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marzo 07, 2010
(una consecuencia)
"¿Qué trance, buena señora, os apesadumbra así?"
COMUS.
Una tranquila y sosegada tarde caminaba yo por las calles de la hermosa ciudad de Edina. La confusión y el barullo eran terribles. Los hombres charlaban, las mujeres gritaban. Los chiquillos correteaban. Los cerdos gruñían. Los carros chirriaban. Los toros bramaban. Las vacas mugían. Los caballos relinchaban. Los gatos maullaban. Los perros bailaban. ¡Bailaban! ¿Era esto posible? Bailaban. ¡Ay!, pensé, ¡mis días de baile ya no volverán!; así ocurre siempre. ¡Qué multitud de recuerdos tristes se levantarán de cuando en cuando en la mente del genio, en una imaginativa contemplación, especialmente de un genio condenado a la eternidad, y a la eterna y continua y ¿cómo decirlo?, a la... continua..., sí, a la continuada y continua, amarga, sufriente, perturbadora, y, si se me permite la expresión, a la muy perturbadora influencia del sereno, deiforme, celestial y enaltecedor, elevado y purificador efecto de lo que bien pudiera ser conocido con el término de la más envidiable, la más realmente envidiable..., ¡ay!, la más benignamente hermosa, la más deliciosamente etérea, y, según era, la más preciosa (si tengo derecho a usar una expresión tan osada) cosa (perdóname, amable lector) del mundo... Pero siempre me dejo arrastrar por mis sentimientos. En una mente semejante, repito, ¡qué cantidad de recuerdos surgen ante una nadería! ¡Los perros bailaban! Yo... no podía. Ellos daban brincos......, yo lloraba. Ellos hacían piruetas..., y yo sollozaba en voz alta. ¡Conmovedoras circunstancias!, que no pueden dejar de traer al recuerdo del lector clásico ese exquisito pasaje que se relaciona con la aptitud de las cosas, que se encuentra en el comienzo del tercer volumen de esa admirable y venerable novela china: El Jo-Go-Slow.
En mi solitario paseo a través de la ciudad tuve dos humildes pero fieles acompañantes, ¡"Diana", mi perra de lanas!; ¡la más dulce de las criaturas! Tenía una gran cantidad de pelo que le caía sobre un ojo, y una cinta azul que le ceñía elegantemente el cuello. "Diana" no tenía más de cinco pulgadas de altura, pero su cabeza era algo mayor que su cuerpo, y su rabo, excesivamente recortado, daba tal aire de injuriada inocencia al interesante animal, que lo convertía en el favorito de todos.
¡Y Pompeyo, mi negro, dulce Pompeyo! ¿Cómo podría olvidarte nunca? Le llevaba cogido del brazo. Tenía tres pies de alto (me gusta ser detallista) y unos setenta o tal vez ochenta años. Tenía las piernas en forma de arco y era corpulento. No podía decirse que su boca fuera pequeña, ni sus orejas cortas. Sin embargo, sus dientes eran como perlas, y sus ojos, desmesuradamente grandes, de una deliciosa blancura. La naturaleza no le había dotado de cuello, y había colocado sus tobillos (como es corriente en esa raza) en medio de la parte superior de sus pies. Vestía con una gran sencillez. Su única vestidura la constituía una pieza de nueve pulgadas de larga y un abrigo de color pardo, que antes había sido propiedad del alto, imponente e ilustre doctor Mneipenny. Era un buen abrigo. Estaba bien cortado. Casi era nuevo. Pompeyo lo levantaba con sus dos manos para que no se le manchase de barro.
Éramos tres personas en nuestro grupo, y dos de ellas han sido ya objeto de descripción. Había una tercera persona: esa persona era yo misma. Soy la Signora Psiquis Zenobia. No soy Suky Snobbs. Mi aspecto es de dominio. En la memorable ocasión de que estoy hablando, yo vestía un traje de raso carmesí con un chal árabe azul cielo. Y el vestido tenía unos dibujos de agraffes, y siete graciosos volantes de color naranja. Así, pues, yo era la tercera persona del grupo. Una era la perra de lanas. Otra era Pompeyo. La otra era yo misma. Éramos tres. Por eso he dicho ya que originariamente sólo había tres Furias: Melty, Nimmy y Hetty: Meditación, Memoria y Engaño.
