Publicado en
marzo 25, 2010
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Título original: BLACK NOTICE
PARA NINA SALTER
Agua y palabras
Y el tercer ángel derramó
su copa sobre los ríos y sobre
los manantiales; y éstos
se convirtieron en sangre.
(Apocalipsis 16:4)
BW
6 de diciembre de 1996
Epworth Heights
Luddington, Michigan
Mi queridísima Kay:
Estoy sentado en el porche contemplando el lago Michigan, y un viento fuerte me indica que tengo que cortarme el pelo. Recuerdo la última vez que estuvimos aquí juntos y, por un momento precioso en la historia de nuestra vida, olvidamos quiénes y qué éramos. Kay, necesito que me escuches.
Si lees esto es porque estoy muerto. Cuando decidí escribirte esta carta, le pedí al senador Lord que te la entregara personalmente a principios de diciembre, un año después de mí muerte. Sé lo difícil que siempre te resulta la época de Navidad y también sé que ahora te debe de resultar intolerable. Mi vida comenzó cuando empecé a amarte, y ahora que ha llegado a su fin, ese regalo tuyo que me hiciste tiene que seguir vigente.
Estoy seguro de que no has hecho nada de lo que debías, Kay. De que has corrido como loca de una escena del crimen a otra y practicado más autopsias que nunca. De que te has pasado el tiempo en los juzgados, en el instituto, con conferencias, preocupándote por Lucy, irritándote con Marino, evitando a tus vecinos y sintiendo miedo por las noches. Estoy convencido de que no te has tomado vacaciones ni te has permitido enfermarte ni un solo día, por mucho que lo necesitaras.
Es tiempo de que dejes de escapar de tu pena y de que me permitas consolarte. Mentalmente toma mi mano y recuerda todas las veces que hablamos de la muerte y dijimos que jamás aceptaríamos que ninguna enfermedad, accidente o acto de violencia tuviera el poder de una aniquilación absoluta porque nuestros cuerpos eran sólo algo así como trajes que usamos. Y que somos mucho más que eso.
Kay, quiero que, al leer esta carta, sepas que de alguna manera estoy pendiente de ti, que te cuido y que todo saldrá bien. Te pido que hagas una cosa por mí para celebrar la vida que tuvimos y que sé que no terminará jamás. Llama a Marino y a Lucy. Invítalos a cenar esta noche. Prepara uno de tus famosos platos para ellos y guárdame un lugar.
Mi amor eterno,
Benton
1
La mañana resplandecía con su cielo azul y los colores del otoño, pero nada de eso era para mí. Ahora, la luz del sol y la belleza eran para otras personas, y mi vida era desolada y silenciosa. Miré por la ventana a un vecino que rastrillaba las hojas caídas y me sentí indefensa, quebrada y ausente.
Las palabras de Benton trajeron a mi mente todas las imágenes espantosas que yo había reprimido. Vi rayos de luz que brotaban de huesos calcinados en medio de basura saturada de agua. Volví a sentir un sacudón terrible cuando una serie de formas confusas se transformaron en una cabeza calcinada, sin facciones pero con matas de pelo plateado tiznado.
Estaba sentada frente a la mesa de la cocina y bebía un té caliente que me había preparado el senador Frank Lord. Me sentía exhausta y mareada por los accesos de náuseas que me habían hecho correr dos veces al cuarto de baño. Estaba humillada, porque lo que más temí siempre fue perder el control, y eso era precisamente lo que acababa de sucederme.
—Tengo que volver a rastrillar esas hojas —le dije, absurdamente, a mi viejo amigo—. Ya es seis de diciembre y parece octubre. Mira hacia allá, Frank. Las bellotas están grandes, ¿te diste cuenta? Se supone que significa que tendremos un invierno muy frío, pero el invierno no parece querer empezar siquiera. No recuerdo si ustedes tienen bellotas en Washington.
—Sí, las tenemos —respondió él—. Siempre y cuando encuentres allí uno o dos árboles.
—¿Son grandes? Me refiero a las bellotas.
—Te aseguro que me fijaré, Kay.
Me cubrí la cara con las manos y comencé a sollozar. Él se puso de pie y se acercó a mi silla. El senador Lord y yo habíamos pasado nuestra infancia en Miami y asistido a la escuela en la misma arquidiócesis, aunque yo fui a la escuela secundaria St. Brendan sólo un año y mucho después de que él hubiera estudiado allí. Sin embargo, que hubiéramos compartido ese hecho de alguna manera era una señal de lo que pasaría después.
Cuando él era fiscal de distrito, yo trabajaba para la Oficina de Médicos Forenses del Condado de Dade y con frecuencia prestaba testimonio en sus causas judiciales. Cuando lo eligieron senador de los Estados Unidos y después lo nombraron presidente de la Comisión del Poder Judicial, yo era la jefa de médicos forenses de Virginia y él comenzó a solicitar mi ayuda en su campaña contra el crimen.
Quedé muy sorprendida cuando, ayer, me llamó para decirme que vendría a verme y que tenía algo importante que darme. Casi no dormí en toda la noche. Y me preocupó cuando, al entrar en mi cocina, sacó un sobre blanco del bolsillo del saco.
Ahora, sentada junto a él, me pareció perfectamente lógico que Benton le hubiera confiado esa tarea. Él sabía que el senador Lord sentía un gran afecto por mí y que jamás me decepcionaría. Qué típico de Benton tener un plan que se ejecutaría a la perfección, aunque él no estuviera allí para comprobarlo. Qué típico de él predecir mi conducta después de su muerte, y que cada vaticinio suyo se ajustara a la realidad.
—Kay —dijo el senador Lord, de pie junto a mi silla mientras yo lloraba—, sé lo penoso que es esto para ti y te juro que desearía poder hacer algo para que ese dolor desaparezca. Creo que una de las cosas más difíciles de mi vida fue prometerle a Benton que haría esto. Habría querido que este día no llegara nunca, pero llegó, y aquí me tienes.
Calló un momento. Luego agregó:
—Nadie me pidió jamás que hiciera algo así, y mira que son muchas las cosas que suelen pedirme.
—Benton no era como las demás personas —fue mi respuesta, mientras me repetía que debía serenarme—. Y tú lo sabes, Frank. Gracias a Dios que lo sabes.
El senador Lord era un hombre sorprendente que se aburría con la dignidad de su cargo. Tenía pelo entrecano y grueso y ojos azules de mirada intensa, era alto y delgado y, por supuesto, vestía un conservador traje oscuro en el que se destacaba una corbata llamativa, gemelos en los puños, reloj de bolsillo y alfiler de corbata. Me puse de pie y respiré hondo. Tomé varios pañuelos de papel de una caja y me los pasé por la cara y la nariz.
—Fuiste muy bondadoso en venir— le dije.
—¿Qué otra cosa puedo hacer por ti? —me respondió con una sonrisa triste.
—Ya lo hiciste todo al estar aquí conmigo. No quiero ni pensar cuánto te costó. Con la cantidad de compromisos que tienes.
—Debo reconocer que tomé un avión desde La Florida y, a propósito, hablé con Lucy: le está yendo muy bien allá —dijo él.
Lucy mi sobrina, era agente del Departamento de Alcohol, Tabaco y Armas de Fuego, o ATF. Recientemente la habían asignado a la oficina de Miami y hacía meses que no la veía.
—¿Ella sabe lo de la carta? —le pregunté al senador Lord.
—No —respondió él mientras observaba por la ventana ese día perfecto—. Creo que te toca a ti decírselo. Y podría agregar que Lucy siente que la descuidaste un poco.
—¿Por mí? —pregunté, sorprendida—. Ella es la que siempre pone distancia. Al menos yo no soy agente encubierta ni ando a la caza de traficantes de armas y otras personas de esa calaña. Lucy ni siquiera me llama, a menos que esté en las oficinas centrales o en un teléfono público.
—Tampoco es muy fácil localizarte. Desde la muerte de Benton siempre andas de aquí para allá. Eres algo así como un desaparecido en acción y me parece que ni siquiera te das cuenta —agregó—. Lo sé por experiencia. También a mí me ha costado encontrarte, ¿no es así?
De nuevo los ojos se me llenaron de lágrimas.
—Y cuando te encuentro, ¿qué me dices? «Todo está bien. Sólo ando muy ocupada». Para no mencionar que ni siquiera fuiste a visitarme una sola vez. En las viejas épocas, cada tanto me traías una de tus sopas especiales. No estás cuidando a las personas que te quieren. Y tampoco te cuidas.
Disimuladamente él había mirado varias veces el reloj. Me puse de pie.
—¿Te vuelves a La Florida? —le pregunté con voz un poco temblorosa.
—Me temo que no. A Washington —respondió—. Estoy invitado de nuevo a Face the Nation. Más de lo mismo. Todo esto me tiene harto, Kay.
—Ojalá yo pudiera hacer algo para ayudarte —le dije.
—Es un lugar muy malsano, Kay. Si ciertas personas supieran que estoy aquí, en tu casa, a solas contigo, harían correr un rumor escandaloso sobre mí. De eso estoy seguro.
—Entonces, ojalá no hubieras venido.
—Nada me lo habría impedido. Y no debería estar despotricando contra Washington. Ya tienes bastante con lo tuyo.
—Te juro que desearía tener tu fortaleza —dije.
—Creo que no te serviría de nada.
Lo acompañé a atravesar esa casa impecable que yo misma había diseñado, junto a los costosos muebles, obras de arte e instrumental médico antiguo que coleccionaba, sobre pisos de madera dura cubiertos con alfombras de colores vivos. Todo se adecuaba a la perfección a mi gusto, pero ya no era lo mismo que cuando Benton estaba allí. Ahora le prestaba tan poca atención a la casa como a mi persona. Se había convertido en un custodio sin alma de mi vida, y eso se notaba.
El senador Lord vio que mi maletín estaba abierto sobre el diván del living y que había carpetas, correspondencia y memos diseminados sobre la mesa ratona de vidrio, y bloques de papel en el piso. Los almohadones estaban torcidos y el cenicero estaba lleno, porque había comenzado a fumar de nuevo. Pero no me sermoneó.
—Kay ¿entiendes que después de esto mi contacto contigo debe ser limitado? —preguntó el senador Lord—. Precisamente por lo que acabo de insinuarte.
—Dios, mira esto —dije, con fastidio—. Parece que no puedo ponerme al día.
—Ha habido rumores —prosiguió él con cautela—. No entraré en detalles. Y también amenazas veladas. —Noté furia en su voz—. Sólo porque somos amigos.
—Yo solía ser tan ordenada —dije y reí con pesar—. Benton y yo siempre reñíamos por mi casa, por mis cosas. Mis cosas perfectamente ordenadas. —Levanté la voz al sentir una oleada de tristeza y de furia. —Si él las reordenaba o ponía algo en el cajón equivocado... Eso es lo que sucede cuando se llega a la mediana edad, una vivió siempre sola e hizo siempre las cosas a su modo.
—Kay, ¿me estás escuchando? No quiero que tengas la sensación de que no te quiero si no te llamo mucho por teléfono, no te invito a almorzar o no te pido tu opinión sobre un proyecto de ley que trato de hacer aprobar.
—En este momento ni siquiera recuerdo cuándo Tony y yo nos divorciamos —dije con amargura—. ¿Cuándo fue? ¿En 1983? Él se fue. ¿Y qué? Yo no lo necesitaba a él ni a ningún otro que apareció después. Yo podía convertir mi mundo en lo que deseaba, y eso fue lo que hice. Mi carrera, mis posesiones, mis inversiones. Y mira.
Me quedé de pie e inmóvil en el foyer y abarqué con un movimiento del brazo mi hermosa casa de piedra y todo lo que contenía.
—¿Y qué? ¿Para qué? —Miré al senador a los ojos—. ¡Ahora no me importaría que Benton volcara basura en el medio de esta maldita casa! ¡Que la hiciera pedazos! Ojalá nada de eso me hubiera importado, Frank. —Me sequé esas lágrimas de furia—. Ojalá pudiera hacerlo todo de nuevo y no volver a criticarlo por nada. Lo único que quiero es tenerlo aquí. Dios, cuánto lo deseo. Todas las mañanas, al despertar, no recuerdo nada y, después, la realidad me golpea con fuerza y casi no puedo levantarme.
Las lágrimas comenzaron a surcar mi cara. Tuve la sensación de que cada nervio de mi cuerpo había enloquecido.
—Hiciste muy feliz a Benton —me dijo con ternura, el senador Lord—. Tú lo eras todo para él. Me dijo lo buena que eras con él y lo mucho que entendías las dificultades de su vida, las cosas atroces que debía ver cuando trabajaba en esos casos espantosos para el FBI. Y creo que, en el fondo, lo sabes.
Hice una inspiración profunda y me recosté contra la puerta.
—Y sé que él querría que fueras feliz ahora, que tuvieras una existencia mejor. Si no es así, ello significará que el amor que sentiste por Benton Wesley fue dañino para ti y te arruinó la vida. Que, en definitiva, fue un error. ¿Tiene sentido para ti?
—Sí —respondí—. Por supuesto que sí. Sé exactamente qué querría él ahora. Y sé qué quiero yo. No quiero que mi vida sea así. Esto me resulta casi intolerable. Hubo momentos en que creí que algo en mí se rompería y que terminaría en una clínica psiquiátrica. O, quizás, en mi propia y maldita morgue.
—Pues bien, eso no sucederá. —Tomó mi mano entre las suyas—. Si algo sé con respecto a ti, es que lograrás vencer cualquier problema. Siempre lo hiciste, y esta parte del camino de tu vida es sin duda la más difícil, pero te prometo que después todo será mejor, Kay.
Lo abracé fuerte.
—Gracias —dije con un suspiro—. Gracias por hacer esto, por no archivarlo en una carpeta, por recordarlo y que te importe.
—¿Me llamarás si me necesitas? —me preguntó cuando le abrí la puerta de calle y, más que una pregunta, fue una orden—. Pero quiero que recuerdes lo que te dije y me prometas que no sentirás que te descuido.
—Lo entiendo.
—Siempre estaré allí si me necesitas. No lo olvides. En mi oficina siempre saben dónde estoy.
Observé alejarse ese Lincoln negro y después entré en la sala y encendí el fuego, aunque no hiciera suficiente frío como para necesitarlo. Necesitaba con desesperación algo caliente y vivo que llenara el vacío dejado por la partida del senador Lord. Volví a leer una y otra vez la carta de Benton y mentalmente oí su voz.
Me pareció verlo con las mangas arremangadas, sus fuertes antebrazos con venas prominentes, sus manos elegantes sosteniendo la pluma fuente Mont Blanc que yo le había regalado, sin ninguna razón especial salvo que era tan precisa y pura como él. Las lágrimas no cesaban y sostuve en alto ese papel con sus iniciales grabadas para que su letra no se borroneara.
Su escritura y la forma en que se expresaba siempre fue pausada y concisa, y descubrí que sus palabras eran a la vez un consuelo y una tortura cuando las estudié obsesivamente, las disequé y las excave en busca de un significado oculto. Por momentos estuve a punto de creer que crípticamente, me decía que su muerte no era real sino parte de una intriga, un plan, algo orquestado por el FBI o la CIA, sólo Dios sabía cuál. Entonces volvía a prevalecer la verdad y me helaba el corazón. Benton había sido torturado y asesinado. Tanto el ADN como los registros dentales y los efectos personales dieron fe de que esos restos irreconocibles eran los suyos.
Traté de pensar de qué manera podía esa noche cumplir con su pedido y me fue imposible imaginar cómo. Era absurdo pensar siquiera que Lucy tomara un vuelo a Richmond, Virginia, sólo para cenar conmigo. Tomé el teléfono y traté igual de comunicarme con ella, porque eso era lo que Benton me había pedido. Ella devolvió mi llamado con su teléfono celular unos quince minutos más tarde.
—En la oficina me dijeron que me buscabas. ¿Qué sucede? —preguntó con tono animado.
—Es algo difícil de explicar —comencé a decir—. Ojalá no tuviera que pasar siempre por tu oficina para hablar contigo.
—A mí también me gustaría.
—Y sé que no es mucho lo que puedo decir... —Empecé a sentirme mal de nuevo.
—¿Qué sucede? —me interrumpió.
—Benton me escribió una carta...
—Hablaremos en otro momento —me interrumpió de nuevo y yo entendí, o al menos creí entender. Los teléfonos celulares no son seguros.
—Dobla allí —le dijo Lucy a alguien—. Lo siento —agregó, dirigiéndose de nuevo a mí—. Vamos a hacer una parada en Los Bobos para tomar un café bien cargado con azúcar.
—Bueno, esto es algo que él quería que yo leyera ahora, este día. Quería que tú... Olvídalo. Ahora me parece tan tonto. —Me esforcé en parecer que me sentía perfectamente bien.
—Tengo que cortar —me dijo Lucy.
—¿Me llamarás más tarde?
—Sí —contestó con el mismo tono de irritación.
—¿Con quién estás? —Estiré un poco la conversación porque necesitaba oír su voz, y porque no quería cortar con el eco de su repentina frialdad en el oído.
—Con mi compañera —respondió.
—Salúdala por mí.
—Te manda saludos —le dijo Lucy a Jo, su compañera, que trabajaba en la DEA.
Ambas trabajaban en un escuadrón vinculado al Área de Tráfico de Drogas de Alta Intensidad o ATDAI, que había preparado una serie de difíciles tareas de infiltración en casas donde se sospechaba actividad. La relación de Jo y Lucy era también de tipo más personal, pero las dos eran muy discretas en ese sentido. Yo no estaba segura de si en la ATF o la DEA estaban siquiera enterados.
—Más tarde —me despidió Lucy y cortó la comunicación.
2
Hacía tanto tiempo que el capitán de policía de Richmond Pete Marino y yo nos conocíamos que a veces cada uno tenía la sensación de estar dentro de la cabeza del otro. Así que no me sorprendió en absoluto que me llamara antes de que yo tuviera tiempo de tratar de localizarlo.
—Te noto ronca. ¿Estás resfriada?
—No —respondí—. Me alegra que llamaras, porque estaba por llamarte.
—¿Ah, sí?
Me di cuenta de que estaba fumando, en su camioneta o en el patrullero policial. Los dos vehículos tenían radiotransmisores y scanners que en ese momento hacían bastante barullo.
—¿Dónde estás? —le pregunté.
—Haciendo una recorrida y atento al scanner —contestó él, como si tuviera la capota baja y disfrutara de un día espléndido—. Y contando las horas que faltan para que me jubile. ¿No es maravillosa la vida? Sólo me falta el pájaro azul de la felicidad.
Su sarcasmo era tan filoso que podría haber cortado papel.
—¿Qué demonios te pasa? —pregunté.
—Supongo que estás enterada de la fruta bien madura que acaban de encontrar en el puerto de Richmond —respondió—. Me dicen que hay gente vomitando por todas partes. Me alegra que no sea problema mío.
Sentí que mi mente no funcionaba. No tenía idea de a qué se refería. Oí la señal de que había alguien más en línea. Me pasé el teléfono inalámbrico al otro oído mientras iba a mi estudio y me sentaba frente al escritorio.
—¿De qué hablas? —le pregunté—. Marino, aguarda un momento —dije al oír de nuevo la señal de llamada—. Déjame averiguar quién me llama. No cortes —le pedí y apreté una tecla—. Scarpetta.
—Soy Jack —dijo Jack Fielding, mi subjefe—. En el puerto de Richmond encontraron un cuerpo dentro de un contenedor de carga. Está en avanzado estado de descomposición.
—Entonces a eso se refería Marino —dije.
—Por la voz, parece que se está engripando. Creo que yo también. Y Chuck avisó que llegaría tarde porque no se siente demasiado bien. Al menos eso es lo que dice.
—¿Ese contenedor acaba de llegar en un barco? —lo interrumpí.
—Sí, el Sirius. Una situación bastante extraña, por cierto. ¿Cómo quiere que la maneje?
Comencé a garabatear notas en el anotador telefónico, con una letra más ilegible que de costumbre y mi sistema nervioso central hecho pedazos.
—Voy para allá —dije sin vacilar mientras las palabras de Benton seguían pulsando en mi mente.
Una vez más comenzaba a correr de aquí para allá. Esta vez, quizás a mayor velocidad aún.
—No tiene que hacerlo, doctora Scarpetta —dijo Fielding, como si de pronto estuviera a cargo de la situación—. Iré yo. Se supone que usted tiene el día libre.
—¿Con quién tengo que ponerme en contacto cuando llegue allá? —pregunté. No quería que él empezara con sus sermones.
Hacía meses que Fielding me rogaba que me tomara un descanso, que fuera a alguna parte durante una o dos semanas o pensara incluso en tomarme un año sabático. Yo estaba harta de que la gente me espiara con expresión preocupada. Me enfurecía que se insinuara que la muerte de Benton estaba afectando mi desempeño en el trabajo, que yo había comenzado a aislarme de mi equipo y de otras personas y que parecía agotada y trastornada.
—La detective Anderson fue la que nos lo notificó. Ella está en la escena del crimen —aclaró Fielding.
—¿Quién?
—Debe de ser nueva. Realmente, doctora Scarpetta, yo puedo manejar esto. ¿Por qué no se toma un descanso? Quédese en casa.
De pronto recordé que también tenía a Marino en línea. Volví a comunicarme con él para decirle que lo llamaría tan pronto terminara con la otra comunicación. Pero él ya había colgado.
—Dime cómo llegar allá —le dije a mi subjefe.
—Supongo que entonces no va seguir mi consejo.
—Desde mi casa voy por la Autopista del Centro, ¿después, qué?
Me dio las indicaciones necesarias. Corté la comunicación y corrí hacia mí dormitorio, con la carta de Benton todavía en la mano. No se me ocurría dónde guardarla. No podía dejarla sencillamente en un cajón o en el archivo. No quería perderla ni que la casera la encontrara, y tampoco ponerla en un lugar en la que podía toparme con ella sin darme cuenta y tener otro bajón. Los pensamientos giraron salvajemente por mi mente, mi corazón aceleró sus latidos y la adrenalina gritó desde mi sangre cuando observé ese sobre color crema, esa única palabra «Kay» escrita con la caligrafía sencilla y cuidadosa de Benton.
Al fin, mis ojos enfocaron la pequeña caja fuerte a prueba de incendios amurada al piso de mi ropero y traté de recordar dónde había escrito la combinación.
—Me estoy volviendo loca —exclamé en voz alta.
La combinación estaba donde siempre la guardaba, entre las páginas 670 y 671 de la séptima edición de La medicina tropical del cazador. Guardé la carta en la caja fuerte, entré en el baño y me salpiqué varias veces la cara con agua fría. Llamé a Rose, mi secretaria, y le dije que hiciera los arreglos necesarios para que un servicio de traslado de cadáveres se reuniera conmigo en el puerto de Richmond en aproximadamente una hora y media.
—Diles que el cuerpo se encuentra en muy mal estado —le recalqué.
—¿Cómo hará usted para llegar allá? —preguntó Rose—. Le diría que viniera primero aquí y fuera en el Suburban, pero Chuck se lo llevó para que le hicieran un cambio de aceite.
—Creí que se sentía mal.
—Vino hace quince minutos y se fue con el Suburban.
—Muy bien, tendré que usar mi propio coche. Rose, necesitaré la Luma-Lite y un cable prolongador de treinta metros. Que alguien me los lleve a la playa de estacionamiento. Te llamaré cuando esté cerca.
—Debo informarle que Jean está muy alborotada.
—¿Cuál es el problema? —pregunté sorprendida.
Jean Adams era la administradora de la oficina y rara vez demostraba alguna emoción y mucho menos se enfurecía.
—Al parecer, desapareció todo el dinero para el café. Ya sabe que ésta no es la primera vez que sucede...
—¡Maldición! —dije—. ¿Dónde lo guardaba?
—En el cajón cerrado con llave de su escritorio, como siempre. Parece que la cerradura no fue forzada ni nada por el estilo, pero esta mañana, cuando abrió el cajón, no había ni rastros del dinero. Ciento once dólares con treinta y cinco centavos.
—Esto tiene que terminar —aseguré.
—No sé si está enterada de las últimas novedades —prosiguió Rose—. Los almuerzos han empezado a desaparecer del salón de descanso. La semana pasada, Cleta accidentalmente olvidó su teléfono celular sobre su escritorio durante toda la noche y a la mañana siguiente ya no estaba. Lo mismo le pasó al doctor Riley. Dejó una lapicera costosa en el bolsillo de su guardapolvo y, a la mañana siguiente, había desaparecido.
—¿El equipo de limpieza que trabaja después de horas?
—Tal vez —respondió Rose—. Pero le digo una cosa, doctora Scarpetta, y conste que no es mi intención acusar a nadie, creo que es obra de alguien de adentro.
—Tienes razón. No debemos acusar a nadie. ¿No tienes hoy ninguna buena noticia?
—No hasta el momento —contestó Rose.
Rose trabajaba conmigo desde que me nombraron jefa de médicos forenses, lo cual significaba que me había organizado la vida durante la mayor parte de mi carrera. Tenía la notable habilidad de saber virtualmente todo lo que pasaba alrededor de ella, pero sin involucrarse. Mi secretaria permanecía siempre incontaminada y, aunque el resto de mi equipo le tenía un poco de miedo, era la primera a la que acudían cuando se presentaba algún problema.
—Cuídese mucho, doctora Scarpetta —continuó—. Su voz no me gusta nada. ¿Por qué, por una vez, no deja que Jack vaya a la escena del crimen y usted se queda en su casa?
—Llevaré mi auto —dije, mientras una oleada de tristeza me embargaba y se me notaba en la voz.
Rose lo advirtió, pero no dijo nada. La oí hojear una serie de papeles que había sobre su escritorio. Yo sabía que, de alguna manera, ella quería consolarme pero que yo nunca se lo permitía.
—Bueno, procure cambiarse antes de volver a meterse en el auto —me recomendó por último.
—¿Cambiar qué?
—Cambiarse de ropa, antes de meterse de nuevo en su auto —dijo, como si fuera la primera vez que yo tenía que vérmelas con un cadáver en descomposición.
—Gracias, Rose —dije.
3
Activé la alarma contra ladrones, cerré con llave la puerta de la casa y encendí la luz en el garaje, donde abrí un amplio armario de cedro con orificios de ventilación arriba y abajo. Adentro había botas resistentes, altas e impermeables, guantes gruesos de cuero y un chaquetón con un revestimiento impermeable especial que me recordaba la cera.
Allí yo guardaba medias, ropa interior larga, overoles y otros artículos que jamás verían el interior de mi casa. Después de ser usados, siempre terminaban en un piletón de acero inoxidable tamaño industrial y en una lavadora y secadora nada adecuadas para mi ropa normal.
Arrojé en el baúl del auto un overol, un par de zapatillas Reebok de cuero negro y una gorra de béisbol con la inscripción Oficina de la Jefa de Médicos Forenses u OJMF. Revisé mi amplio maletín de aluminio para las escenas del crimen para asegurarme de que tuviera suficientes guantes de látex, bolsas de residuos gruesas, sábanas descartables, cámara y película. Emprendí el camino en el coche con tristeza en el corazón mientras las palabras de Benton seguían flotando en mi mente. Traté de bloquear su voz, sus ojos, su sonrisa y el roce de su piel. Quería olvidarlo y, más que nada, no hacerlo.
Encendí la radio y avancé por la Autopista del Centro hacia la I-95, y vi que la línea de edificación de Richmond refulgía al sol. Reducía la marcha cerca de la cabina de peaje de Lombardy Plaza cuando sonó la campanilla del teléfono del auto. Era Marino.
—Pensé que debía avisarte que me daré una vuelta por allá —le informó.
Una bocina sonó con estrépito cuando cambié de carril y casi rocé un Toyota plateado. El conductor me pasó y se puso a gritar obscenidades que no alcancé a oír.
—Vete al diablo —le grité cuando se alejaba.
—¿Qué? —saltó Marino.
—Le hablaba a un maldito conductor idiota.
—Ah, bueno. ¿Alguna vez oíste hablar de la furia de los conductores en las rutas, Doc?
—Sí, y me ha atacado.
Tomé la salida de la calle Nueve, enfilé hacia mi oficina y le avisé a Rose que llegaría en dos minutos. Cuando entré en el estacionamiento, Fielding me esperaba con el estuche rígido y el cable prolongador.
—Supongo que el Suburban todavía no volvió —dije.
—Así es —contestó él mientras cargaba el equipo en el baúl de mi auto—. Se armará todo un revuelo cuando se aparezca allá en este auto. Ya me imagino cómo mirarán todos esos estibadores a una mujer rubia y bonita en su Mercedes negro. Tal vez sería mejor que le prestara mi auto.
Mi atlético subjefe acababa de divorciarse y lo celebró cambiando su Mustang por un Corvette rojo.
—En realidad, es una buena idea —dije secamente—. Siempre que no le importe, y que sea un V-8.
—Sí, sí. Ya la oí. Llámeme si me necesita. Ya conoce el camino, ¿verdad que sí?
—Sí, lo conozco.
Sus indicaciones me llevaron al sur y casi estaba en Petersburg cuando doblé y pasé frente a la parte de atrás de la planta de Philip Morris y sobre las vías del tren. El camino angosto me llevó a través de un baldío lleno de yuyos y árboles que terminaba abruptamente en una garita. Tuve la sensación de estar cruzando la frontera hacia un país nada cordial. Más allá había un playón de ferrocarril y cientos de contenedores color naranja del tamaño de un furgón de carga apilados de a tres o cuatro. Un guardia que se tomaba muy en serio su trabajo salió de la garita. Yo bajé la ventanilla del auto.
—¿En qué puedo servirla, señora? —preguntó con tono militar.
—Soy la doctora Kay Scarpetta —contesté.
—¿Y se puede saber a quién viene a ver?
—Estoy aquí porque ha habido una muerte —le expliqué—. Soy la médica forense.
Le mostré mis credenciales. Él las tomó y las estudió con mucha atención. Me pareció que no tenía la menor idea de lo que era un médico forense, pero que no estaba dispuesto a preguntarlo.
—De modo que usted es el jefe —dijo y me devolvió la gastada billetera de cuero negro—. ¿Jefe de qué?
—Soy la jefa de médicos forenses de Virginia —respondí—. La policía me está esperando.
Entró en la garita y tomó el teléfono mientras mi impaciencia aumentaba. Cada vez que yo tenía que entrar en un sector restringido, pasaba por lo mismo. Solía pensar que se debía al hecho de que era mujer, y hace años tal vez esto habría sido así, al menos por un tiempo. Ahora creía que la explicación radicaba en las amenazas del terrorismo, el crimen y los juicios. El guardia realizó una descripción de mi auto y anotó el número de la patente. Me dio una tablilla con sujetador para que firmara y me entregó un pase de visitante, que no me puse.
—¿Ve aquel pino que está allá? —dijo y señaló en una dirección.
—Lo que veo son bastantes pinos.
—Me refiero al más chico y torcido. Allí doble a la izquierda y siga en dirección al agua, señora —indicó—. Que tenga un buen día.
Yo seguí, pasé frente a enormes neumáticos apilados aquí y allá y varios edificios de ladrillo rojo con carteles al frente que los identificaban como Servicio de Aduanas de los Estados Unidos y Terminal de la Marina Federal. En sí mismo, el puerto era una serie de hileras de enormes galpones con contenedores color anaranjado alineados junto a dársenas de carga como animales que se alimentan en comederos. Amarrados en el río James, cerca del muelle, había dos barcos de carga con contenedores, el Euroclip y el Sirius, cada uno medía casi el doble que una cancha de fútbol. Había grúas altísimas ubicadas sobre enormes escotillas abiertas del tamaño de piletas de natación.
Cintas plásticas amarillas —de las usadas para rodear la escena del crimen— sujetas a conos de tránsito, rodeaban un contenedor montado sobre un chasis. No había nadie cerca. De hecho, no vi señales de policías salvo por un Caprice azul sin marcas estacionado al borde de la explanada del muelle, cuyo conductor, ubicado detrás del volante, al parecer hablaba por la ventanilla con un hombre de camisa blanca y corbata. El trabajo había terminado. Los estibadores, con cascos y chalecos fluorescentes, se veían aburridos mientras bebían gaseosas o agua mineral o fumaban.
Marqué el número de mi oficina y contestó Fielding.
—¿Cuándo nos notificaron de la existencia de este cuerpo? —le pregunté.
—Un momento. Lo verificaré en la hoja de registro. —Se oyó ruido a papel—.Exactamente a las diez y cincuenta y tres.
—¿Y cuándo fue encontrado?
—Bueno, Anderson no lo sabía.
—¿Cómo demonios no sabía una cosa así?
—Ya le dije, creo que es nueva.
—Fielding, aquí no hay ningún policía a la vista excepto ella, o al menos supongo que ésa es ella. ¿Qué fue exactamente lo que le dijo cuando lo llamó por este caso?
—Que el individuo ya estaba muerto al llegar, en estado de descomposición, y me pidió que usted fuera a la escena.
—¿Pidió específicamente por mí? —pregunté.
—Bueno, sí. Usted siempre es la primera elección de todos. Eso no es nada nuevo. Pero ella dijo que Marino le recomendó que la hiciera ir a la escena.
—¿Marino? —pregunté sorprendida—. ¿Él le dijo que pidiera por mí?
—Sí, y confieso que me pareció bastante valiente de su parte.
Recordé que Marino me había dicho que se daría una vuelta por la escena del crimen, y me enojé todavía más. ¿Hace que una novata prácticamente me dé una orden y después se aparece para ver cómo andan las cosas?
—Fielding, ¿cuándo fue la última vez que habló con Marino? —pregunté.
—Hace semanas. Y debo decir que él no estaba de muy buen humor.
—Yo estaré mucho más furiosa cuando él finalmente decida presentarse aquí —prometí.
Los estibadores me observaron cuando bajé del auto y abrí el baúl. Tomé mi maletín con cosas para la escena, el overol y las zapatillas, y sentí que los ojos me escrutaban cuando caminé hacia el automóvil sin marcas y mi furia aumentaba con cada paso, mientras el pesado maletín me golpeaba una pierna.
El hombre de camisa y corbata parecía acalorado y nada contento cuando se protegió los ojos para mirar hacia donde dos nuevos helicópteros con equipos de televisión sobrevolaban lentamente el puerto a unos ciento veinte metros de altura.
—Malditos reporteros —murmuró y me miró.
—Busco a la persona que está a cargo de este crimen —dije.
—Soy yo. —Escuché una voz de mujer desde el interior del Caprice.
Me agaché y por la ventanilla miré a la mujer joven sentada al volante. Estaba muy bronceada, llevaba el pelo corto y peinado hacia atrás como si estuviera engominado, y tenía nariz y mandíbulas fuertes. Su mirada era dura y vestía jeans desteñidos, botas de cuero negro acordonadas hasta arriba y camiseta blanca. Usaba su arma contra la cadera y su placa policial colgaba de una cadena al cuello. El aire acondicionado estaba al máximo y música de rock suave brotaba de la radio por encima de la conversación policial del scanner.
—Supongo que usted es la detective Anderson —dije.
—René Anderson. La única. Y usted debe de ser la forense de quien tanto he oído hablar —dijo con una arrogancia que yo asociaba con personas que, en su gran mayoría, ni siquiera sabían qué demonios estaban haciendo.
—Y yo soy Joe Shaw, el director del puerto —se presentó el hombre—. Usted debe de ser la persona sobre la que acaban de hablarme los de seguridad.
Tenía más o menos mi edad, pelo rubio, ojos azules y piel surcada por arrugas por muchos años de demasiado sol. Por la expresión de su cara me di cuenta de que detestaba a Anderson y a todo lo que tuviera que ver con ese día.
—¿Tiene algo que decirme que pueda servirme de ayuda antes de que ponga manos a la obra? —le pregunté a Anderson por entre el estruendo de las palas de helicópteros y el viento arrasador que provocaban—. Por ejemplo, ¿por qué no hay aquí policías que vigilen la escena?
—No hacen falta —contestó Anderson, abrió la puerta y la empujó con una rodilla—. No es que cualquiera puede entrar aquí como si fuera su casa, como usted misma comprobó cuando lo intentó.
Apoyé el maletín de aluminio en el suelo. Anderson rodeó el auto y se me acercó, y me sorprendió lo diminuta que era.
—No es mucho lo que puedo decirle —agregó—. Lo que usted ve es lo que tenemos. Un contenedor con algo que huele muy mal adentro.
—No, hay mucho más que usted puede decirme, detective Anderson —repliqué—. ¿Cómo se descubrió el cuerpo y a qué hora fue? ¿Usted lo ha visto? ¿Alguien más se ha acercado a él? ¿La escena ha quedado contaminada de alguna manera? Y más vale que la respuesta a esta última pregunta sea no, porque de lo contrario la haré responsable de ello.
Se echó a reír. Yo empecé a ponerme el overol sobre la ropa.
—Nadie se ha acercado siquiera —respondió—. No hubo voluntarios para esto.
—No hace falta meterse en el contenedor para saber qué hay adentro —agregó Shaw.
Me puse las Reebok negras y la gorra de béisbol. Anderson tenía la vista fija en mi Mercedes.
—Creo que me convendría más trabajar para el Estado —acotó.
Yo la miré de arriba abajo.
—Le sugiero que se cubra si piensa entrar allí —le aconsejé.
—Tengo que hacer un par de llamados —dijo y se alejó.
—No es mi intención decirle a la gente cómo realizar su trabajo —me aclaró Shaw—, pero ¿qué demonios está pasando? ¿Tenemos allí un cadáver y la policía manda a una inservible como ésa?
Tenía las mandíbulas apretadas, la cara roja y sudaba a más no poder.
—¿Sabe?, en este trabajo, no se gana ni un centavo a menos que las cosas se muevan —prosiguió—. Y aquí, hace más de dos horas y media que todo está inmóvil.
Me di cuenta de que se esforzaba mucho por no proferir una serie de palabrotas.
—No es que no lamente la muerte de una persona —continuó—, pero sí me gustaría que ustedes hicieran lo suyo y se fueran de aquí. —Volvió a mirar hacia el cielo—. Y eso incluye a los periodistas.
—Señor Shaw, ¿qué venía dentro de ese contenedor? —le pregunté.
—Equipo fotográfico alemán. Es importante que usted sepa que los sellos que había sobre la cerradura del contenedor estaban intactos. De modo que todo parece indicar que nadie metió mano en el cargamento.
—¿Esos sellos fueron puestos por el que envió este embarque?
—Así es.
—Lo que significa que lo más probable es que el cuerpo, con o sin vida, estuviera ya dentro del contenedor cuando le colocaron los sellos —dije.
—Eso parece. El número coincide con el que figura en el registro del agente aduanero, algo nada fuera de lo común. De hecho, este cargamento ya pasó sin problemas por la aduana. Fue hace cinco días —me dijo Shaw—. Razón por la cual se lo cargó directamente sobre un chasis. Entonces comenzamos a percibir el hedor y ya no fue posible que saliera de aquí.
Paseé la vista por el lugar para captar bien toda de la escena. Una suave brisa hacía que pesadas cadenas golpearan contra las grúas que habían estado descargando vigas de acero del Euroclip, de a tres a la vez, antes que toda actividad cesara en el puerto. Los elevadores de carga y los camiones con remolque plano habían sido abandonados. Los estibadores y los hombres de la tripulación no tenían nada que hacer y nos observaban desde el asfalto.
Algunos miraban desde la proa de sus barcos y a través de las ventanas de las casetas sobre cubierta. El calor ascendía desde el asfalto cubierto con manchas de aceite, en el que había diseminados armazones, separadores y correas de madera, y un tren matraqueó con estruendo metálico en un cruce más allá de los galpones. El olor a creosota era muy intenso pero no lograba tapar el hedor a carne humana en descomposición que flotaba en el aire como humo.
—¿De dónde zarpó el barco? —le pregunté a Shaw y en ese momento vi que un auto policial estacionaba junto a mi Mercedes.
—De Antwerp, Bélgica, hace dos semanas —contestó mientras miraba el Sirius y el Euroclip—. Son barcos de bandera extranjera, como todos los que solemos recibir. Las únicas banderas norteamericanas que vemos son las que alguno iza a modo de cortesía —agregó con un dejo de decepción.
Un hombre se encontraba de pie junto a la barandilla de estribor del Euroclip y nos observaba con binoculares. Me pareció raro que vistiera pantalones largos y camisa de mangas largas a pesar del calor que hacía.
Shaw entrecerró los ojos.
—Maldición, qué fuerte está el sol.
—¿Qué me puede decir de polizones? —pregunté—. Aunque confieso que me parece imposible que alguien decida esconderse dentro de un contenedor cerrado con llave, durante dos semanas en alta mar.
—Que yo sepa, no pasó nunca. Además, no solemos ser el primer puerto de escaña. Sí lo es Chester, Pennsylvania. La mayoría de nuestros barcos se dirigen de Antwerp a Chester y después a aquí, y después de vuelta a Antwerp. Lo más probable es que un polizón baje en Chester en lugar de esperar a llegar a Richmond.
Con incredulidad vi que Pete Marino bajaba del patrullero que acababa de estacionar junto a mi automóvil.
—El año pasado, alrededor de ciento veinte barcos de navegación oceánica pasaron por este puerto —decía Shaw.
Marino era detective desde que yo lo conocía, y nunca antes lo había visto de uniforme.
—Si yo tratara de viajar como polizón o fuera un extranjero ilegal, creo que preferiría terminar en un puerto realmente grande como Miami o Los Ángeles, donde me fuera posible perderme en el gentío.
Anderson se acercó a nosotros mascando chicle.
—Lo cierto es que nunca rompemos el sello ni abrimos los contenedores a menos que sospechemos algo ilegal, drogas o cargamento no declarado —continuó Shaw—. Cada tanto preseleccionamos un barco para realizar un registro minucioso a fin de fomentar la honestidad en la gente.
—Me alegra no tener que vestirme más así —le comentó Anderson a Marino cuando él se acercaba a nosotros con actitud petulante y pugilística, que era la que siempre adoptaba cuando se sentía inseguro y de pésimo humor.
—¿Por qué está Marino de uniforme? —le pregunté a ella.
—Porque lo reasignaron.
—Eso es obvio.
—Hubo muchos cambios en el departamento desde que la subjefa Bray llegó aquí —aclaró Anderson, como si ese hecho la hiciera sentirse orgullosa.
Me costaba entender por qué alguien podía obligar a una persona tan valiosa a volver a usar uniforme. Me pregunté cuánto tiempo haría que eso había sucedido. Me dolió que Marino no me lo hubiera contado y me avergonzó que yo no lo hubiera averiguado. Habían pasado semanas, quizás un mes, desde la última vez que lo había invitado a pasar por mi oficina a tomar un café o a cenar a casa.
—¿Qué está pasando aquí? —fue su manera ruda de saludar.
Ni siquiera miró a Anderson.
—Soy Joe Shaw. ¿Cómo le va?
—Como la mierda —respondió Marino con bronca—. Anderson, ¿decidió trabajar en esto por su cuenta? ¿O fue sólo que los demás policías no quisieron tener nada que ver con usted?
Ella lo fulminó con la mirada, se sacó la goma de mascar de la boca y la arrojó como si hubiera perdido su sabor.
—¿O es que olvidó invitar a los demás a esta pequeña fiesta suya? —continuó—. ¡Por Dios! —Estaba furioso.
Marino parecía casi estrangulado por una camisa blanca de mangas cortas abotonada hasta el cuello y una corbata sujeta con broches. Su abdomen prominente luchaba con los pantalones del uniforme color azul oscuro y un cinturón grueso de cuero que sujetaba su pistola Sig-Sauer de nueve milímetros, un par de esposas, cargadores adicionales, pulverizador con pimienta y el resto de los arreos policiales. Tenía la cara congestionada, sudaba la gota gorda y un par de anteojos para sol le ocultaban los ojos.
—Tú y yo tenemos que hablar —le dije.
Traté de llevarlo a un lado, pero él no se movió. Sacó un Malboro del paquete que siempre llevaba consigo.
—¿Te gusta mi nuevo atuendo? —me dijo con tono irónico—. La subjefa Bray pensó que necesitaba ropa nueva.
—Marino, nadie lo necesita aquí —le dijo Anderson—. De hecho, sería mejor que nadie se enterara siquiera de que se le ocurrió venir.
—Para usted soy el «capitán» Marino. —Se lo dijo entre bocanadas de humo—. Y le prevengo que más le vale cuidar su lenguaje porque yo tengo un grado más alto que usted, querida.
Shaw observó ese grosero intercambio de palabras sin decir nada.
—Me parece que ya no llamamos «querida» a las agentes femeninas —acotó Anderson.
—Hay un cadáver del que debo ocuparme —dije.
—Para llegar allí debemos atravesar el galpón del depósito —me explicó Shaw.
—Hagámoslo —dije.
Nos condujo a Marino y a mí hacia la puerta de un galpón que daba al río. Adentro había un enorme espacio apenas iluminado, casi sin aire, en el que predominaba el olor a tabaco. Miles de fardos estaban envueltos en arpillera y apilados sobre tarimas de madera, y había toneladas de materiales que yo tenía entendido se usaban en el procesamiento de acero, y partes de máquinas con destino a Trinidad, de acuerdo con los rótulos que llevaban los cajones.
Un poco más al fondo, el contenedor había sido colocado sobre una dársena de carga. Cuanto más nos acercábamos, más intenso era el olor. Nos detuvimos frente a la cinta plástica amarilla para las escenas del crimen que rodeaba la puerta del contenedor. El hedor era intenso y cálido, como si hubiera reemplazado cada molécula de oxígeno, y ordené a mis sentidos que no sentaran opinión. Habían empezado a juntarse allí moscas, y su zumbido me recordó el de un avión de juguete operado a control remoto.
—¿Las moscas estaban aquí la primera vez que se abrió el contenedor? —le pregunté a Shaw.
—Creo que había, sí, pero no tantas —respondió.
—¿Hasta dónde se acercó usted? —le pregunté en el momento en que Marino y Anderson se ponían a la par con nosotros.
—Me acerqué lo suficiente —dijo Shaw.
—¿Nadie entró en el contenedor? —Quería estar segura.
—Eso se lo garantizo, señora. —Ese olor nauseabundo comenzaba a llegar hasta él.
Marino parecía imperturbable. Sacó otro cigarrillo y farfulló algo mientras accionaba el encendedor.
—Bueno, Anderson —dijo—. Supongo que no se puede tratar de ganado, puesto que usted no miró. Demonios, a lo mejor es un perro grande que por accidente quedó allí encerrado. Seguramente sería un pecado arrastrar aquí a la Doc y atraer a los medios periodísticos y descubrir después que lo que se pudrió allí no es más que un perro del muelle.
Él y yo sabíamos que no había en el contenedor ningún perro ni chancho ni caballo ni ningún otro animal. Abrí mi maletín mientras Marino y Anderson seguían censurándose mutuamente. Dejé caer adentro la llave del auto y saqué varios guantes de goma y un barbijo quirúrgico. Le coloqué un flash a mi Nikon de treinta y cinco milímetros y también una lente de veintiocho milímetros. Le cargué película de cuatrocientos ASA para que las copias no tuvieran demasiado grano y me cubrí los zapatos con botas esterilizadas.
—Es como cuando percibimos mal olor procedente de una casa cerrada a mediados de julio. Miramos por una ventana. Violamos la cerradura si es necesario. Nos aseguramos de que hay allí un ser humano antes de llamar al forense —continuó Marino instruyendo a su nueva protegida.
Me agaché, pasé por debajo de la cinta plástica y entré en ese contenedor en tinieblas, y fue un alivio para mí descubrir que sólo estaba lleno hasta la mitad con cajas de cartón blanco prolijamente apiladas, que me dejaban suficiente espacio para moverme. Seguí el haz de luz de mi linterna, con el que barrí el interior de un lado al otro.
Cerca del fondo, iluminó una fila de cajas empapadas con el fluido rojizo que se filtra de la nariz y la boca de un cuerpo en descomposición. Mi luz descubrió zapatos y la parte de abajo de las piernas, y de pronto una cara hinchada y barbada brotó de la oscuridad. Unos ojos lechosos y saltones me miraron fijo, y una lengua tan hinchada que asomaba por la boca daba la impresión de que ese hombre muerto se estuviera burlando de mí. Mis zapatillas cubiertas con fundas hacían ruidos pegajosos por donde pisara.
El cuerpo estaba totalmente vestido y apoyado en un rincón y las paredes metálicas del contenedor lo sostenían desde los dos lados. Las piernas se encontraban extendidas hacia adelante, las manos sobre las rodillas, debajo de una caja que al parecer se había caído. La aparté y busqué lesiones de defensa o abrasiones y uñas rotas que podrían sugerir que había tratado de abrirse paso hacia afuera. No vi sangre en su ropa, ninguna señal de heridas evidentes o indicios de que hubiera tenido lugar una lucha. Busqué también comida o agua, y provisiones u orificios practicados en las paredes del contenedor para ventilación, pero no encontré nada.
Avancé entre las hileras de cajas y me puse en cuclillas para iluminar el piso metálico y comprobar si había marcas de pisadas. Desde luego, estaban por todas partes. Me fui moviendo centímetro a centímetro y sentí que mis rodillas estaban a punto de ceder. Encontré un cesto de papeles, de plástico, vacío. Después, dos monedas plateadas. Me agaché hacia ellas. Una era un marco alemán. No reconocí la otra y no toqué nada.
Marino parecía estar a kilómetros de distancia, de pie junto a la abertura del contenedor.
—La llave de mi auto está en mi maletín —le grité por entre el barbijo.
—¿Cómo dices? —preguntó y espió hacia adentro.
—¿Podrías traerme la Luma-Lite? Necesito el accesorio con fibra óptica y el cable prolongador. Tal vez el señor Shaw pueda ayudarte a encontrar dónde enchufarlo. Tiene que ser una toma con cable a tierra, de 15 vatios de corriente alterna.
—Me encanta cuando dices cosas obscenas —dijo.
4
La Luma-Lite es una fuente alternativa de luz con un tubo de arco de alta intensidad que emite quince vatios de energía lumínica a 450 nanómetros, con un ancho de banda de veinte nanómetros. Puede detectar fluidos corporales tales como sangre o semen, así como poner de manifiesto drogas, huellas dactilares, micropruebas y sorpresas inesperadas no visibles a simple vista.
Shaw encontró un tomacorriente en el galpón y yo cubrí las patas de aluminio de la Luma-Lite con fundas plásticas descartables para estar segura de que nada de una escena previa se transfiriera a ésta. La fuente alternativa de luz se parecía mucho a un proyector doméstico de diapositivas; la instalé dentro del contenedor, sobre una caja, y encendí durante un minuto el ventilador antes de accionar la llave de luz.
Mientras aguardaba a que la lámpara alcanzara su máxima potencia de salida, Marino se apareció con los anteojos con cristales color ámbar para proteger nuestros ojos de esa fuerte luz. Cada vez había más moscas que se estrellaban contra nosotros como si estuvieran borrachas y zumbaban con fuerza en nuestros oídos.
—Maldición, ¡cómo odio esas porquerías! —se quejó Marino mientras sudaba profusamente.
Vi que no tenía puesto un overol, sólo guantes y fundas para los zapatos.
—¿Vas a volver así a tu casa en un auto cerrado? —le pregunté.
—Tengo otro uniforme en el baúl del auto. Por si se me vuelca algo encima o lo que sea.
—Por si tú te vuelcas algo encima o lo que sea —lo corregí y miré mi reloj—. Tenemos un minuto más.
—¿Viste cómo Anderson se hizo humo? Supe que lo haría en cuanto me enteré de esto. Pero no imaginé que habría otra persona aquí. Mierda, algo raro está sucediendo.
—¿Puedes explicarme cómo hizo para convertirse en detective de homicidios?
—Ella le chupa las medias a Bray. Oí decir que hasta le hace mandados, lleva su nuevo y elegante automóvil al lavadero, y lo más probable es que también le afile los lápices y le lustre los zapatos.
—Estamos listos —dije.
Comencé a escanear con un filtro de 450 nanómetros capaz de detectar una amplia variedad de residuos y manchas. A través de nuestros anteojos tonalizados, el interior del contenedor se transformó en un espacio sideral negro e impenetrable repleto de formas que emitían una luz fluorescente blanca y amarilla en distintos tonos e intensidades según donde enfocara la lente. La luz azul proyectada ponía en evidencia pelos en el piso y fibras por todas partes, tal como cabía esperarse en un sector de alto tránsito utilizado para almacenar cargamentos manipulados por muchas personas. Las cajas de cartón blanco refulgían con una suave tonalidad como la luna.
Moví la Luma-Lite un poco más hacia el interior del contenedor. El cadáver era una forma oscura abatida sentada en un rincón.
—Si murió de muerte natural —conjeturó Marino—, entonces, ¿por qué está sentado en esa posición, con las manos sobre las rodillas, como si estuviera en una iglesia o algo por el estilo?
—Si murió de asfixia, de deshidratación o por estar expuesto a alguna sustancia, podría haber muerto así sentado.
—Pues a mí me parece muy extraño.
—Sólo digo que es posible. Este lugar se está haciendo irrespirable. ¿Puedes alcanzarme las fibras ópticas, por favor?
Él tropezó con una serie de cajas al avanzar hacia donde yo estaba.
—Tal vez te convendría sacarte los anteojos hasta que llegues aquí —le sugerí, porque con ellos era imposible ver nada salvo la luz de alta energía, que por el momento no estaba en el campo visual de Marino.
—De ninguna manera —dijo—. He oído decir que basta con mirar esa luz un segundo y, zácate. Cataratas, cáncer, lo que sea.
—Para no mencionar convertirse en una piedra.
—¿Cómo?
—¡Marino! ¡Cuidado!
Se me vino encima y yo no estaba segura de lo que había sucedido después, sólo que de pronto las cajas comenzaron a caer sobre mí y que Marino casi me derribó en su caída.
—¿Marino? —Me sentía desorientada y asustada—. ¡Marino!
Apagué la Luma-Lite y me saqué los anteojos para poder ver.
—¡Maldita cosa de porquería! —gritó como si acabara de ser mordido por una serpiente.
Estaba tirado de espaldas sobre el piso, y empujaba y pateaba cajas para sacárselas de encima. El balde de plástico voló por el aire. Yo me agaché hacia él.
—Quédate quieto —le ordené con firmeza—. No te pongas a lanzar golpes a tontas y a locas hasta que estemos seguros de que te encuentras bien.
—¡Dios! ¡Mierda! ¡Toda esta mierda me cayó encima! —gritó, muerto de pánico.
—¿Te duele algo?
—Dios, creo que voy a vomitar. Dios mío, Dios mío.
Se puso de pie enseguida y apartó cajas de su camino mientras se tambaleaba hacia la abertura del contenedor. Lo oí vomitar. Gimió y vomitó una vez más.
—Con eso deberías sentirte mejor —dije.
Se rasgó la camisa blanca hasta abrirla y jadeó cuando trató de sacar los brazos de las mangas. Quedó en camiseta, hizo un bollo con lo que quedaba de la camisa de su uniforme y lo arrojó por la puerta.
—¿Qué pasará si el tipo tenía sida? —La voz de Marino sonó como una campanada a medianoche.
—No te contagiarás de sida de este individuo —dije.
—¡Mierda! —Volvió a tener arcadas.
—Yo puedo terminar con todo aquí adentro, Marino —dije.
—Sólo dame un minuto.
—¿Por qué no te vas a dar una ducha?
—Esto es algo que no se le puede contar a nadie —dijo, y supe que pensaba en Anderson.
—Apuesto a que sí.
—¿El servicio de traslado de cadáveres no llegó todavía? —le pregunté.
—¡Dios Santo! —Escupió y tuvo más arcadas.
Frotó con fuerza el radiotransmisor contra la parte de adelante de los pantalones, tosió, logró formar un esputo desde el fondo de la garganta y lo lanzó al aire.
—Unidad nueve —dijo, con el transmisor a unos treinta centímetros de la cara.
—Unidad nueve.
La despachadora era una mujer. Detecté calidez en su voz y eso me sorprendió. Nuestros despachadores y los del 911 siempre conservaban la calma y no mostraban ninguna emoción, por grave que fuera la emergencia.
—Diez-cinco René Anderson —decía Marino—. No conozco el número de su unidad. Dígale que, si no tiene inconveniente, nos gustaría muchísimo que los muchachos del servicio de traslado de cadáveres aparecieran por aquí.
—Unidad nueve. ¿Conoce usted el nombre del servicio?
—Eh, Doc —Marino dejó de transmitir y levantó la voz para que yo lo oyera—. ¿Cuál es el nombre del servicio?
—Transporte Capital.
Pasó el dato, y agregó:
—Si ella está diez-dos, diez-diez o diez-siete o si nosotros deberíamos diez-veintidós, llámeme de vuelta.
Una multitud de agentes abrieron sus micrófonos, que era su manera de reír y de alentarlo.
—Diez-cuatro, unidad nueve —dijo la despachadora—. ¿Qué fue lo que acaba de decir, que mereció semejante ovación? Sé que diez-siete está fuera de servicio, pero no entendí bien el resto.
—Le pedí que me avisara si Anderson era una «señal débil» o «negativa» o si tuvo «tiempo de ocuparse de este asunto» o si deberíamos pasarla por alto.
—Con razón ella le tiene tanta simpatía.
—Es una verdadera mierda.
—¿Por casualidad no sabes qué fue del cable de fibra óptica? —le pregunté a Marino.
—Yo lo tenía en la mano —contestó.
Lo encontré donde él se había caído y derribado las cajas.
—¿Qué pasa si el tipo tenía sida? —preguntó de nuevo.
—Si estás decidido a preocuparte por algo, inténtalo con las bacterias gram-negativas. O con las gram-positivas. Clostrida. Estreptococos. Si es que tienes una herida abierta, lo cual, por lo que sé, no es así.
Sujeté un extremo de cable a la varilla, el otro al montaje, y apreté bien los tornillos de mariposa. Marino no me escuchaba.
—¡No permitiré que nadie diga eso de mí! ¡Que soy un maldito marica! Me comeré el revólver, te juro que lo haré.
—No vas a contagiarte de sida, Marino —repetí.
Volví a encender la lámpara. Tendría que esperar por lo menos otros cuatro minutos antes de conectar la corriente.
—¡Ayer me arranqué un padrastro y me sangró! ¡Ésa es una herida abierta!
—Llevas guantes puestos, ¿no?
—Si me pesco alguna enfermedad, mataré a esa holgazana de porquería.
Di por sentado que se refería a Anderson.
—Bray también recibirá lo suyo. ¡Ya encontraré la manera!
—Marino, cállate —dije.
—¿Te gustaría que te pasara a ti?
—No puedo decirte cuántas veces me pasó a mí. ¿Qué crees que hago todos los días?
—¡Seguro que no te revuelcas en los jugos de un muerto!
—¿Qué?
—No sabemos nada de ese tipo. ¿Y si en Bélgica hay una epidemia de una enfermedad que no sabemos cómo tratar aquí?
—Marino, cállate —volví a ordenarle.
—¡No!
—Marino...
—¡Tengo derecho a estar trastornado!
—De acuerdo, entonces vete. —Se me había terminado la paciencia—. Interfieres en mi concentración. Interfieres en todo. Ve a ducharte y tómate unos tragos de whisky.
La Luma-Lite ya estaba lista, así que me puse los anteojos de protección. Marino estaba callado.
—No pienso irme —dijo por último.
Yo tomé la barra de fibra óptica como si fuera un soldador. La intensa y pulsante luz azul era tan delgada como la mina de un lápiz, y comencé a escanear los sectores pequeños.
—¿Encontraste algo?
—Nada todavía.
Sus zapatos pegajosos se acercaron mientras yo trabajaba con lentitud, centímetro a centímetro, en lugares a los que no se podría llegar con el scanner más ancho. Incliné el cuerpo hacia adelante para revisar detrás de su espalda y su cabeza y, después, entre las piernas. Le revisé las palmas de las manos. La Luma-Lite podía detectar fluidos corporales como orina, semen, sudor y saliva y, desde luego, sangre. Pero, una vez más, no encontré nada fluorescente. Me dolían la espalda y el cuello.
—Yo voto porque estaba muerto antes de terminar aquí adentro —concluyó Marino.
—Sabremos mucho más cuando lo llevemos al centro.
Me enderecé y el haz de luz iluminó una esquina de una caja que Marino había desplazado al caer. Un extremo de lo que parecía ser la letra «Y» resplandeció con un color verde neón en la oscuridad.
—Marino —dije—. Mira esto.
Letra por letra fui iluminando palabras escritas a mano y en francés. Eran de unos diez centímetros de alto y de una extraña forma angulada, como si un brazo mecánico las hubiera formado con trazos cuadrados. Tardé un momento en descifrar su significado.
—Bon voyage, le loup-garou —leí.
Marino estaba inclinado encima de mí y sentí su aliento en mi pelo.
—¿Qué demonios es un loup-garou?
—No tengo idea.
Examiné con cuidado la caja. La parte de arriba estaba húmeda, pero la de abajo estaba seca.
—¿Huellas dactilares? ¿Ves alguna en la caja? —preguntó Marino.
—Estoy segura de que aquí adentro hay huellas por todas partes, —contesté—. Pero no, no distingo ninguna.
—¿Te parece que el que escribió esto quería que alguien lo encontrara?
—Es posible. Está escrito con lo que parece ser tinta indeleble fluorescente. Dejaremos que las huellas dactilares hagan lo suyo. La caja irá al laboratorio, y tenemos que barrer parte del pelo del suelo para el ADN, por si llega a hacer falta. Después tomaremos fotografías y saldremos de aquí.
—Ya que estoy, tomaré las monedas —anunció.
—Me parece bien —dije, la vista fija en la abertura del contenedor.
Alguien miraba hacia adentro. Estaba iluminado desde atrás por la luz del sol y un cielo azul, y no pude darme cuenta de quién era.
—¿Dónde están los técnicos de la escena del crimen? —le pregunté a Marino.
—No tengo idea.
—¡Maldición! —dije.
—Dímelo a mí —dijo Marino.
—La semana pasada tuvimos dos homicidios y las cosas no fueron como en este caso.
—Tú no estuviste en esas escenas, así que no puedes saber cómo fueron —dijo Marino, y tenía razón.
—Pero asistió alguien de mi oficina. Y si hubiera habido algún problema, yo lo sabría...
—No si el problema no fuera obvio —aclaró él—. Y es evidente que no fue obvio porque éste es el primer caso de Anderson. Y ahora sí es obvio.
—¿Qué?
—Es evidente que es una detective novata. Diablos, si hasta es posible que ella haya metido aquí el cadáver para tener algo que hacer.
—Ella asegura que tú le dijiste que me llamara.
—Sí, claro. Como si yo no tuviera ganas de intervenir así que te paso el asunto a ti y entonces tú te enfureces conmigo. Esa mujer es una maldita mentirosa —dijo él.
Una hora después habíamos terminado. Salimos de esa oscuridad hedionda y regresamos al galpón. Anderson estaba de pie en la dársena abierta junto a nosotros y hablaba con un hombre que reconocí como el subjefe Al Carson, a cargo de investigaciones. Me di cuenta entonces de que él era la persona que más temprano había visto en la boca del contenedor. Pasé junto a ella sin decirle una palabra y lo saludé a él mientras miraba en todas direcciones para comprobar si el servicio de traslado de cadáveres ya había llegado. Me alivió ver dos hombres de overol de pie junto a la furgoneta color azul oscuro de dicho servicio. En ese momento hablaban con Shaw.
—¿Cómo está, Al? —le dije al subjefe Carson.
Él ocupaba su puesto desde hacía más o menos el mismo tiempo en que yo estaba en el mío. Era un hombre amable y callado, que había crecido en una granja.
—Tirando, Doc —contestó—. Parece que tenemos un buen lío entre manos.
—Así parece.
—Como estuve ausente, pensé darme una vuelta para asegurarme de que todo estaba bien.
Carson no tenía por costumbre limitarse a «darse una vuelta» por las escenas. Era un hombre intenso y responsable, y parecía deprimido. Lo que era más importante aún, le prestaba tan poca importancia a Anderson como el resto de nosotros.
—Lo tenemos todo cubierto. —Con actitud insolente, Anderson saltó por sobre el rango y le contestó al subjefe Carson—. He estado hablando con el director del puerto...
Su voz se fue debilitando al ver a Marino. O quizás, antes todavía, cuando olió su presencia.
—Hola, Pete —dijo Carson, con voz más animada—. ¿Qué me dices, muchacho? ¿En la división uniformes tiene un nuevo código que yo desconozco?
—Detective Anderson —le dije a ella al ver que se alejaba lo más posible de Marino—, necesito saber quién trabaja en este caso. Y también dónde están los técnicos de la escena del crimen. Y por qué el servicio de traslado de cadáveres tardó tanto en llegar aquí.
—Sí —comentaba en ese momento Marino en voz muy alta—. Es así como hacemos los trabajos secretos, jefe. Nos quitamos los uniformes.
Carson soltó una carcajada.
—¿Y, por qué, detective Anderson, no estaba usted allí dentro recogiendo pruebas y ayudando en todos los aspectos? —proseguí.
—Yo no tengo por qué responderle a usted —dijo ella y se encogió de hombros.
—Le diré una cosa —agregué en un tono que atrajo su atención—. Es a mí a quien debe responder cuando hay un cadáver.
— ... apuesto a que también Bray tuvo que trabajar bastante en forma encubierta antes de llegar a la cima. Las personas como ella tienen que estar bien arriba —terminó Marino y guiñó un ojo.
La luz se esfumó de los ojos de Carson, quien de nuevo parecía deprimido. Tenía un aspecto cansado, como si la vida lo hubiera empujado al límite de sus fuerzas.
—¿Al? —Marino se puso serio—. ¿Qué mierda pasa? ¿Cómo nadie se presentó a esta fiesta?
Un coche reluciente se acercaba a la playa de estacionamiento.
—Bueno, tengo que seguir viaje —dijo de pronto Carson, y por su cara era evidente que tenía la cabeza en otra parte—. La próxima vez que nos encontremos en el bar te tocará a ti pagar la cerveza. ¿Recuerdas cuando Louisville le ganó a Charlotte y tú perdiste la apuesta, muchacho?
Y Carson se fue sin reconocer a Anderson de ninguna manera, porque era evidente que no tenía ningún poder sobre ella.
—Eh, Anderson —dijo Marino y le dio un golpecito en la espalda.
Ella lanzó una exclamación y se tapó la nariz y la boca con una mano.
—¿Y? ¿Qué le parece trabajar para Carson? Es un tipo fantástico, ¿no?
Ella retrocedió, pero él la siguió. Hasta a mí me consternaban los pantalones de uniforme hediondos de Marino, y sus guantes y botas inmundas. Su camiseta nunca volvería a ser blanca, y había enormes agujeros allí donde las costuras habían cedido a la presión de su voluminoso vientre. Se acercó tanto a Anderson que pensé que la besaría.
—¡Usted apesta! —exclamó ella y trató de alejarse.
—Son curiosas las cosas que pasan en un trabajo como éste.
—¡Aléjese de mí!
Pero él no quería hacerlo. Ella corrió en una u otra dirección, y en cada oportunidad él le bloqueó el paso como una montaña, hasta que Anderson quedó aprisionada contra enormes bolsas de carbono inyectable listas para ser embarcadas a las Antillas.
—¿Qué demonios se ha creído? —le gritó él—. Recibimos un cuerpo en descomposición en un contenedor de carga en un maldito puerto internacional de embarques en el que la mitad de las personas ni siquiera habla inglés, ¿y decide manejar las cosas por su cuenta?
Se oyó ruido a grava en el estacionamiento, pues el coche negro avanzaba a gran velocidad.
—La señorita detective novata recibe su primer caso. ¿Y decide entonces hacer que se presente la jefa de médicos forenses, junto con varios helicópteros de los medios de información?
—Lo voy a asignar a asuntos internos —le gritó Anderson—. ¡Lo haré arrestar!
—¿Con qué cargos? ¿Mal olor?
—¡Puede darse por muerto!
—No. El que está muerto es ese tipo que está allí. —Marino señaló el contenedor—. La que está muerta es usted si llega a tener que testificar en tribunales sobre este caso.
—Marino, ven —dije, cuando el coche entró en la dársena restringida.
—¡Eh! —Shaw corría detrás del vehículo agitando los brazos—. ¡No pueden estacionar allí!
—Usted no es más que un maldito fracasado —le dijo Anderson a Marino al alejarse.
Marino se quitó los guantes y logró sacarse las fundas azules de papel plastificado de los zapatos apoyando el dedo gordo del pie opuesto en el talón de cada una. Por la corbata levantó del suelo la camisa blanca manchada de su uniforme pero como ésta se soltó, comenzó a pisotear todo como si fuera un incendio que debía apagar. Yo recogí la ropa y la dejé caer, junto con la mía, en una bolsa roja para desechar materiales biológicos peligrosos.
—¿Terminaste? —le pregunté.
—Ni siquiera empecé todavía —respondió Marino mientras observaba que la puerta del conductor del automóvil negro se abría y un oficial de uniforme se apeaba del vehículo.
Anderson rodeó un costado del galpón y caminó deprisa hacia el coche. También Shaw caminaba muy apurado hacia el mismo lugar y los estibadores observaban cuando una atractiva mujer de uniforme y galones descendió de la parte de atrás del auto y paseó la vista por el lugar. Alguien silbó. Y lo mismo hizo otra persona. Entonces, por el ruido, la sensación era la de que en el puerto había infinidad de árbitros que protestaban por una serie inimaginable de infracciones.
—Déjame adivinar —le dije a Marino—. Es Bray.
5
El aire estaba cargado con la estática de moscas voraces, y su volumen era más intenso por el clima caluroso y el tiempo transcurrido. Los hombres del servicio de traslado de cadáveres habían llevado la camilla al interior del galpón y me estaban esperando.
—¡Caramba! —dijo uno de los asistentes mientras sacudía la cabeza y en su cara aparecía una expresión desagradable—. Dios, Dios mío.
—Ya lo sé, ya lo sé —dije al ponerme nuevos guantes y fundas para calzado—. Yo entraré primero. Esto no llevará mucho tiempo. Lo prometo.
—Si usted quiere entrar primero, yo no tengo inconveniente.
Volví a entrar en el contenedor y ellos me siguieron. Daban pasos con mucho cuidado, la camilla sujeta con fuerza a sus cinturas como si fuera una litera. La respiración de ambos era dificultosa detrás de los barbijos quirúrgicos. Ambos eran personas de edad y con sobrepeso por lo que no deberían estar todavía levantando cuerpos pesados.
—Tómenlo por la parte de abajo de las piernas y de los pies —les indiqué—. Y con mucho cuidado, porque se le saldrá la piel. Lo mejor será que tratemos de sostenerlo por la ropa.
Apoyaron la camilla en el suelo y se inclinaron hacia los pies del muerto.
—Dios mío —volvió a farfullar uno de los hombres.
Yo trabé los brazos debajo de las axilas del cadáver. Ellos lo sujetaron por los tobillos.
—Muy bien. Ahora levantémoslo a la cuenta de tres —dije—. Uno, dos. tres.
Los hombres se esforzaron por mantener el equilibrio. Jadearon y comenzaron a retroceder. Pero el cuerpo estaba laxo porque el rigor mortis había aparecido y desaparecido, así que lo pusimos sobre la camilla y lo envolvimos con una sábana. Yo corrí el deslizador de la bolsa para cadáveres y los asistentes se llevaron a su cliente. Lo trasladarían a la morgue, donde yo haría todo lo posible por conseguir que me hablara.
—¡Maldición! —le oí decir a uno de los hombres—. A mí no me pagan lo suficiente para tener que hacer esto.
—Dímelo a mí.
Salí del galpón detrás de ellos, hacia una luz refulgente y un aire limpio. Marino, todavía con su camiseta sucia, hablaba con Anderson y Bray en el muelle. Por sus gestos me di cuenta de que la presencia de Bray lo había obligado a moderarse un poco. Ella me miró cuando yo me acercaba. Como no se presentó, yo lo hice, pero sin tenderle la mano.
—Soy la doctora Scarpetta —le dije.
Ella respondió a mi saludo con una mirada distraída, como si no tuviera la menor idea de quién era yo ni qué hacía allí.
—Creo que sería una buena idea que habláramos —añadí.
—¿Quién me dijo que era? —preguntó Bray.
—¡Por el amor de Dios! —saltó Marino—. Ella sabe perfectamente bien quién eres.
—Capitán. —El tono de Bray tuvo el efecto de un latigazo.
Marino se calló, y también Anderson.
—Soy la jefa de médicos forenses —le expliqué a Bray, algo que ella ya sabía—. Kay Scarpetta.
Marino puso los ojos en blanco. La expresión de Anderson fue una mezcla de resentimiento y de celos cuando Bray me hizo señas de que me apartara un poco del grupo. Fuimos hasta el borde del muelle, donde el Sirius se alzaba sobre nosotros y casi no se movía en esa corriente encrespada de color azul barroso.
—Lamento no haber reconocido su nombre al principio —se disculpó.
No dije nada.
—Fue muy poco amable de mi parte —prosiguió.
Yo permanecí en silencio.
—Debería haberme reunido con usted antes, pero mis ocupaciones me lo impidieron. De modo que aquí estamos. Y es bueno que así sea. Podría decirse que es perfecto —sonrió— que nos hayamos conocido de esta manera.
Diane Bray era una belleza arrogante de pelo negro y facciones perfectas. Su silueta era deslumbrante. Los estibadores no podían quitarle los ojos de encima.
—Verá —continuó con el mismo tono helado—, tengo aquí este pequeño problema. Yo superviso al capitán Marino, a pesar de lo cual él parece pensar que trabaja para usted.
—Tonterías —dije por fin.
Ella suspiró.
—Jefa Bray, usted acaba de robarle a la ciudad al detective de homicidios más experimentado y decente que he conocido jamás —agregué—. Y se lo digo por experiencia.
—Me lo imagino.
—¿Exactamente qué es lo que trata de lograr? —pregunté.
—Opino que llegó el momento de que haya sangre nueva, detectives que no tengan inconveniente en utilizar computadoras y correo electrónico. ¿Está enterada de que Marino ni siquiera sabe usar un procesador de textos? ¿Que sigue escribiendo a máquina con dos dedos?
No podía creer que ella me estuviera diciendo eso.
—Para no mencionar el problema que significa el hecho de que es imposible enseñarle nada, es insubordinado y su conducta es una vergüenza para del departamento —agregó.
Anderson se había mandado a mudar y dejado a Marino solo, recostado contra el auto, fumando. Sus brazos y hombros eran gruesos y peludos, y sus pantalones, con el cinturón debajo del abdomen, estaban a punto de caerse. Yo sabía que se sentía humillado porque ni siquiera miraba hacia nosotros.
—¿Por qué no hay aquí técnicos de la escena del crimen? —le pregunté.
Un estibador codeó a su compañero, se puso las manos en forma de copa sobre el pecho y las movió como si fueran los grandes pechos de Bray.
—¿Por qué está usted aquí? —le pregunté después.
—Porque me avisaron que Marino estaba aquí —respondió ella—. Estaba advertido. Quise comprobar por mí misma que había desobedecido mis órdenes de manera flagrante.
—Él está aquí porque alguien debía estar.
—Está aquí por una decisión personal. —Me miró fijo—. Y porque usted se encuentra aquí. Ésa es la verdadera razón, ¿no es verdad, doctora Scarpetta? Marino es su detective personal. Lo ha sido durante años.
Sus ojos perforaron lugares que yo ni siquiera podía ver, y ella pareció abrirse camino a través de partes sagradas de mi persona y percibir el significado de muchas de las paredes que he levantado. Centró la vista en mi cara y mi cuerpo, y no supe si lo hacía para compararme con ella o para evaluar qué podía envidiarme.
—Deje tranquilo a Marino —le aconsejé—. Lo que usted quiere es quebrarlo. De eso se trata. Porque no puede controlarlo.
—Nadie pudo nunca controlarlo —respondió—. Por eso me lo pasaron a mí.
—¿Se lo «pasaron»?
—La detective Anderson es sangre nueva. Justo lo que este departamento necesita.
—La detective Anderson es incompetente, carece de talento y es una cobarde —sentencié.
—Estoy segura de que, con toda su experiencia, es capaz de tolerar a una persona nueva y guiarla un poco, ¿no es así, Kay?
—No hay ninguna cura para los que no tienen interés en mejorar.
—Sospecho que ha estado escuchando a Marino. Según él, nadie tiene talento ni habilidad ni le importa hacer lo que él hace.
Yo ya había tenido suficiente de esa mujer. Me moví un poco para aprovechar el cambio de dirección del viento. Y me acerqué a ella porque pensaba refregarle en la nariz una pequeña dosis de realidad.
—No vuelva hacerme esto, jefa Bray —le advertí—. No se le ocurra llamarme a mí o a cualquiera de mi oficina a una escena del crimen para enchufarnos a una persona inútil que ni siquiera se toma el trabajo de recoger pruebas. Y no me llame Kay.
Ella se apartó de mí, pero no antes de que yo notara su mueca de dolor.
—Almorzaremos juntas uno de estos días —dijo a modo de despedida y llamó a su chofer.
—¿Simmons? ¿A qué hora es mi próximo compromiso? —preguntó, mientras miraba hacia el barco y disfrutaba del hecho de atraer la atención de todos.
Tenía una manera seductora de masajearse la zona lumbar, de meter las manos en los bolsillos traseros de los pantalones de su uniforme, los hombros bien echados hacia atrás, o de alisarse la corbata sobre el pecho.
Simmons era un hombre apuesto y tenía un buen cuerpo, y cuando extrajo una hoja de papel doblada, se sacudió cuando él la miró. Bray se le acercó más y él carraspeó.
—A las dos y cuarto, jefa —dijo.
—Déjame ver. —Se le acercó más, hasta rozarle el brazo, y se tomó su tiempo para mirar el itinerario. —¡Dios! —se quejó—. ¡No me digas que tengo que ir de nuevo a esa estúpida junta escolar!
El agente Simmons cambió de posición y una gota de sudor se le deslizó por la sien. Parecía aterrado.
—Llámalos y cancela ese compromiso —le dijo Bray.
—Sí, jefa.
—Bueno, no sé. Tal vez debería cambiar de hora ese compromiso.
Tomó la hoja con el itinerario y volvió a frotar su cuerpo contra el de él como una gata lánguida, y me sorprendió la expresión de furia que apareció por un segundo en el rostro de Anderson. Marino se me puso a la par cuando eché a andar hacia mi auto.
—¿Ves cómo se pavonea por todas partes? —me preguntó él.
—Sí, claro que me di cuenta.
—No creas que no provoca comentarios. Te aseguro que esa perra es veneno.
—¿Cuál es su historia?
Marino se encogió de hombros.
—Nunca se casó; no encontró a nadie que la mereciera. Supuestamente sale con tipos importantes y casados. Le fascina el poder. Se rumorea que quiere ser la próxima Secretaria de Seguridad Pública, para que cada policía del Estado tenga que besarle el trasero.
—Eso no sucederá nunca.
—No estés tan segura. He oído decir que tiene amigos en los altos cargos, contactos en Virginia. Es una de las razones por las que estamos clavados con ella. Tiene un plan, de eso no cabe duda. Las víboras como ella siempre tienen un plan.
Abrí el baúl del auto, agotada y deprimida al sentir que la situación traumática de más temprano volvía con tanta intensidad que fue como si me aplastara contra el vehículo.
—No irás a hacerle la autopsia esta misma noche, ¿no? —preguntó Marino.
—Por supuesto que no —respondí—. No sería justo para él.
Marino me miró con extrañeza. Sentí que me observaba con atención cuando me sacaba el overol y las fundas del calzado y los ponía en una bolsa reforzada.
—Marino, por favor, dame uno de tus cigarrillos.
—No puedo creer que estés fumando de nuevo.
—En ese galpón hay como cincuenta millones de toneladas de tabaco. El olor hizo que me dieran ganas.
—Eso no fue lo que yo olí.
—Cuéntame qué está pasando —le pedí cuando sacó el encendedor.
—Ya viste lo que pasa. Estoy seguro de que ella te lo explicó.
—Sí, lo hizo. Y confieso que no entiendo nada. Bray tiene a su cargo la división uniformada, no las investigaciones. Dice que nadie te puede controlar, así que decidió ocuparse ella misma del problema. ¿Por qué? Cuando llegó aquí, ni siquiera estabas en su división. ¿Por qué habrías de importarle?
—A lo mejor le resulto atractivo.
—Debe de ser eso —dije.
Él exhaló humo como si tratara de apagar las velas de una torta de cumpleaños, bajó la vista y se miró la camiseta como si hubiera olvidado su existencia. Sus manos grandotas y gruesas seguían cubiertas del talco de los guantes quirúrgicos. Al principio, su aspecto era el de un hombre solitario y derrotado, pero después se volvió cínico e indiferente.
—Sabes —dijo— que podría retirarme si lo quisiera, y recibir unos cuarenta mil dólares al año de jubilación.
—Ven a cenar a casa, Marino.
—A lo cual se sumaría que podría conseguir un puesto como asesor de seguridad o algo por el estilo y podría vivir bastante bien. No tendría que estar paleando bosta un día tras otro y dejar que esos pequeños gusanos brotaran de todas partes pensando que lo saben todo.
—Me pidieron que te invitara.
—¿Quién te lo pidió? —preguntó con desconfianza.
—Ya lo averiguarás cuando llegues a casa.
—¿Qué demonios significa eso? —preguntó, con el entrecejo fruncido.
—Por el amor de Dios, ve a ducharte y a ponerte algo decente encima. Después ven a casa. Te espero a eso de las seis y media.
—Bueno, por si no lo notaste, Doc, estoy trabajando. Esta semana me toca el turno de las tres hasta las once. La otra semana, no la siguiente, me toca el de las once a las siete. Soy el nuevo jefe de vigilancia de toda la maldita ciudad, y las únicas horas en que allí hace falta un jefe de vigilancia es cuando todos los otros jefes no están de servicio, que es el turno de la noche, el de la medianoche y el de los fines de semana, o sea que la única cena que podré tener durante el resto de mi vida será en el auto.
—Tienes un radiotransmisor —le dije—. Yo vivo en la ciudad, en tu jurisdicción. Ven a casa y, si te llaman, entonces vete.
Entré en el auto y encendí el motor.
—Bueno, no sé —dijo él.
—Me pidieron que... —empecé a decir, pero de nuevo sentí la amenaza de las lágrimas—. Estaba por llamarte cuando te comunicaste conmigo.
—Esto no tiene ningún sentido. ¿Quién te lo pidió? ¿Qué sucede? ¿Lucy está en la ciudad?
Parecía complacerlo la idea de que ella hubiera pensado en él, si ése era el motivo de mi invitación.
—Ojalá estuviera aquí. ¿Te veré a las seis y media?
Él vaciló una vez más.
—Marino, de veras necesito que vengas —repetí y carraspeé—. Es muy importante para mí. Es algo personal y muy importante.
Me costó mucho decírselo. Creo que nunca le había dicho que lo necesitaba por un asunto personal. No recordaba cuál había sido la última vez que había pronunciado esas palabras a cualquier otra persona que no fuera Benton.
—Lo digo en serio —añadí.
Marino aplastó el cigarrillo con el pie hasta que lo único que quedó fue una mancha de tabaco y de papel pulverizado. Encendió otro y miró en todas direcciones.
—¿Sabes, Doc? Tengo que dejar de fumar. Y de beber. He estado haciendo las dos cosas como loco. Depende de lo que pienses preparar para la cena —dijo.
6
Marino fue a ducharse y yo sentí un gran alivio, como si por un momento un terrible espasmo hubiera entrado en remisión. Cuando entré en el sendero de casa, saqué del baúl la bolsa con la ropa de la escena del crimen e inicié el ritual de desinfección que había realizado durante la mayor parte de mi vida de trabajo.
Una vez dentro del garaje, abrí esas bolsas de residuos y las dejé caer, junto con las zapatillas, en un piletón lleno de agua hirviendo, detergente y lavandina. Arrojé el overol en el lavarropas, revolví las zapatillas y las bolsas con una cuchara larga de madera y enjuagué todo. Metí esas bolsas desinfectadas dentro de dos bolsas limpias que metí en otro recipiente especial y puse a secar mis zapatillas empapadas en un estante.
Todo lo que llevaba puesto, desde los jeans hasta la ropa interior, terminaron también dentro del lavarropas. Más detergente y lavandina y atravesé desnuda y deprisa mi casa hasta estar debajo de la ducha, donde me cepillé con fuerza con Phisoderm, sin dejar de lado ni un centímetro, incluyendo el interior de mis orejas y mi nariz y debajo de las uñas de manos y pies, y allí mismo me cepillé también los dientes.
Me senté en un banquito y dejé que el agua me corriera sobre la nuca y la cabeza y recordé los dedos de Benton que me masajeaban los tendones y los músculos. Siempre decía que me los estaba «desenredando». Extrañarlo era como un dolor fantasma. Lo que recordaba lo sentía como algo vivo y actual, y me preguntaba cuánto tiempo me llevaría vivir en el presente en lugar de hacerlo en el pasado. Sentí mucha tristeza. No quería soltar el dolor de la pérdida, porque hacerlo era aceptarla. Era algo que les decía siempre a los amigos y a las familias que habían perdido a un ser querido.
Me puse pantalones color caqui, mocasines y camisa a rayas azules y puse un CD de Mozart en el equipo de música. Regué las plantas y les quité las hojas secas. Lustré y ordené lo que hacía falta y saqué de mi vista todo lo que me recordara mi trabajo. Llamé a mi madre en Miami porque sabía que los lunes era noche de bingo, ella no estaría en casa y podría dejarle un mensaje en el contestador. No puse el informativo de televisión porque no quería que me recordara lo que tanto me había costado borrar de la cabeza.
Me serví un whisky doble, entré en mi estudio y encendí la luz. Paseé la vista por estantes repletos de libros científicos y de medicina, textos de astronomía, la Enciclopedia Británica y toda clase de manuales de jardinería, de flora y fauna, insectos, rocas y minerales, y hasta herramientas. Encontré un diccionario de francés y lo llevé a mi escritorio. Un loup era un lobo, pero no tuve suerte con garou. Traté de pensar en la manera de salir de ese problema y tracé un plan sencillo.
La Petite France era uno de los restaurantes más elegantes de la ciudad y, aunque estaba cerrado los lunes por la noche, yo conocía muy bien al chef y a su esposa. Los llamé a su casa. Él contestó el teléfono y se mostró tan cordial como siempre.
—Ya no viene nunca a vernos —me recriminó—. Se lo reprochamos con demasiada frecuencia.
—Últimamente no he salido mucho —contesté.
—Usted trabaja demasiado, señorita Kay.
—Necesito una traducción —dije—. Y también necesito que esto quede entre nosotros. Ni una palabra a nadie.
—Desde luego.
—¿Qué es un loup-garou?
—¡Señorita Kay, usted debe de haber tenido pesadillas! —exclamó él, divertido—. ¡Por suerte hoy no hay luna llena! ¡Le loup-garou es un hombre lobo!
Sonó el timbre de la puerta de calle.
—En Francia, hace cientos de años, si se sospechaba que alguien era un loup-garou se lo ahorcaba. Verá usted, se informó de la existencia de muchos hombres-lobo.
Miré el reloj. Eran las seis y cuarto. Marino llegaba temprano y yo no estaba lista aún.
—Gracias —le dije a mi amigo, el chef—. Iré a verlos pronto, lo prometo.
El timbre volvió a sonar.
—Ya voy —le dije a Marino por el intercomunicador.
Desconecté la alarma y lo hice pasar. Tenía el uniforme limpio, el pelo prolijamente peinado y se había puesto demasiada loción para después de afeitarse.
—Tienes bastante mejor aspecto que la última vez que te vi —le comenté mientras nos dirigíamos a la cocina.
—Parece que limpiaste un poco este lugar —dijo él cuando pasamos por el living.
—Era hora —dije.
Entramos en la cocina y él se instaló en su lugar de costumbre: frente a la mesa que estaba junto a la ventana. Me observó con curiosidad cuando saqué ajo y levadura de acción rápida de la heladera.
—¿Qué vamos a comer? ¿Puedo fumar aquí?
—No.
—Tú lo haces.
—Es mi casa.
—¿Y si abro la ventana y largo el humo hacia afuera?
—Depende de hacia dónde sopla el viento.
—Podríamos encender el ventilador de techo y ver si eso ayuda. Siento olor a ajo.
—Pensé que podíamos comer pizza.
Aparté latas y frascos en la despensa en busca de puré de tomates y harina con alto contenido de gluten.
—Las monedas que encontramos eran inglesas y alemanas —me dijo—. Dos libras y un marco alemán. Pero aquí es donde las cosas comienzan a ponerse más interesantes. Me quedé en el puerto un rato más que tú, duchándome y todo eso. Y, a propósito, no perdieron tiempo en sacar las cajas de cartón de ese contenedor y limpiar todo. Ya verás que venderán toda esa mierda como si nada le hubiera pasado.
En un bol mezclé medio paquete de levadura, agua tibia y miel y lo revolví. Después agregué la harina.
—Tengo un hambre terrible.
Su radiotransmisor portátil estaba sobre la mesa y de él brotaban códigos y números de unidades. Marino se sacó la corbata y se desprendió el cinturón de uniforme con todo lo que estaba sujeto a él. Yo comencé a trabajar la masa.
—La espalda me está matando, Doc —se quejó—. ¿Tienes alguna idea de lo que es tener que llevar como diez kilos de mierda sujetos a la cintura?
Su estado de ánimo pareció mejorar notablemente cuando me vio amasar, rociar harina y darle forma a la masa sobre la tabla de picar.
—Un loup-garou es un licántropo —le dije.
—¿Qué?
—Un hombre lobo.
—Mierda, detesto esas cosas.
—No sabía que te hubieras topado con uno.
—¿No recuerdas haber visto a Lon Chaney con todo ese pelo que le crecía en la cara cuando salía la luna? Me daba un miedo terrible. Rocky solía mirar Shock Theater, ¿recuerdas?
Rocky era el único hijo de Marino, un hijo que yo no conocía. Puse la masa en un bol y la cubrí con un repasador húmedo y tibio.
—¿Alguna vez tienes noticias suyas? —pregunté con cautela—. Por ejemplo, para Navidad. ¿Lo verás entonces?
Marino sacudió la ceniza de su cigarrillo.
—¿Al menos sabes dónde vive? —pregunté.
—Sí —contestó—. Demonios, sí.
—Por tu actitud, parece que no lo quisieras —dije.
—Tal vez no lo quiero.
En la bodeguita busqué una buena botella de vino tinto. Marino aspiraba el humo de su cigarrillo y lo exhalaba con fuerza. Como de costumbre, no dijo ni una palabra más sobre Rocky.
—Uno de estos días quiero que me hables de él —le dije mientras volcaba los tomates en una cacerola.
—Sabes de él todo lo que hace falta saber —dijo.
—Tú lo quieres, Marino.
—Te digo que no. Ojalá no hubiera nacido. Ojalá no lo hubiera conocido.
Por la ventanilla, fijó la vista en mi patio de atrás que ya comenzaba a estar en tinieblas. En ese momento tuve la sensación de que no conocía en absoluto a Marino. Ese hombre de uniforme que tenía un hijo que yo no conocía y del que no sabía nada era como un desconocido en mi cocina. Marino no quiso mirarme a los ojos ni agradecerme cuando le puse delante una taza de café.
—¿Quieres maníes o alguna otra cosa? —pregunté.
—No —respondió—. He estado pensando en empezar una dieta.
—Pensarlo solamente no solucionará nada. Hay estudios que lo demuestran.
—¿Tendrás que colgarte ajo del cuello o algo por el estilo cuando le hagas la autopsia a nuestro hombre lobo muerto? Ya sabes, cuando nos muerde, nos convertimos en uno. Algo parecido a lo que pasa con el sida.
—No tiene nada que ver, y desearía que dejaras de hablar tanto del sida.
—¿Te parece que él mismo habrá escrito eso en la caja?
—No podemos dar por sentado que esa caja y lo que había escrito en ella estuvieran relacionados con el hombre muerto, Marino.
—Que tengas buen viaje, hombre lobo. Sí, claro, es algo que se encuentra siempre escrito en los embalajes de cámaras fotográficas. Sobre todo cuando están cerca de un cadáver.
—Volvamos a Bray y a tu nuevo atuendo —dije—. Empieza por el principio. ¿Qué hiciste para convertirla en admiradora tuya?
—Todo empezó unas dos semanas después de su llegada aquí. ¿Recuerdas el caso del hombre que se ahorcó durante una actividad auto-erótica?
—Sí.
—Pues ella se apareció y comenzó a decirle a la gente qué hacer, como si ella fuera la detective. Se puso a revisar las revistas pornográficas con las que el tipo se divertía cuando se ahorcó con su máscara de cuero. Y empezó a hacerle preguntas a su esposa.
—Increíble —acoté.
—Así que le dije que se mandara a mudar, que estorbaba y que lo estaba echando todo a perder, y al día siguiente ella me hizo ir a su oficina. Pensé que estaría furiosa por lo ocurrido, pero no dijo ni una palabra al respecto. En cambio, me preguntó qué opinaba yo de la división detectives.
Bebió un trago de café y le agregó dos cucharaditas más de azúcar.
—Enseguida me di cuenta de que eso no era en realidad lo que le interesaba —prosiguió—. Sabía que andaba detrás de algo. No tenía a su cargo las investigaciones, así que, ¿por qué demonios me preguntaba sobre la división detectives?
Me serví una copa de vino.
—¿Entonces qué quería? —pregunté.
—Quería hablar de ti. Empezó a hacerme mil preguntas sobre ti, dijo que sabía que durante mucho tiempo habíamos sido «compañeros de homicidios». Ésas fueron sus palabras.
Fui a fijarme cómo estaban la masa y la salsa.
—Me hizo preguntas sobre tus antecedentes y sobre qué pensaban los policías de ti.
—Y tú, ¿qué le dijiste?
—Que eras médica, abogada y no sé cuántas cosas más. Que tenías un cociente intelectual más alto que el cheque de mi sueldo y que todos los policías estaban enamorados de ti, incluyendo las mujeres. Y, veamos, ¿qué más?
—Bueno, me parece bastante.
—También me hizo preguntas sobre Benton, lo que le había sucedido y de qué manera eso había afectado tu trabajo.
Me llené de furia.
—Y después me interrogó sobre Lucy. Por qué dejó de trabajar en el FBI y si sus preferencias sexuales habían sido la razón.
—Esa mujer está sellando su suerte conmigo —le advertí.
—Le dije que Lucy se fue del FBI porque la NASA le pidió que se convirtiera en astronauta —continuó Marino—. Pero que cuando entró en el programa espacial, decidió que le gustaba más pilotear helicópteros y se enroló como piloto en el Departamento de Alcohol, Tabaco y Armas de Fuego, o ATF. Bray quería que yo le avisara la próxima vez que Lucy estuviera en la ciudad y que arreglara un encuentro entre las dos, porque tal vez querría reclutarla. Le dije que era más o menos como pedirle a Billie Jean King que fuera bailarina. ¿Fin de la historia? No le dije nada más, salvo que no era tu secretario social. Una semana más tarde, yo estaba de vuelta de uniforme.
Busqué mi paquete de cigarrillos y me sentí una drogadicta. Los dos compartimos el cenicero y fumamos en el interior de mi casa, callados y frustrados. Yo trataba de no sentir demasiado odio.
—Creo que lo que pasa es que te tiene muchos celos, Doc —dijo por último Marino—. Ella es el gran personaje que se traslada aquí desde Washington D.C., y no hace más que oír hablar de la gran doctora Scarpetta. Y creo que ensañarse con nosotros dos le proporcionó una satisfacción barata. Una cierta sensación de poder.
