HORROR Y MISERIA DEL ALCOHOLISMO
Publicado en
agosto 10, 2025
He aquí, relatada con vívidos detalles que parecen de una pesadilla, la dolorosa lucha de una mujer para liberarse del destructor hábito.
Por Linda J. (redacción de Lester David)
DE PRONTO, como si se me hubiera encendido una luz en el cerebro, pude ver y pensar con claridad. Estaba yo en el lecho de una habitación extraña. Me acompañaban mis hijos, ambos dormidos en la otra cama gemela. Me levanté, me acerqué a la ventana y corrí las cortinas. La deslumbrante luz del sol me hirió los ojos. Luego vi mi automóvil. Estaba manchado de fango y tenía aplastado todo el lado derecho.
Advertí que estaba en un hotel; no tenía la menor idea de cuándo habíamos salido de casa, ni de lo poco que faltó para que me matara con mis hijos (niño y niña), gemelos de ocho años de edad; todo por mi imprudencia: había conducido el auto en estado de ebriedad.
Relataré por escrito esta confesión tal como me la repito a mí misma cada día: soy una alcohólica, aunque ahora esté rehabilitada. Pero, para poder afirmar que estoy curada, hube de vivir un infierno durante 13 largos años. Narraré mi pesadilla de esos años y cómo, por fin, terminó para siempre. Al menos así lo espero.
Y es que nunca podré estar segura de haberme enmendado. Cada mañana musito una oración y expreso mi ferviente deseo de no caer de nuevo en el abismo. Y al fin de cada día rezo otra vez para dar gracias por haber perseverado hasta ahora en mi propósito de enmienda. Así lo hago y lo haré durante el resto de mi vida. Tengo ya 38 años de edad.
EL PEOR episodio de mi tria de alcohólica comenzó aquel 10 de octubre de 1963, cuando desperté en un hotel a 400 kilómetros de mi hogar. Lo que ocurrió inmediatamente antes de eso sigue siendo una laguna en mi memoria. Había hecho aquel largo recorrido en automóvil con el propósito de llevar a mis hijos a un concierto de rock que habían anunciado mucho. Probablemente quería yo compensarlos de los malos ratos que les había hecho pasar en los últimos tiempos. Las contraseñas de los billetes de entrada y los programas que encontré en mi cartera me lo confirmaron.
En esa época mi esposo Brian, viajante de comercio, andaba recorriendo su zona de trabajo. Él sabía que a mí me gustaba beber, pero ignoraba hasta qué extremo había llegado. (Los alcohólicos son increíblemente astutos para ocultar su afición.) En aquel tiempo ingería yo un poco más de medio litro de licor al día. Ya había tenido ciertas lagunas mentales, frecuentes en los bebedores, aunque su duración no había pasado de unas horas. Pero entonces, como advertí al ver la fecha del diario se me habían borrado de la memoria dos días completos.
Observé el lastimoso aspecto de mi automóvil y no pude menos de estremecerme. Vestí a Carla y a Carlo y logré regresar a casa, no sin antes dar grandes sorbos a la botella que llevaba conmigo. Una vez en mi hogar, me eché en el lecho y no desperté hasta las 10 de la mañana siguiente. Los niños, tras levantarse y arreglarse, se fueron a la escuela.
Dos días después estaba yo en el consultorio de un siquiatra. Ya había consultado a ese mismo especialista en dos ocasiones anteriores, buscando en vano que me curara. Aquella tercera vez, deshecha en lágrimas, prometí fervorosamente al médico, y a mí misma, que entonces sí dejaría de embriagarme y cumpliría mi palabra.
Bien sabía yo que el primer paso tendría que ser "desintoxicarme". Como ya lo había intentado inútilmente, también sabía que me sometería a una prueba muy dolorosa. El médico me encareció que me internara en un hospital e hizo hincapié en que una cura de abstinencia total únicamente debe intentarse con vigilancia médica.* "Puedo seguir el tratamiento en casa", respondí a la ligera. Por supuesto, no sólo buscaba engañarme a mí misma (lo cual sabía muy bien el médico, pues tal actitud es común entre los alcohólicos), sino que era víctima de otra ilusión delirante típica del dipsómano: él sabe más y es mucho más listo que todos los que tratan de ayudarlo.
