había vuelto a salir desde entonces. Nunca se había interesado por los pormenores de las actividades cotidianas.
    -Es un sistema por satélite -explicó Bertram-, aunque no estoy muy enterado de los detalles. Naturalmente, cada animal tiene un pequeño microchip insertado debajo de la dermis, con una pila de cadmio de larga duración. La señal que emite el microchip es casi imperceptible, pero la rejilla la recoge, la magnifica y la transmite mediante microondas.
    Kevin quiso devolver los instrumentos a Bertram, pero éste los rechazó con un gesto.
    -Quédatelos -dijo-. Tenemos muchos.
    -Pero no los necesito -protestó Kevin.
    -Venga, Kevin -dijo Bertram con jovialidad mientras le daba una palmada en la espalda. El impacto fue lo bastante fuerte para tirar a Kevin hacia delante-. ¡Relájate! Eres demasiado serio.
    Bertram se sentó ante su escritorio, cogió la pila de mensajes telefónicos y comenzó a ordenarlos distraídamente por orden de importancia.
    Kevin miró los aparatos que tenía en las manos y se preguntó qué hacer con ellos. Era evidente que se trataba de instrumentos muy caros.
    -¿Qué aspecto de tu proyecto querías discutir conmigo? -preguntó Bertram alzando la vista-. Todo el mundo se queja de que cuando me pongo a hablar no dejo meter baza.
    ¿Qué querías decirme?
    -Estoy preocupado -tartamudeó Kevin.
    -¿Por qué? -preguntó Bertram-. Las cosas no podrían ir mejor.
    -He vuelto a ver humo.
    -¿Qué? ¿Te refieres a ese jirón de humo del que me hablaste la semana pasada?
    -Exactamente -respondió Kevin-. Y procedía del mismo lugar de la isla.
    -Eso no es nada -declaró Bertram con un ademán desdeñoso-. Ha habido tormentas eléctricas casi todas las noches.
    Los rayos producen pequeños incendios; todo el mundo lo sabe.
    -¿Con lo húmedo que está todo? -dijo Kevin-. Yo creía que los rayos producían incendios en la sabana, durante la temporada seca, pero no en los bosques húmedos del ecuador.
    -Un rayo puede iniciar un fuego en cualquier parte. Piensa en el calor que genera. Recuerda que un trueno no es más que una expansión de aire producida por el calor. Parece increíble.
    -Vale, es posible -aceptó Kevin sin convicción-. Pero incluso si llegara a iniciarse un fuego, ¿cree que duraría?
    -Eres como un perro con un hueso -observó Bertram-.
    ¿Has comentado esta ridícula idea con alguien más?
    -Sólo con Raymond Lyons. Me llamó anoche por otro problema.
    -¿Y qué te respondió?
    -Dijo que no debía permitir que mi imaginación se desbocara.
    -Me parece un buen consejo. Lo secundo.
    -No sé -insistió Kevin-. Tal vez deberíamos ir a investigar.
    -¡No! -exclamó Bertram. Por un fugaz instante su boca dibujó una línea recta y sus ojos azules brillaron con furia.
    Luego su expresión se relajó-. No pienso ir a la isla salvo para buscar animales. Ese era el plan original y vamos a ceñirnos a él. Con lo bien que van las cosas, no quiero correr el menor riesgo. Los animales deben permanecer aislados, sin que nadie los moleste. La única persona que pasa por allí es Alphonse Kimba, el pigmeo, y sólo va a llevar alimentos suplementarios a la isla.
    -Podría ir yo solo -sugirió Kevin-. No pasaría mucho tiempo fuera, y quizá así consiga dejar de preocuparme.
    -¡De ninguna manera! -exclamó Bertram-. Yo estoy a cargo de esta parte del proyecto, y te prohíbo que vayas a la isla. Y lo mismo vale para cualquier otra persona.
    -No pretendo alterar nada. Yo no molestaría a los animales.
    -¡No! -repitió Bertram-. No haré ninguna excepción.
    Queremos que sigan siendo animales salvajes, y eso significa que el contacto con los humanos ha de limitarse al mínimo.
    Además, con lo pequeño que es este lugar, una visita provocaría habladurías, y eso es lo último que necesitamos. Por otra parte, puede ser peligroso.
    -¿Peligroso? Yo no me acercaría a los hipopótamos ni a los cocodrilos. Y los bonobos no son peligrosos.
    -En la última operación de recogida, murió uno de los asistentes pigmeos -explicó Bertram-. Lo hemos mantenido en secreto por razones obvias.
    -¿Cómo murió?
    -Aplastado por una roca. Se la arrojó un bonobo.
    -¿No es extraño? -preguntó Kevin.
    Bertram se encogió de hombros.
    -Se sabe que los chimpancés de vez en cuando arrojan ramas cuando están asustados o nerviosos. No; no me parece extraño. Seguramente fue una acción instintiva. La roca estaba allí, y la arrojó.
    -Pero es una conducta agresiva-replicó Kevin-. Y eso es anormal en un bonobo, sobre todo en uno de los suyos.
    -Todos los simios defienden a su grupo cuando los atacan.
    -Pero ¿por qué iban a creer que estaban siendo atacados? -preguntó Kevin.
    -Esta es la cuarta recogida de ejemplares -dijo Bertram y volvió a encogerse de hombros-. Puede que hayan aprendido lo que les espera. Pero sea cual fuere la razón, no queremos que nadie vaya a la isla. Spallek y yo hemos discutido esta cuestión y estamos totalmente de acuerdo.
    Bertram se levantó del escritorio y rodeó con un brazo los hombros de Kevin. Este trató de apartarse, pero Bertram no lo soltó.
    -Vamos, Kevin, relájate. Hace un momento estábamos hablando de que no debes dejar que tu imaginación se desboque. Tienes que salir de tu laboratorio y hacer algo para distraer esa mente hiperactiva tuya. Estás obsesionado y acabarás perdiendo la chaveta. Mira, ese asunto del fuego es ridículo. Lo más curioso es que el proyecto marcha a las mil maravillas. ¿Por qué no reconsideras mi invitación a cenar? Trish y yo estaríamos encantados de verte.
    -Lo pensaré -dijo Kevin, que se sentía muy incómodo con el brazo de Bertram sobre los hombros.
    -Estupendo. -Le dio una última palmada en la espalda-. También podríamos ir juntos al cine. Esta semana hay una magnífica función doble. Deberías beneficiarte del hecho de que recibimos las últimas películas. GenSys hace un gran esfuerzo para enviarlas por avión todas las semanas. ¿Qué me dices?
    -Supongo que estaría bien -respondió Kevin con aire evasivo.
    -Fantástico. Hablaré con Trish. Ella te llamará . ¿De acuerdo?
    -De acuerdo -contestó Kevin con una sonrisa forzada.
    Cinco minutos después, Kevin volvió a subir a su coche, más confundido que antes de ver a Bertram. No sabía qué hacer.
    Era probable que su imaginación le estuviera jugando una mala pasada. Sí; era probable, pero no se le ocurría otra forma de comprobarlo, aparte de visitar la isla Francesca. Y para colmo ahora tenía una preocupación nueva: la certeza de que algunas personas de la Zona sentían animosidad hacia él.
    Frenó junto a la salida del aparcamiento y miró a un lado y otro de la calle que discurría frente al complejo veterinario.
    Esperó a que pasara un camión y, cuando estaba a punto de seguir vio a un hombre inmóvil en la ventana del cuartel general de los marroquíes. El reflejo del sol sobre la ventana le impedía verlo bien, pero sabía que se trataba de uno de los guardias con bigote. También era consciente de que el hombre lo miraba con atención.
    Se estremeció sin saber por qué.
    El trayecto de regreso al hospital fue rápido y tranquilo, pero los muros de vegetación verde, aparentemente impenetrables, le producían una incómoda sensación de claustrofobia. Kevin reaccionó apretando el acelerador y se sintió aliviado al llegar a las afueras de la ciudad.
    Aparcó en el sitio de costumbre. Abrió la portezuela del coche, pero titubeó. Era casi mediodía y se debatió entre volver a casa a comer o trabajar otra hora en el laboratorio.
    Ganó el laboratorio. Esmeralda nunca lo esperaba antes de la una.
    La breve caminata desde el coche hasta el hospital bastó para que notara la intensidad del sol del mediodía. Era como estar cubierto por una pesada manta que le dificultaba los movimientos e incluso la respiración.
    Antes de llegar a África, nunca había experimentado en carne propia el calor tropical. Una vez dentro, rodeado por el frío del aire acondicionado, se abrió el cuello de la camisa y despegó la tela de su espalda.
    Comenzó a subir por las escaleras, pero no llegó muy lejos.
    -Doctor Marshall llamó una voz.
    Kevin miró a su espalda. No estaba acostumbrado a que lo abordaran en las escaleras.
    -Debería avergonzarse, doctor Marshall -dijo una mujer al pie de las escaleras. Su tono tenía un dejo burlón, que indicaba que no hablaba del todo en serio. Vestía pantalones de cirugía y una bata blanca arremangada hasta los codos.
    -¿Cómo dice? -preguntó él. La mujer tenía un aire familiar, pero no terminaba de reconocerla.
    -No ha ido a ver al paciente -le reprochó-. En los demás casos, solía visitarlos a diario.
    -Es verdad -admitió él. Por fin había reconocido a la mujer: era Candace Brickmann, una enfermera. Formaba parte del equipo de cirugía que había volado con el paciente. Este era su cuarto viaje a Cogo, y Kevin la había visto brevemente en las tres visitas previas.
    -Ha herido los sentimientos del señor Winchester -insistió Candace, sacudiendo un dedo acusador. Era una joven vivaz de veintitantos años con el cabello muy rubio y fino recogido en un moño. Kevin no recordaba haberla visto nunca sin una sonrisa en la cara.
    -No creí que fuera a notarlo.
    Candace meneó la cabeza y rió. Luego, cuando notó la expresión aturdida de Kevin, se cubrió la boca con una mano para contener nuevas carcajadas.
    -Sólo bromeaba -dijo-. Ni siquiera estoy segura de que el señor Winchester recuerde haberlo visto durante el frenético día de su llegada.
    -Bueno, pienso pasar a ver cómo se encuentra. Pero hasta el momento he estado muy ocupado.
    -¿Demasiado ocupado en este rincón olvidado de la mano de Dios ?
    -Bueno, supongo que más bien he estado preocupado.
    Últimamente han pasado muchas cosas.
    -¿Qué clase de cosas? -preguntó Candace, reprimiendo una sonrisa. Ese investigador tímido y sencillo le caía bien.
    El hizo un ademán confuso con las manos mientras su cara se teñía de rubor.
    -Un poco de todo -respondió por fin.
    -Ustedes los académicos me desconciertan-señaló ella-.
    Pero, bromas aparte, me alegra poder decirle que el señor Winchester se encuentra muy bien y, según me ha dicho el cirujano, se lo debe sobre todo a usted.
    -Yo no diría tanto -repuso Kevin.
    -¡Vaya, también es modesto! Listo, apuesto y humilde. Una combinación mortal.
    Kevin balbuceó algo, pero las palabras no salieron de su boca.
    -¿Le parecería una impertinencia que lo invitara a comer? -dijo Candace-. Pensaba ir aquí enfrente a tomar una hamburguesa. Estoy cansada de la comida de la cafetería y no me vendría mal tomar un poco de aire ahora que por fin ha salido el sol. ¿Qué me dice?
    A Kevin le daba vueltas la cabeza. La invitación era inesperada, y en otras circunstancias ese simple detalle le habría bastado para declinarla. Pero los comentarios de Bertram aún estaban frescos en su mente y le hicieron dudar.
    -¿Le han comida la lengua los ratones? -preguntó Candace. Inclinó ligeramente la cabeza y lo miró con coquetería, arqueando las cejas.
    Kevin hizo un ademán hacia arriba, en dirección al laboratorio, y luego balbuceó que su ama de llaves, Esmeralda, lo esperaba.
    -¿No puede telefonearle? -Tenía el pálpito de que Kevin quería acompañarla, así que insistió.
    -Supongo que sí. Podría telefonearle desde el laboratorio.
    -Estupendo -repuso ella-. ¿Lo espero aquí? ¿O puedo acompañarlo?
    Kevin nunca había conocido a una mujer con tanta iniciativa, aunque lo cierto es que no le sobraban oportunidades ni experiencia. Su último y único amor, aparte de un par de aventurillas de adolescente en el instituto, había sido una compañera del curso de doctorado, Jacqueline Morton. Pese a las muchas horas de trabajo en común, la relación había tardado meses en concretarse, pues la chica era tan tímida como Kevin.
    Candace subió cinco escalones hasta llegar junto a Kevin.
    Con sus zapatillas Nike, medía aproximadamente un metro sesenta de estatura.
    -Si no se decide y le da igual, creo que subiré con usted.
    -De acuerdo-dijo él.
    Kevin se tranquilizó enseguida. Por lo general, cuando estaba con una mujer, lo que más lo turbaba era el hecho de tener que devanarse los sesos pensando en algo que decir. Pero con Candace no tuvo necesidad de pensar, pues ella se encargó de mantener la conversación. Durante el ascenso por dos tramos de escaleras, se las ingenió para hablar del tiempo, de la ciudad, del hospital y de los resultados de la intervención quirúrgica.
    -Este es mi laboratorio -dijo Kevin abriendo la puerta.
    -¡Fantástico! -exclamó Candace.
    Kevin sonrió. Sabía que la joven estaba verdaderamente impresionada.
    -Usted haga la llamada -propuso ella-. Mientras tanto, si no le importa, echaré un vistazo alrededor.
    -Como guste.
    Aunque a Kevin le daba apuro avisar a Esmeralda del cambio de planes con tan poco tiempo de antelación, la tranquilidad de la mujer le sorprendió. Lo único que le preguntó fue a qué hora deseaba cenar.
    -A la hora de siempre -respondió Kevin. Colgó el auricular y se restregó las palmas de las manos, ligeramente húmedas.
    -¿Todo arreglado? -preguntó Candace desde el otro extremo de la estancia.
    -Sí; vamos.
    -¡Vaya laboratorio! -observó la mujer-. Nunca me habría imaginado que vería algo así en pleno corazón del África tropical. Dígame, ¿qué hace con este fabuloso equipo?
    -Procuro perfeccionar el protocolo -respondió Kevin.
    -¿No podría ser un poco más explícito?
    -¿De verdad le interesa?
    -Desde luego. Me interesa.
    -En estos momentos estoy trabajando con antígenos menores de histocompatibilidad -explicó Kevin-. Ya sabe, las proteínas que nos convierten en seres únicos, en individuos distintos.
    -¿Y qué hace con ellos?
    -Localizo sus genes en el cromosoma indicado. Luego busco la transponasa asociada a esos genes, si es que la hay, para mover los genes.
    Candace dejó escapar una risita.
    -Me he perdido -admitió-. No tengo la menor idea de lo que es una transponasa. En realidad, me temo que todo este rollo de la biología molecular está fuera de mi alcance.
    -No -respondió Kevin-. Los principios básicos no son tan complicados- Lo fundamental, y lo que la mayoría de la gente ignora, es que los genes pueden moverse en sus cromosomas- Esto sucede particularmente en los linfocitos B, para aumentar la diversidad de los anticuerpos. Otros genes son incluso más móviles y pueden intercambiar la localización con sus homólogos. Como recordará , hay dos copias de cada gen.
    -Sí -contestó Candace-. Así como hay dos copias de cada cromosoma. Nuestras células tienen veintitrés pares de cromosomas.
    -Exactamente -asintió él-. Cuando los genes cambian de lugar en sus pares de cromosomas, se habla de transposición homóloga. Es un proceso especialmente importante en la generación de las células sexuales, tanto óvulos como espermatozoides. Lo que hace es aumentar la diversidad genética y en consecuencia la capacidad de evolución de las especies.
    -De manera que esta transposición homóloga desempeña un papel en la evolución.
    -Desde luego -respondió Kevin-. Pues bien, los segmentos de genes que se mueven se denominan transposones y las enzimas que catalizan sus movimientos, transponasas.
    -De acuerdo -dijo Candace-. Hasta aquí lo sigo.
    -Bien; ahora estoy interesado en los transposones que contienen los genes de los antígenos menores de histocompatibilidad-explicó Kevin.
    -Ya veo -dijo ella asintiendo con la cabeza-. Empiezo a hacerme una idea. Su objetivo es mover el gen de un antígeno menor de histocompatibilidad de un cromosoma a otro.
    -¡Precisamente! Por supuesto, la clave está en encontrar y aislar la transponasa. Es el paso más difícil. Pero una vez que se ha hallado la transponasa, es relativamente fácil localizar su gen. Y una vez que se ha localizado y aislado el gen, es posible usar la tecnología estándar de ADN recombinante para producirla.
    -Es decir, conseguir que las bacterias lo hagan por usted -señaló ella.
    -Bacterias o cultivos de tejido de mamíferos -explicó Kevin-. Lo que funcione mejor.
    -¡Uf! Este rompecabezas me recuerda que estoy muerta de hambre. Vayamos a comer una hamburguesa antes de que el azúcar de mi sangre caiga bajo mínimos.
    Kevin sonrió. Le gustaba esa mujer. Hasta empezaba a tranquilizarse en su compañía.
    Mientras bajaban por las escaleras del hospital, Kevin se sintió algo mareado escuchando y respondiendo a los continuos comentarios e interrogantes de Candace. No podía creer que estuviera yendo a comer con una mujer tan atractiva e interesante. Tenía la impresión de que en los dos últimos días le habían pasado más cosas que en los cinco años que llevaba en Cogo. Tan abstraído estaba, que ni siquiera prestó atención a los soldados ecuatoguineanos mientras él y Candace cruzaban la plaza.
    Kevin no había pisado el centro recreativo desde su primera excursión por la ciudad y, por lo tanto, había olvidado lo extraño que era. También había olvidado que era una auténtica blasfemia que hubieran restaurado una iglesia con el fin de proporcionar diversiones mundanas. El altar había desaparecido, pero el púlpito continuaba intacto, a la izquierda de la pared del fondo. Se usaba para dar conferencias y para cantar los números la noche que tocaba bingo. En el sitio donde había estado el altar había una pantalla de cine: un inaudito emblema de los tiempos.
    La cantina se encontraba en el sótano, al que se accedía por una escalera situada en el atrio. Kevin se sorprendió de verla tan llena. El alboroto de innumerables voces producía ecos en el tosco techo de cemento. El y Candace tuvieron que hacer una larga cola para que les tomaran el pedido. Una vez se hicieron con la comida, tuvieron que abrirse paso entre el gentío para encontrar un sitio libre donde sentarse. Las mesas eran muy largas y había que compartirlas. Los asientos eran bancos acoplados, como los de los merenderos.
    -¡Allí hay lugar! -gritó Candace por encima del alboroto general, señalando el fondo de la estancia con la bandeja.
    Kevin hizo un gesto de asentimiento.
    Mientras se abría paso detrás de ella, echó una ojeada a las caras de la concurrencia. Influido por los comentarios de Bertram sobre la opinión que los demás tenían de él, se sentía especialmente tímido, pero lo cierto es que nadie le prestaba la menor atención.
    Kevin siguió a Candace, que se escurrió entre dos mesas.
    Levantó la bandeja para no chocar con nadie y luego la dejó en un sitio libre. Tuvo que hacer grandes esfuerzos para pasar las piernas por encima del banco y meterlas debajo.
    Cuando consiguió acomodarse, Candace ya se había presentado a las dos personas sentadas junto a ellos. Kevin las saludó con una inclinación de cabeza, aunque no las reconoció.
    -Es un lugar muy animado -dijo Candace-. ¿Viene a menudo?
    Antes de que él pudiera responder, alguien gritó su nombre. Se volvió y reconoció la primera cara familiar. Era Melanie Becket, la técnica en reproducción asistida.
    Melanie tenía aproximadamente la misma edad que Candace, pues había celebrado su treinta cumpleaños el mes anterior. Pero mientras Candace era rubia, ella era morena, con cabello castaño y un aire mediterráneo. Sus ojos marrones eran casi negros.
    Cuando Kevin quiso presentarle a su compañera de mesa, descubrió con horror que había olvidado su nombre.
    -Soy Candace Brickmann -dijo la susodicha sin inmutarse y tendió la mano a Melanie.
    Esta se presentó y preguntó si podía unirse a ellos.
    -Desde luego -respondió Candace.
    Candace y Kevin estaban sentado el uno junto al otro, y
    Melanie se sentó en frente.
    -¿Eres la responsable de la presencia de nuestro genio en este antro de perdición? -preguntó Melanie a Candace. Melanie era una joven ingeniosa e irreverente, criada en Manhattan.
    -Supongo que sí -respondió Candace-. ¿No es un cliente habitual?
    -¿Habitual? Nada mas lejos de la realidad -dijo Melanie-.
    ¿Cuál es tu secreto? A mí me rechazó tantas invitaciones, que finalmente me di por vencida. Y eso fue hace años.
    -Nunca me invitaste explícitamente-se defendió él.
    -¿De veras? -preguntó Melanie-. ¿Qué hubiera debido hacer? ¿Dibujarte un mapa? Te pregunté un montón de veces si querías comer una hamburguesa. ¿No fui lo bastante explícita?
    -Bien -intervino Candy irguiéndose en su asiento-. Este debe de ser mi día de suerte.
    Ambas comenzaron a hablar animadamente sobre sus respectivos trabajos. Aunque Kevin las escuchaba, se concentró en su hamburguesa.
    -Así que todos estamos metidos en el mismo proyecto -observó Melanie al saber que Candace era la enfermera de cuidados intensivos del equipo de cirugía de Pittsburgh-.
    Tres aves del mismo corral.
    -Eres demasiado generosa-repuso Candace-. Yo no soy más que el último mono alrededor de nuestro tótem terapéutico. Jamás osaría compararme con vosotros. Vosotros sois los artífices. Y si no es mucha indiscreción, ¿cómo demonios lo hacéis?
    -Ella es la heroína -dijo Kevin, que hablaba por primera vez, señalando a Melanie con la barbilla.
    -¡Venga, Kevin! -replicó Melanie-. Yo no he desarrollado las técnicas. Me limito a usar las que tú creas. Hay infinidad de gente que podría hacer mi trabajo, pero sólo tú puedes hacer el tuyo. Tu descubrimiento es la base del proyecto.
    -No discutáis intervino Candace-. Simplemente explicadme cómo se lleva a cabo. Me pica la curiosidad desde el primer día, pero todo se ha hecho con el máximo secreto.
    Kevin me ha explicado la base científica, pero todavía no entiendo el procedimiento.
    -Kevin obtiene una muestra de médula ósea de un cliente -explicó Melanie-. En ella, aísla una célula que está en proceso de división, para que los cromosomas estén condensados. Si no me equivoco, preferiblemente ha de ser una célula madre.
    -Es muy difícil encontrar una célula madre -dijo él.
    -Bien, entonces cuéntaselo tú -repuso Melanie haciendo un ademán desdeñoso-. Yo me hago un lío.
    -Trabajo con una transponasa que descubrí hace siete años -explicó Kevin-. Cataliza la transposición homóloga o el entrecruzamiento de los brazos cortos del cromosoma seis.
    -¿Qué es el brazo corto del cromosoma seis? -preguntó Candace.
    -Los cromosomas presentan una porción denominada centrómero, que los divide en dos segmentos -explicó Melanie-. El cromosoma seis tiene unos segmentos particularmente desiguales. Los pequeños se llaman brazos cortos.
    -Gracias-dijo Candace.
    -Bien... -prosiguió Kevin, procurando ordenar sus ideas-.
    Lo que yo hago es añadir mi transponasa secreta a la célula de un cliente cuando ésta se prepara para la división. Pero no permito que el cruce se complete. Lo detengo cuando los dos brazos cortos se han separado de sus respectivos cromosomas. Entonces los extraigo.
    -¡Guau! -exclamó Candace-. O sea que separas esos filamentos minúsculos del núcleo. ¿Cómo diablos lo consigues?
    -Esa es otra historia -respondió Kevin-. En realidad, uso un sistema de anticuerpos monoclonales que reconoce la transponasa.
    -Eso ya es demasiado para mi pobre cabeza-protestó Candace.
    -Bueno, olvida cómo extrae los brazos cortos -dijo Melanie-. Sencillamente acepta el hecho.
    -De acuerdo -prosiguió Candace-, ¿y qué haces con los brazos cortos que has separado?
    Kevin señaló a Melanie.
    -Espero a que ella obre su magia.
    -No es magia -repuso Melanie-. Yo soy sólo una técnica.
    Aplico a los bonobos un sistema de fertilización in vitro. El mismo sistema que se creó para aumentar la fertilidad de los gorilas de las montañas en cautividad. En realidad, Kevin y yo tenemos que coordinar nuestras tareas porque él necesita un óvulo fertilizado que aún no ha comenzado a dividirse.
    Por lo tanto es importante hacerlo en el momento oportuno.
    -Necesito que el óvulo esté a punto de dividirse -intervino Kevin-, así que el programa de Melanie determina el mío. No empiezo con mi parte hasta que ella me da luz verde. Cuando ella extrae el cigoto, repito exactamente el mismo procedimiento que acabo de usar para la célula del paciente. Después de retirar los brazos cortos del cromosoma del bonobo, inyecto en el cigoto los del paciente. Gracias a la transponasa, éstos se fijan en el sitio exacto donde deben estar.
    -¿Y eso es todo? -preguntó Candace.
    -Bueno, no -admitió Kevin-. En realidad, introduzco cuatro transponasas en lugar de una. El brazo corto del cromosoma seis es el principal segmento que transferimos, pero también transferimos porciones relativamente pequeñas de los cromosomas nueve, doce y catorce. Estos llevan los genes de los grupos sanguíneos ABO y otros pocos antígenos menores de histocompatibilidad, como las moléculas de adhesión CD-31. Pero con esto la cosa se complica. Tú piensa sólo en el cromosoma seis. Es la parte más importante.
    -Porque el cromosoma seis contiene los genes que conforman el complejo mayor de histocompatibilidad -dijo Candace inteligentemente.
    -Exacto -asintió él.
    Estaba impresionado e intrigado. Además de sociable, Candace era lista y estaba bien informada.
    -¿Y este protocolo funcionaría en otros animales? -preguntó la muchacha.
    -¿En qué especie estás pensando? -inquirió Kevin.
    -Pensaba en los cerdos -respondió ella-. Sé que otros centros de Estados Unidos e Inglaterra intentan minimizar las reacciones de rechazo en los trasplantes de órganos de cerdo introduciendo genes humanos.
    -Comparado con lo que estamos haciendo nosotros es como usar sanguijuelas -se burló Melanie-. Es una técnica obsoleta, porque trata el síntoma en lugar de eliminar la causa
    -Es cierto -convino Kevin-. En nuestro protocolo, no tenemos que preocuparnos por reacciones inmunológicas.
    Desde el punto de vista de la histocompatibilidad, estamos ofreciendo un doble inmunológico, sobre todo si consigo incorporar unos cuantos antígenos menores más.
    -No entiendo por qué te preocupas tanto por ellos -dijo Melanie-. En los primeros tres trasplantes que hicimos, los pacientes no tuvieron ninguna reacción de rechazo. ¡Ninguna!
    -Quiero que el método sea perfecto -repuso Kevin.
    -Yo he mencionado a los cerdos por varias razones -dijo Candace-. Primero, creo que algunas personas podrían molestarse por el uso de bonobos. Y en segundo lugar, tengo entendido que no hay muchos ejemplares.
    -Es verdad -admitió Kevin-. La población total de bonobos es de unos veinte mil ejemplares.
    -A eso iba -dijo Candace-. Mientras que todos los días se matan centenares de millares de cerdos para beicon.
    -No creo que mi sistema pudiera funcionar con cerdos -explicó él-. No estoy completamente seguro, pero lo dudo.
    La razón de que funcione tan bien con los bonobos, o llegado el caso, con chimpancés, es que sus genomas y los nuestros son muy parecidos. De hecho, sólo difieren en un uno y medio por ciento.
    -¿Eso es todo? -preguntó Candace. Estaba atónita.
    -Es bastante humillante, ¿no? -dijo Kevin.
    -Es más que humillante -repuso Candace.
    -Indica la proximidad que existe entre los bonobos, los chimpancés y los seres humanos desde el punto de vista de la evolución -terció Melanie-. Se cree que nosotros y nuestros primos, los primates, descendemos de un antecesor común que vivió hace unos siete millones de años.
    -Eso acentúa el problema ético -dijo Candace-, y explica por qué a mucha gente podría molestarle saber que los usamos. Tienen un aspecto tan humano. ¿A vosotros no os afecta tener que sacrificarlos ?
    -El trasplante de hígado de Winchester es sólo el segundo caso que requirió sacrificar al animal -explicó Melanie-. Las otras dos intervenciones fueron trasplantes de riñón, y los bonobos se encuentran perfectamente.
    -Bueno, pero ¿cómo os sentisteis en este caso? -preguntó Candace-. La mayoría de los miembros del equipo de cirugía estábamos alterados, a pesar de que creíamos estar preparados, pues era el segundo sacrificio.
    Kevin miró a Melanie. Tenía la boca seca. Candace lo obligaba a tocar el tema que había estado evitando a toda costa.
    En gran parte ésa era la razón de que el humo procedente de la isla Francesca le preocupara tanto.
    -Sí, me afecta -reconoció Melanie-. Pero supongo que estoy tan entusiasmada con el descubrimiento científico y con los beneficios para el paciente, que procuro no pensar en ello. Además, nunca creímos que tendríamos que usar tantos animales. Son más bien un seguro para los clientes que puedan necesitarlos. No admitimos una persona que necesita un trasplante, a menos que pueda esperar los tres años necesarios para que su doble llegue a la edad apropiada. Y tampoco tenemos trato directo con los animales, que viven aislados en una isla. La operación se planeó así precisamente para que nadie estableciera vínculos afectivos con ellos.
    Kevin tragó saliva con dificultad. En su imaginación, vio la columna de humo serpeando lentamente en el cielo sombrío, encapotado. También imaginó al bonobo que se había puesto nervioso y había arrojado una piedra con mortal puntería a un pigmeo durante el proceso de recogida.
    -¿Cómo se llama a un animal que tiene genes humanos incorporados? -preguntó Candace.
    -Transgénico -respondió Melanie.
    -Eso -dijo Candace-. Me gustaría que estuviéramos usando cerdos transgénicos en lugar de bonobos. Este procedimiento me preocupa. Aunque estoy muy contenta con mi paga y con las acciones de GenSys, no estoy segura de querer continuar en el proyecto.
    -Eso no les gustará -advirtió Melanie-. Recuerda que has firmado un contrato. Tengo entendido que son muy severos a la hora de hacer que la gente cumpla sus acuerdos.
    -Les devolveré todas las acciones, opciones incluidas.
    Puedo sobrevivir sin ellas. Debo pensar en mis sentimientos, y sería mucho más feliz si usáramos cerdos. Cuando anestesiamos al último bonobo, habría jurado que intentaba comunicarse con nosotros. Tuvimos que usar una tonelada de sedantes.
    -¡Oh, venga! -exclamó Kevin, súbitamente enfadado y con la cara encendida. Al verlo, Melanie abrió los ojos como platos-. ¿Qué puñetas os pasa? -Pero se arrepintió de inmediato de sus palabras-. Lo lamento -dijo, aunque su corazón seguía desbocado. Detestaba ser siempre tan transparente; al menos tenía toda la sensación de que lo era.
    Melanie miró a Candace y puso los ojos en blanco, pero la enfermera no captó su intención. Estaba mirando a Kevin.
    -Tengo la impresión de que estás tan preocupado como yo -le dijo.
    Kevin soltó un resuello y dio un mordisco a la hamburguesa para evitar decir algo de lo que luego pudiera arrepentirse.
    -¿Por qué no quieres hablar de ello? -preguntó Candace.
    Kevin negó con la cabeza mientras masticaba. Sospechaba que su cara seguía encendida.
    -No te preocupes por él -advirtió Melanie-. Se recuperará.
    Candace miró a Melanie.
    -Los bonobos son tan parecidos a los humanos -comentó, volviendo a su argumento original-, que no debería sorprendernos que sus genomas difieran de los nuestros sólo en un uno y medio por ciento. Pero acaba de ocurrírseme una idea. Si vosotros reemplazáis los brazos cortos del cromosoma seis, así como otros segmentos más pequeños del genoma del bonobo, con ADN humano, ¿cuál sería el verdadero porcentaje de diferencia?
    Melanie miró a Kevin mientras calculaba mentalmente. Arqueó las cejas y dijo:
    -Bueno, es una pregunta curiosa. Supongo que algo menos del uno por ciento.
    -Sí, pero el uno y medio por ciento no está exclusivamente en el brazo corto del cromosoma seis -espetó Kevin nuevamente ofuscado.
    -Eh, tranqui tronco -dijo Melanie. Dejó su refresco y extendió el brazo por encima de la mesa para apoyar la mano sobre el hombro de Kevin-. Estás sacando las cosas de quicio. Esto no es más que una charla amistosa. ¿Sabes?, es bastante normal que la gente se siente a conversar un rato. Sé que te parece extraño, porque tu prefieres tratar con tus tubos de ensayo, ¿pero qué diablos te pasa?
    Kevin suspiró. Aunque iba en contra de su carácter, decidió confiar en esas dos mujeres brillantes y seguras. Admitió que estaba preocupado.
    -¡Como si no lo supiéramos! -exclamó Melanie poniendo una vez más los ojos en blanco-. ¿No puedes concretar más?
    ¿Qué es lo que te atormenta?
    -Precisamente lo que ha dicho Candace -respondió.
    -Ha dicho muchas cosas -insistió Melanie.
    -Sí, y todas ellas me hacen sentir que he cometido un error monumental.
    Melanie retiró la mano del hombro de Kevin y lo miró fijamente a los ojos.
    -¿En qué sentido?-preguntó.
    -Al añadir demasiado ADN humano -respondió Kevin. El brazo corto del cromosoma seis tiene millones de pares de bases y centenares de genes que no tienen nada que ver con el complejo mayor de histocompatibilidad. Debería haber aislado el complejo, en lugar de tomar el camino más fácil.
    -De modo que estas criaturas tienen algunas proteínas humanas más -dijo-. ¡Vaya problema!
    -Eso es lo que pensé al principio -explicó Kevin-. Al menos hasta que planteé mis dudas en Internet, preguntando si alguien sabía qué otros genes había en el brazo corto del cromosoma seis. Por desgracia, una de las personas que respondió me informó de que había una proporción importante de genes relacionados con la evolución. Ahora no puedo saber con certeza qué he creado.
    -Claro que lo sabes -replicó Melanie-. Has creado un bonobo transgénico.
    -Lo sé, dijo él con los ojos brillantes. Respiraba agitadamente y su frente se había cubierto de sudor-. Y estoy aterrorizado porque sospecho que con ello he traspasado los límites.


















    CAPITULO 6
    5 de marzo de 1997, 13.00 horas.
    Cogo, Guinea Ecuatorial

    Bertram aparcó su jeep Cherokee de tres años de antigüedad en el aparcamiento situado detrás del ayuntamiento. El coche le daba problemas y había pasado innumerables días en el taller de reparaciones. Pero el problema continuaba, y le irritaba que Kevin Marshall no fuera consciente de la suerte que tenía al disponer de un Toyota nuevo cada dos años. A Bertram no le darían un coche nuevo hasta el año siguiente.
    Subió por las escaleras y cruzó la arcada del primer piso, en dirección a la terraza que rodeaba el edificio. De allí pasó al despacho central que, por petición expresa de Siegfried Spallek, no tenía aire acondicionado. Un gran ventilador de techo giraba perezosamente, emitiendo un zumbido intermitente.
    Las aletas largas y planas sólo conseguían mover el aire húmedo, con lo que mantenían constante el calor de la estancia.
    Bertram había telefoneado con antelación, de modo que el secretario de Siegfried, un negro de cara angulosa llamado Aurielo, nativo de la isla de Bioko, lo esperaba en el despacho interior. Aurielo había estudiado en Francia para ser maestro de escuela, pero no había conseguido empleo hasta que GenSys fundó la zona.
    El despacho interior era más grande que el exterior y ocupaba todo el ancho del edificio. Las ventanas con postigos daban al aparcamiento en la parte posterior, y a la plaza de la ciudad en el frente. Las ventanas delanteras ofrecían una vista imponente del nuevo complejo de hospital y laboratorio.
    Desde donde estaba, Bertram podía ver las ventanas del laboratorio de Kevin.
    -Siéntese -le indicó Siegfried sin levantar la vista. Su voz era ronca y gutural, con un ligero acento germánico. El tono, por su parte, era claramente autoritario. Estaba firmando una pila de cartas-. Terminaré en un momento.
    Bertram paseó los ojos por la oficina atestada. Nunca se sentía cómodo en ese sitio. Como veterinario y ecologista moderado, no le gustaba la decoración. Las paredes y todas las superficies horizontales estaban cubiertas de cabezas desecadas de animales con ojos vidriosos, muchas de ellas pertenecientes a especies en peligro de extinción. Había felinos, como leones, leopardos y onzas, y una asombrosa variedad de antílopes, más de los que Bertram conocía. Varias cabezas enormes de rinocerontes miraban con los ojos en blanco desde sus puestos privilegiados, a espaldas de Spallek. Sobre la estantería había serpientes, incluida una cobra. En el suelo, un inmenso cocodrilo con la boca entreabierta exhibía sus aterradores dientes. La mesa situada junto a la silla de Bertram era una pata de elefante cubierta con un tablero de caoba, desde cuyas esquinas se alzaban unos colmillos de elefante cruzados.
    Pero incluso más que los animales desecados, a Bertram le molestaban los cráneos. Sobre el escritorio de Siegfried había tres, todos con la parte superior serrada. Uno de ellos tenía un agujero de bala en la sien. Cumplían respectivamente las funciones de bote para clips, cenicero y candelero. Aunque el suministro de corriente eléctrica en la Zona era más fiable que en el resto del país, en ocasiones se producían apagones causados por la caída de un rayo.
    La mayoría de la gente, y en especial los visitantes de GenSys, daban por supuesto que los cráneos pertenecían a simios. Pero Bertram sabía que no era así. Eran cráneos humanos, de personas ejecutadas por los soldados ecuatoguineanos. Las tres víctimas habían sido condenadas a la pena capital por interferir en las operaciones de GenSys. En realidad, los habían pillado cazando furtivamente chimpancés en el territorio de ciento cincuenta kilómetros asignado a la Zona. Siegfried consideraba esa área como su propio coto privado.
    Hacía unos años, cuando Bertram había cuestionado educadamente la conveniencia de exhibir los cráneos, Siegfried le había respondido que contribuían a mantener a raya a los nativos.
    -Es la clase de lenguaje que entienden -había explicado-.
    Son símbolos comprensibles para ellos.
    Bertram no dudaba de que los nativos hubieran captado el mensaje, sobre todo en un país que había sufrido las atrocidades de un dictador diabólicamente cruel. Recordaba la reacción de Kevin ante los cráneos: había dicho que le recordaban la locura de Kurtz, en El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad.
    -Bien -dijo Siegfried apartando los papeles que acababa de firmar. Con su acento, sonó más bien como "fien"-.
    ¿Qué es lo que le preocupa, Bertram? Espero que no tenga problemas con los bonobos nuevos.
    -No, en absoluto. Las dos hembras están en perfecto estado -repuso el veterinario, mientras observaba al gerente de la Zona. Su rasgo físico más llamativo era una grotesca cicatriz que se extendía desde debajo de la oreja izquierda, cruzando la mejilla, hasta la parte inferior de la nariz. Con el transcurso de los años, la cicatriz se había contraído de manera gradual, elevando la comisura izquierda de la boca de Siegfried para formar una perpetua sonrisa despectiva.
    Desde el punto de vista formal, Bertram no estaba obligado a informar de sus problemas a Siegfried. Como jefe de los veterinarios del centro de investigación y reproducción de primates más grande del mundo, Bertram respondía directamente al vicepresidente de operaciones de GenSys, que estaba en Cambridge, Massachusetts, y que tenía contacto directo con Taylor Cabot. Pero en todo lo referente a sus actividades cotidianas, y en especial al proyecto de los bonobos, a Bertram le convenía mantener una relación amistosa con el jefe local. El problema era que Siegfried tenía mal carácter y era difícil de tratar.
    Había iniciado sus actividades en África como cazador furtivo, que conseguía a sus clientes lo que le pidieran a cambio de una cantidad pactada. Su reputación lo había obligado a trasladarse del África oriental a la occidental, donde resultaba más fácil transgredir las leyes de caza. Siegfried había creado una organización importante, y las cosas marcharon bien hasta que unos rastreadores le fallaron en una situación crucial, cuando un elefante macho los atacó y mató a sus clientes.
    Este episodio segó la carrera de Siegfried como cazador.
    También le dejó una cicatriz en la cara y el brazo derecho paralizado. La extremidad colgaba laxa e inservible de la articulación del hombro.
    La furia causada por el accidente lo convirtió en un hombre amargado y vengativo. Sin embargo, GenSys había reconocido su experiencia en la selva y sus dotes de organización, sus conocimientos sobre conducta animal y su autoritaria aunque eficaz conducta con los nativos. Lo consideraban el hombre perfecto para encargarse de la multimillonaria operación africana.
    -Hay un nuevo inconveniente en el proyecto de los bonobos -señaló Bertram.
    -¿Tiene algo que ver con su preocupación porque los bonobos se han dividido en dos grupos? -preguntó Siegfried con desdén.
    -¡Reconocer un cambio en su organización social es una preocupación legítima! -exclamó Bertram enrojeciendo.
    -Eso me dijo -replicó Siegfried con voz cargada de intención-. Pero he estado reflexionando sobre el tema y no le veo la importancia. ¿Qué más da que vivan en un grupo o en diez? Lo único que queremos es que se mantengan en su sitio y en buen estado.
    -No estoy de acuerdo -dijo Bertram-. La división en grupos sugiere que no se llevan bien. Esto no es propio de la conducta de los bonobos y podría causarnos problemas en el futuro.
    -Le dejo esa preocupación a usted, que es el profesional
    -repuso Siegfried-. A mí personalmente no me importa lo que hagan esos monos, mientras no surja un inconveniente que interfiera en mis ganancias y mis acciones. Este proyecto se está convirtiendo en una mina de oro.
    -El nuevo problema está relacionado con Kevin Marshall -anunció Bertram.
    -¡Vaya! ¿Qué ha hecho ese idiota esquelético para preocuparlo? -preguntó Siegfried-. Con su paranoia, es una suerte que no tenga que hacer mi trabajo.
    -Ese tonto está inquieto porque ha visto humo saliendo de la isla -explicó Bertram-. Ha ido a verme en dos ocasiones. Una vez la semana pasada, y otra esta misma mañana.
    -¿Qué pasa con el humo? -preguntó Siegfried-. ¿Por qué ha alarmado a Kevin? Por lo visto, es peor que usted.
    -Cree que los bonobos podrían estar usando fuego -respondió Bertram-. No lo ha dicho explícitamente, pero estoy seguro de que se le ha pasado por la cabeza.
    -¿Qué quiere decir con que están "usando" fuego? -pre guntó Siegfried inclinándose-. ¿Que encienden fogatas para calentarse o para cocinar? -Siegfried rió sin que se alterara su eterna mueca de desprecio-. No entiendo a los urbanitas americanos como ustedes. Cuando vienen a la selva tienen miedo hasta de su propia sombra.
    -Sé que es ridículo -admitió Bertram-. Nadie más ha visto humo o, si lo han visto, sin duda procede de algún incendio provocado por una tormenta eléctrica. El problema es que Kevin quiere ir a la isla.
    -¡Nadie puede visitar la isla! -gruñó Siegfried-. Sólo está permitido ir para recoger ejemplares y, aun entonces, los únicos autorizados son los miembros del equipo de recogida. Son las normas de la central. No hay excepciones, aparte de Kimba, el pigmeo, que debe ir a llevar comida suplementaria.
    -Es lo que le dije -repuso Bertram-. Y no creo que haga nada por su cuenta. Pero pensé que debía ponerlo sobre aviso de todos modos.
    -Me alegro de que lo hiciera -dijo Siegfried con exasperación-. Ese imbécil me está creando problemas.
    -Hay algo más -prosiguió Bertram-. Ha hablado del humo con Raymond Lyons.
    Siegfried dio un puñetazo en la mesa con su mano sana, con tanta fuerza que Bertram se sobresaltó. Luego se puso en pie y se acercó a la ventana con vistas a la plaza. Miró con furia hacia el hospital. Ese investigador empollón y marica nunca le había caído bien. Se había puesto furioso al enterarse de que iban a concederle la segunda mejor casa de la ciudad, pues tenía pensado adjudicar la vivienda a uno de sus esbirros más leales.
    Siegfried cerró la mano sana en un puño y apretó los dientes.
    -¡Maldito entrometido gilipollas!
    -Prácticamente ha terminado con su investigación -dijo Bertram-. Sería una pena que lo fastidiara todo precisamente cuando las cosas marchan tan bien.
    -¿Qué le dijo Lyons? -preguntó Siegfried.
    -Nada. Que estaba dejándose llevar por su imaginación.
    -Tendré que hacerlo vigilar-anunció Siegfried-. No permitiré que nadie destruya este programa. De ninguna manera. Es demasiado lucrativo.
    -Eso es cosa suya -dijo Bertram poniéndose de pie. Se dirigió hacia la puerta, convencido de que había hecho lo que debía.



























    CAPITULO 7
    5 de marzo de 1997, 7.20 horas.
    Nueva York

    La combinación de vino barato y falta de sueño retrasó el pedaleo matutino de Jack hasta el trabajo. Acostumbraba llegar a la sala de identificaciones del Instituto Forense a las siete y cuarto. Pero cuando salió del ascensor en la primera planta del depósito de cadáveres, descubrió que ya eran la siete y veinticinco, y eso le molestó. No es que llegara tarde, pero a Jack le gustaba mantener a rajatabla su horario. Había aprendido que la disciplina en el trabajo era una de las formas de evitar la depresión.
    Lo primero que hacía al llegar era servirse una taza de café de la cafetera común. Hasta el aroma parecía surtir un efecto benéfico, que Jack atribuía a un condicionamiento pavloviano.
    Bebió el primer sorbo. Era el maná . Aunque él mismo dudaba de que el efecto pudiera ser tan rápido, tuvo la impresión de que el leve dolor de cabeza de la resaca comenzaba a desvanecerse.
    Fue al encuentro de Vinnie Amendola, el asistente que empalmaba el turno de noche con el de día. Como de costumbre, estaba sentado detrás de uno de los escritorios de metal característicos de la administración pública. Tenía los pies sobre un extremo de la mesa y la cara oculta detrás del periódico de la mañana.
    Jack dobló un extremo del periódico para dejar al descubierto las facciones italianas de Vinnie. Este rondaba los treinta y, a pesar de su lamentable forma física, era apuesto.
    Jack envidiaba su poblada cabellera morena. En el último año, Jack había notado que su pelo castaño con hebras de plata comenzaba a ralear en la coronilla.
    -Eh, Einstein, ¿qué dice el periódico sobre el incidente del cadáver de Franconi? -preguntó Jack. El y Vinnie trabajaban juntos con frecuencia, y cada uno de ellos apreciaba el ingenio, la petulancia y el humor negro del otro.
    -No lo sé -repuso, procurando arrancar su amado periódico de las manos de Jack. Estaba enfrascado en el informe del partido de baloncesto de los Knicks de la noche anterior.
    Jack arrugó la frente. Vinnie no era ningún genio académico, pero sí una autoridad en sucesos de actualidad. Leía el periódico desde la primera hasta la última página a diario y memorizaba la información con impresionante exactitud.
    -¿No sale nada al respecto? -preguntóJack.
    Estaba desconcertado. Había supuesto que los periodistas se cebarían en el bochorno que suponía para el gobierno la desaparición de un cadáver del depósito. Los errores burocráticos eran el tema favorito de los medios de comunicación.
    -Yo no he visto nada -respondió Vinnie.
    Tiró del periódico y, en cuanto lo recuperó, volvió a esconder la cara tras él.
    Jack meneó la cabeza. Estaba verdaderamente sorprendido y se preguntó qué habría hecho Harold Bingham, el jefe del instituto, para ocultar semejante noticia a la prensa.
    Pero cuando estaba a punto de darse la vuelta, vio los titulares: La mafia burla a las autoridades. El subtítulo rezaba:
    "La familia de Vaccaro asesina a uno de los suyos y luego roba el cadáver ante las propias narices de los funcionarios municipales."
    Jack arrancó el periódico de manos de Vinnie. Este bajó los pies de la mesa y pateó en el suelo.
    -¡Eh! ¿Qué haces? -protestó.
    Jack dobló el periódico y lo levantó ante los ojos de Vinnie, obligándolo a mirar los titulares.
    -Acabas de decir que la noticia no salía en el periódico -dijo Jack.
    -No he dicho que no saliera -replicó Vinnie-, sino que no la había visto.
    -¡Joder! ­Está en primera página! -exclamó Jack, señalando los titulares con la taza de café.
    Vinnie extendió una mano para recuperar su periódico, pero Jack se lo impidió.
    -¡Vamos! -protestó Vinnie-. Cómprate tu propio periódico.
    -Has picado mi curiosidad. Con lo metódico que eres, estoy seguro de que leíste la noticia del día de cabo a rabo en el viaje en metro. ¿Qué te pasa, Vinnie?
    -¡Nada! He pasado directamente a la página de deportes.
    Jack estudió la cara del asistente durante unos instantes, pero Vinnie desvió la mirada.
    -¿Estás enfermo? -preguntó Jack con tono burlón.
    -¡No! -respondió Vinnie-. ¡Devuélveme el periódico!
    Jack separó las páginas de deporte y se las pasó. Luego se sentó a la mesa de registros y comenzó a leer el artículo. Comenzaba en la primera página y acababa en la tercera. Como Jack había previsto, estaba escrito en tono burlón y sarcástico. Se ensañaba tanto con la policía como con el Instituto Forense. Decía que aquel sórdido asunto era otra prueba flagrante de la incompetencia de ambas instituciones.
    Laurie entró en el despacho e interrumpió la lectura a Jack. Mientras se quitaba el abrigo, le dijo que esperaba que se sintiera mejor que ella.
    -No creas -repuso Jack-. La culpa es de ese vino barato que llevé a tu casa. Lo siento.
    -También tiene que ver con que he dormido sólo cinco horas. Tuve que hacer un esfuerzo sobrehumano para levantarme de la cama. -Laurie dejó el abrigo sobre una silla-.
    Buenos días, Vinnie -saludó.
    Vinnie guardó silencio detrás del periódico.
    -Está de morros porque le he robado el periódico -explicó Jack, y se levantó para dejarle el sitio a Laurie en la mesa de registros. Esa semana le tocaba a ella distribuir las autopsias entre el personal-. Dedican los titulares y el editorial al caso de Franconi.
    -No me extraña -apuntó Laurie-. Lo pasaron en todos los noticiarios, y han anunciado que Bingham saldrá en Good Morning America para intentar calmar los ánimos.
    -Pues será una tarea ardua -señaló Jack.
    -¿Has mirado los casos del día? -preguntó Laurie echan do un rápido vistazo a la veintena de carpetas que había sobre la mesa.
    -Acabo de llegar -contestó Jack y continuó leyendo el artículo-. ¡Vaya, esto es genial! -exclamó tras una breve pausa-. Nos acusan de compincharnos con el departamento de policía. Sugieren que hicimos desaparecer el cadáver adrede, para ayudarlos. ¿Puedes creerlo? Los periodistas son tan paranoicos que ven conspiraciones por todas partes.
    -Los verdaderos paranoicos son los ciudadanos -dijo Laurie-. Los periodistas les dan lo que ellos quieren.
    Pero precisamente esa clase de teorías descabelladas son las que me incitan a investigar cómo desapareció el cuerpo. El público debe saber que no tuvimos nada que ver en el asunto.
    -Esperaba que después de una noche de descanso hubieras cambiado de idea y te hubieras dado por vencida -masculló Jack mientras continuaba leyendo.
    -De eso nada.
    -¡Esto es ridículo! -exclamó Jack sacudiendo el periódico-. Primero insinúan que los responsables de la desaparición del cadáver somos nosotros, y luego dicen que sin duda la mafia enterró el cuerpo en los bosques de Westchester para que nunca lo encuentren.
    -Es posible que la última teoría sea cierta -admitió Laurie-. A menos que el cadáver aparezca en primavera, después del deshielo. Con tanto hielo, es difícil cavar a más de treinta centímetros de profundidad.
    -¡Qué basura! -exclamó Jack cuando terminó de leer el artículo-. Toma, ¿quieres leerlo? -preguntó a Laurie.
    Laurie rechazó el periódico con un ademán desdeñoso.
    Gracias, ya he leído la versión del Times -respondió-. Ya era bastante cínica. No quiero conocer la opinión del New York Post.
    Jack se acercó a Vinnie y le dijo, en tono burlón, que estaba dispuesto a devolver su estado virginal al periódico. Vinnie cogió las páginas en silencio.
    -Vaya, hoy estás muy quisquilloso -dijo Jack al ayudante.
    -Déjame en paz de una vez -le espetó Vinnie.
    -¡Guau! Ten cuidado, Laurie -dijo Jack-. Creo que Vinnie sufre tensión premental. Puede que esté planeando usar su materia gris y eso ha descompensado sus hormonas.
    -¡Caray! -exclamó Laurie-. Aquí está el cadáver que mencionó Mike Passano anoche, el que apareció flotando en el mar. ¿A quién se lo asigno? El problema es que no odio a nadie lo suficiente, así que seguro que terminaré haciéndolo yo para no sentirme culpable.
    -Pásamelo a mí -propuso Jack.
    -¿No te importa? -preguntó Laurie. Ella detestaba las autopsias de cadáveres que habían pasado mucho tiempo en el agua. Eran desagradables y a menudo complicadas.
    -No -respondió Jack-. Una vez te acostumbras al olor, están chupados.
    -¡Por favor! -murmuró Laurie-. No seas morboso.
    -En serio. Puede ser todo un reto. Los prefiero a los heridos de bala.
    -Este es las dos cosas -observó Laurie mientras ponía por escrito la asignación.
    -¡Qué encantador! -exclamó Jack. Volvió junto a la mesa de registros y miró por encima del hombro de Laurie.
    -Al parecer, tiene un impacto de bala hecho a corta distancia en el cuadrante superior derecho -dijo Laurie.
    -Suena mejor y mejor -respondió Jack-. ¿Cómo se llama la víctima?
    -No hay nombre. De hecho, ese detalle formará parte del reto, pues le faltan las manos y la cabeza.
    Laurie entregó la carpeta a Jack, que se reclinó sobre el escritorio y leyó el contenido. No había mucha información, y la poca que tenía había sido redactada por Janice Jaeger, investigadora forense.
    Janice indicaba que el cuerpo había sido descubierto en el océano Atlántico, en los alrededores de Coney Island. Lo había descubierto fortuitamente la guardia costera, mientras acechaba a unos presuntos camellos al amparo de la noche.
    La guardia costera seguía la pista de una llamada anónima y, en el momento del hallazgo, se hallaba en el agua con el motor parado, las luces apagadas y el radar encendido. La lancha había chocado literalmente con el cuerpo. Se suponía que se trataba de los restos del camello que había dado el chivatazo.
    -No me sobran datos -reconoció Jack.
    -¿No querías un reto? -bromeó Laurie.
    Jack se apartó de la mesa y cruzó la recepción en dirección a los ascensores.
    -Vamos, malhumorado -dijo al pasar junto a Vinnie, pellizcándole el brazo y dando un golpecito al periódico-. Es tamos perdiendo el tiempo. -Pero al llegar a la puerta, se topó con Lou Soldano. El detective caminaba hacia su objetivo: la cafetera eléctrica-. Vaya. Deberías jugar con los Giants de Nueva York.
    Parte del café de Jack se había derramado.
    -Lo lamento -se disculpó Lou-. Necesito desesperadamente mi dosis de cafeína.
    Los dos hombres se dirigieron hacia la cafetera. Jack se limpió la pechera de su chaqueta de pana con una servilleta de papel. Lou cogió una taza de pl stico y la llenó hasta el tope con mano temblorosa, luego bebió un par de sorbos para dejar sitio para el azúcar y la nata.
    -Han sido dos días espantosos -suspiró Lou.
    -¿Has estado de juerga toda la noche otra vez? -preguntó Jack.
    La cara de Lou tenía una barba incipiente. Llevaba una arrugada camisa azul, con el primer botón desabrochado y la corbata floja y torcida. Su gabardina estilo Colombo parecía la de un vagabundo.
    -Ya me gustaría -gruñó Lou-. En los últimos dos días he dormido apenas tres horas. -Saludó a Laurie y se dejó caer pesadamente en una silla junto a la mesa de registros.
    -¿Alguna novedad sobre el caso Franconi? -preguntó Laurie.
    -Nada para contentar al capitán, al comandante de zona ni al teniente de alcalde -respondió, afligido-. Vaya cisco. El problema es que van a rodar cabezas. Los de homicidios estamos preocupados porque, si no encontramos alguna pista, seguro que nos usan de chivos expiatorios.
    -No fue culpa vuestra que asesinaran a Franconi -dijo Laurie.
    -Eso díselo al comisario -replicó Lou. Tomó un ruidoso sorbo de café-. ¿Os importa si fumo? Vale, olvidadlo -dijo al ver la expresión de sus caras-. No sé por qué lo he preguntado. Debo de haber sufrido enajenación mental transitoria.
    -¿Qué habéis descubierto? -preguntó Laurie.
    Ella sabía que antes de ser asignado a homicidios, Lou había trabajado en el departamento contra el crimen organizado. Con su experiencia, no había nadie más cualificado para investigar el caso.
    -Es obvio que fue un golpe de la familia Vaccaro -respondió Lou-. Lo sabemos por nuestros confidentes. Aunque, puesto que Franconi estaba a punto de testificar, ya lo suponíamos. Nuestra única pista es el arma del crimen.
    -Eso debería facilitaros las cosas -dijo Laurie.
    -No tanto como crees -repuso Lou-. No es infrecuente que la mafia deje atrás el arma del crimen después de un atentado. La encontramos en un techo, frente al restaurante Positano. Es una Remington con mira telescópica, con dos cartuchos usados. Los casquillos estaban en el techo.
    -¿Huellas dactilares? -preguntó Laurie.
    -Las limpiaron -contestó Lou-, pero los muchachos de criminología siguen buscando.
    -¿Han rastreado el arma? –preguntó Jack.
    -Sí. La escopeta pertenecía a un cazador de Menlo Park. Pero, como era de esperar, allí terminan las pistas. Al tipo le habían entrado a robar el día anterior. Lo único que se llevaron fue la escopeta.
    -¿Y ahora qué? -preguntó Laurie.
    -Estamos siguiendo algunas pistas -explicó Lou-. Además, todavía nos falta hablar con algunos confidentes. Pero en realidad, lo único que podemos hacer es cruzar los dedos y esperar un golpe de suerte. ¿Y qué me decís vosotros? ¿Tenéis idea de cómo desapareció el cadáver?
    -Todavía no, pero me ocuparé de ello personalmente -repuso Laurie.
    -Eh, no la animes -protestó Jack-. Es trabajo de Bingham y Washington.
    -Tiene razón, Laurie -dijo Lou.
    -Claro que la tengo. La última vez que Laurie se metió con la mafia, se la llevaron de aquí en un ataúd. Al menos eso me dijiste.
    -Eso fue distinto -dijo Laurie-. No estoy tan metida en este caso como lo estaba en el otro. Creo que es fundamental descubrir cómo desapareció el cadáver, por el bien de este instituto. Y, francamente, dudo mucho de que Bingham y Washington se molesten en averiguarlo. A ellos les conviene que el asunto se desvanezca en el aire.
    -Lo entiendo -dijo Lou-. De hecho, creo que si la prensa dejara de atosigarnos, el jefe nos pediría que abandonáramos el caso. Quién sabe.
    -Yo me propongo descubrir cómo desapareció -repitió ella con convicción.
    -Bien, saber quién y cómo lo hizo podría facilitar mi investigación -dijo Lou-. Lo más probable es que lo haya hecho la misma gente de Vaccaro. Sería lo más lógico.
    Jack levantó las manos.
    -Me largo de aquí -dijo a Laurie-. Ya veo que no quieres escuchar razones.
    De camino hacia la puerta, volvió a tirar de la camisa de Vinnie.
    Jack se asomó al despacho de Janice.
    -¿Hay algún dato que no esté en la carpeta que debería saber sobre el tipo que apareció en el mar? -preguntó a la investigadora.
    -Lo poco que sabemos está allí -contestó Janice-. Salvo el sitio exacto donde la guardia costera recogió el cadáver. Dijeron que antes de decírmelo tendrían que averiguar si se trataba de información confidencial. Pero no creo que esa información cambie nada. Ninguno de nosotros va a ir allí a buscar la cabeza y las manos.
    -Estoy de acuerdo -convino Jack-. Pero hazlos llamar de todos modos. Para que conste en la ficha.
    -De acuerdo, le dejaré una nota a Bart -respondió ella.
    Bart Arnold era el jefe de investigadores forenses.
    -Gracias, Janice -dijo Jack-. Y ahora lárgate de aquí y duerme un poco. -Janice vivía tan entregada a su trabajo que siempre hacía horas extra.
    -Un momento. Hay algo que olvidé mencionar en el informe -advirtió Janice-. Cuando recogieron el cuerpo, estaba desnudo. Sin una sola prenda.
    Jack asintió con un gesto. Era un dato curioso. Desvestir a un cadáver implicaba un esfuerzo adicional para el asesino.
    Jack reflexionó un momento y llegó a la conclusión de que aquel detalle era coherente con el deseo del asesino de ocultar la identidad de la víctima, algo obvio puesto que le faltaban la cabeza y las manos. Se despidió de Janice con un movimiento de mano.
    -No me digas que nos toca el tipo que apareció en el mar -protestó Vinnie mientras él y Jack se dirigían al ascensor.
    -Vaya, es evidente que no te enteras de nada cuando lees las páginas de deportes. Laurie y yo estuvimos hablando al respecto durante diez minutos.
    Subieron al ascensor e iniciaron el descenso hacia la sala de autopsias. Vinnie rehuía la mirada de Jack.
    -Estás muy raro, Vinnie. No me digas que te has tomado la desaparición de Franconi como algo personal.
    -Déjame en paz.
    Mientras Vinnie se ponía el traje de protección, sacaba toda la parafernalia necesaria para la autopsia y colocaba el cuerpo sobre la mesa, Jack repasó los datos de la carpeta para asegurarse de que no había pasado por alto ningún detalle.
    Luego fue a buscar las radiografías del cadáver, tomadas en el momento del ingreso.
    Jack se puso su propio traje protector, cerrado e impermeable, que incluía una máscara facial y un sistema de ventilación. Por lo general detestaba el traje, pero cuando tenía que trabajar con un ahogado o un cadáver rescatado en el agua, lo soportaba. Como había bromeado antes con Laurie, el olor era la peor parte.
    A esa hora de la mañana, Jack y Vinnie estaban solos en la sala de autopsias. Muy a pesar de Vinnie, Jack siempre insistía en comenzar a trabajar a primera hora. A menudo él terminaba su primer caso cuando sus colegas empezaban.
    El primer paso del procedimiento era examinar las radiografías y Jack las puso en el negatoscopio. Con las manos en las caderas, retrocedió unos pasos y observó la radiografía anteroposterior de cuerpo completo. Sin manos ni pies, la imagen tenía un aspecto decididamente anormal, como si se tratara de una radiografía de un ser primitivo, no humano.
    La otra anomalía era un brillante y denso cúmulo de perdigones en el cuadrante superior derecho. La primera impresión de Jack fue que había varios impactos de bala, no sólo uno. Había demasiadas bolitas metálicas.
    Las balas aparecían opacas en la placa y oscurecían cualquier detalle en la zona. A la luz del negatoscopio, se veían blancas.
    Jack estaba a punto de pasar a la radiografía lateral cuando notó otra particularidad en el área opaca. En dos sitios, la periferia era extraña, el contorno de la herida se veía más protuberante de lo habitual.
    Miró la radiografía lateral y observó la misma anomalía.
    Su primera conclusión fue que la explosión había introducido algún material radiopaco en la herida. Quizá se tratara de algún fragmento de la ropa de la víctima.
    -Cuando gustes, maestro -dijo Vinnie. Ya lo tenía todo preparado.
    Jack se apartó del negatoscopio y se acercó a la mesa de autopsias. El cadáver tenía una palidez espectral bajo la luz fluorescente. Fuera quien fuese, estaba bastante sobrado de peso y no había hecho ningún viaje reciente al Caribe.
    -Para citar uno de tus comentarios favoritos -dijo Vinnie-: No parece que este tipo vaya a poder asistir a la fiesta de graduación.
    Jack sonrió ante el humor negro de Vinnie. La frase era muy digna de él, lo que indicaba que se había recuperado de su rabieta.
    El cuerpo estaba en un estado lamentable, aunque limpio, debido al tiempo transcurrido en el agua. Por cierto, era evidente que ese tiempo había sido breve. Los estragos iban más allá de los diversos impactos de bala en la parte superior del abdomen. No sólo le faltaban la cabeza y las manos, sino que también había anchos y profundos cortes en el torso y los muslos, que dejaban al descubierto vetas de tejido adiposo. Los bordes de todas las heridas eran irregulares.
    -Parece que los peces se han dado un buen festín -observó Jack.
    -Sí, estupendo.
    Los impactos de bala habían dañado y dejado al descubierto varios órganos del abdomen. Una parte de los intestinos estaba a la vista y un riñón colgaba fuera de la herida.
    Jack levantó un brazo y examinó los huesos expuestos.
    -Yo diría que lo hicieron con una sierra para metales -sugirió Jack.
    -¿Y qué son estos cortes tan grandes? ¿Alguien trató de trincharlo como a un pavo de Navidad?
    -No. Supongo que lo atropelló una lancha -dijo Jack-.
    Parecen heridas de hélice.
    A continuación, Jack inició un escrupuloso examen del exterior del cuerpo. Sabía que con tantas lesiones evidentes era fácil pasar por alto detalles más sutiles. Su meticulosidad dio resultado. En la parte posterior del cuello, justo por en cima de la clavícula, encontró una pequeña lesión circular.
    Halló otra similar en el lado izquierdo, debajo de la caja torácica.
    -¿Qué son esas cosas? -preguntó Vinnie.
    -No lo sé -respondió Jack-. Parecen heridas por punción.
    -¿Cuántas balas crees que le metieron en la barriga? -pre guntó Vinnie.
    -Es difícil asegurarlo -respondió Jack.
    -Vaya. No corrieron ningún riesgo -comentó Vinnie-. Es obvio que querían verlo muerto.
    Media hora después, cuando Jack estaba a punto de iniciar el examen interno del cadáver, se abrió la puerta y entró Laurie. Tenía una bata blanca y una mascarilla en la cara, pero no llevaba el equipo de las autopsias. Dado que siempre respetaba las reglas y que estaba prohibido entrar en el "foso" sin el traje protector, Jack sospechó algo raro de inmediato.
    -Por lo menos no ha estado mucho tiempo en el agua -dijo Laurie mirando el cadáver. No está descompuesto.
    -Sólo se dio un chapuzón para refrescarse -bromeó Jack.
    -¡Qué herida de bala! -se asombró Laurie, observando el siniestro agujero. Luego vio los múltiples cortes y añadió-:
    Estos parecen hechos por una hélice.
    Jack se irguió.
    -¿Qué pasa, Laurie? -preguntó-. No has venido aquí para ayudarnos, ¿verdad?
    -No -admitió Laurie. Su voz tembló detrás de la mascarilla-. Supongo que necesitaba un poco de apoyo moral.
    -¿Por qué? -preguntó Jack.
    -Calvin acaba de meterme bronca -dijo Laurie-. Por lo visto, el asistente del turno de noche, Mike Passano, le dijo que anoche lo acusé de estar involucrado en la desaparición del cadáver de Franconi. ¿Puedes creerlo? Bueno, Calvin estaba hecho una furia, y ya sabes cuánto detesto los enfrentamientos.
    Acabé llorando, y después me enfadé conmigo misma.
    Jack resopló. Se preguntó qué podía decirle, aparte de "te lo dije", pero no se le ocurrió nada.
    -Lo siento -dijo sin convicción.
    -Gracias -respondió Laurie.
    -Derramaste unas cuantas lágrimas -dijo Jack-. No pasa nada. No seas tan dura contigo misma.
    -Pero detesto estos arrebatos -protestó Laurie-. Son muy poco profesionales.
    -Yo no me preocuparía -repuso Jack-. A veces me gustaría ser capaz de llorar. Podríamos hacer un trueque parcial de debilidades. Los dos saldríamos ganando.
    -¡Cuando quieras! -dijo Laurie con vehemencia. Era la primera vez que Jack admitía algo que ella había sospechado durante mucho tiempo: reprimir el dolor era el principal obstáculo para su felicidad.
    -Bueno; al menos ahora abandonarás tu minicruzada -dijo Jack.
    -¡En absoluto! -respondió Laurie-. Al contrario; esto refuerza mi decisión porque prueba exactamente lo que me temía. Calvin y Bingham se proponen esconder este episodio debajo de la alfombra. Y eso no está bien.
    -¡Ay, Laurie! -protestó Jack-. ¡Por favor! Este enfrentamiento con Calvin no es más que un preludio de lo que te espera. Lo único que conseguirás es crearte problemas.
    -Es una cuestión de principios -afirmó Laurie-. Así que no me sermonees. He venido a buscar apoyo moral.
    Jack suspiró, empañando su mascarilla de plástico por un instante.
    -De acuerdo -dijo-. ¿Qué quieres que haga?
    -Nada en particular -respondió Laurie-. Sólo que estés disponible para cuando te necesite.
    Quince minutos después, Laurie salió de la sala de autopsias.
    Jack le había enseñado todas las lesiones externas, incluyendo las dos heridas por punción. Ella lo había escuchado a medias, obviamente preocupada por el caso Franconi. Jack había tenido que morderse la lengua para no repetirle su opinión al respecto.
    -Acabemos con la revisión externa -dijo Jack a Vinnie-.
    Pasemos al examen del interior.
    -Ya era hora -protestó Vinnie. Eran más de las ocho y estaban llegando otros cadáveres, acompañados de los forenses y sus asistentes. A pesar de que habían empezado tem prano, no le sacaban mucha ventaja a los demás.
    Jack dejó a un lado las burlas sobre el desventurado cadáver. Con tantas lesiones evidentes, tenía que variar el procedimiento tradicional y eso exigía toda su concentración.
    A diferencia de Vinnie, no se daba cuenta del paso del tiempo.
    Pero una vez más, su meticulosidad dio frutos. Aunque el hígado estaba prácticamente destrozado por las balas, Jack descubrió algo que se le habría pasado por alto a cualquiera que hubiera hecho un trabajo más superficial y sumario.
    Encontró diminutos restos de suturas quirúrgicas en la vena cava y en el borde irregular de la arteria hepática. La arteria hepática conduce la sangre al hígado, mientras que la vena cava es la más larga del abdomen. Jack no encontró sutura alguna en la vena porta porque ésta estaba prácticamente destrozada.
    -Ven aquí, Chet -llamó Jack.
    Chet McGovern, el compañero de despacho de Jack, estaba trabajando en la mesa contigua. Dejó su escalpelo y se acercó a la mesa de Jack. Vinnie se movió hacia la cabecera para hacerle sitio.
    -¿Qué has encontrado? -preguntó Chet-. ¿Algo interesante? -Miró el interior del orificio donde estaba trabajando
    -Desde luego -respondió Jack-. Tengo unas cuantas balas, pero también algunas suturas vasculares.
    -¿Dónde? -preguntó Chet, que no veía ninguna anomalía anatómica.
    -Aquí -Jack señaló con la punta del escalpelo.
    -Sí, las veo -dijo Chet con admiración-. Estupendo hallazgo. No hay mucha endotelización. Yo diría que no son muy antiguas.
    -Es lo que pensé -convino Jack-. Calculo que tienen un mes o dos. Seis como máximo.
    -¿Qué interés crees que tienen?
    -Pues supongo que las posibilidades de identificación acaban de multiplicarse en un mil por ciento -dijo Jack. Se irguió y se estiró.
    -Bueno -dijo Chet-. Tu descubrimiento indica que la víctima fue sometida a cirugía abdominal. Hay mucha gente que ha pasado por esas operaciones.
    -No como ésta -replicó Jack-. Las suturas en la vena cava y en la arteria hepática indican que pertenecía a un grupo muy reducido. Apuesto a que le hicieron un trasplante de hígado hace poco tiempo.















    CAPITULO 8
    5 de marzo de 1997, 10.00 horas.
    Nueva York

    Raymond Lyons se levantó el puño de la camisa y consultó el delgadísimo reloj de pulsera Piaget. Eran las diez en punto. Estaba satisfecho. Le gustaba ser puntual, sobre todo en las reuniones de negocios, pero detestaba llegar demasiado pronto. Desde su punto de vista, llegar temprano indicaba desesperación, y Raymond quería negociar desde una posición de poder.
    Había pasado varios minutos en el cruce de Park Avenue con la calle Setenta y ocho, esperando a que llegara la hora.
    Ahora se enderezó la corbata, se ajustó el sombrero de ala ancha y se dirigió hacia el 972 de Park Avenue.
    -Busco la consulta del doctor Anderson -anunció al conserje de librea que abrió la pesada puerta de cristal y rejas de hierro forjado.
    -El doctor tiene una entrada particular -dijo el portero.
    Salió a la acera detrás de Raymond y señaló hacia el sur.
    Raymond se tocó el ala del sombrero en señal de agradecimiento y echó a andar hacia la entrada privada. Un cartel grabado en bronce rezaba: Por favor, llame y entre. Raymond hizo lo que se le indicaba.
    Cuando la puerta se cerró tras él, Raymond se sintió encantado La consulta tenía un aspecto lujoso e incluso olía a dinero. Estaba elegantemente decorada con antiguedades y tupidas alfombras orientales.
    Las paredes estaban cubiertas de obras de arte del siglo XIX.
    Raymond se acercó a un refinado escritorio francés de taracea. Una recepcionista impecablemente vestida, con expresión cordial, lo miró por encima de sus gafas. Sobre la mesa, vuelta hacia Raymond, había una placa que anunciaba:
    SEÑORA DE ARTHUR P. AUCHINCLOSS.
    Raymond anunció su nombre, recalcando su condición de médico. Sabía que las recepcionistas de los médicos a menudo se mostraban arrogantes con los visitantes que no eran de la profesión.
    -El doctor lo espera -dijo la señora Auchincloss.
    -¿La consulta es grande? -preguntó Raymond.
    -Sí, desde luego -respondió la recepcionista-. El doctor Anderson es un médico muy solicitado. Tenemos cuatro salas de consulta y una de radiología.
    Raymond sonrió. No era difícil imaginar las astronómicas ganancias que los expertos en productividad habrían prometido al doctor Anderson durante el apogeo de la medicina privada. Desde el punto de vista de Raymond, el doctor Anderson era el candidato perfecto para asociarse con ellos.
    Aunque era evidente que aún contaba con unos cuantos pacientes ricos, dispuestos a pagar para mantener la antigua y cómoda relación con él, las mutualidades médicas lo tenían contra las cuerdas.
    -En tal caso, supongo que tienen mucho personal -dijo Raymond.
    -Sólo una enfermera -respondió la señora Auchincloss-.
    En los tiempos que corren, es difícil encontrar personal competente.
    Sí, claro, pensó Raymond. Una sola enfermera para cuatro salas de consulta significaba que el médico estaba en apuros.
    Pero Raymond no expresó su opinión. En su lugar, paseó la vista por las paredes empapeladas y dijo: .
    -Siempre he admirado los antiguos consultorios de Park Avenue. Son elegantes y tranquilos. Inspiran un sentimiento de confianza.
    -Estoy segura de que nuestros pacientes piensan lo mismo -respondió la señora Auchincloss.
    Se abrió una puerta interior y una mujer enjoyada, vestida con prendas de Gucci, salió a la recepción. Estaba patéticamente delgada y se había sometido a tantos liftings que su boca dibujaba una sonrisa tensa y perpetua. Detrás de ella apareció el doctor Waller Anderson.
    Raymond y Waller cambiaron una fugaz mirada mientras el médico acompañaba a la paciente y daba instrucciones a la recepcionista sobre la próxima visita.
    Raymond observó al médico. Era alto y tenía el mismo porte refinado que Raymond creía poseer. Pero Waller no estaba bronceado. De hecho, su tez tenía un color ceniciento, y los ojos tristes y las mejillas hundidas le daban aspecto de cansado. Para Raymond, en su cara se leían con claridad señales de infortunio.
    Tras despedir efusivamente a su paciente, Waller hizo señas a Raymond para que lo siguiera. Recorrieron el largo pasillo que comunicaba con las consultas. Al llegar al fondo, lo invitó a pasar a su despacho y cerró la puerta.
    Waller se presentó con cordialidad, pero también con evidente reserva. Cogió el abrigo y el sombrero de Raymond y los colgó con cuidado en un armario pequeño.
    -¿Café? -preguntó.
    -Claro -respondió Raymond.
    Unos minutos después, cuando ambos tuvieron sus tazas de café, Waller se sentó ante su escritorio y Raymond frente a él. Este inició la conversación.
    -Corren tiempos difíciles para practicar la medicina -dijo.
    Waller emitió un sonido similar a una risita, pero desprovisto de humor. Era obvio que no estaba contento.
    -Nosotros le ofrecemos la oportunidad de aumentar sus ingresos, así como un servicio exclusivo para seleccionar a sus pacientes -prosiguió Raymond. La presentación de Raymond era un discurso ensayado, que había ido perfeccionando con los años.
    -¿Hay algo ilegal en este asunto? -interrumpió Waller con tono grave, casi irritable-. Porque si lo hay, no me interesa.
    -No hay nada ilegal le aseguró Raymond-. Pero es extremadamente confidencial. Cuando hablamos por teléfono, usted dijo que estaba dispuesto a mantener esta conversación entre nosotros y el doctor Daniel Levitz.
    -Mientras mi silencio no sea incriminatorio para mí -dijo Waller-. No pienso permitir que me manipulen o me conviertan en cómplice de ninguna acción criminal.
    -No tiene por qué preocuparse -aseguró Raymond y sonrió-. Pero si decide unirse a nuestro grupo, le pediremos que haga una declaración jurada en la que se comprometa a mantener la confidencialidad. Sólo entonces se le darán detalles específicos.
    -No tengo problemas en hacer una declaración jurada -dijo Waller-. Siempre y cuando no transgreda ninguna ley.
    -Muy bien -dijo Raymond.
    Dejó la taza en el escritorio de Waller para tener las manos libres. Estaba firmemente convencido de que la gesticulación era importante para producir el efecto previsto. Comenzó relatando su azaroso encuentro con Kevin Marshall, siete años antes. Este había dado una conferencia, a la que había asistido poco público, durante un congreso nacional sobre la transposición homóloga de partes de cromosomas entre las células.
    -¿Transposición homóloga? .¿Qué demonios es eso? -preguntó Waller, que había asistido a la facultad de medicina antes de la revolución en la biología molecular y en consecuencia no estaba familiarizado con esos términos.
    Raymond se lo explicó con paciencia, poniendo como ejemplo los brazos cortos del cromosoma seis.
    -Así que el tal Kevin Marshall ha descubierto una técnica para extraer una parte de un cromosoma de una célula e intercambiarla por la misma parte de otra célula, poniéndola en la misma posición -dijo Waller.
    -Exactamente -respondió Raymond-. Para mí, aquello fue como una epifanía, porque de inmediato sospeché las aplicaciones clínicas del descubrimiento. De repente, era potencialmente posible crear un doble inmunológico de un individuo.
    Como sin duda sabrá, el brazo corto del cromosoma seis contiene el complejo mayor de histocompatibilidad.
    -Como un gemelo idéntico -dijo Waller con creciente interés.
    -Mejor que un gemelo idéntico -repuso Raymond-. El doble inmunológico se crea en un especimen animal de la talla apropiada, que puede sacrificarse si es necesario. Poca gente permitiria el sacrificio de su hermano gemelo.
    -¿Por qué no se publicó este hallazgo? -preguntó Waller.
    -El doctor Marshall pensaba hacerlo -explicó Raymond-.
    Pero antes quería terminar de investigar algunos detalles secundarios. El jefe de su departamento lo obligó a hacerlo público. ¡Por suerte para nosotros!
    "Después de escuchar su conferencia, lo abordé y lo convencí de que trabajara privadamente. No fue fácil, pero conseguí que la balanza se inclinara a nuestro favor cuando le prometí el laboratorio de sus sueños, sin intromisiones de los círculos académicos. Le aseguré que le proporcionaríamos todo el equipo e instrumental que necesitara.
    -¿Y usted tenía un laboratorio así? -preguntó Waller.
    -En aquel entonces, no -admitió Raymond-. Pero en cuanto obtuve su conformidad, me dirigí a un gigante de la biotecnología, cuyo nombre no mencionaré a menos que acepte unirse a nosotros. Aunque tuve algunas dificultades, finalmente les vendí una idea para comercializar este gran descubrimiento.
    -¿Y cómo se hace? -preguntó Waller.
    Raymond se sentó en el borde de la silla y miró a Waller a los ojos.
    -Creamos el doble inmunológico de un cliente a cambio de cierta cantidad de dinero -explicó-. Como podrá imaginar, es una suma importante, aunque no desorbitada teniendo en cuenta la tranquilidad que brinda. Pero la mayor parte de nuestros beneficios proviene de las cuotas anuales que el cliente debe pasar para mantener a su doble.
    -Algo así como una prima de ingreso y luego cuotas periodicas.
    -Sí, supongo que podría expresarse en esos términos -asintió Raymond.
    -¿Y cómo me beneficiaría yo de esto? -preguntó Waller.
    -De muchísimas maneras -respondió Raymond-. He organizado el negocio como una pirámide. Por cada cliente que usted reclute, obtiene un porcentaje, no sólo de la suma inicial, sino también de las cuotas anuales. Además, lo animaremos a reclutar a otros médicos como usted, que han perdido parte de su clientela, pero que todavía tienen un número significativo de pacientes solventes y preocupados por su salud. Usted también obtendrá beneficios por los pacientes que consigan los médicos que ha reclutado. Por ejemplo, si usted se decide a ingresar en el grupo, el doctor Levitz, que lo ha recomendado, recibirá un porcentaje por cada una de las personas a quienes usted haya convencido. No necesita ser economista para comprender que con un pequeño es fuerzo puede obtener unas ganancias sustanciales. Y como incentivo adicional, podemos ingresarle sus beneficios en el extranjero, para que no tenga que pagar impuestos.
    -¿Y por qué tanto secreto? -preguntó Waller.
    -Por razones obvias en lo tocante a las cuentas en el extranjero -explicó Raymond-. En lo que respecta al programa en general, no se han tomado recaudos ante posibles conflictos éticos. En consecuencia, la compañía de biotecnología que hace posible todo esto teme la publicidad negativa. Con franqueza, algunas personas están en contra del uso de animales para trasplantes, y naturalmente no queremos vernos obligados a lidiar con los fanáticos defensores de los derechos de los animales. Además, ésta es una operación cara y sólo podemos ofrecer nuestros servicios a un grupo de individuos selectos. Esto viola el concepto de igualdad.
    -¿Puedo preguntar cuántos clientes se han beneficiado de este proyecto?
    -¿Personas corrientes o médicos? -preguntó Raymond.
    -Personas corrientes.
    -Unos cien.
    -¿Y alguien ha tenido que hacer uso de su doble?
    -Sí, cuatro personas -respondió Raymond-. Se han practicado dos trasplantes de riñón y dos de hígado. Los pacientes evolucionan de maravilla sin medicación y sin síntomas de rechazo. Debo añadir que se cobra una importante suma adicional por el trasplante y que los médicos involucrados obtienen el mismo porcentaje de dicha suma.
    -¿Cuántos médicos trabajan con ustedes? -inquirió Waller.
    -Menos de cincuenta. Al principio el reclutamiento fue algo lento, pero ahora se está acelerando.
    -¿Cuánto tiempo hace que funciona el programa? -preguntó Waller.
    -Unos seis años -respondió Raymond-. Ha requerido una inversión importante y mucho esfuerzo, pero ahora comienza a pagar con creces. Debo recordarle que usted ingresará en los primeros estadios, de modo que la estructura piramidal lo beneficiará enormemente.
    -Parece interesante -admitió Waller-. Dios sabe que me vendrían bien unos ingresos adicionales, ya que cada vez tengo menos pacientes. He de hacer algo antes de perder la consulta.
    -Sería una lástima -convino Raymond.
    -¿Puedo pensarlo durante un día o dos? -preguntó Waller.
    Raymond se puso en pie. Sabía por experiencia que acababa de marcar otro tanto.
    -Desde luego -dijo generosamente-. También le sugiero que llame al doctor Levitz. El lo ha recomendado y está muy satisfecho con el programa.
    Cinco minutos después, Raymond salió a la calle y giró hacia el sur por Park Avenue. Caminaba muy animado. Con el cielo azul, el aire puro y las señales de la primavera que se acercaba, se sentía en la gloria, sobre todo por la agradable descarga de adrenalina que siempre le producía un reclutamiento. Incluso los problemas de los últimos días le parecían insignificantes. El futuro era brillante y prometedor.
    Pero de repente, una catástrofe inminente surgió de la nada. Abstraído en su reciente triunfo, Raymond bajó del bordillo y estuvo a punto de ser atropellado por un veloz autobús. El viento del vehículo le hizo volar el sombrero, y el agua sucia de las alcantarillas salpicó la pechera de su abrigo de cachemira.
    Raymond se balanceó hacia atrás, aturdido, pues acababa de escapar por los pelos de una muerte horrible. Nueva York era una ciudad de cambios bruscos e inesperados.
    -¿Se encuentra bien, amigo? -preguntó un transeúnte entregándole a Raymond su sombrero abollado.
    -Estoy bien, gracias -dijo Raymond. Se miró la pechera del abrigo y se sintió enfermo. El incidente parecía metafórico y evocó la ansiedad que había experimentado durante el desafortunado caso Franconi. El barro le recordó su relación con Vinnie Dominick.
    Sintiéndose castigado, Raymond cruzó la calle con mucho cuidado. La vida estaba llena de peligros. Mientras andaba hacia la calle Sesenta y cuatro, comenzó a preocuparse por Ios otros dos casos de trasplante. Hasta que se había presentado el problema con Franconi, nunca había pensado en las nefastas consecuencias de una autopsia. .
    De repente, Raymond decidió comprobar el estado de los otros pacientes. No le cabía duda de que la amenaza de Taylor Cabot había sido real. Si uno de los pacientes era sometido a una autopsia en el futuro por cualquier razón, y la prensa se enteraba de los resultados, todo se iría al garete. Entonces, sin lugar a dudas, GenSys abandonaría el proyecto.
    Raymond apuró el paso. Un paciente vivía en Nueva York y el otro en Dallas. Pensó que lo mejor sería telefonear a los médicos que los habían reclutado.












