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noviembre 22, 2024
Hombre de fuertes pasiones, pecador y santo, el rey David fue, a pesar de todo, grato al corazón del Señor.
Por Arthur Gordon.
LOS HOMBRES lo amaron y murieron por él, pero su hijo predilecto trató de aniquilarlo. Las mujeres le cantaban canciones de adoración, pero la esposa de su juventud "lo menospreció en su corazón". De una tribu insignificante forjó la nación de Israel. Soldado, estadista, músico, poeta, mezcla de valentía sin límites y de seducción indescriptible, atraviesa como un meteoro incandescente los oscuros cielos de la más remota historia. Ni siquiera el polvo de 30 siglos ha podido opacar el brillo de David, el rey pastor.
Su humanidad trasciende de las páginas de la Biblia, desde las cuales nos maravilla por su riqueza y complejidad. Impetuoso, aunque misericordioso, magnánimo a la vez que sensual, es imagen del santo y del pecador que todos llevamos dentro. De su corazón y de su arpa brotaron canciones de insuperable belleza, pero alrededor de él se arremolinaron durante toda su vida la violencia y la sangre. Vivió en el siglo X antes de Jesucristo, pero su conciencia se adelantó varios siglos a su tiempo. Cuando la concupiscencia por la esposa de otro hombre lo hizo extraviarse en un laberinto que desembocó en el asesinato, su arrepentimiento fue tan público y tan auténtico que sus contemporáneos lo perdonaron, igual que la historia.
Lo encontramos por primera vez, jovencito, apacentando las ovejas de su padre en las colinas de Belén. Debe de haber sido extraordinariamente guapo; la Biblia, que pocas veces derrocha palabras en descripciones físicas, nos dice que era "un joven rubio de gallarda presencia y hermoso rostro". El pastoreo no era oficio de seres débiles en aquella época, en que los leones y los osos atacaban a los rebaños. Pero el muchacho era valeroso y en él vibraba la música que a veces brota de la soledad, así como una especie de sincera vehemencia, preludio de su grandeza de alma.
Vivió en una época peligrosa. Más de 200 años antes, Moisés había conducido a los hijos de Israel de la esclavitud en Egipto a la libertad, pero su situación seguía siendo precaria en la tierra prometida. Habían logrado imponerse a los habitantes de Canaán, pero en ese momento surgía una nueva amenaza en la cercana costa del Mediterráneo: los belicosos filisteos, cuyas armas de hierro les daban ventaja sobre los hebreos, armados principalmente de bronce. Ante tal peligro, las doce tribus de Israel habían respondido eligiendo el primer rey que las uniera y protegiera. Ese rey fue Saúl, hombre físicamente vigoroso y arrojado en el combate, pero aquejado de ataques de profunda melancolía y violentos arrebatos de ira.
La Biblia nos da dos versiones de cómo el pastorcillo atrajo la atención del rey. Según una, la melancolía de Saúl se disipaba con la música, y David, llamado a la corte en calidad de arpista del rey, llegó a ser el favorito del monarca. La otra refiere que David llevaba comida a sus hermanos soldados en el campo de batalla, adonde llegó en el momento en que el ejército hebreo estaba siendo humillado por un filisteo de más de dos metros de estatura que retaba a duelo singular a quien se atreviera con él. Acaso el campeón de los filisteos no se llamara realmente Goliat; más adelante, otro versículo de la Biblia atribuye la muerte de Goliat a un soldado hebreo llamado Elhanán. Pero no hay razones para dudar de que el joven David aceptara el desafío.
La narración nos viene del fondo de los siglos cargada de emoción. Vemos al esbelto pastor elegir cuidadosamente sus armas: "escogió del torrente cinco guijarros muy lisos". Su arma consistía en un trozo de tela o de cuero con dos largas correas. Haciendo girar aquella honda por encima de la cabeza y soltando una de las correas en el momento justo, David proyectó su guijarro con tan tremenda fuerza y certera puntería, que derribó y aturdió al adalid filisteo. A continuación el implacable adolescente cortó la cabeza del gigante con la espada de éste. Clásico ejemplo del triunfo de la valentía sobre la arrogancia.
Aquella victoria fue el punto de partida de la brillante carrera militar de David. Se fue a vivir al palacio real, donde se convirtió en amigo íntimo de Jonatás, hijo de Saúl, y contrajo matrimonio con Micol, hija del rey.
Sin embargo, al ver cómo crecían la fama y la popularidad de David, el afecto de Saúl se trocó en envidia y odio. Dos veces en sendos estallidos de furia homicida, el rey trató de clavar en la pared con su lanza al joven arpista. La segunda vez, cuando David huyó a su casa, Saúl envió soldados a que lo mataran. La esposa de David lo ayudó a escapar.
