HANS NIKOLAI Y ANDERS EL AFORTUNADO (Peter Christen Asbjornsen)
Publicado en
diciembre 05, 2024
Cuento Noruego, seleccionado y presentado por Ulf Diederichs. Tomado de la recopilación hecha por Peter Christen Asbjornsen.
Un rico campesino tenía dos hijos que se llamaban Hans Nikolai y Anders el Afortunado. Con el mayor resultaba muy complicado llevarse bien, apenas nadie hacía buenas migas con él. Le gustaba comer aún más que a la mayoría de los habitantes de las tierras boreales, aunque éstos están muy bien dotados de este don divino. El otro, Anders el Afortunado, era indómito y revoltoso, pero siempre estaba de buen humor; por muy mal que le fuera, decía que tenía la fortuna de su lado. Incluso cuando un águila, para defender su nido, le picaba en la cabeza o en la cara y le hacía sangre, él decía lo mismo..., no le importaba volver a casa con sólo un polluelo de águila. Si zozobraba —y eso no era nada raro en él—, le encontraban en el bote volcado completamente destrozado por la humedad, el frío y el esfuerzo realizado y alguien le preguntaba qué tal le iba, él contestaba: «Bueno, pues bastante bien, porque me he salvado. La fortuna está de mi lado».
Cuando el padre murió, ambos eran ya adultos. Algún tiempo después, tuvieron que salir a los islotes de arena para recoger algunas herramientas de pesca que se habían quedado allí desde la campaña de pesca del verano. Anders el Afortunado llevaba consigo el rifle que siempre le acompañaba allá donde fuera. Era finales de otoño, así que, para los pescadores, la temporada de Utrör1 había quedado atrás. Hans Nikolai no habló mucho durante el viaje, pero sin duda iba pensando en esto o lo otro. Cuando terminaron de recoger sus cosas, empezaba ya a anochecer.
—Oye, Anders el Afortunado, ¿sabes una cosa? Esta noche va a hacer mal tiempo —dijo Hans Nikolai mirando fijamente el mar—. Quiero decir que será mejor que nos quedemos aquí hasta mañana.
—Mal tiempo seguro que no hace —contestó Anders—, pues las Siete Hermanas no tienen su capa de niebla. Vamos a zarpar.
Pero entonces el otro se quejó de que estaba cansado, así que al final llegaron al acuerdo de que pasarían allí la noche. Cuando Anders despertó, estaba solo; no vio rastro de su hermano ni del bote hasta que llegó a la punta de la isla. Entonces le vio muy a lo lejos, como si fuera una gaviota que volaba hacia tierra. Anders el Afortunado no acertaba a explicarse qué estaba ocurriendo. Allí había una cesta con provisiones, una escudilla con suero de leche, su rifle y algunas cosas más.
Anders no le dio muchas más vueltas.
—Seguro que esta noche estará otra vez de vuelta —dijo, y empezó a comerse las provisiones—. Es un cabeza de chorlito; seguro que se acobarda antes de que se le acabe la comida.
Pero llegó la noche y su hermano no volvió. Anders el Afortunado esperó día tras día, semana tras semana, y entonces comprendió que le había dejado abandonado en aquella isla desierta para quedarse con toda la herencia. Estaba realmente en lo cierto, pues en cuanto Hans Nikolai había llegado a tierra, había hundido el bote y dicho que Anders el Afortunado se había ahogado.
Pero Anders no se desanimó. Reunió en la playa maderas arrojadas a la costa, cazó aves marinas con su rifle, reunió raíces y troncos; se hizo una balsa con las tablas que encontró por allí esparcidas y pescó abadejos con una caña de pescar que alguien se había dejado olvidada.
Un día que se había hecho a la mar con todo aquello, reparó en un surco que había en la arena; era como la huella de un gran yate de las tierras boreales; pudo ver perfectamente las vueltas de las amarras desde el mar hasta la punta de la isla. Entonces pensó para sí que no corría ningún peligro, pues acababa de comprobar que era verdad lo que tantas veces había oído: que el pueblo de los duendes laboriosos tenía allí su morada y desarrollaba un tráfico marítimo muy activo. «¡Gracias a Dios que tengo esta compañía! Es justo el pueblo más oportuno. Sí, tengo razón cuando digo que la fortuna está de mi lado», pensó para sí Anders el Afortunado, o puede que lo dijera en voz alta, pues de vez en cuando necesitaba hablar un poco. Así sobrevivió el otoño. En cierta ocasión vio un bote; entonces colgó una prenda en una barra y le hizo señas con ella, pero en ese momento cayó la vela, la gente se puso a los remos y se marcharon de allí en un abrir y cerrar de ojos. Sin duda habían creído que era el pueblo de los duendes laboriosos, que habían enarbolado una bandera y les estaban haciendo señas.
