REPARTO MATUTINO (Stephen King)
Publicado en
agosto 08, 2025
(El lechero, 1)
El alba bajaba lentamente por Culver Street.Para cualquiera que estuviera despierto en el interior, pera todavía negra noche, pero el amanecer llevaba ya avanzando de puntillas casi media hora. En el gran arce que se alzaba en la esquina de Culver con Balfour Avenue, una a roja parpadeaba y dirigía su mirada insomne a las casas dormidas. En mitad de la calle un gorrión oscuro se posó en la fuente de los Mackenzy y se babó. Una hormiga avanzó por el arroyo y descubrió una pequeta miga de chocolate y un viejo envoltorio de caramelo.
La brisa nocturna que había agitado cortinas y revuelto las hojas, dio por terminado el trabajo. El arce de la esquina se estremeció por última vez y se quedó quieto, esperando la completa obertura que seguiría a este tranquilo preludio. Una franja de tenue luz tiñó el cielo, al este. El pardo chotacabras dejó la guardia y los otros pájaros aparecieron. Todavía vacilantes, como si temieran saludar al día por tu cuenta.
La ardilla desapareció en un agujero de la horquilla del arce.
El gorrión se posó al borde del agua y esperó.
También la hormiga se paró sobre su tesoro, como un bibliotecario reflexionando sobre una vieja edición.
Culver Street tembló silenciosamente en el borde soleado del planeta..., sobre aquel borde móvil que los astrónomos llaman el terminator.
Un sonido surgió poco a poco del silencio, creciendo sin llamar la atención hasta que parecía como si siempre hubiera estado allí, oculto bajo los mayores ruidos de la noche, que acababa de pasar. Creció, se hizo más claro y resultó ser el ruido decorosamente apagado del motor del camión de la leche.
Entró en Culver procedente de Balfour. Era un furgón de color arena con letras rojas en los lados. La ardilla salió del arrugado agujero, como una lengua, estudió el furgón y descubrió un trocito de algo apropiado para un nido. El gorrión alzó el vuelo. La hormiga cargó con todo el chocolate que pudo y marchó hacia su hormiguero.
Los pájaros se pusieron a cantar con más fuerza.
En la manzana suguiente, un perro ladró.
Las letras de los costados del furgón decían: GRANJA CRAMER—Había una botella de leche pintada, y debajo de ella: ¡NUESTRA ESPECIALIDAD: EL REPARTO MATUTINO!
El lechero vestía un uniforme gris—azulado y un gorro ladeado. Sobre el bolsillo del uniforme y con hilo dorado había un nombre bordado: SPIKE. Iba silbando por encima del familiar traqueteo de las botellas metidas en hielo, detrás de él.
Paró el furgón frente a la casa de los Mackenzy, junto a la acera, cogió la caja de la leche que tenia en el suelo, a su lado, y echó a andar. Paró un momento para olfatear el aire, fresco y nuevo e infinitamente misterioso..., después emprendió el camino hacia la puerta.
Un pequeño cuadro de papel blanco estaba sujeto al buzón por un clip magnético que parecía un tomate. Spike leyó lo que estaba escrito, despacio, de cerca, como leería un mensaje que hubiera encontrado en una botella encostrada de sal.
1 litro de leche.
1 botellín nata.
1 zumo naranja.
Gracias.
Nella M.
Spike, el lechero, miró la caja que llevaba, pensativo, la puso en el suelo y de ella sacó la leche y la nata. Volvió a leer el papel, levantó el tomate magnético para asegurarse de que no había olvidado ni una coma, o punto, o guión que pudieran modificar el pedido, asintió, volvió a colocar el tomate, levantó la caja y regresó al furgón.
La trasera del furgón del lechero estaba oscura, húmeda y fresca. Había un desagradable olor en el aire. Se mezclaba mal con el olor de los productos de la granja. El jugo de naranja estaba detrás de la belladona. Sacó un envase de cartón del hielo; volvió a mover afirmativamente la cabeza, y regresó al camino. Puso el cartón de zumo junto a la leche y la nata y regresó a su furgón.
No lejos de allí se oyó el silbido de las cinco, de la lavandería industrial donde Rocky, el viejo amigo de Spike, trabajaba. Pensó en Rocky empezando a mover las ruedas de la colada en medio del vapory del pegajoso calory sonrió. Quizá verla a Rocky más tarde. A lo mejor por la noche..., cuando hubiera terminado el reparto.
Spike puso el furgón en marcha y siguió adelante. Un pequeño transistor colgaba de una tira de piel imitación sujeta a un gancho de carnicero, manchado de sangre, que sobresalía del techo del furgón. Le dio al botón y una tranquila música puso un contrapunto al motor mientras iba hacia la casa de McCarthy.
La nota de la señora McCarthy estaba donde siempre, sujeta por la tapa del buzón. Era breve y concisa:
Chocolate.
Spike sacó su pluma, garabateó Entregado a través y lo echó al interior del buzón. Luego fue a la parte trasera del furgón. El chocolate con leche estaba metido en dos refrigeradores muy al fondo, al alcance de la puerta, porque se vendía mucho en junio. El lechero miró a los refrigeradores, pasó por encima de ellos y cogió uno de los cartones de chocolate con leche, vacíos, que guardaba en un rincón. La caja era naturalmente de color marrón con el dibujo de un muchacho saltando por encima de las letras que informaban al consumirdor que ésta era la BEBIDA SANA Y DELICIOSA DE LA GRANJA CRAMER (SÍRVASE CALIENTE O FRÍA) ¡ENCANTA A LOS NIÑOS!