Aplastó la colilla de su cigarrillo en el cenicero y la destrozó.
—Ésta es la primera vez que tú y yo no trabajamos juntos desde que te mudaste a esta ciudad —dijo, en el momento en que por segunda vez en la noche sonó el timbre de la puerta de calle.
—¿Quién demonios puede ser? —preguntó él—. ¿Invitaste a alguien más y no me lo dijiste?
Me puse de pie y observé la pantalla del portero eléctrico que había en la pared de la cocina. Miré con incredulidad las imágenes recogidas por la cámara de la puerta de calle.
—No lo puedo creer —dije.
7
Lucy y Jo semejaban apariciones, presencias físicas que no podían ser de carne y hueso. Hacía apenas ocho horas, las dos caminaban por las calles de Miami. Y ahora estaban en mis brazos.
—No sé qué decir —repetí por lo menos cinco veces mientras ellas dejaban caer al piso sus bolsos de lona.
—¿Qué demonios está pasando? —gritó Marino al reunirse con nosotros en el living—. ¿Qué hacen ustedes aquí? —le preguntó a Lucy, como si ella hubiera cometido alguna falta.
Él nunca había podido demostrar afecto normalmente. Cuanto más cascarrabias y sarcástico se ponía, más feliz estaba de ver a mi sobrina.
—¿Ya te echaron de allá? —preguntó.
—¿Qué significa esto? —dijo Lucy con voz igualmente alta, y comenzó a tironear de la manga de la camisa del uniforme de Marino—. ¿Tratas de convencernos de que eres un verdadero policía?
—Marino —le dije, camino a la cocina—. Creo que no conoces a Jo Sanders.
—No —respondió él.
—Pero me has oído hablar de ella.
Miró a Jo con cara de nada. Jo era una muchacha de pelo rubio rojizo, cuerpo atlético y ojos color azul oscuro, y era obvio que a él le pareció bonita.
—Él sabe perfectamente quién eres —le comenté a Jo—. Pero no lo tomes como una descortesía de su parte. Marino es así.
—¿Trabajas? —le preguntó Marino, sacó del cenicero su cigarrillo semiapagado y le dio una última pitada.
—Sólo cuando no me queda más remedio —respondió Jo.
—¿Y exactamente qué haces?
—Algunos descensos en Black Hawks. Redadas de narcóticos. Nada especial.
—No me digas que tú y Lucy están en la misma división de campo de Sudamérica.
—Ella está en la DEA —le informó Lucy.
—¿En serio? —le dijo Marino a Jo—. Me pareces un poco debilucha para estar en la DEA.
—No crea —dijo Jo.
Marino abrió la heladera y comenzó a mover su contenido hasta encontrar una cerveza. Destapó la botella y comenzó a beber.
—Las bebidas son gentileza de la casa —gritó.
—Marino, ¿qué haces? —lo regañé—. Estás de servicio.
—Ya no. Permíteme que te lo demuestre.
Apoyó con fuerza la botella sobre la mesa y marcó un número.
—¿Qué tal? —dijo en el teléfono—. Sí, sí. Escucha, no bromeo. Me siento espantosamente mal. ¿Podrías cubrirme esta noche? Te estoy muy agradecido.
Marino nos guiñó un ojo. Cortó la comunicación, apretó la tecla del teléfono para que la conversación saliera al aire y marcó otro número. Lo atendieron enseguida.
—Bray. —La voz de Diane Bray, la subjefa administrativa, resonó en mi cocina para que todos la oyéramos.
—Subjefa Bray, habla Marino —dijo él con la voz de alguien que agoniza de una terrible enfermedad—. De veras lamento molestarla en su casa.
Le respondieron con el silencio, ya que él acababa de irritar deliberadamente a su supervisora directa al dirigirse a ella como «Subjefa». Según el protocolo, a los subjefes debía llamárselos «jefes», mientras que al verdadero jefe se lo llamaba «coronel». A esto se sumaba el hecho de haberla llamado a su casa.
—¿Qué ocurre? —preguntó Bray lacónicamente.
—Me siento terriblemente mal. Tengo vómitos, fiebre, de todo. Quiero dar parte de enfermo y meterme en la cama.
—Pues no tenía aspecto de enfermo cuando lo vi hace algunas horas.
—Fue algo repentino. Espero no haberme pescado alguna bacteria...
Me apresuré a escribir «estreptococos» y «clostridia» en un bloc.
— ... ya sabe, como estreptococos y closterida en la escena del crimen. Un médico al que llamé me previno en ese sentido, porque al haber estado tan cerca de ese cadáver y todo eso...
—¿Cuándo termina su turno? —lo interrumpió ella.
—A las once.
Lucy, Jo y yo teníamos la cara roja por el esfuerzo que nos costaba contener la risa.
—No creo que consiga a nadie que lo suplante a esta hora —fue la respuesta fría de Bray.
—Ya hablé con el teniente Mann, de la seccional tercera. Y tuvo la gentileza de aceptar completar mi turno —dijo Marino mientras ponía voz de persona aun más grave.
—¡Debería habérmelo notificado antes! —saltó Bray.
—Confiaba en poder mantenerme en mi puesto, subjefa Bray.
—Vayase a su casa. Quiero verlo en mi oficina mañana.
—Si estoy mejor, le aseguro que iré, subjefa Bray. Usted, cuídese. Espero que no se pesque lo mismo que yo.
Ella cortó la comunicación.
—Qué encanto —exclamó Marino entre carcajadas generales.
—Dios, ahora me explico —dijo Jo cuando finalmente pudo hablar—. He oído decir que es una mujer muy odiada.
—¿Dónde lo oíste? —Marino frunció el entrecejo—. ¿Hablan de ella en Miami?
—Yo soy de aquí. Concretamente de Old Mill, cerca de Three Chopt, no demasiado lejos de la Universidad de Richmond.
—¿Tu padre enseñaba allí? —preguntó Marino.
—Es un ministro baptista.
—Ah. Debe de ser divertido.
—Sí —acotó Lucy—, es bastante raro pensar que ella pasó su infancia cerca de aquí y no nos conocimos hasta estar en Miami. ¿Y? ¿Qué harás con respecto a Bray?
—Nada —contestó él, terminó la cerveza de la botella y fue a la heladera en busca de otra.
—Bueno, yo sí que haría algo —dijo ella, muy segura de sí.
—¿Sabes?, ésa es una de las pavadas que se piensa cuando se es joven —comentó él—. Verdad y justicia al estilo norteamericano. Espera a tener mi edad.
—Yo nunca tendré tu edad.
—Lucy me contó que es detective —le dijo Jo a Marino—. Entonces, ¿por qué está de uniforme?
—Es una historia larga —respondió Marino—. ¿Quieres sentarte en mis rodillas mientras te la cuento?
—Déjeme adivinar. Enfureció a alguien. Probablemente a esa mujer.
—¿En la DEA te enseñaron a hacer esa clase de deducciones, o sucede que eres muy inteligente para alguien que apenas alcanzó la edad adulta?
Me puse a cortar champiñones, morrones y cebollas y fui arrancando trozos de mozzarella mientras Lucy me observaba hasta que logró que yo la mirara a los ojos.
—Esta mañana, después de tu llamado, se comunicó conmigo el senador Lord —me dijo—. Y debo añadir que eso causó un verdadero alboroto en toda la oficina de campo.
—Apuesto a que sí.
—Me dijo que tomara un avión enseguida y viniera aquí...
—Como si yo te importara tanto. —Comenzaba a sentir de nuevo un sacudón interior.
—Que tú me necesitabas.
—No sabes cuánto me alegro... —Se me quebró la voz y volví a sumirme en ese lugar oscuro y helado.
—¿Por qué no me dijiste que me necesitabas?
—No quise interferir. Estás tan ocupada allá. Y no parecías tener ganas de hablar.
—Lo único que tenías que decir era «te necesito».
—Estabas en un teléfono celular.
—Quiero ver la carta —me dijo.
8
Apoyé el cuchillo sobre la tabla de picar y me sequé las manos en una toalla. Miré a Lucy, quien vio en ellos tristeza y temor.
—Quiero leerla a solas contigo —dijo.
Asentí, fuimos a mi dormitorio y saqué la carta de la caja fuerte. Nos sentamos en el borde de la cama y noté la pistola metida en una funda tobillera que asomaba por la botamanga derecha de sus pantalones. No pude evitar sonreír al pensar en lo que Benton hubiera dicho. Por supuesto, habría sacudido la cabeza. Por supuesto, se habría lanzado a una interpretación psicológica inventada que nos haría reír a mandíbula batiente.
Pero su reacción no dejaba de tener sentido. Yo tenía plena conciencia del aspecto más sombrío y agorero de lo que veía en ese momento. Lucy siempre había sido una ardiente partidaria de la defensa personal. Pero desde el asesinato de Benton, se había transformado en una extremista.
—Estamos dentro de casa —le dije—. ¿Por qué no le das un descanso a tu tobillo?
—La única manera de acostumbrarme a usar una de estas cosas es llevarla todo el tiempo —me contestó—. Sobre todo si son de acero inoxidable. Es mucho más pesada.
—Entonces, ¿por qué usas una de acero inoxidable?
—Me gusta más. Sobre todo allá, donde hay tanta humedad y agua salada.
—Lucy, ¿cuánto tiempo más estarás trabajando en forma encubierta? —pregunté.
—Tía Kay. —Me miró a los ojos y me apoyó una mano en el brazo—. No empecemos de nuevo con eso.
—Es que...
—Ya lo sé. Es que no quieres recibir algún día una carta así escrita por mí.
Sus manos estaban firmes cuando sostuvo en ellas la hoja de papel color crema.
—No digas eso —le pedí con espanto.
—Yo tampoco quisiera recibir una tuya —agregó.
Las palabras de Benton poseían la misma fuerza y vitalidad de esa misma mañana, cuando el senador Lord me las trajo, y me pareció volver a oír su voz. Vi su cara y el amor en sus ojos. Lucy leía con mucha lentitud. Cuando terminó, durante un momento no pudo hablar.
Después, dijo:
—No se te ocurra nunca mandarme una carta así. De ninguna manera.
Su voz destilaba pena y furia.
—¿Qué sentido tiene? ¿Perturbar de nuevo a la otra persona? —agregó y se puso de pie.
—Lucy, ya sabes por qué lo hizo. —Me sequé las lágrimas y la abracé—. En el fondo, lo sabes.
Llevé la carta a la cocina y también Marino y Jo la leyeron. La reacción de él fue perder la mirada en la noche que entraba por la ventana y dejar sus manos laxas apoyadas sobre las rodillas. La de ella fue ponerse de pie y caminar por la habitación, sin saber bien adonde ir.
—De veras, creo que tendría que irme —repetía, y nosotros la contradijimos—. Él quería que ustedes tres estuvieran aquí. No me parece que yo deba estar.
—Benton habría querido que estuvieras si te hubiera conocido —dije.
—Nadie se va de aquí —ordenó Marino, como un policía que se dirige a un cuarto lleno de sospechosos—. Maldición, en esto estamos metidos todos.
Se puso de pie y se frotó la cara con las manos.
—Creo que desearía que Benton no hubiera hecho eso. —Me miró—. ¿Tú me harías una cosa así, Doc? Porque si por casualidad lo piensas, te advierto que lo olvides. No quiero oír palabras desde la tumba después que te hayas ido.
—Cocinemos de una vez la pizza —dije.
Salimos al patio. Puse la masa en una placa de metal que coloqué sobre la parrilla. Encima unté la salsa y distribuí la carne, las verduras y el queso. Marino, Lucy y Jo se instalaron en mecedoras de hierro porque no permití que me ayudaran. Trataron de iniciar una conversación, pero nadie pudo mantenerla. Rocié un poco de aceite de oliva sobre la pizza, cuidando de que no cayera sobre el carbón.
—No me parece que él los haya reunido para que se deprimieran —dijo por fin Jo.
—Yo no estoy deprimido —dijo Marino.
—Sí que lo estás —lo contradijo Lucy.
—¿Por qué, sabelotodo?
—Por todo.
—Al menos no tengo miedo de decir que lo extraño.
Lucy lo miró con incredulidad. El intercambio de golpes entre ellos acababa de hacer brotar sangre.
—No puedo creer que hayas dicho eso —le dijo ella.
—Pues créelo. Benton es el único padre que tuviste, y en ningún momento te oí decir que lo extrañabas. ¿Por qué? Porque todavía piensas que es culpa tuya, ¿no?
—¿Qué te pasa?
—Pues bien, ¿sabes una cosa, agente Lucy Farinelli? —Marino no podía callarse—. No es tu culpa. Es culpa de esa mierda de Carrie Grethen, y no importa cuántas veces desintegres a esa perra en el aire, nunca estará suficientemente muerta para ti. Así son las cosas cuando se odia tanto a una persona.
—¿Tú no la odias? —le retrucó Lucy.
—Demonios. —Marino bebió lo que le quedaba de cerveza—. La odio mucho más que tú.
—No creo que el plan de Benton haya sido que estuviéramos aquí sentados hablando de cuánto la odiamos a ella o a cualquier otra persona —dije.
—Entonces, ¿cómo lo maneja usted, doctora Scarpetta? —me preguntó Jo.
—Llámame Kay. —Se lo había dicho infinidad de veces—. Sigo adelante. Es lo único que puedo hacer.
Esas palabras sonaban triviales, incluso para mí. Jo se inclinó hacia la luz de la parrilla y me miró como si yo poseyera la respuesta a todas las preguntas que ella se había planteado en la vida.
—¿Cómo hace para seguir adelante? —preguntó—. ¿Cómo hace la gente? Tantas cosas malas que debemos enfrentar cada día, a pesar de lo cual estamos en el otro lado de esas cosas. No nos está pasando a nosotros. Después de cerrar la puerta, no tenemos que seguir mirando esa mancha en el piso donde la esposa de alguien fue violada y apuñalada, o volaron de un tiro el cerebro del marido de alguien. Tratamos de convencernos de que trabajamos en casos y de que eso nunca nos pasará a nosotros. Pero usted sabe que no es así.
Calló un momento, todavía inclinada hacia la luz de la parrilla, y las sombras del fuego jugaron en una cara que parecía demasiado joven y demasiado pura para pertenecer a una persona tan llena de preguntas.
—¿Cómo hace para seguir adelante? —volvió a preguntar.
—El espíritu humano posee una gran adaptabilidad. —No sabía qué otra cosa decir.
—Bueno, pues yo tengo miedo —confesó Jo—. No hago más que pensar qué haría si algo le sucediera a Lucy.
—Nada me va a suceder —dijo Lucy.
Se puso de pie y besó a Jo en la coronilla. La rodeó con los brazos, y si esta señal inequívoca de la naturaleza de la relación que existía entre ambas era una novedad para Marino, no lo demostró ni pareció darle importancia. Conocía a Lucy desde que tenía diez años y, en cierta medida, la influencia que tenía sobre ella había tenido mucho que ver con la decisión de mi sobrina de entrar a trabajar en las fuerzas del orden. Marino le había enseñado a disparar, le permitió conducir un auto por las calles junto a él y hasta la puso detrás del volante de una de sus sacrosantas camionetas.
La primera vez que comprendió que ella no se enamoraba de varones, actuó como un intolerante enloquecido lleno de prejuicios, probablemente porque temió que su influencia había fallado en lo que, a su criterio, era lo que más importaba. Hasta es posible que se haya preguntado si de alguna manera no tenía culpa en ello. Eso fue hace muchos años. Yo no recordaba cuándo fue la última vez que hizo un comentario intolerante con respecto a la orientación sexual de Lucy.
—Pero usted trabaja alrededor de la muerte todos los días —insistió Jo con suavidad—. Cuando ve que le ocurre a otra persona, ¿eso no le recuerda... bueno, lo que pasó? Yo no quisiera tenerle tanto miedo a la muerte.
—No tengo ninguna fórmula mágica —afirmé y me puse de pie—. Salvo que uno aprende a no pensar mucho en ello.
La pizza burbujeaba y le deslicé debajo una espátula.
—Huele bien —comentó Marino con una mirada de preocupación—. ¿Crees que alcanzará para todos?
Preparé una segunda pizza y, después, una tercera. Armé un fuego en la chimenea y todos nos sentamos delante de él en el living, con las luces apagadas. Marino siguió fiel a la cerveza, mientras que Lucy, Jo y yo bebimos un borgoña blanco que nos resultó estimulante.
—Tal vez deberías buscarte a alguien —sugirió Lucy mientras la luz y las sombras del fuego le bailaban en la cara.
—¡Mierda! —saltó Marino—. ¿Qué es esto, así, de repente? ¿«El juego de las parejas»? Si ella quiere contarte algo tan personal como eso, lo hará. Tú no deberías preguntárselo. No es agradable.
—La vida no es agradable —dijo Lucy—. ¿Y qué te importa si ella participa en «El juego de las parejas»?
Yo estaba en silencio y tenía la vista fija en el fuego. Comenzaba a hartarme de toda la situación. Me preguntaba si no habría sido mejor quedarme sola esta noche. Hasta Benton podía equivocarse alguna vez.
—¿Recuerdas cuando Doris te dejó? —continuó Lucy—. ¿Qué habría pasado si la gente no te hubiera preguntado qué pasó? ¿Si a nadie le hubiera importado cómo seguías adelante o si llevabas bien la separación? Porque es seguro que tú no habrías dicho nada por propia iniciativa. Lo mismo se aplica a las idiotas con quienes sales desde entonces. Cada vez que las cosas no andan bien con una, tus amigos tienen que salir al rescate y sacarte las cosas con tirabuzón.
Marino golpeó con tanta fuerza su botella de cerveza vacía sobre la repisa de la chimenea, que pensé que iba a romperla.
—Creo que uno de estos días deberías pensar en crecer un poco —dijo—. ¿Piensas esperar a tener treinta años para dejar de ser una mocosa tan insolente y presumida? Me voy a buscar otra cerveza.
Y salió de la habitación.
—Y te diré otra cosa —continuó Marino, casi de espaldas—. ¡Sólo porque piloteas helicópteros y programas computadoras y desarrollas tu musculatura y haces todas esas cosas, no significa que eres mejor que yo!
—¡Yo nunca dije que era mejor que tú! —le gritó Lucy.
—¿Cómo que no? —se oyó su voz desde la cocina.
—La diferencia entre nosotros es que yo hago lo que quiero en la vida —exclamó ella—. No acepto limitaciones.
—Estás tan llena de ti misma, agente Lucy.
—Ah, ahora sí que llegamos al fondo del asunto —dijo Lucy cuando él reapareció bebiendo cerveza—. Yo soy una agente federal que lucha contra el crimen en las calles más peligrosas del mundo. Y tú, de uniforme, te pasas la noche alrededor de cadáveres.
—¡Y a ti te gustan los revólveres porque te gustaría tener un pito!
—¿Para ser qué? ¿Un trípode?
—Suficiente —exclamé—. ¡Basta! Los dos deberían tener vergüenza de su conducta. Hacer esto... y justo ahora...
Se me quebró la voz y las lágrimas asomaron en mis ojos. Estaba decidida a no volver a perder de nuevo el control y me aterraba la idea de que, al parecer, no podía conseguirlo. Aparté la vista de ellos. El silencio era pesado y el fuego chisporroteaba. Marino se puso de pie y con el atizador removió las brasas y puso otro leño.
—Detesto la Navidad —dijo Lucy.
9
A la mañana siguiente, Lucy y Jo debían tomar un vuelo muy temprano y yo no podía soportar la soledad que volvería a sentir cuando les cerrara la puerta. Así que salí con ellas, con el maletín en la mano. Sabía que sería un día espantoso.
—Ojalá no tuvieran que irse —dije—. Pero supongo que Miami no sobreviría otro día si se quedaran aquí conmigo.
—Lo más probable es que Miami sobreviva de todos modos —dijo Lucy—. Pero para eso nos pagan: para librar batallas que ya están perdidas. Ahora que lo pienso, es bastante parecido a Richmond. Dios, qué mal me siento.
Las dos vestían jeans andrajosos y camisas arrugadas y no habían hecho otra cosa que ponerse gel en el pelo. Todas nos sentíamos agotadas allí, de pie, en el sendero de casa. Los faroles de la calle se habían apagado y el cielo tenía un color azul negruzco. No nos veíamos bien unas a otras, sólo nuestras formas, los ojos brillantes y un aliento brumoso. Hacía frío. La escarcha sobre nuestros autos parecía encaje.
—Excepto que los «Ciento sesenta y cinco» no sobrevivirán —dijo Lucy con tono ampuloso—. Y eso es algo que me dará mucha alegría.
—¿Quiénes? —pregunté.
—Los estúpidos traficantes de armas que perseguimos. ¿Recuerdas que te dije que los llamábamos así por la munición que elegían, que en este caso es Speer Gold Dot 165. Realmente una munición importante. Todo esto además de otras «cositas», como rifles AR 15 de gran calibre, pistolas rusas y chinas totalmente automáticas, importadas de tierras de promisión como Brasil, Venezuela, Colombia, Puerto Rico.
»Lo que ocurre es que algunas de estas cosas son pasadas de contrabando en barcos que transportan contenedores y que no lo saben —prosiguió Lucy—. Llegan a puerto en Los Ángeles. Descargan un contenedor cada minuto y medio. Es imposible que se pueda registrar todo eso.
—Sí, tienes razón. —La cabeza me dolía espantosamente.
—Nos halaga mucho que nos hayan encomendado esa misión —agregó secamente Jo—. Hace un par de meses, el cuerpo de un tipo de Panamá que más tarde se relacionó con ese cartel apareció en un canal del sur de La Florida. Cuando le practicaron la autopsia, le encontraron la lengua en el estómago porque sus compatriotas se la cortaron y lo obligaron a comérsela.
—Me parece que no quiero oír todo esto —dije mientras el veneno volvía a infiltrarse en mi mente.
—Yo soy Terry —me informó Lucy—. Y ella es Brandy. —Le sonrió a Jo. Chicas que no llegaron a terminar sus estudios y ni falta que hacía porque después de tantas drogas y encamadas conseguimos buenas direcciones para realizar asaltos a casas particulares. Hemos entablado una buena relación social con un par de muchachos de los «Ciento sesenta y cinco» que realizan esos asaltos a cambio de armas, dinero en efectivo y drogas. En este momento estamos instalando en la Fisher Island a un tipo que tiene suficientes armas para abrir una armería y suficiente cocaína como para hacer nevar.
Yo no podía soportar oírla hablar así.
—Por supuesto, también la víctima es un agente encubierto y trabaja para nosotros —continuó Lucy, mientras enormes cuervos negros comenzaban a hacer ruidos groseros y las luces se encendían en la calle.
Noté velas en las ventanas y guirnaldas en las puertas. Casi no había pensado en la Navidad y esa festividad estaría entre nosotros en menos de tres semanas. Lucy extrajo su billetera del bolsillo de atrás del jean y me mostró su permiso para conducir. La fotografía era suya, pero no así todo lo demás.
—Terry Jennifer Davis —me leyó—. Sexo femenino, blanca, veinticuatro años, un metro sesenta y siete, cincuenta y cuatro kilos ochocientos. Es muy raro ser otra persona. Deberías ver todo lo que me dieron, tía Kay. Una casita agradable en South Beach y un Benz deportivo V-12, confiscado en una redada antidrogas en San Pablo. De una especie de color plateado un poco ahumado. Y deberías ver mi revólver. Es un modelo de coleccionista. Calibre cuarenta, guía de acero inoxidable, pequeño. Una preciosura.
El veneno comenzaba a sofocarme. Me llenaba la parte de atrás de los ojos de una tonalidad morada y hacía que mis manos y pies empezaran a insensibilizarse.
—Lucy, ¿por qué no la cortas con los detalles? —dijo Jo al percibir la manera en que todo eso me afectaba—. Es como si ella te hiciera presenciar una autopsia. Creo que posiblemente es más de lo que a usted le gustaría saber, ¿verdad?
—Ella me ha dejado estar presente —se ufanó Lucy—. Creo que debo de haber visto como media docena de autopsias.
Ahora Jo empezaba a enojarse.
—Fueron demostraciones de la academia de policía —aclaró mi sobrina y se encogió de hombros—. No de homicidios con hacha.
Me impresionó su falta de sensibilidad. Era como si estuviera hablando de restaurantes.
—Por lo general, de personas que murieron por causas naturales o suicidio. Las familias donan los cuerpos a la división anatomía.
Sus palabras flotaron alrededor de mí como un gas nocivo.
—De modo que no les molesta si al tío Tim o la prima Beth les hacen una autopsia frente a un grupo de policías. De todos modos, la mayor parte de las familias no pueden costearse un entierro, y en cambio puede que reciban algo de dinero por la donación de esos cuerpos. ¿No es así, tía Kay?
—No, no es así. Y los cuerpos donados por familias a la ciencia no son utilizados para autopsias de demostración —respondí pasmada—. Por el amor de Dios, ¿qué te sucede? —le dije.
Las siluetas de los árboles desnudos resaltaban contra un amanecer nublado; dos Cadillacs pasaron frente a casa. Sentí que la gente comenzaba a mirarnos.
—Espero que no pienses convertir esto en hábito —fueron las palabras heladas que le arrojé a la cara—. Ya suena bastante estúpido cuando lo hacen las personas ignorantes y lobotomizadas. Y, para ser exacta, Lucy, te he permitido presenciar tres autopsias, y aunque las demostraciones de la academia de policía no fueron tal vez de asesinatos realizados con hacha, eran casos con seres humanos. Alguien amaba a esas tres personas muertas que tú viste. Esas tres personas muertas tenían sentimientos. De amor, de felicidad, de tristeza. Cenaban, se dirigían en auto al trabajo, se iban de vacaciones.
—No fue mi intención... —comenzó a decir Lucy.
—Puedes tener la seguridad de que cuando esas tres pobres personas estaban con vida, en ningún momento pensaron que terminarían en una morgue con veinte policías novatos y una chiquilina como tú con la vista fija en su cuerpo desnudo y abierto —continué—. ¿Te gustaría que ellos oyeran lo que acabas de decir?
En los ojos de Lucy brillaron lágrimas. Las tragó con fuerza y apartó la vista.
—Lo siento, tía Kay —se disculpó en voz baja.
—Porque siempre he sostenido que uno debería imaginar que las personas muertas escuchan lo que se dice. Tal vez escuchan las bromas que hacen los novatos. Y, por cierto, nosotros las escuchamos. ¿Qué efecto te produce a ti cuando te oyes o cuando oyes que otra persona hace esos comentarios lesivos?
—Tía Kay...
—Te diré cuál es el efecto —continué con furia creciente—. Terminas justo como en este momento.
Extendí una mano como para presentarle al mundo, mientras Lucy me miraba, perpleja.
—Terminas haciendo lo que yo hago ahora —dije—. De pie, frente a la casa, mientras sale el sol. Imaginando a alguien que uno ama en una maldita morgue. Imaginando que la gente se burla de él, hace chistes y comentarios sobre el tamaño de su pene o el hedor que despide. Es posible que lo hayan golpeado demasiado sobre la mesa. Tal vez en la mitad de ese maldito trabajo arrojaron una toalla sobre su cavidad torácica vacía y se fueron a almorzar. Y quizás algunos policías hicieron comentarios sobre «cuerpos bien crocantes» o «un poco demasiado tostados» o que están «FBI flambé».
Lucy y Jo me miraban con expresión azorada.
—No creas que yo no lo he oído todo ya —continué, puse la llave en la cerradura de la puerta de mi automóvil y la abrí—. Una vida que pasa por diferentes manos, aire frío y agua. Y todo es tan, tan frío. Aunque él hubiera muerto en su cama, al final todo es tan helado. Así que no me hables a mí de autopsias.
Me deslicé detrás del volante.
—No te atrevas a tener de nuevo esa actitud conmigo, Lucy. —No podía parar.
Mi voz parecía proceder de otra habitación. Hasta pensé que me estaba volviendo loca. ¿Acaso no era eso lo que les ocurría a las personas cuando perdían el juicio? Estaban fuera de sí y se veían hacer cosas que en realidad no eran propias de ellas, como matar a alguien o caminar por la cornisa de un edificio.
—Estas cosas siguen resonando para siempre en la cabeza de uno —le advertí—. Golpeando contra los costados del cráneo. No es verdad que las palabras no pueden hacer daño. Porque las tuyas me han lastimado muchísimo —le dije a mi sobrina—. Ahora vuélvete a Miami.
Lucy quedó paralizada cuando yo puse en marcha el motor del auto, arranqué a toda velocidad y un neumático trasero saltó por encima del borde de granito del sendero. Las vi a ella y a Jo por el espejo retrovisor. Se dijeron algo y después subieron a su automóvil alquilado. Las manos me temblaban tanto que no pude encender un cigarrillo hasta que tuve que frenar por el tráfico.
No permití que Lucy y Jo se me pusieran a la par. Doblé en la salida de la calle Nueva y las imaginé avanzando a toda velocidad por la I-64 en dirección al aeropuerto y a sus vidas encubiertas para luchar contra el crimen.
—Maldita seas —farfullé, pensando en mi sobrina.
El corazón me golpeó con fuerza, como si quisiera liberarse de mí.
—Maldita seas, Lucy. —Y me eché a llorar.
10
El nuevo edificio donde yo trabajaba era el ojo de una feroz tormenta de desarrollo que jamás imaginé cuando me mudé allí en la década de los 70. Recordé haberme sentido más bien traicionada cuando arremetí desde Miami, justo en el momento en que los negocios de Richmond decidieron trasladarse a los condados y centros comerciales vecinos. La gente dejó de hacer compras y de cenar en el centro, en especial durante la noche.
El carácter histórico de la ciudad se convirtió en una víctima del descuido y de la delincuencia hasta mediados de la década de los 90, cuando la Universidad Estatal de Virginia comenzó a reclamar y a revitalizar lo que había sido relegado a la ruina. Pareció que hermosos edificios se levantaban casi de la noche a la mañana, todos de diseño y materiales similares: ladrillos y vidrio. Mi oficina y la morgue compartían espacio con los laboratorios y el recientemente creado Instituto de Ciencia Forense y Medicina de Virginia, que era la primera academia de entrenamiento de este tipo en el país, si no en el mundo.
Hasta se me dio la oportunidad de elegir el lugar de estacionamiento cerca de la puerta del lobby, en el que ahora me encontraba, sentada en mi auto, reuniendo mis pertenencias y mis pensamientos. Con actitud infantil había desconectado el teléfono del auto para que Lucy no pudiera comunicarse conmigo. Lo encendí ahora con la esperanza de que sonara. Lo miré fijo. La última vez que había actuado de esa manera fue después de que Benton y yo tuvimos nuestra peor pelea y yo le ordené que se fuera de casa y no volviera jamás. Recuerdo que desenchufé los teléfonos y volví a enchufarlos una hora más tarde, y morí de pánico cuando él no me llamó.
Miré mi reloj. Lucy abordaría su vuelo en menos de una hora. Barajé la posibilidad de comunicarme con USAir y hacerla llamar por los altoparlantes. Me sentí humillada y asustada por la forma en que me había portado. Me sentí también impotente por no poder disculparme ante una persona llamada Terry Davis, que no tenía una tía Kay ni un número telefónico accesible y vivía en alguna parte de South Beach.
Mi aspecto era bastante lamentable cuando entré en el lobby. Jake, que trabajaba en el mostrador de seguridad, lo notó enseguida.
—Buenos días, doctora Scarpetta —me saludó con su habitual nerviosismo en ojos y manos—. No tiene muy buena cara.
—Buenos días, Jake —respondí—. ¿Cómo estás?
—Como siempre. Excepto que parece que el tiempo va a empeorar, y eso no me gusta nada.
Al decirlo, abría y cerraba una lapicera.
—No me puedo sacar de encima este dolor de espalda, doctora Scarpetta. Lo siento justo entre los omóplatos.
Movió los hombros y el cuello.
—Es como si algo me pinchara allá atrás. Me sucedió el otro día, después de levantar pesas. ¿Qué cree que debo hacer? ¿O tengo que pedírselo por escrito?
Pensé que trataba de hacerse el gracioso, pero él no sonreía.
—Aplicarse calor húmedo. Y no levantar pesos durante un tiempo —respondí.
—Bueno, gracias. ¿Cuánto le debo?
—Mis honorarios son demasiado altos para ti, Jake.
Él sonrió. Pasé mi tarjeta por la cerradura electrónica que había en la parte exterior de la puerta de mi oficina y ésta se abrió. Oí que mis empleadas Cleta y Polly conversaban y tipeaban. Ya sonaban las campanillas de los teléfonos y eso que todavía no eran las siete y media.
— ...realmente es un espanto.
—¿Crees que las personas de otros países tienen un olor diferente cuando entran en descomposición?
—Oh, vamos, Polly. No digas disparates.
Estaban en el interior de sus compartimientos grises, revisaban fotografías de autopsias e ingresaban datos en las computadoras, mientras los cursores saltaban de un campo al otro.
—Será mejor que se consiga un café mientras pueda —me saludó Cleta con una expresión de censura en el rostro.
—Si ésa no es la pura verdad... —dijo Polly y apretó una tecla.
—Lo oí —dije.
—Bueno, yo no pienso abrir la boca —dijo Polly, quien no podría hacerlo aunque lo intentara.
Cleta se pasó un dedo por los labios como para indicar que los tendría sellados, y lo hizo sin saltearse una tecla.
—¿Dónde están todos?
—En la morgue —respondió Cleta—. Hoy tenemos ocho casos.
—Has adelgazado mucho, Cleta —dije y me puse a recoger certificados de defunción del buzón de mi oficina.
—Cinco kilos y medio —exclamó ella mientras distribuía fotografías sangrientas como si fueran naipes y las ordenaba por número de caso—. Gracias por notarlo. Me alegra que por lo menos alguien de aquí se diera cuenta.
—Maldición —dije al mirar el certificado de defunción que estaba en la parte de arriba de la pila—. ¿Podremos convencer algún día al doctor Carmichael de que «paro cardíaco» no es una causa de muerte? A todo el mundo se le detiene el corazón cuando muere. La cuestión es por qué dejó de funcionar. Bueno, a este certificado hay que corregirlo.
Hojeé más certificados mientras caminaba por el largo vestíbulo alfombrado hacia mi oficina. Rose trabajaba en un espacio abierto con muchas ventanas, y no era posible llegar a mi puerta sin pasar por su oficina. Se encontraba de pie frente al cajón abierto de uno de sus muebles-archivo, y con los dedos iba pasando con rapidez un señalador tras otro.
—¿Cómo está? —me preguntó, con una lapicera sujeta en la boca—. Marino la está buscando.
—Rose, necesito que me consigas al doctor Carmichael.
—¿Otra vez?
—Me temo que sí.
—Ese hombre tiene que jubilarse.
Hacía años que mi secretaria lo decía. Cerró el cajón y abrió otro.
—¿Para qué me busca Marino? ¿Me llamó desde su casa?
Ella se sacó la lapicera de la boca.
—Está aquí. O estaba. Doctora Scarpetta, ¿recuerda esa carta que recibió el mes pasado de aquella mujer abominable?
—¿Qué mujer abominable? —pregunté y miré en todas direcciones en busca de Marino, pero no vi señales de él.
—La que está en la cárcel por asesinar a su marido después de sacarle un seguro de vida por un millón de dólares.
—Ah, ésa —dije.
Me saqué la chaqueta, entré en mi oficina y puse el maletín en el piso.
—¿Para qué me busca Marino? —repetí.
Rose no me contestó. Yo había notado que se estaba poniendo un poco sorda y cada nuevo indicio de sus flaquezas me asustaba. Puse los certificados de defunción sobre una pila de otros cien que todavía no había encontrado tiempo para revisar y colgué la chaqueta en el respaldo de la silla.
—La cuestión es —continuó Rose en voz alta— que desde entonces le escribió otra carta. Esta vez la acusa de latrocinio.
De la parte de atrás de la puerta tomé mi guardapolvo.
—Alega que usted conspiró con la compañía de seguros y cambió la forma de muerte de su marido de accidente a homicidio, para que ellos no tuvieran que pagarle el dinero de la póliza. Y que, por ello, usted recibió una buena cantidad, razón por la cual, en su opinión, puede darse el lujo de tener un Mercedes y ropa costosa.
Me puse el guardapolvo sobre los hombros y metí los brazos en las mangas.
—¿Sabe? doctora Scarpetta, ya no puedo luchar contra los chiflados. Algunos realmente me asustan, y creo que Internet no hace sino empeorar las cosas.
Rose espió por la puerta.
—No escuchó nada de lo que le dije —protestó.
—Yo compro mi ropa en las liquidaciones —contesté—. Y tú le echas a Internet la culpa de todo.
Probablemente ni me molestaría en salir a comprarme ropa si Rose no me obligara cada tanto a hacerlo cuando las tiendas tienen liquidaciones de fin de temporada. Yo detestaba salir de compras, a menos que se tratara de buen vino o comida. Odiaba las aglomeraciones. Odiaba los centros comerciales. Rose detestaba Internet y estaba convencida de que el mundo llegaría un día a su fin por culpa de esa red. Yo tuve que obligarla a utilizar el correo electrónico.
—Si Lucy llama, asegúrate de que yo reciba el llamado, no importa dónde esté —dije en el momento en que Marino entraba en la oficina de Rose—. E intenta ubicarla también en su oficina de campo.
El solo hecho de pensar en Lucy me hizo un nudo en el estómago. Yo me había enojado y le había dicho cosas que no sentía. Rose me miró. De alguna manera, lo supo.
—Capitán —le dijo a Marino—, lo veo muy elegante esta mañana.
Marino lanzó un gruñido. Se oyó ruido a vidrio cuando abrió un frasco de caramelos de limón que había sobre el escritorio y se sirvió algunos.
—¿Qué quiere que haga con la carta de esa mujer loca? —Rose me espió por la puerta abierta, con sus anteojos de ver de cerca montados sobre la nariz mientras revisaba otro cajón del archivo.
—Creo que es tiempo de que enviemos la carpeta de la señora, si es que alguna vez la encuentras, a la oficina del Fiscal General —dije—. Por si esa mujer me inicia juicio. Que supongo será su siguiente paso. Buenos días, Marino.
—¿Hablas de esa loca suelta que metí en la cárcel? —preguntó él mientras chupaba un caramelo.
—Así es —dije al recordarlo—. Esa loca fue uno de tus casos.
—De modo que supongo que también me querellará a mí.
—Es probable —murmuré, de pie frente a mi escritorio, mientras revisaba los llamados telefónicos del día anterior—. ¿Por qué llama todo el mundo cuando yo no estoy aquí?
—Creo que empiezo a acostumbrarme a que me hagan juicio —afirmó Marino—. Me hace sentir una persona especial.
—Lo que es yo, no puedo acostumbrarme a verlo de uniforme, capitán Marino —dijo Rose—. ¿Debería hacerle la venia?
—No se burle de mí, Rose.
—Creí que tu turno no empezaba hasta las tres —dije.
—Lo bueno de ser querellado es que es la ciudad la que tendrá que pagar. Ja, ja. A la mierda con ellos.
—Ya veremos cuánto se ríe cuando uno de estos días termine teniendo que pagar y pierda su camioneta y su pileta de natación. O todos esos adornos de Navidad y cajas de fusibles adicionales, Dios no lo permita —le comentó Rose cuando yo abría y cerraba los cajones de mi escritorio.
—¿Alguien vio mis lapiceras? —pregunté—. No tengo ni una. ¿Rose? El viernes tenía aquí por lo menos una caja. Lo sé porque yo misma la compré la última vez que estuve en Ukrops. ¡Y también falta mi Waterman!
—No diga que no le advertí que no dejara por aquí nada de valor —me dijo Rose.
—Tengo que fumar —me aclaró Marino—. Estoy harto de los malditos edificios en los que no se puede fumar. Tienes aquí tanta gente muerta y al Estado le preocupa que la gente no fume. ¿Qué hay de los vapores de la formalina? Aspirarlos un par de veces puede hacer que un caballo caiga al suelo.
—¡Maldición! —Cerré un cajón con rabia y abrí otro—. ¿Saben qué? Tampoco encuentro Advil, ni polvo de BC ni Sudafed. Ahora me estoy enojando en serio.
—Primero el dinero para el café, el teléfono celular de Cleta, almuerzos, y ahora sus lapiceras y aspirina. Las cosas han llegado a un punto en que yo me llevo la billetera a todas partes adonde voy. En la oficina se empieza a hablar del «Ladrón de cadáveres» —dijo Rose con furia—. Y a mí no me parece nada gracioso.
Marino se le acercó y le pasó un brazo por los hombros.
—Querida, no puede culpar a un hombre por querer robarse su cuerpo —le dijo al oído con dulzura—. Yo he querido hacerlo desde la primera vez que la vi, por la época en que tenía que enseñarle a la Doc todo lo que ella sabe.
Con timidez, Rose le pellizcó una mejilla y le apoyó la cabeza sobre un hombro. De pronto parecía derrotada y muy vieja.
—Estoy cansada, capitán —murmuró Rose.
—Yo también, mi amor. Yo también.
Miré mi reloj.
—Rose, por favor, avísale a todo mi equipo que la reunión se iniciará con algunos minutos de retraso. Marino, hablemos.
El salón para fumar se encontraba en un rincón del playón, donde había dos sillas, una máquina expendedora de refrescos y un cenicero sucio y desportillado que Marino y yo pusimos entre los dos. Cada uno encendió un cigarrillo y yo volví a sentir un poco de culpa.
—¿Por qué estás aquí? —pregunté—. ¿No te causaste suficientes problemas ayer?
—Estuve pensando en lo que Lucy dijo anoche —explicó Marino—. Sobre mi situación actual, ¿sabes? Cómo estoy prácticamente fuera de servicio, liquidado, Doc. Si quieres que te diga la verdad, no lo aguanto. Soy detective. Lo he sido durante casi toda mi vida. No puedo seguir con esta mierda del uniforme. No puedo trabajar para taradas como Diane «Borrica» Bray.
—Para eso diste el año pasado el examen de investigación de campo —le recordé—. No tienes por qué quedarte en el departamento de policía, Marino. En ningún departamento. Tienes suficientes años de trabajo para jubilarte. Puedes pautar tus propias reglas.
—No te ofendas, Doc, pero tampoco quiero trabajar para ti —dijo—. No, ni siquiera unas horas por día o en algún caso en particular.
El Estado me había dado dos cupos para investigadores de campo, que yo todavía no había cubierto.
—Lo cierto es que tienes opciones —le contesté, un poco dolida pero decidida a no demostrarlo.
Él permaneció callado. Benton entró en mi mente y en sus ojos vi lo que sentía. Después desapareció. Percibí la sombra de Rose y temí perder a Lucy. Pensé que me volvería vieja y la gente se esfumaría de mi vida.
—No me abandones, Marino —le pedí.
No me contestó enseguida y, cuando lo hizo, había furia en sus ojos.
—Mándalos a todos a la mierda, Doc —dijo—. Nadie me va a decir qué debo hacer. Si quiero trabajar en un caso, vaya si lo haré.
Sacudió la ceniza de su cigarrillo y pareció sentirse muy complacido consigo mismo.
—No quiero que te despidan ni que te degraden —dije.
—No pueden degradarme más de lo que estoy —replicó él con otro arranque de furia—. No pueden hacerme menos que capitán, y no hay ninguna designación peor que la que yo tengo. Y deja que me despidan. ¿Sabes una cosa? No lo harán. ¿Y quieres que te diga por qué? Porque yo podría ir a Henrico, Chesterfield, Hanover, cualquier parte. No tienes idea de la cantidad de veces que me pidieron que tomara a mi cargo investigaciones en otros departamentos.
De pronto recordé que tenía en la mano un cigarrillo sin encender.
—Algunos de ellos hasta querían que yo fuera el jefe —dijo, dejándose llevar aún más por su optimismo.
—No te engañes —le advertí y sentí el primer golpe del mentol—. Dios, no puedo creer que esté haciendo esto de nuevo.
—No trato de engañar a nadie —dijo él, y percibí cómo su depresión iba avanzando como un frente de baja presión—. Es como si yo estuviera en el planeta equivocado. No conozco a las Bray y las Anderson de este mundo. ¿Quiénes son estas mujeres?
—Personas ávidas de poder.
—Tú tienes poder. Eres mucho más poderosa que ellas o que cualquier otra persona que conozco, incluyendo a muchos hombres, y tú no eres así.
—Te confieso que en estos días no me siento muy poderosa. Esta mañana ni siquiera pude controlar mi mal humor en la puerta de casa, frente a mi sobrina, su amiga y, probablemente, algunos vecinos. —Solté un poco de humo—. Y eso me hace sentir muy mal.
Marino se inclinó hacia adelante en su silla.
—Tú y yo somos las únicas dos personas a las que les importa ese cadáver descompuesto que está allá adentro.
Movió el pulgar hacia la puerta que daba a la morgue.
—Apuesto a que Anderson ni siquiera se presentará esta mañana —continuó Marino—. Una cosa es segura: no la tendrás cerca cuando hagas esa autopsia.
La expresión de su cara provocó un descalabro en mi ritmo cardíaco. Marino estaba desesperado. Lo que había hecho durante toda su vida era, en realidad, lo único que le quedaba, salvo una ex esposa y un hijo llamado Rocky al que no veía nunca. Marino estaba atrapado en un cuerpo maltratado por él mismo que algún día se vengaría. Carecía de dinero y tenía un gusto espantoso con respecto a las mujeres. Era políticamente incorrecto, desaliñado y mal hablado.
—Bueno, en una cosa tienes razón —acepté—. No deberías estar de uniforme. De hecho, eres una deshonra para el departamento. ¿Qué es eso que tienes en la camisa? ¿De nuevo mostaza? Tu corbata es demasiado corta. Déjame ver tus medias.
Me agaché y espié por debajo de las botamangas de sus pantalones de uniforme.
—No hacen juego. Una es negra y la otra, azul marino —dije.
—No dejes que yo te meta en problemas, Doc.
—Ya estoy metida en problemas, Marino.
11
Uno de los aspectos más despiadados de mi trabajo era que los restos de personas desconocidas se convertían en «El Torso» o «La Señora del Baúl» o «El Hombre Superman». Eran apelativos que le robaban a la persona su identidad y todo lo que había sido o hecho en la tierra, tanto como se lo había quitado la muerte.
Para mí, era una dolorosa derrota personal no poder descubrir la identidad de alguien que me había sido encomendado. Entonces yo guardaba los huesos en cajas y las almacenaba en el armario de esqueletos, a la espera de que algún día me dijeran a quién pertenecían. Guardaba durante meses y años cuerpos intactos o sus partes en cámaras refrigeradoras, y no los entregaba a las tumbas para pobres hasta que ya no quedaba esperanza ni espacio. Porque no teníamos lugar suficiente para mantener a alguien eternamente.
El caso de esta mañana había sido bautizado «El Hombre del Contenedor». Estaba en muy mal estado y yo confiaba en no tener que conservarlo demasiado tiempo. Cuando la descomposición estaba tan avanzada, ni la refrigeración podía detenerla.
—A veces no sé cómo lo aguantas —gruñó Marino.
Estábamos en el vestuario, al lado de la morgue, y ninguna puerta cerrada ni pared de cemento lograba bloquear por completo el hedor.
—Tú no necesitas estar aquí —le recordé.
—No me lo perdería por nada en el mundo.
Nos pusimos dos batas cada uno, guantes, protectores de mangas, fundas para calzado, barbijos y capuchas con visor. No teníamos equipos de aire porque yo no creía en ellos, y más vale que no pescara a ninguno de los de mi equipo poniéndose pomada de eucalipto en la nariz, aunque los policías lo hacían todo el tiempo. Si un médico forense no era capaz de soportar la parte más desagradable del trabajo, entonces debía dedicarse a otra cosa.
Además, los olores son importantes. Cuentan su propia historia. Un olor dulzón puede indicar la existencia de etilclorovinol, mientras que el hidrato de cloral tiene el mismo olor de las peras. Los dos pueden hacerme pensar en una sobredosis de hipnóticos, al tiempo que un dejo de olor a ajo puede señalar arsénico. Los fenoles y el nitrobenceno me hacen pensar, respectivamente, en éter y betún para zapatos, y el etilenglicol tiene el mismo olor que los anticongelantes porque eso es precisamente lo que es. Aislar olores potencialmente significativos del espantoso hedor de cuerpos sucios y carne en descomposición se parece mucho a un trabajo de arqueología. Uno debe concentrarse en lo que está allí para que lo hallemos y no en las lamentables condiciones de lo que lo rodean.
La sala de descomposición, como nosotros la llamábamos, era una versión en miniatura de la sala de autopsias. Tenía su propio sistema de refrigeración y de ventilación y una única mesa que era posible plegar y anexar a un enorme piletón. Todo, incluyendo los armarios y las puertas, era de acero inoxidable. Las paredes y el piso estaban cubiertos con una capa de acrílico no absorbente capaz de soportar los lavados más enérgicos con desinfectantes y lavandina. Las puertas automáticas se abrían con botones de acero suficientemente grandes como para poder ser oprimidos con los codos en lugar de con las manos.
Cuando las puertas de cerraron detrás de Marino y de mí, quedé helada al ver a Anderson apoyada contra una mesada; la camilla con la bolsa con el cadáver estacionada en mitad del piso. El cuerpo representa una prueba. Yo jamás dejaba a un investigador a solas con un cuerpo sin examinar, y por cierto menos desde el juicio a O. J. Simpson, cuando se convirtió en moda que todos, salvo el acusado, fueran impugnados en la corte.
—¿Qué hace usted aquí y dónde está Chuck? —le pregunté a Anderson.
Chuck Ruffin era mi supervisor de la morgue y debería haber estado allí un tiempo antes para revisar el instrumental quirúrgico, rotular los tubos de ensayo y asegurarse de que yo tenía todo el material necesario.
—Él me dejó entrar y se fue a alguna parte.
—¿La hizo entrar aquí y la dejó sola? ¿Eso fue hace cuánto tiempo?
—Hace unos veinte minutos —respondió Anderson.
Miraba a Marino con cautela.
—¿Detecto pomada de eucalipto en su nariz? —preguntó Marino.
En el labio superior de Anderson brillaba un rastro de vaselina.
—¿Ve ese equipo desodorante de tamaño industrial que hay allí? —Marino indicó con la cabeza el sistema especial de ventilación que había en el cielo raso—. ¿Sabe qué, Anderson? Que no servirá de nada cuando esta bolsa se abra.
—No pienso quedarme aquí —respondió ella.
Eso era obvio. Ni siquiera se había puesto guantes quirúrgicos.
—No debería estar aquí sin un atuendo protector —le advertí.
—Sólo quería que supiera que estaré hablando con los testigos y quiero que se comunique conmigo cuando tenga información sobre qué le sucedió a ese hombre —dijo ella.
—¿Qué testigos? ¿Bray piensa mandarla a Bélgica? —preguntó Marino, y su aliento nubló su visor.
No creí ni por un momento que Anderson hubiera entrado en ese lugar tan desagradable para decirme algo. Sin duda su intención había sido otra. Miré la bolsa para cadáveres color rojo oscuro para comprobar si había sido alterada de alguna manera, mientras los dedos helados de la paranoia me rozaban el cerebro. Miré el reloj de pared. Eran casi las nueve.
—Llámeme —repitió Anderson, como quien imparte una orden.
Las puertas se cerraron detrás de ella. Tomé el intercomunicador y llamé a Rose.
—¿Dónde demonios está Chuck? —pregunté.
—Sólo Dios lo sabe —respondió Rose, quien no hizo ningún esfuerzo por ocultar el desprecio que sentía por ese muchacho.
—Por favor, encuéntralo y dile que venga aquí ya mismo —ordené—. Me está volviendo loca. Y, como siempre, anota este llamado. Documéntalo todo.
—Siempre lo hago.
—Uno de estos días lo despediré —le dije a Marino cuando corté la comunicación—. Tan pronto tenga suficientes pruebas contra él. Es perezoso y totalmente irresponsable, y no solía serlo antes.
—Es «más» perezoso e irresponsable de lo que solía ser —me corrigió Marino—. A ese tipo le faltan caramelos en el frasco, Doc. Está tramando algo y, para que sepas, te diré que quiere entrar en la policía.
—Estupendo —dije—. Pueden quedárselo.
—Es uno de esos tipos que se mueren por los uniformes, las pistolas y los silenciadores —dijo mientras yo empezaba a abrir el cierre de la bolsa.
La voz de Marino comenzaba a perder entusiasmo. Hacía todo lo posible por mostrarse estoico.
—¿Te sientes bien? —pregunté.
—Sí, claro.
El hedor se abatió sobre nosotros como un frente de tormenta.
—¡Mierda! —se quejó Marino cuando abrí las sábanas que amortajaban el cadáver—. ¡Maldito hijo de puta de porquería!
Había casos en que un cuerpo estaba en un estado tan horroroso que se transformaba en un miasma surrealista de colores, texturas y olores anormales capaces de distorsionar, desorientar y hacer que alguien se desplomara en el piso. Marino corrió hacia la mesada y se alejó todo lo posible de la camilla; yo traté de no reír.
Con su atuendo quirúrgico, Marino tenía un aspecto ridículo. Cuando se ponía fundas en los zapatos, tendía a resbalar por el piso, y como el gorro no alcanzaba a cubrirle del todo su cabeza calva, solía trepársele como un pirotín de papel. Le di otros quince minutos antes de que se lo arrancara, como hacía siempre.
—Este hombre no puede evitar encontrarse en el estado que está —le recordé.
Pero Marino estaba muy ocupado en meterse pomada de eucalipto en cada uno de los orificios de la nariz.
—Bueno, eso me parece una actitud un poco hipócrita de tu parte —le comenté cuando las puertas volvieron a abrirse y Chuck Ruffin entró con las radiografías.
—No es buena idea traer a alguien aquí y después desaparecer —le dije—. En especial cuando se trata de una detective novata.
—No sabía que era nueva.
—¿Qué creíste que era? —le preguntó Marino—. Nunca antes había estado aquí y parece de trece años.
—Sí, ya lo creo. Tiene el pecho como una tabla. No como me gusta a mí, se los aseguro—dijo Ruffin—. ¡Alerta las lesbianas! ¡RWIRR-RWIRR-RWIRR! —se burló, imitando una sirena y moviendo las manos como si fueran luces de emergencia.
—No dejamos a personas no autorizadas junto a cuerpos que no han sido examinados. Y eso incluye a los policías. Tengan o no experiencia. —Tuve ganas de despedirlo allí mismo.
—Ya lo sé. —Trató de ser simpático—. Todo eso de O. J. y el guante de cuero que plantaron en la escena.
Ruffin era un joven alto y delgado, con ojos marrones y soñolientos y pelo rubio indisciplinado que parecía crecerle en varias direcciones y le daba ese aspecto de alguien que acababa de levantarse de la cama que a las mujeres les resultaba irresistible. Pero a mí no lograba seducirme y ya ni siquiera lo intentaba.
—¿A qué hora vino esta mañana la detective Anderson? —le pregunté.
Su respuesta fue seguir encendiendo los negatoscopios, que brillaron con fuerza en las paredes.
—Lamento haber llegado tarde. Hablaba por teléfono con mi esposa. Está enferma —prosiguió.
Eran tantas las veces que había usado a su esposa como excusa que a esta altura debía de tener una enfermedad crónica o ser hipocondríaca, tener el síndrome de Munchausen o estar casi muerta.
—Supongo que René decidió no quedarse... —dijo, refiriéndose a Anderson.
—¿René? —lo interrumpió Marino—. No sabía que ustedes se conocieran tanto.
Ruffin empezó a sacar las placas radiográficas de los sobres grandes de papel manila.
—Chuck, ¿a qué hora llegó aquí Anderson? —intenté de nuevo.
—¿Con exactitud? —Ruffin pensó un momento—. Supongo que a eso de las y cuarto.
—Las ocho y cuarto —dije.
—Sí.
—¿Y la dejaste en la morgue cuando sabías que todos estaríamos en la reunión de equipo? —pregunté mientras él ponía las placas en los negatoscopios—. Sabías que la morgue estaría desierta y por todos lados había papeles, efectos personales y cadáveres.
—Ella nunca había estado en una morgue, así que le ofrecí una visita guiada... —continuó—. Además, yo estaba aquí, tratando de ponerme al día con el recuento de píldoras.
Se refería a la interminable provisión de medicamentos recetados que acompañaban a la mayor parte de nuestros casos. A Ruffin le tocaba la tediosa tarea de contar esas píldoras y después arrojarlas al desagüe de la pileta.
—Vaya, miren eso —exclamó.
Las radiografías del cráneo, tomadas desde distintos ángulos, mostraban suturas metálicas en el lado izquierdo de la mandíbula. Se veían tan bien como las costuras de una pelota de béisbol.
—El Hombre del Contenedor tiene una mandíbula rota —concluyó Ruffin—. Eso debería ser suficiente para identificarlo, ¿no, doctora Scarpetta?
—Si es que logramos acceder a sus radiografías anteriores —repliqué.
—Ése es siempre el problema —agregó Ruffin. Hacía todo lo posible por distraerme porque sabía que estaba en problemas.
Observé las sombras radioopacas y la forma de los senos y del hueso y no vi otras fracturas, deformidades ni anomalías. Sin embargo, cuando le limpié los dientes, noté que tenía una cúspide de Carabelli adicional. Todos los molares tienen cuatro cúspides o prominencias. Ése tenía cinco.
—¿Qué es un Carabelli? —quiso saber Marino.
—Una persona. No sé bien quién. —Le señalé la pieza en cuestión—. Maxilar superior. Lingual y mesial o hacia la lengua y hacia adelante.
—Supongo que está bien —dijo Marino—. Aunque confieso que no tengo la menor idea de qué significa lo que acabas de decir.
—Es un rasgo poco frecuente —expliqué—. Para no mencionar su configuración sinusal, su mandíbula fracturada. Tenemos suficientes elementos para identificarlo media docena de veces si encontramos algún material premortem para comparar.
—Eso lo decimos todo el tiempo, Doc —me recordó Marino—. Demonios, has tenido aquí personas con ojos de vidrio, piernas ortopédicas, placas en el cerebro, anillos de sello, aparatos de ortodoncia en los dientes, lo que se te ocurra, y de todos modos nunca descubrimos quiénes demonios eran porque nadie denunció su desaparición. O quizá sí lo hicieron, pero el caso se perdió en el espacio. O no pudimos encontrar ni una maldita placa radiográfica ni registro dental.
—Tiene arreglos dentales aquí y allá —dije y señalé varias emplomaduras que aparecían de color blanco brillante en las formas opacas de dos molares—. Parece que tuvo una excelente atención odontológica. Sus uñas están cuidadosamente cortadas. Pongámoslo sobre la mesa. Será mejor que apuremos el trámite. Se está poniendo cada vez peor.
12
Tenía los ojos saltones como los sapos, y el cuero cabelludo y la barba comenzaban a desprenderse junto con la capa exterior de la piel que se oscurecía cada vez más. La cabeza cayó hacia un costado y de su cuerpo se filtró el poco fluido que le quedaba cuando lo tomé por las rodillas y Ruffin lo asió por debajo de los brazos. Luchamos para levantarlo y colocarlo sobre la mesa mientras Marino sostenía la camilla.
—El sentido de estas mesas nuevas —jadeé—, es que no necesitemos hacer esto.
No todos los servicios de traslado de cadáveres y funerarias se habían modernizado. Todavía utilizaban sus desvencijadas camillas y transferían el cuerpo a cualquier camilla con ruedas que encontraban en lugar de a una de las nuevas mesas de autopsias que podíamos llevar cómodamente al lado de la pileta. Hasta el momento, mis intentos de proteger nuestras espaldas no habían tenido demasiado éxito.
—Eh, Chuckie-querido —dijo Marino—. Oí decir que quieres trabajar con nosotros.
—¿Quién lo dice? —Era obvio que Ruffin estaba sorprendido. Enseguida se puso a la defensiva.
El cadáver golpeó contra el acero inoxidable.
—Es lo que se rumorea en la calle —continuó Marino.
Ruffin no contestó y se puso a manguerear la camilla. Después la secó con una toalla, la cubrió con sábanas limpias y lo mismo hizo con la mesada, mientras yo tomaba fotografías.
—Bueno, te prevengo una cosa —le advirtió Marino—, no es oro todo lo que reluce.
—Chuck —dije—. Necesitamos más película Polaroid.
—Ya va.
—La realidad siempre es un poco diferente —prosiguió Marino con su tono condescendiente—. Es recorrer la ciudad en auto toda la noche mientras no sucede nada y uno se muere de tedio. Es ser escupido, maldecido, despreciado, tener que conducir autos destartalados mientras una serie de imbéciles juegan a la política, son obsecuentes, consiguen elegantes oficinas y juegan al golf con los personajones.
El aire sopló, el agua tamborileó y corrió. Dibujé las suturas metálicas y la cúspide adicional y deseé que la pesadez que sentía dentro desapareciera. A pesar de todo lo que sabía acerca de cómo funcionaba el cuerpo, no entendía —no en realidad— cómo la tristeza podía iniciarse en el cerebro y diseminarse por todo el cuerpo como una infección general que corroe, pulsa, inflama y entumece y, en última instancia, destruye carreras y familias o, en algunos casos lamentables, la vida física de una persona.
—Buena ropa —decía Ruffin en ese momento—. De Armani. Es la primera vez que veo tan de cerca un traje así.
—Solamente sus zapatos y su cinturón de piel de cocodrilo deben de costar como mil dólares —comenté.
—¿En serio? —preguntó Marino—. Probablemente eso fue lo que lo mató. Su esposa le compra esas cosas para su cumpleaños, él descubre lo que le costaron y tiene un infarto. ¿Te importa si enciendo aquí un cigarrillo, Doc?
—Sí, me importa. ¿Qué puedes decirme con respecto a cuál era la temperatura en Antwerp cuando el barco zarpó? ¿Se lo preguntaste a Shaw?
—Una mínima de nueve y una máxima de veinte —contestó Marino—. El mismo clima cálido que los demás han tenido. Si el tiempo sigue así, sería mejor pasar la Navidad con Lucy en Miami. Eso o instalar una palmera en mi living.
La mención del nombre de Lucy me apretó el corazón con una mano dura y helada. Ella siempre fue una chica difícil y complicada. Eran muy pocas las personas que la conocían bien, aunque creyeran conocerla. Acurrucada detrás de su bunker de inteligencia, proezas y actitud temeraria, había una pequeña herida que perseguía dragones que el resto de nosotros temíamos. La aterraba el abandono, real o fantaseado. Por eso, Lucy era la que siempre rechazaba a los demás.
—¿Notó alguna vez cómo la mayor parte de las personas no parecen estar muy bien vestidas cuando mueren? —dijo Chuck—. Me pregunto por qué será.
—Mira, me pondré guantes limpios y me quedaré parado en el rincón —me avisó Marino—. Necesito desesperadamente un cigarrillo.
—Excepto la primavera pasada, cuando esos chicos murieron cuando regresaban a su casa del baile de promoción —continuó Chuck—. Estaban vestidos con esmoquin azul y llevaban una flor en la solapa.
La cintura de los jeans estaba arrugada debajo del cinturón.
—Los pantalones le quedaban demasiado grandes en la cintura —dije, y lo registré en un formulario—. Tal vez uno o dos talles. Debe de haber sido más corpulento en algún momento.
—Es difícil saber cuál era su tamaño —agregó Marino—. En este momento tiene un abdomen más grande que el mío.
—Está lleno de gas —expliqué.
—Una pena que ésa no es su excusa. —Ruffin se estaba poniendo más insolente.
—Mide un metro setenta y dos y pesa cuarenta y cinco kilos trescientos, lo cual significa, si consideramos la pérdida de fluidos, que cuando vivía probablemente pesaba entre sesenta y tres y sesenta y ocho kilos —calculé—. Un hombre de tamaño corriente quien, como acabo de decir, puede haber sido más corpulento en algún momento anterior, según su ropa. Tiene cabellos extraños en la ropa. De quince a dieciocho centímetros, color amarillo claro.
Di vuelta el bolsillo izquierdo del jean y encontré más pelos, un alicate para cigarros de plata sellada y un encendedor. Los puse sobre una hoja limpia de papel blanco, procurando no arruinar posibles huellas dactilares. En el bolsillo derecho había dos monedas de cinco francos cada una, una libra inglesa y muchos billetes extranjeros plegados con los que yo no estaba familiarizada.
—No llevaba billetera, pasaporte ni joyas —dije.
—Decididamente parece un robo —conjeturó Marino—. Salvo por lo que tenía en los bolsillos. Eso no tiene demasiado sentido. Cualquiera diría que, si alguien lo robó, también se habría llevado esas cosas.
—Chuck, ¿llamaste ya al doctor Boatwright? —le pregunté.
Era uno de los odontólogos, o dentistas forenses, que habitualmente pedíamos prestado a la Facultad de Medicina de Virginia.
—Lo haré ahora.
Se sacó los guantes y se acercó al teléfono. Lo oí abrir cajones y armarios.
—¿No vio el índice telefónico? —preguntó.
—Tú eres el que debe ocuparse de esas cosas —respondí, irritada.
—Enseguida vuelvo. —Ruffin estaba impaciente por desaparecer de nuevo por un rato.
Se fue, y Marino lo siguió con la vista.
—Es un tarado —dijo.
—No sé qué hacer con respecto a él —comenté—. Porque en realidad no es tonto, Marino. Ésa es parte del problema.
—¿Intentaste preguntarle qué demonios le pasa? ¿Si, por ejemplo, tiene lagunas mentales, trastornos de falta de atención o algo por el estilo? Quizá se golpeó la cabeza contra algo o se ha estado masturbando demasiado.
—No le pregunté específicamente esas cosas.
—No olvides que el mes pasado dejó que una bala se fuera por el desagüe de la pileta, Doc. Y que después actuó como si fuera culpa tuya, que fue la mentira del siglo. Quiero decir, yo estaba allí.
Yo luchaba con los jeans mojados y viscosos del muerto, y trataba de deslizarlos por debajo de sus caderas y muslos.
—¿Podrías darme una mano? —le pedí.
Con cuidado le pasamos los jeans por las rodillas y los pies. Después le quitamos los calzoncillos negros, las medias y la camiseta y puse todo en la camilla cubierta con una sábana. Examiné cuidadosamente esa ropa en busca de desgarros o agujeros y cualquier tipo de prueba. Noté que la parte de atrás de los pantalones, en especial el asiento, estaba mucho más sucia que el resto. Y la parte de atrás de los zapatos mostraba raspones.
—Los jeans, los calzoncillos negros y la camiseta son Armani y Versace. Los calzoncillos están puestos al revés. —Seguí haciendo inventario—. Los zapatos, el cinturón y las medias son Armani. ¿Ves la suciedad y los raspones? —Se los señalé a Marino—. Podría significar que fue arrastrado desde atrás, si alguien lo sostenía por las axilas.
—Eso es lo que estoy pensando —dijo Marino.
Unos quince minutos más tarde, las puertas se abrieron y Ruffin entró con el índice telefónico en la mano. Lo sujetó a la puerta de un armario.
—¿Me perdí algo? —preguntó con tono animado.
—Le echaremos un vistazo a la ropa con la Luma-Lite y después la dejaré secar y los de huellas dactilares pueden ocuparse de ella —instruí a Ruffin con un tono nada cordial—. Seca sus demás efectos personales con secador y después mételos en una bolsa.
Enseguida él se puso guantes.
—Diez-cuatro —dijo, con irritación.
—Parece que ya estás estudiando para entrar en la academia de policía —lo aguijoneó más Marino—. Bien por ti, muchacho.
13
Me concentré totalmente en lo que estaba haciendo y mi mente se zambulló en un cuerpo que estaba autodigerido por completo y putrefacto, casi no reconocible como humano.
La muerte había convertido a ese hombre en un ser indefenso, y las bacterias escapadas del tracto gastrointestinal invadieron su cuerpo a voluntad, fermentando y llenando cada espacio con gas. Destruyeron las paredes de las células y transformaron la sangre de venas y arterias en un líquido color negro verdusco: hicieron así que la totalidad del sistema circulatorio fuera visible a través de la piel decolorada, como ríos y tributarios en un mapa.
Los sectores del cuerpo que habían estado cubiertos con ropa se encontraban en mucho mejor estado que la cabeza y las manos.
—Dios, qué terrible sería tropezar con él cuando uno anda desnudo por la noche —comentó Ruffin con la vista fija en el muerto.
—El pobre no puede evitarlo —dije.
—Y, ¿sabes qué, Chuckie-querido? —agregó Marino—. Algún día, cuando estés muerto, tu aspecto será igualmente horrible.
—¿Sabemos con exactitud en qué lugar de la bodega del barco estaba el contenedor? —le pregunté a Marino.
—Un par de hileras al fondo.
—¿Y qué me dices de las condiciones climáticas durante las dos semanas en que el barco navegaba en alta mar?
—En general, fueron buenas. Un promedio de quince grados, con una máxima de veintiuno. Gracias a El Niño, la gente hace sus compras de Navidad en pantalones cortos.
—¿De modo que usted piensa que es posible que este hombre haya muerto a bordo y que alguien lo metiera en el contenedor? —preguntó Ruffin.
—No, eso no es lo que estoy pensando, Chuckie-querido.
—Mi nombre es Chuck.
—Depende de quién es la persona que habla contigo. De modo que éste es el problema, Chuckie-querido. Si en una bodega hay toneladas de contenedores apretados como sardinas, dime cómo harías para meter un cadáver en uno —dijo Marino—. No se podría siquiera abrir la puerta. A lo cual se suma que los precintos estaban intactos.
Acerqué una lámpara quirúrgica y con fórceps y una lupa o, en algunos casos, un hisopo, recogí fibras y residuos.
—Chuck, tenemos que verificar cuánta formalina tenemos —pedí—. El otro día había poca. ¿O ya te ocupaste de conseguir más?
—Todavía no.
—No inhales demasiados vapores de esa sustancia —dijo Marino—. Ya ves lo que le hace a todos esos cerebros que tienes por aquí.
La formalina es un formaldehído diluido, una sustancia química muy reactiva que sirve para preservar o «fijar» secciones u órganos quirúrgicos o, en el caso de donaciones anatómicas, cuerpos enteros. Mata los tejidos y es extremadamente corrosiva para con las vías respiratorias, la piel y los ojos.
—Iré a verificar la existencia de formalina —informó Ruffin.
—No, no lo harás ahora —dije—. No hasta que terminemos aquí.
Él le quitó la tapa a un marcador con tinta indeleble.
—¿Qué tal si alguien llama a Cleta para ver si Anderson ya se fue? —sugerí—. No quiero que ande dando vueltas por aquí.
—Yo lo haré —dijo Marino.
—Tengo que reconocer que todavía me cuesta hacerme a la idea de que mujeres policías persigan a asesinos —le dijo Ruffin a Marino—. Seguro que cuando usted empezó, lo único que hacían ellas era revisar los parquímetros.
Marino se acercó al teléfono.
—Quítate los guantes —le grité, porque él siempre olvidaba hacerlo, por muchos carteles que yo pusiera de «Manos limpias, por favor».
Moví con lentitud la lupa y me detuve. Las rodillas se veían escoriadas y manchadas, como si el hombre hubiera estado arrodillado sobre una superficie áspera y sucia, y sin los pantalones puestos. Le revisé los codos. También estaban escoriados y sucios, pero era difícil saberlo con certeza por el estado lamentable de la piel. Mojé un hisopo en agua esterilizada mientras Marino colgaba el tubo del teléfono. Lo oí abrir el paquete de otro par de guantes.
—Anderson no está aquí —informó—. Cleta dice que se fue hace media hora.
—¿Qué piensa de las mujeres que levantan pesas? —le preguntó Ruffin a Marino—. ¿Vio los músculos que tiene Anderson en los brazos?
Utilicé una regla de seis pulgadas como escala y comencé a tomar fotografías con una cámara de treinta y cinco milímetros y una lente macro. Encontré más sectores sucios en la parte de abajo de los brazos y les pasé un hisopo.
—Me pregunto si había luna llena cuando el barco zarpó de Antwerp —me dijo Marino.
—Supongo que si se quiere vivir en un mundo de hombres hay que ser tan fuerte como ellos —prosiguió Ruffin.
El agua que corría era implacable, el acero golpeaba contra el acero y las luces del techo no permitían ninguna sombra.
—Bueno, esta noche habrá luna llena —dije—. Bélgica está en el hemisferio oriental, pero el ciclo lunar debe de ser igual allá.
—De modo que también allá puede haber luna llena —concluyó Marino.
Yo sabía adonde quería ir a parar con eso y mi silencio le previno que no siguiera con el tema de los hombres lobo.
—¿Y? ¿Qué pasó, Marino? ¿Ustedes dos lucharon a brazo partido por el puesto? —preguntó Ruffin mientras cortaba el cordel que ataba un fardo de toallas.
Los ojos de Marino eran los dos cañones de una escopeta y apuntaban a Ruffin.
—Y supongo que sabemos quién ganó porque ahora ella es detective y usted está de nuevo de uniforme —dijo Ruffin con una sonrisa sobradora.
—¿Estás hablando conmigo?
—Ya me oyó —dijo Ruffin y abrió la puerta de vidrio de un gabinete.
—¿Sabes? Debo de estar volviéndome viejo. Ya no oigo tan bien como antes. Pero, si no me equivoco, acabas de enfurecerme.
—¿Qué opina de esas mujeres de hierro que aparecen en la televisión? ¿Y de las que se dedican a la lucha libre? —continuó Ruffin.
—Cierra tu maldita boca —le advirtió Marino.
—Usted es soltero, Marino. ¿Saldría con una mujer así?
Ruffin siempre había sentido fastidio hacia Marino y ahora tenía oportunidad de vengarse un poco de él o al menos eso creía porque su propio mundo egocéntrico giraba alrededor de un eje muy débil. En su modo retorcido de ver las cosas, Marino estaba caído y herido. Era el momento justo para patearlo.
—La cuestión es: ¿una mujer así saldría con usted? —Ruffin no tuvo el tino suficiente de salir corriendo de la habitación—. Me pregunto si cualquier mujer saldría con usted.
Marino se le acercó hasta que ambos quedaron frente a frente.
—Tengo un par de cosas que aconsejarte, pedazo de imbécil —dijo Marino y el visor que cubría su cara furibunda se empañó—. Cierra esa boca de maricón que tienes antes de que te la rompa de un puñetazo. Y mete tu pito en miniatura de vuelta en su estuche antes de que te lastimes con él.
La cara de Chuck se puso color escarlata, y todo esto ocurría en el momento en que las puertas se abrían y Neils Vander entraba con tinta, un rodillo y diez tarjetas para huellas dactilares.
—Termínenla, y que sea ya mismo —les ordené a Marino y a Ruffin—. O los echaré a los dos de aquí.
—Buenos días —saludó Vander, como si no pasara nada.
—La piel se está aflojando con rapidez —le dije.
—Bueno, eso facilita las cosas.
Vander era jefe de sección del laboratorio de huellas dactilares e impresiones, y era un hombre imperturbable. No era raro que alejara gusanos mientras tomaba las huellas dactilares de cuerpos en estado de descomposición, y tampoco se mosqueaba cuando, en los casos de personas quemadas, resultaba necesario seccionar los dedos de la víctima y llevarlos arriba en un frasco.
Yo lo conocía desde que empecé a trabajar allí, y él nunca parecía envejecer ni cambiar. Seguía siendo calvo, alto y delgado y siempre parecía perdido dentro de guardapolvos inmensos que revoloteaban y volaban alrededor de él cuando corría por los pasillos.
Vander se puso un par de guantes de látex y con cuidado tomó las manos del muerto, las estudió y las hizo girar en uno y otro sentido.
—Lo más sencillo sería deslizarle la piel —decidió.
Cuando un cuerpo estaba tan descompuesto como ése, la capa superior de la piel de la mano se desliza como un guante y, de hecho, se la llama guante. Vander trabajó con rapidez y deslizó los guantes de ambas manos y se los puso sobre las suyas cubiertas de látex. Usando, así, en cierta forma, las manos del hombre muerto, entintó cada dedo y lo apoyó sobre la tarjeta. Después se sacó esos guantes de piel y los dejó sobre una bandeja quirúrgica, tras lo cual se quitó los de látex y enfiló una vez más hacia el piso superior.
—Chuck, pon eso en formalina —dije—. Vamos a querer conservarlos.
Ruffin estaba de mal humor y en ese momento desenroscaba la tapa de un recipiente de plástico.
—Vamos a darlo vuelta —dije.
Marino nos ayudó a poner el cuerpo boca abajo. Encontré más tierra, sobre todo en las nalgas, y también extraje un poco con hisopos. No vi ninguna lesión, sólo una zona por encima de la parte superior derecha de la espalda, que parecía más oscura que la piel que la rodeaba. La estudié con una lupa y bloqueé mi proceso de pensamiento, como hacía siempre cuando buscaba un patrón de lesiones, marcas de mordeduras u otras pruebas difíciles de ver. Era como hacer buceo en aguas sin ninguna visibilidad. Sólo descubrí sombras y formas y no pude hacer otra cosa que esperar hasta tropezar con algo.
—¿Ves esto, Marino? ¿O es sólo mi imaginación? —pregunté.
Él se puso más pomada de eucalipto en la nariz y se apoyó contra la mesa. Miró y miró.
—Tal vez —dijo—. No lo sé.
Pasé una toalla húmeda sobre la piel y la capa exterior, o epidermis, se soltó. El tejido que había debajo, o dermis, parecía un cartón corrugado marrón y pastoso, manchado con tinta oscura.
—Un tatuaje. —Estaba bastante segura—. La tinta penetró en la dermis, pero no descubro bien qué es. Parece sólo una gran mancha.
—Como una de esas manchas moradas de nacimiento que tienen algunas personas —comentó Marino.
Acerqué más la lupa y moví una lámpara quirúrgica para ver mejor. Ruffin, enfurruñado, lustraba obsesivamente una mesada de acero inoxidable.
—Intentémoslo con UV —decidí.
La lámpara de luz ultravioleta multibanda era sencilla de usar y tenía el aspecto de los scanners de mano utilizados en los aeropuertos. Redujimos la intensidad de las luces y primero hice la prueba con la luz UV de onda larga y sostuve la lámpara bien cerca de la zona que me interesaba. Bajo la luz ultravioleta, cualquier cosa blanca, como la sábana que estaba en la camilla cercana, parecerá nieve a la luz de la luna y, posiblemente, recogerá cierta tonalidad violeta de la lámpara. Deslicé el selector hacia abajo e intenté con onda corta. No noté ninguna diferencia entre las dos.
—Luces —ordené.
Ruffin las encendió.
—Creí que la luz del tatuaje se encendería como neón —dijo Marino.
—Eso lo hacen las tintas fluorescentes —contesté—. Pero puesto que las concentraciones altas de yodo y mercurio no son muy buenas para la salud, ya no se utilizan.
Era más de mediodía cuando por fin empecé la autopsia: hice una incisión en forma de Y, extraje el esternón y las costillas. Lo que hallé fue más o menos lo que esperaba. Los órganos estaban blandos y friables; virtualmente se desmenuzaban al tocarlos, así que tuve que tener mucho cuidado al pesarlos y seccionarlos. No fue mucho lo que pude sacar en limpio de las arterias coronarias, fuera de que no estaban ocluidas. Ya no había sangre sino sólo el fluido putrefacto llamado efusión oleosa que recogí de la cavidad pleural. El cerebro estaba licuefacto.
—Las muestras del cerebro y de la efusión van al departamento de toxicología para que busquen allí indicios de alcohol —le expliqué a Ruffin mientras seguía trabajando.
La orina y la bilis se habían filtrado a través de las células de sus órganos huecos y habían desaparecido, y no quedaba ya nada del estómago. Pero cuando desplacé hacia atrás tejido negro procedente del cráneo, creí tener la respuesta que buscaba. El individuo tenía manchas en la cresta petrosa de los huesos temporales y en las células mastoideas, de ambos lados.
Aunque no podía diagnosticar nada con certeza hasta recibir los resultados de toxicología, estaba bastante segura de que ese hombre se había ahogado.
—¿Qué? —Marino me miraba fijo.
—¿Ves esas manchas? —dije y se las señalé—. Son hemorragias tremendas, probablemente de cuando luchaba mientras se ahogaba.
Sonó la campanilla del teléfono y Ruffin corrió a contestar.
—¿Cuándo fue la última vez que trabajaste con Interpol? —le pregunté a Marino.
—Hace cinco, quizá seis años, cuando ese fugitivo de Grecia terminó aquí y se trenzó en una pelea en un bar cerca de la calle Hull.
—Pues este caso tiene, sin duda, conexiones internacionales. Y si él desapareció de Francia, Inglaterra, Bélgica o sólo Dios sabe dónde, si es una suerte de fugitivo internacional, nunca lo sabremos aquí en Richmond a menos que Interpol lo relacione con alguien en algunos de sus sistemas de computación.
—¿Alguna vez hablaste con ellos? —me preguntó.
—No. Eso se los dejo a ustedes.
—Deberías oír a los policías que siempre esperan tener un caso que esté relacionado con Interpol, pero si les preguntas qué es exactamente Interpol, no tienen la menor idea —explicó Marino—. Si quieres que te diga la verdad, no me interesa en absoluto tratar con Interpol. Me asustan tanto como la CIA. Ni siquiera quiero que esa clase de gente sepa que existo.
—Eso es ridículo. ¿Sabes qué significa la Interpol, Marino?
—Sí. Degenerados secretos.
—Es una contracción de «policía internacional». La finalidad es lograr que la policía de los países miembros trabajen juntos, se hablen entre sí. Más o menos lo que tú deseas que se haga en tu propio departamento.
—Entonces no deben de tener a una Bray trabajando para ellos.
Miré a Ruffin. Con quienquiera que estuviera hablando por teléfono, era evidente que quería mantener la conversación en privado.
—Las telecomunicaciones, una red restringida a nivel mundial de fuerzas del orden... ¿Sabes?, no sé cuánto tiempo más puedo seguir tolerando esto. Él no sólo me sabotea, sino que también hace alarde de ello —murmuré, la vista fija en Ruffin, en el momento en que colgaba el tubo.
Marino lo fulminó con la mirada.
—La Interpol hace circular avisos con un código cromático acerca de personas buscadas y desaparecidas, advertencias, pesquisas —continué, un poco aturdida, mientras Ruffin se metía una toalla en el bolsillo de atrás de la bata y sacaba un contador de píldoras de un armario.
Se sentó en un banco frente a una pileta de acero, de espaldas a mí. Abrió una bolsa de papel marrón marcada con el número del caso y sacó tres frascos de aspirinas y dos frascos de medicamentos recetados.
—Así que un aviso negro significa un cuerpo no identificado —aclaré—. Por lo general, pertenece a algún fugitivo que se sospecha tiene vinculaciones internacionales. Chuck, ¿por qué haces eso aquí adentro?
—Como le dije, estoy retrasado con el conteo. Nunca recibí tantas malditas pastillas junto con los cadáveres, doctora Scarpetta. Ya no puedo mantenerme al día. Y cuando llego a la cuenta de sesenta o setenta, justo en ese momento suena el teléfono, pierdo la cuenta y tengo que empezar de nuevo.
—Sí, Chuckie-querido —dijo Marino—. Me doy cuenta de por qué pierdes la cuenta con tanta facilidad.
Ruffin se puso a silbar.
—¿Qué te pone tan contento, así, de repente? —preguntó Marino con irritación mientras Ruffin usaba pinzas para llenar hileras con píldoras en la pequeña bandeja plástica azul.
—Necesitaremos conseguir huellas dactilares, registros dentales, lo que podamos —le indiqué a Marino mientras extraía una sección de músculo profundo del muslo para el ADN—. Cualquier cosa que obtengamos debemos enviársela a ellos —agregué.
—¿Ellos? —preguntó Marino.
Comenzaba a exasperarme.
—Interpol —dije lacónicamente.
Volvió a sonar la campanilla del teléfono.
—Marino, ¿podría contestar? Yo estoy contando píldoras.
—Pedazo de mierda —le lanzó a Ruffin.
—¿Me estás escuchando? —Levanté la vista y miré a Marino.
—Sí —respondió él—. El enlace del Departamento de Investigación Criminal de la Policía Estatal solía ser un tipo que era sargento primero. Recuerdo haberle preguntado si quería beber una cerveza alguna vez en el F.O.P. o comer algo en Chetti's con algunos de los muchachos. Ya sabes, trataba de mostrarme cordial, y él jamás cambió el tono de su voz. Estoy bastante seguro de que me estaban grabando la conversación.
En ese momento yo trabajaba en una sección de hueso vertebral que después limpiaría con ácido sulfúrico y revisaría en busca de organismos microscópicos llamados diatomeas, que se encontraban en el agua de todas partes del mundo.
—Ojalá recordara su nombre —decía Marino—. Así que él tomó toda la información, se puso en contacto con Washington, y Washington contactó a Lyon, donde están todos esos agentes secretos. Oí decir que tienen un edificio bastante misterioso en un camino oculto, algo así como Batman y su cueva. Cercas electrificadas, con alambre de púas y guardias con ametralladoras.
—Has estado viendo demasiadas películas de James Bond —me burlé.
—No desde que dejó de interpretarlo Sean Connery. Hoy en día el cine es una porquería, y tampoco en la televisión hay nada bueno. No sé por qué me molesto siquiera en ver programas.
—Tal vez deberías leer un libro cada tanto.
—¿Doctora Scarpetta? —dijo Chuck y cortó la comunicación—. Era el doctor Cooper. En la efusión hay un porcentaje de alcohol de cero-punto-cero-ocho, y cero en el cerebro.
Ese 0.08 no significaba mucho, puesto que tampoco el cerebro exhibía nivel de alcohol. Tal vez el hombre había estado bebiendo antes de morir, o quizá lo que teníamos era alcohol generado postmortem, causado por bacterias. No había otros fluidos para comparar, ni orina ni sangre ni el fluido ocular conocido como humor vítreo, lo cual era una lástima. Si ese 0.08 era el nivel real, podría al menos mostrar que ese hombre habría sufrido cierto menoscabo y, por consiguiente, era más vulnerable.
—¿Cómo lo vas a rotular? —preguntó Marino.
—Un caso agudo de mareo de mar —acotó Ruffin mientras espantaba una mosca con una toalla.
—Me estás haciendo perder los estribos —le advirtió Marino.
—Causa de muerte no determinada —respondí—. Forma: homicidio. Éste no es un pobre estibador que accidentalmente terminó encerrado en un contenedor. Chuck, necesito un platillo quirúrgico. Déjalo sobre la mesada. Y, antes de que termine este día, tú y yo debemos hablar.
Enseguida apartó la vista. Yo me quité los guantes y llamé a Rose.
—¿Te importaría revisar los cajones y buscar una de mis viejas tablas de corcho? —le pedí.
La OSHA había decidido que todas las tablas de corte debían de tener un revestimiento de teflon porque las porosas estaban expuestas a la contaminación. Eso era lógico si se trabajaba con pacientes vivos o se preparaba pan. Yo obedecí, pero eso no significaba arrojar nada a la basura.
—También necesito sujetadores para pelucas —continué—. Debería haber una pequeña caja de ellos en el cajón superior derecho de mi escritorio. A menos que alguien los haya robado también.
—Ningún problema —dijo Rose.
—Creo que las tablas están en un cajón de abajo del fondo del depósito, junto a las cajas de antiguos textos para forenses.
—¿Alguna otra cosa?
—Supongo que Lucy no llamó —dije.
—No todavía. Si lo hace, la buscaré para avisarle.
Quedé un rato pensativa. Era más de la una. A esa altura mi sobrina ya habría bajado del avión y podría haber llamado. La depresión y el miedo volvieron a invadirme.
—Envíale flores a la oficina —ordené—. Con una nota que diga: «Gracias por la visita. Un beso, Tía Kay».
Silencio.
—¿Todavía estás allí? —le pregunté a mi secretaria.
—¿Seguro que quiere que ponga eso en la nota?
Vacilé un poco.
—Dile que la quiero y que lo lamento —respondí.
14
En circunstancias normales, utilizaría un marcador con tinta indeleble para delinear la zona de la piel que necesitaba extirpar de un cadáver, pero en este caso, ningún marcador se vería en una piel en tan malas condiciones.
Hice lo mejor que pude con una regla plástica de quince centímetros, y medí desde la base derecha del cuello hasta el hombro y, hacia abajo, hasta la parte inferior del omóplato y de nuevo hacia arriba.
—Veintidós y medio por dieciocho por cinco por diez —le dicté a Ruffin.
La piel es elástica. Cuando se la extirpa se contrae, y fue importante, cuando la pinché en el tablero de corcho, que la estirara para que recuperara sus dimensiones originales, porque de lo contrario las imágenes que podía tener tatuadas sobre la piel quedarían distorsionadas.
Marino se había ido y los integrantes de mi equipo estaban ocupados en sus respectivas oficinas o en la sala de autopsias. Cada tanto, el circuito cerrado de televisión mostraba un vehículo que entraba en el patio para traer un cuerpo o llevarse otro. Ruffin y yo estábamos solos detrás de las puertas cerradas de acero inoxidable de la sala de descomposición. Y yo me proponía tener una charla con él.
—Si quieres ir a trabajar al departamento de policía —dije—, yo no tengo ningún inconveniente.
Se oyó ruido a vidrio cuando él puso los tubos limpios para sangre en un soporte.
—Pero si vas a quedarte aquí, Chuck, tendrás que estar presente, ser responsable y mostrarte respetuoso.
Tomé un escalpelo y un par de fórceps de la mesa de cirugía y lo miré. Parecía haber esperado que yo le dijera eso y ya tenía preparada una respuesta.
—Puede que no sea perfecto, pero soy responsable.
—No en la actualidad. Necesito más grampas.
—Suceden muchas cosas —explicó él mientras las tomaba de una bandeja y las ponía a mi alcance—. En mi vida personal, quiero decir. Mi esposa, la casa que compramos. No creería la cantidad de problemas que me trajo.
—Lamento tus dificultades, pero tengo que manejar la totalidad de un sistema estatal. Y, francamente, no tengo tiempo para excusas. Si no cumples con tu tarea, tenemos un gran problema. No me hagas entrar en la morgue y descubrir que no me tienes todo preparado. No me obligues a buscarte una vez más.
—Ya tenemos grandes problemas —afirmó él, como si ése fuera el tiro que había estado esperando disparar.
Comencé con la incisión.
—Sólo que usted no lo sabe —añadió.
—Entonces, ¿por qué no me cuentas cuáles son esos grandes problemas, Chuck? —dije. Desplacé hacia atrás la piel del muerto, hasta la capa subcutánea. Ruffin me vio engrampar los bordes para mantener la piel tirante. Interrumpí lo que estaba haciendo y lo miré por encima de la mesa.
—Continúa —dije—. Dímelo.
—No creo que me corresponda a mí hacerlo —respondió Ruffin, y vi en sus ojos algo que me desalentó—. Mire, doctora Scarpetta, sé que no me he portado demasiado bien. Sé que me he escapado para asistir a entrevistas de trabajo y que quizá no he sido todo lo responsable que debería ser. Y no me llevo bien con Marino. Lo reconozco todo. Pero le diré lo que nadie más le dirá si me promete no castigarme por ello.
—Yo no castigo a la gente por ser sincera.
Él se encogió de hombros y advertí en él un dejo de satisfacción porque había conseguido intranquilizarme y lo sabía.
—Yo no castigo y punto —corregí—. Sólo espero que las personas hagan lo correcto y, si no lo hacen, son ellas mismas las que se castigan. Si tú no duras en este trabajo, será culpa tuya.
—Tal vez usé la palabra equivocada —me dijo, fue a recostarse contra la mesada y cruzó los brazos—. Yo no me expreso tan bien como usted, eso es seguro. Lo que no quiero es que se enoje conmigo porque soy franco con usted. ¿De acuerdo?
No le contesté.
—Bueno, todos lamentan lo que pasó el año pasado —aclaró, como preludio de su discurso—. Nadie imagina cómo hizo usted para salir adelante. Realmente. Quiero decir, si alguien le hiciera algo así a mi esposa, no sé qué haría, sobre todo si fuera algo parecido a lo que le sucedió al agente especial Wesley.
Ruffin siempre se había referido a Benton como «agente especial», algo que a mí me parecía más bien tonto. Si había alguien nada pretencioso y un poco incómodo con ese título, ése era Benton. Pero al reflexionar sobre los comentarios despectivos de Marino con respecto a la atracción que Ruffin sentía por las fuerzas del orden, entendí mejor las cosas. Lo más probable era que mi pequeño y débil supervisor de la morgue hubiera sentido un temor reverente por un agente veterano del FBI, en especial uno que era, además, el encargado de trazar perfiles psicológicos, y se me ocurrió que quizá la buena conducta de Ruffin en aquellos días había tenido más que ver con Benton que conmigo.
—Nos afectó también a nosotros —continuó Ruffin—. Como sabe, él solía venir aquí y ordenar cosas para comer, pizza, bromear y charlar con nosotros. Un tipo importante como él se mostraba tan sencillo y cordial. Me impresionó muchísimo.
También los trozos del pasado de Ruffin cayeron en su lugar. Su padre había muerto en un accidente automovilístico cuando Ruffin era chico. Lo crió su madre, una mujer formidable e inteligente que enseñaba en la escuela. Su esposa era también muy fuerte, y ahora trabajaba para mí. Siempre me resultaba fascinante la forma en que tantas personas volvían a las escenas de sus crímenes infantiles y buscaban siempre el mismo villano, que en este caso era una figura femenina de autoridad como yo.
—Todos la han estado tratando como si camináramos sobre cáscaras de huevos —siguió Ruffin—. Por eso nadie dice nada cuando usted no presta atención y pasan toda clase de cosas sobre las que usted no tiene ni idea.
—¿Como qué? —pregunté mientras con mucho cuidado hacía girar el escalpelo.
—Bueno, para empezar, tenemos un maldito ladrón en el edificio —me retrucó—. Y apuesto a que es alguien de adentro. Hace semanas que sucede y usted no ha hecho nada al respecto.
—No lo supe hasta hace muy poco.
—Lo cual prueba lo que digo.
—Eso es ridículo. Rose no me oculta información —afirmé.
—A ella también la gente la trata con guantes de seda. Enfréntelo, doctora Scarpetta. Para todos, Rose es su soplona. Nadie confía en ella.
Me obligué a concentrarme mientras sus palabras herían mis sentimientos y mi orgullo. Seguí desplazando hacia atrás tejidos, tratando de no cortarlos ni perforarlos. Ruffin aguardó mi reacción. Lo miré a los ojos.
—Yo no tengo ninguna soplona —dije—. No la necesito. Cada uno de los integrantes de mi equipo sabe desde siempre que puede entrar en mi oficina y hablar conmigo de cualquier cosa.
Su silencio me pareció una acusación perversa. Siguió mostrándose desafiante y disfrutando mucho de la situación. Apoyé las muñecas en la mesa de acero.
—No creo que necesite defenderme ante nadie, Chuck —agregué—. Creo que tú eres la única persona de mi equipo que tiene un problema conmigo. Desde luego, entiendo que te sientas incómodo con una jefa mujer, cuando es obvio que todas las figuras de poder de tu vida han sido mujeres.
El brillo de sus ojos desapareció y la furia endureció su cara. Seguí apartando hacia atrás tejido frágil y resbaloso.
—Pero te agradezco que me hayas dicho lo que piensas —terminé con tono frío y calmo.
—No es sólo mi opinión —me contestó con rudeza—. Lo cierto es que todo el mundo piensa que usted va barranca abajo.
