UN HELICÓPTERO CONTRA LA TEMPESTAD
Publicado en
octubre 02, 2009
Una tormenta violentísima había inutilizado en alta mar al carguero y parecía imposible auxiliar a sus diez tripulantes.
Drama de la vida real.
Por Virginie Henry.
LA ACTIVIDAD de ese día en el puente había sido abrumadora. El carguero inglés Frendo Star estuvo luchando desde la mañana contra una tempestad en el golfo de Vizcaya. Hasta mucho después de oscurecer el capitán Daniel Hyslop, de 37 años, no tuvo un momento para dormitar en la timonera. Era el viernes 12 de marzo de 1976. El barco, de 1599 toneladas, navegaba frente a la costa sudoccidental de Francia en viaje de Rotterdam a Portugal con un cargamento de productos en contenedores (containers).
Poco después de las 9 lo despertó una repentina sensación de desequilibrio en el preciso instante que su primer oficial, Graham Douglas, gritaba: "¡Capitán! ¡Escoramos!" Hyslop, que llevaba ya 17 años bregando con el mar, comprendió que parte del cargamento de la bodega había resbalado hacia estribor, inclinando peligrosamente la embarcación, de 64 metros de eslora. Tan gigantesca era la marejada que, cuando el barco descendía entre dos olas, la que quedaba detrás se alzaba a mayor altura que el mástil.
Nos espere una noche larga y agitada, pensó el capitán. Hizo venir al puente sus nueve tripulantes, les explicó el peligro que corrían y ordenó: "Pónganse los chalecos salvavidas y estén listos para abandonar la nave. Por el momento, trataremos de mantenernos de proa al viento y a marcha lenta. Pediré auxilio por la radio".
LA LLAMADA de auxilio del Frendo Star fue trasmitida a las 2:05 de la madrugada a la base aérea naval francesa' de Lanvéoc. Rápidamente se reunieron en el observatorio meteorológico cinco tripulantes de helicóptero cuyas edades fluctuaban entre los 23 y los 33 años: el piloto Gérard Jamin, el copiloto Fraricois Schutz, Jean-Claude Manchón, el "buceador" que se descuelga por un cable de acero para recoger a los náufragos; André Collin, encargado del cabrestante y el mecánico Claude 'Logeais.
Jamin instruyó a sus hombres señalándoles sobre una carta marina colgada en la pared: "El carguero se encuentra a 125 millas náuticas (230 kilómetros) de Lanvéoc. Hay aguaceros y vientos hasta de 140 k.p.h. Un navío de la Armada, el Poincaré, se halla en esa zona, pero nada puede hacer con esta tormenta. La única forma de salvar a la gente es recogerla con helicóptero".
Volarían en un Super-Frelon 147, helicóptero de 12 toneladas, de manufactura francesa, con combustible para cuatro horas de vuelo.
Despegaron a las 6 de la mañana del sábado. Las rachas de viento sacudían con violencia al helicóptero, que avanzaba contra el viento, lo cual reducía considerablemente su velocidad. Jamás habían visto una tormenta peor.
—Capitán —informó Logeais—, con este viento tardaremos hora y media en llegar a la zona del rescate; no una, como habíamos calculado.—Entonces tendremos que trabajar con mayor rapidez cuando lleguemos allí —repuso Jamin.
A LAS 2 de la madrugada recibió Hyslop un mensaje radiofónico de Brest donde le informaban que, al amanecer, un helicóptero intentaría recogerlos. "Habrá que aguantar hasta el alba, muchachos", les advirtió, e hizo circular entre sus helados y exhaustos marineros una botella de whisky.
El barco escoraba cada vez más y las enormes olas lo zarandeaban con violencia creciente. Tres horas antes habían pasado un momento de terror pues las máquinas se pararon por un desperfecto mecánico y la nave se quedó sin luces y sin energía para el servomotor del timón.
Hyslop había reunido a la tripulación en el puente y les había entregado sus documentos personales. En el peor de los casos, servirían para identificar los cadáveres. Acto seguido, el maquinista Tom Birch tomó una linterna de bolsillo, descendió a la sala de máquinas y consiguió volver a poner en marcha los motores.
