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marzo 07, 2010
El albacea abrió el candado y empujó con fuerza la verja de hierro, trazando un surco en la grava.
—Adelante, señorita Garcés. Es todo suyo.
Teresa entró en el jardín y cogió el manojo de llaves que el albacea le alargaba. Samuel la siguió. Se arrebujaba en su gabardina, sin conseguir entrar en calor. Aún no sabía muy bien qué estaba haciendo allí, tan temprano y con el invierno empeñado en helar sus huesos... Bueno, en realidad sí lo sabía: estaba allí porque Teresa le había pedido su compañía. Le intimidaba un poco andar hurgando sola en una casa deshabitada. Además, él también sentía un poco de curiosidad. Aquel había sido el hogar de uno de los escritores más exitosos de los últimos años, verdadera fortaleza impenetrable para casi todos, en especial para los periodistas.
—Con ese llavero podrá abrir todas las puertas —dijo el albacea—. Si no les importa, ahora les dejo. Tengo algunos asuntos que resolver en el juzgado.
Volvió sobre sus pasos y al poco se oyó el motor de su automóvil al arrancar. Teresa y Samuel se quedaron en el camino contemplando la casa.
La finca era uno de esos chalés que la burguesía barcelonesa de principios de siglo se construía en la sierra de Collserola para pasar el veraneo. Dragones de piedra, acantos de hierro forjado, ménsulas esculpidas, azulejos, esgrafiados, vidrieras de colores y toda la parafernalia modernista. El jardín, sin embargo, estaba muy descuidado y la maleza había acabado por sepultar su trazado original, del que apenas se descubrían un estanque limoso y un templete asfixiado por las enredaderas.
La casa ofrecía mejor aspecto. Su fachada había sido restaurada recientemente y lucía luminosa y cálida con sus colores nuevos bajo el brillo charolado del tejado de pizarra. Era enorme, con dos pisos, desván y una pequeña torrecilla con cubierta piramidal.
—Tardaremos siglos en registrar todo eso —dijo Samuel, mirando hosco los estrechos ventanos de las buhardillas.
—Tendrá que ser bastante menos. Desde que supimos del accidente de Enric Gerard al señor Viladoms parece que le hayan puesto ascuas bajo los pies.
Afortunadamente para el editor, Gerard había firmado un contrato por sus próximas tres novelas antes de morir. Sin herederos que reclamaran su patrimonio, los abogados no habían tenido que trabajar demasiado para que, en compensación, se le concediera a Viladoms la propiedad sobre el contenido de aquella casa. No parecía mucho, al lado de lo que las obras de Gerard habrían rendido a su editorial; pero Viladoms sabía que el escritor estaba dando los toques finales a una última novela.
En algún lugar de aquel edificio debía encontrarse el borrador.
Avanzaron hasta la puerta principal y subieron sus peldaños.
Teresa probó varias llaves. La tercera, como esforzándose por hacer cierto el refrán, encajó en la cerradura.
—Veamos qué tenemos dentro.
—¿No habías estado nunca aquí? ¿Ni para asuntos de la editorial?
—Gerard tenía muchas manías al respecto. Cuando era absolutamente imprescindible tratar con él algún tema relacionado con sus libros bajaba a la estación de Vallvidrera y venía en tren a nuestras oficinas. Éste era su lugar de trabajo y aseguraba que, si empezaba a permitir a la gente llamar a su puerta, al final no iba a tener un minuto de tranquilidad para poder escribir.
Con las contraventanas cerradas, el interior del vestíbulo resultaba lóbrego y muy poco acogedor. Teresa buscó el contador donde le habían dicho que lo encontraría y dio la corriente. Alguien, probablemente la policía, se había dejado las luces encendidas y la casa se iluminó de golpe.
—Busquemos el despacho.
Recorrieron la planta baja. Del vestíbulo partía una escalera hacia el piso superior y un pasillo con puertas a un par de cuartos sin amueblar. En uno de ellos encontraron los instrumentos domésticos que la mujer de la limpieza utilizaba dos veces por semana. El corredor les condujo a un enorme salón comedor, con ventanas a la parte trasera del jardín. Una mesa redonda, algunos cuadros y un par de sillones con su tapicería incólume eran todo su contenido. No parecía que aquel fuera un lugar donde Gerard pasara demasiado tiempo. La cocina, junto al comedor, no les ofreció mayores sorpresas. Una bandeja metálica y una botella de vino daban testimonio de la última y solitaria cena del escritor.
Subieron de inmediato al primer piso. La mayoría de las habitaciones estaban vacías o guardaban sus muebles bajo guardapolvos.
Evidentemente, las dimensiones de aquella casa eran desproporcionadas para un hombre que vivía solo. Durante el recorrido encontraron su dormitorio y entraron. Teresa miró en el interior de los armarios y luego buscó en los cajones de la mesilla de noche. Sobre la cama yacía un batín, a la espera de su dueño. Unas zapatillas muy gastadas asomaban sus talones bajo una butaca. No parecía que la policía hubiera revuelto demasiado durante su visita a la casa.
