GRACIA SALVADORA (Orson Scott Card)
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diciembre 09, 2024
Y él le escrutó los ojos,
y cuando ella miró
él quedó petrificado,
pues horrendo era ese rostro.
Alabado sea el Señor.
Madre llegó a casa deprimida, con un saco lleno de comestibles y una jaqueca que le erizaba los pelos. Billy lo notó enseguida, se dio cuenta en cuanto ella entró en el salón. Pero si ella escupía fuego y azufre, él tenía la luz del cielo, y le dijo:
—No estés triste, mamá. Jesús te ama.
Madre guardó la margarina en la nevera y limpió las migajas de la mesa y las arrojó al fregadero aunque el triturador no funcionaba hacía años.
—Billy —murmuró—, ¿te han salvado de nuevo?
—Sólo fui a echar un vistazo.
—Tendría que denunciar a esos canallas. ¿Por qué no montan su espectáculo en un plato, como todos los demás?
—Mis pecados me agobiaban y él me tendió la mano y Jesús entró en mi corazón y tuve que hacerme bautizar.
Ante la palabra bautizar, mamá cerró el armario de un portazo. El cuenco de amasar pegó un salto.
—¡Otra vez no! ¡La última vez casi coges neumonía!
—Esta vez me he secado el cabello.
—¡No es higiénico!
—Yo fui el primero. Todos lloraban.
—¡Pues escúchame! ¡Te he dicho que no vayas, y lo digo en serio! Mírame cuando te hablo, jovencito.
Sus enérgicos dedos le alzaron la barbilla. Billy tuvo la sensación de estar viviendo una historia bíblica. Casi oía al mismísimo Bucky Fay contando la historia: «Y él le escrutó los ojos, y cuando ella miró él quedó petrificado, y no atinaba a moverse aunque temía orinarse, pues horrendo era ese rostro. Alabado sea el Señor».
—Ahora prométeme que no entrarás más en esa tienda, nunca más, pues no tienes voluntad. Te vendrás a casa, ¿me oyes?
Billy no pudo moverse hasta que ella desesperó y desvió los ojos, entonces logró articular:
—¿Pues qué quieres que haga después de la escuela?
Esta vez fue diferente de todas las veces que habían discutido por este tema; en esta ocasión su madre se apoyó en el fregadero y rompió a llorar. Billy se acercó, la rodeó con el brazo y le apoyó la cabeza en la cadera. Ella lo abrazó.
—Si ese hijo de puta no me hubiera abandonado, podrías haber tenido hermanitos que te acompañaran.
Prepararon gofres, y mientras Billy limpiaba la sartén raspándola con un cuchillo, juró que nunca más causaría disgustos a su madre. Aunque la tienda de los predicadores batiera sus alas y elevara su antena de microondas para participar en la generosidad del cielo, Billy miraría hacia otra parte por amor a su madre, pues ella había sufrido demasiado.
Pero no pudo apartar sus pensamientos de la tienda, pues cuando anunciaron el próximo programa dijeron Bucky Fay. Bucky Fay, el sanador del canal 49, quien había exorcizado ese demonio cancerígeno y arrojado cálculos del riñón en nombre del Señor; Bucky Fay, quien le recordaba la foto que mamá tenía oculta en el fondo de un cajón, la foto de su padre, el hijo de puta. Billy quería ver al hombre de manos curativas, verlo en persona.
—Mamá —dijo. En la televisión gente delgada cantaba loas a Diet Pepsi.
—¿Eh? —Mamá no se volvió.
—Ojalá tuviera el pie deforme y no pudiera caminar.
Mamá sí se volvió.
—¡Cielo santo! ¿Por qué?
—Para que Jesús pudiera sanarlo.
—Billy, eso es repulsivo.
—Cuando el milagro te atraviesa, mamá, te golpea la cabeza y te tumba y te sientes mejor. Una niñita sin brazo recibió de Dios un brazo nuevo. Eso dijeron.
—Hijo, te han vuelto supersticioso.
—Ojalá tuviera un pie deforme, para que Jesús pudiera obrar un milagro.
Dios sigue caminos misteriosos, pero esta vez fue bastante directo. Entre tantos deseos imbéciles que se expresaban y tantas plegarias que se pronunciaban, la de Billy recibió respuesta. La madre de Billy pensaba sombríamente que el chico estaba perdiendo la chaveta. Decidió sacarlo a pasear para que hiciera cosas normales. La película que proyectaban en la sala de la zona era la última de la serie de Pollyana. Fueron a verla y Billy aprendió una lección. Billy vio qué buena era esa niña, y cuánto gustaba a los predicadores, y al primer descuido Billy subió al tejado, tratando caer de tal modo de quebrarse las piernas sin desnucarse.
