UNA VEZ MÁS (Alfred E. Van Vogt)
Publicado en
septiembre 28, 2024
Pocas literaturas habrán en las que los lectores se sientan más miembros de una «cofradía» como la SF. Esto viene originado por la peculiaridad en esta literatura de que existen una serie de convencionalismos que todos los lectores aceptamos sin necesidad de que se nos expliquen cada vez. Uno de ellos es el viaje a velocidades superiores a la de la luz (que en los relatos estadounidenses llega a designarse simplemente por las siglas ftl: faster than light, más rápido que la luz). Ese tipo de viajes, precisamente, han dado a Van Vogt el tema de este relato en el que se conjuga de una manera magistral la interdependencia entre espacio y tiempo.
El capitán Harcourt se despertó sobresaltado. Yació tenso en la obscuridad, apartando el sueño de su mente. Algo iba mal. No podía localizar el factor discordante, pero algo perturbaba el borde de su mente, algo extraño que destruía la sensación de seguridad que le daba la espacionave.
Aguzó los sentidos en la obscuridad del camarote... y, bruscamente, se dio cuenta de la intensidad de aquella obscuridad. La noche del camarote era sin sombras, un negro absoluto que apretaba con fuerza sus parpados, como una manta opaca.
Eso era. La obscuridad. Debía de haberse apagado la luz nocturna indirecta. Y allí, en el espacio interestelar, no había luz difusa como en la Tierra o incluso como dentro de los límites del Sistema Solar.
Sin embargo, era extraño que el sistema de iluminación se hubiera estropeado en su primera «noche» del primer viaje de la primera astronave movida por el nuevo sistema de propulsión atómico.
Un repentino pensamiento le hizo tender la mano hacia el botón de la luz.
El clic produjo un sonido fútil en el opresivo peso de la obscuridad, y pareció como una señal para el inicio de los pasos que sonaron dudosos por el pasillo, haciendo una pausa frente a su puerta. Hubo una llamada, y luego una apagada, familiar pero tensa voz, dijo:
—Harcourt.
La urgencia en el tono de la voz parecía estar relacionada con la extraña amenaza que había sentido durante los pasados minutos. Harcourt, consciente de una sensación de alivio, ladró:
—Entra, Gunther, la puerta está abierta.
En la obscuridad, salió de debajo de las sabanas y tanteo buscando sus ropas, al tiempo que se abría la puerta y la respiración del tripulante de la nave se convertía en un tranquilizador sonido que destruía los últimos vestigios del duro silencio.
—Harcourt, ha pasado una cosa terrible. Comenzó cuando todo el sistema eléctrico se averió. Compton dice que llevamos acelerando dos horas a Dios sabe qué ritmo.
Ahora ya no notaba la opresión. La familiar voz y presencia de Gunther tenía un efecto calmante; había desaparecido totalmente la sensación de que había algo extraño y misterioso. En cambio, ahora se enfrentaba con un problema concreto que podía afrontar.
Se puso los pantalones y dijo al cabo de un momento:
—No había notado la aceleración. Estoy tan acostumbrado a... Hum, no parece que sea a más de dos G. No puede pasar nada serio en un par de horas. En cuanto a lo de la luz, en la sala de emergencia tenemos esas lámparas de gas.
Por el momento todo era bastante convincente. No se había ido a la cama hasta que la velocidad de la nave había rebasado bastante la de la luz. Todo el mundo se sentía curioso por saber lo que pasaría en ese tremendo umbral: si la teoría sobre la contracción de Lorenz-Fitzgerald era substancial o no.
Nada había pasado. La nave experimental había seguido simplemente hacia adelante, acelerando a cada segundo, y, justo antes de que se hubiera retirado a dormir, habían estimado su velocidad en trescientos veinte mil kilómetros por segundo.
Dejó de sentirse complacido, y dijo secamente:
—¿Dices que Compton te envió?
Compton era el ingeniero jefe, y desde luego no era una persona dada a caer en el pánico. Frunció el entrecejo:
—¿Qué piensa Compton?
—Ni él ni yo podemos comprenderlo; y cuando perdimos de vista el Sol pensamos que sería mejor que tu...
—¿Cuándo qué?
La desabrida risa de Gunther atravesó la obscuridad.
—Harcourt, esta maldita cosa es tan increíble que cuando Compton me llamó hace un momento por el interfono pasó la mitad del tiempo parloteando consigo mismo como una vieja loca. Por ahora, sólo él, O'Day y yo sabemos lo sucedido. Hemos calculado que estamos aproximadamente a quinientos mil años luz de la Tierra... y que la posibilidad de que hallemos nunca nuestro Sol en esa masa de estrellas hace que la tradicional búsqueda de la aguja en un pajar sea un juego de niños. Estamos tan perdidos como jamás lo haya estado ningún ser humano.