—¿Qué sucedió exactamente? —preguntó Samuel, impresionado por lo triste que se le antojaba el abandono de aquellos objetos tan cotidianos—. Los periódicos, creo recordar, dijeron que lo había arrollado un tren.
—Ocurrió en Vallvidrera, hacia las diez de la noche. El andén estaba casi vacío y nadie se dio cuenta de nada hasta que fue irremediable. El conductor del tren asegura que lo vio abalanzarse hacia las vías cuando entraba en la estación. Seguramente tropezó...
No pareció que Teresa encontrara nada interesante, pues cerró el cajón que estaba registrando y volvió al pasillo. Samuel fue detrás de ella a tiempo de oír una exclamación satisfecha. La siguiente habitación era, al fin, el despacho.
Se trataba de una sala bastante amplia, con una pequeña biblioteca en un extremo y la mesa de trabajo en el otro. En la mesa había algunas bandejas para papel vacías, un pequeño recipiente de cerámica con lápices y bolígrafos y una máquina de escribir eléctrica —Gerard no utilizaba ordenador, observó Samuel—, que ahora estaba cubierta por su funda gris.
—Será mejor que nos pongamos a trabajar y encontremos el maldito manuscrito —dijo Teresa mirando a su alrededor—. Ya teníamos vendida la novela a cinco países y eso implica una suma muy importante para una empresa como la nuestra. Al señor Viladoms le dará un infarto como tenga que devolver los adelantos.
Samuel recordó con algo de envidia cómo Enric Gerard se había convertido en un autor tan cotizado en pocos años. Su primera obra, La noche de la décima plaga, había recorrido sin fortuna los mejores agentes y editoriales del país. Todos opinaban que la novela —un crítica a las sociedades decadentes por su inmovilismo— tenía mérito, pero sus casi mil páginas la hacían demasiado extensa y cara de editar. Nadie gastaría tanto dinero en comprar el libro de un autor desconocido, pensaban.
Finalmente La noche de la décima plaga había llegado a Publicaciones Lancerot, una pequeña editorial a punto de desaparecer que decidió arriesgar sus últimos cartuchos en la novela de Gerard.
Para sorpresa de todos había sido un éxito. La primera edición, de cinco mil ejemplares, se había multiplicado hasta alcanzar los doscientos mil. Sin saber muy bien por qué, con escasa publicidad y a través del boca a boca, se convirtió en ese libro de moda de cada temporada y que acaba comprando todo el que presume de estar a la última, aunque luego no lo lea.
La inercia de su fama bastó para catapultar a Regreso a Ítaca y Las lágrimas de nuestros enemigos, sus siguientes novelas, hacia los primeros puestos de en la lista de ventas. No obstante, Enric Gerard nunca necesitó apoyarse en los réditos de su popularidad. Con sólo tres libros se había convertido en un autor consolidado, valorado por igual entre el público y los críticos... Todo aquello que Samuel acariciaba en sus sueños más ocultos.
Teresa se acercó a una librería próxima a la mesa del despacho.
En su estante inferior, junto a las primeras ediciones, estaban los manuscritos encuadernados. Teresa los examinó. Todos pertenecían a obras publicadas. Cogió una silla y alcanzó el segundo estante, donde esperaban una serie de archivadores. Bajó el primero y lo abrió. Contenía notas y lo que parecían borradores. Tardaría bastante en examinar detenidamente todo aquello. La mayoría de escritores guarda textos inéditos de juventud y fragmentos inconclusos; tal vez allí encontrara algo de ese tipo. A falta de nada mejor, Gerard tenía suficiente nombre como para que su publicación aún pudiera reportar algún dinero a la editorial.
—¿Qué haces ahí parado? ¡Ayúdame a buscar! Me estoy llenando de polvo...
Samuel, obediente, fue hasta la mesa. En su lado derecho había una columna de tres cajones. Tanteó el primero y lo encontró cerrado.
—Tere, ¿me pasas las llaves?
Se las arrojó sin bajarse de la silla y Samuel las cazó al vuelo. Usó las más pequeñas hasta dar con la adecuada.
El cajón estaba lleno de papeles y encima de todos ellos encontró una libreta de tapas negras, del tamaño de una novela de bolsillo. La abrió esperanzado, pero sus páginas estaban en blanco.
Observó en la parte interior del lomo las rebabas que había dejado el papel al separar un buen puñado de hojas.
—¿Has encontrado algo?
—Nada; sólo un cuaderno de notas vacío. Si había algo escrito Gerard lo arrancó.
Teresa se acercó y Samuel le pasó el cuaderno. Le dio un vistazo y se desinteresó rápidamente. Regresó a los archivadores. Samuel acarició las tapas del cuaderno.
—Oye, Tere... ¿Puedo quedármelo?
—¿Para qué? No tiene ningún valor.
—Perteneció a Gerard. Aquí debía apuntar las ideas que se le iban ocurriendo. Tal vez me dé suerte.
Idiota, el genio no se contagia, pensó Samuel casi antes de acabar la frase.
Teresa dejó de abrir archivadores y le miró, como si leyera en su mente.
—Una especie de talismán, ¿no? Tú siempre has afirmado que escribir bien es cuestión de trabajo y más trabajo.