    CAPITULO 9
    5 de marzo de 1997, 17.45 horas.
    Cogo, Guinea Ecuatorial

    -¡Hola! -gritó Candace-. ¿Hay alguien?
    Kevin se sobresaltó ante el ruido inesperado. Los técnicos se habían marchado a casa hacía un buen rato y en el laboratorio reinaba un silencio absoluto, roto sólo por la grave vibración de las unidades de refrigeración. Kevin se había quedado trabajando en la separación de fragmentos de ADN, pero al oír la voz de Candace, le falló el pulso y el contenido de la micropipeta se derramó sobre la superficie del gel. Había echado a perder el análisis; tendría que empezar otra vez.
    -¡Aquí! -gritó Kevin, dejando la pipeta.
    Entre los botes de reactivos que cubrían el banco del laboratorio, vio a Candace en el umbral de la puerta.
    -¿Vengo en mal momento? -preguntó Candace mientras se aproximaba.
    -No, estaba terminando -repuso Kevin. Esperaba que su cara no delatara sus sentimientos.
    Aunque se sentía frustrado por haber perdido el tiempo en el análisis, Kevin se alegraba de ver a Candace. Durante la comida, había hecho acopio de valor para invitar a Melanie y a Candace a su casa a tomar el té.
    Ambas habían aceptado con alegría. Melanie había reconocido que siempre había sentido curiosidad por ver el interior de la casa.
    La tarde había sido un éxito. Sin duda el ingrediente fundamental de ese éxito era la personalidad de las dos mujeres.
    La conversación no había decaído en ningún momento.
    Otro factor contribuyente había sido el vino que decidieron beber en lugar de té.
    Como miembro de la elite de la Zona, Kevin recibía una dotación regular de vino francés que rara vez bebía. En consecuencia, tenía una bodega impresionante.
    El principal tema de conversación había sido Estados Unidos, el pasatiempo favorito de los norteamericanos expatriados temporalmente. Los tres habían ensalzado y discutido las virtudes de sus lugares de origen. Melanie amaba Nueva York y afirmaba que era una ciudad sin par, Candace dijo que la calidad de vida en Pittsburgh estaba muy por encima de la media del país y Kevin alabó los estímulos intelectuales que podían encontrarse en Boston.
    Habían evitado adrede discutir el arrebato emocional de Kevin en la comida. En su momento, tanto Candace como Melanie le habían preguntado qué había querido decir cuando había comentado que le aterrorizaba sobrepasar los límites. Pero al ver que Kevin estaba muy alterado y se resistía a dar explicaciones, no insistieron. Las mujeres decidieron intuitivamente que era mejor cambiar de tema, al menos por el momento.
    -He venido a ver si puedo llevarte a conocer al señor Horace Winchester -dijo Candace-. Le he hablado de ti y le gustaría darte las gracias personalmente.
    -No sé si es buena idea -repuso Kevin, sintiendo que la tensión crecía en su interior.
    -Al contrario -replicó Candace-. Después de lo que comentaste durante la comida, creo que deberías ver el lado bueno de lo que haces. Lamento que lo que dije te hiciera sentir tan mal.
    El comentario de Candace era la primera referencia a la pataleta de Kevin desde que ésta había ocurrido. El pulso de Kevin se aceleró.
    -No fue culpa tuya. Ya estaba nervioso antes de oír tus comentarios.
    -Entonces ven a conocer a Horace -insistió Candace-. Se está recuperando estupendamente. De hecho, está tan bien que no necesita una enfermera de cuidados intensivos como yo.
    -No sabría qué decirle -murmuró Kevin.
    -Oh, no importa lo que digas -repuso Candace-. El hombre está muy agradecido. Hace apenas unos días estaba tan enfermo que pensó que iba a morir. Ahora siente que le han dado una nueva oportunidad. ¡Venga! Te hará sentir mejor.
    Kevin se esforzó por encontrar una razón para no ir, pero en ese momento lo salvó otra voz. Era Melanie.
    -Eh, mis dos compañeros de bebida favoritos -dijo Melanie mientras entraba en el laboratorio.
    Había visto a Candace y a Kevin a través de la puerta abierta cuando se dirigía a su propio laboratorio, al fondo del pasillo. Vestía un mono azul con la inscripción Centro de Animales bordada en el bolsillo del pecho.
    -¿Ninguno de los dos tiene resaca? -preguntó Melanie-.
    Yo todavía estoy un poco achispada. ¡Dios, nos bebimos dos botellas de vino! ¿Podéis creerlo?
    Ni Candace ni Kevin respondieron. Melanie miró primero a uno y luego al otro. Intuyó que algo iba mal.
    -¿Qué es esto?, ¿un velatorio? -preguntó.
    Candace sonrió. Le gustaba la actitud directa e irreverente de Melanie.
    -No lo creo -respondió Candace-. Kevin y yo estábamos en un atolladero. Yo procuraba convencerlo de que fuera conmigo al hospital a conocer a Winchester. Ya se ha levantado de la cama y se siente de maravilla. Le he hablado de vosotros y le gustaría conoceros a ambos.
    -Tengo entendido que es propietario de una cadena de hoteles dijo Melanie con un guiño-. Quizá consigamos que nos regale algunos vales de bebida gratis.
    -Con lo agradecido que está y lo rico que es, creo que podrías sacarle mucho más -respondió Candace-. El problema es que Kevin se niega a ir.
    -¿Cómo es eso, colega? -preguntó Melanie.
    -Pensé que sería bueno para él ver el lado positivo de lo que ha hecho -señaló Candace.
    Buscó la mirada de Melanie, que captó de inmediato las motivaciones de la enfermera.
    -Sí -dijo Melanie-. Vayamos a buscar un estímulo positivo de un paciente humano y vivo. Eso justificará nuestros esfuerzos y nos dará ánimos.
    -Yo creo que me hará sentir peor -repuso Kevin.
    Desde que había regresado al laboratorio, había procurado concentrarse en la investigación para evitar afrontar sus temores. La estratagema había funcionado un rato, hasta que la curiosidad había podido más y lo había inducido a buscar la isla Francesca en el ordenador. Jugar con los datos había tenido un efecto tan desastroso como ver el humo.
    Melanie se llevó las manos a las caderas.
    -¿Por qué? -preguntó-. No lo entiendo.
    -Es difícil de explicar -respondió Kevin con aire evasivo.
    -Ponme a prueba -lo desafió Melanie.
    -Porque ver a ese hombre me recordará cosas en las que prefiero no pensar -dijo Kevin-. Como lo ocurrido con el otro paciente.
    -¿Te refieres a su doble?, ¿el bonobo? -preguntó Melanie.
    Kevin asintió con la cabeza. Su cara estaba encendida, casi tanto como durante su arrebato en la cantina.
    -Te estás tomando este asunto de los derechos de los animales aún más en serio que yo -dijo Candace.
    -Me temo que esto va más allá de la cuestión de los derechos de los animales -replicó Kevin.
    Se produjo un silencio tenso. Melanie miró a Candace, quien se encogió de hombros, sugiriendo que estaba desconcertada.
    -¡Bueno, ya es suficiente! -exclamó Melanie con súbita determinación. Puso las manos sobre los hombros de Kevin y lo obligó a sentarse en el taburete del laboratorio-. Hasta esta tarde yo creía que éramos sólo colegas. -Se inclinó y puso su cara de rasgos angulosos a pocos centímetros de la de Kevin-. Pero ahora he cambiado de opinión. Creo que empiezo a conocerte un poco mejor, cosa que debo decir que me ha gustado, y ya no creo que seas un esnob intelectual frío y distante. De hecho, me parece que somos amigos. ¿Estoy en lo cierto?
    Kevin hizo un gesto de asentimiento. Se veía obligado a mirar fijamente los negros y marmoleados ojos de Melanie.
    -Los amigos se cuentan sus cosas -prosiguió Melanie-. Se comunican- No ocultan sus sentimientos ni hacen que los demás se sientan incómodos. ¿Entiendes lo que digo?
    -Eso creo -respondió Kevin, que nunca había pensado que su conducta podía incomodar a los demás.
    -¿Eso crees? -lo regañó Melanie-. ¿Cómo tengo que explicártelo para que estés seguro?
    Kevin tragó saliva.
    -Supongo que lo estoy.
    Frustrada, Melanie puso los ojos en blanco.
    -Eres tan evasivo, que me sacas de las casillas. Pero está bien, lo entiendo. Lo que no puedo entender es tu pataleta durante la comida, el hecho de que cuando te pregunté qué pasaba respondieras con un comentario vago acerca de "traspasar los límites" y que luego te encerraras otra vez en tu concha y te negaras a hablar del tema. Sea lo que fuere lo que te preocupa, no puedes permitir que se emponzoñe en tu interior. Sólo te hará daño y obstaculizará tus amistades.
    Candace asentía con la cabeza a todo lo que decía Melanie.
    Kevin miró a las dos mujeres francas y obstinadas. Por mucho que se resistiera a expresar sus temores, en aquel momento le pareció que no tenía alternativa, sobre todo con la cara de Melanie a escasos centímetros de la suya. Sin saber cómo comenzar, dijo:
    -He visto humo procedente de la isla Francesca.
    -¿Qué es la isla Francesca? -preguntó Candace.
    -La isla adonde van los bonobos transgénicos cuando llegan a la edad de tres años -respondió Melanie-. ¿Y qué pasa con el humo?
    Kevin se puso en pie e hizo señas a las mujeres para que lo siguieran. Fue hasta su escritorio y señaló con el índice por la ventana, en dirección a la isla Francesca.
    -He visto el humo tres veces -explicó-. Siempre procede del mismo sitio: a la izquierda del macizo de piedra caliza. Es sólo una pequeña columna que serpea en el cielo, pero aparece una y otra vez.
    Candace aguzó la vista. Era algo miope, pero por vanidad no usaba gafas.
    -¿Es la isla más lejana? -preguntó. Le pareció divisar unas manchas pardas en el centro de la isla, que podrían ser rocas.
    A la luz del atardecer, las otras islas del archipiélago parecían montículos homogéneos de musgo verde oscuro.
    -La misma -respondió Kevin. .
    -Vaya problema -observó Melanie-. Un par de pequeños incendios. Con tantos rayos como caen en esta zona, no debería extrañarte.
    -Es lo mismo que sugirió Bertram Edwards -repuso él-.
    Pero no puede tratarse de rayos.
    -¿Quién es Bertram Edwards? -preguntó Candace.
    -¿Por qué no puede tratarse de rayos? -inquirió Melanie haciendo caso omiso de la pregunta de Candace-. Es probable que haya vetas de metales en las rocas.
    -¿No has oído decir que los rayos nunca caen dos veces en el mismo sitio? El fuego no fue producido por rayos. Además, el fuego persiste y nunca cambia de sitio.
    -Es posible que allí vivan nativos -sugirió Candace.
    -GenSys se aseguró de que no fuera así antes de escoger la isla-repuso Kevin.
    -Es probable que la visiten algunos pescadores locales -aventuró Candace.
    -La gente de los alrededores sabe que está prohibido -respondió Kevin-. Según las nuevas leyes ecuatoguineanas, es un delito castigado con la pena de muerte. No hay nada allí por lo que valga la pena morir.
    -Entonces, ¿quién prendió las fogatas? -preguntó Candace.
    -¡Dios santo, Kevin! -exclamó súbitamente Melanie-.
    Empiezo a vislumbrar lo que te ha pasado por la cabeza, pero permite que te diga que es ridículo.
    -¿Qué es ridículo? -preguntó Candace-. ¿Alguien puede darme una pista?
    -Dejadme que os muestre otra cosa -dijo Kevin. Se giró hacia su ordenador y, tras pulsar unas cuantas teclas, en la pantalla apareció el gráfico de la isla. Explicó el sistema a las mujeres y a modo de demostración localizó al doble de Melanie. La pequeña luz roja parpadeó al norte del macizo, muy cerca de donde había localizado al suyo propio el día anterior.
    -¿Vosotros tenéis un doble? -preguntó Candace, atónita.
    -Kevin y yo hicimos de conejillos de Indias -explicó Melanie-. Nuestros dobles fueron los primeros. Teníamos que demostrar que la técnica funcionaba.
    -Bien, ahora que sabéis cómo funciona el programa de localización, permitidme que os enseñe lo que hice hace una hora y veremos si os preocupa también a vosotras. -Los dedos de Kevin aletearon sobre el teclado-. Estoy dando instrucciones al ordenador para que localice automática y secuencialmente a los setenta y tres dobles. Los números aparecerán en un rincón, seguidos por la luz parpadeante en el gráfico. Ahora mirad.
    Pulsó una tecla para empezar. El programa trabajaba con rapidez y había apenas una pequeña pausa entre el número y la luz roja parpadeante.
    -Tenía entendido que había casi cien animales -dijo Candace.
    -Los hay -asintió Kevin-. Pero de ellos, veintidós tienen menos de tres años y están en un recinto cerrado en el Centro de Animales.
    -Bueno -dijo Melanie después de observar la pantalla del ordenador durante unos minutos-. Está haciendo exactamente lo que has dicho. ¿Qué es lo que te preocupa tanto?
    -Espera y verás -respondió Kevin.
    De repente se encendió el número 37, pero no la corres pondiente luz roja. Después de unos segundos en la pantalla apareció un mensaje que decía: Animal no localizado. Haga clic para continuar.
    Melanie miró a Kevin.
    -¿Dónde está el número treinta y siete?
    Kevin suspiró.
    -Lo que queda de él está en el incinerador -respondió-. El número treinta y siete era el doble de Winchester. Pero no era eso lo que quería enseñaros.
    Kevin pulsó una tecla y el programa continuó la búsqueda. Luego se detuvo en el número 42.
    -¿Ese era el doble de Franconi? -preguntó Candace-.
    ¿Del otro trasplante de hígado?
    Kevin negó con la cabeza. Pulsó varias teclas, pidiendo al ordenador la identidad del número cuarenta y dos, y apareció el nombre de Warren Prescott.
    -¿Entonces dónde está el cuarenta y dos? -preguntó Melanie.
    -No lo sé con certeza, pero sé lo que temo -dijo Kevin.
    Tecleó otra vez, y los números y luces rojas parpadearon alternativamente en la pantalla.
    Al terminar toda la secuencia, el programa indicó que siete dobles de bonobos estaban ilocalizables, aparte del de Franconi, que había sido sacrificado.
    -¿Esto es lo mismo que viste antes ? -preguntó Melanie.
    Kevin asintió.
    -Pero entonces no fueron siete, sino doce. Y aunque algunos de los que estaban ilocalizables hace un rato siguen así, la mayoría ha reaparecido.
    -No entiendo -dijo Melanie-. ¿Cómo es posible?
    -Cuando recorrí la isla, antes de que se iniciara el proyecto -explicó él- vi algunas cavernas en el macizo. Lo que creo es que nuestras creaciones se ocultan en las cavernas o incluso es probable que vivan allí. Es la única explicación que encuentro para que no aparezcan en el gráfico.
    Melanie se llevó una mano a la boca. Sus ojos reflejaron una mezcla de horror y desolación.
    Candace se sorprendió de la reacción de Melanie.
    -¡Eh, chicos! -suplicó-. ¿Qué pasa? ¿Qué estáis pensando?
    Melanie se retiró la mano de la boca, mirando fijamente a Kevin.
    -Cuando Kevin dijo que tenía miedo de haber traspasado los límites -explicó en voz baja y cautelosa- se refería a que tenía miedo de haber creado seres humanos.
    -¡No hablarás en serio! -exclamó Candace, pero le bastó con mirar a Kevin y luego a Melanie para saber que así era.
    Durante un minuto nadie habló. Por fin él rompió el silencio:
    -No hablo de un ser humano auténtico, con aspecto de simio -dijo-. Sugiero que involuntariamente he creado una especie de protohumano. Quizá algo similar a nuestros antepasados remotos, que aparecieron de manera espontánea en la naturaleza a partir de animales simiescos, hace cuatro o cinco millones de años. Es posible que entonces la mutación responsable del cambio se produjera en los genes de la evolución, que según he descubierto, se encuentran en el brazo corto del cromosoma seis.
    Candace miró por la ventana con expresión ausente, mientras en su mente se reproducía la escena vivida dos días antes en el quirófano, cuando el bonobo estaba a punto de recibir la anestesia. Entonces el animal había emitido extraños sonidos, que parecían humanos, y había intentado desesperadamente liberarse las manos para repetir los mismos ademanes salvajes. Abría y cerraba los dedos sin parar y luego sacudía las manos, apartándolas del cuerpo.
    -¿Te refieres a una criatura primitiva, similar a los homínidos, algo así como de la especie del Homo erectus? -dijo Melanie-. Es cierto que notamos que los bonobos transgénicos jóvenes tendían a caminar más erguidos que sus madres.
    En su momento, sólo nos pareció un detalle divertido.
    -No pienso en un homínido tan remoto que no supiera hacer fuego -explicó Kevin-. Sólo los hombres primitivos usaban el fuego, y eso es lo que temo haber visto en la isla: fogatas.
    -De modo que para decirlo brutalmente -intervino Candace volviéndose de la ventana-, ahí fuera hay un montón de cavernícolas, como en tiempos prehistóricos.
    -Algo así -admitió Kevin. Tal como había previsto, las dos mujeres estaban boquiabiertas. Aunque le extrañaba, se sentía un poco mejor ahora que había expresado sus temores.
    -¿Qué vamos a hacer? -preguntó Candace-. Yo no pienso participar en el sacrificio de otro animal hasta que esto se resuelva de un modo u otro. Ya me sentía bastante mal cuando creía que la víctima era un simio.
    -¡Eh, un momento! -exclamó Melanie. Abrió los brazos, con los dedos separados. Sus ojos resplandecían-. Es probable que nos estemos apresurando a sacar conclusiones. No hay ninguna prueba. Las únicas que tenemos son, como mucho, circunstanciales.
    -Sí, pero hay algo más -anunció Kevin.
    Se volvió hacia el ordenador y dio instrucciones para que el programa localizara simultáneamente a todos los bonobos de la isla. En cuestión de segundos, dos grandes manchas de luces rojas comenzaron a parpadear. Una estaba en el sitio donde habían visto al doble de Melanie; la otra, al norte del lago. Kevin miró a Melanie.
    -¿Qué te sugieren estos datos?
    -Que hay dos grupos -respondió ella-. ¿Crees que es permanente?
    -Ocurrió lo mismo antes -dijo él-. Creo que es un fenómeno permanente. Hasta Bertram lo mencionó. Y esto no es típico de los bonobos, que por lo general se relacionan en grupos más grandes que los chimpancés. Además, estos animales son relativamente jóvenes. Deberían estar todos en un mismo grupo.
    Melanie asintió con la cabeza. En los últimos cinco años había aprendido mucho sobre la conducta de los bonobos.
    -Y hay otra cosa preocupante -prosiguió Kevin-. Bertram me contó que uno de los bonobos mató a un pigmeo durante la recogida del doble de Winchester. No fue un accidente. El bonobo le arrojó una piedra. Esa clase de agresión es más propia de la conducta humana que de los bonobos.
    -Reconozco que es verdad -admitió Melanie-. Pero siguen siendo pruebas circunstanciales todas ellas.
    -Circunstanciales o no -replicó Candace-, yo no pienso vivir con este peso sobre mi conciencia.
    -Comparto tu opinión -dijo Melanie-. Hoy mismo me he pasado el día preparando a dos hembras bonobos nuevas para la recolección de óvulos. No pienso seguir adelante hasta que sepamos si esta idea aparentemente absurda sobre posibles protohumanos tiene algún fundamento o no.
    -No ser fácil descubrirlo -repuso Kevin-. Para comprobarlo, alguien tendría que ir a la isla. El problema es que sólo hay dos personas que pueden autorizar una visita: Bertram Edwards y Siegfried Spallek. Yo ya he hablado con Bertram, y aunque le comenté lo del humo, me dejó bien claro que no se permite el acceso de ninguna persona a la isla, con la excepción del pigmeo que lleva la comida suplementaria.
    -¿Le explicaste por qué estabas preocupado? -preguntó Melanie.
    -No de manera explícita. Pero él lo sabe; estoy seguro. Sin embargo, le restó importancia. El problema es que él y Siegfried han conseguido que los incluyeran en el plan de incentivos. En consecuencia se asegurarán de que nada amenace sus beneficios. Me temo que son lo bastante corruptos para no preocuparse por lo que ocurre en la isla. Y, además de su corruptibilidad, tenemos que tener en cuenta la sociopatía de Siegfried.
    -¿Tan terrible es? -preguntó Candace-. He oído rumores.
    -Pues multiplica por diez lo que hayas oído -respondió Melanie-. Está como una regadera. Para darte un ejemplo, ejecutó a unos desgraciados ecuatoguineanos porque los pilló cazando furtivamente en la Zona, que es su coto privado.
    -¿Los mató él personalmente? -preguntó Candace impresionada y asqueada.
    -El mismo no -respondió Melanie-. Los hizo juzgar por un tribunal improvisado, aquí en Cogo. Luego un pelotón de soldados ecuatoguineanos los ejecutó en el campo de fútbol.
    -Y para colmo -añadió Kevin-, usa los cráneos de esos hombres para guardar los utensilios de su escritorio.
    -Comienzo a arrepentirme de haber hecho esa pregunta -dijo Candace, estremeciéndose.
    -¿Y qué hay del doctor Lyons? -preguntó Melanie.
    Kevin rió.
    -Olvídate de él. Es aún más corrupto que Bertram. Esta operación es obra suya. También a él intenté hablarle del humo, pero fue incluso menos receptivo. Dijo que todo era fruto de mi imaginación. Con franqueza, no me fío de él, aunque debo reconocer que ha sido generoso con los incentivos y las acciones. Es lo bastante listo para darle una buena tajada a todas las personas involucradas en el proyecto, muy en particular a Bertram y a Siegfried.
    -Entonces sólo quedamos nosotros -dijo Melanie-. Descubramos si esto es fruto de tu imaginación o no. ¿Qué os parece si los tres nos hacemos una escapada a la isla Francesca?
    -Bromeas -dijo Kevin-. Sin autorización, es un delito castigado con la pena de muerte.
    -Lo es para los habitantes locales -replicó Melanie-. No pueden aplicarnos esa ley a nosotros. En nuestro caso, Siegfried tendrá que responder ante GenSys.
    -Bertram prohibió específicamente las visitas -insistió él-. Propuse ir solo y me dijo que no.
    -Bien, ¿y qué? -dijo Melanie-. Se enfurecerá , pero ¿qué va a hacer? ¿Despedirnos? Yo llevo aquí mucho tiempo, así que no sería tan terrible. Además, no pueden seguir adelante sin ti. Es la pura verdad.
    -¿Creéis que podría ser peligroso? -preguntó Candace.
    -Los bonobos son seres pacíficos -respondió Melanie-.
    Mucho más que los chimpancés. Y los chimpancés no son peligrosos a menos que los ataques.
    -¿Y qué me dices del hombre que mataron?
    -Eso fue durante el proceso de recogida de ejemplares -explicó Kevin-. Tienen que acercarse a ellos para dispararles dardos. Además era la cuarta recogida.
    -Lo único que pretendemos es mirar -aseguró Melanie.
    -Muy bien, ¿y cómo llegamos allí? -preguntó Candace.
    -En coche, supongo -respondió Melanie-. Así se trasladan cuando van a llevar o retirar ejemplares. Debe de haber algún puente.
    -Hay una carretera que bordea la costa al oeste -dijo Kevin-. Está asfaltada hasta la aldea de los nativos y luego se convierte en un camino de tierra. Por ahí fui a visitar la isla antes de que empezáramos el programa. A lo largo de un trecho de unos treinta metros, la isla y el continente están separados sólo por un canal de diez metros de ancho. En aquel entonces había un puente de alambre que se extendía entre dos árboles de caoba.
    -Tal vez veamos a los animales sin necesidad de cruzar -dijo Melanie.
    -Vosotras no le tenéis miedo a nada-señaló Kevin.
    -No creas -replicó Melanie-. Pero no veo que corramos el menor riesgo por conducir hasta allí para echar un vistazo, cuando sepamos con qué nos enfrentamos, podremos tomar una decisión sobre nuestras acciones futuras.
    -¿Cuándo queréis hacerlo? -preguntó él.
    -Yo propongo que lo hagamos ahora mismo -respondió
    Melanie consultando su reloj de pulsera-. No hay un momento mejor. El noventa por ciento de la población de la ciudad está en el bar de la costa, chapoteando en la piscina o sudando a chorros en el polideportivo.
    Kevin suspiró. Dejó caer los brazos a ambos lados del cuerpo y se dio por vencido.
    -¿Qué coche llevamos? -preguntó.
    -El tuyo -respondió Melanie sin vacilar-. El mío no tiene tracción en las cuatro ruedas.
    Mientras los tres bajaban por las escaleras y cruzaban la superficie alquitranada del aparcamiento, Kevin tuvo la apremiante sensación de que estaban cometiendo un error.
    Pero ante la determinación de las mujeres, no se atrevió a expresar sus ideas en voz alta.
    En la salida este de la ciudad pasaron junto a las pistas de tenis del polideportivo que estaban atestadas de jugadores.
    Entre la humedad y el calor, los jugadores se veían tan empapados como si hubieran saltado a la piscina con sus prendas de deporte puestas.
    Kevin conducía, Melanie iba sentada junto a él, en el asiento delantero, y Candace en el trasero. Las ventanillas estaban abiertas, pues la temperatura rondaba los cuarenta grados. A sus espaldas, el sol se ocultaba y reaparecía alternativamente entre las nubes que cubrían el horizonte. Pasado el campo de fútbol, la vegetación se cerraba sobre la carretera. Pájaros de vivos colores entraban y salían de las densas sombras. Grandes insectos se estrellaban contra el parabrisas, como pilotos kamikaze en miniatura.
    -La selva parece muy densa -dijo Candace, que nunca había viajado al este de la ciudad.
    -No sabes cuánto -repuso Kevin. Poco después de su llegada, había hecho varias excursiones por la zona, pero con la profusión de lianas y enredaderas resultaba imposible avanzar si uno no llevaba un machete consigo.
    -Acaba de ocurrírseme una idea sobre el asunto de la agresividad -dijo Melanie-. La pasividad de la sociedad bonobo suele atribuirse a su carácter matriarcal. Dado que nosotros tenemos una mayor demanda de dobles machos, tenemos una población básicamente masculina. Debe de haber mucha competencia por las pocas hembras del grupo.
    -Suena razonable -admitió Kevin, preguntándose por qué Bertram no había pensado en ello.
    -Por lo que decís, es el sitio ideal para mí -bromeó Candace-. Puede que en mis próximas vacaciones decida visitar la isla Francesca.
    -Podemos ir juntas -dijo Melanie sonriendo.
    Se cruzaron con varios ecuatoguineanos que regresaban a la aldea desde Cogo, después de su jornada laboral. La mayoría de las mujeres llevaban vasijas y paquetes sobre la cabeza. Casi todos los hombres iban con las manos vacías.
    -Esta es una cultura extraña-observó Melanie-. Las mujeres se ocupan de casi todo el trabajo: cultivan los alimentos, llevan el agua, crían a los niños, cocinan, hacen las tareas domésticas.
    -¿Y qué hacen los hombres? -preguntó Candace.
    -Sentarse a discutir cuestiones metafísicas -respondió Melanie.
    -Acaba de ocurrírseme una idea -dijo Kevin-. No sé por qué no se me ocurrió antes. Tal vez deberíamos hablar con el pigmeo que lleva la comida a la isla y ver qué tiene que decir.
    -Me parece buena idea -aceptó Melanie-. ¿Sabes cómo se llama?
    -Alphonse Kimba -respondió él.
    Al llegar a la aldea de los nativos, se detuvieron frente a la atestada tienda local y bajaron del coche. Kevin entró en la tienda para preguntar por el pigmeo.
    -Este lugar es encantador -dijo Candace mirando alrededor-. Tiene un aire africano, pero al estilo de lo que uno podría ver en Disneylandia.
    GenSys había edificado la aldea con la colaboración del Ministerio del Interior ecuatoguineano. Las casas eran de ladrillos de barro encalados y techos de paja. Los corrales para los animales domésticos estaban construidos con esteras de caña atadas a estacas de madera. Los edificios parecían tradicionales, pero todos ellos estaban nuevos e impecables.
    También disponían de electricidad y agua corriente. Por debajo del suelo, estaba el tendido de la red eléctrica y un moderno sistema de cloacas.
    Kevin regresó poco después.
    -No hay problema -dijo-. Vive cerca. Iremos andando.
    La aldea hervía con el bullicio de hombres, mujeres y niños. Muchos de ellos encendían los tradicionales fuegos para cocinar. Todos se mostraban amistosos y parecían contentos de haberse librado recientemente de la opresión de la interminable temporada de lluvias.
    Alphonse Kimba medía menos de un metro cincuenta de estatura y tenía la piel tan negra como el ónix. Una sonrisa perpetua dominaba su cara ancha y chata cuando dio la bienvenida a sus inesperados visitantes. Quiso presentarles a su mujer y a su hijo, pero éstos se escondieron tímidamente entre las sombras.
    Alphonse invitó a sus huéspedes a sentarse sobre la estera de mimbre. Luego sacó cuatro vasos y una botella verde, que en un tiempo había contenido aceite para coches, y sirvió una pequeña cantidad de líquido a cada uno.
    Los invitados removieron el brebaje en el vaso con recelo.
    No querían pasar por desagradecidos, pero tampoco se atrevían a beber.
    -¿Es una bebida alcohólica? -preguntó Kevin.
    -Claro -respondió Alphonse y su sonrisa se ensanchó-.
    Es lojoko y está hecha de maíz. Muy buena. La traigo de Lomako, mi pueblo natal. -Bebió con manifiesto placer. El inglés de Alphonse tenía un acento francés y no español, como el de los ecuatoguineanos. Era miembro de la tribu Mogandu de Zaire. Había llegado a la Zona en el primer cargamento de bonobos.
    Dado que la bebida contenía alcohol, que presumiblemente mataría a los microorganismos, los invitados probaron el brebaje con recelo. A pesar de sus buenas intenciones, todos hicieron una mueca de asco. La bebida tenía un fuerte sabor acre.
    Kevin explicó que habían ido a preguntar sobre los bonobos de la isla. No mencionó su preocupación de que entre ellos pudiera haber un grupo de protohumanos. Sólo preguntó si Alphonse pensaba que se comportaban igual que los bonobos de su tierra natal, Zaire.
    -Son todos muy jóvenes -respondió Alphonse-. Así que son muy rebeldes y salvajes.
    -¿Usted va a la isla con frecuencia? -preguntó Kevin.
    -No. Lo tengo prohibido. Sólo cuando vamos a recoger o llevar animales, y siempre acompañado por el doctor Edwards.
    -¿Y cómo lleva la comida suplementaria a la isla? -preguntó Melanie.
    -En una pequeña balsa -respondió Alphonse-. Tiro de ella en el agua con una cuerda y luego la empujo otra vez hacia la otra orilla.
    -¿Los bonobos se muestran agresivos con la comida o la comparten? -inquirió Melanie.
    -Muy agresivos -repuso Alphonse-. Luchan como locos, sobre todo por la fruta. También vi a uno matar a un mono.
    ¿Por qué? -preguntó Kevin.
    -Supongo que para comérselo -respondió Alphonse-.
    Cuando vio que se había terminado la comida, se lo llevó.
    -Eso parece más propio de un chimpancé -dijo Melanie a Kevin.
    Kevin asintió con un gesto.
    -¿En qué lugar de la isla se recogen los ejemplares? -preguntó.
    -Todas las operaciones de recogida se han hecho a este lado del río -respondió Alphonse.
    -¿Ninguna más allá del macizo? -preguntó Kevin.
    -No; nunca.
    -¿Cómo van a la isla para recoger ejemplares? ¿Todo el mundo usa la balsa?
    Alphonse se echó a reír a carcajadas, tanto que tuvo que secarse los ojos con el dorso de la mano.
    -La balsa es demasiado pequeña -respondió-. Nos comerían los cocodrilos. Usamos el puente.
    -¿Y por qué no usa el puente para llevar la comida? -preguntó Melanie.
    -Porque el doctor Edwards tiene que hacerlo crecer -dijo Alphonse.
    -¿Crecer? -preguntó Melanie.
    -Si.
    Los tres invitados intercambiaron miradas de asombro.
    Estaban perplejos.
    -¿Ha visto fuego en la isla? -preguntó Kevin cambiando de tema.
    -No. Pero he visto humo.
    -¿Y qué pensó cuando lo vio?
    -¿Yo? Yo no pensé nada.
    -¿Alguna vez ha visto a un bonobo hacer esto? -preguntó Candace. Abrió y cerró los dedos, luego separó el brazo del cuerpo, imitando al bonobo en el quirófano.
    -Sí -respondió Alphonse-. Muchos hacen eso cuando terminan de repartirse la comida.
    -¿Y qué me dice de los ruidos? -preguntó Melanie-. ¿Hacen mucho ruido?
    -Mucho.
    -¿Como los bonobos de Zaire? -intervino Kevin.
    -Más. Pero en Zaire yo no veía a los bonobos tan a menudo como aquí y nunca les di de comer. Allí se alimentan solos, con lo que encuentran en la selva.
    -¿Qué clase de ruido hacen? -preguntó Candace-. ¿Puede darnos un ejemplo?
    Alphonse rió con timidez.
    Miró alrededor para asegurarse de que su mujer no lo escuchaba y vocalizó en voz baja:
    -Eeee, ba da, lu lu, ta ta. -Rió otra vez. Era obvio que se sentía avergonzado.
    -¿Chillan como los chimpancés? -preguntó Melanie.
    -Algunos -dijo Alphonse.
    Los invitados se miraron. Por el momento no se les ocurrían más preguntas. Kevin se levantó y las mujeres lo imitaron. Dieron las gracias a Alphonse por su hospitalidad y le devolvieron las bebidas intactas. Si Alphonse se sintió ofendido, no lo demostró. Su sonrisa permaneció inalterable.
    -Hay algo más -dijo Alphonse poco antes de que sus invitados se marcharan-. A los bonobos de la isla les gusta hacerse los payasos. Siempre que voy a llevarles la comida, se ponen de pie.
    -¿Todo el tiempo? -preguntó Kevin.
    -Casi todo.
    El grupo cruzó la aldea en dirección al coche. No hablaron hasta que Kevin puso en marcha el motor.
    -¿Y bien? ¿Qué opináis? -preguntó Kevin-. ¿Deberíamos continuar? Ya se ha puesto el sol.
    -Yo voto por seguir -dijo Melanie-. Si hemos llegado hasta aquí...
    -Estoy de acuerdo -apuntó Candace-. Además, siento curiosidad por ver el puente que crece.
    -Yo también -dijo Melanie sonriendo-. ¡Qué hombrecillo tan encantador!
    Kevin condujo alejándose de la tienda, ahora aún más atestada que antes, aunque no estaba seguro de la dirección que debía tomar. Dentro de la aldea, el camino simplemente se expandía en el aparcamiento de la tienda, y la carretera que conducía al este no estaba señalizada. Para encontrarla, tuvo que dar vueltas alrededor del perímetro del aparcamiento.
    Una vez en camino, les llamó la atención cuánto más fácil había sido viajar por la carretera asfaltada. El camino era estrecho, lleno de baches y barro. En la parte central, la hierba alcanzaba casi un metro de altura. Las ramas de los árboles se extendían de un lado al otro y golpeaban el parabrisas o en traban por las ventanillas. Tuvieron que cerrar las ventanillas para evitar lastimarse con las ramas. Kevin encendió el aire acondicionado y las luces. La vegetación circundante devolvía el reflejo de los faros, creando la impresión de que conducían por un túnel. .
    -¿Cuánto tiempo tendremos que seguir por este camino de vacas? -preguntó Melanie.
    -Sólo cinco o seis kilómetros -respondió él.
    -Es una suerte que el coche tenga tracción en las cuatro ruedas -observó Candace, que a pesar de cogerse con fuerza del asidero lateral, no podía evitar ir dando botes. El cinturón de seguridad no servía de mucho-. No puedo imaginar nada peor que quedarnos atascados aquí.
    Miró por la ventanilla la selva negra y tembló. El paisaje era siniestro. No veía nada aparte de pequeños jirones de cielo sobre sus cabezas. Y encima el ruido... Durante la breve visita a Alphonse, las criaturas nocturnas de la selva habían iniciado su estridente y monótono coro.
    -¿Qué opináis de lo que ha dicho Alphonse? -preguntó Kevin.
    -El jurado sigue fuera de la sala -respondió Melanie-.
    Pero sin duda alguna está deliberando.
    -Yo creo que su comentario sobré el bipedismo de los bonobos cuando van a buscar la comida es desconcertante
    -dijo Kevin-. Las pruebas circunstanciales se van sumando.
    -La idea de que podrían estar comunicándose entre ellos me ha impresionado -dijo Candace.
    -Sí, pero también es cierto que hay precedentes de gorilas y chimpancés que han aprendido a hablar por señas -señaló Melanie-. Y sabemos que los bonobos son más bípedos que cualquier otro simio. Lo que a mí me impresionó fue lo de la conducta agresiva, aunque sigo sosteniendo mi teoría de que podría deberse a un error nuestro, por no haber llevado más hembras para mantener el equilibrio.
    -¿Los chimpancés pueden emitir los sonidos que imitó Alphonse?-preguntó Candace.
    -No lo creo -respondió Kevin-. Y es un punto importante. Sugiere que quizá sus laringes sean diferentes.
    -¿Los chimpancés suelen matar a los monos? -preguntó Candace.
    -En ocasiones -respondió Melanie-. Pero nunca había oído que un bonobo lo hiciera.
    -¡Agarraos! -gritó Kevin de repente.
    El coche chocó contra un tronco caído en el camino.
    -¿Estás bien? -preguntó Kevin a Candace mirándola por el retrovisor.
    -Perfectamente -respondió ella, aunque había sido una buena sacudida. Por suerte el cinturón de seguridad la había sujetado y había evitado que se golpeara la cabeza contra el techo.
    Kevin disminuyó considerablemente la velocidad por miedo a encontrar otro tronco. Quince minutos después, llegaron a un claro que marcaba el final del camino. Kevin frenó. Directamente frente a ellos, los faros delanteros iluminaron un edificio de ladrillo de ceniza con una puerta de garaje.
    -¿Ya hemos llegado? -preguntó Melanie.
    -Supongo -respondió él-. Aunque este edificio es nuevo para mí.
    Apagó las luces y el motor. En el claro, la iluminación del cielo bastaba. Por un momento, nadie se movió de su sitio.
    -¿Qué hacemos? -preguntó-. ¿Bajamos a mirar o no?
    -Desde luego -repuso Melanie-. A eso hemos venido.
    -Abrió la portezuela y bajó. Kevin la imitó.
    -Yo prefiero esperar en el coche -dijo Candace.
    El se acercó al edificio e intentó abrir la puerta, pero estaba cerrada con llave. Se encogió de hombros.
    -No sé qué puede haber aquí -dijo dándose un manotazo en la frente para matar un mosquito.
    -¿Por dónde se va a la isla? -preguntó Melanie.
    Kevin señaló hacia la derecha.
    -Por ahí hay un sendero. La orilla está a unos cincuenta metros.
    Melanie alzó la vista al cielo, que había adquirido un color azul lavanda.
    -Pronto oscurecerá . ¿Tienes una linterna en el coche?
    -Creo que sí -respondió Kevin-. Pero lo más importante es que tengo un repelente de mosquitos. Si no lo usamos, nos comerán vivos.
    Se dirigieron al coche, y cuando se acercaban Candace bajó.
    -No quiero quedarme aquí sola-dijo-. Es demasiado lúgubre.
    Kevin sacó un repelente de mosquitos en aerosol. Mientras las mujeres se rociaban todo el cuerpo, buscó la linterna.
    La encontró en la guantera. Después de aplicarse él mismo el repelente, hizo señas a las mujeres de que lo siguieran.
    -No os separéis de mí -dijo-. Los cocodrilos y los hipopótamos salen del agua por la noche.
    -¿Bromea? -preguntó Candace a Melanie.
    -No lo creo.
    En cuanto se internaron en el sendero, la luz descendió notablemente, aunque todavía no necesitaban la linterna.
    Kevin tomó la delantera y las dos mujeres lo siguieron encogidas. Cuanto más se acercaban al agua, más fuerte sonaba el coro de insectos y ranas.
    -¿Cómo me he metido en esto? -preguntó Candace-. No me va la vida al aire libre. Ni siquiera puedo imaginarme a un cocodrilo o a un hipopótamo fuera del zoo. Jolín, cualquier bicho más grande que la uña de mi pulgar me aterroriza. Y no hablemos de las arañas...
    De repente oyeron una estampida a la izquierda. Candace soltó un grito ahogado y se agarró a Melanie, que también gritó. Kevin dio un respingo y encendió la linterna. Dirigió el haz de luz hacia el lugar de donde había procedido el ruido, pero la densa vegetación no permitía iluminar más de un metro de terreno.
    -¿Qué ha sido eso? -preguntó Candace cuando recuperó la voz.
    -Probablemente un duiker -respondió Kevin-. Es una especie de antílope pequeño.
    -Antílope o elefante -dijo Candace-, me ha dado un susto de muerte.
    -Y a mí también -admitió él-. Quizá deberíamos regresar y volver de día.
    -¡Jo! ¿Ahora que hemos llegado hasta aquí? -protestó Melanie-. Ya oigo el rumor del agua.
    Por un instante nadie se movió. En efecto, se oía el ruido del agua al chocar contra la orilla.
    -¿Qué ha ocurrido con las criaturas nocturnas? -preguntó Candace.
    -Buena pregunta -dijo Kevin-. El antílope también debe de haberlas asustado a ellas.
    -Apaga la luz -ordenó Melanie.
    En cuanto él lo hizo, los tres vislumbraron la brillante superficie del agua entre la vegetación. Parecía plata líquida. Melanie tomó la delantera mientras el coro de criaturas nocturnas se reiniciaba. Al llegar al río, el camino acababa en otro claro, en medio del cual había una mole oscura, prácticamente del tamaño del garaje donde habían dejado el coche.
    Kevin se dirigió hacia allí. Era fácil adivinar que se trataba del puente.
    -Tiene un mecanismo telescópico -observó Kevin-. Por eso Alphonse dijo que crecía.
    Al otro lado del río, a unos nueve metros de distancia, estaba la isla Francesca. Bajo la luz mortecina del atardecer, la densa vegetación se veía de color azul marino. En la orilla opuesta, a la altura del puente telescópico, había una estructura de cemento que servía de soporte cuando el puente estaba desplegado. Más allá , un claro se extendía hacia el este.
    -Intenta desplegar el puente -sugirió Melanie.
    Kevin encendió la linterna; encontró el panel de mandos del puente, donde había dos botones, uno rojo y otro verde.
    Apretó el rojo. Al ver que no ocurría nada, pulsó el verde. Nada. Entonces notó una cerradura con una ranura alineada en la posición off.
    -Se necesita una llave -dijo.
    Melanie y Candace se habían acercado a la orilla.
    -Hay corriente -señaló Melanie. Hojas y desperdicios flotaban lentamente en el agua.
    Candace alzó la vista. Las ramas más altas de los árboles de ambas orillas prácticamente se tocaban.
    -¿Por qué los animales se quedan en la isla? -preguntó.
    -Los simios y los monos no se meten en el agua, sobre todo si son aguas profundas -explicó Melanie-. Por eso los zoológicos sólo necesitan rodear las jaulas de los primates con una pequeña zanja con agua.
    -¿Y por qué no cruzan por las ramas de los árboles? inquirió Candace.
    Kevin se unió a las mujeres en la orilla.
    -Los bonobos son bastante pesados -dijo-. En particular los nuestros. Algunos pesan más de cincuenta kilos y las ramas de allí arriba no son lo bastante fuertes para resistir su peso. Antes de llevar los primeros animales a la isla, se talaron los árboles más recios. Pero los monos colobos todavía van y vienen.
    -¿Qué son esos objetos cuadrangulares en el claro? -preguntó Melanie.
    Kevin los iluminó con la linterna, pero el haz de luz no era lo bastante potente para que pudieran distinguirlos a la distancia. Apagó la linterna y escudriñó la oscuridad.
    -Parecen cajas del Centro de Animales para transportar a los bonobos.
    -Me pregunto qué hacen allí -dijo Melanie-. Hay muchísimas.
    -No tengo idea -repuso Kevin.
    -¿Qué podemos hacer para que aparezcan algunos bonobos? -preguntó Candace.
    -A esta hora deben de estar preparándose para pasar la noche -respondió él-. Dudo de que podamos atraerlos.
    -¿Y qué me dices de la balsa? -sugirió Melanie-. La mueven de un lado al otro con un mecanismo de poleas. Si hace ruido, es probable que lo oigan. Sería como la campanilla para anunciar la comida y puede que los haga aparecer.
    -Supongo que vale la pena probar. -Kevin miró a un lado y otro de la orilla-. El problema es que no tengo la menor idea de dónde puede estar la balsa.
    -No debe de estar lejos -observó Melanie-. Tú ve hacia el este y yo iré hacia el oeste.
    Kevin y Melanie caminaron en direcciones opuestas. Candace permaneció en su sitio, deseando estar de vuelta en su habitación del hospital.
    -¡Aquí está! -gritó Melanie.
    Había tomado un sendero que se internaba en el denso follaje y a corta distancia había encontrado una polea amarrada al grueso tronco de un árbol. Una pesada soga se extendía desde la polea; un extremo desaparecía en el agua, y el otro estaba atado a una balsa de un metro veinte de longitud, arrinconada contra la orilla.
    Kevin y Candace se reunieron con Melanie. El alumbró la isla con la linterna. Al otro lado del agua había una polea similar acoplada a otro árbol. Entregó la linterna a Melanie y cogió la cuerda caída en el agua. Cuando tiró, vio que la polea del otro lado se separaba del tronco del árbol. Tiró de la soga con ambas manos y las poleas chirriaron, emitiendo un sonido agudo. De inmediato la balsa comenzó a moverse hacia la orilla contraria.
    -Es probable que funcione -dijo.
    Mientras tiraba de la cuerda, Melanie paseó el haz de luz de la linterna por la otra orilla. Cuando la balsa estaba a mitad de camino, se oyó un chapoteo a la derecha y un bulto grande se sumergió en el agua desde la isla. Melanie alumbró la zona donde habían oído el chapoteo. Sobre la superficie del agua, se reflejaron dos alargadas rendijas de luz. Un enorme cocodrilo los miraba.
    -¡Dios mío! -gritó Candace mientras se alejaba de la orilla.
    -Tranquila -dijo Kevin. Soltó la soga, cogió una gruesa rama del suelo y se la arrojó al cocodrilo.
    Con otro chapoteo, la bestia desapareció debajo del agua.
    -¡Genial! -exclamó Candace-. Ahora no sabemos dónde está.
    -Se ha ido -dijo Kevin-. No son peligrosos a menos que te encuentren en el agua o que tengan mucha hambre.
    -¿Y quién te ha dicho que ése no tiene hambre? -preguntó Candace.
    -Aquí tienen alimento de sobra -repuso Kevin mientras recogía la soga y volvía a tirar. Cuando la balsa llegó al otro lado, cambió de soga y comenzó a tirar en dirección contraria-. No funcionará. La zona de asentamiento más cercana que vimos en el ordenador está a más de un kilómetro y medio de distancia. Tendremos que repetir la prueba durante el día.
    No había terminado de pronunciar estas palabras, cuando una barahúnda de temibles gritos rompió la quietud de la noche. Al mismo tiempo, hubo una conmoción entre los arbustos de la isla, como si estuviera a punto de producirse una estampida de elefantes.
    Kevin soltó la soga. Candace y Melanie corrieron hacia el claro, aunque se detuvieron después de unos pasos. Con el pulso acelerado, se quedaron paralizadas, esperando nuevos gritos. Melanie dirigió con mano temblorosa el haz de luz hacia el lugar de la conmoción. Todo estaba tranquilo. No se movía ni una hoja.
    Pasaron diez segundos tensos, que más bien parecieron diez minutos. El grupo aguzó el oído, intentando captar el mínimo sonido. Pero el silencio era absoluto. Todas las criaturas de la noche habían callado. Era como si la selva entera aguardara una catástrofe.
    -¿Qué demonios ha sido eso? -preguntó Melanie por fin.
    -No estoy segura de querer saberlo -dijo Candace-. Larguémonos de aquí.
    -Debe de haber sido una pareja de bonobos -aventuró Kevin. Se agachó y recogió la soga. La balsa se sacudía en el centro de la corriente, y la amarró rápidamente.
    -Creo que Candace tiene razón -dijo Melanie-. Incluso si aparecieran, está demasiado oscuro para verlos. Vámonos.
    -No pienso discutir con vosotras -contestó él mientras caminaba hacia las mujeres-. No sé qué hacemos aquí a estas horas. Volveremos durante el día.
    Apuraron el paso por el sendero que conducía al claro.
    Melanie los guiaba con la linterna, Candace iba detrás, rodeándose el torso con los brazos, y Kevin caminaba en último lugar.
    -Deberíamos conseguir la llave del puente -dijo Kevin cuando pasaron junto a la estructura de cemento.
    -¿Y cómo piensas conseguirla? -preguntó Melanie.
    -Habrá que tomar prestada la de Bertram -respondió Kevin.
    -Pero dijiste que no quiere que nadie vaya a la isla -repuso Melanie-. No creo que te deje la llave.
    -Entonces tendré que tomarla prestada sin su conocimiento.
    -Ah, claro -dijo Melanie con sarcasmo.
    Se internaron por el sendero similar a un túnel que conducía al coche. A medio camino de la zona de estacionamiento, Melanie dijo:
    -¡Dios! Está muy oscuro. ¿Estoy iluminando bien el camino?
    -Sí -dijo Candace. Melanie aflojó el paso y por fin se detuvo-. ¿Qué pasa?
    -Algo raro -respondió Melanie. Inclinó la cabeza hacia un lado y aguzó el oído.
    -No me asustes -dijo Candace.
    -Las ranas y los grillos no han vuelto a cantar -observó Melanie.
    Un segundo después se desató un infierno. Un ruido ensordecedor y repetitivo quebró la quietud de la noche. Sobre sus cabezas cayó una lluvia de ramas y hojas. Kevin reaccionó instintivamente. Extendió los brazos y se arrojó sobre las mujeres, de modo que los tres cayeron sobre la tierra infestada de insectos. Kevin había reconocido el ruido porque en una ocasión había sido testigo involuntario de las maniobras de los soldados ecuatoguineanos. Era el fragor de ametralladoras.














    CAPITULO 10
    5 de marzo de 1997, 14.15 horas.
    Nueva York

    -Perdona -dijo Cheryl Myers desde la puerta del despacho de Laurie-. Acabamos de recibir un paquete urgente y supuse que querrías verlo de inmediato.
    Laurie se puso en pie y cogió el paquete. Sentía curiosidad. Miró la etiqueta para averiguar quién lo enviaba: el remitente era la CNN.
    -Gracias, Cheryl dijo. Estaba perpleja, pues no esperaba ningún paquete de la CNN.
    -Veo que la doctora Mehta no está -señaló Cheryl-. Le he traído un informe que ha llegado desde el University Hospital. ¿Lo dejo sobre su mesa? -La doctora Mehta era la compañera de despacho de Laurie. Compartían oficina desde hacía seis años, cuando ambas habían entrado a trabajar en el Instituto Forense.
    -Claro -respondió Laurie distraída, pendiente de su paquete. Introdujo un dedo bajo la solapa y abrió el sobre.
    Dentro había una cinta de vídeo. Laurie leyó la etiqueta:
    Asesinato de Carlo Franconi, 3 de marzo de 1997.
    Después de la última autopsia de la mañana, Laurie había pasado un buen rato en su despacho intentando completar algunos de los veinte casos que tenía pendientes. Había estado ocupada examinando preparados histológicos, resultados de laboratorio, historias clínicas e informes policiales, de modo que durante varias horas no había pensado en el asunto Franconi.
    La llegada de la cinta de vídeo hizo que volviera a recordarlo. Por desgracia, la cinta carecía de utilidad sin el cadáver. Laurie la guardó en su maletín y volvió al trabajo. Pero después de quince minutos de esfuerzos infructuosos, apagó la luz del microscopio. No podía concentrarse. No hacía más que darle vueltas en la cabeza a la intrigante desaparición del cuerpo. Todo había ocurrido como si se tratara de un truco de magia. El cuerpo estaba a salvo en el compartimiento ciento once, donde lo habían visto tres empleados, y un momento después, puf, había desaparecido. Tenía que haber una explicación, pero por mucho que pensara, a Laurie no se le ocurría ninguna.
    Decidió bajar al sótano y pasar por la oficina del depósito.
    Esperaba que hubiera al menos un asistente disponible. Pero cuando llegó comprobó que el despacho estaba vacío. Lejos de amilanarse, Laurie cogió el libro de registro, un gran volumen encuadernado en piel. Lo hojeó, buscando los nombres que Mike Passano le había señalado la noche anterior.
    Los encontró sin dificultad. Cogió un bolígrafo del tazón que hacía las veces de lapicero y apuntó los números de acceso de los dos cadáveres que habían ingresado durante el turno de noche: Dorothy Kline, número 101455g y Frank Gleason, número 100385. Luego apuntó los nombres de las dos funerarias: Spoletto, en Ozone Park, Nueva York, y Dickson, en Summit, Nueva Jersey.
    Laurie estaba a punto de marcharse cuando vio una agenda en un extremo del escritorio y decidió llamar a ambas funerarias. Tras identificarse, pidió hablar con los encargados.
    Lo que la había inducido a telefonear era la posibilidad de que alguna de las dos recogidas fueran falsas. Pensó que las posibilidades eran bastante remotas, puesto que el asistente de la noche, Mike Passano, había dicho que las funerarias habían llamado con antelación, y sin duda alguna él estaba familiarizado con los empleados. Como Laurie esperaba, las recogidas eran auténticas y los dos encargados confirmaron que los cadáveres habían llegado a las respectivas funerarias, donde se celebraron los velatorios.
    Laurie volvió a consultar el libro de registro y miró los nombres de los dos ingresos. Para terminar los copió junto con sus números de admisión. Los nombres le sonaban, pues a la mañana siguiente ella misma había asignado las autopsias a Paul Plodgett. Pero no estaba tan interesada en las llegadas como en las salidas. Los cadáveres habían ingresado con antiguos empleados del depósito, mientras que los que se habían llevado los cuerpos eran extraños.
    Frustrada, Laurie tamborileó con el lápiz sobre el escritorio. Estaba convencida de que se le escapaba algo. Una vez más, miró la agenda abierta en la página donde estaba apuntada la funeraria Spoletto. Hizo una vaga asociación con el nombre. Por un momento luchó con su memoria. ¿De qué le sonaba? Entonces recordó: estaba relacionado con el caso Cerino. Paul Cerino, el predecesor de Franconi, había ordenado matar a un hombre en la funeraria Spoletto.
    Laurie se metió sus notas en el bolsillo y regresó a la quinta planta. Fue directamente al despacho de Jack. La puerta estaba abierta y golpeó en la jamba. Tanto Jack como Chet alzaron la vista.
    -He tenido una idea -dijo Laurie a Jack.
    -¿Sólo una? -bromeó él.
    Laurie le arrojó un lápiz, que Jack esquivó con facilidad.
    La doctora se dejó caer en una silla y le habló de la conexión entre la mafia y la funeraria Spoletto.
    -Jolín, Laurie -replicó Jack-. El hecho de que haya habido un atentado de la mafia en una funeraria no significa que ésta esté metida en algo sucio.
    -¿No lo crees?
    Jack no necesitó responder; su opinión se leía en su cara.
    Y después de pensarlo mejor, Laurie comprendió que era una idea bastante ridícula. Estaba dando palos de ciego.
    -Además-dijo él ¿porqué no dejas este asunto de una vez?
    -Ya te lo he dicho. Es algo personal.
    -Quizá pueda canalizar tus esfuerzos hacia algo más productivo -dijo Jack señalando el microscopio-. Observa esta muestra congelada y dime qué piensas.
    Laurie se levantó de la silla y se inclinó sobre el microscopio.
    -¿Qué es esto?, ¿la herida de entrada? -preguntó.
    -Tan lista como siempre -comentó Jack-. Has dado en el clavo.
    -Bueno, no era tan difícil. El orificio está a escasos centímetros de la piel.
    -Exactamente. ¿Algo más?
    -¡Dios, no hay extravasación de sangre! -exclamó ella-.
    Nada en absoluto, de modo que tiene que ser una herida post mortem. -Levantó la cabeza y miró a Jack, atónita-. Pensé que se trataba de una herida mortal.
    -El poder de la ciencia moderna. Este ahogado que me endilgaste se ha convertido en un caso jodidísimo.
    -Eh, tú te ofreciste voluntariamente.
    -Sólo bromeaba. Me alegra que me haya tocado a mí. Está claro como el agua que las heridas de bala son post mortem,
    igual que la decapitación y la amputación de las manos.
    Y desde luego las heridas de hélice.
    -¿Cuál es la causa de la muerte? -preguntó Laurie.
    -Otros dos impactos de bala. Uno en la parte posterior del cuello -le señaló por encima de la clavícula derecha-.
    Y otro en el costado izquierdo, que destrozó la décima costilla.
    Lo curioso es que las dos heridas terminaban en una masa de bolitas de perdigones en la zona superior derecha del abdomen, y eran difíciles de ver en la radiografía.
    -Vaya, eso sí es una novedad-dijo Laurie-. Balas ocultas por perdigones. Lo bueno de este trabajo es que uno aprende algo nuevo cada día.
    -Y aún falta lo mejor -continuó Jack.
    -Esto es una auténtica pasada -intervino Chet, que había estado escuchando la conversación-. Perfecto para uno de esos seminarios de anatomía forense.
    -Creo que las balas tenían el objeto de ocultar la identidad de la víctima, igual que la decapitación y la amputación de las manos -señaló Jack.
    -¿Qué quieres decir? inquirió Laurie.
    -Tengo el pálpito de que este hombre fue sometido a un trasplante de hígado. Y no hace mucho. El asesino debe de haber previsto que eso incluía a su víctima en un grupo relativamente pequeño, lo que reducía las probabilidades de ocultar su identidad.
    -¿Quedó algo del hígado? -preguntó Laurie.
    -Poca cosa -respondió Jack-. La bala destruyó la mayor parte.
    -Y los peces colaboraron -añadió Chet.
    Laurie se estremeció.
    -Pero he encontrado algo de tejido hepático -prosiguió Jack-. Lo usaremos para confirmar la teoría del trasplante.
    Mientras hablamos, Ted Lynch, del departamento de ADN, está haciendo un DQ alfa. Tendremos los resultados dentro de aproximadamente una hora. La principal pista fueron las suturas en la vena cava y en la arteria hepática.
    -¿Qué es un DQ alfa? -preguntó Laurie.
    Jack rió.
    -Me alegro de que no lo sepas -dijo-, porque yo también tuve que preguntárselo a Ted. Me explicó que es un rápido y útil marcador de ADN para diferenciar a dos individuos.
    Identifica la región DQ del complejo mayor de histocompatibilidad en el cromosoma seis.
    -¿Y qué me dices de la vena porta? ¿También tenía sutu ras?-preguntó Laurie.
    -Por desgracia, la vena porta estaba destruida, junto con gran parte de los intestinos.
    -Bien -dijo Laurie-. Esto facilitará la identificación.
    -Es lo que pensé -dijo Jack-. Ya he avisado a Bart Arnold y él se ha puesto en contacto con el Banco Nacional de Organos. También se propone llamar a los hospitales que hacen trasplantes de hígado, sobre todo aquí, en la ciudad.
    -Es una lista pequeña -dijo Laurie-. Buen trabajo, Jack.
    El se ruborizó ligeramente y Laurie se conmovió. Pensaba que era inmune a los cumplidos.
    -¿Y qué me dices de las balas? -preguntó Laurie-. ¿Son de la misma arma?
    -Las hemos enviado a balística, en la policía -explicó Jack-. Debido a la distorsión, era difícil asegurar si procedían de la misma arma. Una de ellas atravesó la décima costilla y estaba achatada. La segunda tampoco estaba en buen estado. Creo que rozó la columna vertebral.
    -¿De qué calibre eran? -preguntó Laurie.
    -No pude determinarlo a simple vista -respondió Jack.
    -¿Y qué dijo Vinnie? -preguntó Laurie.
    -Vinnie hoy estaba hecho un inútil -repuso Jack-. Nunca lo había visto de tan mal humor. Le pregunté qué opinaba y se negó a responder. Dijo que era mi trabajo y que no le pagaban lo suficiente para que diera su opinión todo el tiempo.
    -¿Sabes? Yo tuve un caso similar durante aquel horrible asunto de Cerino -dijo Laurie. Miró al vacío unos instantes y sus ojos se humedecieron-. La víctima era la secretaria del médico que estaba involucrado en la conspiración. Por su puesto, no le habían trasplantado el hígado, pero también le faltaban la cabeza y las manos y conseguí identificarla basándome en su historia clínica de cirugía.
    -Algún día tendrás que contarme esa historia siniestra -dijo Jack-. No haces más que dejar caer fragmentos intrigantes.
    Laurie suspiró.
    -Ojalá pudiera olvidarme de todo aquello. Todavía me atormentan las pesadillas.
    Raymond consultó el reloj de pulsera mientras abría la puerta de la consulta del doctor Daniel Levitz, en la Quinta Avenida. Eran las dos y cuarenta y cinco. Raymond había llamado al médico tres veces poco después de las once de la mañana, pero no había conseguido hablar con él. En cada ocasión, la recepcionista le había prometido que el doctor respondería a su llamada, pero no lo había hecho. En su estado de agitación, a Raymond le pareció una descortesía inadmisible, y puesto que la consulta de Levitz estaba a la vuelta de la esquina de su apartamento, prefirió ir directamente a telefonear otra vez.
    -Doctor Raymond Lyons -anunció a la recepcionista con tono autoritario-. Vengo a ver al doctor Levitz.
    -Sí, doctor Lyons -repitió la recepcionista, que tenía el mismo aire refinado y sereno de la recepcionista del doctor Anderson-. Creo que no lo tengo en mi lista de visitas. ¿El doctor lo espera?
    -No exactamente -respondió Raymond.
    -Bueno, le informaré de que se encuentra aquí -repuso la recepcionista sin comprometerse.
    Raymond se sentó en la abarrotada sala de espera. Cogió
    una de las revistas típicas de los consultorios médicos y la
    hojeó sin concentrarse en las im genes. Su nerviosismo aho ra rayaba en crispación y se preguntó si había cometido un error al presentarse en la consulta.
    Comprobar el estado del otro paciente de trasplante había sido muy sencillo. Raymond había telefoneado al médico de Dallas, y éste le había asegurado que el hombre a quien habían trasplantado un riñón, un distinguido ejecutivo local, evolucionaba perfectamente y no era probable que necesitara una autopsia en un futuro próximo. Antes de colgar, el médico le había prometido informarle de cualquier cambio en la situación.
    Pero puesto que el doctor Levitz no había devuelto sus llamadas, Raymond no tenía noticias del segundo caso. Paseó la vista por la estancia, que estaba tan lujosamente decorada como la del doctor Anderson, con originales al óleo, las paredes pintadas de color burdeos y los suelos tapizados con alfombras orientales. Los pacientes que aguardaban eran obviamente ricos, a juzgar por su indumentaria, sus modales y sus joyas.
    A medida que pasaban los minutos, la irritación de Raymond crecía. La evidente prosperidad del doctor Levitz era un elemento agravante, pues le recordó a Raymond la injusticia de que le retiraran la licencia médica y lo dejaran en una cuerda floja legal sólo porque lo habían pillado inflando las facturas de una mutualidad médica.
    Sin embargo, allí estaba el doctor Levitz, en todo su esplendor, aunque debía la mayor parte de sus ingresos a unos cuantos miembros de la mafia. Era evidente que se trataba de dinero sucio. Y para colmo, Raymond estaba seguro de que Levitz también inflaba las facturas de las mutualidades. Joder, todo el mundo lo hacía.
    Apareció una enfermera y carraspeó. Raymond se adelantó en su asiento con expectación. Pero la enfermera pronunció otro nombre. Cuando el paciente se levantó, dejó las revistas y desapareció en la consulta, Raymond volvió a arrellanarse en el sofá , echando humo por las orejas. La sensación de que se encontraba a merced de esa gentuza hizo que Raymond anhelara aún más la seguridad económica. Con el programa de "dobles" estaba muy cerca. No podía permitir que el negocio se echara a perder por un problema tonto, imprevisto y fácilmente remediable.
    Cuando por fin lo hicieron pasar al santuario del doctor Levitz, ya eran las tres y cuarto. Levitz era un hombrecillo enjuto, semicalvo y con múltiples tics nerviosos. Lucía un bigote, aunque éste era ralo y decididamente poco varonil.
    Raymond siempre se preguntaba qué tenía aquel hombre para inspirar tanta confianza a sus pacientes.
    -Ha sido un día de mucho trajín-se excusó Levitz-. No esperaba verlo por aquí.
    -Yo tampoco tenía previsto pasar, pero como no respondió a mis llamadas, no tuve otra elección.
    -¿Sus llamadas? -preguntó Daniel. No sabía que hubiera llamado. Tendré que darle un tirón de orejas a mi recepcionista. Hoy día es muy difícil encontrar personal competente.
    Raymond sintió la tentación de decirle que cortara el rollo, pero se contuvo. Después de todo, por fin podía hablar con él, y no resolvería nada con un enfrentamiento. Además, por mucho que lo irritara la personalidad de Daniel Levitz, debía reconocer que había sido un reclutamiento rentable.
    Había conseguido doce clientes y cuatro médicos para el proyecto.
    -¿Qué puedo hacer por usted? -preguntó Daniel y sacudió la cabeza varias veces de manera desconcertante, como era habitual en él.
    -En primer lugar, quiero agradecerle su ayuda de la otra noche -dijo Raymond-. En las más altas esferas, consideraron que el problema era una auténtica emergencia. La publicidad en estos momentos hubiera significado el fin del programa.
    -Me alegro de haber sido útil -respondió Daniel. Y también de que el señor Vincent se prestara a ayudar para conservar su inversión.
    -Hablando del señor Dominick -dijo Raymond-, el otro día me hizo una visita inesperada.
    -Espero que fuera cordial -repuso Levitz, que conocía las actividades de Dominick, así como su personalidad, y sabía que la extorsión no era ajena a sus métodos.
    -Sí y no -dijo Raymond-. Insistió en darme detalles que yo no quería conocer y luego solicitó que lo eximiéramos de la cuota durante dos años.
    -Podría haber sido peor. ¿Qué incidencia tiene eso en mi porcentaje?
    -El porcentaje continúa igual -respondió Raymond-.
    Aunque un porcentaje de nada es nada.
    -¡De modo que los ayudo y me castigan! -exclamó Daniel. ¡Es una injusticia!
    Raymond guardó silencio. No había pensado en la pérdida de Daniel sobre la cuota de Dominick, aunque era algo que tendría que afrontar tarde o temprano. En aquellos momentos no quería tener problemas con el médico.
    -Tiene razón -concedió Raymond-. Discutiremos este asunto muy pronto. Pero en este momento me preocupa otra cosa. ¿En qué estado se encuentra Cindy Carlson?
    Cindy Carlson era una muchacha de dieciséis años, hija de Albright Carlson, un pez gordo de Wall Street famoso por sus trapicheos en la bolsa. Daniel había reclutado a Albright y a su hija como clientes. En su infancia, la hija había padecido una glomerulonefritis. La enfermedad había empeorado durante la pubertad de la niña, provocando una insuficiencia renal. En consecuencia, Daniel tenía el número más alto no sólo de clientes, sino también de trasplantados: Carlo Franconi y Cindy Carlson.
    -Evoluciona bien -respondió Daniel-. Al menos desde el punto de vista físico. ¿Por qué lo pregunta?
    -Este asunto de Franconi me ha hecho tomar conciencia de la fragilidad del proyecto -reconoció Raymond-. Quiero asegurarme de que no queden cabos sueltos.
    -No se preocupe por los Carlson -replicó Daniel-. No nos crearán ningún problema. No podrían estar más agradecidos. De hecho, la semana pasada Albright mencionó la posibilidad de llevar a su esposa a las Bahamas para que le extraigan médula ósea. Pronto será cliente nuestra.
    -Eso es alentador-admitió Raymond-. Siempre viene bien un cliente nuevo. Pero lo que me preocupa en este momento no es la demanda por nuestros servicios. Desde el punto de vista económico no podría irnos mejor. Hemos superado todas las previsiones. Lo que me inquieta son los imprevistos, como el caso de Franconi.
    Daniel asintió con la cabeza e hizo otro movimiento espasmódico.
    -Todo tiene sus riesgos -dijo con aire filosófico-. Así es la vida.
    -Pero cuanto más bajo sea el nivel de riesgos mejor me sentiré -repuso Raymond-. Cuando le pregunté por el estado de Cindy Carlson, usted dijo que se encontraba físicamente bien. ¿Por qué?
    -Porque mentalmente está como una regadera -respondió Daniel.
    -¿Qué quiere decir? -preguntó Raymond. Una vez más su pulso se aceleró.
    -Es normal que la cría esté un poco loca con un padre como Albright Carlson -dijo Daniel. Añada a eso la tensión de una enfermedad crónica. No estoy seguro de que ésta haya contribuido a su obesidad, pero lo cierto es que a la joven le sobran unos cuantos kilos. Eso ya es duro para cualquiera, pero mucho más para una adolescente. La joven sufre una comprensible depresión.
    -¿Qué grado de depresión? -preguntó Raymond.
    -El suficiente para intentar suicidarse en dos ocasiones -respondió Raymond-. Y no fueron reclamos de atención pueriles, sino intentos serios. No lo consiguió porque la descubrieron de inmediato, y porque la primera vez tomó pastillas y la segunda trató de ahorcarse. Si hubiera tenido una pistola, sin duda ahora estaría muerta.
    Raymond soltó un gruñido.
    -¿Qué pasa? -preguntó Daniel.
    -A todos los suicidas se les practica una autopsia -dijo Raymond.
    -No lo había pensado -admitió Daniel.
    -Precisamente me refería a esa clase de cabos sueltos.
    ¡Maldita sea! ¡Qué mala suerte!
    -Lamento ser mensajero de malas noticias -dijo Daniel.
    -No es culpa suya -respondió Raymond-. Lo importante es que sepamos dónde estamos y reconozcamos que no podemos quedarnos sentados esperando que suceda una catástrofe.
    -No creo que tengamos elección -dijo Daniel.
    -¿Y qué me dice de Vincent Dominick? -preguntó Raymond-. Nos ha ayudado una vez, y con un hijo enfermo, sin duda tiene especial interés en el futuro de nuestro programa.
    El doctor Daniel Levitz miró fijamente a Raymond.
    -¿No estará sugiriendo...? -Raymond no respondió-. No; yo me planto aquí -dijo Daniel y se puso en pie-. Lo siento, pero tengo la sala de espera llena de pacientes.
    -¿No podría llamar a Dominick y consultarlo? -preguntó Raymond.
    -De ninguna manera -respondió Daniel. Aunque atienda a algunos individuos relacionados con la mafia, nunca me involucro personalmente en sus asuntos.
    -Pero usted nos ayudó con Franconi -protestó Raymond.
    -Franconi era un cadáver congelado en el depósito.
    -Entonces deme el número de teléfono de Dominick. Lo llamaré personalmente. Y también necesitaré la dirección de los Carlson.
    -Hable con mi recepcionista. Dígale que es un amigo personal.
    -Gracias -dijo Raymond.
    -Pero recuerde -advirtió Daniel-, pase lo que pase entre usted y Vinnie Dominick, me merezco y quiero los porcentajes que me corresponden.
    Al principio la recepcionista se resistió a darle a Raymond el número de teléfono y las direcciones que solicitaba, pero tras una breve conversación telefónica con su jefe, lo hizo.
    Sin decir una palabra, apuntó la información al dorso de una tarjeta de visita de Levitz y se la entregó.
    Raymond se apresuró a volver a su apartamento de la calle Sesenta y cuatro. En cuanto entró, Darlene le preguntó cómo había ido la reunión con el médico.
    -Ni lo preguntes -repuso él con tono cortante. Entró en su estudio recubierto con paneles de madera, cerró la puerta y se sentó ante el escritorio. Con manos temblorosas marcó un número de teléfono. En su imaginación, veía a Cindy Carlson buscando somníferos en el botiquín de su madre o entrando en la ferretería más cercana para comprar una soga.
    -¿Sí? ¿Diga? -dijo una voz al otro lado de la línea.
    -Quiero hablar con el señor Vincent Dominick -dijo Raymond con toda la autoridad de que era capaz.
    Detestaba mezclarse con esa gentuza, pero no tenía alternativa. Siete años de esfuerzos y dedicación estaban en la cuerda floja, por no mencionar su futuro.
    -¿Quién habla? -preguntaron del otro lado.
    -El doctor Raymond Lyons.
    Hubo una pequeña pausa antes de que el hombre dijera:
    -Un momento.
    Para sorpresa de Raymond, mientras esperaba oyó una sonata de Beethoven. Le pareció una ironía.
    Unos instantes después, la voz melodiosa de Vinnie Dominick sonó en la línea. Raymond imaginó la indiferencia ensayada y desdeñosa del hombre, como si fuera un actor bien vestido interpretándose a sí mismo.
    -¿Cómo ha conseguido mi número, doctor? -preguntó
    Vinnie. Su tono era imperturbable y, sin embargo, tenía un dejo amenazador.
    A Raymond se le secó la boca y tuvo que carraspear.
    -Me lo dio el doctor Levitz -consiguió articular por fin.
    -¿Qué puedo hacer por usted? -preguntó Vinnie.
    -Ha surgido otro problema-respondió Raymond con voz ronca y volvió a aclararse la garganta-. Me gustaría verlo para hablar sobre él.
    Hubo una pausa que se prolongó más de lo que Raymond podía tolerar. Cuando estaba a punto de preguntar si Vinnie seguía allí, el mafioso respondió:
    -Cuando me apunté a su programa, lo hice para ganar un poco de tranquilidad mental. Nunca creí que me complicarían la vida.
    -Se trata sólo de pequeños inconvenientes -repuso Raymond-. En realidad, el proyecto funciona de maravilla.
    -Lo veré en el restaurante Neopolitan, en Corona Avenue, Elmhurst, dentro de media hora. ¿Podrá encontrarlo?
    -Claro. Cogeré un taxi de inmediato.
    -Hasta entonces -dijo Vinnie antes de colgar.
    Raymond rebuscó con rapidez en el primer cajón de su escritorio, hasta encontrar el plano de Nueva York. Lo desplegó sobre el escritorio y localizó Corona Avenue en Elmhurst. Calculaba que podría llegar en media hora, siempre que no hubiera atascos en el puente de Queens. Tenía motivos para preocuparse, pues eran casi las cuatro, el comienzo de la hora punta.
    Cuando Raymond salió de su estudio, poniéndose apresuradamente el abrigo, Darlene le preguntó adónde iba. Le respondió que no tenía tiempo para darle explicaciones y que volvería aproximadamente en una hora.
    Raymond corrió hacia Park Avenue, donde cogió un taxi.
    Fue una suerte que llevara el plano con él, porque el taxista afgano no tenía la menor idea de dónde estaba Elmhurst, y mucho menos Corona Avenue.
    El viaje no fue sencillo. Tardaron casi un cuarto de hora en cruzar el este de Manhattan y luego se encontraron con un atasco en el puente. A la hora en que Raymond debía estar en el restaurante, el taxi acababa de llegar a Queens. Pero a partir de ahí las calles se despejaron y Raymond llegó al restaurante con apenas quince minutos de retraso.
    Empujó una pesada cortina de terciopelo y entró.
    De inmediato se dio cuenta de que el restaurante no estaba abierto al público en esos momentos. La mayoría de las sillas estaban sobre las mesas. Vinnie Dominick estaba sentado solo en uno de los reservados tapizados de terciopelo rojo.
    Delante de él había un periódico y una taza pequeña de café expreso. Un cigarrillo encendido reposaba en un cenicero de cristal.
    Junto a la barra había cuatro hombres sentados perezosamente sobre los taburetes, fumando. Raymond reconoció entre ellos a los dos que habían acompañado a Dominick a visitarlo a su apartamento. Al otro lado de la barra, un hombre obeso y barbudo lavaba copas. El resto del restaurante estaba vacío. Vinnie hizo una seña a Raymond para que se acercara al reservado.
    -Siéntese, doctor -dijo Vinnie-. ¿Un café?
    Raymond asintió con la cabeza mientras se sentaba en el banco, no sin cierto esfuerzo debido a la textura del terciopelo. El salón estaba frío y húmedo. Olía a ajo de la noche anterior y al humo acumulado de al menos cinco años de tabaco. Raymond se alegró de no haberse quitado el sombrero ni el abrigo.
    -Dos cafés -gritó Vinnie al gordo que estaba detrás de la barra.
    Sin decir una palabra, el hombre se volvió hacia una complicada cafetera italiana y comenzó a manipular los mandos.
    -Me ha dado una sorpresa, doctor -dijo Vinnie-. La verdad es que no esperaba volver a verlo.
    -Como le dije por teléfono, ha surgido otro problema.
    -Se inclinó, hablando casi en susurros.
    Vinnie abrió las manos.
    -Soy todo oídos.
    Raymond explicó la situación de Cindy Carlson de la forma más sucinta posible. Recalcó el hecho de que todas las personas que se suicidaban eran sometidas a autopsias. Sin excepciones.
    El gordo de la barra les llevó los cafés. Vinnie no respondió al monólogo de Raymond hasta que el camarero hubo regresado a sus vasos.
    -¿Esa tal Cindy Carlson es hija de Albright Carlson? -preguntó Vinnie-, ¿la leyenda de Wall Street?
    Raymond hizo un gesto de asentimiento.
    -Por eso la situación es tan importante -dijo-. Si se suicida, no cabe duda de que acaparará la atención de los periodistas. Los forenses pondrán particular empeño en su tarea.
    -Ya me hago una idea -dijo Vinnie mientras bebía un sorbo de café-. ¿Y qué pretende que hagamos nosotros ?
    -Preferiría no hacer sugerencias -respondió Raymond con nerviosismo-. Pero como comprenderá, el problema se parece bastante al que planteó Franconi.
    -De modo que usted quiere que esa jovencita de dieciséis años desaparezca oportunamente.
    -Bueno, ha intentado suicidarse dos veces. En cierto modo, le estaríamos haciendo un favor.
    Vinnie rió. Cogió el cigarrillo, dio una calada y luego se pasó la mano por la cabeza. Tenía el cabello liso y peinado hacia atrás, con la frente despejada. Clavó sus ojos oscuros en Raymond.
    -Usted es un fuera de serie, doctor. Debo reconocerlo.
    -Podría perdonarle la cuota de otro año -aventuró Raymond.
    -Muy generoso de su parte, pero, ¿sabe?, no es suficiente, doctor. De hecho, comienzo a hartarme de esta operación. Con franqueza, si no fuera porque Vinnie Junior tiene problemas de riñón, les pediría que me devolvieran el dinero y nos abriríamos. Como verá, me he arriesgado por ustedes desde que les hice el primer favor.
    He recibido una llamada del hermano de mi mujer, que dirige la funeraria Spoletto. Está nervioso porque una tal doctora Laurie Montgomery lo llamó y le hizo varias preguntas embarazosas. Dígame, doctor, ¿conoce a la doctora Montgomery?
    -No -respondió Raymond y tragó saliva con esfuerzo.
    -¡Eh, Angelo, ven aquí! -gritó Vinnie.
    Angelo se levantó del taburete de la barra y se acercó a la mesa.
    -Siéntate, Angelo. Quiero que le cuentes al distinguido doctor lo que sabes de Laurie Montgomery.
    Raymond tuvo que moverse en el banco para hacerle sitio a Angelo. Se sentía muy incómodo entre los dos hombres.
    -Laurie Montgomery es una mujer lista y obcecada -comenzó Angelo con voz ronca-. Si me perdona la expresión, es un auténtico coñazo.
    Raymond miró a Angelo, cuyo rostro era un mapa de cicatrices. Puesto que no podía cerrar bien los ojos, éstos estaban enrojecidos y vidriosos.
    -Angelo tuvo un desafortunado encuentro con Laurie Montgomery hace unos años -explicó Vinnie-. Angelo, cuéntale al doctor lo que has averiguado hoy.
    -Llamé a Vinnie Amendola, nuestro contacto en el depósito. Me contó que Laurie Montgomery aseguró que investigaría personalmente la desaparición del cadáver de Franconi. No necesito decirle que nuestro amigo está muy preocupado.
    -¿Comprende lo que quiero decir? -intervino Vinnie-.
    Tenemos un problema potencial sólo porque le hicimos un favor.
    -Lo siento mucho -respondió Raymond con aire sumiso.
    No se le ocurrió otra respuesta.
    -Y esto nos lleva otra vez a la cuestión de las cuotas -dijo Vinnie-. Dadas las circunstancias, creo que deberían suspenderse. En otras palabras, ni mi hijo ni yo pagaremos la cuota nunca más.
    -Yo debo responder ante la compañía -protestó Raymond y se aclaró la garganta.
    -Muy bien -dijo Vinnie-. Eso no me preocupa en absoluto. Explíqueles que se trata de un gasto de negocios. Hasta es probable que puedan desgravarlo. -Vinnie rió a carcajadas.
    Raymond se estremeció. Sabía que lo estaban extorsionando injustamente, sin embargo no tenía alternativa.
    -De acuerdo -consiguió decir.
    -Gracias -dijo Vinnie-. Vaya, parece que, después de todo, esto va a funcionar. Prácticamente nos hemos convertido en socios. Ahora supongo que tendrá la dirección de Cindy Carlson.
    Raymond rebuscó con nerviosismo en el bolsillo y sacó la tarjeta de visita del doctor Levitz. Vinnie la cogió, copió la dirección escrita al dorso y se la devolvió. Luego le pasó las señas a Angelo.
    -Englewood, Nueva Jersey -leyó Angelo en voz alta.
    -¿Algún problema? -preguntó Vinnie. Angelo negó con la cabeza-. Entonces todo arreglado -añadió mirando otra vez a Raymond-. Resolveremos este problema, pero le sugiero que no vuelva con ningún otro. Ahora que nos hemos puesto de acuerdo sobre la cuestión de las cuotas, se ha quedado sin elementos para negociar.
    Unos minutos después, Raymond salió a la calle. Cuando consultó su reloj, de dio cuenta de que estaba temblando.
    Eran casi las cinco y comenzaba a oscurecer. Bajó del bordillo y levantó una mano para llamar a un taxi.
    Qué desastre, pensó. De algún modo tendría que hacerse cargo de las cuotas de Vinnie Dominick y de su hijo durante el resto de sus vidas. Se detuvo un taxi, Raymond subió y le dio al conductor la dirección de su casa. Mientras se alejaba del restaurante Neopolitan, comenzó a sentirse mejor. Los gastos de manutención de los dos dobles eran relativamente bajos, pues los animales vivían aislados en una isla desierta.
    Así pues, la situación no era tan mala, sobre todo teniendo en cuenta que el problema potencial con Cindy Carlson estaría resuelto.
    Cuando Raymond llegó a su apartamento, su humor había mejorado notablemente, al menos hasta que entró por la puerta.
    -Te han llamado dos veces de Africa -anunció Darlene.
    -¿Problemas? -preguntó él. Había algo inquietante en la voz de Darlene.
    -Buenas y malas noticias -respondió ella-. Las buenas son del cirujano. Ha dicho que Horace Winchester se recupera milagrosamente bien y que ya puedes prepararte para viajar a recogerlo a él y al equipo de cirugía.
    -¿Cuál es la mala noticia? -preguntó Raymond.
    -La otra llamada era de Siegfried Spallek. Fue un tanto vago, pero dijo que había un problema con Kevin Marshall.
    -¿Qué clase de problema?
    -No entró en detalles -respondió ella.
    Raymond recordó que le había pedido específicamente a Kevin que no cometiera ninguna imprudencia y se preguntó si el investigador habría hecho caso omiso de su advertencia.
    Seguramente tenía relación con el puñetero humo.
    -¿Spallek pidió que lo telefoneara esta noche? -preguntó.
    -Cuando llamó ya eran las once hora local. Dijo que hablaría contigo mañana.
    Raymond gruñó para sus adentros. Ahora pasaría la noche en vela. Se preguntó cuándo acabaría todo aquello.





























    CAPTULO 11
    5 de marzo de 1997, 23.30 horas.
    Cogo, Guinea Ecuatorial

    Kevin oyó el ruido de la pesada puerta que se abría en lo alto de la escalera de piedra y percibió una rendija de luz. Dos segundos después se encendieron sucesivamente las bombillas desnudas del techo del pasillo. A través de los barrotes, vio a Melanie y a Candace en sus respectivas celdas. Igual que él, estaban deslumbradas por el súbito resplandor.
    Unos pasos ruidosos sobre los peldaños de granito precedieron la aparición de Siegfried Spallek. Lo acompañaban Cameron McIvers y Mustafá Abud, jefe de la guardia marroquí.
    -¡Ya era hora, Spallek! -exclamó Melanie-. ¡Exijo que me dejen salir de inmediato o tendrá serios problemas!
    Kevin dio un respingo.
    No era forma de hablarle a Siegfried Spallek en ninguna ocasión, y mucho menos en aquellas circunstancias.
    Kevin, Melanie y Candace habían estado acurrucados en la oscuridad de sus celdas separadas en la sofocante y húmeda prisión del sótano del ayuntamiento. Cada celda tenía una pequeña ventana en arco que se abría a un alféizar que daba al patio trasero del edificio. Las aberturas tenían barrotes, pero no cristal, de modo que las sabandijas podían atravesarlas sin problemas. Los tres prisioneros habían estado aterrorizados por los ruidos de los insectos, sobre todo por que antes de que apagaran las luces habían visto varias tarántulas. Su único consuelo era que podían hablar entre sí.
    Los primeros cinco minutos de tormento habían sido los peores. En cuanto el ruido de las ametralladoras se había apagado, unos potentes proyectores manuales los habían cegado. Cuando sus ojos se acostumbraron a la luz, notaron que habían caído en una especie de emboscada.
    Estaban rodeados por un grupo de jóvenes soldados ecuatoguineanos, que parecían encantados de apuntarles con sus AK-47. Varios de ellos fueron lo bastante osados para empujar a las mujeres con los caños de sus armas. Temiéndose lo peor, ni Kevin ni ellas habían movido un músculo.
    Estaban muertos de miedo por el tiroteo indiscriminado y temían que comenzara nuevamente ante la menor provocación.
    Los soldados se serenaron únicamente cuando aparecieron varios guardias marroquíes. Kevin nunca había imaginado que podría ver a los intimidantes árabes como salvadores, pero se habían comportado como tales. Los guardias tomaron la custodia del grupo y los condujeron en el coche de Kevin, primero al edificio de la guardia marroquí, situado en el Centro de Animales, donde los mantuvieron durante horas en una habitación sin ventanas, y luego al pueblo, para encerrarlos en la vieja prisión.
    -¡Este tratamiento es inadmisible! -insistió Melanie.
    -Nada de eso -replicó Siegfried-. Mustafá me ha asegurado que han sido tratados con el debido respeto.
    -¡Respeto! -exclamó Melanie-. Nos dispararon con ametralladoras y luego nos metieron en este agujero en la oscuridad. ¿A eso le llama respeto?
    -Nadie les disparó -corrigió Siegfried-. Fueron sólo algunos disparos al aire de advertencia. Después de todo, han violado una regla importantísima en la zona. El acceso a la isla Francesca está prohibido. Todo el mundo lo sabe.
    Siegfried hizo una seña a Cameron en dirección a Candace. El jefe de la guardia marroquí abrió la celda con una llave grande y vieja. Candace no tardó un segundo en salir. Rápidamente se sacudió la ropa para asegurarse de que no se le hubiera adherido ningún bicho. Todavía llevaba el uniforme de cirugía del hospital.
    -Le pido disculpas -dijo Siegfried-. Supongo que nuestros investigadores residentes la arrastraron a aquel lugar sin su conocimiento. Supongo que ni siquiera estaba al tanto de la ley que prohíbe visitar la isla.
    Cameron abrió la celda de Melanie y luego la de Kevin.
    -En cuanto me informaron de la detención, llamé al doctor Raymond Lyons -dijo Siegfried-. Quería consultarlo sobre la mejor manera de resolver esta situación. Puesto que no lo encontré, me veo obligado a asumir personalmente la responsabilidad. Los dejaré libres a todos, confiando en su buen criterio. Espero que sean conscientes de la gravedad de sus actos. Según las leyes ecuatoguineanas, han cometido un delito castigado con la pena de muerte.
    -¡Y una mierda! le espetó Melanie.
    Kevin se encogió. Temía que Melanie hiciera enfadar a Siegfried y que éste ordenara que volvieran a encerrarlos. La benevolencia no se contaba entre sus virtudes.
    Mustafá entregó las llaves del coche a Kevin.
    -Su coche está aparcado detrás del edificio -dijo con marcado acento francés.
    Kevin cogió las llaves, que tintinearon con el temblor de sus manos hasta que las guardó en el bolsillo.
    -Sin duda hablaré con el doctor Lyons mañana. Luego me pondré en contacto con ustedes individualmente.
    Melanie iba a hablar otra vez, pero Kevin se sorprendió a sí mismo cogiéndola del brazo y tirando de ella hacia la escalera.
    -Ya me han maltratado lo suficiente -protestó Melanie, procurando soltarse.
    -Vamos al coche -murmuró Kevin con los dientes apretados y la obligó a seguir andando.
    -¡Qué noche! -exclamó ella.
    Al llegar al pie de las escaleras, consiguió soltar el brazo y echó a andar con evidente crispación. Kevin dejó paso a Candace y luego siguió a las mujeres hasta la planta baja. Salieron al despacho usado por los soldados ecuatoguineanos que holgazaneaban en las puertas del ayuntamiento. Había cuatro soldados en total. Teniendo en cuenta que el gerente de la Zona, el jefe de seguridad y el comandante de la guardia marroquí estaban en el edificio, los soldados se comportaban con mayor respeto de lo habitual. Los cuatro se hallaban en posición de firmes con los rifles sobre los hombros.
    Cuando aparecieron Kevin y las mujeres, sus expresiones delataron confusión. Melanie les hizo un gesto obsceno con el dedo corazón mientras Kevin las escoltaba a ella y a Candace hacia la puerta que daba al aparcamiento.
    -Por favor, Melanie -suplicó él-, ¡no los provoques!
    Kevin no supo si los soldados no habían comprendido el significado del gesto de Melanie o simplemente estaban confundidos por la rareza de las circunstancias. Fuera como fuese, no corrieron tras ellos como había temido que hicieran.
    Cuando llegaron junto al coche, Kevin abrió la portezuela del lado del pasajero y Candace se apresuró a subir. Pero Melanie no. Se volvió hacia Kevin con los ojos resplandecientes en la oscuridad.
    -Dame las llaves -exigió.
    -¿Qué? -preguntó Kevin, aunque había oído perfecta mente.
    -He dicho que me des las llaves.
    Desconcertado por tan inesperada petición, pero no queriendo enfurecerla más de lo que estaba, le entregó las llaves.
    De inmediato, Melanie rodeó el coche y se sentó al volante.
    Kevin subió al asiento del copiloto. No le importaba quién condujera mientras salieran pitando de allí. Ella puso el motor en marcha, hizo chirriar las ruedas y salió del aparcamiento.
    -¡Joder, Melanie! -exclamó-. No vayas tan rápido.
    -Estoy furiosa.
    -Como si no se notara.
    -No pienso volver a casa ahora mismo -anunció Melanie-, aunque no tengo ningún inconveniente en dejaros en la vuestra.
    -¿Adónde piensas ir? Es medianoche.
    -Voy al Centro de Animales. No pienso tolerar que me traten así. Me propongo descubrir qué coño está pasando.
    -¿Y qué vas a hacer en el Centro de Animales? -preguntó Kevin.
    -Buscar las llaves de ese maldito puente. Quiero una copia porque para mí este asunto va más allá de la simple curiosidad.
    -Quizá deberíamos parar y discutirlo con calma -sugirió Kevin.
    Melanie frenó con brusquedad y el coche se detuvo con una violenta sacudida.
    Tanto Kevin como Candace chocaron contra el respaldo del asiento.
    -Yo pienso ir al Centro de Animales -repitió Melanie. Vosotros podéis venir conmigo o volver a casa. Como queráis.
    -¿Por qué esta noche? -inquirió Kevin.
    -Primero, porque ahora mismo estoy rabiosa, y, segundo, porque no sospecharán nada. Es obvio que esperan que volvamos a casa a temblar en la cama. Por eso nos trataron tan mal. Pero, ¿sabéis una cosa? A mí no me asustan con tanta facilidad.
    -A mí sí -replicó él.
    -Creo que Melanie tiene razón-intervino Candace-. Es evidente que pretendían asustarnos.
    -Y lo han hecho de maravilla ¿O es que soy el único cuerdo de los tres?
    -Hagámoslo-sugirió Candace.
    -¡Oh, no! -exclamó Kevin-. Me superáis en número.
    -No hay problema -dijo Melanie-. Te llevaremos a casa.
    -Cuando iba a poner la marcha atrás, él la detuvo cogiéndole la mano.
    -¿Cómo vas a conseguir las llaves? -preguntó-. Ni siquiera sabes dónde están
    -Sin duda están en el despacho de Bertram. Al fin y al cabo, él está a cargo de los bonobos. Mierda, tú mismo sugeriste que debía de tenerlas él.
    -De acuerdo, es posible que estén en el despacho de Bertram. Pero, ¿qué hay de las medidas de seguridad? Los despachos están cerrados con llave.
    Melanie metió la mano en el bolsillo del traje del Centro de Animales y sacó una tarjeta magnética, -Olvidas que soy miembro del personal jerárquico del centro -respondió Melanie-. Esta es una tarjeta magnética, y no me la han dado para hacer compras. Este chisme me permite abrir cualquier puerta del Centro de Animales las veinticuatro horas del día. Recuerda que mi participación en el proyecto de los bonobos no se limita a la fertilización in vitro.
    Kevin se giró y miró a Candace. Su cabellera rubia brillaba en la penumbra del interior del coche.
    -Si tú estás dispuesta, supongo que yo también -dijo.
    -Vamos-respondió Candace.
    Melanie aceleró y giró hacia el norte, pasando junto al área de servicio. Esta estaba en pleno funcionamiento, con enormes lámparas de mercurio iluminando la plaza de estacionamiento. Por la noche había más personal que nunca, pues era la hora de mayor circulación de camiones entre la Zona y Bata.
    Melanie adelantó a varios camiones, hasta que dejó atrás el cruce hacia Bata. A partir de ahí, no se cruzaron con ningún otro vehículo hasta llegar al Centro de Animales. El centro funcionaba en tres turnos, igual que el área de servicio, aunque aquí el personal de noche se reducía al mínimo. La mayoría de los empleados de este turno trabajaban en el Hospital Veterinario. Melanie aprovechó este hecho y aparcó el Toyota de Kevin frente a una de las puertas del hospital, donde pasaría inadvertido entre los demás vehículos.
    Melanie apagó el motor y miró hacia la entrada del Hospital Veterinario. Tamborileó con los dedos sobre la palanca de cambios.
    -¿Y? -dijo Kevin-. Ya hemos llegado. ¿Cuál es el plan?
    -Estoy pensando. No sé si es mejor que esperéis aquí o que vengáis conmigo.
    -Este sitio es enorme -intervino Candace, que se había inclinado y contemplaba el edificio que se extendía desde la calle hasta perderse en la vegetación de la selva-. En ninguno de mis viajes a Cogo he visitado el Centro de Animales. No imaginaba que fuera tan grande. ¿Esto es el hospital?
    -Sí -repuso Melanie-. Toda esta ala.
    -Me gustaría verlo -dijo Candace-. Nunca he estado en un hospital veterinario, y mucho menos en uno tan palaciego.
    -Es de lo más moderno que existe -repuso Melanie-. Deberías ver los quirófanos.
    -¡Dios santo! -suspiró Kevin poniendo los ojos en blanco-. Me han secuestrado un par de locas. Acabamos de vivir la experiencia m s horrorosa de nuestra vida y vosotras queréis hacer una visita turística.
    -No será una visita turística -corrigió Melanie mientras bajaba del coche-. Me vendrá bien su ayuda. Tú puedes esperar aquí si lo prefieres, Kevin.
    -Estupendo -dijo Kevin, pero apenas vio que las mujeres se dirigían a la entrada, también él bajó del coche. Llegó a la conclusión de que la tensión de la espera sería peor que la de la aventura-. ¡Un momento! -gritó y corrió para alcanzar a las mujeres.
    -No quiero oír una sola queja -advirtió Melanie.
    -Tranquila -respondió Kevin, sintiéndose como un niño regañado por su madre.
    -No preveo problemas -dijo Melanie-. El despacho de Bertram está en la zona de la administración, que a estas horas debe de estar desierta. Pero para asegurarnos de no despertar sospechas, antes que nada os llevaré a los vestuarios.
    Quiero que os pongáis el uniforme del Centro de Animales.
    ¿De acuerdo? No es una hora normal para hacer visitas.
    -Buena idea -respondió Candace.
    -De acuerdo -dijo Bertram al teléfono, mirando la esfera luminosa del reloj de la mesita de noche. Eran las doce y cuarto-. Estaré en su despacho dentro de cinco minutos.
    Bertram bajó de la cama y apartó la mosquitera.
    - -¿Algún problema? -preguntó Trish, encaramándose sobre un codo.
    -Sólo un pequeño inconveniente. Volveré dentro de media hora.
    Bertram cerró la puerta del vestidor antes de encender la luz. Se vistió rápidamente. Aunque delante de su esposa había intentado restar importancia a la situación, estaba inquieto. No sabía qué pasaba, pero sin duda era un problema gordo. Siegfried nunca lo había despertado en plena noche para pedirle que fuera a su oficina.
    Fuera había casi tanta claridad como si fuera de día, con una luna llena por el este. El cielo estaba cubierto de cúmulos de nubes de color púrpura y plata. El aire denso y húmedo estaba absolutamente inmóvil. Los ruidos de la selva eran una constante cacofonía de zumbidos y gorjeos interrumpidos por breves y esporádicos chillidos. Bertram estaba tan acostumbrado a esos sonidos, que ni siquiera reparó en ellos.
    Aunque el ayuntamiento quedaba a unos cien metros de su casa, Bertram cogió el coche. Sabía que así llegaría antes, y su curiosidad crecía minuto a minuto. Mientras aparcaba, vio que los soldados, habitualmente letárgicos, parecían agitados. Daban vueltas alrededor del puesto de guardia con los rifles apretados entre las manos. Los miró con nerviosismo mientras apagaba las luces del coche y se apeaba.
    Cuando se aproximó al edificio, vio una luz parpadeante a través de las rendijas de los postigos del despacho de Siegfried, situado en la segunda plaza. Subió por las escaleras, cruzó la oscura zona de recepción que normalmente ocupaba Aurielo, y entró en el despacho de Siegfried. Este estaba sentado con los pies encima del escritorio. En la mano del brazo sano agitaba suavemente una copa de brandy. Cameron McIvers estaba sentado en una silla de paja, con una copa similar. La única fuente de iluminación era la vela del cráneo que servía de candelero.
    La trémula luz arrojaba sombras oscuras y hacía que la colección de animales desecados parecieran vivos.
    -Gracias por venir a una hora tan inoportuna lo saludó Siegfried con su característico acento alemán-. ¿Le apetece una copa de brandy?
    -¿La necesitaré? -preguntó Bertram mientras acercaba una silla de paja al escritorio.
    Siegfried rió.
    -Nunca viene mal.
    Cameron fue al mueble bar y le sirvió el coñac. Era un escocés corpulento, con barba espesa, nariz bulbosa y roja y una notable afición a las bebidas alcohólicas de cualquier clase, aunque, lógicamente, el whisky escocés era su favorita.
    Le entregó la copa a Bertram y volvió a su asiento.
    -Por lo general sólo me llaman a media noche por una urgencia con un animal -dijo Bertram. Bebió un sorbo de brandy y respiró hondo-. Pero esta noche tengo la impresión de que se trata de algo muy distinto.
    -Así es. Primero tengo que felicitarlo. Su advertencia de esta tarde sobre Kevin Marshall resultó fundada y oportuna.
    Le pedí a Cameron que lo vigilara y esta misma noche él, Melanie Becket y una enfermera del equipo de cirugía llegaron a la zona de estacionamiento de la isla Francesca.
    -¡Maldita sea! ¿Cruzaron a la isla?
    -No -respondió Siegfried-. Se limitaron a jugar un rato con la balsa de alimentos. También se detuvieron en el camino para hablar con Alphonse Kimba.
    -Esto me saca de mis casillas -dijo Bertram-. No quiero que nadie se acerque a la isla ni que hable con el pigmeo.
    -Yo tampoco.
    -¿Dónde están ahora?
    -Los dejamos volver a casa, pero no antes de meterles el miedo en el cuerpo. No creo que vuelvan a hacerlo, al menos por un tiempo.
    -Esto es lo último que necesitaba -protestó Bertram-.
    Detesto tener que preocuparme por estas cosas; como si no tuviera bastante motivo de preocupación con la división de los bonobos en dos grupos.
    -Esto es peor que la división de los animales en dos gru pos -aseguró Siegfried.
    -Ambas cosas son malas. Las dos podrían interferir en el programa o incluso echarlo a perder por completo. Creo que deberíamos reconsiderar mi idea de enjaular a los bonobos y trasladarlos desde la isla al Centro de Animales.
    Tengo las jaulas allí mismo. No sería difícil, y simplificaría mucho la recogida de ejemplares.
    Desde que Bertram había reparado en la división de los animales en dos grupos sociales, había pensado que era conveniente reunirlos y mantenerlos en jaulas separadas en un sitio donde pudieran observarlos. Pero Siegfried no se lo había permitido. Bertram había considerado la posibilidad de pasar por encima de él y dirigirse a su jefe, en Cambridge, Massachusetts. Sin embargo, había desistido. Con ello habría alertado a la jerarquía de GenSys de que había problemas potenciales en el proyecto de los bonobos.
    -Me niego a volver a discutir ese asunto -dijo Siegfried-.
    No abandonaremos la idea de mantener a los bonobos aislados en la isla. Cuando se puso en marcha, todos convinimos en que era lo mejor y yo no he cambiado de opinión. Pero después de este incidente con Kevin Marshall me preocupa el puente.
    -¿Por qué? -preguntó Bertram-. Tiene llave.
    -¿Y dónde están las llaves? -dijo Siegfried.
    -En mi despacho -respondió Bertram.
    -Creo que deberíamos guardarlas aquí, en la caja de seguridad. La mayoría de sus empleados tienen acceso a su despacho, incluida Melanie Becket.
    -Quizá tenga razón -admitió Bertram.
    -Me alegra que esté de acuerdo -dijo Siegfried-. Quiero que vaya a buscarlas. ¿Cuántas copias hay?
    -No lo recuerdo con exactitud. Cuatro o cinco.
    -Las quiero aquí.
    -Bien -dijo Bertram con cortesía-. No hay problema.
    -Estupendo. -Bajó las piernas del escritorio y se puso en pie-. Vamos. Lo acompañaré.
    -¿Quiere ir ahora? -preguntó Bertram, atónito.
    -No dejes para mañana lo que puedas hacer hoy. ¿No es uno de los refranes favoritos de los americanos? Dormiré mejor esta noche sabiendo que las llaves están en la caja de seguridad.
    -¿Quieren que los acompañe? -preguntó Cameron.
    -No es necesario -dijo Siegfried-. Bertram y yo podemos arreglarnos solos.
    Kevin se miró en el espejo de luna situado al final de los bancos del vestuario de hombres. La talla pequeña del mono le iba estrecha y la mediana era demasiado grande. Tuvo que remangarse y doblar las perneras de los pantalones.
    -¿Qué coño haces ahí dentro? -preguntó Melanie empujando la puerta del pasillo.
    -Ya salgo. -Cerró la taquílla donde había dejado su ropa y salió rápidamente al pasillo.
    -Y resulta que luego somos las mujeres las que tenemos fama de tardar en vestirnos -protestó Melanie.
    -No me decidía por la talla -replicó el.
    -¿Ha entrado alguien mientras te cambiabas? -preguntó Melanie.
    -No, nadie.
    -Estupendo. Tampoco ha entrado nadie en el vestuario de mujeres -dijo Melanie. Les indicó que la siguieran con una seña y comenzó a subir por las escaleras-. Para llegar a la zona de administración tenemos que cruzar el Hospital Veterinario. Será mejor evitar la planta principal, donde están la sala de urgencias y la unidad de cuidados intensivos. Ahí siempre hay mucho trajín, así que subamos a la segunda planta y pasemos por la unidad de fertilización. Si alguien me pregunta qué hago aquí a estas horas, puedo decir que he venido a ver a un paciente.
    -Estupendo -dijo Candace.
    Subieron a la segunda planta. Mientras recorrían el pasillo central se cruzaron con el primer empleado del centro. Si al hombre le llamó la atención la presencia de Kevin y Candace en el hospital, no lo demostró. Pasó junto a ellos y saludó con una inclinación de cabeza.
    -No ha habido problema -murmuró Candace.
    -El uniforme ayuda -respondió Melanie.
    Giraron hacia la izquierda, atravesaron una puerta doble y entraron en un pasillo estrecho, muy iluminado y flanqueado por una serie de puertas. Melanie entreabrió una de ellas y asomó la cabeza. Luego la cerró silenciosamente.
    -Es una de mis pacientes. Una gorila de los llanos que está prácticamente lista para la recolección de óvulos. Con tantas hormonas, pueden ponerse nerviosas, pero ésta duerme plácidamente.
    -¿Puedo verla? -preguntó Candace.
    -Supongo que sí -respondió Melanie-. Pero no hagas ruido ni ningún movimiento brusco.
    Candace hizo un gesto de asentimiento. Melanie abrió la puerta y entró, seguida por Candace. Kevin se quedó en el umbral.
    -¿No deberíamos ocuparnos de lo que hemos venido a hacer?-murmuró Kevin.
    Melanie se llevó un dedo a los labios.
    En la habitación había cuatro jaulas grandes, aunque sólo una estaba ocupada. Una gorila hembra dormía sobre un lecho de paja. La escasa iluminación procedía de una lámpara empotrada en el techo. Candace se cogió a los barrotes de la jaula y se inclinó ligeramente para ver mejor. Nunca había estado tan cerca de un gorila. Si hubiera querido, habría podido tocar al enorme animal.
    Con sorprendente rapidez, la hembra gorila se despertó y se acercó a los barrotes. Un instante después golpeaba los puños contra el suelo, como si fuera un tambor, y chillaba.
    -Tranquila -dijo Melanie-. La gorila dio otro salto, cogió un puñado de heces frescas y lo arrojó hacia la pared del fondo-. Lo siento muchísimo -dijo a Candace. La tez nórdica de la enfermera estaba más pálida de lo habitual. ¿Te encuentras bien?
    -Eso creo -respondió ella mirándose la parte delantera del uniforme.
    -Me temo que sufre tensión premenstrual -observó Melanie-. No te ha dado con la caca, ¿verdad?
    -Me parece que no -respondió Candace. Se pasó una mano por el pelo y luego la examinó.
    -Vamos a buscar las llaves -sugirió Kevin-. Estamos tentando a la suerte.
    Cruzaron la unidad de fertilización y empujaron un segundo par de puertas oscilantes hasta entrar en una amplia sala dividida en cubículos. Cada cubículo tenía varias jaulas, la mayoría de ellas ocupadas por primates jóvenes de distintas especies.
    -Este es el pabellón pediátrico -murmuró Melanie-.
    Comportaos con naturalidad.
    Había cuatro empleados trabajando. Todos vestían equipo de cirugía y llevaban estetoscopios colgados alrededor del cuello. Se mostraron cordiales, pero estaban ocupados y distraídos y el trío cruzó la sala sin recibir más que un par de sonrisas o inclinaciones de cabeza.
    Tras atravesar otra puerta doble y recorrer un corto pasillo, llegaron junto a una pesada puerta de incendios. Melanie tuvo que usar su tarjeta magnética para abrirla.
    -Ya hemos llegado -murmuró, mientras cerraba con sigilo la puerta. Después de la conmoción que acababan de presenciar, la oscuridad y el silencio parecían absolutos-. La escalera está al fondo del pasillo, a la izquierda. Seguidme.
    Anduvieron a tientas en la oscuridad. Candace apoyó una mano en el hombro de Melanie y Kevin cogió la de Candace.
    -Vamos -los animó Melanie.
    Avanzaba lentamente hacia el fondo del pasillo, tocando la pared con una mano. Los demás se dejaron guiar. Poco a poco sus ojos se acostumbraron a la oscuridad y, cuando llegaron a la puerta que conducía a la escalera, vieron la tenue luz de la luna que se filtraba a través de las rendijas. La escalera estaba comparativamente más iluminada. El resplandor de la luna entraba por las grandes ventanas de los rellanos y bañaba los peldaños.
    Les resultó mucho más sencillo guiarse por el pasillo de la primera planta, ya que las puertas principales tenían hojas de cristal. Melanie los condujo hasta la puerta del despacho de Bertram.
    -Ahora viene la prueba de fuego -dijo Kevin mientras Melanie probaba la tarjeta en la cerradura.
    De inmediato se oyó un chasquido reconfortante y la puerta se abrió.
    -Todo en orden dijo Melanie con tono triunfal.
    Los tres entraron en la estancia y volvieron a internarse una vez más en una oscuridad casi absoluta. La única luz era el tenue resplandor que se filtraba por la puerta abierta.
    -¿Y ahora qué? -preguntó Kevin-. No encontraremos nada en la oscuridad.
    -Es verdad -admitió Melanie.
    Palpó la pared buscando el interruptor. En cuanto lo localizó, lo pulsó. Por un instante, los tres parpadearon deslumbrados.
    -¡Guau! -dijo Melanie-. Qué luz más potente.
    -Espero que no despierte a los guardias marroquíes -señaló Kevin.
    -No lo digas ni en broma -dijo Melanie. Se dirigió al despacho interior y también encendió la luz. Los otros la siguieron-. Deberíamos organizarnos. Yo revisaré el escritorio.
    Candace, ocúpate del archivador. Kevin, espera en el despacho exterior y vigila el pasillo. Si aparece alguien, da la voz de alarma.
    -Buena idea -dijo Kevin y salió.
    Al llegar al área de servicio, Siegfried giró a la izquierda y pisó el acelerador de su Toyota nuevo, dirigiéndose al Centro de Animales. El vehículo había sido modificado para adaptarlo a su discapacidad, de modo que pudiera maniobrar los cambios con la mano izquierda.
    -¿Sabe Cameron por qué nos preocupa tanto la seguridad de la isla Francesca? -preguntó Bertram.
    -No; claro que no -respondió Siegfried.
    -¿No ha hecho ninguna pregunta?
    -No; no es de esa clase de hombres. Se limita a cumplir las órdenes sin cuestionarlas.
    -¿Por qué no se lo contamos y le ofrecemos un pequeño porcentaje? -sugirió Bertram-. Podría resultarnos muy útil.
    -No pienso reducir mi porcentaje -aseguró Siegfried-.
    No se atreva a sugerirlo. Además, Cameron ya es útil. Hace todo lo que le ordeno.
    -Lo que más me preocupa del incidente con Kevin Marshall es que debe de haberse confiado a las mujeres. Lo último que necesitamos es que piensen que los bonobos de la isla están haciendo fuego. Si se corre la voz, pronto tendremos fanáticos defensores de los derechos de los animales hasta debajo de las piedras. GenSys abandonará el proyecto antes de que cante un gallo.
    -¿Qué cree que debemos hacer? Yo podría hacer desaparecer a los tres.
    Bertram miró a Siegfried y se estremeció levemente. Sabía que no bromeaba.
    -No, sería peor -dijo. Fijó la vista en el parabrisas-. Organizarían una campaña de investigación. Como le he dicho, creo que deberíamos ir a buscar a los bonobos, enjaularlos y trasladarlos aquí. Es obvio que no harán fuego en el Centro de Animales.
    -¡No, maldita sea! Los animales se quedan en la isla. Si los traemos aquí, no podremos mantener el secreto. Aunque no hagan fuego, sabemos que son condenadamente listos por los problemas que crearon durante la operación de recogida.
    Y puede que empiecen a hacer cosas raras. En tal caso, darán que hablar entre las personas que los cuiden, y estaremos peor que ahora.
    Bertram suspiró y se mesó el cabello blanco con nerviosismo. Aunque no le gustara, debía admitir que Siegfried tenía razón. Aun así, seguía pensando que era conveniente trasladar a los animales al centro, sobre todo para separarlos.
    -Mañana hablaré con Raymond Lyons -dijo Siegfried-. Lo llamé antes, pero no lo encontré. Supuse que puesto que Kevin Marshall ya había hablado con él era recomendable pedirle su opinión. Después de todo, este proyecto es obra suya, y al igual que nosotros, no querrá tener problemas.
    -Es cierto.
    -Dígame una cosa: Si es verdad que los animales prenden fuego, ¿cómo cree que lo consiguieron? ¿O todavía piensa que fueron los rayos?
    -No estoy seguro. Es posible que fueran rayos, pero no hay que olvidar que los bonobos se las apañaron para robar herramientas sogas y demás objetos cuando los operarios construyeron el mecanismo del puente del lado de la isla.
    Nadie había pensado siquiera en la posibilidad de un robo. todo estaba seguro dentro de las cajas de herramientas. también podrían haber cogido cerillas. Claro que no entiendo cómo aprendieron a usarlas.
    -Acaba de darme una idea -dijo Siegfried-. ¿Por qué no les decimos a Kevin y a las mujeres que la semana pasada enviamos una cuadrilla de obreros a la isla para hacer algún trabajo, por ejemplo para desmontar terreno y abrir caminos.
    Podemos decirles que descubrimos que ellos son los responsables de los fuegos.
    -Es una idea excelente -convino Bertram-, perfectamente verosímil. Al fin y al cabo, en algún momento consideramos la posibilidad de construir un puente sobre el río Deviso.
    -¿Por qué no se nos ocurrió antes? -preguntó Siegfried-.
    Era lo más obvio. -Los faros del todoterreno iluminaron el primer edificio del Centro de Animales-. ¿Dónde quiere que aparque?
    -En la entrada principal. Puede esperarme en el coche. Tardaré un minuto.
    Siegfried levantó el pie del acelerador y comenzó a frenar.
    -¡Mierda! -exclamó Bertram.
    -¿Qué pasa?
    -Hay luz en mi despacho.
    -Esto promete -dijo Candace mientras extraía una carpeta del primer cajón del archivador. La carpeta era de color azul oscuro y estaba cerrada con bandas elásticas. En el extremo superior derecho se leía: Isla Francesca.
    Melanie cerró el cajón del escritorio y se acercó a Candace. Kevin entró en el despacho interior. Candace retiró las bandas elásticas, abrió la carpeta y desparramó el contenido sobre una mesa. Había diagramas de equipos electrónicos, gráficos de ordenador y numerosos mapas. También había un abultado sobre marrón con la inscripción Puente Stevenson.
    -Caliente, caliente... -dijo Candace. Introdujo la mano en el sobre y sacó un llavero con cinco llaves idénticas.
    -Voila -dijo Melanie. Cogió el llavero y desenganchó una de las llaves.
    Kevin examinó los mapas y separó uno topográfico.
    Cuando comenzaba a desplegarlo, notó una luz parpadeante con el rabillo del ojo. Miró hacia la ventana y vio el reflejo de los faros de un coche sobre las tablillas de las persianas venecianas. Se acercó a la ventana y miró hacia fuera.
    -¡Caray! -dijo-. Es el coche de Siegfried.
    -¡Rápido! -exclamó Melanie-. Guardemos todo en el archivador.
    Melanie y Candace amontonaron ra.pidamente el material de la carpeta, la pusieron en el archivador y cerraron el cajón. Casi de inmediato, oyeron el ruido de la puerta principal al abrirse.
    -Por aquí -murmuró Melanie con nerviosismo.
    Señaló una puerta situada detrás del escritorio de Bertram y los tres salieron a toda prisa. Cuando Kevin la cerró, oyó que se abría la puerta del despacho exterior. Estaban en la consulta de Bertram, cubierta de azulejos blancos y con una mesa de acero inoxidable en el centro. Al igual que en el despacho interior de Bertram, las ventanas tenían cortinas venecianas, que dejaban entrar suficiente luz para que pudieran correr hasta la puerta del pasillo. Por desgracia, en el camino Kevin chocó con una papelera de acero inoxidable que estaba junto a la mesa. El cubo golpeó contra la pata de la mesa y resonó como un gong en un parque de atracciones. Melanie empujó la puerta del pasillo y corrió hacia la escalera. Candace la siguió. Mientras Kevin corría tras ellas, oyó que se abría la puerta del despacho de Bertram. Ignoraba si había alcanzado a verlo o no.
    Una vez en la escalera, Melanie descendió tan rápidamente como permitía la escasa luz. Oía a Candace y a Kevin a su espalda. Al pie de la escalera, aflojó el paso para buscar a tientas la puerta del sótano. La abrió en buena hora, pues en ese preciso instante se entornó la puerta del primer rellano y se oyeron pasos en los peldaños de metal.
    El sótano estaba completamente a oscuras, salvo por un contorno rectangular de luz en la distancia. Cogidos en una piña echaron a andar hacia la luz. Sólo cuando llegaron allí, Kevin y Candace se percataron de que se trataba de una puerta de incendios, iluminada por la luz que se filtraba por las rendijas. Melanie la abrió con la tarjeta magnética en cuanto localizó la cerradura.
    Al otro lado de la puerta había un pasillo brillantemente iluminado que les permitió correr a toda velocidad. Melanie se detuvo abruptamente en el centro del pasillo y abrió una puerta señalada con un rótulo que rezaba Anatomía Patológica.
    -Entrad -ordenó Melanie, y los dos la siguieron sin rechistar.
    Estaban en la antesala de dos anfiteatros anatómicos. Había un par de fregaderos, varios escritorios y una gran puerta metálica que conducía al cuarto refrigerado.
    -¿Por qué hemos entrado aquí? -preguntó Kevin con voz cargada de pánico-. Estamos atrapados.
    -No exactamente -respondió Melanie con la respiración entrecortada-. Por aquí.
    Les hizo señas para que la siguieran hasta un rincón de la estancia, donde, para sorpresa de Kevin, había un ascensor.
    Melanie pulsó el botón de llamada, que produjo un chirrido inmediato del mecanismo. Al mismo tiempo, el indicador luminoso se encendió en la tercera planta.
    -Venga -dijo Melanie, como si su súplica pudiera acelerar el descenso.
    Puesto que el ascensor era en realidad un montacargas, bajaba con penosa lentitud. Apenas había llegado a la segunda planta cuando oyeron la puerta del pasillo y una imprecación ahogada.
    Los tres cambiaron una mirada de horror.
    -Llegarán en unos segundos -dijo Kevin-. ¿Hay alguna otra salida?
    Melanie negó con la cabeza.
    -Sólo el ascensor.
    -Tendremos que escondernos en algún sitio -dijo Kevin.
    -¿Qué os parece el frigorífico? -propuso Candace.
    Sin tiempo para discutir, los tres corrieron hacia la nevera.
    Kevin abrió la puerta, y un vapor fresco salió del interior, acumulándose al nivel del suelo.
    Candace entró en primer lugar, seguida por Melanie y Kevin. Este cerró la puerta metálica, que produjo un fuerte chasquido. La estancia, de unos seis metros cuadrados, tenía estantes de acero inoxidable desde el suelo hasta el techo, a ambos lados y en el centro. En los estantes había cadáveres de varios primates. El más impresionante era el de un gorila macho, situado en la estantería central. La nevera estaba iluminada por unas bombillas protegidas por estructuras metálicas y acopladas al techo a intervalos regulares encima de los pasillos.
    Instintivamente, los tres corrieron hacia la parte posterior de la estantería central y se agacharon. En la fría temperatura, la respiración agitada de los tres amigos formaba fugaces nubecillas de vapor. El olor a amoníaco no era agradable, pero resultaba soportable. Rodeados por las paredes de material aislante, Kevin y las chicas no oían ningún sonido del exterior, ni siquiera el chirrido del ascensor. Al menos hasta que oyeron el ruido inconfundible de la puerta del frigorífico.
    Cuando se abrió la puerta, el corazón de Kevin dio un vuelco. Preparado para ver la cara despectiva de Siegfried, levantó ligeramente la cabeza para espiar por encima del cuerpo del gorila muerto. Para su sorpresa, no era Siegfried, sino dos hombres con uniformes de cirugía que cargaban el cuerpo de un chimpancé. Sin decir una palabra, los hombres dejaron el cadáver en un estante de la derecha, muy cerca de la entrada y se marcharon.
    En cuanto la puerta volvió a cerrarse, Kevin miró a Melanie y suspiró.
    -Creo que éste ha sido el peor día de mi vida -dijo.
    -Todavía no ha terminado -repuso ella-. Aún hemos de salir de aquí. Pero al menos tenemos lo que vinimos a buscar. -Abrió la mano y les enseñó la llave. La luz destelló sobre la superficie cromada.
    Kevin miró su propia mano. Inadvertidamente había llevado consigo el mapa topográfico.
    Bertram encendió la luz del pasillo mientras salía de la zona de escaleras. Había subido a la segunda planta y entrado en el pabellón de pediatría para preguntar al personal si habían visto a alguien corriendo. Le respondieron que no.
    Entró en su consulta y encendió la luz. Siegfried apareció en la puerta que conducía al despacho.
    -¿Y?
    -No sé si ha entrado alguien -dijo Bertram. Advirtió que la papelera metálica no estaba en su sitio, junto a la mesa.
    -¿Ha visto a alguien?
    -No -respondió negando con la cabeza-. Es probable que el personal de limpieza dejara la luz encendida.
    -Bueno, eso justifica mi preocupación por las llaves -señaló Siegfried.
    Bertram hizo un gesto afirmativo. Empujó con el pie la papelera metálica para devolverla a su posición normal. Luego apagó la luz de la sala de revisión y siguió a Siegfried al despacho. Abrió el primer cajón del archivador y sacó la carpeta de la isla Francesca. Soltó las bandas elásticas y examinó el contenido.
    -¿Qué pasa? -preguntó Siegfried al ver que titubeaba.
    Bertram era un maniático del orden y no recordaba haber dejado los papeles en ese estado caótico. Temía lo peor, por eso sintió un enorme alivio al ver el sobre del puente Stevenson y el bulto de las llaves en su interior.

