No le salió bien y se quebró la espalda. La médula espinal quedó tronchada bajo los hombros, y Billy pronto anduvo en una silla de ruedas, usaba pañales y orinaba en un saco de plástico. En el hospital miraba la televisión, un canal religioso que todo el día emitía para los servidores escogidos de Dios, alabando y orando y salvando. Y estaba Bucky Fay en persona, alabado sea el Señor, Bucky Fay haciendo que los sordos oyeran y los artríticos se movieran y el público fuera generoso, y Billy estaba eufórico, porque ahora era campo fértil para un milagro.
—Ni lo sueñes —dijo su madre—. Por Dios que voy a curarte esta locura, y ni siquiera pienso acercarme a esos hipócritas farsantes y mentirosos.
Pero poca gente en el mundo puede decirle que no más de dos o tres veces a un niño paralítico en una silla de ruedas, sobre todo si llora. Además, pensó mamá, tal vez la fe sirva de algo. Dios sabe que el chico tiene fe, aunque no tenga un solo nervio en las piernas. Y si existe la menor probabilidad de devolverle parte de su cuerpo, ¿qué mal puede hacerle?
Una vez dentro de la tienda, por supuesto, pensó en otras cosas. «¿Y si es un fraude —y desde luego lo es— y el chico lo descubre? ¿Qué pasará?». Así que le susurró:
—Billy, no esperes demasiado de esto.
—No espero demasiado. Sólo un milagro, mamá. Los hacen a cada momento.
—No quiero que te sientas defraudado si nada ocurre.
—No me sentiré defraudado, mamá. —«Claro que no, si él me curará sin problemas».
Y entonces la dama simpática se acercó para preguntar:
—¿Estás aquí para ser curado?
Billy asintió al reconocer a la ayudante de Bucky Fay, que siempre decía «Oh, dulce Jesús, eres todo bondad» cuando la gente se curaba, y lo decía de un modo que te hacía cosquillear la espalda. Usaba mucho maquillaje, y Billy notó que el maquillaje le disimulaba un bigote. Se preguntó si sería un hombre mientras ella lo llevaba hacia el frente. ¿Pero por qué un hombre usaría vestido? Se preguntaba eso cuando ella lo puso en su sitio, junto con las otras personas que aguardaban en sillas de ruedas.
Un hombre se arrodilló frente a él. Billy se dispuso a rezar, pero el hombre hablaba normalmente, así que Billy abrió los ojos.
—Esto saldrá en televisión —dijo el hombre—, y en televisión tienes que andarte con cuidado, hijo. No digas nada a menos que Bucky te haga una pregunta directa, y entonces responde deprisa. Digamos que te pregunta cómo fuiste a parar a una silla de ruedas, ¿qué le dirás?
—Diré... diré...
—No te intimides, o quedará muy mal. Es televisión, recuerda. Ahora dime cómo llegaste a esta silla de ruedas.
—Para ser curado por el poder de Jesús.
El hombre lo miró un instante.
—Claro. Supongo que lo harás bien. Y cuando haya concluido y estés curado, yo estaré aquí, cogiéndote el brazo. Pero no des gracias al Señor de inmediato. Espera a que te estruje el brazo, y entonces lo dices. ¿De acuerdo?
—De acuerdo.
—Para la televisión, ¿entiendes?
—Entiendo.
—No te pongas nervioso.
—No.
El hombre se alejó, pero regresó con aire preocupado.
—¿Sientes algo en los brazos?
Billy agitó los brazos.
—Mis brazos están bien.
El hombre asintió y se alejó.
Luego no hubo nada que hacer salvo mirar, y Billy miró pero no vio gran cosa. En televisión sólo veías a Bucky Fay, pero aquí los cámaras se interponían y la gente iba de aquí para allá mientras se entonaban alabanzas y se pedía ayuda, y Billy no entendía nada de nada. Hasta que ese hombre regresó, esta vez en compañía de un tío más joven, y alzaron a Billy de la silla y lo llevaron hasta esas luces brillantes, y las cámaras giraron.
—¿Y quién será el primero, gracias al Señor? —dijo Bucky Fay—. ¿Eres tú ese justo varón a quien el demonio maldijo con la hemofilia? ¡Ven aquí, niño! ¡Dios te dará una transfusión de sangre con la hemoglobina del Espíritu Santo!