—Me alegra que parezcas saber lo que todos piensan —le repliqué sin demostrar la furia que sentía.
—No es difícil. Yo no soy el único que ha notado que ya no hace las cosas como antes. Y usted sabe que es así. Tiene que reconocerlo.
—Dime qué es lo que debería reconocer.
Él parecía tener preparada una lista.
—Cosas atípicas. Por ejemplo matarse trabajando y asistir a operativos en los que no se la necesitaba y, como consecuencia, estar todo el tiempo cansada y no darse cuenta de lo que ocurre en la oficina. Y cuando llaman los deudos o familiares de los muertos, usted no se toma el tiempo necesario para hablar con ellos, como solía hacerlo.
—¿Cómo dices eso? —Mi autocontrol estaba a punto de derrumbarse—. Yo siempre hablo con las familias, con cualquiera que lo pide, siempre y cuando esa persona tenga derecho a recibir información.
—Tal vez debería hablar con el doctor Fielding y preguntarle cuántos de sus llamados ha tomado él, con cuántas familias de sus casos ha tenido que vérselas, cuántas veces se ha visto obligado a cubrirla. Y, además, lo de Internet. Eso sí que fue ir demasiado lejos. Es la gota que colmó el vaso.
Yo estaba estupefacta.
—¿Qué pasa con Internet? —pregunté.
—Sus chateos o lo que sea que hace. Para serle franco, como no tengo una computadora en casa y no utilizo Internet ni nada, no lo he visto con mis propios ojos.
Una serie de pensamientos furiosos y bizarros desfilaron por mi mente como bandadas de estorninos y nublaron la percepción que yo tenía de mi vida. Una cantidad de pensamientos oscuros y desagradables se prendieron de mi razón y allí clavaron sus garras.
—No fue mi intención hacerla sentirse mal —aclaró Chuck—. Y quiero que sepa que entiendo que esto haya sucedido después de todo lo que usted tuvo que soportar.
Yo no quería oír ni una sola palabra más acerca de lo que había tenido que soportar.
—Gracias por tu comprensión, Chuck —dije y mis ojos perforaron los suyos hasta que apartó la mirada.
—Tenemos un caso que viene de Powhatan, y ya debería estar aquí. Si quiere me fijaré —ofreció, impaciente por irse.
—Hazlo, y después lleva este cuerpo de vuelta a la cámara refrigeradora.
—Sí, claro.
Las puertas se cerraron detrás de él y el silencio volvió a la habitación. Desplacé hacia atrás la última parte del tejido y lo coloqué sobre la tabla de corte mientras una paranoia y una inseguridad heladas se filtraban por debajo de la pesada puerta de mi confianza. Comencé a sujetar el tejido con pinches para sombrero, a estirarlo, a medirlo y a estirarlo de nuevo. Puse la tabla de corcho dentro del recipiente quirúrgico, lo cubrí con un paño verde y lo coloqué en la cámara refrigeradora.
Me duché y me cambié en el vestuario. Despejé mis pensamientos de fobias e indignación. Me tomé un rato largo de descanso para beber un café; era viejo, y el fondo de la cafetera estaba negro. Inicié un nuevo fondo para café dándole veinte dólares al administrador de la oficina.
—Jean, ¿has leído esas sesiones de chateo que se supone que yo mantengo por Internet? —le pregunté.
Ella sacudió la cabeza pero pareció sentirse incómoda. Les hice la misma pregunta a Cleta y a Polly.
Las mejillas de Cleta se encendieron y, con la vista baja, ella confesó:
—A veces.
—¿Polly? —pregunté.
Ella dejó de escribir a máquina y también se ruborizó.
—No todo el tiempo —contestó.
Yo asentí.
—No fui yo —les dije—. Fue alguien que se hacía pasar por mí. Ojalá lo hubiera sabido.
Mis dos empleadas parecían desorientadas. No estaba segura de que me creyeran.
—Entiendo por qué no querían decirme nada cuando supieron de esas supuestas sesiones de chateo —continué—. Es probable que tampoco yo hubiera dicho nada si hubiera estado en el lugar de ustedes. Pero necesito que me ayuden. Si llegan a tener alguna idea sobre quién puede estar haciéndome esto, ¿me lo dirán?
Parecían aliviadas.
—Qué terrible —dijo Cleta, con emoción—. Quienquiera que lo esté haciendo debería ir a la cárcel.
—Lamento no haber dicho nada —agregó Polly con tono contrito—. No tengo idea de a quién se le ocurriría hacer algo así.
—Quiero decir, el problema es que parecía ser usted —añadió Cleta.
—¿Parecía ser yo? —dije y fruncí el entrecejo.
—Ya sabe, daba consejos sobre la prevención de accidentes, la seguridad, cómo enfrentar la tristeza y toda clase de advertencias médicas.
—¿Me estás diciendo que da la impresión de que un médico lo escribe, o alguien con formación en el cuidado de la salud? —pregunté mientras mi incredulidad aumentaba.
—Bueno, quienquiera que sea, parece saber de qué habla —contestó Cleta—. Pero parece más una conversación. No es como leer un informe de autopsia ni nada por el estilo.
—A mí tampoco me pareció que podía ser ella —dijo Polly—. Ahora que lo pienso.
Sobre su escritorio advertí una carpeta abierta, en la que había fotografías color generadas por computadora de la autopsia de un hombre cuya cabeza destrozada por disparos de escopeta tenía el aspecto de una huevera macabra. Lo reconocí como la víctima de homicidio cuya esposa me había estado escribiendo desde la cárcel, acusándome de todo, desde incompetencia hasta latrocinio.
—¿Qué es esto? —le pregunté.
—Al parecer, tanto el Times-Dispatch como la oficina del fiscal general han recibido noticias de esa mujer desquiciada, e Ira Herbert llamó aquí hace un rato para interiorizarse del asunto —me respondió.
Herbert era el reportero de la sección policial del periódico local. Si él llamaba, probablemente significaba que me iban a querellar.
—Y entonces Harriet Cummins llamó a Rose para obtener una copia de sus antecedentes —explicó Cleta—. Parece que la última versión de la esposa psicótica es que el individuo se puso el cañón de la escopeta en la boca y apretó el gatillo con un dedo del pie.
—El pobre hombre usaba botas militares —dije—. Es imposible que hubiera apretado el gatillo con un dedo del pie. Además, le dispararon a quemarropa en la nuca.
—Yo no sé qué le pasa a la gente —murmuró Polly con un suspiro—. Lo único que hacen todos es mentir y trampear, y si los apresan, empiezan a armar lío y a iniciar querellas. Me asquea.
—A mí también —dijo Cleta.
—¿Sabes dónde está el doctor Fielding? —les pregunté a ambas.
—Lo vi dando vueltas hace un rato —contestó Polly.
Lo encontré en la biblioteca médica hojeando La nutrición en el ejercicio y el deporte. Sonrió cuando me vio, pero lo noté cansado y un poco malhumorado.
—No estoy comiendo suficientes hidratos de carbono —dijo—. No hago más que decirme que si no incorporo en mi dieta entre cincuenta y cinco y setenta por ciento de hidratos de carbono, terminaré con falta de glucógeno. Últimamente no he tenido mucha energía...
—Jack. —Mi tono lo hizo callar—. Necesito la mayor sinceridad para conmigo en este momento.
Cerré la puerta de la biblioteca. Le conté lo que Ruffin me había dicho y en la cara de mi subjefe apareció una expresión acongojada. Tomó una silla y se sentó frente a una mesa. Cerró el libro. Yo me senté junto a él y giramos las sillas para quedar frente a frente.
—Se corrió la voz de que el secretario Wagner pensaba despedirla —dijo—. En mi opinión, son mentiras y lamento que se haya enterado. Chuck es un idiota.
Sinclair Wagner era el Secretario de Salud y Servicios Humanos, y solamente él o el gobernador tenía la facultad de despedir al jefe de médicos forenses.
—¿Cuándo comenzaron esos rumores? —pregunté.
—Hace poco. Algunas semanas.
—¿Por qué razón habría de echarme?
—Supuestamente, porque ustedes dos no se llevan bien.
—¡Eso es absurdo!
—O él no está satisfecho con usted por alguna razón y, por consiguiente, tampoco lo está el gobernador.
—Jack, por favor sé más específico.
Él vaciló y se movió con incomodidad en la silla. Parecía sentirse culpable, como si mis problemas fueran, de alguna manera, culpa suya.
—Muy bien, se lo diré sin vueltas, doctora Scarpetta —dijo—. Se dice que usted hizo quedar mal a Wagner con todo ese chateo en Internet.
Me incliné más hacia él y le puse una mano en el brazo.
—No soy yo —le aseguré—. Es alguien que se hace pasar por mí.
Él me miró con desconcierto.
—Bromea.
—En absoluto. Esto no tiene nada de gracioso.
—Dios mío —exclamó él, con aversión—. A veces pienso que Internet es lo peor que nos ha pasado jamás.
—Jack, ¿por qué no me lo preguntaste? Si creías que yo estaba haciendo algo inapropiado... bueno, ¿acaso me he granjeado la enemistad de todas las personas de esta oficina, de modo que ya nadie se anima a decirme nada?
—No es eso —se excusó él—. No es para nada que a la gente no le importe usted o la considere una enemiga. En todo caso, es lo contrario. Nos importa tanto que creo que hemos sido un poco sobreprotectores.
—¿De qué me protegieron? —quise saber.
—A todo el mundo debería permitírsele hacer su duelo o incluso estar un tiempo sentado en el banco de suplentes —fue su respuesta—. Nadie espera que usted funcione con todos los motores. Yo le aseguro que no lo esperaría. Dios, si casi no pude salir a flote después de mi divorcio.
—Yo no estoy sentada en el banco de suplentes, Jack. Y funciono con todos los motores. Mi dolor privado y personal es precisamente eso, privado y personal.
Él me miró un buen rato, me sostuvo la mirada y no creyó lo que acababa de decirle.
—Ojalá fuera así de fácil —dijo.
—No dije que fuera fácil. Algunas mañanas, levantarme me resulta una tarea ímproba. Pero no puedo dejar que mis problemas personales interfieran lo que estoy haciendo aquí, y no me lo permito.
—Francamente, yo no sabía qué hacer, y eso hizo que me sintiera muy mal —confesó—. Tampoco yo supe cómo manejar la muerte de Benton. Sé cuánto lo amaba usted. Una y otra vez pensé en invitarla a cenar o preguntarle si no había algo que yo pudiera reparar en su casa. Pero yo también tuve mis problemas, como sabe. Y supongo que sentí que no tenía nada para ofrecerle, salvo quitarle de los hombros parte de la carga del trabajo de aquí.
—¿Estuviste tomando los llamados dirigidos a mí? ¿Por ejemplo, cuando las familias necesitaban hablar conmigo?
—No fue ningún problema —respondió él—. Era lo menos que podía hacer.
—Dios mío —dije, bajé la cabeza y me pasé los dedos por el pelo—. No puedo creerlo.
—Yo sólo hice lo que...
—Jack —lo interrumpí—. Yo he estado aquí todos los días, excepto cuando tuve que ir a tribunales. ¿Por qué te pasaban mis llamados? Es algo de lo cual no estaba enterada.
Ahora le tocaba a Fielding parecer confundido.
—¿No se da cuenta de que sería una actitud despreciable de mi parte rehusarme a hablar con personas desorientadas y tristes? —proseguí—. ¿No contestar sus preguntas o dar la impresión de que sus problemas no me importan en absoluto?
—Yo sólo pensé que...
—¡Esto es una locura! —exclamé y se me apretó el estómago—. Si yo fuera así, no merecería ocupar este puesto. Si alguna vez me transformo en una persona así, debería abandonar este trabajo. ¿Cómo no sentir y comprender y hacer todo lo que esté a mi alcance para contestar las preguntas, aliviar el dolor y luchar por enviar a la silla eléctrica al canalla que lo hizo?
Faltaba poco para que me echara a llorar y se me quebró la voz.
—O para que le aplicaran una inyección letal. Mierda, creo que deberíamos volver a ahorcar a los asesinos en la plaza pública —declaré.
Fielding miró hacia la puerta cerrada, como si tuviera miedo de que alguien me oyera. Respiré hondo y traté de serenarme.
—¿Cuántas veces ha ocurrido esto? —le pregunté—. ¿Cuántas veces tomaste mis llamados?
—Muchas, en los últimos tiempos —reconoció de mala gana.
—¿Cuántas son muchas?
—Probablemente casi todas las relacionadas con cada una de las autopsias que practicó en el último par de meses.
—Esto no puede estar bien —salté.
Él permaneció en silencio y, mientras yo reflexionaba sobre lo sucedido, mi mente volvió a llenarse de dudas. Las familias no parecían haberme llamado tanto como solían hacerlo, pero yo no le había prestado demasiada atención a ese hecho porque nunca existía un patrón definido ni una manera de pronosticarlo. Algunos familiares necesitaban saber cada detalle. Otros llamaban para ventilar su furia. Algunas personas entraban en un proceso de negación y no querían saber nada.
—Entonces, supongo que hubo quejas con respecto a mí —dije—. Gente trastornada y acongojada que pensó que yo era arrogante e insensible. No culpo a esas personas.
—Sí, hubo algunas quejas.
Por su cara me di cuenta de que habían sido bastante más que «algunas». No me cabía ninguna duda de que al gobernador le habían escrito cartas.
—¿Quién te ha estado pasando esos llamados? —pregunté como al pasar y en voz baja, porque tenía miedo de rugir como un tornado por el hall y maldecir a todo el mundo cuando abandonara esa habitación.
—Doctora Scarpetta, a nadie le pareció raro que en este momento prefiriera no hablar sobre algunas cosas con gente traumatizada —trató de explicarme—. Algunas cosas penosas que podrían recordarle... Para mí tenía sentido. La mayoría de esas personas sólo quieren una voz, un médico, y si yo no me encontraba presente, siempre estaban o Jill o Bennett —dijo, refiriéndose a dos de mis médicos residentes—. Supongo que el único problema serio fue cuando ninguno de nosotros estaba disponible y, de alguna manera, Dan o Amy tuvieron que hacerse cargo de los llamados.
Dan Chong y Amy Forbes eran estudiantes de medicina que hacían allí su residencia para aprender y observar. Ni en un millón de años deberían haberse encontrado en la posición de hablar con las familias.
—Oh, no —dije y cerré los ojos ante esa imagen de pesadilla.
—En especial después de horas. Ese maldito servicio de mensajes telefónicos —agregó él.
—¿Quién te ha estado pasando esos llamados? —le pregunté una vez más, ahora con mayor firmeza.
Fielding suspiró y su expresión fue sombría y preocupada.
—Dímelo —insistí,
—Rose —contestó.
15
Rose se abotonaba el saco y se rodeaba el cuello con una larga chalina de seda cuando entré en su oficina unos minutos antes de las seis de la tarde. Como de costumbre, se había quedado trabajando hasta después de hora. A veces yo tenía que obligarla a irse a su casa al final del día, y aunque ese hecho me había conmovido en el pasado, ahora me llenaba de zozobra.
—Te acompañaré hasta tu auto —dije.
—Oh —dijo ella—. No es necesario que lo haga.
Rose se puso a juguetear con los guantes de cabritilla y su cara se tensó. Intuía que yo iba a decirle algo que ella no quería oír, y sospeché que sabía exactamente de qué se trataba. Hablamos poco mientras caminamos por el pasillo hacia la oficina del frente; nuestros píes se deslizaron en silencio sobre la alfombra y la incomodidad que había entre nosotros era palpable.
Sentí pesado el corazón. No sabía bien si estaba enojada o dolida, y comencé a preguntarme toda clase de cosas. ¿Qué más me había ocultado Rose y hacía cuánto tiempo que eso estaba pasando? ¿Su ferviente lealtad era en realidad una posesividad que yo no había reconocido? ¿Sentía ella que yo le pertenecía?
—Supongo que Lucy no llamó —dije cuando emergimos al lobby de mármol vacío.
—No —contestó Rose—. Yo traté de comunicarme varias veces con su oficina.
—¿Recibió las flores?
—Sí, claro.
El guardia nocturno nos saludó con la mano.
—¡Qué frío hace! ¿Dónde está su abrigo? —me preguntó.
—Estaré bien —le respondí con una sonrisa. Después agregué—: ¿Al menos sabemos que Lucy las vio?
—Sí, claro —repitió mi secretaria—. Su supervisor dijo que ella había entrado, las vio, leyó la tarjeta y todos comenzaron a hacerle bromas y a preguntarle quién se las había mandado.
—Supongo que no sabes si se las llevó a su casa.
Rose me miró de reojo cuando salimos del edificio y nos dirigimos al estacionamiento vacío y a oscuras. Me pareció vieja y triste y no supe bien si los ojos le lloraban por mí o por el aire helado.
—No, no lo sé —me respondió.
—Por lo visto, mi tropa se dispersó —murmuré.
Ella se levantó el cuello y bajó el mentón.
—Así terminó todo —dije—. Cuando Carrie Grethen asesinó a Benton, también nos destruyó a los demás. ¿No es así, Rose?
—Por supuesto que ese hecho tuvo efectos horrendos. No supe qué hacer por usted, pero le aseguro que lo he intentado.
Me miró mientras caminábamos, agachadas contra el frío.
—He hecho todo lo posible por ayudarla y seguiré haciéndolo —continuó.
—Todos se dispersaron —susurré—. Lucy está enojada conmigo, y cuando se pone así siempre hace lo mismo: me aparta de su vida. Marino ya no es detective. Y ahora descubro que tú le has estado pasando a Jack mis llamados telefónicos sin consultarme, Rose. A las familias afligidas no se les permitió hablar conmigo. ¿Por qué lo hiciste?
Habíamos llegado a su Honda Accord azul. Las llaves repiquetearon cuando ella las buscó con la mano en su enorme cartera.
—¿No es increíble? —dijo—. Tenía miedo de que me preguntara sobre su agenda. Usted enseña en el Instituto más que nunca, y mientras yo trabajaba en sus compromisos del mes próximo, me di cuenta de que estará sobrecargada de trabajo. Debería haberme ocupado antes para poder impedirlo.
—En este momento ésa es la menor de mis preocupaciones —afirmé y traté de no sonar disgustada—. ¿Por qué me hiciste esto? —pregunté, y no me refería a mis compromisos—. ¿Por qué desviaste mis llamados telefónicos? Me heriste como persona y como profesional.
Rose abrió la portezuela del auto, puso en marcha el motor y encendió la calefacción para que el auto estuviera caldeado para su viaje solitario de regreso a casa.
—Hago lo que usted me instruyó que hiciera, doctora Scarpetta —dijo por último.
—Yo jamás te pedí que hicieras una cosa así, ni te lo pediré jamás —dije, sin poder creer lo que estaba oyendo—. Y tú lo sabes. Sabes cuál es mi posición con respecto a ser accesible a las familias.
Por supuesto que Rose lo sabía. En los últimos cinco años yo me había deshecho de dos patólogos forenses por su actitud indiferente y poco compasiva para con los familiares de los muertos.
—No fue precisamente con mi bendición —dijo Rose, una vez mas con su clásica actitud maternal.
—¿Cuándo se supone que te dije eso?
—No lo dijo. Me lo envió por correo electrónico. Fue a fines de agosto.
—Yo jamás te mandé nada semejante por correo electrónico. ¿Guardaste ese e-mail?
—No —dijo con pesar—. Por lo general no los guardo. No hay razón para hacerlo. Lamento tener que usar ese medio de comunicación.
—¿Cuál era el texto de ese mensaje supuestamente mío?
—«Necesito que desvíes todos los mensajes de las familias que puedas. En este momento no estoy en condiciones de tomarlos. Sé que lo entenderás», o palabras por el estilo.
—¿Y en ningún momento pusiste eso en tela de juicio? —pregunté con incredulidad.
Rose bajó la temperatura de la calefacción.
—Desde luego que sí —respondió—. Le mandé enseguida un e-mail y le pregunté al respecto. Le expresé mi preocupación y usted me contestó que debía hacerlo sin discusión.
—Yo jamás recibí ese e-mail.
—No sé qué decirle —replicó ella y se colocó el cinturón—. ¿No será posible que no lo recuerde? Yo me olvido todo el tiempo de los correos electrónicos. Aseguro no haber dicho algo y después descubro que sí lo hice.
—No, no es posible.
—Entonces, me parece que alguien se está haciendo pasar por usted.
—¡No me digas que recibiste más!
—Bueno, no demasiados —me contestó—. Sólo uno aquí y allá. Alguno en el que me agradecía por apoyarla tanto. Y, veamos...
Buscó en su memoria. Las luces del estacionamiento hacían que su auto pareciera color verde oscuro en lugar de azul. La cara de Rose estaba en sombras, así que yo no podía leerle los ojos. Se puso a tamborilear sobre el volante con sus dedos enguantados mientras yo la miraba. Me estaba congelando.
—Ya sé qué otro hubo —recordó de pronto—. El secretario Wagner quería verla y usted me dijo que le avisara que no podía reunirse con él a esa hora.
—¿Qué? —exclamé.
—Esto fue a principios de la semana pasada —agregó.
—¿De nuevo por correo electrónico?
—Hoy en día, a veces es la única manera de comunicarse con la gente. El asistente del secretario Wagner me envió un e-mail y yo le mandé uno a usted, sólo que en ese momento estaba en tribunales. Pero después, esa tarde, usted me mandó un e-mail, supongo que de su casa.
—Esto es muy loco —dije, mientras mentalmente revisaba todas las posibilidades y no encontraba ninguna.
En mi oficina, todos tenían mi dirección de correo electrónico. Pero nadie, salvo yo, debería tener mi contraseña y, por lo tanto, nadie debería poder firmar con mi nombre sin ella. Rose estaba pensando lo mismo.
—No sé cómo pudo pasar una cosa así—conjeturó. Después exclamó—: Espere un minuto. Ruth instaló AOL en la computadora de todos.
Ruth Wilson era mi analista de sistemas.
—Por supuesto. Y ella debía tener mi contraseña para poder hacerlo. —Seguí explorando ese pensamiento—. Pero, Rose, ella no es capaz de hacer una cosa así.
—Ni en un millón de años —afirmó Rose—. Pero sin duda tiene las contraseñas escritas en alguna parte. Sería imposible que las recordara todas.
—Eso creo.
—¿Por qué no sube al auto antes de morir congelada? —propuso.
—Tú vete a casa y descansa —contesté—. Yo haré otro tanto.
—No, no lo hará —me regañó—. Se irá derecho a su oficina y tratará de resolver esto.
Rose estaba en lo cierto. Cuando ella se fue en el auto, yo regresé al edificio y me pregunté cómo pude haber sido tan tonta para salir sin saco. Estaba helada. El guardia de la noche sacudió la cabeza.
—Doctora Scarpetta, ¡necesita abrigarse más!
—Tienes toda la razón —acepté.
Pasé la tarjeta magnética por la cerradura y el primer juego de puertas de vidrio se abrió; después abrí la que daba a mi ala del edificio. Adentro reinaba un silencio total, y cuando entré en la oficina de Ruth, me quedé un momento inmóvil y paseé la vista por ese conjunto de microcomputadoras e impresoras y un mapa sobre una pantalla, que mostraba si las conexiones a nuestras oficinas del exterior estaban libres de problemas.
Detrás de su escritorio, el piso estaba cubierto de cables y las hojas impresas de programas de software que para mí no tenían sentido se encontraban apiladas por todas partes. Examiné estantes atiborrados de cosas. Me acerqué a muebles de archivo y traté de abrir un cajón. Todos estaban cerrados con llave.
«Bien por ti, Ruth», pensé.
Volví a mi oficina y marqué el número de teléfono de su casa.
—Hola —contestó ella.
Por su voz, parecía inquieta. En segundo plano sonaban los gritos de un bebé, y su marido decía algo sobre una sartén.
—Lamento molestarte en tu casa —me disculpé.
—Doctora Scarpetta —sonó muy sorprendida—. No me molesta. Frank, ¿puedes llevar a la niña a otro cuarto?
—Sólo quiero hacerte una pregunta rápida —dije—. ¿Tienes un lugar especial en el que guardas todas nuestras contraseñas de AOL?
—¿Hay algún problema? —se apresuró a preguntar.
—Parece que alguien conoce la mía y se hace pasar por mí en la red. —No medí mis palabras—. Quiero saber cómo pudo alguien apoderarse de mi contraseña. ¿Existe alguna manera?
—Oh, no —dijo, consternada—. ¿Está segura de que sucedió eso?
—Sí.
—Es obvio que usted no le comentó a nadie cuál es —sugirió.
Pensé bien por un momento. Ni siquiera Lucy conocía mi contraseña. Y tampoco le importaría saberla.
—No, aparte de ti —le dije a Ruth—, no puedo imaginar quién la conoce.
—¡Sabe que yo no se la daría a nadie!
—Eso creo —contesté, y así era.
Para empezar, Ruth jamás pondría en peligro su puesto de esa manera.
—Yo guardo las direcciones y contraseñas de todos en un archivo de computación al que nadie tiene acceso —aclaró.
—¿Y no tienes ninguna copia impresa?
—En una carpeta que guardo cerrada con llave en un mueble de archivo.
—¿Todo el tiempo?
Ella dudó un instante, y después dijo:
—Bueno, no «todo» el tiempo. Por cierto cuando me voy, pero ese cajón está abierto buena parte del día, a menos que yo tenga que salir y entrar mucho. Pero estoy casi todo el tiempo en mi oficina. Realmente, es sólo cuando tomo café y almuerzo en el salón de descanso.
—¿Qué nombre tiene el archivo? —pregunté mientras mi paranoia arreciaba como nubes de tormenta.
—E-mail —respondió ella, sabiendo lo mal que eso me haría sentir—. Doctora Scarpetta, tengo miles de carpetas en las que guardo códigos y actualizaciones, patches, virus, novedades que están a punto de salir, lo que se le antoje. Si no las rotulo con un nombre bien descriptivo, jamás encuentro nada.
—Entiendo —dije—. Yo tengo el mismo problema.
—A primera hora de la mañana puedo cambiar su contraseña.
—Es una buena idea. Y, Ruth, esta vez no la pongas en un lugar donde cualquiera pueda encontrarla. No en ese archivo, ¿de acuerdo?
—Espero no estar metida en un lío —sugirió, inquieta, mientras su bebé seguía gritando.
—Tú no, pero alguien sí lo está —le aseguré—. Y tal vez puedas ayudarme a descubrir quién es esa persona.
No hacía falta tener mucha intuición para que inmediatamente pensara en Ruffin. Era un muchacho inteligente y era obvio que no me tenía simpatía. Ruth por lo general mantenía la puerta cerrada para poder concentrarse. No creo que a Ruffin le resultara difícil deslizarse en su oficina y cerrar la puerta cuando ella estaba en el salón de descanso.
—Esta conversación es absolutamente confidencial —le aclaré a Ruth—. No puedes mencionársela a tus amigos ni a tu familia.
—Tiene mi palabra de que no lo haré.
—¿Cuál es la contraseña de Chuck?
—G-A-L-L-I-T-O. Lo recuerdo porque me irritó cuando él quería que se la asignara. Como si él fuera el REY del gallinero —dijo ella—. Como usted sabe, su dirección es C-H-U-C-K-O-J-M-F, como Chuck, Oficina de la Jefa de Médicos Forenses.
—¿Qué pasaría si yo entrara en el sistema y otra persona lo intentara al mismo tiempo? —pregunté entonces.
—Esa persona sufriría un rechazo y se le advertiría que alguien ya estaba conectado. Aparecería un mensaje de error y una advertencia. Pero no ocurriría lo mismo en el caso contrario. Si, digamos, el malo ya ha entrado en el sistema y usted trata de hacerlo, aunque usted reciba el mensaje de error, él no recibe la advertencia.
—De modo que alguien podría tratar de hacerlo mientras estoy conectada, y yo no lo sabría.
—Exactamente.
—¿Chuck tiene una computadora en su casa?
—En una ocasión me preguntó qué podía comprar que no fuera demasiado caro, y yo le aconsejé que lo intentara en una tienda de máquinas en consignación. Y le di el nombre de una.
—¿Cuál era?
—Disk Thrift. El dueño es amigo mío.
—¿Podrías llamar a esa persona a su casa y averiguar si Chuck les compró algo?
—Puedo intentarlo.
—Me quedaré en la oficina un rato más —dije.
Bajé el menú en mi computadora y busqué el icono de Internet. Entré en el sistema sin problemas, lo cual significaba que nadie lo había hecho primero. Estuve tentada de entrar en el sistema como Ruffin para ver con quién mantenía correspondencia y comprobar si eso me decía más con respecto a qué tramaba, pero tuve miedo. La sola idea de entrar en el buzón de e-mail de otra persona me producía escalofríos.
Traté de comunicarme con Marino por el pager y, cuando lo tuve en el teléfono, le expliqué la situación y le pedí su opinión sobre lo que debía hacer.
—Demonios —dijo—. Yo lo haría. Siempre te dije que no confiaras en ese tarado de mierda. Y, otra cosa, Doc: ¿cómo sabes que él no entró antes en tu correo electrónico y te borró cosas o incluso les mandó cosas a otras personas además de Rose?
—Tienes razón —acepté, enfurecida por la idea—. Te avisaré qué encuentro.
Ruth llamó algunos minutos después y sonaba excitada.
—Chuck compró una computadora y una impresora el mes pasado —me informó—. Por alrededor de seiscientos dólares. Y la computadora venía con un módem.
—Y aquí tenemos software de AOL.
—Sí, toneladas. Si él no compró el suyo, no cabe duda de que podría haber metido mano en la oficina y conseguirlo.
—Es posible que tengamos una situación muy grave en nuestras manos. Es vital que no digas ni una palabra —le recordé una vez más.
—Chuck nunca me gustó.
—Y tampoco quiero que le digas eso a la gente.
Corté la comunicación, me puse el abrigo, pensé en Rose y me preocupé. Estaba segura de que había quedado muy mal. No me sorprendería nada que hubiera llorado durante todo el trayecto a su casa. Era una mujer estoica y rara vez demostraba lo que sentía, y yo sabía que si creía haberme lastimado se sentiría espantosamente mal. Salí en busca de mi auto. Quería hacer que se sintiera mejor y necesitaba su ayuda. El e-mail de Chuck tendría que esperar.
Rose se había cansado de manejar una casa y se había mudado a un departamento en West End, cerca de la avenida Grove, a varias cuadras de un café llamado Du Jour, donde cada tanto yo desayunaba tarde los domingos. Rose vivía en un edificio de ladrillos color rojo oscuro de tres plantas, a la sombra de enormes robles. Era una zona relativamente segura de la ciudad, pero yo siempre miraba bien los alrededores antes de bajarme del coche. Cuando estacioné junto al Honda de Rose, advertí la presencia de lo que parecía un Taurus de color oscuro a varios automóviles de distancia.
En su interior había alguien sentado, y tanto el motor como las luces se encontraban apagadas. Yo sabía que la mayoría de los autos policiales sin marcas eran en la actualidad Taurus, y me pregunté si habría alguna razón para que un agente estuviera allí esperando en la oscuridad y el frío. También era posible que la persona aguardara la llegada de otra para ir juntas a alguna parte, pero por lo general eso no se hacía con los faros y el motor apagados.
Tuve la sensación de ser vigilada y saqué mi revólver de mi bolso y lo deslicé en el bolsillo del abrigo. Caminé por la vereda y me fijé en la chapa patente del auto, ubicada en el paragolpes delantero. Mientras lo registraba mentalmente sentí la mirada de alguien en mi espalda.
La única forma de llegar al departamento del segundo piso de Rose era subir por las escaleras iluminadas sólo por una única luz cenital en cada descanso. Me sentía muy ansiosa. Cada tanto me paraba para ver si alguien subía detrás de mí. Pero no vi a nadie. Rose había colgado una guirnalda de Navidad en su puerta y su fragancia suscitó en mí sentimientos muy fuertes. Alcancé a oír música de Haendel en el interior del departamento. Metí la mano en mi bolso, saqué una lapicera y un bloc y escribí en él el número de la patente de ese auto. Después toqué el timbre.
—¡Dios Santo! —exclamó Rose—. ¿Qué la trae por aquí? Pase, por favor. Qué sorpresa tan agradable.
—¿Espiaste por la mirilla antes de abrir la puerta? —le pregunté—. Al menos deberías preguntar quién es.
Ella rió. Siempre se burlaba de mis preocupaciones de seguridad, que para la mayoría de la gente eran extremas, porque no vivían mi vida.
—¿Vino aquí a ponerme a prueba? —se burló una vez más.
—Tal vez debería empezar a hacerlo.
Los muebles de Rose eran acogedores y estaban perfectamente lustrados y, aunque yo no diría que su gusto era formal, era adecuado y todo se encontraba bien dispuesto. Los pisos eran de una hermosa madera dura que ya no se encontraba en ninguna parte, y las pequeñas alfombras orientales que los cubrían eran como manchas de color. Una estufa a gas estaba encendida y había velas eléctricas encendidas en las ventanas que daban a un terreno con césped en el que la gente usaba sus parrillas de carbón cuando el clima era más cálido.
Rose se instaló en un sillón y yo, en el sofá. Yo había estado en su departamento sólo dos veces antes, y me pareció triste y extraño no ver señales de sus amados animalitos. Sus dos últimos galgos grises adoptados se los había llevado su hija, y su gato había muerto. Lo único que le quedaba era una pecera con un número modesto de olominas, carpas doradas y otros pececillos que se movían sin cesar, porque en el edificio no se permitían mascotas.
—Sé que extrañas a tus perros —dije, pero no mencioné al gato porque los gatos y yo no nos llevábamos bien—. Uno de estos días me compraré un galgo. Mi problema es que querría salvarlos a todos.
Recordé los de ella. Los pobres perros no permitían que nadie les tocara las orejas porque los entrenadores se las habían tironeado; una de las muchas crueldades que sufrían en las pistas de carreras para galgos. En los ojos de Rose brillaron lágrimas, apartó la cara y se frotó las rodillas.
—Este frío me afecta las articulaciones —comentó y carraspeó—. Mis perros se estaban volviendo tan viejos. Es mejor que ahora los tenga Laurel. Yo no podría soportar que murieran aquí. Ojalá usted se consiguiera uno. Ojalá todas las personas buenas tuvieran uno.
Cientos de galgos se exterminaban cada año cuando ya no estaban en condiciones de correr a toda velocidad. Me moví en el sofá. En la vida había tantas cosas que me enfurecían.
—¿Puedo ofrecerle un té de ginseng caliente que el querido Simón me consigue? —Se refería al peluquero que ella adoraba—. ¿O quizás algo un poco más fuerte? Siempre pienso comprar unos bizcochos de mantequilla.
—No puedo quedarme mucho tiempo —dije—. Pero quise pasar por aquí para estar segura de que estabas bien.
—Desde luego que estoy bien —contestó, como si no existiera ningún motivo para que no lo estuviera.
Callé un momento y Rose me miró como esperando que le explicara la razón de mi visita.
—Hablé con Ruth —comencé a decir—. Estamos siguiendo un par de pistas y tenemos ciertas sospechas...
—Que estoy segura conducen directamente a Chuck —anunció y asintió con la cabeza—. Siempre pensé que era una manzana podrida. Y él me evita como si yo fuera la peste porque sabe que veo a través de él. Hará frío en el infierno antes que las personas como él logren seducirme.
—Nadie podría seducirte —afirmé. Comenzó a sonar el Mesías, de Haendel, y en mi corazón se instaló una profunda tristeza.
Sus ojos me escrutaron. Ella sabía lo difícil que había sido para mí la última Navidad. La había pasado en Miami, donde podía evitarla todo lo posible. Pero no podía alejarme de esa música y esas luces, ni aunque huyera a Cuba.
—¿Qué hará este año? —preguntó ella.
—Tal vez iré al oeste —respondí—. Si allí nevara, las cosas me resultarían más fáciles, pero no tolero los cielos grises. La lluvia y las tormentas de hielo, el clima de Richmond. ¿Sabes?, cuando me mudé aquí, siempre había una o dos buenas nevadas cada invierno.
Imaginé nieve apilada sobre las ramas de los árboles y soplando contra el parabrisas de mi auto, el mundo todo blanco mientras yo manejaba hacia el trabajo, aunque las oficinas estatales estuvieran cerradas. La nieve y el sol tropical eran antidepresívos para mí.
—Fue muy bondadoso de su parte venir a ver cómo estaba —dijo mi secretaria y se puso de pie del sillón color azul intenso—. Siempre se preocupó demasiado por mí.
Fue a la cocina y la oí abrir el freezer y revolver su contenido. Cuando regresó al living me entregó un recipiente de plástico con algo congelado adentro.
—Mi sopa de verduras —explicó—. Justo lo que usted necesita esta noche.
—No tienes idea de cuánto —le dije, muy agradecida—. Iré a casa y me la calentaré enseguida.
—¿Y qué hará con respecto a Chuck? —preguntó, muy seria.
Yo vacilé. No quería hacerle esa pregunta.
—Rose, él dice que tú eres mi espía en la oficina.
—Bueno, lo soy.
—Necesito que lo seas —continué—. Me gustaría que hicieras lo que haga falta para averiguar qué trama.
—Lo que trama ese hijo de puta es sabotaje —dijo Rose, quien casi nunca decía malas palabras.
—Tenemos que conseguir pruebas. Ya sabes cómo es el Estado. Es más difícil despedir a alguien que caminar sobre el agua. Pero no permitiré que él gane.
Ella no me contestó enseguida. Después se animó:
—Para empezar, no debemos subestimarlo. No es tan inteligente como cree, pero es vivo. Y tiene demasiado tiempo para pensar y moverse por todas partes sin que se lo note. La pena es que conoce sus movimientos mejor que nadie, incluso mejor que yo, porque yo no la ayudo en la morgue... lo cual agradezco. Y ése es su principal escenario. Es allí donde él podría arruinarla realmente.
Rose tenía razón, aunque yo no tolerara reconocer el poder que Chuck poseía. Él podía cambiar etiquetas o los rótulos que se ponían en los dedos de los pies de los cadáveres o contaminar algo. Podía filtrarles mentiras a periodistas que protegerían siempre su identidad. No me animaba a imaginar el alcance de lo que él podía hacer.
—A propósito —dije y me levanté del sofá—, estoy bastante segura de que tiene una computadora en su casa, así que también mintió con respecto a eso.
Me acompañó a la puerta y recordé entonces el auto estacionado cerca del mío.
—¿Sabes si alguien del edificio conduce un Taurus negro? —le pregunté.
Ella frunció el entrecejo, perpleja.
—Bueno, los autos de esa marca están por todos lados. Pero no, no se me ocurre que nadie que conozco tenga uno.
—¿Es posible que en tu edificio viva un agente de policía y que cada tanto traiga el auto a su casa?
—Si es así, yo no lo sé. No se dé cuerda ni le preste atención a esos fantasmas que se le meten en la cabeza. Soy una convencida de que no se debe dar vida a las fantasías, porque entonces pueden hacerse realidad.
—Bueno, probablemente no es nada, pero tuve una sensación rara cuando vi a esa persona sentada dentro de un auto a oscuras, con el motor y los faros apagados —dije—. Tengo el número de la chapa.
—Bien por usted —me felicitó Rose y me palmeó la espalda—. ¿Por qué no me sorprende?
16
Mis pisadas sonaron con fuerza en la escalera cuando me fui del departamento de Rose, y cuando salí por la puerta de calle hacia la noche fría tuve conciencia de mi arma. El auto había desaparecido. Lo busqué por todas partes con la mirada mientras me acercaba al mío.
La playa de estacionamiento no estaba bien iluminada. Los árboles desnudos hacían ruidos leves que a mí me resultaban ominosos y las sombras parecían ocultar cosas horrorosas. Me apresuré a trabar bien las puertas del auto y mientras avanzaba llamé al pager de Marino. Él me devolvió enseguida el llamado porque, desde luego, estaba en la calle, de uniforme, y sin nada que hacer.
—¿Puedes verificar la patente de un auto? —pregunté en cuanto contestó.
—Pásamela.
Se la recité.
—Acabo de salir del departamento de Rose —le aclaré— y tengo un mal presentimiento con respecto a un auto que había estacionado cerca.
Marino casi siempre tomaba en serio mis presagios. Yo no solía tenerlos seguido sin motivo. Era abogada y médica. En todo caso, tendía más a confiar en mi mente clínica y legal y no tenía por costumbre reaccionar en forma exagerada ni hacer proyecciones emocionales.
—Hay otras cosas —continué.
—¿Quieres que vaya para allá?
—Sí que me gustaría.
Me esperaba en el sendero de casa cuando llegué allí, y se bajó con torpeza de su auto porque el cinturón de su uniforme se le enredó y el correaje del hombro, que no estaba acostumbrado a usar, tendía a trabársele en alguna parte.
—¡Maldita porquería! —exclamó y se soltó el cinturón—. No sé durante cuánto tiempo más toleraré esto. —Pateó la portezuela para cerrarla—. Este auto es una mierda.
—¿Cómo hiciste para llegar aquí antes que yo si el auto es una mierda? —pregunté.
—Estaba más cerca que tú. La espalda me está matando.
Siguió quejándose mientras subíamos los escalones y yo abría la puerta de calle con la llave. Me sorprendió tanto silencio. La luz de la alarma estaba verde.
—Bueno, esto no está nada bien —declaró Marino.
—Sé que activé la alarma esta mañana —dije.
—¿Vino la señora de la limpieza? —preguntó, miró en todas direcciones y aguzó el oído.
—Ella siempre la activa —contesté—. No olvidó hacerlo ni una sola vez en los dos años que trabaja para mí.
—Tú quédate aquí —me sugirió Marino.
—Por cierto que no lo haré —repliqué, porque lo último que quería era esperar allí sola, y nunca era una buena idea que dos personas armadas estuvieran nerviosas y en guardia en dos diferentes sectores del mismo espacio.
Volví a activar la alarma y lo seguí de una habitación a otra; lo observé abrir cada armario y mirar detrás de cada cortina de ducha, cortinado y puerta. Revisamos los dos pisos y nada estaba fuera de lugar hasta que volvimos abajo, donde noté que a la mitad de la alfombra de la escalera le habían pasado la aspiradora y a la otra mitad, no, y en el toilette para visitas, Marie, la mucama, había olvidado reemplazar las toallas de mano sucias con otras limpias.
—No suele ser tan distraída —dije—. Ella y su marido tienen que mantener a sus hijos pequeños con muy poco dinero y ella trabaja más que cualquier persona que conozco.
—Espero que nadie me llame ahora —se quejó Marino—. ¿Tienes café en esta pocilga?
Preparé café bien fuerte con la máquina que Lucy me había mandado desde Miami, y el estuche de color rojo y amarillo me hizo sentir mal de nuevo. Marino y yo llevamos nuestras tazas a mi estudio. Entré en AOL utilizando la dirección y la contraseña de Ruffin y me alivió mucho no tener problemas.
—Todo despejado —anuncié.
Marino acercó una silla y miró por sobre mi hombro. Ruffin tenía correspondencia.
Había ocho mensajes y no reconocí al remitente de ninguno.
—¿Qué ocurre si los abres? —quiso saber Marino.
—Permanecen en el buzón, siempre y cuando se los guarde como nuevos —contesté.
—Quiero decir, ¿él se dará cuenta de que los abriste?
—No. Pero sí puede saberlo el que los envió. Puede verificar el estado de la correspondencia que mandó y ver a qué hora se abrió.
—Mmmm. ¿Y qué? ¿A cuántas personas se les ocurre verificar a qué hora abrieron su correo electrónico?
No le contesté y procedí a entrar en la correspondencia de Chuck. Tal vez debería haberme sentido asustada por lo que estaba haciendo, pero estaba demasiado enojada. Cuatro de los e-mails eran de su esposa, quien le enviaba tantas instrucciones con respecto a cuestiones domésticas que Marino no pudo evitar sonreír.
—Lo tiene agarrado de las pelotas —dijo con regocijo.
La dirección del quinto mensaje era MAYFLR, y simplemente decía: «Tenemos que hablar».
—Muy interesante —le comenté a Marino—. Veamos qué correspondencia puede haberle enviado a ese tal Mayflower.
Entré en el menú de correspondencia enviada y descubrí que Chuck le había estado mandando e-mails a esa persona casi a diario durante las últimas dos semanas. Rápidamente repasé las notas, mientras Marino observaba, y muy pronto fue evidente que mi supervisor de la morgue había mantenido encuentros con esa persona, y muy posiblemente una aventura.
—Me pregunto quién demonios es ella —dijo Marino—. Saberlo sería un arma contra ese hijo de mil putas.
—No va a ser nada fácil averiguarlo —lo desalenté.
Salí rápido del menú y tuve la sensación de estar escapando de una casa en la que acababa de cometer un robo.
—Intentémoslo en Chatplanet —dije.
La única razón por la que yo estaba familiarizada con los chat rooms era que, en algunas ocasiones, colegas míos de distintas partes del mundo las usaban para reunirse conmigo y pedirme ayuda en casos particularmente difíciles o para compartir información que podía resultarnos útil. Entré en el sistema, cargué el programa y elegí un buzón que me posibilitaba estar en el chat room sin que nadie me viera.
Revisé la lista de chat rooms y elegí en uno llamado Querida Jefa Kay. La doctora Kay en persona estaba como moderadora de una sesión de chateo con sesenta y tres personas.
—Mierda. Dame un cigarrillo, Marino —dije, muy tensa.
Él sacudió uno del paquete, acercó una silla y se sentó junto a mí mientras espiábamos.
QUERIDA JEFA KAY, ¿ES VERDAD QUE ELVIS MURIÓ SENTADO EN EL INODORO Y QUE MUCHAS PERSONAS MUEREN EN LA MISMA POSICIÓN? SOY PLOMERO, ASÍ QUE COMPRENDERÁ POR QUÉ ME LO PREGUNTO. GRACIAS, INTERESADO DE ILLINOIS.
QUERIDO INTERESADO EN ILLINOIS, SÍ, LAMENTO DECIRLE QUE ELVIS SÍ MURIÓ SENTADO EN EL INODORO Y QUE NO ES ALGO EXTRAÑO QUE ELLO SUCEDA POR EL ESFUERZO QUE LAS PERSONAS SUELEN HACER EN ESE LUGAR, ALGO QUE EL CORAZÓN NO RESISTE. LAMENTO DECIR QUE LOS MUCHOS AÑOS DE COMER MAL Y DE INGERIR TANTAS PASTILLAS SE COBRARON UNA REVANCHA CON ELVIS Y QUE ÉL MURIÓ DE PARO CARDÍACO EN SU LUJOSO CUARTO DE BAÑO DE GRACELAND, Y ELLO DEBERÍA SER UNA LECCIÓN PARA TODOS NOSOTROS.
QUERIDA JEFA KAY, ¿POR QUÉ DECIDIÓ TRABAJAR CON MUERTOS EN LUGAR DE PACIENTES VIVOS? MORBOSO DE MONTANA.
QUERIDO MORBOSO DE MONTANA, NO TENGO DEMASIASO BUEN TRATO CON LOS ENFERMOS Y DE ESE MODO NO TENGO QUE PREOCUPARME POR LO QUE SIENTE EL PACIENTE. CUANDO ESTUDIABA EN LA FACULTAD DE MEDICINA DESCUBRÍ QUE LOS PACIENTES VIVOS SON UNA REVERENDA LATA.
—Por todos los demonios, ¡qué inmundicia! —saltó Marino.
Yo estaba exasperada y no podía hacer nada al respecto.
—¿Sabes? —continuó Marino, indignado—. Desearía que la gente dejara tranquilo a Elvis. Estoy harto de oír decir que murió sentado en el inodoro.
—Cállate, Marino —le pedí—. Por favor. Estoy tratando de pensar.
La sesión continuó y fue un espanto. Estuve tentada de meterme en las conversaciones y decirles a todos que Querida Jefa Kay no era yo.
—¿Existe alguna manera de averiguar quién es en realidad Querida Jefa Kay? —preguntó Marino.
—Si esa persona es la moderadora del chat room, la respuesta es no. Él o ella puede saber quiénes son las otras personas, pero no viceversa.
QUERIDA JEFA KAY, PUESTO QUE USTED SABE TODO SOBRE ANATOMÍA, ¿ESO LA HACE TENER MAYOR CONCIENCIA DE LOS PUNTOS DE PLACER, SI ENTIENDE LO QUE QUIERO DECIR? MI AMIGO PARECE ABURRIRSE EN LA CAMA Y A VECES HASTA SE QUEDA DORMIDO CUANDO ESTAMOS EN PLENO. QUIERO SER SEXY.
QUERIDA QUIERO SER SEXY, ¿SU NOVIO ESTÁ TOMANDO ALGUNA MEDICACIÓN QUE PUEDA DARLE SUEÑO? SI NO ASÍ, LA LENCERÍA PROVOCATIVA NO SERÍA MALA IDEA. LAS MUJERES YA NO HACEN LO SUFICIENTE PARA QUE SUS HOMBRES SE SIENTAN IMPORTANTES Y CAPACES DE FUNCIONAR BIEN.
—¡Esto ya es el colmo! —anuncié—. Lo mataré... a él o a ella... ¡quienquiera sea esa maldita Jefa Kay!
Me puse de pie de un salto, tan furiosa que no supe qué hacer.
—¡Con mi credibilidad no se juega!
Con los puños apretados, me puse a correr como loca hacia el living, donde de pronto me frené y miré en todas direcciones como si estuviera en un lugar que no había visto antes.
—En este juego podemos ser dos —anuncié al regresar a mi estudio.
—¿Pero cómo pueden jugar dos si ni siquiera sabes quién es la Jefa Kay número uno? —preguntó Marino.
—Quizá no pueda hacer nada con respecto a ese maldito chat room, pero siempre está el correo electrónico.
—¿Qué clase de correo electrónico? —preguntó Marino con cautela.
—En este juego podemos intervenir dos. Espera y lo verás. Ahora. ¿Qué tal si averiguamos lo del auto sospechoso?
Marino desprendió el radiotransmisor portátil del cinturón y sintonizó el canal de servicio.
—¿Cómo era el número de esa patente? —preguntó.
—RGG-7112 —recité de memoria.
—¿Chapa de Virginia?
—Lo siento —contesté—. Eso no pude verlo bien.
—Bueno, empezaremos allí.
Pasó el número de la patente a la Red de Información Criminal de Virginia o RICV, y pidió un 10-29. A esa altura ya eran más de las diez de la noche.
—¿Podrías prepararme un sándwich o algo antes de que me vaya? —preguntó Marino—. Estoy a punto de morir de inanición. Esta noche la RICV está un poco lenta y eso me enfurece.
Me pidió tocino, lechuga y tomate, con aderezo ruso y rebanadas gruesas de cebolla, y yo cociné bien el tocino en el microondas en lugar de freírlo.
—Caramba, Doc, ¿por qué lo hiciste? —dijo él y sostuvo entre los dedos una tira de tocino crujiente y nada grasoso—. No queda rico a menos que esté un poco gomoso y tenga algún sabor que no haya quedado en esas toallas de papel.
—Estará suficientemente sabroso. Y el resto depende de ti. No pienso sentirme culpable de taparte las arterias más de lo que ya deben de estar.
Marino tostó pan de centeno y lo cubrió con una capa de manteca, aderezo ruso, ketchup y encurtidos bien picados. Sobre esto puso lechuga y tomate, una buena cantidad de sal y rebanadas gruesas de cebolla dulce cruda.
Preparó dos de estas saludables creaciones suyas y las envolvió en papel de aluminio mientras por radio respondían a su pedido. El auto no era un Ford Taurus sino un Ford Contour 1998. Era de color azul oscuro y estaba registrado a nombre de la Compañía Avis de Alquiler de Automóviles.
—Qué interesante —dijo Marino—. En Richmond, por lo general las chapas de todos los autos alquilados empiezan con R, y a ti no se te ocurre nada mejor que querer saber de una que no. Comenzaron a hacerlo para que no fuera tan evidente para los ladrones de autos que alguien no vivía en la ciudad.
No existía ninguna orden de captura y el auto tampoco figuraba en la lista de vehículos robados.
17
A las ocho de la mañana siguiente, miércoles, metí el auto en un lugar con parquímetro. Del otro lado de la calle, el Capitolio —una construcción del siglo XVIII— lucía prístino detrás de hierro forjado y fuentes en medio de la niebla.
El doctor Wagner, otros miembros del gabinete y el fiscal general trabajaban en el Edificio de Oficinas para Ejecutivos de la calle Nueve, y la seguridad era tan extrema que comencé a sentirme una criminal tan pronto llegué allí. Justo del otro lado de la puerta había una mesa en la que un agente de policía del Capitolio me revisó el bolso.
—Si llega a encontrar algo allí —bromeé—, por favor avíseme, porque yo no encuentro nada.
El sonriente policía me pareció conocido; era un hombre bajo y corpulento que calculé que tendría alrededor de treinta y cinco años. Tenía cabello castaño ralo y la cara de alguien que tuvo un aspecto agradable y adolescente antes de que los años y la gordura comenzaran a hacer estragos en él.
Le mostré mis credenciales y él casi no los miró.
—No necesito eso —dijo con tono animado—. ¿No me recuerda? Yo fui asignado un par de veces a su edificio cuando usted solía estar allá.
Señaló en dirección a mi antiguo edificio sobre la calle Catorce, que quedaba a sólo cinco cuadras cortas al este.
—Rick Hodges —dijo—. Por aquella época se produjo pánico por el uranio. ¿No recuerda?
—¿Cómo olvidarlo? —respondí—. No fue precisamente uno de nuestros mejores momentos.
—Wingo y yo solíamos juntarnos a conversar. Cuando no tenía demasiado que hacer yo bajaba a verlo a la hora del almuerzo.
Una sombra cruzó por su cara. Wingo era el mejor y más sensible supervisor de la morgue que yo haya tenido jamás. Varios años antes murió de viruela. Apreté el hombro de Hodges.
—Yo todavía lo extraño —confesé—. No te imaginas cuánto.
—¿Sigue viendo a algún miembro de su familia? —me preguntó en voz baja.
—Sí, cada tanto.
Por la forma en que lo dije él supo que la familia de Wingo no quería hablar de su hijo gay y tampoco que yo me comunicara con ellos. Por cierto, tampoco quería saber nada de Hodges ni de ninguno de los amigos de Wingo. Hodges asintió y la pena opacó el brillo de sus ojos. Trató de sonreír.
—Ese muchacho sí que estaba loco por usted, Doc —me dijo—. Hace mucho que quería decírselo.
—Eso significa mucho para mí —le agradecí, emocionada.
Pasé por el scanner sin problemas y él me entregó mi bolso.
—No desaparezca demasiado tiempo —dijo.
—No lo haré. —Miré sus ojos jóvenes y azules—. Tenerte cerca me hacer sentir más segura.
—¿Sabe adonde tiene que ir?
—Eso creo.
—Bueno, pero recuerde que el ascensor tiene vida propia.
Subí por los escalones gastados de granito al quinto piso, donde la oficina de Sinclair Wagner daba a la plaza del Capitolio. En esa mañana oscura y lluviosa, casi no alcanzaba a ver la estatua ecuestre de George Washington. La temperatura había descendido bajo cero durante la noche y el ruido de las gotas de lluvia sonaba con fuerza como perdigones de escopeta.
La sala de espera del Secretario de Salud y Servicios Humanos estaba agradablemente decorada con banderas y muebles coloniales que no eran precisamente del estilo del doctor Wagner. Su despacho estaba abarrotado de cosas. Hablaba de un hombre que trabajaba mucho y subestimaba su poder.
El doctor Wagner nació y pasó su infancia en Charleston, Carolina del Sur, donde su primer nombre, Sinclair, se pronunciaba Sinkler. Era psiquiatra con título de abogado y supervisaba organizaciones que brindaban servicios personales en el campo de la salud mental, el abuso de medicamentos, los servicios sociales y el seguro médico. Había sido profesor de la Facultad de Medicina de la Universidad de Virginia, antes de ocupar un cargo muy alto. Yo siempre lo había respetado mucho y sabía que también él me respetaba.
—Kay. —Echó hacia atrás su sillón y se puso de pie—. ¿Cómo estás?
Me indicó que me sentara en el sofá, cerró la puerta y volvió a instalarse detrás de la barrera de su escritorio, lo cual no era buena señal.
—Estoy satisfecho con la forma en que andan las cosas en el Instituto, ¿tú no? —preguntó.
—Sí, mucho —contesté—. Da un poco de miedo, pero es mejor de lo que esperaba.
Tomó su pipa y su bolsa de tabaco.
—Me he estado preguntando qué te sucede a ti —indagó—. Pareces haberte evaporado de la superficie de la tierra.
—No sé por qué dice eso —respondí—. Me ocupo de la misma cantidad de casos que siempre, si no de más.
—Ah, sí. Desde luego, sigo tu trabajo por las noticias.
Comenzó a llenar la pipa de tabaco. En el edificio estaba prohibido fumar, y Wagner solía chupar una pipa fría cuando se sentía intranquilo. Sabía que yo no estaba allí para hablar del Instituto ni para decirle lo atareada que había estado.
—Por cierto que sé lo atareada que estás —prosiguió—, puesto que ni siquiera tienes tiempo de venir a verme.
—Acabo de enterarme hoy, Sinclair, de que usted trató de verme la semana pasada —me defendí.
Él me sostuvo la mirada y chupó su pipa. El doctor Wagner tenía algo más de sesenta años pero parecía mayor, como si el hecho de recibir durante tantos años los secretos atribulados de sus pacientes finalmente hubiera comenzado a desgastarlo. Tenía ojos de expresión bondadosa y una de sus ventajas era que la gente tendía a olvidar que también poseía la astucia de un abogado.
—Si no recibiste mi mensaje de que quería verte, Kay —declaró—, entonces me parece que tienes un problema con tu personal.
Lo dijo con lentitud y tono suave.
—Así es, pero no la clase de problema que usted imagina.
—Te escucho.
—Alguien se ha estado metiendo en mi e-mail —expliqué—. Al parecer, esta persona entró en la carpeta en la que se guardan nuestras contraseñas y se apoderó de la mía.
—Entonces es una cuestión de seguridad...
Levanté una mano para interrumpirlo.
—Sinclair, el problema no es de seguridad. Estoy siendo atacada desde mis propias filas. Es evidente que alguien —o, quizá, más de una persona— trata de causarme problemas. Tal vez, incluso de que me despidan. Su secretaria le envió un correo electrónico a la mía para avisarle que usted quería verme. Mi secretaría me envió otro a mí y, supuestamente, yo contesté que estaba «demasiado ocupada» para verlo en ese momento.
Me di cuenta de que lo que acababa de decirle le resultaba confuso al doctor Wagner, si no ridículo.
—Hay otras cosas —continué, cada vez más incómoda con el sonido de mi propia voz que tejía lo que parecía una telaraña de fantasías—. E-mails que piden que los llamados dirigidos a mí sean derivados a mi subjefe y, peor aún, todo ese asunto del chateo en Internet a que supuestamente estoy dedicada.
—Estoy enterado de eso —concedió con tono sombrío—. ¿Me estás diciendo que quienquiera que esté haciendo esto de Querida Doctora Kay es la misma persona que utiliza tu contraseña?
—Decididamente es alguien que usa mi contraseña y se hace pasar por mí.
Él permaneció callado, chupando su pipa.
—Tengo la firme sospecha de que mi supervisor de la morgue está relacionado con todo esto —añadí.
—¿Por qué?
—Por su conducta errática, su hostilidad, sus constantes desapariciones. Está descontento, malhumorado y trama algo. Podría seguir.
Silencio.
—Cuando pueda demostrar que está involucrado —dije—, me ocuparé personalmente del problema.
El doctor Wagner volvió a poner la pipa sobre el cenicero. Se puso de pie, rodeó el escritorio y se acercó a donde yo estaba sentada. Se instaló en una silla del costado. Se inclinó hacia adelante y me miró con expresión intensa.
—Hace mucho que te conozco, Kay —dijo con voz bondadosa pero seria—. Y también conozco bien tu reputación. Y no hace mucho tiempo has pasado por una tragedia horrorosa.
—¿Trata usted de jugar al psiquiatra conmigo, Sinclair? —y no lo pregunté en son de broma.
—No eres una máquina.
—Y tampoco me da por pensar en cosas raras. Lo que le digo es real. Como lo es cada ladrillo del edificio que estoy construyendo. Están ocurriendo muchas cosas sospechosas, y si bien es cierto que he estado más distraída que lo habitual, le aseguro que lo que le digo no tiene nada que ver con eso.
—¿Cómo puedes estar tan segura, Kay, si has estado distraída, como tú misma acabas de decirlo? La mayoría de las personas no se habrían incorporado de nuevo al trabajo por un tiempo —si es que lo hacían alguna vez—, después de lo que tú has sufrido. ¿Cuándo volviste a trabajar?
—Sinclair, todos tenemos una manera distinta de hacer frente al dolor.
—Deja que yo responda por ti a mi pregunta —continuó—. Diez días. Y podría agregar que el medio al que volvías no era precisamente alegre. Tragedia, muerte.
Yo no dije nada y traté de recuperar la compostura. Había estado sumida en una cueva oscura y casi no recordaba haber esparcido las cenizas de Benton al mar en Hilton Head, el lugar que él más amaba. Casi no recordaba tampoco haber vaciado el departamento que Benton tenía allá, y después atacado sus cajones y armarios en mi casa. Con velocidad de enajenada, me libré en ese momento de todo lo que con el tiempo habría tenido que liquidar.
Si no hubiera sido por la doctora Anna Zimmer, no habría sobrevivido. Ella era una mujer mayor, una psiquiatra que era amiga mía desde hacía años. Yo no tenía idea de lo que ella había hecho con los trajes finos, las corbatas, los zapatos de cuero lustrados y las colonias de Benton. No quería saber qué había sido de su BMW. Sobre todo, no toleraba saber adonde había ido a parar la ropa blanca que solía estar en nuestro cuarto de baño y en nuestra cama.
Anna tuvo el buen tino de guardar todas las cosas que importaban. No tocó sus libros ni sus alhajas. Dejó los certificados colgados en las paredes del estudio de Benton, donde nadie los vería, porque él era tan modesto. No me dejó sacar las fotografías suyas que había diseminadas por toda mi casa, porque dijo que era importante para mí vivir con ellas.
—Tienes que vivir con el recuerdo —me dijo una y otra vez con su fuerte acento alemán—. Es algo todavía presente, Kay. No puedes huir de él. No lo intentes.
—En una escala de uno a diez, ¿cuál es el grado de tu depresión, Kay? —La voz del doctor Wagner sonó distante y en segundo plano.
Todavía estaba dolida y no podía aceptar que Lucy no se hubiera presentado ni una vez durante todo esto. Benton me dejó su departamento en el testamento, y Lucy estaba furiosa porque yo lo vendí, aunque sabía tan bien como yo que ninguna de las dos toleraríamos volver a entrar en él. Cuando yo traté de regalarle la campera que él tanto amaba y que había usado en sus épocas de estudiante universitario, ella dijo que no la quería, que se la regalaría a alguna otra persona. Supe que nunca lo había hecho. Que la tenía escondida en alguna parte.
—No tiene nada de vergonzoso admitirlo. Creo que a ti te cuesta reconocer que eres humana —afloró la voz del doctor Wagner.
Mi mirada se despejó.
—¿No has pensado en comenzar a tomar antidepresivos? —me preguntó el doctor Wagner—. Algo suave como Wellbutrin.
Callé un momento antes de decir nada.
—En primer lugar, Sinclair —dije—, la depresión por una situación específica es algo normal. No necesito una píldora para que mágicamente haga desaparecer mi pena. Tal vez sea estoica. Tal vez me cueste demostrar mis emociones frente a los demás, exhibir mis sentimientos más profundos, y sí, me resulta más fácil pelear y enojarme y trabajar exageradamente que sentir dolor. Pero no estoy sumida en la negación. Tengo el suficiente tino para saber que los duelos deben seguir su curso. Y esto no es fácil cuando las personas en las que confiamos comienzan a despojarnos de lo poco que nos queda en la vida.
—Acabas de pasar de primera persona del singular a primera persona del plural —me señaló—. Me pregunto si tienes conciencia de que...
—No me diseccione, Sinclair.
—Kay, permíteme que te trace el retrato de una tragedia, de una violencia que quienes no han sido tocados por ella no verán jamás —me pidió—. Tiene vida propia. Sigue causando estragos, aunque de manera más furtiva y provocando heridas menos visibles a medida que pasa el tiempo.
—Yo veo todos los días el retrato de la tragedia —dije.
—¿Y cuando te miras al espejo? —preguntó.
—Sinclair, ya es bastante malo sufrir una pérdida, pero incrementarla con el hecho de que todos nos miren con desconfianza y duden de nuestra habilidad para seguir funcionando, es como que nos pateen y nos degraden cuando se supone que estamos caídos.
Él me sostuvo la mirada. Yo había vuelto a usar el plural, ese lugar más seguro, y lo vi en sus ojos.
—La crueldad se ceba en lo que percibe como debilidad —proseguí.
Sabía bien lo que era el mal. Podía olerlo y reconocer sus facciones cuando lo tenía cerca.
—Alguien tomó lo que me pasó como la largamente esperada oportunidad para destruirme —concluí.
—¿No te parece que ésa es una actitud un poco paranoica de tu parte? —preguntó él.
—No.
—¿Por qué habría alguien de hacer algo así?
—Por poder. Para robarme el fuego.
—Una interesante analogía —dijo—. Cuéntame qué quieres decir con eso.
—Yo uso mi poder para el bien —expliqué—. Y quienquiera que sea el que trata de herirme quiere apoderarse de mi poder para su propio uso egoísta, y uno no quiere que el poder esté en manos de esa clase de personas.
—Coincido contigo —dijo él con aire pensativo.
Sonó la campanilla de su teléfono. Se puso de pie y lo atendió.
—No ahora —dijo—. Ya lo sé. Tendrá que esperar.
Volvió a la silla y suspiró, se sacó los anteojos y los puso sobre la mesa de café.
—Creo que lo mejor será enviar un comunicado de prensa en el que se informe que alguien se está haciendo pasar por ti en Internet, y hacer todo lo que esté a nuestro alcance para aclarar las cosas —dijo—. Pondremos fin a esto, aunque necesitemos una orden judicial.
—Eso me haría muy feliz.
El doctor Wagner se puso de pie y yo hice otro tanto.
—Gracias, Sinclair. Gracias a Dios que tengo un escudo como usted.
—Esperemos que el nuevo secretario también lo sea —comentó, como si yo supiera de qué hablaba.
—¿Qué nuevo secretario? —pregunté y la ansiedad volvió a hacer presa de mí, sólo que con mayor intensidad.
En su rostro apareció una expresión extraña. Después pareció irritado.
—Te envié varios memos privados y confidenciales. ¡Maldición! Esto ha ido demasiado lejos.
—Yo no recibí nada.
Apretó los labios y sus mejillas se tiñeron de rojo. Una cosa era manipular el correo electrónico y otra muy distinta interceptar los memorandos sellados y clasificados del secretario. Ni siquiera a Rose le estaba permitido abrirlos.
—Al parecer, mis superiores piensan que deberíamos sacar tu oficina de Salud y trasladarla a Seguridad Pública —me aclaró.
—Por el amor de Dios, Sinclair —exclamé.
—Ya lo sé, ya lo sé. —Levantó una mano para serenarme.
La misma propuesta absurda se había presentado poco después de que me tomaran a mí. Los laboratorios forenses y de la policía se encontraban bajo jurisdicción de Seguridad Pública, lo cual significaba, entre otras cosas, que si mi oficina también lo estaba, no habría más verificaciones ni balances. Básicamente, el departamento de policía tendría injerencia en la forma en que yo trabajaba mis casos.
—Yo ya he comunicado por escrito cuál es mi posición sobre este punto —le dije al doctor Wagner—. Hace algunos años, logré que no se impusiera hablándoles a los fiscales y a los jefes de policía. Hasta hablé con los abogados defensores. No podemos permitir que esto ocurra.
El doctor Wagner no dijo palabra.
—¿Por qué ahora? —insistí—. ¿Por qué se ha presentado esto justo ahora? Esto ha permanecido latente durante más de diez años.
—Creo que el representante Connors lo está promoviendo porque algunos de los capitostes de las fuerzas del orden lo presionan en este sentido —dijo—. Quién demonios puede saberlo.
Yo sí lo sabía y, mientras conducía el auto de regreso a mi oficina, me fui enfureciendo cada vez más. Me puse a profundizar las preguntas sin respuesta, a excavar lo que no resultaba visible a simple vista, y decidí llegar a la verdad. Lo que los detractores como Chuck Ruffin y Diane Bray no habían tomado en cuenta en sus maquinaciones era que habían servido para despertarme.
Un plan comenzaba a materializarse en mi mente. Era muy sencillo. Alguien quería hacerme desaparecer para que mi oficina pasara a depender de Seguridad Pública. Yo había oído rumores de que el secretario actual, que a mí me gustaba mucho, se jubilaba. ¿No sería una coincidencia que Bray de pronto tomara su lugar?
Cuando llegué a mi oficina, le sonreí a Rose y le deseé una buena mañana.
—¡Vaya si estamos de buen humor hoy! —exclamó ella, muy complacida.
—Es por tu sopa de verduras —le comenté—. Siempre está ahí para que me den ganas de volver a casa. ¿Dónde está Chuck?
La sola mención de su nombre hizo que en los ojos de Rose apareciera una expresión torva.
—Se fue a llevar varios cerebros a la Facultad de Medicina —contestó.
Cada tanto, cuando los casos eran neurológicamente sospechosos y complicados, yo preparaba el cerebro en formalina y lo enviaba al laboratorio de neuropatología para que le hicieran estudios especiales.
—Avísame cuando vuelva —le pedí—. Tenemos que instalar la Luma-Lite en la sala de descomposición.
Ella apoyó un codo en el escritorio, el mentón en la mano, sacudió la cabeza y me miró.
—Detesto tener que ser yo la que le diga esto —dijo.
—Dios, ¿y ahora, qué? Justo cuando pensé que podía ser un buen día.
—El Instituto realizará un ensayo de escena del crimen y parece que la Luma-Lite de ellos no funciona.
—No me digas.
—Bueno, lo único que sé es que llamó alguien aquí y Chuck les llevó nuestra Luma-Lite antes de salir para la facultad.
—Entonces iré a traerla de vuelta.
—La operación se realizará al aire libre y a unos quince kilómetros de aquí.
—¿Quién le dio a Chuck autoridad para prestarla? —pregunté.
—Basta con que no se la hayan robado, como la mitad de todo lo que hay aquí —dijo ella.
—Supongo que tendré que subir y hacer el examen en el laboratorio de Vander —dije.
Entré en mi oficina y me senté frente al escritorio. Me saqué los anteojos y me masajeé el puente de la nariz. Decidí que había llegado el momento de organizar un encuentro entre Bray y Chuck. Entré en la dirección de Ruffin y le envié un e-mail a Bray.
Jefa Bray:
Tengo cierta información que usted debe conocer. Por favor reúnase conmigo en el Centro Comercial Beverly Hills a las 5:30. Estacione en la hilera de atrás, cerca de Buckhead's. Podemos hablar en su auto para que nadie nos vea. Si le resulta imposible reunirse conmigo, avíseme por el pager. De lo contrarío, nos veremos entonces.
Chuck
Entonces le envié a él un e-mail, supuestamente de Bray, en el que lo invitaba a esa reunión.
—Hecho —dije, y me felicitaba en el momento en que sonó la campanilla del teléfono.
—Hola. —La voz de Marino—. Habla tu investigador personal. ¿Qué planes tienes para después del trabajo?
—Más trabajo. ¿Recuerdas que te dije que en este juego podían intervenir dos? Tú me llevarás a Buckhead's. No nos gustaría perdernos un encuentro entre dos personas muy cercanas a nuestros corazones, ¿verdad que no? Así que pensé que sería agradable que me llevaras a cenar afuera y que por casualidad nos topáramos con ellos —dije.
18
Tal como lo habíamos planeado, Marino se reunió conmigo en el estacionamiento y los dos subimos a su enorme camioneta, porque yo no quería correr el riesgo de que Bray reconociera mi Mercedes. Estaba oscuro y hacía mucho frío, pero la lluvia había cesado. Yo estaba muy acelerada.
Avanzamos por la avenida Petterson hacia Parham Road, una calle importante de la ciudad donde las personas comían y hacían compras y se dirigían en masa al centro comercial Regency.
—Tengo que advertirte que no siempre hay un cuenco con oro en un extremo del arco iris —dijo Marino y arrojó la colilla de cigarrillo por la ventanilla—. Uno o los dos pueden decidir no presentarse. Demonios, por lo que sabemos pueden habernos descubierto. Pero igual vale la pena intentarlo, ¿no?
El Centro Comercial Beverly Hills era una pequeña franja de locales y una tienda de ferretería. El lugar no era para nada lo que cabría esperar para el restaurante más elegante de la ciudad.
—No veo ni rastros de ellos —informó Marino cuando paseamos la vista por el lugar—. Pero llegamos un poco temprano.
Estacionó a cierta distancia del restaurante, entre dos autos, frente a la ferretería, y apagó el motor. Abrí mi portezuela.
—¿Adonde crees que vas? —protestó él.
—Voy a entrar en el restaurante.
—¿Y si ellos llegan y te ven?
—Tengo todo el derecho de estar aquí.
—¿Y si ella está en el bar? —se preocupó él—. ¿Qué le dirás?
—La convidaré con una cerveza y saldré a buscarte.
—Por Dios, Doc. —Marino se estaba poniendo cada vez más obstinado—. Pensé que el objeto de todo esto era quemarla.
—Tranquilízate y deja que sea yo la que hable.
—¿Que me tranquilice? Quiero retorcerle el cuello a esa perra —dijo él.
—Debemos ser inteligentes. Si salimos de un escondite y empezamos a disparar, es posible que nos den primero.
—¿Me estás diciendo que no le dirás cara a cara que sabes lo que hizo? ¿Lo del e-mail a Chuck y todo eso?
Estaba furioso y no podía creerlo.
—Entonces, ¿qué demonios hacemos aquí? —continuó.
—Marino —traté de calmarlo—, sabes bien que no debes reaccionar así. Eres un detective experimentado, y eso es lo que debes ser con ella. Es una mujer formidable. Te prevengo que nunca lograrás arrinconarla por la fuerza.
Él no dijo nada.
—Vigila desde tu camioneta mientras yo reviso el interior del restaurante. Si llegas a verla antes que yo, envíame un diez-cuatro por mi pager y llama al restaurante pidiendo hablar conmigo, por si por algún motivo yo no recibo el mensaje por pager —dije.
Él encendió un cigarrillo con furia mientras yo abría mi portezuela.
—No es justo —dijo—. Sabemos perfectamente bien lo que ella está haciendo. Insisto en que la enfrentemos y le demostremos que no es tan viva como cree.
—Justamente tú deberías saber cómo se construye un caso —lo amonesté. Comenzaba a preocuparme la idea de que él no pudiera controlarse.
—Ya vimos lo que le envió a Chuck.
—Baja la voz —dije—. No podemos probar que ella envió ese e-mail del mismo modo que yo no puedo probar que no envié los e-mail que se me atribuyen.
—Me parece que debería convertirme en mercenario.
Lanzó una bocanada de humo hacia el espejo retrovisor.
—¿Me enviarás un mensaje por pager o llamarás por teléfono? —pregunté al apearme.
—¿Y si no recibes el mensaje a tiempo?
—Entonces atropéllala con tu camioneta —fue mi respuesta impaciente y cerré la puerta.
Miré en todas direcciones mientras caminaba hacia el restaurante y no vi ni rastros de Bray. No tenía idea de cómo era su auto particular, pero sospeché que de todos modos no vendría en él. Abrí la pesada puerta de Buckhead's y me recibieron voces alegres y tintineo de vasos mientras el cantinero preparaba bebidas con un floreo. La luz era tenue, el revestimiento de madera de las paredes era oscuro y los cajones de vino estaban apilados casi hasta el cielo raso.
—Bueno, buenas noches. —La recepcionista, en el podio, sonrió con sorpresa—. La hemos extrañado, pero por las noticias sé que estuvo bastante ocupada. ¿Qué puedo hacer por usted?
—¿Tiene una reserva a nombre de Bray? —pregunté—. No estoy segura de la hora.
Ella repasó el enorme libro de las reservas y deslizó un lápiz por nombres y horas. Después lo intentó de nuevo. Parecía incómoda. Después de todo, era imposible entrar en un restaurante de gran categoría sin anunciarse primero, incluso un día de semana.
—Me temo que no —me dijo en voz baja.
—Mmmm. Entonces ¿no estará a mi nombre? —Lo intenté de nuevo.
También ella revisó de nuevo.
—Lo lamento, doctora Scarpetta. Y esta noche estamos repletos porque tenemos un grupo que ocupa la totalidad del salón del frente.
Ya eran las seis menos veinte. Las mesas estaban cubiertas con manteles a cuadros rojos y blancos, sobre ellas había pequeñas lámparas encendidas y el recinto estaba completamente vacío porque la gente civilizada rara vez cena antes de las siete.
—Iba a tomar una copa con una amiga —continué con mi actuación—. Supongo que podríamos cenar temprano, si usted tiene lugar para acomodarnos. Tal vez alrededor de las seis.
—Ningún problema —dijo ella y se le iluminó la cara.
¿Y si Bray advertía que el auto de Chuck no estaba en el estacionamiento y empezaba a desconfiar?
—Entonces, a las seis.
Yo estaba alerta al pager que llevaba en la cintura y al sonido de la campanilla del teléfono.
—Perfecto —le dije a la recepcionista.
Ese plan me daba miedo. Era propio de mi naturaleza, de mi formación y de mi práctica profesional decir siempre la verdad y en ningún caso caer en la conducta artera y baja de la abogada litigante que yo podría haber sido si me hubiera entregado a la manipulación, la evasión y las zonas oscuras de la ley.
La recepcionista anotó mi nombre con lápiz en el registro en el momento en que mi pager vibraba como un enorme insecto. Leí 10-4 en el display y atravesé el bar a toda velocidad. No me quedaba otra opción que abrir la puerta del frente porque las vidrieras eran opacas y no podía ver a través de ellas. Vi el mismo automóvil del día del operativo en los muelles.
Marino no hizo nada enseguida. Mi ansiedad aumentó cuando Bray estacionó y apagó los faros del auto. Estaba segura de que no esperaría mucho tiempo a Chuck y ya imaginaba su fastidio. Los seres insignificantes como él no se atrevían a hacer esperar a la subjefa Diane Bray.
—¿En qué puedo servirla? —me preguntó el cantinero mientras secaba una copa.
Seguí espiando por la puerta entreabierta y me pregunté qué haría Marino a continuación.
—Estoy esperando a una persona que no está muy segura de dónde queda este restaurante —mentí.
—Dígale que estamos al lado de Michelle's Face Works —dijo en el momento en que Marino se apeaba de su vehículo.
Me reuní con él en el estacionamiento y los dos caminamos hacia el auto de Bray. Ella no nos vio porque hablaba por su teléfono celular y anotaba algo. Cuando Marino dio unos golpecitos en la ventanilla, ella giró la cabeza, sorprendida. Entonces su expresión se endureció. Dijo algo más por el teléfono y cortó la comunicación. El cristal de la ventanilla descendió.
—¿Subjefa Bray? Me pareció que era usted —comentó Marino, como si fueran viejos amigos.
Él se agachó y espió hacia el interior del auto. Era obvio que Bray estaba desconcertada y casi era posible ver cómo sus pensamientos se reagrupaban en su mente mientras simulaba que no era nada insólito que la encontráramos allí.
—Buenas noches —dije con tono cortés—. Qué agradable coincidencia.
—Kay qué sorpresa —dijo ella con voz monocorde—. ¿Cómo está? De modo que descubrieron el pequeño secreto de Richmond.
—A esta altura, le aseguro que conozco casi todos los pequeños secretos de Richmond —repliqué con ironía—. Hay muchos, si se sabe dónde buscar.
—Yo evito en lo posible comer carnes rojas. —Por lo visto, Bray prefería avanzar por los caminos más seguros de una conversación trivial—. Pero el pescado que sirven es excelente.
—Es como ir a un prostíbulo y ponerse a jugar solitarios —comentó Marino.
Bray no le prestó atención y me sostuvo la mirada para tratar de que yo apartara la vista, pero sin éxito. Gracias a muchos años de lidiar con malos empleados, abogados defensores deshonestos y políticos encarnizados, había aprendido que, si mantenía la vista fija en el entrecejo de una persona, esa persona no se daba cuenta de que, en realidad, yo no la miraba a los ojos y podía así, sostener la intimidación durante todo el día.
—Yo ceno aquí esta noche —nos informó ella, como si estuviera aturdida y apurada.
—Esperaremos hasta que su invitado se presente —dijo Marino—. Seguro que no querrá estar sentada sola aquí, en la oscuridad, o que la molesten adentro. La verdad es, subjefa Bray, que no debería estar dando vueltas sin seguridad, con lo conocida que ha llegado a ser desde que se mudó aquí. Se ha convertido en una especie de celebridad, ¿sabe?
—No espero a nadie —afirmó, con irritación.
—Nunca tuvimos una mujer en un cargo tan alto del departamento, en especial una tan atractiva y tan amada por los medios. —Marino no quería callarse.
Ella tomó su bolso y su correspondencia del asiento, y era palpable la furia helada que sentía.
—Si por favor me disculpan. —Lo dijo como una orden.
—No le será fácil conseguir una mesa esta noche —le avisé cuando ella abría la portezuela—. A menos que tenga una reserva —agregué, dando a entender que sabía perfectamente bien que no era así.
El aplomo y la seguridad de Bray se esfumaron apenas el tiempo suficiente para desenmascarar la maldad que llevaba adentro. Su mirada cayó sobre mí y después no reveló nada cuando se bajó del auto y Marino le cerró el paso. No podía pasar sin rodearlo y rozarlo, y su enorme ego no le permitiría nada semejante.
Estaba casi aplastada contra la puerta de su lustroso auto nuevo. No se me pasó por alto que vestía pantalón de corderoy, zapatillas y chaqueta del Departamento de Policía de Richmond. Era una mujer engreída y jamás iría a un restaurante elegante vestida así.
—Permiso —le dijo a Marino en voz alta.
—Caramba, lo siento —se disculpó él y se hizo a un lado.
Elegí con mucho cuidado mis siguientes palabras. No podía acusarla directamente, pero me proponía asegurarme de que supiera que no se había salido con la suya en ningún sentido y de que, si persistía con sus emboscadas, perdería y tendría que pagarlo.
—Usted es investigadora —dije con aire pensativo—. A lo mejor puede darme su opinión con respecto a de qué manera alguien se puede haber apoderado de mi contraseña y de mis mensajes por e-mail, y se hace pasar por mí. Y, después, alguien —probablemente la misma persona— comenzó a aparecer en un chat room estúpido y lobotomizado de Internet con el nombre de Querida doctora Kay.
—Qué terrible. Lo siento, no puedo ayudarla. Las computadoras no son mi especialidad —dijo con una sonrisa.
Sus ojos eran agujeros oscuros y sus dientes brillaban como hojas de acero en el resplandor de las luces de sodio.
—Lo único que puedo sugerirle es que observe a la gente que tiene más cerca, tal vez alguna persona descontenta, un ex amigo. —Bray continuaba con su actuación—. Realmente no tengo idea, pero supongo que cabría esperarse que se tratara de alguien relacionado de alguna manera con usted. He oído decir que su sobrina es una experta en computación. Tal vez ella la pueda ayudar.
Su mención de Lucy me enfureció.
—De hecho yo quería hablar con ella —mencionó Bray, como al pasar—. ¿Sabe?, estamos implementando COMPSTAT y necesitamos un experto en computación.
COMPSTAT, o estadísticas computarizadas, era un producto de tecnología de avanzada creado por el Departamento de Policía de Nueva York. Para su instalación harían falta expertos en computación, pero sugerir un proyecto como ése para alguien con la habilidad y la experiencia de Lucy era un insulto.
—Podría decírselo la próxima vez que hable con ella —agregó Bray.
La rabia de Marino hervía como agua en una olla.
—Alguna vez deberíamos reunimos, Kay para que yo le cuente algunas de mis experiencias en Washington —continuó, como si yo solamente hubiera trabajado en un pueblo pequeño—. No se imagina las cosas que la gente puede hacer para tumbarla a una. En especial mujeres contra mujeres, el sabotaje en los lugares de trabajo. Yo he visto caer a los mejores.
—Estoy segura de que sí —dije.
Ella cerró con llave la puerta del auto y me enfrentó:
—Para que lo sepa, no hace falta tener reserva para sentarse en la barra. De todos modos, es allí donde por lo general como. Son famosos por su lomo al fromage, pero le recomiendo que pruebe la langosta, Kay. Y a usted, capitán Marino, le encantarían sus aros de cebolla. He oído decir que la gente muere por ellos.
La observamos alejarse.
—Maldita hija de puta —dijo Marino.
—Vayámonos de aquí —indiqué yo.
—Sí, lo último que quiero es comer cerca de una envenenada como ésa. Ni siquiera tengo hambre.
—Te aseguro que eso no durará.
Subimos a su camioneta y yo me hundí en una depresión que me aplastó. Quería encontrar alguna victoria, algún rayo de optimismo en lo que acababa de suceder, pero no podía. Me sentí derrotada. Peor aún: me sentí tonta.
—¿Quieres un cigarrillo? —preguntó Marino en esa cabina oscura mientras accionaba el encendedor.
—¿Por qué no? —murmuré—. Muy pronto volveré a dejar de fumar.
Me pasó uno y encendió el suyo. Me dio el encendedor. Me miraba todo el tiempo porque sabía cómo me sentía.
—Igual pienso que lo que hicimos estuvo bien —me animó—. Apuesto a que Bray está en ese restaurante bajándose un whisky tras otro porque la hicimos caer en la trampa.
—Nada de eso —dije yo y entrecerré los ojos frente a los faros de los autos que venían por el carril contrario—. Con ella, me temo que la única bala de plata es la prevención. Tenemos que protegernos contra daños ulteriores no sólo anticipándonos sino también haciendo un seguimiento de todas nuestras acciones.
Abrí la ventanilla algunos centímetros y el aire helado me rozó el pelo. Soplé humo hacia afuera.
—Chuck no se presentó —comenté.
—Sí que vino. No lo viste porque él nos vio primero a nosotros y escapó a toda velocidad.
—¿Estás seguro?
—Vi que su coche de porquería entraba en el camino que conduce al centro comercial y a mitad de camino de la playa de estacionamiento hacia un giro en U y se mandaba a mudar. Y eso sucedió justo cuando Bray decía algo en su teléfono celular después de vernos junto a su auto.
—Chuck es la vía directa que me conduce a ella —dije—. Es como si Bray tuviera una llave de mi oficina.
—Demonios, quizá la tiene —conjeturó él—. Pero, Doc, deja a Chuckie-querido por mi cuenta.
—No me asustes —dije—. Por favor no hagas ningún disparate, Marino. Después de todo, él trabaja para mí. No necesito más problemas.
—Es lo que yo digo. No necesitas más problemas.
Me dejó en la oficina y esperó hasta que yo subiera a mi auto. Salí detrás de él del estacionamiento y él tomó su camino y yo, el mío.
19
Los diminutos ojos desmesuradamente abiertos de la piel del hombre muerto brillaban en mi mente. Miraban desde ese lugar profundo y lejano donde yo almacenaba mis miedos, que eran muchos y de una clase no experimentada por nadie que yo conociera. El viento azotaba los árboles desnudos y las nubes desfilaban como banderas por el cielo mientras un frente helado se acercaba.
En los informativos había oído que la temperatura podría descender bastante esa noche, lo cual sonaba a imposible después de varias semanas que parecían de otoño. Daba la impresión de que en mi vida todo estaba desequilibrado y era anormal. Lucy no era Lucy, así que no podía llamarla y ella no se comunicaba conmigo. Marino trabajaba en un homicidio aunque ya no era detective, y Benton se había ido y por donde lo buscara encontraba sólo marcos vacíos. Yo todavía esperaba oír el zumbido de su coche que se acercaba, que sonara la campanilla del teléfono, el sonido de su voz, porque era demasiado pronto para que mi corazón aceptara lo que mi cerebro sabía.
Salí de la Autopista del Centro hacia la calle Cary y, al pasar por un centro comercial y el restaurante Venice, me di cuenta de que un coche me seguía. Avanzaba a poca velocidad y estaba demasiado lejos para que yo pudiera ver bien a la persona que lo conducía. El instinto me dijo que redujera la marcha y, cuando lo hice, lo hizo también el otro vehículo. Doblé a la derecha por la calle Cary y el otro coche siguió detrás de mí. Cuando doblé a la izquierda hacia Windsor Farms, allí estaba también, manteniendo siempre la misma distancia cautelosa.
Yo no quería internarme más en ese vecindario porque las calles eran serpenteantes, angostas y oscuras. Había muchos cul-de-sacs. Doblé a la derecha en Dover y marqué el número de Marino. Al ver que el otro vehículo también doblaba a la derecha, mi miedo aumentó.
—Marino —dije en voz alta a pesar de que no había nadie en el otro extremo de la línea—. Marino, por favor, contesta.
Corté e hice un nuevo intento.
—¡Marino! Maldito seas, ¿por qué no estás en tu casa? —le dije al teléfono manos libres que había en el tablero de instrumentos mientras el teléfono inalámbrico de Marino sonaba y sonaba en el interior de su casa.
Lo más probable era que lo hubiera puesto junto al televisor, como de costumbre. La mitad del tiempo a él le costaba encontrarlo porque no lo había vuelto a colocar sobre su soporte. Tal vez todavía no había regresado a casa.
—¿Qué? —Su voz fuerte me sorprendió.
—Soy yo.
—Maldita hija de puta de porquería. Si vuelvo a golpearme la rodilla una vez más sobre esa mesa...
—Marino, ¡escúchame!
—¡Una vez más y la arrojaré al patio y la destrozaré a martillazos! No puedo ver la maldita mesa porque es de vidrio y, ¿a que no sabes quién dijo que quedaría muy bien aquí?
—Cálmate —exclamé y observé al otro auto por el espejo retrovisor.
—Bebí tres cervezas, tengo hambre y estoy muerto de cansancio. ¿Qué pasa? —preguntó.
—Alguien me sigue.
Doblé a la derecha en Windsor Way y enfilé de vuelta hacia la calle Cary. Conduje a velocidad normal. No hice nada fuera de lo común, salvo no dirigirme a casa.
—¿Qué quieres decir con eso de que alguien te sigue? —preguntó Marino.
—¿Qué demonios crees que quiero decir? —pregunté, mientras mi ansiedad crecía aún más.
—Entonces ven para aquí enseguida —dijo—. Sal de tu vecindario oscuro.
—Es lo que hago.
—¿Alcanzas a verle la chapa o algo a ese auto?
—No. Está demasiado lejos. Me parece que deliberadamente se mantiene a cierta distancia para que yo no pueda leer la chapa ni verle la cara.
Volví a entrar en la autopista y enfilé hacía el Powhite Parkway, y la persona que me seguía aparentemente se dio por vencida y dobló en alguna parte. Las luces de los automóviles y camiones en movimiento y la pintura iridiscente de los carteles me parecían confusos, y mi corazón latía con fuerza. La media luna que había en el cielo entraba y salía de las nubes como un botón, y las ráfagas de viento corrían al costado del auto.
Marqué el número de mi contestador en casa. Tres personas habían llamado y cortado y el mensaje del cuarto llamado era como una bofetada en la cara.
—Habla la jefa Bray —decía—. Fue muy agradable encontrarme con usted en Buckhead's. Tengo algunos asuntos policiales y de procedimientos que me gustaría hablar con usted. Cómo manejar una escena del crimen y pruebas y todo eso. Hace tiempo que quiero hablar de esos temas con usted, Kay.
El sonido de mi primer nombre salido de su boca me enfureció.
—Tal vez podamos almorzar juntas en los próximos días —prosiguió su voz grabada—. Un agradable almuerzo privado en el Commonwealth Club.
Mi número de teléfono particular no figuraba en guía y yo me fijaba bien a quién se lo daba, pero no era un misterio cómo lo había conseguido. Los integrantes de mi equipo, incluyendo Ruffin, debían poder localizarme en casa.
—Por si no lo sabe —proseguía el mensaje de Bray—, Al Carson renunció hoy. Estoy segura de que lo recuerda. Es el subjefe de investigaciones. Una verdadera lástima. El mayor Inman ocupará el cargo de subjefe interino.
Reduje la velocidad en una casilla de peaje y arrojé un cospel en el buzón. Seguí adelante y los adolescentes que poblaban un desvencijado Toyota me miraron fijo cuando pasaron. Uno de ellos dijo «hija de puta» sin ninguna razón.
Me concentré en el camino y pensé en lo que Wagner había dicho. Alguien presionaba al representante Connors para que impulsara una legislación que transferiría mi oficina de la Secretaría de los Servicios Humanos y de Salud a la de Seguridad Pública, donde el departamento de policía tendría más control sobre mí.
Las mujeres no podían ser socias del prestigioso Commonwealth Club, donde personas con poder pertenecientes a antiguas familias cerraban importantes acuerdos de negocios y de política que afectaban Virginia. Se decía que esos hombres, a muchos de los cuales yo conocía, solían reunirse alrededor de la piscina cubierta, la mayoría de ellos desnudos. Negociaban y pontificaban en los vestuarios, un foro al que las mujeres tenían la entrada prohibida.
Puesto que Bray no podía transponer la puerta de ese club del siglo XVII con muros cubiertos de hiedra a menos que fuera invitada por un socio, mis sospechas con respecto a su máxima ambición se vieron virtualmente confirmadas. Bray se proponía presionar a los miembros de la Asamblea General y a los poderosos hombres de negocios. Ella quería ser Secretaria de Seguridad Pública y hacer que mi oficina fuera transferida a ese secretariado. Entonces podría despedirme ella misma.
Llegué a otro puesto de peaje y pude ver la casa de Marino mucho antes de estar cerca de ella. Sus decoraciones recargadas y atroces, que incluían alrededor de trescientas mil luces, brillaban por encima del horizonte como un parque de diversiones. Lo único que uno debía hacer era seguir el tráfico que se dirigía en esa dirección, porque la casa de Marino se había convertido en la atracción principal de la Recorrida Anual de Navidad de Richmond. La gente no podía resistir la tentación de ver ese espectáculo realmente insólito.
Luces de todos colores estaban diseminadas en los árboles como caramelos de neón. Papas Noel, hombres de nieve, trenes y soldados de juguete brillaban en el jardín y bizcochos de jengibre formaban una rueda. Los bastones de caramelo montaban guardia a lo largo de la vereda y sobre el techo había carteles luminosos que decían Feliz Navidad y Viva la nieve. En una parte del jardín donde prácticamente no crecía ninguna flor y el césped exhibía manchones marrones durante todo el año, Marino había plantado jardines eléctricos. Allí estaba el Polo Norte, donde el señor y la señora Noel parecían estar discutiendo planes; y, cerca, los monaguillos cantaban mientras los flamencos se instalaban sobre la chimenea y los patinadores giraban alrededor de un abeto.
Una limusina blanca pasó por allí, seguida por una furgoneta de la iglesia, cuando yo subía deprisa los escalones del frente y me sentía irradiada y atrapada por un reflector.
—Cada vez que veo esto me convenzo más de que estás loco —dije cuando Marino apareció en la puerta y yo entré enseguida para alejarme de miradas curiosas—. El año pasado ya fue bastante malo.