    CAPITULO 12
    5 de marzo de 1997, I8.45 horas.
    Nueva York

    -Esto es cosa de brujería -dijo Jack. Llevaba quince minutos examinando una muestra en el microscopio.
    Chet había intentado entablar conversación, pero finalmente se había dado por vencido. Cuando Jack se concentraba, era imposible distraerlo.
    -Me alegro de que te diviertas -dijo Chet. Preparado para marcharse, cogió su maletín.
    Jack se echó hacia atrás en la silla y cabeceó.
    -Esto es de locos. -Miró a Chet y se sorprendió de verlo con el abrigo puesto-. ¿Cómo? ¿Ya te marchas?
    -Sí, llevo quince minutos despidiéndome de ti.
    -Mira esto antes de irte -pidió Jack. Señaló el microscopio y se apartó de la mesa para dejarle el sitio a Chet.
    Chet titubeó. Consultó su reloj. Tenía que estar a las siete en el gimnasio para su clase de aerobic. Le había echado el ojo a una de las chicas que acudían con regularidad, y había decidido apuntarse a la clase con el fin de reunir valor para abordarla. El problema era que ella estaba en mejor estado físico que él, de modo que después de la clase siempre se sentía demasiado agotado para hablar.
    -Vamos, colega -insistió Jack-. Necesito tu sabia opinión.
    Chet dejó el maletín en el suelo, se inclinó y miró por el ocular del microscopio. Sin ninguna explicación de Jack, tuvo que figurarse de qué clase de tejido se trataba.
    -Así que sigues examinando este corte congelado de tejido hepático-dijo.
    -Me ha entretenido toda la tarde -respondió Jack.
    -¿Por qué no esperas los preparados histológicos de los cortes fijados? -preguntó Chet-. Las muestras congeladas no permiten una investigación a fondo
    -Le he pedido a Maureen que me los traiga en cuanto pueda, pero mientras tanto esto es todo lo que tengo. ¿Qué opinas de la zona que está debajo del marcador?
    Chet reguló el objetivo.
    Uno de los múltiples problemas de los cortes congelados era que a menudo eran demasiado gruesos y la estructura celular aparecía borrosa.
    -Parece un granuloma -dijo Chet. Un granuloma es el signo de una inflamación celular crónica.
    -Lo mismo pienso yo -convino Jack-. Ahora mueve el campo a la derecha. Debería mostrar una parte de la superficie del hígado. ¿Qué ves ahí?
    Chet obedeció, aunque estaba preocupado porque llegaría tarde al gimnasio y no tendría sitio en la clase de aerobic. El profesor era uno de los más solicitados.
    -Veo algo que parece un quiste grande con cicatrices -dijo.
    -¿Ves algo que te resulte familiar?
    -No lo creo. De hecho, me parece muy extraño.
    -Bien dicho -señaló Jack-. Ahora deja que te haga una pregunta.
    Chet alzó la cabeza y miró a su compañero de despacho.
    Jack tenía la frente arrugada en una mueca de confusión.
    -¿Te parece un hígado trasplantado hace relativamente poco tiempo? -preguntó.
    -Claro que no -respondió Chet-. Yo habría esperado ver una inflamación aguda, pero no un granuloma, sobre todo si la lesión podía observarse a simple vista, como sugiere la superficie tabicada del quiste.
    Jack suspiró.
    -Gracias. Comenzaba a dudar de mi propio juicio. Es alentador saber que has llegado a la misma conclusión que yo.
    -Hola -dijo una voz.
    Jack y Chet alzaron la vista y vieron a Ted Lynch, el director del laboratorio de ADN, en el umbral. Era un hombre corpulento, que podría haber estado en la liga de Calvin Washington. Antes de iniciar su doctorado, había jugado de atajador de fútbol americano en el equipo de Princeton.
    -Tengo tus resultados, Jack -anunció. Como me temo que no son lo que esperabas, he bajado a informarte personalmente. Sé que estabas convencido de que hubo un trasplante de hígado, pero el DQ alfa ha revelado una asimilación perfecta, lo que sugiere que se trata del propio hígado de la víctima.
    Jack levantó las manos.
    -Me rindo -dijo.
    -Aún queda una posibilidad remota de que se tratara de un trasplante -dijo Ted-. Hay veintiún genotipos posibles en la secuencia DQ alfa, y la prueba no alcanza a discriminar aproximadamente un siete por ciento. Pero fui más allá e investigué el grupo sanguíneo ABO del cromosoma nueve y también coincidía perfectamente. Combinando los dos resultados, las posibilidades de que el hígado no pertenezca a la víctima son prácticamente nulas.
    -Me dejas anonadado -dijo Jack. Entrelazó los dedos y se puso las manos sobre la cabeza-. Hasta he llamado a un amigo cirujano para preguntarle si podría haber otra razón para encontrar suturas en la vena cava, la arteria hepática y el sistema biliar. Dijo que no, que tenía que ser obligatoriamente un trasplante.
    -¿Qué quieres que te diga? -dijo Ted-. Si quieres, como favor personal, estoy dispuesto a falsear los resultados. -Rió y Jack fingió asestarle un puñetazo.
    El teléfono de Jack comenzó a sonar insistentemente. Jack hizo una seña a Ted para que esperara mientras levantaba el auricular.
    -¿Qué pasa? -respondió con grosería.
    -Yo me largo -dijo Chet. Se despidió de Jack con la mano y pasó junto a Ted.
    Jack escuchó con atención. La ira de su expresión se trocó rápidamente en interés. Asintió varias veces con la cabeza mientras miraba a Ted. Levantó el índice y pidió con mímica que lo esperara un minuto.
    -Sí, claro -respondió Jack a su interlocutor en el teléfono-. Si UNOS sugiere que lo intentemos en Europa, hagamos la prueba. -Consultó su reloj de pulsera-. Claro que allí es medianoche, pero haz lo que puedas.
    Jack colgó el auricular.
    -Era Bart Arnold -dijo. Tengo el instituto forense en pleno buscando a un trasplantado de hígado desaparecido recientemente.
    -¿Qué es UNOS? -preguntó Ted.
    -El Banco Nacional de órganos -respondió Jack.
    -¿Han tenido suerte?
    -No. Es desconcertante. Bart ha hablado con los principales hospitales que hacen trasplantes de hígado.
    -Puede que no fuera un trasplante -señaló Ted-. Ya te he dicho que la posibilidad de que estos dos análisis coincidan por casualidad es muy remota.
    -Estoy convencido de que ha sido un trasplante -insistió Jack-. No tiene sentido que a una persona le extirpen el hígado para volver a implantárselo.
    -¿Estás seguro? -preguntó Ted.
    -Claro que lo estoy.
    -Pareces obsesionado por este caso -observó Ted.
    Jack dejó escapar una risita desdeñosa.
    -He decidido que voy a desvelar este misterio pase lo que pase -dijo-. Si no lo consigo, perderé el respeto por mí mismo. Al fin y al cabo, no se hacen tantos trasplantes de hígado; si no puedo resolver este acertijo, más vale que me retire de la profesión.
    -De acuerdo. Te diré en qué puedo ayudarte. Puedo hacer un análisis con marcadores múltiples, que compara áreas en los cromosomas cuatro, seis, siete, nueve, once y diecinueve.
    Hay sólo una posibilidad entre miles de millones de una asimilación casual. Y para mi propia tranquilidad, repetiré la secuencia de DQ alfa en la muestra de tejido hepático y en el paciente para figurarme por qué coincidieron.
    -Te agradezco que hagas todo lo que puedas.
    -Es más, subiré y empezaré esta misma noche -se ofreció Ted-. Así tendrás los resultados mañana.
    -¡Eso es un colega! -exclamó Jack. Levantó una mano y Ted le dio una palmada.
    Cuando Ted se hubo marchado, Jack apagó la luz del mi croscopio. Se sentía como si la muestra que examinaba se hubiera estado burlando de él con sus intrigantes detalles.
    Llevaba tanto tiempo mirándola que le dolían los ojos.
    Después de unos minutos, Jack se sentó frente al escritorio y contempló el montón de casos inconclusos. Las carpetas estaban apiladas desordenadamente. Calculó que, en el mejor de los casos, había veinticinco o treinta. El papeleo nunca había sido su fuerte, y la cosa se complicaba aún más cuando se obsesionaba por un caso en particular. Maldiciéndose a sí mismo por su ineptitud, se separó del escritorio y descolgó su cazadora acolchada del perchero situado detrás de la puerta. Había permanecido sentado y concentrado más de lo que era capaz de resistir. Necesitaba un poco de ejercicio enérgico y el campo de baloncesto del barrio lo esperaba.
    La vista de Nueva York desde el puente George Washington era sobrecogedora. Franco Ponti intentó girar la cabeza para apreciarla, pero el congestionado tránsito de la hora punta se lo impedía. Franco iba al volante de un Ford robado, de camino a Englewood, Nueva Jersey. Angelo Facciolo, sentado a su lado, miraba fijamente al frente. Los dos llevaban guantes.
    -Contempla el paisaje a la izquierda -dijo Franco-. Mira esas luces. Se ve la isla entera, incluida la estatua de la Libertad.
    -Sí, ya la he visto -respondió Angelo de mal humor.
    -¿Qué te pasa? -preguntó Franco-. Pareces un perro rabioso.
    -Detesto estos trabajos. Me recuerdan a cuando Cerino se volvió loco y nos envió a mí y a Tony Ruggerio por toda la ciudad haciendo la misma mierda. Deberíamos limitarnos al trabajo de siempre y tratar con la gente de siempre.
    -Vinnie Dominick no es Pauli Cerino. ¿Y qué hay de malo en ganarse unos pavos extra con un trabajo fácil?
    -La pasta está bien -dijo Angelo-. Lo que no me gusta son los riesgos.
    -¿A qué te refieres? -preguntó Franco-. No hay ningún riesgo. Somos profesionales y no corremos riesgos.
    -Siempre puede surgir un imprevisto. Y en mi opinión, ya ha surgido.
    Franco miró la cara picada de viruela de Angelo a la luz tenue del interior del coche. Sabía que hablaba en serio.
    -¿De qué hablas?
    -De Laurie Montgomery -respondió-. Todavía tengo pesadillas con esa mujer. Tony y yo intentamos cargárnosla, pero no pudimos. Era como si Dios la protegiera.
    A pesar de la seriedad de Angelo, Franco rió.
    -La tal Laurie Montgomery debería sentirse halagada por darle pesadillas a un tío con tu reputación. Es descojonante.
    -Yo no le veo la gracia -replicó Angelo.
    -No la tomes conmigo. Además, ella no tiene nada que ver con lo que vamos a hacer ahora.
    -Todo está relacionado. La tía le dijo a Vinnie Amendola que se ocuparía personalmente de investigar la desaparición del cadáver de Franconi.
    -¿Y qué va a hacer? -preguntó Franco-. Además, en el peor de los casos, el trabajo sucio lo hicieron Freddie Capuso y Richie Herns. Creo que te estás apresurando a sacar conclusiones.
    -¿Ah, sí? Tú no conoces a esa mujer. Es una puta obstinada.
    -De acuerdo -respondió Franco-. Si quieres seguir comiéndote el coco es cosa tuya.
    Al llegar al otro lado del puente, Franco se dirigió directamente hacia la carretera que conducía a Palisades Avenue.
    Como Angelo seguía de morros, encendió la radio. Tras pulsar unos cuantos botones, sintonizó una emisora que ponía música para carrozas. Subió el volumen y tarareó Sweet Caroline a coro con Neil Diamond. Cuando iba por la segunda estrofa, Angelo se inclinó y apagó la radio.
    -Tú ganas -dijo-. Yo me animaré un poco siempre y cuando me prometas que no cantarás más.
    -¿No te gusta esa canción? -preguntó Franco-. A mí me trae dulces recuerdos. -Se lamió los labios, como si saboreara algo exquisito-. Me recuerda a Maria Provolone.
    -No empieces -dijo Angelo riendo a su pesar. Le gustaba trabajar con Franco Ponti, pues era un profesional y tenía mucho más sentido del humor que él.
    Franco salió de la carretera y giró en dirección a Palisades Avenue. Cruzó la G-W y descendió una larga cuesta hacia el oeste, rumbo a Englewood, Nueva Jersey. Rápidamente, los restaurantes de comida rápida y las áreas de servicio dejaron paso a una lujosa zona residencial.
    -¿Tienes el mapa y la dirección a mano? -preguntó Franco.
    -Aquí mismo. -Estiró el brazo y encendió la luz de mapas-. Vamos a Overlook Place. Debería de estar a la izquierda.
    Fue sencillo encontrar la zona y cinco minutos más tarde recorrían una sinuosa calle flanqueada por árboles. Los jardines que se extendían entre las casas eran tan grandes que parecían pistas de un campo de golf.
    -¿Te imaginas vivir en un sitio así? -dijo Franco mirando hacia un lado y otro-. Joder, me perdería yendo de la puerta a la calle.
    -Esto no me gusta -dijo Angelo-. Está demasiado tranquilo. Llamaremos la atención. Aquí cantamos más que una mosca en la leche.
    -No empieces -lo reprendió Franco-. Por el momento, sólo estamos haciendo un reconocimiento del terreno ¿Qué número buscamos?
    Angelo consultó la nota que tenía en la mano.
    -Overlook Place, número 8.
    -Eso significa que está a la izquierda. -Acababan de pasar el número 12.
    Unos instantes después, Franco disminuyó la velocidad y aparcó al lado derecho de la calle. Ambos contemplaron el camino serpenteante bordeado de farolas que conducía a una casa estilo Tudor, rodeada de altos pinos. La mayoría de las ventanas estaban iluminadas. La residencia era del tamaño de un campo de fútbol.
    -Parece un maldito castillo -protestó Angelo.
    -Debo reconocer que no esperaba algo así.
    -Bien, ¿y qué vamos a hacer? No podemos permanecer aquí. No nos hemos cruzado con un solo coche desde que salimos de la carretera.
    Franco encendió el contacto. Sabía que Angelo tenía razón. Si se quedaban allí, despertarían sospechas y alguien llamaría a la policía.
    Ya habían pasado uno de esos condenados carteles que anunciaban Guardia vecinal, con la silueta de un tipo con un pañuelo en la cabeza.
    -Investiguemos algo más sobre esa niñata de dieciséis años -sugirió Angelo-. Como a qué colegio va, qué le gusta hacer o quiénes son sus amigos. No podemos arriesgarnos a ir a la casa. De ninguna manera.
    Franco asintió con un gruñido. Cuando estaba a punto de pisar el acelerador, vio una figura pequeña que salía de la casa. Desde esa distancia no podía asegurar si se trataba de un hombre o de una mujer.
    -Acaba de salir alguien.
    -Ya lo he visto -respondió Angelo.
    Los dos hombres observaron en silencio la figura que descendía una escalinata de piedra y echaba a andar por el camino.
    -Sea quien fuere, le sobra chicha y lleva un perro -dijo Angelo.
    -¡Virgen santa! -exclamó Franco tras unos segundos-. Es la chica.
    -No me lo creo. ¿De verdad es ella? No estoy acostumbrado a estos golpes de suerte.
    Atónitos, los dos hombres miraron a la joven que bajaba por el camino como si fuera directamente a su encuentro.
    Delante de ella, iba un perrito faldero con su rabo redondo proyectado hacia arriba.
    -¿Qué hacemos? -preguntó Franco, aunque no esperaba una respuesta. Sólo pensaba en voz alta.
    -¿Qué me dices del numerito de la poli? A Tony y a mí siempre nos funciona.
    -Buena idea. -Se giró hacia él y tendió la mano-. Dame tu placa de la policía de Ozone Park.
    Angelo metió la mano en el bolsillo interior de su chaqueta Brioni y le entregó una funda parecida a un billetero.
    -Tú quédate aquí -indicó Franco-. De momento, no hay motivo para asustarla con esa cara.
    -Gracias por el cumplido -repuso Angelo con amargura.
    Angelo se preocupaba por su aspecto y vestía elegantemente en un vano intento por desviar la intención de una cara plagada de cicatrices, consecuencia de la varicela en la infancia, un caso de acné grave en la adolescencia y múltiples quemaduras de tercer grado a causa de una explosión sucedida cinco años antes. Irónicamente, la explosión se había producido gracias a Laurie Montgomery.
    -No seas tan sensible -bromeó Franco, dándole una palmada en la nuca-. Ya sabes que te queremos, aunque pareces escapado de una película de terror.
    Angelo le apartó la mano. Sólo permitía chistes sobre su problema facial a dos personas: Franco y su jefe, Vinnie Dominick. Sin embargo, esa clase de comentarios no le gustaban.
    La joven se aproximaba a la calle. Llevaba un anorak de esquí de color rosado que la hacía parecer aún más gorda.
    Sus rasgos angulosos acentuaban la redondez de su cara moteada por alguna que otra espinilla. Tenía el pelo liso, peinado con raya al medio.
    -¿Se parece a Maria Provolone? -preguntó Angelo para devolver la burla.
    -Muy gracioso -respondió Franco. Abrió la portezuela y bajó del coche-. Perdón -dijo con la mayor dulzura posible.
    Fumaba como un carretero desde los ocho años y en consecuencia su voz sonaba áspera y ronca-. ¿No serás tú, por casualidad, la famosa Cindy Carlson?
    -Es posible -respondió la adolescente-. ¿Y usted quién es?
    Se había detenido al pie del camino que conducía a su casa.
    El perro levantó la pata junto al poste de la cancela.
    -Somos agentes de policía -dijo Franco. Levantó la placa y la luz de la farola de la calle destelló sobre la superficie brillante-. Estamos investigando a varios jovencitos de la zona y nos han dicho que tú podrías ayudarnos.
    -¿De veras? -preguntó Cindy.
    -Claro. Por favor, acércate para que mi colega pueda hablar contigo.
    Cindy miró a un lado y otro de la calle, aunque hacía cinco minutos que no pasaba un coche. Cruzó, tirando de su perro que olfateaba insistentemente el tronco de un olmo.
    Franco le dejó paso para que Cindy Carlson pudiera inclinarse para mirar a Angelo, que estaba sentado en el asiento delantero. Antes de que pronunciara una sola palabra, Franco la empujó de cabeza dentro del coche. Cindy gritó, pero Angelo le tapó rápidamente la boca y la inmovilizó. franco le arrancó la correa de la mano y ahuyentó al perro. Luego se apretujó en el asiento delantero, empujando a Cindy contra Angelo. Puso el coche en marcha y se alejaron.
    ---
    Laurie se había sorprendido a sí misma. Tras recibir la cinta de vídeo del asesinato de Franconi, había conseguido volver a concentrarse en el papeleo. Había trabajado con eficacia y avanzado notablemente en su tarea. Ahora había una gratificante pila de carpetas terminadas en el extremo de su escritorio.
    Cogió la última bandeja de preparados histológicos y se dispuso a trabajar en el último caso, que complementaría con el material y los informes que obraban en su poder.
    Cuando examinaba la primera muestra al microscopio, oyó un golpe en la puerta. Era Lou Soldano.
    -¿Qué haces aquí tan tarde? -preguntó Lou. Se dejó caer pesadamente en una silla junto al escritorio de Laurie. No se tomó la molestia de quitarse la gabardina ni el sombrero, que llevaba encajado sobre la coronilla.
    Laurie miró su reloj.
    -¡Dios! -exclamó-. He perdido la noción del tiempo.
    -Te llamé a tu casa cuando llegaba al puente de Queens.
    Al comprobar que no estabas, decidí pasarme por aquí. Tenía el pálpito de que seguirías al pie del cañón. ¿Sabes?, trabajas demasiado.
    -Quien fue a hablar -repuso Laurie con sarcasmo-. Mírate. ¿Cuándo has dormido por última vez? Y no me refiero a una siesta sentado al escritorio.
    -Hablemos de cosas más agradables -sugirió Lou-. ¿Qué tal si salimos a comer un bocado? Tengo que pasar otra hora en la jefatura para dictar un informe y luego me encantaría ir a algún sitio. Los críos están con su tía, que Dios la bendiga.
    ¿Te apetecería comer pasta?
    -¿Crees que estás en condiciones de salir? -preguntó Laurie.
    Las oscuras ojeras de Lou se tocaban con las arrugas de su sonrisa. El rastrojo de la barba era algo más que la sombra típica de las cinco de la tarde. Laurie calculó que llevaba al menos dos días sin afeitarse.
    -Tengo que comer -repuso-. ¿Piensas seguir trabajando mucho rato?
    -Estoy con el último caso -dijo Laurie-. Quizá otra media hora.
    -Tú también tienes que comer.
    -¿Habéis hecho algún progreso en el caso Franconi? -preguntó ella.
    Lou dejó escapar un resuello de irritación.
    -Ojalá. El problema con estos atentados de la mafia es que si no actúas con rapidez el rastro se desvanece de inmediato.
    No hemos conseguido ninguna pista importante.
    -Lo siento -dijo Laurie.
    -Gracias. ¿Y tú? ¿Tienes alguna idea sobre cómo pudo desaparecer el cadáver de Franconi?
    -Ese rastro también se ha desvanecido. Calvin me riñó por interrogar al asistente del turno de noche, y lo único que hice fue hablar con el tío. Me temo que la administración prefiere que el incidente se olvide.
    -Así que Jack tenía razón cuando te sugirió que lo dejaras.
    -Probablemente -admitió Laurie de mala gana-. Pero no se lo digas.
    -Ojalá el alcalde demostrara la misma falta de interés -murmuró Lou-. Demonios, puede que me degraden por culpa de este asunto.
    -Sí que he tenido una idea dijo ella-. Una de las funerarias que recogió un cadáver la noche de la desaparición de Franconi se llama Spoletto. Está en Ozone Park. Por alguna razón, el nombre me sonaba. Entonces recordé que allí asesinaron a un joven mafioso en la época de Cerino. ¿Crees que es una coincidencia que retiraran un cuerpo de allí esa misma noche?
    -Sí -aseguró Lou-, y te diré por qué. Después de tantos años de luchar contra el crimen organizado en Queens, conozco bien esa funeraria. Hay una conexión indirecta e inocente por matrimonio entre la funeraria Spoletto y la mafia de Nueva York. Pero es con la familia equivocada: con los Lucia, no con los Vaccaro, que mataron a Franconi.
    -Bueno -dijo Laurie-, sólo era una idea.
    -Eh, la pregunta tenía sentido -admitió Lou-. Tu memoria siempre me impresiona. No estoy seguro de que yo hubiera podido hacer la asociación. Bueno, ¿y qué me dices de la cena?
    -Con la cara de cansado que tienes, ¿por qué no vienes a comer unos espaguetis a mi casa?
    Ambos eran íntimos amigos. Después de que los involucraran en el caso Cerino, cinco años antes, habían tenido un pequeño escarceo amoroso, pero la relación no había prosperado y ambos habían decidido que era mejor ser amigos.
    Desde entonces cenaban juntos una vez cada dos semanas aproximadamente.
    -¿No te importa? -preguntó Lou. La idea de tenderse en el sofá de Laurie le parecía el paraíso.
    -En absoluto. En realidad, lo prefiero. Tengo salsa preparada en el congelador y varios ingredientes para la ensalada.
    -Genial. Yo compraré un Chianti de camino. Te daré un toque cuando salga de la jefatura.
    -Perfecto.
    Cuando Lou se marchó, Laurie volvió a la muestra. Pero la visita del policía había roto su concentración y le había recordado el caso Franconi. Además, estaba cansada de mirar por el microscopio. Se echó hacia atrás y se restregó los ojos.
    -A la mierda con todo -murmuró. Suspiró y miró el techo lleno de telarañas. Cada vez que se preguntaba cómo habían sacado el cuerpo de Franconi del depósito, volvía a angustiarse. También se sentía culpable por no poder ayudar a Lou.
    Laurie se puso en pie, cogió su abrigo, cerró el maletín y salió del despacho. Sin embargo, no salió del depósito. En cambio, bajó a hacer otra visita a la oficina del depósito. No hacía más que dar vueltas en la cabeza a una pregunta que había olvidado hacer a Marvin Fletcher, el asistente del turno de tarde.
    Encontró a Marvin ante el escritorio, rellenando los formularios correspondientes a las recogidas de esa tarde. Marvin era uno de los compañeros de trabajo favoritos de Laurie. Antes del trágico asesinato de Bruce Pomowski durante el caso Cerino, había estado en el turno de día. Después del incidente lo habían pasado a la tarde. En rigor, había sido un ascenso, porque el asistente del turno de la tarde tenía mucha responsabilidad .
    -Hola, Laurie, ¿qué cuentas? -dijo Marvin al verla.
    Marvin era un afroamericano con la piel más perfecta que Laurie hubiera visto en su vida. Brillaba como si una luz la iluminara desde el interior.
    Laurie conversó con Marvin durante unos minutos y, tras compartir con él algunos cotilleos del trabajo, fue directamente al grano.
    -Marvin, quiero preguntarte algo, pero prométeme que no te pondrás a la defensiva.
    Laurie no pudo evitar recordar la reacción de Mike Passano ante su interrogatorio y no quería que Marvin fuera con quejas a Calvin.
    -¿Sobre qué? -preguntó Marvin.
    -Sobre Franconi -respondió Laurie-. Quería preguntarte por qué no se hicieron radiografías del cadáver.
    -¿Qué dices?
    -Ya me has oído. Antes de descubrir que el cuerpo había desaparecido, noté que faltaban el informe radiológico y las placas de la carpeta de la autopsia.
    -Yo hice las radiografías -aseguró Marvin, que parecía ofendido ante la mera sugerencia de que no fuera así-. Siempre hago radiografías de un cadáver que ingresa, a menos que un médico me indique lo contrario.
    -Entonces ¿dónde están el informe y las placas? -preguntó Laurie.
    -No sé qué pasó con el informe. Pero las placas se las llevó el doctor Bingham.
    -¿Bingham se las llevó? -preguntó ella. Era extraño, aunque supuso que Bingham se proponía hacer la autopsia a la mañana siguiente.
    -Me dijo que se las llevaba a su despacho -explicó Marvin-. ¿Qué querías que hiciera? ¿Que le dijera al jefe que no podía llevarse unas radiografías? De eso nada, monada.
    -Por supuesto -repuso Laurie con aire distraído. Estaba perpleja. Aquello era una nueva sorpresa. ¡Había radiografías del cuerpo de Franconi! Desde luego, no tenían mayor utilidad sin el cadáver, pero se preguntó por qué nadie se lo había dicho. Aunque lo cierto es que no había visto a Bingham hasta después de la desaparición del cuerpo-. Bueno, me alegro de haber hablado contigo -dijo saliendo de su ensimismamiento-. Y te pido disculpas por sugerir que habías olvidado hacer las placas.
    -Descuida.
    Laurie estaba a punto de marcharse cuando recordó la funeraria Spoletto. Movida por un impulso, le preguntó a Marvin qué sabía de ese sitio.
    Marvin se encogió de hombros.
    -¿Qué quieres saber? -preguntó-. No sé mucho al respecto. Nunca he estado allí. Ya sabes lo que quiero decir.
    -¿Cómo son los empleados que vienen aquí?
    -Normales -respondió él, volviendo a encogerse de hombros-. Creo que sólo los he visto un par de veces. No sé.... qué quieres que te diga.
    -Ya -dijo ella asintiendo con la cabeza-. Ha sido una pregunta tonta. No sé por qué la he hecho.
    Laurie abandonó la oficina del depósito y salió del edificio por la puerta de la calle Treinta. Tenía la impresión de que en el caso Franconi no había nada casual.
    Mientras caminaba por la Primera Avenida, la asaltó otro impulso. De repente, la idea de visitar la funeraria Spoletto se le antojaba muy atractiva. Se detuvo, reflexionó durante unos segundos y luego se acercó al bordillo para parar a un taxi.
    -¿Adónde va, señora? -preguntó el conductor. Laurie vio en la licencia ajada y amarillenta que se llamaba Michael Neuman.
    -¿Sabe dónde está Ozone Park? -preguntó.
    -Claro, en Queens -respondió el taxista. Era un hombre mayor. Laurie calculaba que rondaría los setenta. Estaba sentado sobre un cojín de gomaespuma, con gran parte del relleno a la vista, y el respaldo del asiento tenía un protector hecho con cuentas de madera.
    -¿Cuánto tardaríamos en llegar allí? -Si era un viaje de varias horas, no pensaba hacerlo.
    Michael la miró con expresión inquisitiva y apretó los la bios mientras pensaba.
    -No mucho -dijo con vaguedad-. Las calles están bastante despejadas. De hecho, acabo de regresar del aeropuerto Kennedy en un santiamén.
    Tal como Michael había prometido, el viaje fue rápido, sobre todo una vez que cogieron la vía rápida Van Wyck. En el trayecto, Laurie se enteró de que Michael llevaba treinta años trabajando de taxista. Era un hombre locuaz e informado, con una encantadora actitud paternal.
    -¿Conoce Gold Road en Ozone Park? -preguntó Laurie, que se alegraba de haber encontrado a un taxista experimentado. Recordaba la dirección de la funeraria porque estaba en la agenda del despacho del depósito. El nombre de la calle, Mortos, se le había quedado grabado porque le había parecido irónico para una funeraria.
    -¿Gold Road? Ningún problema. Es la continuación de la calle Ochenta y ocho. ¿Busca una casa particular?
    -Busco la funeraria Spoletto.
    -La llevaré en menos que canta un gallo.
    Laurie se arrellanó en el asiento con expresión satisfecha, escuchando a medias la interminable cháchara de Michael.
    Por el momento parecía que la suerte estaba de su parte.
    La razón que la había impulsado a visitar la funeraria Spoletto era que Jack se había equivocado al respecto. La firma en cuestión estaba relacionada con la mafia, y aunque según Lou fuera con la familia equivocada, esa asociación la hacía sospechosa a los ojos de Laurie.
    Fiel a su promesa, en un tiempo sorprendentemente breve Michael frenó delante de una casa de tres plantas, construida con tablas de chilla y empotrada entre varios edificios de ladrillo. Unas columnas de estilo griego sostenían el techo del amplio porche delantero. En medio del minúsculo jardín, un cartel luminoso anunciaba: Funeraria Spoletto, negocio famliar.
    El negocio estaba en pleno funcionamiento. Se veían luces encendidas a través de todas las ventanas. Un grupo de personas fumaban en el porche, y a través de las ventanas de la planta baja se veía más gente.
    Michael estaba a punto de bajar la bandera, cuando Laurie le dijo:
    -¿Le importaría esperarme? Sólo tardaré unos minutos, y supongo que debe de ser difícil encontrar un taxi por aquí.
    -Claro, señora -respondió-. No hay problema.
    -¿Puedo dejar mi maletín aquí? No hay nada de valor dentro.
    -De todos modos estará seguro.
    Laurie bajó y se dirigió a la puerta de la funeraria con nerviosismo. Recordaba como si fuera ayer el caso que el doctor Dick Katzenburg había presentado en una conferencia cinco años antes. Un hombre de veintitantos años había sido prácticamente embalsamado vivo en la funeraria Spoletto como castigo por arrojarle ácido en la cara a Pauli Cerino.
    Se estremeció, pero se obligó a subir por la escalinata de la entrada. Nunca terminaría de recuperarse del trauma que le había dejado el caso Cerino. La gente que fumaba en la puerta no le prestó atención. A través de la puerta cerrada se oía una suave melodía de órgano. Laurie giró el pomo de la puerta, que estaba sin llave, y entró.
    Aparte de la música no se oía prácticamente sonido alguno. El suelo estaba recubierto con una alfombra tupida. Había pequeños grupos de personas en el vestíbulo de entrada, pero hablaban en susurros. A la izquierda había una serie de ataúdes barrocos y urnas funerarias en exhibición. A la derecha, una sala de velatorio llena de gente sentada en sillas plegables. Al fondo de la estancia había un ataúd sobre un lecho de flores.
    -¿En qué puedo servirle? -preguntó alguien en voz baja.
    Un hombre delgado, de aproximadamente la misma edad que Laurie, con la cara demacrada y facciones tristes se había acercado a ella. Estaba completamente vestido de negro, salvo por la camisa blanca. Era obvio que trabajaba allí. A Laurie le recordó a un predicador puritano.
    -¿Ha venido a presentar sus respetos a Jonathan Dibartolo? -preguntó el hombre.
    -No -respondió Laurie-. A Frank Gleason.
    -¿Perdón?
    -A Frank Gleason -repitió.
    -¿Y usted se llama...? -preguntó el hombre.
    -Doctora Laurie Montgomery.
    -Un momento, por favor -repuso mientras salía literalmente corriendo.
    Laurie miró a los asistentes del velatorio. Sólo había visto esa cara de la muerte en una ocasión, cuando su hermano había fallecido a causa de una sobredosis a los diecinueve años.
    Entonces ella tenía sólo quince. Había sido una experiencia traumática en todos los sentidos, sobre todo porque ella misma lo había encontrado muerto.
    -Doctora Montgomery -dijo una voz suave y untuosa-.
    Soy Anthony Spoletto. Tengo entendido que ha venido a presentar sus respetos al señor Frank Gleason.
    -Exactamente -dijo. Se giró y vio a otro hombre de traje oscuro. Era obeso y tan grasiento como su voz. Su frente brillaba en la suave luz incandescente.
    -Me temo que será imposible -se disculpó Spoletto.
    -Llamé esta tarde y me dijeron que lo estaban velando.
    -Sí, desde luego -respondió él. Pero eso fue esta tarde.
    Por petición expresa de la familia, el velatorio se llevó a cabo entre las cuatro y las seis.
    -Ya veo -dijo Laurie, desconcertada. Puesto que no había planeado su visita, la idea de preguntar por el cadáver de Gleason se le había ocurrido a último momento. Ahora que el velatorio había acabado, no sabía qué hacer-. Quizá podría firmar el libro de visitas, de todos modos.
    -Me temo que eso también es imposible -repuso Spoletto-. La familia se lo ha llevado.
    -Bien, eso es todo entonces -dijo Laurie haciendo un ademán lánguido con el brazo.
    -Lo lamento -se disculpó Spoletto.
    -¿Sabe cuándo es el entierro?
    -Aún no me han notificado nada al respecto.
    Gracias-dijo Laurie.
    -De nada -dijo él, abriéndole la puerta.
    Ella salió y subió al taxi.
    -¿Adónde vamos ahora? -preguntó Michael.
    Laurie le dio las señas de su casa. Mientras el taxi arrancaba, se inclinó para echar un último vistazo a la funeraria. Había hecho el viaje en balde. O quizá no. Después de hablar unos instantes con Spoletto, se había dado cuenta de que su frente no estaba grasienta. A pesar de la baja temperatura en el interior del establecimiento, el hombre sudaba. Se rascó la cabeza, preguntándose si ese detalle tendría alguna relevancia o si volvía a dar palos de ciego.
    -¿Era un amigo? -preguntó Michael.
    -¿A quién se refiere?
    -Al finado.
    Laurie dejó escapar una risita triste.
    -No exactamente -respondió.
    -Entiendo -dijo él mirándola por el retrovisor-. Hoy día las relaciones son muy complicadas. Y le diré por qué...
    Ella sonrió y se arrellanó en el asiento para escucharlo. La chiflaban los taxistas filósofos, y Michael era un auténtico Platón en su profesión.
    Cuando el taxi se detuvo frente a su casa, Laurie vio una figura familiar en el vestíbulo. Era Lou Soldano, apoyado contra los buzones. En la mano tenía una botella de vino cubierta con un cesto de mimbre. Laurie pagó el viaje, dejando una generosa propina a Michael, y bajó del vehículo.
    -Lo siento -le dijo a Lou-. Me dijiste que llamarías antes de venir.
    El parpadeó como si acabara de despertarlo.
    -Y lo hice, pero me respondió el contestador. Te dejé un mensaje de que estaba en camino.
    Laurie consultó su reloj de pulsera mientras abría la puerta. Como había previsto, había tardado poco más de una hora.
    -Pensé que sólo te quedaba media hora de trabajo -dijo Lou.
    -No estaba trabajando -respondió ella mientras llamaba el ascensor-. He hecho una excursión hasta la funeraria Spoletto. -Lou arrugó la frente en una expresión de disgusto-.
    No me riñas -añadió Laurie subiendo al ascensor.
    -¿Y qué? ¿Has encontrado a Franconi expuesto en un ataúd? -preguntó Lou con sarcasmo.
    -Si te pones así, no te contaré nada.
    -De acuerdo, lo siento.
    -No he descubierto nada. El velatorio del hombre que me interesaba había terminado. La familia lo suspendió a las seis de la tarde.
    Se abrió la puerta del ascensor. Mientras Laurie bregaba con la cerradura, Lou hizo una reverencia a Debra Engler, cuya puerta estaba entornada como de costumbre.
    -Pero el gerente se comportó de forma sospechosa -dijo Laurie-. Al menos eso me pareció.
    -¿Por qué? -preguntó Lou mientras entraba en el apartamento.
    Tom corrió desde la habitación, se restregó contra la pierna de Laurie y comenzó a ronronear. La mujer dejó el maletín en la pequeña mesa semicircular del vestíbulo para agacharse y rascarle detrás de las orejas.
    -Cuando hablaba conmigo, sudaba -explicó.
    Lou, que se estaba quitando el abrigo, se detuvo en medio de la operación.
    -¿Y eso es todo? ¿El tío sudaba?
    -Sí, eso es todo. -Sabía qué pensaba Lou. Estaba escrito en su cara.
    -Y dime, ¿comenzó a sudar después de que tú le hicieras preguntas complejas e incriminatorias sobre la desaparición del cuerpo de Franconi? ¿O ya sudaba antes de que hablaras con él?
    -Antes -admitió ella.
    Lou puso los ojos en blanco.
    -¡Guau! Otra encarnación de Sherlock Holmes. Quizá deberías hacer mi trabajo. No tengo tus dotes de intuición y razonamiento inductivo.
    -Has prometido no regañarme -protestó Laurie.
    -Yo no hecho tal cosa.
    -De acuerdo, fue un viaje inútil. Ahora preparemos la comida. Estoy muerta de hambre.
    Lou se pasó la botella de vino de una mano a la otra para terminar de quitarse la gabardina. Al hacerlo, arrojó inadvertidamente al suelo el maletín de Laurie. El impacto hizo que se abriera y se desparramara el contenido. El ruido asustó al gato que desapareció en el dormitorio, después de una lucha desesperada por mantener el equilibrio en el parquet encerado.
    -¡Qué torpe! -dijo-. Lo siento.
    Se agachó para recoger los papeles, bolígrafos, portaobjetos y demás parafernalia y, al hacerlo, chocó con Laurie.
    -Creo que es mejor que te sientes -dijo ella.
    -No; insisto.
    Cuando acabaron de reponer las cosas dentro del maletín,
    Lou cogió la cinta de vídeo.
    -¿Qué es esto? Tu película porno favorita.
    -Ni mucho menos.
    Lou la giró para leer la etiqueta.
    -¿El asesinato de Franconi? ¿La CNN te ha enviado esta cinta por iniciativa propia?
    -No -respondió Laurie-. La pedí yo. Pensaba usar la película para corroborar nuestros hallazgos una vez hecha la autopsia. Pensé que era un buen tema para una monografía sobre la fiabilidad de los estudios forenses.
    -¿Te importa si la pongo? -preguntó Lou.
    -Claro que no. ¿No viste el atentado por la tele?
    -Como todo el mundo. Pero aun así será interesante ver la cinta.
    -Me sorprende que en la policía no tengáis una copia.
    -Puede que la tengamos -repuso Lou-, pero yo no la he visto.
    -Esta no es tu noche, tío -bromeó Warren-. Te estás haciendo viejo.
    Jack había llegado tarde al campo de juego y se había visto obligado a esperar su turno para jugar. Entretanto había decidido que ganaría independientemente del equipo en que lo pusieran. Sin embargo, le habían hecho morder el polvo, ya que Warren y Spit estaban en el mismo equipo y ninguno de los dos fallaba jamás. Habían ganado todos los partidos, incluido el último que acababa de rematarse con un dulce pase en picado que había dado a Spit la oportunidad de encestar.
    Cuando Jack salió del campo le temblaban las piernas.
    Había puesto todo su empeño en el juego y sudaba a chorros. Cogió la toalla que había dejado sobre el cerco de cadenas y se secó la cara. Su corazón parecía a punto de saltarle del pecho.
    -Venga, hombre -dijo Warren desde el centro del campo, mientras hacía rebotar el balón entre las piernas-. Un partido más. Esta vez te dejaremos ganar.
    -Ya -gritó Jack-. Corta el rollo, tío. Vosotros nunca dejáis ganar a nadie. -Se esforzaba para adaptar su vocabulario al entorno-. Me largo.
    Warren saltó por encima del cerco, enganchó un dedo en uno de los eslabones de la cadena y se sentó sobre ésta.
    -¿Qué pasa con tu chica? -preguntó-. Natalie no deja de darme la lata preguntándome por ella, porque hace mucho que no os vemos juntos. Ya me entiendes.
    Jack miró la cara esculpida de Warren. Para su vergüenza, Warren no sólo no sudaba, sino que tampoco estaba agitado. Y lo peor era que había empezado a jugar mucho antes de que él llegara. El único indicio del esfuerzo realizado era un pequeño triángulo de sudor en la pechera de su camiseta sin mangas.
    -Dile a Natalie que Laurie está bien -repuso Jack-. Sólo que nos tomamos unas pequeñas vacaciones el uno del otro.
    Fue culpa mía. Quería que la relación se enfriara un poco.
    -Ya te entiendo -dijo Warren.
    -Anoche estuve con ella -añadió Jack-. Y parece que la cosa promete. Me preguntó por ti y por Natalie, así que no eres el único.
    Warren hizo un gesto de asentimiento.
    -¿Estás seguro de que no quieres jugar?
    -No, ya me largo.
    -Cuídate, tío -dijo Warren mientras se alejaba del cerco.
    Luego gritó a los demás-: Venga, otro partido, troncos.
    Jack sacudió la cabeza mientras miraba correr a Warren.
    Envidiaba la energía de su amigo. Era obvio que no estaba cansado.
    Jack se puso el jersey del chándal y echó a andar hacia su casa. Aunque durante el juego la imposibilidad de ganar lo había enfurecido, ahora no le importaba. El ejercicio le había aclarado la mente y durante una hora y media no había pensado en el trabajo. Sin embargo, no había llegado al final de la calle Ciento seis, cuando comenzó a preocuparse otra vez por el intrigante misterio de la última autopsia.
    Mientras subía por las escaleras cubiertas de desperdicios de su edificio, se preguntó si habría alguna posibilidad de que Ted hubiera cometido un error en el análisis del ADN.
    Estaba convencido de que a la víctima le habían trasplantado el hígado.
    Cuando llegaba al tercer rellano, oyó el timbre de su telé fono. Sabía que era el suyo porque Denise, una madre soltera que vivía en la misma planta con sus dos hijos, no tenía teléfono. Con un esfuerzo sobrehumano, Jack consiguió que sus cansados cuadriceps lo impulsaran hasta el último rellano.
    Metió la llave en la cerradura y, en cuanto abrió la puerta, el contestador automático se puso en marcha con una voz que Jack no reconoció como suya. Corrió hacia el teléfono y levantó el auricular, interrumpiendo la grabación en mitad de una frase.
    -¿Sí? -preguntó, agitado. Después de una hora y media de intenso ejercicio en el campo de baloncesto, la subida por el último tramo de escalera lo había llevado al límite de sus fuerzas.
    -No me digas que acabas de volver de tu partido de baloncesto -dijo Laurie-. Son casi las nueve. No cuadra con tus horarios.
    -No llegué a casa hasta las siete y media -explicó Jack entre jadeos. Se secó la cara para evitar que las gotas de sudor cayeran al suelo.
    -Eso significa que aún no has cenado.
    -Exactamente.
    -Lou está aquí y estábamos a punto de comer ensalada y espaguetis. ¿Por qué no te vienes?
    -No quisiera aguaros la fiesta -respondió Jack en tono de broma, aunque al mismo tiempo sintió una punzada de celos.
    Sabía que Laurie y Lou habían tenido una pequeña aventura, y se preguntó si estarían a punto de volver a empezar.
    Jack sabía que no tenía derecho a sentir celos, dada su resistencia a comprometerse con una mujer. Después de perder a su familia, no quería correr el riesgo de volver a sentir tanto dolor. Por otra parte, reconocía que se sentía solo y que disfrutaba de la compañía de Laurie.
    -No aguarás ninguna fiesta-repuso Laurie-. Sólo es una cena informal. Pero queremos enseñarte algo. Algo que te sorprenderá y que quizá te duela tanto como una patada en el culo. Como verás, estamos muy entusiasmados.
    -¿Ah, sí? -dijo Jack con la boca seca. Al oír la risa de Lou en el fondo, sumó dos más y dos y dio por sentado que lo que querían enseñarle era un anillo de compromiso. Lou le había propuesto matrimonio.
    -¿Vendrás?-preguntó ella.
    -Es muy tarde. Y todavía tengo que ducharme.
    -¡Eh, carnicero! -exclamó Lou, que le había arrebatado el auricular a Laurie-. Ven aquí pitando. Laurie y yo nos morimos de ganas de pasarte el parte.
    -De acuerdo. Me daré una ducha rápida y estaré allí dentro de cuarenta minutos.
    -Hasta ahora, colega -se despidió Lou.
    Jack colgó el auricular.
    -¿Colega? -dijo para sí. Lou no acostumbraba hablarle de esa manera. Jack pensó que el detective debía de sentirse en las nubes.
    ---
    Ojalá supiera qué hacer para animarte -dijo Darlene-. Se había tomado la molestia de ponerse un body de seda de Victoria's Secret, pero Raymond ni siquiera se había enterado.
    Estaba tendido en el sofá con una bolsa de hielo en la cabeza y los ojos cerrados.
    -¿Estás seguro de que no quieres comer nada? -preguntó Darlene.
    Era una mujer alta, de más de metro setenta y cinco de estatura, con el pelo oxigenado y un cuerpo voluptuoso. Tenía veintiséis años. Ella y Raymond bromeaban a veces sobre el hecho de que él, con sus cincuenta y dos, le doblaba la edad.
    Había sido modelo antes de que el médico la conociera en un bar del este de Nueva York, llamado Auction House.
    Raymond retiró despacio la bolsa de hielo y dirigió una mirada fulminante a Darlene. Su vitalidad lo exasperaba.
    -Tengo un nudo en el estómago -dijo-. Y no tengo hambre. ¿Es tan difícil de entender?
    -Bueno. No sé por qué estás tan nervioso -repuso Darlene-. Acabas de recibir una llamada de una doctora de Los Angeles que ha decidido unirse al grupo. Eso significa que pronto tendremos estrellas de cine entre nuestros clientes.
    Creo que deberíamos celebrarlo.
    Raymond volvió a ponerse la bolsa de hielo en la cabeza y cerró los oios.
    -Los problemas no tienen nada que ver con los beneficios del negocio. Esa parte va de maravilla. Lo que me preocupa son los imprevistos, como el problema de Franconi, y ahora Kevin Marshall. -Raymond no quería hablar de Cindy Carlson. De hecho, hacía todo lo posible para no pensar en ella.
    -¿Por qué sigues preocupado por Franconi? -preguntó Darlene-. Ese problema ya está resuelto.
    -Oye -dijo Raymond, intentando ser paciente-, creo que sería mejor que te fueras a ver la tele y me dejaras sufrir en paz.
    -¿No quieres una tostada o un tazón de cereales?
    -¡Déjame en paz! -gritó él. Se sentó con brusquedad, apretando la bolsa de hielo entre las manos. Tenía la cara encendida y los ojos parecían a punto de saltar de sus órbitas.
    -De acuerdo, es evidente que mi presencia te molesta -dijo Darlene, enfurruñada. Cuando se disponía a salir del salón sonó el teléfono-. ¿Quieres que lo coja?
    Raymond hizo un gesto de asentimiento y le pidió que atendiera la llamada en el estudio. También dijo que si era para él dijera que no sabía dónde estaba, pues no quería hablar con nadie.
    Darlene dio media vuelta y desapareció en el estudio.
    Raymond soltó un suspiro de alivio y volvió a ponerse la bolsa de hielo en la cabeza. Se tendió y procuró relajarse.
    Cuando empezaba a ponerse cómodo, Darlene regresó.
    -Llaman desde abajo -dijo-. Hay un hombre que quiere verte. Se llama Franco Ponti y dice que es importante. Le he dicho que no estabas. ¿Qué hago?
    Raymond se incorporó con un movimiento brusco y nervioso. Aunque al principio no identificó el nombre, éste no le gustaba. Entonces recordó. Era uno de los esbirros de Vinnie Dominick que lo habían visitado el día anterior.
    -¿Y bien? -preguntó Darlene.
    Raymond tragó saliva con dificultad.
    -Hablaré con él.
    Cogió el supletorio que estaba detrás del sofá e, intentando que su voz sonara autoritaria dijo:
    -Hola.
    -Hola, doctor -respondió Franco-. Si no hubiera estado en casa, me habría llevado una gran decepción.
    -Estaba a punto de meterme en cama. Es algo tarde para recibir visitas.
    -Le pido disculpas por la hora. Pero a Angelo Facciolo y a mí nos gustaría enseñarle algo.
    -¿Por qué no lo dejamos para mañana?, entre las nueve y las diez, por ejemplo.
    -No puede esperar -dijo Franco-. Venga, doctor. No nos complique las cosas. Vinnie Dominick nos ha ordenado expresamente que vengamos para que usted conozca los detalles del último trabajo. -Raymond buscó desesperadamente una excusa para no bajar, pero con el dolor de cabeza que tenía, no se le ocurrió nada-. Sólo le robaré dos minutos de su tiempo -insistió Franco.
    -Estoy muy cansado. Me temo que...
    -Eh, un momento, doctor. Insisto en que baje o lo sentirá mucho. Espero que esté claro.
    -De acuerdo -dijo Raymond reconociendo lo inevitable.
    No era tan ingenuo como para pensar que Vinnie Dominick y sus hombres amenazaban en vano-. Un momento.
    Abrió el armario del pasillo y descolgó su abrigo. Darlene estaba atónita.
    -¿Vas a salir? -preguntó.
    -No tengo otra alternativa-respondió él-. Supongo que debería alegrarme de que no quieran subir.
    Mientras bajaba en el ascensor, procuró tranquilizarse, aunque era difícil, pues el dolor de cabeza se había intensificado. Aquella visita inesperada y no deseada era la clase de imprevisto que no le dejaba vivir.
    No tenía idea de qué pretendían enseñarle, aunque suponía que estaría relacionado con Cindy Carlson.
    -Buenas noches, doctor -dijo Franco cuando apareció Raymond-. Lamento molestarle.
    -Vayamos al grano -dijo Raymond fingiendo una seguridad que no sentía.
    -Todo será breve e indoloro. Confíe en mí. Si no le importa... -Señaló hacia la calle, donde habían dejado el Ford.
    Angelo estaba apoyado contra el maletero del coche, fumando un cigarrillo.
    Raymond siguió a Franco hasta el coche. Angelo se incorporó y se hizo a un lado.
    -Queremos que eche un vistazo al maletero -dijo Franco.
    Cogió las llaves del coche y lo abrió-. Acérquese para ver mejor. La luz no es muy buena.
    Raymond pasó entre el Ford y el coche que estaba aparcado detrás y se colocó a escasos centímetros de la puerta del maletero mientras Franco la levantaba. Un segundo después, Raymond creyó que iba a darle un paro cardíaco. En el preciso instante en que vio la siniestra silueta de Cindy Carlson acurrucada en el maletero hubo un fogonazo de luz. Raymond se tambaleó hacia atrás. La visión de la cara de porcelana de la joven obesa le produjo náuseas y al mismo tiempo se sintió mareado por el fogonazo de luz, que, como comprendió de inmediato, era el flash de una cámara Polaroid.
    Franco cerró el maletero y se restregó las manos.
    -¿Qué tal la foto? -preguntó a Angelo.
    -Hay que esperar un minuto -respondió el susodicho cogiendo el borde de la fotografía a medida que salía de la cámara.
    -Sólo será un segundo -dijo Franco a Raymond. Este dejó escapar un gemido involuntario mientras miraba alrededor con nerviosismo. Le horrorizaba la posibilidad de que alguien más hubiera visto el cadáver.
    -Ha salido bien -dijo Angelo. Le entregó la fotografía a Franco, que hizo un gesto de asentimiento y se la enseñó a Raymond.
    -Yo diría que es su mejor perfil -comentó Franco.
    Raymond tragó saliva. La fotografía mostraba con claridad su expresión de terror, así como la imagen de la muchacha muerta.
    Franco se metió la fotografía en el bolsillo.
    -Bien, ya está , doctor. Le dije que no le robaríamos mucho tiempo.
    -¿Por qué han hecho esto? -preguntó Raymond con un hilo de voz.
    -Fue idea de Vinnie. Pensó que era conveniente tener un recuerdo del favor que le ha hecho, por si acaso.
    -¿Por si acaso qué?
    Franco abrió las manos.
    -Nunca se sabe.
    Franco y Angelo subieron al coche. Raymond subió a la acera. Se quedó mirando el vehículo hasta que éste giró en la esquina y desapareció de la vista.
    -¡Dios mío! -murmuró Raymond. Se volvió y echó a andar con piernas temblorosas hacia la puerta de su casa. Cada vez que resolvía un problema, se le presentaba otro.
    ---
    La ducha resucitó a Jack. Puesto que esta vez Laurie no le había prohibido ir en bicicleta, decidió hacerlo. Pedaleó hacia el sur a buen ritmo. Teniendo en cuenta las malas experiencias que había tenido en el parque el año anterior, siguió por Central Park West hasta Columbus Circle. A partir de allí, cogió la calle Cincuenta y nueve hasta Park Avenue.
    A aquella hora de la noche, la avenida era un sueño, y siguió por ella hasta la calle de Laurie. Amarró la bicicleta con su colección de cadenas y candados y se dirigió a la puerta del edificio de Laurie.
    Antes de llamar al timbre, se tomó unos instantes para pensar en la mejor forma de comportarse y lo que debía decir.
    Laurie lo recibió en la puerta con una sonrisa de oreja a oreja. Antes de que Jack pudiera pronunciar una sola palabra, la chica le rodeó el cuello con el brazo libre y lo abrazó.
    En la otra mano, equilibraba una copa de vino.
    -Vaya -dijo dando un paso atrás y miró el lamentable estado del pelo corto de Jack-. Me olvidé de mencionar el tema de la bici. No me digas que has venido en ella. -Jack se encogió de hombros con aire culpable-. Bueno, al menos has llegado sano y salvo -añadió Laurie.
    Le bajó la cremallera de la cazadora de piel y se la quitó.
    Jack vio a Lou sentado en el sofá con una sonrisa que rivalizaba con la del gato de Cheshire.
    Laurie cogió el brazo de Jack y tiró de él hacia el salón.
    -¿Qué quieres primero, la sorpresa o la cena? -preguntó.
    -Primero la sorpresa -respondió él.
    -Estupendo -dijo Lou. Saltó del sofá y se acercó a la tele.
    Laurie guió a Jack al sitio que acababa de dejar libre Lou.
    -¿Una copa de vino?
    Jack asintió con un gesto. Estaba perplejo. No había ningún anillo a la vista y Lou estudiaba con atención el mando a distancia del vídeo. Laurie desapareció en la cocina, pero regresó de inmediato con una copa para Jack.
    -No sé cómo va esto -protestó Lou-. En mi casa, la encargada del vídeo es mi hija.
    Laurie cogió el mando a distancia y le explicó que primero tenía que encender la tele. Jack bebió un sorbo de vino. Era mucho mejor que el que él había llevado la noche anterior.
    Laurie y Lou se sentaron junto a él en el sofá . Jack miró a uno y a otro, pero no le hicieron el menor caso. Miraban fijamente la pantalla.
    -¿Cuál es la sorpresa? -preguntó Jack.
    -Espera y verás -respondió Laurie señalando la pantalla, que por el momento sólo mostraba nieve.
    Más intrigado que nunca, Jack clavó la mirada en la pantalla. De repente se oyó una melodía y apareció el logotipo de la CNN, seguido por la imagen de un hombre rechoncho saliendo de un restaurante de Manhattan, que Jack reconoció como el Positano. El hombre estaba rodeado por un grupo de gente.
    -¿Pongo el sonido? -preguntó Laurie.
    -No, no es necesario -respondió Lou.
    Jack miró la secuencia. Cuando ésta hubo terminado, se giró hacia Laurie y Lou. Ambos sonreían con alegría.
    -¿Qué pasa? -preguntó Jack-. ¿Cuánto vino habéis bebido?
    -¿Sabes qué es lo que acabas de ver? -inquirió Laurie.
    -Yo diría que ha sido un asesinato -respondió Jack.
    -Es Carlo Franconi -dijo ella-. Después de ver esta escena, ¿no te recuerda nada?
    -Sí, me recuerda esas viejas cintas del atentado de Lee Harvey Oswald.
    -Pásala otra vez -sugirió Lou.
    Jack miró la secuencia por segunda vez, aunque dividió la atención entre la pantalla y las caras de Laurie y Lou. Parecían fascinados. Después del segundo pase, Laurie se volvió hacia Jack una vez más y dijo:
    -¿Y?
    -¿Qué queréis que diga? –preguntó Jack.
    -Deja que te enseñe algunas partes en cámara lenta dijo Laurie. Con el mando a distancia localizó la toma en que Franconi estaba a punto de subir a la limusina. La pasó en cámara lenta y luego la detuvo en el momento del tiroteo. Se acercó a la pantalla y señaló la parte posterior del cuello del hombre-. Esa es la entrada de la bala -señaló. Avanzó con el mando hasta el momento del segundo impacto, cuando la victima caía hacia la derecha.
    -¡Que me aspen! -exclamó Jack, atónito-. Mi último cadáver podría ser Carlo Franconi.
    Laurie se giró, dando la espalda al televisor.
    -Exactamente -dijo con tono triunfal. Todavía no tenemos pruebas irrefutables, desde luego, pero teniendo en cuenta las heridas de entrada y el trayecto de las balas en el cuerpo estoy dispuesta a jugarme cinco pavos.
    -¡Guau! -exclamó Jack-. Acepto la apuesta, aunque quiero recordarte que es un ciento por ciento superior a cualquier apuesta que hayas hecho en mi presencia.
    -Es que esta vez estoy muy segura -respondió Laurie.
    -Laurie es un lince -dijo Lou-. Hizo la asociación de inmediato. Siempre me hace sentir como un idiota
    -Venga ya -dijo Laurie, dándole un empujón amistoso.
    -¿Esta es la sorpresa que queríais enseñarme? -preguntó Jack con cautela. No quería abrigar falsas esperanzas.
    -Sí -dijo Laurie-. ¿Qué pasa? ¿No estás tan emocionado como nosotros?
    Jack soltó una risita de alivio.
    -Claro que sí. Estoy en la gloria.
    -Nunca sé cuándo hablas en serio -repuso Laurie que detectó el típico dejo irónico de Jack en la respuesta.
    -Es la mejor noticia que me han dado en muchos días, quizá incluso en semanas.
    -Bueno, tampoco te pases -dijo Laurie. Apagó la tele y el vídeo-. Ahora, a cenar.
    Durante la cena se preguntaron por qué nadie había considerado la posibilidad de que el cadáver que había aparecido en el agua fuera el de Franconi.
    -En mi caso fue por la localización de las heridas de bala -dijo Laurie-, que no coincidía con las de Franconi. Además, me despistó el hecho de que encontraran el cuerpo en Coney Island. Si lo hubieran pescado en East River habría sido otra historia.
    -Supongo que yo me despisté por el mismo motivo -sugirió Jack-. Y luego, cuando descubrí que las heridas eran post mortem, ya estaba obsesionado por mi descubrimiento en el hígado. A propósito, Lou, ¿Franconi se sometió a un trasplante de hígado?
    -No, que yo sepa -respondió Lou-. Estuvo enfermo durante varios años, pero nunca supe el diagnóstico. No he oído nada acerca de un trasplante de hígado.
    -Si no se le practicó un trasplante de hígado, el muerto no es Franconi -aseguró Jack-. Aunque el laboratorio de ADN no termina de confirmarlo, yo estoy convencido de que el hombre que apareció en el agua tiene un hígado donado.
    -¿Qué mas podéis hacer para confirmar que la víctima y Franconi son la misma persona? -preguntó Lou.
    -Podemos pedir una muestra de sangre de la madre -dijo Laurie-. Comparando el ADN mitocondrial, que todos heredamos de nuestra madre, podemos determinar si la víctima es Franconi. Estoy segura de que la madre se prestará , pues ella fue a identificar el cuerpo.
    -Es una pena que no se hayan hecho radiografías cuando ingresó el cuerpo de Franconi -comentó Jack-. Con eso lo habríamos conseguido.
    -¡Pero sí hay radiografías! -exclamó ella, con entusiasmo-. Acabo de descubrirlo esta tarde. Marvin las hizo.
    -¿Y dónde coño están? -preguntó Jack.
    -Marvin dijo que se las llevó Bingham -respondió Laurie-. Deben de estar en su oficina.
    -Entonces sugiero que hagamos una pequeña excursión al depósito -dijo Jack-. Me gustaría dejar solucionado este asunto.
    -El despacho de Bingham estará cerrado -dijo Laurie.
    -Creo que esta situación requiere un poco de creatividad -dijo Jack.
    -Amén -intervino Lou-. Este era el descubrimiento que esperaba.
    En cuanto terminaron de comer y -debido a la insistencia de Jack y Lou- de limpiar la cocina, los tres cogieron un taxi y se dirigieron al depósito. Entraron por la puerta principal y fueron directamente hacia la oficina del depósito.
    -¡Dios mío! -exclamó Marvin cuando vio a Jack y a Laurie. Era raro que dos forenses aparecieran al mismo tiempo a esas horas de la noche-. ¿Ha habido alguna catástrofe?
    -¿Dónde están los porteros?
    -La última vez que los vi estaban en la sala de autopsias -dijo Marvin-. En serio, ¿qué pasa?
    -Tenemos una crisis de identidad -bromeó Jack.
    Jack condujo a los demás a la sala de autopsias y dejó la puerta entornada.
    Marvin tenía razón. Los dos porteros estaban ocupados fregando el amplio suelo de baldosas.
    -Supongo que tenéis las llaves de la oficina del jefe -dijoJack.
    -Claro -dijo Daryl Foster.
    Daryl llevaba casi treinta años trabajando para el Instituto Forense. Su compañero, Jim O'Donnel era relativamente nuevo en su puesto.
    -Tenemos que entrar ahí -dijo Jack-. ¿Le importaría abrirnos la puerta?
    Daryl titubeó.
    -Al jefe no le gusta que la gente entre en su despacho -res pondió.
    -Yo asumo la responsabilidad -dijo Jack-. Es una emergencia. Además, está con nosotros el detective Soldano, del Departamento de Policía, así que no robaremos gran cosa.
    -No sé -dudó Daryl. Era evidente que se sentía incómodo y que las bromas de Jack no le hacían gracia.
    -Entonces deme la llave -dijo Jack. Tendió la mano-. De esa forma no se comprometerá .
    A regañadientes, Daryl sacó dos llaves del llavero y se las entregó a Jack.
    -Una es del despacho exterior y la otra del despacho interior del doctor Bingham.
    -Se las devolveré dentro de cinco minutos –dijo Jack.
    Daryl no respondió.
    -Creo que ese pobre tipo está asustado -comentó Lou mientras los tres subían en el ascensor hacia la primera planta.
    -Cuando Jack trabaja en una misión hay que tener cuidado con él -dijo Laurie.
    -La burocracia me saca de mis casillas -replicó Jack-. No hay ninguna razón para que las radiografías estén en la oficina del jefe.
    Jack abrió la puerta de la oficina exterior y luego la del despacho del doctor Bingham. Encendió las luces.
    El despacho era amplio, con un escritorio grande a la izquierda, situado debajo de un ventanal, y una mesa de biblioteca a la derecha. Delante de la mesa había varios utensilios para la enseñanza, incluyendo una pizarra y un negatoscopio.
    -¿Dónde buscamos? -preguntó Laurie.
    -Esperaba que estuvieran en la caja de las radiografías -dijoJack-. Pero no las veo. Ya sé, yo revisaré el escritorio y el archivador mientras tú echas un vistazo alrededor.
    -Bien -respondió Laurie.
    -¿Qué hago yo? -preguntó Lou.
    -Tú quédate ahí y asegúrate de que no robemos nada -se burló Jack.
    Abrió los cajones del archivador, pero los cerró de inmediato. Las radiografías de cuerpo entero que se hacían después de un ingreso debían estar guardadas en carpetas grandes. No era fácil ocultarlas.
    -Esto parece prometedor -dijo Laurie. Había encontrado una pila de radiografías en el armario situado debajo del negatoscopio. Puso las carpetas sobre la mesa y miró los nombres. Encontró las de Franconi y las separó de las demás.
    Cuando regresaron a la planta baja, Jack cogió las radiografías del cuerpo que había sido hallado en el mar y llevó las dos carpetas a la sala de autopsias. Devolvió las llaves del despacho de Bingham a Daryl y le dio las gracias. Daryl se limitó a responder con una inclinación de cabeza.
    -Muy bien, colegas -dijo Jack de camino hacia el negatoscopio-. Ha llegado el gran momento. -Primero puso en el visor las radiografías de Franconi y luego las del cuerpo sin cabeza-. ¿Qué os parece? -dijo después de una rapidísima inspección-. Laurie, te debo cinco pavos.
    Laurie soltó un gritito triunfal mientras Jack le daba el dinero. Lou se rascó la cabeza y se acercó al negatoscopio para estudiar las radiografías.
    -¿Cómo podéis saberlo tan rápido? -preguntó.
    Jack señaló las sombras de las balas casi oscurecidas por una masa de perdigones en la radiografía del cuerpo de la última autopsia y le señaló cómo correspondían exactamente a las balas en las radiografías de Franconi. Luego señaló dos fracturas idénticas en la clavícula que aparecían en las placas de los dos cuerpos.
    -Esto es genial -dijo Lou restregándose las manos con un entusiasmo casi equiparable al de Laurie-. Ahora que tenemos el corpus delicti, es probable que podamos seguir con el caso.
    -Y yo podré descubrir qué demonios ha pasado con el hígado de este tipon-dijo Jack.
    -Pues yo me iré a hacer compras con mi dinero -dijo Laurie estampando un beso en el billete de cinco dólares-. Aun que no hasta que descubra cómo y por qué desapareció el cuerpo.
    ---
    Incapaz de dormir a pesar de haberse tomado dos somníferos, Raymond bajó de la cama con cuidado para no despertar a Darlene. Aunque no había por qué preocuparse. Darlene tenía un sueño tan profundo, que podía caérsele el techo encima sin que se enterara.
    Raymond entró en la cocina y encendió la luz. No tenía hambre, pero pensó que un poco de leche tibia lo ayudaría a asentar el estómago. Después de la horrible impresión que había sufrido al ver el contenido del maletero del Ford, tenía acidez estomacal. Había tomado tres clases distintas de antiácidos, pero ninguno le había servido de nada.
    Raymond no se las arreglaba bien en la cocina, sobre todo porque no sabía dónde estaban las cosas. En consecuencia tardó un buen rato en calentar la leche y en encontrar un vaso. Cuando todo estuvo listo se llevó el vaso al estudio y se sentó ante el escritorio.
    Tras beber algunos sorbos, reparó en que eran las tres y cuarto de la madrugada. A pesar de que se sentía algo aturdido como consecuencia de los somníferos, se dio cuenta de que en la Zona serían más de las nueve, una buena hora para llamar a Siegfried Spallek.
    La conexión fue casi instantánea. A esa hora, las líneas estaban desocupadas. Aurielo respondió rápidamente y le pasó con el gerente.
    -Se ha levantado temprano -observó Siegfried-. Pensaba llamarlo dentro de cuatro o cinco horas.
    -No podía dormir -dijo Raymond-. ¿Qué está pasando allí? ¿Cuál es el problema con Kevin Marshall?
    -Creo que el problema está resuelto -dijo Siegfried.
    A continuación le resumió lo que había pasado y alabó a Bertram Edwards por alertarlo, lo que le había permitido hacer seguir a Kevin. Dijo que Kevin y sus amigas estaban tan asustados que no se atreverían a volver a la isla.
    -¿Qué quiere decir con sus amigas? -preguntó Raymond-. Kevin siempre ha sido un solitario.
    -Estaba con la técnica en reproducción asistida y una de las enfermeras del equipo de cirugía -respondió Siegfried-.
    Con franqueza, a nosotros también nos sorprendió, pues siempre ha sido un schlemiel, ¿o cómo llaman ustedes, los estadounidenses, a una persona inepta para las relaciones sociales?
    -Un ermitaño -respondió Raymond.
    -Eso -dijo Siegfried.
    -¿Y sin duda lo que lo impulsó a visitar la isla fue el humo que tanto le preocupaba?
    -Eso dijo Bertram Edwards, quien ha tenido una buena idea. Le diremos a Kevin que enviamos a una cuadrilla de obreros para construir un puente sobre el río que divide en dos la isla.
    -Pero no lo han hecho -dijo Raymond.
    -Por supuesto que no -respondió Siegfried-. La última cuadrilla que enviamos construyó la estructura para sostener el puente. Desde luego, Bertram envió algunos operarios para llevar las doscientas jaulas.
    -No sabía que se hubieran enviado jaulas a la isla -dijo Raymond-. ¿De qué habla?
    -Ultimamente Bertram ha estado insistiendo en que abandonemos la idea de aislar a los animales en la isla -explicó Siegfried-. Piensa que deberíamos traer a los bonobos al Centro de Animales y esconderlos de alguna manera.
    -Quiero que se queden en la isla -repuso Raymond con énfasis-. Ese fue el acuerdo con GenSys. Si sacamos a los animales de allí podrían anular el trato. Están paranoicos con el tema de la publicidad.
    -Lo sé -dijo Siegfried-. Es lo que le dije a Bertram. El lo entiende, pero quiere dejar las jaulas allí por las dudas. No veo ningún problema en eso. De hecho, creo que es bueno estar preparado para cualquier imprevisto.
    Raymond se pasó una mano por el pelo con nerviosismo.
    No quería ni oír hablar de imprevistos.
    -Quería preguntarle cómo desea que resolvamos el asunto con Kevin y las mujeres -dijo Siegfried-. Pero ahora que podemos explicarle lo del humo, y después de haberle dado un buen susto, creo que tenemos la situación controlada.
    -No llegaron a la isla, ¿verdad? -preguntó Raymond.
    -No, sólo a la zona de estacionamiento.
    -Tampoco me gusta que la gente vaya husmeando por ahí -respondió Raymond.
    -Lo entiendo -asintió Siegfried-. Por las razones que ya le he mencionado, no creo que Kevin vuelva. Pero, por las dudas, mandaré estacionar allí a la guardia marroquí y a un contingente de soldados ecuatoguineanos durante varios días, siempre y cuando usted lo considere oportuno.
    -Está bien -acordó Raymond-. Pero dígame, ¿qué piensa sobre el humo que sale de la isla, suponiendo que Kevin tenga razón?
    -¿Qué pienso yo? -repitió Siegfried-. Me importa un bledo lo que esos animales hagan allí mientras permanezcan en su sitio y se mantengan sanos. ¿A usted le preocupa?
    -En absoluto -respondió Raymond.
    -Quizá deberíamos enviarles un par de balones de fútbol -dijo Siegfried-. Es posible que así se entretengan. -Rió a carcajadas.
    -No creo que esto sea motivo de risa -replicó Raymond irritado. Aunque apreciaba la actitud autoritaria y disciplinada de Siegfried, éste no acababa de caerle bien. Se lo imaginó sentado ante su escritorio, rodeado de los animales desecados y los cráneos que tenía sobre la mesa.
    -¿Cuándo vendrá a recoger al paciente? -quiso saber Siegfried-. Me han dicho que se recupera de maravilla y que está listo para volver.
    -Eso he oído. Llamaré a Cambridge, y en cuanto esté listo el avión de GenSys iré hacia allí. Supongo que llegaré en un par de días.
    -Avíseme antes. Enviaré un coche a recogerlo a Bata.
    Raymond colgó el auricular y dejó escapar un pequeño suspiro de alivio. Se alegraba de haber llamado a Africa, pues parte de su ansiedad se debía al preocupante mensaje de Siegfried sobre un problema con Kevin. Era reconfortante saber que la crisis había pasado. De hecho, Raymond pensó que si hubiera podido olvidar la imagen de la fotografía que lo mostraba inclinado sobre el cadáver de Cindy Carlson se habría sentido prácticamente bien.