Apoyada del brazo del galante Pompeyo, y seguida a respetable distancia por "Diana", avanzaba yo por una de las populosas y agradables calles de la ahora solitaria Edina. De súbito, se presentó ante mis ojos una iglesia —una catedral gótica— grande, venerable, y con un alto campanario que se lanzaba hacia el cielo. ¿Qué obsesión se apoderó de mí entonces? ¿Por qué llegó a mi destino? Me sentí invadida de un desenfrenado deseo de ascender al pináculo, y desde allí contemplar la inmensa extensión de la ciudad. La puerta de la catedral estaba abierta, como invitando. Mi destino prevalecía. Entré bajo el fatal arco. ¿Dónde se encontraba entonces mi ángel de la Guarda..., si es que existen tales ángeles realmente? ¡Si! ¡Desagradable monosílabo! ¡Qué mundo de misterio cargado de significado y duda e incertidumbre encierran tus dos letras! Entre bajo el ominoso arco. Entré; y sin daño para mis volantes de color naranja, pasé bajo el portal, y pasé al interior del vestíbulo. Así se cuenta del inmenso río Alfred, que pasó sin mojarse, incólume, por debajo del mar.
Me parecía que la escalera no tenía fin. ¡De caracol! Sí, peldaños que subían dando la vuelta hacia arriba, hasta el punto de que yo no podía entender cómo el sagaz Pompeyo, sobre cuyo brazo me apoyaba con toda la confianza de un antiguo afecto, no podía entender dónde estaba el final de la interminable espiral, o si, por casualidad o tal vez deliberadamente, había sido cortada. Me detuve para tomar aliento; y entonces ocurrió un incidente demasiado momentáneo en lo moral, y también desde un punto de vista metafísico, para que pueda ser pasado por alto. Me pareció (en realidad estaba absolutamente segura del hecho y no podía equivocarme, no, porque durante algunos momentos observé con cuidado y ansiedad los movimientos de mi "Diana", y así digo que no podía equivocarme) que "Diana" olía una rata. Inmediatamente llamé la atención de Pompeyo sobre el particular, y él..., él me dio la razón. Ya no era posible ponerlo en duda. La rata había sido olida..., y olida por "Diana", ¡Cielos! ¿Podré olvidar alguna vez la intensa excitación de aquel momento? ¡La rata!... ¡Estaba allí...! Es decir, ¡estaba en alguna parte! "Diana" husmeó la rata. Yo... ¡yo no podía! Así dicen de la flor de lis de Prusia, que para algunas personas posee un dulce y embriagador perfume, mientras que para otros no tiene aroma.
La escalera de caracol había sido coronada, y ya no quedaban más de tres o cuatro peldaños entre nosotros y la cima. Seguimos ascendiendo, y ya sólo nos quedó un escalón. ¡Un escalón! ¡Un pequeño, un pequeño escalón! De un solo escalón de la gran escalera de la vida humana, ¡qué gran cantidad de felicidades o miserias dependen! Pensé en mí misma, luego en Pompeyo, y después en el destino misterioso e inexplicable que nos rodeaba. ¡Pensé en Pompeyo! ¡Ay, pensé en el amor! Pensé en la gran cantidad de pasos falsos que yo había dado y que aún podría volver a dar. Decidí andar con más cautela, con más precaución. Abandoné el brazo de Pompeyo, y sin su ayuda subí el último escalón que quedaba y me encontré en el recinto del campanario. Fui inmediatamente seguida por mi perra de lanas. Sólo Pompeyo quedó atrás. Permanecí en lo alto de la escalera y le animé a subir. Me alargó su mano y, desgraciadamente, al hacerlo se vio obligado a soltar la firme sujeción de su abrigo. ¿Nunca los dioses cesarán en su persecución? El abrigo se desprende, y con uno de sus pies Pompeyo da sobre el largo y arrastrado faldón del abrigo. Tropieza y cae; esta consecuencia fue inevitable. Cae hacia adelante, y con su cabeza me da un golpe en el pecho y me precipita con él sobre el duro, sucio y repugnante suelo del campanario. Pero mi venganza fue segura, repentina y completa. Agarrándole furiosamente por la lana con ambas manos, le arranqué una gran cantidad de negro, crespo y rizoso material, y lo moví ante mí con expresión desdeñosa. Luego lo arrojé por entre las cuerdas del campanario y allí quedó. Pompeyo se levantó y no dijo ni palabra. Pero se me quedó mirando tristemente con sus enormes ojos y..., suspiró. ¡Sí, dioses!... ¡Qué suspiro! Me llegó al corazón. ¡Y el pelo...! ¡La lana! De haber podido alcanzar aquella lana, la habría bañado con mis lágrimas como testimonio de pena. Pero, ¡ay!, ahora estaba lejos de mi alcance. Como danzaba entre las cuerdas de la campana, me imaginé que vivía. Pensé que se adhería a sus raíces con indignación. De igual manera, la happy-dandy Flos Aeris produce, según se dice, una bella flor que vive después de arrancada de sus raíces. Los nativos, con una cuerda, la cuelgan del techo y gozan durante años de su fragancia.