—Tengo tres cajas de fusibles —anunció él con orgullo.
Estaba de jeans, medias y una camisa de franela roja con el faldón afuera.
—Al menos así, cuando vuelvo a casa encuentro algo que me alegra —explicó—. La pizza está en camino. Tengo whisky si lo deseas.
—¿Qué pizza?
—La que pedí por teléfono. Con todo encima. Gentileza de la casa. En Papa John's ni siquiera necesitan ya mi dirección. Sólo siguen las luces.
—¿Qué te parecería un té descafeinado bien caliente? —dije, segura de que él no tenía nada así.
—Debes de estar bromeando —contestó.
Observé bien todo cuando pasamos por el living hacia la pequeña cocina. Por supuesto, Marino había decorado también el interior de su casa. El árbol titilaba al lado de la chimenea. Paquetes de regalos, en su mayor parte falsos, formaban una pila, y todas las ventanas estaban enmarcadas por hileras de luces rojas.
—Bray llamó a casa —le conté y llené la pava de agua—. Alguien debe de haberle dado mi número particular.
—Adivina quién. —Abrió la puerta de la heladera y su buen humor pareció desaparecer con rapidez.
—Creo poder saber por qué ocurrió eso.
Puse la pava sobre la cocina y encendí una hornalla.
—El subjefe Carson renunció hoy. Mejor dicho, se supone que renunció —continué.
Marino abrió una lata de cerveza. Si estaba enterado de esa noticia, no lo demostró.
—¿Sabías que había renunciado? —pregunté.
—Ya no sé nada.
—Al parecer, el mayor Inman es el subjefe interino...
—Claro, desde luego —dijo Marino—. ¿Y sabes por qué? Porque hay dos mayores, uno de uniforme y el otro en investigaciones, así que por supuesto Bray envía a su muchacho de uniforme allí para que se ocupe de las investigaciones.
Había terminado su cerveza en sólo tres enormes tragos. Con violencia aplastó la lata y la arrojó a la basura. Falló el tiro y la lata repiqueteó por el piso.
—¿Tienes idea de lo que eso significa? —preguntó—. Yo te lo diré. Significa que ahora Bray maneja a los de uniforme y a los de investigaciones, o sea que dirige la totalidad del maldito departamento y probablemente controla también todo el presupuesto. Y el jefe es su máximo admirador porque ella lo hace quedar bien. ¿Me puedes explicar cómo es posible que esa mujer ingrese y en menos de tres meses logre todo eso?
—Es evidente que tiene conexiones. Y que las tenía antes de ocupar este cargo. Y no me refiero sólo al jefe.
—¿A quién, entonces?
—Marino, podría ser cualquiera. A esta altura, ya no importa. Es demasiado tarde para que importe. Ahora debemos competir con ella, no con el jefe. Con ella, no con la persona que tal vez haya manejado los hilos.
Marino abrió otra lata de cerveza y se puso a caminar con furia por la cocina.
—Ahora sé por qué Carson se presentó en la escena —dijo—. Sabía que esto sucedería. Sabe lo mal que huele esta mierda y tal vez trataba de advertírnoslo a su manera o, quizá, sólo fue algo así como bajar el telón. Su carrera ha terminado. Fin. La última escena del crimen. El último todo.
—Es un hombre tan bueno —comenté—. Maldición, Marino, tiene que haber algo que podamos hacer.
La campanilla de su teléfono me sobresaltó. En el frente, el ruido de los autos en la calle era un retumbar constante de motores. Y todo el tiempo se oía el sonido metálico de la música de Navidad de Marino.
—Bray quiere hablarme de los supuestos cambios que está promoviendo —le dije.
—Sí, claro, me lo imagino —dijo, mientras con las medias caminaba por el piso de linóleo—. Y supongo que se espera que dejes todo cuando ella de pronto quiere almorzar contigo, que es lo que hará: tenerte entre pan de centeno con mucha mostaza.
Tomó el teléfono.
—¿Qué? —le gritó a la persona que estaba en el otro extremo de la línea.
—Aja, sí —dijo Marino y escuchó.
Yo busqué en las alacenas y encontré una caja abollada de té Lipton en bolsitas.
—Estoy aquí. ¿Por qué demonios no me hablas? —gritó Marino indignado, en el teléfono.
Escuchó y siguió caminando por la habitación.
—Eso sí que está bueno —dijo—. Aguarda un minuto. Se lo preguntaré.
Tapó el micrófono con la mano y me preguntó en voz baja:
—¿Estás segura de que eres la doctora Scarpetta?
Volvió a dirigirse a la persona que le hablaba por teléfono.
—Dice que lo era la última vez que lo verificó —y, con rabia, me arrojó el teléfono.
—¿Sí? —pregunté.
—Doctora Scarpetta —dijo una voz que yo no conocía.
—Sí, soy yo.
—Le habla Ted Francisco, oficial de campo del ATF.
Quedé paralizada, como si alguien me apuntara con un arma.
—Lucy me dijo que el capitán Marino sabría dónde localizarla si no la encontrábamos en su casa. ¿Puede hablar con ella?
—Desde luego —dije, alarmada.
—¿Tía Kay? —dijo la voz de Lucy.
—¡Lucy! ¿Qué ocurre? —pregunté—. ¿Estás bien?
—No sé si estás enterada de lo que pasó aquí...
—No, no sé nada —me apuré a decir mientras Marino interrumpía lo que estaba haciendo y me miraba fijo.
—Nuestro plan. No salió bien. Es demasiado largo para contártelo ahora, pero todo anduvo mal, muy mal. Tuve que matar a dos de ellos. Jo recibió un disparo.
—Dios mío —dije—. Por favor dime que ella está bien.
—No lo sé —contestó Lucy con una tranquilidad completamente anormal—. La llevaron al Jackson Memorial bajo otro nombre y no se me permite llamarla. Me tienen aislada por miedo de que otros traten de encontrarnos. Venganza. El cartel. Lo único que sé es que a Jo le sangraba la cabeza y una pierna y estaba inconsciente cuando la ambulancia se la llevó.
Lucy no registraba ninguna emoción. Por su voz, parecía uno de los robots o las computadoras de inteligencia artificial que ella había programado en épocas más tempranas de su carrera.
—Hablaré con... —comencé a decir, cuando el agente Francisco de pronto apareció de nuevo en la línea.
—Se enterará de todo en las noticias, doctora Scarpetta. Quería estar seguro de que lo supiera. Sobre todo, que supiera que Lucy está ilesa.
—Tal vez no tanto físicamente —dije.
—Quiero decirle exactamente qué sucederá a continuación.
—Lo que sucederá a continuación —lo interrumpí— es que yo volaré hacia allá enseguida. Si es necesario contrataré un avión privado.
—Le pido que no lo haga —dijo él—. Permítame que se lo explique. Se trata de un grupo muy, muy peligroso, y Lucy y Jo saben demasiado acerca de ellos, acerca de quiénes son algunos y cómo hacen negocios. Casi inmediatamente después del hecho enviamos un escuadrón especializado en bombas a las respectivas viviendas secretas de Lucy y de Jo y nuestro perro detectó bombas debajo de los automóviles de cada una de ellas.
Tomé una silla de la cocina de Marino y me senté. Sentí una debilidad tremenda y se me nubló la vista.
—¿Está allí? —preguntó el hombre.
—Sí, sí.
—Lo que sucede ahora, doctora Scarpetta, es que el escuadrón especializado trabaja en los casos, como cabría esperarse, y normalmente tendríamos un equipo de tiradores camino hacia allá además de un grupo de apoyo, agentes que se han visto envueltos en incidentes críticos y que están entrenados para trabajar con otros agentes que tienen que pasar por situaciones similares. Pero, debido al nivel de amenaza, estamos enviando a Lucy al norte, a D.C., a un lugar donde se encuentre a salvo.
—Gracias por cuidar tanto a Lucy. Que Dios lo bendiga —dije, con una voz que no parecía la mía.
—Mire, sé cómo se siente —afirmó el agente Francisco—. Se lo aseguro. Yo estuve en Waco.
—Gracias —dije de nuevo—. ¿Qué hará la DEA con Jo?
—Transferirla a otro hospital a millones de kilómetros de aquí, tan pronto como podamos.
—¿Por qué no el de la Facultad de Medicina de Virginia? —pregunté.
—Bueno, no estoy familiarizado con...
—La familia de ella vive en Richmond, como sin duda sabe, pero aun más importante, ese hospital-escuela es excelente y yo trabajo allí —le expliqué—. Si la traen aquí, yo personalmente me aseguraré de que la cuiden bien.
Él vaciló un momento y después dijo:
—Gracias. Lo tendré en cuenta y lo hablaré con el supervisor de Jo.
Cuando él cortó la comunicación, yo me quedé mirando el teléfono.
—¿Qué? —preguntó Marino.
—Todo salió mal. Lucy mató a tiros a dos personas...
—¿Fue un buen tiroteo? —me interrumpió Marino.
—¡Ningún tiroteo es bueno!
—Maldición, Doc, ya sabes lo que quiero decir. ¿Estaba justificado? ¡No me digas que les disparó a dos agentes por accidente!
—No, por supuesto que no. A Jo la hirieron. Y no sé bien cómo está.
—¡Mierda! —exclamó él y pegó un puñetazo tan fuerte contra la mesada de la cocina que los platos se sacudieron en el secador—. Y claro, Lucy tuvo que tomársela con alguien. No deberían haber dejado que ella participara de una operación como ésa. ¡Hasta yo se los podría haber advertido! Ella ha estado esperando la oportunidad de dispararle a alguien, de jugar al vaquero con pistolas humeantes para vengarse de todos los que odia...
—Marino, basta.
—Ya viste cómo estaba en tu casa la otra noche —continuó él—. Se ha portado como una psicótica desde que mataron a Benton. Ninguna venganza es suficiente, ni siquiera dispararle a ese maldito helicóptero en el aire y hacer que cayeran al agua partes de Carrie Grethen y de Newton Joyce.
—Suficiente —dije, agotada—. Por favor, Marino. Esto no me ayuda nada. Lucy es una profesional y sabes bien que los de la ATF jamás le habrían asignado esta misión si no lo fuera. Ellos conocen perfectamente su historia y la evaluaron y se asesoraron muy bien después de lo que le pasó a Benton y todo eso. De hecho, la forma en que ella manejó toda esa pesadilla hizo que la respetaran aun más como agente y como ser humano.
Marino permaneció callado y abrió una botella de Jack Daniel's.
Después, dijo:
—Bueno, tú y yo sabemos que no lo está manejando tan bien.
—Lucy siempre fue capaz de separar los problemas en compartimientos estancos.
—Sí, ¿y eso es bueno?
—Supongo que nosotros deberíamos preguntárnoslo.
—Te digo ya mismo que esta vez Lucy no lo manejará bien, Doc —dijo, se sirvió whisky en un vaso y agregó varios cubitos de hielo—. Ella mató a dos personas en cumplimiento del deber hace menos de un año, y ahora ha vuelto a hacerlo. La mayoría de los tipos pasan toda su carrera sin disparar un solo tiro. Por eso trato de hacerte entender que esta vez ese hecho será visto de manera distinta. Los capitostes de Washington van a pensar que a lo mejor tienen en las manos a alguien de gatillo fácil, a una persona que es un problema.
Me pasó un vaso.
—Yo he conocido a policías y a agentes así —continuó—. Siempre tienen una justificación, una razón legítima para un homicidio judicial, pero cuando uno lo piensa bien, se da cuenta de que, subconscientemente, ellos armaron todo para que saliera mal.
—Lucy no es así.
—Sí, está enojada desde el día en que nació. Y, a propósito, esta noche tú no irás a ninguna parte. Te quedarás aquí conmigo y con Papá Noel.
Se sirvió un whisky y fuimos a su living abarrotado, con sus pantallas torcidas, sus cortinas venecianas llenas de tierra y la mesa de café de vidrio por la que me echaba la culpa. Se desplomó en su sillón reclinable, que era tan viejo que había remendado con cinta adhesiva plástica. Recordé la primera vez que entré en esa casa. Después de recuperarme de la impresión, comprendí que él se sentía orgulloso por la forma en que iba gastando todo, salvo su camioneta, su piscina elevada y, ahora, sus decoraciones de Navidad.
Me pescó mirando con desaliento su sillón mientras me acurrucaba en un rincón del sofá de pana verde que casi siempre elegía para sentarme. Quizá sus resortes cedieran cada vez que alguien se instalaba encima, pero era un mueble acogedor.
—Un día compraré uno nuevo —anunció y apretó la palanca del costado del sillón para que el apoyapiés se proyectara hacia adelante.
Movió los pies como si tuviera los dedos acalambrados y encendió el televisor. Me sorprendió que cambiara de canal y pusiera el número veintiuno, Arts & Entertainment.
—No sabía que mirabas Biografías —dije.
—Sí. Y los programas de la vida real de policías que por lo general pasan. Tal vez esto te sonará rebuscado, ¿pero no te llama la atención la forma en que todo parece haberse ido al tacho desde que Bray vino a la ciudad?
—Me parece comprensible que te parezca así, después de lo que ella te hizo.
—Mmmm. ¿No te está haciendo lo mismo a ti? —me desafió y bebió un trago de whisky—. Yo no soy la única persona de esta habitación que Bray trata de arruinar.
—Yo no creo que ella tenga poder suficiente para provocar todos los males del mundo —contesté.
—Te ayudaré a repasar la lista, Doc, y te prevengo que hablamos de un período de tres meses, ¿de acuerdo? Ella llega a Richmond. Yo tengo que usar uniforme. De pronto, tú tienes un ladrón en tu oficina. Y un soplón que entra en tu e-mail y te convierte en Querida Abby.
»Después, un muerto aparece en un contenedor y en el cuadro aparece Interpol, y ahora Lucy mata a dos personas, algo que, a propósito, le viene bien a Bray. No olvides que ella desea conseguir que Lucy trabaje en Richmond, y si el ATF arroja a Lucy de su seno como un pescado, ella necesitará conseguir un trabajo. Y, ah, claro, ahora alguien te sigue.
Vi cómo un Liberace joven y deslumbrante tocaba el piano y cantaba mientras en off un amigo hablaba de lo bueno y generoso que había sido el músico.
—No me estás escuchando —me reprendió Marino en voz muy alta.
—Sí que te escucho.
Se puso trabajosamente de pie y se dirigió a la cocina.
—¿Hemos tenido noticias de Interpol? —pregunté a los gritos mientras desde la cocina se oía ruido a papel roto y Marino buscaba algo en el cajón de los cubiertos.
—Nada que valga la pena.
Se oyó el zumbido del horno de microondas.
—Igual, habría sido bueno que me pasaras esa información —dije, enojada.
Las luces del escenario iluminaron a Liberace en el momento en que le tiraba besos a su público y sus lentejuelas brillaban como fuegos artificiales de color rojo y dorado. Marino regresó al living con un bol con papas fritas y otro con una salsa para sumergirlas.
—Ese tipo de la policía estatal recibió un mensaje de ellos por computadora. Lo único que pedían era que enviáramos más información.
—Eso nos dice mucho —comenté, decepcionada—. Probablemente significa que no descubrieron nada significativo. La vieja fractura de mandíbula, la nada frecuente cúspide de Carabelli adicional, para no mencionar las huellas dactilares. Nada correspondía a ninguna persona buscada o desaparecida.
—Sí, es un desastre —admitió él con la boca llena mientras extendía el bol hacia mí.
—No, gracias.
—Mira que está muy rico. Lo que se debe hacer es ablandar primero el queso crema en el microondas y después agregarle jalapeños. Es mucho mejor que la salsa de cebolla.
—Estoy segura.
—¿Sabes?, siempre me gustó. —Con un dedo engrasado señaló el televisor—. No me importa si era homosexual. Debes reconocer que el tipo tenía estilo. Para que la gente gaste tanto dinero en discos y entradas para conciertos, hay que darles personajes que no parezcan ni actúen como un pelmazo de la calle.
»Te diré una cosa —continuó Marino con la boca llena—. Los tiroteos son un desastre. Lo investigan a uno como si hubiera atentado contra el mismísimo presidente, y después vienen los consejeros y todo el mundo se preocupa tanto por nuestra salud mental que enloquecemos.
Bebió otro trago de whisky y comió más papas fritas.
—A ella la pondrán un tiempo en el freezer —dijo, utilizando la jerga policial para referirse a un tiempo de licencia forzosa—. Y los detectives de Miami trabajarán en el asunto como siempre lo hacen con los homicidios. Deben hacerlo. Y todo se revisará hasta el hartazgo.
Me miró y se limpió las manos en los jeans.
—Sé que esto no te hará feliz, pero es posible que en este momento tú seas la última persona que Lucy desea ver —concluyó.
20
En nuestro edificio regía la norma de que cualquier prueba, por insignificante que fuera, debía ser transportada en el ascensor de servicio. Se encontraba al final de un pasillo, donde dos mujeres encargadas de la limpieza en ese momento empujaban sus carritos cuando yo me dirigí al laboratorio de Neils Vander.
—Buenos días, Merle. Y Beatrice, ¿cómo están? —pregunté y les sonreí a las dos.
Las miradas de ambas se dirigieron al recipiente quirúrgico tapado con una toalla y las sábanas de papel que cubrían la camilla que yo empujaba. Trabajaban allí el tiempo suficiente para saber que cada vez que yo transportaba algo en una bolsa y empujaba algo cubierto, no se trataba de nada que ellas quisieran saber.
—Caramba —dijo Merle.
—Sí, caramba —dijo Beatrice.
Oprimí el botón del ascensor.
—¿Piensa ir a un lugar especial para Navidad, doctora Scarpetta?
Por la expresión de mi cara, se dieron cuenta de que la Navidad no era un tema acerca del cual me interesara hablar.
—Lo más probable es que esté demasiado ocupada en Navidad —se apresuró a decir Merle.
Como les pasaba a todos, las dos mujeres se sintieron incómodas al recordar lo que le había pasado a Benton.
—Sé que en esta época del año hay muchísimo trabajo —agregó Merle, cambiando de tema con un poco de torpeza—. Toda esa gente que se emborracha y después conduce un auto. Más suicidios y más peleas.
Navidad llegaría en unas dos semanas. Fielding estaba de servicio ese día. Eran tantas las Navidades en que yo llevaba puesto un pager.
—Además, estallan muchos incendios.
—Cuando pasan cosas malas en esta época del año —les dije cuando se abrían las puertas del ascensor—, las sentimos más.
—Sí, quizá sea eso.
—Bueno, no sé, ¿recuerda ese incendio por cortocircuito...?
Las puertas se cerraron y subí al primer piso, que había sido diseñado para recibir la visita de ciudadanos, políticos y de las personas a las que nuestro trabajo les interesaba. Todos los laboratorios se encontraban ubicados detrás de enormes mamparas de vidrio, y al principio eso les resultó extraño e incómodo a los científicos, acostumbrados a trabajar en secreto, detrás de paredes de bloques de concreto. Pero, a esta altura, ya a nadie le importaba. Los examinadores probaban la resistencia de gatillos y trabajaban con manchas de sangre, huellas dactilares y fibras, sin prestar mucha atención a quién estaba del otro lado del vidrio, que en ese momento me incluía a mí empujando la camilla.
El mundo de Neils Vander era un enorme espacio con mesadas en las que había toda clase de instrumentos técnicos insólitos y extraños dispositivos diseminados por todas partes. Contra una pared había armarios de madera con puertas de vidrio, que Vander había convertido en cámaras de pegamento, para lo cual utilizó tendederos y broches para ropa para sostener objetos expuestos a los vapores del Super Glue generados por un hornillo.
En el pasado, los científicos y la policía tenían muy poco éxito en recoger huellas en objetos no porosos como bolsas plásticas, cinta aisladora y cuero. Después, por accidente, se descubrió que los vapores del Super Glue se adhieren a los detalles en relieve, de manera bastante parecida a la que lo hace el polvo tradicional, y entonces aparece una huella blanca latente. En un rincón había otra cámara de pegamento llamada Cyvac II en la que cabían objetos más grandes como una escopeta, un rifle o un paragolpes de auto o, teóricamente, incluso un cuerpo entero.
Las cámaras de humedad revelaban huellas en objetos porosos como el papel o la madera, que habían sido tratados con ninhidrina aunque Vander a veces prefería el método más rápido de utilizar una plancha de vapor casera y, una o dos veces, había chamuscado las pruebas; por lo menos eso oí decir. Diseminadas aquí y allá había luces Nederman equipadas con aspiradoras para extraer vapores y residuos de bolsas que habían contenido drogas.
En otras habitaciones del dominio de Vander estaban el Sistema Automático de Identificación de Huellas Dactilares o SAIHD y cuartos oscuros para audio digital y realces de vídeo. Él supervisaba el laboratorio fotográfico, donde a diario se procesaban más de ciento cincuenta rollos de película. Me llevó un buen rato localizar a Vander, pero finalmente lo encontré en el laboratorio de impresiones, donde las cajas para pizzas que policías ingeniosos utilizaban para transportar moldes de huellas de neumáticos y de calzado estaban prolijamente apiladas en los rincones, y una puerta que alguien había tratado de patear se encontraba recostada contra una pared.
Vander estaba sentado frente a una computadora y comparaba impresiones de calzado en una pantalla dividida. Dejé la camilla del otro lado de la puerta.
—Haces esto muy bien —dije.
La mirada de sus ojos color celeste siempre parecía estar en otra parte y, como de costumbre, su guardapolvo tenía manchas moradas de la ninhidrina y un marcador de fibra había entintado uno de sus bolsillos.
—Esto está realmente bueno —dijo él y le dio golpecitos al monitor mientras se ponía de pie—. El tipo se compra zapatos nuevos y, ¿sabes lo resbalosos que son si tienen suelas de cuero? De modo que él toma un cuchillo y les hace unos cortes a las suelas para volverlas más ásperas porque se va a casar y no quiere resbalarse al caminar por la nave central de la iglesia.
Salí del laboratorio detrás de él y no estaba en realidad de humor para seguir oyendo anécdotas.
—Pues bien, es víctima de un robo. El ladrón se lleva los zapatos, la ropa y otras cosas. Dos días más tarde una vecina es violada. La policía encuentra esas huellas extrañas de zapatos en la escena. De hecho, hubo bastantes robos en esa zona.
Entramos en el laboratorio de fuente alternativa de luz.
—Resulta que era ese mismo chico. De trece años. —Vander sacudía la cabeza cuando encendió las luces—. Ya no entiendo a los chicos. Cuando yo tenía trece años, el peor crimen que cometí fue dispararle a un pájaro con un rifle de aire comprimido.
Montó la Luma-Lite en un trípode.
—Para mí, eso es bastante malo.
Mientras yo extendía la ropa sobre papel blanco debajo del cabezal químico, él enchufaba la Luma-Lite y sus ventiladores comenzaron a zumbar. Un minuto después encendió la luz piloto y giró la perilla de intensidad a máximo. Puso cerca de mí un par de anteojos protectores y colocó sobre la lente un filtro óptico azul de 450 nanómetros. La Luma-Lite arrojó un resplandor azul sobre el piso. La sombra de Vendor se movió junto con él y en los frascos cercanos de tintura se pudo leer Amarillo Brillante, Verde Rutilante y Rojo Escarlata. El polvo que tenían encima era como una constelación de estrellas de neón diseminadas por la habitación.
—¿Sabes? a los idiotas de los departamentos de policía se les ocurre ahora comprar su propia Luma-Lite y procesar sus propias escenas. —La voz de Vander sonó en la oscuridad—.Así que espolvorean con Rojo Escarlata y ponen la copia sobre un fondo negro, de modo que yo tengo que fotografiarla con la Luma-Lite e invertir la maldita copia para conseguir blancos.
—Buen comienzo —dije—. Sigue adelante, Neils.
Vander desplazó el trípode más hacia los jeans negros del muerto y el bolsillo dado vuelta comenzó a exhibir un brillo rojizo. Yo moví un poco la tela con un dedo enguantado y encontré manchones iridiscentes de color anaranjado.
—No creo haber obtenido antes un rojo así —declaró Vander.
Pasamos una hora revisando toda la ropa, incluyendo los zapatos y el cinturón, y ninguna otra cosa presentó un brillo fluorescente.
—Decididamente, hay aquí dos cosas diferentes —concluyó Vander cuando encendí las luces—. Dos cosas diferentes que naturalmente brillan. No están involucradas manchas de tinturas, salvo la que usé en el balde.
Tomé el teléfono y llamé a la morgue. Fielding contestó.
—Necesito todo lo que había en los bolsillos de nuestro hombre no identificado. Debe de estar secándose al aire en una bandeja.
—Entonces se trata de algo de moneda extranjera, un cortacigarros y un encendedor.
—Sí.
Volvimos a apagar las luces, terminamos de escanear el exterior de toda la ropa y encontramos más pelos claros extraños.
—¿Eso pertenece a la cabeza? —preguntó Vander cuando mis fórceps entraban en esa luz azul y fría y con mucha suavidad yo tomaba con ellos los pelos y los ponía dentro de un sobre.
—El pelo de su cabeza es oscuro y grueso —respondí—. De modo que no, este pelo no puede ser suyo.
—Parece pelo de gato. Uno de esos gatos de pelo largo que yo ya no permito más en casa. ¿De Angora? ¿Himalaya?
—Son ejemplares raros. No son muchas las personas que tienen gatos de esas razas —dije.
—A mi esposa le fascinan los gatos —continuó Vander—. Ella tenía una gata llamada Creamsicle. La muy desgraciada buscaba mi ropa y se acostaba sobre ella, y cuando yo la tomaba para vestirme, estaba llena de pelos como éstos.
—Sí, supongo que podría ser pelo de gato —conjeturé.
—Es demasiado finito para ser de perro, ¿no te parece?
—No si perteneciera a un Skye Terrier. Esos perros tienen pelo largo, lacio y sedoso.
—¿Color amarillo claro?
—Bueno, también pueden ser de color tostado —sugerí—. ¿Quizás en el pelaje corto? No lo sé.
—A lo mejor el tipo es un criador o trabaja con uno —reflexionó Vander—. ¿No hay también conejos de pelo largo?
—Noc, noc —dijo la voz de Fielding al abrir la puerta.
Entró, con una bandeja en la mano, y encendimos las luces.
—Existen conejos de angora —dije—. Con ellos se hacen los suéteres.
—Parece que has estado haciendo gimnasia —le comentó Vander a Fielding.
—¿Lo que quieres decir es que nunca me miraste bien antes? —preguntó Fielding.
Vander pareció desconcertado, como si acabara de descubrir que Fielding era un fanático del físicoculturismo.
—Encontramos residuos en uno de los bolsillos —le dije a Fielding—. En el mismo bolsillo en que estaba el dinero.
Fielding quitó la toalla que cubría la bandeja.
—Reconozco las libras y los marcos alemanes —dijo—. Pero no esas otras dos monedas de cobre.
—Creo que son francos belgas —dije.
—Y yo no tengo la menor idea de qué son estos billetes.
Había puesto uno al lado del otro para que se secaran.
—Parece que tienen dibujado una especie de templo y... ¿qué es un dirham? ¿Una moneda árabe?
—Le pediré a Rose que lo averigüe.
—¿Por qué llevaría alguien dinero de cuatro países diferentes? —preguntó Fielding.
—Podría ser porque entraba y salía de muchos países en un lapso de poco tiempo —conjeturé—. Es lo único que se me ocurre. Analicemos los residuos lo antes posible.
Nos pusimos los anteojos protectores y Vander apagó las luces. El mismo resplandor fosforescente color rojo opaco y anaranjado brillante apareció en varios de los billetes. Los escaneamos a todos de los dos lados. Encontramos puntitos o manchas aquí y allá y, después, el detalle en relieve de una huella dactilar latente. Era apenas visible en el rincón superior izquierdo de un billete de cien dirhams.
—Pienso meterme de cabeza en esto enseguida —afirmó Vander—. Les pediré a mis amigos del Servicio Secreto que pasen las huellas por todas las bases de datos que tengan, la totalidad de los cuarenta o cincuenta millones de huellas.
Nada entusiasmaba más a Vander que encontrar algo que pudiera mandar por el ciberespacio para liquidar a un criminal.
—¿La base de datos del FBI ya está completa y en funcionamiento? —preguntó Fielding.
—El Servicio Secreto ya tiene cada maldita huella que posee el FBI, pero, como de costumbre, el FBI tiene que volver a inventar la pólvora. Gastar todo su dinero para crear su propia base de datos, y usar diferentes distribuidores para que nada sea compatible con lo de los demás. Esta noche tengo que asistir a una cena.
Enfocó la Luma-Lite en la carne hedionda y oscura clavada a la tabla y enseguida aparecieron dos motas fluorescentes de color amarillo intenso. No eran mucho más grandes que la cabeza de un clavo, eran paralelas y simétricas y resultaba imposible quitarlas frotando.
—Estoy bastante segura de que se trata de un tatuaje —dije.
—Sí —estuvo de acuerdo Vander—. No se me ocurre qué otra cosa podría ser.
La carne de la espalda del muerto aparecía oscura y barrosa con esa luz fría y azul.
—¿Pero ves lo oscuro que está aquí? —El dedo enguantado de Vander delineó un sector del tamaño de mi mano.
—Me pregunto qué demonios es eso —dijo Fielding.
—No sé por qué es tan oscuro —comentó Vander.
—Tal vez el tatuaje es negro o marrón —sugerí.
—Bueno, le daremos a Phil la oportunidad de averiguarlo —dijo Vander—. ¿Qué hora es? Ojalá Edith no hubiera arreglado esa cena para esta noche. Pero tengo que ir. Doctora Scarpetta, ahora sigues tú. Maldición, maldición. Detesto las veces que Edith quiere celebrar algo.
—Oh, vamos —dijo Fielding—. Si te encantan las fiestas.
—Yo ya no bebo tanto. Y eso se siente.
—Se supone que debes sentirlo, Neils —dije.
Phil Lapointe no estaba de muy buen humor cuando entré en el laboratorio de intensificación de imágenes que parecía más un estudio de producción que un lugar en el que los científicos trabajaban con pixels y contrastes en todas las gamas posibles de luz y oscuridad para ponerle una cara al mal. Lapointe era uno de los primeros graduados en el Instituto, y era un hombre hábil y decidido, pero todavía no había aprendido a seguir adelante cuando un caso parecía estancado.
—Maldición —dijo, se pasó los dedos por su pelo rojizo, entrecerró los ojos y se inclinó hacia una pantalla de veinticuatro pulgadas.
—Detesto hacerte esto —aclaré.
Él golpeó teclas con impaciencia y puso otra tonalidad de gris en un cuadro congelado de vídeo de una tienda de videotapes. La figura de anteojos oscuros y gorra con redecilla no apareció con mayor claridad, pero el empleado de la tienda sí se vio bien cuando de su cabeza brotó una fina lluvia de sangre.
—Es una imagen débil y casi está lograda y de pronto no lo está —se quejó Lapointe con un suspiro—. Veo esta maldita cosa hasta en sueños.
—Increíble —dije, la vista fija en la pantalla—. Mira lo distendido que está.
—Así es —asintió Lapointe y estiró la espalda—. Lo mataron sin ninguna razón. Eso es lo que no entiendo.
—Te doy algunos años más y entenderás —dije.
—No quiero volverme cínico, si eso es lo que me das a entender.
—No se trata de volverse cínico sino de darse cuenta finalmente de que no tienen que haber razones.
Él se quedó mirando el monitor de la computadora, perdido en la última imagen de Pyle Gant con vida. Yo le había practicado la autopsia.
—Veamos qué tenemos aquí —dijo Lapointe y quitó la toalla de la bandeja quirúrgica.
Gant tenía veintitrés años, un bebé de dos meses y trabajaba horas extra para pagar un collar que le iba a regalar a su esposa para su cumpleaños y para el que ya había dado una seña.
—Esto debe de pertenecer al Hombre del Contenedor. ¿Está pensando en un tatuaje?
Gant había perdido el control de su vejiga antes de que le dispararan.
—¿Doctora Scarpetta?
Yo lo sabía porque la parte de atrás de sus jeans y el asiento de la silla que había detrás del mostrador estaban empapados de orina. Cuando miré por la ventana, dos policías sostenían a su esposa histérica en la playa de estacionamiento.
—¿Doctora Scarpetta?
Ella lloraba y abofeteaba. Todavía tenía un aparato de ortodoncia en los dientes.
—Treinta y un dólares y doce centavos —murmuré.
Lapointe guardó el archivo y lo cerró.
—¿Qué era eso? —me preguntó.
—El dinero que había en la caja registradora —contesté.
Lapointe giró su silla, abrió algunos cajones, sacó filtros de colores diferentes y buscó guantes. Sonó la campanilla del teléfono y él contestó.
—Un momento —dijo y extendió el tubo hacia mí—. Es para usted.
Era Rose.
—Me puse en contacto con alguien del departamento de moneda extranjera de Crestar —me informó—. El dinero acerca del cual usted me preguntó es de Marruecos. En la actualidad, el cambio es de nueve-punto-tres dirhams por dólar. De modo que dos mil dirhams serían alrededor de doscientos quince dólares.
—Gracias, Rose...
—Y hay otra cosa que tal vez le resulte interesante —continuó—. Está prohibido que el dinero marroquí entre o salga de ese país.
—Tengo la sensación de que este individuo estaba embarcado en muchas cosas prohibidas —arriesgué—. ¿Puedes comunicarte de nuevo con el agente Francisco?
—Desde luego que sí.
Mi comprensión de los protocolos del ATF se estaba convirtiendo en miedo de que Lucy me hubiera rechazado. Necesitaba desesperadamente verla. Quería hacer lo que fuera necesario para que eso sucediera. Corté la comunicación. Tomé la tabla de corcho de la bandeja y Lapointe la observó bajo una luz intensa.
—Confieso que no me siento muy optimista con respecto a esto —dijo.
—Bueno, espero que no empieces a ver también a éste en sueños —le dije—. Tampoco yo tengo muchas esperanzas. Lo único que podemos hacer es intentarlo.
Lo que quedaba de la epidermis tenía un color tan negruzco verdoso como una mina o un pantano, y la piel que había debajo comenzaba a oscurecerse y a secarse como charqui. Centramos la tabla de corcho debajo de una cámara con lente de alta resolución que estaba conectada a la pantalla de vídeo.
—No —indicó Lapointe—. Demasiados reflejos.
Intentó con una iluminación oblicua y después pasó a blanco y negro. Le fue poniendo distintos filtros a la lente de la cámara. El azul no sirvió, ni tampoco el amarillo, pero cuando probó con el rojo, las motas iridiscentes volvieron a aparecer. Lapointe las amplió. Eran perfectamente circulares. Pensé en lunas llenas, en un hombre lobo con ojos amarillos y malévolos.
—Así no podré obtener nada mejor que esto. Lo grabaré —dijo Lapointe, desalentado.
Grabó la imagen en el disco rígido y comenzó a procesarla, y el software hizo posible que viéramos unas doscientas tonalidades de gris que no podríamos haber detectado a simple vista.
Con el teclado y el mouse, Lapointe entró y salió de diferentes ventanas, utilizó contraste y brillo, aumentó la imagen, la achicó y la corrigió. Eliminó el ruido de fondo y comenzamos a ver poros capilares y, después, el punteado producido por una aguja de tatuaje. Desde la oscuridad emergieron líneas onduladas que se transformaron en pelaje o plumas. Una línea negra se convirtió en una garra.
—¿Qué piensas? —le pregunté a Lapointe.
—Creo que es lo máximo que obtendremos —contestó con impaciencia.
—¿Conoces a algún experto en tatuajes?
—¿Por qué no empieza con su histólogo? —respondió.
21
Encontré a George Gara en su laboratorio; en ese momento sacaba su bolsa con el almuerzo de una heladera en cuya puerta había un letrero que decía «No guardar comida». Adentro había manchas de nitrato de plata y mucicarmín, además de reactivos de Schiff, sustancias no precisamente compatibles con alimentos.
—Eso no me parece una muy buena idea —dije.
—Lo siento —tartamudeó él, puso la bolsa sobre la mesada y cerró la puerta de la heladera.
—Hay una heladera en el salón de descanso, George —le indiqué—. Y tendremos mucho gusto en que la uses.
Él no respondió y me di cuenta de que era tan vergonzoso que tal vez por eso no se animaba nunca a ir al salón de descanso. Sentí mucha lástima. No podía ni imaginar la vergüenza que debía de haber sentido cuando crecía y no podía hablar sin tartamudear. Quizás ello explicaba los tatuajes que lentamente iban cubriendo todo su cuerpo como kudzú. Tal vez lo hacían sentirse seguro y más hombre. Tomé una silla y me senté.
—George, ¿puedo hacerte algunas preguntas sobre tatuajes?
Se puso colorado.
—Me fascinan y necesito ayuda con un problema.
—Sí, por supuesto —dijo, no muy seguro.
—¿Te los hace un verdadero experto? ¿Alguien que tiene mucha experiencia en tatuajes?
—Así es —contestó—. Yo no iría a cualquiera.
—¿Te hacen los tatuajes aquí? Porque necesito encontrar un lugar donde pueda hacer algunas preguntas y no toparme con tipos difíciles, si entiendes lo que quiero decir.
—Pit —dijo él enseguida—, John Pit. Es realmente bueno. ¿Quiere que lo llame en su nombre? —preguntó, tartamudeando mucho.
—Te agradecería mucho que lo hicieras —respondí.
Gara sacó un pequeño índice telefónico del bolsillo de atrás del pantalón y buscó un número. Cuando tuvo a Pit en la línea, le explicó quién era yo. Al parecer, Pit era un hombre agradable.
—Tome —dijo Gara y me pasó el tubo—. Dejaré que usted le explique el resto.
No me resultó fácil hacerlo. Pit estaba en su casa y acababa de despertarse.
—¿De modo que cree que podemos tener suerte? —pregunté.
—Yo conozco casi todos los tatuajes que se ven por aquí —contestó—. Cada centímetro de las paredes de mi cuarto está cubierto con los dibujos que elige la gente. Por eso creo que sería mejor que usted viniera a casa en lugar de que yo fuera a su oficina. Podríamos ver algo que nos dé una pista. Pero le advierto que la tienda no está abierta los miércoles y los jueves. Y que el fin de semana de pago casi acabó conmigo. Todavía no me recuperé del todo. Pero abriré mi negocio para usted, puesto que parece un asunto importante. ¿Traerá a la persona que tiene el tatuaje?
Por lo visto, todavía no lo entendía.
—No, yo llevaré el tatuaje —dije—. Pero no a la persona que lo usaba.
—Aguarde un minuto —dijo—. Está bien, está bien, ahora entiendo. ¿De modo que cortó esa parte del cuerpo del muerto?
—¿Puede manejarlo?
—Demonios, sí. Puedo manejar cualquier cosa.
—¿A qué hora, entonces?
—Tan pronto pueda llegar aquí.
Colgué y me sorprendió ver a Ruffin parado junto a la puerta, observándome. Tuve la sensación de que se encontraba allí desde hacía un rato, escuchando mi conversación, puesto que yo le daba la espalda mientras tomaba notas. Tenía cara de cansado y los ojos enrojecidos, como si hubiera estado despierto y bebiendo la mitad de la noche.
—No tienes buen aspecto, Chuck —dije con un tono nada cordial.
—Me preguntaba si podría irme a casa. Creo que me pesqué alguna enfermedad.
—Cuánto lo lamento. Anda por aquí un virus muy contagioso que se cree llega por Internet. Se llama el virus de las seis y treinta —dije—. La gente se va corriendo a su casa del trabajo y enciende su computadora. Si es que tiene una computadora personal.
Ruffin palideció.
—Muy gracioso —dijo Gara—. Pero no entiendo la parte de las seis y media.
—Es la hora en que la mitad del mundo entra en AOL —contesté—. Por supuesto, Chuck, puedes irte a tu casa. Descansa. Te acompañaré a la puerta. Tenemos que pasar primero por la sala de descomposición para que tome el tatuaje.
Lo había sacado de la tabla de corcho y colocado en un frasco con formalina.
—Dicen que será un invierno muy bravo —informó Ruffin—. Esta mañana lo oí por la radio mientras venía en el auto al trabajo. Y aseguran que el frío aumentará cerca de la Navidad, y que en febrero parecerá de nuevo que estamos en primavera.
Abrí las puertas automáticas de la sala de descomposición y entré. En ese momento Larry Posner, el especialista en micropruebas, y un alumno del Instituto, trabajaban en la ropa del muerto.
—Siempre me alegra verlos —los saludé.
—Bueno, tengo que reconocer que nos ha dado otro de sus desafíos —dijo Posner y utilizó el escalpelo para raspar tierra de un zapato y transferirla a una hoja de papel blanco—. ¿Conoce a Carlisle?
—¿Te enseña algo? —le pregunté al joven.
—A veces —respondió.
—¿Cómo estás, Chuck? —dijo Posner—. Tienes muy mala cara.
—Voy tirando. —Chuck siguió con su papel de enfermo.
—Lamento lo del Departamento de Policía de Richmond —dijo Posner con una sonrisa comprensiva.
Ese comentario afectó a Ruffin.
—¿Qué? —dijo.
Posner parecía incómodo cuando contestó:
—Oí decir que lo de la academia fracasó. Bueno, sólo quería decirte que no debes desalentarte por eso.
Ruffin miró hacia el teléfono.
—La mayoría de las personas no lo saben —prosiguió Posner y se puso a trabajar con otro zapato—, pero fracasé en mis dos primeras pruebas de química en la Universidad de Virginia.
—No puedo creerlo —murmuró Ruffin.
—¿Qué me dicen? —Carlisle simuló estar horrorizado y disgustado—. Y pensar que me dijeron que si venía aquí tendría los mejores instructores del mundo. Quiero que me devuelvan el dinero.
—Tengo algo que mostrarle, doctora Scarpetta —dijo Posner y levantó el visor de su capuchón.
Bajó el escalpelo, plegó la hoja de papel y fue hacia los jeans negros en los que trabajaba Carlisle. Estaban cuidadosamente desplegados sobre la camilla cubierta con una sábana. La pretina había sido dada vuelta hasta las caderas, y Carlisle recolectaba con mucha suavidad pelos con pequeñas pinzas con punta de aguja.
—Esto es increíble —afirmó Posner y señaló con un dedo enguantado, mientras su aprendiz doblaba los jeans hacia abajo otros tres centímetros y ponía al descubierto más pelos.
»Ya hemos recogido docenas —continuó Posner—. ¿Sabe?, empezamos a doblar los jeans hacia abajo y encontramos el esperado vello púbico en la entrepierna, pero, además, estos pelos rubios. Y a medida que avanzamos hacia abajo, aparecen más. Esto no tiene sentido.
—Así es, no parece tenerlo —convine.
—¿No podría pertenecer a algún animal, digamos, un gato persa? —sugirió Carlisle.
Ruffin abrió una alacena y tomó el frasco plástico con formalina que contenía el tatuaje.
—Por ejemplo, si el gato se echó a dormir sobre los jeans cuando estaban del revés —prosiguió Carlisle—. Bueno, muchas veces, cuando me da trabajo sacarme los jeans, terminan al revés y arrojados sobre una silla. Y a mi perro le encanta dormir sobre mi ropa.
—Supongo que jamás se te cruza por la cabeza la posibilidad de colgar tu ropa o ponerla en un cajón —comentó Posner.
—¿Eso forma parte de mi tarea?
—Iré a buscar una bolsa para poner esto —dijo Ruffin y sostuvo en alto el frasco—. Por si pierde o algo.
—Buena idea —afirmé. Después le pregunté a Posner—: ¿Cuándo podrás echarle una mirada a esto?
—Por ser usted, le haré la pregunta letal —dijo—. ¿Para cuándo lo necesita?
Suspiré.
—Está bien, está bien.
—La Interpol trata de rastrear a este tipo para averiguar quién es. Yo estoy tan presionada como todos los demás, Larry —dije.
—No hace falta que me lo explique. Sé que cuando dice que necesita algo con apuro, existe siempre una buena razón para ello. ¿Qué le pasa a ese chico? Reaccionó como si no supiera que no fue aceptado por la academia de policía. Demonios, si lo sabe todo el mundo en este edificio.
—En primer lugar, yo no lo sabía —declaré—. Y, segundo, no sé por qué se corrió tanto la voz.
Al decirlo, de pronto pensé en Marino. Él dijo que ajustaría cuentas con Ruffin, y quizá su forma de hacerlo fue averiguar la noticia y difundirla alegremente.
—Parece que Bray fue la que le dio el olivo —prosiguió Posner.
Un momento después, Ruffin regresó con una bolsa plástica en la mano. Abandonamos la sala de descomposición y nos lavamos en nuestros respectivos vestuarios. Yo me tomé bastante tiempo. Lo hice esperar en el hall, sabiendo que su ansiedad crecía minuto a minuto. Cuando finalmente emergí, caminamos juntos en silencio y él se detuvo dos veces para tomar un poco de agua.
—Espero no tener fiebre —dijo.
Me detuve y lo miré, y él, involuntariamente, pegó un salto hacia atrás cuando yo le puse el dorso de la mano en la mejilla.
—Creo que estás bien.
Lo acompañé por el lobby hacia la playa de estacionamiento, y a esa altura él estaba muy asustado.
—¿Pasa algo? —preguntó por fin, carraspeó y se puso los anteojos oscuros.
—¿Por qué me lo preguntas? —dije con toda inocencia.
—Porque me acompaña hasta aquí y todo eso.
—Yo voy hacia mi auto.
—Lamento haberle hablado de los problemas que hay aquí, lo de Internet y todo eso —dijo—. Sabía que era mejor guardármelo porque usted se enojaría muchísimo.
—¿Por qué crees que estoy enojada contigo? —le pregunté mientras abría la portezuela del auto con mi llave.
Ruffin parecía no encontrar palabras para contestarme. Abrí el baúl del auto y puse adentro la bolsa plástica.
—Aquí tiene un poco saltada la pintura. Probablemente de una piedra, pero está comenzando a oxidarse y...
—Chuck, quiero que oigas lo que te estoy diciendo —le advertí, muy tranquila—. Lo sé todo.
—¿Qué? No entiendo a qué se refiere.
—Lo entiendes perfectamente.
Me instalé en el asiento delantero y encendí el motor.
—Sube, Chuck —dije—. No te quedes allí parado en medio del frío. Sobre todo porque no te sientes bien.
Él vaciló y exudó olor a miedo cuando rodeó el auto para subir al asiento del acompañante.
—Una lástima que no pudiste llegar a Buckhead's. Tuve una interesante conversación con la subjefa Bray —agregué cuando él cerraba la portezuela.
Chuck quedó boquiabierto.
—Para mí, es un alivio encontrar finalmente respuestas a mis preguntas —continué—. El correo electrónico, Internet, los rumores sobre mi carrera, las filtraciones.
Esperé a ver cuál era su reacción y me sorprendió oírlo decir:
—Por eso no me aceptaron en la academia, ¿no? Usted la vio anoche y esta mañana recibo la noticia. Seguro que usted habló mal de mí, le dijo a ella que no me tomara y después se lo contó a todos para humillarme.
—Tu nombre no surgió en ningún momento de la conversación. Y te aseguro que jamás hice correr la voz de nada con respecto a ti en ninguna parte.
—Mentira. —Por la furia le tembló la voz y parecía a punto de echarse a llorar—. Toda la vida quise ser policía, ¡y ahora usted lo arruinó todo!
—No, Chuck, tú lo arruinaste.
—Llame a la jefa y dígale algo. Usted puede hacerlo —me suplicó como una criatura desesperada—. Por favor.
—¿Por qué razón te ibas a reunir anoche con Bray?
—Porque ella me lo pidió. No sé qué quería. Me envió un e-mail en el que me decía que estuviera en el estacionamiento de Buckhead's a las cinco y media.
—Y, desde luego, para ella no te presentaste. Supongo que eso puede tener algo que ver con la mala noticia que recibiste esta mañana. ¿Tú que opinas?
—Supongo que sí —farfulló.
—¿Cómo te sientes? ¿Todavía mal? De no ser así, yo tengo que ir a Petersburg y creo que deberías acompañarme para que podamos terminar esta conversación.
—Bueno, yo...
—¿Bueno qué, Chuck?
—Yo también quiero terminar esta conversación —respondió.
—Empieza con la forma en que conociste a la subjefa Bray. Me parece muy extraño que tengas lo que parece ser una relación personal con la persona más poderosa del departamento de policía.
—Imagínese cómo me sentí yo cuando todo empezó —dijo él con tono inocente—. Verá, la detective Anderson me llamó hace un par de meses, me dijo que era nueva y que quería hacerme algunas preguntas sobre la Oficina de Médicos Forenses, sobre nuestros procedimientos, y me preguntó si podía almorzar con ella en el River City Diner. Fue entonces cuando comencé a caminar por el camino del infierno, y sé que debería haberle dicho algo a usted sobre ese llamado. Debería haberle dicho lo que estaba haciendo. Pero usted dictaba clases casi todo el día y yo no quería molestarla, y el doctor Fielding estaba en tribunales. Así que le dije a Anderson que con todo gusto la ayudaría.
—Bueno, es bastante obvio que ella no se enteró de nada.
—Me estaba tendiendo una trampa —declaró Ruffin—. Y cuando entré en el River City Diner, no pude creer lo que veía. Anderson estaba sentada en un reservado con la subjefa Bray, quien también me dijo que quería saber todo lo referente al manejo de nuestra oficina.
—¿Quién?
—Bray.
—Ajá. Gran sorpresa —dije.
—Supongo que me sentí muy halagado, pero también nervioso, porque no entendía qué sucedía. Quiero decir, de pronto me pidió que las acompañara a ella y a Anderson a la central de policía.
—¿Por qué no me lo contaste en su momento? —pregunté mientras avanzábamos por la calle Cinco para tomar la autopista I-95 hacia el sur.
—No lo sé...
—Yo creo que sí.
—Estaba asustado.
—¿Podía tener algo que ver con tu ambición de convertirte en agente de policía?
—Bueno, enfrentémoslo —concedió él—. ¿Qué mejor conexión podía tener yo? Y, de alguna manera, Bray sabía que yo estaba interesado, y cuando llegamos a su oficina, cerró la puerta y me hizo sentar frente a ella, que estaba del otro lado del escritorio.
—¿Anderson estaba allí?
—No, sólo estábamos Bray y yo. Ella me dijo que, con mi experiencia, podía llegar a ser un técnico de escenas del crimen. Y le juro que sentí que me había ganado la lotería.
Yo me esforzaba por mantenerme a distancia de las barreras de cemento y de los conductores agresivos, mientras Ruffin continuaba en su papel de niño cantor.
—Tengo que reconocer que, después de eso, quedé flotando en una nube y perdí todo interés en mi trabajo, por lo cual me disculpo —dijo—. Pero unas dos semanas más tarde Bray me mandó un e-mail...
—¿De dónde sacó tu dirección de correo electrónico?
—Bueno, me la pidió. Así que me mandó un e-mail en el que me pidió que fuera a su casa a las cinco y media, que tenía algo muy confidencial que hablar conmigo.
»Y le juro, doctora Scarpetta, que yo no quería ir. Tenía un mal presentimiento.
—¿Qué temías?
—No sé, que pasara algo terrible.
—¿Y fue así? ¿Qué pasó cuando llegaste a su casa? —pregunté.
—Dios, esto sí que es difícil de decir.
—Dilo.
—Me ofreció una cerveza y acercó bien la silla al sofá donde yo estaba sentado. Me hizo toda clase de preguntas sobre mi persona, como si yo realmente le interesara. Y...
Un camión de transporte de troncos se me puso adelante y yo lo pasé a toda velocidad.
—Detesto esos camiones —declaré.
—Yo también —dijo Chuck y su tono zalamero y obsecuente me asqueó.
—¿Qué era lo que me estabas contando? —pregunté.
Hizo una inspiración profunda. Se interesó mucho en los camiones que nos pasaban y en los hombres que trabajaban con montañas de asfalto en el terraplén. Parecía como si ese sector de la I-95, cerca de Petersburg, estuviera en construcción desde la Guerra Civil.
—Ella no estaba de uniforme, si entiende lo que quiero decir —resumió con ampulosa sinceridad—. Estaba de traje, pero creo que no llevaba corpiño, o al menos la blusa... bueno, era transparente y se podía ver a través de ella.
—¿En algún momento trató de seducirte, se te insinuó de manera directa, más allá de la forma en que estaba vestida? —pregunté.
—No, pero fue como si ella esperara que yo tomara la iniciativa. Y ahora sé por qué. No me seguiría la corriente, pero sería una carta fuerte que tendría contra mí. Una manera más de controlarme. Así que cuando me trajo la segunda cerveza, fue directamente al grano. Dijo que era importante que yo supiera la verdad acerca de usted.
—¿Y cuál es esa verdad?
—Dijo que usted era una persona inestable. Que todo el mundo sabía que «había perdido la garra», ésas fueron sus palabras textuales, que prácticamente estaba en bancarrota porque era una compradora compulsiva...
—¿Una compradora compulsiva?
—Dijo algo sobre su casa y su automóvil.
—¿Cómo pudo saber ella nada sobre mi casa? —pregunté, y comprendí que Ruffin, entre otras cosas, estaba al tanto de mi auto y de mi casa.
—No sé —respondió él—. Supongo que lo peor fue lo que dijo sobre su trabajo. Que había arruinado varios casos y que los detectives comenzaban a quejarse de usted, con excepción de Marino. Él la defendía, razón por la cual con el tiempo ella tendría que hacer algo al respecto.
—Y por cierto lo hizo —dije.
—Caramba, ¿tengo que seguir? —preguntó él—. ¡No quisiera tener que decirle todas estas cosas!
—Chuck, ¿te gustaría tener la oportunidad de empezar de cero y reparar parte del daño que hiciste? —lo acorralé.
—Dios, si tan sólo pudiera —exclamó, como si realmente lo pensara.
—Entonces dime la verdad. Cuéntamelo todo. Toma por el buen camino para que puedas llevar una existencia feliz —lo alenté.
Yo sabía que ese pequeño canalla traicionaría a cualquiera si le convenía.
—Ella dijo que una de las razones por las que la habían puesto en ese cargo era que el jefe, el alcalde y el concejo municipal querían librarse de usted, pero no sabían cómo. —Ruffin siguió hablando como si las palabras le causaran dolor—. Que no podían hacerlo porque usted no depende de las autoridades municipales, así que básicamente debía hacerlo el gobernador. Me explicó que es como cuando se nombra un nuevo administrador municipal porque la gente quiere librarse de un mal jefe de policía. Fue sorprendente. Estuvo tan convincente que yo me lo tragué todo. Después, y es algo que nunca olvidaré, se puso de pie y se sentó a mi lado. Y me miró a los ojos.
»Dijo: «Chuck, tu jefa te va a arruinar la vida , ¿lo entiendes? Va a demoler a todos los que tiene cerca, en especial a ti». Yo le pregunté: «¿Por qué a mí?». Y ella me contestó: «Porque tú no eres nada para ella. Puede que las personas como ella tengan una conducta agradable, pero en el fondo se creen Dios y desprecian a los esbirros». Me preguntó si yo sabía qué quería decir esbirros y yo le dije que no. Entonces me explicó que un esbirro es un sirviente. Bueno, eso me enfureció.
—Me lo imagino —dije—. Yo jamás te traté a ti ni a nadie como un sirviente, Chuck.
—Ya lo sé. ¡Ya lo sé!
Pensé que parte de su relato era verdad. Pero, al mismo tiempo, estaba segura de que la mayor parte estaba distorsionada y arreglada en su beneficio.
—De modo que empecé a hacer cosas para ella. Al principio, cosas pequeñas —continuó Ruffin—. Y cada vez que hacía algo malo, me resultaba más fácil hacer lo siguiente. Me fui poniendo más duro por dentro y me autoconvencía de que todo lo que hacía estaba justificado o era, incluso, bueno. Tal vez lo hacía para poder dormir por las noches. Pero después las cosas que ella me pedía eran grandes, como lo del correo electrónico, sólo que hizo que Anderson me diera esas tareas. Bray es demasiado astuta y escurridiza como para hacer algo que la comprometa.
—¿Qué cosas, por ejemplo? —pregunté.
—Dejar caer la bala por el desagüe de la pileta. Eso fue bastante grave.
—Sí, lo fue —dije y traté de disimular el desprecio que Ruffin me provocaba.
—Que es una de las razones por las que yo sabía que debía de tener algo bien gordo en mente cuando me envió el e-mail pidiéndome que me reuniera anoche con ella en Buckhead's —continuó—. Me recomendó que no le dijera nada a nadie y que tampoco le contestara el e-mail a menos que hubiera un problema. Que sencillamente me presentara.
»A esa altura yo estaba muerto de miedo —agregó, y esa parte sí se la creí—. Me tenía en sus manos, ¿sabe? Yo estaba enlodado y ella me tenía. Me asustaba tanto pensar en lo que me pediría que hiciera a continuación.
—¿Y qué podría ser eso?
Él vaciló. Un camión de mudanza viró bruscamente delante de mí y yo clavé los frenos. Las topadoras movían tierra del terraplén y había polvo por todas partes.
—Arruinar el caso del Hombre del Contenedor. Yo sabía que se trataría de eso. Ella me haría manipular algo para meterla en tantos problemas que sería el fin de su carrera. Y ¿qué mejor caso que uno en el que intervenía Interpol? ¿Con todos los intereses que había al respecto?
—¿Y ya hiciste algo para comprometer ese caso, Chuck? —pregunté.
—No.
—¿Manipulaste o alteraste algún otro caso?
—No, no hice nada fuera de lo de la bala.
—Desde luego, ¿te das cuenta de que estarías cometiendo un delito grave si alteraras o destruyeras pruebas? ¿Te das cuenta de que Bray se propone hacerte meter preso, probablemente, para sacarte del camino cuando haya terminado conmigo?
—En el fondo, no creo que me haga una cosa así —dijo.
Él no era nada para ella, sólo un lacayo adulador que no tenía la inteligencia suficiente de evitar una trampa cuando la encontraba, porque su ego y su ambición entraban a tallar.
—¿Estás seguro? —pregunté—. ¿Seguro de que Bray no te convertirá en cabeza de turco?
Él titubeó.
—¿Tú eres el que ha estado robando cosas en la oficina? —pregunté, sin vueltas.
—Sí, pero lo tengo todo. Ella quería que yo hiciera... bueno, cualquier cosa que diera la impresión de que usted no era capaz de manejar la oficina. Tengo todo en casa, en una caja. Pensaba dejarla después en alguna parte del edificio para que alguien la encontrara y les devolviera las cosas a todos.
—¿Por qué permitiste que esa mujer tuviera tanto poder sobre ti? —pregunté—. Al punto de hacerte mentir, robar y manipular y alterar pruebas.
—Por favor, no deje que me arresten y que vaya a prisión —dijo con una voz asustada con la que podría ganar premios de actuación—. Tengo esposa y un hijo en camino. Me suicidaré, se lo prometo. Conozco muchas formas de hacerlo.
—Ni se te ocurra pensar en una cosa así —le advertí—. Y no vuelvas a decirlo.
—Lo haré. Estoy arrumado y es culpa mía, de nadie más.
—No estás arruinado a menos que quieras estarlo.
—Ya no importa —murmuró él, y comencé a temer que lo dijera en serio.
Constantemente se lamía los labios y sus palabras eran pegajosas porque tenía la boca muy seca.
—A mi mujer no le importaría. Y el bebé no necesita crecer con un padre en la cárcel.
—No te atrevas a enviarme tu cadáver —le dije, furiosa—. No te atrevas a que entre en la morgue y te encuentre en una de las mesas.
Él me miró, escandalizado.
—A ver si creces de una vez —dije—. Ni se te ocurra volarte los sesos porque las cosas salen mal, ¿me has oído? ¿Sabes lo que es el suicidio?
Él me miró con los ojos bien abiertos.
—Es como querer tener la última palabra. Y la última palabra es: «¡Jódanse!».
22
El negocio de Pit estaba un poco más allá del Salón de Belleza de Kate y era una casa pequeña con un cartel en el frente que decía «Vidente». Estacioné junto a una camioneta negra destartalada, tatuada con tantos autoadhesivos en el paragolpes que enseguida pensé en el señor Pit.
La puerta de su tienda se abrió en forma instantánea y me recibió un hombre que tenía tatuado cada centímetro de su piel expuesta, incluyendo el cuello y la cabeza. La absurda cantidad de objetos de toda clase que le atravesaban la piel me causó espanto.
Era mayor de lo que imaginaba, tendría poco más de cincuenta años, y era un hombre musculoso con una larga cola de caballo color gris y barba. Su cara parecía haber sido golpeada varias veces y vestía un chaleco de cuero negro sobre una camiseta. Tenía la billetera sujeta a los jeans con una cadena.
—Usted debe de ser Pit —dije mientras abría el baúl del auto para sacar la bolsa plástica.
—Adelante, pase —respondió con tono distendido, como si nada en el mundo anduviera mal o fuera motivo de preocupación.
Nos precedió a Ruffin y a mí y gritó:
—Taxi, mierda, muchacha. —Y a continuación nos aseguró—: No se preocupen por la perra. Es más mansa y suave que el champú para bebés.
Enseguida supe que no me gustaría lo que había adentro de esa tienda.
—No sabía que traería a otra persona con usted —comentó Pit y noté que su lengua lucía un adorno de plata—. ¿Cómo te llamas?
—Chuck.
—Es uno de mis asistentes —expliqué—. Si tiene algún lugar donde pueda sentarse, él nos esperará.
Taxi era una pit bull terrier, una masa muscular de color marrón y negro sobre cuatro patas.
—Sí, claro —dijo Pit y señaló un rincón del cuarto donde había un televisor y unas sillas—. Tenemos que tener un lugar para que los clientes esperen su turno. Chuck, ponte cómodo. Avísame si necesitas cambio para la máquina expendedora de gaseosas.
—Gracias —dijo Ruffin.
No me gustaba nada la forma en que Taxi me miraba. Yo jamás confiaba en un perro de esa raza, por manso que su dueño asegurara que era. Para mí, la cruza de bulldog y terrier había creado el Frankenstein de la raza canina, y yo ya había visto mi ración de gente mordida y lastimada por esos perros, en especial niños.
—Muy bien, Taxi, llegó la hora de una buena rascada en la panza —dijo Pit con voz seductora.
Taxi se echó, giró y levantó las patas al aire, y su amo se puso en cuclillas y comenzó a frotarle el estómago.
—¿Saben? —levantó la cabeza y nos miró a Chuck y a mí—, estos perros no son bravos a menos que sus dueños quieran que sean. No son más que cachorros grandes. ¿No es verdad, Taxi? La bauticé Taxi porque hace como un año vino aquí un chofer de taxi para que le hiciera un tatuaje. Dijo que me cambiaría el tatuaje de La Muerte con el nombre de su mujer abajo, por un cachorro pit bull terrier. Y yo acepté el trato, ¿verdad que sí, muchacha? Parece una broma que ella sea una Pit y yo también. Pero no estamos emparentados.
La tienda de Pit era para mí un mundo desconocido que jamás podría haber imaginado, y eso que a lo largo de mi carrera había estado en lugares muy extraños. Las paredes estaban cubiertas por completo con diseños de tatuajes. Había indios, caballos alados, dragones, peces, ranas y símbolos de culto que no significaban nada para mí. Las opiniones de Pit como «No confíes en nadie» y «Me las sé todas» aparecían por doquier. Cráneos de plástico hacían muecas desde estantes y mesas y por todas partes había revistas de tatuajes para que los valientes las hojearan mientras esperaban los pinchazos de la aguja.
Curiosamente, lo que hacía apenas una hora yo habría considerado muy ofensivo, de pronto tenía la autoridad y la fe de un credo. Las personas como Pit, y quizá gran parte de su clientela, eran seres marginales que se oponían con violencia a todo aquello que despojara a la gente del derecho de ser lo que se le antojara. Fuera de lugar en medio de todo esto se encontraba el muerto cuya carne yo llevaba en un frasco. No había nada contracultural ni desafiante en alguien que vestía ropa de Armani y zapatos de piel de cocodrilo.
—¿Cómo fue que se metió en todo esto? —le pregunté a Pit.
Chuck comenzó a curiosear los diseños como si paseara por un museo de pinturas. Yo puse la bolsa en el mostrador, junto a la caja registradora.
—Por los graffiti —contestó Pit—. He incorporado mucho de ellos a mi estilo, como lo que hizo Grime en San Francisco, y conste que no quiero decir que yo sea para nada tan bueno como él. Lo mío es más combinar imágenes de tipo graffiti con las líneas más definidas de la vieja escuela.
Golpeó con un dedo la fotografía enmarcada de una mujer desnuda con una sonrisa furtiva que tenía los brazos provocativamente cruzados sobre los pechos. En el vientre tenía tatuada una puesta de sol detrás de un faro.
—Por ejemplo, esa señora —dijo—, vino aquí con su novio y me dijo que él le regalaba un tatuaje para su cumpleaños. Empezó, muerta de miedo, con una pequeña mariposa en la cadera. Y ahora vuelve todas las semanas para que le haga otro.
—¿Por qué?—pregunté.
—Porque es una adicción.
—¿La mayoría de las personas se hace más de un tatuaje?
—Casi todos los que se hacen sólo uno, lo quieren por lo general en algún lugar oculto, fuera de la vista. Como, por ejemplo, un corazón en una nalga o en un pecho. En otras palabras, ese único tatuaje tiene un significado especial. O, quizá, la persona se lo hizo cuando estaba borracha; eso también sucede, pero no en mi tienda. Yo ni siquiera toco a alguien con olor a alcohol.
—Si alguien se hiciera un tatuaje en la espalda y no en ninguna otra parte, ¿eso sería importante? ¿Podría significar algo más que una bravuconada o que estar borracho? —pregunté.
—Diría que sí. La espalda es un lugar que la gente ve, a menos que uno nunca se saque la camisa. De modo que, sí, me parece probable que signifique algo.
Miró la bolsa que estaba sobre el mostrador.
—De modo que ese tatuaje pertenece a la espalda del tipo —dijo.
—Sí, son dos puntos amarillos redondos, cada uno del tamaño de la circunferencia de la cabeza de un clavo.
Pit quedó inmóvil, pensando en lo que yo acababa de decirle.
—¿Tienen pupilas, como las tendrían los ojos? —preguntó.
—No —respondí y miré a Chuck para ver si desde donde estaba podría oír nuestra conversación.
Se encontraba sentado en un sofá y hojeaba una revista.
—Caramba —exclamó Pit—. Entonces es bien difícil. Sin pupilas. No se me ocurre nada sin pupilas si es un animal o pájaro de alguna clase. Me parece que entonces no se trata de un diseño sino de algo más clásico.
Y barrió toda su tienda con las dos manos, como un director de orquesta de diseños ultrajantes.
—Todo lo que usted ve en las paredes son diseños —dijo—, en contraposición de los trabajos de tatuaje de un artista original como Grime. Lo que quiero decir es que uno puede mirar algunos tatuajes y reconocer un estilo particular. Algo así como reconocer un Van Gogh o un Picasso. Por ejemplo, yo puedo reconocer un Jack Rudy o un Tin Tin en cualquier parte; tienen los grises más hermosos del mundo.
Pit me condujo a lo que parecía una sala de examen del consultorio de un médico. La habitación estaba equipada con autoclave, jabón quirúrgico, vendas estériles, pomadas desinfectantes, bajalenguas y paquetes con agujas esterilizadas dentro de grandes frascos de vidrio. La máquina de tatuajes tenía el aspecto de algo que emplearía un especialista en electrología, y había un carrito con pomos de pinturas brillantes y recipientes para mezcla. Y en medio de todo esto, una camilla de ginecología. Supuse que los estribos facilitaban trabajar en las piernas y otras partes del cuerpo en las que no quería ni pensar.
Pit desplegó una toalla sobre una mesada y los dos nos pusimos guantes quirúrgicos. Encendió una lámpara de cirugía y la acercó mientras yo le quitaba la tapa a mi frasco y mi nariz recibía enseguida la agresión del olor corrosivo de la formalina. Metí la mano en esa sustancia química rosada y extraje el bloque de piel. Estaba gomoso, el tejido estaba conservado y Pit me lo tomó de inmediato y lo sostuvo a la luz. Lo giró en una y otra dirección y lo observó a través de una lupa.
—Ajá —dijo—, ya las veo. Sí, son garras que aprietan una rama. Si uno levanta un poco la imagen del fondo, se alcanzan a ver las plumas de la cola.
—¿Un ave?
—Sí, ya lo creo que es un ave —aseveró él—. Tal vez un búho. ¿Sabe?, son los ojos los que saltan hacia uno, y creo que en una época eran más grandes que ahora. El sombreado lo indica. Justo aquí.
Me acerqué más y un dedo enguantado de Pit se movió sobre la piel como si la cepillara.
—¿Lo ve?
—No.
—Es muy leve. Los ojos tienen círculos oscuros, como los de un bandido, aunque los trazos no están realizados con mucha habilidad. Alguien trató de hacerlos mucho más chicos, y hay líneas que se irradian desde los bordes del ave. Es imposible notarlo a menos que se haya trabajado antes con esta clase de cosas, porque todo es muy oscuro y está en pésimas condiciones.
»Pero si se observa bien, se advierte que esas líneas son más oscuras y más pesadas alrededor de los ojos, por falta de otra manera de llamarlas. Sí. Cuanto más lo miro, más me parece un búho, y los puntos amarillos son un torpe intento de cubrirlos para convertirlos en los ojos de un búho. O algo parecido a los ojos de un búho.
Yo comenzaba a ver las líneas, las plumas, en el sombreado oscuro que él describía, y la forma en que esos ojos de color amarillo brillante estaban delineados con tinta oscura, como si alguien quisiera hacerlos más pequeños.
—Alguien se hace un tatuaje con puntos amarillos y después no lo quiere más y hace que le pongan algo encima —explicó Pit—. Puesto que ya no tenemos la capa superior de la piel, la mayor parte del nuevo tatuaje —el búho— desapareció. Supongo que las agujas no entraron a tanta profundidad. Pero sí lo hicieron con los puntos amarillos. Mucho más profundo de lo necesario, lo cual me indica que fueron obra de dos autores diferentes.
Estudió más el bloque de piel.
—En realidad, nunca es posible cubrir un tatuaje antiguo —dijo—. Pero si uno sabe lo que hace, puede trabajar encima y alrededor para de alguna manera lograr que no se vea. Ése es el truco. Supongo que casi se lo podría llamar una ilusión óptica.
—¿Existe alguna manera de averiguar a qué pertenecían originalmente esos ojos amarillos? —le pregunté.
Pit parecía desalentado y suspiró.
—Es una verdadera lástima que esto se encuentre en tan malas condiciones —murmuró, puso la piel sobre la toalla y parpadeó varias veces—. Demonios, qué vapores terribles. ¿Cómo hace para trabajar todo el tiempo con eso cerca?
—Con mucho, mucho cuidado —contesté—. ¿Le importa si uso su teléfono?
—Adelante, hágalo.
Me puse del otro lado del mostrador y miré con cierta intranquilidad a Taxi, que en ese momento se sentaba en su cama. Me miró como desafiándome a hacer un movimiento que a ella no le gustara.
—Tranquila, está todo bien —le dije con voz calma—. ¿Pit? ¿Puedo comunicarme con un pager y dejarle este número de teléfono?
—No es ningún secreto. Déselo.
—Eres una buena chica —le dije a Taxi mientras rodeaba el mostrador para hablar por teléfono.
Sus ojos pequeños y opacos me recordaron los de un tiburón; su cabeza gruesa y triangular, la de una serpiente. Su aspecto era el de algo primitivo que no ha evolucionado desde el principio de los tiempos, y de pronto pensé en lo que estaba escrito en la caja que había en el interior del contenedor.
—¿Podría ser un lobo? —le pregunté a Pit—. ¿Incluso un hombre lobo?
Pit volvió a suspirar, y en sus ojos se notó el cansancio de todo un día de trabajo intenso.
—Bueno, los lobos son muy populares. Ya sabe, instinto de grupo, lobo solitario —me dijo—. Es difícil cubrirlos con un ave, sea un búho o cualquier otra clase.
—Hola —era la voz de Marino desde el otro extremo de la línea.
—Demonios, podría ser tantas cosas. —Pit seguía hablando en voz muy alta—. Un coyote, un perro, un gato. Cualquier animal con pelaje largo y ojos amarillos sin pupilas. Sin embargo, debía de ser pequeño para poder cubrirlo con un búho. Realmente pequeño.
—¿Quién mierda es el que habla de pelajes de pelo largo? —preguntó groseramente Marino.
Le dije dónde estaba y por qué. Mientras tanto, Pit seguía hablando y señalando toda clase de diseños con pelo de la pared.
—Fantástico. —Marino se enfureció enseguida—. Ya que estás ahí, ¿por qué no te haces uno?
—En otra oportunidad, tal vez.
—No puedo creer que hayas ido a un salón de tatuajes sola. ¿Tienes idea de la clase de gente que va a esos lugares? Narcotraficantes, presos en libertad condicional, pandillas de motociclistas.
—Está bien.
—¡No, no está nada bien! —saltó Marino.
Estaba enojado por algo que iba más allá de mi visita a un salón de tatuajes.
—¿Qué ocurre, Marino?
—Nada, a menos que consideres que ser suspendido sin goce de sueldo es algo malo.
—No existe ninguna justificación para una cosa así —exclamé con furia, aunque hubiera temido que era inevitable que sucediera.
—Pues Bray no opina lo mismo. Supongo que anoche le arruiné la cena. Dice que si llego a hacer una cosa más, me despedirá. La buena noticia es que lo paso muy bien pensando cuál podría ser «esa cosa más» que podría decidir hacer.
—¡Eh! Venga, le mostraré algo —gritó Pit desde el otro extremo de la habitación.
—Ya veremos qué hacer al respecto —le prometí a Marino.
—Sí, claro.
Los ojos de Taxi me siguieron cuando corté la comunicación y la rodeé. Miré el diseño de la pared y me sentí peor. Quería que el tatuaje fuera un lobo, un hombre lobo, uno pequeño, cuando en realidad podía ser algo muy distinto y probablemente lo era. No podía tolerar que un interrogante quedara sin respuesta, que la ciencia y el pensamiento racional llegaran al máximo de sus posibilidades y terminaran dándose por vencidos.
No recordaba haberme sentido alguna vez tan desalentada e inquieta. Las paredes parecían cerrarse sobre mí y los diseños brotar como demonios. Los corazones atravesados por puñales, los cráneos, las tumbas, los esqueletos, los animales malignos y los espíritus truculentos formaban una ronda infantil conmigo.
—¿Por qué las personas quieren lucir la muerte en la piel? —Levanté la voz y Taxi levantó la cabeza. —¿No es suficiente vivir con ella? ¿Por qué querría alguien pasar el resto de la vida viendo la muerte en su brazo?
Pit se encogió de hombros y no pareció molestarle nada que yo pusiera en tela de juicio su arte.
—Le diré una cosa, Doc —dijo—. Cuando se lo piensa, no hay nada que temer salvo el miedo. Así que las personas quieren tener tatuada la muerte para que la muerte no las asuste. Es como las personas a las que las aterrorizan las serpientes y entonces tocan una en el zoológico. En cierta forma, uno también lleva encima la muerte todos los días. ¿No cree que es posible que la temiera más si no la viera todos los días?
No supe qué contestarle.
—Verá, usted tiene un pedazo de la piel de un muerto en ese frasco y no le teme —continuó—. Pero si alguien entrara de pronto aquí y viera eso, lo más probable sería que gritara o vomitara. Ahora bien, yo no soy ningún psicólogo —aclaró y mascó con vehemencia un chicle—, pero hay algo realmente importante detrás de lo que alguien elige para tener dibujado en forma permanente en su cuerpo. Tomemos, por ejemplo, a este hombre muerto. Ese búho dice algo sobre él. Sobre lo que le pasaba adentro. Más que nada, sobre lo que él más temía, que puede tener mucho más que ver con lo que está debajo de ese búho.
—Entonces, parecería que muchos de sus clientes les tienen miedo a las mujeres desnudas y voluptuosas —comenté.
Pit mascó su chicle con fuerza y reflexionó un momento acerca de mis palabras.
—Eso sí que no se me había ocurrido —aceptó—, pero encaja. A la mayoría de los tipos que tienen tatuadas mujeres desnudas por todas parte, las mujeres les dan mucho miedo. Les asusta la parte emocional.
Chuck había encendido el televisor y miraba el programa de Rosie O'Donnell con el volumen bajo. Yo había visto miles de cuerpos con tatuajes, pero nunca los consideré un símbolo del miedo. Pit le dio golpecitos a la tapa del frasco con formalina.
—Algo le daba miedo a ese tipo —dijo—. Y todo parece indicar que tenía buenas razones para estar asustado.
23
Después de llegar a casa, apenas si había tenido tiempo de colgar el abrigo y dejar caer mi maletín junto a la puerta, cuando sonó la campanilla del teléfono. Eran las ocho y veinte y lo primero que pensé fue que era Lucy. La última noticia que había recibido era que ese fin de semana Jo sería transferida en algún momento al hospital de la Facultad de Medicina de Virginia.
Estaba asustada y un poco resentida. A pesar de lo que dictaban las políticas, los protocolos o el buen juicio, Lucy podría ponerse en contacto conmigo. Podría hacerme saber que ella y Jo estaban bien. Podría decirme dónde estaba.
Tomé enseguida el teléfono y quedé al mismo tiempo sorprendida e inquieta cuando la voz del ex subjefe Al Carson apareció del otro lado de la línea. Yo sabía que él no me llamaría, sobre todo a casa, a menos que fuera algo muy importante o una muy mala noticia.
—Se supone que yo no debería llamarla, pero alguien tiene que hacerlo —dijo enseguida—. Ha habido un homicidio en Quik Cary, ese minimercado que hay cerca de Libbie. ¿Sabe a cuál me refiero?
Hablaba a toda velocidad y nerviosamente. Parecía asustado.
—Sí —respondí—. Queda cerca de casa.
Tomé un bloc y comencé a hacer anotaciones.
—Al parecer fue un robo. Alguien entró, sacó todo el dinero de la caja y le disparó a la empleada.
Pensé en el vídeo que había visto el día anterior.
—¿Cuándo sucedió esto? —pregunté.
—Creo que le dispararon hace no más de una hora. La llamo yo mismo porque en su oficina todavía no lo saben.
Callé un momento porque no estaba segura de qué había querido decir. De hecho, lo que él acababa de decir no podía ser cierto.
—Llamé también a Marino —continuó—. Supongo que ya no queda más que puedan hacerme.
—¿Qué fue eso de que en mi oficina no lo saben todavía? —pregunté.
—Ahora no se supone que la policía llame a los forenses hasta terminar con el trabajo en la escena del crimen. Hasta que terminen su tarea los técnicos del crimen, que en este momento deben estar llegando allá. Así que podrían pasar horas...
—¿De dónde viene todo esto? —lo interrogué, aunque lo sabía.
—Doctora Scarpetta, me obligaron a renunciar, pero yo lo habría hecho de todos modos —me respondió Carson—. Hay cambios con los que no podemos vivir. Usted sabe que mi gente siempre se llevó muy bien con su oficina. Pero Bray puso a gente nueva. Y lo que le hizo a Marino bastó para que yo renunciara allí mismo. Pero lo que importa en este momento es que ahora son dos los asesinatos en minimercados. No quiero que esto termine en la nada. Si es el mismo tipo, lo volverá a hacer.
Llamé a Fielding a su casa y le conté lo que sucedía.
—¿Quiere que yo...? —comenzó a decir.
—No —lo interrumpí—. Yo iré ahora mismo. Estamos metidos en problemas, Jack.
Conduje el auto a toda velocidad. Bruce Springsteen cantaba Santa Claus viene a la ciudad, y pensé en Bray. Nunca antes había odiado en realidad a nadie. El odio era veneno. Siempre lo había resistido. Odiar era perder, y era lo único que podía hacer ahora para resistir el calor de sus llamas.
Llegó el informativo y el homicidio fue la noticia principal, cubierta en vivo en la escena del crimen.
—... en lo que es el segundo asesinato cometido en un minimercado en tres semanas. Subjefa Bray, ¿qué puede decirnos al respecto?
—Todavía no contamos con detalles muy precisos —dijo su voz en el interior de mi auto—. Sí sabemos que, hace varias horas, un sospechoso desconocido entró en Quik Cary robó el dinero de la caja y le disparó a la empleada.
Sonó el teléfono del auto.
—¿Dónde estás? —preguntó Marino.
—Acercándome a Libbie.
—Yo estoy por entrar en la playa de estacionamiento de Cary Town. Necesito decirte qué está sucediendo porque nadie te dará ni la hora cuando llegues allá.
—Eso lo veremos.
Minutos después doblé hacia el pequeño centro comercial y estacioné frente a Schwarzchild, Joyeros, donde Marino se encontraba sentado en su camioneta. Entonces él subió a mi auto, de jeans, botas y una campera de cuero con raspones y cierre automático roto y forro de vellón tan pelado como su cabeza. Se había salpicado mucha agua de colonia, lo cual quería decir que había estado bebiendo cerveza. Arrojó la colilla del cigarrillo y la ceniza roja salió volando por el aire.
—Todo está bajo control —dijo él con ironía—. Anderson está en la escena.
—Y Bray.
—Sí, ofrece una maldita conferencia de prensa en el exterior del minimercado —comentó Marino, asqueado—. Vamos.
Conduje el auto hacia la calle Cary.
—Empieza con esto, Doc —comenzó—. El muy imbécil le dispara en la cabeza, cuando ella está en el mostrador. Entonces parece que puso el cartel de «Cerrado», cerró la puerta con llave, la arrastró al fondo, al depósito, y se puso a golpearla como loco.
—¿Le disparó y después la golpeó?
—Sí.
—¿Quién notificó a la policía? —pregunté.
—A las siete y dieciséis sonó la alarma contra ladrones —contestó Marino—. La puerta de atrás está conectada aunque el local esté abierto y en funcionamiento. La policía llega allá y encuentra la puerta de calle cerrada con llave y el cartel de «Cerrado», como ya te dije. Entonces pegan la vuelta y encuentran esa puerta abierta de par en par. Entran y la ven a ella tirada en el piso y sangre por todos lados. Tentativamente la identifican como Kim Luong, asiática, de treinta años.
Bray seguía dominando las noticias.
—Más temprano usted dijo algo acerca de un testigo —le preguntaba un reportero.
—Sólo que un ciudadano informó haber visto a un hombre vestido de oscuro en las cercanías del lugar a la hora en que pensamos ocurrió el homicidio —respondió Bray—. Estaba agazapado en un callejón de la otra cuadra. La persona que informó de su presencia no pudo verlo bien. Confiamos en que alguien más lo haya visto y nos llame. Ningún detalle carece de importancia. Todos debemos proteger nuestra comunidad.
—¿Qué hace esa mujer? ¿Piensa postularse para gobernadora? —bromeó Marino.
—¿Hay una caja fuerte en el interior del local? —le pregunté.
—Sí, en el fondo, donde encontraron el cuerpo de la muchacha. No había sido abierta. Por lo menos, eso fue lo que me dijeron.
—¿Y una cámara de vídeo? —pregunté.
—No. Tal vez el tipo se avivó después de liquidar a Gant y ahora roba en negocios que no tienen cámaras para filmarlo.
—Es posible.
Él y yo sabíamos que él hacía conjeturas y se esforzaba mucho, porque no estaba dispuesto a perder su trabajo.
—¿Carson te dijo todo esto? —pregunté.
—Los policías no fueron los que me suspendieron —contestó—. Y ya sé que piensas que el modus operandi es un poco diferente. Pero no es una ciencia, Doc. Lo sabes.
Eso era lo que Benton solía decirnos con una sonrisa irónica. Él era especialista en perfiles, un experto en modus operandi, patrones y predicciones. Pero cada homicidio tenía su propia coreografía especial, porque cada víctima era diferente. Las circunstancias y los estados de ánimo eran diferentes, incluso el clima era diferente, y el asesino con frecuencia modificaba su rutina. Benton solía quejarse de las versiones hollywoodenses de lo que los científicos de la conducta podían hacer. Él no era clarividente, y las personas violentas no actuaban siguiendo un software.
—A lo mejor ella lo enfureció o algo por el estilo —prosiguió Marino—. Tal vez él acababa de tener una discusión con su madre. ¿Quién demonios puede saberlo?
—¿Qué va a pasar cuando las personas como Al Carson ya no te llamen por teléfono?
—Es mi maldito caso —dijo, como si no me hubiera oído—. Gant era mi caso, y éste lo es también, lo mires como lo mires. Aunque no sea el mismo homicida, ¿quién lo descubrirá antes que yo, puesto que yo soy el que sabe todo lo que hace falta saber?
—No siempre es posible imponerse con una actitud agresiva —dije—. Eso no va a funcionar con Bray. Tenemos que buscar la manera de que a ella le valga la pena tolerarte, y será mejor que la encuentres en los próximos cinco minutos.
Permaneció callado mientras yo doblaba en la avenida Libbie.
—Tú eres inteligente, Marino —añadí—. Usa la cabeza. Esto no tiene nada que ver con las carreras de caballo ni con los egos. Se trata de una mujer que está muerta.
—Mierda —dijo él—. ¿Qué carajo le sucede a la gente?
Quick Cary era un minimercado que no tenía vidrieras al frente ni surtidores de combustible. Tampoco estaba profusamente iluminado ni ubicado en un lugar que atrajera a clientes que entraban o salían de caminos muy transitados. Con excepción de las vacaciones, permanecía abierto sólo hasta las seis.
El estacionamiento estaba inundado de destellos rojos y azules y, entre el retumbar de los motores, de los policías y del equipo de rescate que aguardaba, Bray brillaba en medio de los reflectores de televisión que sobrevolaban alrededor de ella como una flotilla de pequeños soles. Vestía una capa larga de lana roja y sus aros de diamantes refulgían cada vez que ella giraba la cabeza. Por su aspecto, se diría que acababa de salir de apuro de una reunión de gala.
Comenzaba a caer cellisca cuando yo saqué mi maletín del baúl del auto. Bray me vio antes que los representantes de los medios, y entonces su mirada encontró a Marino y en su cara apareció una expresión de furia.
—...no se dará esa información hasta que la familia haya sido notificada —le decía a la prensa.
—Observa esto —dijo Marino en voz baja.
Caminó con sensación de apuro hacia el local e hizo algo que nunca lo vi hacer antes: permitió que los medios lo acosaran. Incluso fue tan lejos como para sacar su radiotransmisor portátil mientras miraba en todas direcciones, enviando todas las señales imaginables de que él estaba a cargo y conocía muchos secretos.
—¿Estás allá adentro, dos-cero-dos? —Su voz llegó hasta mí cuando yo cerraba mi auto con llave.
—Diez-cuatro —le contestó otra voz.
—Ahora entro por el frente —murmuró Marino.
—Entonces nos veremos.
Por lo menos diez reporteros y camarógrafos lo rodearon enseguida. Era sorprendente lo rápido que se movían.
—¿Capitán Marino?
—¡Capitán Marino!
—¿Cuánto dinero robaron?
Marino no los echó. La mirada de Bray le escrutó la cara como garras mientras toda la atención se centraba en él, en ese hombre en cuyo cuello ella tenía apoyado el pie.
—¿Había menos de sesenta dólares en la caja registradora, como pasa en otros minimercados?
—¿Cree que en los minimercados debería haber guardias de seguridad en esta época del año?
Marino, sin afeitar y lleno de cerveza, miró hacia las cámaras y dijo:
—Si fuera mi minimercado, ya lo creo que los tendría.
Bray caminaba hacia mí.
—¿De modo que usted atribuye estos dos robos-homicidios a la época de Navidad? —le preguntó otro periodista a Marino.
—Los atribuyo a algún degenerado con sangre fía y sin conciencia moral. Lo volverá a hacer —respondió Marino—. Debemos detenerlo y eso es lo que nos proponemos e intentamos lograr.
Bray me enfrentó cuando yo me abría camino alrededor de los patrulleros de la policía. Se había cubierto bien con la capa y me pareció tan helada y punzante como el clima.
—¿Por qué le permite a Marino hacer esto? —me preguntó.
Me frené en seco y la miré a los ojos, y mi aliento helado brotaba como un tren a carbón a punto de arrollarla.
—«Permitir» no es una palabra que empleo con Marino —le aclaré—. Sospecho que usted lo está descubriendo de la manera más dolorosa.
Un reportero de una revista local de chismes levantó la voz por encima de los demás y dijo:
—¡Capitán Marino! Se rumorea que usted ya no es detective. ¿Qué hace aquí?
—La subjefa Bray me asignó esta misión especial —respondió Marino con tono severo hacia los micrófonos—. Yo dirigiré esta investigación.
—Esto es el fin de Marino —me advirtió Bray.
—No se irá precisamente en silencio. Jamás en su vida habrá oído usted tanto barullo —le prometí y me alejé.
24
Marino se reunió conmigo en la puerta del frente del local. Cuando entramos, la primera persona que vimos fue Anderson. Estaba de pie frente al mostrador y envolvía con papel marrón el cajón vacío del dinero, mientras el técnico de la escena del crimen Al Eggleston espolvoreaba la caja registradora en busca de huellas dactilares. Anderson pareció sorprenderse y fastidiarse al vernos.
—¿Qué hacen aquí? —le preguntó a Marino.
—Vinimos a comprar un pack de seis cervezas. ¿Cómo estás, Eggleston?
—Bien, Pete.
—Todavía no estamos listos para usted —me anticipó Anderson.
No le presté atención y me pregunté cuánto daño le habría hecho ya a la escena. Gracias a Dios, Eggleston tenía a su cargo la tarea más importante. Enseguida advertí la silla dada vuelta detrás del mostrador.
—¿Esa silla estaba así cuando la policía llegó aquí? —le pregunté a Eggleston.
—Sí, por lo que yo sé.
Abruptamente, Anderson salió del local, tal vez en busca de Bray.
—Caramba —dijo Marino—. La soplona.
—Vaya si lo es.
En la pared, detrás del mostrador, había arcos de sangre procedentes de una hemorragia arterial.
—Me alegra que estés aquí, Pete, pero estás atacando a una serpiente con una vara.
El rastro de sangre rodeaba el mostrador y seguía hasta el extremo más alejado de la puerta de calle.
—Marino, ven aquí —dije.
—Eh, Eggleston, trata de encontrar el ADN del tipo en alguna parte. Ponlo en un pequeño frasco y así, tal vez podremos crear su clon en el laboratorio —ordenó Marino mientras se me acercaba—. Entonces sabremos de quién demonios se trata.
—Eres un científico espacial, Pete.
Señalé los arcos de sangre producidos por la elevación y caída del ritmo sistólico del corazón de Kim Luong mientras se desangraba por la carótida. La sangre estaba en el suelo y se extendía por unos seis metros de estantes repletos de toallas de papel, papel higiénico y otros artículos de primera necesidad en las casas.
—Dios Santo —exclamó Marino al comprender lo que significaba—. ¿O sea que él la arrastró mientras ella sangraba a chorros?
—Así es.
—Con semejante hemorragia, ¿cuánto tiempo puede haber sobrevivido esa mujer?
—Minutos —respondí—. Diez a lo máximo.
Ella no había dejado ningún otro rastro de sangre salvo las leves impresiones paralelas hechas por su pelo y sus dedos al ser arrastrados por encima de su sangre. Imaginé al homicida arrastrándola primero tomada de los pies, mientras los brazos de ella se abrían como alas llenas de aire y su pelo flotaba atrás como plumas.
—Él la tenía sujeta por los tobillos —expliqué—. Ella tiene pelo largo.
Anderson había vuelto a entrar y nos observaba, y yo detestaba tener que cuidar cada palabra que decía cuando estaba rodeada por la policía. Pero sucedía. A lo largo de los años, trabajé con policías que filtraban la información y yo no tuve más remedio que tratarlos como enemigos.
—Lo que es seguro es que ella no murió enseguida —agregó Marino.
—Una perforación en la carótida no es algo que incapacite instantáneamente —le dije—. Puedes tener el cuello cortado y de todos modos llamar al 911. Ella no debería haber quedado inmovilizada de inmediato, pero es evidente que lo estaba.
Los trazos de barrido sistólico se volvían más bajos y más leves a medida que caminábamos hacia el fondo, y noté que las manchas pequeñas de sangre estaban secas, mientras que cantidades más grandes de sangre comenzaban a coagularse. Seguimos el rastro más allá de los refrigeradores repletos de cerveza y, después, a través de la puerta que daba al depósito, donde Gary Ham, el técnico del operativo, se encontraba de rodillas, mientras que otro agente tomaba fotografías; ambos me daban la espalda y me bloqueaban la vista.
Cuando entré y los rodeé, quedé helada. Le habían bajado a Kim Luong los jeans azules y la bombacha hasta las rodillas, y le habían insertado un termómetro químico en el recto. Ham me miró y se paralizó, como alguien a quien pescan robando. Habíamos trabajado juntos durante años.
—¿Qué demonios haces? —le pregunté con un tono severo que nunca me había oído.
—Le estoy tomando la temperatura, Doc —respondió Ham.
—¿Le tomaste una muestra antes de insertar el termómetro, por si la hubieran sodomizado? —pregunté con la misma voz enojada mientras Marino se me acercaba y contemplaba el cuerpo de la muchacha.
Ham vaciló.
—No, no lo hice.
—¡Qué manera de arruinar las cosas! —se enfureció Marino.
Ham tenía cerca de cuarenta años y era un hombre alto y de aspecto agradable, con pelo oscuro, grandes ojos pardos y largas pestañas. No era difícil que una persona como él llegara a creer que podía realizar la tarea de un científico y médico forense. Pero Ham nunca había cruzado el límite. Siempre se había mostrado respetuoso.
—¿Cómo puedo yo interpretar la presencia de una lesión, ahora que has introducido un objeto duro en uno de sus orificios? —le pregunté.
Él tragó fuerte.
—Si llego a encontrar una contusión en el interior de su recto, ¿podré jurar en la corte que el termómetro no la hizo? Y a menos que de alguna manera puedas garantizar la esterilidad de tu equipo, cualquier ADN recuperado también se pondrá en tela de juicio —dije.
Ham tenía la cara roja.
—¿Tienes alguna idea de cuántos elementos acabas de introducir en esta escena del crimen, Ham? —le pregunté.
—He sido muy cuidadoso.
—Por favor, sal de mi camino. Ahora.
Abrí mi maletín y con furia me puse los guantes, estirando los dedos y tirando del látex en un solo movimiento. Le di a Marino una linterna y antes que nada estudié todo lo que me rodeaba. El cuarto de depósito estaba apenas iluminado; cientos de packs de seis latas de gaseosa y de cerveza ubicados a seis metros del cuerpo estaban salpicados con sangre. A pocos centímetros del cadáver había cajas de tampones y toallas de papel, cuyo fondo estaba húmedo de sangre. Hasta el momento, no había nada que indicara que al asesino le hubiera interesado algo de lo que había allí, fuera de su víctima.
Me puse en cuclillas y estudié con atención el cuerpo; registré mentalmente cada matiz y textura de la carne y la sangre, cada trazo del arte letal del homicida. Al principio no toqué nada.
—Dios, realmente la molió a palos —dijo el policía que estaba tomando las fotografías.
Era como si un animal salvaje hubiera arrastrado ese cuerpo agonizante hacia su guarida y lo hubiera aporreado. El suéter y el corpiño de la mujer estaban desgarrados y abiertos, y le habían sacado los zapatos y las medias, que después arrojaron cerca. Era una mujer pulposa, con pechos y caderas de matrona, y la única manera en que pude tener idea de cuál era su aspecto era la licencia para conducir que me habían mostrado. Kim Luong había sido una muchacha bonita, con sonrisa tímida y pelo negro largo y brillante.