—Digo muchas cosas y la mayoría son estupideces —murmuró aparentando una indiferencia que apenas consiguió disimular su amargura—.
Si sólo fuera cuestión de codos sería un autor famoso, en lugar de tener los cajones llenos de novelas sin publicar.
—Ten paciencia. Las últimas críticas literarias que escribiste para el periódico fueron estupendas.
—Sí, igual que un eunuco teorizando sobre cómo hacer el amor.
Teresa juzgó mejor aparcar el asunto.
—Puedes quedarte el cuaderno, si quieres. Nadie lo echará en falta.
Samuel se lo guardó en el bolsillo de la gabardina y continuó registrando. Papeles en blanco, una grapadora, lápices... Debajo de una pila de folios encontró una carpeta. La abrió. Contenía una colección de artículos recortados de la prensa: la primera vanidad de un artista que empieza a ser reconocido. Al parecer Gerard había perdido pronto el interés. Los recortes tenían la fecha de publicación anotada y todos eran muy antiguos.
—Será mejor que carguemos todos estos archivadores en el maletero para examinarlos luego con calma — ijo Teresa, bajando de la silla—. No perdamos más tiempo aquí; aún nos queda por visitar otro piso y el desván.
Llevaron los archivadores al vestíbulo. Después subieron a la segunda planta. Contenía una sucesión de dormitorios vacíos y un salón con terraza. No había demasiado con lo que entretenerse y, para alivio de Samuel, en pocos minutos ascendieron el último tramo de la escalera, abrieron la trampilla del desván y penetraron en su húmeda y umbría intimidad. Era una estancia enorme sin compartimentar que ocupaba buena parte de la planta del edificio. A trechos pilares de madera sostenían la cubierta inclinada y en sus costados unas ventanas con celosía apenas dejaban pasar la luz. Allí mandaba la oscuridad y, cuando Teresa presionó el interruptor, sólo un par de bombillas desnudas dieron un empellón a las sombras, que se acurrucaron en los rincones más negras aún, por contraste.
Había un par de baúles con al menos un siglo en sus cueros ajados, pilas de periódicos, cajas de cartón precintadas, una bicicleta de llantas herrumbrosas, latas de pintura, sacos de sarga... Con un suspiro de resignación dividieron aquella descabellada muchedumbre en dos mitades y se dedicaron a la trilla.
No eran las nueve al entrar y el mediodía les encontró aún en cuclillas removiendo trastos que ni el mismo Gerard recordaría poseer.
Samuel no dejó de considerar, en ese rato, la ironía de que aquellos cachivaches inútiles perduraran al hombre que los había adquirido. De todos modos podía felicitarse de dejar una obra, a través de la cual viviría su imaginación en los lectores; mucho más de lo que se le concedía al común de los mortales.
Samuel y Teresa continuaron trabajando hasta las tres de la tarde. Cansados, sucios y con sus estómagos gruñendo rencorosos, debieron reconocer que nada brillante sacarían de aquella morralla. Volvieron al vestíbulo, cargaron los archivadores en el automóvil y regresaron a Barcelona.
Ni la alegre música que les acompañó durante todo el viaje consiguió maquillar en su ánimo la sensación de fracaso.
Samuel miró el cursor titilar sobre la pantalla azul, conminándole a seguir. Un folio por hora; no conseguía sobrepasar ese límite. No habría sido malo si pudiera dedicarse a escribir a tiempo completo; pero entre las colaboraciones periodísticas y las traducciones, que era lo que le daba verdaderamente de comer, su verdadera vocación quedaba reducida a un pasatiempo de fin de semana y noches de insomnio.
Así no acabaría nunca su nueva novela... Aunque, a juzgar por la calidad de las anteriores, nadie la echaría en falta.
Dio un golpe a la tecla de retroceso de página y releyó lo escrito aquella noche. Cazó unas cuantas de esas frases tópicas de las que cualquier escritor debería huir como del diablo. Ni siquiera le quedaba el consuelo de estar mejorando. Salió del programa procesador de textos y apagó el ordenador.
Se puso en pie. Estiró los músculos agarrotados y cogió del escritorio la cajetilla de tabaco. Había dejado de fumar durante casi un año; ahora volvía a hacerlo como un torpe consuelo a su frustración interior. Encendió un cigarrillo.
Se paseó por la casa intentando hilvanar en su imaginación el siguiente capítulo. Se detuvo ante la puerta de su dormitorio y se apoyó en el quicio. Contempló en la oscuridad la silueta de Teresa durmiendo apaciblemente. Se había acostado temprano aquella noche. Igual que él se refugiaba en sus cigarrillos, ella utilizaba el sueño como terapia. Había tenido un mal día. Durante la tarde revisaron en la editorial los archivadores sin encontrar nada de valor y Viladoms estaba furioso.
Incluso había llegado a insinuar la incompetencia de Teresa al no encontrar la novela.
Pequeño cabrón, mueve el culo y búscala tú, si es tan fácil.
Fumó en un silencio ensimismado hasta que la brasa casi le quemó los dedos. Aplastó la colilla en un cenicero y resolvió ponerse a trabajar de nuevo, aunque no en la novela; no estaba de humor para ello.