En la absoluta obscuridad junto a la bancada de oculares telescópicos, Harcourt esperaba y vigilaba. Aunque no podía verlos, percibía la tensa presencia de los hoscos hombres sentados tan silenciosos, atisbando en la noche del espacio que se extendía frente a ellos... al remoto punto de luz de allá afuera que jamás se apartaba ni un ápice de su posición en el colimador de los oculares. El silencio era completo, y no obstante...
La misma presencia de esos capacitados hombres era para el, que los había conocido íntimamente durante tantos años, una fuerza viva y vibrante. El pulsar de sus pensamientos, el moverse de sus músculos, endurecidos por el espacio, era un sonido que distorsionaba más que perturbaba la dura tensión del silencio.
Silencio que se quebró cuando Gunther dijo llanamente:
—Está claro, no hay duda alguna. Vamos a pasar a través del sistema estelar que tenemos delante. Un sol ordinario, si se me permite decirlo, algo más frío que el nuestro, pero probablemente una mitad más grande, y situado ahora a unos treinta mil parsecs.
—Y un cuerno —dijo la voz hosca del físico O'Day—. No puedes saber a que distancia está. ¿Con qué lo triangulas?
—No necesito de tales tonterías —replicó vehementemente Gunther—-. Uso la inteligencia. Espera. Seremos capaces de verificar nuestra velocidad cuando pasemos a través del sistema, y la velocidad multiplicada por el tiempo transcurrido servirá...
—Por lo que sabemos, Gunther, Compton aún no ha obtenido ninguna luz —interrumpió suavemente Harcourt—. Y si no la consigue, no podemos mirar nuestros relojes, así que no sabremos el tiempo que ha pasado; por consiguiente, no podrás probar nada. ¿Cuál es tu método? Triangulación no puede ser. Trata de convencernos sobre el sistema que has usado.
—Es puro sentido común —dijo Gunther—. Fijaos en los colimadores de vuestros oculares. Las líneas intersectan en el punto de luz, y no hay una fracción de variación o empañamiento. Esas lentes, en las pruebas, han resultado ser perfectas según los últimos standards, pero los astrónomos de los observatorios de la Tierra han averiguado que más allá de doscientos cincuenta mil años luz hay un inicio de distorsión. Por consiguiente, podría haber afirmado hace un minuto o así que estábamos dentro de un radio de un centenar y medio de millares de años luz de ese sol. Pero, lo que es más, cuando por primera vez miré con el ocular... antes de llamarte, capitán, había distorsión. Soy bastante bueno estimando el tiempo, y me atrevería a decir que me costó unos doce minutos el ir a buscarte y tantear mi camino de vuelta aquí. Cuando miré la distorsión había desaparecido. En mi ocular hay un mecanismo automático para medir el grado de distorsión. Cuando hice mi primera observación, la distorsión era de 0'005, aproximadamente equivalente a veinticinco mil años luz. Además, por otra parte...
—No tienes por qué seguir —interrumpió en voz baja Harcourt—-, ya has probado tu afirmación.
—Eso significa que hemos recorrido unos veinticinco mil años luz en doce minutos —gruñó O'Day—. Dos mil por minuto; o sea, treinta años luz por segundo. Y llevamos aquí sentados unos veinticinco minutos desde que tú y Harcourt regresasteis. Eso representa otros cincuenta mil años luz, o sea treinta mil parsecs entre nosotros y la estrella. Eres muy listo, Gunther; pero ¿cómo vamos a lograr identificar esa maldita estrella cuando regresemos? Nos serviría como punto de referencia para el viaje de regreso si pudiéramos conseguir otro más lejano, cuando finalmente logremos detener esa carrera o...
—Hay una cosa que vosotros dos no habéis tenido en cuenta —les interrumpió hoscamente Harcourt—. Es cierto que podemos tratar de detener la nave; los hombres de Compton están trabajando ahora en los motores. Pero todo eso es únicamente el prólogo de nuestra tarea principal de pensar cómo lograremos hallar el camino de vuelta a casa. Probablemente nos resultara necesario, si logramos sobrevivir, cambiar toda nuestra concepción acerca del espacio.
»Y he dicho... ¡si logramos sobrevivir! De lo que vosotros, científicos, no os habéis dado cuenta, llevados por vuestro celo, es de que uno de los instrumentos más delicados jamás inventados por el hombre, el colimador de este telescopio, intersecta directamente el sol que se aproxima. No ha cambiado de posición en más de treinta minutos, así que debemos asumir que el sol está siguiendo una trayectoria en el espacio que lo lleva directamente hacia nosotros, o que lo aleja en nuestra misma dirección. Tal como están las cosas, vamos a chocar directamente con una esfera de fuego de más de millón y medio de kilómetros de diámetro. Dejaré el resto a vuestra imaginación.