Billy no sabía qué hacer. Si decía algo antes de que Bucky Fay le hiciera una pregunta directa, el hombre se enfadaría. ¿Pero de qué serviría todo si Bucky Fay se equivocaba al pedir el milagro? Entonces vio que el hombre que le había hablado desviaba la cara de la cámara y articulaba «¡Paralítico!», y Bucky Fay entendía y continuaba sin alterarse.
—¿Crees que al Salvador le preocupa? Paralítico eres también, una criatura indefensa, y sin embargo, cuando el milagro entra en tu cuerpo, ¿crees que el Espíritu Santo necesita el diagnóstico del médico? No, alabado sea el Señor, el Espíritu Santo te atraviesa, buscando cada sitio donde te ha lastimado el diablo, donde el diablo, esa gran serpiente, te ha envenenado, donde el diablo, ese poderoso dragón, ha creído que podía destruirte... Niño, ¿estás salvado?
Ésa era una pregunta directa.
—No.
—¿El Señor te ha visitado con el agua del bautismo, y ha lavado tus pecados dejándote limpio?
Billy no entendió a qué se refería, pero el hombre le estrujó el brazo.
—Gracias al Señor —dijo Billy.
—Lo que el bautismo hizo al exterior de tu cuerpo, el milagro lo hará en el interior de tu cuerpo. ¿Crees que Jesús puede sanarte?
Billy asintió.
—Oh, no sientas vergüenza, niño. Habla para que nuestros millones de televidentes puedan oírte. ¿Jesús puede curarte?
—¡Sí! Sé que puede.
Bucky Fay sonrió y puso cara de embeleso; se escupió las manos, batió las palmas, abofeteó la frente de Billy, cubriéndole la cara de saliva. Los hombres que lo sostenían lo soltaron un instante, y al agitar las manos comprendió que a esa gente que parecía poseída por el Espíritu Santo simplemente la soltaban, aunque quizá todo formara parte del milagro. Lo apoyaron en el suelo y Bucky Fay continuó declarando que el Señor conocía a los puros de corazón, y entonces los dos hombres lo recogieron y esta vez lo apoyaron sobre las piernas. Billy no sentía nada, pero sabía que estaba en pie. Le ayudaban a mantener el equilibrio, pero él apoyaba su peso en las piernas: el milagro se había cumplido. Casi se lanzó a alabar a Dios, pero se acordó a tiempo y aguardó.
—Apuesto a que te sientes un poco débil, ¿verdad? —le preguntó Bucky Fay.
¿Era una pregunta directa? Billy no estaba seguro, así que movió la cabeza.
—Cuando el Espíritu Santo entró en Pablo, ¿no cayó el apóstol al suelo? Pues tú ya puedes apoyarte en las piernas, y al cabo de una buena noche de sueño, cuando tu cuerpo se haya fortalecido tras haber sido habitado por el Espíritu del Señor, quedará plenamente restaurado y renovado.
El hombre estrujó el brazo de Billy.
—Alabado sea el Señor —dijo Billy. Pero eso estaba mal. Se suponía que debía dar las gracias, así que dijo en voz más alta—: Gracias al Señor.
Y mientras las cámaras le apuntaban, los dos hombres que lo sostenían obraron el verdadero milagro, pues le dieron la vuelta y lo inclinaron, y lo llevaron de vuelta a la silla. Mientras lo llevaban, lo balancearon y Billy notó que sus zapatos rozaban el suelo, izquierda, derecha, izquierda, derecha, como si caminara. Pero no caminaba. No sentía nada. De repente lo comprendió. En todos esos milagros de personas que caminaban había hombres al lado, que las inclinaban a izquierda y derecha, les hacían mover las piernas, como muñecos, como títeres. Y Billy lloró. Las cámaras se acercaron para mostrar las lágrimas que le empapaban la cara. La multitud festejó y alabó.
—Esto es nuevo para él —gritó Bucky Fay por el micrófono—. No está acostumbrado a tanto ejercicio. Que ese niño use su silla hasta que logre reunir todas sus fuerzas. ¡Más loado sea el Señor! Sabemos que el milagro se ha cumplido, que Jesús le ha devuelto las piernas y también le ha curado la hemofobia.
Mientras la mujer lo llevaba pasillo abajo, la gente tendía las manos para tocarlo, le decía palabras de amor y felicidad, y él lloraba. Su madre sollozaba de alegría.
—Has andado —dijo abrazándolo, y Billy lloró aún más. En el coche le dijo la verdad. Ella miró la puerta iluminada de la chillona tienda—. Dios lo condene a arder para siempre en el infierno.