Colocó el cartón vacío encima de una caja de leche. Después. apartó el hielo picado hasta que pudo ver el bote de mayonesa. Lo agarró y miró dentro. La tarántula se movía aún, pero pesadamente. El filo la había drogado. Spike desenrocó la tapa del bote y lo inclinó sobre el cartón abierto. La tarántula hizo un débil esfuerzo por volver a la superficie resbaladiza del bote, pero no lo consiguió. Cayó en el cartón vacío de chocolate con leche, con un grueso plop. El lechero cerró cuidadosamente el cartón, lo puso en su portabotellas y se apresuró por el camino de los McCarthy. Las mañas eran sus favoritas, y las arañas eran lo mejor que hacía, aunque no le estuviera bien decirlo. El día que podía entregar una araña era un día feliz para Spike.
Mientras iba recorriendo, despacio, Culver, la sinfonía del alba continuaba. La franja nacarada del este se iba transformando de un rosa profundo, al principio casi imperceptible, a un carmín que, casi inmediatamente, empezó a fundirse en un azul de verano. Los primeros rayos de sol, tan bellos como el dibujo en el cuaderno de un niño, esperaban entre bastidores para salir.
En casa de los Webber, Spike dejó una botella de crema de leche llena de gel ácido. En casa de los Jenner dejó cinco litros de leche. Allí había niños que estaban creciendo. Nunca les había visto pero, detrás, había una casa en un árbol, y a veces bicicletas y pelotas abandonadas en el patio. En casa de los Collins, dos litros de leche y un cartón de yogur. En la de Miss Ordway un cartón de natillas a las que había añadido belladona.
Hacia el final de la manzana oyó cerrarse una puerta. El señor Webber que tenia que ir a trabajar ala ciudad, abrió la vieja puerta del garaje y entró, con su cartera en la mano. El lechero esperó a que se oyera el ruido del motor de su pequeño «Saab», y sonrió cuando lo oyó. La variedad es la sal de la vida, solía decir la madre de Spike..., que Dios tuviera en la gloria..., pero nosotros somos irlandeses y los irlandeses prefieren hacer las cosas con calma. Sé regular en todas tus cosas, Spike y serds feliz Y aquello era una verdad como un templo, iba pensando, mientras recorría el camino de la vida en su limpio furgón, color de arena, de repartidor de leche.
Ahora solamente le quedaban tres casas.
En la de los Kincaid encontró una nota que decía «Hoy nada, gracias», y dej ó una botella de leche, cerrada, que parecía vacía pero que contenía un gas de cianuro, mortal. En la de los Walker, dejó dos litros de leche y uno de nata montada.
Cuando llegó a la de los Merton, al extremo de la manzana, los rayos del sol brillaban a través de los árboles y moteaban el sucio pavimento de la acera que pasaba ante el patio de los Merton.
Spike se inclinó, recogió lo que parecía una piedra apropiada para el juego de la pata coja..., lisa por una cara..., y la lanzó. La piedra dio contra una cuerda. Sacudió la cabeza, sonrió, y subió silbando hacia la casa.
La brisa le trajo el olor del jabón de lavandería industrial, haciendo que pensara de nuevo en Rocky. Todo el tiempo tuvo la seguridad de que se encontrarla con Rocky. Esta noche.
Aquí la nota estaba pegada al porta—diarios de los Merton:
Anule.
Spike abrió la puerta y entró.
La casa estaba helada como una tumba y sin muebles. Completamente vacía, y las paredes desnudas. Incluso los fogones de la cocina habían desaparecido; en el lugar donde habían estado se veía el linoleum de un color más claro.
En el cuarto de estar, habían arrancado el papel de la pared a tiras. El globo había dejado la bombilla al descubierto, fundida y negra. Un gran manchón de sangre a medio secar cubría parte de una pared. Era como la mancha de tinta de un psiquiatra. En el centro de ella un cráter profundo se abría en la argamasa. Dentro del cráter se veía un mechón de cabello, apelmazado, y alguna astilla de hueso.
El lechero movió la cabeza, volvió a salir, y permaneció un momento en el porche. Iba a ser un día precioso. El cielo estaba ya más azul que el ojo de un niño y salpicado de inocentes nubecillas de verano..., las que los jugadores de béisbol llaman ángeles».
Arrancó la nota del porta—diarios y la arrugó. Hizo con ella una pelota que se guardó en el bolsillo delantero izquierdo de sus blancos pantalones de lechero.
Volvió a su furgón, dio una patada a la piedra que cayó de la acera al arroyo. El furgón de la leche traqueteó al dar la vuelta a la esquina y desapareció.
El día se hizo más brillante.
Un niño salió corriendo de una casa, miró al cielo sonriendo y recogió la leche.
RUEDAS: UN CUENTO DE LAVANDERÍA
(El lechero, 2)
Rocky y Leo, ambos borrachos como los últimos amos del mundo, bajaron despacio por Culver Street y luego por Balfour Avenue en dirección a Crescent. Iban metidos en el«Chrysler 1957» de Rocky. Entre los dos, mecida con cuidados de borracho sobre el lomo monstruoso del árbol de transmisión, descansaba un cajón de botellas de cerveza «Iron City». Era la segunda caja de la tarde..., la tarde había empezado a las cuatro, que era la hora de la salida de la lavanderla.
—¡Mierda de semáforos! — dijo Rocky, parándose bajo la luz roja colgada en la intersección de Balfour y la carretera 99.
No contaba con el tráfico, en ambas direcciones, pero echó una mirada solapada detrás de ellos. Medio bote de I. C. adornado con el retrato chillón de Terry Bradshaw, descansaba contra su bragueta. Bebió un trago y giró a la izquierda, a 99. El motor se quejó malhumorado al arrancar, pesadamente, en segunda. Hacia un par de meses que el
«Chrysler se había quedado sin primera.