—¿Tenía los pantalones puestos cuando la encontraron? —le pregunté a Ham.
—Sí.
—¿Y los zapatos y las medias?
—Estaban exactamente donde los ve ahora. No los tocamos.
No hizo falta que levantara esos zapatos y medias para comprobar que estaban ensangrentados.
—¿Por qué habría ese tipo de sacarle los zapatos y las medias, pero no los pantalones? —preguntó uno de los policías.
—Es verdad. ¿Por qué haría alguien una cosa tan extraña?
Eché un vistazo. También en la planta de los pies tenía sangre seca.
—Tendré que observarla bajo una luz más intensa cuando esté en la morgue —dije.
La herida de bala de la parte de adelante del cuello era fácil de ver. Le giré la cabeza apenas lo suficiente para ver el orificio de salida, en ángulo hacia la izquierda. Era ese proyectil el que le había seccionado la carótida.
—¿Recuperaron la bala? —le pregunté a Ham.
—Extrajimos una de la pared, detrás del mostrador —hablaba casi sin mirarme—. Hasta ahora no encontramos el casquillo, si es que hay uno.
No podía haberlo si el disparo fue hecho con un revólver. Las pistolas eyectaban los casquillos, que era prácticamente la única parte positiva cuando se las usaba para actos de violencia.
—¿En qué lugar de la pared? —pregunté.
—Mirando el mostrador, a la izquierda de donde habría estado la silla si ella estuviera sentada frente a la caja registradora.
—El orificio de salida también está a la izquierda —agregué—. Si los dos estaban frente a frente cuando le dispararon a ella, podría tratarse de un tirador zurdo.
La cara de Kim Luong estaba severamente lacerada y estrujada, y la piel estaba desgarrada por los golpes propinados con alguna herramienta o herramientas que producían heridas circulares y lineales. Además parecía haber sido golpeada con los puños. Cuando la palpé en busca de fracturas, sentí que trozos de hueso crujían debajo de las yemas de mis dedos. Tenía los dientes rotos y empujados hacia adentro.
—Dirige la luz a este lugar y no la muevas —le pedí a Marino.
Él movió la linterna siguiendo mis instrucciones y yo giré suavemente la cabeza de la mujer hacia la derecha y después hacia la izquierda, le palpé el cuero cabelludo por entre el pelo y le revisé la parte de atrás y los costados del cuello. Estaba cubierta con más magullones por los puñetazos y también había más lesiones circulares y lineales. Encontré, asimismo, algunas abrasiones estriadas aquí y allá.
—Además de bajarle los pantalones para tomarle la temperatura corporal —le dije a Ham, porque tenía que estar segura—, ¿ella estaba exactamente así?
—Fuera de que tenía los jeans con el cierre automático cerrado y abotonado, sí —contestó él—. El suéter y el corpiño estaban exactamente así —aclaró y señaló—, desgarrados por el medio.
—El tipo lo hizo con las manos desnudas —dijo Marino y se puso en cuclillas junto a mí—. Maldición, esa rata es un hombre fuerte, Doc. Ella ya debería estar bien muerta cuando él la dejó aquí atrás, ¿no?
—No del todo. Todavía se advierte respuesta tisular en las lesiones. Vaya magullones que tiene.
—Pero, en la práctica, el tipo molió a palos a un cuerpo muerto —concluyó Marino—. Quiero decir, ella no estaba para nada sentada y discutiendo con él. No luchaba. Basta con mirar en todas direcciones para comprobarlo. No hay nada desplazado ni derribado. Tampoco hay huellas de pisadas ensangrentadas por todas partes.
—Él la conocía —se oyó la voz de Anderson a mis espaldas—. Tiene que haber sido alguien que ella conocía. De lo contrario, lo más probable es que él se hubiera limitado a dispararle, tomar el dinero y huir.
Marino estaba todavía agachado junto a mí, los codos apoyados en sus enormes rodillas, la linterna colgando de una mano. Levantó la vista y miró a Anderson como si ella tuviera la inteligencia de una banana.
—No sabía que usted también era una especialista en perfiles psicológicos —dijo—. ¿Está tomando clases o algo por el estilo?
—Marino, por favor alúmbrame aquí —le pedí—. Me cuesta ver.
La luz iluminó un patrón de sangre en el cuerpo que no había visto antes porque estaba muy pendiente de las lesiones. Virtualmente cada centímetro de la carne expuesta estaba embadurnada con remolinos y trazos de sangre, como si se tratara de dactilopintura. La sangre se estaba secando y comenzaba a resquebrajarse. Y pegados a la sangre había pelos, los mismos pelos largos y claros.
Se lo señalé a Marino y él se agachó más para ver mejor.
—Calla —le advertí cuando sentí su reacción y él supo qué le estaba mostrando.
—Aquí viene el jefe —anunció Eggleston al transponer la puerta.
El cuarto estaba lleno de gente y sin aire. Parecía como si una tormenta salvaje hubiera descargado una lluvia de sangre sobre ella.
—Vamos a acordonar todo esto —me dijo Ham.
—Recuperamos un casquillo —le comentó, muy contento, Eggleston a Marino.
—Si quieres descansar un poco, Marino, yo le sostendré la linterna. —Por lo visto, Ham trataba de reparar su imperdonable pecado.
—Creo que es bastante obvio que ella estaba aquí, tendida e inmóvil, cuando él la golpeó —dije, porque no creí que en este caso fuera necesario ese procedimiento.
—El acordonamiento nos lo dirá con toda seguridad —prometió él.
Era una antigua técnica francesa en la que un extremo de una cuerda se sujetaba a una mancha de sangre y la otra al origen geométricamente computado de la sangre. Esto se hacía una cantidad de veces y traía como resultado un modelo tridimensional de cuerdas que mostraba cuántos golpes se habían propinado y dónde estaba la víctima en cada uno.
—Aquí adentro hay demasiada gente —me quejé en voz alta.
Marino tenía la cara cubierta de sudor. Yo alcanzaba a sentir el calor de su cuerpo y a oler su aliento mientras él trabajaba cerca de mí.
—Envía enseguida esto a Interpol —le dije en voz muy baja para que nadie pudiera oírme.
—Bromeas.
—Speer Gold Dot. ¿Oyeron hablar de esa munición? —le preguntó Eggleston a Marino.
—Sí, una munición importante de alto rendimiento —respondió Marino—. No pega para nada.
Saqué mi termómetro químico y lo puse sobre una caja de platos de papel para obtener la temperatura ambiente.
—Yo puedo decirle ya cuál es, Doc —se apuró Ham—. Veinticuatro grados. Hace calor aquí adentro.
Marino movía la linterna a medida que mis manos y mi vista se desplazaban sobre el cuerpo.
—La gente común y corriente no consigue esa clase de munición —decía él—. Hablamos de diez o doce dólares por una caja de veinte. Para no mencionar que el arma no puede ser de mala calidad porque de lo contrario estallará en las manos.
—Entonces, lo más probable es que el arma proviniera de la calle. —De pronto Anderson estaba junto a mí—. Drogas.
—Caso resuelto —contestó Marino—. Caramba, gracias, Anderson. Bueno, muchachos, ya nos podemos ir a casa.
Percibí el olor dulzón y empalagoso de la sangre de Kim Luong mientras se coagulaba y el suero se separaba de la hemoglobina. Extraje el termómetro químico que Ham le había insertado a la muchacha. La temperatura era de 31.4. Levanté la vista. En la habitación había tres personas, además de Marino y yo. Mi furia e indignación siguieron en aumento.
—Encontramos su billetera y su saco —agregó Anderson—. En la billetera tenía dieciséis dólares, así que no parece que él se la haya revisado. Y, además, había una bolsa de papel cerca, con un recipiente plástico y un tenedor. Parece que ella se traía la cena y se la calentaba en el microondas.
—¿Cómo sabe que se la calentaba? —preguntó Marino.
Anderson no supo qué contestar.
—Sumar dos más dos no siempre da veintidós —agregó.
El livor mortis estaba en su primera fase. Ella tenía la mandíbula rígida, lo mismo que los músculos pequeños del cuello y las manos.
—Está demasiado rígida para estar muerta desde hace sólo un par de horas —dije.
—¿Cuál es la causa? —preguntó Eggleston.
—Es lo que siempre me pregunté.
—Yo tuve una vez un caso igual en Bon Air...
—¿Qué hacías en Bon Air? —preguntó el agente que tomaba fotografías.
—Es una larga historia. Pero ese tipo tuvo un ataque cardíaco mientras tenía relaciones sexuales. La amiga pensó que se había quedado dormido, ¿no? Cuando se despertó a la mañana siguiente, el tipo estaba bien muerto. No quiso que pareciera que se había muerto en la cama, así que trató de sentarlo en una silla. Quedó apoyado contra la silla como una tabla de planchar.
—En serio, Doc. ¿Qué lo causa? —preguntó Ham.
—Yo también siempre tuve curiosidad de saberlo —dijo la voz de Diane Bray desde la puerta.
Estaba allí de pie, sus ojos fijos en mí como dos remaches de acero.
—Cuando morimos, nuestro cuerpo deja de producir ácido adenil-pirofosfórico. Por eso nos ponemos rígidos —expliqué, sin mirarla—. Marino, ¿puedes sostenerla de esta manera para que yo pueda tomarle una fotografía?
Él se acercó más a mí y sus enormes manos enguantadas se deslizaron debajo del lado izquierdo de la muchacha mientras yo tomaba mi cámara. Fotografié una lesión que tenía debajo de la axila izquierda, sobre el lado carnoso de su pecho izquierdo, mientras calculaba la temperatura corporal versus la temperatura ambiente, y hasta qué punto estaban instalados tanto el livor mortis como el rigor mortis. Alcancé a oír pasos, murmullos y que alguien tosía. Yo transpiraba detrás de mi barbijo quirúrgico.
—Necesito más espacio —pedí.
Nadie se movió.
Miré a Bray e interrumpí lo que estaba haciendo.
—Necesito espacio —le dije con severidad—. Saque a esa gente de aquí.
Ella miró a todos, salvo a mí. Los policías dejaron caer los guantes quirúrgicos en una bolsa para residuos biológicos peligrosos mientras iban saliendo por la puerta.
—Tú también —le ordenó Bray a Anderson.
Marino actuó como si Bray no existiera. Y Bray en ningún momento me quitó los ojos de encima.
—No quiero volver nunca a una escena como ésta —le dije a ella y continué con mi tarea—. No quiero que ni sus agentes, ni sus técnicos ni nadie, y quiero decir nadie, toque el cuerpo o lo perturbe de ninguna manera antes de que yo llegue a la escena o lo haga uno de mis médicos forenses.
La miré.
—¿Está claro? —pregunté.
Ella pareció reflexionar sobre lo que yo le decía. Cargué película en mi cámara de treinta y cinco milímetros. Se me estaban cansando los ojos por la mala luz que había allí, y tomé el flash que Marino me pasaba. Lo coloqué en posición oblicua a la zona cercana al pecho izquierdo de la mujer y, después, a otra zona del hombro derecho. Bray se acercó y me rozó para ver lo que yo miraba, y fue extraño y alarmante percibir su perfume que se mezclaba con el olor de la sangre en descomposición.
—La escena del crimen nos pertenece a nosotros, Kay —dijo—. Tengo entendido que usted no manejó las cosas así en el pasado; probablemente tampoco en todo el tiempo que hace que está aquí o en alguna otra parte. A eso me refería cuando le mencioné...
—¡Esas son mentiras! —le gritó Marino en la cara.
—Capitán, no se meta en esto —le espetó Bray.
—Usted es la que no debería meterse —le dijo él en voz muy alta.
—Subjefa Bray —intercedí—, la ley de Virginia estipula que el forense es quien debe tomar a su cargo el cuerpo. El cuerpo es mi jurisdicción.
Terminé de tomar fotografías y me topé con la mirada helada de sus ojos desteñidos.
—El cuerpo no debe tocarse, alterarse ni ser objeto de ninguna interferencia. ¿Me ha entendido? —dije.
Me saqué los guantes y los arrojé con furia a la bolsa roja.
—Usted acaba de arrancarle el corazón a esta señora, en lo relativo a pruebas, subjefa Bray.
Cerré mi maletín y le eché llave.
—Usted y el fiscal se van a llevar muy bien en esto —agregó Marino con ira cuando también él se quitó los guantes—. Los casos de este tipo son lo que se llama un almuerzo gratis.
Y señaló con un dedo gordo a la mujer muerta, como si Bray fuera quien la había asesinado.
—¡Usted permitió que él lo hiciera! —le gritó—. ¡Usted y su pequeño poder y sus grandes tetas! ¿A quién se tuvo que coger para llegar adonde está?
Bray palideció.
—¡Marino! —exclamé y lo tomé del brazo.
—Le diré algo.
Marino estaba fuera de control, se soltó de un tirón y comenzó a respirar con fuerza como un oso herido.
—¡La cara destrozada de esta señora no tiene nada que ver con la política ni con frases grandilocuentes dichas por televisión o por radio, hija de mil putas! ¿Qué sentiría si fuera su hermana? ¡Mierda! ¿Qué digo? —Marino levantó sus manos cubiertas de talco—. ¡Si usted no sabe lo que es sentir afecto por otra persona!
—Marino, haz que la escuadra venga aquí enseguida —dije.
—Marino no llamará a nadie. —El tono de Bray tuvo el efecto de una caja metálica que se cierra con estruendo.
—¿Qué va a hacer? ¿Echarme? —siguió desafiándola Marino—. Bueno, adelante, hágalo. Y yo les diré por qué a todos los reporteros, de aquí hasta Islandia.
—Despedirlo sería demasiado bueno para usted —dijo Bray—. Es mejor que siga sufriendo por estar fuera de servicio y sin recibir sueldo. Dios, esto podría continuar durante mucho, mucho tiempo.
Y se fue con la cara encendida, como una reina vengativa que va a ordenar a su ejército que marche sobre nosotros.
—¡Oh, no! —le gritó Marino a voz en cuello—. Usted no entendió nada, preciosa. ¡Creo que olvidé decirle que renuncio!
Tomó su radiotransmisor y despertó a Ham para decirle que el escuadrón debía venir, mientras por mi mente desfilaban fórmulas que era imposible computar.
—Creo que le di una lección, ¿no, Doc? —preguntó Marino, pero yo no lo escuchaba.
La alarma había sonado a las siete y dieciséis y ahora eran apenas las nueve y media. La hora de la muerte era imprecisa y engañosa si no se tomaban en cuenta todas las variables, pero la temperatura corporal de Kim Luong, el livor mortis, el rigor mortis y el estado de su sangre derramada no coincidían con el hecho de que estuviera muerta desde hacía apenas dos horas.
—Tengo la sensación de que este cuarto se achica y me aprisiona, Doc.
—Esta mujer está muerta desde hace por lo menos cuatro o cinco horas —dije.
Marino secó su cara sudorosa con una manga y sus ojos seguían vidriosos. No podía quedarse quieto y nerviosamente le pegaba golpecitos al paquete de cigarrillos que tenía en el bolsillo del jean.
—¿Desde la una o las dos de la tarde? Bromeas. ¿Qué hizo él durante todo ese tiempo?
Miraba constantemente hacia la puerta, como si quisiera ver quién sería la siguiente persona en entrar.
—Creo que le estuvo haciendo muchas cosas —respondí.
—Supongo que acabo de cagarme el futuro —conjeturó Marino.
Desde el interior de la tienda se oyeron pasos y el ruido de una camilla. Las voces estaban amortiguadas.
—No creo que ella haya oído tu último comentario diplomático —contesté—. Me parece que lo mejor sería dejar las cosas como están.
—¿Piensas que el tipo se quedó aquí tanto tiempo porque no quería salir a pleno sol, con la ropa cubierta de sangre?
—No creo que ésa haya sido la única razón —dije mientras dos paramédicos con overoles inclinaban la camilla de costado para que pasara por la puerta.
—Aquí hay mucha sangre —les dije—. Den un rodeo por allí.
—Dios —exclamó uno de los hombres.
Tomé las sábanas descartables plegadas que había sobre la camilla y Marino me ayudó a desplegarlas sobre el piso.
—Ustedes dos levántenla unos centímetros para que nosotros podamos deslizarle esta sábana debajo —les pedí—. Así está bien.
Ella estaba tendida de espaldas. Sus ojos ensangrentados nos miraban desde sus órbitas destrozadas. El papel plastificado crujió cuando la cubrí con la otra sábana. La levantamos y la pusimos dentro de una bolsa color rojo oscuro.
—Afuera comienza a helar —comentó uno de los paramédicos.
La mirada de Marino se paseó por la tienda y, después, una vez transpuesta la puerta, por el estacionamiento donde las luces rojas y azules seguían destellando, pero la atención había disminuido notablemente. Los reporteros habían regresado a sus salas de redacción o canales de televisión, y sólo quedaban allí los técnicos de la escena del crimen y un agente uniformado.
—Muy bien, de acuerdo —farfulló Marino—. Yo estoy suspendido, pero ¿ves algún otro detective aquí para terminar con esto? Debería dejar que todo se fuera a la mierda.
Caminamos hacia mi auto y de pronto un viejo Volkswagen azul entró en el estacionamiento. El motor se detuvo en forma tan abrupta que el embrague saltó, la portezuela del conductor se abrió de golpe y una muchacha adolescente de tez pálida y pelo corto y oscuro casi cayó del auto, tan grande era su apuro. Corrió hacia la bolsa que contenía el cuerpo en el momento en que los paramédicos la ponían en la ambulancia. La muchacha corrió hacia ellos como si estuviera dispuesta a derribarlos.
—¡Eh! —le gritó Marino y corrió tras ella.
La muchacha llegó a la parte de atrás de la ambulancia justo cuando la puerta se cerraba. Marino la tomó de un brazo.
—¡Déjenme verla! —gritó ella—. ¡Oh, por favor, suélteme! ¡Quiero verla!
—Eso no es posible —indicó Marino.
Los paramédicos abrieron las puertas y subieron al vehículo.
—¡Déjenme verla!
—Tranquila.
—¡No! ¡No! ¡Por favor, Dios! —La aflicción y la tristeza brotaron de ella como una cascada.
Marino la sostuvo con fuerza de atrás. El motor diesel rugió y no pude oír qué otra cosa le dijo él a ella, pero lo cierto es que la soltó cuando la ambulancia se alejó. La muchacha cayó de rodillas. Se tomó la cabeza con las dos manos y miró hacia ese cielo nocturno nublado, mientras lloraba y pronunciaba a gritos el nombre de la mujer asesinada.
—¡KIM! ¡KIM! ¡KIM!
25
Marino decidió quedarse con Eggleston y Ham mientras ellos conectaban las manchas con cordeles en una escena en la que no era necesario hacerlo. Volví a casa. Los árboles y el césped estaban cubiertos de hielo y pensé que lo último que necesitaba ahora era un corte de luz, que fue precisamente lo que encontré.
Cuando doblé en mi vecindario, todas las casas se encontraban a oscuras, y Rita, la agente de seguridad, tenía el aspecto de asistir a una reunión espiritista en la garita de vigilancia.
—No me digas nada.
Las llamas de las velas fluctuaron detrás del vidrio cuando ella salió y se cerró bien la chaqueta del uniforme.
—No hay luz desde eso de las nueve y media —me explicó y sacudió la cabeza—. Lo único que sí hay siempre en esta ciudad es hielo.
En el barrio reinaba una oscuridad total, como si la guerra continuara, y el cielo estaba tan nublado que ni siquiera se veía un atisbo de la luna. Me costó mucho encontrar el sendero de entrada a casa y estuve a punto de caer al subir los escalones del frente porque estaban cubiertos de hielo. Me aferré de la barandilla y de alguna manera me las ingenié para encontrar la llave adecuada para abrir la puerta. La alarma contra ladrones seguía activada porque estaba alimentada por una batería en caso de apagones, pero eso no duraría más de doce horas y a veces los cortes de suministro eléctrico se prolongaban durante varios días.
Marqué mi código y volví a activar la alarma. Necesitaba ducharme. Ni pensaba salir al garaje para arrojar en el lavarropas la ropa que usé en el operativo, y la sola idea de correr desnuda por mi casa a oscuras me llenó de horror. El silencio era total, salvo por el sonido sordo de la cellisca.
Busqué cuanta vela tenía y las coloqué estratégicamente por toda la casa. Encontré las linternas. Armé un fuego en la chimenea, y el interior de mi casa eran bolsillos de oscuridad con sombra que eran derrotados por varios leños pequeños con leves dedos de fuego. Por lo menos funcionaba el teléfono, pero, desde luego, el contestador automático estaba muerto.
Me resultó imposible quedarme quieta. En mi dormitorio, finalmente me desvestí y me lavé con un paño. Me puse una bata y chinelas, mientras trataba de pensar qué podía hacer para ocupar mi tiempo, porque yo no era una persona capaz de mantener un espacio vacío en mi mente. Fantaseé que había en el contestador un mensaje de Lucy al que yo ahora no tenía acceso. Escribí cartas que terminé haciendo un bollo y arrojando al fuego. Observé cómo el papel se amarronaba en los bordes, se encendía y se ennegrecía. Siguió la cellisca y empezó a hacer cada vez más frío adentro.
Lentamente la temperatura de la casa descendió. Traté de dormir pero no pude caldearme el cuerpo. Mi mente se negaba a dejar de funcionar. Mis pensamientos saltaban de Lucy a Benton a la espantosa escena donde acababa de estar. Vi una persona cuyo cuerpo, que sangraba profusamente, era arrastrado por el piso, y pequeños ojos de búho que buscaban con la mirada carne podrida. No hice más que cambiar de posición y Lucy no me llamó.
El miedo empezó a hacer presa de mí cuando por la ventana miré hacia el jardín oscuro de atrás de la casa. Mi aliento empañó el vidrio y el clic-clic de la cellisca se trocó en el ruido de agujas de tejer cuando me adormilé; era mi madre tejiendo en Miami cuando mi padre agonizaba, tejiendo interminables bufandas para los pobres en algún lugar frío. Ni un solo auto pasó frente a casa. Llamé a Rita a la garita de vigilancia, pero ella no contestó.
La vista se me enturbió cuando traté de volver a dormir un poco a las tres de la mañana. Las ramas de los árboles crujían como disparos de armas de fuego, y a lo lejos se oía un tren junto al río. Su silbato parecía marcar el tono para una percusión de chillidos, sonidos metálicos y ruidos sordos que me hicieron sentir aun más inquieta. Me quedé tendida en la oscuridad, envuelta en un acolchado, y cuando el día asomó por el horizonte, la electricidad volvió. Marino me llamó unos minutos después.
—¿A qué hora quieres que te pase a buscar? —preguntó, con la voz ronca por el sueño.
—¿Buscarme para qué? —Con la vista turbia fui a la cocina para prepararme café.
—Para el trabajo.
Yo no tenía idea de a qué se refería.
—¿Miraste por la ventana, Doc? —preguntó Marino—. De ninguna manera irás a alguna parte con ese automóvil nazi que tienes.
—Ya te pedí que no dijeras eso. No tiene nada de gracioso.
Me acerqué a la ventana y abrí las persianas. El mundo parecía de caramelo y el hielo cubría cada arbusto y cada árbol. El césped era una alfombra gruesa y dura. Los carámbanos eran los dientes largos de los aleros y supe que, por un tiempo, mi auto no iría a ninguna parte.
—Ah —exclamé—. Sí, supongo que necesito que me lleves.
La inmensa camioneta de Marino, con sus cadenas, removió los caminos de Richmond durante casi una hora antes de que llegáramos a mi oficina. Allí, no había ningún otro auto en el estacionamiento. Con cuidado caminamos hacia el edificio y en varias ocasiones estuvimos a punto de resbalar porque el suelo estaba cubierto de hielo y éramos los primeros en desafiarlo. Colgué el saco en la silla de mi oficina y los dos nos dirigimos a los vestuarios para cambiarnos de ropa.
El escuadrón de rescate había utilizado una mesa de autopsias portátil para que no tuviéramos que levantar el cuerpo de una camilla. Descorrimos el cierre de la bolsa en medio del vasto silencio de ese teatro de la muerte vacío y abrimos las sábanas ensangrentadas. Bajo el escrutinio de la luz cenital difusa, las heridas de la mujer parecían aun más terribles. Acerqué una lupa con luz fluorescente, posicioné su brazo y espié por la lente.
Agrandada, la piel era un desierto de sangre seca y resquebrajada y cañones de cuchilladas y heridas abiertas. Recogí pelos, decenas de ellos, esos pelos de color rubio claro y tan delgados como los de un bebé. La mayoría medía entre dieciocho y veinte centímetros de largo. Estaban adheridos a su vientre, sus hombros y sus pechos. No encontré ninguno en su cara, y los puse dentro de un sobre de papel para mantenerlos secos.
Las horas eran ladrones que se deslizaban con rapidez robándose la mañana, y por mucho que traté de encontrar una explicación para el hecho de que tanto el suéter tejido como el corpiño hubieran sido desgarrados hasta romper la tela, no encontré ninguna salvo la verdad. El asesino lo había hecho con las manos desnudas.
—Nunca vi algo así —declaré—. Para esto hace falta una fuerza increíble.
—Tal vez el tipo había consumido cocaína o polvo de ángel o algo por el estilo —conjeturó Marino—. Eso explicaría también lo que le hizo a la muchacha. Y también lo de la munición Gold Dot. Me refiero a que quizá trafique con drogas por la calle.
—Creo que ésa es la munición de la que Lucy habló —me pareció recordar—. Si estaba completamente drogado —señalé mientras metía fibras en otro sobre—, entonces me parece bastante poco probable que su pensamiento haya estado tan organizado. El tipo puso en la puerta el cartel de «Cerrado», le echó llave, no salió por la puerta de atrás hasta estar preparado. Y, quizá, después incluso de lavarse.
—No hay pruebas de que lo haya hecho —comentó Marino—. No había nada en el desagüe, la pileta o el inodoro. Ninguna toalla de papel ensangrentada. Nada. Ni siquiera en la puerta que abrió al salir del cuarto de depósito, de modo que lo que pienso es que usó algo, tal vez parte de su ropa, una toalla de papel, quién puede saberlo, para abrir la puerta y no dejar sangre ni huellas en el pomo.
—Eso no sería propio de una persona con desorganización mental. No sería el proceder de alguien que está bajo la influencia de las drogas.
—Yo preferiría pensar que estaba drogado —dijo Marino con tono ominoso—. La alternativa es mucho peor, quiero decir, que es algo así como el Increíble Hulk. Desearía...
Calló y supe que estaba por decir que desearía que Benton estuviera con nosotros para que nos diera su opinión experimentada. Sin embargo, era tan fácil depender de otra persona cuando no todas las teorías requerían un experto. De cada escena y cada herida brotaba la emoción del crimen, y lo que este homicidio trasuntaba era locura, sexo y furia. Eso fue más evidente cuando encontré grandes zonas irregulares de contusión. Y cuando las observé a través de la lupa vi pequeñas marcas curvilíneas.
—Marcas de mordeduras —sentencié.
Marino se acercó a mirar.
—Lo que queda de ellas. Hechas con fuerza bruta —añadí.
Moví la luz, busqué más y encontré dos en un costado de la palma de su mano derecha, una en la parte de abajo del pie izquierdo y dos debajo del derecho.
—Dios —murmuró Marino con un tono de desaliento que nunca le había oído.
Miró las manos heridas y, después, los pies.
—¿A qué nos enfrentamos, Doc? —preguntó.
Todas las marcas de mordeduras estaban tan magulladas que sólo pude descubrir las abrasiones producidas por dientes, pero nada más. Las muescas necesarias para sacar un molde habían sido erradicadas. Nada nos ayudaría. Era tan poco lo que quedaba para comparar.
Traté de tomar una muestra de saliva y comencé a sacar fotografías, una por una, mientras intentaba imaginar qué podía significar para el que la había matado morderle las palmas de las manos y la planta de los pies. ¿La conocía él, después de todo? ¿Las manos y los pies de la víctima eran algo simbólico para él, un recordatorio de quién era ella, tal como lo había sido su cara?
—De manera que ese tipo no es un ignorante completo con respecto a las pruebas —dijo Marino.
—Parecería que sabe que las marcas de mordeduras pueden identificar a una persona —contesté y utilicé una manguera con atomizador para lavar el cuerpo.
—Brrr —se estremeció Marino—. Eso siempre me da frío.
—Ella no lo siente.
—Ojalá tampoco haya sentido nada de lo que le sucedió.
—Creo que cuando él empezó a hacerle todo esto, ya estaba muerta o próxima a morir. Por lo cual te agradezco, Señor —dije.
La autopsia reveló una cosa más para sumarse a ese horror. La bala que había entrado por el cuello de Kim y le había perforado la carótida, también le magulló la médula espinal entre el quinto y sexto disco cervical e instantáneamente la paralizó. Ella podía respirar y hablar, pero no moverse cuando él la arrastró por el local y su sangre barrió los estantes, y sus brazos inservibles se abrieron, incapaces de apretar la herida que tenía en el cuello. Mentalmente vi el terror en sus ojos. La oí gemir cuando se preguntó qué le haría él a continuación, al saber que moriría.
—¡Maldito hijo de puta! —exclamé.
—No sabes cuánto lamento que hayan cambiado la sentencia de muerte a una inyección letal —comentó Marino con una voz llena de odio—. Las ratas como ésta deberían freírse en la silla eléctrica. Deberían asfixiarse con gas de cianuro hasta que los ojos se les saltaran de las órbitas. En cambio, los mandamos a tomarse una siesta agradable.
Deslicé el escalpelo desde la clavícula al esternón y hacia abajo en dirección de la pelvis, en la habitual incisión en forma de Y. Marino calló un momento.
—¿Crees que podrías clavarle esa aguja en el brazo, Doc? ¿Te crees capaz de hacer salir el gas o de atarlo a la silla y mover el interruptor?
No contesté.
—Yo pienso mucho en eso —continuó Marino.
—Yo que tú no lo pensaría demasiado —dije.
—Sé que podrías hacerlo —insistió él—. Y, ¿sabes qué? Creo que te gustaría, sólo que no quieres admitirlo, ni siquiera ante ti misma. A veces realmente quisiera matar a algunas personas.
Levanté la cabeza y lo miré con manchas de sangre en mi capuchón con visor y en las mangas largas de mi bata.
—Ahora realmente empiezas a preocuparme —dije, y era en serio.
—Verás, estoy convencido de que muchas personas lo sienten pero no quieren reconocerlo.
El corazón y los pulmones de la muchacha estaban dentro de los límites normales.
—Yo, en cambio, creo que la mayoría de las personas no sienten nada de eso.
Marino se estaba poniendo más beligerante, como si su furia por lo que le habían hecho a Kim Luong lo hiciera sentir tan impotente como se había sentido ella.
—Creo que Lucy siente eso —afirmó.
Lo miré y me negué a creerlo.
—Creo que ella sólo espera una oportunidad. Y que si no consigue sacarse eso de adentro, terminará sirviendo mesas.
—Cállate, Marino.
—La verdad duele, ¿no? Al menos yo lo confieso. Toma por ejemplo al gusano que hizo esto. Yo quisiera atarlo con esposas a una silla, sujetarle las piernas con grilletes, ponerle el cañón de mi pistola en la boca y preguntarle si tiene un especialista en ortodoncia, porque lo va a necesitar.
El bazo, los riñones y el hígado de la muchacha estaban dentro de los límites normales.
—Entonces le clavaría el arma contra un ojo, le pediría que mirara y me avisara si era necesario limpiar el interior del cañón.
En el interior del estómago había lo que parecían ser restos de pollo, arroz y vegetales, y pensé entonces en el envase y el tenedor que se habían encontrado dentro de una bolsa de papel, cerca de su billetera y su saco.
—Demonios, también creo que me gustaría estar en un polígono de tiro y usarlo como blanco, para ver cómo le gustaría...
—¡Basta! —dije.
Él se calló.
—Por Dios, Marino. ¿Qué te pasa? —pregunté, con el escalpelo en una mano y fórceps en la otra.
Él siguió callado un rato, y nuestro silencio fue pesado mientras yo trabajaba y lo mantenía ocupado con distintas tareas.
Después, agregó:
—La mujer que anoche corrió hacia la ambulancia es una amiga de Kim, trabaja de camarera en Shoney's y estudiaba de noche. Las dos vivían juntas. Así que la amiga llega a su casa de la clase. No tiene la menor idea de lo ocurrido y de pronto suena el teléfono y el tarado del periodista le dice: « ¿Cuál fue su reacción al enterarse de lo sucedido?».
Marino hizo una pausa. Lo miré y él clavó la vista en ese cuerpo abierto, en la cavidad torácica vacía y con un brillo rojo, las costillas pálidas que se abrían con gracia desde una columna vertebral perfectamente derecha. Conecté la sierra.
—Según la amiga, no hay ningún indicio de que la muchacha conociera a alguien que a ella le pareciera raro. Nadie que hubiera entrado a la tienda y la hubiera molestado o asustado. A principios de la semana, el martes, hubo una falsa alarma. La misma puerta de atrás, parece que sucede a menudo. La gente olvida que tiene la alarma activada —prosiguió Marino, la mirada distante—. Es como si, de pronto, él hubiera surgido del infierno.
Comencé a serruchar el cráneo, con todas sus fracturas conminutas y zonas en las que se había estrellado una o varias herramientas que no pude identificar. Por el aire flotó un polvo caliente de hueso.
26
Temprano por la tarde, el hielo de los caminos se había derretido bastante como para que otros científicos forenses pudieran ir a su trabajo. Decidí hacer mis rondas porque me sentía terriblemente ansiosa.
Mi primera parada fue en la Sección de Biología Forense, un sector de tres mil metros cuadrados al que sólo unos pocos tenían acceso mediante tarjetas electrónicas que abrían las cerraduras. La gente no pasaba por allí con el fin de conversar. Atravesaban el corredor y observaban a los científicos de guardapolvo blanco trabajar con intensidad a través de un vidrio, pero rara vez lograban acercarse más a ellos.
Oprimí el botón del intercomunicador para comprobar si Jamie Kuhn estaba.
—Lo buscaré —me contestó una voz.
En el instante en que abrió la puerta, Kuhn me entregó un guardapolvo blanco, largo y limpio, guantes y barbijo. La contaminación era enemiga del ADN, en especial en una zona en que cada pipeta, micrótomo, guante, refrigeradora y hasta lapicera utilizada para escribir los rótulos puede ser cuestionada en un juzgado. El grado en que se debían tomar precauciones de laboratorio se había vuelto tan estricto como en los procedimientos de esterilización que se realizan en un quirófano.
—Detesto hacerte esto, Jamie —me disculpé.
—Siempre dice lo mismo —dijo él—. Vamos, entre.
Para pasar, había tres juegos de puertas, y guardapolvos limpios colgados en cada espacio hermético al aire para asegurarse de que uno cambiara el que llevaba puesto por otro. El papel pegajoso que había sobre el piso era para las suelas de los zapatos. El proceso se repetía dos veces más para asegurar que nadie llevara sustancias contaminantes de un sector a otro.
El área de trabajo de los investigadores era una habitación abierta y bien iluminada con mesadas negras, computadoras, baños de agua y una serie de otros aparatos. En las estaciones de trabajo individuales había aceite mineral, pipetas, tubos de polipropileno y sus soportes. Los reactivos se preparaban en grandes cantidades a partir de sustancias químicas moleculares. Se les asignaban números de identificación únicos y se los almacenaba en pequeña alícuotas lejos de las sustancias químicas de uso general.
La contaminación se manejaba básicamente con la serialización, la desnaturalización por calor, la digestión enzimática, los análisis repetidos, la radiación ultravioleta, el empleo de controles y muestras tomadas de un voluntario sano. Si todo lo demás fallaba, el investigador se daba por vencido después de algunas muestras. Tal vez hacía un nuevo intento varios meses más tarde. Quizá no.
La reacción polimérica en cadena, o RPC, había hecho posible obtener resultados con respecto al ADN en días en lugar de en semanas. Ahora, los adelantos tecnológicos hacían teóricamente posible que Kuhn lograra resultados en el día. Es decir, siempre y cuando hubiera tejido celular para las pruebas, y en el caso del pelo claro del hombre no identificado hallado en el contenedor, no lo había.
—Es una verdadera lástima —dije—. Porque creo que encontré más. Esta vez, adherido al cuerpo de una mujer asesinada anoche en Quik Cary.
—Aguarde un minuto. ¿Oí bien? ¿El pelo que había en la ropa del hombre del contenedor es igual al pelo que encontró sobre esa mujer?
—Eso parece. Así que entiendes mi urgencia.
—Su urgencia está a punto de ser más urgente —dijo él—. Porque el pelo no pertenece a un gato ni a un perro. No es pelo animal. Es humano.
—No puede ser.
—Pues sí lo es.
Kuhn era un hombre joven y atlético que no solía demostrar entusiasmo muy seguido. Yo no recordaba cuándo había sido la última vez que vi que sus ojos se iluminaban.
—Fino, no pigmentado, rudimentario —prosiguió—. Pelo de bebé. Supuse que el tipo tenía un bebé en su casa. Pero, ahora, ¿dos casos? ¿Quizás el mismo pelo en la mujer asesinada?
—Los bebés no tienen pelo de dieciocho o veinte centímetros de largo —lo contradije—, como el que recogí del cuerpo de ella.
—A lo mejor crece más largo en Bélgica —me cortó él secamente.
—Hablemos primero del hombre no identificado del contenedor. ¿Por qué habría de tener pelo de bebé encima? —pregunté—. Aunque tuviera un bebé en su casa. Y aunque fuera posible que un bebé tuviera el pelo de ese largo.
—No todos los pelos tienen ese largo. Algunos son extremadamente cortos. Como los de barba apenas crecida cuando uno se afeita.
—¿Algunos de los pelos fueron arrancados a la fuerza? —pregunté.
—No veo raíces con tejido folicular adherido. Más bien las raíces con forma de bulbo que uno asocia al pelo que se cae en forma natural. Y ésa es la razón por la que no puedo obtener el ADN.
—¿Pero algunos fueron cortados o afeitados? —pensé en voz alta.
—Correcto. Algunos fueron cortados; otros, no. Como en esos estilos raros de peinado. Usted los ha visto: cortos arriba y largos a los costados.
—No los he visto en bebés —respondí.
—¿Y si el tipo tenía trillizos, quintillizos o sextillizos, porque su mujer se trataba con drogas de fertilidad? —sugirió Kuhn—. Entonces el pelo sería el mismo pero si procediera de diferentes chicos, ello explicaría la diferencia de largo. El ADN sería el mismo también, siempre y cuando tuviéramos con qué hacer las pruebas.
En los mellizos, trillizos y sextillizos idénticos, el ADN es idéntico; sólo las huellas dactilares son diferentes.
—Doctora Scarpetta —resumió Kuhn—, lo único que puedo decirle es que, visualmente, los pelos son similares. En otras palabras, su morfología es la misma.
—Bueno, los pelos que recogí de esta mujer son también parecidos visualmente.
—¿Algunos son cortos, como si hubieran sido cortados?
—No —respondí.
—Lamento no tener más para decirle —dijo él.
—Créeme, Jamie, me has dicho mucho —comenté—. Es sólo que no sé qué significa todo eso.
—Trate de averiguarlo —me alentó— y juntos escribiremos un trabajo sobre ese tema.
Pasé entonces al laboratorio de micropruebas y ni siquiera me molesté en saludar a Larry Posner. En ese momento, él examinaba algo por un microscopio que probablemente estaba más enfocado de lo que lo estaba él cuando levantó la vista y me miró.
—Larry —dije—. Todo se va al tacho.
—Vaya novedad.
—¿Qué me puedes decir de nuestro muerto no identificado? ¿Algo? —pregunté—. Porque te advierto que yo ya no sé qué hacer.
—Qué alivio. Creí que había venido a preguntarme sobre la mujer de abajo —contestó—. En ese caso, tendría que darle la terrible noticia de que yo no soy Mercurio con pies alados.
—Puede haber una conexión entre los dos casos. En los cuerpos se encontró la misma clase de pelo extraño. Pelo humano, Larry.
Él se quedó pensando un momento.
—No entiendo —dijo por último—. Y detesto tener que decírselo, pero no tengo nada tan espectacular para informarle.
—¿No puedes decirme nada en absoluto? —pregunté.
—Empecemos por las muestras de tierra y suciedad del contenedor. El MLP encontró lo habitual —dijo, refiriéndose al microscopio de luz polarizada—. Cuarzo, arena, diatomita, pedernal y elementos como hierro y aluminio. Mucha basura. Vidrio, restos de pintura descascarada, desechos vegetales, pelos de roedores. No se puede ni empezar a imaginar todas las porquerías que hay dentro de un contenedor de carga como ése.
»Y diatomeas por todas partes, pero lo que resultó un poco extraño es lo que encontré cuando examiné las barridas del piso del contenedor y las encontradas en la superficie del cuerpo y la parte exterior de la ropa. Son una mezcla de diatomeas de agua salada y de agua dulce.
—Tiene sentido si el barco zarpó del río Scheldt, en Antwerp, y después hizo la mayor parte del viaje por mar —señalé.
—Pero, ¿y el interior de la ropa? Allí son exclusivamente de agua dulce. No las tendría a menos que hubiera lavado su ropa, zapatos, medias, incluso ropa interior, en un río, lago, lo que fuera. Y no me parece probable que nadie lavara un traje de Armani ni zapatos de piel de cocodrilo en un río o un lago, o nadara con esa clase de ropa puesta.
»De modo que todo parece indicar que tiene diatomeas de agua dulce en la piel, lo cual es extraño. Y la mezcla de agua dulce y salada en el exterior, algo que cabría esperar dadas las circunstancias. Ya se sabe, al caminar por el muelle, y con diatomeas de agua salada en el aire, se adhieren a la ropa, pero no a la parte interior de ella.
—¿Qué me puedes decir del hueso vertebral? —pregunté entonces.
—Diatomeas de agua dulce. Compatibles con algo sumergido en agua dulce, tal vez el río en Antwerp. Y el pelo de la cabeza del tipo... todo diatomeas de agua dulce. Allí no hay ninguna mezcla con las de agua salada.
Posner abrió bien los ojos y se los frotó, como si tuviera la vista muy cansada.
—Esto me está retorciendo el cerebro como si fuera un trapo rejilla. Diatomeas diferentes, extraño pelo de bebé y el hueso vertebral. Como un bizcocho Oreo. Chocolate de un lado, vainilla del otro, con un relleno de chocolate y vainilla en el medio y un baño de vainilla encima.
—Ahórrate las analogías, Larry. Ya estoy suficientemente confundida.
—¿Y? ¿Cómo lo explica?
—Lo único que puedo ofrecerte es un guión probable.
—Adelante, la escucho.
—Podría tener solamente diatomeas de agua dulce en el pelo si su cabeza hubiera sido sumergida en agua dulce —expliqué—. Si lo hubieran metido cabeza abajo en un barril con agua dulce en el fondo, por ejemplo. Cuando se le hace eso a alguien, le resulta imposible salir, igual que los pequeños que se caen de cabeza en baldes de agua... esos de plástico para veinte litros en que viene el detergente. Altos hasta la cintura y muy estables. Imposible de derribar o volcar. O podría haberse ahogado en un balde tamaño normal de agua si alguien lo sostenía cabeza abajo.
—Voy a tener pesadillas —afirmó Posner.
—No te quedes aquí hasta que las calles comiencen a helarse de nuevo —le aconsejé.
Marino me llevó a casa y yo me llevé el frasco con formalina porque no quería perder las esperanzas de que lo que contenía tuviera algo más que decirme. Lo guardaría sobre el escritorio de mi estudio y, cada tanto, me pondría guantes y lo estudiaría como un arqueólogo que trata de descubrir símbolos toscos casi borrados en una piedra.
—¿Entras en casa? —le pregunté a Marino.
—¿Sabes? Mi maldito pager no hace más que vibrar y no puedo imaginar de quién se trata —dijo y puso la palanca de cambios en punto muerto.
Sostuvo en alto el pager y entrecerró los ojos.
—Tal vez si encendieras la luz del techo... —sugerí.
—Seguro que es algún soplón demasiado borracho para marcar bien el número —contestó—. Comeré algo si me convidas. Después, debo irme.
Cuando entrábamos en casa su pager volvió a vibrar. Exasperado, se lo desprendió del cinturón y lo inclinó para poder leer lo que decía el display.
—¡Equivocado de nuevo! ¿Quién es cinco-tres-uno? ¿Conoces alguien que tenga esos números? —preguntó, irritado.
—Bueno, están en el número de la casa de Rose —respondí.
27
Rose había sufrido mucho con la muerte de su marido, y pensé que se derrumbaría cuando tuvo que enterrar a uno de sus galgos grises. Sin embargo, de alguna manera ella siempre llevó su dignidad con el mismo estilo con que se vestía: con propiedad y discreción. Pero cuando Rose se enteró por los informativos que Kim Luong había sido asesinada, se puso histérica.
—Si tan sólo, si sólo... —no hacía más que decir y lloraba, sentada en el sillón cerca del fuego en su pequeño departamento.
—Rose, tiene que dejar de decir eso —le recomendó Marino.
Rose conocía a Kim Luong porque solía hacer compras en Quik Cary. Había estado allí la noche anterior, probablemente a la misma hora en que el asesino se encontraba todavía adentro golpeándola, mordiéndola y embadurnándola con sangre. Gracias a Dios que la tienda estaba cerrada con llave.
Llevé al living dos jarros con té de ginseng mientras Marino bebía café. Rose temblaba, tenía la cara hinchada de tanto llorar y su pelo entrecano colgaba por sobre el cuello de su bata de toalla. Parecía una anciana abandonada en un geriátrico.
—Yo no tenía encendido el televisor. Estaba leyendo. Así que no me enteré hasta oírlo esta mañana en el informativo. —Rose no hacía más que repetir todo el tiempo la misma historia de diferentes maneras—. Yo no tenía idea. Estaba sentada en la cama, leyendo y preocupándome por los problemas de la oficina. Sobre todo por Chuck. Creo que ese muchacho es muy retorcido.
Apoyé su té en la mesa.
—Rose —dijo Marino—. Podemos hablar de Chuck en otro momento. Necesitamos que nos diga exactamente qué sucedió anoche...
—¡Pero primero tienen que escucharme! —exclamó ella—. Y, capitán Marino, ¡tiene que hacer que la doctora Scarpetta me escuche! ¡Ese muchacho la odia! Nos odia a los tres. Lo que trato de decirle es que tiene que hacer algo para librarse de él antes de que sea demasiado tarde.
—Me ocuparé de ello tan pronto como... —comencé a decir.
Pero ella sacudía la cabeza.
—Es pura maldad. Creo que me ha estado siguiendo, o que lo hizo alguien relacionado con él —alegó—. Incluso puede haber sido ese auto que usted vio en mi estacionamiento y el que la siguió. ¿Cómo sabe que no fue él el que lo alquiló bajo un nombre falso para no tener que usar el suyo y ser así reconocido? ¿Cómo sabe que no se trata de la persona con quien él está involucrado?
—Bueno, un momento —la interrumpió Marino y levantó una mano—. ¿Por qué habría alguien de seguirla?
—Drogas —contestó ella como si lo supiera con certeza—. El lunes pasado recibimos un caso con una sobredosis, y coincidió con que yo decidí entrar una hora y media antes porque iba a tomarme un buen rato libre a la hora del almuerzo para ir a la peluquería.
No creí que Rose hubiera aparecido sólo por casualidad. Yo le había pedido que me ayudara a averiguar qué tramaba Ruffin y, por supuesto, ella lo había convertido en su misión.
—Ese día usted había salido —me dijo—. Y había perdido su agenda. La buscamos por todas partes pero no la encontramos. Así que el lunes yo estaba obsesionada con encontrarla porque sabía lo mucho que usted la necesitaba. Pensé que verificaría de nuevo en la morgue.
Y fui antes de sacarme el saco —continuó—, y allí estaba Chuck, a las seis y cuarenta y cinco de la mañana, sentado frente a un escritorio, con el contador de píldoras y docenas de frascos delante. Bueno, me miró como si lo hubiera pescado con los pantalones bajos. Le pregunté por qué empezaba a trabajar tan temprano y él contestó que iba a ser un día muy ajetreado y que quería ganar tiempo.
—¿Su auto estaba en el estacionamiento? —preguntó Marino.
—Él estaciona en otra parte —expliqué—. Su auto no resultaría visible desde nuestro edificio.
—Los medicamentos pertenecían al caso del doctor Fielding —continuó Rose—, y por pura curiosidad miré el informe. Bueno, la mujer tenía todas las drogas imaginables conocidas por el hombre: calmantes, sedantes, antidepresivos, narcóticos. Un total de trescientas pildoras, si pueden creerlo.
—Lamentablemente, puedo —afirmó.
Recibíamos a las víctimas de sobredosis y de suicidios con meses, incluso años, de drogas recetadas por médicos. Codeína, Percocet, morfina, metadona, PDC, Valium, para sólo nombrar unas pocas. Era una tarea sumamente tediosa contarlas para ver cuántas se suponía que debía haber en el frasco y cuántas quedaban.
—De modo que él se roba las pildoras en lugar de tirarlas por el desagüe —concluyó Marino.
—No puedo probarlo —contestó Rose—. Pero el lunes no fue un día tan ajetreado como suele ser. El de la sobredosis fue el único caso. Chuck me evitó todo lo que pudo después de eso, y cada vez que nos llegaban drogas con los casos, yo me preguntaba si terminarían en su bolsillo en lugar de en el desagüe.
—Podemos conectar una videocasetera en un lugar donde él no pueda verla. Ya tenemos cámaras allá abajo. Si él lo está haciendo, lo pescaremos —prometió Marino.
—Eso además de todo lo otro —dije—. La prensa armaría un barullo bárbaro. Hasta podría difundirse por cable, en especial si un periodista de investigación comenzara a escarbar y se enterase de mi supuesta negativa a recibir los llamados de los familiares de los muertos y lo del chat room, e incluso el subterfugio de toparme con Bray en una playa de estacionamiento.
La paranoia me apretó el pecho y me hizo respirar hondo. Marino me observaba.
—No pensarás que Bray tiene algo que ver con esto —dijo Marino, escépticamente.
—Sólo en el sentido de que ayudó a poner a Chuck en el camino en que está. Él mismo me confesó que cuantas más maldades hacía, más fáciles le resultaban.
—Bueno, yo creo que Chuckie-querido anda por cuenta propia en lo que se refiere a robar drogas recetadas. Es algo demasiado fácil como para que un gusano como él se resista. Es como los policías que no pueden resistir la tentación de meterse en el bolsillo fajos de billetes en las redadas antidrogas y cosas por el estilo. Mierda, las drogas como Lortabs, Lorcet, para no mencionar el Percocet, pueden venderse en la calle entre dos y cinco dólares cada pastilla. Lo que me intriga es dónde vende esas cosas.
—Podría preguntársele a su esposa si él sale mucho de noche —sugirió Rose.
—Querida —contestó Marino—, la gente mala hace esa clase de cosas a plena luz.
Rose pareció sentirse rechazada y algo avergonzada, como si tuviera miedo de que el hecho de estar tan trastornada la hubiera empujado a tejer hilos de verdad en un telar de condenas. Marino se levantó para servirse más café.
—¿Piensa que él la sigue porque usted sospecha que vende drogas? —le preguntó a Rose.
—Bueno, supongo que parece muy descabellado cuando me oigo decirlo.
—Podría tratarse de alguien involucrado con Chuck, si vamos a seguir este camino. Y no me parece que debemos descartar nada en este momento —agregó Marino—. Si Rose lo sabe, entonces tú también lo sabes —dijo, dirigiéndose a mí—. Sobre eso, a Chuck no le cabe ninguna duda.
—Si esto está relacionado con drogas, entonces ¿por qué tendría que estar relacionado Chuck con el hecho de que alguien nos sigue? ¿Para lastimarnos? ¿Para intimidarnos? —pregunté.
—Eso te lo puedo garantizar —respondió Marino desde la cocina—. Está metido en algo demasiado grande para él. Y no hablamos de sumas de dinero pequeñas. Piensa en cuántas pildoras llegan con algunos de esos cuerpos. Los policías tienen que entregar cada frasco que encuentran. Piensa en los medicamentos que quedan en el botiquín del baño del común de las personas.
Marino volvió a living, se sentó y se puso a soplar la taza como si con ello pudiera enfriar rápido el café.
—A eso tienes que sumarle la cantidad de cosas que activamente están tomando o se supone que toman y, ¿qué tenemos? —prosiguió—. Que la única razón por la que Chuckie-querido necesita trabajar en la morgue es para robar drogas. Mierda, él no necesita el dinero, y eso puede estar relacionado con la razón por la que su trabajo ha sido tan deficiente en los últimos meses.
—Podría ganar miles de dólares por semana —dije.
—Doc, ¿tienes algún motivo para pensar que puede estar conectado con tus otras oficinas y que hace que otra persona actúe de la misma manera? Ellos le consiguen las pildoras, y él les hace un pequeño corte.
—No tengo la menor idea.
—Tienes oficinas en cuatro distritos. Si alguien roba drogas en todas ellas, a esta altura ya debe de manejar dinero bien grande —reflexionó Marino—. Mierda, hasta es posible que esa alimaña de porquería esté involucrada en el crimen organizado, un zángano más que trae lo suyo a la colmena. El problema es que esto no es como hacer compras en Wal-Mart. Él cree que es tan sencillo hacer negocios con un tipo de traje, con una mujer taimada. Esta persona le pasa la mercadería al otro eslabón de la cadena. Tal vez, con el tiempo, la cambia por armas al final de la línea, o sea en Nueva York.
O Miami, pensé.
—Gracias a Dios que nos alertaste, Rose —dije—. Lo último que quiero es que algo salga de la oficina y termine en manos de gente capaz de lastimar a otros o incluso matarlos.
—Para no mencionar que probablemente los días de Chuck pronto estarán contados —añadió Marino—. Por lo general, las personas como él no viven mucho.
Se puso de pie y se acercó a Rose.
—Ahora dígame, Rose —pidió él con suavidad—, ¿qué le hace pensar que lo que acaba de decirnos tiene algo que ver con el asesinato de Kim Luong?
Rose respiró hondo y apagó la lámpara que tenía al lado, como si le molestara a la vista. Las manos le temblaban tanto que, cuando tomó su jarro, se le volcó un poco de té. Secó la mancha que le quedó en la falda con una servilleta de papel.
—Anoche, camino a casa de la oficina, decidí comprar unos bizcochos y algunas otras cosas más —comenzó a decir, de nuevo con voz temblorosa.
—¿Sabe qué hora era exactamente? —preguntó Marino.
—No con exactitud, pero diría que alrededor de las seis.
—A ver si entendí bien —recapituló Marino mientras tomaba notas—. Pasó por Quik Cary a eso de las seis de la tarde. ¿La tienda estaba cerrada?
—Sí. Y eso me fastidió un poco porque no se supone que cierre hasta después de las seis. Confieso que pensé cosas muy feas que ahora me hacen sentir culpable. ¡Allí estaba ella, muerta, y yo me enojé porque no pude comprar los bizcochos...! —comenzó a sollozar.
—¿Vio algún auto en el estacionamiento? —preguntó Marino—. ¿Alguna persona o personas?
—No, ni una —contestó ella.
—Piénselo bien, Rose. ¿Hubo algo, lo que fuera, que le llamó la atención?
—Sí, claro —respondió—. Y a eso quería llegar. Desde Libbie alcancé a ver que el mercado estaba cerrado porque las luces estaban apagadas, así que entré en el estacionamiento para pegar la vuelta, y vi entonces el cartel de «Cerrado» en la puerta. Volví a Libbie y apenas si había llegado a la altura de la tienda ABC cuando de pronto había un auto detrás de mí, con los faros altos encendidos.
—¿Te dirigías ya a tu casa? —pregunté.
—Sí. Y en realidad no pensé nada hasta doblar en Grove y ver que el otro auto lo hacía también y permanecía casi pegado a mi paragolpes, con esos malditos faros que casi me enceguecían. Los vehículos que avanzaban en dirección contraria hacían parpadear sus luces para avisarle que tenía encendidos los faros altos, por si él no lo sabía. Pero era obvio que el tipo estaba empeñado en dejarlos así. A esa altura yo ya empecé a asustarme.
—¿Alguna idea con respecto a qué clase de auto era? ¿Alcanzó a ver algo? —preguntó Marino.
—Yo estaba prácticamente ciega y, además, me sentía confundida. Inmediatamente pensé en el auto que había en mi cochera del estacionamiento la noche del martes cuando usted pasó —me dijo—. Y, después, me comentó que la habían seguido. Empecé a pensar en Chuck, en las drogas y en la clase espantosa de personas que se ven involucradas en eso.
—De modo que conduce el auto por Grove —repitió Marino, para volverla a meter en el relato.
—Sí, desde luego. Pasé frente el edificio de mi departamento y traté de pensar adonde ir para librarme de él. Y no sé cómo se me ocurrió, pero lo cierto es que de pronto doblé a la izquierda e hice un giro en U. Después seguí hacia donde termina Grove en Three Chopt y doblé a la izquierda, con el otro auto todavía detrás de mí. Después, a la derecha estaba el Country Club de Virginia, doblé hacia la entrada y la transpuse. No hace falta decir que quienquiera que fuera, se hizo humo.
—Fue muy astuto de su parte —la felicitó Marino—. Muy astuto. Pero, ¿por qué no llamó a la policía?
—No habría servido de nada. No me habrían creído y, de todos modos, yo no podría haber aportado ninguna prueba.
—Bueno, pero al menos debería haberme llamado a mí —dijo Marino.
—Ya lo sé.
—¿Y después adonde fuiste? —pregunté.
—Me vine para aquí.
—Rose, me asustas —confesé—. ¿Y si el tipo te esperaba en alguna parte?
—Yo no podía quedarme afuera toda la noche, y tomé un camino distinto para venir a casa.
—¿Tiene alguna idea de a qué hora desapareció el tipo? —preguntó Marino.
—En algún momento entre las seis y las seis y cuarto. Dios mío, no puedo creer que cuando fui a ese minimercado, ella estuviera adentro. ¿Y si también estaba él? Si tan sólo lo hubiera sabido. No puedo dejar de pensar que debe de haber algo que yo debería haber notado. Tal vez incluso cuando estuve allá el martes por la noche.
—Rose, usted no podía adivinar lo que sucedía a menos que fuera una gitana con una bola de cristal —le dijo Marino.
Ella respiró hondo y se apretó más la bata.
—No puedo sacarme el frío de encima —comentó—. Kim era una muchacha tan agradable.
Calló de nuevo y su cara quedó desfigurada por la pena. Los ojos se le llenaron de lágrimas que después le rodaron por las mejillas.
—Nunca era descortés con nadie y trabajaba tanto. ¡Cómo pudo alguien hacerle una cosa así! ¡Ella quería ser enfermera! ¡Quería dedicar su vida a ayudar a la gente! Recuerdo que me preocupaba la idea de que estuviera allá sola hasta tan tarde por las noches, que Dios me ayude. ¡Hasta lo pensé cuando estuve allá el martes, pero no dije nada!
Su voz se quebró como si cayera por un tramo de escaleras. Me acerqué, me arrodillé junto a ella y la abracé.
—Es como cuando Sassy no se sentía bien... estaba tan letárgica y pensé que había comido algo que no debía...
—Está bien, Rose. Todo va a estar bien —la consolé.
—Y resultó que, no sé cómo, se había tragado un trozo de vidrio... Mi pobrecita bebé sangraba por dentro... Y yo no hice nada.
—No lo sabías. No podemos saberlo todo. —También yo sentí una oleada de pesar.
—Si tan sólo la hubiera llevado enseguida al veterinario... Nunca, nunca me lo perdonaré. La pobrecita, prisionera en una jaulita y con bozal, y algún monstruo la golpeó con algo y le rompió la nariz... ¡en esa maldita pista para carreras de galgos! ¡Y después la dejó tirada para que sufriera y muriera!
Lloró como si le doliera cada pérdida y acto de crueldad que el mundo había sufrido alguna vez. Sostuve sus puños cerrados en mis dos manos.
—Rose, ahora escúchame tú —dije—. Salvaste a Sassy de un infierno, tal como salvaste a otros. No podrías haber hecho nada por ella, así como no podrías haber hecho nada cuando paraste en la tienda para comprar los bizcochos. Kim estaba muerta. Estaba muerta desde hacía horas.
—¿Y qué me dice de él? —gritó—. ¿Y si hasta un momento antes estaba en el interior de la tienda y acababa de salir cuando yo detuve el auto? Yo también estaría muerta, ¿no? Muerta de un tiro y arrojada a alguna parte como basura. O tal vez también a mí me habría hecho cosas horribles.
Rose cerró los ojos, agotada, mientras las lágrimas seguían surcándole la cara. Se distendió, ahora que la tormenta había pasado. Marino se inclinó y le tocó una rodilla.
—Tiene que ayudarnos —le pidió—. Necesitamos saber por qué cree que el hecho de que alguien la siguiera y el homicidio pueden estar relacionados.
—¿Por qué no te vienes a casa conmigo? —le pregunté.
Sus ojos se despejaron y comenzó a recuperar la compostura.
—Bueno, ese auto arrancó justo detrás de mí, allí, donde se cometió un asesinato. ¿Por qué no comenzó a seguirme mucho antes que eso? —dijo—. Y una hora, una hora y media antes de que la alarma sonara. ¿No les parece una coincidencia sorprendente?
—Por supuesto que sí —afirmó Marino—. Pero en mi carrera han habido muchas coincidencias sorprendentes.
—Me siento muy tonta —dijo Rose y se miró las manos.
—Todos estamos cansados. Yo tengo suficiente lugar...
—Vamos a detener a Chuckie-querido por drogas —le aseguró Marino—. Eso no tiene nada de tonto.
—Yo me quedaré aquí y me acostaré —dijo Rose.
Seguí tratando de asimilar todo lo que ella nos había contado mientras bajamos por la escalera y nos dirigimos al estacionamiento.
—Mira —dijo Marino y abrió las puertas de su vehículo—. Tú has estado cerca de Chuck más que yo. Lo conoces mucho mejor, lo cual no es nada bueno para ti.
—Y tú me vas a preguntar si él es el que conduce el auto alquilado que nos sigue —me adelanté mientras él salía marcha atrás y doblaba hacia Randy Travis—. La respuesta es no. Chuck es un tipo escurridizo. Es mentiroso y ladrón, pero es un cobarde, Marino. Hace falta mucha arrogancia para seguir de cerca a otro vehículo con los faros altos encendidos. Quienquiera que lo haga está muy seguro de sí mismo. No tiene miedo de que lo pesquen porque se considera demasiado astuto.
—Se parece mucho a la definición de un psicópata —dijo él—. Y ahora me siento peor. Mierda. No quiero pensar que el tipo que mató a Luong es el que las sigue a ti y a Rose.
Las calles se habían helado de nuevo y los insensatos conductores de Richmond patinaban y hacían trompos por todas partes. Marino tenía su radiotransmisor policial portátil encima y monitoreaba los accidentes.
—¿Cuándo vas a devolver esa cosa? —pregunté.
—Cuando ellos vengan y traten de quitármela —respondió—. No pienso devolverla.
—¡Así se hace!
—Lo difícil de todos los casos en que hemos trabajado —comentó— es que nunca pasa una sola cosa. Los policías tratan de relacionar tanta mierda que, cuando finalmente resolvemos el caso, podríamos haber escrito la biografía de la víctima. La mitad del tiempo, cuando encontramos una conexión, no es la que importa. Como el marido que se enfurece con su esposa. Ella se va de la casa, indignada, y termina siendo secuestrada en el estacionamiento de un centro comercial, violada y asesinada. El enojo de su marido no hizo que eso pasara. Tal vez ella igual hubiera ido allá de compras.
Dobló hacia el camino de entrada a casa y estacionó la camioneta en el parque. Lo miré fijo.
—Marino, ¿qué vas a hacer con respecto al dinero?
—Estaré bien.
Yo sabía que no era cierto.
—Podrías ayudarme por un tiempo como investigador de campo —dije—. Hasta que termine ese disparate de la suspensión.
Él se quedó callado. Mientras Bray siguiera en su puesto, eso no pasaría nunca. Haberlo suspendido sin goce de sueldo era su manera de obligar a Marino a renunciar. Si él lo hacía, quedaba fuera del camino como Al Carson.
—Yo puedo contratarte en dos aspectos —continué—. Caso por caso y cobrarías cincuenta dólares por...
Él soltó una carcajada.
—¿Cincuenta dólares? ¡Ni loco!
—O puedo contratarte por horas, pero en algún momento tendré que publicar un aviso y tú tendrás que postularte para el empleo como cualquier hijo de vecino.
—No me jodas.
—¿Cuánto ganas ahora?
—Alrededor de sesenta y dos mil, más beneficios —contestó.
—En lo más que podría convertirte es en un P-catorce de nivel senior. Treinta horas por semana. Ningún beneficio. Treinta y cinco mil anuales.
—Eso sí que está bueno. Es una de las cosas más divertidas que oigo en mucho tiempo.
—Siempre puedo tomarte como instructor y coordinador en la investigación de muertes en el Instituto. Eso serían otros treinta y cinco. De modo que sumarían setenta. Ningún beneficio. De hecho, lo más probable es que te vaya mejor por tu cuenta.
Él lo pensó un momento mientras inhalaba humo.
—En este momento no necesito tu ayuda —respondió, groseramente—. Y estar siempre cerca de médicos forenses y cadáveres no entra en mi proyecto de vida.
Me bajé de su camioneta.
—Buenas noches —dije.
Él partió en su vehículo, enojadísimo, y yo sabía que en realidad no era yo el principal blanco de su ira. Se sentía frustrado y furioso. Su autorrespeto y vulnerabilidad habían quedado al descubierto frente a mí y él no deseaba que yo lo viera. De todo modos, sus palabras me dolieron.
Arrojé el saco sobre una silla del foyer y me saqué los guantes de cuero. Puse la sinfonía «Heroica» de Beethoven en el equipo de música y mis nervios comenzaron a recuperar su ritmo como las cuerdas que ejecutaban esa música. Comí una omelette y me instalé en la cama con un libro que estaba demasiado cansada para leer.
Me quedé dormida con la luz encendida y desperté sobresaltada por el sonido de mi alarma antirrobos. Saqué el arma de un cajón y luché contra el impulso de desactivar el sistema. Ese estrépito me resultaba insoportable. Pero no sabía qué lo había iniciado. Algunos minutos después sonó la campanilla del teléfono.
—Somos del servicio de vigilancia...
—Sí, sí —dije en voz muy alta—. No sé por qué sonó la alarma.
—Vemos que es en la zona cinco —dijo el hombre—. La puerta de atrás que da a la cocina.
—No tengo idea.
—¿Desea entonces que le informemos a la policía?
—Creo que sería lo mejor —acepté, mientras ese estruendo parecido a un ataque aéreo continuaba en mi casa.
28
Supuse que una ráfaga fuerte de viento había hecho sonar la alarma y, minutos después, la silencié para poder oír la llegada de la policía. Me senté en la cama, a la espera. No pasé por la temida rutina de registrar cada centímetro de mi casa, de entrar en cada cuarto y cada ducha y cada espacio oscuro de miedo.
Escuché el silencio y cobré conciencia de sus sonidos. Oí el viento, el leve clic de los números que iban cambiando en la cerradura digital, mi propia respiración. Un automóvil entró en el sendero de casa y corrí a la puerta de calle en el momento en que uno de los agentes la golpeaba con su bastón o cachiporra en lugar de tocar el timbre.
—Policía —anunció una voz de mujer.
Los dejé pasar. Eran dos agentes, una mujer joven y un hombre un poco mayor. La placa de la mujer la identificaba como J.E Butler, y había en ella algo que me afectó.
—La zona es la de la puerta de la cocina que da al exterior —les comuniqué—. Les agradezco mucho que hayan venido tan rápido.
—¿Cómo se llama usted? —me preguntó su compañero, R.I. McElwayne.
Actuaba como si no supiera quién era yo, como si yo fuera sólo una señora cuarentona de bata que por casualidad vivía en una linda casa de un vecindario que rara vez necesitaba la presencia de la policía.
—Kay Scarpetta.
Su semblante se aflojó un poco, y dijo:
—No sabía si de verdad usted realmente existía. Oí hablar mucho de usted, pero jamás estuve en la morgue, ni una sola vez en dieciocho años, lo cual agradezco.
—Eso es porque por aquella época no había que asistir a demostraciones de autopsias y aprender todos esos términos científicos —lo regañó Butler.
McElwayne trató de no sonreír mientras su mirada se paseaba con curiosidad por mi casa.
—Está invitado a asistir a una cuando quiera —le dije.
Butler se mostraba atenta y alerta. Ella todavía no estaba encallecida por el peso de su carrera, a diferencia de su compañero, cuyo principal interés en ese momento eran mi casa y mi persona. Lo más probable era que, a esta altura, él ya hubiera detenido a miles de automóviles y respondido a igual cantidad de alarmas falsas, todo por una paga mínima y todavía menos agradecimiento.
—Nos gustaría echar una mirada a todo —me dijo Butler y cerró con llave la puerta del frente—. Empezando por aquí abajo.
—Por favor, miren por donde quieran.
—Le ruego que permanezca aquí —me recomendó ella y se fue a la cocina, y en ese momento lo que sentí me desestabilizó por completo.
Butler me recordaba a Lucy. Eran los ojos, el puente recto de la nariz y la forma en que gesticulaba. Lucy no podía mover los labios sin mover también las manos, como si estuviera dirigiendo una conversación en lugar de participar de ella. Me quedé parada en el foyer y oí las pisadas de ambos sobre el piso de madera, sus voces amortiguadas, el ruido de puertas que se cerraban. Ambos se tomaron su tiempo, y yo supuse que era Butler la que se aseguraba de que no pasaran por alto ningún espacio del tamaño suficiente para ocultar a un ser humano.
Bajaron por la escalera y salieron hacia la noche helada, y los haces de luz de sus linternas barrieron las ventanas y se filtraron por las persianas. Esto continuó durante otros quince minutos, y cuando golpearon a la puerta para volver a entrar, me condujeron a la cocina, mientras McElwayne se soplaba las manos frías y enrojecidas. Butler tenía algo importante en mente.
—¿Sabe usted que en una parte de la puerta de la cocina hay una jamba torcida?
—No —contesté, sorprendida.
Ella le quitó la llave a la puerta que había cerca de la mesa, junto a la ventana, donde por lo general yo comía sola o con amigos. Una ráfaga de aire helado entró cuando me acerqué a ella para ver a qué se refería. Ella iluminó una pequeña hendidura en el borde del marco de madera, donde parecía que alguien había intentado forzar la puerta.
—Es posible que haya estado allí desde hace un tiempo y que usted no lo haya advertido —comentó—. No la revisamos cuando su alarma sonó el martes porque era en la zona de la puerta del garaje.
—¿Mi alarma sonó el martes? —pregunté, perpleja—. No lo sabía.
—Yo me voy al auto —le dijo McElwayne a su compañera al salir de la cocina, todavía frotándose las manos—. Enseguida vuelvo.
—Yo trabajaba en el turno diurno —me explicó ella—. Parece que su casera la hizo sonar en forma accidental.
No entendía cómo era posible que Marie hubiera hecho sonar la alarma en el garaje, a menos que por alguna razón hubiera salido por allí y no hubiera prestado atención al «bip» de advertencia por largo rato.
—Estaba bastante alterada —continuó Butler—. Al parecer no pudo recordar el código hasta que llegamos aquí.
—¿A qué hora sucedió esto? —pregunté.
—A eso de las once.
Marino no pudo haber oído el llamado por la radio porque, a las once, estaba en la morgue conmigo. Recordé que, cuando esa noche volví a casa, descubrí que la alarma no estaba activada, y pensé en las toallas sucias y en la suciedad en la alfombra. Me pregunté por qué Marie no me había dejado una nota para avisarme lo que había sucedido.
—No teníamos motivos para chequear esta puerta —agregó Butler—. Así que no podría decirle si esa hendedura estaba o no aquí el martes.
—Aunque no estuviera —dije—, es evidente que alguien trató de entrar en casa en algún momento.
—Unidad tres-veinte —dijo Butler—. Diez-cinco a la seccional, detective especializado en allanamientos.
—Unidad siete-noventa y dos —fue la respuesta.
—¿Puede responder, referencia intento de allanamiento de domicilio? —ella dio mi dirección.
—Diez-cuatro. Me llevará alrededor de quince minutos.
Butler puso el radiotransmisor sobre la mesa de la cocina y observó más la cerradura. Una ráfaga de aire helado arrojó al piso una pila de servilletas de papel y agitó las páginas del periódico.
—En este momento sale de Meadow y Cary —me dijo, como si fuera algo que yo debería saber—. Allí está la seccional.
Cerró la puerta.
—Ellos ya no forman parte de la división detectives —continuó, pendiente de mi reacción—. Así que los trasladaron; ahora forman parte de las operaciones de uniformados. Supongo que esto sucedió hace más o menos un mes —agregó, y yo empecé a sospechar adonde se dirigía la conversación.
—Supongo que los detectives de allanamientos están ahora bajo las órdenes de la subjefa Bray —acoté.
Ella vaciló un momento y después contestó, con una sonrisa irónica.
—¿No lo estamos todos?
—¿Puedo ofrecerle un café? —pregunté.
—Sería agradable, pero no quiero causarle molestias.
Saqué una bolsa de café del freezer. Butler se sentó y se puso a llenar un formulario de denuncia de comisión de delito, mientras yo sacaba jarros, crema y azúcar, y las voces de operadores y policías poblaban el aire con distintos códigos. Sonó el timbre de la puerta de calle y dejé entrar al detective especializado en allanamientos. Yo no lo conocía. Tuve la impresión de no conocer ya a nadie desde que Bray había apartado de sus cargos a personas que se los habían ganado.
—¿Ésta es la puerta en cuestión? —le preguntaba el detective a Butler.
—Sí. Eh, Johnny ¿no tienes una lapicera que escriba mejor que ésta?
En mi cabeza comenzó a instalarse un intenso dolor.
—¿No tienes ninguna que escriba?
Yo no podía creer lo que estaba pasando.
—¿Cuál es su fecha de nacimiento? —me preguntaba McElwayne.
—No son muchas las personas que tienen un sistema de alarma en el garaje —comentó Butler—. En mi opinión, los contactos son más débiles que los de una puerta común y corriente. Metal liviano, una zona realmente grande. Basta con una fuerte ráfaga de viento para...
—Jamás un viento fuerte hizo sonar la alarma de mi garaje —dije.
—Pero si usted es un ladrón y da por sentado que la casa tiene una alarma contra robos —siguió razonando Butler—, tal vez no imagine que la puerta del garaje también la tiene. Y quizás allí adentro hay algo que vale la pena robar.
—¿A plena luz del día? —pregunté.
El detective espolvoreaba la jamba de la puerta mientras más aire helado entraba en la casa.
—Muy bien, veamos, Doc. —McElwayne siguió llenando el formulario de denuncia—. Tengo su dirección particular. Necesito la de su oficina del centro y también los números de teléfono de su casa y del trabajo.
—Realmente no quiero que mi número de teléfono, que no figura en guía, esté en una información de prensa —dije y traté de reprimir la creciente sensación de estar siendo invadida, intencionalmente o no.
—Doctora Scarpetta, ¿tiene registradas sus propias huellas dactilares? —preguntó el detective con el pincel en la mano, mientras el polvo magnético negro me ensuciaba la puerta.
—Sí, para excluirla.
—Eso pensé. Creo que deberían tenerlas todos los médicos forenses por si llegan a tocar algo que no deben —dijo, sin intención de insultarme pero haciéndolo de todos modos.
—¿Entiende lo que le digo? —Traté de que McElwayne me mirara y me escuchara—.No quiero que esto aparezca en el papel. No quiero que cada periodista de noticias y sólo Dios sabe quién más me llame a casa y conozca mi dirección exacta y mi número de seguridad social, fecha de nacimiento, raza, sexo, dónde nací, estatura, peso, color de ojos, parientes próximos.
—¿Sucedió últimamente algo que debamos saber? —McElwayne siguió interrogándome mientras Butler le entregaba al detective una cinta adhesiva para levantar las huellas.
—El miércoles por la noche me siguió un auto —contesté de mala gana.
Sentí que los dos me miraban.
—Y parece que también siguieron a mi secretaria. Anoche.
McElwayne escribió también todo esto. De nuevo sonó el timbre de la puerta de calle y vi a Marino en el display de vídeo del portero eléctrico que había en la pared, junto a la heladera.
—Será mejor que yo no vea nada de eso en los periódicos —le advertí mientras salía de la cocina.
—No, señora, estará sólo en el informe complementario. Eso no va al canasto de la prensa —dijo la voz de Butler.
—Maldición, haz algo —le dije a Marino al abrir la puerta—. Alguien trata de entrar por la fuerza en mi maldita casa y ahora violarán mi privacidad.
Marino mascaba vigorosamente un chicle y tenía el aspecto de ser el autor de ese delito.
—Sería agradable que me avisaras cuando alguien trata de meterse en tu casa. Yo no debería enterarme por el scanner —dijo, y sus zancadas llenas de furia lo llevaron hacia el sonido de voces.
Yo ya había tenido suficiente y me retiré a mi estudio para llamar a Marie. Un niño pequeño atendió el teléfono y después apareció Marie en línea.
—Acabo de enterarme de que la alarma contra ladrones sonó cuando usted estaba aquí el martes —le dije.
—Lo siento mucho, señora Scarpetta —respondió ella con voz plañidera—. Yo no sabía qué hacer. No hice nada para que sonara. Estaba pasando la aspiradora y de pronto sucedió. Me asusté tanto que no pude recordar el código.
—Lo entiendo, Marie —dije—. A mí también me asusta. Sonó de nuevo esta noche, así que sé perfectamente lo que quiere decir. Pero necesito que me avise cuando pasen cosas así.
—La policía no me creyó. De eso estaba segura. Les dije que yo no había entrado en el garaje y que...
—Está bien —repetí.
—Yo tuve miedo de que usted se enojara conmigo porque la policía... que a lo mejor no querría que yo trabajara más para usted... Sé que debería habérselo contado. Lo haré siempre. Se lo prometo.
—No tiene que tener miedo. La policía no le hará ningún daño en este país, Marie. No es lo mismo que en el país de donde usted viene. Y quiero que tenga mucho cuidado cuando esté en mi casa. Siempre tenga activada la alarma y asegúrese de que siga activada cuando se va. ¿Notó a alguna persona o quizás un automóvil, que por alguna razón le llamó la atención?
—Recuerdo que llovía mucho y hacía frío. No, no vi a nadie.
—Por favor, avíseme si advierte algo —dije.
29
De alguna manera, la parte complementaria de la denuncia de intento de robo con allanamiento llegó al canasto de prensa a tiempo para el informativo de las seis de la noche del sábado. Los reporteros comenzaron a llamarnos a Rose y a mí a casa con una pregunta tras otra.
Yo no tenía ninguna duda de que Bray estaba detrás de ese pequeño desliz. Para ella era seguramente una diversión en un fin de semana de otro modo frío y aburrido. Por supuesto que no le importaba un cuerno que mi secretaria de sesenta y cuatro años de edad viviera sola en un vecindario sin vigilancia.
Hacia el final de la tarde del domingo, sentada en el living de casa, con fuego encendido en la chimenea, me puse a trabajar en un largamente postergado artículo periodístico que no era precisamente de mi agrado. El mal tiempo continuaba y mi concentración fallaba. A esta altura, supuse que ya Jo había sido admitida en el hospital de la Facultad de Medicina de Virginia y Lucy debía de estar en Washington D.C. Aunque no lo sabía con certeza. Pero de una cosa sí estaba segura: mi sobrina estaba enojada, y cada vez que se enojaba no quería tener nada que ver conmigo. Y esto podía continuar durante meses, incluso un año.
Me había ingeniado para no llamar a mi madre ni a mi hermana Dorothy, una actitud que podría parecer muy fría de mi parte, pero lo cierto era que yo no quería tener que soportar más tensiones. Finalmente me ablandé el domingo por la tarde. Al parecer, Dorothy no estaba en casa. Intenté entonces hablar con mi madre.
—No, Dorothy no está aquí —dijo mi madre—. Está en Richmond, y lo sabrías si alguna vez llamaras por teléfono a tu hermana y a tu madre. Lucy participa de un tiroteo, y tú ni siquiera te molestas en...
—¿Dorothy está en Richmond? —pregunté con incredulidad.
—¿Qué esperabas? Ella es su madre.
—¿Así que también Lucy está en Richmond? —La sola idea se me clavó como un bisturí.
—Por eso su madre fue para allá. Por supuesto que Lucy está en Richmond.
Yo no sabía por qué me sorprendía. Dorothy era una especie de diva narcisista. Cada vez que había un drama, ella tenía que convertirse en el centro. Si eso significaba asumir de pronto el papel de madre para con una hija que no significaba nada para ella, Dorothy lo haría.
—Se fue ayer y no quiso molestarse en preguntarte si podía alojarse en tu casa, puesto que a ti no parece importarte nada tu familia —dijo mi madre.
—Dorothy nunca quiere parar en casa.
A mi hermana le encantaban los bares de los hoteles. En casa, en cambio, no existía ninguna posibilidad de conocer hombres, al menos no alguno que yo estuviera dispuesta a compartir con ella.
—¿Dónde se hospeda? —pregunté—. ¿Lucy está con ella?
—Nadie quiere decírmelo, por todo ese asunto del secreto, y aquí me tienes, su abuela...
No pude soportarlo más.
—Mamá, tengo que cortar.
Prácticamente le colgué y llamé al doctor Graham Worth, jefe del departamento de ortopedia, a su casa.
—Graham, tienes que ayudarme —le dije.
—No me digas que un paciente de mi unidad murió.
—Graham, ya sabes que no te pediría ayuda a menos que se tratara de algo muy importante.
Silencio.
—Tienes una paciente que figura con un alias. Pertenece al ATF y le dispararon en Miami. Tú sabes a quién me refiero.
Él no me contestó.
—Mi sobrina Lucy estuvo involucrada en el mismo tiroteo —proseguí.
—Sí, sé lo del tiroteo —respondió—. Apareció, por cierto, en las noticias de los medios.
—Yo fui la que le pidió al supervisor del ATF que transfiriera a Jo Sanders al hospital de la facultad. Prometí cuidar personalmente de ella, Graham.
—Escucha, Kay —dijo—. Me ordenaron que no permita que entre a verla nadie salvo su familia cercana.
—¿Nadie más? —pregunté, sin poder creerlo—. ¿Ni siquiera mi sobrina?
Él hizo una pausa y después dijo:
—Me duele tener que decirte esto, pero en especial tu sobrina.
—¿Por qué? ¡Eso es ridículo!
—No depende de mí.
Yo no podía imaginar la reacción de Lucy si se le impedía ver a su pareja.
—Tiene una fractura astillada y conminuta del fémur de la pierna izquierda —me explicó—. Tuve que ponerle una placa. Está en tracción y se le administra morfina, Kay. Cada tanto pierde la conciencia. Sólo sus padres la ven. No estoy siquiera seguro de que entienda dónde está o qué le sucedió.
—¿Y qué me puedes decir de la lesión en la cabeza? —pregunté.
—No es más que una herida superficial.
—¿Lucy estuvo allí? ¿Tal vez en la sala de espera? Es posible que su madre esté con ella.
—Estuvo más temprano. Sola —contestó el doctor Worth—. En algún momento de la mañana. Pero dudo mucho que siga allá.
—Dame al menos la oportunidad de hablar con los padres de Jo.
Él no me contestó.
—¿Graham?
Silencio.
—¿Sigues allí?
—Sí.
—Maldición, Graham, las dos se quieren. Es posible que Jo no sepa siquiera si Lucy está viva.
—Jo tiene plena conciencia de que tu sobrina está bien, pero no quiere verla.
Corté la comunicación y me quedé mirando el teléfono. En alguna parte de esa maldita ciudad, mi hermana estaba registrada en un hotel y sabía dónde estaba Lucy. Revisé las páginas amarillas de la guía y llamé a los hoteles más obvios, el Omni y el Jefferson. Pronto descubrí que Dorothy se había registrado en el Berkeley, en la zona histórica de la ciudad conocida como Shockhoe Slip.
No contestó el teléfono de su habitación. En Richmond no había demasiados lugares para beber en un domingo, así que salí deprisa de casa y subí al auto. La línea de edificación estaba cubierta de nubes y dejé que un valet estacionara mi auto frente al Berkeley. No bien entré supe que Dorothy no estaría allí. Ese hotel pequeño y elegante tenía un bar oscuro e íntimo con sillas de cuero de respaldo alto y una clientela silenciosa. El cantinero usaba chaqueta blanca y se mostró muy atento cuando me le acerqué.
—Busco a mi hermana y me preguntaba si anduvo por aquí —dije; se la describí y él sacudió la cabeza.
Salí y crucé la calle empedrada hacia Tobacco Company, un viejo depósito de tabaco que habían convertido en restaurante con un ascensor exterior con paredes de vidrio y bronce que constantemente subía y bajaba a través de un patio interior de plantas lujuriosas y flores exóticas. Adentro, al lado de la puerta de calle, había un piano bar con pista de baile, y vi a Dorothy sentada frente a una mesa, acompañada de cinco hombres. Me acerqué a ellos, claramente con una misión.
Los de las mesas cercanas dejaron de hablar y todos me miraron como si yo fuera un pistolero que acababa de abrirse paso a empujones por las puertas batientes de un saloon.
—Disculpe —le dije cortésmente al hombre que estaba a la izquierda de Dorothy—. ¿Le importa si me siento aquí un momento?
Sí que le importaba, pero me cedió su silla y se dirigió al bar. Los otros acompañantes de Dorothy se movieron con incomodidad en sus asientos.
—Vine a buscarte —le dije a Dorothy, quien era obvio que hacía rato que estaba bebiendo.
—¡Miren quién está aquí! —exclamó ella y alzó su copa en un brindis—. Mi hermana mayor. Permítanme que los presente —les hablaba a sus compañeros.
—Calla y escúchame —le indiqué en voz baja.
—Mi legendaria hermana mayor.
Dorothy siempre se ponía mala cuando bebía. No se le patinaban las palabras ni se tropezaba con cosas, pero podía jugar sexualmente con los hombres para hacerlos sufrir y usar la lengua para provocar. A mí me avergonzaba su conducta y la forma en que vestía, que a veces parecía una parodia intencional de mi persona.
Esa noche usaba el agradable traje azul oscuro de una profesional pero, debajo del saco, su ajustado suéter rosado ofrecía a sus compañeros algo más que una insinuación de sus pezones. A Dorothy siempre la obsesionaron sus pechos pequeños. Conseguir que los hombres se los miraran de alguna manera la hacía sentirse más segura.
—Dorothy —dije y me acerqué más a su oído, abrumada casi por su perfume Chanel —, tienes que venir conmigo. Debemos hablar.
—¿Saben quién es? —continuó mientras yo moría de vergüenza—. La jefa de médicos forenses del Estado. ¿Pueden creerlo? Tengo una hermana mayor que es forense.
—Caramba, eso sí que debe de ser interesante —comentó uno de los hombres.
—¿Qué puedo ofrecerle de beber? —preguntó otro.
—¿Cuál cree que es la verdad en el caso Ramsey? ¿Opina que lo hicieron los padres?
—Me gustaría que alguien probara que los huesos que se encontraron eran realmente los de Amelia Erhart.
—¿Dónde está la camarera?
Puse la mano sobre el brazo de Dorothy y las dos nos levantamos. Una cosa puede decirse a favor de mi hermana: tenía demasiado orgullo para hacer una escena que no la haría parecer inteligente ni atractiva. La escolté hacia una noche descorazonadora de ventanas oscuras y niebla.
—No pienso irme a casa contigo —anunció, ahora que no había nadie para oírla—. Y suéltame el brazo.
Tiró en dirección a su hotel mientras yo la empujaba hacia mi auto.
—Te vienes conmigo y juntas pensaremos qué hacer con respecto a Lucy.
—La vi más temprano en el hospital —dijo.
La puse en el asiento del acompañante.
—Y ella no te mencionó para nada —agregó mi siempre sensible hermana.
Subí al auto y trabé las puertas.
—Los padres de Jo son muy dulces —continuó cuando el auto se puso en marcha—. Me sorprendió que no estuvieran enterados de la verdadera relación que existe entre Lucy y Jo.
—¿Qué hiciste? ¿Se los dijiste, Dorothy?
—No en tantas palabras, pero supongo que di a entender algunas cosas porque supuse que lo sabían. ¿Sabes?, es tan extraño ver una línea de edificación como ésta cuando una está acostumbrada a ver la de Miami.
Tuve ganas de abofetearla.
—De todos modos, después de hablar un rato con los Sander, me di cuenta de que eran bastante conservadores y no tolerarían una relación lesbiana.
—Ojalá no usaras esa palabra.
—Bueno, eso es lo que son. Descienden de las mujeres tipo amazonas de la isla de Lesbos en el Mar Egeo, cerca de la costa de Turquía. La mujeres turcas tienen tanto pelo, ¿lo notaste?
—¿Alguna vez oíste hablar de Safo?
—Por supuesto que he oído hablar de él —contestó Dorothy.
—No él sino «ella», y era lesbiana porque vivía en Lesbos. Fue una de las más grandes poetas líricas de la antigüedad.
—Ja. No me parece que las jugadoras de hockey musculosas y corpulentas que veo tengan nada de poético. Y, desde luego, los Sanders no vinieron a decir que pensaban que Lucy y Jo eran lesbianas. Su razonamiento fue que Jo había pasado por una situación terriblemente traumática y que el hecho de ver a Lucy la haría revivir. Era demasiado pronto. Se mostraron muy enfáticos al respecto pero con muy buen modo, y cuando Lucy se presentó, estuvieron bondadosos y comprensivos cuando se lo dijeron.
»Lucy se fue hecha una furia —siguió mi hermana. Me miró y agregó—: Desde luego, enojada o no contigo, irá a buscarte, como lo hace siempre.
—¿Cómo pudiste hacerle eso? —pregunté—. ¿Cómo pudiste interponerte entre ella y Jo? ¿Qué clase de persona eres?
Dorothy se sorprendió. La sentí erizarse.
—Tú siempre me tuviste muchos celos porque no eres su madre —contestó.
Doblé en la salida de la calle Meadow en lugar de seguir adelante hacia casa.
—¿Por qué no arreglamos esto de una vez y para siempre? —preguntó Dorothy—. Tú no eres más que una máquina, una computadora, uno de esos instrumentos de alta tecnología que tanto te gustan. Y uno se pregunta qué le ocurre a una persona que elige pasar todo su tiempo con los muertos. Muertos refrigerados, sucios y podridos que, además, por lo general han sido malhechores de clase baja.
Tomé de nuevo la autopista hacia el centro de la ciudad.
—Yo soy completamente distinta. Creo en las relaciones. Paso mi tiempo en actividades creativas, en la reflexión y las relaciones, y creo que nuestros cuerpos son templos y que debemos cuidarlos y sentirnos orgullosas de ellos. Mírate —dijo e hizo una pausa para lograr más efecto—. Tú fumas, bebes, y apuesto a que ni siquiera vas al gimnasio. No me preguntes por qué no estás gorda y fofa, a menos que se deba a todo el tiempo que te pasas cortando huesos, corriendo a escenas del crimen o estando de pie todo el día en esa maldita morgue. Pero pasemos ahora a lo peor.
Se inclinó hacia mí y su aliento a vodka me resultó muy desagradable.
—Ajústate el cinturón, Dorothy —le indiqué en voz baja.
—Lo que le hiciste a mi hija. A mi única hija. Tú nunca tuviste hijos porque siempre estabas demasiado ocupada. Así que te apoderaste de la mía. Yo nunca debería haberle permitido que te visitara. ¿En qué pensaba cuando le di permiso para que pasara algunos veranos contigo?
Se tomó la cabeza con las dos manos con actitud dramática.
—¡Tú le llenaste la cabeza de armas, municiones y toda esa mierda de resolver homicidios! ¡Tú la convertiste en una pequeña tarada obsesionada con las computadoras cuando tenía apenas diez años, la edad en que las niñas deberían asistir a fiestitas de cumpleaños, montar ponis y hacer amigas!
Dejé que se desahogara y presté atención al camino.
—La expusiste a un policía grandote, feo, sureño e ignorante y, enfrentémoslo, con él es con quien tienes en realidad la única relación estrecha con un hombre. Quiero creer que no te acuestas con un cerdo como él. Y debo decirte que, por apenada que esté por lo que le pasó a Benton, él era un hombre débil.
»Así es. Tú eras el hombre en esa relación, señora médica-abogada-jefa. Te lo dije antes y te lo diré de nuevo: no eres más que un hombre con tetas grandes. Engañas a todos porque pareces tan elegante con tu ropa Ralph Lauren y tu lujoso automóvil. Te crees tan sexy con tus pechos grandes y siempre haces que me sienta mal o fuera de lugar y te burlas de mí. ¿Recuerdas lo que dijo mamá?
»Me mostró una fotografía de la mano peluda de un hombre y dijo: «Esto es lo que hace que una mujer tenga pechos grandes».
—Estás borracha —afirmé.
—¡Éramos adolescentes y tú te burlabas de mí!
—Nunca me burlé de ti.
—Me hiciste sentir estúpida y fea. Tenías pelo rubio y unos pechos que hacían que todos los muchachos hablaran de ti. Sobre todo porque, además, eras inteligente. Sí, siempre te consideraste tan inteligente porque la única materia que yo sabía era gramática inglesa.
—Basta, Dorothy.
—Te odio.
—No, no es así, Dorothy.
—Lo que es a mí, no me engañas.
Ella sacudió la cabeza de un lado al otro y movió un dedo frente a mi cara.
—Ah, no. A mí no me puedes engañar. Siempre sospeché la verdad sobre ti.
Yo había estacionado frente al Hotel Berkeley y ella ni siquiera lo advirtió. Gritaba y tenía la cara empapada en lágrimas.
—En el fondo eres una maldita lesbiana asquerosa —me insultó, llena de odio—. ¡Y convertiste a mi hija en otra! ¡Y, ahora, casi pierde la vida y me considera la última basura!
—¿Por qué no entras en tu hotel y duermes un rato? —le aconsejé.
Ella se secó los ojos, miró por la ventanilla y la sorprendió ver su hotel, como si fuera una nave espacial que acababa de aterrizar en silencio.
—Yo no te estoy arrojando a la banquina, Dorothy. Pero me parece que en este momento es mejor que no estemos juntas.
La furia de ella se desvaneció como luces artificiales en la noche.
—Te acompañaré a tu habitación.
Dorothy sacudió la cabeza, las manos inmóviles sobre la falda, la cara de nuevo cubierta de lágrimas.
—Ella no quería verme —dijo con un hilo de voz—. Cuando bajé del ascensor en ese hospital, Lucy tenía el aspecto de alguien a quien acaban de escupirle en la comida.
Un grupo de hombres salían en ese momento de Tobacco Company. Reconocí a los que estaban en la mesa de Dorothy. Se tambaleaban al caminar y hablaban a los gritos.
—Ella siempre quiso ser igual a ti, Kay. ¿Tienes idea de lo mucho que eso duele? —exclamó—. Yo también soy alguien. ¿Por qué no puede querer parecerse a mí?
De pronto se me acercó y me abrazó. Lloró en mi cuello, sollozó, se estremeció. Yo quería amarla, pero no podía. Nunca pude quererla.