Tomaría notas para algunos de sus artículos en preparación.
Cogió un volumen de la librería del salón y regresó al despacho. Se movió en penumbras, bajo la tenue luz de las farolas de la calle, hasta sentarse. Encendió entonces el flexo de la mesa y abrió el cuaderno que aquella mañana había encontrado en casa de Enric Gerard.
Samuel parpadeó incrédulo. Tenía la absoluta seguridad de que sus páginas estaban en blanco; incluso se lo había mostrado a Teresa.
Ahora, por el contrario, una letra menuda, trazada con rasgos espigados y finos, llenaba por completo su primera página. Samuel leyó sin acabar de comprender cómo podía haberse equivocado:
«He escrito miles de páginas y estoy seguro de que ni una línea merecerá la memoria de los hombres. El dulce éxito que mis contemporáneos me concedieron apenas significa nada. ¿Quién recuerda hoy a Alfonso Karr o Echegaray? Imagino preferible la oscuridad absoluta al brillo de ese relámpago fugaz, sólo útil para que mañana alguien sonría condescendiente ante mi obra.
»Aunque no fui feliz en su compañía, supe entender a mis semejantes y éstos disfrutaron ante su reflejo, como chimpancés contemplándose en el azogue. No hubo más. El reloj los volverá ayer y mis novelas habrán pasado. Cenizas que imitan a las cenizas».
Volvió la hoja y la escritura, generándose de la nada, fluyó hasta llenar las dos planas que tenía ante sí.
Samuel se incorporó de un brinco, soltó el cuaderno y retrocedió. Con el corazón redoblando como una carga de caballería, contempló aquella cosa negra caída a sus pies. Al golpear contra el suelo se había cerrado y ya no podía ver su contenido, pero sus ojos no le engañaban: las páginas se escribían solas.
Se sentía un poco mareado y las piernas le temblaban. No muy seguro de sostenerse, se apoyó en la pared y dio al interruptor de la luz.
La lámpara del techo alumbró el despacho. Sólo entonces se atrevió a acercarse de nuevo al cuaderno. Bajo el resplandor blanco y frío, el cuaderno de notas pareció recobrar su inocencia.
Una alucinación. He sufrido una alucinación pasajera. Eso o es que, de tanto cavilar, me estoy volviendo majara.
Se inclinó para recoger la libreta y por unos instantes la sostuvo entre las manos sin decidirse a abrirla. Tenía miedo a lo que encontraría dentro. Con súbita determinación y tragando aire la abrió por sus páginas centrales.
Nada. Sólo hojas blancas.
Sintió un verdadero alivio, aunque no sabía qué era peor, si comprobar el fenómeno o descubrir que ya no podía fiarse de sus sentidos.
Samuel hojeó el cuaderno adelante y atrás. Ni en la primera ni en ninguna de las páginas siguientes aparecía nada escrito. Así lo había comprobado en casa de Gerard.
Más tranquilo, cerró la luz y se sentó de nuevo. Samuel tuvo que hacer un esfuerzo para no gritar, pues el texto volvió a presentarse ante su mirada con rápidos latigazos que cubrían líneas enteras:
«Será ésta la última de mis obras. Todavía no sé si merece la pena explicar mis razones. Acaso escribo no para los demás, sino para bucear en mis verdaderas intenciones».
Samuel estaba ahora seguro de no delirar. El milagro resultaba demasiado persistente para tratarse de un espejismo. Tuviera o no una explicación razonable, era cierto que en determinadas circunstancias una narración aparecía en el interior del cuaderno. ¿Algún tipo de tinta simpática? Con una iluminación completa nada podía observarse; en cambio, al amarillo influjo de su lámpara de mesa, el texto se hacía visible.
También cabía una explicación más fantástica...
Siempre se había resistido a considerar con seriedad esos aspectos ocultos de la naturaleza, por más que algunos de sus amigos los defendieran con verdadera devoción. A veces, en alguna fiesta, había participado en el viejo juego del vaso y las letras; incluso le habían mostrado esas cintas donde, se decía, quedaban grabadas voces del más allá... Psicofonías, las llamaban. ¿Podían unas hojas de papel quedar impresionadas con los pensamientos de su último propietario, como si se tratasen de una cinta magnetofónica? Y si era así, ¿se debía a viejas influencias, lo suficientemente poderosas para pervivir, o es que la personalidad de Enric Gerard continuaba consciente de algún modo después de su muerte?
Samuel no sabía qué pensar. Repitió su experiencia con las luces del despacho y comprobó sin lugar a dudas que sólo en la penumbra conseguía leerse algo.
El relato consistía en una confesión, la crónica de una crisis creativa. El narrador describía el conflicto íntimo entre su éxito popular y la convicción de que jamás alcanzaría el ideal artístico perseguido.
Casi sin darse cuenta, Samuel fue pasando páginas. Tal vez el invisible autor se considerara un fracasado; a él, como lector y crítico, le fascinaba la riqueza de su prosa y la habilidad con la que profundizaba en las motivaciones y sentimientos de los hombres. Si no lo era, le faltaba muy poco para convertirse en una obra maestra. ¿Tenía delante la última y desaparecida novela de Enric Gerard? Tratándose de su cuaderno de notas no cabía otra suposición.