El día de Nochebuena oyó violines y música que sonaban en el mar, muy lejos de allí. Cuando salió, vio un resplandor que procedía de un gran yate de las tierras boreales avanzando hacia tierra. Nadie había visto antes un yate como aquél. Tenía una vela cuadrada disparatadamente grande que parecía de seda y sus débiles jarcias no eran más gruesas que un alambre... El yate, en conjunto, era todo lo bello y hermoso que un habitante de las tierras boreales pudiera desear. Iba totalmente lleno de gente pequeña vestida de azul, pero la que empuñaba el timón iba engalanada como una novia y estaba tan elegante como una reina; llevaba una corona y un vestido precioso. Anders se dio cuenta de que ella era un ser humano, pues era alta y más guapa que cualquiera de aquel pueblo de duendes; sí, le pareció la muchacha más bella que él hubiera visto jamás. El yate puso rumbo a tierra, hacia donde estaba Anders el Afortunado. Pero como era ágil de ideas, se metió corriendo en la cabaña de los pescadores, descolgó el fusil de la pared, se arrastró por el entarimado y se escondió. En un momento, el cuar—to se convirtió en un hervidero de gente; estaba ya hasta los topes y seguían llegando más y más. Entonces las paredes empezaron a abrirse, el cuarto se amplió en todas direcciones y se volvió tan magnífico y suntuoso que el cuarto del más rico de los grandes negociantes no podía ser más magnífico que aquél; era casi como el de un palacio real. Sirvieron las mesas con los más exquisitos manjares; los platos, las fuentes y todo el resto de la vajilla eran de plata o de oro.
Cuando terminaron de comer, empezaron a bailar. Aprovechando el ruido del baile, Anders el Afortunado salió a rastras por el respiradero que había en uno de los lados del tejado, y desde allí se descolgó hasta el suelo. Luego corrió hasta el yate, lo amarró bien con su eslabón y, para mayor seguridad, talló con la lanceta una cruz en la pared. Cuando volvió a la cabaña, el baile estaba en su pleno apo—geo: hasta las mesas, los bancos y las sillas bailaban; todos los objetos del cuarto bailaban también. La única que no bailaba era la novia, que estaba allí sentada mirando; cuando el novio quiso sacarla a bailar, lo apartó de un empuón. Durante un rato todo siguió igual. El músico no se paraba para respirar ni para tomar aliento; ni siquiera hacía intención de desabrocharse los botones; tocaba sin interrupción con su mano izquierda y llevaba el compás; llegó un momento en que el sudor le caía a chorros y ya no podía ver el violín de tanto polvo y tanto humo como había.
Cuando Anders sintió que también a él le empezaban a bailar los pies, allí tal cual estaba, se dijo a sí mismo:
—Será mejor que dispare ya o de lo contrario van a conseguir sacarme de mis casillas.
Así que empuñó su fusil, lo introdujo por el hueco de la ventana y disparó por encima de la cabeza de la novia, aunque apuntando hacia otro lado, pues, si no, la bala podría alcanzarle a él mismo. En cuanto sonó el disparo, todos los duendes se abalanzaron atropelladamente hacia la puerta. Pero al salir se dieron cuenta de que el yate estaba amarrado, empezaron a lamentarse y se metieron en un agujero del Fjäll1. Sin embargo, todos los objetos de plata y de oro se habían quedado allí, y también la novia seguía allí sentada; era como si hubiera recuperado la con—ciencia de sí misma. Le contó a Anders el Afortunado que se la habían llevado a la montaña cuando era muy pequeña. Un día, su madre había ido al redil a ordeñar y se la había llevado consigo, pero había tenido que volver a casa para hacer alguna cosa, así que había dejado a la niña entre los brezos, bajo un enebro, diciéndole que podía comerse las bayas siempre que dijera tres veces:
Las bayas de enebro azul por Jesucristo en la cruz. Las de arándano silvestre por su pasión y su muerte.