—Dame un poste y me cagaré en él —ofreció Leo amablemente.
—¿Qué hora es?
Leo, levantó su reloj hasta que casi tocó la punta de su cigarrillo y entonces aspiró con fuerza para poder ver la hora.
—Casi las ocho.
—¡Me cago en el poste! — Pasaron un letrero que decía PITTSBURG 44.
—Nadie inspeccionará esta perla de Detroit —dijo Leo—. Nadie en su sano juicio, por lo menos.
Rocky entró la tercera. La articulación universal gimió para sí y el «Chrysler» empezó a sufrir del equivalente en el automóvil ataque de petit mal epiléptico. El espasmo cesó, eventualmente, y la aguja subió con dificultad a cuarenta. Allí aguantó, precariamente.
Cuando llegaron al cruce de la carretera 99 y Devon Stream Road (Devon Stream formaba el límite entre los municipios de Crescent y Devon, a lo largo de ocho kilómetros) Rocky giró a esa última casi por capricho..., aunque tal vez, incluso entonces un vago recuerdo del viejo Stiff Socks había empezado a moverse en lo que pasaba por el subconsciente de Rocky.
Él y Leo habían estado circulando más o menos al azar desde que salieron del trabajo. Era el último día de junio, y la pegatina de inspección, en el «Chrysler» de Rocky, quedaría anulada exactamente a las 12 y un minuto de la madrugada. Cuatro horas a partir de ahora. Menos de cuatro horas a partir de ahora. A Rocky la eventualidad le pareció dolorosa para tenerla en cuenta, y a Leo le importaba un comino. No era su coche. Además, había bebido suficiente cerveza «Iron City» para que alcanzara un estado de profunda parálisis cerebral.
Devon Road serpenteaba a través de la única extensión de compactos bosques en Crescent. Grandes masas de olmos y robles crecían a ambos lados, lozanos, llenos de vida y de sombras inquietas a medida que la noche iba cerrando sobre el suroeste de Pensilvania. El área se llamaba, en realidad, Los Bosques de Devon. Había alcanzado el estatus de letra mayúscula en el nombre, después del asesinato, con tortura, de una joven y su novio en 1968. La pareja había aparcado allí y los encontraron dentro del «Mercury 1959» del muchacho. El coche tenía asientos de cuero y un enorme remate cromado en el capot. Los ocupantes habían sido encontrados en el asiento posterior. También en el delantero, en el maletero y la guantera. El asesino no había sido encontrado, jamás.
—¡Joroba!, es mejor no entretenernos por aquí —dijo Rocky—. Estamos a noventa kilómetros de ninguna parle.
—¡Zarandajas! — Esta interesante palabra había llegado últimamente a formar parte del vocabulario limitado de Leo—. Hay una ciudad por allá.
Rocky suspiró y bebió de su bote de cerveza. El resplandor no correspondía realmente a una ciudad, pero el estado del muchacho hacía innecesaria cualquier discusión. Se trataba del nuevo centro comercial. Aquellos focos de sodio de gran intensidad proyectaban un verdadero resplandor. Sin dejar de mirar en aquella dirección, Rocky condujo el coche a la izquierda de la carretera, hizo marcha atrás, por poco se cae en la cuneta de la derecha, y al fin volvió al camino.
—¡Uff! — exclamó. Leo eruptó y se rió. Estaban trabajando juntos en la «Nueva Lavandería Adams» desde setiembre, cuando Leo fue contratado como ayudante de lavadero de Rocky. Leo era un joven de cara de ratón, de unos veintidós años que presagiaba muchos años de prisión en su futuro, Aseguraba que ahorraba veinte dólares de su sueldo semanal para comprarse una moto «Kawasalá», usada. Decía que en dicha moto se trasladaría al Este, cuando empezara el frío. Leo había conseguido un total de doce empleos desde que él y el mundo académico se habían separado a la edad mínima de dieciséis años. La lavandería le gustaba. Rocky le estaba enseñando los diferentes ciclos de lavado, y Leo estaba convencido de que por fin aprendía un oficio que le vendría muy bien cuando llegara a Flagstaff.
Rocky, un veterano, llevaba catorce años en «Nueva Adams». Sus manos, fantasmales y descoloridas, apretadas al volante, lo atestiguaban. Había cumplido cuatro meses de cárcel, por llevar un arma, sin permiso en 1970. Su mujer, a la sazón embarazadísima de su tercer hijo, le había anunciado: 1) que el hijo no era suyo, de Rocky, sino del lechero; y 2) que quería el divorcio, alegando crueldad mental.
En esta situación, dos cosas hablan empujado a Rocky a llevar un arma escondida: 1) le habían puesto los cuernos; y 2) le había puesto los cuernos el maldito lechero, un tío melenudo, con ojos de trucha, llamado Spike Milligan. Spike era el conductor de.Granja Cramer.
¡El lechero, por el amor de Dios! El lechero, ¿y a morir? ¿Podía uno abandonarse en el jodido arroyo y morir? Incluso para Rocky, que nunca había leído más allá de los cómics que envolvían el chicle que masticaba incansablemente durante el trabajo, la situación tenia resonancias clásicas.
Como resultado, había informado a su mujer de que había tomado dos determinaciones:1) que no habría divorcio; 2) que abrirla un boquete en Spike Milligan. Unos diez ataos atrás había adquirido una pistola del calibre 32, que solfa usar para disparar a las botellas, latas vacías y perros pequeños. Aquella mañana abandonó su vivienda en Oak Street y se encaminó a la granja, con la esperanza de cazar a Spike cuando terminara su reparto matutino.