    CAPITULO 13
    6 de marzo de 1997, 12.00 horas.
    Cogo, Guinea Ecuatorial

    Kevin había perdido la noción del tiempo cuando un golpe en la puerta interrumpió la intensa concentración que dedicaba a la pantalla del ordenador desde hacía varias horas
    Abrió la puerta del laboratorio y Melanie entró en la estancia. Llevaba una bolsa de papel en la mano.
    -¿Dónde están tus ayudantes? -preguntó.
    -Les he dado el día libre -dijo él-. Hoy no pensaba trabajar, así que les dije que salieran a disfrutar del sol. La temporada de lluvias ha sido muy larga y regresará antes de que nos demos cuenta.
    -¿Dónde está Candace? -Dejó la bolsa sobre la mesa del laboratorio.
    -No lo sé. No la he visto ni he hablado con ella desde que la dejamos en el hospital esta mañana.
    Había sido una noche muy larga. Después de permanecer escondidos en el refrigerador, Melanie había convencido a Kevin y a Candace de que la acompañaran a su habitación de guardia en el Centro de Animales. Los tres habían permanecido allí, durmiendo a ratos, hasta el cambio de turnos de la mañana. Luego se habían mezclado con los empleados que entraban y salían y habían conseguido volver a Cogo sin dificultad.
    -¿Sabes cómo ponerte en contacto con ella? -preguntó Melanie.
    -Supongo que habrá que llamar al hospital y pedir que la localicen con el busca -sugirió Kevin-. A menos que esté en la habitación del hostal, que sería lo más lógico, puesto que Horace Winchester se encuentra tan bien.
    Llamaban "hostal" a las habitaciones asignadas al personal temporal del hospital. Esta sección formaba parte del complejo hospital-laboratorio.
    -Bien pensado -dijo Melanie.
    Levantó el auricular y pidió a la operadora que la comunicara con la habitación de Candace. Esta respondió al tercer timbrazo. Era evidente que estaba durmiendo.
    -Kevin y yo nos vamos a la isla -anunció Melanie sin preámbulos-. ¿Quieres venir o prefieres quedarte aquí?
    -¿De qué hablas? -preguntó Kevin con nerviosismo.
    Melanie le hizo señas de que se callara.
    -¿Cuándo? -preguntó Candace.
    -En cuanto llegues. Estamos en el laboratorio de Kevin.
    -Tardaré más de media hora. Tengo que ducharme.
    -Te esperaremos -dijo Melanie y colgó.
    -¿Estás loca? -preguntó Kevin-. Tenemos que dejar pasar un tiempo antes de arriesgarnos a volver a la isla.
    -Yo no lo creo así -repuso Melanie llevándose una mano al pecho-. Cuanto antes vayamos, mejor. Si Bertram descubre que falta una llave, podría cambiar la cerradura y estaremos otra vez como al principio. Además, como te dije anoche, esperan que estemos aterrorizados. Si vamos de inmediato los pillaremos con la guardia baja.
    -No sé si estoy en condiciones.
    -¿De veras? -preguntó Melanie con arrogancia-. Eh, recuerda que fuiste tú quien nos metió la preocupación sobre lo que habíamos creado. Y ahora estoy realmente preocupada. Esta mañana he encontrado más pruebas circunstanciales.
    -¿Cuáles?
    -Entré en el recinto de bonobos del Centro de Animales.
    Me aseguré de que nadie me viera, así que no te pongas nervioso. Me llevó más de una hora, pero conseguí encontrar a una madre con una de nuestras crías.
    -¿Y? -preguntó Kevin. No estaba seguro de querer oír el resto.
    -La cría caminaba de aquí para allí sobre sus patas traseras, igual que tú y yo. Lo hizo durante todo el tiempo que estuve observando -dijo Melanie. Sus ojos oscuros resplandecían con una emoción que rayaba en la furia-. La conducta que solíamos calificar de encantadora es definitivamente bípeda.
    Kevin hizo un gesto de asentimiento y desvió la mirada.
    La vehemencia de Melanie lo ponía nervioso y sus palabras hacían recrudecer sus miedos.
    -Tenemos que determinar con certeza cuál es el estado de estas criaturas -afirmó Melanie-. Y la única forma de hacer lo es ir allí. -Kevin asintió-. Así que he preparado unos bocadillos -dijo señalando la bolsa de papel que había llevado con ella-. Será como un día de campo.
    -Yo también he descubierto algo preocupante esta mañana -dijo Kevin-. Deja que te enseñe algo.
    Cogió un taburete y lo acercó al ordenador. Le hizo una seña a Melanie para que se sentara mientras él lo hacía en su silla. sus dedos volaron sobre el teclado. Pronto la pantalla mostró el gráfico de la isla Francesca.
    -He programado el ordenador para que siga a los setenta y tres bonobos de la isla durante varias horas de actividad en tiempo real -explicó Kevin-. Luego condensé los datos para verlos en cámara rápida. Mira el resultado.
    Kevin hizo clic en el ratón para comenzar la secuencia. La multitud de pequeños puntos rojos trazaron rápidamente extraños diseños geométricos. Sólo llevó unos segundos.
    -Parecen arañazos de gallinas -dijo Melanie.
    -Salvo por estos dos puntos -repuso Kevin señalándolos en la pantalla.
    -Al parecer no se movieron mucho.
    -Exactamente -convino Kevin-. Son los ejemplares números sesenta y sesenta y siete. -Kevin cogió el mapa topogrfico que se había llevado inadvertidamente de la oficina de Bertram-. Localicé el ejemplar número sesenta en un claro al sur del lago de los Hipopótamos. Según el mapa, allí no hay árboles.
    -¿Cómo te lo explicas? -preguntó Melanie.
    -Espera -dijo Kevin-. Lo que hice a continuación fue reducir la escala de la cuadrícula para que representara una zona de quince por quince metros en el sitio donde estaba localizada la criatura número sesenta. Deja que te enseñe lo que sucedió.
    Kevin introdujo la información e hizo clic con el ratón para comenzar la secuencia otra vez. Una vez más, la luz roja del ejemplar número sesenta fue un punto inmóvil.
    -No se ha movido en absoluto -dijo Melanie.
    -Me temo que no.
    -¿Crees que está dormido?
    -¿A media mañana? En esta escala, debería detectar el menor movimiento, incluso cuando se moviera en sueños. El programa es muy sensible.
    -Si no está dormido, ¿qué hace?
    Kevin se encogió de hombros.
    -No lo sé. Puede que haya encontrado la forma de quitarse el chip.
    -Nunca pensé en esa posibilidad -admitió Melanie-. Es una idea aterradora.
    -La única otra posibilidad que se me ocurre es que el bonobo haya muerto.
    -Supongo que es posible. Pero no creo que sea probable.
    Son animales jóvenes y extraordinariamente sanos. Nos hemos asegurado de eso. Viven en un medio sin depredadores y tienen comida de sobra.
    Kevin suspiró.
    -Sea lo que fuere, me preocupa, y creo que cuando vayamos allí deberíamos averiguar qué pasa.
    -Me pregunto si Bertram sabrá algo al respecto -dijo Melanie-. No es un buen presagio para el proyecto.
    -Supongo que debería decírselo.
    -Espera a que volvamos de la isla.
    -Desde luego -respondió Kevin.
    -¿Has descubierto algo más con el programa en tiempo real?
    -Sí. Prácticamente he confirmado mi sospecha de que están usando cavernas. Mira.
    Kevin cambió las coordenadas de la cuadrícula que estaba en la pantalla para ver una sección específica del macizo de piedra caliza. Luego indicó al ordenador que rastreara la actividad de su propio doble, el ejemplar número uno.
    Melanie miró cómo el punto rojo trazaba una figura geométrica y luego desaparecía. De inmediato reapareció en el mismo punto y trazó una segunda figura. Por fin una secuencia similar se repitió por tercera vez.
    -Parece que estás en lo cierto -dijo ella-. Sin duda parece que tu doble entra y sale de las rocas.
    -Cuando vayamos allí, creo que deberíamos visitar a nuestros dobles. Son los ejemplares más antiguos, y si algunos de estos bonobos transgénicos se comportan como protohumanos, deberían ser ellos.
    Melanie hizo un gesto de asentimiento.
    -La idea de ver a mi doble me pone la carne de gallina.
    Además, no tendremos mucho tiempo y, dada la superficie de dieciocho kilómetros cuadrados de la isla, será muy difícil encontrar un ejemplar específico.
    -Te equivocas -dijo Kevin-. Tengo los instrumentos que usan para recoger ejemplares.
    Se levantó de la silla del ordenador y fue hasta su escritorio. Cuando regresó llevaba el localizador y el radiorreceptor direccional que Bertram le había dado. Le enseñó los aparatos a Melanie y le explicó el funcionamiento. Melanie estaba impresionada.
    -¿Dónde está esta chica? -preguntó Melanie mientras consultaba el reloj-. Yo pretendía hacer la visita a la isla durante la hora de comer.
    -¿Siegfried ha hablado contigo esta mañana?
    -No; lo hizo Bertram. Parecía furioso y dijo que yo lo había decepcionado. ¿Te imaginas? ¿Acaso cree que con eso me va a partir el corazón?
    -¿Te dio alguna explicación sobre el humo que vi? -preguntó Kevin.
    -Sí. Me dijo que acababa de enterarse de que Siegfried había enviado una cuadrilla de obreros para construir un puente y quemar malezas. Dijo que lo habían hecho sin su cono cimiento.
    -Lo suponía. Siegfried me telefoneó poco después de las nueve y me contó la misma historia. Incluso me dijo que acababa de hablar con el doctor Lyons y que éste le había dicho que lo habíamos decepcionado.
    -Te habrá hecho llorar -dijo Melanie.
    -No creo que lo de la cuadrilla de obreros sea verdad.
    -Por supuesto que no. Bertram está al corriente de todo lo que pasa en la isla Francesca. ¿Acaso se creen que hemos nacido ayer?
    Kevin se puso en pie y miró por la ventana a la lejana isla.
    -¿Qué pasa? -preguntó Melanie.
    -Siegfried -dijo Kevin volviéndose hacia ella-. Estoy pensando en su amenaza de aplicarnos la ley ecuatoguineana.
    Nos recordó que ir a la isla podía considerarse un delito castigado con la pena de muerte. ¿No crees que deberíamos tomarnos en serio su advertencia?
    -¡Joder, no!
    -¿Cómo estás tan segura? Siegfried me da mucho miedo.
    -A mí también me daría miedo si fuera ecuatoguineana -repuso Melanie-. Pero no lo somos. Somos americanos.
    Mientras estemos aquí, en la Zona, sólo pueden aplicarnos la ley de Estados Unidos. Lo peor que puede pasarnos es que nos despidan y, como te dije anoche, la idea no me disgusta.
    Ultimamente Manhattan se me antoja un paraíso.
    -Ojalá me sintiera tan seguro como tú.
    -¿Tu sesión con el ordenador esta mañana ha confirmado que los bonobos están separados en dos grupos?
    Kevin asintió con la cabeza.
    -El primer grupo es el más grande y permanece en las cercanías de las cavernas. Incluye a la mayoría de los bonobos maydres, entre ellos tu doble y el mío. El otro grupo está en una zona boscosa, al norte del río Deviso. Se compone en su mayor parte de animales jóvenes, aunque el tercero en edad también está con ellos. Es el doble de Raymond Lyons.
    -Muy curioso -señaló Melanie.
    -Hola -saludó Candace mientras entraba por la puerta sin llamar. ¿He llegado puntual? Ni siquiera me he secado el pelo.
    En lugar de recogido con el moño habitual, llevaba el cabello húmedo peinado hacia atrás, despejando la frente.
    -Justo a tiempo -dijo Melanie-. Y fuiste la única lista de los tres porque al menos dormiste un rato. Tengo que reconocer que estoy agotada.
    -¿Siegfried Spallek se ha puesto en contacto contigo? -preguntó Kevin.
    -A eso de las nueve y media-respondió Candace-. Me despertó de un sueño profundo. Espero haberle hablado con cordura.
    -¿Qué te dijo? -preguntó él.
    -En realidad fue muy amable -dijo Candace-. Incluso se disculpó por lo ocurrido anoche. También me dio una explicación sobre el humo que sale de la isla. Dijo que se debía a una cuadrilla de obreros que estuvieron quemando arbustos.
    -Lo mismo que nos dijo a nosotros -señaló Kevin.
    -¿Y qué pensáis ?
    -No nos lo tragamos -respondió Melanie-. Es demasiado oportuno.
    -Lo mismo pensé yo -dijo Candace.
    Melanie cogió la bolsa de papel.
    -Larguémonos de una vez.
    -¿Tienes la llave? -preguntó Kevin. Cogió el localizador y el radiorreceptor direccional.
    -Por supuesto que la tengo -respondió Melanie.
    Mientras cruzaban la puerta, le dijo a Candace que había preparado comida.
    -¡Genial! Estoy muerta de hambre.
    -Esperad un segundo -dijo Kevin cuando llegaron a las escaleras-. Acabo de darme cuenta de algo: ayer debieron de habernos seguido. Es la única explicación para la forma en que nos sorprendieron. Desde luego, eso significa que debían de estar vigilándome a mí, pues yo fui el que hablé del humo con Bertram Edwards.
    -Es razonable -dijo Melanie.
    Durante unos instantes los tres se miraron entre sí.
    -¿Qué hacemos? -preguntó Candace-. No podemos permitir que nos sigan.
    -En primer lugar no debemos usar mi coche -dijo Kevin-.
    ¿Dónde está el tuyo, Melanie? Ahora que el tiempo está seco, podemos arreglarnos sin la tracción en las cuatro ruedas.
    -Abajo, en el aparcamiento. He venido en él desde el Centro de Animales.
    -¿Te ha seguido alguien?
    -¿Cómo quieres que lo sepa? No me he fijado.
    -Mmmm -musitó Kevin-. Todavía creo que si están vigilando a alguien ha de ser a mí, así que tú, Melanie, baja, métete en el coche y dirígete a tu casa.
    -¿Y qué haréis vosotros?
    -Hay un túnel en el sótano que llega hasta la central eléctrica. Espera unos cinco minutos en tu casa y recógenos en la central. Allí hay una puerta lateral que da directamente al aparcamiento. ¿Sabes dónde te digo?
    -Creo que sí -respondió Melanie.
    -De acuerdo -dijo Kevin-. Te veremos allí.
    Se separaron en la planta baja, donde Melanie salió al calor del mediodía mientras Candace y Kevin bajaban al sótano.
    Después de caminar durante unos quince minutos, Candace comentó que el túnel era un laberinto de pasillos.
    -Toda la electricidad viene de una misma fuente -explicó Kevin-. El túnel conecta todos los edificios principales, excepto el Centro de Animales, que tiene su propio generador eléctrico.
    -Es fácil perderse aquí -dijo Candace.
    -A mí me ha pasado -admitió Kevin-, y varias veces. Pero en mitad de la temporada de lluvias, estos túneles resultan útiles. Son secos y frescos.
    Cuando se aproximaban a la central eléctrica oyeron y sintieron las vibraciones de las turbinas. Un tramo de peldaños metálicos los llevó hasta la puerta lateral. En cuanto aparecieron, Melanie, que había aparcado bajo un árbol de malapa, acercó el coche y los recogió. Kevin subió en el asiento trasero para que Candace fuera en el delantero. Con la sofocante temperatura y el cien por cien de humedad, el aire acondicionado hacía que el interior del coche pareciera un paraíso.
    -¿Has visto algo sospechoso? -preguntó.
    -Nada -respondió Melanie-. Y di unas cuantas vueltas simulando que estaba haciendo recados. Nadie me siguió; estoy prácticamente segura.
    El miró por la ventanilla trasera del Honda de Melanie y escrutó la zona de la central eléctrica, hasta que ésta desapa reció cuando tomaron una curva. No había nadie a la vista y ningún coche los seguía.
    -Parece una buena señal -dijo Kevin mientras se agachaba en el asiento trasero para que nadie lo viera.
    Melanie se dirigió al norte del pueblo mientras Candace repartía los bocadillos.
    -No está mal -comentó Candace tras mordisquear un bocadillo de pan integral y atún.
    -Los he hecho preparar en la cafetería del Centro de Animales -explicó Melanie-. En el fondo de la bolsa hay bebidas.
    -¿Quieres, Kevin? -preguntó Candace.
    -Supongo -respondió él, que seguía tendido de lado en el asiento trasero. Candace le pasó un bocadillo y un refresco por la abertura entre los asientos delanteros.
    Pronto llegaron a la carretera que conducía al este, en dirección a la aldea de los nativos. Desde la posición en que se encontraba, Kevin sólo podía ver las copas de los árboles cubiertas de lianas y jirones de cielo azul. Después de tantos meses de nubarrones y lluvia, era agradable volver a ver el sol.
    -¿Nos sigue alguien? -preguntó Kevin después de un rato de viaje.
    Melanie miró por el retrovisor.
    -No he visto ni un solo coche -respondió.
    No había tráfico de vehículos en ninguna de las dos direcciones, aunque se cruzaron con varias mujeres nativas cargando bultos en la cabeza.
    Después de cruzar el aparcamiento situado frente a la tienda de la aldea de los nativos, y una vez que entraron en el sendero que conducía al cruce de la isla, Kevin se sentó. Ya no le preocupaba que lo vieran. Cada pocos minutos, se giraba para asegurarse de que no los seguían. Aunque no quería admitirlo delante de las mujeres, estaba hecho un manojo de nervios.
    -El tronco con que chocamos anoche debería de estar cerca-advirtió Kevin.
    -Pero no volvimos a chocar con él cuando nos llevaron de vuelta-dijo Melanie-. Deben de haberlo retirado del camino.
    -Tienes razón -admitió él. Le sorprendía que Melanie lo recordara. Después del tiroteo de ametralladoras, los detalles de la noche pasada eran una nebulosa en su mente.
    Cuando supuso que estaban llegando, Kevin se inclinó para mirar por el parabrisas a través de la abertura de los asientos delanteros. A pesar del intenso sol del mediodía era prácticamente tan difícil ver algo entre la densa vegetación que flanqueaba el camino como la noche anterior. La luz apenas se filtraba entre los árboles; era como avanzar entre dos muros.
    Llegaron al claro y se detuvieron. El garaje estaba a la izquierda mientras que a la derecha se veía el comienzo del sendero que conducía a la orilla del agua y al puente.
    -¿Sigo hasta el puente? -preguntó Melanie.
    Kevin se puso aún más nervioso. Le preocupaba meterse en un callejón sin salida. Consideró la posibilidad de seguir en coche hasta la orilla del río, pero supuso que allí no habría sitio suficiente para dar la vuelta, lo que significaría que tendrían que dar marcha atrás.
    -Sugiero que aparques aquí -contestó-. Pero primero da la vuelta al coche.
    Kevin esperaba que Melanie discutiera, pero ella obedeció sin rechistar. Nadie mencionó el hecho de que tendrían que atravesar andando el sitio donde les habían disparado la noche anterior.
    Melanie acabó de dar la vuelta.
    -Muy bien, aquí estamos -dijo con aparente despreocupación mientras ponía el freno de mano. Intentaba levantarles el ánimo. Todos estaban muy tensos.
    -Acaba de ocurrírseme una idea que no me gusta -dijo Kevin.
    -¿Qué pasa ahora? -preguntó Melanie mirándolo por el retrovisor.
    -Quizá debería adelantarme hasta el puente para asegurarme de que no hay nadie.
    -¿Nadie como quién? -inquirió Melanie. A ella también se le había ocurrido la posibilidad de que tuvieran compañía.
    Kevin respiró hondo para hacer acopio de valor y bajó del coche.
    -Cualquiera -respondió-. Incluso Alphonse Kimba.
    Se levantó las perneras de los pantalones y echó a andar.
    El sendero que conducía al río estaba tan cubierto de vegetación que se parecía incluso más a un túnel que el camino desde la carretera. En cuanto Kevin se internó en el camino éste giró a la derecha. La cúpula de árboles y enredaderas impedía la entrada de la luz. En el centro, la hierba era tan alta que más que un sendero parecían dos concursos paralelos.
    Kevin torció la primera curva y se detuvo. El inconfundible sonido de botas corriendo sobre el suelo húmedo combinado con el tintineo de metal contra metal, le produjo un nudo en el estómago. Más adelante, el sendero giraba hacia la izquierda. Kevin contuvo la respiración. De inmediato vio un grupo de soldados ecuatoguineanos con trajes de camuflaje girando por la curva y avanzando en su dirección. Todos llevaban rifles de asalto chinos.
    Dio media vuelta y retrocedió corriendo como nunca había corrido en su vida. Al llegar al claro, le gritó a Melanie que debían salir pitando de allí. Abrió la portezuela trasera del coche y se arrojó en el interior de inmediato. Melanie intentaba poner en marcha el coche.
    -¿Qué ha pasado ? -gritó.
    -¡Soldados! -dijo Kevin con voz ronca-. ¡Un montón!
    El motor del coche rugió en el mismo instante en que los soldados aparecían en el claro. Uno de ellos gritó mientras Melanie pisaba el acelerador.
    El pequeño vehículo se sacudió y Melanie luchó con el volante. Se oyó una estampida de disparos y la ventanilla trasera del Honda estalló en un millón de fragmentos. Kevin se tendió en el asiento trasero. Candace gritó al ver que también su ventanilla estallaba. Poco más allá del claro, el camino giraba hacia la izquierda. Melanie consiguió mantener el coche en el sendero y luego pisó el acelerador a fondo.
    Cuando habían recorrido unos setenta metros, oyeron más disparos a lo lejos. Unas cuantas balas perdidas silbaron por encima del coche mientras Melanie torcía en otra curva.
    -¡Dios mío! -exclamó Kevin mientras se sentaba y se sacudía los fragmentos de cristal del pecho.
    -Ahora sí estoy furiosa -dijo Melanie-. Esos no fueron disparos al aire. Mirad el parabrisas trasero.
    -Creo que debemos retirarnos -sugirió él-. Siempre he tenido miedo a esos soldados y ahora sé el porqué.
    -Supongo que la llave del puente no nos servirá de nada.
    Qué pena, después de todo lo que tuvimos que hacer para conseguirla.
    -Es un fastidio -convino Melanie-. Tendremos que buscar un plan alternativo.
    -Yo me voy a la cama -dijo Kevin. No podía entender a esas mujeres; parecían no tener miedo a nada. Se llevó una mano al corazón: nunca le había latido con tanta rapidez.











    CAPITULO 14
    6 de marzo de 1997, 6.45 horas.
    Nueva York

    Jack aceleró la marcha y consiguió pasar con luz verde en el cruce de la Primera Avenida y la calle Treinta. Luego se abrió paso entre los coches sin disminuir la velocidad. Subió por el camino particular del depósito y no frenó hasta el último segundo. Momentos después había amarrado la bicicleta y se dirigía al despacho de Janice Jaeger, la investigadora forense del turno de noche.
    Estaba alterado. Tras identificar casi con seguridad a su último cadáver como Carlo Franconi, prácticamente no había dormido. Había hablado varias veces con Janice por teléfono, implorándole que consiguiera copias de todos los informes de Franconi en el Hospital General de Manhattan.
    Sus pesquisas preliminares habían revelado que Franconi había estado hospitalizado allí.
    También había pedido a Janice que buscara en el escritorio de Bart Arnold los números de teléfono de los bancos de órganos europeos. Puesto que la diferencia horaria era de seis horas, Jack comenzó a llamar después de las tres de la mañana. Le interesaba especialmente una organización llamada Eurotransplant, en Holanda. Cuando descubrió que ahí no había constancia de que Carlo Franconi hubiera recibido un hígado, llamó a todas las organizaciones nacionales cuyos números tenía, en Francia, Inglaterra, Italia, Suecia, Hungría y España. Nadie sabía nada de Carlo Franconi
    Para colmo, la mayoría de las personas con las que había hablado aseguraban que era difícil que un extranjero hubiera sido sometido a un trasplante allí, puesto que la mayoría de los países tenían largas listas de espera con sus propios ciudadanos.
    Tras pocas horas de sueño, la curiosidad lo había despertado. Incapaz de volver a dormirse, Jack decidió ir al depósito temprano y repasar el material que había reunido Janice.
    -Vaya, sí que estás ansioso -señaló Janice cuando Jack entró en su despacho.
    -Esta clase de casos hacen las delicias de cualquier forense.
    ¿Cómo te ha ido con el Hospital General de Manhattan?
    -Tengo todos los informes -respondió Janice-. Franconi fue ingresado en múltiples ocasiones a lo largo de los años, sobre todo por hepatitis y cirrosis.
    -Ah, mis sospechas parecen fundadas. ¿Cuándo ingresó por última vez?
    -Hace aproximadamente dos meses. Pero no para un trasplante. Aunque el tema se menciona, si se le practicó trasplante, no fue en el hospital general. -Le entregó a Jack una carpeta grande.
    Jack sopesó la carpeta y sonrió.
    -Supongo que tengo con qué entretenerme.
    -A mí me ha parecido muy repetitivo.
    -¿Y qué hay de su médico? -preguntó él-. ¿Tenía uno en particular o iba pasando de uno a otro?
    -Lo atendió el mismo médico durante mucho tiempo -respondió Janice-. El doctor Daniel Levitz en la Quinta Avenida, entre las calles Sesenta y cuatro y Sesenta y cinco.
    La dirección de su consulta está escrita en el sobre.
    -Eres muy eficaz.
    -Hago todo lo que puedo -repuso Janice-. ¿Has tenido suerte con los bancos de órganos europeos?
    -En absoluto -respondió Jack-. Dile a Bart que me llame en cuanto llegue. Ahora que tenemos un nombre, debemos volver a llamar a los hospitales nacionales que hacen trasplantes.
    -Si Bart no ha llegado antes de que me vaya, le dejaré una nota sobre su escritorio -dijo Janice.
    Jack silbó mientras cruzaba la recepción rumbo a la sala de identificaciones. Ya podía saborear el café y soñaba con la euforia que siempre le producía la primera taza del día. Pero cuando llegó, recordó que era demasiado temprano. Vinnie Amendola estaba preparándolo en ese momento.
    -Date prisa con el café -dijo mientras dejaba la pesada carpeta sobre el escritorio de metal donde Vinnie solía leer el periódico-. Esta mañana lo necesito con urgencia.
    Vinnie no respondió, cosa poco habitual en él.
    -¿Sigues de mal humor? -preguntó Jack.
    Tampoco esta vez respondió Vinnie, pero la mente de Jack ya estaba en otra parte. Había visto los titulares del periódico de Vinnie: Hallado el cadáver de Franconi. Debajo del titular, en letras un poco más pequeñas se leía: "El cuerpo de Franconi permaneció veinticuatro horas en el Instituto Forense sin que fuera identificado".
    Jack se sentó a leer el artículo. Como de costumbre, estaba escrito en tono sarcástico e insinuaba que los médicos forenses de la ciudad eran unos ineptos. Jack pensó que era curioso que el periodista, que disponía de información suficiente para escribir el artículo, no supiera que al cuerpo le habían cortado la cabeza y las manos con el fin de ocultar su identidad. Tampoco mencionaba las heridas de bala en el torso.
    Cuando Vinnie terminó de preparar el café, se acercó al escritorio donde Jack leía. Con expresión impaciente, trasladó el peso del cuerpo de una pierna a la otra. Cuando Jack alzó la vista, Vinnie dijo con tono irritado:
    -¿Te importa? Me gustaría que me devolvieras el periódico.
    -¿Has visto este artículo? -preguntó Jack señalando la primera página.
    -Sí, lo he visto.
    -¿Y te sorprendió? Quiero decir, cuando hicimos la autopsia ayer, ¿se te cruzó por la cabeza que podría tratarse del cuerpo de Franconi?
    -No ¿por qué iba a pensar algo así?
    -No te estoy acusando de nada, sólo te pregunto si se te ocurrió la idea.
    -No -respondió Vinnie-. Devuélveme mi periódico
    ¿Por qué no lo compras? Siempre me estás quitando el mío.
    Jack se puso en pie, empujó el periódico hacia Vinnie por encima de la mesa y levantó el sobre que le había dado Janice.
    -Vaya, cómo está el patio. Tal vez necesites unas vacaciones. Te estás convirtiendo en un viejo gruñón.
    -Al menos no soy un gorrón -repuso Vinnie. Cogió el periódico y ordenó las páginas que Jack había sacado de su sitio .
    Jack se acercó a la cafetera, se sirvió una taza hasta el tope y se la llevó a la mesa de registros. Mientras bebía con aire satisfecho, echó un vistazo a los múltiples informes de ingresos hospitalarios de Franconi. Como quería hacerse una idea rápida del caso, leyó únicamente el informe resumido del alta. Tal como le había dicho Janice, los ingresos se debían sobre todo a trastornos hepáticos, desencadenados a raíz de una hepatitis que había contraído en Nápoles, Italia.
    Poco después llegó Laurie. Antes incluso de quitarse el abrigo, preguntó a Jack si había leído el periódico u oído las noticias de la mañana. Jack le dijo que había leído el Post.
    -¿Ha sido obra tuya? -preguntó Laurie mientras doblaba su abrigo y lo dejaba sobre una silla.
    -¿De qué hablas?
    -Pregunto si has sido tú quien ha filtrado la información de que tu último cadáver podría ser Franconi -dijo Laurie.
    Jack soltó una risita incrédula.
    -Me sorprende que lo preguntes. ¿Por qué iba a hacer algo así?
    -No lo sé, pero como anoche estabas tan emocionado...
    Sin embargo, no pretendía ofenderte. Me sorprendió verlo en las noticias tan rápido, eso es todo.
    -A mí también me sorprendió -dijo Jack-. Puede que fuera Lou.
    -Eso me sorprendería todavía más que si hubieras sido tú -dijo Laurie.
    ¿Por qué yo? -preguntó Jack que parecía ofendido.
    -El año pasado contaste la historia de las infecciones.
    -Era una situación completamente distinta -respondió Jack a la defensiva-. Pretendía salvar vidas.
    -Bueno, no te enfades -dijo Laurie. Para cambiar de tema preguntó-: ¿Qué casos tenemos para hoy?
    -No lo he mirado -admitióJack-, pero la pila es pequeña y quiero pedirte algo especial: si es posible, me gustaría tener el día libre para dedicarlo al papeleo o a la investigación.
    Laurie se inclinó y contó las carpetas de autopsias.
    -No hay inconveniente; apenas tenemos diez casos dijo-. Creo que yo me asignaré sólo uno. Ahora que hemos recuperado el cadáver de Franconi, estoy incluso más interesada por descubrir cómo desapareció de aquí. Cuanto más pienso en ello, más convencida estoy de que tuvo que hacerse con la participación de uno de nuestros empleados.
    Se oyó un ruido súbito, seguido de una maldición. Laurie y Jack se volvieron para mirar a Vinnie que se había puesto de pie de un salto. Había derramado el café sobre el escritorio y su regazo.
    -Cuidado con Vinnie -advirtió Jack a Laurie-. Sigue de un humor de perros.
    -¿Estás bien Vinnie? -preguntó Laurie.
    -Estoy bien. -Caminó con las piernas rígidas hacia la cafetera para coger servilletas de papel.
    -Estoy desconcertado -dijo Jack a Laurie-. ¿Por qué el hecho de que hayamos recuperado el cadáver de Franconi ha avivado tu curiosidad por su desaparición?
    -Sobre todo por lo que descubriste durante la autopsia -respondió ella-. Al principio pensé que quien fuera que había robado el cuerpo lo había hecho como venganza, por ejemplo, para privar a la víctima de un funeral decente. Pero ahora tengo la impresión de que se llevaron el cuerpo para destruir el hígado. Es muy extraño. Antes, resolver el acertijo de la desaparición del cuerpo era una especie de reto. Ahora pienso que si podemos figurarnos cómo desapareció el cadáver, también descubriremos quién se lo llevó.
    -Empiezo a entender por qué Lou dijo que se sentía como un idiota ante tu habilidad para hacer las asociaciones -dijo Jack-. En el caso de la desaparición de Franconi, siempre pensé que el "qué era más importante que el "cómo". Pero tú sugieres que ambas cosas están relacionadas.
    -Exactamente -convino Laurie-. El cómo nos conducirá al quién, y el quién explicar el porqué.
    -Y crees que está involucrada una persona que trabaja aquí.
    -Me temo que sí. No veo cómo pueden haberse llevado el cuerpo sin la ayuda de alguien del interior. Pero todavía no tengo la más remota idea de cómo lo hicieron.
    Después de la llamada a Siegfried, Raymond sucumbió finalmente a las elevadas concentraciones de sustancias hipnóticas que circulaban por su torrente sanguíneo. Durmió profundamente durante las primeras horas de la mañana. Lo despertó Darlene, que corrió las cortinas para dejar entrar la luz del sol. Eran casi las ocho; la hora en que él había pedido que lo despertara.
    -¿Te sientes mejor, cariño? -preguntó Darlene.
    Le pidió a Raymond que se sentara y se inclinara para ahuecarle las almohadas.
    -Sí -respondió Raymond, aunque tenía la mente nublada por los somníferos.
    -Te he preparado tu desayuno favorito -dijo Darlene.
    Fue hasta la cómoda, donde había dejado una bandeja de mimbre. La llevó a la cama y la colocó sobre el regazo de Raymond. Este miró la bandeja. Había zumo de naranja natural, dos lonchas de beicon, una tortilla de un huevo, una tostada y café recién hecho. A un lado estaba el periódico de la mañana.
    -¿Qué te parece? -preguntó Darlene con orgullo.
    -Perfecto -contestó Raymond y se irguió para darle un beso.
    -Avísame cuando quieras más café -dijo ella. Luego salió de la habitación.
    Con un placer infantil, Raymond untó la tostada con mantequilla y bebió lentamente el zumo de naranja. Para él, no había nada tan maravilloso como el olor del café y del beicon por la mañana.
    Tomando un bocado de beicon y de tortilla al mismo tiempo para disfrutar de la combinación de sabores, Raymond levantó el periódico, lo desplegó y leyó los titulares.
    Su ahogada exclamación de horror hizo que se atragantara con la comida. Tosió con tanta fuerza que la bandeja cayó de la cama y su contenido se desparramó sobre la alfombra.
    Darlene entró corriendo en la habitación y se detuvo en seco, restregándose las manos mientras Raymond se ponía como un tomate y tosía desesperadamente.
    -¡Agua! -chilló entre un acceso de tos y otro.
    Darlene corrió hacia el baño y regresó con un vaso de agua. Raymond lo cogió y consiguió beber un sorbo. Los restos de beicon y tortilla trazaban ahora un arco alrededor de la cama.
    -¿Te encuentras bien? -preguntó Darlene-. ¿Llamo a urgencias?
    -He tragado mal -dijo él con un hilo de voz, señalándose la nuez.
    Tardó cinco minutos en recuperarse. Para entonces su garganta estaba irritada y su voz ronca. Darlene ya lo había limpiado todo, salvo la mancha de café en la alfombra blanca.
    -¿Has visto el periódico? -preguntó a Darlene.
    Ella negó con la cabeza, así que Raymond se lo enseñó.
    -¡Oh, Dios! -exclamó ella.
    -¡Oh, Dios! -repitió Raymond con sarcasmo-. Y tú me preguntabas por qué seguía preocupado por Franconi.
    -Arrugó el periódico con furia.
    -¿Qué vamos a hacer? -preguntó Darlene.
    -Supongo que tendré que volver a ver a Vinnie Dominick -dijo Raymond-. Me prometió que el cuerpo había desaparecido. ¡Vaya faena!
    Sonó el teléfono y Raymond se sobresaltó.
    -¿ Quieres que conteste yo? -preguntó Darlene.
    El asintió. Se preguntó quién podía llamar tan temprano.
    Darlene levantó el auricular y pronunció un "hola" seguido de varios "síes". Luego pidió a su interlocutor que esperara un momento.
    -Es el doctor Waller Anderson -dijo con una sonrisa-.
    Quiere unirse al grupo.
    Raymond suspiró. No se había dado cuenta de que estaba conteniendo el aliento.
    -Dile que nos alegra mucho, pero que no puedo hablar con él ahora. Lo llamaré más tarde.
    Darlene obedeció y colgó el auricular.
    -Al menos tenemos una buena noticia -dijo.
    Raymond se restregó la frente y gruñó:
    -Ojalá todo fuera tan bien como la parte económica del proyecto.
    El teléfono volvió a sonar y él hizo una seña a Darlene para que respondiera. Después de saludar y escuchar durante unos instantes, la sonrisa de la joven se desvaneció. Cubrió el micrófono del teléfono con la mano y le dijo a Raymond que era Taylor Cabot.
    Raymond tragó saliva, su garganta irritada se había secado. Bebió un rápido sorbo de agua y cogió el auricular.
    -Hola señor -dijo con voz todavía ronca.
    -Llamo desde el teléfono de mi coche -dijo Taylor-, así que no me explayaré. Me han informado que ha vuelto a plantearse un problema que yo creía resuelto. Lo que dije antes sobre ese asunto sigue en pie. Espero que lo comprenda.
    -Desde luego, señor -balbuceó Raymond-. Haré que...
    -Se detuvo, separó el auricular de la oreja y lo miró. Taylor había cortado la comunicación-. Justo lo que necesitaba -dijo mientras le devolvía el auricular a Darlene-. Cabot ha vuelto a amenazarme con cancelar el proyecto.
    Bajó de la cama. Mientras se levantaba y se enfundaba con la bata sintió un remanente del dolor de cabeza del día anterior.
    -Tengo que buscar el teléfono de Vinnie Dominick. Necesito otro milagro.
    A los ocho en punto, Laurie y los demás estaban en el foso, comenzando las autopsias. Jack se había quedado en la sala de identificaciones para leer los informes de los ingresos hospitalarios de Carlo Franconi. Cuando reparó en la hora, volvió al área forense para averiguar por qué el investigador jefe, Bart Arnold, aún no había llegado. Jack se sorprendió de encontrarlo en su despacho.
    -¿Janice no ha hablado contigo esta mañana?
    El y Bart eran buenos amigos, así que no tuvo ningún reparo en entrar directamente en el despacho y dejarse caer en una silla.
    -Llegué hace apenas quince minutos -repuso Bart-. Janice ya se había marchado.
    -¿No te dejó un mensaje sobre la mesa?
    Bart rebuscó entre el caos de su escritorio, que se parecía al de Jack. Por fin encontró una nota y la leyó en voz alta:
    "¡Importante! Llamar a Jack Stapleton de inmediato". Estaba firmado: "Janice".
    -Lo siento -se disculpó Bart-. Aunque la habría visto tarde o temprano -esbozó una pequeña sonrisa, consciente de que no era una buena excusa.
    -Supongo que estarás al tanto de que hemos identificado casi con seguridad a mi último cadáver como Carlo Franconi -dijo Jack.
    -Eso he oído.
    -Eso significa que quiero que vuelvas a ponerte en contacto con UNOS y con todos los hospitales que hacen trasplantes de hígado.
    -Ahora que tenemos un nombre, será mucho más sencillo que averiguar si ha desaparecido alguna persona con un trasplante reciente -dijo Bart-. Tengo todos los teléfonos a mano, así que lo haré en un santiamén.
    -Yo me he pasado la mayor parte de la noche hablando por teléfono con todos los bancos de órganos europeos -explicó Jack-, pero no he descubierto nada.
    -¿Hablaste con Eurotransplant, en Holanda? -preguntó Bart.
    -Los llamé en primer lugar. No tienen ningún antecedente de un hombre llamado Franconi.
    -Eso es prácticamente como decir que Franconi no fue sometido a un trasplante en Europa -dijo Bart-. Eurotransplant registra todos los trasplantes que se practican en el continente.
    -También quiero que alguien vaya a ver a la madre de Franconi y la convenza de que dé una muestra de sangre.
    Quiero que Ted Lynch compare el ADN mitocondrial con el del cadáver; de ese modo confirmaremos la identificación.
    Dile al investigador que pregunte a la mujer si su hijo fue sometido a un trasplante de hígado. Puede que sepa algo al respecto.
    -¿Qué más? -preguntó Bart, tras apuntar las indicaciones de Jack.
    -Creo que eso es todo por el momento. Janice me dijo que el médico de Franconi se llama Daniel Levitz. ¿Lo conoces?
    -Si es el Levitz de la Quinta Avenida, sí, lo conozco.
    -¿Qué sabes de él? –preguntó Jack.
    -Tiene una consulta lujosa y una clientela rica. Por lo que sé es un buen internista. Lo curioso es que atiende a varias familias del crimen organizado, así que no es sorprendente que fuera el médico de Carlo Franconi.
    -¿Familias diferentes? -preguntó Jack-. ¿Incluso familias rivales?
    -Es extraño, ¿verdad? -admitió Bart-. La pobre recepcionista debe de vérselas moradas para concertar las citas. ¿Te imaginas que coincidan dos mafiosos rivales, con sus respectivos guardaespaldas, en la sala de espera?
    -La vida es más rara que la ficción -dijo Jack.
    -¿Quieres que vaya a ver al doctor Levitz y le pregunte lo que sabe de Franconi?
    -Prefiero hacerlo yo mismo -respondió Jack-. tengo la sospecha de que durante la conversación con el médico de Franconi lo que no se diga será tan importante como lo que se diga. Tú concéntrate en descubrir dónde le hicieron el trasplante a Franconi. Creo que será la pieza de información clave en este caso. ¿Quién sabe? Es probable que lo explique todo.
    -¡Aquí estás! -rugió una voz estridente.
    Jack y Bart alzaron la vista y vieron que el umbral estaba prácticamente ocupado por la imponente figura del doctor Calvin Washington, el subdirector del Instituto Forense.
    -Te he buscado por todas partes, Stapleton -gruñó Calvin-. Vamos, el jefe quiere verte.
    Antes de levantarse Jack hizo un guiño a Bart.
    -Seguro que quiere darme otro de los muchos premios que me tiene reservados.
    -Yo en tu lugar no me lo tomaría a broma -dijo Calvin mientras hacía sitio a Jack para que pasara-. Una vez más has hecho enfurecer al viejo.
    Jack siguió a Calvin hacia la zona de administración. Antes de entrar en el despacho central, Jack echó un vistazo a la sala de espera. Había más periodistas que de costumbre.
    -¿Pasa algo? -preguntó Jack.
    -Como si no lo supieras -gruñó Calvin.
    Jack no entendió, pero no tuvo ocasión de preguntar nada más. Calvin ya estaba preguntando a la señora Sanford, la secretaria de Bingham, si podían pasar al despacho del jefe. Sin embargo, no habían llegado en el momento oportuno, así que Jack tuvo que esperar en la silla que estaba frente al escritorio de la señora Sanford. Al parecer, ella estaba tan alterada como su jefe y dirigió a Jack varias miradas de desaprobación. Jack se sintió como un colegial travieso esperando para ver al director. Calvin aprovechó el tiempo y desapareció en su oficina para hacer una llamada telefónica. Jack, que tenía una sospecha razonable del motivo de la furia del jefe, intentó pensar en una explicación. Por desgracia, no se le ocurrió ninguna. Después de todo, podría haber esperado hasta que llegara Bingham para recoger las radiografías de Franconi.
    -Ya puede entrar -dijo la señora Sanford sin levantar la vista del teclado del ordenador.
    La mujer había notado que la luz del supletorio se había apagado, lo que significaba que el jefe había terminado de hablar por teléfono.
    Jack entró en el despacho y tuvo toda la sensación de haber vivido esa experiencia con anterioridad. Un año antes, durante una epidemia, Jack había conseguido volver loco a su jefe, y habían tenido varios enfrentamientos similares.
    -Entre y siéntese -dijo Bingham con brusquedad.
    Jack se sentó al otro lado del escritorio. En los últimos años, Bingham había envejecido notablemente y se lo veía muy mayor para sus sesenta y tres años. Dirigió una mirada fulminante a Jack a través de sus gafas de montura metálica.
    A pesar de su piel arrugada y flácida, Jack notó que los ojos reflejaban la vehemencia y la inteligencia de siempre.
    -Justo cuando empezaba a pensar que por fin se había adaptado a este sitio, me viene con éstas -dijo Bingham.
    Jack no respondió. Pensó que era mejor callar hasta que le hiciera una pregunta directa.
    -¿Por lo menos podría explicarme por qué? -preguntó
    Bingham con su voz grave y ronca.
    Jack se encogió de hombros.
    -Por curiosidad -respondió-. Estaba intrigado y no podía esperar.
    -¡Curiosidad! -gruñó Bingham-. Es la misma excusa que usó el año pasado cuando desobedeció mis órdenes y fue al Hospital General de Manhattan.
    -Al menos soy coherente.
    Bingham gimió.
    -Y ahora su impertinencia. No ha cambiado nada, ¿verdad ?
    -Creo que ahora juego mejor al baloncesto -respondió Jack.
    En ese momento oyó la puerta, se volvió y vio a Calvin entrando en el despacho. El grandullón cruzó los enormes brazos sobre su pecho y permaneció de pie, como si fuera el guardia de un harén.
    -No hay forma de entenderse con él -protestó Bingham dirigiéndose a Calvin, como si Jack ya no estuviera allí-. Me habías dicho que su conducta había mejorado.
    -Y así era hasta este episodio. -Calvin dirigió una mirada fulminante a Jack-. Lo que más me irrita -dijo, clavando los ojos en Jack-, es que sabes perfectamente que los informes del Instituto Forense deben proceder directamente del doctor Bingham o del equipo de relaciones públicas. Vosotros no estáis autorizados a divulgar información. Lo cierto es que este asunto está muy politizado, y con los problemas actuales, lo único que nos faltaba era una mala publicidad.
    -Tiempo -dijo Jack-. Algo va mal. Creo que no hablamos el mismo lenguaje.
    -De eso no cabe la menor duda-afirmó Bingham.
    -Lo que quiero decir es que no estamos hablando de lo mismo. Cuando entré aquí, pensé que iba a reñirme porque convencí al portero de que diera las llaves del despacho para buscar las radiografías de Franconi.
    -¡Diablos, no! -exclamó Bingham señalando con un dedo la nariz de Jack-. Es porque filtró a la prensa la historia sobre la recuperación del cuerpo de Franconi en el depósito.
    ¿Qué pensaba? ¿Que esto le ayudaría a progresar en su carrera?
    -Un momento -dijo Jack-. En primer lugar, no tengo ningún mterés por progresar en mi carrera. En segundo lugar, yo no soy el responsable de que esta historia se difundiera a los medios de comunicación.
    -¿No fue usted? -preguntó Bingham.
    -¿No estará sugiriendo que la responsable fue Laurie Montgomery? -preguntó Calvin.
    -En absoluto. Pero no fui yo. Mire, para decirle la verdad, ni siquiera creo que esto sea noticia.
    -Es obvio que los periodistas opinan lo contrario -replicó Bingham-. Y también el alcalde, desde luego. Esta mañana ya me ha llamado dos veces preguntando qué clase de circo hemos organizado aquí. El caso Franconi está haciéndonos quedar mal a los ojos de todos los ciudadanos, sobre todo porque los jefes somos los últimos en enterarnos de las noticias sobre nuestro propio instituto.
    -Lo sorprendente del caso Franconi no es que su cadáver desapareciera del depósito en plena noche -aseguró Jack-, sino que el hombre aparentemente fue sometido a un trasplante de hígado del que nadie sabe nada, que es difícil de detectar mediante análisis de ADN y que alguien quería ocultar.
    Bingham miró a Calvin, que levantó las manos a la de fensiva.
    -Es la primera noticia que tengo -dijo.
    Jack resumió rápidamente sus hallazgos durante la autopsia y luego informó de los intrigantes resultados del análisis de ADN que había hecho Ted Lynch.
    -Esto suena muy extraño -admitió Bingham. Se quitó las gafas y se secó los ojos húmedos-. También suena mal, considerando que me gustaría que el caso Franconi se olvidara pronto. Y si es verdad que ocurre algo raro, como que Franconi recibiera un hígado sin autorización, eso no pasará .
    -Hoy sabré algo más -dijo Jack-. He pedido a Bart Arnold que se ponga en contacto con todos los hospitales que hacen trasplantes del país, John DeVries está en el la boratorio intentando detectar inmunosupresores, Maureen O'Connor está haciendo los preparados histológicos, y Ted realiza un análisis de ADN con seis marcadores, que según él nos dará la prueba definitiva. Esta tarde sabremos con seguridad si ha habido un trasplante y, si tenemos suerte, dónde se llevó a cabo.
    Bingham miró a Jack por encima del escritorio.
    -¿Está seguro de que no fue usted quien filtró la historia a la prensa?
    -Palabra de explorador -respondió Jack levantando dos dedos en V.
    -De acuerdo, me disculpo -dijo Bingham-. Pero recuerde, Stapleton, mantenga todo esto en secreto. Y deje de importunar a todo el mundo, así yo no recibiré llamadas protestando por su conducta. Tiene una habilidad especial para sacar de sus casillas a la gente. Y, por último, prométame que la prensa no se enterará de nada si no es directamente por mí. ¿Está claro?
    -Más claro que el agua.
    ---
    Jack rara vez tenía ocasión de montar en su mountain bike durante el día, de modo que fue un placer pedalear entre el tráfico por la Quinta Avenida en dirección a la consulta del doctor Daniel Levitz. No había sol, pero la temperatura rondaba los diez grados, anunciando la llegada de la primavera. Para Jack, la primavera era la mejor estación en la ciudad de Nueva York.
    Tras encadenar su bicicleta en un poste en que se leía: Prohibido Aparcar, Jack se dirigió a la entrada de la consulta del doctor Daniel Levitz. Había llamado con antelación para asegurarse de que el doctor estaba allí, pero había evitado adrede concertar una cita. Creía que una visita sorpresa resultaría más fructífera. Si Franconi había sido sometido a un trasplante, era obvio que había sido de manera clandestina.
    -¿Su nombre, por favor? -preguntó la recepcionista de pelo blanco.
    Jack le mostró su chapa de médico forense. Su superficie brillante y su apariencia oficial confundían a la mayoría de la gente, que solía pensar que se trataba de una chapa de policía. En situaciones como ésta, Jack no se molestaba en explicar la diferencia. La chapa siempre impresionaba.
    -Tengo que ver al doctor -dijo Jack guardándose la chapa en el bolsillo-. Cuanto antes, mejor.
    Cuando la recepcionista recuperó la voz, le preguntó a Jack cuál era su nombre. Este se lo dio omitiendo el título de doctor, para no aclarar la naturaleza de su profesión.
    La recepcionista se levantó de inmediato de la silla y desapareció en el interior de la consulta.
    Jack observó la sala de espera, que era amplia y estaba lujosamente decorada. No se parecía en nada a la sala de espera funcional que él tenía cuando practicaba la oftalmología.
    Eso había sido antes de la invasión de las mutualidades médicas. Jack recordaba esos tiempos como si pertenecieran a una vida anterior y, en cierto modo, así era.
    En la sala de espera había cinco personas impecablemente vestidas. Todas miraron a Jack por el rabillo del ojo, sin dejar de hojear sus revistas. Mientras pasaban ruidosamente las páginas, Jack percibió un sentimiento de disgusto, como si supieran que estaba a punto de saltarse la cola y hacerlos esperar más. Jack esperaba que ninguna de esas personas fueran criminales capaces de considerar una inconveniencia semejante como un motivo de venganza.
    La recepcionista reapareció y con una humildad embarazosa guió a Jack hacia el despacho privado del médico. Una vez que Jack hubo entrado, cerró la puerta tras ella.
    El doctor Levitz no estaba en su despacho. Jack se sentó en una de las dos sillas que había frente al escritorio y miró alrededor Vio los típicos títulos y diplomas, fotografías familiares e incluso una pila de revistas médicas sin leer. Jack sintió un escalofrío; todo le resultaba demasiado familiar.
    Ahora, en la distancia, se preguntó cómo había podido trabajar tanto tiempo en un entorno similar.
    El doctor Daniel Levitz entró por una puerta lateral. Llevaba una bata blanca, con el bolsillo superior lleno de de presores y bolígrafos, y un estetoscopio al cuello. Comparado con Jack, que medía un metro ochenta y tenía una figura musculosa, de hombros anchos, Levitz parecía bajo y frágil.
    Jack reparó de inmediato en los tics nerviosos del médico, que incluían giros e inclinaciones de cabeza. Levitz no parecía consciente de ellos. Estrechó la mano de Jack con aparente incomodidad y se refugió detrás del enorme escritorio.
    -Estoy muy ocupado -dijo el médico-, aunque, naturalmente, siempre tengo tiempo para la policía.
    -No soy de la policía -corrigió Jack-. Soy el doctor Jack Stapleton, del Instituto Forense del estado de Nueva York.
    El doctor Levitz hizo un movimiento espasmódico con la cabeza, frunciendo al mismo tiempo su bigote ralo. Jack tuvo la impresión de que tragaba saliva.
    -Ah -dijo.
    -Quería hablar brevemente con usted acerca de un paciente suyo.
    -La historia clínica de mis pacientes es confidencial.
    -Desde luego -contestó Jack con una sonrisa-. Pero sólo hasta que mueren y pasan a manos de un forense. Verá, quería hacerle algunas preguntas sobre Carlo Franconi.
    Observó cómo Levitz hacía otra serie de extraños movimientos convulsivos. Era una suerte que aquel tipo no hubiera tenido que someterse a cirugía cerebral.
    -Aun así, sigo respetando la confidencialidad de mis casos -insistió Levitz.
    -Entiendo su posición desde un punto de vista ético, pero debo recordarle que, en estas circunstancias, los forenses del estado de Nueva York tenemos autoridad para citarlo a comparecer. Así que, ¿por qué no mantenemos una conversación amistosa? Quién sabe; es posible que podamos aclarar algunos puntos.
    -¿Qué quiere saber? -preguntó Levitz.
    -Tras leer los múltiples informes de ingresos hospitalarios del señor Franconi, he descubierto que tuvo una larga serie de trastornos hepáticos que condujeron a un insuficiencia grave -dijo Jack.
    El doctor Levitz asintió, pero su hombro derecho se encogió varias veces. Jack esperó a que estos movimientos involuntarios cesaran.
    -Para ir directamente al grano -dijo Jack-, nuestra gran duda es si en algún momento se sometió al señor Franconi a un trasplante de hígado.
    El médico no respondió enseguida. Se limitó a contraer los músculos unas cuantas veces más. Pero Jack estaba dispuesto a esperar el tiempo que hiciera falta.
    -No sé nada de ningún trasplante de hígado -contestó por fin.
    -¿Cuándo lo examinó por última vez?
    El doctor Levitz levantó el auricular y pidió a una de sus ayudantes que le llevara la historia clínica de Franconi.
    -Sólo será un momento -dijo.
    -En uno de los ingresos del señor Franconi, hace aproximadamente tres años, usted escribió que consideraba necesario un trasplante de hígado. ¿Recuerda haber escrito ese informe?
    -No específicamente -respondió Levitz-. Pero era consciente del agravamiento de su estado, así como de los fracasos del señor Franconi en sus intentos para dejar de beber.
    -Sin embargo, no volvió a mencionar esta recomendación, lo cual me parece sorprendente puesto que en los análisis de los dos años siguientes se observa claramente un deterioro gradual, aunque irreversible, de la función hepática.
    -La influencia del médico sobre la conducta de sus pacientes es limitada.
    Se abrió la puerta y la amable recepcionista entró con una gruesa carpeta. La dejó sobre el escritorio sin decir una palabra y se marchó.
    Levitz abrió la carpeta y, después de echarle una ojeada, dijo que había visto a Franconi por última vez hacía un mes.
    -¿Por qué lo visitó?
    -Por una infección en las vías respiratorias altas -respondió Levitz-. Le receté un antibiótico. Al parecer, funcionó.
    -¿Lo examinó?
    -¡Desde luego! -exclamó el médico con indignación-. Siempre examino a mis pacientes.
    -¿Le habían hecho un trasplante de hígado?
    -Bueno; no hice una revisión física completa. Lo examiné específicamente por los síntomas que lo habían traído aquí.
    -¿No le palpó el hígado, a pesar de sus antecedentes?
    -Si lo hice, no lo apunté en la ficha.
    -¿Le pidió un análisis de sangre para controlar la función hepática? -preguntó Jack.
    -Sólo uno de bilirrubina-respondió el médico.
    -¿Por qué sólo de bilirrubina?
    -Había tenido hepatitis en el pasado. Parecía estar mejor, pero quería asegurarme.
    -¿Cuál fue el resultado?
    -La bilirrubina estaba dentro de los límites normales.
    -De modo que, aparte de la infección de las vías respiratorias, estaba bien.
    -Sí; supongo que sí.
    -Parece un milagro -observó Jack-. Sobre todo porque, como usted acaba de decir, Franconi se resistía a dejar de beber.
    -Es posible que finalmente lo hiciera. Después de todo, la gente cambia.
    -¿Le importaría que echara un vistazo a la historia clínica?
    -Sí; me importaría -respondió el doctor Levitz-. Ya he dejado clara mi postura ética sobre el derecho de mis pacientes a la confidencialidad. Si quiere examinar la historia clínica de Franconi, tendrá que obligarme legalmente a declarar. Lo lamento. No es mi intención obstaculizar sus investigaciones.
    -Tranquilo -dijo Jack con tono amistoso y se puso en pie-. Informaré de su postura a la oficina del fiscal. Mientras tanto, gracias por su tiempo y, si no le importa, es probable que vuelva a ponerme en contacto con usted en un futuro próximo. Hay algo muy extraño en este caso y pienso investigarlo a fondo.
    Mientras abría los candados de su bicicleta, Jack sonrió para sus adentros. Era evidente que el doctor Levitz sabía más de lo que estaba dispuesto a admitir. Jack ignoraba cuánto más, pero su intriga iba en aumento. Tenía el pálpito de que ese caso no era sólo el más interesante de su práctica profesional hasta el momento, sino que iba camino de convertirse en el más interesante de toda su carrera.
    Al regresar al depósito, dejó la bicicleta en el lugar de costumbre, subió a su despacho, se quitó la cazadora y fue directamente al laboratorio de ADN. Pero Ted no había ter minado.
    -Necesito un par de horas más -dijo Ted-. ¡Y te llamaré en cuanto haya acabado! No necesitas volver a subir.
    Aunque estaba decepcionado, Jack no se dio por vencido y bajó al área de histología a buscar los preparados finales del caso Franconi.
    -¡Dios mío! -protestó Maureen-. ¿Qué esperas, un milagro? He puesto tu petición delante de todas las demás, pero aun así tendrás mucha suerte si los preparados están listos hoy.
    Procurando conservar el buen humor y mantener a raya su curiosidad, Jack bajó a la segunda planta y buscó a John DeVries en el laboratorio.
    -Los análisis para detectar ciclosporina y FK506 no son tan sencillos -le espetó John-. Además, ya tenemos bastante trabajo pendiente. No pueden esperar un servicio inmediato con el presupuesto con que estoy obligado a trabajar.
    -De acuerdo, tranquilo -dijo Jack con cordialidad. Sabía que John era un hombre irascible y que, si lo provocaban, podía reaccionar con agresividad. En tal caso, no tendría los resultados de los análisis hasta varias semanas después.
    Descendió otra planta, entró en el despacho de Bart Arnold y le suplicó que le diera alguna información, ya que las demás pesquisas estaban atascadas.
    -He hecho un montón de llamadas -le explicó Bart-, pero ya sabes lo que pasa con el teléfono; es difícil que te responda la persona que necesitas. Así que dejé unos cuantos mensajes aquí y allí, y estoy esperando que me devuelvan las llamadas.
    -iJoder! -exclamó Jack-. Me siento como una adolescente con un vestido nuevo esperando que alguien me invite al baile de graduación.
    -Lo siento -dijo Bart-. Si te sirve de consuelo, conseguimos la muestra de sangre de la madre de Franconi. Ya está en el laboratorio de ADN.
    -¿le preguntaron si su hijo había tenido un trasplante de hígado?
    -Desde luego -respondió Bart-. La señora Franconi aseguró a nuestro investigador que no sabía nada al respecto.
    Pero reconoció que últimamente su hijo se encontraba mucho meior.
    -¿A qué atribuyó ella ese súbito cambio en su estado de salud?
    -Dice que Franconi pasó una temporada en un balneario y que volvió como nuevo.
    -Por casualidad, ¿dijo dónde está el balneario? -preguntó Jack.
    -No lo sabe -respondió Bart-. Al menos eso es lo que dijo, aunque el investigador cree que no mentía.
    Jack asintió y se puso en pie.
    -Me lo figuraba -dijo-. Las cosas habrían sido demasiado fáciles si hubiéramos conseguido alguna pista de la madre.
    -Te informaré en cuanto reciba las llamadas que espero -dijo Bart.
    -Gracias -respondió Jack.
    Frustrado, Jack cruzó la recepción en dirección a la sala de identificaciones, pensando que un café lo animaría. Le sorprendió encontrar allí a Lou Soldano, sirviéndose una taza.
    -Vaya -dijo Lou-. Me has cogido con las manos en la masa.
    -Jack miró al detective de homicidios. Hacía varios días que no tenía tan buen aspecto. No sólo llevaba abrochado el primer botón del cuello de la camisa, sino que la corbata estaba en su sitio. Además, se había afeitado y peinado.
    -Caray le dijo-. Hoy pareces casi humano.
    -Y así me siento -respondió Lou-. He dormido una noche completa por primera vez en varios días- ¿Dónde está Laurie?
    -Supongo que en el foso -dijo Jack.
    -Quiero felicitarla por asociar el cadáver de Franconi con el que apareció en el agua después de ver la cinta de vídeo -dijo Lou-. En la jefatura, todos creemos que esto ayudará a aclarar el caso. Ya hemos conseguido un par de pistas fiables a través de nuestros confidentes, pues la noticia ha producido un gran alboroto, sobre todo en Queens.
    -A Laurie y a mí nos sorprendió verla en los periódicos de la mañana -observó Jack-. Fue mucho más rápido de lo que esperábamos. ¿Tienes idea de quién filtró la información?
    -Claro; fui yo -dijo Lou con inocencia-. Aunque me cuidé mucho de no dar detalles, aparte de que se había identificado el cadáver. ¿Por qué? ¿Hay algún problema?
    -No; sólo que Bingham se puso a parir -respondió Jack-. Y me culpó a mí.
    -Vaya, lo siento -se disculpó Lou-. No se me pasó por la cabeza que podía causaros problemas. Supongo que debí consultaros antes. Bueno, te debo una.
    -Olvídalo. Ya está solucionado. -Se sirvió una taza de café, añadió azúcar y una cucharadita de nata.
    -Al menos en la calle produjo el efecto que habíamos previsto -señaló Lou-. Ya hemos obtenido un dato importante:
    las personas que mataron a Franconi no fueron las mismas que secuestraron y mutilaron su cuerpo.
    -No me sorprende -repuso Jack.
    -¿No? -preguntó Lou-. Yo tenía entendido que aquí todos teníais la opinión contraria. Al menos, eso fue lo que dijo Laurie.
    -Sí, pero ahora piensa que los que robaron el cuerpo lo hicieron porque no querían que nadie se enterara del trasplante de hígado. Yo sigo opinando que se proponían ocultar la identidad de la víctima.
    -En realidad -dijo Lou con aire pensativo, bebiendo su café a pequeños sorbos-, eso no tiene mucho sentido. Verás, estamos casi convencidos de que el cadáver lo robó la familia Lucia, los rivales más directos de los Vaccaro, que son los que mataron a Franconi.
    -¡Santo cielo! –exclamó Jack-. ¿Estáis seguros?
    -Casi. El confindente que dio el soplo es bastante fiable. Naturalmente no ha proporcionado nombres, y ésa es la parte más frustrante del asunto.
    -La sola idea de que hay una familia de la mafia involucrada es inquietante -dijo Jack-. Significa que los Lucia podrían estar metidos en el tráfico de órganos. Es para quitarle el sueño a cualquiera.
    -¡Tranquilícese! -exclamó Raymond al auricular. El teléfono había sonado cuando se disponía a salir de su casa. Al enterarse de que era el doctor Levitz, había atendido.
    -¡No me diga que me tranquilice! -respondió Daniel-. Ya ha visto los periódicos. ¡Tienen el cadáver! Y un forense llamado Jack Stapleton ha estado en mi consulta para pedirme la historia clínica de Franconi.
    -No se la habrá dado, ¿verdad?
    -¡Claro que no! -gritó Daniel. Pero él me recordó, dándose aires de superioridad, que puede obligarme a comparecer. Es un tipo agresivo y sin pelos en la lengua y me aseguró que se propone investigar el caso a fondo. Sospecha que Franconi fue sometido a un trasplante. Me lo preguntó directamente.
    -¿En la historia clínica hay alguna información sobre nuestro programa de trasplantes? -preguntó Raymond.
    -No; he seguido sus instrucciones al respecto. Pero de todos modos, si alguien examina la historia clínica de Franconi, sospecharán que hay gato encerrado. Al fin y al cabo, he documentado el deterioro de la salud de Franconi durante años. Y de repente, los análisis de la función hepática son normales sin que medie ninguna explicación. ¡Nada! Ni siquiera un comentario al respecto. Le aseguro que me harán preguntas, y no sé si podré salir airoso del interrogatorio.
    Estoy muy nervioso. Ojalá no me hubiera metido en esto.
    -No saquemos las cosas de quicio -repuso Raymond con una tranquilidad que no sentía-. No hay forma de que Stapleton llegue al fondo del asunto. Nuestra preocupación por la autopsia se basaba en una hipótesis, en la remotísima posibilidad de que alguien con el coeficiente intelectual de Einstein pudiera adivinar el origen del órgano trasplantado. Pero no ocurrirá. De todos modos, le agradezco que me haya llamado para informarme de la visita de Stapleton. Casualmente, en este preciso momento me disponía a visitar a Vinnie Dominick. Estoy seguro de que, con sus recursos, podrá solucionar el problema. Después de todo, él es el responsable de la actual situación.
    A la primera oportunidad, Raymond dio por terminada la conversación. Aplacar al doctor Levitz no le ayudaba en absoluto a controlar su propia ansiedad. Después de dar instrucciones a Darlene sobre qué decir en el improbable caso de que volviera a llamar Taylor Cabot, salió de su casa.
    Cogió un taxi en el cruce de Madison Avenue con la calle Sesenta y cuatro y pidió al taxista que lo llevara a Corona Avenue, en Elmhurst.
    En el restaurante Neopolitan, la escena era idéntica a la del día anterior, con el único añadido del olor rancio de un centenar de cigarrillos más. Dominick estaba sentado en el mismo reservado y sus esbirros en los mismos taburetes. El gordo barbudo lavaba copas detrás de la barra.
    Raymond no perdió el tiempo. Tras apartar la pesada cortina de terciopelo de la puerta, caminó en línea recta hacia el reservado de Vinnie y se sentó frente a él sin esperar una invitación. Le pasó por encima de la mesa el arrugado periódico, que había alisado con esfuerzo.
    Vinnie leyó los titulares con indiferencia.
    -Como verá, tenemos un problema -dijo Raymond-. Usted me prometió que el cadáver había desaparecido. Es evidente que la ha fastidiado.
    Vinnie cogió su cigarrillo, dio una larga calada y exhaló el humo hacia el techo.
    -No deja de sorprenderme, doctor -dijo-. No sé si es muy valiente o está loco. Yo no tolero esta clase de lenguaje irrespetuoso ni siquiera a mis hombres más leales. Así que, o retira lo que acaba de decir, o se larga antes de que me enfade en serio.
    Raymond tragó saliva y tiró del cuello de la camisa con un dedo. recordó con quién estaba hablando y sintió un escalo frío. Una sola seña de Vinnie Dominick a sus esbirros, y su cadáver aparecería flotando en East River.
    -Lo lamento -se disculpó con humildad-. No soy dueño de mí. estoy muy alterado. Después de leer el periódico, recibí una llamada del director ejecutivo de GenSys, que me amenazó con cancelar el proyecto. También me telefoneó el médico de Franconi y me dijo que ha ido a verlo un médico del Instituto Forense. Un tal Jack Stapleton pasó por su consulta para pedirle la historia clínica de Franconi.
    -¡Angelo! -llamó Vinnie-. ¡Ven aquí!
    Angelo se acercó al reservado, y Vinnie le preguntó si conocía al doctor Jack Stapleton, del depósito. Angelo negó con la cabeza.
    -Nunca lo he visto -respondió-. Pero Amendola me habló de él cuando llamó esta mañana. Me dijo que Stapleton estaba entusiasmado con la identificación de Franconi, por que está a cargo del caso.
    -Verá -dijo Vinnie-, yo también he recibido un par de llamadas. Me telefoneó Amendola, que está muerto de miedo porque lo obligamos a colaborar en el robo del cadáver.
    Y también llamó el hermano de mi mujer, el encargado de la funeraria que recogió el cuerpo. Al parecer, la doctora Laurie Montgomery le hizo una visita, preguntando por un cadáver que no existe.
    -Lamento que hayan surgido tantos contratiempos -dijo Raymond.
    -Yo también lo lamento -repuso Vinnie-. Con franqueza, no entiendo cómo recuperaron el cadáver. Nos tomamos muchas molestias, pues sabíamos que el suelo en Westchester estaba demasiado duro para enterrarlo allí. Así que lo llevamos más allá de Coney Island y lo arrojamos al océano.
    -Es obvio que algo salió mal -dijo Raymond-. Con todo respeto, ¿qué se puede hacer ahora?
    -En lo referente al cadáver, no podemos hacer nada Amendola le dijo a Angelo que ya han terminado la autopsia. Así que tendremos que dejar las cosas como están.
    Raymond gimió y se cogió la cabeza con las dos manos.
    Su jaqueca se había intensificado.
    -Un segundo, doctor -dijo Vinnie-, quiero tranquilizarlo en un punto. Como sabíamos por qué la autopsia podía causar problemas, les ordené a Angelo y a Franco que destrozaran el hígado de Franconi.
    Raymond levantó la cabeza. Un tenue rayo de esperanza aparecíd en el horizonte.
    -¿Cómo lo hicieron? -preguntó.
    -Con una escopeta de caza. Le reventaron el hígado. De hecho, destrozaron toda esta parte del abdomen. -Hizo un movimiento circular sobre su costado derecho-. ¿No es cierto, Angelo?
    Angelo hizo un gesto afirmativo y dijo:
    -Vaciamos todo el cargador de una Remington. El tío parecía una hamburguesa.
    -Así que no creo que tenga tantos motivos de preocupación como supone -dijo Vinnie a Raymond.
    -Si el hígado de Franconi estaba destrozado, ¿cómo es que Jack Stapleton preguntó si le habían hecho un trasplante? -inquirió Raymond.
    -¿Lo ha hecho?
    -Se lo preguntó directamente al doctor Levitz.
    Vinnie se encogió de hombros.
    -Debe de haber descubierto una pista por otra vía. En cualquier caso, ahora el problema parece concentrarse en estos dos personajes: el doctor Jack Stapleton y la doctora Laurie Montgomery.
    Raymond arqueó las cejas con expresión inquisitiva.
    -Como ya le he dicho, doctor -prosiguió Vinnie-, si no fuera por Vinnie Junior y su problema de riñón, yo no me habría metido en este lío. Tengo problemas por haber involucrado a mi cuñado. Ahora que está incriminado, no puedo dejarlo colgado, ¿me entiende? Así que pensaba enviar a Angelo y a Franco a hablar con esos dos doctores. ¿Te importaría, Angelo?
    Raymond miró a Angelo con esperanza, y lo vio sonreír por primera vez desde que lo conocía. No era exactamente una sonrisa, porque las cicatrices impedían cualquier movimiento facial, pero la intención estaba clara.
    -Hace cinco años que quiero volver a ver a Laurie Montgomery-anunció Angelo.
    -Lo sospechaba -dijo Vinnie-. ¿Podéis pedirle las direcciones a Amendola?
    -Estoy seguro de que nos dará las señas de Jack Stapleton -dijo Angelo-. Tiene tanto interés como nosotros en resolver este asunto. En cuanto a Laurie Montgomery, yo ya sé dónde vive.
    Vinnie aplastó la colilla en el cenicero y arqueó las cejas.
    -¿Y bien, doctor? ¿Qué le parece la idea de que Angelo y Franco visiten a esos forenses entrometidos y los convenzan de que vean las cosas desde nuestro punto de vista? Tenemos que dejarles claro que nos están causando muchas molestias, ¿entiende? -Esbozó una sonrisa maliciosa e hizo un guiño.
    Raymond dejó escapar una risita de alivio.
    -No se me ocurre una solución mejor. -Se arrastró hacia el extremo del largo banco tapizado en terciopelo y se puso en pie-. Gracias, Dominick. Le estoy muy agradecido y permita que me disculpe una vez más por mi arrebato de hace un momento.
    -Espere, doctor -dijo Vinnie-. Aún no hemos hablado de la cuestión económica.
    -He dado por sentado que la compensación por nuestro acuerdo anterior cubriría también este trabajo -dijo Raymond tratando de hablar como un hombre de negocios, aunque sin ofender a Vinnie-. Después de todo, el cuerpo de Franconi no debía reaparecer.
    -Yo no lo veo así. Es un extra. Y puesto que ya hemos negociado las cuotas, me temo que ahora me veo obligado a pedirle que me reembolsen parte de la cantidad inicial. ¿Que le parecen unos veinte mil? Yo creo que es una suma razonable.
    Raymond estaba furioso, pero consiguió contenerse. También recordó lo que había ocurrido la última vez que había intentado regatear con Vinnie Dominick: éste había doblado el precio de sus servicios.
    -Necesitaré tiempo para reunir esa cantidad -dijo.
    -Tranquilo, doctor. Ahora que hemos llegado a un acuerdo, no hay problema. Por mi parte, mandaré a Angelo y a Franco a hacer el trabajo de inmediato.
    -Estupendo-dijo Raymond antes de irse.
    -¿Hablaba en serio? -preguntó Angelo a Vinnie.
    -Me temo que sí. Supongo que no debería haber involucrado a mi cuñado en este asunto, aunque en su momento no teníamos otra opción. De una forma u otra, tengo que resolver el problema si no quiero que mi mujer me corte las pelotas. La única ventaja es que el buen doctor tendrá que pagar en efectivo por lo que tendríamos que hacer de cualquier manera.
    -¿Cuándo quiere que nos ocupemos de esos dos? -preguntó Angelo.
    -Cuanto antes, mejor -respondió Vinnie-. De hecho, sería conveniente que lo hicierais esta misma noche.






    CAPITULO 15
    6 de marzo de 1997, 19.30 horas.
    Cogo, Guinea Ecuatorial

    -¿A qué hora espera a sus invitadas? -preguntó Esmeralda a Kevin. La mujer se había envuelto la cabeza y el cuerpo con una bonita tela de color anaranjado y verde.
    -A las siete -respondió Kevin, agradeciendo la distracción. Estaba sentado ante su escritorio, fingiendo leer una revista sobre biología molecular. En realidad, no hacía más que torturarse repitiendo una y otra vez en su mente el horripilante incidente de esa tarde.
    Todavía podía ver a los soldados con sus boinas rojas y sus uniformes de camuflaje, apareciendo de la nada. Oía el ruido de sus botas contra el suelo húmedo y el alboroto de sus avíos mientras corrían. Peor aún, revivía el mismo pánico que había sentido en el momento en que se había girado para escapar, convencido de que en cualquier momento oiría las detonaciones de los rifles.
    En cierto modo, la carrera por el claro en dirección al coche y el frenético viaje de regreso al pueblo no habían sido nada comparados con el susto inicial. Las ventanillas destrozadas daban a los recuerdos posteriores un carácter casi surrealista, que no tenía parangón con lo que había experimentado al descubrir a los soldados.
    Una vez más, Melanie y él habían reaccionado de manera completamente distinta. Kevin se preguntó si el hecho de haberse criado en Manhattan la habría endurecido, preparándola de algún modo para esa clase de experiencias.
    Melanie estaba más enfadada que asustada. Se enfureció con los soldados por destruir lo que ella consideraba su propiedad, aunque, oficialmente, el coche pertenecía a GenSys.
    -La cena está lista -anunció Esmeralda- La mantendré caliente.
    Kevin le dio las gracias y el ama de llaves desapareció en la cocina. El dejó la revista y salió a la terraza. Había oscurecido, y comenzaba a preocuparse por el paradero de Melanie y Candace.
    La casa daba a una pequeña plaza arbolada iluminada por antiguas farolas. Directamente enfrente estaba la casa de Siegfried Spallek, que se parecía a la suya, con una arcada en la planta baja, una terraza que rodeaba la segunda, y un techo casi triangular.
    Oyó risas a su izquierda y se volvió en dirección a la costa.
    Acababa de caer un chaparrón tropical, que había durado una hora y había amainado apenas quince minutos antes. Sobre los adoquines de la calle, todavía calientes por el sol, se alzaban pequeñas nubecillas de vapor. Entre la bruma, vio aparecer a las dos mujeres, cogidas del brazo y riendo con desparpajo.
    -¡Eh, Kevin! -exclamó Melanie al verlo en la terraza-.
    ¿Cómo es que no has enviado una carroza a recogernos?
    Las mujeres caminaron hasta situarse directamente debajo de él, que se sentía avergonzado por sus risas.
    -¿De qué hablas? -preguntó Kevin.
    -Bueno, no debiste permitir que nos mojáramos -bromeó Melanie. Candace rió.
    -Subid -dijo él mirando a un lado y otro de la plaza. Esperaba que el alboroto de las jóvenes no molestara a sus vecinos, en especial a Siegfried Spallek.
    Las mujeres subieron ruidosamente por las escaleras. Kevin las esperaba en el vestíbulo. Melanie insistió en darle un beso en cada mejilla y Candace la imitó.
    -Lamentamos llegar tarde -dijo Melanie-. Pero la lluvia nos obligó a refugiarnos en el bar Chickee.
    -Y unos tipos muy agradables del área de servicio nos in vitaron a una piña colada -añadió Candace con júbilo.
    -No pasa nada -dijo Kevin-, aunque la cena ya está lista.
    -Estupendo -respondió Candace-. Estoy muerta de hambre.
    -Yo también -dijo Melanie mientras se descalzaba-. Espero que no te importe, Kevin, pero en el camino hacia aquí se me empaparon los zapatos.
    -Los míos también -dijo Candace, imitándola.
    El les indicó el comedor y las siguió hacia allí. Esmeralda había puesto el mantel, los platos y los cubiertos en un extremo de la mesa, pues ésta era lo bastante grande para doce personas. Había velas en candeleros de cristal.
    -¡Qué romántico! -observó Candace.
    -Supongo que beberemos vino -dijo Melanie sentándose en el primer sitio que encontró.
    Candace se sentó frente a ella, dejando la cabecera a Kevin.
    -¿Blanco o tinto? -preguntó él.
    -El color da igual -dijo Melanie con una risita.
    -¿Qué hay de cenar? -preguntó Candace.
    -Un pescado típico de aquí -respondió Kevin.
    -¡Pescado! ¡Qué apropiado! -exclamó Melanie y las dos mujeres rieron hasta que se les saltaron las lágrimas.
    -No lo he cogido -dijo él. Siempre que estaba con las dos jóvenes, tenía la sensación de que perdía el control y no entendía ni la mitad de lo que decían.
    -Te lo explicaremos luego -consiguió decir Melanie entre risas-. Ahora trae el vino. Es lo más importante.
    -Que sea blanco -dijo Candace.
    Kevin entró en la cocina y cogió la botella de vino que había puesto en el frigorífico. Rehuyó la mirada de Esmeralda, preocupado por lo que ésta podía pensar de sus desvergonzadas amigas. El mismo no sabía qué pensar.
    Mientras descorchaba la botella, oyó más risas y fragmentos de una animada conversación. Se recordó a sí mismo que lo bueno de la compañía de Melanie y Candace era que nunca se producían silencios incómodos.
    -¿Qué vino es? -preguntó Melanie cuando Kevin volvió al comedor. El le enseñó la botella-. ¡Oh, vaya! -exclamó con aires de experta-. ¡Montrachet! Esta noche estamos de suerte.
    Kevin había escogido al azar una botella de su bodega, pero se alegró de impresionar a Melanie. Sirvió el vino mientras Esmeralda entraba con el primer plato.
    La cena fue un éxito rotundo. Hasta Kevin comenzó a relajarse después de intentar beber tanto como las mujeres. A mitad de la comida, tuvo que levantarse a buscar otra botella
    -No te imaginas quién estaba en el bar Chickee -dijo Melanie mientras Esmeralda retiraba los platos-. Nuestro temerario jefe, Siegfried.
    Kevin se atragantó con el vino y se secó la cara con la servilleta.
    -No habréis hablado con él, ¿no?-dijo.
    -Imposible negarse -dijo Melanie-. Nos invitó generosamente a que lo acompañáramos e incluso pagó una ronda.
    Y no sólo para nosotras, sino también para los muchachos del área de servicio.
    -En realidad, estuvo encantador -comentó Candace.
    Un escalofrío recorrió la espalda de Kevin. El segundo episodio terrorífico de aquella tarde había sido la visita al despacho de Siegfried. En cuanto hubieron escapado de los soldados ecuatoguineanos, Melanie había insistido en dirigirse allí y todo lo que Kevin había dicho para convencerla de que no lo hicieran había sido en balde.
    -No pienso tolerar esta clase de tratamiento -había dicho Melanie mientras subían por las escaleras. Ni siquiera se había molestado en hablar con Aurielo. Tras irrumpir en el despacho de Siegfried, le había exigido que se ocupara de la reparación de su coche.
    Candace había entrado con Melanie, pero Kevin había permanecido fuera, mirándolas desde el escritorio de Aurielo.
    -Anoche perdí mis gafas de sol -había dicho Melanie-.
    Así que volvimos a buscarlas, y nada más llegar allí nos dispararon otra vez.
    Kevin había supuesto que Siegfried estallaría, pero no lo había hecho. En cambio, se había disculpado diciendo que los soldados tenían órdenes de impedir que cualquier persona cruzara a la isla, pero que no deberían haber disparado.
    No sólo había aceptado reparar el coche de Melanie, sino que le había asegurado que mientras tanto le asignaría otro vehículo. También había prometido ordenar a los soldados que buscaran las gafas de Melanie.
    Esmeralda llegó con el postre, que estaba preparado con cacao de la zona. Las mujeres estaba encantadas.
    -¿Siegfried hizo alguna alusión a lo ocurrido ayer? -pre guntó Kevin.
    -Se disculpó otra vez -respondió Candace-. Dijo que había hablado con la guardia marroquí y nos aseguró que no habrá más disparos. Según él, tienen órdenes de hablar con cualquier persona que se acerque al puente y explicarle que es una zona restringida.
    -Muy verosímil -dijo Kevin-. Con lo que les gusta disparar a esos críos que llaman soldados, es imposible que cumplan esa orden. Melanie rió.
    -Hablando de los soldados, Siegfried nos contó que se pasaron horas buscando mis inexistentes gafas. ¡Lo tienen bien merecido!
    -Nos preguntó si queríamos hablar con los obreros que habían ido a la isla y habían quemado malezas -dijo Candace-. ¿Puedes creerlo?
    -¿Y qué le respondisteis?
    -Le dijimos que no era necesario -contestó Candace-.
    No queremos que piense que seguimos preocupados por el humo, y mucho menos que planeamos hacer una visita a la isla.
    -Pero no planeamos nada semejante -repuso Kevin. Miró a las mujeres que intercarnbiaron una sonrisa cómplice-. ¿O sí?
    Los dos tiroteos habían sido más que suficientes para disuadir a Kevin de su intención de visitar la isla.
    -Antes preguntaste por qué nos reímos cuando dijiste que había pescado para cenar -dijo Melanie-. ¿Recuerdas?
    -Sí -respondió Kevin, preocupado. Tenía toda la impresión de que no iba a gustarle lo que iba a decir Melanie.
    -Nos reímos porque hemos pasado gran parte de la tarde hablando con los pescadores que vienen a Cogo un par de veces a la semana -explicó Melanie-. Puede que sean los mismos que cogieron el pescado que acabamos de comer. Vienen desde una aldea llamada Acalayong, que está a unos quince kilómetros al este.
    -Conozco el pueblo -dijo Kevin. Era un sitio de paso para las personas que viajaban desde Guinea Ecuatorial a Coco Beach, en Gabón. El viaje se hacía en unas canoas motorizadas que llamaban piraguas.
    -Les hemos alquilado un bote para dos o tres días -anunció Melanie con orgullo-. Así que no tendremos necesidad de acercarnos al puente. Viajaremos por agua.
    -No contéis conmigo -dijo Kevin con énfasis-. Ya he tenido suficiente. Creo que es un milagro que sigamos vivos.
    Si vosotras queréis ir, adelante. Sé que no podré convenceros de que no lo hagáis.
    -¡Vaya, genial! -exclamó Melanie con desdén-. Conque ya te has dado por vencido. Entonces, ¿cómo piensas descubrir si tú y yo hemos creado una raza de protohumanos? Al fin y al cabo, fuiste tú quien mencionó el tema por primera vez y quien nos metió esta preocupación en la cabeza.
    Melanie y Candace miraron fijamente a Kevin. Durante unos instantes, nadie dijo nada. Oyeron los ruidos de la selva, que hasta el momento habían pasado inadvertidos.
    Embargado por una creciente inquietud, Kevin por fin se decidió a romper el silencio:
    -Todavía no sé qué hacer -respondió-. Pero ya se me ocurrirá algo.
    -Y una mierda -replicó Melanie-. Tú mismo dijiste que la única manera de descubrir qué hacen los animales es ir a la isla. ¿Lo has olvidado?
    -No; no lo he olvidado -dijo Kevin-. Pero... bueno...
    -Muy bien -dijo Melanie con desdén-, si eres demasiado gallina para ir a averiguar qué has hecho con tu manipulación genética, quédate. Contábamos con que nos ayudaras a conducir la piragua, pero no hay problema. Candace y yo nos apañaremos. ¿No es cierto, Candace?
    -Claro.
    -Verás -prosiguió Melanie-, hemos planeado esta operación con mucho cuidado. No sólo hemos alquilado una canoa grande con motor, sino también una de remos más pequeña. Una vez en la isla, remontaremos el río Deviso con el bote. Puede que ni siquiera toquemos tierra. Lo único que queremos es observar a los animales durante un rato.
    Kevin asintió. Miró a las dos mujeres, que no le quitaban los ojos de encima. Incómodo, retiró su silla y se levantó.
    -¿Adónde vas? -preguntó Melanie.
    -A buscar más vino -respondió.
    Con una extraña sensación que rayaba en la furia, Kevin cogió la tercera botella de vino blanco y la llevó al comedor.
    Acercó la botella a la copa de Melanie, que hizo un gesto de asentimiento. Después de llenar la copa, hizo lo propio con la de Candace y la suya.
    Se sentó y bebió un buen trago. Después se aclaró la garganta y preguntó para cuándo habían planeado la gran expedición.
    -Para mañana a primera hora-contestó Melanie-. Suponemos que tardaremos más de una hora en llegar a la isla, y queremos volver antes de la hora de más sol.
    -Hemos comprado comida y bebida en la cantina -dijo Candace-. Y yo llevaré un ventilador portátil del hospital.
    -Nos mantendremos alejados del puente y de la zona de estacionamiento -dijo Melanie-, así que no prevemos problemas.
    -Yo creo que será divertido -añadió Candace-. Me encantaría ver un hipopótamo.
    Kevin bebió otro sorbo de vino.
    -Espero que no te importe que nos llevemos esos chismes electrónicos para localizar a los animales -dijo Melanie-. Y el mapa topográfico. Naturalmente, los cuidaremos bien.
    Kevin suspiró y se reclinó en la silla.
    -De acuerdo, me doy por vencido -dijo-. ¿Cuál es la hora prevista para la misión?
    -¡Bravo! -exclamó Candace aplaudiendo-. Sabía que nos acompañarías.
    -El sol sale después de las seis -dijo Melanie-. Me gustaría que a esa hora estuviéramos en camino. Mi plan es que nos dirijamos al oeste y que nos internemos bastante en las aguas del estuario antes de girar hacia el este. De ese modo no despertaremos sospechas si alguien nos ve en la piragua. Pensarán que vamos a Acalayong.
    -¿Y qué hay del trabajo? ¿No notarán vuestra ausencia?
    -No -respondió Melanie-. En el hospital he dejado dicho que estaría en el Centro de Animales, y en el Centro...
    -Ya veo -interrumpió Kevin-. ¿Y tú, Candace?
    -No hay problema -respondió Candace-. El señor Winchester se encuentra tan bien, que podría decirse que estoy en el paro. Los cirujanos se pasan el día jugando al golf y al tenis. Puedo hacer lo que me dé la gana.
    -Yo llamaré al jefe de mis ayudantes -dijo Kevin-. Le diré que debo permanecer en casa porque tengo un ataque agudo de enajenación mental.
    -Un momento -dijo Candace-. Hay un problema.
    Kevin se irguió con brusquedad.
    -¿Cuál? -preguntó .
    -No tengo bronceador con filtro total -respondió Candace-. No lo traje porque en mis viajes previos nunca llegué a ver el sol.