*El alcohol obra como sedante del sistema nervioso central, y cuando se aparta súbitamente de él al enfermo, hay una hiperactividad nerviosa que causa violentos síntomas de privación.
Pedí a mi hermana Betty que fuera a acompañarme. La encontré al volver a casa y se lo agradecí mucho. La primera fase, los temblores, ya había comenzado. Me temblaban las manos tan intensamente que tuvo que ayudarme a desvestirme. Me metí en la cama y no tardé en ser presa de convulsiones en todo el cuerpo.
Una hora después empecé a sentir hormigueos, como si me desgarraran los músculos unas potentes pinzas de cangrejo. Tuve varios vómitos, seguidos de espantosas e interminables náuseas, con violentas arcadas, en una serie de esfuerzos espasmódicos que me dejaban exhausta. Durante toda esa noche y el día siguiente me atormentaron las náuseas, los estremecimientos y el hormigueo.
La segunda noche sufrí un ataque convulsivo que, aunque duró menos de un minuto, fue espantoso según me contó después la atemorizada Betty, impotente y mudo testigo del acceso. Lo peor fue que Carla y Carlo despertaron con el alboroto y lo vieron todo al entrar en mi alcoba.
Por fin me quedé dormida, pero al despertar al día siguiente, con los huesos adoloridos y los músculos tensos, sentí que había llegado al límite de mi resistencia. "¿Por qué he de soportar todo esto?" grité. Me levanté, corrí al cuarto de baño, donde guardaba una botella en el cesto grande de la ropa, me serví medio vaso y lo apuré ávidamente.
Varios días después le conté al siquiatra lo que me había ocurrido, y hecha un mar de lágrimas le prometí volver a intentarlo. En otras tres entrevistas con el especialista, a las cuales asistí en estado de ebriedad, repetí monótonamente la misma promesa. La última vez el médico me miró fijamente a los ojos y me dijo: "No le creo una sola palabra de lo que me dice. Usted no quiere dejar de beber. ¿Para qué seguir gastando su dinero y mi tiempo en estas consultas? Usted morirá de alcoholismo. Le aconsejo que se lo diga a su esposo y que dispongan lo necesario para el mejor cuidado de sus hijos".
¿CÓMO EMPEZÓ mi caso? ¿Cómo había llegado a aquel extremo? Por más que he hurgado en mi memoria, no puedo decirlo cabalmente. Pero sí sé que hubo dos factores en mi infancia (que suelen figurar en los antecedentes familiares de casi todos los alcohólicos). En primer lugar, mi padre, a quien yo adoraba, fue, según lo recuerdo, muy adicto a las bebidas alcohólicas, y con el tiempo también enfermó de alcoholismo. (Un médico ha comprobado en un 80 por ciento de los alcohólicos tratados por él, que el paciente tuvo un familiar cercano con el mismo problema.) En segundo lugar, mi madre, mujer muy trabajadora, de pocas palabras y gran severidad, casi nunca me demostró afecto. Nada de lo que yo hiciera (ayudarla en los quehaceres domésticos o sobresalir en la escuela) le dio satisfacción. No era regañona ni me gritaba, pero sentía yo su fría mirada como un eterno reproche que me intimidaba y me hacía detestarla. Poco a poco me convencí de que yo no servía para nada.
A los 13 años tomé licor por primera vez. Una amiga mía y yo hurtamos una botella de vino de la despensa de mi casa y, ocultándonos en el sótano, nos la bebimos en secreto. Por primera vez tuve esa maravillosa sensación de calor, distensión y euforia que después me llevaría a la dipsomanía. En mis años de escuela de segunda enseñanza el consumo de bebidas alcohólicas en las reuniones sociales con los muchachos era una práctica habitual. No llegué nunca a considerar que aquello fuese indebido, pues lo hacían cuando menos la mitad de mis amigos.