Rocky paró en la taberna de «las Cuatro Esquinas» para tomar, de camino, unas cervezas..., seis, ocho, quizá veinte. Le costaba recordarlo. Mientras estaba bebiendo, su mujer llamó a los polis. Le esperaban en la esquina de Oak y Balfour. Le registraron, y uno de los polis encontró la pistola del 32 sujeta por el cinturón.
—Creo que te marcharás una temporadita, amigo —le dijo el policía que había encontrado la pistola, y eso fue lo que ocurrió exactamente.
Pasó los cuatros meses siguientes lavando sábanas y fundas de almohada para el Estado de Pensilvania. Durante este periodo, su mujer obtuvo el divorcio en Nevada y cuando Rocky salió de la trena, ella estaba viviendo con Spike Milligan en una casa de apartamentos, en DanIQn Street, con un flamenco rosa en el jardín de la parte delantera. Además de sus dos hijos mayores (Rocky creta más o menos que eran suyos) la pareja poseía ahora un bebé que tenia los ojos tan de trucha como su papá. También cobraban una pensión de quince dólares semanales de alimentos.
—Rocky, creo que me estoy mareando —gimió Leo—. ¿No podrías parar un momento y bebemos algo?
—Necesito un permiso para las ruedas —objetó Rocky—. Es muy importante. Un hombre no vale nada sin sus ruedas.
—Nadie en su sano juicio va a inspeccionarlas..., ya te lo he dicho. Tampoco llevas intermitentes.
—Funcionan si aprieto el freno a la vez que giro, y no hay nadie que no pise el freno cundo gira, de lo contrario daría la vuelta de campana.
—La ventana de este lado no funciona.
—Pero puedo bajarla.
—¿Y si el inspector te pide que la subas para comprobar?
—Sufriré cuando llegue el momento —dijo Rocky imper turbable.
Tiró la lata vacía por la ventana y cogió otra. Ésta tenía el reáato de Franco Harris. Aparentemente, la compañía «Iron City» estaba lanzando este verano a los mejores jugadores de los Steelers. Levantó la tapa. La cerveza burbujeó.
—Ojalá tuviera una mujer —suspiró Leo mirando a la oscuridad. Su sonrisa era extraña.
—Si tuvieras una mujer, no irlas nunca al Oeste. Lo que hace una mujer es impedir que unhombre se vaya al Oeste. Así es como funcionan. Ésa es su misión. ¿No me dijiste que querías irte al Oeste?
—Sí, y además voy a ir.
—No irás nunca —le aseguró Rocky—. No tardarás en tener una mujer. A continuación te engañará. Alimentos. ¿Sabes? Las mujeres te llevan siempre al divorcio y a los alimentos. Los coches son mejores. Dedícate a los coches.
—Es difícil hacerlo con un coche
—Te sorprenderlas —dijo Rocky riendo.
Los bosques habían empezado a clarear dejando paso a Viviendas. Unas luces brillaron a la izquierda y Rocky frenó —de pronto. Las luces del freno y los intermitentes se encendieron a la vez; obra de un trabajo casero. Leo cayó hacia delante derramando cerveza sobre el asiento.
—¿Qué pasa? ¿Qué pasa?
—Mira —anunció Rocky—. Creo que conozco a este
—Veía un garaje cochambroso y destartalado, a la par que gasolinera, en el lado izquierdo de la carretera. El letrero decía:
BOB'S GASOLINA Y SERVICIO BOB DRISCOLL, PROPIETARIO. REPASO COMPLETO, NUESTRA ESPECIALIDAD. ¡DEFIENDE TU DERECHO DIVINO A LLEVAR ARMAS!
Y abajo del todo.
Estación de Inspección Estatal n º 72.
—Nadie en su sano juicio... —empezó a recitar Leo.
—¡Es Bobby Driscoll! — exclamó Rocky—. Yo y Bobby Driscoll fuimos a la escuela juntos. ¡Lo tenemos solucionado! ¡Apuesta lo que quieras!
Entró haciendo eses, con los faros iluminando de lleno la puerta abierta del garaje. Pisó el embrague y fue rugiendo hacia ella. Un hombre cargado de hombros, vestido con un mono verde salió corriendo haciendo gestos desesperados para que se detuviera.
—¡Ése es Bob! — gritó Rocky exultante—. ¡Heyyy Stif/ Socks!
Llegó junto al lado del garaje. El «Chrysler» sufrió otro ataque, esta vez fue grand mal. Una llamita amarilla apareció al extremo del medio caído tubo de escape, seguida por una bocanada de humo azulado. El coche se caló, feliz. Leo fue proyectado hacia delante derramando un poco más de cerveza. Rocky volvió a poner el motor en marcha y retrocedió para intentarlo otra vez.
Bob Driscoll se le acercó corriendo, soltando una letanía de variadas blasfemias. Agitaba los brazos.
—... demonios crees que estds haciendo, maldito hijo de p...
—¡Bobby! — chilló Rocky casi orgiásticamente feliziHey, Stiff Socks! Pero, ¿qué me dices hombre?
Bob miró por la ventanilla de Rocky. Tenía un rostro torcido, cansado, casi escondido en la sombra proyectada por la visera de su gorra.
—¿Quién me llama Stiff Socks?
—¡Yo! — le gritó Rocky— ¡Yo, viejo tramposo! ¡Tu viejo colega!
—¿Quién demonios...
—¡Johnny Rockwell! ¿Te has vuelto ciego además de tonto?
—¿Rocky? — tanteó, cauteloso.