Samuel sacó unos folios y se puso a copiar el contenido del cuaderno. Trabajó durante toda la noche sin darse cuenta del paso del tiempo. El amanecer asomó su hocico por las ventanas y la pequeña letra del cuaderno empezó a emborronarse. Creyó al principio que el cansancio le traicionaba y era su vista la que se enturbiaba tras tantas horas de lectura. En seguida se dio cuenta de su error. La llegada del día destrenzaba el hechizo que mantenía la confesión sobre el papel. Las letras se desvanecían, pasando del negro al gris y de éste a una ligera sombra apenas distinguible. Al caer el primer rayo de sol sobre la mesa nada quedó. Samuel casi lo hubiera imaginado un sueño, a no ser por la copia.
Con la muñeca dolorida y una cierta confusión mental, fue a acostarse. Ni su excitación consiguió mantenerle despierto por mucho tiempo.
Samuel no reunió fuerzas para levantarse de la cama hasta pasadas las doce. Desayunó y, a continuación, buscó en su biblioteca las obras de Gerard. Había leído sus tres novelas publicadas y estaba casi seguro de que el fragmento aparecido en el cuaderno de notas no pertenecía a ninguna de ellas, aunque el estilo era semejante e incluso frecuentaba los mismos vicios gramaticales. De todos modos, decidió volver a repasarlas para asegurarse, y a eso dedicó buena parte del día. Cuando por la noche Teresa regresó del trabajo y lo encontró en el salón con los libros sobre el sofá, le dedicó un guiño cómplice.
—Veo que nuestra visita a los dominios de Gerard ha despertado tu curiosidad.
Samuel se limitó a asentir, renunciando a explicarse.
—¿Cómo era?
—¿Quién? —Teresa se quitó el abrigo y dejó su cartera en un rincón, junto al televisor.
—Enric Gerard.
—Un hombre delgado, casi huesudo, y muy alto. Corto de vista...
—No; me refiero a su carácter.
—No habría ganado un premio a la popularidad, si quieres saber eso —Se sentó a su lado, satisfecha, y empezó a hojear una de las novelas—. Siento desilusionarte; a menudo un trabajo admirable no se corresponde con una personalidad atractiva. Todos le tenían por un gruñón insoportable, aunque yo creo que se debía a su gran timidez. Le costaba relacionarse con la gente y hablar en público. Oyéndole balbucear nadie hubiera supuesto que era un escritor famoso. Sólo podías arrancarle alguna palabra en privado y su único tema de conversación era la literatura, su gran obsesión. La literatura como arte, por supuesto. Se negaba a considerar la parte de negocio que hay detrás y rechazaba inmediatamente cualquier contrato que le exigiera giras promocionales. Por suerte para él, vendía muchísimo y cualquier editor habría aceptado las más extravagantes cláusulas con tal de publicar sus novelas. Sólo recuerdo una ocasión en que aceptara una entrevista para una revista literaria... Creo que guardé el ejemplar.
Teresa se levantó y fue hacia despacho, en cuyos anaqueles dejaban ambos sus libros y revistas. A Samuel le extrañó que tardara tanto en regresar. Minutos después la oyó dirigirse a él desde la puerta.
—Me gusta... Me gusta mucho. ¿Por eso releías las novelas de Gerard?
Samuel alzó sus ojos del libro. Vio a Teresa leyendo los folios donde estaba copiado el contenido del cuaderno de notas. Había sido muy torpe al dejarlos inadvertidamente sobre la mesa.
—Sí... Escribí eso intentando imaginar sus últimos meses.
Samuel se arrepintió de inmediato de la mentira, pero no supo qué decir en su lugar. ¿Cómo explicar a alguien que se había convertido en una suerte de amanuense del más allá? ¿Cómo conseguir que no pareciera que se había vuelto loco? Por supuesto estaba la posibilidad de mostrar a Teresa el fenómeno en el cuaderno... Algo se lo impedía, sin embargo.
Quizá un temor a que la fragilidad de una comunicación tan inusual se rompiera para siempre ante un extraño.
—Pues está muy bien, de veras —continuó Teresa—. Nunca te había leído nada igual. Consigues introducirte en la piel de Gerard y tomar su voz perfectamente. Casi creería estar leyendo algo suyo...
—Sólo es un experimento.
—Oye, ¿me dejas que le enseñe estas hojas al señor Viladoms?
Samuel se puso rígido.
—No, por favor. Si no tienen ninguna importancia...
—¿Con timideces a estas alturas? Ya no eres un adolescente que guarda sus poemas de amor entre los libros de texto. Tienes que intentar publicar en serio, y esto es de lo más prometedor.
Samuel reconoció en Teresa ese enarcamiento de las cejas que delataba sus momentos de ánimo beligerante. Si ella tenía ganas de discutir, no le sucedía a él otro tanto. No valía la pena. Bastaba que Teresa le dijera a Viladoms quién era el autor de aquel borrador para que no se molestara ni en dedicarle un vistazo.