La discusión que se produjo entonces sonaba irreal para Harcourt. Lo único real era la obscuridad, y la gran nave cayendo locamente por un enorme pozo hacia su horrible final.
Parecía que caían, que se zambullían en increíbles profundidades a una velocidad demencial... y, contra esa discordancia cósmica, las voces de los hombres sonaban extrañas y sin sentido; estaban violenta e intelectualmente vivas, pero el efecto era similar al de unos pajarillos revoloteando furiosamente contra la red de una trampa que ha saltado implacable a su alrededor.
—El tiempo —estaba diciendo Gunther— es la única fuerza básica. El tiempo crea el espacio instante por instante, y…
—¿Querrás callarte? —-interrumpió desabridamente O'Day—. Has resuelto el problema de nuestra velocidad, una tarea adecuada para un astrónomo y navegante, pero eso es diferente. Siendo yo el jefe de los físicos de a bordo, creo...
—¡Omite el preámbulo! —le interrumpió bruscamente Harcourt—. Tenemos el tiempo, para decirlo de forma suave, drásticamente limitado.
—¡Correcto! —la voz de O'Day sonó cortante en la obscuridad—. No es que pretenda ofrecer ninguna solución definitiva, pero quizá tenga algunas respuestas: la velocidad de la luz no es, según mi actual idea, de trescientos mil kilómetros por segundo. Debe ser de más de trescientos veinte mil, quizá hasta unos ochenta mil más. En previas mediciones hemos olvidado el efecto del área de tensiones que forma una enorme curva alrededor de todo sistema estelar. Ya conocíamos esas tensiones, pero nunca pensamos demasiado en cómo podían frenar la luz, tal como lo hace el agua o el cristal. Eso es lo único que podría explicar por qué no paso nada al alcanzar la velocidad hipotética de la luz, pero muchas cosas cuando sobrepasamos la verdadera velocidad. Pensándolo bien, la velocidad real debe ser algo inferior a cuatrocientos mil kilómetros, porque estábamos yendo a algo menos de eso cuando falló el sistema eléctrico.
—¡Pero infiernos! —estalló Gunther antes de que Harcourt pudiera hablar—-. ¿Qué es lo que pudo hacer aumentar nuestra velocidad en ese momento a mil millones de veces la de la luz?
—Cuando resolvamos eso —interrumpió amargamente O'Day—, poseeremos todo el Universo.
—Estás equivocado —afirmó suavemente Harcourt—. Si resolvemos eso, tendremos la velocidad necesaria para ir a los sitios, pero no hay ninguna ciencia imaginable que pueda darnos la posibilidad de planear un rumbo hacia o desde cualquier destino situado a más de unos pocos centenares de años luz. No olvidéis que nuestro propósito, cuando comenzamos este viaje, era ir a Alfa de Centauro. Desde allí pensábamos ir saliendo gradualmente de estrella en estrella, instalando bases allí donde fuera posible, y resolviendo lentamente los complejos problemas que todo esto representaba. Teóricamente, tal método de planificación del espacio podría haber seguido indefinidamente, aunque en general se aceptaba que la complejidad iría aumentando desproporcionadamente al aumentar la distancia.
Su voz se hizo más dura:
—Pero ya basta. ¿Se os ha ocurrido a alguno de vosotros que, aunque por algún alarde de inteligencia lográsemos evitar ese sol, existe la posibilidad de que esta nave se zambulla por siempre jamás a través del espacio a miles de millones de veces la velocidad de la luz?
»Lo que quiero decir es simplemente que nuestra velocidad aumentó de una manera inconcebible cuando sobrepasamos la de la luz. Pero aquel punto ha quedado ahora detrás de nosotros, y no hay ningún punto similar por delante que podamos cruzar. Cuando invirtamos la marcha de nuestros motores, nos enfrentaremos con la perspectiva de decelerar a dos G o algo más durante varios millares de años.
»Todo esto dejando aparte el hecho de que, a nuestra actual distancia de la Tierra, no hay nada conocido que pueda ayudarnos a hallar nuestro camino de regreso. Os dejaré que lo penséis. ¡Yo voy a tantear el camino abajo, para ver a Compton... que es nuestra última esperanza!
En la sala de máquinas había una luz cegadora: una hilera de lámparas de gasolina dejaban caer la intensidad blanco azulada de su resplandor sobre varias docenas de hombres. La mitad de los hombres hacían turnos de una docena por vez, en la simple tarea de dar vueltas dificultosamente a una gigantesca, rueda cuyo eje desaparecía en un extremo en una bancada de monstruosos tubos motrices. En el otro, la rueda estaba unida a un inutilizado motor eléctrico.