—¡Si, hijo de puta!
—¡Cristo! — una felicidad lenta, involuntaria, inundó el rostro de Bob—. Note había visto desde..., bueno..., desde el equipo de los Catamount, por los menos...
—¡Shhhhhhh! ¿No era algo imponente? — Rocky se dio una palmada en el muslo, escupió un chorro de cerveza «Iron City» y Leo eruptó.
—Ya lo creo. Fue la única vez que ganamos. Aunque nunca pudimos ganar el campeonato. Oye, sal inmediatamente del lado del garaje, Rocky. Tu...
—Ay, siempre el mismo Stiff Socks. El mismo viejo. No has comido nada.
Rocky miró, socarronamente, por debajo de la visera del gorro de béisbol, con la esperanza de que fuera verdad. No obstante, parecía que el viejo Stiff Socks se había quedado parcial o totalmente calvo.
—¡Jesús! — prosiguió—¡Qué te parece volver a encontrarte así! ¿Te casaste por fin con Marcy Drew?
—Ya lo creo. En el 70. ¿Dónde estabas a tú?
—En la cárcel probablemente. Oye, bocazas, ¿puedes inspeccionar a la criatura?
—¿Te refieres a tu coche? — otra vez cauteloso.
—¡No..., mi pata de palo! ¡Claro que mi coche! ¿Puedes? — rió Rocky.
Bob abrió la boca para decir que no.
—Aquí un amigo, Leo Edwards. Leo, te presento al único jugador de baloncesto de Crescent High que no se cambió los calcetines en cuatro años.
—Encantado de conocerle —contestó Leo, tal como le había enseñado su madre en una de las ocasiones en que no estaba borracha.
—¿Quieres una cerveza, Stiff? — preguntó Rocky.
Bob abrió la boca para decir que no.
—¡Aquí tienes para animarte! — exclamó Rocky. Hizo Mltar la tapa. La cerveza, enloquecida por la carrera hacia el garaje de Bob Driscoll, saltó fuera del bote sobre la muñeca de Rocky. Rocky metió el bote en la mano de Bob. Bob sorbió rápidamente para evitar mojarse la mano...
—Rocky, cerramos a...
—Un segundo, un segundo, deja que haga marcha atrás. Tengo algo que no pita ahí dentro.
Rocky arrastró la palanca hacia la marcha atrás, soltó el embrague, pasó el poste de gasolina y por fin metió, a sacudidas, el «Chrysler» en el garaje. Salió al instante, estrechando la mano de Bob como un político. Bob estaba desconcertado. Leo seguía sentado en el coche, bebiendo una nueva cerveza. También se estaba excitando. Mucha cerveza le producía este efecto.
—¡Eh! — exclamó Rocky, dando traspiés alrededor de un montón de piezas oxidadas—¿Te acuerdas de Diana Rucklehouse?
—Ya lo creo —contestó Bob. Una sonrisa involuntaria asomó a su boca—. Era aquélla de los... —y colocó ambas manos frente a su pecho.
—Esa misma. ¡Has acertado, bocazas! ¿Sigue en la ciudad?
—Creo que marchó a...
—Siempre lo mismo. Las que no se quedan, se van siempre. ¿Puedes ponerme una etiqueta en el animal, verdad?
—Verás, mi mujer dijo que esperarla para cenar y como cerramos a...
—¡Jesús!, no sabes lo que me ayudarla que lo revisaras. Te lo agradecería de verdad Podría ocuparme de la colada de tu mujer. Así lo haré. La colada. En Nueva Adams».
—Y yo estoy aprendiendo —dijo Leo, y volvió a eruptar.
—Lavarla su ropa interior, lo delicado, lo que quieras. ¿Qué me dices, Bobby?
—Bueno, supongo que podría echarle un vistazo.
—¡Claro! — asintió Rocky, dando una palmada a la espalda de Bob y guiñándole el ojo a Leo—. El mismo Stiff Socks de siempre. ¡Qué hombre!
—Si —suspiró Bob. Bebió un sorbo de cerveza y sus dedos grasientos cubrieron la mayor parte de la cara de. Mean Joe Green—. Te has cargado el parachoques, Rocky.
—Ponlo bonito. El maldito coche necesita algo de clase. Pero es un enorme hijo de perra sobre ruedas, no sé si me comprendes...
—Creo que si...
—¡Oye, quiero que conozcas al chico que trabaja conmigo! Leo, éste es el único jugador de baloncesto de...
—Ya nos has presentado —cortó Bob con una sonrisa vaga, desesperada.
—¿Cómo está usted? — dijo Leo. Revolvió en busca de otro bote de «Iron City». Unas líneas plateadas, como railes vistos a mediodía bajo el sol, empezaban a entrecruzarse por su campo visual.
—... Crescent High que no se cambió...
—¿Quieres encencer los faros, Rocky? — pidió Bob.
—No faltaba más. Faros estupendos. Halógenos o nitrógenos o qué sé yo. Tienen clase. Pon esas cositas en marcha, Leo.
Leo puso los limpiaparabrisas.
—Muy bien —dijo Bob, paciente. Bebió otro trago de cerveza—. Y ahora, ¿qué tal los faros?
Leo encendió los faros.
—¿Largos?
Leo buscó el pedal con el pie izquierdo. Estaba seguro de que se encontraba por allí, y por fin dió con él. Las luces largas pusieron violentamente de relieve a Rocky y a Bob, como si fueran a ser identificados por la Policía.
—Tremendos faros de nitrógeno, ¿no te lo decía yo? — exclamó Rocky y prosiguió—. Condenado, Bobby. Haberte visto es mejor que recibir un cheque por correo.