    CAPITULO 16
    6 de marzo de 1997, 14.30 horas.
    Nueva York

    Con todos los análisis de Franconi pendientes, Jack había ido a su despacho y había procurado concentrarse en completar casos atrasados. Para su sorpresa, había conseguido hacer progresos notables hasta que sonó el teléfono, a las dos y media.
    -¿El doctor Stapleton? -preguntó una voz femenina con acento italiano.
    -El mismo -respondió Jack-. ¿Es la señora Franconi?
    -Imogene Franconi. Me han dicho que lo llamara.
    -Se lo agradezco, señora Franconi -dijo Jack-. En primer lugar, permítame presentarle mis condolencias por la muerte de su hijo.
    -Gracias -respondió Imogene-. Carlo era un buen muchacho. No hizo ninguna de esas cosas que dicen los periódicos. Trabajaba para la American Fresh Fruit Company, aquí, en Queens. No sé de dónde han sacado todas esas tonterías sobre la mafia. Se lo han inventado los periodistas.
    -Es increíble lo que pueden llegar a hacer para vender periódicos -contestó Jack.
    -El hombre que vino a verme esta mañana dijo que han recuperado el cadáver -dijo Imogene.
    -Eso creemos. Necesitábamos una muestra de su sangre para confirmarlo. Gracias por su cooperación.
    -Le pregunté por qué no podía ir a identificarlo, como la vez anterior. Me respondió que no sabía.
    Jack se esforzó por encontrar una forma piadosa de explicar el problema de la identificación, pero no se le ocurrió ninguna.
    -Faltan ciertas partes de su cuerpo -repuso con vaguedad, esperando que la señora Franconi se contentara con esa respuesta.
    -¿Ah sí? -preguntó ella.
    -Deje que le explique por qué la he llamado -se apresuró a decir Jack. Temía que la mujer se molestara y se negara a contestar a sus preguntas-. Usted le dijo a nuestro investigador que la salud de su hijo había mejorado mucho después de un viaje. ¿Lo recuerda?
    -Desde luego -respondió la mujer.
    -Me han dicho que no sabe a dónde fue su hijo -continuó Jack-. ¿Tiene alguna forma de averiguarlo?
    -No lo creo -respondió Imogene-. Me dijo que no tenía nada que ver con su trabajo y que era un asunto privado.
    -¿Recuerda cuándo se marchó?
    -No exactamente. Hace cinco o seis semanas.
    -¿Y sabe si viajó a un lugar dentro del país? -preguntó Jack.
    -No lo sé -respondió Imogene-. Sólo me dijo que era un asunto privado.
    -¿Me llamará si descubre adónde fue? -preguntó Jack.
    -Claro.
    -Gracias.
    -Espere -dijo Imogene-. Acabo de recordar que mi hijo hizo algo extraño antes de irse. Me dijo que si no regresaba, debía recordar que me quería mucho.
    -¿Y eso la sorprendió? -preguntó Jack.
    -Sí. Me preocupó. No son cosas para decirle a una madre.
    Jack dio las gracias a la señora Franconi y colgó el auricular. No había terminado de hacerlo cuando el teléfono volvió a sonar. Era Ted Lynch.
    -Será mejor que subas -le dijo.
    -Ahora mismo.
    Jack encontró a Ted sentado a su escritorio, rascándose la cabeza.
    -Si no te conociera, creería que me estás jugando una broma pesada -dijo Ted-. ¡Siéntate!
    Jack obedeció. Ted tenía un montón de páginas impresas en la mano y otro montón de películas reveladas, con centenares de bandas oscuras. Ted se inclinó encima del escritorio y dejó la pila en el regazo de Jack.
    -¿Qué demonios es esto? -preguntó Jack. Cogió varias de las hojas de celuloide y las levantó a la luz.
    Ted se inclinó y señaló las películas con el extremo de goma de un anticuado lápiz.
    -Son los resultados del análisis de ADN con marcadores.
    Los gráficos del ordenador comparan las secuencias de nucleótidos de las regiones DQ alfa del complejo mayor de histocompatibilidad.
    -¡Vamos, Ted! -protestó Jack-. ¿Te importaría hablar en cristiano?
    -De acuerdo -repuso Ted, que parecía enfadado-. El análisis con marcadores demuestra que el ADN de Franconi y el ADN del tejido hepático son diferentes.
    -Bien, eso es una buena noticia -dijo Jack-. Significa que hubo un trasplante.
    -Supongo -dijo Ted-. Pero la secuencia del DQ alfa es idéntica, hasta el último nucleótido.
    -¿Y eso qué significa? -inquirió Jack.
    Ted abrió las manos como un suplicante.
    -No lo sé. No me lo explico. Es matemáticamente imposible. Las posibilidades son tan remotas, que resulta increíble.
    ¿Hablamos de una coincidencia absoluta en miles y miles de bases de pares, incluso en zonas de repeticiones largas? Son absolutamente idénticos. Por eso obtuvimos esos resultados en la pantalla DQ alfa.
    -Bueno, la conclusión es que hubo trasplante -sentenció Jack-. Y eso es lo que importa.
    -Tengo que reconocer que hubo un trasplante -admitió Ted-. Pero no puedo entender cómo encontraron un donante con un DQ alfa idéntico.
    -¿Y qué me dices del análisis de ADN mitocondrial para confirmar que el cuerpo que apareció en el mar era el de Franconi? -preguntó Jack.
    -Joder, les das una uña y se toman el codo -protestó Ted-.
    Por el amor de Dios, acabamos de recibir la sangre. Tendrás que esperar los resultados. Después de todo, hemos puesto el laboratorio patas arriba para analizar rápidamente lo que nos diste. Además, me preocupa más la comparación del DQ alfa y los resultados del análisis con marcadores. Aquí hay algo que no encaja.
    -Bueno, no permitas que te quite el sueño -dijo Jack. Se levantó y devolvió a Ted todo el material-. Te agradezco mucho lo que has hecho. Es la información que necesitaba.
    Cuando estén los resultados del análisis de ADN mitocondrial, llámame.
    Jack estaba entusiasmado con el hallazgo de Ted y no le preocupaba el estudio mitocondrial. Tras comparar las radiografías, estaba convencido de que el hombre que había aparecido en el agua y Franconi eran la misma persona.
    Jack cogió el ascensor. Ahora que había confirmado lo del trasplante, contaba con que Bart Arnold le proporcionara las respuestas que desvelarían el resto del misterio. Mientras bajaba, pensó en la reacción de Ted ante los resultados del DQ alfa. Sabía que Ted no perdía los nervios con facilidad, por lo tanto su inquietud debía de estar fundada. Por desgracia, los escasos conocimientos de Jack sobre el tema no le permitían emitir una opinión. Se prometió que en cuanto tuviera ocasión se informaría al respecto.
    Pero su entusiasmo duró poco, hasta que entró en el despacho de Bart. El investigador forense estaba hablando por teléfono, pero al ver a Jack sacudió la cabeza, como si tuviera malas noticias. Jack se sentó a esperar.
    -¿No ha habido suerte? -preguntó en cuanto Bart colgó el auricular.
    -Me temo que no -respondió Bart-. Esperaba que UNOS nos diera alguna pista, pero cuando me dijeron que no habían proporcionado ningún órgano a Carlo Franconi y que éste ni siquiera estaba en lista de espera, supe que nuestras posibilidades de rastrear el hígado eran mínimas. En este momento estaba hablando con el Hospital Presbiteriano de Columbia, y me han dicho que Franconi no fue intervenido allí. Lo mismo con todos los demás hospitales que hacen trasplantes. Nadie sabe nada de Carlo Franconi.
    -Es absurdo -afirmó Jack y le explicó a Bart que los análisis de Ted confirmaban la teoría del trasplante.
    -No sé qué decir.
    -¿En qué otro sitio, aparte de Estados Unidos o Europa, puede hacerse un trasplante? -preguntó Jack.
    Bart se encogió de hombros.
    -Hay muy pocas posibilidades de que la operación se haya llevado a cabo en otro sitio -respondió Bart-. Podrían haberla hecho en Australia, Sudáfrica o incluso América del Sur. Pero después de hablar con mi contacto en UNOS, no lo creo posible.
    -¿Hablas en serio? -preguntó Jack, que esperaba oír otra cosa.
    -Es un misterio-señaló Bart.
    -Este caso no deja de complicarse -dijo Jack.
    -Seguiré investigando.
    -Te lo agradecería.
    Desanimado, Jack salió del área forense. Tenía la inquietante sensación de que estaba pasando por alto un detalle importante, pero no sabía cuál era ni qué podía hacer para descubrirlo.
    En la sala de identificaciones se sirvió otra taza de café, que a esa hora del día parecía barro. Con la taza en la mano, subió por las escaleras hacia el laboratorio.
    -He analizado tus muestras -dijo John DeVries-. No hemos detectado ni ciclosporina ni FK506.
    Atónito, Jack se quedó mirando fijamente la cara pálida y demacrada del jefe del laboratorio. No sabía qué era más sorprendente, si el hecho de que ya hubieran analizado las muestras o el de que los resultados fueran negativos.
    -Bromeas -atinó a decir.
    -Claro que no -repuso John-. Yo nunca bromeo.
    -Pero el paciente tenía que seguir necesariamente un tratamiento con inmunosupresores -dijo Jack-. Le habían hecho un trasplante de hígado poco tiempo antes. ¿Hay alguna posibilidad de que se trate de un falso negativo?
    -Siempre hacemos pruebas de control -respondió John.
    -Esperaba que detectaríais la presencia de un fármaco u otro.
    -Lamento no haberte dado los resultados que esperabas -dijo John-. Y ahora, si me disculpas, tengo trabajo.
    El director del laboratorio se dirigió a un instrumento e hizo algunos ajustes. Jack dio media vuelta y se marchó.
    Ahora sí que estaba deprimido. Los resultados de los análisis llevados a cabo por Ted Lynch y John DeVries eran contradictorios. Si Franconi había sido sometido a un trasplante reciente, tenía que estar tomando ciclosporina A o FK506.
    Era el tratamiento habitual.
    Salió del ascensor en la quinta planta y, de camino al departamento de histología, buscó una explicación racional para los datos que acababan de proporcionarle. No se le ocurrió nada.
    -Vaya, si es nuestro buen doctor otra vez lo saludó Maureen O'Connor con su característico acento irlandés-. ¿Qué pasa? ¿Sólo tienes un caso? ¿Por eso nos das tanto la paliza?
    -Sólo tengo uno y me está haciendo perder la chaveta –dijo Jack-. ¿Qué pasa con mis preparados?
    -Algunos están listos -respondió Maureen-. ¿Quieres llevártelos o prefieres esperar a que estén todos?
    -Me llevaré los que pueda.
    Con pericia, Maureen cogió las muestras que estaban secas y las colocó en el portaobjetos. Luego le entregó la bandeja a Jack.
    -¿Por casualidad hay algún corte de hígado aquí? -preguntó el forense, esperanzado.
    -Eso creo -dijo Maureen-. Al menos uno o dos. Las demás las tendrás más tarde.
    Jack saludó con una inclinación de cabeza y salió al pasillo en dirección a su despacho, que estaba a pocas puertas de allí. Cuando entró, Chet alzó la vista y sonrió.
    -Hola, colega, ¿qué tal va todo?
    -No muy bien -respondió Jack. Se sentó y encendió la luz del microscopio.
    -¿Problemas con el caso Franconi?
    Jack asintió con un gesto. Empezó a buscar los cortes de hígado entre los portaobjetos. Sólo encontró uno.
    -Es como intentar sacar agua de una roca -respondió.
    -Oye -dijo Chet-, me alegro de que hayas vuelto. Estoy esperando una llamada de un médico de Carolina del Norte.
    Necesito saber si un paciente suyo tenía problemas cardíacos.
    Pero tengo que salir a hacerme fotos para el pasaporte, para mi próximo viaje a la India. ¿Te importaría coger la llamada?
    -Claro que no -repuso Jack-. ¿Cómo se llamaba el paciente?
    -Clarence Potemkin-respondió Chet-. La carpeta está encima de mi escritorio.
    -De acuerdo -dijo Jack mientras ponía el portaobjetos con la muestra de tejido hepático en el microscopio.
    Chet se puso el abrigo y se marchó. Jack reguló el objetivo del microscopio para examinar la muestra y, cuando se disponía a mirar por el ocular, se detuvo en seco. El recado de Chet le había hecho pensar en los viajes al extranjero. Si Franconi había salido del país para hacerse un trasplante, lo cual cada vez se le antojaba más probable, debía de haber una manera de descubrir adónde había ido.
    Jack levantó el auricular, marcó el número de la jefatura de policía y preguntó por el detective Lou Soldano. Esperaba que le dijeran que dejara un recado, así que se sorprendió gratamente cuando respondió el propio Lou.
    -Eh, me alegra oírte -dijo Lou-. ¿Recuerdas que esta mañana te comenté que, según uno de nuestro confidentes, los Lucia habían robado el cadáver de Franconi? Pues acabamos de recibir una confirmación por otra fuente. Supuse que querrías saberlo.
    -Interesante -dijo Jack-, pero quería hacerte una pregunta.
    -Dispara.
    -Quiero saber si es posible hacer alguna gestión en Aduanas para averiguar si Franconi salió del país en los últimos tiempos y, en caso afirmativo, adónde fue.
    -Se puede intentar en aduanas o en inmigración -respondió Lou-. La vía más segura es inmigración, a menos que el tío haya comprado tantas cosas en el extranjero que tuviera que pagar impuestos. Además, tengo un amigo en inmigración. De esa forma lo sabremos mucho antes que si seguimos los cauces burocráticos. ¿Quieres que lo compruebe?
    -Me encantaría -respondió Lou-. Este caso me tiene en ascuas.
    -Será un placer -repuso Lou-. Como te dije esta mañana, te debo una.
    Jack colgó el auricular con una sombra de esperanza ante esa nueva posibilidad.
    Sintiéndose más optimista, se inclino, miró por el ocular y comenzó a enfocar.
    La jornada de Laurie no había salido según lo previsto. Aunque se había propuesto hacer una sola autopsia, había terminado haciendo dos. Luego George Fontworth había tenido problemas con un caso de múltiples heridas de bala y Laurie se había ofrecido a ayudarle. Pese a que no había parado para comer, no salió del foso hasta después de las tres.
    Laurie se puso la ropa de calle y, cuando se dirigía a su despacho, vio a Marvin en la oficina del depósito. Marvin acababa de empezar su turno y estaba ocupado poniendo orden en el caos de un día de trabajo normal. Laurie se desvió de su camino y asomó la cabeza por el hueco de la puerta.
    -Encontramos las radiografías de Franconi -dijo-. Y resultó que el tipo que habían encontrado en el agua era nuestro hombre desaparecido.
    -Lo leí en el periódico -repuso Marvin-. Buen trabajo.
    -Lo identificamos gracias a las radiografías -explicó Laurie-. Así que me alegro de que las hicieras.
    -Es mi trabajo.
    -Quería disculparme otra vez por sugerir que no las habías hecho-dijo Laurie.
    -Ningún problema -repuso Marvin.
    Laurie salió, pero no había dado ni cuatro pasos cuando se volvió y regresó a la oficina del depósito. Esta vez entró y cerró la puerta a su espalda.
    Marvin la miró con expresión inquisitiva.
    -¿Te importa que te haga una pregunta confidencial? -preguntó Laurie.
    -Supongo que no -respondió Marvin con cautela.
    -Naturalmente, me interesa saber cómo desapareció el cuerpo de Franconi -dijo-. Por eso hablé contigo anteayer. ¿Recuerdas?
    -Claro -respondió Marvin.
    -También hablé con Mike Passano esa noche.
    -Eso he oído -repuso Marvin.
    -Así fue -dijo Laurie-. Pero, créeme, no lo estaba acusando de nada.
    -Te creo. A veces es un poco quisquilloso.
    -No puedo entender cómo hicieron para robar el cadáver -prosiguió Laurie-. Aquí siempre hubo alguien, ya fuera Mike o el personal de seguridad.
    Marvin se encogió de hombros.
    -Yo tampoco sé nada -dijo Marvin-. Créeme.
    -Claro -repuso Laurie-. Estoy segura de que si hubieras sospechado algo me lo habrías dicho. Pero ésa no es mi pregunta. Tengo el pálpito de que quien fuera que robó el cadáver tuvo que contar con ayuda del interior. Lo que quería preguntarte es si crees que algún empleado del depósito podría haber colaborado de alguna manera.
    Marvin reflexionó un instante y luego negó con la cabeza.
    -No lo creo.
    -Tuvo que ocurrir durante el turno de Mike -dijo Laurie-. ¿Conoces bien a los dos conductores, Pete y Jeff?
    -No -respondió Marvin-. Los he visto por aquí e incluso he hablado con ellos un par de veces, pero como hacemos turnos diferentes, no nos encontramos a menudo.
    -Pero, ¿tampoco tienes motivos para sospechar de ellos?
    -No; no más que de cualquier otro.
    -Gracias -dijo Laurie-. Espero que mi pregunta no te haya molestado.
    -Tranquila -dijo Marvin.
    Laurie reflexionó un momento mientras se mordía el labio inferior. Sabía que se le escapaba algo.
    -Tengo una idea -dijo de repente-. ¿Por qué no me cuentas paso a paso lo que hacéis antes de dejar salir un cadáver?
    -¿Todo lo que hacemos?
    -Sí, todo. Tengo una idea general, pero ignoro los detalles.
    -¿Por dónde quieres que empiece? -preguntó Marvin.
    -Por el principio -respondió Laurie-. Desde el momento en que recibís la llamada de la funeraria.
    -De acuerdo. Nos llaman, dicen que son de tal o cual funeraria y que pasarán a recoger un cadáver. Entonces me dan el nombre y el número de admisión.
    -¿Ya está? -preguntó Laurie-. ¿Entonces cuelgas?
    -No. Les digo que esperen mientras introduzco el número en el ordenador. Tengo que asegurarme de que vosotros, los forenses, habéis dado vuestra conformidad para que se lleven el cuerpo, y también tengo que averiguar dónde está .
    -Entonces vuelves al teléfono, ¿y qué les dices?
    -Digo que está bien y que tendré el cadáver preparado.
    Por lo general les pregunto a qué hora van a pasar. No tiene sentido que me dé prisa si van a tardar un par de horas.
    -¿Y luego?
    -Voy a buscar el cuerpo y compruebo el número de admisión. Luego lo pongo en el compartimiento frigorífico.
    Siempre los ponemos en el mismo sitio. De hecho, los colocamos en orden de recogida. De esa forma les facilitamos las cosas a los conductores.
    -¿Y qué pasa después?
    -Que vienen a buscar el cadáver -respondió Marvin encogiéndose de hombros una vez más.
    -¿Y qué pasa cuando llegan?
    -Les hacemos rellenar un formulario -continuó Marvin-.
    Todo debe quedar documentado. Es decir, tienen que firmar un recibo conforme han aceptado la custodia del cuerpo.
    -De acuerdo -dijo Laurie-. ¿Entonces vas a buscar el cadáver?
    -Sí, o lo recoge uno de ellos. Todos han estado aquí un millón de veces.
    -¿Se hace una comprobación final?
    -Desde luego -dijo Marvin-. Siempre comprobamos el número de admisión una vez más antes de que se lleven la camilla. Sería terrible que llegaran a la funeraria y se dieran cuenta de que se han llevado el fiambre equivocado.
    -Parece un buen sistema-admitió Laurie y así lo creía.
    Con tantos controles, era difícil hacer algo ilegal.
    -Ha funcionado durante décadas sin que hubiera un solo error -dijo Marvin-. Claro que el ordenador ayuda. Antes sólo teníamos el libro de registros.
    -Gracias, Marvin -dijo Laurie.
    -De nada.
    Laurie salió de la oficina del depósito. Antes de subir a la suya, se detuvo en la segunda planta para comprar un tentempié en la máquina expendedora de la cantina. Cuando sintió que había recuperado la energía, subió a la quinta planta. Notó que la puerta del despacho de Jack estaba abierta y se asomó. Jack examinaba una muestra en el microscopio.
    -¿Algo interesante?-preguntó.
    Jack levantó la cabeza y sonrió.
    -Mucho -dijo-. ¿Quieres echar un vistazo?
    Se hizo a un lado y Laurie miró por el ocular.
    -Parece un pequeño granuloma en el hígado -dijo.
    -Exacto -dijo Jack-. Es de uno de los minúsculos fragmentos de lo que quedaba del hígado de Franconi.
    -Mmm... -dijo Laurie sin dejar de mirar por el microscopio-. Es extraño que hayan usado un hígado infectado para un trasplante. Deberían haber escogido mejor al donante.
    ¿Hay muchos granulomas como éste?
    -Hasta el momento, Maureen me ha dado un solo preparado histológico del hígado -respondió Jack-. Y ése es el único granuloma que he encontrado, así que supongo que no habrá muchos. Aunque vi uno en la muestra congelada, y en ella también había pequeños quistes tabicados en la superficie del hígado que podían verse a simple vista. Los cirujanos que hicieron el trasplante tuvieron que verlos, aunque es obvio que no les importó.
    -Al menos no hay inflamación general -dijo Laurie-. Lo que quiere decir que la tolerancia era buena.
    -Extremadamente buena -corrigió Jack-. Demasiado buena, pero ése es otro asunto. ¿Qué opinas de lo que hay debajo del marcador?
    Laurie reguló el objetivo para mirar la muestra de arriba abajo. Había pequeñas partículas de material basófilo.
    -No sé. Ni me atrevo a asegurar que no sea un artificio.
    -Yo tampoco. A menos que sea eso lo que estimuló el gra nuloma.
    -Es probable -dijo Laurie incorporándose-. ¿Por qué has dicho que la tolerancia al trasplante era demasiado buena?
    -En el laboratorio me informaron de que Franconi no tomaba fármacos inmunosupresores. Y es muy extraño, puesto que no hay inflamación general.
    -¿Estás seguro de que se trata de un trasplante? -preguntó Laurie.
    -Completamente -aseguró Jack y le resumió la información que le había proporcionado Ted Lynch.
    Laune estaba tan desconcertada como él.
    -Aparte de dos gemelos homocigotos, no puedo imaginar a dos personas con secuencias DQ alfa idénticas.
    -Al parecer, estás más informada que yo. Hasta hace un par de días, ni siquiera había oído hablar del DQ alfa.
    -¿Has conseguido averiguar dónde le hicieron el trasplante a Franconi?
    -Ya me gustaría -respondió Jack y le habló de los esfuerzos infructuosos de Bart. También le contó que él mismo había pasado gran parte de la noche llamando a los bancos de órganos europeos.
    -¡Caray! -exclamó Laurie.
    -Hasta le he pedido ayuda a Lou. Según la madre de Franconi, éste pasó una temporada en un balneario y volvió como nuevo. Supongo que fue entonces cuando le hicieron el trasplante. Por desgracia, la mujer no tiene idea de adónde fue. Lou va consultar a los de Inmigración para saber si salió del país.
    -Si alguien puede averiguarlo, ése es Lou -aseguró Laurie.
    -A propósito -dijo Jack dándose aires de superioridad-, Lou ha confesado que fue él quien filtró la noticia a la prensa.
    -No puedo creerlo.
    -Lo he oído de sus propios labios. Así que espero una humilde disculpa.
    -De acuerdo, te pido perdón. Pero estoy atónita. ¿Te dio algún motivo?
    -Dijo que querían difundir la noticia de inmediato para remover el avispero y ver si aparecían pistas nuevas. Parece que la táctica funcionó. Consiguieron un soplo, que más tarde confirmaron, según el cual el cadáver de Franconi fue robado por orden de la familia Lucia.
    -¡Dios mío! -exclamó Laurie, estremeciéndose-. Este caso comienza a parecerse demasiado al de Cerino.
    -Ya, aunque esta vez se trata de un hígado en lugar de ojos.
    -No pensarás que en un hospital de Estados Unidos se hacen trasplantes ilegales, ¿verdad?
    -No le encuentro la lógica -repuso Jack-. Sin lugar a dudas habría mucha pasta en juego, pero está el problema de los donantes. En nuestro país hay más de siete mil personas esperando un hígado y pocas de ellas tienen el dinero suficiente para justificar la inversión.
    -Ojalá estuviera tan segura como tú -replicó Laurie-. El interés económico se ha convertido en prioridad absoluta en la medicina.
    -Pero para hacer fortuna con la medicina se necesita un número significativo de pacientes -dijo Jack-. Y hay pocas personas ricas que necesiten un hígado. La inversión necesaria para construir un centro quirúrgico y garantizar la clandestinidad no sería rentable, sobre todo si no cuentan con donantes. Sería una versión moderna de Burke y Hare, y aunque podría funcionar como tema de una película de serie B, en la vida real sería un negocio demasiado arriesgado e inseguro. Ningún comerciante en su sano juicio, por muy corrupto que fuera, se metería en algo así.
    -Quizá tengas razón-admitió Laurie.
    -Estoy convencido de que aquí se cuece algo más -afirmó Jack-. Hay demasiados detalles inexplicables, desde los absurdos resultados del DQ alfa hasta el hecho de que Franconi no estuviera tratándose con inmunosupresores. Se nos escapa algo; algo fundamental e insospechado.
    -¡Qué trabajo! -exclamó Laurie-. Te aseguro que me alegro de haberte pasado el caso a ti.
    -Gracias por nada -bromeó Jack-. No cabe duda de que es un caso frustrante. Ah, para hablar de algo más agradable, anoche durante el partido de baloncesto Warren me dijo que Natalie ha estado preguntando por ti. ¿Qué te parece si este fin de semana salimos a cenar y quizá al cine? Siempre y cuando ellos no tengan otros planes, claro.
    -Me encantaría -dijo Laurie-. Espero que le dijeras a Wa rren que yo también he preguntado por ellos. .
    -Lo hice. No pretendo cambiar de tema, pero ¿cómo te ha ido hoy? ¿Has adelantado algo en tu investigación sobre el robo del cuerpo de Franconi? El hecho de que Lou asegure que fue la familia Lucia no nos dice mucho. Necesitamos datos concretos.
    -Por desgracia, no he averiguado nada nuevo -admitió Laurie-. Estuve en el foso hasta hace unos minutos. No pude hacer nada de lo que había planeado.
    -Muy mal -dijo Jack con una sonrisa-. Con mi falta de progresos, confiaba en que tú hubieras hecho algún descubrimiento importante.
    Después de prometerse que se llamarían por la noche para concretar los planes para el fin de semana, Laurie se dirigió a su despacho. Se sentó al escritorio con buenas intenciones y comenzó a examinar los informes de laboratorio y la correspondencia que había recibido ese mismo día sobre los casos inconclusos. Pero no conseguía concentrarse.
    La confianza de Jack en que ella proporcionara una pista importante sobre el caso Franconi la hizo sentir culpable por no tener una hipótesis razonable sobre la desaparición del cadáver. Al comprobar que Jack ponía tanto empeño en la investigación, sintió la necesidad de redoblar sus propios esfuerzos.
    Sacó una hoja de papel en blanco y comenzó a escribir todo lo que le había dicho Marvin. La intuición le decía que el misterioso secuestro debía de tener alguna relación con los dos cuerpos que habían salido del depósito esa misma noche. Y ahora que Lou había confirmado la participación de la familia Lucia, estaba convencida de que la funeraria Spoletto estaba involucrada en el caso.
    ---
    Raymond colgó el auricular y alzó la vista para mirar a Darlene, que acababa de entrar en su estudio.
    -¿Y bien? -preguntó Darlene. Llevaba el pelo rubio recogido en una cola de caballo. Había estado haciendo ejercicio en la bicicleta estática en la habitación contigua y vestía un conjunto deportivo muy sexy.
    Raymond se reclinó en la silla del escritorio y suspiró. Incluso sonrió.
    -Parece que las cosas mejoran. Estaba hablando con el jefe de operaciones de GenSys, Mass. El avión estará listo para mañana por la noche, de modo que me marcho a Africa. Naturalmente nos detendremos a repostar, pero todavía no sé dónde.
    -¿Puedo ir contigo? -preguntó Darlene, esperanzada.
    -Me temo que no, cariño -dijo Raymond. Tendió un brazo y la cogió de la mano. Sabía que durante los dos últimos días había estado muy irritable y se sentía culpable. Tiró de ella y la obligó a sentarse en su regazo. En cuanto lo hizo se arrepintió; después de todo, Darlene era una mujer corpulenta-. Con el paciente y el equipo quirúrgico, habrá demasiada gente en el vuelo de regreso -consiguió articular aunque su cara se estaba poniendo roja.
    Darlene suspiró e hizo pucheros.
    -Nunca me llevas a ninguna parte.
    -La próxima vez -prometió él. Le dio una palmadita en la espalda y la ayudó a ponerse de pie-. Sólo es un viaje corto, de ida y vuelta. No será divertido.
    Ella rompió a llorar súbitamente y salió de la habitación.
    Raymond consideró la posibilidad de seguirla para consolarla, pero al ver el reloj sobre su escritorio cambió de idea. Eran más de las tres y, por lo tanto, más de las nueve en Cogo. Era la hora más conveniente para hablar con Siegfried.
    Raymond llamó a casa del director. El ama de llaves le pasó con Siegfried.
    -¿Las cosas siguen bien? -preguntó con expectación.
    -Perfectamente -respondió Siegfried-. El último informe sobre el estado del paciente es excelente. No podría estar mejor.
    -Es alentador.
    -Y supongo que eso significa que pronto cobraremos la bonificación especial por el trasplante.
    -Por supuesto -asintió Raymond, aunque sabía que habría una demora. Necesitaba reunir veinte mil dólares en efectivo para Vinnie Dominick, así que la bonificación tendría que esperar hasta que hubiera un nuevo ingreso-. ¿Qué hay del problema con Kevin Marshall? -preguntó.
    -Todo ha vuelto a la normalidad -respondió Siegfried-.
    Salvo por un pequeño incidente: regresaron a la zona de estacionamiento a la hora de comer.
    -Eso no es normal.
    -Tranquilícese. Sólo volvieron para buscar las gafas de sol de Melanie Becket. Sin embargo, los soldados que yo había apostado allí volvieron a dispararles. -Siegfried rió de buena gana.
    Raymond esperó a que callara y preguntó:
    -¿Qué le causa tanta gracia?
    -Esos cabezas de chorlito destrozaron el parabrisas trasero del coche de Melanie. La chica se puso hecha una furia, pero el castigo surtió efecto. Ahora estoy absolutamente convencido de que no volverán por allí.
    -Eso espero.
    -Además, esta tarde tuve ocasión de tomar una copa con las dos mujeres -continuó Siegfried-. Tengo el pálpito de que nuestro ermitaño investigador está viviendo una aventura escabrosa.
    -¿De qué habla?-inquirió Raymond.
    -No creo que tenga el tiempo ni la energía necesarios para preocuparse por el humo de la isla Francesca. Parece que está metido en un ménage a trois.
    -¿De veras? -preguntó Raymond. Por lo que sabía de Kevin Marshall, la idea se le antojaba completamente absurda.
    Raymond jamás le había visto expresar el mínimo interés por el sexo opuesto. Y no podía concebir la idea de que súbitamente se liara con dos mujeres a la vez.
    -Esa fue mi impresión. Debería haber oído a las dos mujeres hablando del "adorable" investigador. Así lo llamaron.
    ---
    Se dirigían a la casa de Kevin para cenar con él. Que yo sepa, es la primera cena que organiza, y estoy bien informado, puesto que vivo enfrente de su casa.
    -Supongo que deberíamos alegrarnos. -más bien deberíamos envidiarlo -corrigió Siegfried con otra carcajada que irritó a Raymond.
    -Llamaba para decir que saldré de aquí mañana por la noche. No puedo decirle exactamente cuándo llegaré a Bata, porque no sé dónde repostaremos. Volveré a llamar cuando nos detengamos a repostar, o haré que los pilotos se comuniquen con usted por radio.
    -¿Viene alguien más?
    -Que yo sepa, no -respondió Raymond-. Lo dudo, por que el avión estará casi lleno en el vuelo de regreso.
    -Lo esperamos.
    -Hasta pronto -se despidió.
    -Supongo que traerá consigo la bonificación-sugirió Siegfried.
    -Veré si puedo arreglarlo.
    Colgó el auricular y sonrió. Cabeceó, estupefacto ante la inesperada conducta de Kevin Marshall.
    -¡Uno nunca termina de conocer a una persona! -comentó Raymond en voz alta mientras se levantaba y se dirigía hacia la puerta. Iría a buscar a Darlene para animarla un poco. Quizá la llevara a comer a su restaurante favorito.
    ---
    Jack había examinado detenidamente el único corte de hígado que tenía. Había usado incluso su lente de inmersión en aceite para observar las partículas basófilas en el centro del minúsculo granuloma. Todavía no sabía si se trataba de un hallazgo auténtico y, en tal caso, qué eran dichas partículas.
    Agotados sus conocimientos histológicos y anatomopatológicos, estaba a punto de llevar la muestra al departamento de anatomía patológica del Hospital de la Universidad de Nueva York cuando sonó el teléfono. Era la llamada para Chet desde Carolina del Norte. Jack hizo las preguntas oportunas y apuntó las respuestas. Tras colgar el auricular, Jack cogió su cazadora de encima del archivador metálico, se la puso y cogió el portaobjetos; en ese momento volvió a sonar el teléfono. Esta vez era Lou Soldano.
    -¡Bingo! -lo saludó Lou con alegría-. Tengo buenas noticias para ti.
    -Soy todo oídos dijo Jack. Se quitó la cazadora y se sentó.
    -Dejé un mensaje para mi amigo de inmigración y hace un momento me ha devuelto la llamada -comenzó a explicar Lou-. Cuando le hice tu pregunta me dijo que esperara. Oí cómo introducía la información en el ordenador. Dos segundos después, tenía la información: Carlo Franconi entró en el país hace exactamente treinta y siete días, el 29 de enero, por Teterboro, en Nueva Jersey.
    -Nunca había oído hablar de Teterboro -dijo Jack.
    -Es un aeropuerto privado. Es para aviación comercial, pero lo usan muchos aviones privados, ya que está a poca distancia de la ciudad.
    -¿Carlo Franconi viajó en un jet privado?
    -No lo sé -dijo Lou-. Lo único que he conseguido son los números o letras de identificación del avión, o como quiera que se llame. Veamos; lo tengo aquí mismo: N6GSU.
    -¿Se sabe de dónde procedía el avión? -preguntó Jack mientras apuntaba los caracteres alfanuméricos y la fecha.
    -Sí, claro, todo queda registrado. El avión venía de Lyón, Francia.
    -No; imposible.
    -Son los datos que había en el ordenador. ¿Por qué crees que no son correctos ?
    -Porque esta mañana he hablado con el banco de órganos francés -dijo Jack-. No tienen constancia de ningún americano llamado Franconi, y negaron categóricamente que pudieran hacerle un trasplante a uno de nuestros ciudadanos, pues tienen una larga lista de espera de franceses.
    -La información de inmigración siempre coincide con el plan de vuelo que tiene la administración de vuelos nacional, es decir, la FAA, y su equivalente europeo -explicó Lou-. Al menos eso tengo entendido.
    -¿Crees que tu amigo de inmigración tendrá algún con tacto en Francia?
    -No me sorprendería. Los altos jerarcas tienen que cooperar unos con otros. Puedo preguntárselo. ¿Para qué quieres saberlo?
    -Si Franconi estuvo en Francia, me gustaría averiguar qué día llegó -dijo Jack-. También me gustaría conocer cualquier otro dato que tengan los franceses sobre el lugar al que se dirigió dentro del país. Tengo entendido que mantienen un estricto control de los extranjeros no europeos a través de los hoteles.
    -Bien, veremos qué puedo hacer -dijo Lou-. Le telefonearé y después volveré a llamarte a ti.
    -Otra cosa: ¿Cómo podemos descubrir quién es el propietario del N6GSU?
    -Eso es muy sencillo. Sólo tienes que llamar al centro de control de aviación de la FAA en Oklahoma. Puede hacerlo cualquiera, pero también tengo un amigo allí.
    -Jolín, tú tienes amigos en todos los sitios convenientes -señaló Jack.
    -Ventajas del oficio. Nos hacemos favores mutuamente todo el tiempo. Si hay que esperar que las cosas sigan el cauce normal, lo tienes claro.
    -Pues me alegro de poder sacar provecho de tu red de contactos.
    -¿O sea que quieres que llame a mi amigo de la FAA? -preguntó Lou.
    -Te lo agradecería mucho.
    -Será un placer. Tengo la sensación de que cuanto más os ayude a vosotros, más me ayudaré a mí mismo. Nada me gustaría tanto como resolver este caso. Podría salvarme de ir al paro.
    -En este momento me disponía-a salir para hacer una consulta en el Hospital Universitario. ¿Qué te parece si vuelvo a llamarte dentro de una hora?
    -Perfecto -respondió Lou antes de colgar.
    Como todo lo demás en este caso, la información que le había dado Lou era sorprendente y desconcertante. Jack ya había descartado la posibilidad de que Franconi hubiera viajado a Francia.
    Tras ponerse la cazadora por segunda vez, Jack salió de su despacho. Puesto que el Hospital Universitario estaba muy cerca, no se molestó en coger la bici. Apenas tardaría diez minutos andando.
    Una vez en el bullicioso centro médico, cogió el ascensor para subir al departamento de anatomía patológica. Esperaba que el doctor Malovar estuviera libre. Peter Malovar era un experto en el tema y, pese a sus ochenta y dos años, uno de los anatomopatólogos más brillantes que Jack había conocido en su vida. Siempre que podía asistía a las clases magistrales que impartía Malovar una vez al mes. De modo que cuando tenía una duda sobre anatomía patológica, no recurría a Bingham, cuya especialidad era la medicina forense, sino al doctor Malovar.
    -El profesor está en su laboratorio, como siempre -le informó la atareada secretaria del departamento-. ¿Sabe llegar allí?
    Jack asintió y se dirigió a la vieja puerta de cristal esmerilado que conducía a lo que llamaban la "madriguera de Malovar". Llamó y, como nadie respondía, abrió la puerta.
    Dentro encontró al doctor Malovar inclinado sobre su querido microscopio. Con su enmarañado pelo gris y su poblado bigote, el anciano se parecía un poco a Einstein. También tenía cifosis, como si su cuerpo hubiera sido creado específicamente para inclinarse sobre el microscopio. De sus cinco sentidos, sólo el oído se había deteriorado con el transcurso de los años.
    El profesor le dirigió un breve saludo mientras miraba con curiosidad el portaobjetos que Jack tenía en la mano. Le encantaba que le hicieran consultas sobre casos problemáticos, y Jack se había aprovechado de esa ventaja en muchas ocasiones.
    Mientras entregaba el portaobjetos al profesor, intentó resumirle la información que obraba en su poder, pero Malovar lo atajó levantando una mano. Era un auténtico detective y no quería que las impresiones de los demás influyeran en la suya. El profesor cambió la muestra que había estado estudiando por la de Jack. Sin pronunciar palabra, la examinó durante un minuto.
    Luego irguió la cabeza, puso una gota de aceite en el portaobjetos y reemplazó el objetivo por uno de inmersión en aceite con el fin de conseguir mayor aumento. Una vez más, observó la muestra durante unos segundos.
    Por fin volvió a levantar la cabeza y lo miró.
    -¡Interesante! -exclamó. Viniendo de él, era todo un cumplido. Debido a su problema de audición, hablaba en voz muy alta-. Hay un pequeño problema en el hígado y una cicatriz de otro. Al examinar el granuloma, me ha parecido ver algunos merozoltos.
    Jack asintió, dando por sentado que el doctor Malovar se refería a las minúsculas partículas basófilas que él había visto en el centro del granuloma.
    Malovar telefoneó a un colega y le pidió que pasara un momento por el laboratorio. Unos minutos después, entró un afroamericano alto, delgado y de expresión grave, vestido con bata blanca. Malovar lo presentó como el doctor Colin Osgood, jefe de parasitología.
    -Necesito su opinión, Colin -dijo Malovar señalando el microscopio.
    El doctor Osgood miró la muestra unos segundos más que Malovar antes de responder:
    -Parasitario, sin lugar a dudas -afirmó con los ojos pegados a los oculares-. Hay merozoitos, aunque no los reconozco. Ha de tratarse de una especie nueva o de un parásito que no suele verse en seres humanos. Deberían consultar al doctor Lander Hammersmith.
    -Buena idea -dijo Malovar y miró a Jack-. ¿Le importaría dejarme la muestra? Haré que el doctor Hammersmith la examine por la mañana.
    -¿Quién es el doctor Hammersmith? –preguntó Jack.
    -Un anatomopatólogo veterinario -respondió Osgood.
    -Por mí, excelente -asintió Jack, aunque nunca se le habría ocurrido llevar la muestra a un anatomopatólogo veterinario.
    Tras despedirse de los dos médicos, regresó a la recepción y pidió permiso a la secretaria para usar el teléfono. La secretaria lo condujo a una mesa vacía y le dijo que marcara el nueve para obtener línea exterior. Jack llamó a Lou a la jefatura de policía.
    -Eh, me alegro de que hayas llamado -dijo Lou-. Creo que he descubierto algo interesante. En primer lugar, el avión es un fuera de serie. Un G4. ¿Sabes de qué hablo?
    -Creo que no. -A juzgar por el tono de Lou, cualquiera hubiera dicho que era su obligación saberlo.
    -Quiere decir Gulfstream 4. Es algo así como un Rolls Royce entre los jets privados. Cuesta veinte millones de pavos.
    -Estoy impresionado.
    -Deberías estarlo -bromeó Lou-. Bueno, veamos qué más he descubierto. Ah, allá va: el avión es propiedad de Alpha Aviation, de Reno, Nevada. ¿Has oído hablar de ellos?
    -No. ¿Y tú?
    -Yo tampoco. Debe de ser una compañía de alquiler. A ver, ¿qué más? ¡Ah, sí! Esto es lo más interesante. Mi amigo de inmigración llamó a un colega francés a su propia casa, lo creas o no, y le preguntó por la reciente visita de Carlo Franconi a Francia. Al parecer, este burócrata francés puede acceder al banco de datos de inmigración desde el ordenador de su casa, porque, ¿sabes una cosa?
    -Estoy en ascuas –dijo Jack.
    -¡Franconi nunca estuvo en Francia! -exclamó Lou-.
    A menos que llevara un pasaporte falso. No hay ninguna constancia de su entrada ni de su salida.
    -¿Entonces por qué me dijiste que ese avión no podía proceder más que de Lyón, Francia?
    -Eh, no te mosquees.
    -No me mosqueo -replicó Jack-. Sólo te recordaba que me dijiste que el plan de vuelo y los datos de inmigración debían coincidir necesariamente.
    -¡Y así es! Decir que el avión procedía de Lyón, Francia, no significa que todos los pasajeros subieran allí. El aparato podría haber parado a repostar.
    -Bien pensado: No se me había ocurrido esa posibilidad.
    ¿Podemos confirmarla?
    -Supongo que puedo volver a llamar a mi amigo de la FAA.
    -Estupendo. Voy de camino a mi despacho en el depósito. ¿Quieres que te llame o me llamas tú?
    -Te llamaré yo -respondió Lou.
    --.
    Cuando Laurie terminó de escribir todo lo que podía recordar de su conversación con Marvin sobre el procedimiento de recogida de los cadáveres, dejó el papel a un lado y se concentró en su trabajo. Media hora después, volvió a mirarlo.
    Con la mente más clara, procuró leerlo desde una perspectiva nueva. Tras la segunda lectura, le llamó la atención la cantidad de veces que aparecía la frase "número de admisión". Claro que no era de extrañar. Después de todo, el número de admisión era para el muerto el equivalente al número de la Seguridad Social durante su vida. Era la cifra de identificación que permitía al depósito controlar los millares de cadáveres que pasaban por allí y sus respectivos expedientes. Siempre que llegaba un cuerpo al Instituto Forense, lo primero que se hacía era adjudicarle un número.
    Luego se le ataba una etiqueta con dicho número en el dedo gordo del pie.
    Al mirar la palabra admisión, Laurie advirtió con sorpresa que no sabía exactamente a qué se refería. Era sencillamente una palabra que había aceptado y usaba a diario. Todos los informes de laboratorio, las radiografías, los informes de los investigadores y los documentos internos del instituto llevaban el número de admisión. En cierto modo, era más importante que el nombre de la víctima.
    Laurie cogió el diccionario y buscó la palabra admisión.
    Comenzó a leer y le pareció que ninguna de las definiciones tenía sentido en el contexto en que usaban el término en el depósito. Sin embargo, en la última entrada de admitir, el diccionario indicaba: "dar entrada". Es decir que el número de admisión equivalía al número de entrada.
    Laurie buscó los números de admisión y los nombres de los cadáveres que se habían recogido durante el turno de noche del cuatro de marzo, cuando había desaparecido el cuerpo de Franconi. Encontró el papel debajo de una bandeja de por taobjetos. Leyó: Dorothy Kline, número 101455, y Frank Gleason, número 100385.
    Gracias a sus dudas semánticas, Laurie reparó en un detalle que no había observado antes: ¡Había una diferencia de más de mil entre los dos números de admisión! Era extraño, porque los números se adjudicaban correlativamente y, conociendo la cantidad de cadáveres que ingresaban a diario en el depósito, Laurie calculó que debían de haber transcurrido varias semanas entre la llegada de uno y otro cuerpo.
    Resultaba muy extraño, pues los cadáveres rara vez permanecían más de dos días en el depósito, de modo que Laurie introdujo en su ordenador el nombre de Frank Gleason.
    Era el cadáver que había recogido la funeraria Spoletto.
    Lo que apareció en la pantalla la dejó estupefacta.
    -¡Cielo santo! -exclamó.
    --.
    Lou se lo estaba pasando en grande. Aunque el público en general tenia una visión romántica de los detectives, el trabajo en si era ingrato y agotador. Lo que ocupaba a Lou en esos momentos, es decir, hacer fructíferas llamadas telefónicas desde el cómodo sillón de su despacho, era entretenido y gratificante. También era agradable saludar a viejos amigos.
    -¡Caray, Soldano! -comentó Mark Servert, el contacto de Lou en la FAA-. No sé nada de ti durante años y luego me llamas dos veces en el mismo día. Este debe de ser un caso importante.
    -Es una pasada -aseguró Lou-. Y tengo algunas preguntas más para ti. Hemos descubierto que el G 4 del que te hablé antes voló de Lyón, Francia, a Teterboro, Nueva Jersey, el veintinueve de enero. Sin embargo, el individuo que investigamos no está registrado en la oficina de inmigración francesa, así que nos preguntábamos si es posible averiguar de dónde salió el N6GSU antes de aterrizar en Lyón.
    -Bueno, es difícil -dijo Mark-. Sé que la ICAO...
    -Un momento -interrumpió Lou-. No me hables con siglas. ¿Qué es la ICAO?
    -La Organización Internacional de Aviación Civil -respondió Mark-. Sé que lleva un registro de todos los vuelos que pasan por Europa.
    -Perfecto -dijo Lou-. ¿Tienes algún contacto allí?
    -Sí -respondió Mark-, pero no me servirá de nada. La ICAO destruye todos los expedientes después de quince días. No los guardan.
    -Genial -dijo Lou con sarcasmo.
    -Y lo mismo ocurre con el Centro Europeo de Control de Tráfico Aéreo, en Bruselas -añadió Mark-. Con la cantidad de vuelos comerciales que hay a diario, acumularían montañas de papeles.
    -De modo que no hay manera.
    -Espera; estoy pensando -repuso Mark.
    -¿Quieres llamarme más tarde? -preguntó Lou-. Estaré aquí hasta dentro de una hora aproximadamente.
    -Sí, será mejor así.
    Lou estaba a punto de colgar el auricular, cuando oyó que Mark quería decirle algo más.
    -Espera. Acaba de ocurrirseme una idea -dijo Mark-.
    Hay un centro de control de circulación aérea, con sede en Bruselas y en Paris, que organiza los horarios de despegue y aterrizaje. Cubren toda Europa, con la sola excepción de Austria y Eslovenia. Vaya a saber por qué esos dos países están excluidos. Por lo tanto, si el N6GSU no procedía ni de Austria ni de Eslovenia, el plan de vuelo debería estar archivado.
    -¿Conoces a alguien en esa organización? -preguntó Lou.
    -No; pero tengo un amigo que si -dijo Mark-. Consultaré con él.
    -Te lo agradecería.
    -Ningún problema -respondió Mark.
    Lou colgó el auricular y tamborileó con el lápiz sobre su viejo y descascarillado escritorio de metal gris, que tenia innumerables marcas de quemaduras de cigarrillo. Estaba pensando en cómo localizar a Alpha Aviation.
    En primer lugar, llamó al servicio de información telefónica de Reno. Alpha Aviation no figuraba en el listín, cosa que no sorprendió a Lou. Acto seguido, llamó al departamento de policía de Reno. Explicó quién era y pidió hablar con Paul Harvey, el jefe de homicidios.
    Después de unos minutos de cháchara amistosa, Lou resumió a Paul el caso Franconi y le preguntó por Alpha Aviation.
    -Nunca he oído ese nombre -dijo Paul.
    -En la FAA me han dicho que es una compañía de Reno, Nevada-explicó Lou.
    -No me extraña; en Nevada es fácil constituir legalmente una sociedad. Y aquí, En Reno, hay la tira de bufetes lujosos que se dedican exclusivamente a eso.
    -¿Qué me recomiendas que haga para obtener datos confidenciales sobre la compañía?
    -Llama a la oficina de la Secretaria de Estado, en Carson City -respondió Paul-. Si Alpha Aviation es una compañía registrada en Nevada, aparecerá en los archivos públicos.
    ¿Quieres que llamemos nosotros?
    -Llamaré yo -repuso Lou-. Ni siquiera estoy seguro de lo que quiero saber.
    -Al menos deja que te dé el número -dijo Paul. Le pidió que esperara un minuto y Lou lo oyó gritar una orden a un subordinado. Un instante después, regresó y le dio el número de teléfono. Luego añadió-: Deberían poder ayudarte, pero si tienes algún problema, vuelve a llamarme. Y si necesitas cualquier otra cosa en Carson City, llama a Todd Arronson. Es el jefe de homicidios local y es un buen tío.
    Unos minutos después Lou hablaba con la oficina de la Secretaría del Estado de Nevada. La operadora le pasó con una funcionaria que no podría haber sido más amable y servicial. Se llamaba Brenda Whitehall.
    Lou le dijo que necesitaba todos los datos disponibles sobre Alpha Aviation, de Reno, Nevada.
    -Un momento, por favor. -Lou la oyó teclear el nombre en el ordenador-. Muy bien, aquí está. Espere un momento que voy a buscar el expediente.
    Lou puso los pies sobre el escritorio y se reclinó en el sillón. Sintió la imperiosa necesidad de encender un cigarrillo, pero se contuvo.
    -Ya estoy de vuelta -dijo Brenda, y Lou oyó ruido de papeles-. ¿Qué quiere saber?
    -¿Qué datos tiene?
    -Tengo el acta de constitución-respondió ella. Hizo una breve pausa para leer el documento y añadió-: Es una sociedad en comandita y el socio principal es Alpha Management.
    -¿Qué significa eso en cristiano? -preguntó Lou-. No soy abogado ni hombre de negocios.
    -Significa que Alpha Management es la firma que controla la sociedad en comandita -explicó Brenda con paciencia.
    -¿Figura el nombre de alguna persona en particular?
    -Por supuesto -respondió Brenda-. En el acta de constitución tiene que figurar el nombre y la dirección de los directores, de los apoderados y de los administradores de la corporación.
    -Eso suena alentador -dijo Lou-. ¿Podría darme esos datos?
    Lou la oyó pasar papeles.
    -Mmm -dijo Brenda-. En realidad, en este caso sólo hay un nombre y una dirección.
    -¿Una sola persona está al frente de todo ese tinglado?
    -Según este documento, si.
    -¿Cómo se llama?, ¿y cuál es su dirección? -preguntó Lou cogiendo un papel.
    -Samuel Hartman, de la firma Wheeler, Hartman, Gottlieb y Savyer. La dirección es el número ocho de Rodeo Drive, Reno.
    -Parece un bufete de abogados.
    -Lo es. He reconocido el nombre.
    -¡Entonces no me servirá de nada! -exclamó Lou, que sabía que las posibilidades de conseguir información a través de un bufete de abogados eran nulas.
    -Muchas compañías de Nevada están registradas así -explicó Brenda-. Pero veamos si hay alguna enmienda.
    Lou ya estaba pensando en volver a llamar a Paul para pedirle información sobre Samuel Hartman, cuando Brenda emitió una pequeña exclamación, como si acabara de descubrir algo.
    -Hay enmiendas -dijo-. En la primera junta directiva de Alpha Management, el señor Hartman renunció a su cargo de presidente y secretario. En su lugar se nombró a Frederick Rouse.
    -¿Tiene la dirección del señor Rouse? -preguntó Lou.
    -Si. Su título es jefe del Departamento de Contabilidad de GenSys Corporation. La dirección es 150 Kendall Square, Cambridge, Massachusetts.
    Lou apuntó la información y dio las gracias a Brenda. Se sentia particularmente agradecido, porque sabía que en su propia Secretaria del Estado, en Albany, no lo habrían atendido tan bien.
    Lou estaba a punto de llamar a Jack para pasarle la información sobre los propietarios del avión, cuando sonó el teléfono bajo su mano. Era Mark Servert.
    -Estás de suerte -dijo-. Mi amigo, el que tiene un contacto en el centro de control de circulación aérea en Europa, estaba de servicio cuando lo llamé. De hecho, está a un paso de ti, en el aeropuerto Kennedy, ayudando a dirigir el tráfico aéreo sobre el Atlántico Norte. Está en constante comunicación con estos tíos de Europa, así que los consultó de inmediato sobre el plan de vuelo del N69SU el veintinueve de enero y la respuesta apareció de inmediato en pantalla. El N69SU voló a Lyón desde Bata, Guinea Ecuatorial.
    -¡Guau! -exclamó Lou-. ¿Y dónde está eso?
    -Me has pillado -respondió Mark-. Así, sin mirar un mapa, diría que en Africa occidental.
    -Es curioso.
    -También es curioso que en cuanto el avión tomó tierra en Lyón, llamaran por radio para pedir pista de aterrizaje en Teterboro, Nueva Jersey -observó Mark-. Así que me figuro que permaneció allí sólo hasta que les dieron permiso para despegar.
    -Puede que haya repostado-aventuró Lou.
    -Es probable -admitió Mark-. Pero en tal caso, lo lógico seria que hubieran preparado un solo plan de vuelo con escala en Lyón, más que dos planes de vuelo diferentes. Corrieron el riesgo de que los tuvieran retenidos en Lyón durante horas.
    -Quizá cambiaron de idea a último momento -sugirió Lou
    -Es posible.
    -O quizá no querían que nadie se enterara de que venían de Guinea Ecuatorial.
    -Pues sí; no se me había ocurrido -admitió Mark-. Su pongo que por eso tú eres un encantador detective y yo un aburrido burócrata.
    Lou rió.
    -No soy precisamente encantador. Al contrario, creo que este trabajo me ha vuelto cínico y desconfiado.
    -Es mejor que ser aburrido -replicó Mark.
    Lou saludó a su amigo y, después de intercambiar las típicas y bienintencionadas promesas de volver a verse, dieron por terminada la conversación.
    Durante unos instantes, Lou permaneció inmóvil, fascinado por la idea de que un avión de veinte millones de dólares llevara a un mafioso de medio pelo de Queens, Nueva York, hasta un país africano del que nunca había oído hablar. Sin duda aquel sitio remoto del Tercer Mundo no podía ser una Meca médica, donde uno acudiría para someterse a una intervención tan compleja como un trasplante de hígado.
    Después de introducir el número de admisión de Frank Gleason en el ordenador, Laurie reflexionó unos instantes sobre la aparente contradicción. Procuró desentrañar el significado de aquellos datos en relación con el robo del cuerpo de Franconi. Poco a poco, una idea fue tomando forma.
    Laurie se levantó de un salto y se dirigió a la planta baja en busca de Marvin. Pero éste no estaba en la oficina del depósito. Lo encontró en los compartimientos frigorificos, preparando varias camillas para su recogida.
    En cuanto Laurie entró, recordó la horrible experiencia que había vivido allí durante el caso Cerino. El recuerdo la angustió de tal modo que decidió esperar a Marvin fuera. Le dijo que lo veria en la oficina del depósito en cuanto terminara.
    Cinco minutos después, apareció Marvin. Dejó una pila de papeles sobre el escritorio y fue a lavarse las manos en un fregadero situado en un rincón de la estancia.
    -¿Todo en orden? -preguntó Laurie con el único propósito de entablar conversación.
    -Eso creo -respondió Marvin. Se sentó al escritorio y comenzó a ordenar los papeles según el orden previsto de salida de los cuerpos.
    -Después de hablar contigo, descubrí algo sorprendente -dijo Laurie, yendo al grano.
    -¿Qué? -preguntó Marvin. Terminó de arreglar los papeles y se reclinó en su silla.
    -Tecleé el número de admisión de Frank Gleason en el ordenador y descubrí que el cadáver ingresó en el depósito hace más de dos semanas. No tenía nombre. ¡Era un cuerpo sin identificar!
    -¡No jodas! -exclamó Marvin. Luego, consciente de lo que acababa de decir, añadió-: Quiero decir que estoy sorprendido.
    -Yo también me sorprendi-convino Laurie-. He llamado al doctor Besserman, que fue quien hizo la autopsia, para preguntarle si finalmente habían identificado el cuerpo, pero no está en su despacho. ¿No te parece extraño que Mike Passano no supiera que el cadáver figuraba como "sin identificar" en el ordenador?
    -No. Yo tampoco me habría dado cuenta. Cuando introducimos el número de admisión, lo hacemos para comprobar que vosotros habéis dado permiso para retirar el cuerpo.
    No nos preocupamos por el nombre.
    -Esa es la impresión que me diste antes -continuó ella Y dijiste algo más que me ha hecho pensar: que en ocasiones no retiráis los cuerpos vosotros, sino los de la funeraria.
    -A veces. Pero sólo cuando vienen dos personas que ya han estado antes muchas veces y por lo tanto conocen el procedimiento. Es una forma de acelerar el trámite. Uno de ellos entra en el compartimiento frigorífico a recoger el cadáver, mientras el otro y yo rellenamos los formularios.
    -¿Conoces bien a Mike Passano?
    -Tan bien como a cualquiera de los otros ayudantes -respondió Marvin.
    -Tú y yo nos conocemos desde hace seis años. Creo que somos amigos.
    -Supongo -dijo él con suspicacia.
    -Quiero pedirte un favor de amigo, aunque sólo si no te hace sentir incómodo.
    -¿Qué? -preguntó Marvin.
    -Me gustaría que llamaras a Mike Passano y le dijeras que uno de los cuerpos que dejó salir la noche de la desaparición de Franconi era el de un hombre sin identificar.
    -¡Se olerá algo! ¿Por qué iba a llamarlo para contárselo en lugar de esperar a que empiece su turno?
    -Puedes comportarte como si acabaras de enterarte, cosa que es cierta -sugirió Laurie-. Y puedes decirle que pensaste que debía saberlo de inmediato, ya que él estaba de servicio aquella noche.
    -No sé -dijo Marvin, indeciso.
    -Lo importante es que si llamas tú no lo tomará como una agresión. Si lo hago yo, creer que lo estoy acusando, y me interesa conocer su reacción sin que se ponga a la defensiva.
    Pero sobre todo me gustaría que le preguntaras si esa noche vinieron dos personas de la funeraria Spoletto y, en tal caso, si recuerda quién entró a buscar el cuerpo.
    -Es como tenderle una trampa-protestó Marvin.
    -Yo no lo veo así. Al contrario, le darás la oportunidad de deslindar responsabilidades. ¿No lo ves? Sospecho que los que robaron el cuerpo de Franconi fueron los empleados de la funeraria Spoletto.
    -No quiero llamarlo. Se olerá algo. ¿Por qué no lo lla mas tú?
    -Acabo de explicártelo, porque creo que se pondrá a la defensiva -respondió Laurie-. La última vez fue así, y sólo le hice preguntas generales. Pero no te preocupes; si no quieres, no lo hagas. En cambio, quiero que me ayudes a investigar algo.
    -¿Qué? -preguntó Marvin, que empezaba a perder la paciencia.
    -¿Puedes imprimir una lista de los compartimientos que están ocupados?
    -Claro, eso es fácil.
    -Y por favor -añadió ella señalando el ordenador-, ya que estás, haz dos copias.
    Marvin se encogió de hombros y se sentó. Con rapidez y pericia, tecleó las órdenes necesarias para imprimir la lista que le pedía Laurie. Le entregó las dos hojas en cuanto salieron de la impresora.
    -¡Excelente! -exclamó Laurie-. Ahora ven. -Mientras salía de la oficina, hizo una seña a Marvin por encima del hombro. El ayudante la siguió.
    Recorrieron el pasillo de cemento de la gigantesca nave del depósito. A ambos lados estaban las filas de compartimientos frigoríficos que se usaban para guardar los cadáveres antes de la autopsia.
    Laurie entregó una de las listas a Marvin.
    -Quiero registrar todos los compartimientos vacíos -dijo-. Tú ocúpate de este lado, y yo me ocuparé de este otro.
    El puso los ojos en blanco, pero cogió la lista. Comenzó a abrir y cerrar compartimientos, revisando el interior. Laurie hacía lo mismo al otro lado del pasillo.
    -Caray -dijo Marvin después de cinco minutos de búsqueda.
    Laurie se detuvo en seco.
    -¿Qué pasa? -preguntó.
    -Será mejor que vengas aquí.
    Ella se acercó. Marvin estaba en el fondo del pasillo, rascándose la cabeza mientras miraba la lista. Delante de él había un compartimiento abierto.
    -En teoría, éste debía estar vació dijo Marvin.
    Laurie echó un vistazo al interior y sintió que su pulso se aceleraba. Era el compartimiento noventa y cuatro, y no estaba muy lejos del ciento once, de donde había desaparecido Franconi.
    Marvin tiró de la bandeja, que traqueteó sobre los cojinetes de bolas, rompiendo la quietud del depósito. El cuerpo correspondía a un hombre de mediana edad, con signos de traumatismos en las piernas y el torso.
    -Bueno, esto lo explica todo -dijo Marvin.
    -¡Oh, no! -exclamó Laurie con una extraña mezcla de triunfo, furia y miedo en la voz-. Es el cuerpo sin identificar.
    Lo abandonaron después de atropellarlo en la carretera.
    Cuando Jack salió del ascensor, oyó un teléfono sonando con insistencia. A medida que avanzaba por el pasillo, comenzó a convencerse de que tenia que ser el suyo, pues su despacho era el único con la puerta abierta.
    Corrió, resbaló sobre el suelo de vinilo y estuvo a punto de pasar de largo. Levantó el auricular justo a tiempo.
    -¿Dónde demonios estabas? -preguntó Lou.
    -Me retuvieron en el Hospital Universitario -respondió.
    Después de su última conversación telefónica con Lou, el doctor Malovar le había pedido que lo acompañara a ver unas muestras forenses y, puesto que acababa de pedirle un favor, no había podido negarse.
    -Te he estado llamando cada quince minutos -señaló Lou.
    -Lo siento.
    -Tengo una información sorprendente y me muero por comunicártela. Este caso es muy extraño.
    -Con eso no me dices nada que no sepa. ¿Qué has averiguado?
    Jack percibió un movimiento por el rabillo del ojo. Se giró y vio a Laurie en el umbral. Parecía alterada. Sus ojos echaban chispas, sus labios dibujaban una mueca de furia y su cara estaba blanca como un papel.
    -¡Un momento! -dijo Jack, interrumpiendo a Lou-.
    ­Laurie! ¿Qué te pasa?
    -Tengo que hablar contigo -gruñó ella.
    -Claro-dijo Jack. Pero ¿no puedes esperar un minuto?-Señaló el teléfono, indicándole que estaba hablando con alguien.
    -¡Ahora mismo! -gritó Laurie.
    -De acuerdo, de acuerdo. -Era obvio que Laurie estaba más tensa que una cuerda de piano a punto de partirse-.
    Oye, Lou -dijo Jack al teléfono-. Laurie acaba de llegar y está muy nerviosa. Te llamaré enseguida.
    -¡Un momento! -gritó Laurie-. ¿Estás hablando con Lou Soldano?
    -Si -respondió Jack tras un pequeño titubeo. Por un instante, tuvo la absurda impresión de que ella estaba furiosa porque él hablaba con Lou.
    -¿Dónde está? -preguntó Laurie.
    Jack se encogió de hombros.
    -Supongo que en su despacho.
    -Pregúntaselo.
    Jack lo hizo y Lou respondió afirmativamente. Jack asintió con la cabeza.
    -Está en su despacho -dijo.
    -Dile que ahora mismo vamos a verle. -Jack vaciló. Estaba desconcertado-. ¡Díselo! -gritó Laurie.
    -¿La has oído? -preguntó a Lou. Laurie había desaparecido en el pasillo, en dirección a su despacho.
    -Si -respondió Lou-. ¿Qué pasa?
    -No tengo la menor idea. Acaba de entrar aquí echando humo por las orejas. A menos que te llame de inmediato, te veremos allí.
    -De acuerdo. Os espero.
    Jack colgó y corrió al pasillo. Laurie ya regresaba de su despacho, forcejeando para ponerse el abrigo. Miró brevemente a Jack y se dirigió a toda prisa al ascensor. Jack tuvo que correr para alcanzarla.
    -¿Qué ha pasado? -preguntó con miedo. Temía alterarla más de lo que ya estaba.
    -Estoy prácticamente segura de cómo desapareció el cadáver de Franconi -dijo Laurie con furia-. Y hay dos cosas muy claras: primero, la funeraria Spoletto está implicada en el secuestro, y segundo, éste se llevó a cabo con la colaboración de uno de nuestros empleados. Y si quieres que te sea franca, no sé cuál de las dos cosas me da más rabia.
    -¡Joder, mira qué tráfico! -dijo Franco Ponti a Angelo Facciolo-. Me alegro de que tengamos que entrar en Manhattan en lugar de salir.
    Franco y Angelo viajaban en el Cadillac negro del primero y cruzaban el puente de Queens en dirección oeste. Eran las cinco y media, el punto culminante de la hora punta. Los dos hombres iban vestidos como si fueran a una cena de gala.
    -¿En qué orden hacemos el trabajo? -preguntó Franco.
    Angelo se encogió de hombros.
    -Puede que primero la chica -dijo mientras contraía la cara en un esbozo de sonrisa.
    -Estás impaciente, ¿eh?
    Angelo levantó las cejas hasta donde le permitieron sus músculos faciales.
    -Hace cinco años que sueño con encontrarme con esa zorra por motivos profesionales. Ya casi había perdido la esperanza.
    -Espero no tener que recordarte que cumplimos órdenes -dijo Franco-. Y que hay que seguirlas al pie de la letra.
    -Cerino nunca era tan explícito -replicó Angelo-. Nos decía que hiciéramos un trabajo y no se preocupaba de cómo lo hacíamos.
    -Por eso Cerino está en chirona y Vinnie dirige el cotarro.
    -Te propongo una cosa. ¿Por qué no pasamos primero con el coche frente a la casa de Jack Stapleton? Yo ya he estado en el apartamento de Laurie Montgomery, así que sé dónde nos metemos. Pero la otra dirección me sorprende. Uno no espera que un médico viva en el lado oeste de la calle 106.
    -Buena idea -admitió Franco.
    Cuando llegaron a Manhattan, Franco continuó hacia el oeste por la calle Cincuenta y nueve. Bordeó el extremo sur de Central Park y giró hacia el norte por Central Park West.
    Angelo recordó el incidente en la American Fresh Fruit Company, el infortunado día en que Laurie había provocado una explosión. Angelo ya tenía cicatrices de acné y de viruela, pero habían sido las quemaduras de aquella explosión las que lo habían convertido en un "monstruo".
    Franco le hizo una pregunta, pero Angelo, absorto en sus furiosos pensamientos, no lo oyó y tuvo que pedirle que la repitiera.
    -Apuesto a que te mueres de ganas de vengarte de la tal Laurie Montgomery -dijo Franco-. A mí me pasaría lo mismo si estuviera en tus zapatos.
    Angelo dejó escapar una risita sarcástica. Inconscientemente, palpó el reconfortante bulto de la automática Walther TPH que llevaba en la pistolera del hombro izquierdo.
    Franco giró a la izquierda y salió a la calle Ciento seis. Pasaron junto a un parque lleno de gente, sobre todo alrededor del campo de baloncesto.
    -Tiene que estar a la izquierda-dijo Franco.
    Angelo consultó el papel con las señas de Jack.
    -Es aquí mismo -dijo-. Ese edificio del techo raro.
    Franco disminuyó la velocidad y aparcó en doble fila en la acera contraria a la de Jack. El conductor de atrás hizo sonar el claxon. Franco le hizo señas de que lo adelantara y, cuando el coche lo hizo, se oyó una maldición.
    -¿Has oído a ese tipo? -preguntó Franco cabeceando-.
    En esta ciudad la gente no tiene educación.
    -¿Cómo es que un médico vive aquí? -preguntó Angelo, que observaba el edificio de Jack a través del parabrisas.
    Franco cabeceó otra vez.
    -No tiene ni pies ni cabeza. Parece una cloaca.
    -Amendola dijo que vivía en un sitio extraño -dijo Angelo-. Por lo visto, el tipo va cada día en bicicleta hasta el depósito, que queda en la Primera Avenida y la Treinta y siete.
    -¡No me jodas!
    -Eso dijo Amendola-aseguró Angelo.
    Franco echó un vistazo alrededor.
    -El barrio entero es una cloaca-dijo-. Puede que ese tipo esté metido en drogas. -Angelo abrió la portezuela y bajó-.
    ¿Adónde vas ?
    -Quiero asegurarme de que vive aquí. Amendola dijo que es un apartamento interior de la cuarta planta. Vuelvo enseguida.
    Angelo rodeó el coche y esperó una pausa en el tránsito. Cruzó la calle y subió por la escalinata del edificio de Jack.
    Con serenidad, abrió la puerta exterior y echó un vistazo a los buzones. Muchos estaban rotos y ninguna de las cerraduras funcionaba.
    Rápidamente, Angelo revisó la correspondencia. En cuanto encontró un catálogo dirigido a Jack Stapleton, volvió a guardar todos los sobres en su sitio. Acto seguido, empujó la puerta interior, que se abrió con facilidad.
    Al entrar en el vestíbulo, Angelo percibió un desagradable olor a humedad. Miró la basura en la escalera, la pintura desconchada y las bombillas rotas de una araña de luces otrora elegante. Oyó gritos amortiguados de una pelea doméstica, procedentes de la segunda planta. Angelo sonrió.
    Sería fácil ocuparse de Jack Stapleton, pues su edificio parecía un antro de drogatas.
    Al regresar al portal, Angelo caminó hacia un lado para determinar cuál era el pasadizo subterráneo que pertenecía al edificio de Jack. Cada casa de la calle tenia un pasillo por debajo del nivel del suelo, al que se accedía por una escalinata de unos doce peldaños. Estos pasillos comunicaban con los patios traseros.
    Tras descubrir cuál era el que buscaba, Angelo lo recorrió.
    Estaba lleno de charcos y desperdicios que amenazaban la integridad de sus zapatos Bruno Magli.
    El patio trasero era un tumulto de vallas caídas, colchones viejos, neumáticos abandonados y otras basuras. Tras alejarse unos cuantos metros del edificio, Angelo se volvió para mirar la escalera de incendios. En la cuarta planta había dos ventanas, pero no había luz en ninguna de ellas. El doctor no estaba en casa.
    Angelo regresó al coche y subió.
    -¿Y?-preguntó Franco.
    -Vive aquí. Aunque no lo creas, por dentro el edificio es aún peor. Oí a una pareja peleándose en la segunda planta y un televisor con el volumen a tope. No es un sitio bonito, pero para nosotros es perfecto. Será fácil.
    -Es lo que quería oír. ¿Sigues pensando que deberíamos empezar por la mujer?
    Angelo sonrió lo mejor que pudo.
    -¿Por qué negarme ese gusto?
    Franco puso el coche en marcha. Fueron por Columbus Avenue hasta Broadway y luego torcieron hacia la Segunda Avenida. Pronto llegaron a la calle Diecinueve. Angelo no necesitó consultar la dirección; señaló el edificio de Laurie sin dudar un instante. Franco aparcó en una zona prohibida.
    -¿Crees que debemos entrar por la parte trasera? -preguntó mientras miraba el edificio.
    -Si; por varias razones -dijo Angelo-. Vive en la quinta planta, pero las ventanas dan al interior. Para saber si está en casa tendremos que ir alli de todos modos. Además, tiene una vecina cotilla que vive en el apartamento que da a la calle y, como verás, tiene las luces encendidas. Esa mujer abrió la puerta para fisgonear las dos veces que fui a casa de Laurie Montgomery. Por otra parte, el apartamento de la doctora tiene una puerta que da a las escaleras de incendio, que conducen al patio de luces. Lo sé porque la otra vez la perseguimos por ahí.
    -Me has convencido -concluyó Franco-. Adelante.
    Ambos bajaron del coche. Angelo abrió la portezuela trasera del coche y cogió su bolsa de herramientas para abrir cerraduras y una barra de hierro igual a la que usan los bomberos para abrir puertas en caso de emergencia.
    -He oído que consiguió escapar de ti y de Tony Ruggerio -comentó Franco con una risita-. Al menos por un tiempo. Debe de ser una tía especial.
    -No me lo recuerdes. Claro que trabajar con Tony era como cargar continuamente un saco de arena.
    Al salir al patio de luces, que era una oscura conejera de jardines descuidados, Franco y Angelo se alejaron con sigilo del edificio lo suficiente para observar las ventanas de la quinta planta. No había luz en ninguna ventana.
    -Parece que llegamos a tiempo para darle la bienvenida -dijo Franco.
    Angelo no respondió. Fue con la bolsa de herramientas hasta la escalera de incendios y se puso un par de guantes de piel mientras Franco preparaba la linterna.
    Al principio, las manos de Angelo temblaban por la expectación de encontrarse cara a cara con Laurie Montgomery después de cinco años de rumiar su odio. Al ver que la cerradura se resistía, se esforzó por recuperar la compostura y concentrarse. Finalmente, la cerradura cedió y la puerta se abrió.
    En la quinta planta, Franco no se molestó en usar las herramientas para cerraduras, pues sabía que Laurie había instalado varios cerrojos. Hizo palanca con la barra de hierro y la puerta se abrió con un chasquido. Segundos después estaban dentro.
    Durante unos minutos, los dos hombres permanecieron inmóviles en la oscuridad de la despensa de Laurie, escuchando. Querían asegurarse de que ningún vecino los había oído entrar.
    -¡Dios mío! -murmuró Franco-. Algo acaba de rozarme la pierna.
    -¿Qué? -preguntó Angelo, sorprendido.
    -¡Vaya, es un maldito gato!
    -Nos resultará útil. Tráelo contigo.
    Lentamente, los hombres salieron de la despensa y atravesaron la cocina en dirección al salón. Allí, las luces de la ciudad entraban por las ventanas y permitían ver mejor.
    -Todo en orden -dijo Angelo.
    -Ahora, a esperar. Echaré un vistazo en el frigorífico para ver si hay vino o cerveza. ¿Te apetece algo?
    -Una cerveza estaría bien -respondió Angelo.
    En la jefatura de policía, Jack y Laurie tuvieron que pasar por el detector de metales y ponerse tarjetas de identificación antes de que los dejaran subir a la planta de Lou. Este los esperaba en la puerta del ascensor.
    Lo primero que hizo fue coger a Laurie por los hombros, mirarla a los ojos y preguntarle qué había pasado.
    -Ya está mejor -dijo Jack dando una palmada en la espalda a Lou-. Es la misma Laurie de siempre, serena y racional.
    -¿De veras? -preguntó Lou sin dejar de mirar a Laurie.
    Bajo el atento escrutinio del detective, Laurie no pudo evitar sonreír.
    -Estoy bien -dijo-. Sólo un poco avergonzada por mi pataleta.
    Lou dejó escapar un suspiro de alivio.
    -Bueno, me alegro de veros a los dos. Venid a mi despacho. -Los condujo hacia allí-. Puedo ofreceros café, pero os recomiendo que declinéis la invitación. A esta hora del día está tan fuerte que el personal de limpieza lo usa para desatascar las tuberías.
    -No te preocupes -dijo Laurie mientras se sentaba.
    Jack la imitó. Miró el espartano despacho y sintió un escalofrío. Había estado alli hacia cosa de un año, después de escapar por los pelos de un intento de asesinato.
    -Me parece que he conseguido desvelar el misterio del robo del cadáver de Franconi -comenzó Laurie-. Tú te reíste cuando dije que sospechaba de la funeraria Spoletto, pero ahora tendrás que disculparte. De hecho, creo que es hora de que te hagas cargo de la situación.
    A continuación, ella le explicó su teoría sobre el secuestro del cuerpo. Le dijo que sospechaba que un empleado del Instituto Forense había facilitado al personal de la funeraria el número de admisión de un cuerpo sin identificar, así como los datos necesarios para localizar los restos de Franconi.
    -Por lo general, cuando acuden dos empleados de una funeraria a recoger un cuerpo, uno de ellos entra en el compartimiento frigorífico mientras el otro se ocupa del papeleo con el ayudante del depósito. En estos casos, el ayudante ya ha dejado preparado el cadáver en la camilla, junto a la puerta del compartimiento. Creo que cuando fueron a buscar a Franconi, el empleado de la funeraria cogió el cuerpo sin identificar, cuyo número de admisión le habían facilitado, le quitó la etiqueta, lo metió en uno de los compartimientos vacios, le puso la etiqueta a Franconi y luego apareció tranquilamente en la puerta de la oficina del depósito con los restos del cadáver. Entonces, lo único que tuvo que hacer el asistente fue comprobar el número de admisión.
    -Vaya numerito -dijo Lou-. ¿Puedo preguntar si tienes alguna prueba o si es una mera conjetura?
    -He encontrado el cuerpo con el número de admisión que dio la funeraria Spoletto -respondió ella-. Estaba en un compartimiento supuestamente vacío. El nombre, Frank Gleason, era falso.
    -¡Ah! -dijo Lou, más interesado, y se inclinó sobre su escritorio-- Esto comienza a gustarme, sobre todo porque hay un parentesco por matrimonio entre los propietarios de la funeraria Spoletto y la familia Lucia. Me recuerda a cuando cogieron a Al Capone por evadir impuestos. Quiero decir que sería estupendo poder pillar a los Lucia por robar un cadáver.
    -Por supuesto, esto también plantea la posibilidad de una conexión entre el crimen organizado y los trasplantes clandestinos de hígado -dijo Jack-. Sería una asociación aterradora.
    -Y peligrosa -añadió Lou-. Por lo tanto, insisto en que dejéis de jugar a detectives. A partir de este momento, nosotros nos ocuparemos de todo. ¿Me dais vuestra palabra?
    -Me alegro de que os hagáis cargo. Pero también está el problema del topo en el Instituto Forense.
    -Creo que será mejor que yo me ocupe también de eso -dijo Lou-. Si la mafia está involucrada en el caso, podría haber habido extorsión. Hablaré directamente con Bingham.
    Y supongo que no necesito recordaros que esa gente es peligrosa.
    -Yo aprendí muy bien mi lección -dijo Laurie.
    -Y yo estoy demasiado preocupado con mi parte de la investigación para interferir -dijo Jack-. ¿No tenias información para mí?
    -Sí, mucha -respondió Lou. En un extremo de su escritorio había un libro enorme, similar a los de arte. Lo levantó con un gruñido y se lo entregó a Jack.
    Jack lo abrió con expresión de perplejidad.
    -¡Qué diablos! -exclamó-. ¿Para qué quiero un atlas?
    -Lo necesitarás -respondió Lou-. No te imaginas lo que me costó encontrar uno en la jefatura de policía.
    -No entiendo.
    -Mi contacto en la FAA llamó a un amigo que conoce a un empleado de la organización europea que se encarga de organizar los horarios de despegues y aterrizajes en toda Europa -explicó Lou-. Tienen todos los planes de vuelo y los archivan durante sesenta días. El G4 de Franconi llegó a Francia procedente de Guinea Ecuatorial.
    -¿De dónde? -preguntó Jack y sus cejas chocaron en una expresión de absoluta perplejidad-. Nunca he oído hablar de Guinea Ecuatorial. ¿Es un país?
    -Mira en la página ciento cincuenta y dos -dijo Lou.
    -¿Qué es todo esto de Franconi y un G4? -preguntó Laurie.
    -Un G4 es un jet privado -explicó Lou-. Por medio de Jack, averigüé que Franconi había salido del país. Creíamos que había estado en Francia, hasta que me pasaron este nuevo dato.
    Jack abrió el atlas en la página ciento cincuenta y dos. Había un mapa titulado "Cuenca occidental del Congo", que cubría una amplia sección del oeste de Africa.
    -De acuerdo, dame una pista.
    Lou señaló por encima del hombro de Jack.
    -Es ese pequeño país entre Camerún y Gabón. El avión salió de Bata, en la costa. -Señaló el punto apropiado. A juzgar por el mapa, prácticamente todo el país estaba cubierto de vegetación.
    Laurie se levantó de su silla y miró por encima del hombro de Jack.
    -Recuerdo haber oído algo de ese país. Creo que Frederick Forsyth fue allí para escribir Los perros de la guerra -dijo.
    Atónito, Lou se dio un golpecito en la cabeza.
    -¿Cómo haces para acordarte de esas cosas? Yo no sé ni dónde comí el martes pasado.
    Laurie se encogió de hombros.
    -Leo muchas novelas -dijo-. Y me interesa la vida de los escritores.
    -Esto no tiene ni pies ni cabeza -dijo Jack-. Es una región subdesarrollada de Africa. En este país no debe de haber nada, aparte de selva. De hecho, toda esta zona de Africa es pura selva. Es imposible que Franconi se sometiera a un trasplante de hígado allí.
    -Yo pensé lo mismo -admitió Lou-, pero el otro dato que obtuve hace que tenga un poco más de sentido. Investigué a Alpha Aviation, a través de la corporación que la administra, en Nevada. Descubrí que el avión es propiedad de la compañía GenSys, de Cambridge, Massachusetts.
    -He oído hablar de GenSys -dijo Laurie-. Es una firma de biotecnología que fabrica vacunas y linfocinas. Lo recuerdo porque una amiga que es agente de bolsa en Chicago me recomendó que comprara acciones. Siempre está pasándome datos de esa clase, como si yo tuviera una fortuna para invertir.
    -¡Una firma de biotecnología! -musitó Jack-. Mmm. Eso le da otro color al asunto. Tiene que haber alguna relación, aunque no sé cuál. Tampoco entiendo qué hace una compañía semejante en un sitio como Guinea Ecuatorial.
    -¿Qué hay de esa conexión indirecta a través de una corporación de Nevada? -preguntó Laurie-. ¿Acaso GenSys intenta ocultar que tiene un avión?
    -Lo dudo -respondió Lou-. Yo descubrí la relación con mucha facilidad. Si GenSys se hubiera propuesto encubrir la propiedad del avión, sus abogados de Nevada continuarían figurando como directores y administradores de Alpha Aviation. En cambio, en la primera junta directiva, el jefe del departamento de contabilidad de GenSys asumió las funciones de presidente y secretario.
    -¿Entonces por qué una compañía con sede en Massachusetts tiene su avión en Nevada? -preguntó Laurie.
    -No soy abogado -respondió Lou-, pero estoy seguro de que tiene algo que ver con los impuestos y los seguros de responsabilidad civil. Massachusetts es un estado con leyes muy estrictas y los riesgos de una demanda son grandes. Su pongo que GenSys alquilará el avión cuando no lo usa, y debe resultarle más barato pagar los seguros de una compañía con sede en Nevada.
    -¿Esa agente de bolsa que mencionaste es muy amiga tuya? -preguntó Jack.
    -Sí -respondió Laurie-. Ibamos juntas a la universidad metodista.
    -¿Por qué no la llamas y le preguntas si existe alguna conexión entre GenSys y Guinea Ecuatorial? -propuso Jack-.
    Si te recomendó que compraras acciones, seguramente habrá investigado antes a la compañía.
    -Seguro -convino ella-. Jean Corwin era una de las estudiantes más empollonas que he conocido. A su lado, los estudiantes de la escuela preparatoria de medicina parecíamos ociosos.
    -¿Puede usar tu teléfono? -preguntó Jack a Lou.
    -Claro.
    -¿Quieres que llame ahora mismo? -preguntó Laurie, sorprendida.
    -Así la cogerás en el trabajo. Si tiene algún archivo, seguro que estará allí.
    -Supongo que tienes razón. -Se sentó al escritorio de Lou y llamó al servicio de información de Chicago.
    Mientras Laurie hablaba por teléfono, Jack pidió a Lou que le explicara con más detalle cómo había conseguido la información que le había proporcionado. Estaba particularmente interesado en el descubrimiento de la pista que conducía a Guinea Ecuatorial. Los dos estudiaron con atención el mapa y notaron que el país estaba muy cerca del ecuador.
    También repararon en el hecho de que la ciudad más importante, presumiblemente la capital, no estaba en el continente, sino en una isla llamada Bioko.
    -No puedo imaginar cómo será ese lugar-dijo Lou.
    -Yo sí. Seguro que es caluroso, húmedo, lluvioso y que está lleno de bichos.
    -Un paraíso.
    -No parece la clase de sitio que uno elegiría para irse de vacaciones -dijo Jack-. Dudo que mucha gente viaje allí.
    Laurie colgó el auricular y se dirigió sobre la silla de Lou para mirar a sus amigos.
    -Jean sigue tan eficiente como de costumbre -dijo-. Consiguió toda la información sobre GenSys en un santiamén.
    Claro que me preguntó cuántas acciones había comprado y se quedó pasmada cuando le respondí que ninguna. Por lo visto, las acciones se triplicaron y luego se dividieron.
    -¿Y eso es bueno? -preguntó Lou con tono burlón.
    -Tan bueno que me temo que he perdido la oportunidad de mi vida para jubilarme anticipadamente -se quejó Laurie-. Dijo que es la segunda firma de biotecnología próspera fundada por su director ejecutivo, Taylor Cabot.
    -¿Sabia algo de Guinea Ecuatorial? -preguntó Jack.
    -Claro. Dijo que una de las principales razones del éxito de la compañía es que ésta ha establecido una inmensa granja para primates. En un principio, la usaban para las investigaciones de GenSys, pero luego a alguien se le ocurrió la idea de dar la oportunidad a otras empresas de biotecnología y farmacéuticas para que experimentaran con primates en las instalaciones de GenSys. Al parecer, la demanda por este servicio ha superado todos los pronósticos.
    -¿Y esa granja de primates está en Guinea Ecuatorial? -preguntó Jack.
    -Exactamente-respondió Laurie.
    -¿Tu amiga sabe por qué?
    -Según el informe de un analista de mercado, GenSys escogió Guinea Ecuatorial debido a las condiciones favorables que les ofreció el gobierno local, que incluso dictó leyes para ayudarlos en la operación. Por lo visto, GenSys se ha convertido en la principal fuente de entrada de divisas del país.
    -¿Te imaginas la cantidad de chanchullos que ha de haber por medio? -preguntó Jack a Lou.
    Lou se limitó a silbar.
    -El informe también decía que la mayoria de los primates que usan son originarios del país -continuó Laurie-. Eso les evita lidiar con las restricciones internacionales para la importación y exportación de especies en peligro de extinción, como los chimpancés.
    -Una granja de primates -repitió Jack-. Esto plantea posibilidades aún más extravagantes. ¿Es probable que estemos ante un heterotrasplante?
    -No empecéis con vuestra jerga médica -protestó Lou-.
    ¿Qué demonios es un heterotrasplante?
    -Imposible -respondió Laurie-. Los heterotrasplantes producen rechazos agudos. No hay signos de inflamación en el tejido hepático que me enseñaste, ni humoral ni celular.
    -Es verdad -admitió Jack-. Y el tipo ni siquiera estaba tomando inmunosupresores.
    -Vamos, muchachos, no me hagáis suplicar. ¿Qué coño es un heterotrasplante?
    -Es cuando el órgano trasplantado procede de un animal de otra especie -explicó Laurie.
    -¿Algo así como aquel fiasco del trasplante de corazón de mandril a Baby Fae, hace diez o doce años? -preguntó Lou.
    -Exactamente -respondió Laurie.
    -Los nuevos fármacos inmunosupresores han vuelto a poner en el candelero los heterotrasplantes -explicó Jack-.
    Y con bastante más éxito que el de Baby Fae.
    -Sobre todo con válvulas cardiacas de cerdo -añadió Laurie.
    -Claro que este procedimiento plantea problemas éticos -dijo Jack-. Y ha puesto en pie de guerra a los defensores de los derechos de los animales.
    -Sobre todo ahora, que están experimentando para implantar genes humanos a los cerdos para reducir las posibilidades de rechazo -añadió Laurie.
    -¿Es posible que a Franconi le trasplantaran el hígado de un primate mientras estaba en Africa? -preguntó Lou.
    -No lo creo -dijo Jack-. Laurie tiene razón; no había indicios de rechazo. Y eso es inaudito incluso entre humanos, excepto en el caso de los gemelos idénticos.
    -Pero al parecer Franconi estuvo en Africa -dijo Lou.
    -Sí; y su madre dijo que volvió como nuevo -admitió Jack. Levantó los brazos y se puso en pie-. No sé qué pensar. Es un puñetero misterio, y encima parece que la mafia está implicada.
    Laurie también se levantó.
    -¿Os vais? -preguntó Lou.
    Jack asintió.
    -Estoy perplejo y agotado -dijo-. Anoche casi no dormí. Después de identificar el cuerpo de Franconi, me pasé horas al teléfono. Llamé a todos los bancos de órganos europeos.
    -¿Qué os parece si vamos a cenar a Little Italy? -sugirió Lou-. Está a la vuelta de la esquina.
    -Yo no –dijo Jack-. Aún me espera el viaje de vuelta a casa en bici. Si ceno ahora, me quedaré sin fuerzas.
    -Yo tampoco -dijo Laurie-. No veo la hora de llegar a casa y darme una ducha. Me he acostado tarde dos noches seguidas y estoy hecha polvo.
    Lou dijo que seguiría trabajando media hora más, así que Jack y Laurie se despidieron y bajaron al vestíbulo. Devolvieron las tarjetas de identificación y salieron de la jefatura de policía. En la puerta del ayuntamiento cogieron un taxi.
    -¿Te encuentras mejor? -preguntó Jack a Laurie mientras iban hacia el norte por Bowery. Un calidoscopio de luces; danzaba sobre sus caras.
    -Mucho mejor. No te imaginas el alivio que siento al poder dejar este asunto en manos de Lou. Lamento haberme puesto tan histérica.
    -No necesitas disculparte. Es inquietante saber que tenemos un espía entre nosotros y que la mafia está interesada en los trasplantes de hígado.
    -¿Y cómo lo llevas tú? -preguntó Laurie-. Has averiguado un montón de datos estrafalarios sobre el caso Franconi.
    -Son estrafalarios, pero también intrigantes. Sobre todo esta última asociación con un monopolio de la biotecnología como GenSys. Lo más temible de estas grandes compañías es que casi todas las investigaciones se llevan a cabo a puerta cerrada. Se mueven en la más absoluta clandestinidad. Nadie sabe qué son capaces de hacer con tal de rentabilizar sus inversiones. Hace diez o veinte años todo era muy distinto, pues la seguridad social financiaba la mayoría de las investigaciones de biomedicina y éstas se hacían públicas. En aquel entonces había mayor control, ya que los colegas tenían ocasión de revisar los procedimientos, pero ahora no.
    -Es una pena que tú no puedas endilgarle el caso a alguien como Lou -dijo Laurie con una risita.
    -Eso sí que estaría bien.
    -¿Cuál es el próximo paso?
    Jack suspiró.
    -Me estoy quedando sin opciones. El único plan pendiente es que un anatomopatólogo veterinario examine el corte de hígado.
    -¿Así que ya habías pensado en la posibilidad de un heterotrasplante? -preguntó Laurie, sorprendida.
    -No, yo no. La idea de que un anatomopatólogo veterinario examinara la muestra no fue mía, sino de un parasitólogo del hospital que pensó que el granuloma era consecuencia de un parásito que no pudo reconocer.
    -Quizá deberías mencionarle la posibilidad de un heterotrasplante a Ted Lynch. Como experto en ADN, es probable que sepa cómo confirmar o descartar dicha probabilidad definitivamente.
    -¡Excelente idea! –exclamó Jack con admiración-. ¿Cómo puedes hacer una sugerencia así cuando estás tan cansada?
    ¡Me sorprendes! Mi mente ya ha bajado la persiana.
    -Siempre se agradece un cumplido -bromeó Laurie-. Sobre todo en la oscuridad, así no puedes ver cómo me ruborizo.
    -Comienzo a pensar que si quiero resolver este caso, lo único que me queda por hacer es un viaje a Guinea Ecuatorial.
    Laurie se giró en el asiento para mirarlo a la cara. En la semipenumbra, era imposible verle los ojos.
    -No hablas en serio. Es una broma, ¿verdad?
    -Bueno, es obvio que no averiguaré nada si llamo a GenSys, ni siquiera si voy personalmente a la central de Cambridge y les digo: "Eh, muchachos, ¿qué está pasando en Guinea Ecuatorial?".
    -Pero estamos hablando de Africa -protestó Laurie-. Es una locura. Está en la otra punta del mundo. Además, si no crees que vayas a averiguar nada yendo a Cambridge, ¿qué te hace pensar que sí lo harás en Africa?
    -Que los pillaré por sorpresa. No creo que reciban muchas visitas.
    -Estás como una regadera -dijo ella abriendo los brazos y poniendo los ojos en blanco.
    -Eh, tranquilízate. No dije que fuera a viajar. Sólo dije que empezaba a considerar esa posibilidad.
    -Bueno, entonces deja de considerarla. Ya tengo suficientes preocupaciones.
    Jack sonrió.
    -Te preocupo de verdad -dijo-. Me conmueves.
    -Sí, ya veo -replicó ella con sarcasmo-. Ni siquiera me haces caso cuando te pido que no uses la mountain bike en la ciudad.
    El taxi se detuvo frente al edificio de Laurie. Cuando ella se disponía a sacar el dinero para pagar, Jack la cogió del brazo.
    -Invito yo -dijo.
    -De acuerdo, la próxima me toca a mí -dijo Laurie. Comenzó a bajar del taxi, pero se detuvo-. Si me prometes volver a casa en taxi, podemos picar algo en mi apartamento.
    -Gracias, pero esta noche no. Tengo que llevar la bici a casa. Con el estómago lleno, me quedaría frito.
    -Hay cosas peores -replicó ella.
    -Otra vez será.
    Laurie bajó del taxi, pero de inmediato se inclinó por la abertura de la puerta.
    -Al menos prométeme una cosa: no te irás a Africa esta noche.
    El hizo ademán de darle un cachete, pero ella esquivó la mano con facilidad.
    -Buenas noches, Jack -dijo ella con una sonrisa afectuosa.
    -Buenas noches, Laurie. Te llamaré más tarde, después de que hable con Warren.
    -Ah, es verdad. Con tanto trajín, lo había olvidado. Esperaré tu llamada.
    Laurie cerró la puerta del taxi y se quedó mirando hasta que éste desapareció en la esquina de la Primera Avenida. Se volvió hacia la puerta del edificio, pensando que Jack era un hombre encantador, pero complicado.
    Mientras subía en el ascensor, Laurie empezó a soñar con la ducha y el calor de su albornoz de toalla. Se juró que se acostaría temprano.
    Antes de abrir las múltiples cerraduras, dedicó una sonrisa maliciosa a Debra Engler y, para que la mujer acabara de captar el mensaje, dio un portazo a su espalda. Cambiando de mano la correspondencia, se quitó el abrigo y tanteó una percha en la oscuridad del armario.
    Sólo cuando entró en el salón, pulsó el interruptor de la pared que encendía una lámpara de pie. Dio un par de pasos hacia la cocina, soltó un gritito ahogado y dejó caer la correspondencia al suelo. En el salón había dos hombres, uno de ellos sentado en su sillón art déco, y el otro en el sofá . El del sofá acariciaba a Tom, que estaba dormido en su regazo. Laurie notó que sobre el brazo del sillón había una pistola con silenciador.
    -Bienvenida a casa, doctora Montgomery -dijo Franco-.
    Gracias por el vino y la cerveza. -Laurie miró la mesita auxiliar, sobre la cual había una botella vacía de cerveza y una copa de vino-. Siéntese, por favor -añadió Franco señalando una silla que había puesto en el centro del salón.
    Laurie no se movió. Era incapaz de hacerlo. Por un fugaz instante, pensó en correr a la cocina para telefonear, pero en seguida desechó la idea por absurda. También pensó en escapar por la puerta del apartamento, pero, con tantos cerrojos, sabia que habría sido un gesto inútil.
    -¡Por favor! -repitió Franco con una falsa amabilidad que no hizo más que intensificar el terror de Laurie.
    Angelo dejó el gato a un lado y se puso en pie. Dio un paso hacia Laurie y, de improviso, le golpeó la cara con el dorso de la mano. El impacto arrojó a Laurie contra la pared, donde le flaquearon las piernas y cayó de bruces al suelo.
    Unas gotas de sangre cayeron del labio superior partido, manchando el suelo de parquet.
    Angelo la cogió de un brazo y la obligó a levantarse. Luego la arrastró hacia la silla y la empujó para que se sentara.
    Laurie estaba tan asustada que no ofreció resistencia.
    -Eso está mejor -dijo Franco.
    Angelo se inclinó y puso su cara a escasos centímetros de la de Laurie.
    -¿No me reconoce?
    Laurie se obligó a mirar la horrible cara de cicatrices del hombre, que parecía escapado de una película de terror. Tragó saliva, aunque tenía la boca seca. Incapaz de hablar, negó con la cabeza.
    -¿No? -preguntó Franco-. Vaya, doctora, me temo que acaba de herir los sentimientos de Angelo y, dadas las circunstancias, podría ser peligroso.
    -Lo siento -balbuceó Laurie, pero en cuanto las palabras salieron de su boca, asoció el nombre con las quemaduras faciales del individuo que tenía delante. Era Angelo Facciolo, el lugarteniente de Cerino, que al parecer había salido de la cárcel.
    -He estado esperando este momento durante cinco años -gruñó Angelo y volvió a golpear a Laurie, que estuvo a punto de caer de la silla. Agachó la cabeza y vio más sangre.
    Esta vez salía de la nariz y estaba empapando la alfombra.
    -¡Basta ya, Angelo! -gritó Franco-. ¡Recuerda que sólo tenemos que hablar con ella!
    Angelo tembló junto a Laurie, como si estuviera haciendo un esfuerzo sobrehumano para contenerse. Súbitamente, dio media vuelta y se sentó en el sofá . Volvió a coger al gato y lo acarició con rudeza. A Tom no pareció importarle, por que comenzó a ronronear.
    Laurie consiguió erguirse en la silla. Se palpó la nariz y el labio con la mano. El labio ya comenzaba a hincharse. Se tapó la nariz para detener la hemorragia.
    -Escuche, doctora Montgomery -dijo Franco-. Como ya imaginará , nos resultó muy sencillo entrar en su casa. Lo digo para que sepa que es muy vulnerable. ¿Sabe?, tenemos un problema y creemos que usted puede ayudarnos. Estamos aquí para pedirle amablemente que olvide el caso Franconi. ¿Me ha entendido?
    Asustada, Laurie hizo un gesto de asentimiento.
    -Estupendo -continuó él-. Como somos personas muy razonables, lo consideraremos como un favor y se lo retribuiremos con otro. Da la casualidad de que sabemos quién mató a Franconi y estamos dispuestos a decírselo. Verá, el señor Franconi era un hombre malo y por eso lo mataron. Fin del cuento. ¿Todavía me sigue?
    Ella volvió a asentir. Miró a Angelo, pero desvió la vista de inmediato.
    -El nombre del asesino es Vido Delbario -prosiguió Franco-. El tampoco es trigo limpio, aunque hizo un favor al mundo librándolo de Franconi. Me he tomado la molestia de apuntarle el nombre. -Se inclinó y dejó un papel sobre la mesita de centro-. Favor por favor. Quedamos en paz.
    Franco hizo una pausa y miró a Laurie con aire expectante.
    -Entiende lo que le digo, ¿verdad, doctora? -preguntó después de unos instantes.
    Laurie asintió por tercera vez.
    -Al fin y al cabo, no pedimos gran cosa -dijo Franco con franqueza, Franconi era un mal bicho. Mató a un montón de gente y merecía morir. Ahora, en lo que respecta a usted, espero que sea sensata, porque en una ciudad tan grande como ésta no hay forma de protegerla, y a Angelo, aquí presente, le encantaría ocuparse personalmente de usted. Tiene suerte de que nuestro jefe no sea un tipo duro. Es un negociador, ¿lo entiende?
    Hizo otra pausa y Laurie se sintió obligada a responder.
    Con dificultad, consiguió decir que entendía.
    -¡Estupendo! -exclamó Franco. Se dio una palmada en las rodillas y se incorporó-. Cuando me contaron lo inteligente que era, doctora, supe que nos entenderíamos enseguida.
    Franco metió la pistola en la funda y la ocultó debajo de su abrigo Ferragamo.
    -Vamos, Angelo -ordenó-. Estoy seguro de que la doctora querrá ducharse y cenar. Parece muy cansada.
    Angelo se levantó, dio un paso en dirección de Laurie y luego retorció cruelmente el pescuezo del gato. Se oyó un chasquido siniestro y Tom quedó inerte sin emitir sonido alguno. Angelo arrojó el gato muerto sobre el regazo de Laurie y siguió a Franco hacia la puerta.
    -¡Oh, no! -sollozó Laurie abrazando a su gato de seis años. Sabía que le había roto el cuello. Se levantó con las piernas temblorosas. Una vez en el pasillo, oyó el ruido del ascensor que llegaba y bajaba casi de inmediato.
    Todavía con Tom en los brazos, corrió a la puerta y echó todos los cerrojos. Entonces se dio cuenta de que los intrusos debían de haber entrado por la escalera de incendios.
    Corrió hacia allí, sólo para encontrar la puerta abierta y rota. La cerro como pudo.
    De regreso en la cocina, levantó el auricular con manos temblorosas. Su primer impulso fue llamar a la policía, pero recordó la amenaza de Franco y vaciló. Todavía podía ver la horrible cara de Angelo y su mirada furiosa.
    Consciente de que se encontraba en estado de shock, Laurie contuvo las lágrimas y dejó el auricular. Pensó en llamar a Jack, pero supuso que todavía no habría llegado a casa; así pues, en lugar de telefonear, introdujo con ternura a Tom en una caja de poliestireno y lo cubrió con varias bandejas de cubitos de hielo. Luego fue al lavabo para curarse las heridas.
    ---
    El viaje en bici desde el depósito no fue tan duro como Jack había previsto. Es más, después de pedalear un rato, se sintió mejor de lo que se había sentido durante todo el día. Hasta se permitió cortar camino por Central Park por primera vez en un año. Aunque estaba algo nervioso, resultaba emocionante correr por los largos y sinuosos senderos.
    Durante todo el trayecto pensó en GenSys y Guinea Ecuatorial. Se preguntó cómo seria aquella región de Africa.
    Aunque había bromeado con Lou diciendo que debía de ser calurosa, húmeda y llena de bichos, no lo sabía con certeza.
    También pensó en Ted Lynch y en lo que éste haría al día siguiente. Antes de salir del depósito, había llamado a Ted para plantearle la insólita posibilidad de un heterotrasplante.
    Ted había respondido que podría comprobarlo analizando un área del ADN que especificaba las proteínas ribosómicas.
    Le había explicado que esa área difería considerablemente de una especie a otra y que tenia un CD ROM con la información necesaria para identificar una especie.
    Jack giró en su calle con la intención de ir a la librería del barrio para ver si tenían algún libro sobre Guinea Ecuatorial, pero cuando pasó junto al campo de baloncesto, donde ya jugaban el partido de cada tarde, tuvo otra idea. Se le ocurrió que podía haber inmigrantes ecuatoguineanos en Nueva York. Al fin y al cabo, había gente de todos los países del mundo.
    Jack se dirigió al campo, desmontó y dejó la bicicleta contra el cerco de cadena. No se molestó en ponerle el candado, aunque cualquiera habría pensado que ese vecindario no era el más apropiado para dejar una bicicleta de mil dólares. En realidad, el campo de baloncesto era el único sitio de Nueva York donde Jack no necesitaba tomar precauciones.
    Caminó hacia el borde del campo y saludó con una inclinación de cabeza a Spit y Flash, que estaban entre los que esperaban su turno para jugar. Varios jugadores corrían de un extremo a otro del campo, mientras la pelota cambiaba de manos o pasaba por la cesta. Como de costumbre, Warren dominaba el partido. Antes de encestar, decía siempre "está chupado", cosa que resultaba insultante para los otros jugadores, pues el noventa y nueve por ciento de los tiros pasaban con facilidad por la cesta.
    Un cuarto de hora después, el partido se decidió con uno de los tiros "chupados" de Warren, y los perdedores se retiraron del campo. Warren vio a Jack y corrió a su encuentro.
    -¿Qué, tío? ¿Juegas o no?
    -Me lo estoy pensando -respondió Jack-. Pero antes tengo que hacerte un par de preguntas. Primero, ¿qué tal si este fin de semana salimos con Natalie y Laurie?
    -Claro -dijo Warren-. Cualquier cosa con tal de hacer callar a mi chica. No hace más que darme la paliza preguntando por ti y por Laurie.
    -Segundo, ¿conoces a alguien de un pequeño pais africano llamado Guinea Ecuatorial?
    -Tío, nunca sé qué va a salir por tu boca -protestó Warren-. A ver, déjame pensar.
    -Está en la costa occidental de Africa. Entre Camerún y Gabón.
    -Ya sé dónde está -repuso Warren-. Supuestamente lo descubrieron los portugueses y luego lo colonizaron los españoles. Claro que los negros lo habían descubierto mucho tiempo antes.
    -Me sorprende que lo sepas. Yo nunca había oído hablar de ese país.
    -No me extraña -replicó Warren-. Apuesto a que nunca estudiaste historia africana. Pero volviendo a tu pregunta, si, conozco a algunas personas de allí y a una familia en particular. Se llaman Ndeme y viven a dos puertas de tu casa, en dirección al parque.
    Jack miró hacia el edificio y luego otra vez a Warren.
    -¿Los conoces lo suficiente para presentármelos? -preguntó-. Se me ha despertado un súbito interés por Guinea Ecuatorial.
    -Sí, claro. El padre se llama Esteban y es el dueño del súper que está en Columbus. Aquel de las zapatillas anaranjadas es su hijo.
    Jack siguió la dirección del dedo de Warren hasta que vio las zapatillas anaranjadas. Reconoció a su propietario como uno de los jugadores asiduos. Era un joven tranquilo y buen jugador.
    -¿Por qué no vienes a jugar un rato? -preguntó Warren-.
    Después te presentaré a Esteban. Es un tío legal.
    -De acuerdo, ahora vuelvo.
    Después del vigorizante paseo en bici, estaba buscando una excusa para jugar al baloncesto. Todavía acusaba la tensión de las peripecias del día.
    Jack volvió a coger la bicicleta, se dirigió a toda prisa a su edificio y cargó la bici por las escaleras. Abrió la puerta de su apartamento sin bajársela del hombro. Una vez dentro, fue directamente al dormitorio a buscar la ropa de deporte.
    Cinco minutos después, cuando estaba a punto de salir a la calle, sonó el teléfono. Por un instante, se debatió entre atender o no la llamada, pero pensó que podría ser Ted con algún detalle sobre el ADN y la cogió. Era Laurie y estaba fuera de sí.
    ---
    Jack pasó un montón de billetes arrugados -más que suficiente para pagar el viaje- a través de la mampara de plástico del taxi y se apeó de un salto. Estaba frente al edificio de Laurie, donde la había dejado menos de una hora antes. Vestido con su equipo de baloncesto, corrió a la puerta y llamó al portero automático. Laurie lo esperaba en la puerta del ascensor.
    -¡Dios mío! –exclamó Jack-. Mírate el labio.
    -Se curará dijo Laurie con estoicismo. Luego vio a Debra Engler espiando por la rendija de la puerta, dio un paso hacia ella y le gritó que se ocupara de sus asuntos. La puerta de la vecina se cerró bruscamente.
    Jack le rodeó los hombros con un brazo para tranquilizarla y la condujo a su apartamento.
    -Muy bien -dijo después de sentarla en el sofá -. Cuéntame qué pasó.
    -Mataron a Tom -sollozó Laurie. Cuando se había recuperado del susto había llorado por su mascota, aunque no había vuelto a hacerlo hasta oír la pregunta de Jack.
    -¿Quiénes? -preguntó Jack.
    Laurie se esforzó por dominarse.
    -Eran dos hombres, pero yo sólo conocía a uno de ellos -explicó-. Al que me pegó y mató a Tom. Se llama Angelo y todavía tengo pesadillas con él. Tuve un horrible encontronazo con él durante mi batalla contra Cerino. Cría que seguía en prisión; no entiendo cómo o por qué ha salido. Es un tipo horrible, con la cara llena de cicatrices de quemaduras, y estoy segura de que me culpa a mi.
    -¿Entonces su visita fue una venganza? -preguntó Jack.
    -No. Vinieron a amenazarme. En sus propias palabras, debo olvidarme del caso Franconi.
    -No puedo creerlo. Soy yo quien investiga el caso, no tú.
    -Me lo advertiste. Es evidente que con mis pesquisas sobre la desaparición del cuerpo de Franconi he conseguido irritar a los culpables -dijo Laurie-. Supongo que este incidente estará relacionado con mi visita a la funeraria Spoletto
    -No me jacto de haber previsto esto -masculló Jack-. La verdad es que creí que tendrías problemas con Bingham, no con la mafia.
    -Disfrazaron la amenaza, presentándola como un intercambio de favores -prosiguió Laurie-. Su favor era decirme quién mató a Franconi. De hecho, me apuntaron el nombre.
    -Cogió el papel de la mesa de centro y se lo pasó a Jack.
    -Vido Delbario leyó Jack. Luego volvió a mirar la cara herida de Laurie. Tenia la nariz y el labio hinchados y uno de sus ojos comenzaba a ponerse morado-. Este caso fue un rompecabezas desde el principio, pero ahora se nos escapa de las manos. Será mejor que me lo cuentes todo.
    Laurie contó con detalle todo lo que había pasado desde que había entrado por la puerta hasta que había telefoneado a Jack. Incluso le explicó por qué no había llamado a la policía.
    El asintió.
    -Lo entiendo -dijo-. Ya no podian hacer gran cosa.
    -¿Qué voy a hacer? -preguntó Laurie, aunque no esperaba una respuesta.
    -Déjame examinar la puerta de incendios.
    Laurie lo condujo a la cocina y la despensa.
    -¡Guau! -exclamó él. Puesto que había múltiples cerrojos, al intentar abrir la puerta habían partido el marco-. No te quedarás aquí esta noche.
    -Supongo que podría ir a casa de mis padres.
    -Vendrás a mi casa. Yo dormiré en el sofá .
    Laurie lo miró a los ojos y no pudo menos de preguntarse si la súbita invitación reflejaba algo más que un simple interés por su seguridad.
    -Coge tus cosas le ordenó Jack-. Y piensa que estarás fuera unos cuantos días. Habrá que cambiar la puerta.
    -Detesto tocar este tema, pero tengo que hacer algo con el pobre Tom.
    Jack se rascó la nuca.
    -¿Tienes una pala?
    -Sólo una pequeña de jardinería ¿Por qué ¿Qué estás pensando?
    -Podemos enterrarlo en el jardín -propuso Jack.
    -En el fondo eres un sentimental, ¿no?
    -Sé lo que es perder a un ser querido -respondió él con voz ahogada. Por un doloroso instante, recordó el momento en que lo habían telefoneado para informarle que su esposa y su hija habían muerto en un accidente de avión.
    Mientras Laurie empacaba algunas cosas, Jack se paseaba de un extremo al otro de la habitación, tratando de aclarar su mente.
    -Tendremos que hablar con Lou -dijo- y darle el nombre de Vido Delbario.
    -Estaba pensando lo mismo -contestó Laurie desde el vestidor-. ¿Crees que deberíamos llamarlo esta misma noche?
    -Si, así tendrá tiempo para hacer planes. Lo llamaremos desde mi casa. ¿Tienes su número particular?
    -Si.
    -¿Sabes? Este incidente es inquietante no sólo por la cuestión de la seguridad -dijo él-. Reafirma mis sospechas de que la mafia está involucrada en los trasplantes ilegales. Puede que hayan montado una especie de mercado negro de órganos.
    Laurie salió del vestidor con un bolso.
    -Pero ¿cómo es posible que se realizara un trasplante si Franconi no tomaba inmunosupresores? Y no olvides los extraños resultados de los análisis de ADN.
    Jack suspiró.
    -Tienes razón -admitió-. No tiene sentido.
    -Puede que Lou le encuentre alguno.
    -Eso si estaría bien. Entretanto, este episodio hace que la idea del viaje a Africa se me antoje aún más atractiva.
    Laurie se detuvo en seco camino del cuarto de baño.
    -¿De qué hablas? -preguntó.
    -No he tenido ninguna experiencia personal con el crimen organizado -repuso Jack-, pero si con las bandas callejeras, y aprendí la similitud de la peor manera posible. Cuando alguno de estos grupos se propone matarte, la policía no puede protegerte a menos que se comprometa a vigilarte las veinticuatro horas del día. El problema es que no tienen suficiente personal. Así que seria conveniente que los dos nos marcháramos de la ciudad durante un tiempo. Puede que mientras tanto Lou consiga resolver este embrollo.
    -¿Quieres decir que yo iría contigo? -De repente, la idea de ir a Africa había adquirido un cariz diferente. Nunca había estado allí, y podría resultar interesante. Incluso divertido.
    -Será como unas vacaciones forzadas -dijo él. Claro que Guinea Ecuatorial no es un destino selecto, pero será ... bueno, diferente. Y puede que descubramos qué hace GenSys allí y por qué viajó Franconi.
    -Mmm. La idea comienza a gustarme.
    Cuando Laurie terminó de preparar sus cosas, ambos llevaron la caja de poliestireno con los restos de Tom al jardín trasero. El descubrimiento casual de un pico oxidado les facilitó la tarea; cavaron un foso al fondo del jardín, donde la tierra estaba más blanda, y depositaron a Tom en el interior.
    -¡Caray! -protestó Jack mientras sacaba el bolso de Laurie por la puerta principal del edificio-. ¿Qué has metido aquí?
    -Me dijiste que empacara para varios días -respondió Laurie a la defensiva.
    -Pero no era necesario que trajeras tu colección de bolos.
    -Son los cosméticos. No los tengo en tamaño de viaje.
    Cogieron un taxi en la Primera Avenida y, de camino a casa de Jack, se detuvieron en una librería de la Quinta Avenida. Mientras Jack esperaba en el taxi, Laurie corrió al interior a comprar una guía de Guinea Ecuatorial. Por desgracia no había ninguna y tuvo que contentarse con una de Africa Central.
    -El dependiente se rió de mí cuando le pedí una guía de Guinea Ecuatorial -dijo Laurie.
    -Otra prueba de que no es un destino de primera.
    Ella rió y le dio un pequeño apretón en el brazo.
    -No te he dado las gracias por venir -dijo-. Ha sido todo un detalle por tu parte y ya me siento mucho mejor.
    -Me alegro.
    Una vez en el edificio de Jack, éste se las vio y se las deseó para subir el bolso de Laurie por las escaleras llenas de trastos. Tras una serie de exagerados gemidos y gruñidos, Laurie le preguntó si quería que lo hiciera ella. Jack le respondió que su castigo por cargar tanto el bolso consistia en oírlo protestar.
    Cuando por fin llegó junto a la puerta de su apartamento, buscó la llave, la metió en la cerradura y giró.
    -Mmm -dijo-. No recuerdo haber cerrado con dos vueltas.
    Giró la llave otra vez y empujó la puerta. Como estaba oscuro, tomó la delantera para encender la luz. Laurie lo siguió y chocó con él cuando se detuvo en seco.
    -Adelante, encienda la luz -dijo una voz.
    Jack obedeció. Las siluetas que había vislumbrado segundos antes pertenecían a un par de hombres vestidos con abrigos largos y oscuros. Estaban sentados en el sofá , mirando hacia la puerta.
    -¡Dios mío -exclamó Laurie-. ¡Son ellos!
    Franco y Angelo se habían puesto cómodos, igual que en casa de Laurie. También habían cogido un par de cervezas.
    Las botellas a medio beber estaban sobre la mesita auxiliar, junto a la pistola con silenciador. Habían colocado una silla en el centro de la estancia, frente al sofá.
    -Supongo que usted será el doctor Jack Stapleton -dijo Franco.
    Jack asintió mientras comenzaba a pensar desesperadamente en la forma de salir del apuro. Sabía que la puerta seguía entreabierta a su espalda. Se maldijo por no haber sospechado nada al encontrar dos vueltas de llave. Había salido de su casa con tanta prisa que no recordaba cómo había cerrado.
    -No haga ninguna tontería-advirtió Franco, como si leyera sus pensamientos-. No nos quedaremos mucho rato. Si hubiéramos sabido que la doctora Montgomery iba a venir aquí, nos habríamos ahorrado el viaje hasta su casa, por no mencionar la molestia de tener que repetir el mensaje.
    -¿Por qué necesitan recurrir a las amenazas? ¿Qué temen que descubramos? -preguntó Jack.
    Franco sonrió y miró a Angelo.
    -¿Has oído a este tipo? Cree que nos hemos tomado tantas molestias para entrar aquí sólo para responder a sus preguntas.
    -Es una falta de respeto -dijo Angelo.
    -¿Qué tal si coge otra silla para la señorita, doctor? -dijo Franco a Jack-. Así charlaremos un momento y nos largaremos.
    Jack no se movió. Pensaba en la pistola que había sobre la mesita auxiliar y en la posibilidad de que alguno de los dos matones todavía estuviera armado. Mientras hacía acopio de valor, reparó en que los dos hombres estaban más bien delgados. No parecían en plena forma
    -Perdone, doctor -dijo Franco-. ¿No me ha oído?
    Antes de que Jack pudiera responder, oyó una conmoción a su espalda y alguien lo empujó hacia un lado. Otra persona gritó:
    -¡Que nadie se mueva!
    Tras un instante de confusión, Jack vio que tres afroamericanos armados con ametralladoras habían irrumpido en su apartamento. Las armas apuntaban con firmeza a Franco y Angelo. Los recién llegados vestían ropas de deporte y Jack los reconoció en el acto. Eran Flash, David y Spit, sudorosos a causa del reciente partido de baloncesto.
    Habían pillado a Franco y Angelo por sorpresa, y los dos matones permanecieron paralizados en su sitio, con los ojos abiertos como platos. Acostumbrados a estar del otro lado de las armas, sabían que no debían moverse.
    Por unos instantes reinó un silencio absoluto. Luego entró Warren, pavoneándose:
    -Eh, doctor, guardarte las espaldas se ha convertido en un trabajo a tiempo completo, ¿sabes lo que quiero decir?
    Y debo reñirte por ensuciar el barrio con esta basura blanca.
    Warren cogió la ametralladora de Spit y le ordenó a éste que desarmara a los visitantes. Sin decir una palabra, Spit le quitó la automática a Angelo. Después de cachear a Franco, recogió el arma que estaba en la mesita auxiliar.
    Jack soltó ruidosamente el aire contenido.
    -Warren, amigo, no sé cómo has hecho para llegar en un momento tan oportuno, pero se agradece.
    -Alguien vio a estas ratas de alcantarilla vigilando tu casa -explicó Warren-. Al parecer, piensan que son invisibles a pesar de su ropa cara y su brillante Cadillac negro. Es para escogonarse.
    Jack se frotó las manos, agradecido por el súbito cambio de fuerzas. Les preguntó sus nombres a Angelo y a Franco, pero sólo recibió miradas furiosas a modo de respuesta.
    -Ese es Angelo Facciolo -dijo Laurie señalando a su enemigo.
    -Spit, quítales los billeteros -ordenó Warren.
    Spit obedeció y leyó los nombres y direcciones en voz alta.
    -¡Vaya! ¿Qué es esto? -dijo mientras abría la funda de piel que contenía la chapa de la policía de Ozone Park. La levantó para que Warren la viera.
    -No son polis -dijo Warren con un gesto desdeñoso-. No te preocupes.
    -Laurie –dijo Jack-, creo que es hora de llamar a Lou. Seguro que estará encantado de hablar con estos caballeros
    Y dile que traiga el furgón, ante la duda de que tenga que invitarlos a pasar la noche a expensas del erario público
    Laurie se dirigió a la cocina y Jack se acercó a Angelo.
    -De pie -ordenó.
    Angelo se levantó y miró con insolencia a Jack. Para sor presa de todos, sobre todo de Angelo, Jack le dio un puñetazo en la cara con todas sus fuerzas. Se oyó un crujido, Angelo rebotó sobre el sofá y cayó al suelo.
    Jack gimió, maldijo y se cogió la mano. Luego la sacudió.
    -¡Joder! -exclamó-. Nunca le había pegado así a nadie.
    -Ya está bien le advirtió Warren-. No quiero golpear a estas boñigas. No es mi estilo.
    -He terminado -repuso Jack sin dejar de sacudir la mano-. Verás, esa boñiga golpeó a Laurie esta tarde después de entrar en su apartamento. Supongo que ya habrás visto el estado en que le dejó la cara.
    Angelo se sentó en el suelo. Tenia la nariz torcida hacia la derecha. Jack le ordenó que se levantara y se sentara en el sofá . Angelo obedeció, moviéndose lentamente, con una mano debajo de la nariz para atajar la sangre.
    -Ahora, antes de que llegue la policía -dijo Jack a los dos hombres- voy a volver a preguntaros qué es lo que teméis que descubramos Laurie y yo. ¿Qué hay detrás del asunto Franconi?
    Angelo y Franco miraron a Jack con expresión ausente, como si no estuviera allí. Jack insistió y les preguntó qué sabían del hígado de Franconi, pero los hombres permanecieron mudos.
    Laurie volvió de la cocina.
    -Lou viene hacia aquí -dijo-. Y debo añadir que está muy entusiasmado, sobre todo por el soplo sobre Vido Delbario.
    Una hora más tarde, Jack estaba cómodamente sentado en el apartamento de Esteban Ndeme, junto a Laurie y Warren.
    -Gracias, tomaré otra cerveza -dijo Jack en respuesta a la invitación de Esteban. Estaba algo achispado por la primera cerveza y eufórico por el afortunado curso de los acontecimientos después de un comienzo tan aciago.
    Aún no habían transcurrido veinte minutos desde la llamada de Laurie, cuando Lou llegó al apartamento de Jack acompañado de varios agentes. Estaba encantado con la posibilidad de empapelar a Angelo y a Franco por allanamiento de morada, posesión de armas sin autorización, asalto y agresión, extorsión y suplantación de identidad. Tenía la esperanza de poder retenerlos el tiempo suficiente para sacarles información sobre el crimen organizado en Nueva York, en particular sobre la familia Lucia.
    Lou estaba preocupado por las amenazas a Laurie y Jack, así que cuando este último mencionó que estaban pensando en marcharse de la ciudad, apoyó la idea con entusiasmo.
    Hasta entonces, les asignaría una pareja de guardias. Para simplificarle la tarea, Laurie y Jack acordaron permanecer juntos.
    Luego Jack había convencido a Warren de que los llevara al supermercado y les presentara a Esteban Ndeme. Como había dicho Warren, Esteban era un hombre cordial y educado. Debía de tener una edad aproximada a los cuarenta y dos de Jack, pero su figura era completamente distinta.
    Mientras Jack era corpulento, Esteban era esbelto. Hasta sus rasgos faciales parecían delicados. Su piel era de un intenso color marrón, varios tonos más oscura que la de Warren.
    Pero su rasgo físico más singular era su frente prominente.
    Tenía la mitad delantera de la cabeza calva, de modo que la línea del cuero cabelludo se extendía de oreja a oreja.
    En cuanto supo que Jack pensaba viajar a Guinea Ecuatorial, invitó a Jack, Laurie y Warren a su apartamento.
    Teodora Ndeme resultó tan agradable como su marido. Cuando llevaban unos minutos en el apartamento, insistió en que todos se quedaran a cenar.
    Aspirando los apetitosos aromas procedentes de la cocina, Jack se reclinó cómodamente en su asiento con su segunda cerveza.
    -¿Por qué vinieron Teodora y usted a Nueva York? -preguntó Jack.
    -Tuvimos que huir de nuestro país -respondió Esteban y describió el régimen de terror del cruel dictador Macías, que había forzado a la tercera parte de la población, incluidos los descendientes de españoles, a abandonar su patria-. Asesinaron a cincuenta mil personas -añadió-. Fue horrible.
    Nosotros tuvimos la suerte de poder escapar. Yo era maestro de escuela, educado en España, y en consecuencia sospechoso.
    -Espero que las cosas hayan cambiado -dijo Jack.
    -Sí -respondió Esteban-. El golpe de Estado de 1979 ha cambiado mucho la situación. Pero es un país pobre, aunque se dice que hay petróleo mar adentro. Sin embargo, lo descubrieron en Gabón, que ahora es el país más rico de la zona.
    -¿Ha regresado alguna vez? -preguntó Jack.
    -Sí, varias veces, aunque ya hace unos años de la última visita. Teodora y yo tenemos parientes allí. El hermano de Teodora tiene un pequeño hotel en la zona continental, en una ciudad llamada Bata.
    -He oído hablar de Bata -dijo Jack-. Por lo que sé, tiene un aeropuerto.
    -El único en la parte continental. Fue construido en los años ochenta, para el Congreso de Africa Central. El país no podía permitírselo, naturalmente, pero eso es otra historia.
    -¿Ha oído hablar de una compañía llamada GenSys?
    -Desde luego. Es la principal fuente de divisas del país, sobre todo ahora que los precios del cacao y del café han caído en picado.
    -He oído algo al respecto -comentó Jack-. También he oído que GenSys tiene una granja de primates. ¿Sabe si está en Bata?
    -No, está en el sur -respondió Esteban-. La construyeron en la selva, cerca de una antigua ciudad española abandonada, llamada Cogo. Restauraron la ciudad para alojar a sus empleados de Estados Unidos y Europa y construyeron una aldea para los nativos que trabajan para ellos. Han contratado a muchos ecuatoguineanos.
    -¿Sabe si GenSys también ha construido un hospital? -preguntó Jack.
    -Sí. Tienen un hospital y un laboratorio frente a la vieja plaza y el ayuntamiento.
    -¿Cómo es que está tan informado? -quiso saber ack.
    -Porque tengo un primo que trabajaba para ellos. Sin embargo, se marchó cuando los soldados ejecutaron a un amigo suyo por cazar ilegalmente. A muchos les gusta GenSys por que pagan bien, pero a otros no les gusta porque tienen demasiada influencia en el gobierno.
    -A causa del dinero -apostilló Jack.
    -Desde luego -dijo Esteban-. Les pasan dinero a los ministros e incluso mantienen a una parte del ejército.
    -Muy conveniente -observó Laurie.
    -Si fuéramos a Bata, ¿podríamos visitar Cogo? -preguntó Jack.
    -Supongo que sí -respondió Esteban-. Cuando los españoles se marcharon, hace veinticinco años, la carretera a Cogo quedó abandonada y pronto se volvió intransitable.
    -Pero GenSys la ha reparado para facilitar el tránsito de sus camiones. Sin embargo, tendrían que alquilar un coche.
    -¿Y eso es posible?
    -En Guinea Ecuatorial todo es posible si uno tiene dinero ¿Cuándo piensan ir? Porque es mejor viajar en la estación seca.
    -¿Y cuándo es eso? -preguntó Jack.
    -En febrero y marzo.
    -Muy oportuno -dijo Jack-, porque Laurie y yo pensamos viajar mañana por la noche.
    -¿Qué? -Warren habló por primera vez desde su llegada al apartamento de Esteban. No estaba informado de la conversación entre Jack y Lou-. Pensé que vosotros, Natalie y yo íbamos a salir este fin de semana. Ya se lo he dicho a Natalie.
    -Maldita sea -dijo Jack-, había olvidado ese compromiso.
    -Eh, tío, mejor que os quedéis aquí hasta el sábado por la noche, de lo contrario, me meteréis en un lío. Ya te he dicho que Natalie no para de darme la paliza con que quiere veros
    Movido por la euforia, Jack hizo otra sugerencia:
    -Tengo una idea mejor. ¿Por qué Natalie y tú no viajan con Laurie y conmigo a Guinea Ecuatorial? Invitamos nosotros.
    Laurie parpadeó. No estaba segura de haber oído bien.
    -¿Qué dices, tío? Has perdido la chaveta. Eso está en Africa, ¿sabes?
    -Sí, Africa -repitió Jack-. Y puesto que Laurie y yo estamos obligados a ir, ¿por qué no aprovechar la ocasión para divertirnos el máximo posible? A propósito, Esteban, ¿por qué no vienen también usted y su mujer?
    -¿Habla en serio? -preguntó Esteban con una expresión tan incrédula como la de Laurie.
    -Claro que sí. La mejor manera de visitar un país es con un nativo. No es ningún secreto. Pero, dígame, ¿necesitamos visado?
    -Sí, pero el consulado de Guinea Ecuatorial está aquí en Nueva York -dijo Esteban-. Cualquiera puede conseguir un visado con dos fotografías, veinticinco dólares y un papel del banco que certifique que no es pobre.
    -¿Y cómo se llega a Guinea Ecuatorial? -preguntó Jack.
    -Para ir a Bata, la mejor manera es hacerlo vía París. Desde París hay un vuelo diario hasta Douala, Camerún, y desde allí hay otro vuelo diario a Bata. Podrían ir por Madrid, pero de allí salen sólo dos vuelos semanales a Malabo, que está en Bioko.
    -Parece que gana París -dijo Jack con alegría.
    -¡Teodora! llamó Esteban a su esposa-. Será mejor que vengas.
    -Estás como una regadera -dijo Warren a Jack-. Lo supe desde el primer día que apareciste en el campo de baloncesto. Pero, ¿sabes?, tu locura empieza a gustarme.