—¡Quiero que también me adore a mí! —exclamó, llevada por la emoción y el alcohol en su propio drama de adicción—. ¡Quiero que también me admire a mí! ¡Quiero que alardee de ser mi hija, lo mismo que hace contigo! ¡Quiero que piense que yo soy brillante y fuerte, que todo el mundo gira la cabeza para mirarme cuando entro en una habitación! ¡Quiero que ella piense y diga de mí todo lo que piensa y dice de ti! Quiero que me pida consejos y quiera ser como yo cuando crezca.
Puse la palanca de velocidades en primera y llevé el auto a la entrada del hotel.
—Dorothy —dije—, eres la persona más egoísta que conozco.
30
Cuando llegué a casa ya eran casi las nueve, y me preocupó pensar que debería haber traído a Dorothy conmigo en lugar de dejarla en el hotel. No me habría sorprendido nada que ella hubiera cruzado enseguida la calle y vuelto al bar. Quizá quedaban allí todavía algunos hombres solitarios a los que podía entretener.
Revisé mis mensajes telefónicos y me fastidió comprobar que varias personas habían colgado sin dejar ninguno, y en cada una de esas ocasiones, en mi identificador de llamados aparecía un cartel que decía «número no disponible». A los reporteros no les gustaba dejar mensajes, ni siquiera en mi oficina, porque me daba la opción de no devolverles el llamado. Oí que desde el sendero de casa alguien cerraba la portezuela de un auto y casi me pregunté si no sería Dorothy, pero cuando miré por la ventana, vi que un taxi amarillo se alejaba y que Lucy tocaba el timbre.
Llevaba una valija pequeña y un bolso; los dejó caer en el foyer y cerró la puerta sin abrazarme. En su mejilla izquierda tenía un magullón color morado oscuro y otros más pequeños comenzaban a amarillearse en los bordes. Yo había visto suficientes lesiones así como para saber que le habían dado una trompada.
—La odio —comenzó a decir y me miró con furia como si yo tuviera la culpa—. ¿Quién le pidió que viniera? ¿Fuiste tú?
—Sabes de sobra que jamás haría una cosa así —contesté—. Ven, conversemos. Tenemos tantas cosas de qué hablar. Dios, comenzaba a pensar que nunca volvería a verte.
La instalé frente a la chimenea y arrojé en ella otro leño. El aspecto de Lucy era terrible. Tenía círculos oscuros debajo de los ojos, los jeans y el suéter le colgaban y el pelo marrón rojizo le caía sobre la cara. Apoyó un pie sobre la mesa ratona. El velcro se abrió cuando se quitó la pistolera de tobillo y el arma.
—¿Tienes algo de beber en esta casa? —preguntó—. ¿Whisky o alguna otra cosa? No había calefacción en el taxi que me trajo y la ventanilla no cerraba bien. Estoy helada. Mírame las manos.
Las extendió. Las uñas estaban azules. Tomé sus manos en las mías y se las apreté fuerte. Me acerqué más a Lucy en el sofá y la rodeé con los brazos. La sentí tan delgada.
—¿Qué fue de todos esos músculos? —le dije, en son de broma.
—Bueno, no he comido mucho... —Tenía la vista fija en el fuego.
—¿En Miami no tienen comida?
Ella no sonrió.
—¿Por qué tuvo que venir mamá? ¿Por qué no me deja en paz? Durante toda mi vida no hizo por mí más que obligarme a soportar a sus hombres, hombres, hombres —dijo—. Se lo pasaba desfilando por todas partes rodeada de esos tipos mientras yo no tenía a nadie. Demonios, ellos tampoco tenían a nadie, y ni siquiera lo sabían.
—Siempre me tuviste a mí.
Se sacó el pelo de los ojos y no pareció oírme.
—Supongo que sabes lo que hizo en el hospital.
—¿Cómo supo dónde encontrarte? —Necesitaba que primero me respondiera esa pregunta, y Lucy sabía por qué se la hice.
—Porque es la que me dio a luz —contestó ella con un sonsonete sarcástico—. Así que figura en varios formularios, me guste o no. Y, desde luego, sabe quién es Jo. De modo que mamá rastreó a los padres de Jo aquí, en Richmond, y se enteró de todo porque es tan manipuladora y la gente la cree siempre maravillosa. Los Sanders le dijeron en qué habitación estaba Jo y esta mañana mamá se presentó en el hospital y yo no supe que estaba allí hasta que, sentada en la sala de espera, la vi entrar como la prima donna que es.
Apretó y soltó los puños como si tuviera los dedos entumecidos.
—¿A qué no sabes qué hizo después? Interpretó el papel de mujer comprensiva con los Sanders: les llevó café y sandwiches y les ofreció todas sus pequeñas perlas de filosofía. Y hablaron y hablaron y yo seguía sentada allí como si no existiera. Y de pronto mamá se me acercó, me palmeó la mano y me dijo «Jo no recibe hoy ninguna visita».
»Entonces le pregunté por qué demonios me decía eso. Me contestó que los Sanders le habían pedido que me lo dijera porque ellos no querían herir mis sentimientos. Así que me fui. Pero, por lo que sé, mamá sigue allá.
—No, no lo está —dije.
Lucy se puso de pie y clavó el atizador en un leño. Brotaron infinidad de chispas como protesta.
—Esta vez fue demasiado lejos. Esta vez se terminó —exclamó mi sobrina.
—No hablemos de ella. Cuéntame de ti. Dime qué pasó en Miami.
Lucy se sentó sobre la alfombra, se recostó contra el sofá y miró fijo el fuego. Yo me puse de pie, me acerqué al bar y le serví un whisky.
—Tía Kay tengo que verla.
Le di a Lucy el vaso y volví a sentarme. Le masajeé los hombros y ella comenzó a aflojarse y su voz se puso soñolienta.
—Jo está allá adentro y no sabe que la estoy esperando. Es posible que crea que ella no me importa.
—¿Por qué se te ocurre que ella piensa eso, Lucy?
Ella no me contestó; parecía inmersa en el humo y las llamas. Bebió un sorbo de whisky.
—Cuando veníamos hacia aquí en mi pequeño Benz V-12 —dijo con voz distante—, Jo tuvo un mal presentimiento y me lo contó. Yo le dije que era normal tener malos presentimientos en estas circunstancias. Hasta le hice bromas al respecto.
Calló un momento y se quedó mirando las llamas como si viera en ellas algo más.
—Llegamos a la puerta del departamento que los tarados «Ciento Sesenta y Cinco» utilizan como su club —continuó—, y Jo entró primero. Allí había seis en lugar de tres. Enseguida supimos que estábamos perdidas y, también, lo que ellos harían. Uno de ellos agarró a Jo, le apuntó un arma a la cabeza y la obligó a que les dijera cuál era el lugar de la Fisher Island que habíamos preparado para el golpe.
Hizo una inspiración profunda y calló, como si no pudiera continuar. Bebió un sorbo de whisky.
—Dios, ¿qué es esto? Los vapores ya me están dejando KO.
—Sí, es muy fuerte, pero en este momento no te vendría nada mal algo que te derribara. Quédate un tiempo aquí conmigo —dije.
—El ATF y la DEA lo hicieron todo bien —dijo.
—Estas cosas suceden, Lucy.
—Tuve que pensar rápido. Lo único que se me ocurrió fue simular que no me importaba nada que a Jo le volaran los sesos. Ellos siguieron apuntándole a la cabeza y entonces yo actué como si estuviera furiosa con Jo, y eso los desconcertó por completo.
Bebió otro sorbo de whisky. Comenzaba a hacerle mucho efecto.
—Me acerqué a ese tarado marroquí que empuñaba el arma y le dije: «Adelante, mátala, es una perra estúpida y estoy harta de que siempre se me cruce en el camino. Pero si lo haces, lo único que conseguirás es joderte y joder a los otros».
Lucy se quedó mirando el fuego, con los ojos bien abiertos y sin parpadear, como si volviera a ver mentalmente la escena.
—Entonces dije: «¿Crees que yo no me imaginé que nos usarías y después harías esto? Adivina qué. Olvidé decirte que el señor Tortora nos espera, y miré mi reloj, exactamente dentro de una hora y dieciséis minutos. Me pareció que sería bueno entretenerlo antes de que ustedes, hijos de puta, se presentaran, le volaran los sesos y se llevaran todas sus armas, su dinero y su cocaína. ¿Qué pasará si nosotras no cumplimos con la cita? ¿No creen que se pondrá nervioso?
Yo no podía apartar la vista de Lucy. Por mi mente desfilaron toda clase de imágenes. La imaginé llevando a cabo su acto peligroso y la vi en traje de fajina en escenas de incendios y volando un helicóptero y programando computadoras. La recordé como la criatura irritante e indomable que yo virtualmente había criado. Marino tenía razón. Lucy estaba convencida de que tenía tanto que probar. Su primer impulso siempre era presentar lucha.
—No pensé que me hubieran creído —dijo—. Así que miré a Jo. Nunca olvidaré la expresión de sus ojos, el cañón de la pistola contra su sien. Sus ojos. —Calló un momento—.Tenían una expresión tan serena cuando me miró porque...
Se le quebró la voz.
—Porque quería que yo supiera que me amaba... —Lucy empezó a sollozar—. ¡Ella me amaba! Quería que yo lo supiera porque pensó... —Su voz subió de tono y cesó—. Porque pensó que íbamos a morir. Y en ese momento me puse a gritarle. Le dije que era una perra estúpida y la abofeteé con tanta fuerza que me quedó insensible la mano.
»Y Jo siguió mirándome como si yo fuera lo único que tenía en la vida, mientras la sangre fluía de su nariz y de los costados de su boca, un río rojo que descendía de su cara y goteaba de su mentón. Ni siquiera lloró. De pronto había desaparecido de la historia, perdido su rol, su entrenamiento, todo lo que sabe hacer bien. Yo la aferré, la arrojé al piso, me trepé sobre ella y comencé a imprecar, a abofetearla y a gritar.
Se secó los ojos y clavó la vista hacia adelante.
—Y lo más terrible, tía Kay es que, en parte, es real. Estoy tan enojada con Jo por fallarme, por darse por vencida. ¡Iba a rendirse y dejar que la mataran, maldita sea!
—Como hizo Benton —dije en voz baja.
Lucy se secó la cara con la camisa. No pareció oír lo que yo acababa de decir.
—Estoy harta de que las personas se den por vencidas y me abandonen —continuó con voz quebrada—. ¡Justo cuando yo más las necesito!
—Benton no se rindió, Lucy.
—Yo seguí gritándole a Jo, gritándole, pegándole y diciéndole que la iba a matar mientras estaba montada sobre ella y la sacudía tirándola de los pelos. Eso hizo que reaccionara, quizá también que se enojara y comenzó a defenderse y a golpearme. Me dijo que era una puta cubana, me escupió sangre en la cara, me pegó puñetazos, y a esa altura los tipos se mataban de risa, silbaban y se tocaban los genitales...
Hizo otra prolongada inspiración profunda, cerró los ojos y casi no podía permanecer sentada. Se recostó contra mis piernas y las luces del fuego juguetearon sobre su rostro fuerte y hermoso.
—Ella se puso a luchar en serio. Yo tenía las rodillas tan apretadas contra sus costados que me sorprendió que no le hubiera roto las costillas, y en medio de esa lucha desaforada, le desgarré y le abrí la camisa, y eso realmente excitó a los tipos, quienes entonces no vieron que yo tomaba mi arma de la pistolera de tobillo y comenzaba a disparar. Disparar. Disparar. Disparar... —Su voz se fue desvaneciendo.
Me agaché y la abracé.
—¿Sabes? Uso estos jeans de piernas anchas para ocultar el arma. Dicen que hice once disparos. Yo ni siquiera recuerdo haber dejado caer el cargador vacío y colocado uno lleno. Había agentes por todas partes y, de alguna manera, logré arrastrar a Jo por la puerta. La cabeza le sangraba mucho.
El labio inferior de Lucy tembló cuando trató de continuar con voz muy lejana. En realidad, no estaba allí conmigo; revivía la escena vivida en aquel otro lugar.
—Disparé. Disparé. Disparé. Tenía su sangre en mis manos.
Su voz se elevó.
—La golpeé y la golpeé. Todavía siento su mejilla contra la palma de mi mano.
Se la miró, como si debiera condenarla a muerte.
—Se la sentí. Sentí lo suave que era su piel. Y que sangraba. Yo se la hice sangrar. De esa piel que tanto había acariciado y amado, yo extraje sangre. Después las pistolas, las pistolas, las pistolas, y el humo y el estruendo en mis oídos. Y es como una llamarada enceguecedora cuando sucede de esa manera. Es algo que termina sin haber empezado. Pensé que Jo estaba muerta.
Bajó la cabeza y lloró en silencio, y yo le acaricié el pelo.
—Le salvaste la vida. Y también salvaste la tuya —dije por último—. Jo sabe qué hiciste y por qué lo hiciste, Lucy. Eso la hará amarte más.
—Esta vez estoy en problemas, tía Kay —dijo ella.
—Eres una heroína. Eso es lo que eres.
—No. No lo entiendes. No me importa si fui o no una buena tiradora. No me importa si el ATA me da una medalla.
Se sentó y se puso de pie. Me miró con derrota en sus ojos y otro sentimiento que no logré descifrar. Tal vez era tristeza. Lucy en ningún momento demostró tristeza cuando asesinaron a Benton. Lo único que vi entonces en ella fue rabia.
—La bala que le sacaron de la pierna era igual a las que yo tenía en mi arma.
No supe qué decir.
—Yo fui la que le disparó, tía Kay.
—Aunque lo hubieras hecho...
—¿Y si Jo no puede volver a caminar...? ¿Y si por culpa mía ya no puede pertenecer a las fuerzas del orden?
—No creo que pueda lanzarse de helicópteros en el corto plazo, pero se pondrá bien.
—¿Y si le arruiné la cara de manera permanente con mis malditos puños?
—Lucy, escúchame —le rogué—. Le salvaste la vida. Si tuviste que matar a dos personas para hacerlo, sea. No te quedó otra opción. No es lo que querías hacer.
—¿Cómo que no quería? —dijo ella—. Ojalá los hubiera matado a todos.
—No lo dices en serio.
—Quizá sólo sea un soldado mercenario —concluyó con furia y amargura—. ¿Tienes algunos asesinos, ladrones de autos, pedófilos, narcotraficantes de los que te gustaría librarte? Sólo llama al uno-ocho-cero-cero-L-U-C-Y.
—Matando no harás regresar a Benton.
De nuevo, fue como si no me hubiera oído.
—Él no querría que te sintieras así —aseguré.
Sonó la campanilla del teléfono.
—Benton no te abandonó, Lucy No estés enojada con él porque murió.
El teléfono sonó por tercera vez y ella no pudo contenerse. Lo tomó, incapaz de ocultar en sus ojos la esperanza y el miedo que sentía. Yo no me sentí capaz de contarle lo que el doctor Worth me había dicho. No era momento para hacerlo.
—Sí, un momento —dijo y una expresión de decepción y de más pesar le cruzó la cara cuando me entregó el teléfono.
—Hola —dije de mala gana.
—¿Habla la doctora Scarpetta? —preguntó una voz masculina desconocida.
—¿Quién es?
—Es importante que verifique quién es usted. —El acento era norteamericano.
—Si usted es otro reportero...
—Le daré un número de teléfono.
—Y yo le prometeré algo —repliqué—. Si no me dice quién es, cortaré.
—Permítame que le dé este número —dijo y comenzó a recitarlo antes de que yo tuviera tiempo de negarme.
Reconocí el código de Francia.
—En Francia son las tres de la mañana —comenté, como si él no lo supiera.
—No importa qué hora es. Hemos estado recibiendo información de usted y la pasamos por nuestro sistema de computación.
—No fue de mi parte.
—No, no en el sentido de que usted la tipeó en la computadora, doctora Scarpetta.
Su voz de barítono era suave, una madera fina pulida.
—Estoy en la secretaría en Lyon —me informó—. Llame al número que le di y, al menos, contáctese con nuestro correo de voz.
—¿Qué sentido tiene...?
—Por favor.
Corté y marqué el número, y una voz femenina grabada, con fuerte acento francés, dijo «Bonjour, hello» y dio los horarios de oficina en los dos idiomas. Entré en la extensión que el hombre me había dado, y la voz del individuo volvió a aparecer en línea.
—¿«Bonjour, hello»? ¿Se supone que eso lo identifica? —pregunté—. Por lo que sé, podría estar en un restaurante.
—Por favor, envíeme por fax una hoja con su membrete. Cuando lo vea le explicaré todo.
Me dio el número, lo puse en espera y fui a mi estudio. Le mandé un fax de mi papel con membrete mientras Lucy permanecía frente al fuego, los codos sobre las rodillas, el mentón en la mano, en silencio.
—Mi nombre es Jay Talley, el enlace del ATF en Interpol —se presentó cuando volví a comunicarme con él—. Necesitamos que vengan de inmediato. Usted y el capitán Marino.
—No lo entiendo —dije—. Usted debe de tener mis informes. Y, en este momento, no tengo nada más que agregar.
—No se lo pediríamos si no fuera importante.
—Marino no tiene pasaporte —dije.
—Él fue a las Bahamas hace tres años.
Yo había olvidado que Marino había hecho una de sus muchas elecciones desastrosas con respecto a las mujeres y se había llevado a una en un crucero de tres días. La relación no duró mucho más que eso.
—No me interesa que sea importante —le advertí—. De ninguna manera subiré a un avión y volaré a Francia cuando no sé qué...
—Aguarde un minuto —me interrumpió, cortésmente, pero con tono autoritario—. ¿Senador Lord? Señor, ¿está usted en línea?
—Sí, aquí estoy.
—¿Frank? —dije, sorprendida—. ¿Dónde estás? ¿En Francia?
Me pregunté durante cuánto tiempo habría estado en conferencia y escuchando.
—Ahora escúchame, Kay. Es importante —me aclaró el senador Lord con una voz que me recordó quién era—. Ve y hazlo enseguida. Necesitamos tu ayuda.
—¿Necesitamos?
Entonces habló Talley.
—Usted y Marino deben estar en la terminal privada Millionaire a las cuatro y media. De la mañana, hora de ustedes. En menos de seis horas.
—Yo no puedo salir ahora mismo... —comencé a decir mientras Lucy se paraba junto a la puerta.
—No llegue tarde. Su conexión a Nueva York despega a las ocho y media —me dijo él.
Pensé que el senador Lord había colgado, pero de pronto oí su voz.
—Gracias, agente Talley. Ahora hablaré yo con ella.
Alcancé a oír que Talley desaparecía de la línea.
—Quiero saber cómo estás, Kay —dijo mi amigo, el senador.
—No tengo la menor idea.
—Pues a mí me importa. No permitiré que nada te suceda. Confía en mí. Y ahora dime cómo te sientes.
—Además de haber sido convocada a Francia, de estar a punto de ser despedida y... —iba a agregar lo que le había pasado a Lucy, pero ella estaba allí de pie, muy cerca.
—Todo estará bien —aseguró el senador Lord.
—Cualquiera sea el significado de ese «todo» —contesté.
—Confía en mí.
Yo siempre lo había hecho.
—Te van a pedir que hagas cosas a las que te resistirás. Cosas que te asustarán.
—Yo no me asusto con facilidad, Frank —dije.
31
Marino me pasó a buscar a las cuatro menos cuarto. Era una hora despiadada de la mañana, que me recordó las guardias sin dormir en los hospitales, las primeras épocas de mi carrera, cuando me asignaban los casos que nadie más quería.
—Ahora sabes lo que se siente al estar en el turno de la noche —comentó Marino mientras avanzábamos por caminos helados.
—Lo sé de todos modos —contesté.
—Sí, pero la diferencia es que no estás obligada a pasar la noche en vela. Siempre puedes mandar a otra persona a la escena del crimen y quedarte en tu casa. Eres la jefa.
—Yo siempre dejo a Lucy cuando ella me necesita, Marino.
—Te juro que ella entiende, Doc. Seguro que de todos modos se irá a Washington para enfrentar toda esa mierda de la junta examinadora.
Yo no le había hablado de la visita de Dorothy. Sólo habría servido para enfurecerlo.
—Tú estás en la facultad de la Universidad de Virginia. Quiero decir, eres una verdadera médica.
—Gracias.
—¿No puedes ir y hablar directamente con el director o algo por el estilo? —Accionó el encendedor—. ¿No podrías tirar de algunos hilos para que Lucy pudiera entrar en esa habitación?
—Mientas Jo no esté en condiciones de tomar decisiones, su familia tiene el control total de quién puede visitarla y quién no.
—Son una malditos chiflados religiosos. Los Hitler de la Biblia.
—Hubo una época en que también tú eras bastante intolerante, Marino —le recordé—. Si no me equivoco, solías despotricar contra los gays y las lesbianas. Prefiero no repetirte algunas de las palabras que te oí decir.
—Sí, bueno. En ningún momento lo dije en serio.
En el centro aéreo Millionaire, la temperatura era bajo cero y un viento helado me rodeó y me empujó cuando busqué el equipaje en la parte de atrás de la camioneta. Nos recibieron dos pilotos que no dijeron mucho al abrir un portón y acompañarnos a cruzar la pista, donde un Learjet estaba conectado a un generador de energía. En uno de los asientos había un grueso sobre de papel manila con mi nombre, y cuando despegamos hacia esa noche despejada y fría, apagué la luz de la cabina y dormí hasta que aterrizamos en Teterboro, Nueva Jersey.
Una Explorer color azul oscuro avanzó hacia nosotros cuando bajamos por la escalerilla metálica. Caían pequeños copos de nieve que me rebotaban en la cara.
—Es un policía —dijo Marino cuando la camioneta se detuvo cerca del avión.
—¿Cómo lo sabes?
—Yo siempre lo sé —respondió Marino.
El conductor estaba de jeans y campera de cuero y tenía el aspecto de alguien que ha visto la vida desde todos los ángulos posibles y estaba feliz de recogernos. Puso nuestro equipaje en el baúl. Marino subió al asiento delantero y los dos se trenzaron en una competencia de anécdotas y recuerdos porque el tipo era del Departamento de Policía de Nueva York y Marino también solía pertenecer a ese cuerpo. Mientras yo dormitaba, oía cada tanto trozos sueltos de esa conversación.
—...Adams en la división detectives, llamó alrededor de las once. Supongo que Interpol se comunicó primero con él. Yo no sabía que tenía algo que ver con ellos.
—¿Ah, sí? —La voz de Marino era tan apagada y soporífera como el whisky con hielo—. Apuesto a que es un boludo...
—No. Está bien...
Dormí y dormité, y las luces de la ciudad me rozaron los párpados cuando comencé a sentir de nuevo esa dolorosa sensación de vacío.
—... una noche me emborraché tanto que a la mañana siguiente no sabía dónde estaba mi auto ni mis credenciales. Y entonces recibí el llamado...
La única vez que volé en un avión supersónico fue con Benton. Recordaba su cuerpo junto al mío, el intenso calor de mis pechos que lo rozaban cuando nos sentamos en esas pequeñas butacas grises y bebimos vino francés mientras mirábamos los recipientes con caviar que no pensábamos comer.
Recordé haber intercambiado con él palabras hirientes que se transformaron en una intensa sesión de amor en Londres, en un departamento cerca de la Embajada Norteamericana. Quizá Dorothy estaba en lo cierto. Tal vez algunas veces yo me concentraba demasiado en mí misma y no me mostraba tan abierta como desearía. Pero se equivocaba con respecto a Benton. Él nunca fue débil y jamás fuimos tibios en la cama.
—¿Doctora Scarpetta?
Una voz atrapó mi atención.
—Ya llegamos —me anunció nuestro conductor y me miró por el espejo retrovisor.
Me froté la cara con las manos y reprimí un bostezo. Los vientos eran allí más fuertes y la temperatura, más baja. Me registré en el mostrador de Air France porque no le confiaba a Marino pasajes o pasaportes, ni siquiera averiguar cuál era la puerta de embarque. El Vuelo 2 despegaba dentro de aproximadamente una hora y media, y tan pronto me senté en la sala de espera del Concorde volví a sentirme exhausta y me empezaron a arder los ojos. Marino estaba maravillado.
—Mira eso, ¿quieres? —me susurró con voz demasiado fuerte—. Tienen un bar completo. Ese tipo de allá está bebiendo una cerveza y son las siete de la mañana.
Marino tomó eso como un llamado de atención.
—¿Quieres algo? —preguntó—. ¿Un periódico, por ejemplo?
—En este momento me importa un cuerno lo que sucede en el mundo. —Deseé que Marino me dejara tranquila.
Cuando volvió, traía dos bandejas llenas de pastelillos, queso y galletas. Tenía una lata de cerveza Heineken debajo de un brazo.
—Adivina qué —dijo y puso su bandeja de desayuno en la mesa que tenía al lado—. Por la hora de Francia, son casi las tres de la tarde.
Abrió la lata de cerveza.
—Allá la gente mezcla champaña con jugo de naranja, ¿alguna vez oíste una cosa igual? Y estoy bastante seguro de que hay una persona famosa. Usa anteojos oscuros y todo el mundo la mira.
A mí no me importó.
—El tipo con quien está también parece famoso, una especie de Mel Brooks.
—¿La mujer de anteojos oscuros se parece a Anne Bancroft? —murmuré.
—¡Sí!
—Entonces es Mel Brooks.
Otros pasajeros, con ropa mucho más cara que la nuestra, nos miraron. Un hombre arrugó su ejemplar de Le Monde y bebió un espresso.
—La vi en El graduado. ¿Recuerdas esa película? —continuó Marino.
A esa altura yo ya estaba despierta y deseaba esconderme en alguna parte.
—Ésa era mi fantasía. Mierda. Una maestra de escuela que me diera «clases especiales» después de hora y que hiciera que yo tuviera que cruzarme de piernas.
—Por aquella ventana se puede ver el Concorde —señalé.
—No puedo creer que me haya olvidado de traer una cámara.
Bebió otro trago grande de cerveza.
—Tal vez deberías ir a comprarte una —le sugerí.
—¿Crees que aquí tendrán esas cámaras chiquitas descartables?
—Sólo las francesas.
Él vaciló un momento y después me miró con expresión lasciva.
—Enseguida vuelvo —dijo.
Por supuesto, dejó su pasaje y su pasaporte en el bolsillo del saco que había colgado en la silla, y cuando se oyó el anuncio de que pronto abordaríamos, recibí un mensaje urgente en mi pager de que nadie lo dejaba regresar a la sala de espera. Me esperaba junto a un escritorio, la cara encendida por la furia, un guardia de seguridad junto a él.
—Lo siento —dije y entregué a uno de los asistentes el pasaporte y el pasaje de Marino.
»No empecemos así este viaje —le recomendé en voz muy baja mientras regresábamos a la sala de espera y, después, seguíamos a otros pasajeros hacia el avión.
—Les dije que iría a buscar esas cosas, pero son unas perras francesas. Si la gente hablara inglés como se debe, estas cosas no pasarían.
Nuestros asientos eran contiguos, pero, por suerte, el avión no estaba lleno, así que me pasé a uno del otro lado del pasillo. Marino pareció tomar esto como una afrenta personal hasta que le di la mitad de mi pollo con salsa de lima, mi bizcochuelo con mousse de vainilla y mis chocolates. No sé bien cuántas cervezas bebió, pero no hizo más que levantarse, caminar por ese pasillo estrecho y volver, mientras volábamos al doble de la velocidad del sonido. Llegamos al aeropuerto Charles de Gaulle a las seis y veinte de la tarde.
Un Mercedes color azul oscuro nos aguardaba en el exterior de la terminal, y Marino trato de entablar conversación con el chofer, quien no le permitió sentarse adelante ni le prestó atención. De mal humor, Marino fumó con la ventanilla abierta y el aire frío entró a raudales mientras él contemplaba departamentos abyectos cubiertos de graffiti y miles de plantas de distribución nos atrajeron hacia la iluminada línea de edificación de una ciudad moderna. Los grandes dioses corporativos de Hertz, Honda, Technics y Toshiba brillaban en la noche desde las alturas de su monte Olimpo.
—Mierda, esto bien podría ser Chicago —se quejó Marino—. Me siento muy raro.
—Es el jet lag.
—Yo ya estuve en la Costa Oeste antes y no me sentí así.
—Esto es un jet lag peor —dije.
—Creo que tiene algo que ver con volar a tanta velocidad —prosiguió—. Piénsalo un poco. Uno mira por esa pequeña ventanilla como si estuviera en una nave espacial, ¿no te parece? Ni siquiera se puede ver el maldito horizonte. A esa altura no hay nubes, el aire es demasiado fino para respirar, y probablemente está a unos treinta grados bajo cero. No hay aves ni aviones normales ni nada.
A lo largo del Boulevard des Capucines las tiendas se convertían en boutiques de moda para los muy adinerados, y recordé que me había olvidado de averiguar cuál era la tasa de cambio.
—Por eso, tengo hambre de nuevo —continuó Marino con su explicación científica—. Cuando se viaja a tanta velocidad, al metabolismo le cuesta adaptarse. Piensa en las calorías. Yo no sentí nada una vez que pasé por la aduana, ¿y tú? No me sentí borracho ni lleno de comida ni nada.
La ciudad no estaba demasiado decorada para Navidad, ni siquiera en el centro. Los parisinos habían instalado luces modestas de colores y guirnaldas de muérdago en el exterior de sus bistrós y tiendas y, hasta el momento, yo no había visto un solo Papá Noel, salvo uno alto e inflable en el aeropuerto, que movía los brazos como si hiciera gimnasia. La temporada se celebraba un poco más, con pastoras rojas y un árbol de Navidad en el lobby de mármol del Grand Hotel, donde nuestro itinerario nos indicó que debíamos hospedarnos.
—Mierda —exclamó Marino al observar las columnas y una inmensa araña—. ¿Cuánto crees que cuesta una habitación en este hotel?
La campanilla musical de los teléfonos sonaba en forma ininterrumpida, y la cola que se había formado frente al mostrador de recepción era deprimentemente larga. Había equipaje por todas partes y con desaliento me di cuenta de que los integrantes de una excursión se estaban registrando en el hotel.
—¿Sabes una cosa, Doc? —dijo Marino—. En este lugar yo ni siquiera podré costearme una cerveza.
—Si alguna vez consigues llegar al bar —le respondí—. Por lo que veo, podríamos estar aquí toda la noche.
Justo cuando lo dije, alguien me tocó el brazo y de pronto vi que un hombre de traje oscuro se encontraba de pie junto a mí y sonreía.
—¿Madame Scarpetta, Monsieur Marino? —Nos indicó que saliéramos de la fila—. Lo siento tanto, pero hace apenas un instante que los vi. Me llamo Iván. Ustedes ya están registrados. Por favor, acompáñenme. Les mostraré sus habitaciones.
Yo no conseguí ubicar su acento, pero estaba segura de que no era francés. Nos condujo por el lobby a los ascensores de bronces lustrados como espejos y cuando subimos a uno, él apretó el botón del segundo piso.
—¿De dónde es usted? —pregunté.
—Un poco de todas partes, pero vivo en París desde hace muchos años.
Lo seguimos por un largo corredor hacia habitaciones contiguas pero no comunicadas. Me sorprendió y desconcertó un poco ver que adentro estaban nuestras valijas.
—Si llegan a necesitar algo, pidan específicamente por mí —dijo Iván—. Creo que lo mejor será que coman aquí, en el café. Hay una mesa reservada para ustedes y, desde luego, el hotel tiene servicio de habitación.
Se fue deprisa antes de que tuviera tiempo de darle una propina. Marino y yo nos quedamos parados en las puertas de nuestras respectivas habitaciones, contemplando el interior de cada una.
—Esto comienza a darme miedo —comentó—. Ese tipo no me gustó nada. ¿Cómo demonios sabemos quién es? Apuesto a que ni siquiera trabaja para el hotel.
—Marino, no nos quedemos conversando en el pasillo —dije en voz baja. Pensé que si no tenía un rato lejos de él, me pondría agresiva.
—¿Y? ¿Cuándo quieres comer?
—¿Por qué no pedimos que el servicio de habitación nos traiga la comida? —propuse.
—Bueno, lo que pasa es que estoy muy hambriento.
—Entonces, ¿por qué no te vas al café y comes algo? —sugerí, rogando que lo hiciera—. Yo pediré algo más tarde.
—No, creo que es mejor que sigamos juntos, Doc —contestó.
Entré en mi habitación y cerré la puerta, y quedé helada al ver que alguien había sacado mis cosas de la valija y mi ropa interior, cuidadosamente doblada, estaba en los cajones de la cómoda. Los pantalones, las blusas y un traje colgaban en el ropero, y los artículos de tocador estaban en la repisa del baño. Casi enseguida sonó la campanilla del teléfono y yo no tuve ninguna duda de quién era el que llamaba.
—¿Qué sucede? —pregunté.
—¡Me abrieron la valija y guardaron todo! —gritó Marino como una radio a todo volumen—. Esto ya es el colmo. No me gusta que nadie meta las manos en mi equipaje. ¿Que demonios se creen estos malditos franchutes? ¿Esto es una costumbre francesa o algo por el estilo? ¿Uno se aloja en un hotel elegante y los tipos le revisan las valijas?
—No, no es una costumbre francesa —dije.
—Entonces debe de ser una costumbre de Interpol —me retrucó.
—Te llamaré más tarde.
En el centro de una mesa había una cesta con frutas y una botella de vino. Corté en gajos una naranja y me serví una copa de merlot. Descorrí los pesados cortinados y miré por la ventana a gente con traje de noche que subía a finos automóviles. Las esculturas doradas del viejo edificio de la ópera, del otro lado de la calle, exhibían su belleza desnuda y áurea frente a los dioses, y las chimeneas eran como una barba recién crecida sobre miles de techos. Me sentí ansiosa, sola e invadida.
Me di un baño prolongado y fantaseé con abandonar a Marino por el resto de la noche, pero triunfaron mis buenos modales. Él nunca había estado en Europa, y por cierto no en París y, además, me daba miedo dejarlo solo. Marqué el número de su extensión y le pregunté si quería que nos subieran una cena liviana. Él eligió pizza, a pesar de que le advertí que no era precisamente la especialidad de París, y saqueó mi minibar en busca de cerveza. Yo pedí ostras y nada más, y dejé encendidas solamente algunas lámparas porque había visto suficiente por un día.
—Estuve pensando algo —comentó él después de que nos trajeron la comida—. No me gusta sacarlo a relucir, Doc, pero siento cosas muy raras. —Comió un trozo de pizza—. Me preguntaba si a ti no te pasaba lo mismo. Si esa idea no te estaría flotando también en la cabeza, salida de ninguna parte, como un OVNI.
Puse el tenedor en el plato. Las luces de la ciudad brillaban del otro lado de mi ventana e, incluso con la escasa iluminación del cuarto, pude ver el miedo que Marino sentía.
—No tengo idea de qué hablas —dije y busqué la copa de vino.
—De acuerdo, me parece que hay algo en que debemos pensar por un momento.
Yo no quería escuchar.
—Bueno, primero recibes esa carta de la mano de un senador de los Estados Unidos que resulta ser el presidente de la Comisión del Poder Judicial, lo cual significa que tiene mucho poder con las fuerzas del orden. O sea que está al tanto de todas las porquerías que suceden en el Servicio Secreto, el ATF, el FBI, lo que se te ocurra.
Una alarma comenzó a sonar en mi mente.
—Tienes que reconocer que la coincidencia es interesante. El senador Lord te entrega esa carta de Benton y ahora, de repente, estamos aquí para conectarnos con Interpol...
—Por favor, no hagamos esto —lo interrumpí cuando sentí que se me apretaba el estómago y mi corazón comenzaba a latir con fuerza.
—Tienes que oírme hasta el final, Doc —dijo él—. En la carta, Benton te dice que no sigas haciendo duelo, que todo está bien y que él sabe todo lo que haces cada minuto...
—Basta —levanté la voz y arrojé la servilleta sobre la mesa mientras mis emociones me golpeaban por todas partes.
—Debemos enfrentarlo. —También Marino se estaba poniendo emotivo—. ¿Cómo sabes..,? Bueno, quiero decir, ¿y si la carta no fue escrita hace varios años? ¿Si fue escrita ahora...?
—¡No! ¡Cómo te atreves! —salté y se me llenaron los ojos de lágrimas.
Empujé la silla hacia atrás y me puse de pie.
—Vete —le ordené—. No pienso someterme a tus malditas teorías. ¿Qué quieres? ¿Hacerme pasar de nuevo por ese infierno? ¿Para volver a tener esperanzas después de haberme esforzado tanto por aceptar la verdad? Sal de mi cuarto.
Marino empujó hacia atrás su silla, que cayó al piso mientras él se ponía de pie de un salto. Tomó su paquete de cigarrillos de la mesa.
—¿Y si Benton sigue con vida? —Él también levantó la voz—. ¿Cómo sabes fehacientemente que él no tuvo que desaparecer por un tiempo por algo importante que tenía que ver con el ATF, el FBI, Interpol, mierda, por lo que sabemos, hasta la NASA?
Tomé la copa de vino y las manos me temblaban tanto que casi no pude sostenerla sin volcar su contenido, mientras toda mi existencia era desgarrada de nuevo. Marino se paseaba por la habitación y gesticulaba como loco con su cigarrillo.
—No lo sabes fehacientemente —repitió—. Lo único que viste fue un hueso quemado en un agujero negro y pestilente dejado por el fuego. Y un reloj como el suyo. ¿Y con eso, qué?
—¡Hijo de puta! —exclamé—. ¡Maldito hijo de puta! Después de todo lo que tuve que pasar, no se te ocurre nada mejor que...
—Tú no fuiste la única que lo pasó. Sólo porque te acostabas con él no significa que era de tu propiedad.
Di unos pasos hacia él y tuve que contenerme para no abofetearlo con toda el alma.
—Dios mío —murmuré mientras miraba fijo sus ojos estupefactos—. Dios mío.
Pensé en Lucy golpeando a Jo y me alejé de Marino. Él giró hacia la ventana y fumó. En el cuarto flotaban la desdicha y la vergüenza; apoyé la cabeza en la pared y cerré los ojos. Jamás había estado siquiera cerca de la violencia con nadie en mi vida; no por cierto con alguien como Marino, no con alguien que conocía y me importaba.
—Nietzsche tenía razón —murmuré con tono de derrota—. Hay que tener cuidado con respecto a quién elegimos como enemigo, porque es a esa persona a la que más nos pareceremos.
—Lo siento —logró decir Marino.
—Como mi primer marido, como mi hermana idiota, como cualquier otra persona descontrolada y egoísta que conocí en la vida. Aquí estoy. Como ellos.
—No, no es así.
Yo tenía la frente apoyada contra la pared, como si rezara, y agradecí que estuviéramos en sombras y que le diera la espalda a Marino, para que él no pudiera ver mi angustia.
—No quise herirte con lo que dije, Doc. Te lo juro. Ni siquiera sé por qué lo dije.
—Está bien.
—Lo único que trato de hacer es observar bien todo, porque hay piezas que me parece que no calzan bien.
Se acercó a un cenicero y aplastó su cigarrillo.
—No sé por qué estamos aquí —dijo.
—No estamos aquí para hacer esto —le aseguré.
—Bueno, no sé por qué ellos no intercambiaron información con nosotros por computadora o por teléfono, como siempre hacen. ¿No opinas lo mismo?
—No —susurré y respiré hondo.
—De modo que en mi mente comenzó a filtrarse la idea de que a lo mejor Benton... Que quizá pasaba algo importante y él tenía que ser por un tiempo un testigo protegido. Cambiar de identidad y todo eso. No siempre sabíamos en qué andaba. Ni siquiera tú lo sabías siempre, porque él a veces no podía decírtelo, y él no quería herirnos al decirnos algo que no debíamos saber. En especial, no quería lastimarte o hacer que te preocuparas todo el tiempo por él.
Yo no le contesté.
—No trato de revolver nada. Lo único que digo es que es algo en lo que deberíamos pensar —agregó sin mucha convicción.
—No, no lo es —contesté, carraspeé y sentí que me dolía todo—. No es algo en lo que deberíamos pensar. Benton fue identificado, Marino, por todos los medios posibles. Carrie Grethen no apareció justo para matarlo en el momento en que él necesitaba desaparecer por un tiempo. ¿No entiendes que eso es imposible? Está muerto, Marino. Benton está muerto.
—¿Asististe a su autopsia? ¿Leíste el informe de la autopsia? —Por lo visto, Marino no quería darse por vencido.
Los restos de Benton habían sido enviados a la oficina del médico forense de Filadelfia. Yo nunca pedí que se revisara su caso.
—No, no estuviste en su autopsia, y si hubieras ido, yo te habría considerado completamente loca —añadió Marino—. De modo que no viste nada. Sólo sabes lo que te dijeron. No es mi intención seguir insistiendo en esto, pero es la verdad. Y si alguien quería que no se supiera que esos restos no eran de él, ¿cómo lo sabrías si nunca les echaste un vistazo?
—Sírveme un poco de whisky —dije.
32
Miré hacia Marino, mi espalda apoyada contra la pared, como si no tuviera las fuerzas suficientes para mantenerme sobre mis propios pies.
—¿Viste cuánto cuesta el whisky aquí? —comentó Marino al cerrar la puerta del minibar.
—No me importa.
—De todos modos, supongo que pagará Interpol —decidió él.
—Y necesito un cigarrillo —añadí.
Marino encendió un Marlboro para mí y la primera pitada fue como un golpe en mis pulmones. Después, se acercó con un vaso con whisky y hielo en una mano y una cerveza Beck's, en la otra.
—Lo que trato de decir —insistió Marino—, es que si Interpol puede hacer todo esto en secreto con pasajes electrónicos, hoteles elegantes y Concordes, y nadie tiene la menor idea de quién habló con quienquiera que sean estas personas, ¿qué te hace pensar que no podrían haber falsificado todo lo demás?
—No podrían haber falseado que a Benton lo asesinara una psicópata —respondí.
—Sí que podrían. Tal vez eso lo convirtió en el momento perfecto. —Soltó una bocanada de humo y bebió cerveza—. Lo cierto es, Doc, que estoy convencido de que podrían falsificar cualquier cosa.
—¿Incluso una identificación por ADN?
No pude seguir porque en mi mente comenzaron a formarse imágenes que había reprimido desde hacía tanto tiempo.
—No puedes afirmar que los informes eran ciertos.
—¡Suficiente!
Pero la cerveza había derribado todo el control de Marino, y no quiso detener esas teorías, deducciones y pensamientos de realización de deseos cada vez más fantásticos. Su voz siguió y siguió y comenzó a sonar muy lejos e irreal. Me recorrió un estremecimiento. Un leve resplandor de luz brilló en esa oscuridad y destrozó una parte de mí. Deseaba desesperadamente creer que lo que él sugería era cierto.
Cuando se hicieron las cinco de la mañana, yo seguía vestida y dormida en el sofá. Tenía un espantoso dolor de cabeza, gusto a tabaco rancio en la boca y un fuerte aliento a alcohol. Me duché y durante un buen rato me quedé mirando fijo el teléfono que había al lado de mi cama. La sola idea de lo que había decidido hacer me llenó de pánico. Me sentía tan confundida.
En Filadelfia era casi medianoche, y le dejé un mensaje al doctor Vance Harston, el jefe de médicos forenses. Le di el número del fax que tenía en mi habitación y colgué en el pomo de la puerta el cartel de «no molestar». Marino se reunió conmigo en el pasillo, y lo único que le dije fue un «buenos días» casi inaudible.
En la planta baja había ruido a tazas y platos cuando armaban el bufet y un hombre limpiaba las puertas de vidrio con un cepillo y un trapo. No había café a esa hora tan temprana, y la única otra huésped despierta era una mujer con el tapado de visón colgado sobre una silla. Frente al hotel, otro taxi Mercedes nos esperaba.
Nuestro chofer de ese día era hosco y estaba apurado. Me froté las sienes mientras las motocicletas pasaban a toda velocidad en carriles inventados por ellas, serpenteando entre los automóviles y rugiendo a través de muchos túneles angostos. Me deprimió pensar en el accidente automovilístico en el que murió la princesa Diana.
Recordé haberme despertado y enterado de lo sucedido por los informativos, y lo primero que pensé fue que tendíamos a no creer que las muertes mundanas y accidentales como ésas les podían suceder a nuestros dioses. No tiene nada de glorioso ni de majestuoso morir por culpa de un conductor borracho. La muerte es la gran niveladora: le importa un cuerno quiénes son sus víctimas.
El cielo era de color azul oscuro. Las veredas estaban mojadas por haber sido lavadas y los enormes tachos de basura verdes estaban alineados en las calles. Nos sacudimos con el empedrado de la Place de la Concorde y avanzamos a la vera del Sena, que casi en ningún momento pudimos ver por los paredones que lo ocultaban. Un reloj digital en el exterior de la Gare de Lyon nos informó que eran las siete y veinte, y en el interior de la estación de ferrocarril se oían pisadas rápidas y se veía gente que corría al Relais Hachette para comprar periódicos.
Aguardé detrás de una mujer con un caniche frente a la boletería, y un hombre bien vestido y de rasgos afilados y pelo plateado me sobresaltó. Desde lejos se parecía a Benton. No pude evitar pasear la vista por la multitud como si pudiera encontrarlo, y el corazón me galopó en el pecho como si no pudiera sobrevivir a otra situación así.
—Café —le dije a Marino.
Nos sentamos frente a una barra en el interior de L' Embarcadére y nos sirvieron café espresso en diminutas tazas marrones.
—¿Qué demonios es esto? —gruñó Marino—. Yo sólo quería un café común y corriente. ¿Qué tal si me alcanza un poco de azúcar? —le dijo a la mujer que estaba del otro lado del mostrador.
Ella puso varios sobrecitos sobre el mostrador.
—Creo que preferiría tomar un café crème —le dije.
Ella asintió. Marino bebió dos cafés, comió dos baguettes con jamón y fumó tres cigarrillos en menos de veinte minutos.
—¿Sabes? —le comenté cuando abordábamos un train à grande vitesse o TGV—, realmente no quiero que te mates.
—Epa, no te preocupes —contestó él y se sentó frente a mí—. Aunque tratara de mejorar mi tren de vida, igual el estrés me liquidaría.
Nuestro vagón estaba ocupado apenas en su tercera parte, y los pasajeros sólo parecían interesados en sus periódicos. El silencio hizo que Marino y yo habláramos en voz muy baja, y ese tren bala no hizo ningún sonido cuando arrancó de pronto. Nos deslizamos fuera de la estación y entonces tanto el cielo azul como los árboles comenzaron a volar hacia atrás por nuestras ventanillas. Sentí calor y mucha sed. Traté de dormir y la luz del sol fue iluminando mis ojos cerrados.
Desperté cuando una mujer inglesa sentada dos filas más atrás comenzó a hablar por un teléfono celular. Un viejo del otro lado del pasillo trataba de resolver un problema de palabras cruzadas y su lápiz mecánico hacía un ruido metálico cada tanto. El aire golpeó con fuerza nuestro vagón cuando otro tren pasó volando junto a nosotros en dirección contraria, y cerca de Lyon, el cielo se puso lechoso y empezó a nevar.
El mal humor de Marino seguía en aumento mientras miraba por la ventanilla, y se mostró descortés cuando desembarcamos en el Lyon Part-Dieu. No dijo nada durante el trayecto en taxi y yo me enfurecí más con él al rebobinar mentalmente las palabras que él me había dicho, como al descuido, la noche anterior.
Nos acercamos a la parte vieja de la ciudad, donde el Ródano y el Saona se unen, y los departamentos y los antiguos muros construidos en la ladera de la montaña me recordaron a Roma. Yo estaba muy mal. Tenía el alma destrozada. Me sentía más sola que nunca, como si no existiera, como si sólo fuera parte de la pesadilla de otra persona.
—Yo no espero nada —dijo finalmente Marino a propósito de nada—. Puede que diga «¿Y si...?», pero no espero nada. No tendría sentido. Mi esposa me dejó hace mucho y todavía no he encontrado a nadie con quien pueda llevarme bien. Ahora estoy suspendido y barajo la posibilidad de trabajar contigo. Pero si lo hiciera, tú ya no me respetarías.
—Desde luego que te respetaría.
—Mentira. El hecho de trabajar para alguien lo cambia todo, y tú lo sabes.
Parecía abatido y agotado, y tanto su cara como la posición de su cuerpo en el asiento mostraban los efectos de la clase de vida que llevaba. Se había derramado café en su arrugada camisa de denim y sus pantalones color caqui eran ridiculamente grandes. Yo había notado que, cuanto más gordo estaba, mayor era el talle de los pantalones que se compraba, como si con eso lograra engañarse a sí mismo o a los demás.
—¿Sabes, Marino? No es muy amable de tu parte haber dado a entender que trabajar para mí sería lo peor que te pasó en la vida.
—Tal vez no sería lo peor, pero se acercaría bastante —dijo.
33
Las oficinas centrales de Interpol se erguían solas en el Parc de la Tête d'Or. Era una fortaleza con estanques y vidrios reflectantes y no parecía lo que era. Yo estaba segura de que las sutiles señales de lo que ocurría adentro no eran advertidas por casi ninguno de los que pasaban frente a ese edificio. En ninguna parte figuraba el nombre de esa calle flanqueada por árboles en la que estaba ubicado, de modo que si uno no sabía adonde iba, casi con toda seguridad nunca llegaría allí. Tampoco había ningún cartel al frente que anunciara Interpol. De hecho, no había carteles por ninguna parte.
Las antenas satelitales y parabólicas, las barricadas de cemento y las cámaras estaban bastante ocultas, y la cerca metálica verde coronada por alambre de púas se encontraba bien disimulada por plantas ornamentales. La secretaría de la única organización policial internacional del mundo emanaba silenciosamente claridad y paz, y permitía que quienes trabajaban en su interior miraran hacia afuera sin que nadie pudiera mirar hacia adentro. En esa mañana fría y nublada, irónicamente, un pequeño árbol de Navidad instalado en el techo parecía saludar esa festividad.
No vi a nadie cuando oprimí el botón del intercomunicador del portón del frente para avisar que habíamos llegado. Entonces una voz nos pidió que nos identificáramos y, cuando lo hicimos, se oyó un clic y se abrió el portón. Marino y yo avanzamos por una vereda hacia un edificio exterior en el que otra cerradura se abrió, y nos recibió un guardia de traje y corbata que parecía suficientemente fuerte como para levantar en vilo a Marino y lanzarlo a París por el aire. Otro guardia se encontraba sentado detrás de un cristal a prueba de balas y deslizó hacia afuera un cajón para cambiarnos los pasaportes por distintivos de visitantes.
Una cinta transportadora hizo pasar nuestros efectos personales por una máquina de rayos X, y el guardia que nos había recibido nos indicó, más con gestos que con palabras, que pasáramos, de a uno a la vez, por lo que parecía ser un tubo neumático transparente que iba del piso al cielo raso. Yo lo hice, un poco con la sensación de que sería chupada hacia alguna parte, y una puerta curva de plexiglás se cerró. Otra me soltó en el otro extremo, después de que cada molécula de mi persona hubiera sido escaneada.
—¿Qué demonios es esto? ¿Viaje a las estrellas? —me preguntó Marino después de ser, también él, escaneado—. ¿Cómo sabemos si eso no nos producirá cáncer? O, en el caso de los hombres, causar otros problemas.
—Cállate —dije.
Tuve le sensación de haber esperado un rato bastante largo hasta que un hombre apareció en un pasaje abierto que conectaba el sector de seguridad al edificio principal, y no era para nada lo que yo esperaba. Caminaba con el paso elástico de un atleta joven, y un costoso traje de franela color carbón caía con elegancia sobre lo que seguramente era un cuerpo escultural. Usaba camisa blanca impecable y una colorida corbata Hermés mezcla de azul, verde y rojo oscuro, y cuando nos estrechó con firmeza la mano advertí que usaba un reloj pulsera de oro.
—Jay Talley. Lamento haberlos hecho esperar —se disculpó.
Sus ojos de color avellana eran tan penetrantes que me sentí violada por ellos, y sus facciones perfectas eran tan atractivas que de inmediato supe cómo era, porque los hombres así de hermosos son todos iguales. Me di cuenta de que tampoco a Marino le caía nada bien.
—Hablamos por teléfono —me dijo, como si yo no lo recordara.
—Y desde entonces no he vuelto a dormir por las noches —agregué, sin poder quitarle los ojos de encima, por mucho que lo intentara.
—Por favor, acompáñenme.
Marino me lanzó una mirada intencionada y movió los dedos detrás de las espaldas de Talley, con el ademán que siempre hacía cuando decidía instantáneamente que alguien era gay. Los hombros de Talley era amplios. No tenía cintura. Su perfil parecía el de un dios romano, sus labios eran gruesos y su barbilla, ancha.
Me dediqué a calcular qué edad tendría. Por lo general, los puestos en el extranjero eran muy codiciados y se otorgaban a agentes senior y con rango; sin embargo, Talley parecía no tener más de treinta años. Nos condujo a un atrio de mármol, de tres pisos de alto, en cuyo centro había un espléndido mosaico del mundo bañado en luz. Hasta los ascensores eran de vidrio.
Después de pasar por una serie de cerraduras electrónicas y zumbidos y combinaciones y cámaras que observaban cada uno de nuestros movimientos, bajamos en el segundo piso. Era como si estuviera encerrada dentro de cristal tallado. Talley parecía brillar. Sentí una mezcla de aturdimiento y de resentimiento, porque no había sido idea mía ir allí y, además, no sentía que controlaba la situación.
—¿Qué hay allá arriba? —preguntó Marino, el modelo de la cortesía y la discreción.
—El tercer piso —contestó, impasible, Talley.
—Bueno, pero los botones no tienen número —continuó Marino, la vista fija en el techo del ascensor—. Me preguntaba si es allí donde tienen todas las computadoras.
—El secretario general vive allá arriba —comentó Talley con tono despreocupado, como si en ello no hubiera nada de raro.
—¿En serio?
—Por razones de seguridad. Él y su familia viven en el edificio —añadió Talley cuando pasamos frente a oficinas de aspecto normal, con personas también de aspecto normal en ellas—. Ahora iremos a reunimos con él.
—Espléndido. A lo mejor a él no le importará decirnos qué demonios hacemos aquí —respondió Marino.
Talley abrió otra puerta, ésta fabricada con madera cara y oscura, y nos recibió amablemente un hombre con acento británico que se identificó como el director de comunicaciones. Recibió los pedidos de café y le avisó al secretario general George Mirot que habíamos llegado. Minutos después nos condujo a la oficina privada de Mirot, donde encontramos a un hombre imponente de pelo entrecano sentado detrás de un escritorio con tapa de cuero negro, entre paredes cubiertas con armas antiguas, medallas y obsequios de otros países. Mirot se puso de pie y nos estrechó la mano.
—Pongámonos cómodos —dijo.
Nos indicó un sector con sillones, junto a una ventana que daba al Ródano, mientras Talley tomaba un grueso archivo acordeón de una mesa.
—Sé que esto ha sido una prueba muy dura para ustedes y que deben de estar exhaustos —dijo en correcto inglés—. No sé cómo agradecerles que hayan venido. Sobre todo con tanta rapidez.
Su rostro inescrutable y su porte militar no revelaban nada, y su presencia hacía que todo lo que lo rodeaba pareciera más pequeño. Se instaló en un sillón y cruzó las piernas. Marino y yo nos sentamos en el sofá y Talley lo hizo frente a mí y puso el archivo sobre la alfombra.
—Agente Talley —dijo Mirot—. Dejaré que empiece usted. ¿Me perdonarán que vaya directamente al grano? —nos preguntó—. Tenemos muy poco tiempo.
—En primer lugar, quiero explicarles por qué el ATF está involucrado en el caso que tienen del hombre no identificado —nos aclaró a Marino y a mí—. Supongo que están familiarizados con el ATDAI. Quizá por su sobrina Lucy.
—Esto no tiene nada que ver con ella —dije, algo inquieta.
—Como probablemente sabe, ese organismo tiene fuerzas de tareas formadas por fugitivos de crímenes violentos —continuó en lugar de responder a mi objeción—. El FBI, la DEA, las fuerzas locales del orden y, desde luego, el ATF, combinan sus recursos en los casos especialmente difíciles de altísima prioridad.
»Hace alrededor de un año —prosiguió— formamos un escuadrón para que trabajara en homicidios llevados a cabo en París y que, pensábamos, habían sido cometidos por el mismo individuo.
—Yo no sabía que en París se hubieran cometido homicidios en serie —dije.
—Lo que pasa es que, en Francia, controlamos los medios mejor que ustedes —comentó el secretario general—. Como comprenderá, los asesinatos aparecieron en los medios de información, doctora Scarpetta, pero con muy poco detalle y sin un carácter sensacionalista. Los parisinos saben que en la ciudad se cometen asesinatos, y se advirtió a las mujeres que no abrieran la puerta a desconocidos, etcétera. Pero eso es todo. Creemos que no sirve de nada revelar la parte truculenta de los homicidios: los huesos destrozados, la ropa desgarrada, las marcas de mordeduras, las desviaciones sexuales.
—¿De dónde salió el nombre de hombre lobo? —pregunté.
—De él —contestó Talley mientras sus ojos casi me tocaban el cuerpo y después se alejaban volando como un ave.
—¿Del asesino? —pregunté—. ¿Quiere decir que él se llama a sí mismo hombre lobo?
—Sí.
—¿Cómo puede saber usted una cosa así? —preguntó Marino para no quedar al margen de la conversación. Y por su lenguaje corporal, supe que estaba a punto de causar problemas.
Talley vaciló y miró a Mirot.
—¿Qué ha estado haciendo ese hijo de puta? —continuó Marino—. ¿Deja su sobrenombre en pequeñas notas en las escenas del crimen? ¿O quizá las sujeta con alfileres a los cadáveres, como en las películas, eh? Eso es lo que odio cuando las organizaciones grandes se ven envueltas en una mierda como ésta.
»Las personas más apropiadas para trabajar en los homicidios son los tarados como yo que salen a la calle, caminan por todas partes y se embarran las botas. Cuando se echa mano de esas imponentes fuerzas de tareas y sistemas de computación, todo se va al carajo. Se vuelve demasiado «inteligente», cuando lo que empezó todo no es nada inteligente en el sentido académico del término...
—Es allí donde se equivoca —lo interrumpió Mirot—. El hombre lobo es muy inteligente. Tuvo sus razones para informarnos de su nombre en una carta.
—¿Una carta dirigida a quién? —preguntó Marino.
—A mí —respondió Talley.
—¿Cuándo fue esto? —pregunté.
—Hace alrededor de un año. Después de su cuarto homicidio.
Desató la cinta que ataba el archivo y sacó una carta protegida por un plástico. Me la entregó, y sus dedos rozaron los míos. La carta estaba en francés. Reconocí la letra como la misma que encontré en la caja de cartón en el interior del contenedor. El papel llevaba membrete con el nombre de una mujer y tenía manchas de sangre.
—Dice —tradujo Talley—: «Por los pecados de uno morirán todos. El hombre lobo». El papel pertenecía a la víctima y también la sangre. Pero lo que más me intrigó en aquel momento fue cómo sabía él que yo estaba involucrado en la investigación. Y esto nos acerca más a una teoría que es la razón por la que ustedes están aquí. Tenemos muchos motivos para creer que el asesino pertenece a una familia poderosa, es el hijo de personas que saben perfectamente qué hace él y se han asegurado de que no sea apresado. No necesariamente porque le tengan afecto sino para protegerse a sí mismos a toda costa.
—¿Incluyendo fletarlo en un contenedor? —pregunté—. ¿Muerto y sin identificación, a miles de kilómetros de París, porque ya tuvieron bastante?
Mirot me observó y se oyó un crujido del cuero cuando cambió de posición en el sillón y acarició una lapicera de plata.
—Probablemente no —me dijo Talley—. Al principio, sí. Eso fue lo que pensamos, porque todo señala al hombre muerto en Richmond como este asesino: hombre lobo escrito en el cartón, la descripción física que pudieron obtener, considerando el estado en que se encontraba el cuerpo. La ropa fina que llevaba. Pero cuando usted nos suministró información adicional con respecto al tatuaje con, cito, «ojos amarillos que podrían haber sido alterados en un intento de hacerlos más pequeños»...
—Bueno, bueno —lo interrumpió Marino—. ¿Nos está diciendo que ese tal hombre lobo tenía un tatuaje con ojos amarillos?
—No —respondió Talley—. Lo que digo es que su hermano lo tenía.
—¿Lo «tenía»? —pregunté.
—Ya llegaremos a eso, y tal vez entonces usted comenzará a pensar que lo que le sucedió a su sobrina está tangencialmente relacionado con todo esto —contestó Talley, con lo cual volví a sentirme atormentada—. ¿Está familiarizada con un cartel criminal internacional que llamamos los «Ciento Sesenta y Cinco»?
—Dios mío —dije.
—Apodado así porque parecen tener preferencia por la munición Speer Gold Dot 165 —explicó Talley—, que ellos contrabandean. La usan exclusivamente en sus armas de fuego y por lo general nos es posible individualizar sus golpes porque recuperamos la bala Gold Dot.
Pensé en el casquillo de Gold Dot que recuperamos en Quik Cary.
—Cuando usted nos envió información sobre el homicidio de Kim Luong, y gracias a Dios que lo hizo, las piezas comenzaron a encajar —dijo Talley.
Entonces tomó la palabra Mirot:
—Todos los integrantes de ese cartel llevan un tatuaje con dos puntos de color amarillo brillante.
Los dibujó en un bloc de papel. Eran del tamaño de una moneda de diez centavos.
—Es el símbolo de pertenencia a un club poderoso y violento, y sirve para recordar al que lo lleva que es miembro de por vida, porque es imposible quitarse un tatuaje. La única salida del cartel de los «Ciento Sesenta y Cinco» es la muerte.
—A menos que se logre empequeñecer esos puntos y convertirlos en ojos. En los ojos de un pequeño búho... algo tan sencillo y tan rápido. Y, después, escapar a algún lugar donde a nadie se le ocurrirá buscarlo.
—Como un puerto en la poco probable ciudad de Richmond, Virginia —añadió Talley.
Mirot asintió.
—Exactamente.
—¿Por qué? —preguntó Marino—. ¿Por qué de pronto este tipo entra en pánico y huye? ¿Qué fue lo que hizo?
—Cruzó el cartel —respondió Talley—. En otras palabras, traicionó a su familia. Creemos que el muerto que está en su morgue —me dijo a mí— es Thomas Chandonne. Su padre es el «padrino», por falta de un término mejor, de los «Ciento Sesenta y Cinco». Thomas cometió la pequeña equivocación de preparar su propia droga y realizar su propio tráfico de armas y trampear así a la familia.
—La familia Chandonne —dijo Mirot— ha vivido en la Île Saint-Louis desde el siglo XVII, uno de los sectores más antiguos y adinerados de París. Allí sus habitantes se llaman a sí mismos luisines, y son muy orgullosos y elitistas. Muchos no consideran que la isla forme parte de París, aunque esté en medio del Sena y en el corazón mismo de la ciudad.
»Balzac, Voltaire, Baudelaire y Cézanne —prosiguió— fueron sólo algunos de sus residentes más conocidos. Y es allí donde la familia Chandonne se ha estado ocultando detrás de su fachada de nobleza, su ostentosa filantropía y el lugar prominente que ocupan en la política mientras manejan uno de los carteles del crimen organizado más grandes y sanguinarios del mundo.
—Nunca pudimos obtener suficientes pruebas para detenerlos —agregó Talley—. Pero con su ayuda, tal vez logremos hacerlo.
—¿De qué manera? —pregunté, aunque no quería tener nada que ver con una familia de asesinos como ésa.
—Con la verificación, para empezar. Necesitamos probar que ese cuerpo es el de Thomas. No tengo ninguna duda en tal sentido, pero existen esas pequeñas trabas legales que nosotros, los organismos de las fuerzas del orden, debemos tolerar. —Me sonrió.
—¿ADN, huellas, películas? ¿Tenemos algo para comparar? —pregunté, sabiendo cuál sería la respuesta.
—Los asesinos profesionales saben bien cómo evitar esa clase de cosas —comentó Mirot.
—No encontramos nada —contestó Talley—. Y es allí donde entra a tallar el hombre lobo. Su ADN permitiría identificar el de su hermano.
—¿De modo que se supone que debemos publicar un aviso en el periódico pidiendo al lobo que pase por aquí y nos dé una muestra de su sangre? —El mal humor de Marino aumentaba a medida que transcurría la mañana.
—Esto es lo que pensamos que puede haber sucedido —dijo Talley, sin prestarle atención—. El pasado veinticuatro de noviembre, apenas dos días antes de que el Sirius zarpara para Richmond, el individuo que se llama a sí mismo hombre lobo hizo lo que creemos fue su último intento de homicidio en París. Advierta que digo «intento», porque la mujer escapó.
»Esto sucedió a eso de las ocho y media de la noche. Alguien golpeó a la puerta. Cuando ella la abrió encontró a un hombre de pie en el porche. Era cortés y culto; su aspecto era refinado y a ella le pareció recordar que usaba una chaqueta oscura y elegante, tal vez de cuero, y una bufanda oscura metida en el cuello. Él le dijo que acababa de tener un accidente con el automóvil y le preguntó si le permitía usar el teléfono para llamar a la policía. Fue muy convincente. Ella estaba a punto de dejarlo pasar cuando su marido le gritó algo desde otra habitación y de pronto el individuo huyó.
—¿Ella lo vio bien? —preguntó Marino.
—La chaqueta, la bufanda, tal vez un sombrero. Está bastante segura de que tenía las manos metidas en los bolsillos y de que estaba un poco encorvado por el frío —contestó Talley—. Pero no pudo verle bien la cara porque estaba oscuro. En líneas generales, su impresión fue de que se trataba de un caballero cortés y agradable.
Talley hizo una pausa.
—¿Más café? ¿Agua? —les preguntó a todos mientras me miraba. Noté que tenía el lóbulo de la oreja derecha perforado. No vi el diminuto diamante hasta que la luz dio en él cuando se inclinó para llenarme el vaso.
»Dos días después del intento de asesinato, el veinticuatro de noviembre, el Sirius debía zarpar de Antwerp, lo mismo que otra embarcación llamada Exodus, un barco marroquí que en forma regular trae fosfato a Europa —confirmó Talley y regresó a su silla.
»Pero Thomas Chandonne tenía una linda diversión, y el Exodus terminó en Miami con toda clase de armas y explosivos ocultos dentro de bolsas con fosfato. Nosotros sabíamos lo que él hacía, y tal vez usted comienza ahora a ver la conexión ATDAI. El golpe en que su sobrina estuvo envuelta fue sólo una de las muchas ramificaciones de las actividades de Thomas.
—Es obvio que su familia lo supo —dijo Marino.
—Pensamos que se salió con la suya durante un tiempo prolongado con el recurso de utilizar rutas extrañas, alterar los libros, lo que se le ocurra —contestó Talley—. En la calle se lo llama moverse con rapidez. En la familia Chandonne se lo llama suicidio. Y no sabemos con exactitud qué ocurrió, pero sí que pasó algo, porque esperábamos que estuviera a bordo del Exodus y no fue así.
»¿Y por qué no? —Talley lo dijo casi como si fuera una pregunta retórica—. Porque supo que estaba perdido. Modificó su tatuaje. Eligió un puerto donde no era probable que nadie buscara un polizón. —Talley me miró—. Richmond fue una buena elección. Quedan muy pocos puertos así en los Estados Unidos, y Richmond tiene un flujo permanente de barcos desde y hacia Antwerp.
—De modo que Thomas, usando un alias... —comencé a decir.
—Uno de muchos —acotó Mirot.
—Ya había firmado contrato como tripulante del Sirius. La cuestión es que se suponía que terminaría en el puerto seguro de Richmond, mientras el Exodus iba camino a Miami sin él —dijo Talley.
—¿Y dónde entra en escena el hombre lobo en todo esto? —quiso saber Marino.
—Sólo podemos especular en ese sentido —contestó Mirot—. El hombre lobo comienza a perder todo control y su último intento de asesinato fracasa. Hasta es posible que lo hayan visto. Tal vez su familia ya tuvo bastante, quiere librarse de él y él lo sabe. Quizá, de alguna manera, conoce los planes de su hermano de abandonar el país a bordo del Sirius. A lo mejor también él seguía a Thomas, sabía lo del tatuaje alterado, etcétera. Ahoga a Thomas, encierra su cuerpo dentro del contenedor y trata de que parezca que el muerto es él, el hombre lobo.
—¿Cambió su ropa por la de Thomas? —me preguntó Talley.
—Bueno, si planeaba ocupar el lugar de Thomas en el barco, no se iba a presentar con un Armani.
—¿Y lo que apareció en los bolsillos? —Talley pareció inclinarse hacia mí, aunque en realidad estaba sentado muy derecho.
—Lo transfirió —dije—. El encendedor, el dinero, todo salió de los bolsillos de Thomas y terminó en los bolsillos del jean que su hermano muerto —si es que era su hermano— usaba cuando su cuerpo apareció en el puerto de Richmond.
—Cambió el contenido de los bolsillos, pero no apareció ninguna forma de identificación.
—Así es —dije—. Y no sabemos si ese cambio de ropa tuvo lugar después de que Thomas estaba muerto. Es algo engorroso. Es mejor obligar a la víctima a desvestirse.
—Sí —dijo Mirot y asintió—. Ya iba a eso. Al cambio de ropa antes de matar a la otra persona. Ambas se desvisten.
Pensé en la ropa interior del revés, los raspones en las rodillas y las nalgas desnudas. Los rasguños en el talón de los zapatos podrían haber sido hechos más tarde, cuando ahogaron a Thomas y arrastraron su cuerpo a un rincón del contenedor.
—¿Cuántos hombres se suponía que llevaba el Sirius en su tripulación? —pregunté.
Fue Marino el que contestó.
—En la lista figuraban siete. Se interrogó a todos, pero no lo hice yo porque no hablo el idioma. Tuvieron ese honor algunos tipos de la aduana.
—¿Todos los hombres de la tripulación se conocían? —pregunté.
—No —respondió Talley—. Lo cual no es extraño cuando se piensa que esos barcos sólo ganan dinero cuando están en movimiento. Dos semanas mar adentro, dos semanas de regreso, sin escalas, de modo que tiene que haber una rotación de tripulación. Para no mencionar que hablamos de la clase de personas que nunca se quedan mucho tiempo en un mismo lugar, así que podría haber una tripulación de siete hombres, de los cuales sólo dos tal vez hayan navegado juntos antes.
—¿Los mismos siete hombres a bordo cuando el barco zarpó de regreso a Antwerp? —pregunté.
—Según Joe Shaw —contestó Marino—, ninguno de ellos salió nunca del puerto de Richmond. Comían y dormían en el barco, que descargó y se fue.
—Ah —dijo Talley—. Pero no es del todo así. Supuestamente, uno tuvo una emergencia familiar. El agente de embarque lo llevó al aeropuerto de Richmond, pero en realidad nunca lo vio subir al avión. El nombre que figuraba en el cuaderno de registro del barco era Pascal Léger. Este tal Monsieur Léger no parece existir y posiblemente era el alias de Thomas, el que usaba cuando lo mataron, el alias que el hombre lobo puede haber tomado después de ahogarlo.
—Confieso que me cuesta bastante imaginar a ese trastornado asesino serial como el hermano de Thomas Chandonne —dije—. ¿Qué lo hace estar tan seguro?
—La alteración del tatuaje, como le dije —replicó Talley—. La información más reciente proporcionada por usted acerca de los detalles del homicidio de Kim Luong. Los mordiscones, la forma en que la desvistieron y todo el resto. Un modus operandi muy, muy particular y horroroso. Cuando Thomas era muchacho, doctora Scarpetta, solía contarles a sus compañeros de clase que tenía un hermano mayor que era una espece de sale gorille. Un mono estúpido y feo que debía vivir en su casa.
—Este asesino no tiene nada de estúpido —dije.
—De acuerdo —aceptó Mirot.
—No podemos encontrar ningún registro de su hermano. Ni su nombre ni nada —confesó Talley—. Pero estamos convencidos de que existe.
—Lo entenderá mejor cuando repasemos los casos —agregó Mirot.
—Me gustaría hacerlo ahora mismo —dije.
34
Jay Talley tomó el archivo acordeón, sacó de él muchas carpetas gruesas y las puso frente a mí sobre la mesa ratona.
—Hemos traducido el material al inglés —dijo—. Todas las autopsias fueron practicadas en el Institut Médico-Légal de París.
Comencé a hojear los informes. Cada víctima había sido golpeada hasta dejarla irreconocible, y las fotografías de la autopsia y los informes mostraban huellas de magullones y laceraciones radiadas en los lugares donde la piel se había desgarrado al recibir un golpe con algún tipo de arma que yo no creía que fuera del mismo tipo que la empleada en Kim Luong.
—Los sectores marcados del cráneo —comenté mientras seguía hojeando—, un martillo o algo así. ¿No se encontró ningún arma?
—No —respondió Talley.
Todas las estructuras faciales estaban rotas. Había hematomas subdurales, sangrado sobre el cerebro y en la cavidad torácica. La edad de las víctimas iba desde veintiuno a cincuenta y dos años. Cada una de ellas tenía múltiples marcas de mordeduras.
—Fracturas conminutas masivas del hueso parietal izquierdo, fracturas con hundimiento que empujan la lámina interna de los huesos planos del cráneo hacia el cerebro subyacente —dije en voz alta y fui pasando de un protocolo de autopsia a otro—. Derrame subdural bilateral. Rotura de tejido cerebral acompañada con hemorragia subaracnoidea... fractura del hueso frontal derecho que se extiende por la línea media hacia el hueso parietal derecho... La coagulación sugiere un tiempo de sobrevida de por lo menos seis minutos desde el momento en que se le infligió la lesión...
Levanté la vista y les dije:
—Furia. Capacidad destructiva. Capacidad destructiva frenética.
—¿Sexual? —preguntó Talley mirándome a los ojos.
—¿No lo es todo? —acotó Marino.
Cada una de las víctimas estaba semidesnuda, la ropa desgarrada o rota de la cintura para arriba. Todas estaban descalzas.
—Qué extraño —dije—. Por lo visto, el asesino no tenía ningún interés en las nalgas ni los genitales de las mujeres.
—Parecería que su fetiche son los pechos —comentó Mirot.
—Por cierto, un símbolo de la madre —acepté—. Y si es verdad que lo mantuvieron encerrado en la casa durante toda su infancia, allí debe de existir una patología interesante.
—¿Qué le parecería el robo? —preguntó Marino.
—No es seguro en todos los casos, pero decididamente sí en algunos. El dinero, de eso se trata. Nada que pudiera rastrearse, como alhajas que él pudiera empeñar —respondió Talley.
Marino palmeó su paquete de cigarrillos, como lo hacía cada vez que necesitaba desesperadamente fumar.
—Fume, por favor —lo invitó Mirot.
—¿Es posible que haya matado en alguna otra parte? En otro lugar, además de Richmond, si damos por sentado que asesinó a Kim Luong —pregunté.
—La mató, eso es seguro —dijo Marino—. Nunca vi un modus operandi igual.
—No sabemos cuántas veces mató —respondió Talley—. Ni dónde.
Mirot dijo:
—Si existe una conexión, nuestro software la puede encontrar en apenas dos minutos. Pero siempre habrá casos acerca de los cuales no sabemos nada. Tenemos ciento setenta y siete países miembros, doctora Scarpetta. Algunos nos utilizan más que otros.
—Es sólo una conjetura —dijo Talley—, pero sospecho que este tipo no es alguien que suela recorrer el mundo, sobre todo si, como supongo, tiene alguna incapacidad que lo obligó a quedarse en su casa. En mi opinión, seguía viviendo en la casa de su familia cuando empezó a matar.
—¿Los asesinatos se han vuelto más frecuentes? ¿Hay un período de espera menor entre ellos? —preguntó Marino.
—Los últimos dos homicidios de que tenemos noticia se produjeron en octubre, y después hubo el atentado más reciente, o sea que atacó tres veces en un período de cinco semanas —informó Talley—. Y esto refuerza nuestras sospechas en el sentido de que el tipo está fuera de control, que las cosas se le hicieron demasiado difíciles y huyó.
—Tal vez confiaba en poder empezar de nuevo y dejar de matar —reflexionó Mirot.
—Eso es algo que no suele suceder —señaló Marino.
—No se menciona que se hayan presentado pruebas a ningún laboratorio —dije mientras comenzaba a sentir escalofríos al pensar en el lugar sombrío hacia donde todo esto se encaminaba—. No lo entiendo. ¿No se hicieron estudios en estos casos? ¿No se tomaron muestras de fluidos corporales? ¿No se recogieron pelos, fibras, una uña rota, lo que fuera?
Mirot consultó su reloj.
—¿Ni siquiera huellas dactilares? —pregunté con incredulidad.
Mirot se puso de pie.
—Agente Talley, ¿quiere por favor llevar a nuestros invitados a almorzar a nuestra cafetería? —dijo—. Me temo que yo no podré ser de la partida.
Mirot nos acompañó hasta la puerta de su imponente oficina.
—Debo agradecerles de nuevo por haber venido —nos dijo a Marino y a mí—. Me doy cuenta de que el trabajo de ustedes recién comienza, pero espero que tome una dirección que pronto haga que este terrible asunto quede en el olvido. O, al menos, que le aseste un golpe definitivo.
Su secretaria oprimió un botón en el teléfono.
—Subsecretario Arvin, ¿está allí? —le dijo a quienquiera que estuviera en línea—. ¿Puedo ponerlo ahora en conferencia?
Mirot asintió. Regresó a su oficina y cerró la puerta muy despacio.
—Usted no nos hizo venir aquí solamente para revisar los casos —le dije a Talley mientras nos conducía por entre el gentío que había en los pasillos.
—Les mostraré algo —dijo.
Nos llevó a un lugar donde nos enfrentamos a una galería fantasmal de retratos de personas muertas.
—«Cadáveres no identificados» —explicó Talley—. Avisos con código negro.
Los pósters eran imágenes en blanco y negro e incluían huellas dactilares y otras características identificatorias. Toda la información estaba escrita en inglés, francés, español y árabe, y era obvio que la mayoría de esos individuos anónimos no había muerto en forma pacífica.
—¿Reconoce el suyo? —preguntó Talley y señaló el agregado más reciente.
Por fortuna, el rostro grotesco de nuestro caso no identificado no tenía la vista fija en nosotros; en cambio, debajo había un registro dental nada fuera de lo común, huellas dactilares y una nota.
—Con excepción de los pósters, Interpol es una organización que no maneja papeles —explicó Talley.
Nos acompañó a un ascensor.
—Los registros en papel son escaneados electrónicamente a nuestra unidad principal de computación, donde quedan por un período limitado y después son destruidos.
Oprimió el botón de la planta baja.
En el exterior de la cafetería, armaduras y un águila rampante de bronce custodiaban a todos los que ingresaban en ella. Las mesas estaban ocupadas por varios cientos de hombres y mujeres con ropa de negocios, todos policías que habían llegado allí desde infinidad de partes del mundo para combatir distintas actividades delictivas organizadas que iban desde robo y falsificación de tarjetas de crédito en los Estados Unidos a números de cuentas bancarias que involucraban tráfico de cocaína en África. Talley y yo optamos por pollo asado y ensalada. Marino, en cambio, prefirió costillas a la parrilla.
Nos instalamos en un rincón.
—El secretario general no suele interesarse directamente por ningún caso en particular como ocurrió con éste —nos aclaró Talley—. Se los digo para que se den una idea de lo importante que es.
—O sea que deberíamos sentirnos honrados —dijo Marino.
Talley cortó un pequeño trozo de pollo y mantuvo el tenedor en la misma mano, siguiendo un estilo europeo.
—Yo no quisiera que nos encegueciera lo mucho que deseamos que ese cuerpo no identificado sea el de Thomas Chandonne —prosiguió Talley
—Sí, claro. Sería muy embarazoso que sacaran de la inmensa computadora que tienen ese aviso con código negro y, después, ¿qué? Resulta que el hijo de puta no está muerto y que el hombre lobo no es más que un chiflado local que sigue matando. No existe ninguna relación entre los dos —dijo Marino—. Entonces es posible que bajen un poco las acciones de Interpol ¿verdad?
—Capitán Marino, no se trata de acciones —dijo Talley y lo miró fijo—. Sé que usted ha trabajado en muchos casos difíciles en su carrera. Sabe bien cuánto tiempo llevan. Necesitamos liberar a nuestra gente para que pueda trabajar en otros crímenes. Necesitamos abatir a las personas que se ocultan detrás de esa basura. Necesitamos destruirlas.
Apartó la bandeja sin terminar la comida. Sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo interior del saco.
—Ésta es una cosa buena de Europa —dijo y sonrió—. Mala para la salud pero no antisocial.
—Bueno, déjeme que le pregunte una cosa —añadió Marino—. Si no se trata de acciones, ¿entonces quién paga toda esta mierda? Learjets, Concordes, hoteles elegantes, para no mencionar los Mercedes.
—Aquí, muchos de los taxis son marca Mercedes.
—En casa preferimos los Chevies y Fords desvencijados —dijo Marino con ironía—. Ya sabe, compre norteamericano.
—Interpol no tiene la costumbre de suministrar Learjets ni hoteles de lujo —aclaró Talley.
—¿Entonces quién lo hizo?
—Creo que podría preguntárselo al senador Lord —respondió Talley—. Pero permítame que le recuerde una cosa. El crimen organizado tiene que ver con el dinero, y la mayor parte de ese dinero proviene de gente honesta, de compañías y comerciantes honestos que quieren hacer desaparecer esos carteles tanto como nosotros.
Los músculos de la mandíbula de Marino comenzaron a flexionarse.
—Sólo puedo sugerir que no es mucho pedir que una compañía importante compre un par de pasajes en Concorde si millones de dólares en equipos electrónicos o incluso armas y explosivos están siendo desviados.
—¿Quiere decir que alguna compañía tipo Microsoft pagó por todo esto? —preguntó Marino.
La paciencia de Talley estaba siendo puesta a prueba. No le contestó.
—Se lo estoy preguntando. Quiero saber quién pagó por mi pasaje. Quiero saber quién demonios me revisó la valija. ¿Algún agente de Interpol? —insistió Marino.
—Interpol no tiene agentes. Tiene enlaces con varios departamentos de fuerzas del orden. El ATF, el FBI, el servicio postal, los departamentos de policía, etcétera.
—Sí, claro. Como que la CIA no husmea a la gente.
—Por el amor de Dios, Marino —dije.
—Quiero saber quién demonios me revisó la valija —dijo Marino y su cara adquirió un tono más intenso de rojo—. Eso me enfurece más de lo que lo hizo ninguna otra cosa en mucho tiempo.
—Ya veo —admitió Talley—. Tal vez debería quejarse a la policía de París. Pero imagino que, si tuvieron algo que ver con eso, fue por el propio bien de usted. Por ejemplo, por si usted traía un arma.
Marino no dijo nada.
—Supongo que no trajiste ninguna —le dije a Marino con incredulidad.
—Cuando alguien no está familiarizado con los viajes internacionales, bueno, se pueden cometer errores inocentes —agregó Talley—. Sobre todo los policías norteamericanos, que están acostumbrados a llevar armas a todas partes y quizá no entienden en qué problemas serios se podrían meter aquí.
Marino permaneció callado.
—Sospecho que la única motivación fue prevenir toda clase de inconvenientes para cualquiera de los dos —aseguró Talley.
—Está bien, está bien —gruñó Marino.
—Doctora Scarpetta —dijo entonces Talley—, ¿está usted familiarizada con el funcionamiento de nuestro poder judicial?
—Bueno, lo suficiente como para alegrarme de que no lo tengamos en Virginia.
—El juez es nombrado en su cargo de por vida. El patólogo forense es nombrado por el magistrado, y es éste quien decide qué pruebas se envían a los laboratorios e incluso cuál es la forma de la muerte —explicó Talley.
—Como lo peor de nuestro sistema —dije—. Cada vez que están involucrados la política y los votos...
—El poder —acotó Talley—. La corrupción. La política y la investigación criminal nunca deberían estar en el mismo cuarto.
—Pero lo están. Todo el tiempo, agente Talley. Incluso quizás aquí, en su organización —dije.
—¿En Interpol? —Pareció encontrar muy divertido mi comentario—. En realidad no existe ninguna motivación para que Interpol tome el camino equivocado, por santurrona que pueda sonar esta afirmación mía. No tomamos crédito por nada. No queremos publicidad, automóviles, armas ni uniformes; no peleamos por jurisdicciones. Tenemos un presupuesto sorprendentemente bajo para lo que hacemos. Para la mayoría de las personas, ni siquiera existimos.
—Usted usa el plural como si fuera uno de ellos —comentó Marino—. Estoy confundido. De pronto usted es ATF y al minuto siguiente, es un agente secreto. De todos modos, ¿cómo fue que terminó aquí?
—Mi padre es francés; mi madre, norteamericana. Pasé casi toda mi infancia en París, y después mi familia se mudó a Los Ángeles.
—¿Y después?
—Facultad de Derecho. No me gustó y terminé en el ATF.
—¿Cuánto hace de esto? —Marino continuó con el interrogatorio.
—Hace cerca de cinco años que soy agente.
—¿Ah, sí? ¿Y durante cuánto tiempo lo fue aquí? —Marino se ponía más beligerante con cada pregunta.
—Dos años.
—Qué cómodo. Tres años en la calle y después termina aquí bebiendo vino y metido en este gran castillo de vidrio con toda esa gente importante.
—Sí, he sido muy afortunado. —La respuesta cortés de Talley escondía cierto sarcasmo—. Tiene mucha razón. Supongo que me ayudó algo el hecho de saber hablar cuatro idiomas y de haber viajado mucho. También me metí en computación y estudié derecho internacional en Harvard.
—Voy al baño —dijo Marino y se puso de pie en forma abrupta.
—Lo que terminó de molestarlo fue lo de Harvard —le comenté a Talley cuando Marino se alejó.
—No fue mi intención fastidiarlo —dijo.
—Desde luego que sí.
—Caramba, ¿tan mala impresión se formó de mí en tan poco tiempo?
—Marino no suele comportarse así siempre —continué—. Una nueva autoridad policial lo hizo volver a usar uniforme, lo suspendió e hizo todo lo posible por destruirlo.
—¿Cómo se llama ese tipo? —preguntó Talley.
—No es ningún tipo; es una mujer —respondí—. Y, en mi experiencia, a veces las mujeres en posición de autoridad son peores que los hombres. Se sienten más amenazadas, más inseguras. Tienden a rivalizar con las otras mujeres, cuando deberían ayudarse mutuamente.
—Usted no parece ser así. —Me observó.
—El sabotaje lleva mucho tiempo.
Él no supo cómo tomarlo.
—Descubrirá que soy una persona muy directa, agente Talley, porque no tengo nada que ocultar. Tengo metas concretas y me propongo alcanzarlas. Lucharé con usted o no lo haré. Lo enfrentaré o no, y en caso afirmativo, lo haré estratégicamente pero con misericordia, porque no tengo interés en ver sufrir a nadie. A diferencia de Diane Bray. Ella envenena a la gente y después se sienta a contemplar el espectáculo, y disfruta al ver que la persona en cuestión se hace pedazos lenta y dolorosamente.
—Diane Bray. Bueno, bueno —dijo Talley—, basura nuclear en ropa ajustada.
—¿La conoce? —pregunté, sorprendida.
—Ella finalmente se fue de Washington para poder arruinar algún otro departamento de policía. Yo estuve un período breve en el departamento central antes de que me asignaran aquí. Bray siempre trataba de coordinar lo que sus agentes hacían con lo que el resto de nosotros hacía. Ya sabe, el FBI, el Servicio Secreto, nosotros. No quiero decir con esto que está mal que la gente trabaje en equipo, pero ésa no era la intención de ella. Lo que quería era conectarse bien con las personas en posición de autoridad, de poder, y vaya si lo consiguió.
—No quiero gastar energía hablando de ella —señalé—. Esa mujer ya me quitó demasiado.
—¿Desea algún postre?
—¿Por qué no se analizaron las pruebas en los casos que tuvieron lugar en París? —pregunté para volver al tema que me interesaba.
—¿Y un café?
—Lo que quisiera es una respuesta, agente Talley.
—Jay
—¿Por qué estoy aquí?
Él vaciló y miró hacia la puerta como si le preocupara la posibilidad de que entrara alguien que no deseaba ver. Decidí que pensaba en Marino.
—Si el asesino es ese chiflado Chandonne, como sospechamos, entonces su familia preferiría que su desagradable costumbre de apuñalar, golpear y morder a mujeres no se hiciera pública. De hecho —hizo una pausa y su mirada me perforó los ojos—, parecería que su familia ni siquiera querría que se supiera que él estaba en este planeta. Es algo así como el «secreto sucio» de los Chandonne.
—¿Entonces cómo sabe que él existe?
—Su madre dio a luz a dos varones. Y en los registros no figura que uno haya muerto.
—Lo que parece es que no hay registro de nada —dije.
—No en papel. Hay otras maneras de averiguar cosas. La policía ha pasado cientos de horas entrevistando a personas, en especial los que viven en la Île Saint-Louis. Además de lo que alegan los ex compañeros de clase de Thomas, existe una especie de leyenda en el sentido de que se ha visto a un hombre que camina por la orilla de la isla por las noches o muy temprano por la mañana, cuando todavía está oscuro.
—¿Este personaje misterioso nada o sencillamente camina cerca del río? —pregunté. Pensaba en las diatomeas de agua dulce que encontramos en el interior de la ropa del muerto.
Talley me miró con sorpresa.
—Es extraño que me lo pregunte. Sí. Hemos recibido informes de que un hombre blanco nada desnudo en el Sena en la orilla de la Île Saint-Louis. Incluso cuando hace mucho frío. Y siempre cuando está oscuro.
—¿Y usted cree en esos rumores? —pregunté.
—No me corresponde a mí creer o no creer.
—¿Qué se supone que significa eso?
—Nuestra misión aquí es facilitar y lograr que todas las tropas piensen y trabajen juntas, no importa dónde estén o quiénes sean. Somos la única organización en el mundo que podemos hacerlo. Yo no estoy aquí para jugar al detective.
Calló por un momento prolongado y me miró para encontrar lugares que yo tenía miedo de compartir con él.
—No es mi intención parecer un especialista en perfiles psicológicos, Kay —aclaró.
Él sabía lo de Benton. Por supuesto que lo sabía.
—No tengo esa habilidad y, por cierto, tampoco la experiencia necesaria —agregó—. Así que no pienso empezar a trazar un retrato del tipo que está haciendo esto. Me da igual cuál es su aspecto, cómo camina o habla... lo único que sé es que habla francés y, quizá, también otros idiomas.
»Una de las víctimas era italiana —prosiguió—. No hablaba inglés. Cabe preguntarse si él no le habrá hablado en italiano para conseguir que lo dejara entrar.
Talley se echó hacia atrás en su asiento y tomó el vaso de agua.
—Este individuo tuvo amplias oportunidades de ser autodidacta —explicó Talley—. Es posible que vista bien, porque Thomas tenía fama de ser amante de los automóviles veloces, la ropa de marca, las alhajas. Tal vez ese hermano despreciable que tenían oculto en el sótano recibía la ropa que dejaba de usar Thomas.
—Los jeans que usaba el hombre no identificado le quedaban un poco grandes de cintura —recordé.
—Supuestamente, el peso de Thomas era variable. Se esforzaba mucho por ser delgado, era muy vanidoso con respecto a su aspecto personal. De modo que, ¿quién puede saberlo? —dijo Talley y se encogió de hombros—. Pero de una cosa sí estoy seguro: si su supuesto hermano era tan raro como dice la gente, dudo mucho que saliera de compras.
—¿Realmente piensa que esa persona vuelve a su casa después de uno de sus asesinatos y sus padres le lavan la ropa ensangrentada y lo protegen?
—Bueno, alguien lo protege —repitió Talley—. Por eso todos estos casos en París se han detenido en la puerta de la morgue. No sabemos qué pasó después, fuera de lo que ya le mostramos a usted.
—¿El magistrado?
—Alguien con mucha influencia. Podría ser cualquiera de entre una cantidad de personas.
—¿Cómo hizo para conseguir los informes de las autopsias?
—Por el camino normal —respondió—. Le pedimos los registros a la policía de París. Y lo que ve es todo lo que tenemos. Ninguna prueba se envió a los laboratorios, Kay. Ningún sospechoso. Ningún juicio. Nada, excepto que la familia probablemente se cansó de proteger y ocultar a su hijo psicópata, quien no sólo es un motivo de vergüenza sino también un problema potencial.
—¿De qué manera el hecho de probar que el hombre lobo es el hijo psicópata de los Chandonne lo ayudará a terminar con el cartel Ciento Sesenta y Cinco?
—En primer lugar, confiamos en que el hombre lobo hable. Si queda detenido por una serie de homicidios, en especial el de Virginia... Bueno, tendremos en nuestras manos un arma. Para no mencionar —sonrió— que si identificamos a los hijos de monsieur Chandonne, tendremos un motivo para registrar su preciosa casa de trescientos años de antigüedad en la Île Saint-Louis, sus oficinas, sus conocimientos de embarque, etcétera, etcétera.
—Suponiendo que pesquemos al hombre lobo —dije.
—Debemos hacerlo.
Su mirada se cruzó con la mía y la sostuvo durante un momento prolongado y tenso.
—Kay, necesitamos que usted pruebe que el asesino es el hermano de Thomas.
Tomó el paquete de cigarrillos y me lo ofreció. Yo no lo toqué.
—Es posible que usted sea nuestra única esperanza —añadió—. Es la mejor oportunidad que hemos tenido hasta el momento.
—Marino y yo podríamos estar en grave peligro si nos acercamos más a la verdad —dije.
—La policía no puede entrar en la morgue de París y hacer preguntas —dijo—. Ni siquiera los de la policía secreta. Y tampoco puede hacerlo aquí nadie de Interpol.
—¿Por qué no? ¿Por qué no puede entrar allí la policía parisiense?
—Porque la médica forense que se ocupó de los casos no quiere hablar con ellos. No confía en nadie, y no la culpo. Pero sí parece confiar en usted.
Yo no dije nada.
—Debería sentirse motivada después de lo que les pasó a Lucy y a Jo.
—Eso no es justo.
—Lo es, Kay. Demuestra lo peligrosas que son esas personas. Trataron de volarle los sesos a su sobrina. Y, después, trataron de quebrarla. Todo eso no es una abstracción para usted, ¿verdad que no?
—La violencia nunca es una abstracción para mí. —Sentí que un sudor frío descendía por mi cara.
—Pero es diferente cuando se trata de alguien que usted ama —insistió Talley—. ¿No?
—No me diga qué debo sentir.
—Abstracción o no, sentimos las fauces frías y despiadadas cuando se cierran sobre alguien que nos importa. —Talley no quería darse por vencido—. No permita que esos malvados le hagan eso a nadie más. Usted tiene una deuda. Lucy se salvó.
—Yo debería estar en casa con ella —dije.
—La ayudará más aquí. Ayudará también más a Jo.
—No necesito que usted me diga lo que es mejor para mi sobrina o su amiga. O para mí, ya que estamos.
—Para nosotros, Lucy es una de nuestras mejores agentes. Para nosotros, Lucy no es su sobrina.
—Supongo que eso debería alegrarme.
—Ya lo creo que sí.
Su atención se centró en mi cuello y un poco más abajo. Sentí su mirada como una brisa que sólo ejercía su efecto sobre mí, y después la fijó en mis manos.