Pero en cuanto su madre se hubo marchado, la niña había encontrado tantas bayas ante sí que se le había olvidado aquella sentencia, y por eso se la llevaron a la montaña. La única tara que le había quedado era que había perdido la falange del dedo meñique de la mano izquierda. La muchacha le contó que había estado bien y a gusto con los duendes laboriosos, pero que sentía que no todo estaba en orden; era como si algo la reconcomiera, y había sufrido mucho con las impertinencias del duende ya entrado en años que le habían destinado por esposo.
Cuando Anders supo quién era su madre y de dónde procedía, recordó que tenían parientes comunes, así que pronto, como se suele decir, se hicieron más que buenos amigos. Entonces Anders el Afortunado dijo con razón que la fortuna estaba de su lado. Viajaron a casa llevándose consigo el yate, todo el oro y la plata y todos los objetos de gran valor que habían quedado en la cabaña de los pescadores, de tal forma que la fortuna de Anders superó con mucho la de su hermano.
Pero éste, que se imaginaba de dónde procedía toda aquella riqueza, no quiso ser menos. Sabía que los trols y los duendes laboriosos solían salir casi siempre en Nochebuena; por eso, en esas fechas, se puso en camino hacia los islotes de arena. El día de Nochebuena vio también un fuego o una luz, pero lo que relucía parecía más bien una fosforescencia del mar. Cuando se acercó más, oyó un chapoteo, un aullido espantoso, gritos fríos y penetrantes y percibió un repugnante olor a alquitrán. Se llevó un susto tan horrible que se subió corriendo a la cabaña de los pescadores y desde allí pudo ver a los fantasmas marinos en la playa. Eran bajos y gordos como un montón de heno, iban vestidos completamente con pieles, faldas de piel, botas de agua y grandes guantes de lana que les llegaban casi hasta el suelo. En lugar de cabeza y pelo tenían una maraña de algas. Cuando se arrastraron playa arriba, iban dejando tras ellos un resplandor parecido al de la fosforescente corteza de los abedules, y cuando se sacudían, echaban chispas. En cuanto llegaron arriba, Hans Nikolai se subió al entarimado, como había hecho su hermano.
Los fantasmas marinos arrastraron una gran piedra hasta la cabaña y empezaron a golpear contra ella sus guantes para que se secaran. Mientras lo hacían, pegaban tales gritos que a Hans Nikolai le entraron escalofríos en su escondite del desván. Luego uno de ellos estornudó en los rescoldos para tener fuego en el hogar, mientras los otros metían brezo y maderas arrojadas a la costa, tan rudas y pesadas como si fueran de plomo. El humo y el calor estuvieron a punto de ahogar al que estaba en el desván, quien, para poder recobrar el aliento y respirar aire puro, intentó salir por el respiradero. Pero como él era mucho más corpulento que su hermano, se quedó atascado sin poder moverse hacia fuera ni hacia dentro. Entonces le entró miedo y empezó a gritar, pero los fantasmas marinos gritaron más terriblemente aún, y aullaron y pegaron alaridos y armaron un escándalo y un alboroto enormes tanto fuera como dentro. En cuanto cantó el gallo, desaparecieron y Hans Nikolai logró soltarse. Cuando volvió a casa ya no estaba muy bien de la cabeza; desde entonces, en los graneros o en los almacenes en los que él se encontraba, podían oírse a menudo los mismos gritos oscuros y glaciales de los drangen1 de las tierras boreales. Antes de morir, sin embargo, volvió a recuperar la razón y, como suele decirse, recibió cristiana sepultura.
Pero desde aquel entonces ningún ser humano ha vuelto a poner un pie en los islotes de arena. Se hundieron y, por lo que se cree, los duendes laboriosos se trasladaron a las islas Lekang. A Anders el Afortunado siempre le fue bien; ningún barco hacía viajes más felices que el suyo. Cada vez que llegaba a las islas Lekang, el viento se quedaba en calma y los duendes laboriosos subían a bordo o desembarcaban con sus mercancías; pasado un rato, el viento volvía a ser favorable, hacia las montañas o de regreso a casa. Tuvo muchos hijos y todos ellos fueron muy espabilados. Pero a todos les faltaba la falange del dedo meñique de la mano izquierda.
Fin