La rueda se movía tan torpemente bajo el esfuerzo combinado de los trabajadores que Harcourt pensó anonadado: Dios mío, a este ritmo llevará un día...; y como mucho tenemos cuarenta minutos.
Vio que los otros hombres estaban montando una máquina de vapor a partir de piezas sacadas de cajas de embalajes. Se sintió mejor. El motor tomaría el sitio del eléctrico y...
—¡Se necesitará media hora! —rugió una voz parecida a un mugido a su lado; mientras se volvía, Compton aulló—: Y no pierdas tiempo contándome ninguna historia de que vamos a chocar con una estrella. He estado escuchando por el interfono.
Harcourt tuvo un sobresalto de sorpresa cuando vio que el ingeniero estaba echado en el suelo de acero, con la cabeza apoyada en una proyección metálica curvada. Su grueso rostro parecía extrañamente blanco, y hablaba entre dientes:
—No podía emplear a nadie en enviaros algo de luz. Aquí abajo tenemos una única y acuciante tarea: detener esos motores —y finalizó con ironía—: Cuando lo hayamos logrado, tendremos unos quince minutos para averiguar de qué nos habrá servido.
El enorme hombre hizo un guiño al terminar de hablar. Por primera vez, Harcourt vio el vendaje de su mano derecha y dijo sobresaltado:
—¡Estás herido!
—Recuérdame —le respondió Compton ceñudo— que cuando regresemos a la Tierra le de un puñetazo al genio que puso una cerradura eléctrica en la puerta del compartimiento de emergencia. No sé cuánto tiempo nos llevó el arrancarla, pero en algún momento de la pelea desapareció uno de mis dedos —luego añadió rápidamente—: Pero todo está bien, ya he lomado un anestésico local. Comenzará a hacerme efecto en medio minuto, y mientras podemos hablar.
Harcourt asintió envarado. Conocía el fantástico valor y resistencia que podían mostrar los hombres bien preparados. Dijo con tono casual:
—¿Qué te parecería si algunos técnicos, matemáticos y similares, bajaran aquí a substituirte a ti y a tus hombres? Hay todo un pasillo lleno de ellos ahí afuera.
—¡Ni hablar! —Compton agito su leonina cabeza; el color regresaba a sus mejillas, y su voz tenía una nota más clara y menos tensa mientras continuaba—: Esos caballos de batalla míos son expertos. Imagínate un biólogo haciendo un turno de tres minutos en el montaje de esa máquina de vapor. O tirando de la gran rueda sin haber sido jamás entrenado a sincronizar sus músculos en el arte de hacer un esfuerzo conjunto con otros hombres. Pero olvidemos esto. Tenemos un problema práctico ante nosotros, y antes de que muramos me gustaría saber lo que deberíamos y podríamos haber hecho. Supongamos que logremos poner en marcha a tiempo esa máquina de vapor... lo cual no es seguro; y eso que puse a trabajar a la gente en la rueda aún antes de que tuviéramos luz. De cualquier forma, supongamos que lo conseguimos: ¿qué habremos logrado?
—Cesaría la aceleración —dijo Harcourt—. Pero seguiríamos a una velocidad constante de unos treinta años luz por segundo.
—Es demasiado rápido para chocar con un sol —Compton hablaba seriamente, con los ojos semicerrados; alzó la vista—. ¿No?
—¿Qué quieres decir?
—Simplemente esto. Ese sol tiene más de un millón y medio de kilómetros de diámetro. Si fuera totalmente gaseoso en su estructura, podríamos pasar tan rápidamente que su calor ni nos afectaría.
—Gunther dice que la estrella es algo más fría que la nuestra. Eso sugiere una mayor densidad.
—En ese caso —Compton casi sonaba animado—, a nuestra velocidad, y con el duro metal de nuestro casco, quizá pudiéramos atravesar una plancha de acero de unos tres millones de kilómetros de grosor. Es un problema de balística para un par de ex militares.
—Preferiría que te reservases el problema para cuando te retires —le dijo Harcourt—. Tu actitud sugiere que no ves solución alguna para el problema presentado por la estrella.
Compton lo miro un momento, sin sonreír, y luego dijo:
—De acuerdo, jefe, me dejaré de bromas. Tienes razón acerca de la estrella. Nos llevó cincuenta horas el alcanzar los cuatrocientos mil kilómetros por segundo. Luego, cruzamos alguna línea invisible, y durante estas últimas horas hemos estado volando a, como tu dices, treinta años luz segundo. De acuerdo, digamos que nos tomó cincuenta y tres horas el llegar aquí. Aún eliminando esa horrible idea que pariste acerca de que nos iba a llevar millares de años el decelerar, sigue siendo cierto que con la mejor de las suertes, y con una simple inversión de las condiciones que nos trajeron aquí, necesitaríamos exactamente cincuenta y tres horas para detenernos. Calcúlalo tu mismo. Daría lo mismo que estuviéramos jugando a canicas.