Pero Billy estaba seguro de que Dios no haría semejante cosa. No porque Billy dudase del poder de Dios. No, Dios tenía todo el poder, Dios respondía a las plegarias. Incluso era justo, a su manera. Pero ahora Billy sabía que cuando Dios se disponía a equilibrar las cosas en este mundo, actuaba con sigilo. Usaba trucos y artimañas, para que cualquiera pudiese ver sus obras en el mundo y sin embargo dudar de Dios. A fin de cuentas, ¿de qué valía la fe si Dios dejaba en el mundo pruebas claras de su bondad? No. Su bondad era un profundo secreto, y Billy lo sabía. Un secreto que Dios mantenía guardado.
Y cuando Dios se dispuso a equilibrar las cosas para Billy, no hizo lo más evidente. No dejó que los nervios sanaran, no envió el milagro de la sensación, la bendición del dolor a las piernas muertas de Billy. Dios, que quizás hubiera hecho una apuesta con Satanás, dio a Billy otro regalo, una bendición inesperada que le rompería el corazón.
Mamá paseaba a Billy por el parque. Era un bonito día de verano, es decir que la humedad era tan elevada que los peces podían vivir varios días fuera del agua. Billy sudaba a mares, y supo que al regresar los pañales le habrían irritado la piel y mamá diría «Oh, pobrecillo» y Billy lamentaría no sentir siquiera la menor picazón. El río estaba bajo y dejaba grandes rocas al descubierto en la orilla. Billy se puso a mirar a los niños que trepaban por las rocas. Su madre vio lo que miraba y quiso llevárselo para que no se deprimiera por no poder trepar, pero Billy se negó. Se quedó a mirar. Escogió a un niño en especial, un chico de cara agradable y pecho musculoso, dos años mayor que Billy. Observó todo lo que hacía el chico, y fingió que él mismo lo hacía. Eso le gustó, le pareció espléndido observar a ese chico que jugaba por él en las rocas.
Pero entretanto una chica boba observaba a Billy. Estaba en la hierba, lejos de la costa, donde tenían que quedarse los tullidos. Caminaba como una oruga, y cada paso era un gran acontecimiento, como si fuera una gran muñeca con un pequeño chófer que manejara los controles desde el interior, y el chófer aún no fuera muy diestro. Billy trataba de observar el cuerpo dorado del chico de cara agradable, pero esa niña espástica seguía sacudiéndose en el linde de su campo visual.
—Que se vaya esa retardada —susurró Billy.
—¿Qué? —preguntó su madre.
—No quiero mirar a esa retardada.
—Pues no la mires.
—Dile que se vaya. Insiste en mirarme.
Mamá palmeó el hombro de Billy.
—También los demás tienen derechos, Billy. No puedo pedirle que se vaya del parque. ¿Quieres que te lleve a otra parte?
—No. —No mientras el niño dorado se erguía sobre las rocas para coger al vuelo un disco de plástico sin caerse. Como Dios cogiendo rayos y riendo de alegría.
La niña espástica se acercaba cada vez más, con su andar desmañado. Billy decidió no prestarle atención, pero era evidente que se acercaba a él, que se proponía llegar a él, y se asustó. ¿Qué haría esa chiquilla? El mayor temor de Billy era que alguien le arrancara el saco de orina de entre las piernas, dándole un tirón con el catéter, y todos se echaran a reír. Eso era lo que más odiaba, vivir como una llanta con un pequeño pinchazo. Sabía que ella cogería el saco de orina que llevaba bajo la manta y tal vez lo derramaría, porque era espástica. Pero no mencionó su temor, sólo esperó, aferrando la manta, mientras el niño dorado saltaba al río desde la roca más alta y salpicaba a los niños que estaban encaramados en las rocas más bajas.
La niña espástica lo tocó. Le apoyó esa manaza en el brazo y gimió.
—¡Oh Dios! —gritó Billy.
La niña tembló y cayó al suelo sollozando.
Al instante toda la gente del parque se acercó a la carrera y se abrió paso para mirar. Billy aferraba su manta, temiendo que se la arrebataran. Los padres de la niña espástica se deshacían en disculpas, que ella nunca había hecho semejante cosa, que habitualmente no molestaba, que lo sentimos, que nos apena muchísimo. Pusieron a la niña de pie, tratando de llevársela, pero ella se zafó violentamente. Tembló de nuevo y se esforzó por articular una palabra. Sus padres le observaron los labios y al fin ella dijo claramente:
—Me encuentro mejor.