—¿Y qué me dices de los intermitentes? — pidió Bob.
Leo sonrió vagamente a Bob y no hizo nada.
—Mejor que lo haga yo —dijo Rocky. Se golpeó la cabeza al sentarse tras el volante—. El muchacho no está muy fino, pienso. — Apretó el pedal del freno al tiempo que tocaba los intermitentes.
—Bien..., ¿pero, no funcionan sin el freno?
—¿Acaso en el manual de inspección de vehículos a motor dice que tienen que hacerlo? — preguntó Rocky cazurro.
Bob suspiró. Su mujer le esperaba con la cena prepa rada. Su mujer tenia unos enormes pechos caídos y cabello rubio que estaba negro por las raíces. Su mujer era partidaria de los donuts por docenas, un producto que se vendía en,1a tienda de Giant Eagle de la localidad. Cuando su mujer venía al garaje los jueves por la noche en busca de dinero para el bingo, llevaba generalmente d pelo enroscado en grandes rizadores verdes cubiertos por un pañuelo de gasa verde. Eso hacia que su cabeza pareciera una radio AM/FM futurista. Una vez, de madrugada, a eso de las tres, había despertado y contempló su cara de pasta de papel a la luz pálida y fúnebre del farol de la calle, frente a la ventana de su dormitorio. Pensó en lo fácil que serla... saltar encima de ella, meterle la rodilla en el estómago para que perdiera aire y no pudiera gritar, y apretarle el cuello con ambas manos. Luego meterla en la bañera y descuartizarla como un carnicero y facturarla a cualquier parte a nombre de Robert Driscoll, a lista de Correos. A cualquier parte. A Lina, Indiana, al Polo Norte, New Hampshire. O bien a Pensilvania. A Kunkle, Iowa. A cualquier parte. Podía hacerse. Bien sabia Dios que se había hecho en el pasado.
—No —respondió a Rocky—.Creo que no dice en ninguna parte que tienen que funcionar por si solos. Exactamente. Con estas palabras.
Inclinó el bote y el resto de la cerveza le pasó gaznate abajo. En el garaje hacia calor y no había cenado. Sintió inmediatamente que se le subía la cerveza a la cabeza.
—¡Eh, Stiff Socks está seco! — exclamó Rocky—. Manda un bote a Leo.
—No Rocky, realmente yo no...
Leo, que ya no veía claro consiguió al fin encontrar un bote.
—¿Queréis más? — preguntó y pasó el bote a Rocky. Rocky se lo entregó a Bob, cuyas negativas se acabaron al tener en la mano la fila realidad. Llevaba la cara sonriente de Lynn Swann. Lo abrió. Leo eruptó amigablemente para cerrar el trato. Todos ellos bebieron a la vez, por un momento, de los botes con cara de futbolistas.
—¿Y la bocina? — terminó preguntando Bob, rompiendo el silencio, avergonzado.
—Bien —Rocky tocó el volante con el codo. Emitió un débil quejido—. La batería está un poco baja.
Siguieron bebiendo en silencio.
—¡Esa rata maldita era tan grande como un perro cocker! — exclamó Leo.
—El muchacho lleva una buena carga —explicó Rocky.
Bob recapacitó y terminó con un:
—Si.
Esta respuesta despertó la hilaridad de Rocky que se echó s reír con la boca llena de cerveza. Le salió una poca por la nariz y esto hizo reír a Bob. Rocky se sintió feliz al oírle, porque Bob parecía un saco de penas cuando llegaron.
Bebieron un poco más, en silencio.
—Diana Rucklehouse —musitó Bob.
Rocky sonrió.
Bob soltó una risita ahogada y sostuvo las manos delante del pecho.
Rocky nó fuerte y separó sus manos dei pecho un poco más.
Bob no podía contenerse:
—¿Te acuerdas de aquel retrato de úrsula Andress que Tinker Johnson pegó al tablón de anuncios de la vieja señor Freemantle?.
—Y repintó aquellas dos grandes..., y por poco le da un ataque al corazón... —rió Rocky.
—Vosotros podéis reíros —declaró Leo malhumorado,
—¿Qué dice? — parpadeó Bob.
—Reíros —insistió Leo—. Dije que los dos podéis reíros. Ninguno de vosotros tiene un agujero detrás.
—No le hagas caso —dijo Rocky (incómodo)—. El muchacho no puede con su tajada
—¿Tienes un agujero detrás? — preguntó Bob a Leo.
—La lavandería —explicó Leo sonriendo—. Tenemos esas lavadoras grandes, comprendes. Sólo que las llamas ruedas. Son ruedas de lavar. Por eso las llamamos ruedas. Yo las cargo, tiro de ellas, las vuelvo a cargar. Pongo la mierda sucia, saco la mierda limpia. Eso es lo que hago, y lo hago con clase. — Miró a Bob con confianza de loco—. Pero, por hacerlo tengo un agujero detrás.
—No me digas. — Bob miraba a Leo, fascinado. Rocky se movió inquieto.
—En el tejado hay un agujero —siguió Leo—.Justo sobre tercera rueda. Son redondas, sabes, por eso las llamamos ruedas. Cuando llueve entra agua. Gota, a gota, gota a gota. Cada gota me cae encima..., ¡plaf!..., detrás. Ahora tengo un agujero allí. Así —y con una mano indicó un hueco hondo—. Quieres verlo?
—¡Él no quiere ver tal fealdad! — le gritó Rocky—. Estábamos hablando de los viejos tiempos, de aquí, y en todo caso no hay ningún agujero en tu maldito trasero.
—Quiero verlo —dijo Bob.