Llamaron a Gunther y a O'Day.
—¡Y bajad algo de licor! —rugió Compton por el interfono.
—¡Un momento! -—Harcourt le impidió que cortase la conexión y dijo en voz baja—. ¿Eres tu, Gunther?
—Ajá —respondió el navegante.
—¿Seguimos teniendo la estrella delante?
—¡En las mismísimas narices! —respondió Gunther.
Harcourt dudó; era la decisión más grave que había tenido que tomar en sus diez duros años como comandante de espacionave. Tenía el rostro rígido cuando finalmente dijo con voz ronca:
—De acuerdo, bajad, pero no le digáis a nadie más lo que pasa. Se lo podrían tomar por... Pero, ¿de qué sirve? Venid a la oficina de Compton.
Vio que el ingeniero jefe lo estaba mirando con expresión extraña, y al fin éste dijo:
—¿Así que abandonamos la nave a su suerte?
Harcourt le devolvió la mirada, fríamente.
—Recuerda que únicamente soy el coordinador. Se supone que debo saber un poco de todo... Pero, cuando los expertos me dicen que no hay ninguna esperanza, excluidos los milagros, rehúso correr a ciegas como un animal con locos deseos de vivir. Tus hombres están sudando para poner en marcha la máquina de vapor; un kilo de U235 está colaborando al calentar la caldera. Cuando codo esté dispuesto, haremos lo que podamos. ¿Está claro?
Compton hizo una mueca, pero se quedaron en silencio hasta que llegaron los otros. O'Day los saludó decaído:
—Hay un par de buenos amigos míos allá arriba que me gustaría que estuvieran aquí, pero ¿qué infiernos? Harcourt dice que los dejemos morir en paz, y tiene toda la razón.
Gunther sirvió el obscuro y brillante líquido, y Harcourt contempló cómo vaciaban los vasos, y finalmente alzó el suyo. Se preguntó si los otros encontraban el líquido tan suave e insípido como él. Bajó su vaso y dijo con voz queda:
—¡Energía atómica! Así acaba el primer vuelo interestelar del hombre. Naturalmente, habrá otros, y la ley de las probabilidades impedirá que choquen con estrellas; y lograrán poner en marcha sus máquinas de vapor, y revertir sus motores; y, si el proceso también se invierte, al cabo de un tiempo se detendrán, y entonces estarán en lo que nosotros creíamos estar: enfrentándose con el problema de averiguar la forma en que volver a la Tierra. Me parece que el hombre ha sido burlado por la misma inmensidad del Universo.
—¡No seas tan malditamente pesimista! —dijo Compton, con el rostro enrojecido por el segundo vaso-—. Te apuesto lo que quieras a que logran invertir los motores de la tercera nave de pruebas antes de diez minutos después de cruzar la velocidad de la luz. Eso significará que sólo estarán a algunos millares de años luz de la Tierra. Y regresando a saltitos, no podrán perderse.
Harcourt vio como O'Day alzaba la vista de su vaso; los labios del físico se abrieron, y Harcourt dejó que sus palabras quedasen sin ser pronunciadas. O'Day dijo sobriamente:
—Estoy pensando en que hemos estado echando demasiado las culpas a la velocidad, y sólo a la velocidad, en este asunto. Desde luego, no hay ninguna magia en lo de la velocidad de la luz. Jamás antes pensé en ella, pero ahora resulta claro. La velocidad de la luz depende de las propiedades de ésta, y lo mismo ocurre con la electricidad, la radio y todas las ondas similares. Tengamos esto en mente. La luz y similares reaccionan en el espacio y no son retenidas por nada más que sus propias limitaciones. Y sólo hay una cosa nueva que pueda habernos metido en este lío, por encima de la velocidad de la luz, y es...
—¡La energía atómica! —fue Compton, cuya voz, normalmente calmada, sonaba asombrosamente grave y tensa—. O'Day, eres un genio. La luz no dispone de los atributos energéticos necesarios para romper los lazos que la mantienen atada. Pero la energía atómica... La reacción de la energía atómica en la misma substancia constituyente del espacio...
Gunther interrumpió ansioso:
—Deben de haber leyes rígidas. Durante décadas, el hombre sonó en la energía atómica, y finalmente esta llegó, de una forma diferente a como se esperaba. Durante siglos después de que la primera espacionave llegase a su burda manera a la Luna, la humanidad ha estado soñando con un sistema de propulsión desprovisto de inercia; y aquí, aunque de una forma bastante distinta a como nos lo imaginamos, tenemos este sueño convertido en realidad.