Al terminar la segunda enseñanza me diplomé de enfermera, y un año después me casé con Brian. En 1955 nacieron mis gemelos y posteriormente reanudé mi trabajo en el hospital, donde ganaba lo suficiente para contratar una ama de llaves.
A pesar de que en aquel tiempo ni mi marido ni yo considerábamos que yo fuese un "problema" como bebedora, lo cierto es que no tardé mucho en serlo. Con el transcurso de los meses fui necesitando dosis progresivamente mayores de alcohol para sentirme "el alma de la fiesta". Y empecé a beber a solas, a cualquier hora. Una vez, la víspera del cumpleaños de mis gemelos, sufrí un desmayo y tuvimos que cancelar la celebración proyectada. En un solo mes los agentes de la pedida de tránsito me detuvieron tres veces. Cómo no me encarcelaron por manejar en estado de ebriedad es algo que aún no me explico.
Ya para entonces despertaba cada mañana con fuertes dolores de cabeza y necesitaba un gran trago para resolverme a dejar el lecho. Una buena amiga mía advirtió lo que me estaba ocurriendo y trató de inducirme a sacudir tan pernicioso hábito. Pero juzgué ese interés como una impertinente intromisión en mi vida privada y sus consejos me enfurecieron. En tales circunstancias era inevitable que perdiera mi trabajo en el hospital, y, por supuesto, también mi esposo se enteró de ello.
No contaré en detalle todas las noches que pasamos discutiendo el problema una y otra vez, sus ruegos, mis promesas y mis reincidencias. Brian, impaciente, me amenazaba; yo quedaba angustiada y llorosa, pero no me corregía.
Ya para entonces mis hijos se habían percatado de que algo extraño me ocurría. Un día me ofrecí a ayudar en la fabricación de un escenario para una representación teatral de la escuela. Me puse un delantal con amplios bolsillos muy apropiados para colocar herramientas..., y unos frascos de licor, claro está. Una de esas tardes me oculté tras un telón para tomar un trago rápidamente. Cuando me volví, vi que mi hijita me miraba fijamente con los ojos arrasados de lágrimas.
Angustiada, me fui a casa y me bebí casi toda una botella. Fue aquella noche cuando decidí llevar a mis hijos al concierto de rock.
DESPUÉS de mi última visita al siquiatra, quedé plenamente convencida de que moriría de alcoholismo, tal como él me lo había pronosticado. Estaba hastiada de todo; de lo mal que me sentía; de los subterfugios a que debía recurrir para conseguir licor; de tantas humillaciones, angustias y contrariedades. ¿Dejaría de beber? ¡Eso nunca!
En realidad me dediqué a hacer que se cumpliera la profecía de mi médico. Redacté un testamento en el que expresaba mi voluntad de donar mi cadáver a la universidad, y escribí una nota para mi marido recomendándole dónde internar a los niños. Luego urdí un plan suicida; me inyectaría aire en una vena. La burbuja, al llegar al corazón, me mataría sin dejar huellas que pudieran atormentar posteriormente a Carla y a Carlo.
Llegó el viernes 20 de marzo de 1964. Jamás olvidaré la fecha. Dejé a los mellizos en casa de Betty con el pretexto de ir a descansar una temporada en el campo. Luego regresé a casa...
Nueve días después volví en mí en un hospital. El aire que me inyecté no entró en la vena, y las anfetaminas que ingerí no surtieron efecto, porque una vecina mía entró en casa a tiempo para salvarme.
Quise abandonar el hospital inmediatamente para volver a mi existencia infernal, pero los médicos me lo impidieron diciéndome que necesitaba por lo menos un mes de recuperación. Mi aspecto físico era desastroso: estaba anémica, desnutrida y con el hígado afectado. Había bajado de peso a 42 kilos, muy poco para mi estatura de 1,70. Pero aún me negaba a recibir ayuda. John Barrow, sacerdote episcopal dedicado a auxiliar a los alcohólicos hospitalizados, intentó hablar conmigo, pero yo se lo impedí.