Cuidadosamente dio un paso, no hacia sus padres, sino hacia Billy. Ese paso no era un espasmo controlado por un chófer pequeño y torpe. Era lento e inseguro, pero humano.
—Él me ha curado —dijo ella.
Un paso tras otro, cada cual más seguro que el anterior, y Billy se olvidó de su manta. Ella estaba curada, estaba entera. Lo había tocado y estaba curada.
—Alabado sea Dios —dijo alguien en la multitud.
—Es igual que en la televisión —dijo alguien más.
—Lo vi con mis propios ojos.
Y la niña cayó de rodillas ante Billy y le besó la mano y lloró y lloró.
Después empezaron a acudir, a medida que se difundía el rumor. Un hombre tímido en la puerta, una señora fastidiosa y gorda con un hermano esmirriado, una madre con dos hijos mongólicos. Todos los monstruos del pueblo, todos los sufrientes, todos los desesperados iban a su casa.
—No —le decía Billy a su madre—. No quiero ver a nadie.
—Pero es un bebé —decía mamá—. Es tan dulce. Ha sufrido tanto.
Entraban uno por uno, y exigían, pedían, suplicaban o susurraban tímidamente:
—Cúrame.
Y Billy se quedaba sentado mientras lo tocaban. Cuando sabían que estaban curados —y siempre lo estaban— lloraban y besaban y alababan y agradecían y ofrecían dinero. Billy rechazaba el dinero y se quedaba callado.
—¿No vas a cantar loas a la gloria del Señor? —preguntó una mujer, a cuyo hijo Billy había curado de leucemia.
Pero Billy se miró la manta hasta que ella se marchó.
Los primeros periodistas eran de periódicos sensacionalistas, los que siempre se enteraban de los ovnis. Le pedían que profetizara el futuro, hasta que Billy pidió a mamá que nos los dejara entrar más.
Mamá trató de ahuyentarlos, pero algunos hasta fingían ser tullidos para cruzar la puerta. Escribían artículos sobre el «sanador paralítico» y citaban frases que Billy jamás había dicho. También publicaron su domicilio.
Ahora llegaban cientos de personas al día, un caudal incesante. Una mujer con la pierna paralizada comentó:
—Alabado sea el Señor, eso valió los cien dólares.
—¿Qué cien dólares? —preguntó Billy.
—Los cien dólares que he dado a tu madre. Pago a los médicos mil pavos, y el Gobierno les paga diez mil más, y jamás hicieron nada por mí.
Billy llamó a mamá.
—Esta mujer dice que te ha dado cien dólares.
—No le pedí el dinero —dijo mamá.
—Devuélvelo.
Mamá sacó el dinero del delantal y lo devolvió. La mujer dio a entender que para ella daba lo mismo y se marchó.
—No soy Bucky Fay —dijo Billy.
—Claro que no. Cuando la gente te toca, se cura.
—No quiero dinero de nadie.
—Muy listo, Billy. La semana pasada perdí mi empleo. Estoy en casa todo el día tratando de alejarlos. ¿De qué vamos a vivir?
Billy trató de pensar en ello.
—No los dejes entrar más. Cierra las puertas con llave y sal a trabajar.
Mamá rompió a llorar.
—Billy, no soporto que no los dejes entrar. Esos bebés, esa gente desfigurada, esos cánceres, y el miedo a la muerte en sus rostros. Cuando entran en tu habitación, por algún milagro, te tocan y salen enteros. No sé cómo echarlos. Jesús te ha concedido un don en cuya existencia yo no creía, pero no te pertenece a ti, Billy. Les pertenece a ellos.
—Yo me toco todos los días —susurró Billy—, y nunca mejoro.
A partir de ese día mamá aceptó sólo la mitad de lo que la gente ofrecía, y sólo después de que hubiera sanado, para que nadie pensara que la curación dependía del dinero. Así pudo reunir lo suficiente para pagar techo y comida.
—En este mundo pocos pagan por gratitud, y muchos pagan para sobornar —decía mamá.
Y Billy comía en silencio tratando de no derramarse sopa encima, pues nunca se enteraría si se escaldaba.
Un día las cámaras de televisión y de cine se instalaron en el jardín y en la calle.
—¿Qué puñetas estáis haciendo? —preguntó la madre de Billy.
—Bucky Fay viene al encuentro del sanador paralítico —dijo un técnico—. Queremos esto para el programa de Bucky Fay.
—Si tratáis de meter esa cámara en nuestra casa llamaré a la policía.
—El público tiene derecho a saber —replicó el hombre, apuntándole la cámara.