Hubo un breve silencio. Entonces, y de nuevo antes de que Harcourt pudiera hablar, hubo una interrupción, se abrió la puerta de un golpe, y un hombre introdujo la cabeza por ella.
—¡El motor de vapor está dispuesto! ¿Lo ponemos en marcha?
Todos los que ocupaban la habitación, excepto Harcourt, contuvieron la respiración. Éste saltó en pie antes de que Compton pudiera siquiera tensar las piernas, y espeto:
—¡Siéntate, Compton!
Su mirada gris salto con la intensidad de una llamarada de rostro en rostro. Su enjuto cuerpo estaba tan duro como la piedra mientras decía:
—¡No, no se pone en marcha el motor de vapor!
Miro rápida pero fijamente su reloj de pulsera. Luego dijo:
—Según los cálculos de Gunther, estamos a veinte minutos de la estrella. Durante diecisiete de estos minutos, vamos a quedarnos sentados aquí para preparar un plan lógico de uso de las fuerzas de que disponemos.
Volviéndose hacia el mecánico, le dijo con voz suave:
—Dígale a los chicos que se relajen, Blake.
Los hombres lo estaban mirando; y se podía ver que cada uno de los tres se había quedado anormalmente rígido, con sus ojos convertidos en cabezas de alfiler, las manos apretadas, y las mejillas pálidas. No es que un minuto antes no hubieran estado tensos, pero ahora…
En comparación, su anterior estado de ánimo parecía como si no hubiera sido más que una tranquila resignación.
Durante un largo momento, hubo un completo silencio en el pequeño pero confortable camarote, con su biblioteca, sus sillas, su brillante escritorio de nogal y sus archivadores metálicos. Finalmente, Compton se echó a reír, con una tensa, aguda risa, desprovista de humor, que mostraba la enorme tensión a la que estaba sometido. Hasta Harcourt dio un respingo ante aquella dura, desagradable y explosiva carcajada.
—¡Falsa alarma! —dijo Compton—. ¿Así que ya habías dado la nave por perdida?
—Mi problema —dijo fríamente Harcourt— era éste: necesitábamos ideas nuevas. Y estas nunca surgen bajo una enorme tensión. En los últimos veinte minutos, cuando parecíamos haber abandonado toda esperanza, vuestras mentes se relajaron mucho. ¡Y llegó la idea! Quizá no sirva de nada, pero es lo único que tenemos en base a lo que trabajar. No hay tiempo de seguir buscando. Ahora, con la idea de O'Day, volvemos a la tensión de la esperanza. No tengo por qué deciros que, una vez que existe ya una idea, los expertos pueden desarrollarla muchísimo más deprisa si se hallan bajo presión.
De nuevo su mirada pasó de rostro en rostro. El color volvía a ellos; estaban recuperándose de su primer y tremendo shock. Acabo rápidamente:
—Una cosa más: quizá os hayáis preguntado por qué no he invitado a los otros a participar en esto. La razón es que veinte hombres sólo logran confundir un problema en veinte minutos. Tenemos que lograr la respuesta nosotros cuatro, o será la muerte para todos. Gunther, sin que nos importe el tiempo que lleve, necesitamos una recapitulación, una aclaración... ¡rápido!
—De acuerdo —-comenzó Gunther—. Cruzamos el punto de la velocidad de la luz. Pasaron varias cosas: nuestra velocidad saltó a mil millones de veces la de la luz. Muestro sistema eléctrico se averió... Eso es algo que necesita una explicación.
—¡Sigue! —urgió Harcourt—. ¡Quedan doce minutos!
—Nuestra actual velocidad es debida a la reacción de la energía atómica sobre la materia constitutiva del mismo espacio. Esta reacción no comenzó hasta que hubimos cruzado el punto de la velocidad de la luz, indicando que existe alguna conexión, probablemente una influencia constructora natural del mundo de la materia y la energía tal como lo conocemos, sobre esta fuerza mayor, y potencialmente cataclísmica.
—¡Once minutos! —dijo fríamente Harcourt.
Unos chorros más grandes de sudor corrían ahora por el obscuro rostro de Gunther. Acabó jadeando:
—Aparentemente, nuestra aceleración continuó a dos G. Nuestros problemas son: como detener la nave inmediatamente, y coma hallar nuestro camino de regreso a la Tierra.
Se derrumbó sobre su silla como un hombre que, repentinamente, se siente enfermo de muerte. Harcourt espetó:
—Compton, ¿qué pasó con la electricidad?
—Las baterías se quedaron sin energía en unos tres minutos —gruñó huecamente el hombretón—. Ese parece ser aproximadamente el tiempo mínimo teórico en caso de un consumo máximo al que solo se opone la resistencia del cable. De alguna manera, debió pasar a un superconductor... Pero ¿a dónde fue? ¡A mí no me lo preguntéis!