—Llévaselas, si quieres —dijo con un encogimiento de hombros—.
A lo mejor tienes razón y con esta novela nos retiramos.
De ese modo la conversación quedó zanjada. Samuel volvió a la lectura, olvidándose del asunto hasta el día siguiente...
Teresa entró en casa canturreando. No la había visto tan contenta desde hacía tiempo. Se acercó a él, le plantó un beso en los labios y seguidamente golpeó su cabeza con un manojo de hojas enrolladas.
Al ver aquel objeto Samuel se temió lo peor —¿Ves, bobo? A Viladoms le han encantado y quiere leer más de tu nueva obra. Si continúa con la misma calidad se compromete a ser tu editor. Incluso ha insinuado un generoso adelanto.
Samuel rechazó sus arrumacos, bastante molesto.
—No sé si seré capaz. Ni siquiera si me interesa continuar con el tema.
Teresa se cruzó de brazos y, muy seria ahora, le lanzó una dura mirada.
—¡No digas tonterías! ¡Claro que puedes! Estas páginas lo demuestran... ¿Sabes qué pienso? Tienes miedo al triunfo. Pasas tanto tiempo lamentándote que cuando se te presenta una verdadera oportunidad la dejas escapar, como si sintieras vértigo de agarrarte y subir con ella.
—Sencillamente, es todo tan repentino... Déjame pensarlo.
—Todo el tiempo que quieras. Sin embargo, recuerda que los trenes no esperan; has de cogerlos cuando llegan o quedarte en el andén.
Samuel dio la callada por respuesta. Durante todo el día consideró el asunto y en más de un momento estuvo a punto de descubrirle a Teresa la verdad. Al final la tentación fue más fuerte. Le repugnaba usurpar la creación de otro, pero, como ella decía, aquella era una oportunidad envidiable para darse a conocer. Una vez superada la barrera de un primer libro, le iba a ser mucho más fácil publicar. Y, con respaldo económico, podría dedicarse por completo a escribir y afinar las cualidades que, sinceramente, creía poseer.
Samuel echó un cerrojo a su conciencia y aceptó la propuesta de Viladoms. En las tres semanas siguientes cada noche llenó una docena de folios con su copia del cuaderno y a medida que se adentraba en el relato su fascinación era mayor.
La confesión personal, en literatura, es un género difícil. Por principio, el escritor ha de considerar que al lector le importan un bledo sus problemas personales y retener su atención a lo largo de doscientas o trescientas páginas requiere de una extraordinaria habilidad. Más que en cualquier otro texto, la forma ha de estar medida con sobriedad y elegancia para convertir en arte lo que, de otro modo, puede quedarse sólo en una pataleta sobre el papel. Samuel había leído muchas narraciones de ese tipo y en un alto porcentaje resultaban patéticas. No era el caso de Enric Gerard. Con esa sabiduría de los autores geniales, conseguía convertir lo particular en universal, hacer de sus propios miedos símbolos de los que nos atenazan a todos.
Samuel se entregó a la copia del cuaderno, casi como si la novela fuera realmente suya. Al final de aquella tercera semana tenía ante él, perfectamente mecanografiado, lo que debía ser el grueso de la obra.
Por la trama, su ojo de lector experto deducía que debía quedar muy poco para el final. Era el momento de comprobar si Viladoms se desdecía de su oferta. Hizo fotocopias, las puso dentro de una carpeta y se la entregó a Teresa. Samuel se dispuso a esperar, intentando no concederse demasiadas esperanzas para evitar la desilusión; pero su pesimismo innato hubo de declararse vencido: a Viladoms seguía gustándole la novela.
Samuel y Teresa decidieron festejarlo por todo lo alto la misma noche de la buena nueva. Apuraba los últimos momentos de trabajo, mientras pensaba que debía ir a cambiarse de ropa, y el teléfono le interrumpió.
Cogió el aparato. A través del auricular le llegó la voz de Teresa.
—Hola, Samuel. Tengo un trabajó urgente, una corrección de pruebas que el señor Viladoms necesita para mañana. ¿Aplazamos la celebración? No sé a qué hora quedaré libre.
Samuel la tranquilizó:
—No te preocupes; otro día tendremos tiempo. ¿Quieres que te pasé a buscar luego? ¿No? Vale, hasta pronto.
Colgó. En otro momento le habría irritado que Viladoms retuviera a Teresa fuera de horas; sin embargo, en esta ocasión casi se lo agradecía. Unas horas más de soledad le vendrían magníficamente para dar el último tirón a la novela. Llevaba unos diez minutos escribiendo y el teléfono sonó por segunda vez. Samuel lo descolgó imaginando a Teresa con algún asunto que había olvidado mencionarle.
—Dígame...
Nadie respondió. Creyó oír un susurro, como una respiración contenida, y luego un chasquido. Un pitido desde el auricular le advirtió que habían colgado. Supuso el error de algún extraño al marcar y no dio más importancia al asunto.
Regresó al cuaderno y, para su irritación, se encontró con el texto transformado. En aquel breve lapso se había producido un salto en la novela, como si su autor invisible tuviera de repente prisa en acabar.