—El público tiene derecho a besarme el trasero —gritó mamá, y entró en la casa y pidió a todos que se marcharan y regresaran al día siguiente, pues por ese día cerrarían la puerta con llave.
Mamá y Billy miraron por las cortinas de encaje mientras Bucky Fay bajaba de la limusina y saludaba a las cámaras y a la gente apiñada en la calle.
—No le dejes entrar, mamá —pidió Billy.
Bucky Fay llamó a la puerta.
—No respondas —pidió Billy.
Bucky Fay llamó y llamó. Luego hizo una seña a los cámaras y todos regresaron a sus camionetas y los asistentes de Bucky Fay volvieron a sus coches y la policía contuvo a la multitud. Bucky Fay se puso a hablar.
—Billy, no quiero hacerte daño. Tú eres un verdadero sanador. Sólo quiero darte la mano.
—No dejes que me toque de nuevo —suplicó Billy.
Mamá sacudió la cabeza.
—Si me dejas ayudarte, podrás sanar a cientos de personas más en todo el mundo, y llevar a Jesús al hogar de millones de televidentes.
—El chico no le quiere —dijo mamá.
—¿Por qué me temes? Yo no te di ese don, sino Dios.
—¡Fuera de aquí! —gritó Billy.
Hubo un instante de silencio. Luego Bucky Fay habló con voz más suave, como si contuviera un sollozo.
—Billy, ¿por qué crees que vengo a ti? Soy el peor canalla que conozco y he venido para que me cures.
Billy jamás había creído que Bucky Fay diría semejante cosa.
Bucky Fay hablaba en voz baja y a veces no llegaba a captar las palabras.
—En el nombre de Jesús, niño, ¿crees que desperté una mañana y me dije: «Bucky Fay, dedícate a curar y te harás rico»? ¿Eso crees? No, señor. Una vez tuve un don como el tuyo. Tuve un don. Lo descubrí un día cuando nadaba en el pozo con mi hermano mayor Jeddy. Jeddy era un insensato, siempre tentaba a la muerte, y ese día se zambulló desde la rama más alta y se clavó de cabeza en el lodo más blando y pegajoso del fondo del río Pachuckamunkey. Tardaron quince minutos en sacarlo. Lo llevaron a la costa y estaba muerto, el rostro cubierto de lodo. Y yo grité y sollocé: «¡Dios, no tienes derecho!». Y luego toqué a mi hermano, y le golpeé la cabeza, y dije: «¡Maldito seas, Jeddy, cabeza de alcornoque, no estás muerto, levántate y anda!». Y entonces descubrí que tenía el don. Pues Jeddy se quitó el barro de los ojos, rodó y vomitó en la hierba la negra agua del río. «Gracias, Jesús», dije. En esos días tocaba a una muía de patas zambas y se le enderezaban. A un chico con sarampión, y se le borraban las manchas. Entonces tenía buen corazón. Curé a gentes de color, y en esos días ni siquiera los médicos llegaban a ese extremo. Pero luego me ofrecieron dinero, y lo acepté, y me pidieron que predicara aunque yo no sabía nada de eso, así que prediqué, y de pronto me encontré en un avión que era mío despegando de una pista que era mía y enfilando hacia una cadena de televisión que era mía y me dije: «Bucky Fay, hace veinte años que no curas a nadie. Algunos se han puesto mejor gracias a su fe, pero tú has perdido el don. Lo has perdido por dinero». —Al otro lado de la puerta Bucky Fay gimió de angustia—. Por Dios santo, ¡abre esta puerta o moriré!
Billy asintió llorando y mamá abrió la puerta. Bucky Fay estaba de rodillas, apoyado contra la puerta, así que casi cayó al suelo. Ni siquiera se levantó, sino que se acercó a Billy de rodillas.
—Billy, tienes la luz de Dios en los ojos. ¡Cúrame de mi mal! ¡Mi enfermedad es el amor al dinero! ¡Mi enfermedad es olvidarme del Dios del cielo! ¡Cúrame para que tenga de nuevo el don, y nunca más me desviaré mientras viva!
Billy tendió la mano. Temblando, Bucky Fay cogió esa mano y la besó, se la apoyó en las mejillas calientes y húmedas.
—Este día —dijo— me has dado un don que nunca creí recuperar. ¡Estoy entero! —Se levantó, besó a Billy en ambas mejillas, retrocedió—. Oh, hijo mío, rezaré por ti. Con todo mi corazón rezaré para que Dios elimine esa parálisis de tus piernas. Pues creo que te dio esa parálisis para enseñarte compasión por el tullido, así como me dio tentación para enseñarme compasión por el pecador. Dios te bendiga, Billy. ¡Aleluya!