—Pienso —dijo O'Day, con su voz extrañamente átona—, pienso que volvió a casa...
«|Alto! —el seco y acerado resonar de la palabra silenció tanto a Harcourt como al asombrado Compton—-. Se acabó el tiempo de charla. Harcourt, obedece mis órdenes.
—¡Dalas! —ladró el capitán; notaba como si su cuerpo fuese una masa de hielo y su cerebro un hierro al rojo vivo.
O'Day se volvió hacia Compton:
—¡Entérate bien de esto, maldito ingeniero: apaga esos motores en un noventa y cinco por ciento! ¡Si lo haces una milésima más, te saltaré la tapa de los sesos!
—¿Cómo infiernos voy a saber cuándo he llegado a ese porcentaje? —dijo gélidamente Compton—. ¡Eso son motores, no instrumentos de laboratorio muy bien calibrados! ¿Por qué no apagarlos del todo?
—¡Maldito idiota! —gritó furioso O'Day—. ¡Eso nos dejaría colgados ahí afuera, y estaríamos perdidos para siempre! ¡En marcha!
Unas llamaradas parecieron recorrer el cuello de toro de Compton. Los dos hombres se miraron el uno al otro como dos animales escapados de sus jaulas, en las que hubieran sido torturados, y que estuvieran dispuestos a destruirse el uno al otro en una malentendida venganza.
—¡Compton! —dijo Harcourt, y se sintió asombrado por la forma en que le temblaba la voz—. ¡Siete minutos!
Sin decir palabra, el ingeniero jefe saltó, abrió la puerta de un tirón, y desapareció de la vista. Estaba aullándoles algo a sus hombres, pero Harcourt no logró entender ni una sola frase.
—Habrá un punto —murmuraba fuera de si O'Day—-, habrá un punto en el que la reacción será un mínimo, pero aún existirá, y lo habremos conseguido... Pero vayamos a la sala de máquinas antes de que ese condenado Compton...
Su voz se apagó. Se habría quedado allí, con los ojos en blanco, si Harcourt no lo hubiera tomado suavemente, empujando su tambaleante figura a través de la puerta
La máquina de vapor silbaba con suave energía. Mientras Harcourt la contemplaba, Compton la embragó. El brillante pistón se animó, se estremeció mientras recibía la terrible carga, y luego la gran rueda comenzó a moverse.
Durante horas, los hombres habían sudado esforzándose en turnos para hacer que aquella rueda girase. Cada turno, como bien sabía Harcourt, había aumentado en una microscópica fracción de milímetro el espacio que separaba los bloques energéticos de cada tubo de reacción, donde nacía la furia de la energía atómica. Cada fracción de alejamiento disminuía en un grado infinitesimal aquella furia.
La rueda giro torpemente, a diez revoluciones por minuto, a veinte, a treinta, a cien... Y aquella era la máxima velocidad para la rueda con aquella energía moviéndola.
Los segundos volaron como hojas ante un viento huracanado. El motor resoplo y trabajó, mientras rechinaban las junturas que no habían sido apretadas lo bastante durante la apresurada tarea de montarla. Era el único sonido de la gran sala.
Harcourt contemplo su reloj. Cuatro minutos. Sonrió tristemente. Naturalmente, la estimación de Gunther podía equivocarse por varios minutos. En realidad, en cualquier segundo podía llegar el intolerable dolor de una instantánea y ardiente muerte.
No hizo ningún intento por transmitir el conocimiento de que se aproximaba el límite de tiempo. Ya había llevado a aquellos hombres hasta el punto límite de la cordura humana. La violencia de sus iras de algunos minutos antes eran las señales de alarma de los anormales abismos mentales que se abrían delante de ellos. No había nada que hacer más que esperar.
Junto a él, O'Day rugió:
—¡Compton... te advierto que…!
—¡De acuerdo, de acuerdo! —ladró Compton hoscamente.
Casi tímidamente, desembragó. Y la rueda se detuvo. No hubo inercia. Simplemente se detuvo.
—¡Ve embragando y desembragando! —ordenó O'Day—. ¡Y párate cuando te lo diga! El punto de reacción debe estar cercano.
Embragado y desembragado; embragado y desembragado. Era malo para el motor. La máquina trabajaba con un clamor sonoro y estremecido, Y aún era peor para los hombres. Estaban rígidos como estatuas. Harcourt contempló envarado su reloj.
—¡Dos minutos!
Embragado y desembragado; embragado y desembragado; embragado... ahora rítmicamente. Debía haber un punto en que la energía atómica dejase de crear una tensión total en el espacio, pero en el que aún hubiese una cierta conexión. Hasta aquí, las palabras de O'Day resultaban claras. Y...