    CAPITULO 17
    Marzo de 1997, 6.15 horas.
    Cogo, Guinea Ecuatorial

    El despertador de Kevin sonó a las cinco y media. Fuera, aún estaba oscuro. Kevin salió del mosquitero y encendió la luz para buscar la bata y las zapatillas. Un sabor pastoso en la boca y un leve dolor de cabeza le recordaron que la noche anterior había bebido demasiado. Con mano temblorosa, cogió el vaso de agua que estaba sobre la mesilla de noche y bebió un largo trago. Ligeramente recuperado, caminó con piernas tambaleantes hasta las habitaciones de sus invitadas y llamó a cada una de las puertas.
    La noche anterior, los tres habían decidido que era mejor que las mujeres se quedaran a dormir. Kevin tenía habitaciones de sobra, y todos coincidieron en que el hecho de estar juntos simplificaría la partida por la mañana y que quizá así llamarían menos la atención. En consecuencia, a eso de las once de la noche, en medio de las risas y la algarabía general, Kevin había acompañado a las chicas a sus respectivas casas para que se cambiaran de ropa y recogieran sus cosas y la comida que habían comprado en la cantina.
    Mientras las mujeres se preparaban, Kevin había hecho una escapada al laboratorio para coger el localizador, el radiorreceptor direccional, una linterna y el mapa topográfico de la isla.
    Kevin tuvo que golpear dos veces en cada puerta, la primera con suavidad, y al no obtener respuesta, con más fuerza.
    Intuía que las mujeres tenían resaca, sobre todo porque tardaron mucho más de lo previsto en bajar a la cocina. Las dos se sirvieron café y bebieron la primera taza sin decir palabra.
    Después del desayuno, los tres se recuperaron notablemente. De hecho, cuando salieron de la casa de Kevin, estaban eufóricos, como si se marcharan de vacaciones. El tiempo era tan bueno como podía esperarse en aquel confín del mundo. Despuntaba el alba, y el cielo de color rosa y plata estaba bastante despejado. Al sur había una ristra de nubes abultadas. Al oeste, sobre el horizonte, se divisaban amenazadoras nubes púrpura de tormenta, pero estaban sobre el océano y seguramente permanecerían allí durante el resto del día.
    El pueblo parecía abandonado. No había transeúntes ni vehículos, y los postigos de las casas estaban cerrados. Sólo vieron a un nativo fregando el suelo del Chickee Hut Bar
    Caminaron hasta el imponente muelle construido por GenSys, que tenía seis metros de ancho por un metro ochenta de altura. Los rústicos maderos estaban húmedos por el aire de la noche. Al final del muelle, una rampa de madera conducía a un dique flotante. El dique parecía milagrosamente suspendido en el aire, pues la superficie tranquila del agua estaba oculta por una nube de niebla que se extendía hasta donde alcanzaba la vista.
    Tal como habían prometido las mujeres, había una piragua motorizada de nueve metros de eslora, flotando plácidamente al final del dique. En un tiempo había estado pintada de rojo en el exterior y de blanco en el interior, pero ahora la mayor parte de la pintura estaba descolorida o desconchada.
    Las tres cuartas partes de la embarcación estaban cubiertas por un techo de paja sostenido sobre postes de madera, y debajo del techo había bancos. El motor era un antiguo Evenrude fuera de borda. Amarrada a la popa, había una pequeña canoa con cuatro bancos estrechos que se extendían de borda a borda.
    -¿No está mal, eh? -dijo Melanie mientras tiraba del cable de amarre para acercar la piragua al dique.
    -Es más grande de lo que esperaba -observó Kevin Siempre que el motor funcione, no habrá problemas. No quisiera tener que remar.
    -En el peor de los casos, volveremos flotando con la corriente -dijo Melanie, impasible-. Al fin y al cabo, vamos río arriba
    Subieron los bártulos y la comida a bordo. Mientras Melanie permanecía en el muelle, Kevin se dirigió a la popa para examinar el motor, cuyos mandos tenían instrucciones en inglés. Puso la palanca en posición Start y tiró de la cuerda.
    Para su sorpresa, el motor se puso en marcha. Le hizo una seña a Melanie para que saltara a bordo, cambió la palanca a la posición Forward y zarparon.
    Mientras se alejaban del muelle, todos miraron hacia Cogo para comprobar si alguien los había visto salir. La única persona a la vista era el hombre que limpiaba el bar, que ni siquiera se molestó en volverse a mirarlos.
    Como habían planeado, pusieron rumbo al oeste, como si se dirigieran a Acalayong. Kevin pulsó el estrangulador y le alegró ver que la barca adquiría velocidad. Aunque era una embarcación grande y pesada, tenía poco calado. Kevin miró el bote que llevaban a remolque; flotaba suavemente sobre el agua.
    El ruido del motor les impedía mantener una conversación, así que se contentaron con disfrutar del paisaje. El sol aún no había salido, pero comenzaba a clarear y, al este, los cúmulos de nubes sobre Gabón ya estaban ribeteados de oro. A su derecha, la costa de Guinea Ecuatorial parecía una sólida masa de vegetación que caía a plomo en el río. Otras piraguas salpicaban el estuario, moviéndose como fantasmas sobre la bruma que todavía cubría la superficie del agua.
    Cuando se alejaron lo suficiente de Cogo, Melanie dio una palmada en el hombro a Kevin e hizo un movimiento circular con la mano. Kevin asintió y comenzó a girar la embarcación rumbo al sur.
    Diez minutos después, Kevin inició un lento giro hacia el oeste. Estaban como mínimo a un kilómetro y medio de la costa, así que al pasar frente a Cogo era prácticamente imposible distinguir los edificios.
    Finalmente salió el sol: una enorme bola de oro rojizo. Al principio, la bruma ecuatorial era tan densa que podían mirarlo directamente, sin necesidad de cubrirse los ojos. Pero el calor del sol comenzó a evaporar la niebla, que, a su vez intensificó rápidamente el resplandor. Melanie fue la primera en ponerse las gafas de sol, pero Candace y Kevin la imitaron de inmediato. Unos minutos después, todos empezaron a despojarse de algunas de las prendas que se habían puesto para protegerse del fresco de la madrugada.
    A la izquierda apareció la fila de islas que bordeaban la costa ecuatoguineana. Kevin había girado hacia el norte para completar el amplio círculo alrededor de Cogo. Ahora movió el timón para dirigir la proa hacia la isla Francesca, que comenzaba a vislumbrarse a lo lejos.
    Cuando los rayos solares terminaron de evaporar la niebla, una agradable brisa agitó el agua, y las olas enturbiaron la superficie, hasta entonces cristalina. Con el viento de frente, la piragua empezó a sacudirse, chocando contra las crestas y salpicando de tanto en tanto a los pasajeros.
    La isla Francesca parecía diferente a las islas circundantes, diferencia que se hacía más notable a medida que se aproximaban. Además de ser considerablemente más grande, el macizo de piedra caliza le daba un aspecto mucho más recio.
    Jirones de niebla pendían como nubes de los picos.
    Una hora y cuarto después de la salida del muelle de Cogo, Kevin redujo la velocidad. A treinta metros de distancia se alzaba la densa costa del extremo sudoeste de la isla Francesca.
    -Desde aquí tiene un aspecto amenazante -gritó Melanie por encima del ruido del motor.
    Kevin hizo un gesto de asentimiento. La isla no era un lugar atractivo; no tenía playa y la costa parecía cubierta de densos mangles.
    -¡Tenemos que encontrar la desembocadura del río Deviso! -gritó Kevin.
    Después de acercarse a una distancia prudencial de los mangles, giró el timón a estribor y comenzó a bordear la costa occidental. A sotavento, las olas desaparecieron. Kevin se puso en pie con la esperanza de detectar posibles obstáculos bajo la superficie, pero no pudo. El agua era de un impenetrable color de barro.
    -¿Qué te parece esa zona de juncos? -gritó Candace desde la proa, señalando un pantano que acababa de aparecer a la vista.
    Kevin hizo un gesto de asentimiento, redujo aún más la velocidad y dirigió la embarcación hacia las cañas de casi dos metros de altura.
    -¿Ves algún obstáculo bajo el agua? Gritó a Candace.
    La j oven negó con la cabeza y respondió:
    -El agua está demasiado turbia.
    Kevin volvió a girar la embarcación, de modo que una vez más avanzaron en línea con la costa. Los juncos eran densos, y ahora el pantano se extendía unos cien metros hacia el interior.
    -Esta debe de ser la desembocadura del río -dijo Kevin-.
    Espero que haya un canal; de lo contrario, estamos perdidos.
    No podremos pasar entre esos juncos con la piragua.
    Diez minutos más tarde, sin que hubieran encontrado una brecha entre los juncos, Kevin dio la vuelta con cuidado de no enredar el cable de remolque de la pequeña piragua.
    -No quiero seguir en esta dirección -dijo-. El pantano se está estrechando y no hay señales de un canal. Además, tengo miedo de acercarme demasiado a la zona de estacionamiento y al puente.
    -Está bien -convino Melanie-. ¿Por qué no vamos al otro lado de la isla, donde está la embocadura del río Deviso?
    -Esa era mi idea -repuso Kevin.
    Melanie levantó una mano. -¿Qué haces?
    -Choca esos cinco, tonto -dijo ella.
    Kevin le dio una palmada en la mano y rió.
    Regresaron por el mismo camino y rodearon la isla en dirección al este. Kevin redujo ligeramente la velocidad. El viaje le había permitido observar la cara sur del espinazo montañoso de la isla. Desde aquel ángulo, no se veía piedra caliza. La isla parecía cubierta de selva virgen.
    -Sólo veo pájaros -gritó Melanie por encima del ruido del motor.
    Kevin asintió. El también había visto muchos íbises y al caudones.
    El sol ya estaba bastante alto, y el techo de paja les resultó útil. Los tres se apretaron en la popa para aprovechar la sombra. Candace se puso un bronceador que Kevin había encontrado en su botiquín.
    -¿Crees que los bonobos de la isla serán tan asustadizos como los demás? -gritó Melanie.
    Kevin se encogió de hombros.
    -Ojalá lo supiera-respondió a gritos-. Si es así, será difícil ver alguno y nuestro esfuerzo habrá sido en vano.
    -Pero éstos tuvieron contacto con seres humanos mientras estaban en el Centro de Animales -gritó Melanie-. Creo que si no nos aproximamos demasiado, tendremos ocasión de observarlos.
    -¿Los bonobos son tímidos en su hábitat natural? -preguntó Candace a Melanie.
    -Mucho. Igual o más que los chimpancés. Es casi imposible ver a un chimpancé en su medio natural. Son extraordinariamente asustadizos, y su sentido del oído y del olfato está mucho más desarrollado que el nuestro, de modo que la gente no puede acercarse.
    -¿Todavía queda alguna zona en estado salvaje en Africa? -preguntó Candace.
    -¡Claro que sí! -respondió Melanie-. Desde la costa de Guinea Ecuatorial, y subiendo hacia el noroeste, hay enormes extensiones de bosques tropicales sin explorar. Y estamos hablando de un territorio de mil quinientos kilómetros cuadrados.
    -¿Cuánto tiempo seguirá así? -quiso saber Candace.
    -Esa es otra historia -dijo Melanie.
    -¿Por qué no me pasas una bebida fresca? -pidió Kevin.
    -Marchando -dijo ella y abrió la nevera de playa.
    Veinte minutos después, Kevin redujo la velocidad y viró hacia el norte, alrededor del extremo oriental de la isla Francesca. El sol había subido aún más y el calor apretaba. Candace puso la nevera a babor para mantenerla a la sombra.
    -Nos acercamos a otro pantano -dijo Candace.
    -Ya lo veo -repuso él.
    Una vez más, Kevin dirigió la embarcación hacia la costa.
    El pantano tenía unas dimensiones similares al de la costa occidental y, nuevamente, la jungla se cerraba sobre él a unos cien metros de distancia.
    Cuando estaba a punto de anunciar una nueva derrota, vio una abertura en el hasta entonces impenetrable muro de juncos. Viró en dirección a la abertura y redujo la velocidad.
    Unos diez metros más allá , puso el motor en punto muerto y finalmente lo apagó.
    El ruido del motor se ahogó y se detuvieron con una sacudida.
    -¡Jo! Me zumban los oídos -protestó Melanie.
    -¿Crees que es un canal? -preguntó Kevin a Candace, que había vuelto a la proa.
    -No estoy segura.
    Kevin levantó la parte posterior del motor y la inclinó hacia la borda. No quería que las hélices se enredaran con la vegetación subacuática.
    La piragua se internó entre los juncos, pasó a duras penas entre los tallos y se detuvo. Kevin levantó el cable de remolque para evitar que la piragua chocara contra la popa.
    -Parece muy sinuoso -dijo Candace. Sujetándose al techo de paja, se había subido a la borda para mirar por encima de los juncos.
    Kevin arrancó una caña y la partió en trozos pequeños, que luego arrojó al agua. Los trozos se movieron lenta pero inexorablemente hacia delante.
    -Parece que hay corriente -dijo-. Es buena señal. Hagamos la prueba con la piragua.
    Tiró de la pequeña embarcación hasta ponerla paralela a la piragua.
    Con cierto esfuerzo debido a la inestabilidad de la canoa, consiguieron subir a bordo de la pequeña embarcación con los bultos y la comida. Kevin se sentó en la popa y Candace en la proa. Melanie tomó asiento en el medio, pera no en el banco, sino directamente sobre el fondo. Las piraguas la ponían nerviosa y prefería estar sobre una superficie segura.
    Mediante una combinación de esfuerzos -remar, tirar de las cañas y empujar la canoa- consiguieron adelantar a la piragua. Una vez en el interior de lo que esperaban que fueraun canal, avanzaron con mayor facilidad.
    Con Kevin a los remos en la popa y Candace en la proa, consiguieron moverse a paso de hombre. El estrecho canal de apenas dos metros de ancho, serpenteaba en apretadas curvas. Aunque sólo eran las ocho de la mañana, el sol calentaba con la intensidad propia del ecuador. Los juncos bloqueaban el paso del viento, elevando aún más la temperatura.
    -No hay muchos caminos en la isla -observó Melanie, que había desplegado el mapa y lo estaba estudiando.
    -El camino principal sale de la zona de estacionamiento, donde el puente cruza hacia el lago de los hipopótamos -dijo Kevin.
    -Hay algunos más -comentó Melanie-. Todos empiezan en el lago de los hipopótamos. Supongo que los han abierto para facilitar la recogida.
    -Seguramente-convino Kevin.
    Miró el agua turbia y vio que los tallos de las plantas subacuáticas se extendían en la dirección hacia donde avanzaban, lo que indicaba que iban con la corriente. Se sintió más animado.
    -¿Por qué no pruebas el localizador? -propuso-. Comprueba si el bonobo número sesenta se ha movido.
    Melanie introdujo la información con el pequeño teclado.
    -No lo parece -dijo. Redujo la escala para equipararla a la del mapa topográfico y localizó el punto rojo. Sigue en el mismo punto del pantano -informó.
    -Al menos podremos desvelar ese misterio -señaló Kevin-, aunque no veamos a ningún otro ejemplar.
    Se aproximaban a un muro de jungla de treinta metros de altura. Cuando giraron por la última curva del pantano, vieron que el canal desaparecía en la enmarañada vegetación.
    -Dentro de un momento estaremos a la sombra -observó Candace-. Estará mucho más fresco.
    -No cuentes con ello -repuso Kevin.
    Empujando las ramas hacia un lado, se deslizaron silenciosamente en la perpetua oscuridad del bosque. A diferencia de lo que esperaba Candace, fue como entrar en un sofocante y opresivo invernadero. La vegetación rezumaba humedad y no corría ni un soplo de aire fresco. Aunque la densa bóveda de árboles, enredaderas y lianas impedía el paso de los rayos del sol, también mantenía el calor como una pesada manta de lana. Algunas de las hojas medían treinta centímetros de diámetro. La oscuridad del túnel de vegetación los tomó por sorpresa a los tres, hasta que sus ojos se acostumbraron a la penumbra. Poco a poco, comenzaron a percibir detalles del paisaje, hasta que les pareció estar en el crepúsculo, poco antes del anochecer.
    Desde el momento en que las primeras ramas se cerraron tras ellos, los atacaron enjambres de insectos: mosquitos, tábanos, moscas y abejorros. Melanie buscó desesperadamente el repelente de insectos. Después de aplicárselo, se lo pasó a los demás.
    -Huele como una maldita cloaca -dijo Candace desde la popa-. Y acabo de ver una serpiente. Detesto las serpientes.
    -Mientras permanezcamos en la canoa, estaremos a salvo -dijo Kevin.
    -Entonces tengamos cuidado de no volcar -terció Melanie.
    -¡No te atrevas a mencionar siquiera esa posibilidad! -gimió Candace-. Tenéis que recordar que yo acabo de llegar.
    Vosotros lleváis años aquí.
    -Sólo tenemos que preocuparnos por los cocodrilos y los hipopótamos -dijo Kevin-. Cuando veas uno, dímelo.
    -¡Genial! -repuso Melanie con nerviosismo-. ¿Y qué haremos entonces?
    -No quería preocuparte -dijo él-. No creo que nos topemos con ninguno hasta que lleguemos al lago.
    -¿Y entonces qué? -preguntó Candace-. Creo que debí informarme de los peligros del viaje antes de salir.
    -No nos molestarán -aseguró Kevin-. Al menos, eso me han dicho. Mientras estén en el agua, lo único que tenemos que hacer es permanecer a una distancia prudencial. Sólo cuando están en tierra pueden volverse imprevisiblemente agresivos y tanto los hipopótamos como los cocodrilos son más rápidos de lo que crees.
    -Empiezo a asustarme -admitió Candace-. Y yo que creía que nos íbamos a divertir.
    -Nadie dijo que fuera a ser un día de campo -protestó Melanie-. Hemos venido con un propósito; no a hacer turismo.
    -Espero que tengamos suerte -dijo Kevin. Entendía perfectamente a Candace; él mismo no acababa de creer que lo hubieran arrastrado hasta allí.
    Además de los insectos, la fauna silvestre dominante eran las aves, que salían incesantemente de entre las ramas, llenando el aire con sus melodías.
    A ambos lados del canal, el bosque era un muro impenetrable. Sólo de tanto en tanto, Kevin y las dos jóvenes alcanzaban a divisar algo a más de unos pocos metros de distancia.
    Hasta la costa era invisible, oculta tras una maraña de plantas y raíces acuáticas.
    Mientras remaba, Kevin observó la oscura superficie del pantano, que estaba cubierta de innumerables arañas de agua. Calculó la velocidad a la que flotaban junto a los troncos y supuso que avanzaban a una marcha rápida de hombre.
    A ese paso, calculó que llegarían al lago de los hipopótamos en unos diez o quince minutos.
    -¿Por qué no programas el localizador en el modo de búsqueda? -sugirió Kevin a Melanie-. Si reduces el alcance a esta zona, sabremos si hay bonobos cerca.
    Melanie estaba inclinada sobre el pequeño ordenador cuando percibió una súbita conmoción a su izquierda. Un instante después, oyeron chasquidos de ramas en el bosque.
    -¡Dios mío! -exclamó Candace con una mano en el pecho-. ¿Qué demonios ha sido eso?
    -Supongo que otro dsiker -respondió Kevin-. Esos pequeños antílopes están incluso en las islas.
    Melanie volvió a concentrarse en el localizador y muy pronto informó a los demás de que no había bonobos en las proximidades.
    -Desde luego -dijo Kevin con sarcasmo-. Habría sido demasiado sencillo.
    Veinte minutos después, Candace divisó un tenue haz de luz entre las ramas, un poco más adelante.
    -Debe ser el lago -aventuró Kevin.
    Remaron durante unos instantes y por fin la canoa se deslizó sobre la superficie despejada del lago de los hipopótamos. Deslumbrados por la luz radiante del sol, los tres se pusieron las gafas de sol.
    El lago no era grande. En realidad, parecía más bien una laguna larga, salpicada de islotes cubiertos de matorrales y atestados de blancas íbises. Densos muros de juncos bordeaban la costa y, aquí y allí, inmaculados nenúfares se alzaban sobre la superficie del agua. Cúmulos de vegetación flotante, lo bastante densos para sostener el peso de las aves más pequeñas, giraban perezosamente en círculos, empujados por la suave brisa.
    A ambos lados, el límite del bosque se había alejado de la orilla, formando vastos campos cubiertos de hierba. Algunos de ellos estaban salpicados de palmeras. A la izquierda, por encima de las copas de los árboles, las peñascosas cimas del macizo de piedra caliza se divisaban claramente en la brumosa luz de la mañana.
    -Es muy bonito -dijo Melanie.
    -Me recuerda a las pinturas sobre la época prehistórica -comentó Kevin-. Hasta puedo imaginarme un par de brontosaurios en el fondo.
    -¡Dios mío! ­Ya veo los hipopótamos a la izquierda! -exclamó Candace, alarmada, señalando con el remo.
    Kevin miró en la dirección indicada. En efecto, sobre la superficie del agua se veían las cabezas y las orejas de una docena de esos enormes mamíferos. Posados sobre sus coronillas, unos cuantos pájaros blancos se limpiaban las plumas.
    -Tranquila -dijo-. Mira cómo se alejan lentamente de nosotros. No nos crearán ningún problema.
    -Nunca he sido una gran amante de la naturaleza -musitó Candace.
    -No es preciso que te justifiques -repuso Kevin, que recordaba con claridad su propia inquietud ante la fauna silvestre durante su primer año en Cogo.
    -Según el mapa, debería haber un camino no muy lejos, en la costa izquierda -dijo Melanie estudiando el mapa topográfico.
    -Si no recuerdo mal, hay un camino a lo largo de toda la orilla este del lago -repuso Kevin-. Comienza en el puente.
    -Es verdad. Tiene que estar por aquí cerca, a la izquierda.
    Kevin dirigió la canoa en esa dirección y buscó una abertura entre los juncos.
    Por desgracia, no encontró ninguna.
    -Creo que tendremos que abrirnos paso con el bote entre la vegetación -dijo.
    -Desde luego -replicó Melanie-. Yo no pienso bajar hasta que no haya tierra firme.
    Kevin indicó a Candace que dejara de remar y, con varias brazadas vigorosas, dirigió la canoa hacia el alto muro de juncos. Para sorpresa de todos, el bote se abrió paso fácilmente entre la vegetación, pese a los ruidos de raspaduras en el casco. Antes de lo que esperaban, toparon con la costa.
    -Ha sido fácil -dijo. Miró a su espalda para observar el sendero que habían abierto en la vegetación, pero las cañas ya habían vuelto a su posición original.
    -¿Tengo que bajar? -preguntó Candace-. No veo el suelo. ¿Y si está lleno de bichos y serpientes?
    -Abrete paso con el remo le indicó Kevin. En cuanto Candace saltó al suelo desde la popa, Kevin remó hacia la vegetación y consiguió acercar aún más la canoa a la orilla. Melanie bajó sin dificultad.
    -¿Qué hacemos con la comida? -preguntó Kevin.
    -Dejémosla aquí -respondió Melanie-. Trae sólo la bolsa con el radiorreceptor direccional y la linterna. Yo ya tengo el localizador y el mapa.
    Las mujeres esperaron a que Kevin saltara del bote y le indicaron que tomara la delantera. Con la bolsa de instrumentos en bandolera, Kevin echó a andar hacia el interior de la isla, apartando los juncos a su paso. El terreno era cenagoso y el barro se adhería a sus zapatos, pero unos tres metros más allá salieron a un campo de hierba.
    -Esto parece un campo, pero en realidad es una ciénaga -protestó Melanie mirándose las zapatillas de tenis, que estaban empapadas y cubiertas de barro negro.
    Kevin estudió el mapa para orientarse y por fin señaló a la derecha.
    -El chip del bonobo número sesenta debería estar a menos de treinta metros de aquí, en dirección a esos árboles -dijo.
    -Terminemos con esto de una vez -dijo Melanie. Tras observar el lamentable estado de sus flamantes zapatillas de tenis, hasta ella empezaba a cuestionarse su presencia allí. En Africa, nada resultaba sencillo.
    Kevin echó a andar y las mujeres lo siguieron. Al principio, las irregularidades del terreno dificultaban la marcha. Aunque la hierba parecía uniforme, crecía en pequeños montículos rodeados de agua cenagosa.
    Pero a unos quince metros de la orilla, el suelo se elevó y se volvió relativamente más seco. Unos instantes después, llegaron a un camino.
    Para su sorpresa, la senda parecía trillada. Discurría paralela a la costa del lago.
    -Siegfried debe de enviar más cuadrillas de obreros de los que creíamos -dijo Melanie-. Este camino se ha preservado muy bien.
    -Tienes razón -convino Kevin-. Supongo que tienen que mantenerlos para facilitar la recogida de ejemplares. La selva es demasiado densa y avanza con rapidez. Es una suerte; el camino nos ayudará. Si no recuerdo mal, éste conduce al macizo de piedra caliza.
    -Si vienen por aquí para mantener los caminos, es probable que Siegfried dijera la verdad -señaló Melanie-. Puede que los obreros hicieran fuego.
    -Ojalá sea así -dijo Kevin.
    -Huele mal -observó Candace, olfateando el aire-. En realidad, huele a podrido.
    Sus amigos olfatearon el aire y asintieron.
    -Mala señal -dijo Melanie.
    Kevin hizo un gesto de asentimiento y se dirigió hacia los árboles. Unos minutos después, tapándose la nariz, los tres descubrieron el origen del repulsivo olor: los restos del bonobo número sesenta. Los insectos devoraban el cadáver del animal y era evidente que algunos depredadores más grandes habían participado en el festín.
    Sin embargo, el estado del cadáver era menos pavoroso que la prueba de la causa de la muerte. La criatura había recibido un golpe entre los ojos con una piedra en forma de cuña que le había partido el cráneo por la mitad. La piedra seguía en su sitio. Los globos oculares, fuera de sus órbitas, miraban en direcciones opuestas.
    -¡Ay! -exclamó Melanie-. Es lo que temíamos. Esto sugiere que los bonobos no se han limitado a dividirse en dos grupos; también están matándose entre sí. Me pregunto si el número sesenta y siete también ha muerto.
    Kevin dio un puntapié a la cuña de piedra, separándola de la cabeza semidescompuesta. Los tres la miraron.
    -También temíamos ver esto -señaló él.
    -¿A qué te refieres? -preguntó Candace.
    -Ese trozo de roca tiene una forma artificial -explicó. Con la punta del zapato, señaló uno de los bordes de la piedra, que estaba mellado-. Al parecer, están fabricando herramientas.
    -Más pruebas circunstanciales -dijo Melanie.
    -Vamos hacia donde dé el viento antes de que vomite -dijo Kevin-. No puedo soportar este olor.
    Se había alejado tres pasos en dirección este, cuando alguien lo cogió del brazo, obligándolo a detenerse. Se volvió y vio a Melanie con el dedo índice en los labios. La chica señaló al sur.
    Kevin miró hacia allí y contuvo la respiración. A unos cincuenta metros, entre las sombras de la arboleda, había un bonobo. El animal estaba completamente erguido e inmóvil, como un soldado de la guardia de honor. Parecía mirarlos con la misma atención con que ellos lo miraban a él.
    Kevin se sorprendió de su tamaño, pues el animal medía más de un metro y medio. También parecía excedido de peso; a juzgar por su musculoso torso, debía de pesar entre sesenta y cinco y setenta kilos.
    -Es más alto que los bonobos que han llevado al hospital para los trasplantes -observó Candace-. O al menos me lo parece. Claro qué cuando yo tuve ocasión de verlos, estaban sedados y atados a una camilla.
    -Chist -dijo Melanie-. No lo asustemos. Puede que no tengamos oportunidad de ver a ningún otro.
    Con lentitud, Kevin se quitó la bolsa del hombro, sacó el radiorreceptor direccional y programó el sistema de búsqueda. Con un suave zumbido, el artefacto señaló en dirección al bonobo y luego emitió un pitido continuo. Miró la pantalla de cristal líquido y dio un respingo.
    -¿Qué pasa? -murmuró Melanie al ver su cambio de expresión.
    -¡Es el número uno! -respondió Kevin también en susurros-. Mi doble.
    -Vaya, estoy celosa -dijo Melanie en voz baja-. A mí también me gustaría ver al mío.
    -Ojalá pudiéramos ver mejor -terció Candace-. ¿Nos arriesgamos a acercarnos?
    Kevin estaba impresionado por dos razones. En primer lugar, por la coincidencia de que el primer bonobo que habían encontrado fuera su doble. En segundo lugar, porque si involuntariamente había creado una raza de protohumanos, en un sentido metafórico, se estaba viendo a sí mismo seis millones de años antes.
    -Esto es demasiado -dijo.
    -¿A qué te refieres? -preguntó Melanie.
    -En cierto sentido, ése que está allí soy yo mismo -respondió Kevin.
    -Tampoco te pases -dijo Melanie.
    -Es obvio que está erguido como un ser humano -observó Candace-, pero es más peludo que la mayoría de los tíos con los que he salido.
    -Muy graciosa -dijo Melanie sin reír.
    -Melanie, usa el localizador para explorar el área -pidió Kevin-. Los bonobos suelen ir en grupo, así que es probable que haya más en los alrededores. Podrían estar ocultos detrás de los árboles.
    Melanie manipuló el instrumento.
    -No puedo creer que se quede tan quieto -señaló Candace.
    -Quizá esté muerto de miedo -repuso Kevin-. No debe de saber qué pensar de nosotros. O, si Melanie tiene razón sobre la falta de hembras, puede que se haya quedado prendado de vosotras dos.
    -Eso sí que no me hace ninguna gracia -dijo Melanie sin levantar la vista del teclado.
    -Lo siento -se disculpó Kevin.
    -¿Qué tiene en la cintura? -preguntó Candace.
    -Yo estaba preguntándome lo mismo -dijo Kevin-. No veo bien, pero tal vez sea una liana que se le enredó mientras se abría paso entre la vegetación.
    -Quizá sea uno de los machos dominantes de su grupo -dijo Melanie-. Con tan pocas hembras, es muy probable que se comporten como los chimpancés. En tal caso, podría estar demostrando su valor.
    Transcurrieron varios minutos y el bonobo permaneció inmóvil.
    -Esto parece uno de esos atolladeros típicos de las películas de vaqueros -protestó Candace-. Acerquémonos todo lo posible. ¿Qué podemos perder? Incluso si sale corriendo, veremos algo más.
    -De acuerdo -repuso Kevin-. Pero no hagáis movimientos bruscos. No quiero asustarlo. Si lo hacemos, quizá perdamos la oportunidad de ver a otros.
    -Vosotros primero-dijo Candace.
    Los tres avanzaron con sigilo, paso a paso. Kevin iba delante, seguido de cerca por Melanie. Candace caminaba en la retaguardia. Cuando llegaron al punto medio entre ellos y el bonobo, se detuvieron. Ahora podían verlo mucho mejor.
    El animal tenía cejas prominentes y una frente en declive, como los chimpancés, pero el prognatismo del extremo inferior de la cara era menor al de un bonobo normal. Su nariz era chata, con unas aletas que se ensanchaban y se hundían alternativamente. Las orejas eran más pequeñas que las de los chimpancés o los bonobos, y estaban aplanadas a ras de la cabeza.
    -¿Estáis pensando lo mismo que yo? -preguntó Melanie.
    Candace asintió.
    -Me recuerda a los dibujos de cavernícolas que había en los libros de texto de la escuela.
    -¿Habéis visto sus manos? -preguntó Kevin.
    -Sí -respondió Candace-. ¿Qué tienen de particular?
    -El pulgar. No es como el de los chimpancés. Está separado de la palma.
    -Tienes razón. Y eso significa que es capaz de oponerlo a los demás dedos.
    -¡Santo cielo! -susurró él-. Las pruebas circunstanciales se acumulan. Supongo que si en el brazo corto del cromosoma seis se encuentran los genes evolutivos responsables de la bipedación, también podrían encontrarse allí los que permiten oponer el pulgar a los dedos.
    -Lo que lleva a la cintura es una liana -observó Candace-.
    Ahora la veo con claridad.
    -Acerquémonos un poco más -sugirió Melanie.
    -No sé -dijo Kevin-. Creo que estamos tentando a la suerte. Con franqueza, me sorprende que aún no haya huido de nosotros. Tal vez deberíamos sentarnos aquí a mirarlo.
    -Hace muchísimo calor al sol -replicó Melanie-. Y todavía no son las nueve, así que dentro de un rato será peor. Si decidimos sentarnos a observar, yo propongo que sea a la sombra. Y entonces también me gustaría tener la comida con nosotros.
    -Estoy de acuerdo -intervino Candace.
    -Claro que estás de acuerdo -se burló Kevin-. Me sorprendería que no fuera así.
    Estaba cansado de ver que cada vez que Melanie hacía una sugerencia, Candace la apoyaba incondicionalmente. Gracias a su adhesión, se habían metido en más de un lío.
    -Gracias por el cumplido -dijo Candace, indignada.
    -Lo siento -se disculpó él, que no prentendía herir sus sentimientos.
    -Bueno, yo me acercaré -dijo Melanie-. Al fin y al cabo, Jane Goodall consiguió aproximarse a los chimpancés.
    -Es verdad -repuso Kevin-, pero después de meses de acostumbrarlos a su presencia.
    -De todos modos voy a intentarlo -insistió ella.
    Kevin y Candace dejaron que avanzara unos tres metros, luego intercambiaron una mirada, se encogieron de hombros y la siguieron.
    -No tenéis que hacerlo por mí -dijo Melanie.
    -En realidad, quiero acercarme lo suficiente para ver la expresión de la cara de mi doble -susurró Kevin-. Y también quiero mirarlo a los ojos.
    En silencio, y con paso lento y sigiloso, los tres consiguieron llegar a unos seis metros del bonobo. Luego volvieron a detenerse.
    -¡Es increíble! -susurró Melanie sin apartar los ojos de la cara del animal-. Los únicos indicios de que el animal estaba vivo eran un parpadeo de vez en cuando, algunos movimientos de los ojos y el ensanchamiento de las fosas nasales con cada inspiración.
    -Mira esos pectorales -indicó Candace-. Es como si se hubiera pasado media vida en el gimnasio.
    -¿Cómo creéis que se hizo esa cicatriz? -preguntó Melanie.
    El bonobo tenía una gruesa cicatriz que se extendía desde un lado de la cara casi hasta la boca.
    Kevin se inclinó y lo miró a los ojos. Eran castaños, igual que los suyos. Puesto que tenía el sol de frente, las pupilas eran apenas un puntito. Kevin aguzó la vista, buscando algún indicio de inteligencia, pero era difícil detectarlo.
    De improviso, el animal hizo chocar las palmas con tanta fuerza que el eco hizo vibrar las hojas de la arboleda. Al mismo tiempo gritó: "¡At !".
    Kevin, Melanie y Candace dieron un respingo. Preocupados desde un principio por la posibilidad de que el bonobo huyera de ellos, ni siquiera habían pensado en una conducta agresiva. El violento palmoteo y el grito los asustó, haciéndoles temer un ataque. Sin embargo, el animal no los atacó y volvió a quedarse petrificado.
    Después de un instante de confusión, recuperaron parte de su anterior compostura y miraron con nerviosismo al bonobo.
    -¿A santo de qué ha hecho eso? -preguntó Melanie.
    -No creo que tenga miedo de nosotros -dijo Candace-. Tal vez deberíamos retroceder.
    -Estoy de acuerdo -asintió Kevin con inquietud-, pero hagámoslo despacio. No os dejéis dominar por el pánico.
    Siguiendo su propio consejo, dio unos pasos lentos hacia atrás e hizo señas a las chicas para que lo imitaran.
    El bonobo reaccionó llevándose una mano a la espalda y cogiendo una herramienta colgada a la liana que le rodeaba la cintura. Alzó la herramienta por encima de su cabeza y volvió a gritar "¡At!". Los tres se detuvieron en seco, con los ojos desorbitados de horror.
    -¿Qué significa "At"? -gimió Melanie al cabo de unos segundos. ¿Será una palabra? ¿Es posible que hablen?
    -No tengo la menor idea -respondió Kevin con voz temblorosa-. Pero al menos no se ha arrojado sobre nosotros.
    -¿Qué tiene en la mano? -preguntó Candace con aprensión-. Parece un martillo.
    -Lo es -respondió Kevin-. Es un martillo de carpintero.
    Ha de ser una de las herramientas que robaron los bonobos durante las obras del puente.
    -Mira cómo lo sujeta -dijo Melanie-, como lo haríamos tú o yo. No cabe duda de que puede oponer el pulgar a la palma.
    -¡Tenemos que escapar! -gimió Candace-. Me habíais dicho que estas criaturas eran tímidas, y éste no tiene ninguna pinta de serlo.
    -¡No corras! -advirtió Kevin con los ojos fijos en los del bonobo.
    -Vosotros quedaos, si queréis, pero yo vuelvo a la piragua -dijo Candace, desesperada.
    -Nos iremos todos, pero despacio -dijo Kevin.
    A pesar de las advertencias, Candace dio media vuelta y echó a correr. Sin embargo, no había recorrido más de unos metros cuando se detuvo en seco y gritó.
    Melanie y Kevin se volvieron, y contuvieron la respiración al descubrir la causa del susto de su amiga: unos veinte bonobos más habían salido del bosque y se habían dispuesto en semicírculo, bloqueando la salida de la arboleda.
    Candace retrocedió despacio, hasta que chocó con Melanie.
    Durante un minuto nadie habló ni se movió, ni siquiera los animales. Luego, el ejemplar número uno volvió a gritar "¡At!", y los bonobos comenzaron a rodear a los humanos.
    Candace dejó escapar un gemido de angustia mientras ella, Kevin y Melanie se aproximaban entre sí, formando una piña. El cerco de los animales comenzó a cerrarse como un lazo. Los bonobos se aproximaron lentamente y pronto los humanos pudieron percibir su olor penetrante. Los animales tenían una expresión indescifrable, pero atenta. Sus ojos destellaban.
    Por fin se detuvieron a menos de un metro del grupo y estudiaron los cuerpos de los tres amigos de arriba abajo. Algunos empuñaban piedras en forma de cuña, como la que había matado al bonobo número sesenta.
    Ellos no se movieron. Estaban paralizados de terror. Todos los animales parecían tan fuertes como el número uno.
    El bonobo número uno permaneció fuera del apretado cerco. Todavía tenía el martillo en la mano, pero ya no lo levantaba. Se aproximó y caminó alrededor del grupo, mirando a los humanos por entre las cabezas de sus congéneres. Luego emitió una retahíla de sonidos acompañados de ademanes.
    Algunos de los demás bonobos le respondieron y uno de ellos tendió el brazo hacia Candace, que soltó un gemido ahogado.
    -No te muevas -consiguió decir Kevin-. Creo que el hecho de que hasta ahora no nos hayan hecho daño es buena señal.
    Candace tragó saliva con dificultad mientras la mano del bonobo le acariciaba el cabello. Parecía fascinado por el color rubio. La joven tuvo que hacer acopio de todo su valor para no gritar ni retroceder.
    Otro animal comenzó a gesticular y emitir sonidos. Luego se señaló un costado, donde Kevin vio una larga sutura quirúrgica.
    -A éste le extrajimos un riñón para trasplantárselo al empresario de Dallas -dijo Kevin con temor-. Mira cómo nos señala. Creo que nos asocia con el personal que lo recogió.
    -Mala señal -susurró Melanie.
    Otro animal extendió el brazo y palpó el brazo comparativamente lampiño de Kevin. Luego tocó el radiorreceptor direccional que el investigador tenía en la mano. Kevin se sorprendió de que no intentara arrebatárselo.
    El bonobo que estaba frente a Melanie cogió la tela de su blusa con el pulgar y el índice, como si se interesara por su textura. Luego tocó el localizador que sujetaba la chica con la punta de un dedo.
    -Parecen fascinados por nosotros -dijo Kevin con voz titubeante-. Y se muestran curiosamente respetuosos. Quizá piensan que somos dioses.
    -¿Cómo podemos reforzar esa creencia? -preguntó Melanie.
    -Les daré algo -respondió él.
    Pensó en los objetos que llevaba encima y de inmediato se decidió por el reloj. Con movimientos lentos, se puso el radiorreceptor direccional bajo al axila y se quitó el reloj de pulsera. Cogiéndolo por la correa, se lo tendió al animal que tenía delante.
    El bonobo inclinó la cabeza para examinar el reloj y luego lo cogió. Pero en cuanto lo hubo hecho, el bonobo número uno emitió otro sonido "¡Ot!" y el animal que tenía el reloj se lo entregó de inmediato. El bonobo número uno examinó el reloj y acto seguido se lo puso en el antebrazo.
    -¡Dios mío! -exclamó Kevin-. Mi doble se ha puesto mi reloj. Esto es una pesadilla.
    El bonobo número uno pareció admirar el reloj durante unos instantes. Luego unió el pulgar y el índice, formando un círculo, y dijo: "Randa".
    Al punto, uno de los bonobos salió corriendo y desapareció en el bosque. Cuando regresó, llevaba un rollo de cuerda.
    -¿Cuerda? -preguntó Kevin, asustado-. ¿Y ahora qué?
    -¿De dónde sacaron la cuerda? -preguntó Melanie.
    -Sin duda la robaron junto con las herramientas -respondió él.
    -¿Qué van a hacer? -preguntó Candace con nerviosismo.
    El bonobo fue directamente hacia Kevin y le enlazó la cintura con la cuerda. Con una mezcla de miedo y admiración, el investigador vio cómo el animal hacía un nudo rudimentario y apretaba la cuerda contra su abdomen.
    Kevin miró a las mujeres.
    -No os resistáis -dijo-. Creo que todo irá bien a menos que los asustemos o los hagamos enfadar.
    -Pero yo no quiero que me aten -sollozó Candace.
    -Mientras no nos hagan daño, no importa -dijo Melanie, con la esperanza de tranquilizar a su amiga.
    El bonobo ató a Melanie y luego a Candace de forma similar. Cuando hubo terminado, retrocedió unos pasos, con el extremo de la cuerda en la mano.
    -Es obvio que quieren que nos quedemos -señaló Kevin, procurando desdramatizar la situación.
    -Espero que no te ofendas si no festejo tu broma -replicó Melanie.
    -Por lo menos no les molesta que hablemos -dijo él.
    -Al contrario, curiosamente, parecen interesados en nuestra conversación -observó Melanie. Cada vez que uno de ellos hablaba, el bonobo que estaba más cerca inclinaba la cabeza en un gesto de atención.
    De repente, el bonobo número uno abrió y cerró los de dos, mientras separaba los brazos del pecho. Al mismo tiempo, dijo: "Arak".
    De inmediato, todos los animales comenzaron a moverse, incluido el que sujetaba el extremo de la cuerda. Kevin, Melanie y Candace se vieron obligados a seguirlos.
    -Ese ademán era el mismo que hacía el bonobo en el quirófano-dijo Candace.
    -Entonces debe querer decir "marchaos", "moveos" o "fuera" -señaló Kevin-. Es increíble, pero ¡hablan!
    Salieron de la arboleda y cruzaron el campo hasta llegar al camino, donde los bonobos enfilaron hacia la derecha.
    Mientras los tres amigos hablaban, los animales permanecieron silenciosos, pero también atentos.
    -Sospecho que no es Siegfried quien mantiene los caminos-dijo Kevin-, sino los bonobos.
    En cuanto se internaron en la selva, el sendero giró hacia el sur. Incluso en el interior del bosque seguía despejado y con la tierra compacta.
    -¿Adónde nos llevan? -preguntó Candace con nerviosismo.
    -Supongo que a las cuevas -respondió Kevin.
    -Esto es ridículo -protestó Melanie-. Nos llevan como perros con una correa. Si tanto les fascinamos, quizá deberíamos resistirnos.
    -No lo creo -repuso Kevin-. Estoy convencido de que debemos hacer todo lo posible para no enfadarlos.
    -¿Candace? -dijo Melanie-. ¿Tú qué piensas?
    -Estoy demasiado asustada para pensar. Lo único que quiero es volver a la canoa.
    El bonobo que sujetaba la cuerda giró en redondo y dio un tirón que estuvo a punto de hacer caer a los tres amigos.
    Luego sacudió la mano con la palma hacia abajo, murmurando: "Hana".
    -¡Joder! ¡Qué fuerza tiene! -protestó Melanie tratando de mantener el equilibrio.
    -¿Qué habrá querido decir? -preguntó Candace.
    -Yo diría que nos está ordenando que cerremos el pico -dijo Kevin.
    De repente, los animales se detuvieron y comenzaron a comunicarse por señas. Varios de ellos señalaron hacia los árboles de la derecha y un pequeño grupo se internó en la espesura. Los demás formaron un amplio círculo, con la excepción de tres que treparon a los árboles con una facilidad que desafiaba la fuerza de gravedad.
    -¿Qué pasa? -susurró Candace.
    -Algo importante -dijo Kevin-. Todos parecen preocupados.
    Pasaron varios minutos. Ninguno de los bonobos se movió ni hicieron el menor ruido. De pronto, hubo una violenta conmoción a la derecha, acompañada de gritos agudos.
    Súbitamente, los árboles se llenaron de monos colobos que huían desesperadamente en dirección a los bonobos que habían trepado a los árboles.
    Los aterrorizados monos intentaron cambiar de rumbo, pero con la prisa, varios de ellos cayeron de las ramas al suelo. Antes de que pudieran recuperarse, los bonobos que se hallaban en el suelo los cercaron y los mataron al instante con cuñas de piedra.
    Candace gimió aterrorizada y se volvió para no mirar.
    -Creo que es un buen ejemplo de caza en grupo -susurró Melanie-. Para hacer algo así se necesita un alto nivel de cooperación. -A pesar de las circunstancias, estaba fascinada.
    -No sigas -susurró Kevin-. Me temo que el jurado ha regresado a la sala y que el veredicto es nefasto. Sólo llevamos una hora en la isla, pero la pregunta que nos trajo aquí ya tiene respuesta. Además de la caza en grupo, hemos observado una postura totalmente erecta, pulgares que se oponen a la palma, fabricación de herramientas y hasta un lenguaje rudimentario. Tengo la impresión de que pueden vocalizar tan bien como tú o como yo.
    -Es extraordinario -murmuró Melanie-. Estos animales han evolucionado cuatro o cinco millones de años en el poco tiempo que llevan aquí.
    -¡Oh, cerrad el pico! -sollozó Candace-. Esas bestias nos han cogido prisioneros, y vosotros dos estáis manteniendo una discusión científica.
    -Es algo más que una discusión científica -corrigió Kevin-. Estamos reconociendo un terrible error, y yo soy el responsable. La realidad es peor de lo que temí al ver humo sobre la isla. Estos animales son protohumanos.
    -Yo debo asumir mi parte de culpa -dijo Melanie.
    -No estoy de acuerdo -repuso Kevin-. Fui yo quien creó estas quimeras al añadirles los segmentos de cromosomas humanos. Tú no eres responsable de nada.
    El y Melanie se giraron a mirar al bonobo número uno, que se aproximaba cargando el cuerpo ensangrentado de un mono colobo. Todavía llevaba puesto el reloj, lo que subrayaba la curiosa naturaleza de la criatura, que lo situaba entre el hombre y el primate.
    El bonobo número uno se puso delante de Candace y le tendió el mono con las dos manos, diciendo: "Sta".
    Candace gimió y giró la cabeza. Parecía a punto de vomitar.
    -Te lo está ofreciendo -dijo Melanie-. Procura agradecérselo.
    -No puedo ni mirarlo -sollozó Candace.
    -¡Inténtalo! -suplicó su amiga. -Candace giró la cabeza con lentitud, aunque su cara reflejaba disgusto. Al mono le habían aplastado la cabeza-. Haz una reverencia o cualquier cosa por el estilo.
    Candace esbozó una débil sonrisa e inclinó la cabeza. El bonobo número uno respondió con otra inclinación y se marchó.
    -Increíble -dijo Melanie mirando cómo se alejaba-. Aun que es obvio que es el macho dominante, aún conserva costumbres de la sociedad matriarcal propia de los bonobos.
    -Lo has hecho muy bien, Candace -dijo Kevin.
    -Estoy histérica -repuso la joven.
    -Siempre quise ser rubia-bromeó Melanie.
    El bonobo que sujetaba la cuerda dio un tirón menos brusco que el anterior. El grupo de animales comenzó a avanzar otra vez, y los tres amigos no tuvieron más remedio que seguirlo.
    -No quiero dar un solo paso más -dijo Candace, llorosa.
    -Domínate -ordenó Melanie-. Todo saldrá bien. Comienzo a pensar que el pálpito de Kevin era acertado. Nos ven como dioses, sobre todo a ti, con tu pelo rubio. Si hubieran querido, podrían habernos matado de inmediato, como hicieron con los monos.
    -¿Por qué mataron a los monos? -preguntó Candace.
    -Supongo que para comérselos -respondió Melanie-. Es curioso, porque los bonobos no son carnívoros como algunos chimpancés.
    -Temía que fueran lo bastante humanos para matar por deporte.
    El grupo atravesó un terreno cenagoso y comenzó a subir por una cuesta. Quince minutos después, emergieron de la penumbra del bosque a una zona rocosa, aunque verde, al pie del macizo de piedra caliza.
    En el centro del muro de piedra estaba la abertura de una cueva, a la que aparentemente sólo se podía acceder mediante una ringlera de cornisas. Junto a la entrada de la caverna había otra docena de bonobos, la mayoría de ellos hembras
    Se golpeaban el pecho con los puños y gritaban "Bada", "Bada" una y otra vez.
    Los bonobos que llevaban a los tres amigos las imitaron y les enseñaron los monos muertos, levantándolos por encima de sus cabezas. Las hembras respondieron con una retahila de gritos agudos, que a Melanie le recordaron los de los chimpancés.
    Luego los bonobos situados al pie del macizo se separaron y empujaron hacia delante a los tres amigos. Al verlos, las hembras guardaron silencio.
    -¿Por qué tengo la impresión de que las hembras no se alegran de vernos? -murmuró Melanie.
    -Yo prefiero pensar que están desconcertadas -respondió Kevin-. No esperaban compañía.
    Por fin el bonobo número uno dijo "Zit" y señaló hacia arriba con el pulgar. El grupo siguió adelante, tirando de Kevin, Melanie y Candace. .













    CAPITULO 18
    7 de marzo de 1997, 6.15 horas.
    Nueva York.

    Jack parpadeó y despertó en el acto. Se sentó y se restregó los ojos. Todavía estaba cansado, pues la noche previa casi no había dormido y la anterior se había acostado más tarde de lo previsto. Sin embargo estaba demasiado nervioso para volver a conciliar el sueño.
    Se levantó del sofá, se envolvió con una manta para protegerse del frío de la mañana y se acercó a la puerta de la habitación. Aguzó el oído. Convencido de que Laurie dormía, entornó la puerta. Como suponía, Laurie estaba tendida de costado bajo una montaña de mantas, respirando profunda mente.
    Con cuidado de no hacer ruido, Jack cruzó de puntillas el dormitorio y entró en el cuarto de baño. Tras cerrar la puerta, se afeitó y se duchó con rapidez. Al salir, vio con satisfacción que Laurie no se había movido de su sitio.
    Cogió ropa limpia del armario, se la llevó consigo al salón y se vistió. Unos minutos después salió del edificio a la luz del amanecer. Hacía frío y unos cuantos copos de nieve flotaban en el aire, empujados por el viento.
    Al otro lado, en el interior de un coche con las luces interiores encendidas, dos policías de uniforme bebían café y leían los periódicos de la mañana. Reconocieron a Jack y lo saludaron con la mano. Jack respondió al saludo. Lou había cumplido su palabra.
    Jack corrió calle abajo, en dirección a una tienda de Columbus Avenue que abría las veinticuatro horas del día. Uno de los policías lo siguió. Jack pensó en comprarle una pasta pero enseguida cambió de idea. No quería que el poli lo interpretara mal.
    Cargado con zumo, café, fruta y pan recién horneado regresó al apartamento. Laurie se había levantado y estaba duchándose. Jack llamó a la puerta y anunció que el desayuno estaría listo cuando ella quisiera.
    Unos minutos después, Laurie salió al salón enfundada en la bata de Jack y con el cabello húmedo. Las secuelas de su encuentro con Angelo no eran especialmente notorias y lo único que llamaba la atención era el ligero morado en el ojo.
    -Ahora que has tenido toda la noche para pensar en el viaje, ¿sigues queriendo hacerlo? -preguntó ella.
    -Desde luego. Estoy completamente decidido.
    -¿De verdad vas a pagar todos los billetes? Te saldrá caro.
    -¿En qué otra cosa puedo gastarme la pasta? -replicó Jack echando un vistazo alrededor-. En mi estilo de vida, no, naturalmente, y la bici ya está pagada.
    -Hablo en serio. En cierto modo, entiendo que quieras llevar a Esteban, pero ¿por qué a Warren y a Natalie?
    La noche anterior, cuando habían propuesto el viaje a Teodora, ésta había recordado a su marido que uno de los dos debía permanecer en la ciudad para atender la tienda y cuidar a su hijo adolescente. Para tomar la decisión habían arrojado una moneda al aire y la suerte había favorecido a Esteban.
    -Hablaba en serio cuando dije que nos divertiríamos -dijo Jack-. Aunque no descubramos nada, y cabe la posibilidad de que así sea, por lo menos haremos un viaje estupendo. El interés de Warren por esa parte de Africa se leía clara mente en sus ojos. Y en el camino de vuelta, pasaremos un par de días en París.
    -A mí no tienes que convencerme-dijo Laurie-. Al principio no quería que fueras, pero ahora estoy entusiasmada.
    -Lo único que nos falta es convencer a Bingham.
    -No creo que sea difícil. Ninguno de los dos nos tomamos vacaciones cuando nos lo propuso. Y Lou prometió poner su granito de arena contándole lo de las amenazas. Seguro que se alegra de que nos marchemos de la ciudad.
    -No me fío de los burócratas. Pero seamos optimistas y, suponiendo que nos vayamos, repartamos las tareas. Yo iré a comprar los billetes mientras tú, Warren y Natalie os ocupáis de los visados. También tendremos que vacunarnos e iniciar un tratamiento preventivo contra la malaria. En rigor, deberíamos contar con más tiempo para las vacunas, pero haremos todo lo que podamos y llevaremos un cargamento de repelente de insectos.
    -Buena idea -dijo ella.
    Puesto que Laurie estaba con él, Jack tuvo que dejar su adorada bicicleta en el apartamento y compartieron un taxi hasta el depósito. Cuando entraron en la sala de identificaciones, Vinnie bajó el periódico que estaba leyendo y los miró como si fueran fantasmas.
    -¿Qué hacéis aquí? -preguntó con voz ronca y de inmediato se aclaró la garganta.
    -¿Qué clase de pregunta es ésa? -inquirió Jack-. Trabajamos aquí, Vinnie, ¿o lo has olvidado?
    -Es que no sabía que estuvierais de guardia -dijo Vinnie.
    Bebió precipitadamente un sorbo de café y volvió a toser.
    Jack y Laurie se acercaron a la cafetera.
    -Hace un par de días que está muy raro -susurró Jack.
    Laurie miró por encima del hombro a Vinnie, que había vuelto a ocultarse detrás del periódico.
    -Ha reaccionado de manera extraña-convino ella-. Y ayer noté que parecía incómodo en mi presencia.
    Sus ojos se cruzaron y los dos se miraron fijamente durante unos instantes.
    -¿Est s pensando lo mismo que yo? -preguntó Laurie.
    -Es posible. Todo parece encajar. Desde luego, podría haberlo hecho.
    -Creo que deberíamos comentárselo a Lou. -No me gustaría que fuera Vinnie, pero tenemos que descubrir quién ha estado filtrando información confidencial.
    Por suerte para Laurie, su turno semanal como jefa de día había terminado y comenzaba el de Paul Plodgett. Este ya estaba ante el escritorio, examinando los casos que habían entrado la noche anterior. Laurie y Jack le dijeron que pensaban tomarse unos días de vacaciones y que no les asignara ninguna autopsia a menos que fuera imprescindible. Paul les aseguró que no habría necesidad, pues la lista de casos era pequeña.
    Laurie, que sabía más de política que Jack, insistió en que, debían comentar sus planes con Calvin antes de abordar a Bingham, y Jack se sometió a su buen criterio. Calvin respondió con un gruñido que deberían haber avisado con más tiempo.
    En cuanto Bingham llegó, Laurie y Jack fueron a su despacho. El jefe del instituto los miró con curiosidad por encima de la montura metálica de las gafas. Tenía la correspondencia en la mano y estaba a punto de leerla.
    -¿Quieren dos semanas a partir de hoy? -preguntó con incredulidad-. ¿Por qué tanta prisa? ¿Es una emergencia?
    -Nos proponemos hacer lo que se llama turismo de aventura –dijo Jack-. Y nos gustaría marcharnos esta misma noche.
    Los ojos vidriosos de Bingham iban y venían de Laurie a Jack.
    -No pensarán casarse, ¿no?
    -No será una aventura tan arriesgada -respondió Jack.
    Laurie soltó una carcajada.
    -Lamentamos no haber avisado con mayor antelación -dijo-. El motivo de nuestra prisa es que anoche los dos recibimos amenazas en relación con el caso Franconi.
    -¿Amenazas? -preguntó Bingham-. ¿Ese ojo a la funerala tiene algo que ver con ellas ?
    -Me temo que sí -respondió Laurie. Había hecho lo posible por cubrir el morado con maquillaje, pero sólo lo había conseguido en parte.
    -¿Y quién está detrás de esas amenazas? -preguntó Bingham.
    -Una de las familias de la mafia de Nueva York -repuso Laurie-. El detective Soldano le informará al respecto y le hablará de la posibilidad de que exista un infiltrado de la mafia en el instituto. Creemos haber descubierto cómo robaron el cadáver de Franconi.
    -Soy todo oídos -dijo Bingham.
    Dejó la correspondencia sobre el escritorio y se reclinó en su sillón.
    Laurie le contó toda la historia, subrayando el hecho de que la funeraria Spoletto tenía el número de admisión de la víctima sin identificar.
    -¿Y el detective Soldano cree que es conveniente que se marchen de la ciudad? -preguntó Bingham.
    -Sí -respondió ella.
    -Bien -dijo Bingham-. Entonces pueden marcharse.
    ¿Tengo que llamar a Soldano o me llamar él?
    -Quedamos en que llamaría él.
    -De acuerdo. -Miró a Jack-. ¿Y qué hay del asunto del hígado?
    -Todavía está sin aclarar -respondió Jack-. Estoy esperando los resultados de las pruebas.
    Bingham hizo un gesto de asentimiento y dijo:
    -Este caso es un auténtico coñazo. Asegúrese de que me notifiquen cualquier descubrimiento mientras usted esté fuera. No quiero sorpresas. -Bajó la vista al escritorio y cogió la correspondencia-. Que tengan buen viaje, y no olviden enviarme una postal.
    Laurie y Jack salieron al pasillo y sonrieron.
    -Esto promete -dijo él-. Bingham era el principal obstáculo.
    -Me pregunto si deberíamos haberle dicho que íbamos a Africa para investigar el asunto del hígado trasplantado dijo ella.
    -No lo creo. Es muy probable que no nos hubiera dejado marchar. Lo único que él quiere es que el caso se esfume sin alboroto.
    Cuando se retiraron a sus respectivos despachos, Laurie telefoneó a la embajada de Guinea Ecuatorial para informarse de los trámites necesarios para los visados, mientras Jack llamaba a las líneas aéreas. Laurie descubrió que Esteban estaba en lo cierto: el visado podía obtenerse en una mañana.
    En la compañía Air France dijeron a Jack que se ocuparían de todo, y él quedó en pasar por la oficina por la tarde a recoger los billetes.
    Poco después, Laurie entró en el despacho de Jack. Estaba radiante.
    -Comienzo a hacerme a la idea de que nos vamos de verdad -dijo con entusiasmo-. ¿Qué tal te ha ido a ti?
    -Bien -respondió Jack-. Salimos esta tarde a las ocho menos diez.
    -No puedo creerlo. Me siento como una adolescente antes de su primer viaje al extranjero.
    Tras hacer los arreglos necesarios para el viaje y la vacunación en el Hospital General de Manhattan, telefonearon a Warren, que dijo que llamaría a Natalie y se reuniría con ellos en el hospital.
    Una enfermera les puso una serie de vacunas y les dio recetas de fármacos para prevenir la malaria. También les dijo que debían esperar una semana para viajar. Jack le explicó que era imposible, y la mujer respondió que se alegraba de no estar en sus zapatos.
    En el pasillo, Warren preguntó a Jack qué había querido decir la enfermera.
    -Las vacunas tardan una semana en hacer efecto -explicó Jack-, excepto la gammaglobulina.
    -¿Entonces corremos algún riesgo? -preguntó Warren.
    -Vivir es un riesgo -bromeó Jack-. Ahora en serio, sí, corremos un riesgo, pero nuestro sistema inmunitario estará más fuerte día a día. El principal peligro es la malaria, pero pienso llevar una tonelada de repelente de insectos.
    -¿Entonces no estás preocupado? -preguntó Warren.
    -No lo suficiente para quedarme en casa.
    Abandonaron el hospital y fueron a un fotógrafo para hacerse las fotografías de pasaporte.
    Con ellas, Laurie, Warren y Natalie se dirigieron a la embajada de Guinea Ecuatorial.
    Jack cogió un taxi rumbo al Hospital Universitario. Una vez allí, subió directamente al laboratorio del doctor Malovar. Como de costumbre, el anatomopatólogo estaba inclinado sobre el microscopio. Jack esperó pacientemente a que terminara de examinar la muestra.
    -Ah, doctor Stapleton lo saludó Malovar-, me alegro de verlo. Veamos, ¿dónde está su muestra?
    El laboratorio del doctor Malovar era un polvoriento caos de libros, revistas médicas y centenares de bandejas de portaobjetos. Las papeleras estaban siempre a rebosar. El profesor se negaba rotundamente a que cualquiera limpiara su lugar de trabajo por miedo a que perturbaran su metódico desorden.
    Con sorprendente rapidez, Malovar localizó la muestra de Jack encima de un libro de patología veterinaria. Sus dos dedos diestros cogieron el portaobjetos y lo pusieron bajo el objetivo del microscopio.
    -Osgood tuvo una idea excelente al sugerir que el doctor Hammersmith examinara la muestra -dijo Malovar mientras enfocaba. Una vez satisfecho con el enfoque, se irguió en su silla, cogió el libro y lo abrió en la página señalada con un portaobjetos vacío.
    Le entregó el libro a Jack, que miró la página indicada. En ella había una fotomicrografía de un corte de hígado, en la que se veía un granuloma similar al de la muestra de Jack.
    -Es igual -aseguró el doctor Malovar e hizo una seña a Jack para que lo confirmara mirando por el microscopio.
    Jack se inclinó y examinó el preparado histológico. Las imágenes parecían idénticas.
    -Sin duda, ésta es una de las muestras más interesantes que me ha traído -afirmó el doctor Malovar, apartando de sus ojos un mechón de cabello gris-. Como puede ver en el libro, el microorganismo agresor se llama Hepatocystis.
    -¿Es poco común? -preguntó Jack.
    -Bueno, yo diría que es insólito encontrarlo en el depósito de cadáveres de Nueva York -respondió el doctor Malovar-. ¡Extraordinario! Verá , sólo se encuentra en primates, y exclusivamente en primates de Africa y el sudeste asiático.
    Nunca se ha visto en el Nuevo Mundo y mucho menos en humanos.
    -¿Nunca? -preguntó Jack.
    -Mire, yo nunca lo había visto -dijo Malovar-, y he visto muchos parásitos hepáticos. Más aún, el doctor Osgood tampoco lo había visto nunca, y él ha visto más parásitos hepáticos que yo. Basándome en la experiencia de ambos, puedo afirmar que este parásito no existe en los seres humanos.
    Por supuesto, es probable que se presente en las zonas endémicas, pero incluso allí, apuesto a que es poco frecuente. De lo contrario habríamos visto al menos algún caso.
    -Le agradezco su ayuda -dijo Jack con aire ausente, pensando en las inferencias de esa sorprendente información.
    De hecho, era un indicio de que Franconi había sido sometido a un heterotrasplante, y un indicio mucho más claro que el simple hecho de que hubiera viajado a Africa.
    -Este sería un caso interesante para presentar en uno de nuestros seminarios -señaló Malovar-. Si en algún momento le interesa hacerlo, hágamelo saber.
    -Claro -repuso Jack con aire evasivo. Su mente era un auténtico torbellino.
    Se despidió del profesor, cogió el ascensor hasta la planta baja y se dirigió al depósito. El hallazgo de un parásito de primate en la muestra hepática era una prueba significativa. Sin embargo, también debía tener en cuenta los análisis de ADN que había hecho Ted Lynch. Y para complicar más las cosas, estaba la ausencia de inflamación en el hígado, pese a no haberse detectado fármacos inmunosupresores. De lo único que estaba seguro era de que todo aquello carecía de lógica.
    Al regresar al depósito, Jack subió directamente al laboratorio de ADN con la intención de interrogar a Ted. Esperaba que a él se le ocurriera alguna hipótesis para explicar los últimos hallazgos.
    Jack no tenía los conocimientos necesarios sobre el tema para sacar sus propias conclusiones, pues las investigaciones sobre el ADN avanzaban con sorprendente rapidez.
    -¡Caramba, Stapleton! ¿Dónde demonios estabas? -preguntó Ted al verlo-. He estado llamando a todos los departamentos y nadie sabía nada de ti.
    -He estado fuera -dijo Jack a la defensiva. Por un instante pensó en explicarle lo que ocurría, pero cambió de idea. En las últimas doce horas habían pasado demasiadas cosas.
    -¡Siéntate! -ordenó Ted.
    Jack se sentó.
    Ted rebuscó entre los papeles de su escritorio hasta que encontró una película cubierta de centenares de pequeñas bandas negras. Se la entregó a Jack.
    -¿Por qué me haces esto, Ted? Sabes perfectamente bien que no me entero de nada cuando miro estos chismes.
    Sin hacerle caso, Ted continuó buscando otra película. La encontró debajo del informe sobre el presupuesto del laboratorio, en el que había estado trabajando momentos antes, y se la entregó a Jack.
    -Levántalas a la luz -indicó Ted.
    Jack lo hizo y comparó las dos películas. Las diferencias eran evidentes, incluso para un lego como él.
    Ted señaló la primera plancha de celuloide.
    -Este es un estudio del área del ADN que codifica las proteínas ribosómicas de un ser humano. He cogido un caso al azar para que veas qué aspecto tiene.
    -Muy bonito -dijoJack.
    -No empieces con tus sarcasmos.
    -Lo intentaré.
    -Bien; este otro es un estudio del tejido hepático de Franconi -explicó Ted-. Corresponde a la misma área y se han usado las mismas enzimas que para el primer estudio. ¿Notas las diferencias?
    -Es lo único que noto -respondió Jack.
    Ted le quitó la primera película y señaló la que seguía en manos de Jack.
    -Como te dije ayer, tenemos la información en CD ROM, así que programé el ordenador para que buscara un patrón coincidente con éste. He descubierto que el patrón es similar al que presentaría un chimpancé.
    -¿Similar? ¿No es idéntico? -preguntó Jack. En ese caso, ningún resultado era concluyente.
    -No, pero cercano. Podría tratarse de un primo de un chimpancé. Algo por el estilo.
    -¿Los chimpancés tienen primos?
    -Ni idea -respondió Ted encogiéndose de hombros-.
    Pero me moría por darte esta información. Tienes que admitir que es sorprendente.
    -De modo que, según tú, ha sido un heterotrasplante -sugirió Jack.
    Ted volvió a encogerse de hombros.
    -Puestos a fantasear, yo diría que sí. Sin embargo, teniendo en cuenta los resultados del DQ alfa, no sé qué pensar.
    Además, por iniciativa propia, he iniciado un análisis del de los grupos sanguíneos ABO. Hasta el momento, los resultados coinciden con el DQ alfa. Creo que dará un pareamiento perfecto con Franconi, lo que me confunde aún más. Es un caso rarísimo.
    -¡Y que lo digas! -exclamó Jack. Luego le contó a Ted el hallazgo de un parásito de primate.
    Ted hizo una mueca de perplejidad.
    -Me alegro de no estar a cargo de este caso -dijo.
    Jack dejó las películas sobre el escritorio de Ted.
    -Con un poco de suerte, en los próximos días encontraré una pista -dijo-. Esta noche me voy a Africa, al mismo país donde estuvo Franconi.
    -¿Te envía el instituto? -preguntó Ted, sorprendido.
    -No. Lo hago por cuenta propia. Bueno, en realidad, eso no es del todo cierto. Yo pagaré los billetes, pero Laurie me acompaña.
    -¡Caray! Sí que eres concienzudo.
    -Más bien obstinado -replicó Jack levantándose para marcharse.
    Cuando llegó a la puerta del laboratorio, Ted le dijo:
    -Ah, tengo los resultados del mitocondrial. Coinciden con los de Franconi, así que al menos la identificación fue acertada.
    -Por fin algo definitivo -dijo Jack.
    Cuando se disponía a salir, Ted volvió a llamarlo.
    -Acaba de ocurrírseme una idea descabellada -dijo-. La única explicación para estos resultados es que el hígado sea quimérico.
    -¿Qué demonios significa eso?
    -Significa que el hígado podría contener ADN de dos organismos diferentes -respondió Ted.
    -Mmm -musitó Jack-. Tendré en cuenta esa posibilidad.


    ---
    Cogo, Guinea Ecuatorial
    Bertram consultó el reloj de pulsera. Eran las cuatro de la tarde. Miró por la ventana y comprobó que la repentina y violenta tormenta tropical, que apenas quince minutos antes había oscurecido por completo el cielo, ya había amainado.
    Ahora la tarde era soleada y sofocante.
    Movido por un súbito impulso, levantó el auricular y llamó a la unidad de fertilización. Contestó Shirley Cartwright, la técnica del turno de la tarde.
    -¿Han inyectado las hormonas a los dos bonobos hembras? -preguntó Bertram.
    -Todavía no.
    -Tenía entendido que las inyecciones estaban previstas para las dos de la tarde.
    -Según el plan original, sí -repuso Shirley con voz titubeante.
    -¿Y a qué se debe la demora?
    -A que la señorita Becket no ha llegado todavía -respondió Shirley de mala gana. Lo último que pretendía era crearle problemas a su jefa inmediata, pero no podía mentir.
    -¿A qué hora debía llegar? -preguntó Bertram.
    -A ninguna hora en particular. Dijo que estaría ocupada en el hospital del laboratorio durante la mañana. Supongo que la habrán retenido allí.
    -¿No dejó instrucciones para que otra persona inyectara las hormonas si no regresaba a las dos? -preguntó Bertram.
    -Al parecer, no -respondió Shirley-. Por eso suponemos que llegará en cualquier momento.
    -Si no ha regresado dentro de treinta minutos, quiero que administren las dosis previstas -ordenó Bertram-. ¿Pueden hacerlo?
    -Desde luego, doctor.
    Bertram cortó la comunicación y marcó el número del hospital. Puesto que estaba menos familiarizado con el personal de allí, no reconoció a la mujer que respondió. Sin embargo, ésta le dio una versión inquietante: Melanie no había ido al hospital en todo el día porque estaba ocupada en el Centro de Animales.
    Bertram colgó el auricular y tamborileó nerviosamente con la uña del dedo índice sobre el teléfono. Aunque Siegfried juraba que había resuelto el problema de Kevin y sus supuestas amantes, Bertram no acababa de creérselo. Melanie era muy concienzuda con su trabajo y no era propio de ella faltar a sus obligaciones.
    Volvió a levantar el auricular y llamó a Kevin, pero no obtuvo respuesta. Embargado por una creciente inquietud, se levantó del escritorio y dijo a Martha, su secretaria, que volvería en una hora. Subió a su Cherokee y se dirigió a la ciudad.
    Al llegar a las afueras, precisamente en el punto en que el asfalto dejaba paso a los adoquines de granito, tuvo que frenar con brusquedad. En su disgusto, no había reparado en la velocidad, y los adoquines mojados por el reciente chaparrón estaban resbaladizos como el hielo, de modo que el vehículo patinó varios metros antes de detenerse por completo.
    Bertram estacionó en el aparcamiento del hospital. Subió a la tercera planta del laboratorio y llamó a la puerta de Kevin. No hubo respuesta. Bertram empujó la puerta, pero estaba cerrada con llave.
    Entonces regresó a su coche, dio la vuelta a la plaza y aparcó detrás del ayuntamiento. Saludó con una inclinación de cabeza al grupo de soldados sentados en sillas de paja a la sombra de la arcada.
    Subiendo los peldaños de la escalera de dos en dos, Bertram se presentó ante Aurielo y pidió hablar con Siegfried.
    -En este momento está reunido con el jefe de seguridad -diio Aurielo.
    -Dígale que estoy aquí -dijo Bertram mientras se paseaba por la recepción. Su irritación iba en aumento.
    Cinco minutos después, Cameron McIvers salió del despacho de Siegfried. Saludó a Bertram, pero éste tenía tanta prisa por ver al gerente de la Zona, que ni siquiera respondió.
    -Tenemos problemas -anunció Bertram-. Melanie Becket no se ha presentado a poner las inyecciones programadas para esta tarde, y Kevin Marshall no está en su laboratorio.
    -No me sorprende -dijo Siegfried con tranquilidad. Se reclinó en su silla y se estiró, levantando el brazo sano-. Esta mañana los vieron juntos con la enfermera. Por lo visto, el ménage a trois va viento en popa. Anoche tuvieron una pequeña fiesta en casa de Kevin y las mujeres pasaron la noche allí.
    -¿De veras? -preguntó Bertram, que no imaginaba al solitario investigador en una aventura semejante.
    -Nadie lo sabe mejor que yo -respondió Siegfried-. Vivo enfrente de su casa. Además, un rato antes de la fiesta me encontré con las mujeres en el bar Chickee. Ya estaban algo bebidas, y me contaron que se dirigían a casa de Kevin.
    -¿Y adónde fueron esta mañana? -preguntó Bertram.
    -Supongo que a Acalayong -contestó Siegfried-. Un miembro del personal de limpieza los vio zarpar en piragua antes del amanecer.
    -Entonces han ido a la isla por agua -protestó Bertram.
    -Se dirigían hacia el oeste; no hacia el este -replicó Sieg fried.
    -Quizá fuera un truco para despistarnos.
    -Es posible. Yo también pensé en esa posibilidad; incluso se la mencioné a Cameron. Pero ambos creemos que para visitar la isla hay que desembarcar obligatoriamente en la zona de estacionamiento. El resto de la isla está rodeada de mangles y pantanos.
    Bertram alzó la vista y la fijó en las gigantescas cabezas de rinoceronte colgadas en la pared, detrás de Siegfried. Sus cráneos vacíos le recordaban al del gerente de la zona; aun que en este caso debía admitir que quizá tuviera razón. En efecto, la imposibilidad de acceder a la isla por agua era una de las razones que los había inducido a escogerla para el proyecto de los bonobos.
    -Y no pueden haber desembarcado en la zona de estacionamiento -prosiguió Siegfried-, porque los soldados siguen allí, muertos de ganas de encontrar un pretexto para usar sus rifles AK-47. -El gerente rió-. Cada vez que recuerdo que destrozaron el parabrisas trasero del coche de Melanie, no puedo contener la risa.
    -Puede que tenga razón -admitió Bertram a regañadientes.
    - Claro que tengo razón -dijo Siegfried.
    -Pero sigo preocupado. Y no me fío. Me gustaría entrar en el despacho de Kevin.
    -¿Para qué?
    -Fui lo bastante estúpido para enseñarle a manejar el programa de localización de bonobos -explicó Bertram- Y ha sacado buen provecho de esa información. Lo sé porque he comprobado que ha accedido a él varias veces, durante largo rato. Quiero saber qué ha averiguado.
    -Es razonable -dijo Siegfried. Llamó a Aurielo y le pidió una tarjeta magnética para abrir el laboratorio de Kevin.
    Luego se dirigió a Bertram-: Si encuentra algo interesante, comuníquemelo.
    -Claro; no se preocupe -repuso Bertram.
    Regresó al laboratorio y abrió el despacho de Kevin con la tarjeta magnética. Cerró la puerta con llave y registró el escritorio en primer lugar. Al no encontrar nada, echó un vistazo por la estancia. El primer indicio sospechoso fue una pila de papeles junto a la impresora: eran copias impresas del gráfico de la isla.
    Estudió cada una de las páginas y observó que representaban distintas escalas. Pero no entendía el significado de las abigarradas figuras geométricas.
    Dejó las copias a un lado, conectó el ordenador de Kevin y revisó los directorios. Poco después descubrió lo que buscaba: la fuente de información de las copias impresas.
    Durante la media hora siguiente, Bertram permaneció fascinado ante la pantalla. Kevin había ideado un sistema para seguir a cada animal en tiempo real. Después de investigar las posibilidades del sistema durante unos minutos, Bertram encontró un archivo que documentaba los movimientos de los animales durante un período de varias horas. Con esta información, consiguió reproducir las formas geométricas.
    -Eres más listo de lo que te conviene -dijo en voz alta mientras el ordenador reproducía consecutivamente los movimientos de cada animal.
    Tras observar la totalidad del proceso, Bertram descubrió el problema con los bonobos número sesenta y sesenta y siete. Inquieto, procuró hacer que los indicadores de los animales se movieran, pero al ver que no lo conseguía volvió al tiempo real y buscó la situación actual de los dos ejemplares.
    Estaban inmóviles.
    -¡Dios mío! -gimió. De repente, la preocupación por Kevin desapareció, reemplazada por otra más apremiante.
    Apagó el ordenador, cogió las copias impresas y salió corriendo del laboratorio. Una vez fuera del edificio, pasó junto a su coche y cruzó corriendo la plaza en dirección al ayuntamiento. Sabía que a pie llegaría antes.
    Subió las escaleras volando. Al verlo entrar en la recepción, Aurielo alzó la vista, sorprendido. Bertram no le hizo caso e irrumpió en el despacho de Siegfried sin esperar que lo anunciaran.
    -Tengo que hablar con usted de inmediato -dijo entre jadeos.
    Siegfried estaba reunido con el supervisor del servicio de alimentación. Los dos se sobresaltaron ante la imprevista entrada de Bertram.
    -Es una emergencia -añadió Bertram.
    El supervisor del servicio de alimentación se puso en pie.
    -Puedo volver más tarde -dijo y se marchó.
    -Más le vale que sea importante -advirtió Siegfried.
    Bertram sacudió los papeles en el aire.
    -Tengo malas noticias -dijo sentándose en la silla que acababa de dejar libre el supervisor-. Kevin Marshall inventó un sistema para seguir a los bonobos en tiempo real.
    -¿Y qué?
    -Dos de los bonobos no se mueven, los números sesenta y sesenta y siete. Y hace más de veinticuatro horas que están inmóviles. Sólo hay una explicación posible: ¡han muerto!
    Siegfried arqueó las cejas.
    -Bueno, son animales -dijo-. Los animales mueren. Es lógico que haya alguna baja.
    -No entiende nada -replicó Bertram-. Usted se rió de mi inquietud por la división de los bonobos en dos grupos, aunque le dije que era importante. Por desgracia, esto es una prueba de ello. Estoy absolutamente seguro de que los animales se están matando entre sí.
    -¿De veras lo cree así? -preguntó Siegfried, alarmado.
    -No tengo la menor duda. Estos últimos días no he hecho más que preguntarme por qué se habían dividido y llegué a la conclusión de que se debió a un error nuestro, pues no supimos mantener el equilibrio entre machos y hembras. No hay otra explicación. Y esto significa que los machos están
    peleando por las hembras. Estoy seguro.
    -¡Cielo santo! -exclamó Siegfried sacudiendo la cabeza-.
    Es una noticia terrible.
    -Más que terrible, es catastrófica. Si no hacemos algo de inmediato, será la ruina del proyecto.
    -¿Y qué podemos hacer?
    -En primer lugar, no decírselo a nadie -repuso Bertram-.
    Si llegaran a solicitar un trasplante con los órganos del animal sesenta o sesenta y siete, nos ocuparemos del problema en su momento. En segundo lugar, y esto es lo más importante, debemos trasladar a los animales aquí, como he dicho tantas veces. Los bonobos no podrán matarse si están en jaulas separadas.
    Siegfried tuvo que aceptar el consejo del veterinario. Aunque siempre había insistido en que los animales permanecieran en la isla por razones logísticas y de seguridad, las cosas habían cambiado. No podían permitir que los bonobos se mataran entre sí. En las presentes circunstancias, no había alternativa.
    -¿Cuándo iremos a buscarlos? -preguntó Siegfried.
    -Lo antes posible. Puedo organizar una cuadrilla de hombres de confianza para mañana por la mañana. Comenzaremos por el grupo más pequeño. Cuando todos los animales estén enjaulados, lo que debería llevarnos un par de días, los trasladaremos por la noche al Centro de Animales, donde tendré una zona preparada especialmente para ellos.
    -Supongo que debo retirar a los soldados de la zona de estacionamiento -dijo Siegfried-. Lo único que nos falta es que disparen a nuestros hombres.
    -Nunca me gustó la idea de que estuvieran apostados allí. Temía que dispararan a un bonobo por deporte o para hacer sopa.
    -¿Cuándo informaremos a nuestros respectivos jefes de GenSys?
    -Cuando hayamos acabado. Sólo entonces sabremos con seguridad cuántos animales han muerto. Es probable que entretanto se nos ocurra alguna idea de cómo alojarlos. Creo que tendremos que construir una planta aislada.
    -Para eso necesitamos autorización -dijo Siegfried.
    -Por supuesto -replicó Bertram mientras se ponía en pie-.
    Ahora debemos dar gracias de que yo tomara la precaución de llevar las jaulas a la isla.
    ---
    Nueva York
    Hacía semanas que Raymond no se sentía tan bien. Todo había ido viento en popa desde que se había levantado de la cama. Poco después de las nueve, había telefoneado al doctor Waller Anderson, que no sólo estaba dispuesto a unirse al grupo, sino que ya tenía dos clientes preparados para pagar sus primas de ingreso y viajar a las Bahamas para las extracciones de médula ósea.
    Luego, a mediodía, Raymond había recibido una llamada de la doctora Alice Nonvood, que tenía su consulta en Rodeo Drive, Beverly Hills. La mujer le había informado de que conocía a tres médicos que estaban ansiosos por sumarse al proyecto. Estos profesionales tenían grandes consultorios privados en Century City, Brentwood y Bel-Air. La doctora estaba convencida de que muy pronto enrolarían a una avalancha de clientes, pues en la costa Oeste había un extraordinario mercado potencial para los servicios que ofrecía Raymond.
    Pero la mayor satisfacción de Raymond ese día era que no había tenido noticias de Vinnie Dominick ni del doctor Daniel Levitz. Y él interpretaba el silencio como una señal de que el caso Franconi por fin estaba resuelto.
    A las tres y media, sonó el timbre del portero automático.
    Darlene atendió y anunció a Raymond con voz llorosa que el coche lo esperaba.
    Raymond abrazó a su amante y le dio una palmadita en la espalda.
    -Es probable que la próxima vez puedas venir conmigo -dijo para consolarla.
    -¿De veras? -preguntó ella.
    -No puedo garantizártelo, pero haré todo lo posible.
    Lo cierto era que Raymond no tenía control alguno sobre los vuelos de GenSys, y Darlene sólo había podido ir a Cogo en una ocasión. En los demás viajes, el avión había estado lleno. El procedimiento habitual era volar desde Estados Unidos a Europa y, desde allí, a Bata. En el viaje de regreso se seguía el mismo itinerario, aunque hacían escala en una ciudad europea distinta.
    Tras prometer a Darlene que la llamaría en cuanto llegara a Cogo, Raymond bajó su maleta. Subió en el coche que lo esperaba y se arrellanó en el asiento con satisfacción.
    -¿Quiere que ponga la radio, señor? -preguntó el chofer.
    -Claro; por qué no -respondió Raymond, que ya se sentía más animado.
    El trayecto por la ciudad fue la parte más complicada del viaje. Cuando entraron en la autopista del oeste, avanzaron a buen ritmo. Había mucho tránsito, pero se movía en fluidez, pues aún no había empezado la hora punta. Lo mismo sucedió en el puente de George Washington. En menos de una hora, Raymond se apeó en el aeropuerto de Teterboro.
    El avión de GenSys todavía no había llegado, pero eso no preocupó a Raymond, que se sentó en un lugar de la cafetería desde donde podía ver las pistas y pidió un whisky. En el preciso momento en que le servían su copa, el jet de GenSys descendió de entre las nubes y aterrizó. Se detuvo justamente frente a Raymond.
    Era un precioso avión pintado de blanco, con una raya roja en un lado. Sus únicas señales distintivas eran la sigla de identificación, N69SU, y una pequeña bandera estadounidense. Ambas estaban en la cola.
    En la parte delantera se abrió lentamente una puerta y la escalera descendió hacia la pista. Un auxiliar de vuelo, impecablemente vestido con un uniforme azul marino, descendió por la escalera y entró en la terminal del aeropuerto. Se llamaba Roger Perry, y Raymond lo recordaba bien. Junto con otro auxiliar, de nombre Jasper Devereau, había volado con él en todos los viajes anteriores.
    Una vez dentro del edificio, Roger paseó la vista por el vestíbulo. Cuando localizó a Raymond, fue a su encuentro y lo saludó.
    -¿Este es todo su equipaje? -preguntó mientras cogía la maleta de Raymond.
    -Así es -respondió él. ¿Nos vamos ya, o el avión tiene que repostar?
    -Ya estamos preparados, señor.
    Raymond se levantó y siguió al auxiliar al exterior. Era una tarde gris y fría de marzo. Mientras se aproximaba al avión, Raymond deseó que la gente lo mirara. En momentos como aquél, sentía que había tenido suerte de que le retiraran la licencia médica.
    -Dígame, Roger -dijo Raymond poco antes de llegar a la escalinata del avión-. ¿El avión va completo hasta Europa?
    En los viajes anteriores, Raymond había viajado con varios ejecutivos de GenSys.
    -Sólo hay otro pasajero -respondió Roger. Al pie de la escalera se hizo a un lado para que Raymond lo precediera.
    Raymond sonrió. Con un único pasajero más y dos auxiliares de vuelo, el viaje sería aun más agradable de lo que había previsto. Los problemas de los días anteriores le parecieron un precio pequeño por semejante lujo.
    Una vez dentro del avión, lo recibió Jasper, que cogió su abrigo y su americana y preguntó si le apetecía una copa antes de despegar.
    -Esperaré -respondió Raymond con cortesía.
    Jasper apartó la cortina que separaba la cocina de la cabina de pasajeros. Henchido de orgullo, entró en la parte principal del avión, preguntándose cuál de los mullidos asientos de piel escogería. Entonces vio al otro pasajero y se quedó paralizado, al tiempo que sentía un nudo en el estómago.
    -Hola, doctor Lyons. Bienvenido a bordo.
    -¡Taylor Cabot! -exclamó Raymond-. No esperaba encontrarlo aquí.
    -Lo entiendo -dijo Taylor-. A decir verdad, yo tampoco esperaba encontrarme aquí. -Sonrió y señaló el asiento contiguo.
    Raymond se sentó de inmediato, mientras se maldecía interiormente por no haber aceptado la copa que le había ofrecido Jasper. De repente, tenía la garganta completamente seca.
    -Me informaron del plan de vuelo del avión -explicó Taylor-, y puesto que tengo un hueco en mi agenda, pensé que podría aprovecharlo para controlar personalmente la operación de Cogo. Fue una decisión de último momento. Naturalmente, antes nos detendremos en Zúrich, donde tengo prevista una breve reunión con unos banqueros. Espero que no tenga inconveniente.
    Raymond negó con la cabeza.
    -No, claro que no -balbuceó.
    -¿Y qué tal va el proyecto de los bonobos?
    -Muy bien. Esperamos varios clientes nuevos. De hecho, tenemos dificultades para satisfacer la demanda.
    -¿Y qué me dice de ese desgraciado asunto de Carlo Franconi? -preguntó Taylor-. Espero que el problema esté solucionado.
    -Sí, desde luego -balbuceó Raymond, intentando sonreír.
    -En parte, el motivo de mi viaje es asegurarme de que vale la pena financiar el proyecto -continuó Taylor-. El jefe del departamento de contabilidad dice que estamos obteniendo algún beneficio, pero el jefe de operaciones tiene reservas sobre los riesgos que el proyecto podría suponer para el plan original de experimentación con primates. De modo que tendré que tomar una decisión. Espero que usted esté dispuesto a ayudarme.
    -Desde luego -dijo Raymond mientras oía el zumbido característico del avión antes de despegar.
    En la cafetería de la terminal de salidas del aeropuerto JFK parecía que se estaba celebrando una fiesta. Hasta Lou se encontraba allí, bebiendo cerveza y comiendo cacahuetes. Estaba de excelente humor, como si él también fuera a viajar.
    Jack, Laurie, Warren, Natalie y Esteban estaban sentados con Lou alrededor de una mesa redonda, en un rincón de la cafetería. Sobre sus cabezas, un televisor emitía un partido de hockey. La potente voz del comentarista y los vítores de los aficionados añadían animación a la algarabía general.
    -Ha sido un día estupendo -dijo Lou a Laurie-. Cogimos a Vido Delbario y está cantando como un pajarito para salvar el culo. Creo que vamos a desarticular la banda de Vaccaro.
    -¿Y qué hay de Angelo Facciolo y Franco Ponti? -preguntó ella.
    -Esa es otra historia -dijo Lou con una risita-. Por una vez el juez se ha puesto de nuestro lado y fijó una fianza de dos millones por cabeza. Todo gracias al cargo por suplantación de identidad policial.
    -¿Y la funeraria Spoletto? -preguntó Laurie.
    -Será una mina de oro -repuso Lou-. El propietario es el hermano de la mujer de Vinnie Dominick. Lo recuerdas, verdad, Laurie?
    Laurie asintió.
    -¿Cómo iba a olvidarlo?
    -¿Quién es Vinnie Dominick? -preguntó Jack.
    -Un tipo que desempeñó un papel inesperado en el caso Cerino -respondió Laurie.
    -Trabaja para la familia rival, los Lucia -explicó Lou-.
    Después de la caída de Cerino, han mantenido buenas relaciones. Pero tengo la impresión de que hemos acabado con el romance.
    -¿Se sabe algo del topo del depósito? -preguntó Laurie.
    -Eh, lo primero, primero -dijo Lou-. Ya llegaremos a ese punto. No te preocupes.
    -Cuando lo hagáis, investigad a un ayudante llamado Vinnie Amendola -sugirió Laurie.
    -¿Por algún motivo en particular? -preguntó Lou mientras apuntaba el nombre en la libretita que siempre llevaba en el bolsillo delantero de la americana.
    -Sólo una vaga sospecha -respondió Laurie.
    -Hecho -dijo Lou-. ¿Sabéis?, este episodio nos demuestra la rapidez con que pueden cambiar las cosas. Ayer era el último mono del departamento y hoy soy el niño mimado.
    Hasta he recibido una llamada del capitán, que dejó caer la posibilidad de un ascenso. ¿Podéis creerlo?
    -Te lo mereces -afirmó Laurie.
    -Pues si me ascienden a mí, también deberían ascenderos a vosotros dos -respondió Lou.
    Jack sintió que alguien le daba una palmada en el hombro.
    Era la camarera, que preguntaba si querían otra ronda.
    -Eh, oídme -gritó Jack por encima del bullicio de voces-. ¿más cerveza?
    Miró primero a Natalie, que cubrió su copa con la mano, indicando que ya tenía suficiente. Estaba guapísima con su mono de color morado. Era maestra en una escuela de Harlem, pero no se parecía a ninguna de las maestras que Jack recordaba de su infancia más bien, sus rasgos le recordaban a las esculturas egipcias que Laurie lo había llevado a ver en el Metropolitan. Sus ojos eran almendrados y sus labios gruesos y voluptuosos. Llevaba el cabello recogido en una multitud de intrincadas trenzas. Natalie le había contado que ese peinado era la especialidad de su hermana.
    Cuando Jack miró a Warren para comprobar si quería más cerveza, éste negó con la cabeza. Estaba sentado junto a Natalie y sobre su camiseta negra llevaba una cazadora de deporte que de algún modo conseguía disimular su portentosa musculatura. Jack nunca lo había visto tan contento. En lugar de apretar los labios con su habitual expresión de terquedad, esbozaba una media sonrisa.
    -Yo estoy bien -dijo Esteban, cuya sonrisa era aún más grande que la de Warren.
    Jack miró a Laurie.
    -No quiero más -dijo ella-. Me reservo para el vino de la comida en el avión.
    Laurie llevaba el pelo rojizo recogido en una trenza y vestía un holgado blusón de tela aterciopelada y unas mallas.
    Con esa ropa informal y su humor alegre y despreocupado, Jack pensó que parecía una colegiala.
    -Yo sí que tomaré otra cerveza -dijo Lou.
    -Una cerveza -pidió Jack a la camarera-, y la cuenta.
    -¿Qué tal os ha ido hoy? -les preguntó Lou.
    -Bueno, estamos aquí -respondió Jack-, y ése era nuestro principal objetivo. Laurie y los demás fueron a tramitar los visados mientras yo compraba los billetes. -Se dio un par de palmadas en el estómago-. También llevo unos cuantos francos en un cinturón antirrobo. Me dijeron que la moneda más fuerte en esa región de Africa es el franco francés.
    -¿Qué haréis al llegar? -preguntó Lou.
    Jack señaló a Esteban.
    -Nuestro compañero de viaje nativo se ha hecho cargo de todo. Su primo irá a buscarnos al aeropuerto y la esposa de éste tiene un hotel.
    -Así que estaréis muy bien -dijo Lou-. ¿Y cuál es el plan una vez allí?
    -El primo de Esteban nos ha conseguido una furgoneta de alquiler -respondió Jack-. Con ella iremos a Cogo.
    -¿Y os presentaréis así, como si tal cosa?
    -Esa es la idea -respondió Jack.
    -Pues que tengáis suerte -dijo Lou.
    -Gracias. Es muy probable que la necesitemos.
    Media hora después, todos, salvo Lou, subieron con alegría al 747.
    Buscaron sus asientos y guardaron el equipaje de mano.
    En cuanto se sentaron, el avión comenzó a moverse sobre la pista. Más tarde, cuando los motores comenzaron a rugir y el avión se preparaba para el despegue, Jack cogió la mano de Laurie y la apretó con fuerza.
    - ¿Te encuentras bien? -preguntó ella.
    - Jack asintió.
    -No me gustan los viajes en avión -dijo Jack.
    Laurie comprendió.
    -¡Ya estamos en camino! -exclamó Warren con alegría-.
    ¡Allá vamos, Africa!

