—Aleluya —murmuró Billy. También estaba llorando. No podía evitarlo, pues se sentía muy bien. Había ansiado venganza, y en cambio había perdonado, y se sentía puro.
Hasta que comprendió que las cámaras se habían deslizado a espaldas de Bucky Fay y tomaban un primer plano de las lágrimas de Billy, de mamá sollozando y restregándose las manos. Bucky Fay salió, enarboló el puño y la multitud lo saludó con una ovación.
—¡Aleluya! —gritó Bucky—. ¡Jesús me ha curado!
Tuvo un magnífico efecto en la emisora religiosa. ¡El arrepentimiento de Bucky Fay! El público del plato jadeó ante su confesión. La gente lloró cuando Billy tendió la mano. Un espectáculo sensacional. Y al final Bucky Fay lloró de nuevo.
—Amigos que habéis confiado en mí, habéis visto el gran cambio en mi corazón. A partir de hoy usaré el traje que hoy me veis puesto. He renunciado a mis gemelos de diamante, mi avión particular y mi cancha de golf en Luisiana. Estoy avergonzado de lo que era antes de que Dios me sanara con las manos de ese niño tullido. ¡Os pido que no mandéis más dinero! No mandéis un solo céntimo al apartado de correos ocho tres nueve, Christian City, Luisiana 70539. No soy digno de vuestro dinero. Enviad vuestro diezmos y ofrecimientos a hombres más dignos. ¡No me mandéis nada...!
Se arrodilló, inclinó la cabeza, la irguió, miró al público, a las cámaras, con lágrimas en las mejillas.
—A menos que me perdonéis. A menos que creáis que Jesús me ha cambiado ante vuestro propios ojos.
Mamá apagó el televisor con furia.
—Después de ver cómo se curaban los demás —susurró Billy—, pensé que él también se curaría.
Mamá sacudió la cabeza y desvió la mirada.
—Lo suyo no es una enfermedad. —Se inclinó junto a la silla de ruedas y lo abrazó—. ¡Me siento tan mal, Billy!
—Yo no me siento mal. Jesús curó a los ciegos, a los sordos, a los tullidos y los leprosos. Pero, por lo que recuerdo, la Biblia no dice que jamás curara a un solo hijo de puta.
Ella aún lo abrazaba con fuerza y a Billy no le molestaba, aunque poco le faltaba para asfixiarse. Mamá rió entre dientes. Todo estaba bien si mamá se reía.
—Creo que tienes razón —dijo mamá—. Ni siquiera Jesús lo hizo mejor.
Por un tiempo tuvieron un descanso, pues los creyentes acudieron a Bucky Fay y los escépticos pensaron que Billy era lo mismo. La gente de los periódicos y la televisión dejó de acosarlos, porque Billy jamás montaba un espectáculo ni decía nada que la gente pudiera pagar por leer. Pero al cabo de un tiempo los enfermos regresaron, al principio un puñado por semana, luego cada vez más. Inseguros, poco convencidos. Últimamente nadie mencionaba a Billy en televisión ni en los periódicos, y vivía en un vecindario humilde, sin letreros ni nada. Más de una vez un coche con matrícula de otro estado andaba de aquí para allá frente a la casa hasta que alguien se decidía a llamar. Venían los que habían perdido toda esperanza, los que estaban dispuestos a probar cualquier cosa, incluso algo tan improbable como esto. Habían oído un rumor, alguien tenía un primo cuyo mejor amigo se había curado. Siempre se sentían ridículos visitando a ese chico inválido, pero era mejor que quedarse en casa a esperar la muerte.
Cada vez acudían más, y mamá tuvo que volver a dejar su empleo. Todo el día Billy aguardaba en su dormitorio a que vinieran. Siempre parecían distantes, con miedo a la desilusión. Billy también tenía miedo, y esperaba ese día en que un bebé se le moriría en los brazos, cuando le desapareciera el poder para sanar. Pero no ocurría, no ocurría nunca, y la gente llegaba con miedo y se iba con alegría.
Mamá y Billy vivían en la pobreza, pues sólo aceptaban dinero que expresara gratitud, y no dinero destinado a comprarlos. Pero Billy tenía una vida llevadera, al margen de estar paralítico y quedarse en casa todo el día, y mamá hallaba consuelo en esos ciegos que veían y esos lisiados que caminaban y esos niños marchitos que salían enteros y fuertes.