Bruscamente, la nave se estremeció, como si hubiera sido golpeada. No era una sacudida física, pues no se tambaleaban. Pero Harcourt, que conocía el efecto de las titánicas energías, espero el primer shock del inconcebible calor que lo iba a abrasar. En lugar de eso...
—¡Ahora! —dijo la aguda voz de O'Day,
La palanca de embrague fue adelante y atrás en su rítmico movimiento. La gran nave espacial se detuvo durante el tiempo de un latido. Y Harcourt pensó:
Santo cielo, no podemos habernos detenido totalmente. ¡Tiene que haber inercia!
De nuevo funcionó el embrague, rítmicamente manejado. La nave vaciló; y Compton se dio la vuelta. Tenía los ojos vidriosos, y su rostro deformado por un repentino dolor.
—¡Uh! —dijo—. ¿Qué es lo que has dicho, O'Day? Me he hecho daño en el dedo y…
—¡Maldito idiota! —casi susurró O'Day—. Eres...
Sus palabras se deformaron de modo extraño hasta convertirse en sonidos sin significado. Y Harcourt notó como la escena se difuminaba de una forma extraña. TUVO la fantástica impresión de que Compton había vuelto a su manipulación automática del embrague; y, alucinado, le pareció que la rueda y la máquina de vapor habían invertido su sentido de marcha.
Luego hubo un período de confusión casi desconcertada; y luego, increíblemente, se halló caminando hacia atrás hasta entrar en la oficina de Compton, seguido por un tambaleante O'Day, que también entraba hacia atrás. Y repentinamente allí estaban Compton, Gunther, O'Day y él mismo sentados alrededor de un escritorio; y palabras sin sentido surgían de sus labios.
Alzaron vasos hasta sus bocas y, cosa horrible, el licor fluyó de sus labios y llenó los vasos.
Entonces, estuvo caminando de nuevo hacia atrás; y allí estaba Compton, echado en el suelo de la sala de máquinas, cuidándose su dedo destrozado. Y luego estuvo de regreso en la obscura sala de navegación, atisbando a través de un ocular telescópico a una remota estrella.
La confusión de sonidos y voces se oyó una y otra vez a través de la visión difuminada... y finalmente yació dormido en la cama.
¿Dormido? Una parte de su cerebro estaba despierta, inalterada por aquella increíble reversión de las acciones físicas y mentales. Y, mientras yacía allí, lentos pensamientos fueron apareciendo en aquella solitaria y despierta parte de su mente.
Naturalmente, la electricidad había vuelto a casa. Literalmente. Y también ellos estaban volviendo a casa. Lo lejos que aquella locura los llevaría, si terminaría en el punto de cruce de la velocidad de la luz, era algo que solo el tiempo les diría. Y, obviamente, cuando los vuelos como este fueran cosa habitual, los pasajeros y tripulantes pasarían todo el viaje en la cama.
Todo se invertía. La energía atómica había creado una tensión inicial en el espacio y, de alguna manera, el espacio pedía una inexorable recompensa. La acción y la reacción eran iguales y opuestas. Algo era transmitido, y luego se llegaba a un exacto equilibrio. Evidentemente, O'Day había pensado que en el punto de cambio, de reacción, podía crearse una estabilidad artificial que permitiese que la nave permaneciese indefinidamente en su remoto destino y...
La obscuridad cubrió su pensamiento. Abrió los ojos con sobresalto. En algún punto de su cerebro existía la convicción de que algo iba mal. No podía localizar el factor discordante, pero algo perturbaba el borde de su mente, algo extraño que destruía la sensación de seguridad que le daba la espacionave. Aguzó los sentidos en la obscuridad del camarote... y, bruscamente, se dio cuenta de la intensidad de aquella obscuridad. ¡Eso era! ¡La obscuridad! Debía de haberse apagado la luz nocturna indirecta. Era extraño que el sistema de iluminación se hubiera estropeado en su primera «noche» del primer viaje de la primera astronave movida por el nuevo sistema de propulsión atómico. Unos pasos sonaron dudosos en el pasillo, y la voz apagada pero tensa de Gunther se oyó. El hombre entró; y su respiración se convirtió en un tranquilizador sonido que destruía los últimos vestigios del duro silencio. Gunther dijo:
—Harcourt, ha pasado una cosa terrible. Comenzó cuando todo el sistema eléctrico se averió. Compton dice que llevamos acelerando dos horas a Dios sabe qué ritmo.
Por la multibillonésima vez, como había sucedido durante incontables años, la inexorable farsa cósmica comenzó a rebobinarse como una película en circuito cerrado.
Fin
Título original
Not the first
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