—Son redondos, así que los llamamos lavadores —explicó Leo.
Rocky sonrió y dio unas palmadas en el hombro de Leo.
—Deja de hablar de eso o te mando a casa andando, amiguito. Ahora, ¿por qué no buscas a mi tocayo y me lo pasas, si es que queda alguno?
Leo miró la caja de botes de cerveza, y pasado un momento le entregó un bote con la efigie de Rocky Blier.
—¡Así es como se hace! — exclamó Rocky, otra vez de buen humor.
Una hora más tarde había pasado toda la caja, y Rocky envió a Leo dando traspiés al pequeño súper de Paulina, a por más. Para entonces, los ojos de Leo estaban enrojecidos como los de un hurón y se le había salido la camisa de los pantalones. Intentaba, con concentración de miope, sacar sus «Camel» de la manga enrollada de su camisa. Bob estaba en el lavabo orinando y cantando la canción escolar.
—No quiero ir andando hasta allá —declaró Leo.
—Claro, pero estás jodidamente borracho para conducir.
Leo anduvo en semicírculo, con su tajada a cuestas, tratando aún de convencer a sus cigarrillos que salieran de la manga.
—'Sssstá oscuro. Y filo.
—¿Quieres o no que nos revisen el coche? — le silbó Rocky.
Había empezado a ver cosas raras en los bordes de su campo de visión. La más persistente era un bicho enorme envuelto en tela de araña, allá al fondo.
Leo le contempló con sus ojos escarlata, diciéndole con falsa astucia.
—No es mi coche.
—Ynovolverás a montarte en éltampoco, si novas abuscar esa cerveza... Pónme a prueba y verás si te engaño —y a continuación miró hacia el bicho muerto, allá, en el rincón.
—'Stá bien —gimió Leo—. 'Stá bien, no tienes por qué ponerte pesado.
Se salió de la carretera dos veces camino de la esquina, y tina vez a la vuelta. Cuando finalmente alcanzó otra vez el calor y la luz del garaje, los dos hombres cantaban la canción escolar. Bob había conseguido a trancas y barrancas poner al «Chrysler» sobre el elevador. Ahora andaba por debajo, estudiando el oxidado sistema de escape.
—Hay agujeros en tu viejo tubo —dijo.
—Ahí debajo no hay viejos tubos —aseguró Rocky. Ambos encontraron aquello sumamente divertido.
—¡Aquí está la cerveza! — anunció Leo, dejó la caja en el suelo se sentó sobre una llanta y se quedó inmediatamente adormilado. En el camino de vuelta se había bebido tres botes para aligerar el peso.
Rocky cogió un bote y alargó otro a Bob.
—¿Qué? ¿Una carrera, como antiguamente?
—Bueno —dijo Bob. Sonrió. Mentalmente, se veía en el asiento de un Fórmula 1, a ras de suelo. Un competidor con la mano apoyada en el volante, en espera de la bajada de bandera, el otro rozando su amuleto..., el ornamento del capot de un «Mercury 59». Se había olvidado del viejo tubo de Rocky y de su mujer con sus rizadores transistorizados.
—Destaparon los botes y los levantaron. Hacía un calor de miedo, ambos dejaron caer los botes sobre el cemento y levantaron los dos dedos a la vez. Sus eruptos resonaron como disparos de rifle.
—Como en los viejos tiempos —dijo Bob, aparentemente deprido—. Pero cuida es como los viejos tiempos, Rocky.
—Ya lo sé —asintió Rocky. Luchó por encontrar una frase profunda y luminosa y la encontró—. Nos vamos haciendo viejos, Stiffy.
—Bob suspiró y volvió a eruptar. Leo, en el rincón, soltó un pedo y empezó a tararear una canción.
—¿Qué? ¿Probamos otra vez? — propuso Rocky entregó otro bote a Bob.
—¿Por qué no?; ¿por qué no, Rocky, muchacho?
La caja que había traído Leo estaba terminada a medianoche y la etiqueta de la nueva inspección estaba pegada en el lado izquierdo, algo torcida, del parabrisas de Rocky. Rocky había rellenado personalmente los datos antes de pegar la etiqueta, copiando con sumo cuidado los números que figuraban en el libro de registro, grasiento y medio roto, que por fin había encontrado en la guantera. Había tenído que trabajar cuidadosamente, porque veía triple. Bob estaba sentado en el suelo con las piernas cruzadas como un maestro de yoga, con un bote medio vacío delante de él. Miraba fijamente a nada.
—Bueno, Bob, me has salvado la vida —dijo Rocky.
Dio una patada a las costillas de Leo para despertarle; Leo gruñó y se revolvió. Sus párpados se entreabrieron fugazmente, se cerraron, volvieron a abrirse, cuando Rocky le dio otra vez con el pie.
—¿Aún no estamos en casa, Rocky? Aún...
—Trátala bien, Bobby —le gritó Rocky alegremente. Pasó los dedos por el sobaco de Leo y tiró de él. Leo se encontró de pie, gritando. Rocky le llevó medio a rastras hasta el coche y lo metió.dentro empujándole al asiento—. Bien, volveremos cualquier día y lo repetiremos.
—¡Qué días aquéllos! — dijo Bob; se le habían humedecido los ojos—. Desde entonces todo se va poniendo peor, ¿sabes?
—Lo sé —asintió Rocky—. Todo se ha modificado y recagado. Pero tú sigue con el dedo apoyado y no hagas nada que yo no hi...
—Mi mujer y yo llevamos año y medio sin hacer nada —se quejó Bob, pero las palabras fueron ahogadas por el escape del motor de Rocky.