Terminó nuestra disputa y miramos alrededor del recinto, buscando una abertura a través de la cual pudiésemos ver la ciudad de Edina. No había ventanas. La única luz que entraba en el lugar procedía de una abertura cuadrada, de un pie más o menos de lado, y a una altura de unos siete pies del suelo.
Sin embargo, ¿qué no podrá conseguir la energía del verdadero genio? Resolví trepar hasta aquel agujero. Una gran cantidad de ruedas, piñones y otros misteriosos mecanismos se hallaban al otro lado del agujero y cerca de él; y a través del agujero pasaba una pieza de hierro de la maquinaria. Entre las ruedas y la pared donde estaba la abertura había sólo un pequeño espacio para mi cuerpo. Sin embargo, desesperada, determiné seguir. Llamé a Pompeyo a mi lado.
—¿Ves esa abertura, Pompeyo? Quiero mirar por ella. Te pondrás justamente debajo; así; ahora pon ahí una de tus manos, Pompeyo, y déjame pisar en ella..., así. Ahora, la otra mano, Pompeyo, y con su ayuda me levantaré sobre tus hombros.
Hice todo lo que me había propuesto, y, una vez en alto, vi que podía pasar fácilmente con mi cabeza y cuello a través del agujero. La vista era sublime. Nada podía ser más magnífico. Me detuve sólo un momento para mandar a "Diana" que estuviera tranquila, y para asegurar a Pompeyo que procuraría ser lo más ligera posible sobre sus hombros. Ossitender que beefsteak . Habiendo hecho justicia a mi fiel compañero, me deleité, profundamente entusiasmada, en la vista que tan bondadosamente se extendía ante mis ojos.
Sin embargo, no me extenderé sobre este punto. No describiré la ciudad de Edimburgo. Todos han estado en la ciudad de Edimburgo. Todos han estado en Edimburgo: la clásica Edina. Sólo hablaré de los importantes detalles de mi lamentable aventura. Habiendo en cierta medida satisfecho mi curiosidad al admirar la extensión, situación y aspecto general de la ciudad, aún me quedaba tiempo para admirar la iglesia en que me encontraba y la delicada arquitectura del campanario. Observé que la abertura a través de la que había metido mi cabeza estaba en el disco de un gigantesco reloj, y debía de parecer desde la calle como un inmenso agujero de llave, tal como se puede ver en la esfera de los relojes franceses. No hay duda de que su verdadera función era permitir el paso del brazo de un relojero para ajustar, cuando fuera necesario, las manecillas del reloj desde dentro. También observé, sorprendida, el gran tamaño de esas agujas, la más larga de las cuales tendría por lo menos diez pies de larga y una anchura de ocho o nueve pulgadas en la parte más gruesa. Eran de sólido acero, aparentemente, y sus puntas parecían muy agudas. Cuando me di cuenta de estos detalles y de algunos otros, dirigí de nuevo mi mirada hacia el grandioso panorama que se extendía abajo, y pronto quedé absorta en la contemplación.
Tras algunos minutos, me hizo volver a la realidad la voz de Pompeyo, que declaraba que no podía aguantar por más tiempo, y me rogaba fuera tan amable que bajase. Eso era absurdo, y se lo dije en un discurso de cierta duración. Me respondió, pero con una idea equivocada sobre lo que yo pensaba al respecto. Y, en consecuencia, me empecé a irritar y le dije claramente que era un necio, que había cometido un gnoramus e-clench-eye . Que sus ideas no eran más que insommary Bobis , y que sus palabras eran las de un ennemywerrybor'em . Con lo cual pareció quedarse satisfecho, y yo continué en mis contemplaciones.
