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noviembre 26, 2024
UN INSTRUCTOR de cierto centro de adiestramiento naval observó que un día el estudiante de tambor mayor había sido relevado intempestivamente de su puesto, y preguntó al oficial de la banda la razón de ello. Este repuso que durante las cuatro o cinco inspecciones anteriores la banda había tocado siempre la misma pieza al aparecer los oficiales inspectores en el campo de maniobras, y que uno de esos oficiales había reconocido al fin aquella pieza. Era la antigua marcha de circo Ya vienen los payasos.
—E.C.
UN AMIGO mío que hacía servicio nocturno en la torre de mando de un campo de la Fuerza Aérea norteamericana, tenía que pasar muchas horas de absoluta soledad. Mas una vez se le ocurrió a un piloto romper aquella monotonía. Dio en anunciar la llegada de su avión gritando por el micrófono:
—¡Ah, de la torre! ¡Adivina quién llega!
Mi amigo toleró aquello durante dos noches, con la esperanza de que el aviador se cansara del juego. Pero no fue así. Por tanto, a la tercera noche, cuando el piloto repitió "¡Adivina quién llega!" mi amigó estaba listo. Apagando las luces de las pistas de aterrizaje y de la torre, gritó por su micrófono:
—Aquí la torre. ¡Adivina adónde!
—E.S.
UN OFICIAL estaba repartiendo certificados a los que tomaban parte en un programa llamado Cero Defectos, implantado para eliminar errores. Habiendo terminado una entusiástica arenga sobre la conveniencia de hacer las cosas bien desde la primera vez, se volvió a sus oyentes y añadió: "Quien haya recibido un certificado con un nombre que no le corresponde, que lo devuelva al final de la ceremonia y solicite el propio".
—P.E.M.
CUANDO estuve destacado en una base de la Real Fuerza Aérea, en Blackpool (Inglaterra), durante la segunda guerra mundial, era difícil lograr que nos concediesen licencia, así que algunas veces me tomaba "asuetos extraoficiales" para visitar a mis padres en Londres. Una vez, al regresar a la estación ferroviaria de Blackpool, quedé espantado al ver que unos policías militares vigilaban las barreras y examinaban las licencias. Parecía no haber escapatoria para mí ni para los demás aviadores que furtivamente buscaban alguna manera de salir de aquel mal paso.
En eso se apeó del tren un oficial quien, al darse cuenta de lo que sucedía en las barreras, dio una voz de mando: "¡Formar filas!" Algunos de nosotros lo hicimos así en el acto, y los demás no tardaron en seguir el ejemplo. Marchando, cruzamos la barrera, donde uno de los policías saludó militarmente. A mitad del camino hacia el campamento, el oficial ordenó: "¡Rompan filas!" Y volviéndose luego a nosotros, dijo: "Gracias, muchachos: todos estábamos en el mismo aprieto".
—P.M.G.

UN DÍA, poco antes de dar a luz a mi primer hijo, iba yo de prisa cerca de un puesto militar para reunirme con mi esposo, que era sargento. De pronto oí un prolongado silbido de admiración. Me detuve y giré en redondo, creyendo que sería mi marido, pero me topé cara a cara con dos soldados.
Al darse cuenta de mi estado de gravidez, los dos quedaron desconcertados. Luego uno de ellos, con tímida sonrisa avergonzada, balbució: "Pérdón, señora: no creíamos que estuviese acompañada".
—B.W.
HACE poco fui a un hospital del Ejército a hacerme un reconocimiento médico que comprendía un electrocardiograma. Desnudo hasta la cintura y tendido sobre una mesa, pregunté al joven técnico que manipulaba los electrodos sobre mi pecho, qué procedimiento empleaba en caso de tratarse de una bella muchacha. Sin vacilar un instante, el joven respondió: "El método es igual. Pero consideramos esos casos como una gratificación extraordinaria".
—F.B.
EN NUESTRO campo de adiestramiento, durante la proyección de películas de instrucción, nos era casi imposible mantenernos despiertos. La combinación de filmes aburridos y aire viciado era un soporífero tremendo. Sin embargo, el sargento instructor tenía un método de mantenernos a todos despabilados. Nos informó que podíamos echarnos una que otra siesta, pero los soldados que estuviesen a cada lado del dormido tendrían que dar cinco vueltas corriendo al campo de instrucción. Aquello puso fin a la epidemia de cabeceos.
—J.R.A.
EL PRIMER día de su retiro le preguntaron a un antiguo suboficial de la Armada estadounidense.
—¿Cómo se siente después de haber dejado el servicio?
—Muy bien. Cuando ingresé en la Armada tenía yo en el bolsillo 19 dólares. Hoy tengo 18. ¿En qué otra parte puede uno pasarse 20 años por un dólar?
—C.W.N.