David llevó desde entonces la vida de un proscrito, ocultándose en el desierto acosado por los esbirros de Saúl. Sólo un hombre de extraordinario vigor podía sobrevivir allí. Otros perseguidos, endeudados y descontentos se le unieron. Al campamento de David llegó la noticia de que Saúl había entregado a Micol a otro hombre. Pero el magnánimo David atribuyó esta acción a la insania del monarca; no a su suegro Saúl. Más tarde David encontró otras dos mujeres que le agradaron y las tomó por esposas.
En cierta ocasión el joven proscrito fue por la noche al campo donde sentaba sus reales Saúl, y lo encontró dormido. Pero David era demasiado leal y no se atrevió a tocar al ungido del Señor. Volvió a salir con sigilo tras apoderarse de la lanza del rey, como prueba de que había estado allí.
El exilio terminó para David cuando Saúl y Jonatás perecieron en una batalla contra los filisteos, en el monte Gelboé. Acongojado, David compuso un cántico fúnebre que sigue siendo uno de los más bellos y elocuentes lamentos jamás escritos. Empieza dirigiéndose a las colinas: "La flor de Israel ha perecido sobre tus montañas. ¡Cómo han sido muertos esos campeones!" Y prosigue con un conmovedor homenaje: "¡Oh, hermano mío Jonatás! , y digno de ser amado más que la más amable doncella, yo lloro por ti". Este gran poema brotó directamente del corazón del "dulce salmista de Israel".
Entonces empezó la lucha por el poder en los dispersos restos de la nación. David volvió para convertirse en rey de judá, en el sur, pero en el norte las tribus eligieron al hijo sobreviviente de Saúl, Isboset, para que las gobernara. Durante siete años hubo constantes refriegas entre ambos reinos. En cierto momento, David exigió que le fuera devuelta Micol, su primera esposa. Y aunque ella amaba a su nuevo marido, se le ordenó regresar. En una de esas escenas relampagueantes que tanto revelan, la Biblia refiere que "el marido la fue siguiendo y llorando", hasta que el capitán de la escolta obligó al mísero a volver atrás. Poco a poco la balanza del poder se inclinó en favor de David. Isboset fue asesinado y David se convirtió en rey de Israel y Judá. Como necesitaba una nueva capital para su recién unificada nación, tomó por asalto la ciudad fortificada de Jerusalén, arrebatándola a los jebuseos, para convertirla en el centro administrativo y religioso de su reino.
En aquel tiempo, aproximadamente a los 40 años de su edad, David estaba en la plenitud. En una serie de campañas relámpago amplió las fronteras de su nación. Él mismo encabezó algunas de estas expediciones; otras las confió a su sobrino Joab. Mientras Joab capitaneaba el ejército en campaña y David estaba en Jerusalén, aconteció una de las más célebres intrigas amorosas de la historia: el adulterio de David con Betsabé.
Hasta este momento la historia de David es un tanto confusa, resultado de la compilación de varias fuentes. Pero entonces entra en escena un narrador maestro, alguien que casi seguramente formaba parte de la corte del rey. Nos cuenta que "un día David se puso a pasear en el terrado de su palacio, y vio en otra casa de enfrente una mujer que se estaba lavando en su baño; y era de extremada hermosura", tan hermosa, que se sintió irresistiblemente cautivado por ella. Se trataba de Betsabé, mujer de Urías el heteo, uno de los capitanes del rey a las órdenes de Joab. David la hizo venir a su palacio, y durmió con ella. Luego la envió de nuevo a su casa.
Habría sido un episodio sin importancia; un capricho del rey. Pero luego Betsabé "dio aviso a David, diciendo: He concebido". Esto significaba que, si no hacía algo, podían acusarla de adulterio, delito que la ley judía castigaba a muerte por lapidación.
Lo más sobresaliente del lance de David con Betsabé no es que le haya quitado la mujer a un súbdito (casi ningún monarca de la época se hubiera preocupado por esto), sino que se haya comprometido tanto. Sus acciones posteriores, por muy reprochables que parezcan, no fueron del todo egoístas. Tenían como fin salvar la vida de Betsabé y del propio hijo que le iba a nacer.
Primero, el rey ordenó que enviaran a Urías a su casa con licencia, en la esperanza de que Betsabé pudiera atribuir la criatura a su marido. Pero Urías, como otros muchos soldados, había hecho voto de abstinencia carnal mientras durara la campaña. Esto colocó al rey, cada vez más inquieto, ante una sombría disyuntiva: o no hacía nada y dejaba que mataran a Betsabé, o eliminaba al marido para tomarla por esposa.