Más o menos, habría transcurrido una media hora desde esta disputa cuando, estando profundamente abstraída en la celestial escena que se extendía ante mí, me estremecí ante algo muy frío que empujaba con suave presión mi nuca. No es necesario decir que me sentí tremendamente alarmada. Sabía que Pompeyo estaba debajo de mis pies, y que "Diana" estaba sentada, de acuerdo con mis órdenes explícitas, en el rincón más lejano de la estancia. ¿Qué podía ser? ¡Ay! Demasiado pronto lo descubrí. Volviendo suavemente mi cabeza hacia un lado, descubrí, aterrorizada, que la inmensa, resplandeciente aguja del minutero, en el curso de su revolución horaria, descendía sobre mi cuello. Comprendí que no se podía perder ni un minuto; me eché hacia atrás en seguida, pero era demasiado tarde. No había modo alguno de volver a meter mi cabeza por la boca de aquella terrible trampa en la que tan neciamente me hallaba atrapada, y que descendía cada vez más, con una rapidez demasiado horrible para ser concebida. La agonía de aquel momento no se puede imaginar. Saqué las manos, y con todas mis energías intenté levantar la pesada barra de hierro. Fue como si intentara levantar la catedral misma. Descendía, descendía, descendía cada vez más, cada vez más cerca. Pedí ayuda a Pompeyo; pero me dijo que había herido sus sentimientos al llamarle "viejo ignorante y bisojo". Llamé a "Diana", pero sólo me contestó: "Guau, guau, guau", y que le había mandado "no moverse del rincón". Así, ya no podía esperar ayuda de mis compañeros.
Entre tanto, la pesada y horrible Guadaña del Tiempo (porque ahora descubría el sentido literal de esta clásica frase) no se detenía, ni era probable que se detuviese en su carrera. Continuaba descendiendo, seguía descendiendo, llegaba. Su agudo filo ya se había introducido una pulgada en mi carne, y mis sensaciones crecían, indistintas y confusas. En un momento me imaginé a mí misma en Filadelfia, con el imponente doctor Mneipenny, y después en el despacho de Mr. Blackwood, recibiendo sus preciosas instrucciones. Y entonces volvía a evocar los recuerdos de mejores y más viejos tiempos, y pensé en aquel período feliz en que el mundo no era un desierto y Pompeyo no era tan cruel.
El tictac de la maquinaria me divertía. Me divertía, repito, pues mis sensaciones ahora rayaban en una perfecta felicidad, y cualquier circunstancia mínima me producía placer. El eterno clic-clac, clic-clac, clic-clac, clic-clac del reloj era la más melodiosa música para mis oídos, y, de cuando en cuando, hasta me recordaba las graciosas arengas de sermón del doctor Ollapod. Entonces aparecieron las grandes figuras sobre el disco—¡qué inteligentes, qué intelectuales parecían todos!—. Y en seguida empezaron a bailar la mazurca, y pienso que fue la figura V la que más me satisfizo. Evidentemente era una señora de sociedad. No había ninguna soberbia ni nada poco delicado en sus movimientos. Hacía la pirueta admirablemente, girando sobre su eje. Hice un intento para alcanzarle una silla, porque noté que parecía un tanto fatigada por sus ejercicios, y fue entonces cuando de nuevo me di cuenta de mi lamentable situación. ¡Lamentable, realmente! La barra se había hundido dos pulgadas en mi cuello. Entonces se despertó en mí una exquisita sensación de dolor. Deseé morir, y en la agonía del momento no encontré ayuda repitiendo esos magníficos versos del poeta Miguel de Cervantes:
Vanny Burén, tan escondida
Query no te senty venny
Pork and pleasure, delly morry
Nommy, torny, darry, Widdy.