Hasta que al cabo de unos años llegó una joven que no estaba enferma. Era saludable, alta y guapa, con aire doméstico. Llevaba las mangas subidas y tenía manos que parecían acostumbradas a lavar platos. Entró en la casa y dijo:
—Dejadme sitio. Vengo a vivir aquí.
—Oye, jovencita —dijo mamá—, nuestra casa es pequeña y no hay espacio. Creo que tienes una idea errónea de la caridad cristiana que ofrecemos aquí.
—Al contrario, señora. Sé exactamente de qué se trata. Pues yo soy la niña que tocó a Billy ese día a orillas del río e inició todas vuestras desgracias.
—Vamos, muchacha. Sabes que tú no iniciaste nuestras desgracias.
—Nunca lo he olvidado. Crecí y pasé por dos matrimonios y no tuve hijos ni recuerdos de verdadero amor, excepto por lo que vi en el rostro de un niño inválido a orillas del río, y pensé: «Me necesita, y le necesito». Así que aquí estoy, he venido para ayudar. Dígame qué hacer y quédese a un lado.
Se llamaba Madeleine y se quedó a vivir. No era ruidosa ni prepotente, sólo trabajaba y hacía sus cosas. Costaba saber por qué, pero con la presencia de Madeleine, incluso sin dinero y sin piernas, Billy tenía una buena vida. Cantaban muchas canciones, mamá y Billy y Madeleine, cantaban y jugaban y hablaban, cuando las visitas les dejaban tiempo. Y sólo una vez en tantos años Madeleine le habló a Billy de religión. Y fue sólo una pregunta.
—Billy —preguntó Madeleine—, ¿eres Dios?
Billy negó con la cabeza.
—Dios no es ningún inválido —dijo.
Fin
Apostilla del autor
Cuando Kristine y yo nos llevamos nuestra familia desde el Gran Oeste Americano (la parte del país donde basta regar los árboles para que crezcan) al Gran Este Americano (la parte del país donde los árboles crecen por todos los lugares que no se han pavimentado ni podado recientemente), uno de los mayores choques culturales fue la televisión religiosa. No está tan difundida en el oeste, y menos en la zona mormona, donde nuestro estilo de vídeo es más refinado y más tranquilo. Cuando vi a esos predicadores por primera vez, sobre todo a los curanderos televisivos como Ernest Ainglee, los observé durante horas con horrorizada fascinación.
Desde luego sabía que el negocio del curanderismo estaba plagado de mentiras y fraudes, pero me asombró muchísimo la profunda y desesperada fe de quienes acudían, día tras día, semana tras semana, en busca de cura. Quise escribir un cuento sobre uno de esos creyentes. También quise escribir sobre alguien que poseía realmente el poder de curar, y sobre cómo se llevaría con los embaucadores. Cuando comprendí que eran el mismo cuento, pude escribir Gracia salvadora.
Eso fue en South Bend, Indiana, en 1982. Lo escribí. Lo envié. Nadie lo compró.
Sin embargo, yo sabía que era un buen cuento. Lo había leído en voz alta en un par de convenciones y la reacción del público me indicaba que funcionaba a la perfección. Entonces, ¿por qué no se vendía? Creo que parte del problema consistía en que el cuento se mostraba demasiado comprensivo con la religión. No era suficientemente ligero ni satírico, y los personajes parecen ser creyentes. Creo que el mercado de ciencia ficción no estaba preparado para eso en aquellos tiempos. Además, los carismáticos de la televisión aún no habían cobrado tanta relevancia pública como media década después, cuando cada sistema de cable parecía incluir un grupo de canales religiosos, y cuando las extravagancias de ese inmortal triángulo amoroso de Jim, Tammy y Jessica, y del voyeur extraordinaire Jimmy Swaggart, familiarizaron al público americano con los nombres de esta gente.
En cualquier caso, no conseguí vender el cuento. Hasta que, años después, un simpático y brillante escritor llamado Alan Rodgers me dijo que la revista Twilight Zone estaba preparando un libro de horror llamado Night Cry y me preguntó si tenía algo para publicar. Yo nunca escribía cuentos de horror —al menos, no en el sentido normal del término— pero tenía una fantasía contemporánea llamada Gracia salvadora. Le hablé de ella y me pidió que la enviara.
Exhumé el cuento, pensando en realizar grandes revisiones, pero descubrí que sólo necesitaba modificaciones menores para tener más ritmo; Alan lo compró a vuelta de correo. El resultado fue que Gracia salvadora al fin obtuvo un público, aunque sospecho que habrá desconcertado bastante a los compradores de Night Cry.
Título original: Saving Grace.
Primera edición en Night Cry 2:5,1987.