El capitán y Douglas, el segundo de a bordo, se esforzaban en mantener el rumbo aunque la visibilidad era casi cero. A las 5 el viento soplaba con mayor furia y el Frendo Star parecía una balsa de juncos abandonada a las iras del océano. Hyslop, lleno de espuma y con los dedos adoloridos a fuerza de asir la baranda del puente durante horas enteras, oraba en silencio mientras en voz alta instaba a su nave: "Aguanta, Frendo Star. Formamos parte el uno del otro. ¡Nos mantendremos a flote!"
A las 7:20 Douglas gritó: "¡Gracias a Dios! ¡Ya está aquí el helicóptero!" El Super-Frelon descendió a través del manto de nubes que cubría al desvalido carguero. Temblorosos de frío y de júbilo, los 10 marinos contemplaban la enorme máquina que se cernía a 30 metros de ellos.
Manchón, que estaba ya a la puerta abierta del helicóptero con su traje de buceador, parecía un gran pájaro negro.
VISTA DESDE el aire, la inclinación del Frendo Star helaba la sangre en las venas. "Debe de estar escorando más de 60 grados", comentó a voces André Collin al lado de Manchón. "Posarse allí no será coser y cantar". Pero lo que más inquietaba a Manchón eran los súbitos bandazos del carguero entre aquellas olas de 12 a 15 metros.
¡Acelera! gritó de pronto Collin al piloto Jamin. Una ola fenomenal había levantado al Frendo Star y el mástil llegó a un palmo del vientre del helicóptero. Hubiera bastado la más leve vacilación de Jamin para que el palo se metiera entre las ruedas traseras. Las condiciones eran peores de lo que se habían imaginado.
—¿Qué te parece, Manchón? —preguntó el piloto haciéndose oír sobre el estrépito de los motores.—No podré descender sobre cubierta. Tendrán que echarse al agua.
Schutz se lo informó así a Hyslop por medio del Poincaré, que hacía las veces de enlace de radio.
Momentos después comunicó al helicóptero la conformidad del capitán. Collin y Manchón observaban la maniobra de los tripulantes del Frendo Star, que alistaban una balsa salvavidas de caucho. Pero acababan de inflarla cuando una ráfaga la arrastró hasta que su amarra quedó extendida y tirante. Una segunda racha rompió la cuerda y se llevó la balsa, que por un momento giró como rueda de bicicleta sobre la cresta de una ola para desaparecer poco después.
Manchón lanzó un juramento y exclamó: "¡Tendrán que arrojarse al agua!" Mientras Schutz trasmitía el mensaje, el mecánico Logeais leía con inquietud el indicador del combustible. El Super-Frelon llevaba allí más de 20 minutos. Antes de una hora tendrían que regresar.
ENTRE LA exhausta tripulación del Frendo Star la esperanza cedió; el lugar a la resignación cuando Hyslop les informó del comunicado del Poincaré. Comprendían que de no arrojarse al oleaje aterrador, se arriesgaban a zozobrar con el barco.
Boten las boyas salvavidas, ordenó el capitán, "y después salten de tres en tres". El primero en saltar fue Philip Pepworth, de 18 años, el benjamín de la tripulación. Aunque cayó al agua a buena distancia del vapor, una ola formidable lo echó al instante hacia atrás y parecía que de un momento a otro se estrellaría contra el casco, que cabeceaba violentamente. "¡Aléjate a nado!" le ordenó Hyslop. Pero el chico no conseguía avanzar. Hyslop y Malcolm Johnston, el segundo maquinista, se arrojaron al mar obedeciendo al mismo impulso de ir en su ayuda.
EL HELICÓPTERO se cernía sobre la popa del carguero. Según Jamin, una de las maniobras más peligrosas de la aviación es mantener inmóvil en el aire a un helicóptero cuando soplan vientos fuertes con súbitos cambios de dirección. Así pues, tenía que rectificar sin cesar los mandos para contrarrestar los repentinos impulsos del aire. Además, los tripulantes sabían muy bien que una segunda embestida del barco podría provocar un desastre.
A las 7:45 Manchón inició su primer descenso, pero a pesar de que Collin soltaba el cable de acero con toda la suavidad posible, el viento no permitía descender a plomo: impulsado por el aire hacia la cola del helicóptero, el cable estuvo dos veces en un tris de enredarse en las ruedas.