—Dios, qué fuertes que son —dijo y tomó una—. El cuerpo que apareció en el contenedor. Kim Luong. Ésos son casos suyos, Kay. —Observó con atención mis dedos, la palma de mi mano—. Usted conoce todos los detalles. Usted sabe qué preguntas hacer, qué buscar. Tiene sentido que usted vaya a verla.
—¿A quién? —aparté la mano y me pregunté si alguien nos estaría viendo.
—A Madame Stvan. Ruth Stvan. La directora de medicina legal y jefa de médicos forenses de Francia. Ustedes dos se conocen.
—Por supuesto que sé quién es, pero nunca nos vimos.
—En Ginebra, en 1988. Ella es suiza. Cuando usted la conoció ella no estaba casada. Su apellido de soltera es Dürenmatt.
Me observó para ver si lo recordaba. No fue así.
—Ustedes estuvieron juntas en un panel. «Síndrome de muerte infantil súbita».
—¿Me puede decir cómo lo sabe?
—Estaba en su curriculum —contestó, divertido.
—Le aseguro que mi curriculum no la menciona para nada —respondí, a la defensiva.
Sus ojos no dejaban de mirarme. Yo no podía dejar de mirarlo y me costaba pensar.
—¿Irá a verla? —preguntó—. No resultaría raro que usted cayera allá a saludar a una vieja amiga mientras se encuentra de visita en París, y ella ya aceptó verla. Ésa es en realidad la razón por la que usted está aquí.
—Qué bueno que me avisó —dije, mientras mi indignación aumentaba.
—Tal vez no pueda hacer nada. Quizás ella no sepa nada. A lo mejor no hay ningún otro detalle que pueda darnos para ayudarnos con nuestro problema. Pero creemos que no es así. Es una mujer muy inteligente y ética que ha tenido que trabajar mucho contra un sistema que no siempre está del lado de la justicia. ¿Cree que podrá hacerla hablar?
—Dígame, ¿quién demonios se piensa que es? —pregunté—. ¿Cree que puede tomar el teléfono, hacerme venir aquí y pedirme que «caiga» por la morgue de París mientras algún cartel criminal no mira?
Él no dijo nada pero tampoco apartó la vista de mí. Por la ventana que tenía al lado entraba el sol a raudales y convertía sus ojos en el color ámbar de los de un tigre.
—Me importa un cuerno que usted sea de Interpol, de Scotland Yard o la reina de Inglaterra —dije—. No pienso permitir que nos ponga en peligro a mí, a la doctora Stvan o a Marino.
—Marino no irá a la morgue.
—Dejaré que usted se lo comunique.
—Si él la acompañara, despertaría sospechas, en especial por ser un modelo de decoro —comentó Talley—. Además, no me parece que le caería muy bien a la doctora Stvan.
—Y si hay pruebas, ¿entonces, qué?
Él no me contestó y yo sabía por qué.
—Me está pidiendo que manipule la cadena de pruebas. Me pide que robe pruebas, ¿no es así? No sé cómo lo llaman aquí, pero en los Estados Unidos se llama delito grave.
—Deterioro o falsificación de pruebas, según el nuevo código penal. Así se lo llama aquí. Trescientos mil francos, tres años de cárcel. Podrían acusarla también de falta de respeto a los muertos, supongo, si realmente quisieran llevar las cosas a ese extremo, y serían otros cien mil francos y otro año de cárcel:
Empujé hacia atrás mi silla.
—Debo confesar —le dije con frialdad—, que no es muy habitual en mi profesión que un agente federal me suplique que viole la ley.
—Yo no se lo estoy pidiendo. Esto es algo entre usted y la doctora Stvan.
Me puse de pie. No lo escuché.
—Tal vez usted no haya estudiado en la facultad de derecho, pero yo sí —dije—. Puede que usted sea capaz de recitar el código penal de memoria, pero yo sé lo que significa.
Él no se movió. La sangre me pulsaba en el cuello y la luz del sol caía con tanta intensidad sobre mi cara que me impedía ver.
—Durante la mitad de mi vida he servido a la ley, a los principios de la ciencia y la medicina —continué—. Lo único que usted ha hecho durante la mitad de su vida, agente Talley, es pasar la adolescencia en ese mundo suyo de universidades prestigiosas.
—No le ocurrirá nada malo —contestó Talley con mucha calma como si no hubiera escuchado mis palabras insultantes.
—Mañana por la mañana, Marino y yo tomaremos un avión a casa.
—Por favor, siéntese.
—¿De modo que usted conoce a Diane Bray? ¿Éste es el gran final planeado por ella? ¿Hacerme encerrar en una cárcel francesa?
—Por favor, siéntese.
Lo hice, de mala gana.
—Si usted llega a hacer algo que la doctora Stvan le pide y la atrapan, nosotros intercederemos —dijo—. Tal como lo hicimos con lo que yo estaba seguro de que Marino había puesto en su valija.
—¿Se supone que tengo que creerle? —pregunté con incredulidad—. La policía francesa, con ametralladoras, me detiene en el aeropuerto y yo digo: «Está bien. Estoy en una misión secreta para Interpol».
—Lo único que hacemos es reunirlas a usted y a la doctora Stvan.
—Mentira. Sé exactamente qué están haciendo. Y si me meto en problemas, ustedes harán lo mismo que cualquier otro organismo mundial. Dirán que ni siquiera me conocen.
—Yo jamás diría eso.
Él me sostuvo la mirada y en el cuarto hacía tanto calor que yo necesitaba aire fresco.
—Kay nunca diríamos eso. Él senador Lord jamás lo diría. Por favor, confíe en mí.
—Pues lo cierto es que no confío.
—¿Cuándo le gustaría regresar a París?
Tuve que detenerme y pensar. Talley me tenía confundida y furiosa.
—Tienen pasaje para el último tren de la tarde —me recordó—. Pero si quisiera pasar la noche aquí, conozco un hotel maravilloso en la Rue du Boeuf. Se llama La Tour Rose. Le encantará.
—No, gracias —dije.
Él suspiró, se puso de pie y tomó nuestras dos bandejas.
—¿Dónde está Marino? —De pronto se me ocurrió que hacía rato que se había ido.
—Yo también comenzaba a preguntármelo —dijo Talley mientras atravesábamos la cafetería—. Me parece que no me tiene mucha simpatía.
—Es la deducción más brillante que ha hecho en todo el día.
—Creo que no le gusta nada que otro hombre le preste atención a usted.
No supe qué contestarle.
Puso las bandejas en el soporte.
—¿Hará ese llamado? —Talley era implacable—. ¿Por favor?
Permaneció de pie e inmóvil en medio de la cafetería y me tocó un hombro, con actitud casi adolescente, mientras me lo preguntaba de nuevo.
—Espero que la doctora Stvan todavía hable inglés —dije.
35
Cuando me comuniqué por teléfono con la doctora Stvan, ella me recordó sin vacilar, lo cual reforzó lo que Talley me había dicho. Ella esperaba mi llamado y quería verme.
—Mañana por la tarde doy clase en la universidad —me informó en un inglés que sonó como si hiciera mucho tiempo que no lo practicaba—. Pero puede venir por la mañana. Yo entro a las ocho.
—¿A las ocho y cuarto habrá tenido tiempo suficiente para instalarse?
—Desde luego. ¿Puedo hacer algo por usted mientras está en París? —preguntó en un tono que me hizo sospechar que otros podían oírla.
—Me interesaría ver cómo funciona su sistema de médicos forenses aquí, en Francia —contesté, siguiéndole la corriente.
—Bueno, en algunos momentos no tan bien —respondió—. Estamos cerca de la Gare de Lyon, a la vuelta del Quai de la Rapée. Si piensa venir en auto, puede estacionar en la parte de atrás, donde recibimos los cadáveres. De lo contrario, entre por el frente.
Talley levantó la vista de los mensajes telefónicos que estaba revisando.
—Gracias —dijo cuando colgué.
—¿Adónde cree que fue Marino? —pregunté.
Comenzaba a sentirme ansiosa. No confiaba en Marino cuando andaba por su cuenta. Sin duda estaba molestando a alguien.
—Son tantos los lugares a los que podría haber ido —contestó Talley.
Lo encontramos en la planta baja, más concretamente en el lobby, sentado con actitud displicente junto a una maceta con una palmera. Al parecer, había transpuesto demasiadas puertas y terminado aislado de cada piso. Así que tomó el ascensor a la planta baja y ni se molestó en pedir ayuda a los de seguridad.
Hacía tiempo que yo no lo veía con una actitud tan petulante, y durante el viaje de regreso a París se mostró tan hosco que decidí cambiarme a otro asiento y darle la espalda. Cerré los ojos y dormité. Después fui al vagón comedor y compré un refresco sin preguntarle a él si deseaba uno. Me compré un atado de cigarrillos y no le ofrecí ninguno.
Cuando entramos en el lobby de nuestro hotel, finalmente me di por vencida.
—¿Qué tal si te convido con una copa? —dije.
—Tengo que ir a mi cuarto.
—¿Qué te pasa?
—Soy yo el que debería preguntártelo —me retrucó.
—Marino, no tengo la menor idea de qué hablas. Descansemos un momento en el bar y planeemos qué vamos a hacer con el lío en que estamos metidos.
—Lo único que pienso hacer es ir a mi cuarto. Y no soy yo el que se metió en un lío.
Lo dejé entrar solo en el ascensor y vi desaparecer su rostro pertinaz detrás de las puertas de bronce que se cerraban. Subí por el tramo largo y curvo de escaleras alfombradas y eso me hizo recordar lo malo que era fumar para mi salud. Abrí mi puerta con la llave y no estaba preparada para lo que vi. Un miedo helado se abatió sobre mí cuando me acerqué al fax y me quedé mirando lo que me enviaba el doctor Harston, el jefe de médicos forenses de Filadelfia. Logré sentarme en la cama, paralizada.
Las luces de la ciudad brillaban con intensidad, el cartel de la destilería Grand Marnier era enorme y alto, y en el Café de la Paix, allá abajo, había mucha actividad. Saqué el papel del fax y las manos me temblaron. Tuve la sensación de tener una enfermedad horrible. Saqué tres botellitas de whisky del minibar y serví el contenido de todas en un vaso. No me molesté en buscar hielo. No me importaba si al día siguiente me iba a sentir mal, porque sabía que eso sucedería de todos modos. Había una carátula del doctor Harston.
Kay, me preguntaba cuándo me pedirías esto. Sabía que lo harías cuando estuvieras lista. Avísame si tienes más preguntas. Estoy a tu disposición.
Vance
El tiempo pasó con lentitud, como si yo fuera catatónica, mientras leía el informe del médico forense de la investigación inicial, la descripción del cuerpo de Benton o lo que quedaba de él, in situ, en el edificio consumido por las llamas donde perdió la vida. Una serie de frases flotaron ante mis ojos como cenizas al viento. Cuerpo ennegrecido con fractura de muñecas... manos ausentes... el cráneo muestra descamación laminar, quemaduras y fracturas... quemaduras hasta la capa muscular en el pecho y el abdomen.
La entrada del proyectil en su cabeza produjo un orificio de media pulgada en el cráneo que exhibió un biselado interno de la fractura ósea. Había entrado detrás de la oreja derecha, causado fracturas radiales e impactado y terminado en la región derecha.
Tenía una diastema leve en el centro del maxilar superior. Siempre amé ese espacio sutil entre sus dientes delanteros. Hacía que su sonrisa fuera más atractiva porque era tan preciso en todos los demás sentidos y, fuera de eso, sus dientes eran perfectos porque su perfecta familia de Nueva Inglaterra había hecho que usara aparatos de ortodoncia para conseguirlo.
...Piel bronceada que muestra la marca de pantalones de baño. Benton se había ido a Hilton Head sin mí porque me llamaron por un crimen. Si tan sólo me hubiera negado a ir y lo hubiera acompañado. Si tan sólo me hubiera negado a trabajar en el primero de lo que al final fueron una serie de horrendos crímenes que con el tiempo lo convertirían en la última víctima.
Nada de lo que leía había sido fabricado. Era imposible. Sólo Benton y yo sabíamos de la cicatriz lineal de cinco centímetros que tenía en la rodilla izquierda. Él se había cortado con vidrio en Black Mountain, Carolina del Norte, donde hicimos el amor por primera vez. Esa cicatriz siempre nos pareció un estigma del amor adúltero. Qué curioso que no hubiera quedado destruida porque del techo cayó sobre ella un material aislante empapado de agua.
Esa cicatriz fue siempre el recordatorio de un pecado. Y, ahora, parecía convertir su muerte en un castigo que culminaba en el hecho de que yo reviviera todo lo descrito en los informes porque yo lo había visto antes, y esas imágenes me derribaron al piso, donde permanecí llorando y murmurando su nombre.
No oí que alguien llamaba a la puerta hasta que comenzaron a resonar golpes muy fuertes.
—¿Quién es? —pregunté con voz ronca y destruida.
—¿Qué te pasa? —gritó Marino a través de la puerta.
Con esfuerzo me levanté y casi perdí el equilibrio cuando lo hice pasar.
—Hace cinco minutos que golpeo... —comenzó a decir él—. Dios mío, ¿qué demonios te sucede?
Yo le di la espalda y me acerqué a la ventana.
—Doc, ¿qué pasa? Dime qué pasa. —Parecía asustado—. ¿Sucedió algo?
Se me acercó y me puso las manos en los hombros, y era la primera vez que lo hacía en todos los años desde que lo conocía.
—Cuéntame. ¿Qué son todos esos diagramas corporales y papeles que hay sobre tu cama? ¿Lucy está bien?
—Déjame en paz —dije.
—¡No hasta que me digas qué sucede!
—Vete.
Él apartó las manos y sentí frío allí donde habían estado apoyadas. Sentí nuestra distancia. Él atravesó la habitación. Lo oí levantar los faxes. Estaba callado.
Entonces dijo:
—¿Qué mierda estás haciendo? ¿Tratas de volverte loca? ¿Para qué demonios quieres ver esta clase de cosas? —Su voz creció tanto como su dolor y su pánico—. ¿Por qué? ¡Has perdido el juicio!
Me di media vuelta y me abalancé hacia él. Le quité los faxes y se los sacudí en la cara. Las copias de los diagramas corporales, los informes de toxicología y de las pruebas presentadas, el certificado de defunción, la etiqueta del dedo del pie, los registros dentales, lo que contenía su estómago, todo comenzó a flotar y a caer sobre la alfombra como hojas muertas.
—¡Es culpa tuya! —le grité—. ¡Tuviste que abrir tu sucia boca y decir que Benton no estaba muerto! De modo que ahora lo sabemos, ¿no? Léelo tú mismo, Marino.
Me senté en el borde de la cama y me sequé los ojos y la nariz con las manos.
—Léelo y no vuelvas a hablarme más de eso —dije—. No vuelvas a decirme jamás una cosa así. No se te ocurra decir que está vivo. No me lo vuelvas a hacer nunca más.
Sonó la campanilla del teléfono. Él contestó.
—¡Qué! —dijo—. ¿Ah, sí? —agregó después de una pausa—. Bueno, tienen razón. ¡Estamos haciendo un barullo bárbaro, y si a usted se le ocurre mandar a aquí a los de seguridad, yo se los enviaré de vuelta, porque soy policía y en este momento estoy de un humor de los mil demonios!
Y estrelló el tubo en el soporte. Se sentó en la cama junto a mí. También a él se le llenaron los ojos de lágrimas.
—Y ahora, ¿qué hacemos, Doc? ¿Qué demonios hacemos, eh?
—Benton quería que cenáramos juntos para que nos peleáramos y nos odiáramos y lloráramos así —murmuré, mientras las lágrimas descendían por mi cara—. Él sabía que nos agrediríamos y nos culparíamos mutuamente porque era la única manera de que nos desahogáramos y lo soltáramos.
—Sí, supongo que trazó un perfil psicológico de nosotros también —admitió Marino—. Sí, debe de haberlo hecho. Como si supiera lo que pasaría y cuál sería nuestra reacción.
—Él me conocía —murmuré—. Dios, vaya si me conocía. Sabía que lo manejaría peor que todos los demás. Yo no lloro. ¡No quiero llorar! Aprendí a no hacerlo cuando mi padre agonizaba, porque llorar era sentir y el dolor era demasiado grande. Fue como si yo pudiera volverme seca por dentro. Estoy destruida, Marino. No me creo capaz de superarlo. Tal vez sería bueno que también a mí me despidieran. O renunciar.
—Eso no sucederá —dijo él.
Como no contesté, Marino se puso de pie, encendió un cigarrillo y comenzó a pasearse por la habitación.
—¿Quieres cenar algo?
—Sólo necesito dormir —respondí.
—Quizá te convendría salir de este cuarto.
—No, Marino.
Tomé un Benadryl y a la mañana siguiente me sentí torpe y agotada cuando me obligué a levantarme. Me miré en el espejo del baño y vi que tenía los ojos hinchados y cansados. Me salpiqué agua fría en la cara, me vestí y tomé un taxi a las siete y media, esta vez sin la ayuda de Interpol.
El Institut Médico-Légal, un edificio de tres plantas de ladrillo rojo y piedra caliza, estaba en el sector este de la ciudad. El Voie Expressway lo separaba del Sena, que esta mañana tenía el color de la miel. El chofer del taxi me dejó en el frente, desde donde caminé por un parque pequeño y hermoso con prímulas, pensamientos, margaritas, flores silvestres y viejos plátanos. Una pareja joven que se besaba en un banco y un anciano que sacaba a caminar a su perro parecían ajenos al claro hedor a muerte que se filtraba por las ventanas con rejas y la puerta de hierro negro del frente del Institut.
Ruth Stvan era famosa por la forma poco habitual con que manejaba el lugar. Los visitantes eran recibidos por recepcionistas, de modo que cuando los deudos de los muertos transponían la puerta, enseguida eran interceptados por una persona bondadosa que los ayudaba a encontrar el camino, y una de esas recepcionistas fue la que me atendió a mí. Me condujo por un largo pasillo azulejado donde los investigadores esperaban sentados en sillas azules, y capté bastante de lo que decían como para darme cuenta de que alguien había saltado por una ventana la noche anterior.
Seguí a mi guía silenciosa y pasamos frente a una pequeña capilla con vitrales, donde una pareja lloraba junto al féretro abierto donde yacía un muchacho joven. Por lo visto, en Francia manejaban a los muertos de manera diferente de lo que lo hacíamos nosotros. En los Estados Unidos no había tiempo ni fondos para recepcionistas, capillas ni ternura; una sociedad en la que las víctimas de tiroteos nos llegaban a diario y nadie protegía a sus familiares.
La doctora Stvan trabaja en un caso en la Salle d'Autopsie, así designada por un cartel ubicado sobre puertas que se abrían en forma automática. Cuando entré, me sobrecogió de nuevo la ansiedad. No debería haber ido a ese lugar. No sabía qué diría. Ruth Stvan colocaba en ese momento un pulmón en una balanza colgante, y tenía salpicaduras de sangre en su bata verde y en sus anteojos. Yo sabía que su caso era el hombre que había saltado por la ventana. Tenía la cara destrozada, los pies convertidos en una herida abierta y las tibias desplazadas hacia los muslos.
—Déme un minuto, por favor —me pidió la doctora Stvan.
Se realizaban allí otras autopsias, y los médicos usaban batas blancas. Sobre un pizarrón había nombres y números de casos. Una sierra Stryker abría en ese momento un cráneo mientras el agua corría con fuerza en las piletas. La doctora Stvan trabajaba rápida y enérgicamente, era rubia, tenía estructura grande y era mayor que yo. Recordé que, cuando estábamos en Ginebra, no había tenido una actitud muy sociable.
La doctora Stvan cubrió su caso sin terminar con una sábana y se quitó los guantes. Comenzó a desatarse la bata en la espalda mientras caminaba hacia mí con pasos fuertes y seguros.
—¿Cómo le va? —preguntó.
—Bueno, no estoy muy segura —respondí.
—Sígame, por favor, y así podremos hablar mientras me lavo. Después tomaremos un café.
Me llevó a un pequeño vestuario y dejó caer su bata en un cesto para ropa. Las dos nos lavamos las manos con jabón desinfectante y ella también se cepilló la cara y se la secó con una toalla azul y áspera.
—Doctora Stvan —dije—, es obvio que no estoy aquí para mantener una conversación amistosa con usted ni para enterarme de cómo es aquí el sistema de médicos forenses. Las dos lo sabemos.
—Desde luego —respondió ella y me miró a los ojos—. Yo no soy suficientemente amiga suya como para que esto sea una visita social. —Sonrió un poco—. Sí, nos conocimos en Ginebra, doctora Scarpetta, pero no nos tratamos socialmente. Una lástima, de verdad. Por aquel entonces éramos tan pocas las mujeres.
Siguió hablando mientras caminábamos por el pasillo.
—Cuando usted me llamó, supe de qué se trataba porque yo fui la que pidió que viniera —añadió.
—Me pone un poco nerviosa oírla decir eso —repliqué—. Como si ya no lo estuviera bastante.
—Nuestras metas en la vida son las mismas. Si usted fuera yo, la visitaría, ¿no lo entiende? Le diría: no podemos permitir que esto continúe. No podemos dejar que otras mujeres mueran de esta manera. Ahora en los Estados Unidos, en Richmond. Este hombre lobo es un monstruo.
Entramos en su oficina, en la que no había ventanas y donde de cada superficie se derramaban pilas de carpetas, publicaciones y memos. Ella tomó el teléfono, marcó el número de una extensión y pidió que nos trajeran café.
—Por favor, póngase cómoda, si eso es posible. Yo despejaría un poco todo esto, pero no tengo dónde poner las cosas.
Acerqué una silla a su escritorio.
—Me sentí muy fuera de lugar cuando estuvimos en Ginebra —confesó al cerrar la puerta, como si su mente hubiera pegado un salto hacia atrás con ese recuerdo—. Y parte del motivo es el sistema que impera aquí, en Francia. Los patólogos forenses están aquí completamente aislados y eso no ha cambiado y quizá no cambie durante lo que me queda de vida. No se nos permite hablar con nadie, lo cual no es siempre malo porque a mí me gusta trabajar sola.
Encendió un cigarrillo.
—Yo hago un inventario de las lesiones y le cuento a la policía toda la historia, si ellos lo desean. Cuando se trata de un caso especial, hablo personalmente con el magistrado y tal vez consigo lo que necesito, o tal vez no. A veces, cuando planteo algún interrogante, no designan ningún laboratorio para las pruebas, ¿puede entenderlo?
—Entonces, en cierto sentido —dije—, su única misión es descubrir la causa de la muerte.
Ella asintió.
—Para cada caso, recibo del magistrado la misión de determinar la causa de la muerte, y eso es todo.
—En realidad, no investiga.
—No como lo hace usted. No como yo quisiera hacerlo —contestó y soltó humo por un costado de la boca—. Verá, el problema con la justicia francesa es que el magistrado es independiente. Yo sólo puedo presentarle mi informe al magistrado que me nombró, y sólo el ministro de justicia puede quitarle un caso y dárselo a otro magistrado. De modo que, si se presenta un problema, yo no tengo poder para hacer nada al respecto. El magistrado hace lo que quiere con mi informe. Si yo digo que se trata de homicidio y él no está de acuerdo, así quedan las cosas. No es problema mío. Ésa es la ley.
—¿Él puede cambiar su informe? —La sola idea me resultaba un ultraje.
—Por supuesto que sí. Yo estoy sola contra todos. Y sospecho que a usted le ocurre otro tanto. —No quise pensar en lo sola que estaba yo.
—Tengo plena conciencia de que podría ser muy peligroso que se supiera que estamos hablando, en especial peligroso para usted... —comencé a decir.
Ella levantó una mano para hacerme callar. La puerta se abrió y la misma mujer joven que me había escoltado entró con una bandeja con café, crema y azúcar. La doctora Stvan le agradeció y le dijo algo más en francés que no entendí. La mujer asintió, se fue en silencio y cerró la puerta.
—Le dije que no me pasara ningún llamado —me informó la doctora Stvan—. Necesito aclararle que el magistrado que me nombró es alguien que respeto mucho. Pero hay presiones sobre él, si entiende lo que quiero decir. Las hay incluso sobre el ministro de justicia. No sé de dónde procede todo, pero no se hizo ningún trabajo de laboratorio en estos casos, que es la razón por la que la enviaron aquí.
—¿Me enviaron? Creí entender que usted había pedido verme.
—¿Cómo le gusta el café? —preguntó la doctora Stvan.
—¿Quién le dijo que me enviaron aquí?
—Bueno, por cierto la enviaron para que le revelara mis secretos, y yo se los comunicaré con todo gusto. ¿Azúcar y crema?
—No, negro.
—Cuando esa mujer fue asesinada en Richmond, me dijeron que la mandarían aquí si yo estaba dispuesta a hablar con usted.
—¿De modo que usted no fue la que pidió que viniera?
—Jamás se me habría pasado por la cabeza pedir nada así, porque nunca hubiera imaginado que ese pedido me sería otorgado.
Pensé en el jet privado, en el Concorde y en el resto de las cosas.
—¿Podría convidarme con un cigarrillo? —pregunté.
—Lamento no habérselo ofrecido. Creí que no fumaba.
—No lo hago. Esto es sólo un paréntesis que viene durando alrededor de un año. ¿Usted sabe quién me envió aquí, doctora Stvan?
—Alguien con suficiente influencia como para traerla en forma casi instantánea. Fuera de eso, no lo sé.
Pensé en el senador Lord.
—Estoy agotada por todo lo que ese hombre lobo me ha traído. Ocho mujeres ahora —dijo, y en sus ojos apareció una expresión apenada.
—¿Qué puedo hacer yo, doctora Stvan?
—No existe ninguna prueba de que fueran violadas por vía vaginal —aclaró—. O sodomizadas. Tomé muestras de las marcas de mordeduras, muy extrañas, con molares ausentes, oclusión y dientes pequeños y muy espaciados. Recogí pelos y todo el resto. Pero volvamos al primer caso, cuando todo se volvió extraño.
»Como cabía esperar, el magistrado me pidió que entregara al laboratorio todas las pruebas. Pasaron semanas, después meses, sin que volviera a mis manos algún resultado. A partir de entonces, aprendí. Con los casos siguientes que se creían obra del hombre lobo, no me pidieron que le pasara nada a nadie.
Quedó callada un momento, al parecer con la mente en otra parte.
Entonces dijo:
—Ese hombre lobo es bien raro. Eso de morder las palmas de las manos, las plantas de los pies. Debe de tener algún significado para él. Yo jamás vi nada igual. Y ahora, usted debe vérselas con él, como lo hice yo.
Hizo una pausa, como si lo que iba a decir fuera muy penoso.
—Por favor, tenga mucho cuidado, doctora Scarpetta. Él vendrá por usted como lo hizo conmigo. Verá, yo soy la que sobrevivió.
Yo quedé demasiado impresionada para hablar.
—Mi marido es chef en Le Dome. Casi nunca está en casa por las noches, pero Dios quiso que estuviera enfermo en cama cuando ese ser vino a mi puerta hace varias semanas. Llovía. Él dijo que acababa de tener un accidente con el auto y necesitaba llamar a la policía. Por supuesto, mi primer impulso fue ayudarlo. Quería estar segura de que no estuviera herido. Me preocupó mucho.
»Ésa fue mi vulnerabilidad —continuó—. Creo que los médicos tenemos un complejo de salvador, ¿no le parece? Nos ocupamos de los problemas, no importa cuáles sean, y creo que él contaba con que yo tuviera ese impulso. No había en él nada sospechoso, y él sabía que yo lo dejaría pasar, y lo habría hecho. Pero Paul oyó voces y quiso saber quién era. Y el hombre huyó. En ningún momento pude observarlo bien. Verá, la luz del vestíbulo estaba apagada, porque, como descubrí después, él había aflojado la bombita.
—¿Llamó a la policía?
—Sólo a un detective en quien confío.
—¿Por qué?
—Hay que ser muy cuidadosa.
—¿Cómo supo que era el asesino?
Ella bebió un sorbo de café. A esa altura ya estaba frío, así que agregó un poco a nuestras tazas para que estuvieran un poco más calientes.
—Lo sentí. Recuerdo haber percibido olor a animal mojado, pero ahora creo que debo de haberlo imaginado. Sentí la maldad, la lujuria en sus ojos. Y, además, él procuró no mostrarse. En ningún momento le vi la cara, sólo el brillo de sus ojos cuando la luz de la puerta abierta se los iluminó.
—¿Olor a animal mojado? —pregunté.
—Diferente del olor corporal. Un olor a sucio, como el de un perro que necesita que lo bañen. Eso es lo que recuerdo. Pero todo sucedió tan rápido que no puedo estar segura. Entonces, al día siguiente recibí una nota suya. Aquí. Se la mostraré.
Se puso de pie y abrió con su llave un cajón de un mueble metálico de archivo, donde las carpetas estaban tan apretadas unas contra otras que le costó bastante extraer una. No tenía rótulo y adentro había un trozo de papel marrón con manchas de sangre, protegido por una bolsa plástica transparente para pruebas.
—Pas de pólice. Ça va, ça va. Pas de problème, tout va bien. Le Loup-Garou —leyó ella—. Significa Nada de policía. Está bien. Está bien. Todo está bien. El hombre lobo.
Me quedé mirando esas letras de imprenta que conocía tan bien. Eran mecánicas y casi infantiles.
—El papel parece un trozo roto de una bolsa del mercado —dijo ella—. No puedo probar que sea suyo, pero ¿de quién más podría ser? Ignoro a quién pertenece la sangre porque, una vez más, no puedo hacer ninguna prueba y nadie más que mi marido sabe que recibí esto.
—¿Por qué usted? —pregunté—. ¿Por qué la eligió a usted?
—Sólo puedo suponer que es porque me vio en las escenas del crimen. Así que sé que me espía. Cuando mata, está allá afuera en alguna parte en la oscuridad, mirando qué hacemos las personas como nosotros. Es muy inteligente y artero. No tengo ninguna duda de que sabe exactamente qué sucede cuando me traen los cuerpos de sus víctimas.
Incliné la nota a la luz de la lámpara en busca de trazos ocultos que podrían haber presionado el papel por la fuerza de alguien que escribe sobre lo que estaba apoyado. No encontré ninguno.
—Cuando leí la nota, la corrupción se me hizo tan evidente; como si hubiera tenido alguna duda —continuó la doctora Stvan—. El hombre lobo sabía que no serviría de nada que yo le entregara su nota a la policía, a los laboratorios. Me decía, incluso me advertía, que no me preocupara, y es muy raro, pero tengo la sensación de que también me decía que no lo intentaría de nuevo.
—Yo no lo daría por sentado con tanta rapidez —dije.
—Como si él necesitara un amigo. La bestia solitaria necesita un amigo. Supongo que, en sus fantasías, él es importante para mí porque lo vi y no morí. Pero, ¿quién puede saber qué pasa por una mente como ésa?
Se puso de pie y abrió con llave otro cajón de otro mueble de archivo. Sacó una caja de zapatos común y corriente, le quitó la cinta adhesiva y levantó la tapa. Adentro había ocho pequeñas cajas ventiladas de cartón y un número igual de pequeños sobres de papel manila, cada uno con un rótulo en el que figuraba el número de caso y la fecha.
—Es lamentable que no se hayan tomado moldes de las marcas de mordeduras —se quejó ella—. Pero para hacerlo habría que haber llamado a un dentista, y yo sabía que no me lo permitirían. Pero les tomé muestras y quizás eso servirá. O tal vez no.
—Él trató de eliminar las marcas de mordeduras en el homicidio de Kim Luong —le dije—. No pudimos sacarles moldes. Ni siquiera las fotografías servirían.
—No me sorprende. Él sabe que ahora no tiene nadie que lo proteja. Está —¿cómo se dice?— por las suyas. Y le aseguro que no costará mucho identificarlo por la dentadura. Tiene dientes muy raros, puntiagudos y muy espaciados. Como una especie de animal.
Comencé a tener una extraña sensación.
—Recogí pelo en todos los cuerpos —continuó ella—. Como de gato. Me he preguntado si criará gatos de angora o algo semejante.
Me incliné hacia adelante en la silla.
—¿Como de gato? —pregunté—. ¿Lo guardó?
Ella abrió una solapa y sacó una pinza de un cajón del escritorio. La metió en un sobre y extrajo varios pelos. Eran tan finos que flotaron hacia abajo cuando los bajó hacia un papel secante.
—Todos son iguales, ¿ve? De nueve o diez centímetros de largo, de un color rubio claro. Y muy finos, como de bebé.
—Doctora Stvan, esto no es pelo de gato. Es pelo humano. Estaba en la ropa del hombre no identificado que encontramos en el contenedor de carga. Estaba en el cuerpo de Kim Luong.
Los ojos de ella se abrieron de par en par.
—Cuando entregó las pruebas del primer caso, ¿también entregó algunos de estos pelos? —pregunté.
—Sí.
—¿Y no supo más nada de ellos?
—Que yo sepa, los laboratorios nunca analizaron lo que yo mandé.
—Apuesto a que sí lo analizaron —dije—. Apuesto a que saben perfectamente bien que estos pelos son humanos y demasiado largos para ser de bebé. Saben lo que quieren decir las marcas de mordeduras y hasta pueden haber sacado de ellos el ADN.
—Entonces nosotros también deberíamos sacar el ADN de las muestras que le estoy dando —dijo ella, cada vez más inquieta.
A mí no me preocupó. Ya no importaba.
—Desde luego, no es mucho lo que se puede hacer con estos pelos —continuó—. Son hirsutos, sin pigmentación. No nos dirán mucho más...
Yo no la escuchaba. Pensaba en Kaspar Hauser. Él se pasó los primeros dieciséis años de su vida en un calabozo porque el príncipe Charles de Baden quería asegurarse de que Kaspar no presentaría ningún reclamo a la corona.
—... ningún ADN sin raíces, supongo... —proseguía la doctora Stvan.
A los dieciséis años lo encontraron junto a un portón, con una nota prendida en la ropa. Estaba pálido como un pez de las cavernas y, como un animal, no conocía el lenguaje humano. Un monstruo. Ni siquiera era capaz de escribir su nombre sin que alguien le guiara la mano.
—La letra mecánica y de imprenta de un principiante —pensé en voz alta—. Alguien protegido, nunca expuesto a los otros, instruido sólo en casa. Quizás incluso autodidacta.
La doctora Stvan dejó de hablar.
—Solamente una familia podría proteger a alguien desde el día de su nacimiento. Sólo una familia muy poderosa podía evitar el sistema legal y permitir que este anormal siguiera matando sin ser aprehendido. Sin avergonzar a sus integrantes ni atraer la atención sobre ellos.
La doctora Stvan permaneció en silencio mientras cada palabra que yo pronunciaba reforzaba lo que ella creía y producía un miedo nuevo y más penetrante.
—La familia Chandonne sabe exactamente qué significan estos pelos y esos dientes anormales —dije—. Y él lo sabe. Por supuesto que lo sabe, y debería sospechar que también usted lo sabe, aunque los laboratorios no le digan nada, doctora Stvan. Creo que él fue a su casa porque usted vio su reflejo en lo que él les hizo a los cuerpos. Usted vio su vergüenza o, por lo menos, él creyó que había sido así.
—¿Vergüenza... ?
—No creo que el propósito de esa nota haya sido tranquilizarla en el sentido de que no volvería a matar —continué—. Creo que se estaba burlando de usted, que le decía que él podía hacer lo que se le antojara con total impunidad. Que volvería y la próxima vez no fallaría.
—Pero parece que él ya no está aquí —dijo la doctora Stvan.
—Es evidente que algo lo hizo cambiar de planes.
—¿Y la vergüenza que él cree que yo percibí? En ningún momento pude verlo bien.
—Lo que él les hizo a las víctimas es la única imagen de él que necesitamos. El pelo no procedía de su cabeza —dije—. Se le está cayendo del cuerpo.
36
Yo había visto solamente un caso de hipertricosis en mi vida, cuando era médica residente en Miami y roté por la especialidad de pediatría. Una mujer mejicana dio a luz a una bebita y, dos días más tarde, la criatura estaba cubierta de un pelo fino color gris claro de cinco centímetros de largo. Densos penachos le asomaban por las ventanas de la nariz y las orejas, y era fotofóbica, vale decir, exageradamente sensible a la luz.
En la mayoría de las personas hipertricóticas, el hirsutismo va aumentando en forma progresiva hasta que las únicas zonas que quedan sin pelo son las membranas mucosas, las palmas de las manos y las plantas de los pies y, en algunos casos extremos, a menos que la persona en cuestión se afeite con frecuencia, el pelo sobre la cara y la frente puede llegar a ser tan largo que hace falta rizarlo para que la persona pueda ver. Otros síntomas pueden ser anomalías de los dientes, órganos genitales atrofiados, un número mayor que el normal de dedos de las manos y de los pies y pezones, y un rostro asimétrico.
En los siglos anteriores, algunas de estos seres desgraciados eran vendidos como fenómenos a las ferias de diversiones o a las cortes palaciegas. Se creía que algunos eran hombres lobos.
—Pelo mojado y sucio. Como de un animal mojado y sucio —conjeturó la doctora Ruth Stvan—. Me pregunto si la razón por la que sólo le vi los ojos cuando se apareció frente a mi puerta es que toda su cara estaba cubierta de pelo. Y quizá tenía las manos metidas en los bolsillos porque también ellas estaban cubiertas de pelo.
—Por cierto, él no podía presentarse normalmente en sociedad con semejante aspecto —contesté—. A menos que sólo salga cuando está oscuro. Vergüenza, sensibilidad a la luz y, ahora, homicidio. Sea como fuere, es posible que limite sus actividades a la oscuridad.
—Supongo que podría afeitarse —reflexionó Stvan—. Al menos aquellas zonas que la gente podría ver: cara, frente, cuello, el dorso de las manos.
—Parte del pelo que encontramos parece haber sido afeitado —expliqué—. Si él estuviera en un barco, tendría que hacer algo en relación con su aspecto.
—Sin duda se desnuda, al menos parcialmente, cuando mata —dijo ella—. Todo esos pelos largos que deja.
Me pregunté si sus órganos genitales estarían atrofiados y si eso tendría algo que ver con la razón por la que desvestía a sus víctimas sólo de la cintura para arriba. Quizá ver los órganos genitales de una mujer adulta significaba recordarle su propia falta de adecuación como hombre. Sólo podía imaginar su humillación, su rabia. Es típico que los padres rechacen a un bebé hipertricótico desde su nacimiento, en especial si se trata de los poderosos y altaneros Chandonne que viven en la exclusiva y adinerada Île Saint-Louis.
Imaginé a este atormentado hijo suyo, esta espéce de sale gorille, que vive en un espacio sombrío de la casa de su familia, de varios siglos de antigüedad, y sale sólo por las noches. Cartel criminal o no, una familia adinerada con un nombre respetable podría no querer que el mundo supiera que ese monstruo era su hijo.
—Siempre nos queda la esperanza de que en Francia se puedan revisar los registros para ver si han habido bebés que nacieron con hipertricosis —dije—. No debería resultar difícil de rastrear, puesto que se trata de una enfermedad tan poco común. Sólo un caso en aproximadamente mil millones.
—No habrá ningún registro —aseguró Stvan con toda naturalidad.
Le creí. La familia Chandonne se habría asegurado de que así fuera. Cerca del mediodía abandoné a la doctora Stvan con miedo en el corazón y pruebas mal habidas en el maletín. Salí por la parte de atrás del edificio, donde furgonetas con cortinas en las ventanillas aguardaban su siguiente viaje macabro. Un hombre y una mujer, de ropa oscura, aguardaban sentados sobre un banco negro contra la vieja pared de ladrillos. Él sostenía su sombrero en la mano y tenía la vista fija en el suelo. Ella me miró y su rostro era la imagen misma de la congoja.
Caminé deprisa por una senda empedrada a lo largo del Sena mientras por mi mente desfilaban imágenes terribles. Imaginé el rostro repugnante de ese hombre que asomaba de la oscuridad cuando una mujer le abría la puerta. Lo imaginé deambulando como una bestia nocturna, mientras seleccionaba y perseguía hasta asestar el golpe y hacerlo una y otra vez. Su venganza en vida era obligar a sus víctimas a que lo miraran. Su fuerza era el terror de las demás personas.
Me detuve y recorrí el lugar con la vista. Los automóviles eran implacables y avanzaban a toda velocidad. Me sentí aturdida cuando el tráfico rugió junto a mí y me lanzó arenisca en la cara. No tenía idea de cómo haría para conseguir un taxi. No había lugar para que ninguno se detuviera. En las calles laterales por las que pasé no había tráfico y perdí toda esperanza de conseguir un taxi en ellas.
Comencé a sentir pánico. Subí a toda velocidad unos escalones de piedra hacia el parque, me senté en un banco y traté de recuperar el aliento mientras el aroma a muerte seguía flotando entre las flores y los árboles. Cerré los ojos, giré la cabeza hacia el sol invernal y esperé a que mi corazón redujera su ritmo mientras gotas gruesas de sudor se deslizaban debajo de la ropa. Tenía las manos y los pies entumecidos y el maletín de aluminio bien sujeto entre las rodillas.
—Tiene el aspecto de alguien que necesita un amigo —dijo de pronto la voz de Jay Talley por encima de mí.
Pegué un salto y jadeé.
—Lo siento —se disculpó él en voz baja y se sentó junto a mí—. No quise sobresaltarla.
—¿Qué hace usted aquí? —pregunté mientras una avalancha de pensamientos chocaban entre sí en mi mente, embarrados y ensangrentados, como soldados de infantería en el campo de batalla.
—¿No le dije que la cuidaríamos?
Se desabrochó el abrigo de cachemira color tabaco y sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo interior. Encendió uno para cada uno.
—También dijo que era demasiado peligroso que cualquiera de ustedes viniera hasta aquí —dije con tono de acusación—. Así que yo fui e hice el trabajo sucio, y aquí lo encuentro, sentado en este maldito parque, justo delante de la puerta principal del maldito Institut.
Furiosa, solté una bocanada de humo y me puse de pie. Tomé el maletín.
—¿Qué clase de juego es éste? —le pregunté.
Él metió la mano en otro bolsillo y sacó un teléfono celular.
—Pensé que podía necesitar transporte —contestó—. Y no es ningún juego. Vamos.
Oprimió una serie de números en el teléfono y le dijo algo en francés a quienquiera estuviera en el otro extremo de la línea.
—Y, ahora, ¿qué? ¿El Agente de CIPOL vendrá a buscarnos? —dije con rabia.
—Acabo de llamar a un taxi. Tengo entendido que el Agente de CIPOL se jubiló hace unos años.
Caminamos hacia una de las calles laterales más tranquilas y, minutos más tarde, un taxi se detuvo junto a nosotros. Subimos al vehículo y Talley se puso a mirar el maletín que yo tenía sobre las rodillas.
—Sí —fue mi respuesta a su pregunta no dicha.
Cuando llegamos a mi hotel, lo llevé a mi habitación, porque no había ningún otro lugar donde pudiéramos hablar sin correr el riesgo de que nos oyeran. Llamé a la puerta de Marino, pero nadie respondió.
—Tengo que regresar a Virginia.
—Eso es fácil de arreglar —dijo—. Cuando quiera.
Colgó el cartel de «No molestar» en la puerta y colocó la cadena contra ladrones.
—A primera hora de mañana.
Nos instalamos en los sillones que había junto a la ventana, con una mesa entre los dos.
—Doy por sentado que Madame Stvan se abrió con usted —comenzó—. Si quiere saberlo, ésa fue la tarea más difícil. A esta altura la pobre mujer está tan paranoica, y tiene sus motivos, que pensamos que no querría contarle la verdad a nadie. Me alegra que mi corazonada fuera acertada.
—¿Su corazonada? —pregunté.
—Así es. —Sus ojos me sostuvieron la mirada—. Sabía que si alguien podía llegar hasta ella, ese alguien era usted. Su reputación la precede y ella no puede menos que respetarla muchísimo. Pero también ayudó el hecho de que yo supiera algo de usted. —Calló un momento—. Por Lucy.
—¿Usted conoce a mi sobrina? —No le creí.
—Estuvimos en diferentes programas de entrenamientos al mismo tiempo en Glynco —respondió, refiriéndose a la academia nacional en Glynco, Georgia, donde el ATF, la Aduana, el Servicio Secreto, la Patrulla de Fronteras y otros sesenta organismos que tienen que ver con las fuerzas del orden hacían su entrenamiento básico—. En cierta forma yo solía tenerle lástima. Su presencia siempre generaba muchos comentarios acerca de usted, como si ella no tuviera talentos propios.
—Yo apenas puedo hacer una décima parte de lo que es capaz de hacer Lucy —dije.
—La mayoría de la gente no puede igualarla.
—¿Qué tiene todo esto que ver con mi sobrina? —quise saber.
—Creo que ella siente que debe ser ícaro y volar demasiado cerca del sol para ser más que usted. Espero que no lleve ese mito a los extremos y se precipite a tierra.
Ese comentario me llenó de temor. Yo no tenía idea de lo que Lucy estaba haciendo ahora. Talley tenía razón en lo que acababa de decir. Mi sobrina siempre tenía que hacer algo más importante, hacerlo mejor, más rápido y en forma más arriesgada que yo, como si el hecho de competir contra mí le permitiera ganarse un afecto que no creía merecer.
—En los casos de París, el pelo del asesino transferido a las víctimas decididamente no pertenece al hombre no identificado que tengo en la cámara refrigeradora de mi morgue —dije, y le expliqué el resto.
—Pero ese pelo raro, ¿no lo tenía en la ropa? —Talley trataba de entender.
—En el interior de la ropa. Hipotéticamente, piénselo de esta manera. Digamos que la ropa había sido usada por el asesino y que su cuerpo estaba cubierto de ese pelo denso, largo y fino como el de un bebé. De modo que lo transfiere al interior de su ropa, que él se quita y hace que su víctima se ponga antes de ahogarlo.
—Y la víctima es el tipo del contenedor. Thomas. —Talley hizo una pausa—. ¿Ese pelo cubre por completo el cuerpo del hombre lobo? Entonces es evidente que no se lo afeita.
—No sería fácil afeitarse la totalidad del cuerpo de manera regular. Lo más probable es que sólo se afeite las partes que otras personas podrían ver.
—Y no existe ningún tratamiento eficaz. Ninguna droga ni nada parecido.
—En este momento se utiliza el láser con bastante éxito. Pero es posible que él no lo sepa. O lo más probable es que su familia no le permita mostrarse en un clínica, sobre todo después de que comenzara a matar.
—¿Por qué cree que intercambió la ropa con el hombre que ustedes encontraron en el contenedor? Con Thomas.
—Si alguien piensa escapar en un barco —expliqué—, no querría estar con ropa de marca, suponiendo que su teoría sobre el traspaso de ropa usada sea cierto. También podría ser por inquina, por desprecio. Por tener la última palabra. Podría seguir especulando todo el día, pero nunca hay una fórmula, sólo el daño que queda atrás.
—¿Puedo conseguirle algo? —preguntó.
—Una respuesta —contesté—. ¿Por qué no me dijo que la doctora Stvan fue la única víctima que sobrevivió? Usted y el secretario general estuvieron allí sentados contándome esta historia, cuando todo el tiempo sabían que se referían precisamente a ella.
Talley no dijo nada.
—Tuvieron miedo de que me asustara, ¿no? —conjeturé—. El hombre lobo la ve y trata de matarla, así que cabe la posibilidad de que me vea y trate de matarme a mí también.
—Varias de las personas involucradas dudaban mucho de que usted consintiera en ir a verla si estaba enterada de esa historia.
—Bueno, entonces esas personas no me conocen bien. De hecho, habría sido más probable que fuera si hubiera sabido algo así. Al demonio con eso de lo mucho que cree conocerme y de que es capaz de predecir esto y aquello después de haber estado una o dos veces con Lucy.
—Kay, fue por la insistencia de la doctora Stvan. Ella quería contárselo personalmente por muy buenas razones. Jamás le divulgó a nadie todos los detalles, ni siquiera al detective que es amigo suyo. Él sólo pudo proporcionarnos un bosquejo bastante vago de lo sucedido.
—¿Por qué?
—Una vez más, por las personas que protegen al asesino. La doctora Stvan temía que, si de alguna manera lo averiguaban y pensaban que ella había visto bien al asesino, le harían algo. A ella o a su marido o a sus dos hijos. Estaba convencida de que usted no la traicionaría por contárselo a alguien que pudiera ponerla en una posición vulnerable. Pero, en términos de cuánto le contaba a usted, dijo que quería tomar esa decisión cuando estuviera con usted.
—Por si, después de todo, no confiaba en mí.
—Yo sabía que lo haría.
—Ajá. Entonces, misión cumplida.
—¿Por qué está tan enojada conmigo? —preguntó.
—Porque es muy presumido.
—No es mi intención serlo —dijo—. Sólo quiero que detengamos a este hombre lobo antes de que mate y mutile a alguien más. Quiero saber qué lo motiva.
—El miedo y la evitación —aseguré—. El sufrimiento y la furia por haber sido castigado por algo que no era culpa suya. Tuvo que soportar esa angustia solo. Imagine lo que habrá sido tener suficiente inteligencia para entender todo eso.
—Sin duda, a la que más debe de odiar es a su madre —dijo Talley—. Hasta es posible que la haya culpado.
La luz del sol le lustró el pelo como ébano y tiñó sus ojos de dorado. Yo percibí sus sentimientos antes de que él pudiera volver a ocultarlos. Me puse de pie y miré por la ventana porque no quería mirarlo a él.
—Él debe de odiar a todas las mujeres que ve —dijo Talley—. Mujeres que él nunca podrá poseer. Mujeres que gritarían horrorizadas si lo vieran, si le vieran el cuerpo.
—Más que nada, debe odiarse a sí mismo —dije.
—Sé que, en su caso, yo lo haría.
—Usted pagó este viaje, ¿no es así, Jay?
Él se puso de pie y se recostó contra el marco de la ventana.
—No lo hizo ninguna corporación grande que trata de terminar con el cartel Ciento Sesenta y Cinco —proseguí.
Lo miré.
—Usted nos reunió a la doctora Stvan y a mí. Usted nos facilitó todo. Usted lo armó todo y lo pagó todo. —A medida que lo decía me convencía más y mi incredulidad aumentaba—. Pudo hacerlo porque es muy rico. Porque su familia es muy rica. Por eso entró a integrar las fuerzas del orden, ¿verdad? Para alejarse de esa riqueza. Y, de todos modos, actúa como una persona rica y su aspecto es el de una persona rica.
Por un instante, pareció pescado in fraganti.
—A usted no le gusta no ser el que hace las preguntas, ¿verdad? —dije.
—Es verdad que no quería ser como mi padre. Ir a Princeton, casarme con la mujer apropiada de una familia apropiada, tener hijos apropiados, hacer todo lo que fuera apropiado.
Ahora estábamos lado a lado y mirábamos hacia la calle como si algo interesante sucediera en el mundo, del otro lado de nuestra ventana.
—No creo que se haya resistido a su padre —conjeturé—. Creo que se engaña al tratar de hacer lo opuesto. Y, por cierto, al creer que conseguir una insignia, portar un arma y perforarse la oreja es lo opuesto de ir a Harvard y ser millonario.
—¿Por qué me dice todo esto?
Giró para mirarme, y estábamos tan cerca el uno del otro que pude oler su perfume y sentir su aliento.
—Porque no quiero despertar mañana y darme cuenta de que soy parte de una novela que usted ha creado en su mente. No quiero pensar que acabo de violar la ley y todos los juramentos que hice porque usted es un muchacho rico y malcriado que cree que oponerse a sus orígenes es alentar a alguien como yo a hacer algo tan «contestatario» que podría arruinarme la carrera. Lo que queda de mi carrera. Y quizás hacer que termine metida en una maldita prisión francesa.
—Yo iría a visitarla.
—Esto no tiene nada de gracioso.
—No soy un muchacho malcriado, Kay.
Pensé en el cartel de «No molestar» y en la cadenilla puesta en la puerta. Le toqué el cuello y dibujé con el dedo el ángulo de su mandíbula fuerte, demorándome en la comisura de su boca. Hacía más de un año que no sentía la barba de un hombre contra mi piel. Levanté las dos manos y le metí los dedos en su pelo grueso. Estaba caldeado por el sol, y sus ojos estaban en los míos, esperando a ver qué haría yo con él.
Lo atraje hacia mí. Lo besé y lo toqué agresivamente: deslicé mis manos hacia arriba y hacia abajo por su cuerpo firme y perfecto mientras él luchaba con mi ropa.
—Dios, qué hermosa eres —me dijo en la boca—. ¡Me has estado volviendo loco...! —Me arrancó un botón y dobló ganchos—. Tú sentada allí frente al maldito secretario general, mientras yo trataba de no mirar fijo tus pechos.
Los tomó en sus manos. Yo deseaba un amor crudo y sin límites. Quería sentir que mi violencia le hacía el amor a su violencia, porque no quería recordar a Benton, que sabía cómo suavizarme y bruñirme lentamente como una piedra y hacerme navegar por aguas eróticas.
Llevé a Talley al dormitorio, y no fue pareja para mí porque yo tenía experiencia y habilidades que él desconocía por completo. Yo lo controlaba. Yo lo dominaba. Me serví de él hasta que quedamos exhaustos y resbalosos con el sudor. Benton no estaba en esa habitación. Pero si de alguna manera hubiera visto lo que yo acababa de hacer, habría entendido.
La tarde fue transcurriendo y bebimos vino y vimos cómo cambiaban las sombras en el cielo raso cuando el sol se cansó del día. Cuando sonó la campanilla del teléfono, no respondí. Cuando Marino se puso a golpear la puerta y a gritarme, simulé que no estaba en el cuarto. Cuando el teléfono volvió a sonar, sacudí la cabeza.
—Marino, Marino —dije.
—Tu guardaespaldas.
—No estuvo muy eficiente esta vez —admití mientras Talley me besaba con fervor—. Supongo que tendré que despedirlo.
—Ojalá lo hicieras.
—Dime que no he cometido otro delito grave este día.
—Bueno, de eso no estoy muy seguro.
Marino pareció darse por vencido con respecto a mí y, cuando oscureció, Talley y yo nos duchamos juntos. Él me lavó la cabeza e hizo una broma sobre la diferencia de edad entre los dos. Yo dije que deberíamos salir a cenar.
—¿Qué te parece el Café Runtz? —preguntó.
—¿Qué me puedes decir acerca de ese lugar?
—Es lo que los franceses llamarían chaleureux, ancien et familia!, acogedor, antiguo y familiar. El Opéra-Comique está justo al lado, así que las paredes están cubiertas de fotografías de cantantes de ópera.
Pensé en Marino. Necesitaba hacerle saber que no estaba perdida en algún lugar de París.
—Es un lindo trayecto para hacerlo a pie —decía Talley—. Nos llevaría sólo quince minutos. Veinte como máximo.
—Primero necesito encontrar a Marino. Seguro que está en el bar.
—¿Quieres que lo busque y te lo mande arriba?
—Estoy segura de que te lo agradecería muchísimo —dije, en son de broma.
Marino me encontró a mí antes de que Talley lo localizara a él. Estaba todavía secándome el pelo cuando se apareció en la puerta de mi habitación, y la expresión de su cara me dijo que sabía por qué no había podido ponerse en contacto conmigo.
—¿Dónde demonios estuviste metida? —preguntó al entrar.
—En el Institut Médico-Legal.
—¿Todo el día?
—No, no todo el día —respondí.
Miró la cama. Talley y yo habíamos vuelto a tenderla, pero no tenía el mismo aspecto con que las mucamas la habían dejado por la mañana.
—Voy a salir a... —empecé a decir.
—Con él —me interrumpió Marino y levantó la voz—. Yo sabía que esto pasaría. No puedo creer que hayas caído en eso. Por Dios. Creí que estabas por encima de...
—Marino, esto no es asunto tuyo —dije con tono cansado.
Él bloqueó la puerta, con las manos en las caderas como una institutriz severa. Su aspecto era tan ridículo que tuve que echarme a reír.
—¿Qué te pasa? —exclamó—. ¡De pronto no haces más que mirar el informe de la autopsia de Benton y al minuto siguiente andas con un play-boy, un mocoso engreído e insufrible! ¡Ni siquiera esperaste veinticuatro horas, Doc! ¿Cómo pudiste hacerle eso a Benton?
—Marino, por el amor de Dios, no levantes tanto la voz. Ya ha habido suficientes gritos en esta habitación.
—¿Cómo pudiste? —Me miró con asco, como si yo fuera una prostituta—. Recibiste esa carta y nos invitaste a Lucy y a mí a tu casa, y después, anoche, te encontré aquí llorando. ¿Y qué? ¿Nada de eso sucedió? ¿Empiezas de nuevo como si nada hubiera ocurrido? ¿Y nada menos que con un punk mujeriego?
—Por favor, sal de aquí. —Ya había tenido suficiente.
—Nada de eso. —Se puso a caminar y a sacudir un dedo hacia mí—. No, no pienso irme a ninguna parte. Si quieres acostarte con ese chico lindo, puedes hacerlo delante de mí. ¿Adivinas por qué? Porque no permitiré que suceda. Alguien tiene que hacer las cosas bien aquí, y parece que seré yo.
Y siguió paseándose por el cuarto, más lívido con cada palabra que pronunciaba.
—No se trata de que permitas o no que pase algo. —Mi furia crecía—. ¿Quién demonios te crees que eres, Marino? No te metas en mi vida.
—Bueno, pobre Benton. Una suerte que esté muerto, ¿no? Esto demuestra lo mucho que lo amabas.
Dejó de pasearse y me apuntó con un dedo.
—¡Te creía diferente! ¿Qué hacías cuando Benton no miraba? ¡Eso es lo que quiero saber! ¡Y pensar que todo este tiempo te tuve lástima!
—¡Sal de mi cuarto ya! —Mi autocontrol cedió—. ¡Maldito hijo de puta celoso! ¿Cómo te atreves a hablar siquiera de mi relación con Benton? ¿Qué es lo que sabes? Nada, Marino. Él está muerto, Marino. Está muerto desde hace más de un año, Marino. ¡Y yo no estoy muerta y tampoco tú lo estás!
—Bueno, en este momento desearía que lo estuvieras.
—Hablas como Lucy cuando tenía diez años.
Salió enojadísimo y dio un portazo tan fuerte que los cuadros se movieron en la pared y la araña se sacudió. Tomé el teléfono y llamé al mostrador del frente.
—¿En el lobby hay un hombre llamado Jay Talley? —pregunté—. ¿Alto, morocho, joven, que viste jeans y campera de cuero beige?
—Sí, lo veo, señora.
Segundos después, Talley estaba al teléfono.
—Marino acaba de irse de aquí hecho una furia —dije—. No dejes que te vea, Jay. Está completamente loco.
—De hecho, en este momento sale del ascensor. Y, tienes razón. Parece un poco loco. Tengo que cortar.
Salí corriendo del cuarto. Atravesé el pasillo lo más rápido que pude y bajé por los escalones alfombrados sin prestar atención a las miradas de extrañeza de personas civilizadas y bien vestidas que caminaban con ritmo pausado y no se metían en peleas a puñetazos en el Grand Hotel de París. Reduje la marcha cuando llegué al lobby; estaba sin aliento y me quemaban los pulmones y, horrorizada, vi que Marino atacaba a Talley a puñetazos mientras dos botones y un valet trataban de intervenir. Un hombre del mostrador discaba frenéticamente un teléfono, probablemente para llamar a la policía.
—¡Marino, no! —grité con autoridad mientras corría hacia él—. ¡Marino, no! —Lo aferré de un brazo.
Tenía los ojos vidriosos, sudaba profusamente y, gracias a Dios, no tenía un arma, porque quizá la habría usado en ese momento. Seguí sosteniéndolo por el brazo mientras Talley hablaba en francés, gesticulaba y les aseguraba a todos que no había problema, que no llamaran a la policía. Llevé a Marino de la mano por el lobby como una madre a punto de disciplinar a un muchachito muy malo. Cuando lo escolté pasamos frente a valets y autos caros y salimos a la vereda, donde me detuve.
—¿Tienes idea de lo que estás haciendo? —le pregunté.
Él se secó la cara con el dorso de la mano. Respiraba tan fuerte que resollaba. Pensé que iba a tener un ataque cardíaco.
—Marino —lo llamé y le sacudí el brazo—. Escúchame. Lo que acabas de hacer es desmedido. Talley no te hizo nada. Yo no te hice nada.
—A lo mejor lo hice para defender a Benton, porque él no está aquí para hacerlo —dijo Marino con una voz chata y cansada.
—No. Le estabas tirando trompadas a Carrie Grethen, a Joyce. Es a ellas a quienes deseas moler a golpes, mutilar, matar.
Hizo varias inspiraciones profundas con aspecto de derrota.
—¿Crees que no sé lo que estás haciendo? —continué con una voz intensa y, al mismo tiempo, serena.
Las personas eran sombras que pasaban rápido frente a nosotros por la vereda. Las luces brotaban de brasseries y cafés que tenían una noche agitada, pues sus mesas en la vereda estaban todas ocupadas.
—Tienes que desquitarte con alguien —proseguí—. Es así como funciona. ¿Y a quién tienes para hacerlo? Carrie y Joyce están muertas.
—Tú y Lucy al menos mataron a esas hijas de puta. Les dispararon y las hicieron pulverizarse en el aire. —Marino comenzó a sollozar.
—Vamos —dije.
Lo tomé del brazo y echamos a andar.
—Yo no tuve nada que ver con su muerte —dije—. Aunque te confieso que no me habría temblado el pulso. Pero fue Lucy quien apretó el gatillo. Y, ¿sabes qué? Eso no la hace sentirse mejor. Todavía se abre camino por la vida con odio y furia, a golpes y a tiros. También a ella le llegará su día de «hacerse cargo». Éste es el tuyo. Suéltalo, déjalo ir.
—¿Por qué tuviste que acostarte con él? —preguntó con voz pequeña y apenada mientras se secaba los ojos con la manga—. ¿Cómo es posible, Doc? ¿Por qué él?
—Para ti, no existe nadie lo suficientemente bueno para mí, ¿es eso? —pregunté.
Él tuvo que pensarlo.
—Y tampoco hay nadie suficientemente bueno para ti. Ninguna persona tan buena como Doris. Cuando ella se divorció de ti, fue difícil, ¿no? Y en ningún momento pensé que las mujeres con quien has estado desde entonces se acercan siquiera a lo que era ella. Pero debemos intentarlo, Marino. Tenemos que vivir.
—Sí, y todas me dejaron. Me dejaron esas mujeres que no eran suficientemente buenas para mí.
—Te dejaron porque no eran más que mujerzuelas tontas de un salón de bowling.
Él sonrió en la oscuridad.
37
Las calles de París despertaban y cobraban vida cuando Talley y yo caminamos hacia el Café Runtz. El aire estaba fresco y me hizo bien sentirlo en la cara, pero de nuevo estaba ansiosa y llena de dudas. Deseé no haber viajado a Francia. Cuando cruzamos la Place de l'Opéra y él me tomó la mano, deseé no haber conocido nunca a Jay Talley.
Sus dedos eran cálidos, fuertes y delgados, y jamás imaginé que una forma tan tierna de afecto podría sobresaltarme y causarme aversión, cuando lo que habíamos hecho en mi habitación algunas horas antes no me producía lo mismo. Me sentí avergonzada de mí misma.
—Quiero que sepas que esto es importante para mí —dijo—. No soy hombre de aventuras ni de relaciones de una sola noche. Necesitaba que lo supieras.
—No te enamores de mí, Jay —le pedí y lo miré.
Su silencio lo dijo todo con respecto a lo que esas palabras le hicieron sentir.
—Jay, con eso no quiero decir que no me importas.
—Ese café te gustará mucho —cambió de tema—. Es un secreto. Ya verás. Allí nadie habla otro idioma, sólo francés. Si tú no lo hablas, tienes que señalar algo en el menú con el dedo o sacar tu pequeño diccionario, algo que le resulta muy divertido a la dueña. Odette es una mujer seria y práctica, pero muy agradable.
Yo casi no oía ninguna de esas palabras.
—Ella y yo tenemos un convenio. Si ella se muestra agradable, yo frecuento su establecimiento. Si yo me muestro agradable, ella me permite frecuentar su establecimiento.
—Quiero que me escuches —dije, lo tomé del brazo y me recosté contra él—. Lo último que quiero es lastimar a nadie. No quise lastimarte a ti, y ya lo hice.
—¿Cómo podría sentirme herido? Lo de esta tarde fue increible.
—Sí, lo fue —concedí—. Pero...
Él se detuvo en la vereda y me miró a los ojos, mientras la gente fluía alrededor de nosotros y la luz despareja procedente de las tiendas empujaba hacia atrás la noche. Yo me sentí en carne viva allí donde él me había tocado.
—No te pedí que me amaras —dijo.
—Eso no es algo que deba pedirse.
Comenzamos a caminar de nuevo.
—Sé bien que no es algo que ofreces libremente, Kay —dijo él—. El amor es tu hombre lobo. El monstruo que temes. Y entiendo por qué. Durante toda tu vida te ha perseguido y lastimado.
—No trates de psicoanalizarme. No trates de cambiarme, Jay.
La gente tropezaba con nosotros al caminar por la vereda.
Varios adolescentes con el cuerpo perforado por aros y adornos y pelo teñido también tropezaron con nosotros y se echaron a reír. Un pequeño gentío miraba y señalaba un biplano amarillo, casi de tamaño natural, sujeto a un costado del edificio Grand Marnier que anunciaba un programa auspiciado por relojes Breitling. Había olor a castañas asadas y quemadas.
—Yo no he tocado a nadie desde que Benton murió —confesé—. Ése es el lugar que ocupas en mi cadena alimentaria, Jay.
—No fue mi intención ser cruel...
—Mañana por la mañana tomaré un vuelo a casa.
—Desearía que no lo hicieras.
—Tengo una misión, ¿recuerdas?
La furia decidió salir de su escondite, y cuando Talley trató de tomarme de nuevo la mano, enseguida aparté los dedos de él.
—¿O debería decir más bien que por la mañana entraré furtivamente en casa? —dije—. Con un maletín lleno de pruebas ilegales que, de paso, representan también peligro biológico. Obedeceré órdenes, como buen soldado que soy, y con las muestras trataré de obtener el ADN. Lo compararé con el ADN del cadáver no identificado. Con el tiempo, quizá determinaré que él y el asesino son hermanos. Mientras tanto, es posible que la policía tenga suerte y encuentre un hombre lobo merodeando por las calles que les dirá a ustedes todo lo referente al cartel Chandonne. Y tal vez sólo sean asesinadas salvajemente otras dos o tres mujeres antes de que todo esto suceda.
—Por favor, no hables con tanta amargura —me pidió Jay.
—¿Amargura? ¿No debería sentirla?
Doblamos en el Boulevard des Italiens hacia la rue Favard.
—¿No tendría que estar enojada cuando me enviaron aquí para solucionar problemas... cuando he sido un peón en un plan del que yo no sabía nada?
—Lamento que lo consideres así —se disculpó.
—Nos hacemos mal mutuamente —dije.
El Café Runtz era pequeño y silencioso, con manteles a cuadros verdes y blancos y cristalería verde. La luz brillaba en las lámparas rojas y la araña también era roja. Cuando entramos, Odette preparaba bebidas en el bar. Su manera de saludar a Talley era levantar las manos en actitud de supuesta desesperación y castigarlo.
—Ella me acusa de no haber venido en dos meses y, después, de no llamarla antes de venir —me tradujo Jay.
En penitencia, él se inclinó sobre la barra y la besó en las dos mejillas. A pesar de lo repleto de gente que estaba el café, ella logró ubicarnos en la mesa de un rincón privilegiado porque Talley tenía ese efecto en la gente. Estaba acostumbrado a obtener siempre lo que deseaba. Eligió un vino borgoña Santenay porque recordaba que yo le había comentado que me gustaban mucho los borgoñas, aunque yo no pude recordar cuándo fue eso o si realmente se lo había dicho. A esa altura yo ya no sabía qué era lo que él ya sabía y qué lo que se había enterado directamente por mí.
—Veamos —dijo y se puso a revisar el menú—. Te recomiendo las especialidades alsacianas. Pero, ¿para comenzar? La salade de gruyere, trozos de gruyere tan finos que casi parecen fideos, sobre lechuga y tomate. Resulta una ensalada muy contundente.
—Entonces a lo mejor comeré nada más que eso —acepté, sin apetito.
Talley puso la mano en el bolsillo interior del saco y extrajo un cigarro pequeño y un alicate para cortarle la punta.
—Me ayuda a fumar menos cigarrillos —explicó—. ¿Quieres uno?
—En Francia, todos fuman demasiado. Es hora de que una vez más deje de fumar —dije.
—Son muy buenos. —Le cortó la punta—. Mojados en azúcar. Éste tiene sabor a vainilla, pero también tengo de canela y de menta. —Encendió un fósforo—. Pero los que más me gusta son los de vainilla. —Dio varias pitadas—. Realmente deberías probarlo.
Me lo ofreció.
—No, gracias —dije.
—Se los encargo a un comerciante mayorista de Miami —continuó, movió el cigarro con elegancia y echó la cabeza hacia atrás para soplar el humo—. Son Cojimars. Que no deben confundirse con los Cohibas, que son maravillosos pero ilegales si son cubanos, en contraposición a los fabricados en la República Dominicana. Bueno, ilegales en los Estados Unidos. Lo sé porque pertenezco al ATE. Sí, señora, conozco bien mis leyes sobre alcohol, tabaco y armas de fuego.
Él ya había terminado su primera copa de vino.
—Y en la escuela de la vida aprendí las tres materias básicas: Huir, Huir y Huir. ¿Las conocías?
Volvió a llenar su copa y sirvió un poco más de vino en la mía.
—Si volviera a los Estados Unidos, ¿me verías de nuevo? ¿Qué pasaría, digamos, si me transfirieran..., por ejemplo, a Washington?
—No quise hacerte esto —dije.
En sus ojos asomaron lágrimas y enseguida apartó la vista.
—De veras, no quise hacerlo. Es mi culpa —repetí en voz baja.
—¿Culpa? —dijo él—. ¿Culpa? No me di cuenta de que en esto tuviera nada que ver la culpa, como cuando se comete un error.
Se inclinó sobre la mesa y sonrió, como si fuera un detective que acababa de hacerme caer con una pregunta capciosa.
—La culpa. Mmmm —dijo, y soltó una bocanada de humo.
—Jay eres tan joven —expliqué—. Algún día entenderás...
—No puedo evitar tener la edad que tengo —me interrumpió con una voz que atrajo miradas de otros comensales.
—Y vives en Francia, por el amor de Dios.
—Bueno, hay peores lugares para vivir.
—Puedes jugar con las palabras todo lo que quieras, Jay —dije—. Pero la realidad siempre se impone.
—Lo lamentas, ¿no? —dijo y se echó hacia atrás en el asiento—. Sé tanto sobre ti y no se me ocurre nada mejor que hacer una estupidez así.
—No dije que fuera una estupidez.
—Es porque no estás lista.
Comenzaba a sentirme disgustada.
—Tú no puedes saber si estoy o no lista —le dije en el momento en que el camarero se acercaba a tomarnos el pedido y después, discretamente, se alejaba—. Pasas demasiado tiempo en mi mente y, quizá, no el suficiente en la tuya.
—De acuerdo. No te preocupes. No volveré a tratar de anticipar lo que sientes o piensas.
—Ah. Petulancia —contesté—. Por fin actúas como alguien de tu edad.
Le brillaron los ojos. Bebí un sorbo de vino. Él ya había vaciado otra copa.
—También yo merezco respeto —afirmó—. No soy una criatura. ¿Qué fue lo de esta tarde, Kay? ¿Trabajo social? ¿Caridad? ¿Educación sexual? ¿Actitud maternal?
—Me parece que no deberíamos hablar de esto aquí —sugerí.
—O quizá simplemente me usaste —continuó Jay.
—Soy demasiado vieja para ti. Por favor, baja la voz.
—Viejas son mi madre y mi tía. La viuda sorda que vive en la casa de al lado es vieja.
Me di cuenta de que no tenía la menor idea de dónde vivía Talley. Ni siquiera tenía el número de teléfono de su casa.
—Vieja es la forma en que actúas cuando eres arrogante, condescendiente y cobarde —aseguró y levantó su copa hacia mí.
—¿Cobarde? Me han llamado muchas cosas, pero nunca cobarde.
—Eres una cobarde emocional. —Bebió como si tratara de apagar un incendio—. Por eso estabas con él. Él era tu seguridad. No me importa todo lo que dices sobre que lo amabas. Él era tu seguridad.
—No hables de lo que no sabes —le advertí y empecé a temblar.
—Porque tienes miedo. Has tenido miedo desde que tu padre murió, desde que te sentiste diferente de todos los demás porque eres diferente, y ése es el precio que las personas como nosotros debemos pagar. Somos especiales. Estamos solos y rara vez pensamos que es porque somos especiales. Sólo pensamos que hay algo malo en nosotros.
Puse la servilleta sobre la mesa y empujé mi silla hacia atrás.
—Ése es el problema con los imbéciles como tú que se dedican a apropiarse de los secretos, los tesoros, las tragedias y los éxtasis de alguien como si les pertenecieran —recité con voz baja y calma—. Yo al menos tengo una vida. No vivo como un voyeur a través de personas que no conozco y tampoco soy una espía.
—Yo no soy un espía —se defendió él—. Era mi trabajo averiguar todo lo posible sobre ti.
—Y debo decir que hiciste tu trabajo extraordinariamente bien —dije, furiosa—. Sobre todo esta tarde.
—Por favor, no te vayas —me pidió en voz baja y extendió un brazo sobre la mesa para tomarme la mano.
La aparté. Salí del restaurante mientras otros comensales me miraban. Alguien rió e hizo un comentario que entendí sin que nadie me lo tradujera. Era obvio que ese apuesto hombre joven y su amiga de más edad mantenían una pelea de enamorados. O quizás él era su gigoló.
Eran casi las nueve y media y yo caminaba con actitud resuelta hacia el hotel mientras parecía que todas las demás personas de la ciudad salían a divertirse. Una agente de policía con guantes blancos dirigía el tránsito mientras yo aguardaba, junto con una multitud, poder cruzar el Boulevard des Capucines. En el aire flotaban voces y la luz fría de la luna. El aroma a crêpes, buñuelos y castañas que se asaban en pequeña parrillas me hizo sentir abatida y mareada.
Apuré el paso como una fugitiva que trata de que no la apresen y, sin embargo, me demoré en las esquinas porque en el fondo deseaba que me pescaran. Talley no corrió tras de mí. Cuando llegué al hotel, sin aliento y trastornada, no pude soportar la sola idea de ver a Marino o regresar a mi habitación.
Tomé un taxi porque había una cosa más que debía hacer. La haría sola y por la noche porque me sentía temeraria y desesperada.
—¿Sí? —dijo el chofer y giró la cabeza para mirarme—. ¿Madame?
Sentí que partes de mí habían sido cambiadas de lugar y no sabía dónde ponerlas porque no recordaba dónde estaban antes.
—¿Habla usted inglés? —le pregunté.
—Sí.
—¿Conoce bien la ciudad? ¿Podría decirme qué es lo que voy viendo?
—¿Viendo? ¿Se refiere ahora?
—Sí, mientras avanzamos —dije.
—¿Acaso soy un guía turístico? —Sus palabras le parecieron muy graciosas—. No, pero vivo aquí. ¿Adonde desea ir?
—¿Sabe dónde está la morgue? ¿Sobre el Sena, cerca de la Gare de Lyon?
—¿Quiere ir allí? —Volvió a girar la cabeza y frunció el entrecejo mientras aguardaba el momento de insertarse en el tráfico.
—Voy a querer ir allí. Pero primero quiero ir a la Île Saint-Louis —respondí, mientras con la vista buscaba a Talley y esa esperanza se volvía tan sombría como la calle.
—¿Qué? —El chofer se echó a reír como si yo fuera una chiflada total—. ¿Usted quiere ir a la morgue y a la Île Saint-Louis? ¿Qué relación existe entre esos dos lugares? ¿Algún rico se murió?
Yo comenzaba a fastidiarme con ese tipo.
—Por favor —le pedí—. Lléveme.
—De acuerdo, si eso es lo que quiere.
Sobre el empedrado, los neumáticos sonaban como timbales y la luz de los faroles sobre el Sena parecía un cardumen de peces plateados. Froté la niebla de mi ventanilla y la abrí lo suficiente para poder ver mejor cuando cruzamos el Pont Louis-Philippe y entramos en la isla. Enseguida reconocí las casas del siglo XVII que antes habían sido las residencias privadas de la nobleza. Yo había estado allí con Benton.
Habíamos caminado por esas calles empedradas angostas y curioseado las placas históricas que había sobre algunas de las paredes y que contaban quién había vivido allí antes. Nos habíamos detenido en los cafés a la calle y, en el camino, habíamos comprado helados en Berthillon. Le pedí al chofer que diera un rodeo por la isla.
Tenía un aspecto sólido con hermosas casas con frentes de piedra caliza deteriorada por el tiempo, y balcones de hierro forjado negro. Las ventanas se encontraban iluminadas y a través de ellas alcancé a ver fugazmente techos con vigas, bibliotecas y cuadros costosos, pero ninguna persona. Era como si las personas elitistas que vivían allí fueran invisibles para el resto de nosotros.
—¿Ha oído hablar de la familia Chandonne? —le pregunté al chofer.
—Desde luego —contestó—. ¿Le gustaría ver dónde viven?
—Sí, por favor —respondí, con bastantes recelo.
Camino al Quai d'Orléans, pasamos frente a la residencia en cuyo primer piso murió Pompidou, y que tenía las persianas bajas. Después nos dirigimos por el Quai de Béthune al extremo este de la isla. Metí la mano en mi bolso y saqué un frasco de aspirinas.
El taxi frenó. Intuí que el chofer no quería acercarse más a la casa de los Chandonne.
—Doble allí en la esquina —señaló— y camine hasta el Quai d'Anjou. Verá entonces puertas talladas con antílopes. Podría decirse que es el escudo de armas de los Chandonne. Hasta los caños de desagüe tienen esa forma. Es algo que vale la pena ver. No puede perdérselo. Y no se acerque al puente que hay en la margen derecha —me recomendó—. Debajo de él viven los sin techo y los homosexuales. Es peligroso.
El hôtel particulier en el que la familia Chandonne vivía desde hacía cientos de años era una casa de cuatro plantas con infinidad de ventanas de gablete, chimeneas y un œil de boeuf u ojo de buey, que era una ventana redonda en el techo. Las puertas de calle eran de madera oscura y talladas con antílopes, y machos cabríos ligeros de pies se aferraban con los dientes y las colas para formar caños de desagüe dorados.
Se me puso piel de gallina. Entré en las sombras y, desde la vereda de enfrente, observé la madriguera que había engendrado a ese monstruo que se llamaba a sí mismo hombre lobo. A través de las ventanas, las arañas brillaban y las bibliotecas estaban repletas de cientos de libros. Me sobresalté cuando de pronto apareció una mujer junto a la ventana. Era enormemente gorda y usaba una bata color rojo oscuro con mangas largas, de una tela que parecía satén o seda. Me quedé mirándola, paralizada.
Su rostro era impaciente, sus labios se movían con rapidez mientras le hablaba a alguien y casi enseguida apareció una mucama con una pequeña bandeja de plata sobre la que había una copa de licor. Madame Chandonne, si es que se trataba de ella, bebió el contenido. Encendió un cigarrillo con un encendedor de plata y salió de mi campo visual.
Caminé deprisa hacia la punta de la isla, que quedaba a menos de una cuadra de allí, y desde un pequeño parque alcancé a ver la silueta de la morgue. Calculé que estaba algunos kilómetros río arriba, del otro lado del Pont Sully. Paseé la vista por el Sena y fantaseé que el asesino era el hijo de esa mujer obesa que acababa de ver, y que durante años él se había bañado desnudo allí sin que ella lo supiera, mientras la luz de la luna brillaba sobre su pelo claro y largo.
Imaginé que emergía de ese noble hogar y merodeaba por ese parque después de que oscureciera, para sumergirse en lo que él creía podía curarlo. ¿Durante cuántos años había vadeado esa agua helada y sucia? Me pregunté si enfilaría hacia la margen derecha, desde donde observaba a personas tan rechazadas por la sociedad como él mismo. Tal vez hasta se mezclara con ellas.
Unos peldaños descendían de la calle al quai, y el río estaba tan alto que golpeteaba sobre los adoquines en ondas barrosas con un leve olor a albañal. El Sena estaba crecido por una lluvia implacable, la corriente era intensa y cada tanto un pato flotaba por allí aunque no se suponía que nadaran por la noche. Los faroles de gas de hierro brillaban, lanzaban chispas doradas y formaban dibujos sobre el agua.
Destapé el frasco de aspirinas y arrojé las píldoras al suelo. Con mucho cuidado bajé por esos peldaños resbaladizos de piedra hacia el quai. El agua lamió la piedra alrededor de mis pies cuando terminé de vaciar el frasco y lo llené de esa agua helada. Volví a ponerle la tapa y regresé al taxi. Cada tanto miraba hacia la casa de los Chandonne, esperando en cierta forma que el cartel de criminales se abalanzara repentinamente sobre mí.
—Lléveme a la morgue, por favor —le dije al chofer.
Estaba oscuro y el alambre de púas que no se notaba durante el día reflejaba la luz de los faros de los autos que pasaban por allí a toda velocidad.
—Entre al estacionamiento de atrás —dije.
Salió del Quai de la Rapée y dobló hacia el pequeño sector de detrás del edificio donde había furgonetas estacionadas y la pareja apesadumbrada había esperado sentada en un banco, más temprano, ese mismo día. Me bajé del vehículo.
—Espéreme aquí —le dije al chofer—. Volveré en un minuto.
Su rostro era macilento y, cuando lo miré mejor, me di cuenta de que tenía muchas arrugas y le faltaban varios dientes. Parecía inquieto y no hacía más que mirar en todas direcciones como si planeara huir de allí.
—Está todo bien —le aseguré y saqué un bloc de mi bolso.
—Ah, usted es periodista —dijo con alivio—. Y está aquí para escribir una nota.
—Sí, una nota.
Él sonrió y asomó medio cuerpo por la ventanilla.
—¡Me tenía preocupado, Madame! ¡Pensé que era una especie de profanadora de tumbas!
—Déme sólo un minuto —repetí.
Deambulé por allí y sentí el frío húmedo de la piedra antigua y el aire que soplaba desde el río al avanzar por la oscuridad de las sombras profundas interesándome en cada detalle, como si yo fuera el hombre lobo. Sin duda también él se habría sentido fascinado por ese lugar. Era algo así como el salón del deshonor, que exhibía los trofeos de sus asesinatos y le recordaba su soberana impunidad. Él podía hacer lo que quisiera, cuando quisiera, y dejar todas las pruebas del mundo, y nadie lo tocaría.
Probablemente habría caminado de su casa a la morgue en veinte o treinta minutos, y me pareció verlo sentado en el parque, la vista fija en ese viejo edificio de ladrillos, mientras imaginaba lo que sucedía adentro, el trabajo que él había creado para la doctora Stvan. Me pregunté si el olor a muerte lo excitaba.
Una leve brisa meció las acacias y me rozó la piel cuando volví a proyectar en mi mente lo que la doctora Stvan había dicho sobre el hombre que había llamado a su puerta. Él fue a asesinarla y fracasó. Y después volvió a ese mismo lugar al día siguiente y le dejó una nota.
Pas la pólice...
Tal vez estábamos tratando de complicar demasiado su modus operandi.
Pas de problème... Le Loup-Garou.
Quizá se trataba de algo tan simple como un impulso furioso y asesino que él no podía controlar. Una vez que el monstruo que había en él era despertado por alguien, no había salida. Estaba segura de que, si él hubiera seguido en Francia, la doctora Stvan estaría muerta. Quizá cuando fue a Richmond creyó que podría controlarse por un tiempo. Y tal vez lo logró durante tres días. O a lo mejor estuvo vigilando a Kim Luong todo ese tiempo, fantaseando con ella hasta que ya no pudo resistir ese impulso malévolo.
Corrí de regreso al taxi y cuando llegué las ventanillas estaban tan empañadas que no pude ver a través de ellas. Abrí la puerta de atrás y noté que adentro la calefacción estaba al máximo y el chofer, semidormido. Se incorporó de un salto y lanzó una maldición.
38
El vuelo número 2 del Concorde despegó del aeropuerto Charles de Gaulle a las once y llegó a Nueva York a las 8:45 A.M., hora estándar del este, que, en cierto sentido, era antes que la hora en que salimos. Entré en mi casa a media tarde de mal humor, con el cuerpo confuso con respecto a la hora y mis emociones gritando a todo volumen. El tiempo estaba empeorando, con pronóstico de lluvia helada y cellisca de nuevo, y yo debía hacer algunos trámites. Marino se fue a su casa. Después de todo, tenía su enorme camioneta.
El almacén estaba pelado de mercadería porque cada vez que se pronosticaba cellisca o nieve los habitantes de Richmond perdían la cabeza. Imaginaban que morirían de hambre o no tendrían nada que beber, y cuando llegué a la sección panadería, no quedaba ni una sola hogaza. Tampoco había pavo ni jamón en la sección fiambres. Compré lo que pude, porque confiaba en que Lucy se quedara un tiempo conmigo.
Enfilé hacia casa un poco después de las seis y sin la energía necesaria para negociar un arreglo de paz con mi garaje. Así que estacioné el auto frente a casa. Las nubes que flotaban sobre la luna se parecían mucho a un cráneo. Después se desarmaron y quedaron sin forma y se dispersaron cuando el viento sopló con más fuerza y los árboles temblaron y susurraron. Me sentí dolorida y aturdida como si estuviera por enfermarme, y mi preocupación aumentó cuando, una vez más, Lucy no me llamó ni vino a casa.
Di por sentado que estaba en el hospital de la Facultad de Medicina, pero cuando me comuniqué con la unidad de ortopedia, me dijeron que no había vuelto allí desde la mañana del día anterior. Comencé a sentirme frenética, a pasearme por el living y a pensar. Eran casi las diez cuando volví a subir al auto y lo conduje hacia el centro, mientras sentía que la tensión aumentaba tanto que creí que algo se quebraría en mí.
Sabía que era posible que Lucy se hubiera ido a Washington, pero no la imaginaba haciéndolo sin dejarme al menos una nota. Cada vez que había desaparecido sin decir palabra, nunca significó nada bueno. Doblé en la salida de la calle Nueve, avancé por las calles vacías del centro y recorrí distintos niveles del estacionamiento del hospital antes de encontrar un espacio. Del asiento de atrás del auto tomé un guardapolvo.
La unidad de ortopedia estaba en el hospital nuevo, en el primer piso, y cuando llegué a la habitación me puse el guardapolvo y abrí la puerta. Adentro, sentada junto a la cama, había una pareja que supuse eran los padres de Jo, y me acerqué a ellos. Jo tenía la cabeza vendada y una pierna en tracción, pero estaba despierta y su vista enseguida se fijó en mí.
—¿El señor y la señora Sanders? —pregunté—. Soy la doctora Scarpetta.
Si mi nombre significaba algo para ellos, no lo demostraron. El señor Sanders se levantó cortésmente de la silla y me estrechó la mano.
—Mucho gusto de conocerla —dijo.
No era para nada como lo había imaginado. Después de la descripción que había hecho Jo de la actitud rígida de sus padres, esperaba encontrar en ellos rostros severos y ojos que juzgaban todo lo que veían. Pero el señor y la señora Sanders eran más bien gordos y poco atractivos, y no tenían en absoluto una apariencia temible. Estuvieron muy amables, incluso tímidos, cuando les pregunté acerca de su hija. Jo seguía mirándome fijo, y sentí que era su manera de pedirme ayuda.
—¿Les importaría que hablara un momento a solas con la paciente? —les pregunté.
—Eso estaría muy bien —dijo la señora Sanders.
—Mira, Jo, debes hacer lo que te diga la doctora —le indicó el señor Sanders a su hija con tono desanimado.
Los dos salieron y tan pronto yo cerré la puerta, los ojos de Jo se llenaron de lágrimas. Me incliné y la besé en la mejilla.
—Nos has tenido preocupados a todos —dije.
—¿Cómo está Lucy? —susurró mientras los sollozos comenzaban a sacudirla y eran seguidos por un torrente de lágrimas.
Le puse pañuelos de papel en una mano que estaba trabada con una serie de guías de canalización.
—No lo sé. No sé dónde está, Jo. Tus padres le dijeron que no querías verla y...
Jo comenzó a sacudir la cabeza.
—Sabía que harían eso —dijo con un tono sombrío y depresivo—. Lo sabía. A mí me dijeron que ella no quería verme. Que estaba demasiado trastornada por lo que había ocurrido. Yo no les creí. Sé que Lucy nunca haría una cosa así. Pero la echaron y ahora se ha ido. Y a lo mejor creyó lo que ellos le dijeron.
—Lucy piensa que lo que te pasó a ti es culpa de ella. Es muy posible que la bala que tienes en la pierna haya provenido de su arma.
—Por favor, tráigame a Lucy. Por favor.
—¿Tienes idea de dónde puede estar? —pregunté—. ¿Algún lugar al que podría ir cuando se siente muy mal? ¿Tal vez de vuelta a Miami?
—Estoy segura de que no volvería allá.
Me senté en una silla junto a la cama y suspiré.
—¿A un hotel, entonces? ¿A lo de una amiga?
—Quizás a Nueva York —dijo Jo—. Hay un bar en Greenwich Village. Rubyfruit.
—¿Piensas que se fue a Nueva York? —pregunté, desalentada.
—La dueña se llama Ann y es una ex policía —me explicó y se le quebró la voz—. Bueno, no lo sé. No lo sé. Me asusta cuando huye de esa manera. Cuando se pone así no razona bien.
—Ya lo sé. Y con todo lo sucedido no puede estar razonando bien. Jo, te darán de alta dentro de uno o dos días si te portas bien —dije con una sonrisa—. ¿Adónde quieres ir?
—No quiero ir a casa. Usted la encontrará, ¿verdad que sí?
—¿Te gustaría quedarte conmigo? —le pregunté.
—Mis padres no son malas personas —murmuró cuando comenzó a hacerle efecto la morfina—. Pero ellos no entienden. Creen que... ¿Por qué está mal...?
—No lo está —le aseguré—. El amor nunca está mal.
Abandoné la habitación cuando ella se adormilaba.
Sus padres estaban afuera, junto a la puerta. Ambos parecían exhaustos y tristes.
—¿Cómo está ella? —preguntó el señor Sanders.
—No demasiado bien —respondí.
La señora Sanders se echó a llorar.
—Ustedes tienen derecho a tener sus propias convicciones. Pero impedir que Lucy y Jo se vean es justo lo que su hija no necesita en este momento. No necesita sentir más miedo y depresión. No necesita perder su deseo de vivir, señor y señora Sanders.
Ninguno de los dos me contestó.
—Soy la tía de Lucy —confesé.
—De todos modos —comentó el señor Sanders—, ella ya casi está de nuevo en este mundo. No podemos mantenerla alejada de nadie. Sólo tratábamos de hacer lo mejor.
—Jo lo sabe —repliqué— y los ama.
No se despidieron de mí, pero me observaron alejarme hasta que entré en el ascensor. En cuanto llegué a casa llamé por teléfono a Rubyfruit y pedí hablar con Ann por encima del fuerte barullo de voces y de una banda de música.
—No podría decir que está en su mejor momento —me dijo Ann, y yo supe lo que eso significaba.
—¿Usted la cuidará? —pregunté.
—Ya lo estoy haciendo —contestó ella—. Aguarde un minuto. Iré a buscarla.
—Acabo de ver a Jo —dije cuando Lucy apareció en línea.
—Ah —fue todo lo que ella respondió, y con esa sola palabra supe que estaba borracha.
—¡Lucy!
—No quiero hablar en este momento.
—Jo te ama —dije—. Vuelve a casa.
—¿Y qué hago después?
—La llevamos a casa desde el hospital y tú la cuidas —respondí—. Eso es lo que harás.
Casi no dormí. A las dos de la mañana finalmente me levanté y fui a la cocina a prepararme una taza de té de hierbas. Todavía llovía fuerte, caía agua del techo y salpicaba sobre el piso del patio. No conseguía entrar en calor. Pensé en las muestras, el pelo y las fotografías de marcas de mordeduras que tenía en mi maletín cerrado con llave y casi tuve la sensación de que el asesino estaba dentro de la casa.
Podía sentir su presencia, como si esas partes suyas emanaran maldad. Pensé en la espantosa ironía: Interpol me hizo ir a Francia y, en definitiva, la única prueba legal que yo tenía era un frasco de aspirinas lleno de agua y lodo del Sena.
Cuando se hicieron las tres de la mañana me senté en la cama y me puse a escribir un borrador tras otro de una carta a Talley. Nada me parecía bien. Me asustaba lo mucho que lo extrañaba y lo que yo le había hecho. Ahora él se tomaba una revancha y era exactamente lo que me merecía.
Hice un bollo con otra hoja de papel de cartas y miré hacia el teléfono. Calculé qué hora era en Lyon y lo imaginé sentado a su escritorio con uno de sus trajes finos. Imaginé también que estaba hablando por teléfono y en reuniones o, quizás, escoltando a alguna otra persona y sin pensar en mí ni por un instante. Pensé en su cuerpo firme y suave y me pregunté dónde había aprendido a ser tan buen amante.
Me fui a trabajar. Cuando eran casi las dos de la tarde en Francia, decidí llamar a Interpol.
—...Bonjour, hola...
—Con Jay Talley, por favor —dije.
Transfirieron el llamado.
—ATDAI —contestó una voz de hombre.
Callé un momento, confundida.
—¿Éste es el interno de Jay Talley?
—¿Quién habla?
Se lo dije.
—Él no está —dijo el hombre.
Sentí una oleada de miedo. No le creí.
—¿Con quién estoy hablando? —pregunté.
—Con el agente Wilson. Soy el enlace del FBI. El otro día no nos conocimos. Jay salió.
—¿Sabe a qué hora volverá?
—No estoy muy seguro.
—Ajá —dije—. ¿Sabe cómo puedo localizarlo? ¿O puede pedirle que me llame?
Sé que sonaba nerviosa.
—En realidad no sé dónde está —contestó—. Pero si vuelve o se comunica conmigo, le avisaré que usted llamó. ¿Puedo hacer alguna cosa más por usted?
—No —respondí.
Colgué y sentí pánico. Estaba segura de que Talley no quería hablar conmigo y le había dado instrucciones a la gente de que, si yo llamaba, dijera que había salido.
—Dios mío, Dios mío —susurré mientras pasaba junto al escritorio de Rose—. ¿Qué hice?
—¿Me habla a mí? —Levantó la vista del teclado y me espió por encima de los anteojos—. ¿Volvió a perder algo?
—Sí —contesté.
A las ocho y media asistí a la reunión de mi equipo y ocupé mi lugar habitual en la cabecera de la mesa.
—¿Qué tenemos? —pregunté.
—Mujer negra, treinta y dos años de edad, del condado de Albemarle —comenzó a decir Chong—. Se salió de la ruta y su coche patinó. Al parecer, se desvió del camino y perdió el control del vehículo. Tiene fractura de la pierna derecha y fractura de la base del cráneo. Y la médica forense del condado de Albemarle, la doctora Richards, quiere que le practiquemos la autopsia. —Levantó la vista y me miró—. Me pregunto por qué. La causa y la forma de la muerte parecen bastante claras.