    CAPITULO 19
    8 de marzo de 1997 - 2.00 horas.
    Cogo, Guinea Ecuatorial

    -¿Duermes? -preguntó Candace en un susurro.
    -¿Bromeas? dijo Melanie-. ¿Cómo quieres que duerma sobre una roca, abrigada por unas cuantas ramas?
    -Yo tampoco puedo dormir. Sobre todo con tantos ronquidos. ¿Y qué me dices de Kevin?
    -Estoy despierto -respondió él.
    Estaban en el interior de una pequeña cámara situada en el fondo de la cueva principal. Reinaba una oscuridad casi absoluta. La única luz procedía de la luna que brillaba en el exterior.
    Los animales les habían asignado esa zona poco después de su llegada allí. Tenía unos tres metros de ancho y un techo en declive que en la parte más alta mediría un metro setenta y cinco, como Kevin. En el fondo de la cueva no había un muro de roca; sencillamente las paredes de piedra se estrechaban formando un túnel. Unas horas antes, Kevin había explorado el túnel a la luz de la linterna, con la esperanza de encontrar otra salida al exterior, pero el túnel terminaba abruptamente a unos diez metros de allí.
    A pesar de la fría recepción de las hembras, los bonobos los habían tratado bien. Al parecer, estaban fascinados con los humanos y se proponían mantenerlos con vida. Les habían ofrecido agua cenagosa en calabazas y una variedad de alimentos. Por desgracia, la comida se componía de larvas, gusanos y demás insectos, acompañada de alguna hierba del lago de los Hipopótamos.
    Durante la tarde, los animales habían hecho fuego en la entrada de la cueva. Kevin estaba muy interesado en ver cómo lo prendían, pero se encontraba demasiado lejos para observar el método. El grupo de bonobos había formado un estrecho círculo, y media hora después el fuego estaba encendido.
    -Bueno, esto aclara el misterio del humo -había dicho Kevin.
    Los animales habían empalado a los monos colobos y los habían cocinado al fuego. A continuación, los habían partido en trozos y repartido con gran algarabía. A juzgar por sus gritos y chillidos, la carne de mono era un auténtico manjar para los bonobos.
    El ejemplar número uno había puesto varios trozos de carne en una hoja grande para ofrecérselos a los humanos.
    Pero sólo Kevin se había atrevido a probar. Luego había comentado a las mujeres que la carne de mono tenía un sabor curiosamente similar a la de elefante, que había comido en una ocasión. Un año antes, Siegfried había cazado un elefante en el bosque y, después de extraerle los comillos, había ordenado cocinar parte de la carne en la cocina del hospital.
    Los bonobos no habían intentando inmovilizar a los humanos, ni les habían impedido que se desataran. Sin embargo, habían dejado claro que querían que se quedaran en la pequeña cueva. En todo momento, dos de los ejemplares más grandes los vigilaban de cerca. Cada vez que Kevin o sus amigas se acercaban a la entrada, los animales chillaban a voz en cuello o, lo que era más aterrador, se acercaban mostrando los dientes, aunque se detenían a último momento. De esa manera, consiguieron retener al grupo dentro de la cueva.
    -Tenemos que hacer algo -dijo Melanie-. No vamos a quedarnos aquí para siempre. Y es obvio que tendremos que actuar mientras duermen. Ahora, por ejemplo.
    Todos los bonobos que estaban en la cueva, incluidos los supuestos guardias, dormían profundamente sobre primitivos lechos de ramas y hojas. La mayoría roncaba.
    -Creo que no debemos correr el riesgo de hacerlos enfadar -dijo Kevin-. Es una suerte que nos hayan tratado tan bien.
    -Yo no diría que alguien que te ofrece gusanos para comer te trata bien -replicó Melanie-. Bromas aparte, tenemos que hacer algo. Además, es probable que se vuelvan agresivos.
    No sabemos qué pueden llegar a hacernos.
    -Prefiero esperar -insistió Kevin-. Ahora somos una novedad, pero pronto perderán el interés por nosotros. Además, en la ciudad nos echarán de menos. Siegfried y Bertram se figurarán rápidamente dónde estamos y enviarán a alguien a buscarnos.
    -Yo no estaría tan segura -dijo Melanie-. Es muy probable que Siegfried tome nuestra desaparición como un regalo del cielo.
    -Siegfried quizá ; pero Bertram, no -repuso Kevin-. En el fondo, es una buena persona.
    -¿Tú qué opinas, Candace? -preguntó Melanie.
    -No sé qué pensar. Esta situación supera mis peores pesadillas, así que no puedo reaccionar. Estoy aturdida.
    -¿Qué vamos a hacer cuando volvamos? -preguntó Kevin-. No hemos hablado de eso.
    -Deberías decir si volvemos -corrigió Melanie.
    -No digas esas cosas -repuso Candace.
    -Tenemos que afrontar los hechos -dijo Melanie-. Por eso pienso que deberíamos hacer algo ahora, mientras duermen.
    -No sabemos si duermen profundamente -dijo Kevin-.
    Salir de aquí podría ser como cruzar un campo de minas.
    -Una cosa es segura -añadió Candace-. Yo no pienso participar en ningún otro trasplante. Ya me sentía incómoda cuando pensaba que eran simios. Ahora que sabemos que son protohumanos, no puedo seguir con esto. Lo tengo muy claro.
    -Es una conclusión inevitable -convino Kevin-. Ningún ser humano medianamente sensible pensaría de otra manera.
    Sin embargo, ésa no es la cuestión. La cuestión es que esta raza nueva existe, y si no se usa para trasplantes, ¿qué se hará con ella?
    -¿Podrán reproducirse? -preguntó Candace.
    -Seguramente -respondió Melanie-. No hemos hecho nada para afectar su fertilidad.
    -¡Dios mío! -exclamó Candace-. ¡Es horrible!
    -Tal vez deberíamos esterilizarlos -sugirió su amiga-. Entonces el problema se limitaría a una sola generación.
    -Ojalá hubiera pensado en esta posibilidad antes de empezar el proyecto -dijo Kevin-. El problema es que una vez que descubrí cómo intercambiar fragmentos de cromosomas, el estímulo intelectual fue tan importante que ni siquiera me detuve a pensar en las consecuencias.
    Un súbito y deslumbrante relámpago iluminó fugazmente el interior de la cueva, y fue seguido por un portentoso trueno. La montaña entera pareció temblar. La violenta conmoción era la forma de la naturaleza de anunciar que una de las tormentas eléctricas, casi diarias, estaba a punto de azotar la isla.
    -Ese ha sido un punto más a mi favor -dijo Melanie cuando se apagó el retumbar del trueno.
    -¿A qué te refieres? -preguntó Kevin.
    -Ese trueno habría podido despertar a un muerto. Y ninguno de los bonobos ha pestañeado siquiera.
    -Es verdad -dijo Candace.
    -Creo que al menos uno de los tres debería tratar de salir insistió Melanie-. Así podríamos alertar a Bertram de lo que está sucediendo aquí. El se ocupará de que alguien venga a rescatar a los otros dos.
    -Estoy de acuerdo -dijo Candace.
    -Naturalmente, cómo no ibas a estarlo -dijo Melanie.
    Tras una breve pausa, Kevin habló:
    -Eh, un momento, ¿no estaréis sugiriendo que vaya yo?
    -Yo no podría meterme sola en la canoa, y mucho menos remar -dijo Melanie.
    -Yo podría meterme, pero dudo mucho de que pudiera remar en la oscuridad -dijo Candace.
    -¿Y las dos pensáis que yo sí?
    -Sin duda lo harías mejor que nosotras -respondió Melanie.
    Kevin se estremeció. La idea de salir a buscar la canoa en la oscuridad, sabiendo que había hipopótamos pastando en los alrededores, era aterradora. Pero aún le asustaba más la idea de tener que remar en el pantano infestado de cocodrilos.
    -Podrías esconderte en la canoa hasta el amanecer -sugirió Melanie-. Lo importante es salir de esta cueva mientras los bonobos duermen.
    La perspectiva de esperar en la canoa sonaba mejor que la de cruzar el lago en la oscuridad, pero no solucionaba el peligro potencial de un encuentro con los hipopótamos en los campos cenagosos.
    -Recuerda que la idea de venir aquí fue tuya -dijo Melanie.
    Kevin iba a protestar, pero se contuvo. En cierto modo, era verdad. El había dicho que la única manera de comprobar si los bonobos eran protohumanos era ir a la isla. Sin embargo, a partir de ese momento, Melanie había asumido el mando.
    -Lo sugeriste tú -dijo Candace-. Lo recuerdo perfectamente. Fue en tu despacho, cuando planteaste el problema del humo.
    -Yo sólo dije... -comenzó él, pero se interrumpió. Sabía por experiencia que era imposible discutir con Melanie, sobre todo cuando Candace la respaldaba, como hacía en esos momentos. Además, desde el sitio donde estaba sentado, veía un claro sendero de luz de luna en el suelo de la caverna, que conducía hasta la entrada. Aparte de algunas rocas y ramas, no había obstáculos.
    Kevin supuso que quizá lo consiguiera. Tal vez no debería pensar en los hipopótamos. Y es posible que fuera cierto que no debían fiarse de la hospitalidad de los bonobos, y no por sus características animales, sino por las que tenían de humanos.
    -De acuerdo -dijo Kevin con súbita determinación-. Lo intentaré.
    -Bravo -dijo Melanie.
    Kevin se puso a gatas. Ya temblaba, sabiendo que muy cerca de él había al menos cincuenta animales corpulentos obstinados en que se quedara donde estaba.
    -Si algo sale mal -dijo Melanie-, vuelve corriendo.
    -Lo dices como si fuera lo más fácil del mundo -replicó Kevin.
    -Será fácil -aseguró ella-. Los bonobos y los chimpancés se duermen en cuanto oscurece y no despiertan hasta el amanecer. No tendrás problemas.
    -¿Y qué me dices de los hipopótamos? -preguntó Kevin.
    -¿Qué pasa con ellos?
    -Olvídalo -dijo él-. Ya tengo suficientes preocupaciones.
    -De acuerdo, buena suerte -susurró Melanie.
    -Sí, buena suerte -repitió Candace.
    Kevin intentó ponerse en pie para salir, pero no pudo. Se dijo que nunca había sido un héroe, y que no era el mejor momento para empezar.
    -¿Qué pasa? -preguntó Melanie.
    -Nada.
    De súbito, en lo más profundo de sí mismo, Kevin encontró el valor que necesitaba. Se levantó y echó a andar encogido hacia la abertura de la cueva.
    Mientras avanzaba, se preguntó si debía moverse lentamente o correr a toda prisa hacia la salida. Se debatía entre la prudencia y la ansiedad por terminar de una vez con aquel tormento. Ganó la prudencia. Avanzó a paso de niño, y cada vez que sus pies producían algún ruido, daba un respingo y se quedaba paralizado en la oscuridad. A su alrededor, oía la ruidosa respiración de los animales dormidos.
    Cuando se hallaba a unos seis metros de la entrada de la caverna, uno de los bonobos se movió tan bruscamente que las ramas de su lecho crujieron. Una vez más, Kevin se detuvo en seco, con el corazón desbocado. Pero el bonobo sólo se había girado en sueños y su respiración era profunda, lo que indicaba que seguía durmiendo. Puesto que la zona próxima a la entrada de la cueva estaba mejor iluminada, Kevin pudo ver con claridad a los bonobos tendidos alrededor. La visión de tantas bestias dormidas lo hizo detenerse. Tras un minuto de total inmovilidad, Kevin reinició la marcha hacia la libertad. Incluso comenzó a sentir una ligera sensación de alivio cuando los aromas de la selva taparon el rancio olor de las fieras. Pero esa sensación duró poco.
    Otro estampido de un trueno, seguido por un súbito chaparrón tropical, sobresaltó a Kevin, que estuvo a punto de perder el equilibrio. Balanceó los brazos frenéticamente hasta que consiguió permanecer de pie y en el sendero previsto.
    Con un escalofrío, pensó en lo cerca que había estado de pisar a uno de los bonobos dormidos.
    Cuando estaba a apenas tres metros de la entrada, Kevin divisó la bóveda oscura de la selva a sus pies. Los sonidos nocturnos de la jungla se oían ahora por encima de los ronquidos de los bonobos.
    Kevin ya estaba lo bastante cerca de la salida para empezar a preocuparse por el descenso por la empinada pared de roca, cuando la suerte lo abandonó. El corazón le dio un vuelco. Una mano le había cogido la pierna. Algo atenazaba su tobillo con tanta fuerza, que se le saltaron las lágrimas. Al mirar hacia abajo, lo primero que vio fue su propio reloj. Era el bonobo número uno.
    -¡Tada! -exclamó el bonobo mientras se ponía en pie de un salto, arrojando a Kevin al suelo en el proceso. Por suerte, esa parte de la cueva estaba cubierta de desperdicios, que amortiguaron la caída. No obstante, Kevin se dio un buen golpe al aterrizar sobre su cadera izquierda.
    El grito del bonobo número uno despertó a los demás animales, que se incorporaron de inmediato. Por un instante el caos fue absoluto, hasta que las bestias comprendieron que no corrían peligro alguno.
    El bonobo número uno soltó el tobillo de Kevin, sólo para agacharse y cogerlo por los brazos. En una sorprendente demostración de fuerza, levantó a Kevin del suelo y lo sostuvo a la distancia de sus brazos.
    Los bonobos emitieron una estridente y furiosa vocalización. Asido por las fuertes garras del animal, Kevin se encogió de dolor.
    Al final de su perorata, el bonobo número uno se adentró en las profundidades de la cueva y arrojó a Kevin en la cámara interior. Después de una última reprimenda, regresó a su lecho.
    Kevin se sentó con esfuerzo. Había caído nuevamente sobre la cadera, que estaba entumecida. También se había torcido la muñeca y tenía un rasguño en el codo. Pero considerando la forma en que lo había arrojado al aire, había salido mejor parado de lo que había previsto.
    Otros gritos retumbaron en la caverna, presumiblemente emitidos por el bonobo número uno, aunque Kevin no podía estar seguro, ya que la oscuridad era total. Se palpó el codo derecho. Sabía que la sustancia pegajosa que lo cubría era sangre.
    -¿Kevin? -susurró Melanie-. ¿Te encuentras bien?
    -Tan bien como puede esperarse -respondió Kevin.
    -¡Gracias a Dios! -dijo Melanie-. ¿Qué ha pasado?
    -No lo sé -respondió Kevin-. Creí que lo había conseguido; estaba en la salida de la cueva.
    -¿Estás herido? -preguntó Candace.
    -Un poco. Pero no me he roto ningún hueso. O eso creo.
    -No vimos qué paso -dijo Melanie.
    -Mi doble me ha reñido. Por lo menos, así lo interpreto yo. Luego me trajo de vuelta aquí. Me alegro de no haber caído encima de vosotras.
    -Lamento haber insistido en que salieras -se disculpó Melanie-. Por lo visto, tenías razón.
    -Me alegro de que lo reconozcas. Pero el plan casi funcionó. Estaba tan cerca...
    Candace encendió la linterna y cubrió el foco con una mano. Dirigió el haz de luz al brazo de Kevin y le examinó el codo.
    -Parece que tendremos que confiar en Bertram Edwards -dijo Melanie. Se estremeció y dejó escapar un suspiro-. Es difícil aceptar que somos prisioneros de nuestras propias creaciones.
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    8 de marzo de 1997, 16.40 horas.
    Bata, Guinea Ecuatorial

    Jack se percató de que estaba apretando los dientes. También apretaba la mano de Laurie con más fuerza de la razonable.
    Hizo un esfuerzo consciente para relajarse. Lo peor había sido el trayecto desde Douala, Camerún, hasta Bata. Viajaban en una compañía barata, que usaba aviones antiguos, la clase de aparatos que solían aparecer en las pesadillas de Jack tras la pérdida de su familia.
    El vuelo no había sido fácil. El avión había esquivado varias tormentas eléctricas, entre enormes nubes que variaban de color, de blanco nata a morado intenso. Veían constantes fogonazos de relámpagos, y la turbulencia era feroz.
    En comparación, la parte anterior del viaje había sido un sueño. El vuelo desde Nueva York hasta París había transcurrido tranquilo y sin incidentes. Todos habían dormido al menos unas horas.
    Habían llegado a París diez minutos antes de lo previsto, de modo que habían tenido tiempo de sobra para hacer la conexión con las líneas aéreas de Camerún. En el viaje hacia Douala, habían dormido incluso mejor. Pero el último tramo hasta Bata había sido horripilante.
    -Estamos aterrizando -anunció Laurie.
    -Espero que sea un aterrizaje controlado -bromeó Jack.
    Miró a través de la ventanilla sucia. Como había previsto, el paisaje parecía una ininterrumpida alfombra verde. Mientras se aproximaban más y más a las copas de los árboles, deseó ver una pista de aterrizaje.
    Finalmente tocaron la pista de cemento y Jack y Warren suspiraron aliviados.
    Mientras los cansados pasajeros descendían del pequeño y anticuado avión, Jack contempló la descuidada pista de aterrizaje y vio algo inesperado. La silueta de un resplandeciente y solitario jet blanco se recortaba contra el fondo verde oscuro de la selva. Apostados junto a los cuatro extremos del avión, había soldados con uniformes de camuflaje y boinas rojas. Aunque ostensiblemente erguidos, habían adoptado diversas posturas de descanso. Todos llevaban rifles automáticos en bandolera.
    -¿De quién es ese avión? -preguntó Jack a Esteban. Puesto que el aparato no tenía señas de identificación, era obvio que se trataba de un jet privado.
    -No tengo ni idea -respondió Esteban.
    El caos de la terminal de llegadas del aeropuerto cogió por sorpresa a todos, salvo a Esteban. Los viajeros procedentes del extranjero estaban obligados a pasar por la aduana. Dos individuos con uniformes sucios y pistolas automáticas en las fundas del cinturón condujeron al grupo, con sus maletas, a un cuarto privado.
    En un principio, dejaron a Esteban fuera de la sala, pero después de una fuerte discusión en un dialecto local, le permitieron entrar. Los hombres abrieron todas las maletas y desparramaron su contenido sobre una mesa grande.
    Esteban explicó a Jack que los oficiales de aduana esperaban un soborno. Jack se negó a darles dinero por cuestiones de principios, pero cuando quedó claro que permanecerían horas en aquel atolladero, se dio por vencido. El problema se resolvió con diez francos franceses.
    Mientras salían al vestíbulo del aeropuerto, Esteban se disculpó:
    -Aquí es un problema. Todos los funcionarios del gobierno piden sobornos.
    Los recibió Arturo, el primo de Esteban. Era un hombre rollizo, excepcionalmente cordial, con ojos brillantes y dientes inmaculados, que estrechó las manos de todos con entusiasmo. Vestía ropas nativas: una colorida túnica estampada y un gorro cuadrangular.
    Salieron del aeropuerto al aire húmedo y sofocante del Africa Ecuatorial. Alrededor, la vista se perdía en la distancia, pues el terreno era relativamente llano. Sobre sus cabezas, el cielo del atardecer era de un intenso color azul, pero grandes nubes de tormenta acechaban en el horizonte.
    -¡Tío, no puedo creerlo! -exclamó Warren, mirando alrededor como un niño en una juguetería-. Hace años que quiero venir a Africa, pero nunca pensé que lo conseguiría.
    -Miró a Jack-. Gracias, colega. ¡Chócala! -añadió tendiendo la mano. Jack y él chocaron las palmas de las manos, como si estuvieran en el campo de baloncesto del barrio.
    Arturo había aparcado la furgoneta alquilada junto a la acera. Tras entregar un par de billetes a un policía, hizo señas al grupo para que subiera al vehículo.
    Esteban insistió en dejar a Jack el asiento del copiloto. Demasiado cansado para discutir, Jack obedeció. Laurie y Natalie se sentaron en el fondo, mientras Warren y Esteban lo hacían en el asiento del medio.
    Mientras salían del aeropuerto, avistaron el mar. La playa era ancha y arenosa, y el suave oleaje bañaba la costa.
    Poco después pasaron junto a un edificio grande y semiderruido de cemento. Unas barras oxidadas de hierro se proyectaban sobre la parte superior como las púas de un erizo de mar. Jack preguntó qué era.
    -Iba a ser un hotel para turistas -respondió Arturo-. Pero no había dinero ni turistas.
    -Mala combinación para un negocio -dijo Jack.
    Mientras Esteban hacía de guía turístico y señalaba distintos parajes, Jack preguntó a Arturo si faltaba mucho para llegar a destino.
    -No; diez minutos -respondió.
    -Tengo entendido que usted trabajó para GenSys -dijo Jack.
    -Sí, tres años. Pero me marché. El gerente es una mala persona. Prefiero quedarme en Bata. Soy afortunado porque tengo trabajo.
    -Queremos visitar el edificio de GenSys -continuó-.
    ¿Cree que habrá algún inconveniente?
    -¿No los esperan? -preguntó Arturo con asombro.
    -No. Es una visita sorpresa.
    -Entonces podrían tener problemas. No les gustan las visitas. Cuando repararon la única carretera que lleva a Cogo, construyeron una valla. Los soldados la vigilan las veinticuatro horas del día.
    -¡Guau! -exclamó Jack-. Eso no suena bien.
    No había considerado la posibilidad de que el acceso a la ciudad estuviera restringido. Confiaba en poder conducir hasta allí y entrar sin dificultad. Sólo había previsto problemas para entrar en el laboratorio o el hospital.
    -Cuando Esteban me telefoneó para decir que iban a Cogo, di por sentado que los habían invitado -explicó Arturo-. Por eso no mencioné la valla.
    -Entiendo. No es culpa suya. Dígame, ¿cree que los soldados aceptarán un soborno para dejarnos entrar?
    Arturo se giró brevemente para mirar a Jack y se encogió de hombros.
    -No lo sé. Les pagan mucho mejor que a las tropas regulares.
    -¿A qué distancia está la verja de la ciudad? -preguntó Jack-. ¿No podríamos entrar por el bosque?
    Arturo volvió a mirar a Jack. La conversación había tomado un giro inesperado.
    -Está bastante lejos -respondió con evidente incomodidad-. A unos cinco kilómetros. Y no es fácil abrirse paso en la selva. Puede ser peligroso.
    -¿Y sólo hay una carretera? -preguntó Jack.
    -Sólo una.
    -He visto en el mapa que Cogo está en la costa. ¿No podríamos viajar por agua?
    -Supongo que sí.
    -¿Y dónde podemos conseguir una embarcación? -preguntó Jack.
    -En Acalayong. Allí hay muchos botes. Los usan para ir a Gabón.
    -¿Y habrá embarcaciones de alquiler?
    -Si tienen bastante dinero...
    En ese momento atravesaban el centro de Bata, cuyas calles, sorprendentemente anchas y flanqueadas por árboles, estaban cubiertas de desperdicios. Había muchas personas en los alrededores, pero pocos vehículos. Los edificios eran estructuras bajas de cemento.
    Al llegar al sur de la ciudad, salieron de la calle principal y enfilaron por una carretera sin pavimentar, llena de rodadas.
    La lluvia reciente había dejado grandes charcos.
    El hotel era un discreto edificio de cemento de dos plantas, con unas barras de hierro en la parte superior que indicaban planes de expansión. La fachada, originariamente pintada de azul, estaba descolorida y era de un indeterminado tono pastel.
    En cuanto el vehículo se detuvo, un alegre batallón de niños y adultos salió por la puerta principal. Les presentaron a todos, hasta a la más pequeña y tímida de las criaturas.
    Al parecer, en la planta baja del edificio vivían varias generaciones de distintas familias. El hotel estaba en la segunda planta.
    Las habitaciones eran pequeñas, pero limpias. Todas daban al exterior del edificio con forma de "U" y se accedía a ellas a través de una galería con vistas al jardín. En cada extremo de la "U" había un lavabo y una ducha.
    Después de dejar las maletas en su habitación, y reparar en la alentadora presencia de un mosquitero alrededor de una cama insólitamente estrecha, Jack salió a la galería. Laurie salió de su habitación. Juntos, se inclinaron sobre la barandilla y miraron hacia el jardín. Era una interesante combinación de plataneros, neumáticos viejos, niños desnudos y gallinas.
    -No es exactamente un hotel de cinco estrellas -comentó Jack.
    Laurie sonrió.
    -Es encantador. Estoy contenta. En mi habitación no hay ni un solo bicho, y ese punto era el que más me preocupaba.
    Los propietarios, el cuñado de Esteban, Florencio, y su esposa Celestina, habían preparado un gran banquete de bienvenida. El plato principal era un pescado local acompañado de una verdura similar al nabo, llamada malanga. De postre había una especie de budín y frutas exóticas. Bajaron la comida con abundante cerveza camerunense helada.
    La combinación de la copiosa comida y la cerveza se cobró su tributo sobre los exhaustos viajeros. Poco después, todos luchaban contra el sueño. Subieron por las escaleras con esfuerzo y se retiraron a sus respectivas habitaciones, tras acordar que se levantarían temprano y partirían hacia el sur.
    Bertram subió por las escaleras hasta el despacho de Siegfried. Estaba agotado. Eran casi las ocho y media de la noche y estaba levantado desde las cinco de la mañana, cuando había acompañado a sus hombres a la isla Francesca para poner en marcha la operación de recogida de los animales. Habían trabajado todo el día y hacía apenas una hora que habían regresado al Centro de Animales.
    Aurielo ya se había marchado a casa, de modo que Bertram entró directamente en el despacho del gerente. Siegfried, con un vaso en la mano, estaba junto a la ventana que daba a la plaza. Miraba hacia el hospital. Igual que tres noches antes, la estancia estaba iluminada únicamente con la vela embutida en el cráneo. La llama temblaba con el aire del ventilador de techo, arrojando sombras que danzaban sobre los animales desecados.
    -Sírvase un trago -dijo Siegfried sin volverse. Sabía que era Bertram, pues había acordado la reunión por teléfono media hora antes.
    Bertram prefería el vino a los licores fuertes pero, dadas las circunstancias, se sirvió un whisky doble. Se reunió con Siegfried en la ventana, tomando pequeños sorbos de la ardiente bebida. Las luces del complejo hospital-laboratorio resplandecían en la húmeda noche tropical.
    -¿Estaba al tanto de la visita de Taylor Cabot? -preguntó Bertram.
    -No tenía la menor idea -respondió Siegfried.
    -¿Qué ha hecho con él?
    Siegfried señaló el hospital.
    -Está en el hostal. Saqué al jefe de cirugía de la habitación que llamamos la suite presidencial. Naturalmente, no estaba muy contento. Ya sabe cómo son esos médicos vanidosos, pero ¿qué iba a hacer? Esto no es precisamente un hotel.
    -¿Sabe a qué ha venido Cabot? -preguntó Bertram.
    -Raymond dijo que ha venido especialmente para evaluar el proyecto de los bonobos.
    -Me lo temía.
    -Qué mala suerte -protestó Siegfried-. El programa ha estado funcionando como un reloj suizo durante años, y él aparece precisamente cuando tenemos problemas.
    -¿Y qué ha hecho con Raymond? -preguntó Bertram.
    -También está allí. Ese tío es un plasta. Quería estar lejos de Cabot, pero ¿dónde iba a meterlo? En mi casa, no, desde luego.
    -¿Ha preguntado por Kevin Marshall?
    -Por supuesto -respondió Siegfried-. Fue la primera pregunta que hizo cuando me vio.
    ¿Y usted qué le dijo?
    -La verdad -repuso Siegfried-. Que Kevin había salido con la técnica en reproducción asistida y la enfermera de cuidados intensivos y que no tengo idea de dónde está.
    -¿Y cómo se lo tomó?
    -Se puso como un tomate. Quería saber si Kevin había ido a la isla. Le dije que creíamos que no. Entonces me ordenó que lo buscara. ¿Puede creerlo? Yo no recibo órdenes de Raymond Lyons.
    -¿De modo que Kevin y las mujeres no han aparecido? -preguntó Bertram.
    -No; y no se sabe nada de ellos.
    -¿Los ha buscado?
    -Envié a Cameron a Acalayong, para que echara un vistazo en esos hoteles de mala muerte de la costa, pero no hubo suerte. Supongo que habrán hecho una escapada a Coco Beach, en Gabón. Sería lo más lógico, aunque no entiendo por qué no se lo dijeron a nadie.
    -¡Vaya lío! -exclamó Bertram.
    -¿Cómo les ha ido en la isla? -preguntó Siegfried.
    -Bastante bien, teniendo en cuenta la rapidez con que tuvimos que organizar la operación. Llevamos un viejo todo terreno con remolque. Fue lo único que se nos ocurrió para transportar a tantos animales a la zona de estacionamiento.
    -¿Cuántos animales han cogido?
    -Veintiuno -respondió Bertram-. Lo que habla muy bien de mis hombres. Quiere decir que podremos terminar mañana mismo.
    -¿Tan pronto? Es la primera noticia alentadora que oigo en todo el día.
    -Ha resultado más sencillo de lo que habíamos previsto -dijo Bertram-. Los animales parecían fascinados por nosotros. Son lo bastante confiados para dejarnos acercar con la escopeta de dardos Ha sido como cazar pavos
    -Me alegro de que algo salga bien.
    -Los veintiún animales que cogimos formaban parte del grupo que se fraccionó y estaban al norte del río Deviso. Ha sido interesante comprobar cómo vivían. Habían construido rústicas cabañas con varas, techadas con hojas de lobelia.
    -Me importa una mierda cómo vivían los animales -espetó Siegfried-. No me diga que usted también se ha reblandecido.
    -No; no es que me haya reblandecido -protestó Bertram-. Pero me parece interesante. También había vestigios de fogatas.
    -Entonces es una suerte que los hayamos enjaulado. Así no se matarán unos a otros, ni jugarán con fuego.
    -Ya; es una forma de enfocar la cuestión -convino Bertram.
    -¿No vieron ninguna señal de Kevin y las mujeres en la isla? -preguntó Siegfried.
    -En absoluto. Y eso que los buscamos especialmente, pero no había rastro de ellos, ni siquiera en las zonas donde necesariamente habrían dejado huellas. Nada. Hoy dedicamos una parte del tiempo a construir un puente de troncos sobre el río Deviso, así mañana comenzaremos la recogida en los alrededores del macizo de piedra caliza. Me mantendré alerta por si hay alguna señal de ellos.
    -Dudo que encuentren alguna, pero, hasta que los localicemos, no podemos descartar la posibilidad de que hayan ido a la isla. Sin embargo, le aseguro que si fueron a la isla, cuando regresen los entregaré al Ministerio de Justicia ecuatoguineano bajo el cargo de haber puesto en peligro la operación de GenSys. Desde luego, eso significa que los fusilarán en el campo de fútbol.
    -Nada de eso puede ocurrir antes de que se marchen Cabot y los demás -dijo Bertram, alarmado.
    -Por supuesto. Además, he dicho lo del campo de fútbol en sentido figurado. Pediré al ministro que los ejecuten fuera de la Zona.
    -¿Sabe cuándo regresarán Taylor y los demás a Estados Unidos?
    -Nadie ha dicho nada al respecto -respondió Siegfried-.
    Supongo que todo depende de Cabot. Espero que sea mañana o, como muy tarde, pasado mañana.





    5 de marzo de 1997. 4.50 horas.
    Bata, Guinea Ecuatorial.

    Jack despertó a las cuatro y no consiguió volver a conciliar el sueño. Paradójicamente, el alboroto de las ranas y los grillos en los plataneros del jardín era demasiado, incluso para alguien acostumbrado a las ruidosas sirenas y al bullicio general de la ciudad de Nueva York.
    Cogió jabón y toalla y salió a la galería en dirección a la ducha. A mitad de camino se encontró con Laurie que regresaba a su habitación.
    -¿Qué haces? -preguntó Jack. Fuera todavía reinaba una oscuridad absoluta.
    -Nos acostamos hacia las ocho. Y ocho horas de sueño es todo lo que necesito.
    -Tienes razón -dijo Jack, que había olvidado que todos habían quedado rendidos muy temprano.
    -Bajaré a la cocina para ver si encuentro café -dijo Laurie.
    -Te veré allí dentro de un momento.
    Cuando Jack bajó al comedor, se sorprendió de encontrar al resto del grupo desayunando. Cogió una taza de café y un poco de pan y se sentó entre Warren y Esteban.
    -Arturo cree que es una locura ir a Cogo si no tienen invitación -dijo Esteban. Puesto que tenía la boca llena, Jack sólo pudo hacer un gesto de asentimiento-. Dice que no conseguirán entrar -añadió.
    -Ya lo veremos -dijo Jack después de tragar lo que tenía en la boca-. Ahora que hemos llegado hasta aquí, no pienso regresar sin arriesgarme.
    -Al menos la carretera está en buen estado -continuó Esteban-. Y gracias a GenSys.
    -En el peor de los casos, habremos hecho una excursión interesante -concluyó Jack.
    Una hora después, volvieron a reunirse en el comedor.
    Jack recordó a los demás que el viaje a Cogo no era ningún juego y que aquellos que prefirieran quedarse en Bata podían hacerlo. Dijo que tardarían cuatro horas en llegar.
    -¿Cree que podrán arreglarse solos? -preguntó Esteban.
    -Desde luego -respondió Jack-. No podemos perdernos, puesto que sólo hay una carretera que conduce al sur. Seguro que hasta un tipo como yo es capaz de encontrar el camino.
    -Entonces me quedaré. Me gustaría visitar a algunos parientes.
    Una vez en camino, con Jack al volante, Warren de copiloto y las dos mujeres en el asiento central, el cielo comenzó a iluminarse al este del horizonte. Mientras avanzaban hacia el sur, les sorprendió la gran cantidad de gente que caminaba por la carretera en dirección a la ciudad, la mayoría mujeres y niños; las primeras llevaban bultos sobre la cabeza.
    -Aunque son pobres, parecen felices -observó Warren.
    A su paso, muchos niños se detenían a saludarles con la mano. Warren les devolvió el saludo.
    Cuando llegaron a las afueras de la ciudad, los edificios de cemento dejaron paso a sencillas cabañas de barro con techo de paja. Los corrales para las cabras estaban cercados con esteras de junco.
    Una vez fuera de Bata, comenzaron a ver grandes tramos de exuberante vegetación selvática.
    Prácticamente no había tránsito, y sólo de tanto en tanto se cruzaban con camiones que iban en dirección contraria.
    -¡Tío, cómo corren esos camiones! -observó Warren.
    A unos veintidós kilómetros al sur de Bata, Warren desplegó el mapa. Si no querían perder tiempo, debían estar atentos para torcer por la curva adecuada y coger el camino correcto en una bifurcación. El camino no estaba señalizado.
    Cuando el sol ascendió en el cielo, todos se pusieron las gafas de sol. El paisaje se volvió monótono; sólo se veía selva, interrumpida de tanto en tanto por pequeños grupos de cabañas con techos de paja.
    Casi dos horas después de la salida de Bata, torcieron por la carretera que conducía a Cogo.
    -Este camino está en mejores condiciones -señaló Warren mientras Jack aceleraba.
    -Parece nuevo -dijo éste.
    La carretera anterior había sido aplanada recientemente, pero la superficie parecía una colcha hecha de retazos, debido a las distintas obras de reparación.
    Ahora se dirigían al sudeste, alejándose de la costa y penetrando en una selva más densa. El terreno también comenzaba a elevarse. A lo lejos se veían montañas bajas, cubiertas de vegetación selvática.
    De repente se oyó un violento e inesperado trueno. Poco antes, el cielo se había convertido en un torbellino de nubes negras. En cuestión de segundos se hizo de noche. Cuando por fin se desató la tormenta, la lluvia cayó en cascadas, y los viejos y desvencijados limpiaparabrisas de la furgoneta no alcanzaban a contener el agua. Jack tuvo que reducir la velocidad a menos de treinta kilómetros por hora.
    Quince minutos después, el sol apareció detrás de las grandes nubes, convirtiendo el camino en una cinta de vapor humeante. En un tramo recto, vieron un grupo de mandriles cruzando la carretera. Los animales parecían andar sobre una nube.
    Más allá de las montañas, la carretera volvió a girar hacia el sudeste. Warren consultó el mapa y anunció que estaban a treinta kilómetros de su destino.
    Tras girar otra curva, todos vieron algo similar a un edificio blanco en mitad de la carretera.
    -¿Qué coño es eso? -preguntó Warren-. Todavía no hemos llegado. lEs imposible.
    -Creo que es una valla -dijo Jack-. Me enteré de su existencia anoche. Cruzad los dedos. Es probable que tengamos que poner en práctica el plan B.
    A medida que se aproximaban, vieron que a ambos lados del edificio central había enormes cercos de rejilla blancos.
    Funcionaban como una compuerta rodante, de modo que podían abrirse para dejar paso a los vehículos.
    Jack pisó el freno y detuvo la furgoneta a unos diez metros de la valla. De la caseta de guardia de dos plantas salieron tres soldados con un aspecto similar a los que custodiaban el jet privado en el aeropuerto. Igual que aquellos, estos hombres llevaban rifles de asalto, aunque en esta ocasión los empuñaban, apuntando a la furgoneta.
    -Esto no me gusta -murmuró Warren-. Parecen críos.
    -Tranquilo -dijo Jack mientras bajaba la ventanilla-.
    Hola, muchachos, bonito día, ¿eh?
    Los soldados no se movieron, y sus expresiones permanecieron pétreas.
    Jack estaba a punto de pedirles amablemente que abrieran la valla, cuando un cuarto hombre salió de la caseta.
    Para sorpresa de Jack, este hombre llevaba un traje negro, camisa blanca y corbata, cosa que parecía absurda en medio de la sofocante jungla. También le sorprendió ver que no era negro, sino árabe.
    -¿Puedo servirles en algo? -preguntó el árabe con tono de pocos amigos.
    -Eso espero -respondió Jack-. Hemos venido a visitar Cogo.
    El árabe echó un vistazo al parabrisas de la furgoneta, seguramente buscando una identificación. Al no verla, preguntó a Jack si tenía un pase.
    -No tengo pase -admitió Jack-. Somos médicos y estamos interesados en el trabajo que están haciendo aquí.
    -¿Como se llama? -preguntó el árabe.
    -Soy el doctor Jack Stapleton. Vengo de Nueva York.
    -Un momento -dijo el árabe y regresó a la caseta de guardia.
    -Aquí huele a chamusquina -murmuró Jack-. ¿Cuánto debería ofrecerle? No estoy acostumbrado a los sobornos.
    -Seguro que en este sitio el dinero vale mucho más que en Nueva York -dijo Warren-. Apuesto a que les das veinte pavos y alucinan. Siempre que a ti te parezca una inversión rentable, claro.
    Jack convirtió mentalmente veinte dólares en francos franceses. Luego sacó los billetes del cinturón donde guardaba el dinero. Unos minutos después regresó el árabe.
    -El gerente dice que no lo conoce y que no puede entrar -dijo el árabe.
    -Caramba -dijo Jack y extendió el brazo izquierdo, con los francos franceses metidos como al descuido entre los de dos índice y anular-. Le agradeceríamos mucho su ayuda.
    El árabe miró el dinero durante unos instantes antes de cogerlo y metérselo en el bolsillo.
    Jack lo miró fijamente, pero el hombre no se movió. Jack no conseguía descifrar su expresión, porque el bigote del árabe le cubría la boca.
    Jack se volvió hacia Warren.
    -¿No le he dado suficiente?
    Warren negó con la cabeza.
    -No creo que sea eso.
    -¿Quieres decir que cogió el dinero a cambio de nada? -preguntó Jack.
    -Eso diría yo.
    Jack volvió a mirar al hombre del traje negro. Era un individuo delgado, de poco más de setenta kilos. Por un momento Jack consideró la posibilidad de bajar del coche y pedirle que le devolviera el dinero, pero una rápida mirada a los soldados le bastó para cambiar de idea.
    Con un suspiro de resignación, dio la vuelta con la furgoneta y regresó por donde había venido.
    -Uf -dijo Laurie desde el asiento trasero-. Eso no me ha gustado ni un pelo.
    -¿No te ha gustado? -bromeó Jack-. Ahora sí que estoy enfadado.
    -¿Cuál es el plan B? -preguntó Warren.
    Jack les explicó que podían alquilar una embarcación en Acalayong y llegar a Cogo por agua. Pidió a Warren que mirara el mapa y calculara cuánto tardarían en llegar a Acalayong, basándose en el tiempo que les había llevado llegar hasta el punto donde se encontraban entonces.
    -Yo diría que unas tres horas. Siempre que la carretera esté en condiciones. El problema es que tenemos que retroceder unos cuantos kilómetros antes de girar hacia el sur.
    Jack consultó su reloj de pulsera. Eran casi las nueve de la mañana.
    -Eso significa que llegaríamos allí a mediodía. Y calculo que el viaje de Acalayong a Cogo nos llevaría otra hora, incluso en la embarcación más lenta del mundo. Si permanecemos en Cogo un par de horas, creo que podríamos volver a una hora razonable. ¿Qué decís?
    -Yo estoy de acuerdo -dijo Warren.
    Jack miró por el retrovisor.
    -Podría llevaros de regreso a Bata y volver mañana, chicas.
    -Lo único que me preocupa de la visita son esos soldados con rifles de asalto -dijo Laurie.
    -No creo que nos causen problemas -dijo Jack-. Si tienen soldados apostados en la entrada, no creo que los necesiten en la ciudad. Claro que cabe la posibilidad de que haya otros en la costa, lo que me obligaría a poner en práctica el plan C.
    -¿ Cuál es el plan C? -preguntó Warren.
    -No lo sé -respondió Jack-. Todavía no lo he pensado.
    ¿Y tú qué opinas, Natalie? -añadió.
    -Todo esto me parece muy interesante -respondió Natalie-. Iré con vosotros.
    Tardaron casi una hora en llegar al punto del camino donde debían tomar una decisión. Jack frenó junto al arcén.
    -¿Qué hacemos, colegas? -preguntó. Quería estar absolutamente seguro-. ¿Volvemos a Bata o vamos a Acalayong?
    -Creo que me preocuparía más si fueras solo -dijo Laurie-. Cuenta conmigo.
    -¿Natalie? -preguntó Jack-. No te dejes influir por estos chalados. ¿Qué quieres hacer?
    -Voy con vosotros.
    -De acuerdo -dijo él. Puso el coche en marcha y torció a la izquierda, en dirección a Acalayong.
    ---
    Siegfried se levantó del escritorio con una taza de café en la mano y fue hasta la ventana con vistas a la plaza. Estaba perplejo. En los seis años de existencia de la operación de Cogo, nadie había llegado a la caseta de guardia pidiendo autorización para entrar. Guinea Ecuatorial no era un país de paso ni de vacaciones.
    Siegfried bebió un sorbo de café y se preguntó si podría haber alguna conexión entre este insólito episodio y la llegada de Taylor Cabot, el director ejecutivo de GenSys. No había previsto ninguno de las dos visitas, y ambas se le antojaban particularmente inoportunas, dada su coincidencia con un importante problema en el proyecto de los bonobos.
    Hasta que resolvieran aquel desafortunado incidente, Siegfried no quería extraños en los alrededores, e incluía al director ejecutivo en esa categoría.
    Aurielo asomó la cabeza por la puerta y anunció la visita del doctor Raymond Lyons.
    Siegfried puso los ojos en blanco. Tampoco estaba contento con la presencia de Raymond.
    -Hazlo pasar-ordenó de mala gana.
    Raymond entró en el despacho, luciendo su bronceado y su habitual aspecto saludable. Siegfried envidiaba la apariencia aristocrática del hombre y el hecho de que tuviera sus dos brazos sanos.
    -¿Ha localizado a Kevin Marshall? -preguntó Raymond.
    -No; todavía no -respondió Siegfried, molesto por el tono de Raymond.
    -Tengo entendido que han pasado cuarenta y ocho horas desde la última vez que lo vieron. ¡Quiero que lo encuentren!
    -Siéntese, doctor -dijo Siegfried con brusquedad. Raymond vaciló un instante. No sabía si enfadarse o intimidarse por la súbita agresividad del gerente de la Zona-. ¡He dicho que se siente!
    Raymond obedeció. El cazador furtivo, con su horrible cicatriz y su brazo paralizado, podía resultar amedrentador, sobre todo rodeado de sus múltiples presas.
    -Debo aclararle un punto con respecto a las jerarquías -dijo Siegfried-. Usted no me da órdenes. Por el contrario, mientras usted se encuentre aquí en calidad de invitado, deberá acatar las mías. ¿Lo ha entendido?
    Raymond se dispuso a protestar, pero se lo pensó mejor.
    Sabía que, desde un punto de vista puramente formal, Siegfried tenía razón.
    -Y ya que estamos hablando claro -añadió Siegfried-, ¿dónde está mi bonificación por el último trasplante? En el pasado, siempre me la entregaron cuando el paciente abandonaba la Zona para regresar a Estados Unidos.
    -Es verdad -respondió Raymond con nerviosismo-, pero ha habido gastos importantes. Tenemos varios clientes nuevos apalabrados, y se le pagará en cuanto recibamos las cuo tas de ingreso.
    -No crea que puede darme largas así como así.
    -Claro que no.
    -Y otra cosa -dijo Siegfried-: ¿Hay alguna forma de adelantar la partida del director ejecutivo? Su presencia aquí, en Cogo, interfiere en nuestro trabajo. ¿No puede poner como excusa la salud del paciente?
    -No veo cómo. Está informado de que el paciente está en condiciones de viajar. ¿Qué más puedo decirle?
    -Piense en algo.
    -Lo intentaré -dijo Raymond-. Entretanto, le ruego que haga todo lo posible para localizar a Kevin Marshall. Estoy preocupado por su desaparición. Temo que cometa alguna imprudencia.
    -Creemos que fue a Coco Beach, en Gabón -dijo Siegfried, satisfecho con el súbito tono servil de Raymond.
    -¿Está seguro de que no fue a la isla?
    -No podemos estar totalmente seguros -admitió Siegfried-. Pero no creemos que lo haya hecho. Aunque hubiera ido allí, no habría podido quedarse. Ya debería estar de vuelta. Han pasado cuarenta y ocho horas.
    Raymond se puso en pie y suspiró.
    -Ojalá apareciera de una vez. Estoy muy preocupado por él, sobre todo ahora que Taylor Cabot se encuentra aquí. Es un problema más entre los tantos que hemos tenido últimamente en Nueva York, problemas que han amenazado el proyecto y me han hecho la vida imposible.
    -Seguiremos buscándole aseguró Siegfried.
    Intentaba parecer comprensivo, pero en realidad se preguntaba cómo reaccionaría Raymond cuando se enterara de que estaban enjaulando a los bonobos para trasladarlos al Centro de Animales. Todos los demás problemas parecían una nimiedad comparados con la noticia de que los animales estaban matándose entre sí.
    -Veré si se me ocurre algo para convencer a Taylor Cabot de que adelante su viaje -dijo Raymond mientras se dirigía a la puerta-. Si es posible, le agradeceré que me informe de cualquier novedad acerca del paradero de Kevin Marshall.
    -Desde luego -dijo Siegfried con cordialidad.
    Observó con satisfacción cómo el orgulloso doctor se retiraba con el rabo entre las piernas. Pero de inmediato recordó que Raymond venía de Nueva York. Corrió a la puerta y alcanzó a Raymond en las escaleras.
    -Doctor -llamó Siegfried con fingido respeto. Raymond se detuvo y miró hacia atrás-. ¿Por casualidad no conocerá a un médico llamado Jack Stapleton?
    Raymond palideció, y su reacción no pasó inadvertida a los ojos de Siegfried.
    -Será mejor que vuelva usted a mi despacho -dijo el gerente de la Zona.
    Siegfried cerró la puerta detrás de Raymond, quien de inmediato le preguntó dónde había oído el nombre de Stapleton.
    Siegfried rodeó su escritorio y se sentó, señalando una silla a Raymond. El gerente estaba intranquilo. Había asociado vagamente la inesperada visita de los médicos con Taylor Cabot, pero no se le había ocurrido que pudiera tener alguna relación con Raymond.
    -Poco antes de que usted llegara, me llamaron desde la caseta de guardia -explicó-. El guardia marroquí me dijo que varias personas en una furgoneta querían entrar a echar un vistazo a la Zona. Nunca habíamos recibido visitas inesperadas con anterioridad. La furgoneta la conducía un tal doctor Jack Stapleton, de Nueva York.
    Raymond se enjugó el sudor de la frente, luego se pasó las dos manos por el pelo. No dejaba de decirse que aquello no podía estar ocurriendo, puesto que, en teoría, Vinnie Dominick se había ocupado de Jack Stapleton y Laurie Montgomery. Raymond no había llamado para averiguar qué les había pasado, pues no quería conocer los detalles. Cuando uno paga veinte mil dólares por un trabajo, no tiene que preocuparse por los detalles... Al menos eso había pensado. De verse forzado a pensar en ellos, habría supuesto que en esos momentos Stapleton y Montgomery flotaban en algún lugar del océano.
    -Su reacción me preocupa -dijo Siegfried.
    -¿No habrá dejado entrar a Stapleton y sus amigos? -preguntó Raymond.
    -No, claro que no.
    Ruiz debería haberlo hecho. Entonces habríamos podido hacer algo al respecto. Jack Stapleton está poniendo en peligro el proyecto. ¿Hay alguna forma de ocuparse de esta clase de individuos en la Zona?
    -Sí -respondió Siegfried-. Podemos entregarlos al Ministerio de Justicia o al de Defensa, junto con una importante bonificación en metálico. El castigo sería discreto y muy rápido. El gobierno pone especial celo en luchar contra cualquiera que amenace a la gallina de los huevos de oro. Sólo tenemos que decir que esas personas suponen un serio peligro para las operaciones de GenSys.
    -Entonces, si vuelven, deberían dejarlos entrar -dijo Raymond.
    -Tal vez debería explicarme por qué.
    -¿Recuerda a Carlo Franconi?
    -¿Carlo Franconi, el paciente? -dijo Siegfried. Raymond asintió con la cabeza-. Claro que sí.
    -Bueno, todo empezó con él -dijo Raymond y pasó a relatarle la complicada historia del mafioso.
    ---
    -¿Crees que es seguro? -preguntó Laurie, mirando la enorme piragua de troncos con techo de paja que estaba atracada en la playa. En la parte posterior había un abollado motor fuera borda, que, a juzgar por la mancha opalescente en la popa, perdía combustible.
    -Según me han dicho, viaja hasta Gabón dos veces al día -repuso Jack-. Y eso está más lejos que Cogo.
    -¿Cuánto pagaste por el alquiler? -preguntó Natalie. Jack había regateado durante media hora antes de decidirse a quedársela.
    -Más de lo que esperaba -respondió él-. Por lo visto, unas personas alquilaron una embarcación similar hace un par de días, y no han vuelto a devolverla. Me temo que ese incidente ha subido las tarifas de alquiler.
    -¿Más o menos de cien? -preguntó Warren. El tampoco parecía convencido de la seguridad de la embarcación-. Por que si te han cobrado más de cien pavos, te han tomado el pelo.
    -Bueno, no discutamos -dijo Jack-. Pongámonos en marcha; a menos que hayáis cambiado de opinión y queráis quedaros.
    Se produjo un silencio, durante el cual todos intercambiaron miradas.
    -No soy un gran nadador -admitió Warren.
    -Os aseguro que no tendremos que nadar -dijo Jack.
    -De acuerdo -dijo Warren-, vamos.
    -¿Y vosotras, señoritas, venís con nosotros? -preguntó Jack.
    Laurie y Natalie asintieron sin demasiada convicción. En esos momentos, el sol del mediodía era exasperante. Aunque estaban junto a la costa del estuario del Munino corría un soplo de aire.
    Las mujeres tomaron posiciones en la popa para ayudar a levantar la piragua, mientras Jack y Warren empujaban la pesada embarcación al agua. Luego saltaron uno detrás del otro. Todos remaron hasta llegar a unos quince metros de la costa Jack se ocupó del motor, apretando la pequeña bomba de mano situada encima de la cubierta roja. En su infancia había navegado en una lancha en un lago del Medio Oeste, y tenía experiencia con los motores fuera borda.
    -Esta piragua es mucho más estable de lo que parece -observó Laurie. Aunque Jack se movía en la popa, la embarcación apenas se sacudía.
    -Y no entra agua -dijo Natalie-. Eso era lo que más me preocupaba.
    Warren permaneció callado. Se había cogido a la borda con tanta fuerza, que sus nudillos estaban blancos.
    Para sorpresa de Jack, el motor se puso en marcha después de accionar la bomba dos veces. Un instante después, zarparon en dirección al este. Comparada con el calor sofocante de la playa, la brisa del río les pareció una bendición. Había llegado a Acalayong antes de lo previsto, aunque la carretera estaba más deteriorada que la que conducía a Cogo. No había habido tráfico, y sólo se habían cruzado con alguna que otra camioneta increíblemente atiborrada de pasajeros. Hasta viajaban dos o tres personas colgadas de la baca del equipaje.
    Todos habían sonreído al ver Acalayong. En el mapa figuraba como una ciudad, pero en realidad no era más que un caserío con unas cuantas tiendas de hormigón, bares y algún hotel. También había un puesto de policía. A la sombra del porche, varios hombres con uniformes sucios holgazaneaban en sillas de paja. Cuando la furgoneta pasó junto a ellos, los agentes miraron a Jack y a los demás con expresión soñolienta y desdeñosa. Aunque la ciudad era sucia y decrépita, al menos había encontrado un sitio donde comer y beber, además de alquilar el bote. Con cierta inquietud, habían aparcado la furgoneta enfrente del puesto de policía, esperando encontrarla allí a su regreso.
    -¿Cuánto tiempo habías calculado que tardaríamos en llegar? -gritó Laurie por encima del ruido del motor, que era particularmente ensordecedor, pues le faltaba una parte de la cubierta.
    -Una hora -gritó Jack-. Pero el propietario de la piragua me dijo que podíamos hacerlo en veinte minutos . Por lo visto, está al otro lado de ese promontorio que se ve en línea recta.
    En ese momento, cruzaban la embocadura del río Congue, de unos tres metros de ancho. La bruma apenas permitía vislumbrar las orillas cubiertas de vegetación. El cielo estaba cubierto de nubes amenazadoras. De hecho, mientras iban en la furgoneta, se habían desatado dos tormentas eléctricas.
    -Espero que la lluvia no nos coja en la piragua -dijo Natalie.
    Pero la madre naturaleza no hizo caso de sus súplicas. En menos de cinco minutos llovía con tanta fuerza que algunas de las inmensas gotas hacían que el agua del río salpicara el interior de la embarcación. Jack disminuyó la velocidad y dejó que la piragua avanzara sola, mientras se reunía con los demás debajo del techo de paja. Para sorpresa y alegría de todos, no se mojaron.
    En cuanto rodearon el promontorio, divisaron el muelle de Cogo. Construido con gruesas tablas de madera, era todo un lujo comparado con el desvencijado muelle de Acalayong. Cuando se aproximaron, vieron que un dique flotante se proyectaba desde un extremo.
    Todos se quedaron impresionados ante la vista de Cogo.
    A diferencia de las desvencijadas y precarias construcciones con techos de metal acanalado que proliferaban en Bata y Acalayong, Cogo estaba compuesto de atractivos edificios con paredes enlucidas y techos de teja, que daban a la ciudad un suntuoso aspecto colonial. A la izquierda, y casi oculta tras la selva, había una moderna central eléctrica. Su presencia habría pasado inadvertida de no ser por su chimenea, sorprendentemente alta.
    Jack apagó el motor antes de llegar a la ciudad para poder hablar con los demás. Había varias piraguas similares a la suya amarradas al muelle, aunque todas estaban llenas de redes de pesca.
    -Me alegra ver otras embarcaciones -dijo Jack-. Tenía miedo de que la nuestra llamara la atención.
    -¿Crees que aquel edificio grande y moderno será el hospital?-preguntó Laurie, señalando.
    Jack siguió la dirección de su dedo.
    -Sí, a juzgar por lo que dijo Arturo, y él debería saberlo mejor que nadie. Estuvo en la cuadrilla de obreros que lo construyó.
    -Supongo que ése es nuestro destino -dijo Laurie.
    -Así es –respondió Jack-. Al menos en un principio. Arturo dijo que el complejo donde tienen los animales está a unos cuantos kilómetros de aquí, en dirección a la selva. Puede que luego se nos ocurra alguna forma de llegar hasta allí.
    -La ciudad es más grande de lo que esperaba -dijo Warren.
    -Me dijeron que era una ciudad española abandonada -explicó Jack-. No ha sido totalmente renovada, pero desde aquí lo parece.
    -¿Y qué hacían aquí los españoles? -preguntó Natalie-.
    No hay nada más que selva.
    -Cultivaban café y cacao -respondió Jack-. O eso es lo que he oído. Claro que no sé dónde lo cultivaban.
    -Oh, oh -dijo Laurie-. Veo un soldado.
    -Yo también lo veo -dijo Jack, que había estado escrutando la costa a medida que se aproximaban.
    El soldado llevaba boina roja y uniforme de camuflaje, igual que los de la caseta de guardia de la valla. Con un rifle de asalto en bandolera, se paseaba perezosamente por una plazoleta de adoquines, situada al otro lado del muelle.
    -¿Eso significa que tenemos que poner en marcha el plan C? -preguntó Warren con tono burlón.
    -Todavía no -respondió Jack-. Es evidente que está allí para controlar a cualquiera que salga del muelle. Pero mira ese bar en la costa. Si conseguimos entrar allí, tendremos paso libre.
    -No podemos atracar la piragua en la playa -protestó Laurie-. Nos verá .
    -Mira lo alto que es el muelle -dijo Jack-. ¿Por qué no pasamos por debajo, dejamos la piragua en la playa y caminamos hasta el bar? ¿Qué os parece?
    -Buena idea -dijo Warren-. Pero esa piragua no pasará por debajo del muelle. Imposible.
    Jack se levantó y se acercó a uno de los postes que sostenía el techo de paja y que estaba embutido dentro de un agujero en la borda. Lo cogió con las dos manos y lo levantó.
    -¡Qué práctico! -exclamó-. Esta piragua es descapotable. Unos minutos después habían conseguido quitar todos los postes. El techo de paja quedó reducido a una pila de ramitas y hojas secas, que distribuyeron debajo de los bancos.
    -No creo que el propietario de la piragua se alegre de nuestras reformas -observó Natalie.
    Jack hizo girar la embarcación en el ángulo más conveniente para que quedara oculta detrás del muelle, fuera de la línea de mira de la plaza. Apagó el motor en el preciso momento en que se deslizaron bajo el muelle. Cogiéndose de la parte inferior de los tablones, guiaron la piragua hacia la costa, con cuidado de esquivar las vigas transversales. La piragua arañó la costa y se detuvo.
    -Hasta ahora, todo bien -dijo Jack, haciendo señas a las mujeres y a Warren para que salieran de la embarcación.
    Luego, Warren tiró de la piragua y Jack remó, hasta que consiguieron subirla a la playa.
    Jack saltó de la piragua, señaló un muro de piedra que se alzaba sobre la base del muelle y desapareció tras una suave cuesta de arena.
    -Caminemos pegados al muro. Cuando lleguemos al final, id hacia el bar.
    Unos minutos después, entraban en él. El soldado no los había detenido: o bien no los había visto, o bien su presencia le traia sin cuidado.
    En el bar no había nadie, con excepción de un negro que cortaba cuidadosamente limones y limas. Jack señaló los taburetes y sugirió que bebieran una copa para celebrar la ocasión. Todos aceptaron la invitación de buena gana. En la piragua habían pasado calor, sobre todo después de retirar el techo.
    El camarero se acercó de inmediato. Según su tarjeta de identificación se llamaba Saturnino. Contrariamente a lo que sugería su nombre, era un individuo jovial. Vestía una llamativa camisa estampada y un sombrero cuadrangular, similar al que llevaba Arturo cuando había ido a recogerlos al aeropuerto.
    Siguiendo el ejemplo de Natalie, todos pidieron Coca Cola con limón.
    -Hoy no hay mucho trabajo -comentó Jack a Saturnino.
    -No suele haberlo hasta después de las cinco -respondió el camarero-. Entonces sí tenemos lleno.
    -Nosotros somos nuevos aquí-dijo Jack-. ¿Qué moneda aceptan?
    -Pueden firmar -respondió Saturnino. Jack miró a Laurie, solicitando su permiso, pero ella negó con la cabeza-. Preferimos pagar en efectivo. ¿Aceptan dólares?
    -Lo que quiera -respondió Saturnino-. Dólares o francos franceses. Es igual.
    -¿Dónde está el hospital?
    Saturnino señaló por encima de su hombro.
    -Suban por esa calle hasta la plaza principal. Es el edificio de la izquierda.
    -¿Y qué hacen allí? -preguntó Jack.
    Saturnino lo miró como si estuviera loco.
    -Curan a la gente.
    -¿Viene gente de Estados Unidos, exclusivamente para ingresar en el hospital? -preguntó Jack.
    -De eso no sé nada -respondió el camarero, que cogió los billetes que Jack había dejado sobre la barra y regresó junto a la caja registradora.
    -Al menos lo has intentado-susurró Laurie.
    -Habría sido demasiado fácil -convino Jack.
    Reanimados por las bebidas frescas, los cuatro amigos salieron al sol. Pasaron a quince metros del guardia, que tampoco esta vez les prestó atención. Tras una breve caminata por la ardiente calle de adoquines, encontraron una plazoleta cubierta de césped y rodeada de casas de estilo colonial.
    -Me recuerda a algunas islas del Caribe -señaló Laurie.
    Cinco minutos después llegaron a la plaza principal, flanqueada por árboles. Al otro lado de la plaza, en diagonal al sitio donde se encontraban ellos, un grupo de soldados ociosos, congregados a las puertas del ayuntamiento, estropeaba la idílica vista.
    -¡Guau! -exclamó Jack-. Hay un batallón entero.
    -¿No dijiste que si tenían soldados en la valla no los necesitarían en la ciudad? -preguntó Laurie.
    -La realidad demuestra que estaba equivocado -admitió . Jack-. Pero no tenemos necesidad de cruzar y anunciarnos.
    El hospital esta aquí mismo.
    Desde la esquina de la plaza, el hospital parecía ocupar más de una manzana de la ciudad. Había una entrada frente a la plaza, pero también otra en una calle lateral, a la izquierda del grupo. Fueron por allí para que no los vieran los soldados.
    -¿Qué diremos si nos interrogan? -preguntó Laurie con preocupación-. Es muy probable que lo hagan cuando nos vean entrar.
    -Ya improvisaré algo -respondió Jack. Abrió la puerta e invitó a entrar a sus amigos con una extravagante reverencia.
    Laurie miró a Natalie y a Warren y puso los ojos en blanco. Jack tenía la virtud de ser encantador, incluso cuando resultaba exasperante.
    Una vez dentro del edificio, todos se estremecieron de placer. El aire acondicionado nunca les había parecido tan maravilloso. Se encontraban en una sala lujosa, con moqueta de pared a pared, amplias y cómodas butacas y sofás. Una de las paredes estaba cubierta por una gran estantería, en algunos de cuyos estantes se exhibía una asombrosa colección de periódicos y revistas, desde el Times hasta el National Geographic. En la sala había una docena de personas sentadas, todas leyendo.
    En la pared del fondo, a la altura de una mesa, había una abertura con paneles correderos de cristal. Al otro lado, una mujer negra con uniforme azul estaba sentada ante un escritorio. A la derecha de la ventanilla había un pasillo con varios ascensores.
    -¿Crees que todas estas personas son pacientes? -preguntó Laurie.
    -Buena pregunta -repuso Jack-. No lo creo. Se las ve demasiado saludables y cómodas. Hablemos con la recepcionista.
    Warren y Natalie, intimidados por el ambiente del hospital, siguieron en silencio a Jack y a Laurie.
    Jack golpeó con suavidad en el cristal. La mujer alzó la vista y abrió el panel de la ventanilla.
    -Lo siento -dijo-. No los había visto llegar. ¿Desean registrarse?
    -No -respondió Jack-. Por el momento, todos mis órganos funcionan perfectamente.
    ---
    -Tranquilícese -pidió Cameron-. ¿De quién habla?
    -No me dieron ningún nombre -respondió Corrina-.
    Había cuatro personas, pero sólo habló un hombre. Dijo que era médico.
    -Mmm -dijo Cameron-, ¿y no lo había visto antes?
    -Nunca -respondió Corrina con nerviosismo-. Me pillaron desprevenida. Como ayer llegó gente nueva, pensé que iban a alojarse en el hostal. Pero dijeron que querían visitar el hospital. Cuando les indiqué cómo llegar allí, se marcharon de inmediato.
    -¿Eran blancos o negros? -preguntó Cameron. Quizá, después de todo, no se tratara de una falsa alarma.
    -Mitad y mitad -respondió Corrina-. Dos blancos y dos negros. Pero por la ropa que llevaban, todos eran estadounidenses.
    -Ya veo -dijo Cameron mientras se acariciaba la barba y pensaba que era poco probable que los trabajadores estadounidenses de la Zona quisieran visitar el hospital.
    -El que habló dijo algo extraño-prosiguió Corrina-.
    Algo así como que todos sus órganos funcionaban bien. Yo no sabía qué responder.
    -Mmm-repitió Cameron-, ¿puedo usar su teléfono?
    -Desde luego -respondió Corrina. Puso el aparato en un extremo del escritorio, delante de Cameron.
    El jefe de seguridad marcó el número del gerente. Siegfried respondió de inmediato.
    -Estoy en el hostal -explicó Cameron-. Pensé que debía informarle de un episodio curioso. Cuatro médicos desconocidos se presentaron aquí y dijeron a la señorita Williams que querían visitar el hospital.
    La respuesta de Siegfried fue una furiosa retahíla que obligó a Cameron a apartarse del auricular. Hasta Corrina se encogió, acobardada.
    Cameron devolvió el teléfono a la recepcionista. No había oído todos los exabruptos de Siegfried, pero su significado estaba claro. Cameron debía pedir refuerzos de inmediato y detener a los intrusos.
    El jefe de seguridad desenfundó la radio y la pistola al mismo tiempo. Mientras enfilaba hacia el hospital, hizo una llamada de emergencia a su oficina.
    ---
    La habitación 302 estaba en la parte exterior del edificio, sobre la plaza, con una excelente vista al este. Jack y sus amigos la encontraron sin dificultad. Nadie los había detenido. De hecho, no se habían cruzado con ninguna persona en el trayecto desde el ascensor hasta la habitación.
    Jack llamó a la puerta abierta, aunque era evidente que la habitación estaba vacía. Sin embargo, había múltiples indicios de que su ocupante se había ausentado sólo momentáneamente: el televisor con vídeo incorporado estaba encendido, y emitía una vieja película de Paul Newman. La cama estaba deshecha. Sobre una mesa, había una maleta a medio hacer.
    El misterio se desveló cuando Laurie oyó el ruido de la ducha detrás de la puerta del cuarto de baño.
    Cuando cerraron el grifo, Jack llamó a la puerta, pero pasaron casi diez minutos antes de que vieran aparecer a Horace Winchester.
    El paciente era un hombre corpulento de cincuenta y tantos años, con aspecto feliz y saludable. Se ató el cinturón del albornoz y caminó hacia una butaca tapizada situada junto a la cama. Se sentó con un suspiro de satisfacción.
    -¿Qué se les ofrece? -preguntó-. Desde que ingresé aquí, nunca había tenido tantos visitantes juntos.
    -¿Cómo se encuentra? -preguntó Jack, cogiendo una silla y sentándose frente a Horace.
    Warren y Natalie permanecieron junto a la puerta, reacios a entrar. Laurie se acercó a la ventana. Su inquietud iba en aumento desde que había visto a los soldados. Estaba ansiosa por terminar la visita y volver a la piragua.
    -Estupendamente -respondió Horace-. Es un milagro.
    Cuando llegué estaba con un pie en la tumba, amarillo como un canario. ¡Míreme ahora! En forma para hacer treinta y seis hoyos en uno de mis campos de golf particulares. Eh, todos ustedes están invitados a cualquiera de mis hoteles cuando quieran. Se sentirán como en su casa. ¿Les gusta el esquí?
    -A mí sí -dijo Jack-. Pero ahora quisiera hablar de su caso. Tengo entendido que le han hecho un trasplante de hígado. ¿Podría decirme quién fue el donante?
    Una media sonrisa se dibujó en los labios de Horace mientras miraba a Jack por el rabillo del ojo.
    -¿Es una especie de prueba psicológica? -preguntó-. Por que si lo es, quédense tranquilos. No se lo contaré a nadie.
    No podría estarles más agradecido. De hecho, en cuanto pueda, pediré que me hagan otro doble.
    -¿Qué quiere decir exactamente con eso de un "doble"? -preguntó Jack.
    -¿Ustedes forman parte del equipo de Pittsburgh? -preguntó Horace, mirando a Laurie.
    -No, formamos parte del equipo de Nueva York -respondió Jack-. Y estamos fascinados por su caso. Nos alegra que se encuentre tan bien y estamos aquí para informarnos.
    -Jack sonrió y abrió las manos-. Somos todo oídos. ¿Por qué no empieza por el principio?
    -¿Quiere decir por cómo me enfermé? -preguntó Horace, obviamente confundido.
    -No; por cómo se organizó el trasplante aquí, en Africa -repuso Jack-. Y me gustaría saber qué ha querido decir al referirse a un doble. Por casualidad, ¿le han trasplantado el hígado de un primate?
    Horace soltó una risita nerviosa y cabeceó.
    -¿Qué pasa aquí? -preguntó. Volvió a mirar a Laurie y luego a Warren y Natalie, que seguían junto a la puerta.
    -Oh, oh -dijo Laurie-. Los soldados están cruzando la plaza, y vienen corriendo.
    Warren cruzó la habitación rápidamente y miró al ex terior.
    -¡Mierda! Esto va en serio.
    Jack se puso en pie, apoyó las manos sobre los hombros de Horace y puso su cara a escasos centímetros de la del paciente.
    -Me sentiré muy decepcionado si no responde a mis preguntas, y cuando me decepcionan, hago cosas muy raras.
    ¿Qué animal era? ¿Un chimpancé?
    -Vienen hacia el hospital -gritó Warren-. Y todos están armados con rifles AK-47.
    -¡Vamos! -insistió Jack sacudiendo ligeramente a Horace-. Hable. ¿Era un chimpancé? -Apretó sus hombros con más fuerza.
    -Era un bonobo -dijo Horace con un hilo de voz. Estaba aterrorizado.
    -¿Es una clase de primate? -preguntó Jack.
    -Sí -consiguió articular Horace.
    -¡Venga, tío! -lo animó Warren, que había vuelto a la puerta-. Tenemos que salir pitando.
    -¿Y qué ha querido decir con lo del doble? -preguntó Jack.
    Laurie cogió el brazo de Jack.
    -No tenemos tiempo -dijo-. Los soldados llegarán en cualquier momento.
    A regañadientes, Jack soltó a Horace y se dejó arrastrar hacia la puerta.
    -¡Joder! Estaba tan cerca-protestó.
    Warren hacía señas histéricas para que los siguieran a él y a Natalie hacia la parte posterior del edificio, cuando la puerta del ascensor se abrió y apareció Cameron empuñan do su pistola.
    -¡Quietos todos! -gritó al ver a los extraños. Cogió el arma con las dos manos y apuntó a Warren y Natalie. Luego movió el cañón en dirección a Jack y Laurie. El problema de Cameron era que sus adversarios estaban a ambos lados de él, y cuando miraba a una pareja, no veía a la otra.
    -Las manos encima de la cabeza -ordenó, señalando con el cañón de la pistola.
    Todos obedecieron, aunque cada vez que Cameron se giraba para mirar a Jack y Laurie, Warren daba otro paso hacia él.
    -Si hacen lo que se les ordena, no habrá heridos -dijo Cameron.
    Warren ya estaba lo bastante cerca para arriesgar una patada; su pie se levantó con la velocidad de un rayo y chocó contra las manos de Cameron. La pistola rebotó en el techo.
    Antes de que Cameron pudiera reaccionar, Warren le asestó dos puñetazos: uno en el vientre y otro en la nariz.
    Cameron se desplomó en el suelo.
    -Me alegro de que estés en mi equipo en este partido -dijo Jack.
    -¡Tenemos que volver a la piragua! -exclamó Warren sin hacer caso a la broma.
    -Estoy abierto a cualquier sugerencia -repuso Jack.
    Cameron gimió y se sentó, cogiéndose el estómago. Warren miró hacia ambos lados del pasillo. Unos minutos, antes, había pensado que debían correr por el pasillo principal hacia la parte posterior del edificio, pero ya no le parecía una opción razonable. A mitad de camino, se habían congregado varias enfermeras, que señalaban en su dirección.
    Enfrente de los ascensores, a la altura de los ojos, un cartel con forma de flecha señalaba hacia un pasillo perpendicular a la habitación de Horace. En el cartel se leía "Q".
    -Por ahí -gritó Warren.
    -¿Quieres ir a los quirófanos? -preguntó Jack-. ¿Por qué?
    -Porque no se lo esperan -respondió Warren. Cogió a la asustada Natalie de la mano y tiró de ella.
    Jack y Laurie los siguieron. Pasaron junto a la habitación de Horace, pero el paciente se había encerrado en el cuarto de baño.
    La zona de quirófanos estaba separada del resto del hospital por las típicas puertas basculantes. Warren las empujó y las sostuvo con el brazo extendido, como un defensa de fútbol americano. Jack y Laurie pasaron junto a él.
    No había ninguna operación en curso ni paciente alguno en la sala de recuperación. Las luces estaban apagadas, con excepción de las de un dispensario situado en medio del pasillo. La puerta del dispensario estaba entornada y a través de ella se filtraba un tenue resplandor.
    Alertada por los golpes en las puertas de la zona de quirófanos, una mujer se asomó por la puerta de dispensario. Vestía uniforme de cirugía y un gorro desechable. Al ver a las cuatro figuras que corrían en su dirección, dio un respingo.
    -¡Eh, no pueden entrar aquí con ropa de calle! -gritó en cuanto se hubo recuperado de la impresión. Pero Warren y los demás ya habían pasado a su lado. Atónita, los siguió con la vista mientras corrían hacia el fondo del pasillo, hasta desaparecer por las puertas del laboratorio.
    Volvió a entrar en el dispensario y cogió el teléfono colgado en la pared.
    Al llegar a una bifurcación del pasillo, Warren se detuvo en seco y miró en ambas direcciones. Al fondo a la izquierda, sobre la pared, había una lamparilla roja de una alarma de incendios Encima de la luz, un cartel indicaba la salida de emergencia.
    -¡Alto! -gritó Jack cuando Warren se disponía a correr hacia allí, suponiendo que encontraría las escaleras.
    -¿Qué pasa, tío? -preguntó Warren.
    -Esto parece el laboratorio -repuso Jack. Se acercó a la puerta de cristal, miró al interior y se quedó estupefacto.
    Aunque estaban en pleno corazón de Africa, era el laboratorio más moderno que había visto en su vida. Todos los aparatos parecían flamantes.
    -¡Vamos! -exclamó Laurie-. No tenemos tiempo para curiosear. Tenemos que salir de aquí.
    -Es verdad, tío -dijo Warren-. Sobre todo después de pegarle a este tipo de seguridad. Tenemos que salir pitando.
    -Id delante -dijo Jack-. Os veré en la piragua.
    Warren, Laurie y Natalie intercambiaron miradas de ansiedad.
    Jack giró el pomo de la puerta y descubrió que no tenía llave. La abrió y entró.
    -¡Por el amor de Dios! -protestó Laurie. Jack la ponía histérica. Era obvio que su propia seguridad le tenía sin cuidado, pero no tenía derecho a comprometer la de los demás.
    -Dentro de un momento, este sitio estará lleno de guardias de seguridad y soldados -dijo Warren.
    -Lo sé -repuso Laurie-. Vosotros seguid. Yo procuraré llevarlo a la piragua lo antes posible.
    -No podemos dejaros aquí -dijo Warren.
    -Piensa en Natalie -sugirió Laurie.
    -Tonterías -protestó la susodicha. No soy una mujercita indefensa. Estamos todos juntos en esto.
    -Vosotras entrad ahí y procurad razonar con ese loco -dijo Warren-. Yo voy a hacer sonar la alarma contra incendios. .,
    ¿Para qué? -preguntó Laurie.
    -Es un viejo truco que aprendí de crío. Cuando estés en un atolladero, crea el mayor caos posible. Así hay más probabilidades de escapar.
    -Te tomo la palabra -dijo ella. Hizo una seña a Natalie para que la siguiera y entró en el laboratorio.
    Encontraron a Jack conversando amistosamente con una técnica de laboratorio vestida de bata blanca. Era una pelirroja con pecas y sonrisa agradable. Jack ya la había hecho reír.
    -Perdón -dijo Laurie, esforzándose por no gritar-. Jack, tenemos que irnos.
    -Laurie, quiero presentarte a Rolanda Phieffer -dijo él-. Es de Heidelberg, Alemania.
    -¡Jack! -exclamó Laurie con los dientes apretados.
    -Rolanda me estaba contando una historia muy interesante. Al parecer, ella y sus colegas están trabajando con los genes de los antígenos menores de histocompatibilidad. Los extraen de un cromosoma específico en una célula y los insertan en el cromosoma homólogo, en la misma posición, en otra célula.
    Natalie, que se había acercado al ventanal que daba a la plaza, regresó rápidamente y dijo:
    -La cosa se pone fea. Acaba de llegar un camión lleno de árabes con trajes negros.
    En ese momento sonó la alarma contra incendios, que emitía secuencias de tres pitidos ensordecedores, seguidos por una voz grabada: "Fuego en el laboratorio. Por favor, procedan a evacuar el edificio por las escaleras. No usen los ascensores."
    -¡Cielos! -exclamó Rolanda, mirando rápidamente alrededor para decidir qué llevar consigo.
    Laurie cogió a Jack por los dos brazos y lo sacudió.
    -Jack, sé razonable ¡Tenemos que salir de aquí!
    -He descubierto cómo lo hacen -dijo Jack con una sonrisa de astucia.
    -¡Me importa una mierda! -le espetó Laurie-. ¡Vamos!
    Corrieron hacia el pasillo, donde de repente habían aparecido muchas personas más. Todos estaban desconcertados y miraban hacia todos lados. Algunos olfateaban el aire y otros hablaban animadamente. Muchos llevaban consigo sus ordenadores portátiles.
    La gente se dirigía en masa hacia la escalera, sin excesiva prisa. Jack, Laurie y Natalie se encontraron con Warren, que sujetaba la puerta de incendios. También había conseguido hacerse con varias batas blancas, que distribuyó entre el grupo. Todos se las pusieron encima de la ropa. Por desgracia, eran las únicas personas en el edificio que llevaban pantalones cortos.
    -Han creado quimeras con esos simios llamados bonobos -dijo Jack con entusiasmo-. Eso lo explica todo. No me sorprende que los análisis de ADN fueran tan confusos.
    -¿De qué coño habla? -preguntó Warren, irritado.
    -No preguntes -respondió Laurie-, o lo animarás a seguir.
    -¿De quién fue la idea de hacer sonar la alarma de incendios?-preguntó Jack-. Es genial.
    -De Warren -repuso Laurie-. Al menos hay un ser pensante entre nosotros.
    La escalera de incendios salía a un aparcamiento por el lado norte. La gente se congregaba en pequeños grupos, miraba el edificio y conversaba. Hacía un calor sofocante, pues brillaba el sol y el suelo del aparcamiento estaba alquitranado. Se oyó el aullido de una sirena de bomberos, procedente del noreste.
    -¿Qué hacemos? -preguntó Laurie-. Es un alivio haber llegado hasta aquí. No creía que fuera tan fácil salir del edificio.
    -Vamos a la calle y giremos a la izquierda -dijo Jack, señalando- Podemos dar un rodeo por el oeste y regresar a la costa.
    -¿Dónde están los soldados? -preguntó Laurie.
    -¿Y los árabes? -añadió Natalie.
    -Supongo que estarán buscándonos en el hospital -respondió Jack.
    -Larguémonos antes de que los empleados del laboratorio vuelvan a entrar en el edificio -dijo Warren.
    Evitaron correr para no llamar la atención. Antes de llegar a la calle, todos se giraron para comprobar si los vigilaban.
    Pero la gente ni siquiera los miraba. Todo el mundo estaba fascinado con el coche de bomberos que acababa de llegar.
    -Todo bien, hasta el momento -dijo Jack.
    Warren fue el primero en llegar a la calle. Cuando torcía la esquina hacia el oeste se detuvo en seco y extendió el brazo para atajar a los demás. Dio un paso atrás.
    -No podemos ir hacia allí -dijo-. Han cortado la calle.
    -¡Caray! -exclamó Laurie-. Es probable que hayan acordonado toda la zona.
    -¿Recordáis la central eléctrica que vimos? -preguntó Jack. Todos asintieron-. Tiene que estar comunicada con el hospital. Apuesto a que hay un túnel.
    -Puede -dijo Warren-. Pero el problema es que no sabemos cómo encontrarlo. Además, no me gusta la idea de volver a entrar. Sobre todo si nos persiguen esos críos con AK-47.
    -Entonces crucemos la plaza -sugirió Jack.
    -¿Hacia dónde estaban los soldados? -preguntó Laurie, atónita.
    -Bueno, si están aquí, en el hospital, no debería haber problema -dijo Jack.
    -Tienes razón -asintió Natalie.
    -Claro que también podemos entregarnos y decir que lamentamos lo ocurrido -dijo Jack-. ¿Qué pueden hacernos, aparte de echarnos de aquí? Ya he descubierto lo que venía a averiguar, así que no me molestaría.
    -Bromeas -dijo Laurie-. No se contentarán con una simple disculpa. Warren ha golpeado a un tipo de seguridad.
    Hemos hecho algo más que entrar sin autorización.
    -Bromeaba hasta cierto punto -repuso Jack-. Aquel hombre nos apuntó con una pistola; tenemos una buena excusa.
    Además, siempre podemos darles algunos francos franceses.
    En este país, todo se soluciona con dinero.
    -Pues el dinero no nos sirvió para cruzar la valla -le recordó Laurie.
    -De acuerdo, no nos sirvió para entrar -admitió él-, pero me sorprendería que no nos sirviera para salir.
    -Tenemos que hacer algo -dijo Warren-. Los bomberos están indicando a la gente que vuelva al edificio. Nos quedaremos aquí solos, con este calor horrible.
    -Sí, están entrando -confirmó Jack, que escrutaba el aparcamiento con los ojos entornados debido al fuerte resplandor del sol. Sacó las gafas de sol y se las puso-. Intentemos cruzar la plaza antes de que vuelvan los soldados.
    Una vez más, procuraron caminar con calma, como si es tuvieran paseando. Cuando casi habían llegado el césped, notaron una conmoción en las puertas del edificio. Se giraron y vieron a varios árabes vestidos con trajes negros, abriéndose paso entre los técnicos del laboratorio.
    Los árabes salieron corriendo al soleado aparcamiento, con las corbatas aleteando sobre las camisas y los ojos entornados. Todos empuñaban pistolas automáticas. Detrás de los árabes aparecieron varios soldados. Agitados, se detuvieron bajo el sol ardiente, jadeando mientras miraban alrededor.
    Warren y los demás se quedaron paralizados.
    -Esto no me gusta -dijo Warren-. Esos seis tipos tienen armas suficientes para robar el Chase Manhattan.
    -Me recuerdan a los Intocables -dijo Jack.
    -Yo no le veo la gracia -replicó Laurie.
    -Creo que no tenemos más remedio que volver a entrar
    -dijo Warren-. Teniendo en cuenta que vamos vestidos como técnicos de laboratorio, se preguntarán qué hacemos aquí.
    Antes de que pudieran responder a la sugerencia de Warren, Cameron salió por la puerta, acompañado de dos hombres. Uno de ellos estaba vestido igual que Cameron; era evidente que era otro guardia de seguridad. El otro era más bajo y tenía el brazo derecho paralizado. El también estaba vestido con ropas color caquí, pero sin ninguna de las insignias que llevaban los otros dos.
    -Caramba -dijo Jack-. Tengo el pálpito de que nos obligarán a usar la táctica de la disculpa.
    Cameron apretaba contra su nariz un pañuelo manchado de sangre, que sin embargo no le obstaculizaba la vista. Localizó al grupo de inmediato y señaló.
    -¡Allí están! -gritó.
    Los marroquíes y los soldados rodearon de inmediato a los intrusos. Todas las armas apuntaban a Jack y sus amigos, que levantaron las manos sin que nadie se los ordenara.
    -Me pregunto si podría impresionarlos con mi chapa de forense -bromeó Jack.
    -¡No hagas ninguna estupidez! -advirtió Laurie.
    Cameron y sus acompañantes cruzaron la calle rápidamente. El cerco de hombres armados se abrió para dejarles paso. Siegfried dio un paso al frente.
    -Si hemos causado alguna molestia, les pedimos disculpas... -comenzó Jack.
    -¡Cierre el pico! -gritó Siegfried.
    Caminó alrededor del grupo para mirarlos desde todos los ángulos. Cuando regresó al punto de partida, preguntó a Cameron si ésas eran las personas que había encontrado en el hospital.
    -Sin ninguna duda -dijo Cameron dirigiendo una mirada fulminante a Warren-. Si me lo permite, señor...
    -Desde luego -dijo Siegfried con un ademán condescendiente.
    Sin previo aviso, Cameron asestó un puñetazo en la cara de Warren, que sonó como una guía telefónica al caerse al suelo. De inmediato, Cameron dejó escapar un gemido de dolor, se cogió la mano y apretó los dientes. Warren permaneció inmóvil; ni siquiera pestañeó.
    Cameron maldijo entre dientes y se apartó.
    -Regístrenlos -ordenó Siegfried.
    -Lamentamos mucho si... -comenzó Jack, pero Siegfried no le permitió continuar. Lo abofeteó con suficiente fuerza para girarle la cara y dejarle una marca roja en la mejilla.
    El ayudante de Cameron registró rápidamente al grupo y les quitó los pasaportes, el dinero y las llaves del coche. Se los entregó a Siegfried, que los examinó despacio.
    Después de hojear el pasaporte de Jack, alzó la vista y lo miro con desprecio.
    -Yo me veo más bien como un competidor tenaz -corrigió Jack.
    -Ah, así que también es arrogante -gruñó Siegfried-. Espero que su tenacidad le resulte útil cuando lo entreguemos a las autoridades ecuatoguineanas.
    -Si nos permiten llamar a la embajada de Estados Unidos, estoy seguro de que resolveremos este embrollo -dijo Jack-.
    Al fin y al cabo, somos funcionarios del gobierno.
    Siegfried esbozó una sonrisa que resaltó aún más su permanente mueca de desprecio.
    -¿A la embajada de Estados Unidos? -preguntó con tono burlón-. ¿En Guinea Ecuatorial? ¡Muy gracioso! Por desgracia para usted, está en la isla de Bioko. -Se volvió hacia Cameron-: Enciérrelos, pero separe a las mujeres de los hombres.
    -¿De verdad piensa entregarlos a las autoridades ecuatoguineanas? -preguntó Cameron.
    -Desde luego -respondió Siegfried-. Raymond me ha hablado de Stapleton. Tienen que desaparecer.
    -¿Cuándo? -preguntó Cameron.
    -En cuanto se haya marchado Taylor Cabot -respondió Siegfried-. Quiero que este asunto se lleve con absoluta discreción.
    -Entiendo -dijo Cameron. Saludó rozando el ala del sombrero y se marchó a supervisar el traslado de los prisioneros al calabozo situado en el sótano del ayuntamiento.
    CAPITULO 22
    9 de marzo de I997, 4.15 horas.
    Isla Francesca