Por fin, al dar Manchón en la superficie del agua, una ola gigantesca lo alcanzó con furia.
Resoplando como una foca para respirar, Manchón nadó hacia los tres marinos que pataleaban en el agua y, antes de dos minutos ya había asegurado a Pepworth al aparejo. Collin, empapado en sudor por el miedo no obstante el frío, empezó a recoger el cable con su doble carga humana, pero se enredaba con demasiada lentitud. A 10 metros en el aire, otra ola azotó a los dos hombres que se mecían asidos al cable y que llegaron casi inconscientes cuando Collin los introdujo en el aparato.
Me siento como si me hubieran pasado por un exprimidor, masculló Manchón, jadeante. Y a continuación alzó el dedo pulgar para indicar que estaba listo para descender de nuevo.
COLLIN, consternado al ver el aspecto de su compañero tras el primer descenso, consideró que era preciso hallar sin tardanza la manera de protegerlo de las olas que amenazaban ahogarlo.
—Jamin —llamó Collin por el micrófono—, si te guío con la voz, ¿podrás acercarte más al agua cuando ayude a descender a Manchón, y volver a elevarte cuando lo suba?—Lo haré —repuso el piloto—. Guíame.
Con los pies en la barra del timón para mantener al helicóptero de cara al viento, Jamin accionaba todos los mandos a la vez como un organista enloquecido. Collin recogió de nuevo el cable. La rapidez con que ascendieron se duplicó esta vez con la elevación simultánea del aparato. A las 8:15 se encontraban a salvo tres de los marineros.
UN cálculo rápido del combustible indicó que era preciso emprender la vuelta antes de 20 minutos. Pero Manchón, tras un corto descanso, trabajaba con mayor celeridad. En diez minutos subió a otros cuatro náufragos, quienes, trémulos y castañeteándoles los dientes, murmuraban "gracias" y se dejaban caer al piso.
Entre tanto, los tres marineros que faltaban habían botado una balsa salvavidas. Eran las 8:30.
—Nos queda combustible para cinco minutos —advirtió Logeais a Jamin tras restar de sus cálculos el que haría falta para el regreso.—¿Está dispuesto Manchón a recoger a uno más? —preguntó el piloto a Collin— Los dos últimos podrán resistir en la balsa hasta que llegue otro helicóptero.—De acuerdo —declaró Manchón a pesar de su agotamiento.
Pero cuando Collin hizo una señal a los de la balsa indicando que se efectuaría otro descenso, los tres ocupantes se echaron al agua.
Jamin se encontraba en un conflicto. Se sabía responsable de la vida de la gente que llevaba a bordo, pero tampoco se atrevía a abandonar a aquellos tres náufragos. Igual conciencia del deber dominaba a Collin y a Manchón. Pusieron manos a la obra y tardaron menos de cinco minutos en recogerlos. Una vez en el helicóptero, tras la décima ascensión, Manchón se desplomó.Ya había dado Jamin todo el gas al acelerador. Salvo el rugir de los motores, lo único que se oía a bordo era el jadeo de Manchón.
Logeais examinaba los manómetros, Collin estudiaba las cartas de navegación, Jamin y Schutz atendían a los mandos. Todos iban con el pensamiento fijo en un solo objetivo: tocar tierra firme.
Una hora más de vuelo y se hallarían a salvo. A las 9:30 Jamin anunció: "¡Tierra a la vista!". Una sonrisa de alivio iluminó todos los semblantes. Minutos después se cernían sobre Lanvéoc. Jamin había quebrantado por primera vez una rígida norma de seguridad. Cuando las ruedas del helicóptero tocaron tierra, le quedaba combustible para cinco minutos de vuelo.
EL 21 DE marzo de 1976, Valéry Giscard d'Estaing, Presidente de Francia, otorgó los honores de Caballeros de la Orden del Mérito al teniente comandante Gérard Jamin y al primer oficial subalterno Jean-Claude Manchón.
Pero aquellos dos hombres no pensaban en distinciones esa mañana, porque ese mismo día se celebraba un oficio religioso en memoria de cuatro compañeros, integrantes de otro equipo de salvamento. Habían desaparecido en el desempeño de una misión en alta mar, a bordo del mismo helicóptero con el cual Jamin y Manchón no habían hecho otra cosa, en su opinión, que cumplir con su deber.