Pero ahora aparecía un nuevo horror, como para hacer saltar los nervios mejor templados. Mis ojos, por la cruel presión del mecanismo, estaban completamente salidos de sus órbitas. Mientras pensaba en cómo me sería posible arreglarme sin ellos, uno se separó de mi cabeza y, rodando por los peldaños del campanario, terminó en el canalón que corría a lo largo del alero de la fachada. La pérdida del ojo no significó tanto como el insolente aire de orgullo y desdén con que me miró al alejarse. Estaba allí, en el canalón, exactamente debajo de mi nariz, y el tono que se daba hubiera sido ridículo, a no ser porque resultaba molesto. Un parpadeo y pestañeo semejante nunca se habían visto. Aquella actitud, por parte de mi ojo, en el canalón, no era sólo irritante, a causa de su manifiesta insolencia y desvergonzada ingratitud, sino que también era excesivamente inconveniente en relación con la simpatía que suele existir siempre entre los dos ojos de una misma cabeza, aun estando separados. Así, no pude menos que pestañear y parpadear, lo quisiera o no, a un ritmo exacto del que llevaba la malvada cosa que estaba exactamente debajo de mi nariz. Pero pronto me vi aliviada con la pérdida del otro ojo. Al caer, siguió la misma dirección (posiblemente se trataba de un complot) de su compañero. Los dos rodaron por el canalón, y lo cierto es que me sentí muy contenta por haberlos perdido.
La barra, ahora, iba ya cuatro pulgadas y media dentro de mi cuello, y ya sólo quedaba un poco de piel para quedar cortado del todo. Mis sensaciones eran de completa felicidad, porque sentía que dentro de unos pocos minutos, finalmente, me vería libre de una desagradable situación. Y en espera de ello, no estaba engañada del todo. A las cinco y veinticinco de la tarde, exactamente, la enorme manecilla del minutero había avanzado lo suficiente, en su terrible revolución, para cortar lo poco que me quedaba de cuello. No me sentí triste al ver aquella cabeza que me había ocasionado tantas dificultades para desprenderse definitivamente de mi cuerpo. Primero rodó por la vertiente del campanario, luego siguió por el canalón, y más tarde, de un salto, cayó en medio de la calle.
He de confesar con toda mi ingenuidad que mis sentimientos no fueron muy extraños, no; pero sí lo más misteriosos, y de un carácter incomprensible y raro. Mis sentidos estaban aquí y allá al mismo tiempo. Con mi cabeza me imaginaba que yo, la cabeza, era la real Signora Psiquis Zenobia, y, por otra parte, no estaba plenamente convencida de que yo misma, el cuerpo, era el representante genuino de la identidad. Para aclarar mis ideas sobre este tema busqué en mi bolsillo la caja de rapé, pero al cogerla y hacer un ademán de aplicar un pellizco de su agradable contenido, en la forma ordinaria, inmediatamente me di cuenta de mi especial deficiencia y le tiré la caja a mi cabeza. Ella tomó un polvo con gran placer, y me sonrió como dándome las gracias. Un rato después me habló mediante un discurso que no pude oír por no tener orejas. Sin embargo, pude comprender que estaba asombrada ante mi deseo de permanecer viva en tales circunstancias. Al terminar me lanzó las nobles palabras de Ariosto:
Il pover hommy che nom sera corti
and have a combat tenty erry morti.
Así me comparaba con el héroe que, en el calor del combate, no se dio cuenta de que
estaba muerto y continuó la batalla con inexpresable valor.
No habiendo nada entonces que me impidiera bajar de mi elevación, así lo hice. Lo que pudiera ver Pompeyo de particular en mi aspecto es algo que nunca he podido saber. El compañero abrió su boca de oreja a oreja y apretó los ojos como intento de partir nueces con sus párpados. Finalmente, tirando su abrigo, dio un salto hacia la escalera y desapareció. Le dirigí al truhán estas vehementes palabras de Demóstenes:
Andrew O! Phlegethon, you really make has te to fly.
Y luego me volví hacia la querida de mi corazón, hacia la tuerta, la peluda "Diana". ¡Ay! ¿Qué horrible visión se enfrentaba a mis ojos? ¿Era una rata aquello que acechaba en su agujero? ¿Eran aquellos los agudos ojos del pequeño ángel, a quien cruelmente había devorado el monstruo? ¡Ay, dioses! ¿Y que veía? ¿Era aquél el espíritu desaparecido, la sombra, el fantasma de mi querido cachorrito, al que percibía sentado con una gracia tan melancólica en una esquina? ¡Silencio! ¡Ella hablaba, y, ¡cielos!, se servía del alemán de Schiller!
"Unt stubby duk, so stubby dun
Duk she! duk she!"
¡Ay! ¿Y no son sus palabras demasiado verdaderas?
"And if I died, at least I died
For thee... for thee."
¡Dulce criatura! Ella también se sacrificó por mí. Sin perro, sin negro, sin cabeza, ¿qué queda ahora de la desgraciada Signora Psiquis Zenobia? ¡Ay, nada! Me he consumido.
FIN