La dudas que el escritor había mostrado durante toda la narración llegaban a su fin. Estaba convencido de que no debía sumar más novelas a un mundo lleno de obras de arte innecesarias, pura contaminación intelectual. Así se lo comunicó al editor, no muy proclive a tomarle en serio. El escritor insistía:
«Ningún contrato podrá obligarme a escribir si me siento incapaz de hacerlo. Y él lo sabe. La gratitud hacia el editor que se arriesgó conmigo siendo un desconocido no puede convertirme en traidor a mis convicciones. Nunca debí empuñar la pluma y romperla definitivamente purgará en parte mi pecado».
El editor se presentaba entonces en su casa para intentar convencerle de que le entregara su última novela. Los razonamientos se convertían en amenazas y el editor le obligaba a acompañarle.
Un estremecimiento sacudió a Samuel al leer la última frase:
«Salí de casa sabiendo que Viladoms, en una acción desesperada, intentaría matarme».
¿Era cierto lo que tenía ante él? ¿No sería, al fin y al cabo, una ficción lo que hasta entonces había tomado como confesión auténtica?
Muchos escritores gustaban de mezclar fantasía y realidad en sus obras.
Recordaba, por ejemplo, el relato de un autor sudamericano donde describía el propio suicidio, acto que estuvo en su intención pero nunca llegó a ejecutar...
Alguien llamó a la puerta.
Acabó de convencerse de que el destino conspiraba para no dejarle en paz, justo cuando había tropezado con un descubrimiento tan preocupante. Dudando todavía cómo interpretarlo, cerró el cuaderno, cruzó la casa y abrió.
—Buenas noches, Samuel.
Se quedó de piedra. Con la mente en blanco, dio un paso atrás.
Comprendió que era demasiado oportuno para tratarse de una casualidad, y ese convencimiento le puso el vello de punta. A través del cuaderno de notas Enric Gerard intentaba prevenirle; pero había sido demasiado tarde.
Delante suyo estaba Viladoms.
—Hola... Lo siento, yo...
—No te entretendré demasiado. Quería hablar sobre tu novela.
—¿Por qué no me llama mañana? No me encuentro bien.
Samuel intentó cerrar la puerta. No lo consiguió. Viladoms interpuso el pie y, sin más ambages, empujó y entró en el apartamento.
—Muy poco amable... Venía dispuesto a hacer teatro y no me lo facilitas. Dejémoslo correr. —Viladoms estaba muy serio y las arrugas en su frente se pronunciaron—. Dame mi novela.
Samuel retrocedió.
—Todavía no la he acabado.
—No me importa que Tere y tú quisierais sacar unos duros a mi costa; lo que realmente me cabrea es que encima que toméis por tonto.
—Me parece que aquí hay alguna confusión...
—Al leer las primeras páginas de tu presunta novela ya sospeché algo; hoy, al ver el resto, no me ha cabido ninguna duda. El estilo es inconfundible. Tú tienes la novela de Gerard y me la vas a entregar.
Samuel vio a Viladoms sacar una pistola de un bolsillo del abrigo. Le apuntó. La boca de su cañón era un sol helado, un pozo de negrura, un anillo de acero que le asfixiaba. Habría hecho lo que le pidiera, le habría dado cualquier cosa... Pero lo que Viladoms quería no lo tenía en realidad.
—¿Va a matarme sólo por un libro? ¿Como mató a Enric Gerard?
Viladoms frunció el ceño, entre sorprendido y preocupado.
—También sabes eso... Supongo que era el triunfo en la manga por si no mordía el anzuelo con la novela. Chantaje... Te propongo un trato. Me quedo con la novela de Enric Gerard y a cambio te pagaré bien.
Incluso publicaré una de las tuyas. No dirás que no soy razonable.
—¿Puedo pactar con alguien que me apunta con una pistola? ¿Cómo creer en su palabra? Una vez tenga la novela me matará. Nunca aceptará el riesgo de que, al volverse de espaldas, corra a contar a la policía todo cuanto sé.
—Podría ser. Pero también podría ser que no me interesara levantar sospechas con una segunda muerte violenta a mi alrededor. Has demostrado tener tan pocos escrúpulos como yo al apoderarte de la obra de otro; hagamos una pareja de conveniencia. No te pido que me quieras —Viladoms sonrió amargamente—, sólo que disfrutes del dinero y mantengas la boca cerrada. No soy un asesino y no quiero volver a hacerlo. Debí trastornarme aquel día. Los agentes de Inglaterra y Alemania no paraban de preguntar cuándo tendrían la novela; luego llegó la llamada de Gerard...
Se me cayó el mundo encima. Los adelantos recibidos del extranjero estaban invertidos y tener que devolverlos habría puesto mi cuello en el tajo de los bancos. Salí a la calle a pasear sin rumbo fijo...
—Mejor a quitar de en medio a Gerard y quedarse con su novela.