    -Aquí pasa algo raro -dijo Kevin.
    -Pero ¿qué? -preguntó Melanie-. ¿Crees que podemos hacernos ilusiones?
    -¿Dónde estarán los demás animales? -preguntó Candace.
    -No sé si debemos ilusionarnos o preocuparnos -repuso Kevin-. ¿Y si ahí fuera están librando una batalla apocalíptica y la lucha se extiende hasta aquí?
    -¡Dios mío! -exclamó Melanie-. No había pensado en esa posibilidad.
    Hacía dos días que los tres habían sido hechos prisioneros por los bonobos. En todo ese tiempo no les habían permitido salir de la pequeña cueva interior, que ahora olía igual o peor que la de los animales. Para hacer sus necesidades se habían visto obligados a internarse en el túnel, que ahora apestaba como una cloaca.
    Ellos no olían mejor. Tras cuarenta y ocho horas con la misma ropa, durmiendo sobre las rocas y el suelo de tierra, estaban mugrientos. Los tres tenían el cabello enmarañado, y la cara de Kevin estaba cubierta por el rastrojo de una barba de dos días. Se sentían débiles por la falta de ejercicio y comida, aunque todos habían acabado por aceptar algunos de los alimentos que les habían ofrecido.
    Esa mañana, hacia las diez, habían tenido la impresión de que ocurría algo extraño. Los animales estaban alborotados.
    Algunos habían salido de la cueva, sólo para volver poco después emitiendo sonidos estridentes. El bonobo número uno se había marchado y aún no había regresado. No era normal.
    -Un momento -dijo Kevin de repente y levantó las manos para indicar a las mujeres que no hicieran ruido. Aguzó el oído y giró la cabeza lentamente de un lado a otro.
    -¿Qué pasa? -preguntó Melanie con tono apremiante.
    -Me ha parecido oír una voz.
    -¿Una voz humana? -preguntó Candace.
    Kevin asintió con la cabeza.
    -¡Eh, yo también le he oído! -exclamó Melanie, ilusionada.
    -Y yo -dijo la otra-. Estoy segura de que era una voz humana. Alguien ha gritado algo así como "de acuerdo".
    -Arthur también la ha oído -dijo Kevin. No había tenido un motivo especial para bautizar con el nombre de Arthur al bonobo que con mayor frecuencia hacía guardia junto a la entrada de la cueva; lo habían hecho sencillamente para referirse a él de alguna forma. Durante las interminables horas de encierro, habían establecido algo similar a un diálogo con su guardián, lo que les había permitido adivinar el significado de determinados gestos y palabras.
    Por ejemplo, estaban seguros de que "arak" significaba "fuera", sobre todo cuando al mismo tiempo abrían los dedos y sacudían los brazos, un gesto que Candace ya había observado en el quirófano. También sabían que "hana" era "silencio", y "zit", "ir". No les cabía duda alguna de que "comida" y "agua" se decían respectivamente "bumi" y "carak". Sin embargo, no estaban muy seguros del significado de la palabra "sta", que los animales pronunciaban con los brazos en alto y las palmas hacia fuera. Creían que podía ser el equivalente del pronombre "tú".
    Arthur se levantó y se dirigió con chillidos a los pocos bonobos que quedaban en la cueva. Los demás lo escucharon y se marcharon de inmediato.
    Acto seguido, Kevin y los demás oyeron varias detonaciones de un arma de fuego, quizá de una escopeta de aire comprimido. Unos minutos después, sobre el brumoso cielo del atardecer vislumbraron las siluetas de dos individuos vestidos con uniformes del Centro de Animales. Uno de ellos llevaba una escopeta y el otro una potente lámpara de pilas.
    -¡Socorro! -gritó Melanie. Desvió la vista de la luz de la lámpara, pero sacudió frenéticamente los brazos por si los hombres no lo veían.
    Un ruido seco retumbó en el interior de la caverna, y Arthur dejó escapar un gemido. Con una expresión de desconcierto en la cara, el bonobo miró el extremo rojo del dardo que tenía clavado en el pecho. Hizo ademn de arrancárselo, pero antes de conseguirlo, comenzó a temblar. Como si se tratara de una escena filmada en cámara lenta, el animal cayó al suelo y rodó sobre un costado.
    Kevin, Melanie y Candace salieron a gatas de su celda sin puerta e intentaron incorporarse. Tardaron unos instantes en estirarse y, cuando lo consiguieron, los hombres ya estaban junto al bonobo, administrándole una dosis adicional de tranquilizante.
    -¡Vaya, no saben cuánto nos alegramos de verlos! -exclamó Melanie, apoyándose contra una roca. Por un instante tuvo la impresión de que la cueva se movía alrededor como un torbellino.
    Los hombres se pusieron en pie y alumbraron con la lámpara a las mujeres y a Kevin. Los tres se cubrieron los ojos con las manos.
    -Están hechos un asco-dijo el hombre de la lámpara.
    -Soy Kevin Marshall y éstas son Melanie Becket y Candace Brickmann.
    -Ya sabemos quiénes son-respondió el hombre-. Salgamos de esta cloaca.
    Kevin y las mujeres salieron de la cueva con paso tambaleante. Una vez fuera, el resplandor del sol los obligó a entornar los ojos. A los pies del macizo había otra media docena de trabajadores del Centro de Animales. Estaban ocupados envolviéndolos en esteras de juncos y llevándolos hasta un carro de remolque, donde los acomodaban cuidadosamente lado a lado.
    -Ahí arriba, en la cueva, hay otro -dijo el hombre de la lámpara.
    -Yo los conozco -dijo Melanie después de mirar mejor a los hombres que habían entrado en la cueva-. Son Dave Turner y Daryl Christian.
    Los hombres no le hicieron caso. Dave, el más alto de los dos, sacó una radio de la funda de cinturón. Daryl comenzó a descender por los gigantescos peldaños.
    -Turner a la base -dijo Dave pegando la boca a la radio.
    -Le oigo -respondió Bertram.
    -Hemos cogido al último bonobo y estamos cargando -dijo Dave.
    -Buen trabajo -respondió Bertram.
    -Y también hemos encontrado a Kevin Marshall y a las dos mujeres en una cueva.
    -¿En qué estado? -preguntó Bertram.
    -Asquerosamente sucios, pero al parecer sanos y salvos -contestó Dave.
    -¡Déme eso! -exclamó Melanie, tratando de arrebatarle la radio a Dave.
    No podía consentir que un subordinado hablara de ella en esos términos.
    Sin embargo, Dave no se dejó quitar la radio.
    -¿Qué quiere que haga con ellos?
    Melanie puso las manos en jarras. Estaba furiosa.
    -¿Qué quiere decir con qué hace con nosotros?
    -Tráigalos al Centro de Animales -ordenó Bertram-. Yo informaré a Siegfried Spallek. Estoy seguro de que querrá hablar con ellos.
    -Entendido. Corto y fuera -dijo Dave, apagando la radio.
    -¿A qué viene este tratamiento? -preguntó Melanie-. Hemos estado prisioneros aquí durante más de dos días.
    Dave se encogió de hombros.
    -Nosotros nos limitamos a cumplir órdenes, señorita. Por lo visto han hecho enfadar a los altos mandos.
    -¿Qué demonios hacen con los bonobos? -preguntó Kevin. En un primer momento había supuesto que estaban inmovilizando a los bonobos con el solo propósito de rescatarlos a él y a las mujeres. Pero ahora no comprendía por qué subían a los animales al carro de remolque.
    -Los tiempos felices de los bonobos en la isla han pasado a la historia -repuso Dave-. Han estado peleando y matándose entre sí. Hemos encontrado cuatro cadáveres que dan fe de ello. Todos murieron como consecuencia de heridas hechas con cuñas de piedra. Por lo tanto, estamos enjaulando a los animales para llevarlos al centro. A partir de hoy, vivirán en celdas de cemento de dos metros por uno.
    Kevin se quedó boquiabierto. A pesar del hambre, el cansancio y los dolores, sintió una profunda compasión por aquellas desafortunadas criaturas que no habían pedido que las trajeran al mundo. De manera súbita y arbitraria, las condenaban a una vida de monótona cautividad. Nadie reconocería su potencial humano, y pronto olvidarían sus sorprendentes logros.
    Daryl y otros tres hombres subían a la cueva con una camilla. Kevin se volvió a mirar en el interior. Entre las sombras, divisó el perfil de Arthur junto al borde de la cámara interior, donde los habían tenido prisioneros. Las lágrimas asomaron a sus ojos cuando imaginó cómo se sentiría Arthur al despertar y verse rodeado de barrotes.
    -Muy bien -dijo Dave-, regresemos. ¿Se sienten con fuerzas para andar o prefieren ir en el remolque?
    -¿Cómo mueven el remolque? -preguntó Kevin.
    -Hemos traído un todo terreno a la isla.
    -Yo iré andando, gracias -dijo Melanie con frialdad.
    Sus amigos hicieron un gesto de asentimiento.
    -Sin embargo, estamos muertos de hambre -dijo Kevin-.
    Los animales sólo nos ofrecieron insectos, gusanos y hierba.
    -Tenemos algunas chocolatinas y refrescos en el remolque -dijo Dave.
    -Estupendo -dijo Kevin.
    El descenso por el peñasco rocoso fue la peor parte del viaje. Una vez en tierra llana, caminaron sin dificultad, sobre todo porque los trabajadores del Centro de Animales habían desmontando el camino para facilitar el paso del todoterreno.
    Kevin estaba asombrado del trabajo que esos hombres habían hecho en tan poco tiempo. Cuando llegaron a las tierras cenagosas, al sur del lago de los Hipopótamos, se preguntó si la piragua seguiría oculta entre los juncos. Supuso que sí.
    Dudaba de que la hubiesen encontrado.
    Candace se alegró de ver el puente de troncos cubierto de tierra y lo dijo. Hasta ese momento, no sabía cómo iban a cruzar el río Deviso.
    -Han estado muy ocupados -comentó Kevin.
    -No había alternativa -respondió Dave-. Teníamos que atrapar a los animales lo antes posible.
    En el tramo comprendido entre el puente del río Deviso y la zona de estacionamiento, Kevin, Melanie y Candace comenzaron a sucumbir al cansancio. Lo notaron especialmente cuando se vieron obligados a apartarse del camino para dejar paso al todoterreno, que regresaba a buscar el último cargamento de bonobos. Cuando se detuvieron y permanecieron quietos durante unos minutos, sus piernas se les antojaron de plomo.
    Todos suspiraron de alivio al salir de la semipenumbra de la selva al claro de la zona de estacionamiento. Otra media docena de empleados con monos azules trabajaban bajo el sol ardiente.
    Descargaban a los animales de un segundo remolque y los encerraban en jaulas rápidamente, antes de que despertaran.
    Las jaulas eran cajas de aluminio de un metro cuadrado, de modo que sólo los animales más jóvenes podían ponerse de pie. La única fuente de ventilación eran los barrotes de las puertas, aseguradas con un pestillo situado fuera del alcance del bonobo. Kevin notó que algunos animales estaban aterrorizados, encogidos entre las sombras de las jaulas.
    Aunque estas estrechas jaulas estaban previstas sólo para el transporte, un elevador de carga las levantaba laboriosa mente y las colocaba a la sombra de los árboles de la costa norte de la isla, señal de que permanecerían allí. Uno de los trabajadores rociaba las jaulas y a los animales con agua del río, usando la manguera de una bomba a gasolina.
    -¿No dijo que iban a trasladar a los bonobos al Centro de Animales? -preguntó Kevin.
    -Hoy no -respondió Dave-. Por el momento, no hay sitio disponible. Lo haremos mañana o, como muy tarde, pasado mañana.
    No tuvieron dificultades para llegar a la zona continental, ya que el puente telescópico estaba desplegado. El puente era de acero y resonaba bajo sus pies con un ruido hueco, similar al de un tambor. La pickup de Dave estaba aparcada junto al mecanismo del puente.
    -Suban -dijo éste, señalando la caja de la camioneta.
    -¡Un momento! -exclamó Melanie, que hablaba por primera vez desde que había salido de la cueva-. No viajaremos en la caja.
    -Entonces irán andando. No pienso llevarlos en la cabina.
    -Vamos, Melanie -pidió Kevin-. Será agradable viajar al aire libre.
    Kevin le tendió la mano a Candace para ayudarla a subir.
    Dave rodeó el vehículo y se sentó al volante.
    Melanie se resistió un minuto más. Con las manos en jarras, las piernas separadas y los labios apretados parecía una niña pequeña haciendo pucheros.
    -No es tan lejos -dijo Candace, tendiéndole la mano. Su amiga la cogió de mala gana.
    -No esperaba que nos recibieran como a héroes -protestó-, pero tampoco que nos trataran de esta manera.
    Comparado con el agobiante encierro de la cueva y el húmedo calor de la selva, el viaje al viento resultó inesperada mente placentero. Las esteras de junco que habían usado para envolver a los animales acolchaban la superficie de la caja y, aunque despedían un olor rancio, Kevin y sus amigas sabían que ellos no olían mejor.
    Se tendieron de espaldas y contemplaron los retazos del cielo del atardecer entre las ramas de los árboles.
    -¿Qué crees que nos harán? -preguntó Candace-. No quiero volver al calabozo.
    -Esperemos que nos despidan en el acto -dijo Melanie-.
    Estoy decidida a decir adiós a la Zona, al proyecto y a Guinea Ecuatorial. Ya he tenido suficiente.
    -Ojalá sea tan sencillo -terció Kevin-. Por otra parte, me preocupan los animales. Los han condenado a cadena perpetua.
    -No podemos hacer nada por ellos -dijo Candace.
    -No sé -repuso Kevin-. Me pregunto qué dirían los grupos de protección de los animales si se enteraran de este asunto.
    -No se te ocurra mencionar ese tema hasta que hayamos salido de aquí -advirtió Melanie-. Se pondrían furiosos.
    Entraron en la ciudad por el este, pasando junto al campo de fútbol y las pistas de tenis. Ambos sitios bullían de actividad; no había una sola pista de tenis libre.
    -Después de una experiencia como ésta, te sientes menos importante de lo que creías ser-señaló Melanie-. Hemos estado desaparecidos durante dos horribles días, y aquí la vida sigue como si nada.
    Todos reflexionaron sobre el comentario mientras se preparaban inconscientemente para lo que les esperaba en el Centro de Animales. Sin embargo, la camioneta disminuyó la velocidad y se detuvo. Kevin se sentó y vio el jeep Cherokee de Bertram.
    -Siegfried quiere que vayan directamente a la casa de Kevin-gritó Bertram.
    -De acuerdo -respondió Dave.
    La camioneta arrancó con una sacudida y siguió al vehículo de Bertram.
    Kevin volvió a recostarse sobre las esteras.
    -Vaya sorpresa. Puede que no nos traten tan mal, después de todo.
    -Podríamos pedirles que nos llevaran antes a mí, y a Candace -sugirió Melanie-. Les pilla casi de camino. -Se miró la ropa-. Lo primero que quiero hacer es ducharme y cambiarme. Sólo entonces comeré algo.
    Kevin se arrodilló sobre la caja de la camioneta, junto a la cabina. Golpeó la ventanilla trasera para atraer la atención de Dave y le comunicó la petición de Melanie. Dave respondió con un gesto despectivo.
    Kevin volvió a su posición original.
    -Creo que primero tendréis que pasar por mi casa -dijo.
    En cuanto llegaron a la zona de adoquines, el traqueteo se hizo tan violento que tuvieron que sentarse. Cuando torcieron por la calle de la casa de Kevin, éste miró al frente con expectación. Estaba tan ansioso como Melanie por darse una ducha. Por desgracia, lo que vio no era alentador: Siegfried, Cameron y cuatro soldados ecuatoguineanos, armados hasta los dientes, los esperaban en la puerta de su casa. Uno de los soldados era un oficial.
    -Caray -dijo-. Creo que he abrigado falsas esperanzas.
    La camioneta se detuvo. Dave bajó de la cabina y dio la vuelta para abrir la compuerta de cola. En primer lugar bajó Kevin, con las piernas entumecidas. Melanie y Candace lo siguieron de inmediato.
    Preparándose para lo inevitable, Kevin fue al encuentro de Siegfried y Cameron. Sabía que Melanie y Candace le pisaban los talones. Bertram, que había aparcado delante de la pickup, se sumó al grupo. Nadie parecía contento.
    -Esperábamos que se hubieran tomado unas vacaciones imprevistas -dijo Siegfried con sarcasmo-, pero hemos descubierto que han desobedecido a sabiendas la orden de no entrar en la isla Francesca. En consecuencia, los tres permanecerán bajo custodia en esta misma casa-añadió, señalando la casa de Kevin por encima del hombro.
    Kevin estaba a punto de explicar lo sucedido, cuando Melanie dio un paso al frente y lo apartó. Estaba agotada y furiosa.
    -No pienso quedarme aquí, y es mi última palabra -espetó-. De hecho, dimito. Me iré de la Zona en cuanto haga las gestiones necesarias.
    Siegfried frunció el labio superior, exagerando su sonrisa burlona. Dio un rápido paso al frente y abofeteó a Melanie con tanta fuerza que la arrojó al suelo. Candace se arrodilló para ayudar a su amiga.
    -¡No la toque! -gritó Siegfried mientras extendía el brazo como si fuera a golpear también a Candace.
    La enfermera no le hizo caso y ayudó a Melanie a sentarse.
    El ojo izquierdo de la joven empezaba a hincharse y una gota de sangre se deslizaba sobre su mejilla.
    Kevin dio un respingo y apartó la vista, esperando oír otro golpe. Admiraba el valor de Candace y le habría gustado tenerlo para sí, pero Siegfried le infundía terror, y no se atrevía a moverse.
    Al no oír el golpe previsto, Kevin volvió a mirar al grupo Candace había ayudado a Melanie a incorporarse y la sujetaba para mantenerla en pie.
    -Pronto se marchará de la Zona -dijo Siegfried a Melanie con tono burlón-, pero será en compañía de las autoridades ecuatoguineanas. Pruebe a usar su insolencia con ellos.
    Kevin tragó saliva. Nada lo asustaba tanto como la posibilidad de que los entregaran a los ecuatoguineanos.
    -Soy ciudadana de Estados Unidos -balbuceó Melanie.
    -Pero está en Guinea Ecuatorial -respondió Siegfried Y ha transgredido las leyes locales. -Dio un paso atrás y añadió-: He confiscado sus pasaportes, que entregaré a las autoridades ecuatoguineanas junto con sus personas. Entretanto, permanecerán en esta casa. Y les advierto que estos soldados y este oficial tienen órdenes de disparar apenas se asomen fuera de la casa. ¿Está claro?
    -Necesito ropa-protestó Melanie.
    -Ya he mandado traer algo de ropa para ambas. Está en las habitaciones de huéspedes -dijo Siegfried-. Créanme, hemos pensado en todo. -Se volvió hacia Cameron-: Ocúpese de que los vigilen.
    -Desde luego, señor.
    Saludó tocando el ala del sombrero y se volvió hacia Kevin y las mujeres.
    -Muy bien, ya han oído al jefe -gruñó-. Suban a la primera planta, y les ruego que no causen problemas.
    Kevin echó a andar, pero se desvió unos pasos de su camino para hablar con Bertram.
    -No sólo usan fuego. Fabrican herramientas y hablan entre sí.
    Continuó andando. No había notado ninguna reacción en Bertram, aparte de un ligero movimiento en sus cejas perpetuamente arqueadas. Sin embargo, Kevin sabía que el veterinario lo había oído.
    Mientras subía con paso tambaleante al primer piso, vio que Cameron daba instrucciones a los soldados y al oficial para que vigilasen la escalera.
    Al llegar al vestíbulo, los tres amigos se miraron. Melanie todavía sollozaba entrecortadamente.
    -No son precisamente buenas noticias -dijo Kevin con un resuello.
    -No pueden hacernos esto -gimió Melanie.
    -Pues está claro que lo intentarán -repuso Kevin-. Y sin los pasaportes, tendríamos dificultades para salir del país incluso si pudiéramos escapar de aquí.
    Melanie se llevó las manos a las mejillas y apretó con fuerza.
    -Tengo que controlarme -dijo.
    -Yo vuelvo a sentirme aturdida -reconoció Candace-.
    Hemos pasado de una forma de cautiverio a otra.
    Kevin suspiró.
    -Por lo menos no nos han metido en el calabozo.
    Salió a la terraza y vio que todos los coches se marchaban, excepto el de Cameron. Alzó la vista al cielo y notó que estaba oscureciendo. Ya brillaban las primeras estrellas.
    Regresó a la casa y fue directamente al teléfono. Levantó el auricular y oyó lo que esperaba: nada.
    -¿Tiene tono? -preguntó Melanie a su espalda.
    Kevin colgó el auricular y negó con la cabeza.
    -Me temo que no.
    -Lo suponía -dijo ella.
    -Vamos a ducharnos -sugirió Candace.
    -Excelente idea -dijo Melanie con fingido optimismo.
    Después de que acordaran volver a reunirse en media hora, Kevin cruzó el comedor y abrió la puerta de la cocina.
    Estaba tan sucio, que no se atrevía a entrar. Olió un aroma de pollo asado.
    Esmeralda se había puesto de pie de un salto al oír la puerta.
    -Hola, Esmeralda -saludó Kevin.
    -Bienvenido, señor -dijo Esmeralda.
    -No ha salido a recibirnos como de costumbre -señaló Kevin.
    -Temía que el gerente siguiera allí -dijo la mujer-. El y el jefe de seguridad vinieron antes, dijeron que usted regresaría pronto y que no le permitirían abandonar la casa.
    -Sí; eso me han dicho -respondió Kevin.
    -Le he preparado la cena -dijo Esmeralda-. ¿Tiene ham bre?
    -Mucha-respondió Kevin-, pero tenemos dos invitadas.
    -Lo sé. Me lo dijo el gerente.
    -¿Podremos comer dentro de media hora?
    -Desde luego.
    Kevin respondió con una inclinación de cabeza. Era una suerte poder contar con Esmeralda. Se volvió para marcharse, pero la mujer lo llamó. Kevin se detuvo, sujetando la puerta.
    -Están pasando muchas cosas malas en la ciudad -dijo Esmeralda-. Y no sólo a usted y a sus amigas, sino también a gente extraña. Una prima mía que trabaja en el hospital me dijo que cuatro personas de Nueva York entraron allí.
    Hablaron con el paciente al que le pusieron el hígado del bonobo.
    -¿Ah sí? -preguntó Kevin. El que unas personas viajaran desde Nueva York para hablar con un paciente de trasplante era un acontecimiento inesperado.
    -Entraron por su propia cuenta-prosiguió Esmeralda-, sin autorización. Dijeron que eran médicos. Llamaron a los de seguridad, y los guardias se los llevaron. Están en el calabozo.
    -Vaya -dijo Kevin mientras su mente trabajaba a marchas forzadas.
    La mención de Nueva York le recordó que una semana antes le había telefoneado Taylor Cabot, el director ejecutivo de GenSys, para hablarle de un paciente, Carlo Franconi, que había sido asesinado en esa ciudad. Cabot le había preguntado si era posible detectar el trasplante al hacer la autopsia.
    -Mi prima conoce a algunos de los soldados que estuvieron allí -dijo Esmeralda-. Dicen que entregarán a los americanos a los ministros. Si lo hacen, los matarán. Pensé que debía saberlo.
    Un escalofrío recorrió la espalda de Kevin. Sabía que Siegfried les reservaba el mismo destino a él, Melanie y Candace.
    ¿Pero quiénes eran esos neoyorquinos? ¿Tendrían algo que ver con la autopsia de Carlo Franconi?
    -La situación es muy grave -dijo Esmeralda-. Y tengo miedo por usted. Sé que ha ido a la isla prohibida.
    -¿Y cómo lo sabe? -preguntó Kevin, atónito.
    -La gente de la aldea habla. Cuando mencioné que se había marchado inesperadamente y que el gerente lo estaba buscando, Alphonse Kimba le dijo a mi marido que estaba seguro de que usted había ido a la isla.
    -Le agradezco su preocupación-dijo Kevin, abstraído en sus pensamientos-. Y gracias por lo que me ha contado.
    Subió a su habitación. Cuando se miró en el espejo, se sorprendió de su aspecto sucio y cansado. Se pasó la mano por la barba de dos días y notó algo aún más alarmante: ¡Se parecía a su doble!
    Después de afeitarse, ducharse y ponerse ropa limpia, se sintió como nuevo. Mientras hacía todas esas cosas, no había dejado de pensar en los neoyorquinos encerrados en el calabozo. Sentía curiosidad y le habría gustado ir a hablar con ellos.
    Encontró a las dos mujeres también más animadas. La ducha había retransformado a Melanie en la rebelde de siempre, y protestaba con vehemencia por la selección de prendas que le habían llevado.
    -Nada combina con nada -dijo.
    Se sentaron a la mesa del comedor y Esmeralda sirvió la cena. Melanie echó un vistazo alrededor y rió.
    -¿Sabéis? Tiene gracia; hace apenas unas horas vivíamos como cavernícolas, y de repente, estamos rodeados de lujos.
    Es como si hubiéramos viajado en la máquina del tiempo.
    -Si no tuviéramos que preocuparnos por lo que pasará mañana... -dijo Candace.
    -Al menos disfrutemos de nuestra última cena -sugirió Melanie con su característico humor negro-. Además, cuanto más lo pienso, más me convenzo de que no nos entregarán a los ecuatoguineanos. Estamos casi a las puertas del tercer milenio. El mundo es demasiado pequeño.
    -Pero a mí me preocupa... -comenzó Candace.
    -Perdona -interrumpió Kevin-, pero Esmeralda me ha contado algo muy interesante que me gustaría compartir con vosotras.
    Comenzó por la llamada que le había hecho Taylor Cabot en plena noche. Luego contó la historia de la llegada de los neoyorquinos y su posterior encarcelamiento en el calabozo de la ciudad.
    -¿Veis? Es lo que os decía. Un par de tipos listos hacen una autopsia en Nueva York y luego aparecen aquí, en Cogo. Y nosotros que pensábamos que estábamos aislados.
    Creedme, el mundo se hace más pequeño día a día.
    -¿Entonces piensas que estos neoyorquinos han venido tras la pista de Franconi? -preguntó Kevin. Su intuición le decía lo mismo, pero necesitaba confirmación.
    -¿Para qué si no? -preguntó Melanie-. No me cabe la menor duda.
    -¿Tú que opinas, Candace?
    -Estoy de acuerdo con Melanie. De lo contrario, sería demasiada coincidencia.
    -¡Gracias, Candace! -Agitó su copa vacía y miró a Kevin con expresión provocativa-. Lamento interrumpir esta fascinante conversación, ¿pero te queda alguna botella de aquel excelente vino, colega?
    -¡Dios, lo había olvidado! Lo siento.
    Apartó la mesa de la silla y fue a la despensa, donde guardaba las partidas de vino. De repente, mientras estudiaba las etiquetas, que significaban poca cosa para él, tomó conciencia de la cantidad de vino que había en la casa. Contando las botellas de una estantería y extrapolando el resultado a toda la despensa, calculaba que había más de trescientas.
    -Vaya, vaya -dijo mientras comenzaba a urdir un plan.
    Cogió todas las botellas que pudo cargar y empujó la puerta de la cocina.
    Esmeralda se levantó de la mesa, donde estaba cenando.
    -Tengo que pedirle un favor -dijo Kevin-. ¿Le importaría llevar estas botellas y un sacacorchos a los soldados que están al pie de las escaleras?
    -¿Tantas?
    -Sí; y me gustaría que llevara incluso más a los soldados de la puerta del ayuntamiento. Si preguntan por qué dígales que me marcho y que prefiero que se beban el vino ellos a que lo haga el gerente.
    Esmeralda lo miró y sonrió.
    -Creo que lo entiendo -dijo.
    Sacó del armario la bolsa de lona que usaba para las compras y la llenó de botellas. Unos minutos después, salió de la despensa en dirección al vestíbulo.
    Kevin hizo varios viajes para dejar botellas de vino sobre la mesa de la cocina. Pronto había alineado varias docenas de botellas, incluyendo un par de oporto.
    -¿Qué pasa aquí? -preguntó Melanie asomando la cabeza por la puerta de la cocina-. Te estamos esperando. ¿Dónde está el vino ?
    Kevin le dio una botella, dijo que tardaría unos minutos en volver a la mesa y que comenzaran a cenar sin él. Melanie giró la botella para leer la etiqueta.
    -¡Vaya, Chateau Latour! -exclamó y dedicó una sonrisa de agradecimiento a Kevin antes de volver al comedor.
    Esmeralda regresó y dijo que los soldados estaban muy contentos.
    -También les he llevado un poco de pan -añadió-. Para estimular la sed.
    -Excelente idea -dijo Kevin. Llenó la bolsa de lona con más botellas y la sopesó. Era pesada, pero creía que Esmeralda podría llevarla-. Cuente a los soldados del ayuntamiento -pidió mientras le entregaba la bolsa-. Debe haber suficiente vino para todos.
    -Por las noches suelen haber cuatro -respondió Esmeralda.
    -Bien; entonces será suficiente con diez botellas.
    Al menos para empezar. -Sonrió, y Esmeralda le devolvió la sonrisa.
    Kevin respiró hondo y empujó la puerta del comedor. Se preguntaba qué pensarían de su plan las mujeres.
    Kevin se volvió y miró el reloj. Faltaban unos minutos para medianoche, así que se bajó de la cama, quitó la alarma del despertador, que debía sonar a las doce en punto, y se estiró.
    Durante la cena, el plan de Kevin había suscitado una acalorada discusión. En un esfuerzo de cooperación, habían afinado la idea y concretado los detalles. Los tres creían que valía la pena intentarlo.
    Tras ultimar los preparativos, habían decidido descansar un rato. Sin embargo, a pesar del cansancio, Kevin no había pegado ojo. Estaba demasiado nervioso. Además, los soldados hacían cada vez más alboroto. Al principio, se habían limitado a conversar animadamente, pero en la última media hora Kevin los había oído cantar a voz en cuello, completa mente ebrios.
    Esmeralda había visitado a ambos grupos de soldados dos veces durante la noche. Cuando regresó, informó que el caro vino francés había sido todo un éxito. Después de la segunda escapada, dijo a Kevin que los soldados ya habían dado buena cuenta de las primeras botellas.
    Kevin se vistió rápidamente en la oscuridad y salió al pasillo. No quería encender las luces. Por suerte, había una luna radiante, que le permitió guiarse hasta las habitaciones de invitados. Llamó en primer lugar a la puerta de Melanie y se sobresaltó cuando ésta se abrió de inmediato.
    -Te esperaba -susurró Melanie-. No podía dormir.
    Los dos se dirigieron a la habitación de Candace, que también estaba preparada.
    En el salón, recogieron las pequeñas bolsas de lona que habían preparado y salieron a la terraza. La vista era encantadoramente exótica. Pocas horas antes había llovido, pero ahora el cielo estaba cubierto de abultadas nubes de color plata. Una luna casi llena resplandecía en lo alto del cielo, y su luz daba un aire espectral a la ciudad cubierta de niebla.
    Los sonidos de la selva sonaban con sorprendente estridencia en el aire húmedo y caliente.
    Habían discutido detenidamente esta primera parte del plan, de modo que no necesitaron hablar. Ataron un extremo de tres sábanas anudadas a la barandilla de la terraza y arrojaron el otro hacia el suelo.
    Melanie había insistido en bajar en primer término. Trepó con agilidad a la barandilla y se deslizó hacia el suelo con asombrosa facilidad. Candace era la siguiente. Gracias a su actividad como animadora de fútbol, se mantenía en buena forma y no tuvo problemas para bajar.
    Pero Kevin sí los tuvo. Intentando imitar a Melanie, tomó impulso con los pies, pero mientras se balanceaba de nuevo hacia el edificio, se enredó entre las sábanas y chocó contra la pared estucada, raspándose los nudillos.
    -Mierda -susurró cuando por fin tocó los adoquines. Sacudió la mano y se cogió los nudillos.
    -¿Estás bien? -preguntó Melanie.
    -Supongo.
    La siguiente etapa de la fuga era más peligrosa. Caminaron en fila india hacia la parte posterior del edificio, amparados por la sombra de la arcada. Cada paso los acercaba más a la escalera central, donde estaban los soldados. Sus guardianes habían animado la fiesta con un aparato de música portátil, que emitía música africana a todo volumen.
    Llegaron al sitio donde estaba estacionado el Toyota de Kevin y se escurrieron entre la pared y el vehículo, hasta llegar al frente. Siguiendo el plan previsto, Kevin dio la vuelta hasta la portezuela del conductor y la abrió con sigilo. Se encontraba a apenas cinco o seis metros de los soldados, que estaban al otro lado de una estera de juncos colgada del techo.
    Quitó el freno de mano y puso el coche en punto muerto.
    Regreso junto a las mujeres e hizo señas para que empezaran a empujar.
    Al principio el pesado vehículo se resistió. Kevin levantó un pie para hacer palanca contra la pared de la casa. La estratagema surtió efecto y el coche salió de su plaza de aparcamiento.
    Al borde de la arcada, la calle de adoquines descendía en una suave cuesta para que la casa no se inundara con el agua de lluvia. En cuanto las ruedas traseras pasaron este punto, el coche ganó velocidad. De repente, Kevin se percató de que no era necesario seguir empujando.
    -Eh -susurró Kevin al ver que la velocidad aumentaba.
    Corrió a un lado del vehículo e intentó abrir la portezuela del conductor, cosa que no era fácil con el coche en movimiento El Toyota estaba a medio camino de la callejuela y comenzaba a girar a la derecha, en dirección a la costa.
    Finalmente, consiguió abrir la puerta y, con un salto ágil, se arrojó detrás del volante. Puso el freno de mano y giró el volante a la derecha para alinear el coche con la calle.
    Temeroso de que sus esfuerzos hubieran llamado la atención de los soldados, se volvió a mirarlos. Los hombres se hallaban sentados en torno a una mesa pequeña, donde estaba el aparato de música y media docena de botellas vacías.
    Hacían palmas y zapateaban, completamente ajenos a las maniobras de Kevin con el coche.
    Suspiró aliviado. Se abrió la otra portezuela delantera, y Melanie se sentó a su lado. Candace subió al asiento trasero.
    -No cerréis las puertas -susurró Kevin, que mantenía la suya entreabierta.
    Quitó el freno de mano. Como al principio el coche no se movía, comenzó a sacudirse hacia delante y hacia atrás, hasta conseguir que comenzara a descender por la cuesta. Miró por el parabrisas trasero, maniobrando mientras el vehículo adquiría velocidad en dirección a la costa.
    Continuaron así a lo largo de dos manzanas, pero a partir de ese punto el terreno se aplanó y el coche se detuvo. Sólo entonces Kevin usó la llave para encender el motor. Todos cerraron las portezuelas.
    -¡Lo hemos conseguido! -exclamó Melanie.
    -Hasta aquí, todo bien -asintió él.
    Puso la primera, dio un largo rodeo hacia la derecha para alejarse de su casa y se dirigió al área de servicio.
    -¿Estás seguro de que nadie nos ocasionará problemas en el garaje? -preguntó Melanie.
    -Bueno, no puedo garantizarlo, pero no lo creo. La gente del área de servicio vive en otro mundo. Además, Siegfried se habrá cuidado bien de que nadie se enterara de nuestra desaparición y posterior reaparición. Tiene que haberlo hecho si de verdad piensa entregarnos a las autoridades ecuatoguineanas.
    -Espero que tengas razón -dijo ella y suspiró-. Me pregunto si no deberíamos marcharnos de la Zona en la caja de uno de los camiones, en lugar de preocuparnos por cuatro neoyorquinos a quienes ni siquiera conocemos.
    -Esa gente consiguió entrar de alguna manera -dijo Ke vin-. Así que cuento con que tengan un plan para salir. Sólo nos arriesgaremos a cruzar la valla como último recurso.
    Entraron en la bulliciosa área de servicio, donde el resplandor de las lámparas de mercurio los obligó a entornar los ojos. Kevin aparcó detrás de la cabina de un camión, suspendida sobre un elevador hidráulico. Varios mecánicos estaban debajo, rascándose la cabeza.
    -Esperadme aquí -dijo Kevin mientras se apeaba del Toyota.
    Entró en el compartimiento y saludó a los hombres.
    Melanie y Candace lo siguieron con la vista. La enfermera cruzó los dedos.
    -Bueno, al menos no han corrido al teléfono en cuanto lo vieron -dijo Melanie.
    Las mujeres siguieron mirando. Uno de los mecánicos salió por una puerta del fondo y reapareció poco después cargando una larga y pesada cadena. La depositó sobre los brazos de Kevin, que se tambaleó bajo su peso.
    Con paso tambaleante, Kevin echó a andar hacia el todoterreno. Su cara adquiría progresivamente un tono más intenso de rojo. Temiendo que dejara caer la cadena, Melanie bajó del coche y abrió el maletero.
    Cuando Kevin dejó la cadena, el vehículo entero se sacudió.
    -Les pedí una cadena pesada-consiguió decir-, pero no era para tanto.
    -¿Qué les has dicho? -preguntó Melanie.
    -Les he dicho que tu coche se atascó en el barro. No sospecharon nada, aunque tampoco se ofrecieron a ayudar, desde luego.
    -¿Estás seguro de que lo conseguiremos? -preguntó Candace desde el asiento trasero.
    -No; pero no se me ocurre otra salida.
    Durante el resto del viaje, nadie habló. Todos sabían que era la parte más difícil del plan. La tensión aumentó cuando giraron hacia el aparcamiento del ayuntamiento y apagaron las luces del coche.
    La habitación ocupada por los soldados de guardia resplandecía. Mientras se aproximaban, Kevin, Melanie y Candace oyeron música. Este grupo de soldados también tenía un aparato de música portátil y escuchaba música africana a todo volumen.
    -Contaba con que estuvieran de juerga -dijo Kevin. Dio la vuelta con el todoterreno y retrocedió hacia el edificio.
    Entre las sombras de la arcada de la planta baja alcanzó a vislumbrar el alféizar de la ventana del calabozo subterráneo.
    Detuvo el coche a un metro y medio del edificio y puso el freno de mano. Los tres miraron hacia la estancia ocupada por los soldados. Debido al ángulo en que se encontraban, no vieron gran cosa de la habitación ni tampoco a ninguno de los hombres. Estos habían levantado la cortina y la habían enganchado en el techo de la arcada. En el alféizar había varias botellas vacías.
    -Bueno, ahora o nunca -dijo Kevin.
    -¿Podemos ayudar? -preguntó Melanie.
    -No, quedaos donde estáis.
    Kevin se apeó del coche, pasó por debajo del arco más cercano y se detuvo. La música era ensordecedora. Lo que más le preocupaba era que si alguien se asomaba a la ventana, lo vería de inmediato, pues no había dónde ocultarse.
    Miró hacia abajo y vio la ventana con barrotes. Al otro lado reinaba una oscuridad absoluta.
    Se puso a gatas y luego se tendió sobre el suelo, con la cabeza sobre el alféizar de la ventana. Acercó la cara a los barrotes y gritó por encima del ruido de la música:
    -¡Eh! ¿Hay alguien ahí?
    -Sólo nosotros, un grupo de turistas -respondió Jack-.
    ¿Estamos invitados a la fiesta?
    -Tengo entendido que son norteamericanos -dijo Kevin.
    -Tanto como el pastel de manzana y el béisbol -respondió Jack.
    Kevin oyó otras voces en la oscuridad, aunque no pudo descifrar las palabras.
    -Supongo que sabrán que corren un gran peligro -dijo.
    -¿De veras? Yo creía que en Cogo recibían igual a todos los visitantes.
    Kevin pensó que el tipo que le respondía, quienquiera que fuese, se entendería a las mil maravillas con Melanie.
    -Intentaré arrancar estos barrotes -dijo-. ¿Estáis todos en la misma celda?
    -No. Tenemos a dos preciosas señoritas en la celda de la izquierda.
    -Bien -dijo Kevin-. Empecemos por comprobar si puedo hacer algo con los barrotes.
    Se levantó para ir a buscar la cadena. Cuando regresó, pasó un extremo entre los barrotes.
    -Atad esto varias veces alrededor de uno de los barrotes -dijo.
    -Estupendo -repuso Jack-. Me recuerda las viejas películas del oeste.
    Kevin aseguró el otro extremo de la cadena al enganche del remolque del Toyota. Cuando regresó a la ventana, tiró con suavidad de la cadena y comprobó que estaba firmemente atada al barrote central.
    -Yo diría que está bien -dijo-. Veamos qué pasa.
    Subió al coche y puso la primera.
    Mirando por el parabrisas trasero, avanzó con lentitud para extender la cadena.
    -Muy bien, allá vamos -dijo a Melanie y a Candace y pisó el acelerador. El potente motor del Toyota rugió, aunque Kevin no pudo oírlo, pues la frenética música de un popular grupo zaireño de rock ahogaba cualquier sonido.
    Súbitamente el vehículo se sacudió hacia delante. Kevin frenó de inmediato. A su espalda, oyeron un poderoso estruendo por encima de la música, como si alguien hubiera derribado una puerta de incendios con una roca.
    Kevin y las mujeres se sobresaltaron y miraron hacia la ventana del puesto de soldados. Afortunadamente, nadie salió a averiguar a qué se debía aquel tremendo ruido.
    Kevin saltó del Toyota con la intención de regresar a la ventana y ver qué había ocurrido, cuando se topó con un musculoso negro que caminaba a su encuentro.
    -¡Buen trabajo, amigo! Me llamo Warren, y éste es Jack.
    Jack había aparecido detrás de Warren.
    -Yo soy Kevin.
    -Estupendo -dijo Warren-. Ahora retrocede y veremos qué podemos hacer con la otra ventana.
    -¿Cómo habéis salido tan pronto? -preguntó Kevin.
    -Tío, te has cargado todo el tinglado -dijo Warren.
    Kevin subió al coche y puso la marcha atrás. Notó que los dos hombres ya habían desenganchado la cadena.
    -¡Ha funcionado! -exclamó Melanie-. ¡Enhorabuena!
    -Debo reconocer que fue más sencillo de lo que creía -dijo Kevin.
    Un instante después, alguien golpeó la puerta trasera del Toyota.
    Kevin repitió las maniobras de la primera vez. Avanzó aproximadamente a la misma velocidad, produciendo la misma sacudida y, por desgracia, el mismo ruido. Esta vez un soldado se asomó por la ventana. Kevin no se movió y rezó para que los dos hombres que acababa de conocer lo imitaran. El soldado empinó una botella de vino y, al hacerlo, arrojó varias vacías al suelo, haciéndolas añicos contra el suelo de piedra. Luego volvió a desaparecer en el interior de la estancia.
    Bajó del vehículo justo a tiempo para ver a las dos mujeres saliendo por la segunda ventana. En cuanto estuvieron fuera, todos corrieron hacia el coche. Kevin dio la vuelta para desenganchar la cadena, pero cuando llegó vio que Warren ya lo había hecho.
    -Todos subieron al Toyota en silencio. Jack y Warren se sentaron a los asientos plegables de la parte trasera, mientras Laurie y Melanie se acomodaban junto a Candace en el del medio.
    Kevin puso el coche en marcha y, tras echar un último vistazo al puesto de guardia, salió del aparcamiento. No encendió las luces hasta que estuvieron a una distancia prudencial del ayuntamiento.
    La fuga había sido una experiencia embriagadora para todos: un triunfo para Kevin, Melanie y Candace; una sorpresa y un alivio para el grupo de Nueva York. Los siete se presentaron mutuamente y de inmediato comenzaron a intercambiar preguntas.
    Al principio todos hablaban a la vez.
    -¡Eh, un momento! -exclamó Jack por encima del bullicio-. Hay que poner un poco de orden en este caos. Hablemos por turnos.
    -¡Yo primero! -pidió Warren-. Quiero daros las gracias por aparecer en el momento oportuno.
    -Apoyo esa moción -dijo Laurie.
    Tras alejarse del centro, Kevin entró en el aparcamiento del principal supermercado de la ciudad, donde había unos cuantos coches más. Paró el coche y apagó las luces.
    -Antes de hablar de cualquier otra cosa -dijo-, tenemos que discutir cómo salir de esta ciudad. No tenemos mucho tiempo. ¿Cómo pensabais huir vosotros en un principio?
    -En la misma piragua que nos trajo hasta aquí? -respondió Jack.
    -¿Y dónde está? -preguntó Kevin.
    -Suponemos que donde la dejamos -repuso Jack-. Atracada en la playa, debajo del muelle.
    -¿Es lo bastante grande para todos? -preguntó Kevin.
    -Sí, hay sitio de sobra -dijo Jack.
    -¡Perfecto! -exclamó Kevin con entusiasmo-. Tenía la esperanza de que hubierais venido por agua. Así podremos ir directamente a Gabón. -Echó un rápido vistazo alrededor y puso el coche en marcha-. Recemos para que no hayan descubierto la embarcación.
    Salió del aparcamiento y enfiló hacia la costa, dando un amplio rodeo. No quería acercarse al ayuntamiento ni a su casa.
    -Hay un problema -dijo Jack-. No tenemos documentación ni dinero. Nos quitaron todo.
    -Nosotros no estamos mucho mejor -dijo Kevin-. Sin embargo, tenemos algo de dinero en efectivo y en cheques de viaje. Nos confiscaron los pasaportes esta tarde, cuando nos pusieron bajo arresto domiciliario. Por lo visto nos reservaban el mismo destino que a vosotros: entregarnos a las autoridades ecuatoguineanas.
    -¿Y eso habría sido un problema? -preguntó Jack.
    Kevin soltó una risita burlona, recordando los cráneos que decoraban el escritorio de Siegfried.
    -Habría sido algo más que un problema. Nos habrían sometido a un juicio sumarísimo, con un tribunal improvisado, para luego entregarnos a un pelotón de fusilamiento.
    -¡No me jodas! -exclamó Warren.
    -En este país, interferir en las operaciones de GenSys es un delito castigado con la pena de muerte -explicó Kevin-.
    Y el que decide si alguien interfiere o no es el gerente de la Zona.
    -¡Un pelotón de fusilamiento! -repitió Jack con horror.
    -Eso me temo -dijo Kevin-. Al ejército local se le dan muy bien esas cosas. Tienen muchos años de práctica.
    -Entonces nuestra deuda con vosotros es mayor de lo que creíamos -dijo Jack-. No tenía idea de que las cosas eran así.
    Laurie miró por la ventanilla y tembló. Comenzaba a tomar conciencia del riesgo que habían corrido, y todavía no estaban a salvo.
    -¿Cómo os metisteis en este embrollo? -preguntó Warren.
    -Es una larga historia -respondió Melanie.
    -La nuestra también -dijo Laurie.
    -Quiero haceros una pregunta -dijo Kevin-: ¿Vinisteis aquí siguiendo el rastro de Carlo Franconi?
    -¡Guau! -exclamóJack-. ¡Qué clarividencia! Me dejas estupefacto e intrigado. ¿Cómo lo adivinaste? ¿Qué haces en Cogo?
    -¿Yo, en particular? -preguntó Kevin.
    -Bueno, todos.
    Kevin, Melanie y Candace se miraron para ver quién quería empezar.
    -Todos participábamos en el mismo proyecto -respondió Candace-, aunque yo no era más que un simple peón en el juego. Soy enfermera de cuidados intensivos de un equipo de trasplantes.
    -Yo soy técnica en reproducción asistida-dijo Melani. Soy la que proporciona la materia prima a Kevin, para que él obre su magia y, una vez que lo ha hecho, compruebo que sus creaciones prosperen.
    -Yo soy especialista en biología molecular -explicó Kevin con un suspiro de tristeza-. Alguien que traspasó los límites y cometió un error prometeico.
    -Espera -dijo Jack-. No me vengas con referencias literarias. He oído hablar de Prometeo, pero no recuerdo quién era.
    -Prometeo era un titán de la mitología griega -explicó Laurie-. Robó el fuego del Olimpo para dárselo a los hombres.
    -Sin darme cuenta, yo entregué el fuego a unos animales -dijo Kevin-. Descubrí la forma de transferir fragmentos de cromosomas, en particular del cromosoma seis, de una célula a otra y de una especie a otra.
    -O sea que aislaste fragmentos de cromosomas humanos y se los introdujiste a un simio -dijo Jack.
    -Al huevo fertilizado de un simio -dijo Kevin-. De un bonobo, para ser más exacto.
    -Y lo que en realidad estabas haciendo -prosiguió Jack era crear un órgano perfecto para trasplantar a un individuo específico.
    -Exactamente -dijo Kevin-. Al principio no lo había planeado así. Me dedicaba a la investigación pura. Alguien me arrastró a esta aventura porque intuyó su potencial económico.
    -¡Vaya! -exclamó Jack-. Es ingenioso e impresionante, pero también aterrador.
    -Más que aterrador -dijo Kevin-, es una especie de tragedia. El problema es que transferí demasiados genes humanos y creé accidentalmente una raza de protohumanos.
    -¿Algo así como hombres de Neanderthal? -preguntó Laurie.
    -Varios millones de años más primitivos -respondió Kevin-. Algo similar a Lucy. Sin embargo, son lo bastante inteligentes para usar fuego, fabricar herramientas e incluso hablar. Creo que se asemejan a lo que éramos hace cuatro o cinco millones de años.
    -¿Y dónde están esas criaturas? -preguntó Laurie, alarmada.
    -En una isla cercana -respondió Kevin-, donde han estado viviendo en relativa libertad. Por desgracia, las cosas cambiarán muy pronto.
    -¿Por qué? -preguntó Laurie, imaginando a esos protohumanos. En su infancia había sentido verdadera fascinación por los hombres de las cavernas.
    Kevin relató rápidamente la historia del humo que los había impulsado a visitar la isla. Contó cómo los animales los habían capturado y rescatado. También les habló del destino de los bonobos, condenados a pasar el resto de sus vidas en celdas de cemento por ser demasiado humanos.
    -¡Es horrible! -dijo Laurie.
    -¡Un desastre! -convino Jack-. ¡Qué historia!
    -El mundo no está preparado para una raza nueva -dijo Warren-. Ya hay suficientes problemas con las que tenemos.
    -Estamos llegando a la costa -anunció Kevin-. La plazoleta que da al muelle está a la vuelta de la esquina.
    -Entonces para aquí -dijo Jack-. Cuando llegamos había un soldado.
    Kevin aparcó a un lado de la calle y apagó las luces. Dejó el motor encendido para que no se apagara el aire acondicionado. Jack y Warren bajaron por la puerta trasera, corrieron hacia la esquina y espiaron con sigilo.
    -Si nuestra embarcación no está allí, ¿habrá alguna otra? -preguntó Laurie.
    -Me temo que no -respondió Kevin.
    -¿Y hay alguna otra forma de salir de la ciudad, que no sea a través de la valla? -preguntó ella.
    -No -respondió él.
    -Que el cielo nos proteja -dijo ella.
    Jack y Warren regresaron de inmediato. Kevin bajó la ventanilla.
    -Hay un soldado -dijo Jack-. No parece estar alerta. De hecho, es posible que esté dormido. Pero de todos modos tendremos que ocuparnos de él. Será mejor que esperéis aquí.
    -Por mí, estupendo -dijo Kevin. Se alegraba de poder dejar ese asunto en otras manos. Si hubiera tenido que resolverlo él, no habría sabido qué hacer.
    Jack y Warren regresaron a la esquina y desaparecieron tras ella.
    Kevin subió la ventanilla.
    Laurie miró a Natalie y meneó la cabeza.
    -Lamento haberte metido en este embrollo. Supongo que debí haber previsto el curso que iban a tomar los acontecimientos. Jack tiene un talento especial para meterse en líos.
    -No tienes por qué disculparte -dijo Natalie-. No es culpa tuya. Además, ahora estamos mejor que hace quince o veinte minutos.
    Jack y Warren reaparecieron en un tiempo asombrosamente breve. Jack empuñaba una pistola y Warren un rifle de asalto. Subieron al Toyota por la puerta trasera.
    -¿Algún problema? -preguntó Kevin.
    -No -respondió Jack-. El tipo ha sido muy complaciente.
    Claro que Warren es muy persuasivo cuando se lo propone.
    -¿El bar Chickee tiene aparcamiento? -preguntó Warren.
    -Sí -respondió Kevin.
    -Conduce hacía allí -indicó Warren.
    Kevin retrocedió, giró a la derecha y luego a la izquierda.
    Al final de la calle, entró en un amplio aparcamiento asfaltado.
    Inmediatamente delante de ellos se alzaba la oscura silueta del bar Chickee y, al otro lado, se veía la vasta expansión del estuario, cuya superficie brillaba a la luz de la luna.
    Acercó el coche al bar y frenó.
    -Esperad aquí -dijo Warren-. Iré a ver si la piragua sigue en su sitio.
    Bajó empuñando el rifle de asalto y desapareció al otro lado del bar.
    -Es muy rápido -observó Melanie.
    -No sabes cuánto -dijo Jack.
    -¿Aquello que se ve al otro lado del río es Gabón? -pre guntó Laurie.
    -Exactamente-respondió Melanie.
    -¿A qué distancia está? -preguntó Jack.
    -A unos seis kilómetros en línea recta -respondió Kevin-.
    Pero deberíamos intentar llegar a Coco Beach, que está a unos dieciséis kilómetros. Desde allí podremos ponernos en contacto con la Embajada de Estados Unidos de Libreville.
    Ellos nos ayudarán.
    -¿Cuánto tardaríamos en llegar a Coco Beach? -preguntó Laurie.
    -Calculo que poco más de una hora -respondió Kevin-.
    Claro que depende de la velocidad de la embarcación.
    Warren reapareció y se acercó al coche. Una vez más, Kevin bajó la ventanilla.
    -Todo en orden -dijo Warren-. El bote está en su sitio.
    Ningún problema.
    -¡Bravo! -exclamaron todos al unísono y bajaron del coche.
    Kevin, Melanie y Candace cogieron las bolsas de lona.
    -¿Es la totalidad de vuestro equipaje? -bromeó Laurie.
    -Así es -respondió Candace.
    Warren guió al grupo hacia el oscuro bar y luego hacia la escalinata que conducía a la playa.
    -Corramos hacia el muro de contención -dijo Warren haciendo señas a los demás para que lo precedieran.
    Debajo del muelle estaba oscuro y tuvieron que caminar despacio. Por encima del rumor de las pequeñas olas al chocar con la costa, podían oír a los cangrejos reptando en sus madrigueras de arena.
    -Tenemos un par de linternas -dijo Kevin-. ¿Las encendemos?
    -No corramos riesgos innecesarios -dijo Jack en el preciso momento en que chocaba con el bote. Se aseguró de que la embarcación estuviera razonablemente estable antes de indicar a los demás que subieran y se acomodaran en la popa.
    En cuanto lo hicieron, la proa se elevó, más ligera. Jack se inclinó sobre la piragua y comenzó a empujar.
    -Cuidado con las vigas transversales -dijo mientras saltaba a bordo.
    Todos colaboraron, cogiendo los tablones de madera y empujando el boterío adentro. En cuestión de minutos llegaron al final del muelle, bloqueado por el dique flotante.
    Entonces giraron el bote en dirección al agua iluminada por la luna.
    Había sólo cuatro remos, y Melanie insistió en remar con los hombres.
    -No quiero encender el motor hasta que estemos a unos treinta metros de la costa -explicó Jack-. Mejor no correr riesgos.
    Todos miraron atrás, hacia la aparentemente tranquila ciudad de Cogo, cuyos edificios encalados y cubiertos de bruma resplandecían a la luz plateada de la luna. La selva envolvía a la ciudad en un manto de color azul oscuro. Los muros de vegetación eran como olas a punto de romperse.
    Los sonidos nocturnos de la selva quedaron atrás, y sólo oyeron el ruido de los remos en el agua o rozando los lados de la embarcación. Durante unos minutos, nadie habló. Los latidos desbocados de sus corazones y sus respiraciones agitadas recuperaron el ritmo normal. Tuvieron tiempo para pensar e incluso para mirar alrededor. Los recién llegados, en particular, estaban fascinados por el paisaje africano. Su sola extensión resultaba sobrecogedora. En Africa, hasta el cielo de la noche parecía más grande.
    Pero Kevin no compartía su sosiego. La sensación de alivio por haber escapado de Cogo, y por haber ayudado a hacerlo a otros, sólo consiguió intensificar su preocupación por el destino de los bonobos quiméricos. Crearlos había sido un error, pero abandonarlos a una vida de cautividad en celdas minúsculas era un crimen.
    Después de unos minutos, Jack dejó el remo en el fondo de la embarcación.
    -Es hora de encender el motor -anunció cogiendo el fuera borda e inclinándolo hacia el agua.
    -¡Un momento! -dijo Kevin de repente-. Quiero pediros un favor. Sé que no tengo derecho a hacerlo, pero es importante.
    Jack, que estaba inclinado sobre el motor, se incorporó.
    -¿Qué pasa, amigo?
    -¿Veis esa isla, la última del grupo? -dijo señalando la isla Francesca-. Allí están los bonobos, en jaulas, a los pies del puente que conduce a la parte continental. Nada me gustaría tanto como ir a liberarlos.
    -¿Y qué conseguiríamos con eso? -preguntó Laurie.
    -Mucho si pudiéramos animarlos a cruzar el puente respondió Kevin.
    -¿No crees que vuestros amigos de Cogo volverían a capturarlos? -preguntó Jack.
    -Jamás los encontrarían-aseguró Kevin, que empezaba a entusiasmarse con la idea-. Desaparecerán. Desde esta zona de Guinea Ecuatorial, y a lo largo de unos mil quinientos kilómetros hacia el interior del continente, todo es bosque tropical. No sólo comprende este país, sino grandes extensiones de Gabón, Camerún, Congo y República Centroafricana. Son miles de kilómetros cuadrados, en gran parte sin explorar.
    -¿Y se arreglarán solos? -pregunta Candace.
    -Esa es la idea -dijo Kevin-. Tienen una oportunidad y yo creo que lo conseguirán. Son listos. Piensa en nuestros antepasados, que sobrevivieron a la era glacial del Pleistoceno.
    Aquél fue un reto mayor que vivir en un bosque tropical.
    Laurie miró a Jack.
    -Me gusta la idea.
    Jack miró hacia la isla y luego preguntó en qué dirección estaba Coco Beach.
    -Tenemos que apartarnos de nuestro camino -reconoció Kevin-, pero no está tan lejos. Como máximo, perderemos veinte minutos.
    -¿Y si cuando los liberemos prefieren quedarse en la isla? -preguntó Warren.
    -Al menos lo habré intentado -respondió Kevin-. Me siento obligado a hacer algo.
    -Vale, ¿por qué no? -dijo Jack-. A mí también me gusta la idea. ¿Qué opináis los demás?
    -A decir verdad, me gustaría ver a uno de esos animales -dijo Warren.
    -Vamos -les anunció Candace con entusiasmo.
    -Por mí, no hay problema -dijo Natalie.
    -A mí me parece una idea genial -terció Melanie-. ¡Hagámoslo!
    Jack tiró varias veces de la cuerda del motor, que se puso en marcha con un rugido. Luego giró el timón en dirección la isla Francesca.


















    CAPITULO 23
    10 de marzo de 1997, 1.45 horas.
    Cogo, Guinea Ecuatorial

    Siegfried había tenido el mismo sueño un centenar de veces, y en cada nueva ocasión era un poco peor. En él, se aproximaba a un elefante hembra con una cría. Se resistía a hacerlo, pero finalmente cedía al ruego de sus clientes. Eran una pareja, y la mujer quería ver la cría de cerca.
    Había ordenado a unos rastreadores que cubrieran los flancos mientras el matrimonio se acercaba a la madre. Sin embargo, los rastreadores apostados al norte se habían asustado al ver a un enorme elefante macho, habían huido y, para completar el acto de cobardía, no habían advertido del peligro a Siegfried.
    El ruido del gigantesco elefante entre la vegetación era como el rugido de un tren. Sus chillidos iban increscendo y, justo antes del impacto, él despertaba empapado en sudor.
    Agitado, se volvió hacia un lado y se sentó en la cama.
    Apartó el mosquitero, cogió el vaso de agua que estaba en la mesilla de noche y bebió un sorbo. El problema era que se trataba de un sueño demasiado real: en él revivía el accidente en el que había perdido el uso del brazo derecho y se había lacerado la cara.
    Permaneció sentado en el borde de la cama unos instantes antes de percatarse de que los gritos que creía haber oído en sueños procedían del otro lado de su ventana. Poco después cayó en la cuenta de que alguien hacía sonar una cinta de rock africano a todo volumen en un magnetofón barato.
    Miró el reloj y, al comprobar que eran casi las dos de la madrugada, se enfureció. ¿Quién tenía la osadía de hacer tanto ruido a esas horas?
    Convencido de que la música procedía del otro lado de la plazoleta que estaba delante de su casa, se levantó y salió a la terraza. Para su sorpresa y horror comprobó que el alboroto salía de la casa de Kevin Marshall. En efecto, los responsables eran los soldados que custodiaban la casa.
    La furia estremeció su cuerpo como una descarga eléctrica. Regresó al dormitorio, llamó a Cameron y le ordenó que se encontrara de inmediato con él frente a la casa de Kevin.
    Antes de salir, cogió su vieja carabina de caza.
    Cruzó la plazoleta. Cuanto más se acercaba a casa de Kevin, más ensordecedora era la música. Los soldados estaban en medio del círculo de luz que proyectaba una bombilla desnuda. Había un montón de botellas vacías de vino esparcidas a sus pies. Dos de ellos cantaban a coro con los intérpretes mientras tocaban instrumentos imaginarios. Los otros dos parecían dormidos.
    En el mismo momento en que llegaba a la puerta de la casa, el coche de Cameron patinó sobre los adoquines de la calle y frenó con un chirrido. Cameron se apeó de un salto, abrochándose los botones de la camisa mientras iba al encuentro de Siegfried. Miró a los soldados ebrios con consternación.
    Cuando comenzaba a disculparse, Siegfried lo interrumpió:
    -Olvide las explicaciones y las excusas -ordenó-. Suba a la casa y compruebe si Kevin Marshall y sus amigas siguen ahí.
    Cameron asintió con un saludo titubeante, llevándose la mano al ala del sombrero, y corrió escaleras arriba. Siegfried lo oyó aporrear la puerta. Un instante después, se encendieron las luces de la primera planta.
    Siegfried miró con furia a los soldados, que ni siquiera habían reparado en su presencia ni en la de Cameron.
    El jefe de seguridad regresó, pálido y sacudiendo la cabeza.
    -No están.
    Siegfried hizo un esfuerzo para contenerse y poder hablar.
    La incompentencia de sus colaboradores era intolerable.
    -¿Y su todoterreno? -espetó.
    -Lo comprobaré -respondió Cameron. Corrió una vez más en dirección a la casa, abriéndose paso entre los soldados que continuaban cantando. Un segundo después se volvió y dijo-: Tampoco está.
    -Alerte a las fuerzas de seguridad -ordenó Siegfried-.
    Quiero que localicen el coche de Kevin cuanto antes. Y también llame a la caseta de guardia de la valla. Comprueben que no haya salido de la Zona. Entretanto, lléveme al ayuntamiento.
    Cameron habló por radio mientras maniobraba para dar la vuelta a la manzana. Los dos números estaban grabados en la memoria, de modo que no necesitó usar las manos. Pisó el acelerador y se dirigió hacia el norte.
    Cuando llegaron al ayuntamiento, ya habían iniciado la búsqueda. Rápidamente supieron que el coche de Kevin no había intentado cruzar la valla. En cuanto giraron hacia el aparcamiento, Cameron y Siegfried oyeron música.
    -¡Vaya! -exclamó Cameron.
    Siegfried guardó silencio, preparándose para lo que comenzaba a sospechar.
    Cameron frenó junto al edificio. Los faros del coche iluminaron los escombros de la pared de donde habían arrancado los barrotes. La cadena estaba a la vista.
    -Es un desastre -dijo Siegfried con voz trémula y bajó del vehículo empuñando la carabina. Aunque debía sujetar el arma con una sola mano, era un excelente tirador. Con tres disparos rápidos y certeros, hizo añicos tres de las botellas de vino que estaban sobre el alféizar de la ventana del puesto de guardia. Pero la música continuó.
    Apretando el arma en su mano útil, se acercó al puesto de guardia y miró por la ventana. Sobre la mesa había un magnetófono con el volumen al máximo. Los cuatro soldados estaban dormidos en el suelo o repantigados sobre las desvencijadas sillas. Levantó el arma, disparó, y el aparato de música voló por los aires. Un segundo después, sobrevino un lastimoso silencio.
    Siegfried se volvió hacia Cameron.
    -Llame al coronel y cuéntele lo sucedido. Dígale que quiero que aplique la ley marcial a estos hombres. Y que envíe de inmediato un contingente de tropas con un vehículo.
    -¡Sí, señor!
    Siegfried pasó debajo de la arcada y observó los barrotes arrancados de las ventanas de la celda. Estaban forjados a mano. Tras examinar las aberturas, comprendió por qué habían cedido con tanta facilidad. Debajo del estucado, la argamasa que unía los ladrillos se había convertido en arena.
    Decidió dar una vuelta alrededor del ayuntamiento para controlar sus nervios. Cuando doblaba la última esquina, vio las luces de un vehículo en la calle y luego en el aparcamiento. El coche de las fuerzas de seguridad se detuvo haciendo chirriar las ruedas y el oficial de guardia se apeó.
    Siegfried maldijo entre dientes mientras iba a su encuentro. Con Kevin, las mujeres y los neoyorquinos desaparecidos, el proyecto de los bonobos corría serio peligro. Tenían que encontrarlos cuanto antes.
    -Señor Spallek -dijo Cameron-, tengo información para usted. El oficial O'Leary cree haber visto el coche de Kevin Marshall hace unos diez minutos. Naturalmente, podemos confirmar de inmediato si sigue allí.
    -¿Dónde? -preguntó Siegfried.
    -En el aparcamiento del bar Chickee -respondió O'Leary-. Lo vi cuando hacía la última ronda.
    -¿Había alguien dentro?
    -No señor. Nadie.
    -En teoría, allí hay un guardia. ¿Lo vio?
    -En realidad, no, señor.
    -¿Qué quiere decir con "en realidad, no"? -gruñó Siegfried, harto de tanta incompetencia.
    -No prestamos mucha atención a los soldados -respondió O'Leary.
    Siegfried fijó la vista en un punto lejano. Haciendo un nuevo esfuerzo por controlar su furia, se obligó a sí mismo a contemplar la luz de la luna sobre la vegetación. La belleza del paisaje lo tranquilizó ligeramente, y admitió a regañadientes que él tampoco prestaba mucha atención a los soldados, más que servir a un propósito determinado, sencillamente estaban allí; eran uno de los costos de hacer negocios con el gobierno ecuatoguineano. Pero ¿qué hacía el coche de Kevin en el aparcamiento del bar Chickee? De repente lo entendió.
    -Cameron, ¿han averiguado cómo entraron los neoyorquinos a la ciudad?
    -Me temo que no -respondió Cameron.
    -¿Buscaron alguna embarcación? -preguntó Siegfried.
    Cameron miró a O'Leary, que respondió con reticencia:
    -No me ordenaron que lo hiciera.
    -¿Y qué pasó cuando sustituyó a Hansen a las once?
    Cuando lo puso al tanto de lo ocurrido, ¿le comentó él que hubieran registrado la zona en busca de un bote?
    -No, señor-respondió O'Leary.
    Cameron tragó saliva y se volvió hacia Siegfried.
    -Investigaré este asunto y me pondré en contacto con usted en cuanto sepa algo.
    -En otras palabras, ¡nadie registró la costa para ver si había algún maldito bote! -gritó Siegfried-. Esto parece una comedia, pero le advierto que a mí no me hace la menor gracia.
    -Yo di órdenes específicas de buscar una embarcación -dijo Cameron.
    -Pues está claro que no basta con dar órdenes, cabeza de alcornoque. En teoría, usted está al mando y es el responsable de lo que suceda.
    Siegfried cerró los ojos y apretó los dientes. Había perdido a los dos grupos. Lo único que podía hacer a estas alturas era llamar al puesto de guardia de Acalayong, por si los prófugos decidían desembarcar allí. Pero Siegfried no era optimista. Sabía que, en caso de encontrarse en una situación parecida, él habría huido a Gabón.
    De repente abrió los ojos. Acababa de cruzársele por la cabeza una idea aún más inquietante.
    -¿La isla Francesca está vigilada? -preguntó.
    -No, señor. No hemos recibido órdenes al respecto.
    -¿Y el puente que conduce a la parte continental? -insistió Siegfried.
    -Estaba vigilado hasta que usted ordenó que retiráramos la guardia -respondió Cameron.
    -Entonces vamos hacia allí -dijo Siegfried mientras echaba a andar hacia el coche de Cameron. En ese momento, tres vehículos torcieron la esquina a toda velocidad y entraron en el aparcamiento. Eran jeeps del ejército. Se acercaron a los vehículos estacionados y se detuvieron. Los tres estaban llenos de soldados armados hasta los dientes.
    Del primer vehículo descendió el coronel Mongomo.
    A diferencia de sus desaliñados soldados, lucía un uniforme reluciente, con medallas incluidas. A pesar de la hora, llevaba gafas de sol similares a las de los aviadores. Saludó con solemnidad a Siegfried y dijo que estaba a sus órdenes.
    -Le agradecería que se ocupara de esos soldados borrachos -dijo Siegfried con voz controlada mientras señalaba hacia el puesto de guardia-. El oficial O'Leary lo llevará junto a otro grupo que está en idénticas condiciones. Y ordene que uno de esos coches con soldados nos siga. Puede que tengan que usar sus armas.
    ---
    Kevin hizo una seña a Jack para que disminuyera la velocidad. Jack obedeció y la piragua respondió en el acto. Había entrado en el estrecho canal entre la isla Francesca y la zona continental. Estaba más oscuro que en el resto del trayecto porque los árboles de ambas orillas formaban una bóveda sobre el agua.
    Kevin, preocupado por la soga de la balsa de los alimentos, se situó en la proa. Se lo había explicado a Jack para que se mantuviera alerta.
    -Es un sitio siniestro -dijo Laurie.
    -Qué estridentes son los gritos de los animales -observó Natalie.
    -Lo que oís son ranas -explicó Melanie-. Ranas románticas.
    -Está aquí delante -dijo Kevin.
    Jack apagó el motor y se incorporó para levantarlo del agua.
    La piragua pasó por encima de la soga con un ruido seco y un leve crujido.
    -Usemos los remos -sugirió Kevin-. Estamos muy cerca y no podemos arriesgarnos a chocar con un tronco en la oscuridad.
    La densa vegetación de la derecha parecía alejarse de la costa. Habían llegado al claro de la zona de estacionamiento.
    -¡Oh, no! -gritó Kevin desde la costa-. El puente no está extendido.
    -No hay problema -dijo Melanie-. Todavía tengo la llave.
    -La levantó y la llave brilló en la luz mortecina-. Sabía que algún día la necesitaríamos.
    -Vaya Melanie -dijo Kevin, rebosante de alegría-, eres fabulosa. Por un momento pensé que habíamos hecho el viaje en balde.
    -¿Un puente que se despliega con una llave? -preguntó Jack-. Parece un artilugio muy moderno para un rincón remoto en medio de la selva.
    -Hay un desembarcadero a la derecha -explicó Kevin-.
    Atracaremos la piragua allí.
    Jack, que estaba en la popa, remó hacia atrás para girar la proa hacia la isla. Unos minutos después, chocaron contra unos maderos.
    -Muy bien -dijo Kevin y respiró hondo. Estaba nervioso.
    Sabía que iba a hacer algo que nunca había hecho: convertirse en una especie de héroe-. Os sugiero lo siguiente: vosotros os quedáis aquí, al menos por el momento. No sé cómo reaccionarán los animales al verme. Son sorprendentemente fuertes, de modo que corremos un riesgo. Yo estoy dispuesto a afrontarlo por las razones que ya he mencionado, pero no quiero poneros en peligro. ¿Os parece razonable?
    -Es razonable -respondió Jack-, pero no estoy de acuerdo. Creo que necesitarás ayuda.
    -Además, no estamos indefensos -dijo Warren-. Tenemos un rifle AK-47.
    -¡Nada de disparos! -pidió Kevin-. Por favor, no quiero ser responsable de ninguna muerte. Por eso prefiero que os quedéis en el bote. Si algo va mal, marchaos.
    Melanie se puso en pie.
    -Yo soy casi tan responsable como tú de la existencia de estas criaturas. Te ayudaré, te guste o no.
    Kevin hizo una mueca de disgusto.
    -Y no te pongas de morros -dijo ella mientras saltaba al desembarcadero.
    -Será una fiesta -dijo Jack, y se levantó para seguir a Melanie.
    -¡Tú te sientas! -ordenó ella-. Por el momento, es una fiesta privada.
    Jack se sentó.
    Kevin sacó la linterna y se reunió con Melanie en el desembarcadero.
    -Nos daremos prisa -prometió.
    En primer lugar se dirigieron al puente. Sin él el plan fracasaría, fuera cual fuese la reacción de los animales. Kevin introdujo la llave en la muesca, apretó el botón verde y contuvo el aliento. Casi de inmediato, oyó el rugido del motor eléctrico en la zona continental. Luego el puente telescópico se extendió en cámara lenta por encima del río oscuro, hasta apoyarse sobre el montante de cemento de la isla.
    Kevin subió al puente para comprobar su estabilidad. Trató de sacudirlo, pero no consiguió moverlo. Satisfecho, se bajó y él y Melanie enfilaron hacia el bosque. La oscuridad les impedía ver las jaulas, pero sabían que estaban allí.
    -¿Tienes algún plan, o sencillamente los dejaremos salir en masa? -preguntó Melanie mientras cruzaban el claro.
    Kevin había encendido la linterna para ver dónde pisaba.
    -Había pensado buscar a mi doble, el bonobo número uno -respondió Kevin-. A diferencia de mí, es un líder. Si consigo que entienda nuestras intenciones, es probable que guíe a los demás. -Se encogió los hombros-. ¿Se te ocurre algo mejor?
    -Por el momento, no -respondió Melanie.
    Las jaulas estaban dispuestas en una larga fila y despedían un olor hediondo, ya que los animales llevaban más de veinticuatro horas encerrados en sus minúsculas celdas. Mientras se aproximaban, Kevin iluminó cada jaula con la linterna.
    Los animales despertaron de inmediato. Algunos retrocedieron al fondo de la jaula, intentando protegerse del resplandor. Otros permanecieron en su sitio, con los ojos echando chispas rojas.
    -¿Cómo lo reconocerás? -preguntó Melanie.
    -Ojalá lleve aún mi reloj -dijo Kevin-, aunque es muy poco probable. Supongo que lo reconoceré por la cicatriz.
    -Es paradójico que él y Siegfried tengan cicatrices casi idénticas -observó ella.
    -No menciones a ese tipo. ¡Santo cielo! ¡Mira!
    La luz de la linterna iluminaba la cara del bonobo número uno, con su horrible cicatriz. El animal los miró con expresión desafiante.
    -¡Es él! -exclamó Melanie.
    -Bada -dijo Kevin y se golpeó el pecho, como habían hecho las hembras cuando los tres habían llegado a la cueva.
    El bonobo número uno inclinó la cabeza y frunció el entrecejo.
    -Bada -repitió Kevin.
    Lentamente, el bonobo levantó una mano y se golpeó el pecho. Luego dijo "bada" con tanta claridad como Kevin.
    El y Melanie intercambiaron una mirada. Ambos estaban estupefactos. Aunque habían mantenido un remedo de conversación con Arthur, las circunstancias eran distintas, y en ningún momento habían estado seguros de que se estaban comunicando. Esto era diferente.
    -At -dijo Kevin. Habían oído esa palabra con frecuencia desde su primer encuentro con el bonobo número uno e intuían que significaba "ir".
    El bonobo número uno no respondió.
    El repitió la palabra y miró a Melanie.
    -No sé qué más decir -dijo.
    -Ni yo -repuso ella-. Abramos la puerta. Puede que así responda. Es difícil que venga si está encerrado.
    -Tienes razón. -Rodeó a Melanie para llegar al lado derecho de la jaula. Con aprensión, quitó el pestillo y abrió la puerta.
    Ambos retrocedieron, y Kevin dirigió el haz de luz de la linterna al suelo para no deslumbrar al animal. El bonobo número uno salió lentamente de su jaula, y se irguió. Miró alternativamente a derecha e izquierda antes de concentrar su atención en los humanos.
    -At -repitió Kevin mientras retrocedía. Melanie permaneció en su sitio.
    El bonobo número uno dio un paso al frente, al tiempo que se estiraba como un atleta que hace ejercicios de calentamiento.
    Kevin dio media vuelta para caminar con mayor facilidad.
    Repitió la palabra at unas cuantas veces. El animal lo siguió sin alterar la expresión de su cara. El lo condujo hasta el puente, subió y repitió "at".
    El bonobo número uno trepó al montante de cemento con aire titubeante. Kevin retrocedió hasta llegar a la mitad del puente y el bonobo lo siguió con cautela, mirando a un lado y al otro.
    Entonces Kevin decidió probar algo que no habían intentado con Arthur: pronunciar consecutivamente varias palabras del lenguaje de los bonobos. Comenzó por el término "sta", que el animal había pronunciado mientras entregaba el mono muerto a Candace; luego "zit", que el bonobo número uno había usado para indicarles que lo acompañaran a la cueva, y finalmente "arak", que estaban convencidos de que significaba "fuera".
    -Sta zit arak -dijo mientras abría los dedos y separaba la mano del pecho, imitando el gesto que Candace había visto en el quirófano. Kevin esperaba que la frase significara "tú ir fuera".
    Tras repetir la frase una vez más, señaló hacia el noreste, en dirección al vasto bosque tropical.
    El bonobo número uno se puso de puntillas y miró por encima del hombro de Kevin, hacia la selva de la zona continental. Luego se volvió para mirar las jaulas. Mientras extendía los brazos, emitió una serie de sonidos que ellos no habían oído antes, o que al menos nunca habían asociado con una actividad determinada.
    -¿Qué hace? -preguntó Kevin.
    El animal le había dado la espalda.
    -Puede que me equivoque-dijo Melanie-, pero intuyo que habla de sus congéneres.
    -¡Dios! -exclamó él-. Parece que ha entendido lo que quería decirle. Liberemos algunos animales más.
    Dio un paso al frente. El bonobo notó que se movía y se volvió a mirarlo. Kevin titubeó. El puente tenía unos tres metros de ancho y le daba miedo aproximarse demasiado.
    Recordó la facilidad con que el bonobo número uno lo había levantado en andas y arrojado al suelo como si fuera un muñeco de trapo.
    Miró al animal a los ojos, procurando detectar alguna emoción, pero no vio ninguna. En cambio, volvió a embargarlo la sensación de que estaba ante un espejo evolutivo.
    -¿Qué pasa? -preguntó Melanie.
    -Me da miedo -respondió Kevin-. No sé si pasar a su lado o no.
    -Por favor, otro atolladero de película de vaqueros, no -dijo ella-. No tenemos mucho tiempo.
    -De acuerdo. -Respiró hondo y pasó lentamente junto al animal, acercándose al borde del puente. El bonobo lo miró, pero no se movió-. Tengo los nervios a flor de piel -dijo mientras bajaba del puente.
    -¿Lo dejamos aquí?
    Kevin se rascó la cabeza.
    -No sé. Podría actuar como señuelo para que los otros animales lo siguieran, pero también es posible que regrese con nosotros.
    -¿Por qué no echamos a andar? -preguntó Melanie-. Dejemos que lo decida él.
    Enfilaron hacia las jaulas, y se alegraron de ver que el bonobo número uno los seguía.
    Apuraron el paso, conscientes de que Candace y los demás los esperaban. Cuando llegaron junto a las jaulas, no vacilaron ni un instante. Kevin abrió la puerta de la primera, mientras Melanie abría la de la segunda.
    Los animales salieron rápidamente e intercambiaron palabras con el bonobo número uno. Kevin y Melanie se dirigieron a las dos jaulas siguientes.
    Unos minutos después, una docena de animales se congregaban en el claro, estirándose y vocalizando.
    -Funciona -dijo él-. Estoy seguro. Si se propusieran internarse en el bosque de la isla, ya habrían corrido hacia allí.
    Creo que todos saben que tienen que marcharse.
    -Tal vez debería ir a buscar a Candace y a los demás. Deberían presenciar esta escena. Además, podrían echarnos una mano.
    Melanie se perdió en la oscuridad mientras Kevin se acercaba a la jaula siguiente. Notó que el bonobo número uno permanecía cerca, para recibir a cada nuevo animal liberado.
    Cuando apareció el resto del grupo, él ya había liberado a otra media docena de bonobos. Al principio, el grupo se sentía intimidado por esas extrañas criaturas y no sabía qué hacer. Sin embargo, los bonobos no les prestaron atención, salvo a Warren, a quien rehuían. El afroamericano llevaba consigo el rifle de asalto, que, según pensó Kevin, debía de recordarles las escopetas de dardos.
    -Están muy callados -observó Laurie-. Es extraño.
    -Están abatidos -explicó Kevin-. Puede que se deba a los tranquilizantes o a las horas de cautividad. Pero no os acerquéis. Aunque parezcan tranquilos, son muy fuertes.
    -¿Cómo podemos ayudar? -preguntó Candace.
    -Abriendo jaulas -respondió Kevin.
    Los siete pusieron manos a la obra y tardaron apenas unos minutos en abrir todas las jaulas. Una vez liberado el último animal, Kevin indicó por señas que lo siguieran hacia el puente.
    El bonobo número uno, que no se había separado de Kevin en ningún momento, batió palmas, como cuando se habían encontrado con él en la arboleda. Luego emitió una serie de sonidos estridentes y echó a andar detrás de los humanos. Los demás bonobos lo siguieron en silencio.
    Los siete humanos guiaron a los bonobos quiméricos hacia el puente que los conduciría a la libertad. Al llegar junto a él, se apartaron del camino. El bonobo número uno se detuvo junto a la estructura de cemento.
    -Sta zit arak -dijo Kevin mientras abría los dedos y apartaba la mano del pecho por última vez. Luego señaló hacia el inexplorado bosque africano.
    El bonobo número uno asintió con la cabeza y trepó al montante de cemento. Miró a sus congéneres y vocalizó por última vez antes de dar la espalda a la isla Francesca y cruzar el puente hacia la zona continental. Los bonobos los siguieron en silencio.
    -Es como mirar el Exodo -bromeó Jack.
    -No blasfemes -replicó Laurie. Sin embargo, como en casi todas las bromas, había algo de verdad. Estaba verdaderamente fascinada por el espectáculo.
    Los animales se fundieron silenciosamente con la selva, como por arte de magia. Al principio eran una multitud inquieta al otro lado del puente y un instante después desaparecieron como agua absorbida por una esponja.
    Los humanos permanecieron inmóviles y callados durante unos minutos, hasta que Kevin rompió el silencio:
    -Lo han hecho, y me alegro por ellos. Gracias a todos por ayudarme. Puede que ahora consiga perdonarme el error que cometí al crearlos.
    Se acercó a la estructura de cemento y apretó el botón rojo. El puente volvió a plegarse con un zumbido.
    El grupo echó a andar hacia la piragua.
    -Ha sido el espectáculo más extraño que he visto en mi vida -dijo Jack.
    A mitad de camino de la piragua, Melanie se detuvo en seco y gritó:
    -¡Oh, no! ¡Mirad!
    Todo el mundo miró al otro lado del río, en la dirección que señalaba la joven. Entre el follaje se filtraban las luces de varios vehículos, que obviamente descendían por el sendero que conducía al mecanismo del puente.
    -¡No podremos llegar a la piragua! -exclamó Warren-.
    ¡Nos verán!
    -Tampoco podemos quedarnos aquí -replicó Jack.
    Todos se volvieron y corrieron hacia la selva. En el preciso momento en que se escondían detrás de las jaulas, los coches giraron hacia el oeste y sus luces iluminaron el claro. Los vehículos se detuvieron, pero las luces permanecieron encendidas y los motores en marcha.
    -Son soldados ecuatoguineanos -dijo Kevin.
    -Y Siegfried está con ellos -añadió Melanie-. Lo reconocería en cualquier parte. Y aquél es el coche de Cameron McIvers.
    Al otro lado del río encendieron un potente reflector para iluminar primero las jaulas y luego la costa de la isla. Rápidamente localizaron la piragua.
    Pese a estar a cincuenta metros de los soldados, Kevin y sus amigos oyeron sus gritos de entusiasmo al descubrir la embarcación.
    -Mal asunto -dijo Jack-. Ya saben que estamos aquí.
    Una súbita y persistente ráfaga de ametralladora rompió la quietud de la noche.
    -¿Adónde demonios disparan? -preguntó Laurie.
    -Me temo que están destruyendo nuestra piragua -respondió Jack-. Supongo que no podré recuperar el depósito del alquiler.
    -No es momento para bromas -protestó ella.
    Una explosión hizo vibrar el aire de la noche y una bola de fuego iluminó fugazmente a los soldados.
    -Le han dado al tanque de gasolina -dijo Kevin-. Nos hemos quedado sin medio de transporte.
    Unos minutos después, se apagó el reflector. Entonces el primer vehículo dio la vuelta y desapareció por el camino que conducía a Cogo.
    -¿Alguien entiende qué está pasando? -preguntó Jack.
    -Supongo que Siegfried y Cameron regresan a la ciudad -respondió Melanie-. Es obvio que ahora que saben que estamos en la isla, se han quedado tranquilos.
    Las luces del segundo vehículo se apagaron y el claro quedó a oscuras. La luna se había ocultado al oeste, de modo que su luz era apenas un tenue resplandor.
    -Me sentía más seguro cuando sabía dónde estaban y qué hacían -dijo Warren.
    -¿Esta isla es grande? -preguntó Jack.
    -Tiene nueve kilómetros de largo por tres de ancho -respondió Kevin-, pero...
    -Están haciendo fuego -interrumpió Warren.
    Un punto de luz iluminó parte del mecanismo del puente y de inmediato las llamas se propagaron, formando una fogata. Las figuras espectrales de los soldados se movían alrededor del fuego.
    -Muy bonito -dijo Jack-. Parece que se están poniendo cómodos.
    -¿Qué se proponen? -preguntó Laurie, desesperada.
    -No tenemos muchas posibilidades de escapar mientras estén ahí sentados -dijo Warren-. Si no he contado mal, son seis.
    -Esperemos que no crucen -dijo Jack.
    -No lo harán hasta el amanecer-explicó Kevin-. No se arriesgarán a cruzar en la oscuridad. Además, no tienen necesidad de hacerlo. No esperan que nos larguemos de aquí.
    -¿Por qué no cruzamos el canal a nado? -propuso Jack-.
    Son sólo trece o catorce metros y casi no hay corriente.
    -No soy un buen nadador -dijo Warren con nerviosismo-. Ya te lo advertí.
    -Esta zona está infestada de cocodrilos -terció Kevin.
    -¡Vaya! -exclamó Laurie-. Y nos lo dice ahora.
    -Escuchadme -dijo Kevin-, no necesitamos nadar. Al me nos no lo creo. La embarcación que usamos Melanie, Candace y yo para llegar aquí debería estar donde la dejamos, y es lo bastante grande para todos.
    -¡Estupendo! -exclamó Jack-. ¿Y dónde está?
    -Me temo que tendremos que andar un poco -dijo Kevin-. Está a poco más de un kilómetro y medio de aquí, pero al menos el camino está despejado.
    -Será como un paseo por el parque -dijo Jack.
    -¿Qué hora es? -preguntó Kevin.
    -Las tres y veinte -respondió Warren.
    -Entonces falta aproximadamente una hora y media para que amanezca -dijo Kevin-. Deberíamos ponernos en camino.
    Lo que Jack había calificado jocosamente de un paseo por el parque resultó ser una de las experiencias más inquietantes que hubieran vivido. Puesto que no deseaban usar la linterna hasta alejarse unos doscientos o trescientos metros de la costa, la primera parte del trayecto habría podido describirse como un itinerario donde unos ciegos guiaban a otros. En el interior de la selva reinaba la más absoluta oscuridad. De hecho, era como si anduvieran con los ojos cerrados.
    Kevin había tomado la delantera para tantear el terreno, pero se había equivocado en varias ocasiones y habían tenido que retroceder. Conocedor de las criaturas que habitaban la selva, contenía el aliento cada vez que extendía una mano o apoyaba un pie en la oscuridad.
    Los demás lo seguían en fila india, cada uno cogido de la persona que tenía delante. Jack intentó desdramatizar la situación con sus comentarios jocosos, pero después de unos minutos hasta él perdió su inagotable sentido del humor.
    A partir de ese momento, todos fueron presa de sus propios temores, mientras las criaturas nocturnas ululaban, croaban, bramaban, gorjeaban y de tanto en tanto chillaban al rededor.
    Cuando por fin consideraron que era seguro encender la linterna, comenzaron a avanzar más aprisa. Sin embargo, al ver la cantidad de serpientes e insectos de todas las clases que había en el camino, todos se estremecieron, conscientes de que antes de encender la linterna habían pasado inadvertidamente junto a las mismas criaturas.
    Cuando llegaron a los campos cenagosos que rodeaban el lago de los Hipopótamos, ya comenzaban a clarear al este del horizonte. Al dejar atrás la oscuridad de la selva, habían creído equivocadamente que lo peor había pasado, pero no fue así. Los hipopótamos estaban pastando y, a la luz tenue del alba, sus siluetas se veían gigantescas.
    -Aunque no lo parezca, son muy peligrosos -advirtió Kevin-. Matan a más personas de las que creéis.
    El grupo dio un rodeo para esquivar a los hipopótamos, pero cuando se acercaban a los juncos detrás de los cuales esperaban que siguiera escondida la canoa, se vieron obligados a pasar junto a dos ejemplares enormes. Los animales los miraron con expresión soñolienta, hasta que, de improviso, corrieron hacia ellos.
    Por fortuna, se dirigieron hacia el lago con una violenta conmoción y gran estruendo. Cada uno de ellos abrió un nuevo y ancho sendero entre los juncos. Por un instante, a todos les dio un vuelco el corazón.
    Tardaron unos minutos en recuperarse lo suficiente para poder seguir. El cielo estaba cada vez más claro y sabían que no tenían tiempo que perder. La caminata había llevado más tiempo de lo previsto.
    -Gracias a Dios que sigue aquí -dijo Kevin cuando apartó los juncos y vio la pequeña canoa. Hasta la nevera de playa seguía en su sitio.
    Pero entonces se planteó otro problema. Pronto decidieron que la embarcación era demasiado pequeña para siete personas. Después de una acalorada discusión, decidieron que Warren y Jack se quedarían en la orilla hasta que Kevin regresara con la canoa.
    La espera fue un infierno. A la creciente claridad del cielo, que anunciaba la inminencia del amanecer y la probable aparición de los soldados, se sumaba la preocupación por que la piragua motorizada hubiera desaparecido. Jack y Warren se miraban y consultaban alternativamente sus relojes, mientras espantaban nubes de insaciables insectos. Para colmo, estaban agotados.
    Cuando empezaban a temer por la suerte de los demás, Kevin apareció como un espejismo, remando entre los juncos.
    Warren y Jack subieron a la canoa.
    -¿La piragua motorizada está bien? -preguntó Jack con inquietud.
    -Por lo menos sigue ahí-respondió Kevin-. No he probado el motor.
    Retrocedieron entre los juncos y viraron hacia el río Deviso. Por desgracia, se vieron obligados a remar el doble de lo necesario para esquivar a los hipopótamos y los cocodrilos.
    Antes de internarse entre la vegetación que ocultaba la embocadura del río, vieron que los soldados entraban en el claro.
    -¿Creéis que nos han visto? -preguntó Jack desde la proa.
    -Quién sabe -respuso Kevin.
    -Hemos escapado por los pelos -observó Jack.
    Para las mujeres, la espera había sido tan angustiosa como para Jack y Warren. Cuando la pequeña canoa se acercó a la piragua, lloraron lágrimas de alivio.
    La última preocupación era el motor fuera borda. Jack se ocupó de él, pues había tenido experiencia con ellos en su adolescencia. Mientras lo examinaba, los demás remaron para conducir la canoa río adentro.
    Jack bombeó la gasolina y pronunció una pequeña plegaria antes de tirar de la cuerda.
    El motor emitió unos cuantos sonidos ahogados y se encendió, rompiendo la quietud del alba. Jack miró a Laurie y le sonrió. Luego aumentó la velocidad y viró hacia el sur, donde Gabón se veía como una línea verde en el horizonte.



    EPILOGO
    18 de marzo de 1997, 15.45 horas.
    Nueva York

    Lou Soldano consultó su reloj de pulsera mientras enseñaba su chapa de policía para entrar en la zona de aduanas de la terminal de llegadas del aeropuerto Kennedy. Había encontrado más tránsito del previsto en su viaje hacia allí, pero esperaba no llegar demasiado tarde para recibir a los viajeros.
    Se acercó a uno de los mozos del aeropuerto y preguntó en qué cinta transportadora estaba el equipaje del último vuelo de Air France.
    -Al fondo, amigo, en la última de todas -respondió el mozo señalando.
    "No podía ser de otra manera", pensó Lou mientras echaba a correr. A pocos metros de distancia se detuvo y, por enésima vez, se prometió dejar de fumar.
    Le resultó fácil localizar la cinta transportadora, pues el nombre de Air France estaba escrito en mayúsculas en el monitor correspondiente. Alrededor se congregaba una multitud. Lou ya había dado media vuelta a la cinta cuando localizó al grupo. Aunque estaban de espaldas a él, reconoció de inmediato el cabello de Laurie.
    Se abrió paso entre varios pasajeros y pellizcó el brazo de Laurie. Esta se volvió, indignada, pero enseguida reconoció a Lou y lo abrazó con tanta fuerza que el detective se puso como un tomate.
    -Está bien, está bien -consiguió articular Lou y rió.
    Laurie lo soltó para dejarle estrechar las manos de Jack y de Warren. Lou saludó a Natalie con un afectuoso pellizco en la mejilla.
    -¿Qué tal el viaje? -preguntó Lou, incapaz de disimular su curiosidad.
    Jack se encogió de hombros y miró a Laurie.
    -No ha estado mal -dijo con aire evasivo.
    -Sí, fue bastante bien -asintió ella-. El único problema es que no pasó nada.
    -¿De verás? -preguntó Lou-. Me sorprende. Ya sabéis, en un sitio como Africa... No he estado allí, pero me han contado muchas cosas.
    -¿Qué te han contado? -preguntó Warren.
    -Bueno, que hay un montón de animales.
    -¿En serio? -dijo Natalie.
    Lou se encogió de hombros con timidez.
    -Pues sí, animales y el virus del Ebola. Pero, como ya he dicho, nunca he estado allí.
    Jack rió y los demás lo imitaron.
    -¿Qué pasa? -preguntó Lou-. ¿Me estáis tomando el pelo?
    -Me temo que sí -respondió Laurie-. Ha sido un viaje fabuloso. La primera parte fue algo peligrosa, pero sobrevivimos, y la llegada a Gabón fue una auténtica fiesta.
    -¿Visteis muchos animales? -preguntó Lou.
    -Más de los que imaginas -respondió Laurie.
    -¿Lo veis? Es lo que dice todo el mundo. Puede que algún día me dé una vuelta por allí.
    Cuando apareció el equipaje, lo cargaron sobre los hombros. Pasaron rápidamente por aduanas y salieron de la terminal. El coche sin identificación oficial de Lou aguardaba en la puerta.
    -Es una de las pocas ventajas del oficio -observó Lou.
    Pusieron los bultos en el maletero y subieron al coche.
    Laurie se sentó junto a Lou. Poco después de salir del aeropuerto, se encontraron en medio de un atasco de tráfico.
    -¿Y cómo te ha ido a ti? -preguntó Laurie-. ¿Has hecho algún progreso en la investigación?
    -Temía que no fueras a preguntarlo nunca -dijo Lou-.
    Las cosas han salido de maravilla. La funeraria Spoletto fue como una mina de oro. Ahora mismo, tenemos una larga cola de mafiosos dispuestos a hacer tratos con nosotros a cambio de información. Hasta he conseguido que procesen a Vinnie Dominick.
    -¡Estupendo! -exclamó ella-. ¿Y qué me dices de ese cerdo de Angelo Facciolo?
    -Sigue encerrado. Lo han acusado de robar el cadáver de Franconi. No es mucho, pero recordad que a Capone le echaron el guante por evadir impuestos.
    -¿Y qué pasó con el infiltrado del Instituto Forense? -preguntó Laurie.
    -Hemos desvelado el misterio. De hecho, gracias a él conseguimos empapelar a Angelo. Vinnie Amendola ha aceptado testificar.
    -¡Entonces era Vinnie! -exclamó Laurie con una mezcla de furia y tristeza.
    -Por eso últimamente se comportaba de una forma tan extraña -dijo Jack en el asiento trasero.
    -Sólo surgió un imprevisto -dijo Lou-. Nos pilló por sorpresa la intervención de otra persona, que al parecer se encuentra fuera del país. Cuando regrese, lo arrestarán por el asesinato de una adolescente de Nueva Jersey, llamada Cindy Carlson. Creemos que Franco Ponti y Angelo Facciolo fueron los autores materiales, pero obraron siguiendo órdenes de ese tipo. Se trata del doctor Raymond Lyons.
    ¿Habéis oído hablar de él?
    -No -respondió Jack.
    -Yo tampoco -dijo Laurie.
    -Bien, tenía algo que ver con el asunto de los trasplantes que estabais investigando -explicó Lou-. Pero ya hablaremos de eso más tarde. Ahora quiero que me lo contéis todo sobre la primera parte del viaje; la peligrosa.
    -Para eso tendrás que invitarnos a cenar-dijo Laurie-. Es una larga historia.

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