Como cualquier otro mortal acorralado, David escogió el que le pareció menor de los males. Volvió a mandar a Urías al frente, con órdenes selladas donde instruía a Joab que pusiera al portador "al frente, en lo más recio del combate". Como el rey quería, Urías murió y David tomó a Betsabé por esposa. El problema quedó así zanjado.
Pero no durante mucho tiempo. Nada pasa inadvertido en una corte real. Nadie se hubiera atrevido a juzgar o a criticar al rey. Sin embargo, había un hombre lo bastante astuto y osado para hacer que el rey se juzgara a sí mismo: el profeta Natán, caudillo religioso y defensor de la moral pública. Se presentó a David para plantearle el caso ficticio de un rico que había robado una ovejita a un pobre, su vecino, la única que éste tenía. David se indignó. "¡Ese hombre es reo de muerte!" gritó. "Ese hombre eres tú", repuso el profeta al iracundo monarca, y luego predijo a David que sería castigado con violencias y deslealtades en el seno de su propia familia. La profecía resultó trágicamente certera.
En efecto, poco después hubo un siniestro incidente en que uno de los hijos de David violó a su media hermana y fue a su vez muerto por el ultrajado hermano de la muchacha. Este hermano, Absalón, era el predilecto de su padre. David desterró a Absalón por haber dado muerte a su medio hermano, pero más tarde le permitió regresar. Egoísta y sin escrúpulos, Absalón recompensó la clemencia paterna encabezando una conjuración para usurpar el trono.
El relato bíblico de la rebelión de Absalón se desarrolla con un ritmo que deja al lector sin aliento. Cuando David descubre la conspiración ésta ha llegado tan lejos que el rey se ve obligado a huir de la capital. Pero incluso en medio de su adversidad el rey David goza de suficiente prestigio para ganarse adeptos. Entre sus soldados leales hay 600 mercenarios capitaneados por un pagano de nombre Etaí. "¿Para qué vienes con nosotros?" le pregunta abatido David. La orgullosa respuesta de Etaí continúa conmoviendo los ánimos: "Doquiera que tú, ¡oh rey y señor mío!, estuvieres, o para morir o para vivir, allí estará tu siervo".
David ha envejecido, pero sigue siendo un hábil estratego. Divide sus tropas en tres destacamentos mandados por jefes veteranos. Quisiera encabezar él mismo su ejército, pero sus hombres no se lo permiten. Incluso en ese momento de supremo peligro, David da muestras de la dulzura de su carácter; no le es posible sancionar la muerte de Absalón. "Conservadme a mi hijo Absalón", ordena a sus capitanes.
Los bisoños reclutas de Absalón no son adversarios dignos de los veteranos de David. Los ejércitos chocan, y los rebeldes salen derrotados. A pesar de las órdenes reales, Joab, decidido a proteger a su rey a toda costa, mata por su propia mano a Absalón.
Cuando David se entera de la muerte de su hijo, se entrega a un dolor inconsolable. "Entonces el rey, lleno de tristeza, subióse a la torre, y echó a llorar, diciendo mientras subía: "¡Hijo mío Absalón! ¡Quién me diera Absalón, hijo mío, que yo muriera por ti! ¡Oh hijo mío Absalón!"
La aflicción de David echa un manto de luto y silencio sobre su victorioso ejército. Por último, Joab entra en la estancia donde el rey estaba sentado, con la cara oculta entre las manos, gimiendo por su vástago. El viejo veterano dice bruscamente a David que su conducta es un insulto a quienes le han salvado la vida y el trono. David acepta que Joab está en lo justo. Su faceta pragmática aparta al personaje sentimental, y se da a la tarea de reconstruir su desmembrado reino.
Llegó por fin la hora en que David "era viejo y entrado en años". El palacio hervía de intrigas, a juicio del narrador, como consecuencia del pecado cometido con Betsabé mucho tiempo atrás. Sin embargo, fue Salomón, hijo de Betsabé, el ungido rey con la bendición de su padre. "Yo voy al lugar adonde van a parar los mortales. Ten tú buen ánimo y pecho varonil; y observa los mandamientos del Señor Dios tuyo, siguiendo sus caminos..."
Fue pues David "a descansar con sus padres", con su gran corazón al fin en paz. Pero sus salmos, su valor y su lealtad no murieron, como tampoco desaparecieron en el olvido su pasión por la justicia, ni su inquebrantable fe en Dios. Este legado sigue en pie para todo aquel que abra el libro inmortal y lea la historia del rey pastor que, a despecho de sus humanas flaquezas, fue (como dice la Biblia) grato al corazón del Señor.