Viladoms, tan amenazador unos segundos antes, se convirtió ante Samuel en un pobre hombre abrumado por las posibles consecuencias de sus actos, más que por ellos mismos. Sus hombros parecían caídos y la mano que empuñaba la pistola temblaba visiblemente. Sus ojos ya no contenían agresividad alguna; sólo una súplica incapaz de expresarse con palabras.
—No. Quería poner en orden mis ideas; pienso mejor cuando ando.
Al menos estuve deambulando por ahí un par de horas. Decidí tomar el tren e ir a hablar personalmente con Gerard. Te juro que no tenía ninguna idea determinada. El asunto se me escapó de las manos... ¡Era tan tozudo!
Discutimos. Si me hubiera dado la novela cuando se la pedí no habría sucedido nada; pero se limitó a señalar la chimenea, a un montón de cenizas sobre los leños. «Ya no existe», me dijo. No le creí. Me era imposible aceptar que Gerard hubiera arrojado por la borda todo un año de trabajo. El amaba la literatura, la respetaba como si se tratara de una misión sagrada.
—Tal vez por eso destruyó su última obra. No podía continuar con lo que creía una impostura.
—No juegues conmigo, Samuel. No he venido a divertirme, ya lo ves —Movió significativamente la pistola—. Estoy desesperado, como lo estaba entonces. Pensé que una desaparición del autor era mí única salida.
Le obligué a acompañarme y dije que sólo quería hacerle reconsiderar su postura, que le dejaría marchar si insistía en su actitud una vez hubiera visto las cartas de los agentes. Supongo que en ningún momento conseguí engañarle. Aceptó, a la espera de una oportunidad para deshacerse de mí.
Bajamos hasta la estación de Vallvidrera. Al entrar escuchamos el ruido del tren que llegaba. Gerard se separó de mí y echó a correr. Fue la decisión de un segundo. Me adelanté, tendí la pierna y le puse la zancadilla. Gerard se desplomó ante la máquina... Bueno, él ya no está aquí; de nada sirve lamentarse. Por el contrario nos queda su novela, la que has estado copiando todo este tiempo. ¿Dónde guardas el original?
—Nunca lo tuve. Sólo utilicé su cuaderno de notas.
Un brillo de codicia iluminó la mirada de Viladoms.
—¡Era eso! ¡Gerard me engañaba y guardaba un manuscrito!
¡Dámelo! —gritó impaciente.
—Espero que respetará su palabra... —Samuel dudó muy poco. No tenía otra opción—. Está en mi despacho, sobre la mesa. Sígame.
Viladoms se dirigió allí, olvidándose de Samuel. Conocía el apartamento, pues lo había visitado en un par de ocasiones durante el tiempo en que Teresa procuró interesarle en las primeras novelas de Samuel. Corrió a la mesa y cogió el cuaderno el notas. Leyó. Por su expresión se sentía muy satisfecho.
Viladoms apartó un poco el flexo y el cono de luz iluminó más ampliamente la mesa. Entonces Samuel vio lo que en las semanas precedentes, absorto en la lectura del cuaderno, no había llegado a descubrir. En la pared a espaldas de Viladoms se proyectaba una sombra enjuta y desgarbada, inclinada como escribiendo.
El editor sorprendió su mirada de horror. Se volvió. Intentó apartarse y algo le detuvo. Abrió la boca, aunque el grito nunca llegó a manifestarse. Viladoms golpeó el aire intentando romper una presa invisible y, en la pared, su sombra quedó entrelazada con la otra sombra que se aferraba a su garganta. Lucharon en silencio por unos instantes, hasta que Viladoms derribó la lámpara con sus gestos desesperados. Se hizo la oscuridad.
Paralizado por el terror, Samuel permaneció en su sitio. El sonido sordo de un cuerpo al chocar contra el suelo le liberó de ese estado. Se movió con precaución hasta el interruptor y encendió la luz.
Viladoms yacía de espaldas, las manos engarfiadas sobre el pecho. Como en todos los muertos, sus ojos parecían fijos en lo que a nadie a este lado de la línea le es dado contemplar.
La muerte de Viladoms en su casa resultó muy incómoda para Samuel, que se prodigó en complejas justificaciones con tal de eludir la verdad. Nadie insistió demasiado en sus preguntas, pese a lo evidente de sus contradicciones. A fin de cuentas, a Samuel no se le podía acusar de nada. El forense fue categórico: un infarto había terminado con la vida del editor.
Pese a los reproches de Teresa, Samuel tampoco consiguió explicar nunca por qué dejó inconclusa la que estaba destinada a ser la novela de su revelación literaria. Aunque Publicaciones Lancerot se desintegró a manos de los acreedores, nada le impedía mostrarla a otras editoriales.
Si Samuel no quiso acabarla y prefirió permanecer en segundo plano, dedicado a sus tareas de traductor y crítico, no fue porque se mustiara su deseo de triunfo o su conciencia le importunara con reproches.
Se lo impidió el miedo. Un miedo que, años después, todavía le despertaba por la noches; un miedo que volvía sospechosa cada sombra.
Desde la muerte de Viladoms el cuaderno permanecía mudo.
Mientras Enric Gerard escogiera el silencio, él no pensaba contradecirle.
No pocas veces es insensato ignorar la voluntad de los muertos.
FIN