Bob se puso en pie y miró cómo el «Chrysler» salta marcha atrás del garaje, arrancando unas astillas del lado izquierdo de la puerta.
Leo se asomó por la ventanilla, sonriendo como un santo idiota, gritando:
—Ven cuando quieras por la lavandería, amigo. Te enseñaré el agujero que tengo detrás. Te enseñaré mis ruedas. ¡Te enseñaré...! — El brazo de Rocky se disparó de pronto como un gancho y lo metió dentro.
—¡Adiós, colega! — gritó Rocky.
El «Chrysler» hizo un slalom alocado alrededor de las tres islas de los postes de gasolina y salió disparado a la noche.
Bob siguió mirando hasta que las luces traseras fueron sólo unas chispitas y después caminó con cuidado. hacia el interior del garaje. Sobre su banco de trabajo resplandecía un ornamento cromado de algún coche viejo. Empezó a jugar con él y no tardó en llorar a moco tendido en recuerdo de los viejos tiempos. Mucho más tarde, pasadas las tres de la mañana, estranguló a su mujer y a continuación prendió fuego a la casa para que pareciera un accidente.
—¡Jesús! — dijo Rocky a Leo a medida que el garaje de lsob se transformaba en un punto de luz a lo lejos—. ¿Qué te ha parecido? ¡El viejo Stiffy!
Rocky había alcanzado el grado de borrachera en que todo él parecía haber desaparecido excepto un diminuto y brillante punto de sobriedad en mitad de su mente.
Leo no chistó. A la pálida luz verde del tablero tenia el aspecto del lirón del cuento de Alicia.
—Estaba verdaderamente tocado —prosiguió Rocky. Condujo por la izquierda hasta que el
«Cluysler» volvió a colocarne a la derecha—. Y ha sido una suerte para ti..., probablemente no recordará nada de lo que le dijiste. En otro momento podía ser distinto. ¿Cuántas veces tengo que
decírtelo? No debes contar nada sobre la idea de que tienes un cochino agujero detrás.
—Pero tú sabes que tengo un agujero detrás. — Bueno, ¿y qué?
—Que es mi agujero, ése es el qué. Y hablaré de mi agujero siempre que...
Inesperadamente, se volvió a mirar hacia atrás.
—Un camión detrás de nosotros. Acaba de salir de esa calle lateral. Sin luces.
Rocky miró por el retrovisor. Sí, allí estaba el camión y su forma era característica. Era un furgón de lechero. No fue preciso que leyera «GRANJA CRAMER» en el lateral para saber de quién era.
—Es Spike —dijo Rocky asustado—. ¡Es Spike Milligan! — Jesús, yo creía que sólo repartía ¡por las mañanas!
—¿Quién?
Rocky no contestó. Una sonrisa tensa, ebria, iluminó la parte baja de su rostro. No llegó a los ojos, que ahora eran enormes y enrojecidos, como lámparas de alcohol.
Súbitamente apretó el acelerador del pobre «Chrysler» que vomitó un humo grasiento y azulado y subió, de mala gana, a ochenta.
—¡Eh! ¡Estás demasiado bebido para ir tan de prisa! Estás...
—Leo calló de pronto como si hubiera perdido el hilo de su mensaje. Los árboles y las casas pasaban veloces, como manchas vagas en el cementerio de las doce y cuarto. Dejaron atrás una señal de stop y volaron por encima de un saliente, quedando por un momento fuera de la carretera. Cuando cayeron de nuevo, el silenciador hizo saltar chispas al chocar con el asfalto. En la parte de atrás, los botes vacíos toparon unos con otros, ruidosamente. Las caras de los jugadores del Steeler de Pittsburgh rodaron de un lado a otro, a veces iluminadas, otras veces a oscuras.
—¡Te engarlaba! —exclamó Leo como loco—. ¡No hay ningún camión!
—¡Es él y mata gente! — chilló Rocky—. He visto a su bicho allá, en el garaje. ¡Maldito sea!
Rugieron. Southern Hill arriba, por el lado izquierdo de la carretera. Un coche que venía en dirección contraria patinó como loco sobre la gravilla de la cuesta y cayó en la cuneta en su esfuerzo por evitarles. Leo miró hacia atrás. La carretera estaba vacía.
—Rocky...
—¡Ven a ver si me coges, Spike! —chilló Rocky—¡A ver si vienes a cogerme!
El «Chrysler» iba ya a cien, una velocidad que Rocky en un estado más sobrio no hubiera creído posible. llegaron a la vuelta que conduce a Johnson Flat Road, sacando humo de los gastados neumáticos. El «Chrysler» chillaba en la noche como un fantasma, con las luces horadando la desierta carretera que tenía delante.
Inesperadamente, un «Mercury 1959» les salió rugiendo de la oscuridad, cabalgando la linea del centro. Rocky gritó y se cubrió la cara con las manos. Leo sólo tuvo tiempo de ver el HMercury» perdiendo el remate del capot antes del choque.
A un kilómetro detrás ellos, unas luces señalaron un cruce, y un furgón de lechero con GRANJA CRAMER escrito en los lados arrancó y empezó a acercarse hacia la columna de fuego y carrocerías retorcidas en medio de la carretera. Iba a poca velocidad. El transistor colgado del gancho de carnicero dejaba oír un ritmo de blues.
—Ya está —dijo Spike—. Ahora nos vamos a casa de Bob Driscoll. Piensa que tiene gasolina en su garaje, pero no lo creo así Este ha sido un día muy largo, ¿no les parece?
Pero cuando se dio la vuelta, la parte trasera del furgón estaba completamente vacía. Incluso el bicho había desaparecido.
Fin