—Porque el código dice que nosotros le suministramos servicios al médico forense local —contesté—. Si ellos nos lo piden, nosotros lo hacemos. Puede llevarnos una hora si lo hacemos ahora, o diez horas más adelante para tratar de decidir si existe un problema.
—Después hay una mujer blanca de ochenta años, que fue vista por última vez ayer a eso de las nueve de la mañana. Su novio la encontró anoche a las seis y media...
Tuve que esforzarme para no distraerme y después tener que volver a prestar atención.
—... ningún abuso conocido de drogas o de juego sucio —siguió diciendo Chong con voz monótona—. Encontramos nitroglicerina en la escena.
Talley hacía el amor como si estuviera muriéndose de hambre. Yo no podía creer que se me cruzaran pensamientos eróticos en medio de una reunión de trabajo.
—Hace falta revisarla en busca de lesiones, y toxicología —decía Fielding.
—¿Alguien sabe qué enseñaré en el Instituto la semana próxima? —preguntó el toxicólogo Tim Cooper.
—Probablemente toxicología.
—De verdad. —Cooper suspiró—. Necesito una secretaria.
—Yo debo comparecer hoy en tres juzgados —decía el subjefe Riley—. Lo cual es imposible porque están desperdigados por la ciudad.
Se abrió la puerta y Rose asomó la cabeza y me hizo señas de que saliera al hall.
—Larry Posner debe irse en un momento —me comentó—. Y se preguntaba si usted podría pasar por su laboratorio enseguida.
—Ya voy —le dije.
Cuando entré, con una pipeta él colocaba una gota de una sustancia en el borde de un cubreobjeto, mientras ponía otros portaobjetos sobre un calentador.
—No sé si esto significará mucho —dijo enseguida—. Observé por el microscopio las diatomeas de su hombre no identificado. Recuerde que lo único que puede decirnos una diatomea individual es, con raras excepciones, si es de agua salada, salina o dulce.
Observé por la lente diminutos organismos que parecían estar hechos de vidrio transparente, en toda clase de formas que me hicieron pensar en botes, cadenas y zigzags y lunas plateadas y rayas de tigre y cruces y hasta pilas de fichas de póquer. Había trozos y partes que me recordaron a papel picado y granos de arena y otras partículas de diferentes colores que probablemente eran minerales.
Posner sacó el portaobjetos de la platina del microscopio y lo reemplazó con otro.
—Es la muestra que trajo del Sena —me aclaró—. Cymbella, melosira, navícula, fragilaria, etcétera, etcétera. Tan comunes como el polvo. Todas de agua dulce, así que eso al menos es bueno, pero en realidad no nos dicen nada en sí mismas.
Me eché hacia atrás en la silla y lo miré.
—¿Me hiciste venir aquí para decirme eso? —pregunté, desalentada.
—Bueno, no soy Robert McLaughlin —dijo él secamente, refiriéndose al internacionalmente famoso diatomista que lo había formado.
Se inclinó sobre el microscopio, cambió el aumento a 1000X y comenzó a mover el portaobjetos.
—Y, no, no le pedí que viniera para nada —continuó—. Donde sí tuvimos suerte fue en la frecuencia de la incidencia de cada especie en la flora.
La flora era un listado botánico de plantas por especies o, en este caso, de diatomeas por especies.
—Una incidencia de cincuenta y uno por ciento de melosira, del quince por ciento de fragilaria. No la aburriré con todos los datos, pero las muestras son muy coherentes unas con otras. A tal punto que casi se podría decir que son idénticas, lo cual me parece bastante milagroso, puesto que la flora existente en el lugar donde usted hundió su frasco de aspirinas podría ser totalmente diferente a cien metros de allí.
Me dio escalofríos pensar en la orilla de la Île Saint-Louis, en los relatos de un hombre que, desnudo, nadaba allí después de que oscurecía y tan cerca de la mansión Chandonne. Lo imaginé vistiéndose sin ducharse ni secarse, y transferir así diatomeas a la parte interior de la ropa.
—Si él nada en el Sena y estas diatomeas aparecen en toda su ropa —dije—, significa que no se lava antes de vestirse. ¿Qué me puedes decir del cuerpo de Kim Luong?
—Decididamente no es la misma flora del Sena —aseguró Posner—. Pero tomé una muestra del agua del río James, en realidad cerca de donde vive usted. Una vez más, casi la misma frecuencia de distribución.
—¿O sea que la flora que tenía sobre su cuerpo y la flora del James se corresponden? —Tenía que estar segura.
—Una pregunta que me hago es si las diatomeas del James estarán en todas partes aquí cerca —dijo Posner.
—Bueno, veamos.
Tomé hisopos y me los froté en el antebrazo, el pelo y la suela de los zapatos, y Posner preparó más portaobjetos. No había ni una sola diatomea.
—¿Quizás en el agua de la canilla? —pregunté.
Posner sacudió la cabeza.
—De modo que no podrían cubrir por completo a una persona a menos que esa persona hubiera estado en un río, lago, océano...
Callé un momento y se me cruzó un pensamiento extraño.
—El mar Muerto, el río Jordán —dije.
—¿Qué? —preguntó Posner, desconcertado.
—El manantial de Lourdes —agregué, cada vez con mayor entusiasmo—. El río sagrado Ganges, se cree que son todos lugares milagrosos, donde los ciegos, los rengos y los paralíticos se sumergen en el agua para ser curados.
—¿Él nada en el James en esta época del año? —preguntó Posner—. Ese tipo debe de estar loco.
—No hay ninguna cura para la hipertricosis —dije.
—¿Qué demonios es eso?
—Un trastorno horrible y muy poco frecuente, en el que el pelo crece por la totalidad del cuerpo desde el nacimiento. Un pelo fino como de bebé que puede alcanzar un largo de quince, dieciocho y hasta veintitrés centímetros. Entre otras anomalías.
—¡Eh!
—Quizá se bañaba desnudo en el Sena con la esperanza de ser curado de manera milagrosa. Tal vez ahora hace lo mismo en el James —dije.
—¡Dios mío! —exclamó Posner—. Qué pensamiento más truculento.
Cuando volví a mi oficina, encontré a Marino sentado en una silla junto a mi escritorio.
—Tienes el aspecto de no haber dormido en toda la noche —me dijo mientras bebía café.
—Lucy huyó a Nueva York. Y yo hablé con Jo y con sus padres.
—¿Lucy hizo qué?
—Ya viene para aquí. Está todo bien.
—Bueno será mejor que se cuide. No es un buen momento para que haga esas cosas.
—Marino —me apresuré a decir—, es posible que el asesino se bañe en los ríos con la idea de que eso podría curarlo de su trastorno. Me pregunto si se aloja en algún lugar cerca del James.
Lo pensó un momento y en su cara apareció una expresión extraña. En ese momento se oyeron en el hall pisadas de alguien que corría.
—Esperemos que no haya por esa zona ninguna vieja mansión de cuyo dueño no se haya sabido nada desde hace tiempo —agregó Marino—. Tengo un mal presentimiento.
Y de pronto Fielding entró en mi oficina y se puso a gritarle a Marino.
—¡Qué demonios te pasa!
Fielding tenía las venas y arterias del cuello muy hinchadas y su cara estaba de un rojo subido. Yo nunca lo había oído gritarle así a nadie.
—¡Dejaste que los malditos de la prensa lo supieran antes de que nosotros tuviéramos tiempo de ir a la escena del crimen! —lo acusó.
—Epa —dijo Marino—. Cálmate. ¿Qué es lo que les conté a los de la prensa?
—Que Diane Bray ha sido asesinada —respondió Fielding—. Ya lo anunciaron en todos los informativos. Y tienen en custodia a un sospechoso. La detective Anderson.
39
Estaba muy nublado y había comenzado a llover cuando llegamos a Windsor Farms, y parecía extraño pasar en el automóvil negro de la oficina frente a mansiones estilo Georgiano y Tudor ubicadas en terrenos amplios debajo de árboles antiguos.
Jamás supe que a mis vecinos les preocupara demasiado el crimen. Todo parecía indicar que el dinero de las familias antiguas y las calles elegantes con nombres ingleses habían creado una fortaleza de falsa seguridad. Yo no tenía dudas de que eso estaba a punto de cambiar.
La dirección de Diane Bray estaba en los límites exteriores del vecindario, allí donde la Autopista del Centro corría ruidosa y continuamente del otro lado de un muro de ladrillos. Cuando doblé en su calle angosta, se me fue el alma a los pies. Había periodistas por todos lados. Sus automóviles y los camiones de la gente de televisión bloqueaban el tráfico y superaban en una proporción de tres a uno a los vehículos policiales frente a una casa blanca estilo Cape Cod con techo a la holandesa que parecía pertenecer a Nueva Inglaterra.
—Esto es lo más que puedo acercarme —le dije a Marino.
—Eso lo veremos —contestó él y movió la manija de la puerta de su lado.
Se bajó en medio de una lluvia fuerte y se abalanzó hacia una furgoneta de una emisora radial que se encontraba estacionada a medias en el parque del frente de la casa de Bray. El conductor bajó la ventanilla y tuvo la mala idea de acercarle un micrófono a Marino.
—¡Muévase! —le gritó Marino con violencia en la voz.
—Capitán Marino, ¿puede usted verificar...?
—¡Mueva esa furgoneta de porquería, ya!
Se oyó el chirriar de neumáticos y por el aire saltaron césped y barro cuando el conductor hizo retroceder la furgoneta. Se detuvo en el centro de la calle y Marino le lanzó una patada a uno de los neumáticos traseros.
—¡Muévase! —le ordenó.
Con los limpiaparabrisas funcionando a toda velocidad, el conductor sacó la furgoneta de allí y la estacionó en el parque de alguna otra persona, dos casas más allá. La lluvia me golpeó la cara y fuertes ráfagas de viento me empujaron como una mano cuando saqué de la parte de atrás del automóvil mi maletín.
—Espero que tu último acto de cortesía no se transmita por los medios de información —dije cuando llegué adonde estaba Marino.
—¿Quién demonios está a cargo de esto?
—Espero que tú —dije y comencé a caminar deprisa con la cabeza inclinada contra el viento.
Marino me tomó del brazo. Un coche color azul oscuro se encontraba estacionado en el sendero de la casa de Bray. Detrás había estacionado un patrullero policial; adelante había un agente y otro atrás, junto a Anderson. Ella parecía enojada e histérica; sacudía la cabeza, y hablaba rápido con palabras que yo no podía oír.
—¿Doctora Scarpetta? —Un reportero de televisión enfiló hacia mí, seguido por el camarógrafo.
—¿Reconoces nuestro auto alquilado? —me dijo Marino en voz baja, y el agua corría por su cara mientras miraba fijo el coche azul oscuro con la chapa patente familiar RGG-7112.
—¿Doctora Scarpetta?
—Sin comentarios.
Anderson nos miró cuando pasamos junto al patrullero.
—¿Puede decirme...? —Los periodistas eran implacables.
—No —contesté y subí rápido los escalones del frente.
—Capitán Marino, tengo entendido que la policía vino aquí porque recibió un dato.
La lluvia azotaba y los motores rugían. Nos agachamos para pasar debajo de la cinta amarilla que cercaba escenas del crimen y se extendía de una barandilla a la otra. De pronto, la puerta se abrió de par en par y un policía llamado Butterfield nos hizo pasar.
—No saben cuánto me alegro de verlos —nos dijo a los dos—. Creí que estaba de licencia —agregó, mirando a Marino.
—Sí, tienes razón, vaya si me licenciaron.
Nos pusimos guantes y Butterfield cerró la puerta detrás de nosotros. Tenía la cara tensa y su atención se dispersaba en todas direcciones.
—Dímelo todo —le ordenó Marino, mientras con la vista escrutaba el foyer y el living, más al fondo.
—Recibimos un llamado telefónico al 911 desde un teléfono público que hay no muy lejos de aquí. Y, cuando llegamos, esto fue lo que encontramos. Alguien la molió a golpes —dijo Butterfield.
—¿Qué más? —preguntó Marino.
—Abuso deshonesto. Y, según parece, también robo. La billetera estaba en el suelo, no había dinero adentro, y todo lo demás de la cartera se encontraba esparcido por el piso. Cuidado por dónde pisan —agregó, como si nosotros no supiéramos cómo conducirnos.
—Maldición, parece que ella tenía mucho dinero, esto no es chiste —se maravilló Marino al contemplar los finos muebles de la muy costosa casa de Bray.
—Todavía no vieron nada —comentó Butterfield.
Lo primero que me impresionó fue la colección de relojes que había en el living. Había relojes de pie y de pared, relojes colgantes, relojes con calendario y carrillón y relojes de fantasía, todos ellos antiguos y perfectamente sincronizados. Semejante conjunto de tictacs me volvería loca si viviera en medio de ese monótono recordatorio del paso del tiempo.
Sin duda a ella le gustaban las antigüedades inglesas imponentes y poco acogedoras. Un sofá con un extremo en forma de voluta y una biblioteca giratoria con divisores en forma de libros encuadernados en cuero enfrentaban el televisor. Aquí y allá había sillones rígidos de caoba lustrada, con tapizado muy ornamentado. Un inmenso aparador teñido de negro se cernía sobre toda la habitación. Los gruesos cortinados de damasco dorado estaban descorridos y una serie de telas de araña parecían puntillas sobre las cenefas plisadas. No había allí ninguna obra de arte, ni un solo cuadro o escultura, y con cada detalle que veía, la personalidad de Bray se volvía más fría, dominante y altanera. Ella me gustaba cada vez menos. Eso era algo difícil de reconocer por tratarse de alguien que acababa de morir molida a golpes.
—¿De dónde sacó tanto dinero? —pregunté.
—Ni idea —contestó Marino.
—Todos nos hemos preguntado eso desde que ella llegó aquí —comentó Butterfield—. ¿Vieron su automóvil?
—No —respondí.
—Un maldito Jaguar color rojo fuego. Está en el garaje. Parece ser modelo noventa y ocho o noventa y nueve. No quiero ni pensar en lo que habrá costado. —El detective sacudió la cabeza.
—Alrededor de dos años de romperse el traste trabajando —acotó Marino.
—Dígamelo a mí.
Hablaban del gusto y la riqueza de Bray como si su cuerpo muerto y apaleado no existiera. No vi ningún indicio de que se hubiera producido una pelea en el living ni de que alguien usara mucho esa habitación o la limpiara a fondo.
La cocina estaba a la derecha del living; miré hacia adentro y, una vez más, no vi rastros de sangre ni ninguna otra señal de violencia. Tampoco la cocina parecía un ambiente vivido. Las mesadas y la cocina misma estaban impecables. No vi comida; sólo una bolsa de café de Starbucks y una pequeña bodega en la que había tres botellas de merlot.
Marino pasó junto a mí, entró en la cocina y abrió la heladera con sus manos enguantadas.
—Da la impresión de que no cocinaba mucho —dijo al observar los estantes bastante vacíos.
En la heladera había un cuarto litro de leche descremada, mandarinas, margarina, una caja de cereal y condimentos. El freezer no contenía más que promesas.
—Es como si ella nunca estuviera en casa, o comiera siempre afuera —agregó Marino y pisó el pedal para abrir la tapa del tacho de basura.
Metió la mano adentro y sacó dos pedazos de una caja rota de pizza de Domino's, una botella vacía de vino y tres de cerveza St.Pauli Girl. Armó los trozos de la factura de venta.
—Una pizza mediana de longaniza, con queso doble —murmuró—. La pidió anoche a las cinco y cincuenta y tres.
Siguió revisando el contenido del tacho de basura y encontró servilletas de papel arrugadas, tres porciones de pizza y por lo menos una docena de colillas de cigarrillos.
—Bueno, esto es algo —dijo—. Bray no fumaba. Parece que anoche tuvo visitas.
—¿A qué hora llegó el llamado al nueve-uno-uno?
—A las nueve y cuatro minutos. Hace aproximadamente una hora y cuarto. Y a mí no me parece que esta mañana se haya preparado café, leído el periódico o hecho ninguna otra cosa.
»Estoy bastante seguro de que esta mañana ya estaba muerta —comentó Butterfield.
Seguimos adelante, por un pasillo alfombrado, hasta el dormitorio principal en el fondo de la casa. Cuando llegamos a la puerta abierta, los dos nos detuvimos. La violencia parecía absorber toda la luz y todo el aire. Su silencio era total; sus manchas y su destrucción estaban en todas partes.
—Dios mío —dijo Marino en voz baja.
Las paredes blancas, el piso, el cielo raso, los sillones con almohadones, la chaise longue, estaban todos salpicados de tal manera de sangre que casi parecía parte del plan de un diseñador. Pero esas gotas, manchas y franjas no eran producto del teñido ni de la pintura: eran fragmentos de una terrible explosión causada por una bomba humana psicópata. Las motas y manchas ensuciaban espejos antiguos, y el piso estaba repleto de charcos de sangre coagulada y salpicaduras. La enorme cama camera estaba empapada de sangre y, curiosamente, despojada de sus sábanas.
Diane Bray había sido golpeada con tanto salvajismo que me habría sido imposible determinar cuál era su raza. Estaba tendida de espaldas, y su blusa de satén verde y su corpiño negro estaban tirados en el piso. Los recogí. Habían sido arrancados de su cuerpo. En cada centímetro de piel había diseños de sangre seca que me recordaron una vez más los realizados por dactilopintura, y su rostro era una masa informe de huesos astillados y tejidos aplastados. En la muñeca izquierda llevaba un reloj pulsera de oro hecho añicos. En un dedo de la mano derecha, una alianza de oro había sido golpeada hasta incrustarla en el hueso.
Durante un buen rato nos quedamos mirando la escena. Ella estaba desnuda de la cintura para arriba. Sus pantalones de corderoy negro no parecían haber sido tocados. Tenía mordidas las plantas de los pies y las palmas de las manos, y esta vez el hombre lobo no se había molestado en tratar de eliminar esas marcas de mordeduras. Eran círculos de dientes muy angostos y muy espaciados, que no parecían humanos. Él había mordido, chupado y golpeado, y la degradación total de Bray, la mutilación, en especial en su rostro, eran un grito de furia. Gritaba que tal vez conocía a su asesino, igual que las otras víctimas del hombre lobo.
Sólo que él no las conocía a ellas. Antes de que él se presentara en la puerta, él y sus víctimas jamás se habían visto, salvo en las fantasías infernales de él.
—¿Qué le pasa a Anderson? —le preguntaba Marino a Butterfield.
—Cuando se enteró de esto, enloqueció.
—Qué interesante. ¿O sea que no tenemos un detective aquí?
—Marino préstame tu linterna, por favor —dije.
Fui iluminando toda la habitación. Había manchas de sangre en la cabecera de la cama y en la lámpara de la mesa de luz, causadas cuando el impacto de los golpes o de los tajos proyectó pequeñas gotas desde el arma. Había también manchas de baja velocidad, sangre que había goteado sobre la alfombra. Me agaché, revisé el piso ensangrentado de madera contiguo a la cama, y encontré más pelos largos y claros. También estaban sobre el cuerpo de Bray.
—La orden que recibimos fue de proteger la escena y esperar a un supervisor —dijo uno de los policías.
—¿Qué supervisor? —preguntó Marino.
Iluminé en forma oblicua las huellas sangrientas de pies que había junto a la cama. Tenían un diseño especial y levanté la vista hacia los policías que había en la habitación.
—Bueno, creo que el mismo jefe. Me parece que quiere evaluar la situación antes de que se haga nada —le decía Butterfield a Marino.
—Bueno, eso es una reverenda mierda —definió Marino—. Cuando venga, puede quedarse afuera en la lluvia.
—¿Cuántas personas han estado dentro de este cuarto? —pregunté.
—No lo sé —respondió uno de los policías.
—Si usted no lo sabe, entonces fueron demasiados —repliqué—. ¿Alguno de ustedes tocó el cuerpo? ¿Cuánto se acercaron a él?
—Yo no lo toqué.
—Yo tampoco.
—¿De quién son esas huellas de pisadas? —pregunté y las señalé—. Necesito saberlo, porque si no son de ustedes, entonces el asesino se quedó aquí suficiente tiempo como para que la sangre se secara.
Marino observó los pies de los policías. Ambos usaban zapatos negros. Marino se puso en cuclillas y observó el leve diseño que tenía la huella.
—¿Podría pertenecer a una suela Vibram? —preguntó con ironía.
—Necesito ponerme a trabajar —dije y saqué hisopos y un termómetro químico de mi maletín.
—¡Aquí adentro hay demasiada gente! —anunció Marino—. Copper, Jenkins, encuéntrense alguna otra cosa útil que hacer.
Y con el pulgar señaló la puerta abierta. Ellos se quedaron mirándolo. Uno de ellos empezó a decir algo.
—Trágatelo, Cooper —le dijo Marino—. Y dame la cámara. Tal vez recibiste órdenes de proteger la escena del crimen, pero nadie te dijo que trabajaras en ella. ¿No pudiste resistir ver a tu subjefa así? ¿Fue eso? ¿Cuántos otros imbéciles estuvieron aquí boquiabiertos?
—Aguarde un minuto... —protestó Jenkins.
Marino le arrancó la Nikon de las manos.
—Dame tu radiotransmisor —le ordenó Marino.
De mala gana, Jenkins lo desprendió de su cinturón de servicio y se lo entregó.
—Vete —le dijo Marino.
—Capitán, no puedo irme sin mi radio.
—Acabo de darte permiso.
Nadie se animó a recordarle a Marino que había sido suspendido. Jenkins y Cooper se fueron enseguida.
—Hijos de puta —dijo Marino.
Moví el cuerpo de Bray y lo puse de costado. El rigor mortis era completo, lo cual sugería que estaba muerta desde hacía por lo menos seis horas. Le bajé los pantalones y con un hisopo tomé una muestra del recto en busca de líquido seminal antes de insertar el termómetro,
—Necesito un detective y algunos técnicos de escena del crimen —decía Marino al transmisor.
—Unidad nueve, ¿cuál es la dirección?
—Ésta —fue la respuesta críptica de Marino.
—Diez-cuatro, unidad nueve —dijo la despachadora.
—Minny —me dijo Marino.
Yo esperé una explicación.
—Fue hace mucho. Es mi soplona de la sala de radio —dijo él.
Extraje el termómetro y lo sostuve en alto.
—Treinta y un grados —leí—. Por lo general el cuerpo se enfría a razón de medio grado por hora, durante las primeras ocho horas. Pero ella se enfriará un poco más rápido porque está parcialmente desvestida. ¿Qué temperatura habrá aquí adentro? ¿Alrededor de veintiún grados?
—No lo sé. Yo me estoy asando —contestó—. Lo que es seguro es que fue asesinada anoche. Hasta aquí sabemos.
—El contenido de su estómago podrá decirnos más —agregué—. ¿Tenemos alguna idea de cómo entró en la casa el asesino?
—Cuando terminemos aquí revisaré las puertas y las ventanas.
—Laceraciones largas y lineales —dije al tocar las heridas del cuerpo y buscar micropruebas que podrían no llegar a la morgue—. Como las de un desmontador de neumáticos. Además hay zonas con puntazos. Por todas partes.
—Podrían ser hechos por la punta del desmontador de neumáticos —dijo Marino y observó las heridas.
—Pero, ¿con qué se hizo esto? —pregunté.
En varias partes del colchón, la sangre había sido transferida por algún objeto que dejó un patrón listado parecido a un campo arado. Las franjas eran de aproximadamente unos cuatro centímetros de largo y estaban separadas por unos tres milímetros. La superficie total de la zona de cada transferencia era más o menos del tamaño de la palma de mi mano.
—Asegúrate de que se verifiquen los desagües en busca de sangre —dije, mientras desde el hall comenzaban a oírse voces.
—Espero que ésos sean los muchachos —dijo Marino, refiriéndose a Ham y Eggleston.
Se aparecieron con sus enormes valijas.
—¿Tienen idea de qué demonios está pasando? —les preguntó Marino.
Los dos técnicos de escenas del crimen se quedaron mirando.
—Virgen Santísima —dijo finalmente Ham.
—¿Alguien tiene idea de qué sucedió aquí? —preguntó Eggleston, la vista fija en lo que quedaba de Bray sobre la cama.
—Ustedes saben casi tanto como nosotros —contestó Marino—. ¿Por qué no los llamaron antes?
—Me sorprende que usted lo haya sabido —dijo Ham—. Nadie nos dijo nada hasta ahora.
—Yo tengo mis fuentes de información —aseguró Marino.
—¿Quién les pasó el dato a los medios? —pregunté.
—Supongo que también ellos tienen sus fuentes de información —contestó Eggleston.
Él y Ham comenzaron a abrir las valijas y a instalar las luces. El número de la unidad de Marino brotó a todo volumen de su radiotransmisor y nos sobresaltó a los dos.
—Mierda —murmuró él—. Nueve —dijo al transmisor.
Ham y Eggleston se calzaron lupas binoculares de color gris.
—Unidad nueve, diez-cinco tres-catorce —dijo una voz desde la radio.
—Tres-catorce, ¿dónde están? —preguntó Marino.
—Necesito que salga —contestó la voz.
—Eso es un diez-diez —dijo Marino, negándose.
Los técnicos comenzaron a tomar medidas en milímetros con lupas adicionales que se parecían bastante a las de los joyeros. Las lupas binoculares de cabeza tenían un aumento de tres y medio, y algunas salpicaduras de sangre eran demasiado pequeñas para ser examinadas con ese medio.
—Hay alguien aquí que necesita verlo. Ahora —continuó la voz en la radio.
—Caramba, hay salpicaduras por todas partes. —Eggleston se refería a la sangre salpicada durante el movimiento hacia atrás de un arma, que creaba rastros o líneas uniformes en todas las superficies sobre las que impactaban.
—No puedo hacerlo —dijo Marino hacia el transmisor.
Tres-catorce no respondió y, lamentablemente, yo sospeché de qué se trataba todo, y tuve razón. Minutos después, más pisadas sonaron en el hall y de pronto el jefe Rodney Harris se encontraba de pie junto a la puerta, con una expresión pétrea en la cara.
—Capitán Marino —dijo Harris.
—Sí, señor jefe. —Marino fijó la vista en un sector del piso cerca del cuarto de baño.
Ham y Eggleston, con sus trajes negros de fajina, guantes de látex y lupas binoculares de cabeza, sólo se sumaban al frío horror de la escena cuando trabajaban con ángulos, ejes y puntos de convergencia para reconstruir, por medio de la geometría, en qué lugar exacto se había propinado cada golpe.
—Jefe —dijeron los dos.
Harris se quedó mirando la cama y apretó los dientes. Era un hombre bajo y feo, con pelo rojizo bastante ralo y una batalla permanente con su peso. Tal vez todos esos infortunios lo habían endurecido. Yo no lo sabía. Pero Harris siempre había sido un tirano. Era agresivo y no disimulaba nada su aversión hacia las mujeres que se salían del lugar que les correspondía, que era la razón por la que nunca entendí por qué había tomado a Bray, a menos que fuera sencillamente porque pensaba que de esa manera él saldría beneficiado.
—Con el debido respeto, jefe —dijo Marino—, no se acerque ni un paso.
—Quiero saber una cosa, capitán. ¿Usted trajo a los medios? —preguntó Harris en un tono que habría asustado a todas las personas que conozco—. ¿Es también responsable de eso? ¿O directamente contradijo mis órdenes?
—Creo que más vale lo segundo, jefe. Yo no tuve nada que ver con los medios. Ya estaban aquí cuando llegamos la doc y yo.
Harris me miró como si acabara de darse cuenta de que yo estaba en la habitación. Ham y Eggleston se ocultaron detrás de su trabajo.
—¿Qué le pasó a ella? —me preguntó Harris, con voz un poco quebrada—. Dios Santo.
Cerró los ojos y sacudió la cabeza.
—Fue muerta a golpes con alguna clase de instrumento, tal vez una herramienta. No lo sabemos —dije.
—Quiero decir, ¿hay algo...? —comenzó a decir, y su fachada férrea rápidamente comenzó a desmoronarse—. Bueno... —Carraspeó y miró fijo el cuerpo de Bray—. ¿Por qué alguien haría esto? ¿Quién?
—Precisamente en eso trabajábamos, jefe —dijo Marino—. Por el momento no tenemos ninguna respuesta, pero a lo mejor usted puede contestarme algunas preguntas.
Los técnicos de la escena del crimen colocaban trabajosamente las cuerdas de agrimensor de color rosado fuerte sobre gotas de sangre esparcidas en el cielo raso blanco. Harris parecía descompuesto.
—¿Sabe algo de la vida personal de Bray? —preguntó Marino.
—No —contestó Harris—. En realidad, ignoraba que la tuviera.
—Anoche recibió una visita. Comieron pizza y quizá bebieron un poco. Al parecer, su invitado fumaba —explicó Marino.
—Yo nunca la oí decir que saliera con alguien —dijo Harris y apartó la vista de la cama—. No éramos precisamente amigos.
Ham interrumpió lo que estaba haciendo, y la cuerda que sostenía estaba conectada sólo al aire. Eggleston espió por su Optivisor unas gotas de sangre que había en el cielo raso. Desplazó sobre ellas una lupa de medición y anotó los milímetros.
—¿Y los vecinos? —preguntó entonces Harris—. ¿Nadie oyó nada ni vio nada?
—Lo siento, pero no tuvimos tiempo de rastrillar todavía el vecindario, sobre todo, porque nadie llamó a los detectives o a los técnicos hasta que yo lo hice finalmente —aclaró Marino.
De pronto, Harris se fue. Miré a Marino y él evitó mi mirada. Yo estaba segura de que acababa de perder lo que le quedaba de trabajo.
—¿Cómo van las cosas aquí? —le preguntó a Ham.
—Siempre me falta algo en qué colgar esto. —Ham sujetó con cinta adhesiva un extremo de una cuerda sobre una gota de sangre del tamaño y forma de una coma—. Muy bien, ¿dónde sujeto el otro extremo? ¿Qué tal si mueve esa lámpara de pie hacia aquí? Gracias. Póngala allí. Perfecto —dijo Ham y sujetó la cuerda al florón de la lámpara.
»Debería dar por terminadas las tareas del día, capitán, y venir a trabajar con nosotros.
—Lo detestaría —prometió Eggleston.
—Tienes toda la razón. No hay nada que odie más que perder el tiempo —dijo Marino.
La colocación de cuerdas no era una pérdida de tiempo pero sí una pesadilla tediosa a menos que a la persona le gustaran los transportadores y la trigonometría y tuviera una mente obsesiva. El problema era que cada gota de sangre tenía su propia trayectoria individual desde el lugar del impacto, o la herida, hasta una superficie-blanco como por ejemplo una pared y, según la velocidad, la distancia recorrida y los ángulos, las gotas podían adquirir muchas formas que contaban una historia truculenta.
Aunque en la actualidad, con las computadoras se podían obtener los mismos resultados, el trabajo en la escena del crimen requería el mismo tiempo, y todos los que habíamos testificado en un juzgado sabíamos que los jurados preferían ver una cuerda de color en un modelo tridimensional tangible que una serie de líneas en un gráfico.
Pero el hecho de calcular la posición exacta de una víctima cuando cada golpe había sido asestado resultaba superfluo a menos que los centímetros importaran y en este caso no era así. Yo no necesitaba medidas para decidir si se trataba de un homicidio o un suicidio o si el asesino había actuado movido por una estado de furia frenética.
—Necesitamos llevarla al centro —le dije a Marino—. Hagamos que venga una escuadra a llevarla.
—No puedo imaginar cómo hizo el tipo para entrar —comentó Ham—. Ella era policía. Cualquiera pensaría que no le abriría la puerta a un desconocido.
—Suponiendo que era un desconocido.
—Demonios, es el mismo maldito chiflado que mató a la chica del Quik Cary. Tiene que serlo.
—¿Doctora Scarpetta? —dijo la voz de Harris desde el hall.
Yo giré la cabeza, sorprendida. Creía que él se había ido.
—¿Dónde está el arma de Bray? ¿Alguien la encontró? —preguntó Marino.
—No hasta ahora.
—¿Puedo verla un minuto, por favor? —me preguntó Harris.
Marino le lanzó a Harris una mirada de furia y entró en el baño. Desde allí dijo, un poco demasiado fuerte:
—Ustedes saben cómo revisar los desagües y los caños, ¿no?
—Ya llegaremos a eso.
Me reuní con Harris en el hall y él me llevó lejos de la puerta, donde nadie podía oír lo que tenía que decirme. El jefe de policía de Richmond había sucumbido a la tragedia. La furia se había transformado en miedo, y sospeché que eso era lo que no quería que viera su tropa. Llevaba el saco sobre el brazo, el cuello de la camisa abierto y la corbata floja. Le costaba mucho respirar.
—¿Se siente bien? —pregunté.
—Es asma.
—¿Tiene su inhalador?
—Acabo de usarlo.
—Tranquilícese, jefe Harris —dije con mucha calma, porque el asma podía ponerse rápidamente muy peligroso y el estrés empeoraba aún más las cosas.
—Mire, ha habido rumores. De que ella estaba envuelta en ciertas actividades en Washington. Yo no lo sabía cuando la tomé. De dónde saca ella todo ese dinero —agregó, como si Diane Bray no estuviera muerta—. Y sé que Anderson la sigue como un cachorrito.
—Tal vez la seguía también cuando Bray no lo sabía —agregué.
—La tenemos en un auto patrullero —me informó, como si fuera una novedad para mí.
—Por lo general, no me toca a mí expresar opiniones sobre quién es culpable de homicidio —contesté—, pero no creo que Anderson haya cometido éste.
Él volvió a sacar su inhalador y respiró hondo dos veces.
—Jefe Harris, allá afuera tenemos un asesino sádico que mató a Kim Luong. El modus operandi es el mismo. Es algo demasiado único como para que el homicida sea otra persona. No se han dado a conocer suficientes detalles para que sea la obra de un copión, pues muchos son conocidos sólo por Marino y por mí.
Él se esforzó por respirar.
—¿Entiende lo que le estoy diciendo? —pregunté—. ¿Quiere que otras personas mueran de esta manera? Porque volverá a suceder. Y pronto. Este tipo está perdiendo el control a una velocidad supersónica. Tal vez porque dejó su refugio seguro de París y ahora es como un animal salvaje acosado, que no tiene adónde ir. Y está furioso, desesperado. Es posible que se sienta desafiado y por eso nos provoca —agregué mientras me preguntaba qué habría dicho Benton—. Quién puede saber lo que pasa dentro de una mente como ésa.
Harris carraspeó.
—¿Qué quiere que haga yo? —preguntó.
—Ofrecer una conferencia de prensa, y quiero decir ahora. Sabemos que ese individuo habla francés. Puede padecer un trastorno genético que trae como resultado una pilosidad excesiva. Es posible que tenga todo el cuerpo cubierto de pelo largo y claro. Tal vez se afeita la totalidad de la cara, cuello y cabeza: tiene una dentición deformada, con piezas dentales pequeñas, puntiagudas y muy espaciadas. Además, probablemente también tenga una cara extraña.
—Dios mío.
—Marino tiene que manejar esto —le dije, como si yo tuviera derecho de hacerlo.
—¿Qué me acaba de decir? ¿Que debemos informarle al público que buscamos a un hombre con pelo en todo el cuerpo y dientes afilados? ¿Quiere desatar en esta ciudad un pánico nunca visto? —Harris no lograba recuperar el aliento.
—Tranquilícese. Por favor.
Apoyé los dedos en su cuello para revisarle el pulso. Estaba tan acelerado como su vida. Lo conduje al living y lo obligué a tomar asiento. Le llevé un vaso de agua y le masajeé los hombros mientras le hablaba en voz baja y con suavidad lo instaba a quedarse quieto hasta serenarse y respirar bien de nuevo.
—Usted no necesita soportar toda esta presión —dije—. Marino debería tener a su cargo estos casos y no verse obligado a recorrer las calles por la noche de uniforme. Que Dios lo ayude si él no se ocupa de estos homicidios. Que Dios nos ayude a todos.
Harris asintió. Se puso de pie y volvió con pasos lentos a la puerta de esa terrible escena. A esa altura ya Marino estaba dedicado a hurgar el interior del vestidor.
—Capitán Marino —dijo Harris.
Marino interrumpió lo que estaba haciendo y le dedicó a su jefe una mirada desafiante.
—Usted queda a cargo de todo —le informó Harris—. Avíseme si llega a necesitar algo.
Las manos enguantadas de Marino revisaron un sector con faldas.
—Quiero hablar con Anderson —dijo.
40
La cara de René Anderson era tan dura y vidriosa como el cristal a través del cual miraba cuando pasaron junto al auto los asistentes que llevaban el cuerpo de Diane Bray encerrado en una bolsa, sobre una camilla, y lo cargaban en una furgoneta. Todavía llovía.
Reporteros y fotógrafos obstinados parecían grupos de nadadores y todos ellos nos miraron fijo a Marino y a mí cuando nos acercamos al patrullero policial. Marino abrió la puerta del acompañante y metió la cabeza hacia donde Anderson se encontraba sentada.
—Necesitamos conversar un rato —le avisó.
La mirada asustada de ella pasó de él a mí.
—Vamos —dijo Marino.
—Yo no tengo nada que decirle a ella. —Tenía los ojos fijos en mí.
—Supongo que la doc debe de pensar que sí —la contradijo Marino—. Vamos, salga del auto. No me obligue a sacarla por la fuerza.
—¡No quiero que ellos me fotografíen! —exclamó, pero era demasiado tarde.
Ya las cámaras se abalanzaban sobre ella como un enjambre de lanzas.
—Cúbrase la cara con el saco, como se ve en la televisión —le aconsejó Marino con un dejo de sarcasmo.
Me acerqué a la furgoneta de transporte de cadáveres para intercambiar algunas palabras con los dos asistentes, en el momento en que cerraban las puertas del vehículo.
—Cuando lleguen allá —dije mientras caían sobre mí gotas heladas de lluvia y mi pelo comenzaba a gotear—, quiero que acompañen el cuerpo a la cámara refrigeradora, con agentes de seguridad presentes. Quiero que se pongan en contacto con el doctor Fielding y hagan que él lo supervise todo.
—Sí, doctora.
—Y no hablen con nadie de esto.
—Jamás lo hacemos.
—Pero en especial, no comenten nada de este caso. Ni una palabra —le advertí.
—No lo haremos.
Subieron al vehículo, que retrocedió, y yo caminé de vuelta a la casa y no presté atención a las preguntas, las cámaras y los flashes que destellaban. Marino y Anderson estaban sentados en el living, y los relojes de Diane Bray dijeron que eran ya las once y media. Los jeans de Anderson estaban mojados, y sus zapatos estaban sucios de barro y pasto, como si en algún momento se hubiera caído. Estaba fría y temblaba.
—Supongo que sabe que podemos obtener ADN de una botella de cerveza, ¿no? —le decía Marino—. Y que podemos obtenerlo también de una colilla de cigarrillo. Demonios, también de una costra de pizza.
Anderson estaba prácticamente hundida en el sofá y no parecían quedarle fuerzas para pelear.
—Eso no tiene nada que ver con... —comenzó a decir.
—Encontramos colillas de cigarrillos Salem de mentol en el tacho de basura —continuó Marino con su interrogatorio—. ¿No es ésa la marca que usted fuma? Sí que lo es. Y sí tiene que ver con eso, Anderson. Porque creo que usted estuvo aquí anoche, no mucho antes de que asesinaran a Bray. Y también creo que ella no presentó lucha, hasta es posible que conociera a la persona que la mató a golpes en el dormitorio.
Marino no pensaba ni por un segundo que Anderson hubiera asesinado a Bray.
—¿Qué sucedió? —preguntó—. ¿Ella la fastidió hasta que usted no pudo soportarlo más?
Pensé en la blusa de satén azul sexy y en la ropa interior con puntillas que Bray usaba.
—¿Ella comió un poco de pizza con usted y le dijo que se fuera a su casa como si no significara nada para ella? —preguntó Marino.
Anderson permaneció en silencio, la vista fija en sus manos inmóviles. No hacía más que pasarse la lengua por los labios y tratar de no llorar.
—Quiero decir, sería comprensible. Todos tenemos una medida de lo que podemos soportar, ¿no es así, Doc? Como, por ejemplo, cuando alguien jode con la carrera de uno. Pero ya llegaremos a ese punto dentro de un momento.
Se inclinó hacia adelante en ese sillón antiguo, sus manos grandes sobre sus rodillas grandes, hasta que Anderson levantó los ojos inyectados en sangre y lo miró.
—¿Tiene idea del espantoso lío en que está metida? —le preguntó él.
La mano de ella tembló cuando se echó hacia atrás el pelo.
—Estuve aquí anoche temprano. —Lo dijo con una voz monocorde y deprimida—. Caí en su casa y pedimos una pizza.
—¿Era una costumbre suya? —preguntó Marino—. ¿Caer en su casa? ¿La invitó ella?
—Yo venía aquí a veces. En ocasiones sencillamente caía —explicó ella.
—O sea que en ocasiones caía sin anunciarse. Eso es lo que me está diciendo.
Ella asintió y volvió a mojarse los labios.
—¿Eso fue lo que hizo anoche?
Anderson tuvo que pensarlo. Percibí cómo una mentira más se condensaba como una nube en sus ojos. Marino se echó hacia atrás en el sillón.
—Maldición, qué incómodo es esto —dijo y movió los hombros—. Es como estar sentado en una tumba. Me parece que sería una buena idea que usted dijera la verdad, ¿no opina lo mismo? Porque, ¿sabe?, la descubriré de una u otra manera, y si me miente terminará tan mal que comerá cucarachas en la cárcel. No crea que no sabemos lo del auto alquilado que está allá afuera.
—No tiene nada de malo que una detective tenga un auto alquilado —dijo, con torpeza, y lo supo.
—Pero sí está mal seguir a la gente a todos lados —le retrucó él, y ahora me tocaba a mí hablar.
—Usted estacionó ese auto frente al departamento de mi secretaria. O, al menos, alguien que estaba dentro de ese auto lo hizo. Y me siguieron a mí. Y la siguieron a Rose.
Anderson no dijo nada.
—Supongo que su dirección de correo electrónico no es por casualidad M-A-Y-F-L-R —se lo deletreé.
Ella se sopló las manos para calentárselas.
—Así es. Lo había olvidado —dijo Marino—. Usted nació en el mes de mayo. El diez, en Bristol, Tennessee. También puedo decirle cuál es su número de seguro social y su dirección, si lo desea.
—Yo sé todo lo referente a Chuck —le dije.
Anderson comenzaba a sentirse nerviosa y asustada.
—Lo cierto es —intervino Marino— que tenemos una grabación de Chuck-querido en el momento en que roba drogas recetadas de la morgue. ¿Lo sabía?
Ella respiró hondo. En realidad, todavía no teníamos esa grabación.
—Es mucho dinero. Suficiente para que él, usted e incluso Bray tengan una vida muy buena.
—Él las robó, no yo —se defendió Anderson—. Y no fue idea mía.
—Usted solía trabajar en la sección drogas —dijo Marino—. Sabe dónde vender esa clase de porquerías. Apuesto a que usted fue el cerebro que planeó toda la operación porque, por mucha antipatía que le tenga a Chuck, él no era un traficante de drogas hasta que usted apareció en escena.
—Usted siguió a Rose, me siguió a mí, para intimidarnos —afirmó.
—La ciudad es mi jurisdicción —dijo ella—. Yo la recorro toda. Si estoy detrás de su vehículo no significa que tenga un propósito especial en mente.
Marino se puso de pie y lanzó un ruido grosero para expresar su disgusto.
—Vamos —le dijo—. ¿Por qué no entramos en el dormitorio de Bray? Puesto que usted es tan excelente detective , quizá pueda mirar toda la sangre y los trozos de cerebro que hay allí diseminados y decirme qué fue lo que cree que ocurrió. Y puesto que no seguía a nadie y que el tráfico de drogas no fue culpa suya, lo mejor será que se disponga a trabajar y me ayude aquí, detective Anderson.
Ella palideció, y el terror se asomó a sus ojos.
—¿Qué sucede? —Marino se sentó junto a ella en el sofá—. ¿Tiene problemas con eso? ¿Significa que tampoco quiere ir a la morgue y presenciar la autopsia? ¿No está impaciente por hacer su trabajo?
Él se encogió de hombros, se levantó, se puso a caminar por la habitación y sacudió la cabeza.
—Le aseguro que no es para estómagos débiles. La cara de Bray parece una hamburguesa...
—¡Basta!
—Y tiene los pechos tan mordidos que...
Los ojos de Anderson se llenaron de lágrimas. Se cubrió la cara con las manos.
—Como si alguien no consiguiera satisfacer sus deseos y entonces su furia sexual estallara. Una auténtica muestra de odio y lujuria. Y hacerle algo así a la cara de alguien por lo general indica que se trata de un asunto muy personal.
—¡Basta! —aulló Anderson.
Marino se detuvo y la observó como si ella fuera un problema de matemática escrito en un pizarrón.
—Detective Anderson —interrumpí—. ¿Qué tenía puesto la subjefa Bray cuando usted vino a verla anoche?
—Una blusa color verde claro. Creo que de satén. —Le tembló la voz—. Y pantalones de corderoy negro.
—¿Zapatos y medias?
—Botitas hasta los tobillos. Y medias negras.
—¿Alhajas?
—Un anillo y un reloj pulsera.
—¿Qué ropa interior? ¿Un corpiño?
Me miró. Le corría la nariz y hablaba como si estuviera resfriada.
—Es importante que lo sepa —dije.
—Lo de Chuck es verdad —dijo, en cambio—. Pero no fue idea mía sino de ella.
—¿De Bray?
—Ella me sacó de la sección drogas y me puso en homicidios. Quería que usted estuviera a un millón de kilómetros de aquí —le dijo a Marino—. Había estado ganando mucho dinero con las píldoras y no sé que otra cosa durante mucho tiempo, y además ingería muchas píldoras y quería que usted se fuera.
Volvió a centrar su atención en mí y se secó la nariz con el dorso de la mano. Yo metí la mano en mi bolso y le di pañuelos de papel.
—También quería hacer que usted se fuera —agregó.
—Eso era bastante obvio —afirmé, y no me parecía posible que la persona de la que hablábamos fuera esos restos aporreados que yo había examinado un momento antes unos cuartos más allá, en la parte de atrás de la casa.
—Bueno, sé que usaba corpiño —dijo entonces Anderson—. Siempre lo hacía. Solía tener escote o los botones superiores desabrochados. Y tenía por costumbre inclinarse para que uno pudiera verle adentro de la camisa. Lo hacía todo el tiempo, incluso en el trabajo, porque le gustaba ver la reacción de la gente.
—¿Qué reacción? —preguntó Marino.
—Bueno, la gente decididamente reaccionaba frente a eso. Y usaba faldas con tajos, que parecían normales a menos que uno estuviera sentada en su oficina con ella. Entonces cruzaba las piernas de determinada manera... Yo le dije que no debía vestirse así.
—¿Qué reacción? —preguntó de nuevo Marino.
—Yo le decía todo el tiempo que no debía vestirse de esa manera.
—Hace falta mucho coraje para que una detective en posición inferior le diga a una subjefa cómo vestirse.
—En mi opinión, los agentes no debían verla así, mirarla de esa manera.
—¿La hacía sentirse un poco celosa, quizá?
Ella no respondió.
—Y apuesto a que sabía muy bien cómo darle celos, cómo hacerla sentirse mal y ponerla furiosa, ¿no? Bray disfrutaba con eso. Es ese tipo de mujer. Le daba cuerda y después le quitaba las pilas para dejarla frustrada.
—Usaba un corpiño negro —me aclaró Anderson—. Con encaje en la parte de arriba. No sé qué más tenía puesto.
—Ella solía enfurecerla, ¿verdad que sí? —confirmó Marino—. La convirtió en un mula portadora de drogas, su mandadera, su pequeña Cenicienta. ¿Qué más le pidió que hiciera?
La furia comenzaba a crecer en Anderson.
—¿Hizo que llevara su auto para que se lo lavaran? Eso era lo que se rumoreaba. La hizo parecer una obsecuente, una lunática obsecuente, para que ya nadie la tomara en serio. Lo triste es que usted posiblemente no hubiera sido una detective tan lamentable si ella la hubiera dejado en paz. Pero usted nunca tuvo oportunidad de averiguarlo, no mientras ella la siguiera teniendo sujeta de la traílla. Le diré algo. Había tantas posibilidades de que Bray se acostara con usted como de que lo hiciera el hombre de la luna. Las personas como ella no se acuestan con nadie. Son como víboras. No necesitan que ninguna otra persona les dé calor.
—La odio —dijo Anderson—. Me trató como si fuera basura.
—Entonces, ¿por qué siguió viniendo aquí? —preguntó Marino.
Anderson fijó la mirada en mí como si no hubiera oído a Marino.
—Ella se sentaba siempre en ese sillón donde está usted. Y me obligaba a que le preparara una copa y le frotara los hombros y la sirviera en todas las formas posibles. A veces me pedía que le hiciera masajes.
—¿Y usted lo hacía? —preguntó Marino.
—Sólo estaba cubierta con una bata y se acostaba en esa cama.
—¿En la misma en que fue asesinada? ¿Se quitaba la bata cuando usted la masajeaba?
Los ojos de Anderson eran de fuego cuando miró a Marino.
—¡Siempre estaba cubierta con apenas lo suficiente! Yo le llevaba la ropa a la tintorería y le llenaba de combustible el maldito Jaguar y... ¡Y era tan mala conmigo!
Anderson parecía una criatura enojada con su madre.
—Sí que lo era —insistió Marino—. Era mala con mucha gente.
—¡Pero yo no la maté, Dios mío! ¡Nunca la toqué salvo cuando ella quería que lo hiciera, como ya le dije!
—¿Qué pasó anoche? —preguntó Marino—. ¿Vino aquí porque necesitaba verla?
—Ella me esperaba. Para que le diera algunas píldoras y dinero. Le gustaba el Valium, el Ativan, el BuSpar. Cosas que la hacían distenderse.
—¿Cuánto dinero?
—Dos mil quinientos dólares. En efectivo.
—Bueno, esa suma ya no está aquí —dijo Marino.
—Estaba sobre la mesa. La mesa de la cocina. No sé. Pedimos una pizza. Bebimos un poco y conversamos. Estaba de muy mal humor.
—¿Por qué?
—Se había enterado de que ustedes habían ido a Francia —nos dijo a los dos—. A Interpol.
—Me pregunto cómo lo supo.
—Probablemente en su oficina. Quizá Chuck lo averiguó. ¿Quién puede saberlo? Ella siempre conseguía lo que quería, averiguaba lo que quería. Estaba convencida de que era la única que debía haber ido allá. A Interpol, quiero decir. No hablaba de otra cosa. Y comenzó a culparme de todos los fracasos. Como lo del estacionamiento del restaurante, lo del correo electrónico, la forma en que ocurrieron cosas en la escena del crimen de Quik Cary. De todo.
Todos los relojes dieron la hora al unísono. Era mediodía.
—¿A qué hora se fue de aquí? —pregunté cuando el concierto terminó.
—A eso de las nueve.
—¿Ella alguna vez hizo compras en Quik Cary?
—Es posible que haya pasado por allí antes —respondió—. Pero como se habrán dado cuenta al ver su cocina, no solía cocinar ni comer en casa.
—Y seguro que usted le llevaba comida todo el tiempo —agregó Marino.
—Y ella nunca ofrecía pagármela. Yo no gano mucho dinero.
—¿Qué me dice de esa bonita suma de los medicamentos recetados? Estoy un poco confundido —simuló Marino—. ¿Me está diciendo que no recibía una tajada justa?
—Chuck y yo recibíamos el diez por ciento cada uno. Yo le llevaba el resto a ella una vez por semana, según qué drogas entraban. En la morgue o, si obtenía algunas en una escena. Pero nunca me quedaba mucho tiempo cuando venía aquí. Ella siempre estaba apurada. De pronto, resulta que tenía cosas que hacer. Yo todavía tengo que pagar cuotas de mi auto. En eso se fue mi diez por ciento. No como ella. Ella no sabe lo que es preocuparse por una cuota del auto.
—¿Alguna vez se peleó con ella? —preguntó Marino.
—A veces. Discutíamos.
—¿Discutieron anoche?
—Supongo que sí.
—¿Por qué motivo?
—Por lo malhumorada que estaba ella.
—¿Y después?
—Me fui. Como le dije, ella tenía cosas que hacer. Ella siempre decidía cuándo poner fin a una discusión o a una pelea.
—¿Anoche usted conducía el auto alquilado? —quiso saber Marino.
—Sí.
Imaginé al asesino viéndola irse. Él estaba allí, en algún lugar en la oscuridad. Las dos estaban en el puerto cuando atracó el Sírius, cuando el asesino llegó a Richmond utilizando el alias de un marinero llamado Pascal. Lo más probable es que la hubiera visto. Sin duda vio a Bray. Debe de haberse sentido interesado en todas las personas que fueron a investigar su homicidio, incluyéndonos a Marino y a mí.
—Detective Anderson —dije—, ¿algunas veces volvía aquí después de haberse ido, para tratar de solucionar las cosas con Bray?
—Sí —confesó ella—. No era justo que ella me echara de esa manera.
—¿Era frecuente que regresara?
—Cuando me sentía trastornada.
—¿Qué hacía entonces? ¿Tocaba el timbre? ¿Cómo le hacía saber a ella que era usted?
—¿Qué?
—Parece que la policía siempre llama a la puerta, al menos cuando viene a casa —aseguré—. Nunca tocan el timbre.
—Porque la mitad de las ratoneras a las que vamos no tienen timbres que funcionen —comentó Marino.
—Yo golpeaba —dijo ella.
—¿De qué manera? —pregunté mientras Marino encendía un cigarrillo y dejaba que yo manejara la conversación.
—Bueno...
—¿Dos veces, tres? ¿Suave o fuerte?
—Tres veces. Fuerte.
—¿Y ella siempre la hacía pasar?
—A veces, no. A veces abría la puerta y me decía que me fuera a mi casa.
—¿Preguntaba ella quién estaba allí o algo por el estilo? ¿O sencillamente abría la puerta?
—Si sabía que era yo —contestó—, la abría directamente.
—Si pensaba que era usted, querrá decir —dijo Marino.
Anderson pescó el hilo de nuestros pensamientos y calló. No pudo ir más allá. Le resultaba insoportable.
—Pero anoche no volvió, ¿verdad? —dije.
Su respuesta fue quedarse callada. No había regresado. No había golpeado tres veces, con fuerza. Pero el asesino sí lo había hecho, y Bray abrió la puerta sin más. Probablemente decía ya algo, retomando la discusión de un momento antes, cuando de pronto el monstruo se abrió paso hacia su casa.
—Yo no le hice nada a ella, lo juro —se defendió Anderson—. No es culpa mía —repitió una y otra vez, porque no era propio de ella asumir la responsabilidad de nada.
—Realmente es una suerte que no haya vuelto anoche —le dijo Marino—. Suponiendo que nos dice la verdad.
—Es así. ¡Lo juro por Dios!
—Si hubiera regresado, podría haber sido la siguiente.
—¡Yo no tuve nada que ver con lo que pasó!
—Bueno, en cierta forma, sí. Ella no habría abierto la puerta si...
—¡Eso no es justo! —exclamó Anderson, y tenía razón. Cualquiera fuera su relación con Bray no era culpa de ninguna de las dos el que el asesino hubiera estado merodeando y aguardando.
—De modo que usted se fue a su casa —continuó Marino—. ¿Más tarde la llamó por teléfono, digamos para arreglar un poco las cosas?
—Sí. Pero ella no contestó.
—¿Esto sucedió cuánto tiempo después de haber abandonado la casa de Bray?
—Unos veinte minutos más tarde. Llamé varias veces más, porque pensaba que ella no quería hablar conmigo. Empecé a preocuparme cuando hice otros intentos después de la medianoche y siempre respondía el contestador.
—¿Le dejó algún mensaje?
—Bueno, muchas veces no lo hice. —Hizo una pausa y tragó fuerte—. Y esta mañana, alrededor de las seis y media, vine a ver cómo estaba. Llamé a la puerta y no hubo respuesta. Como estaba sin llave, entré.
Comenzó a temblar de nuevo y vi horror en sus ojos.
—Y fui al fondo... —Su voz subió de tono y se interrumpió—. Y eché a correr. Estaba asustada.
—¿Asustada?
—De quienquiera... casi podía sentir su horrible presencia en ese cuarto, y yo no sabía si todavía estaba allí, en alguna parte de la casa... Yo tenía mi arma en la mano y salí corriendo y después conduje el auto a toda velocidad, me detuve en un teléfono público y llamé al nueve-uno-uno.
—Bueno, le doy crédito por eso —dijo Marino con voz cansada—. Al menos se identificó, en vez de hacer que fuera un llamado anónimo.
—¿Y si ahora el asesino viene tras de mí? —preguntó, y su aspecto era el de una mujer diminuta y destruida—. Yo estuve antes en Quik Cary. A veces paso por allí. Y solía hablar con Kim Luong.
—Qué suerte que haya decidido decírnoslo ahora —dijo Marino, y yo empecé a entender de qué manera Kim Luong podía estar relacionada con todo esto.
Si el asesino había estado vigilando a Anderson, ella sin saberlo podría haberlo conducido al Quik Cary, a su primera víctima de Richmond. O quizá Rose lo había hecho. Tal vez él vio cuando Rose y yo entramos en el estacionamiento de mi oficina, o incluso cuando yo fui a su departamento.
—Bueno, podríamos encerrarla en la cárcel, si eso la hiciera sentirse más segura —propuso Marino, y no fue en broma.
—¿Qué voy a hacer? —exclamó ella—. Vivo sola... estoy asustada, muy asustada.
—Complicidad para distribuir y distribución real de drogas —pensó Marino en voz alta—. A lo que se suma la posesión de drogas sin receta. Todos delitos graves. Veamos. Puesto que usted y Chuckie-querido tienen empleos lucrativos y llevan una existencia tan impecable, la fianza no será muy alta. Probablemente de unos dos mil quinientos dólares, que sin duda usted podrá cubrir con su porcentaje de la venta de drogas. De modo que, ningún problema.
Metí la mano en mi bolso, saqué el teléfono celular y llamé a Fielding.
—El cuerpo de Bray acaba de llegar —me informó—. ¿Quiere que empiece a trabajar en él?
—No —respondí—. ¿Sabes dónde está Chuck?
—No se presentó.
—Apuesto a que no —dije—. Si llega a aparecer, siéntalo en tu oficina y no permitas que vaya a ninguna parte.
41
Un poco antes de las dos de la tarde entré con el auto en el playón cerrado y estacioné, en el momento en que dos empleados de funerarias cargaban un cuerpo metido en una bolsa en un coche fúnebre negro de modelo antiguo, con persianas en la luneta de atrás.
—Buenas tardes —dije.
—Buenas tardes, ¿cómo está?
—¿A quién vinieron a buscar?
—Al obrero de construcción de Petersburg.
Cerraron la puerta del vehículo y se quitaron los guantes de goma.
—El que fue atropellado por un tren —continuaron, hablando los dos al mismo tiempo—. Ni se lo imagina. No es la manera en que a mí me gustaría morir. Que tenga un buen día.
Utilicé mi tarjeta para abrir una puerta lateral y entré en el corredor bien iluminado, con piso con terminación epoxi contra riesgos biológicos y donde toda la actividad estaba monitoreada por cámaras de televisión de circuito cerrado montadas en lo alto de las paredes. Rose oprimía con irritación el botón correspondiente al refresco dietético en la máquina expendedora de bebidas cuando entré en el salón de descanso en busca de café.
—Maldición —exclamó—. Creí que la habían arreglado.
En vano trató de conseguir que le devolviera el cambio.
—Bueno, sigue con el mismo problema. ¿Ya nadie hace nada bien por aquí? —se quejó—: Haga esto, haga lo otro y, sin embargo, nada funciona, igual que en el caso de los empleados estatales.
Y lanzó un suspiro de frustración.
—Todo estará bien —aseguré, sin mucha convicción—. No te preocupes, Rose.
—Ojalá usted pudiera descansar un poco —dijo ella y volvió a suspirar.
—Ojalá todos pudiéramos hacerlo.
Los jarros de los integrantes del equipo estaban colgados de ganchos en un tablero ubicado al lado de la cafetera eléctrica, y busqué el mío sin éxito.
—Fíjese en el baño, sobre el lavatorio, que es donde por lo general lo deja —dijo Rose. Ese detalle mínimo relativo a nuestro mundo normal resultó para mí un verdadero alivio, por breve que haya sido.
—Chuck no volverá —afirmé—. Lo arrestarán, si es que ya no lo hicieron.
—La policía ya estuvo aquí. Su arresto no me apenará nada.
—Estaré en la morgue. Ya sabes cuál será mi tarea, así que no me pases ningún llamado, a menos que sea urgente —le dije.
—Llamó Lucy. Dijo que esta noche pasará a buscar a Jo.
—Ojalá vinieras a quedarte conmigo, Rose.
—Gracias. Pero prefiero quedarme tranquila en mi departamento.
—Yo me sentiría mejor si vinieras a casa.
—Doctora Scarpetta, si no es él, siempre será alguien más, ¿no? Siempre hay algún malvado allá afuera. Tengo que vivir mi vida. No puedo convertirme en rehén del miedo y de los años.
Una vez en el vestuario, me cambié de ropa. Me puse una bata quirúrgica y un delantal de plástico. Tenía los dedos torpes al hacer los nudos y todo el tiempo se me caían cosas. Me sentía helada y dolorida, como si estuviera por caer con gripe. Agradecí tener que ponerme barbijo, gorra, visor, fundas para zapatos y varias capas de guantes; todo eso me protegía de los riesgos biológicos y de mis emociones. No quería que nadie me viera ahora. Ya era bastante con que Rose me hubiera visto.
Fielding se preparaba para fotografiar el cuerpo de Bray cuando entré en la sala de autopsias, donde mis dos jefes asistentes y tres residentes trabajaban en casos nuevos porque el día seguía trayéndonos muertos. Se oía el ruido de agua que corría y de los instrumentos de acero contra acero, de voces y sonidos amortiguados. Los teléfonos no cesaban de llamar.
No había ningún color en ese lugar de acero, salvo las tonalidades de la muerte. Las contusiones y sufusiones eran de color morado-azulado y el livor mortis era rosado. La sangre resultaba luminosa contra el amarillo de la grasa. Las cavidades torácicas estaban abiertas como tulipanes y los órganos estaban en balanzas o en tablas de corte. Y ese día el olor a descomposición era intenso.
Otros dos casos eran de jóvenes: uno hispánico y uno blanco, los dos exhibían muchos tatuajes y múltiples puñaladas. Las expresiones de odio y furia de sus rostros se habían distendido hasta volver a ser las de los muchachos que podrían haber sido si la vida los hubiera dejado en zaguanes diferentes y, quizá, con genes también diferentes. Una pandilla había sido su familia; la calle, su hogar. Habían muerto de la misma forma en que vivieron.
—...penetración profunda. Diez centímetros por encima de la espalda lateral izquierda, a través de la duodécima costilla y la aorta, más de un litro de sangre en la cavidad torácica izquierda y derecha —dictaba Dan Chong hacia el micrófono que tenía sujeto a la bata, mientras Amy Forbes trabajaba del otro lado de la mesa.
—¿Hubo aspiración de sangre?
—Mínima.
—Y una abrasión en el brazo izquierdo. ¿Tal vez por la caída del andén? ¿Te conté que estoy aprendiendo a bucear?
—Te deseo buena suerte. Espera a hacerlo en mar abierto. Es realmente divertido. Sobre todo en invierno.
—Dios —dijo Fielding—. Dios mío.
En ese momento Fielding abría la bolsa y la sábana ensangrentada que envolvían el cuerpo de Bray. Yo me acerqué y volví a sentir un sacudón cuando la liberamos de su mortaja.
—Dios Santo —decía todo el tiempo Fielding en voz baja.
La levantamos a la mesa y ella empecinadamente retomó la misma posición que había tenido en la cama. Quebramos el rigor mortis de sus brazos y piernas para relajar esos músculos rígidos.
—¿Qué mierda le sucede a la gente? —dijo Fielding mientras cargaba película en la cámara.
—Lo mismo que le pasó siempre —respondí.
Sujetamos la mesa portátil de autopsias a una de las piletas de disección montadas en la pared. Por un momento, todo el trabajo de la sala se interrumpió cuando los otros médicos no pudieron evitar acercarse a mirar.
—Dios mío —murmuró Chong.
Forbes no pudo ni siquiera pronunciar palabra y se quedó mirando fijo el cuerpo, muy impresionada.
—Por favor —dije—, esto no es una demostración de autopsia y Fielding y yo la manejaremos.
Comencé a recorrer el cuerpo con una lente y a recoger más de esos pelos largos, finos y amarillentos.
—A él no le importa —dije—. No le importa que sepamos todo sobre él.
—¿Le parece que sabe que ustedes fueron a París?
—No sé cómo —respondí—. Pero supongo que podría estar en contacto con su familia. Y lo más probable es que ellos lo sepan todo.
Volví a ver mentalmente la casa grande de la familia Chandonne, sus arañas y a mí misma recogiendo agua del Sena, posiblemente en el lugar preciso en que el asesino se sumergía para curar su trastorno. Pensé en la doctora Stvan y confié en que estuviera a salvo.
—Éste también tiene un cerebro negruzco —dijo Chong, ya de vuelta en su propia tarea.
—Sí, también el otro. Tal vez, de nuevo la heroína. Es el cuarto caso en seis semanas, todos en la ciudad.
—Debe de estar circulando droga de muy buena calidad, doctora Scarpetta —me comentó Chong en voz alta, como si ésa fuera una tarde común y corriente más, y yo trabajara en un caso cualquiera—. El mismo tatuaje, algo así como un rectángulo casero. En la membrana de la mano izquierda, y debe de haber dolido una barbaridad. ¿La misma pandilla?
—Fotografíalo —dije.
Encontramos un patrón distintivo de lesiones, sobre todo en la frente y la mejilla izquierda de Bray, donde la fuerza de compresión de los golpes había lacerado la piel y dejado abrasiones estriadas de impacto que yo había visto antes.
—¿Posiblemente la rosca de un caño? —conjeturó Fielding.
—No, no me parece —contesté.
El examen externo del cuerpo de Bray llevó otras dos horas en las que Fielding y yo meticulosamente medimos, dibujamos y fotografiamos cada herida. Los huesos faciales estaban aplastados, la piel lacerada sobre las prominencias óseas. Tenía los dientes rotos. Algunos habían sido golpeados con tanta fuerza que estaban a mitad de camino en la garganta. Los labios, las orejas y la carne del mentón habían sido arrancados del hueso, y las radiografías revelaron cientos de fracturas y de zonas hundidas en hueso, en especial en el cráneo.
Cuando me duché, a las siete de la tarde, el agua se teñía de un rojo pálido por toda la sangre que había acumulado en la ropa. Me sentí débil y mareada porque no había comido desde muy temprano en la mañana. En la oficina sólo quedaba yo. Salí del vestuario secándome el pelo con una toalla, y de pronto Marino emergió de mi oficina. Estuve a punto de gritar y tuve que ponerme una mano en el pecho por el efecto de la descarga de adrenalina.
—¡No vuelvas a asustarme así! —exclamé.
—No fue mi intención. —Tenía un aspecto sombrío.
—¿Cómo hiciste para entrar?
—Con los de seguridad del turno noche. Somos compañeros. No quería que salieras sola hasta el auto. Sabía que todavía estarías aquí.
Me pasé los dedos por el pelo húmedo y él me siguió a mi oficina.
Colgué la toalla en el respaldo de la silla y empecé a recoger todo lo que necesitaba llevarme a casa. Vi que Rose me había dejado sobre el escritorio los informes de laboratorio. Las huellas dactilares halladas en el balde que había en el interior del contenedor coincidían con las del hombre muerto no identificado.
—Para lo que eso nos sirve —dijo Marino.
Había, además, un informe de ADN con una nota de Jamie Kuhn. Había empleado repeticiones cortas en tándem, o RCT y ya tenía resultados.
—...encontré un perfil ...muy similar y con diferencias muy leves —leí en voz alta sin mucho entusiasmo— ...compatibles con el depositor de la muestra biológica ...un familiar cercano...
Miré a Marino.
—De modo que, en resumen, el ADN del hombre no identificado y el del asesino son compatibles con el hecho de que esos dos individuos están emparentados. Punto.
—Compatible —dijo Marino con disgusto—. ¡Detesto toda esa terminología científica! Los dos imbéciles son hermanos.
De eso yo no tenía ninguna duda.
—Para probarlo necesitamos muestras de sangre de los padres.
—Sí, claro. Llámemolos por teléfono y preguntémoles si podemos ir a visitarlos —dijo Marino con cinismo—. Los hermosos hijos de la familia Chandonne. ¡Hurra!
Arrojé el informe sobre el escritorio.
—Hurra está bien.
—A quién le importa un carajo.
—Lo que me gustaría saber es qué herramienta usó.
—Me pasé toda la tarde llamando a esas mansiones elegantes que hay junto al río. —Marino había cambiado su línea de pensamiento—. La buena noticia es que todos parecen estar donde deben estar. La mala noticia es que todavía no tenemos idea de dónde se metió ese tipo. Y allá afuera hay una temperatura de unos cuatro grados bajo cero. Es imposible que ande caminando por ahí o que duerma debajo de un árbol.
—¿Qué puedes decirme de los hoteles?
—Allí no hay nadie peludo, con acento francés y dientes feos. Nadie que se acerque siquiera a esa descripción. Y no hace falta decir que los de los hoteles no son muy locuaces con los policías.
Marino caminaba conmigo por el vestíbulo y parecía no estar nada apurado por irse, como si tuviera algo en mente.
—¿Qué sucede? —pregunté—. Aparte de todo lo demás.
—Se suponía que Lucy debía estar ayer en Washington, Doc, para presentarse ante la junta de revisión. Le enviaron por avión a cuatro de los tipos de Waco para asesorarla. Y ella insiste en quedarse aquí hasta que Jo esté bien.
Salimos a la playa de estacionamiento.
—Todo el mundo lo entiende —continuó, mientras mi preocupación aumentaba—. Pero no es así como funcionan las cosas cuando el director del ATF se prepara para dar pelea y ella no se presenta.
—Marino, estoy seguro de que ella les avisó que... —Empecé a defenderla.
—Sí, claro. Les habló por teléfono y les prometió que estaría allá en un par de días.
—¿Ellos no pueden esperarla algunos días? —pregunté y abrí la puerta de mi auto.
—Todo el operativo fue grabado en vídeo —dijo él cuando me deslizaba en una butaca fría de cuero—. Y vieron la cinta una y otra vez.
Le di arranque al motor y la noche de pronto me pareció más oscura, más fría y más vacía.
—Quedan muchas preguntas por responder. —Metió las manos en los bolsillos del saco.
—¿Acerca de si el tiroteo estaba justificado? ¿Salvar la vida de Jo y la propia no es justificación suficiente?
—Creo que el principal problema es la actitud de Lucy, Doc. Ella es tan... bueno, tú sabes. Siempre está lista para atacar y pelear. Le pasa en todo lo que hace, que es la razón por la que sobresale siempre en todo. Pero también puede convertirse en un problema muy serio si se sale de control.
—¿Quieres subir al auto para no congelarte?
—Pienso seguirte hasta tu casa y, después tengo cosas que hacer. Lucy estará allí, ¿no?
—Sí.
—Porque si no es así no pienso dejarte sola. No con ese tipo suelto allá afuera.
—¿Qué puedo hacer con Lucy? —pregunté en voz baja.
Yo ya no sabía qué hacer. Tenía la sensación de que mi sobrina estaba fuera de mi alcance. A veces ni siquiera estaba segura de que me quisiera.
—Todo esto tiene que ver con Benton, ¿sabes? —agregó Marino—. Seguro. Ella está enojada con la vida en general y cada tanto estalla. Tal vez deberías mostrarle el informe de su autopsia, obligarla a enfrentar su muerte, hacer que ella se saque eso de adentro antes de que se haga daño.
—No, no haré una cosa así —dije, mientras una antigua pena se apoderaba de mí, pero ya no con tanta intensidad.
—Dios, qué frío hace. Y falta poco para que haya luna llena, que es exactamente lo que no quisiera ver ahora.
—Luna llena significa que, si él lo intenta de nuevo, nos resultará más fácil verlo —aseguré.
—¿Quieres que te siga?
—Estaré bien.
—Bueno, llámame si por alguna razón Lucy no está allí. No permitiré que te quedes sola.
Me sentí igual que Rose al conducir el auto de regreso a casa. Sabía exactamente lo que ella había querido decir acerca de convertirse en rehén del miedo, de los años, de la tristeza, de cualquier cosa o cualquier persona. Casi había llegado a mi vecindario cuando decidí dar media vuelta y dirigirme a la calle West Broad, donde cada tanto solía ir a la ferretería Pelanas, en la cuadra del dos mil doscientos. Era una vieja tienda de barrio que con los años se había expandido y por lo general tenía un surtido que abarcaba algo más que las herramientas y elementos de jardinería estándar.
Cuando yo iba de compras allí, nunca llegaba antes de las siete de la tarde, hora en que la mayoría de los hombres iban después del trabajo y recorrían los pasillos como niños deseosos de comprar juguetes. Había muchos autos, camiones y furgonetas en el estacionamiento, y caminé deprisa por el sector de muebles de jardín y herramientas eléctricas discontinuadas. Justo después de transponer la puerta, los bulbos de flores de primavera estaban en liquidación, igual que las latas de cuatro litros de pintura azul y blanca, que se encontraban apiladas en forma de pirámide.
No estaba segura de la clase de herramienta que buscaba, aunque sospechaba que el arma que mató a Bray era algo parecido a una piqueta o un martillo. Así que recorrí los pasillos con la mente abierta y vi clavos, tuercas, sujetadores, tornillos, bisagras, barretas y picaportes. Deambulé junto a miles de metros de soga y cuerda prolijamente enrollados, impermeabilizantes y selladores y prácticamente todo lo necesario en materia de plomería. No vi nada que me interesara, y tampoco en la inmensa sección de barras, ganchos y martillos.
Los caños no eran lo que buscaba, porque sus roscas no eran suficientemente gruesas ni espaciadas para haber dejado ese dibujo raro y a rayas que encontramos en el colchón de Bray. Las herramientas para gomería ni siquiera se acercaban a lo que buscaba. Comenzaba a desalentarme cuando llegué a la sección albañilería: vi la herramienta colgada de un gancho sujeto a un estante lejano y mi corazón empezó a latir a toda velocidad.
Parecía una piqueta de hierro negro con un mango en forma de espiral, que me hizo pensar en un resorte grueso y grande. Me acerqué y tomé una. Era pesada. Tenía un extremo aguzado y el otro plano y de corte, como un escoplo. La etiqueta decía que se trataba de un martillo cincelador y que costaba seis dólares con noventa y cinco centavos.
El joven empleado que me atendió no tenía idea de qué era un martillo cincelador e ignoraba que en la tienda hubiera algo semejante.
—¿No hay aquí nadie que lo sepa? —pregunté.
Se acercó a un intercomunicador y pidió la presencia de una asistente de gerencia llamada Julie. Ella llegó enseguida y me pareció demasiado decorosa y bien vestida para saber mucho de herramientas.
—Se la puede usar en las soldaduras, para quitar la escoria —me explicó—. Pero se la usa más en albañilería. Con ladrillos, piedra, lo que sea. Es una herramienta multipropósito, como seguramente sabrá con sólo mirarla. Y el punto anaranjado que tiene en la etiqueta significa que tiene un descuento del diez por ciento sobre el precio de venta.
—¿De modo que lo lógico sería que hubiera estas herramientas en algún lugar donde se realicen trabajos de albañilería? Debe de ser una herramienta bastante poco conocida —dije.
—A menos que esté en el ramo de la albañilería o quizá de la soldadura, no hay razones para conocerla.
Compré un martillo cincelador con el diez por ciento de descuento y conduje el auto hacia casa. Lucy no estaba allí cuando entré en el sendero, y confiaba en que hubiera ido al hospital de la Facultad de Medicina a recoger a Jo y traerla a casa. Un banco de nubes avanzaba, al parecer desde ninguna parte, y me pareció que podría nevar. Metí el auto en el garaje marcha atrás, entré en casa y fui directo a la cocina. Saqué del freezer un paquete de pechugas de pollo y las puse en el horno de microondas para que se descongelaran.
Vertí salsa parrillera sobre el martillo cincelador, en especial sobre el mango en forma de espiral, lo dejé caer y lo enrollé sobre una funda blanca de almohada. El diseño era inconfundible. Me puse a golpear las pechugas de pollo con los dos extremos de esa ominosa herramienta de hierro negro y reconocí enseguida la forma de los agujeros que dejó. Llamé a Marino. No estaba en casa. Marqué el número de su pager. Me llamó quince minutos más tarde. A esa altura ya mis nervios estaban por estallar.
—Lo siento —dijo—. Se agotó la batería de mi teléfono y tuve que encontrar uno público.
—¿Dónde estás?
—Dando vueltas con el auto. Hicimos que el avión de la policía estatal volara en círculos sobre el río e iluminara todo con un reflector. Así, a lo mejor, los ojos del hijo de puta brillan en la oscuridad como los de un perro. ¿Viste el cielo? Maldición, anuncian que tendremos como quince centímetros de nieve. Ya empezó a caer.
—Marino, Bray fue asesinada con un martillo cincelador —le informé.
—¿Qué demonios es eso?
—Se lo usa en albañilería. ¿Sabes si hay alguna obra en construcción a lo largo del río que utilice piedra, ladrillos o algo así? Por si él consiguió allí la herramienta porque duerme en ese lugar.
—¿Dónde encontraste un martillo cincelador? Creí que te volvías directo a tu casa. Me molesta que hagas eso.
—Estoy en casa —dije con impaciencia—. Y también quizás él lo esté en este momento. Tal vez se trate de un lugar donde construyen un camino o levantan una pared.
Marino calló un momento.
—Me pregunto si se usa una herramienta así para instalar un techo de pizarras —dijo—. Hay una vieja casona oculta detrás de unos portones, al fondo de Windsor Farms, justo sobre el río. Y allí están poniendo un nuevo techo de pizarra.
—¿Vive alguien allí?
—Ni se me ocurrió averiguarlo, porque los obreros de la construcción andan de aquí para allá todo el día. Nadie vive allí. Está en venta.
—Nuestro hombre podría estar adentro durante el día y salir cuando oscurece y los obreros ya se han ido —dije—. Quizá no activan la alarma por temor a que el ruido de la construcción la haga sonar.
—Ya mismo voy para allá.
—Marino, por favor no vayas solo.
—Tengo gente del ATF por todas partes.
Armé un fuego en la chimenea y cuando salí en busca de más leña, la luna era un rostro desdibujado detrás de nubes bajas. Transporté los leños con un brazo y sostuve mi revólver con la otra mano, mientras estaba alerta a cada sombra y a cada sonido. La noche parecía erizada por el miedo. Me apuré a entrar en casa y volví a activar la alarma.
Me senté en el living, las llamas lamían la garganta tiznada de la chimenea y me puse a trabajar en bosquejos. Traté de reconstruir la forma en que el asesino habría obligado a Bray a volver al dormitorio sin infligirle ni un solo golpe. A pesar de los años que ella había pasado en tareas administrativas, era una policía entrenada. ¿Cómo hizo él para incapacitarla con tanta facilidad sin, al parecer, que hubiera lucha ni lesiones? Mi televisor estaba encendido y cada media hora los canales locales presentaban flashes informativos.
El así llamado hombre lobo no se habría sentido complacido con lo que se decía, suponiendo que tuviera acceso a la radio o la televisión.
—...se lo describió como corpulento, tal vez de alrededor de un metro ochenta de estatura, posiblemente calvo. Según la doctora Scarpetta, jefa de médicos forenses, puede padecer una extraña enfermedad que provoca exceso de pilosidad, rostro deformado y dientes...
Muchísimas gracias, Harris, pensé. Por supuesto, me había cargado el fardo a mí.
—...se urge que tengan un cuidado extremo. No abran la puerta hasta estar seguros de quién es.
Sin embargo, Harris tenía razón en una cosa: la gente entraría en pánico. La campanilla del teléfono sonó cuando casi eran las diez.
—Hola —dijo Lucy, y por la voz parecía más animada que lo que había estado en mucho tiempo.
—¿Todavía estás en el hospital de la Facultad? —pregunté.
—Sí, estoy terminando todos los trámites aquí. ¿Viste la nieve que hay afuera? Nieva muchísimo. Calculo que llegaremos a casa en más o menos una hora.
—Por favor, conduce con cuidado. Llámame cuando llegues para que yo ayude a Jo a entrar.
Puse dos leños más en el fuego y, por segura que fuera mi fortaleza, empecé a sentir miedo. Traté de distraerme viendo una vieja película de James Stewart por HBO mientras revisaba cuentas. Pensé en Talley y volví a deprimirme y me puse furiosa con él. A pesar de mi ambivalencia, en realidad él no me había dado una oportunidad. Yo había tratado de ponerme en contacto con él y él ni se molestó en devolverme el llamado.
Cuando sonó de nuevo la campanilla del teléfono, pegué un salto y una pila de cuentas me cayeron sobre la falda.
—¿Sí? —dije.
—El hijo de puta estuvo durmiendo ahí —exclamó Marino—. Pero ya no está en ese lugar. Sólo hay basura, envolturas de comida, mierda por todas partes. Y pelos en la maldita cama. Las sábanas apestan a olor a perro sucio y mojado.
La electricidad corrió por mis venas.
—El ATDAI tiene un escuadrón allá afuera, y mis policías cubren el lugar. Si él llega a meter un pie en el río, lo sacamos de las pestañas.
—Lucy va a traer a Jo a casa, Marino —dije—. También ella está allá afuera.
—¿O sea que estás sola? —preguntó.
—Estoy adentro, encerrada, con la alarma puesta y la pistola sobre la mesa.
—Bueno, quédate donde estás, ¿me has oído?
—No te preocupes.
—Una cosa buena es que nieva muchísimo. Ya hay más de siete centímetros, y ya sabes cómo la nieve lo ilumina todo. No es un buen momento para que ese tipo se ponga a merodear por el vecindario.
Colgué y con el control remoto fui saltando de un canal a otro, pero nada me interesaba. Me puse de pie y fui al estudio para revisar mi correo electrónico, pero no tuve ganas de contestar ninguno. Tomé el frasco de formalina, lo levanté hacia la luz y observé esos pequeños ojos amarillos que eran en realidad puntos dorados reducidos de tamaño, y pensé en lo equivocada que había estado en tantas cosas. Me angustiaba pensar en cada paso en falso que di y en cada giro equivocado que había tomado. Y ahora, otras dos mujeres estaban muertas.
Puse el frasco de formalina en la mesa baja del living. A las once sintonicé el canal de la NBC para ver el informativo. Por supuesto, era todo sobre ese hombre maligno, el hombre lobo. En el momento en que cambiaba a otro canal, me sorprendió oír la alarma contra ladrones. El control remoto cayó al piso cuando me puse de pie de un salto y corrí hacia la parte de atrás de la casa, con el corazón en la boca. Cerré con llave la puerta de mi dormitorio, tomé mi revólver y esperé que sonara el teléfono. Lo hizo algunos minutos después.
—Zona seis, la puerta del garaje —me avisaron—. ¿Quiere que vaya la policía?
—¡Sí! ¡Y la quiero ahora mismo! —dije.
Me senté en la cama y dejé que la alarma me golpeara en los tímpanos mientras martillaba y martillaba. Mantuve la vista fija en el monitor del Aiphone y recordé entonces que no funcionaría si la policía no tocaba el timbre. Y, como bien sabía, nunca lo hacían. Así que no me quedó más remedio que apagar la alarma, volver a activarla y esperar sentada y en silencio, tan alerta a cualquier sonido que me parecía oír la caída de los copos de nieve.
Menos de diez minutos más tarde oí golpes en la puerta y caminé deprisa por el corredor. Desde el porche, una voz gritaba con fuerza:
—¡Policía!
Con gran alivio puse la pistola en la mesa del comedor y pregunté:
—¿Quién es?
Quería estar segura.
—La policía, señora. Estamos respondiendo a su alarma.
Abrí la puerta y los mismos agentes de varias noches antes se sacudieron la nieve de las botas y entraron.
—No lo ha pasado muy bien últimamente, ¿verdad? —dijo la agente Butler al quitarse los guantes y pasear la vista por el lugar—. Podría decirse que hemos tomado un interés especial en usted.
—Esta vez es la puerta del garaje —aclaró McElwayne, su compañero—. Muy bien, echemos un vistazo.
Los seguí al garaje y enseguida supe que no había sido una falsa alarma. La puerta había sido forzada y abierta unos quince centímetros, y cuando espiamos por la abertura vimos huellas de pisadas en la nieve que se dirigían a la puerta y otras que se alejaban de ella. No se veían marcas de herramientas, salvo algunos raspones en la banda de goma que había en la parte de abajo de la puerta. Las huellas de pisadas estaban levemente cubiertas de nieve. Habían sido dejadas recientemente y ello coincidía con el momento en que había sonado la alarma.
McElwayne tomó el transmisor y solicitó un detective especializado en allanamientos. Se presentó veinte minutos después, tomó fotografías de la puerta y de las pisadas y espolvoreó el lugar en busca de huellas dactilares. Pero, una vez más, en realidad allí no había nada más que la policía pudiera hacer fuera de seguir el rastro de las pisadas. Iba a lo largo del extremo de mi jardín hacia la calle, donde la nieve estaba cortada por las huellas de neumáticos.
—Lo único que podemos hacer es poner una patrulla por aquí —me anticipó Butler cuando se iban—. Mantendremos vigilada la casa todo lo posible y si llegara a pasar algo más, llame enseguida al nueve-uno-uno. Aunque sólo sea un ruido que la intranquiliza, ¿de acuerdo?
Marqué el número del pager de Marino. Ya era la medianoche.
—¿Qué sucede? —preguntó.
Se lo dije.
—Voy para allá enseguida.
—Mira, estoy bien —dije—. Un poco sacudida, pero bien. Prefiero que sigas allá afuera buscando a ese individuo en lugar de venir aquí a cuidarme como si fuera una criatura.
Él no pareció muy de acuerdo. Sabía lo que estaba pensando.
—De todos modos, no es su estilo entrar en un lugar por la fuerza —añadí.
Marino vaciló un momento y luego dijo:
—Hay algo que deberías saber. No sabía bien si debía decírtelo. Talley está aquí.
Quedé helada.
—Es el jefe de la escuadra que envió el ATDAI.
—¿Cuánto hace que está aquí? —Traté de que pareciera que sólo lo preguntaba por pura curiosidad.
—Un par de días.
—Salúdalo de mi parte —dije, como si Talley ya no significara nada para mí.
Pero no logré engañar a Marino.
—Lamento que haya resultado ser tan imbécil —dijo.
Tan pronto corté, llamé a la unidad de ortopedia de la Facultad de Medicina y la enfermera de turno no sabía quién era yo y no quiso darme ninguna información. Yo quería hablar con el senador Lord. Quería hablar con el doctor Zimmer, con Lucy, con una amiga, con alguien a quien yo le importara, y en ese momento extrañé tanto a Benton que creí que no podría seguir adelante. Pensé en quedar ahogada en el naufragio de mi vida. Pensé en la muerte.
Traté de reavivar el fuego, pero se mostró empecinado en no prender porque la madera que había traído de afuera estaba húmeda. Miré fijo el paquete de cigarrillos que había sobre la mesa ratona, pero no tuve la energía necesaria para encender uno. Me quedé sentada en el sofá y sepulté la cara entre las manos hasta que los espasmos de congoja cedieran. Cuando volví a oír golpes a la puerta, tenía los nervios destrozados y estaba agotada.
—Policía —dijo una voz masculina en el exterior y volvió a golpear con algo duro como una vara de policía o una cachiporra.
—Yo no llamé a la policía —dije a través de la puerta.
—Señora, recibimos un llamado en el que nos informaban que en su propiedad había una persona sospechosa —explicó—. ¿Se encuentra usted bien?
—Sí, sí —respondí, desactivé la alarma y abrí la puerta para dejarlo pasar.
La luz del porche estaba apagada y en ningún momento se me ocurrió que él pudiera hablar sin acento francés. Percibí ese olor a perro sucio y mojado cuando me dio un empujón, entró y cerró la puerta de una patada. El grito se me ahogó en la garganta cuando en su rostro apareció esa sonrisa repugnante y sacó una mano peluda para tocarme la mejilla, como si sintiera ternura por mí.
La mitad de su cara era más baja que la otra y estaba cubierta por una barba rubia fina y despareja, y un par de ojos enajenados ardían con furia y lujuria y burla del infierno. Se quitó su abrigo largo y negro para arrojármelo sobre la cabeza como una red, y yo eché a correr y todo esto sucedió en materia de segundos.
El pánico me hizo ir al living mientras él me pisaba los talones y hacía sonidos guturales que no parecían humanos. Yo me sentía demasiado aterrada para pensar. Estaba reducida al impulso infantil de querer arrojarle algo y lo primero que vi fue el frasco de formalina que contenía parte de la carne del hermano que él había asesinado.
Lo tomé de la mesa ratona, salté al sofá y forcejeé con la tapa; él empuñaba ahora su herramienta, ese martillo con el mango en forma de espiral, y en el momento en que lo levantaba y trataba de agarrarme, yo le arrojé a la cara un cuarto litro de formalina.
Gritó y se llevó las manos a los ojos y la garganta mientras esa sustancia química le quemaba y le hacía más difícil respirar. Cerró fuerte los ojos, aulló y aferró su camisa mojada para arrancársela, jadeaba y se quemaba mientras yo huía. Tomé mi arma de la mesa del comedor, apreté la alarma y salí por la puerta de calle hacia la nieve. En los escalones me resbalé y con el brazo izquierdo traté de amortiguar la caída. Cuando intenté ponerme de pie, supe que me había fracturado el codo, y quedé petrificada al verlo tambalearse hacia mí.
Se aferró a la barandilla mientras bajaba los escalones, ciego y sin dejar de gritar; yo estaba sentada al pie de esos escalones, muerta de pánico y haciendo fuerza hacia atrás como si remara. La parte superior de su cuerpo estaba cubierta de pelos largos y claros que colgaban de sus brazos y formaban remolinos sobre su columna. Cayó de rodillas y se puso a recoger puñados de nieve, a frotársela una y otra vez en la cara y el cuello y a tratar de respirar.
Estaba muy cerca de mí y lo imaginé levantándose de un salto en cualquier momento, como un monstruo que no era humano. Levanté la pistola pero no pude tirar hacia atrás la guía. Traté y traté, pero el codo fracturado y los tendones desgarrados no me permitían doblar el brazo.
No podía levantarme; todo el tiempo me resbalaba. Él oyó el ruido que yo hacía y se acercó gateando mientras yo me echaba hacia atrás, me deslizaba e intentaba rodar. Él jadeó y después se tendió boca abajo en la nieve para tratar de disminuir el dolor de esas severas quemaduras químicas. Comenzó a escarbar y a levantar nieve como un perro, a apilarla sobre su cabeza y a ponerse puñados contra el cuello. Extendió un brazo peludo hacia mí. Yo no entendí su francés pero me pareció que me suplicaba que lo ayudara.
Lloraba. Sin camisa, temblaba de frío. Tenía las uñas sucias y desparejas y usaba los zapatos y pantalones de un obrero, quizá de alguien que trabajaba en un barco. Se retorcía y gritaba, y casi sentí lástima por él. Pero no pensaba acercármele.
Mi articulación fracturada comenzó a sangrar. El brazo se me hinchaba y pulsaba y no oí la llegada del auto. De pronto vi a Lucy correr por la nieve y varias veces estuvo a punto de perder el equilibrio al llevar hacia atrás la guía del arma calibre cuarenta que tanto amaba. Cayó de rodillas cerca de él y asumió una posición de combate. Apuntó el cañón de acero inoxidable a la cabeza de ese individuo.
—¡Lucy, no lo hagas! —dije y traté de ponerme de rodillas.
Ella respiraba con fuerza y tenía el dedo en el gatillo.
—Maldito hijo de puta —lo insultó—. Mierda de porquería —dijo, mientras él seguía gimiendo y frotándose nieve en los ojos.
—¡Lucy, no! —grité cuando ella apretó más la pistola con las dos manos.
—¡Te voy a librar de tus miserias, rata inmunda!
Gateé hacia ella y oí pisadas, voces y el sonido de portezuelas de automóviles que se cerraban.
—¡Lucy! —grité—. ¡No! ¡Por el amor de Dios, no!
Fue como si ella no me oyera a mí ni a nadie. Estaba sumida en un mundo propio de odio y furia. Tragó fuerte mientras él se retorcía y mantenía las manos sobre sus ojos.
—¡Deja de moverte! —le gritó.
—Lucy —me fui acercando cada vez más—. Baja el arma.
Pero él no podía dejar de moverse y ella estaba helada en esa posición y se movió apenas un poco.
—Lucy, tú no quieres hacer esto —dije—. Por favor. Baja el arma.
Pero no lo hizo. No me contestó ni me miró. Cobré conciencia de pies alrededor de mi persona, de gente en traje de fajina, de rifles y pistolas empuñados en posiciones protegidas.
—Lucy, baja la pistola —oí que decía Marino.
Ella no se movió. La pistola se sacudía en sus manos. Ese individuo despreciable llamado hombre lobo se esforzaba desesperadamente por respirar y gemía. Estaba a centímetros de los pies de Lucy y yo estaba a centímetros de los de ella.
—Lucy, mírame —dije—. ¡Mírame!
Ella lo hizo y una lágrima se le deslizó por la mejilla.
—Ya hubo demasiadas muertes. Por favor. Basta. Éste es un mal tiroteo, Lucy. Esto no es defensa propia. Jo está en el auto, esperándote. No hagas esto. No lo hagas, por favor. Te amamos.
Ella tragó fuerte y yo estiré la mano.
—Dame la pistola —le pedí—. Por favor. Te amo. Dame el arma.
Ella la bajó y la arrojó a la nieve, donde el acero brilló como plata. Lucy no se movió sino que permaneció donde estaba, con la cabeza gacha. Y de pronto Marino estaba con ella, le decía cosas que yo no pude oír porque el codo me pulsaba tanto que parecía el resonar de tambores. Alguien me levantó con manos firmes.
—Ven —me dijo Talley con ternura.
Me atrajo hacia él y yo lo miré. Parecía tan fuera de lugar verlo con la ropa de fajina del ATF. Yo no estaba segura de que él estuviera realmente allí. Sin duda era un sueño o una pesadilla. Nada de eso podía estar sucediendo. No existía tal cosa como un hombre lobo, Lucy nunca le dispararía a nadie, Benton no estaba muerto, yo estaba a punto de desmayarme y Talley me sostenía.
—Tenemos que llevarte a un hospital, Kay. Apuesto a que conoces unos cuantos por aquí —dijo Jay Talley.
—Primero hay que sacar a Jo del auto. Debe de tener frío. No puede moverse —susurré.
Tenía los labios insensibles y casi no podía hablar.
—Ella estará bien. Nos ocuparemos de todo.
Mis pies eran de madera cuando él me ayudó a caminar. Talley se movía como si la nieve y el hielo no tuvieran ningún efecto sobre él.
—Lamento haberme portado así —dijo.
—Yo me porté mal primero. —Casi tuve que empujar esas palabras de mi boca.
—Podría pedir una ambulancia, pero me gustaría llevarte yo mismo.
—Sí, sí —dije—. Eso me gustaría.
FIN