Cierta noche, unas cuantas semanas después de mi ingreso en el hospital, robé el abrigo que una visitante había olvidado en la sala de espera y salí a la calle. La noche era fría y húmeda, pero erré durante horas, pues me repugnaba pensar siquiera en ir a casa, y no se me ocurría refugiarme en ningún otro sitio. Por fin, cuando vagaba tambaleante por los barrios más sórdidos de la ciudad, se me acercó una mujer y me preguntó si necesitaba ayuda. Me tomó del brazo y me llevó a su casa. Era otra alcohólica (no sé cómo, pero los que cojean del mismo pie suelen reconocerse unos a otros a primera vista); durante dos meses viví en su apartamento, infestado de cucarachas, compartiendo su comida y sus bebidas alcohólicas.
Luego, una mañana de julio, regresé sin saber cómo ni por qué al hospital. Busqué a John Barrow y le dije: "Ya que no tuve la suerte de morir, ¿quiere usted enseñarme a vivir?" Se inició para mí en ese momento una larga y penosa cuesta arriba.
ESA VEZ empecé mi cura de desintoxicación con vigilancia médica. Los sedantes, tranquilizadores y anticonvulsivos que me administraron en dosis apropiadas los médicos, hicieron la abstinencia mucho menos penosa. Al ir recuperando el vigor poco a poto, fui participando en otras fases del programa de la unidad de rehabilitación de alcohólicos: actividades recreativas, ejercicios corporales, un régimen alimenticio apropiado, discusiones en grupo con especialistas.
Pero lo que más me aprovechó fueron las entrevistas privadas con John Barrow. Este eclesiástico me hizo comprender y aceptar la verdad acerca de mí misma. "La mayoría de los alcohólicos se empeñan en negar que lo son", me explicó el clérigo. "Achacan a algún otro todo lo que les ocurre: decepciones, frustraciones, fracasos. Tal actitud es del todo insensata, pues nuestros problemas radican en nosotros mismos. Si no aceptamos estar enfermos y necesitados de atención, la enfermedad acabará con nosotros".
"Esto lo supe por propia experiencia hace mucho tiempo", prosiguió Barrow; "y haberlo sabido cambió mi vida. Antes de ser sacerdote era yo capitán de barco, y logré salir del mismo infierno por el que ha pasado usted, pues ahora soy un alcohólico rehabilitado".
En cuanto acepté mi impotencia para luchar sola contra el alcohol, quedé preparada para acudir a Alcohólicos Anónimos. Ingresé en la agrupación y, como otras muchísimas personas, encontré en ella fortaleza, pues ayuda con comprensión y respaldo moral, sin condenar al alcohólico ni tratar de sermonearlo.
Claro está que debí soportar algunos períodos terribles, pero han pasado ya ocho años, durante los cuales no me he embriagado. Mi vida gira ahora en torno de mi familia y de mi trabajo: tengo un empleo de tiempo completo en la misma unidad para alcohólicos donde a mí me trataron. Al ayudar a otros, he podido apuntalar mi fuerza de voluntad.
Mi marido tardó mucho tiempo en comprender que las causas de mi alcoholismo eran algo más profundo que una simple complacencia de mí misma; pero una vez convencido de que era yo una enferma, me brindó su apoyo irrestricto. Y mis hijos gemelos (¡benditos sean!) se han portado maravillosamente bien conmigo desde que Brian y yo les explicamos la índole de mi enfermedad. Lejos de sentirse avergonzados de mí, están orgullosos de que haya sido capaz de ganar mi penosa lucha contra el alcohol.
Pero no dejo de preocuparme por ellos; me desazona pensar hasta qué grado pudieron afectarles aquellos años terribles en que era yo una alcohólica, cuando los niños eran tan pequeños, y también me perturba la posibilidad de haberles transmitido una "herencia" de alcoholismo. Por eso elevo aún cada noche una plegaria por ellos... y por mí.
Condensado de "Good Housekeeping" (Abril de 1973), © 1973 por The Hearst Corp., 959 Eighth Ave., Nueva York, N.Y. 10019.