PARECÍA IMPOSIBLE (Corín Tellado)
Publicado en
septiembre 05, 2024
ARGUMENTO
—Cállate ya, Tula.
—No quiero, Harry. Estoy muy disgustada con lo de la señorita Diana. A última hora la hacienda es tanto de uno como de otro, aunque el amo nos quiera demostrar a cada instante que aquí el único dueño es él.
—Pues te advierto —dijo Harry con una mueca— que tiene intención, por lo que dijo, de que la señorita Diana venga a buscar la parte que le corresponde y se largue después.
—No lo quiera Dios. Es muy joven para vivir sola por esos mundos.
—Tiene diecisiete años. En estos tiempos a esa edad se es ya una mujer —adujo Joe.
—¿Una mujer que estuvo siempre en el colegio?
—Salió todos los años a disfrutar las vacaciones con sus amigas —dijo Harry de mala gana.
—El amo nunca se preocupó de ella.
CAPÍTULO PRIMERO
—Señor Cohn...
El aludido, de vuelta hacia el patio, no se movió. Diríase que no oía la voz reiterada del capataz.
Fumaba su pipa y las espesas bocanadas se perdían a través del ventanal abierto confundiéndose con la brisa nocturna que agitaba las finas cortinas y movía las alas del pañuelo que Fred Cohn enrollaba en torno al cuello. Fred tenía una carta en la mano. Una carta que apretaba nerviosamente, con cierta irritación que pese al gran dominio que tenía sobre sí mismo no podía disimular.
—Señor Cohn...
Tampoco esta vez respondió Fred. Su alta talla se perfilaba en la penumbra, proyectando la sombra que se alargaba hasta la entrada de la biblioteca. Era alto, fuerte, de musculosa contextura. Tenía los cabellos muy negros, rebeldes y cortos como los de un negro. Los ojos grises, tan claros que al mirar parecía que se hundía uno en una laguna sin fondo, pero vislumbrando la claridad transparente de sus aguas. Moreno el cutis, roja la boca de labios gruesos y sensuales. Fría la mirada inmóvil que ahora buscaba las líneas de la carta con impaciente irritación.
Harry Blair veía el enérgico perfil de su cara. Rígido como una estatua esperaba órdenes que no parecían llegar nunca. Tenía la gorra en la mano y sus espuelas tintineaban con marcada impaciencia.
—Ya sé que estás ahí, Harry —dijo Fred con su voz bronca, extraordinariamente potente y autoritaria.
—Señor Cohn...
—Todo como siempre, absolutamente todo —dijo frío—. Mañana hay trabajo en las eras. La siega no puede detenerse porque llegue Diana Cohn... —volvióse en redondo y avanzó hacia el capataz. Lo miró desde su altura—. Harry, hace muchos años que estoy al frente de la hacienda. No creo que una simple mujer tenga que venir ahora a interrumpir nuestro trabajo habitual. ¿Llega Diana? Que llegue. La recibirá su doncella —se echó a reír, despectivo—. ¡Doncella! ¿Te das cuenta, Harry? ¡En la hacienda de Fred Cohn una doncella!
Harry nada repuso. Conocía muy bien a Fred y sabía por lo tanto que en aquel instante era mejor dejarlo hablar hasta que se cansara. Sabía también, como lo sabía hasta el más inferior de los mozos de allí, que la hacienda no pertenecía solo a Fred y, no obstante, este no parecía recordar que su prima Diana era hija del hermano de su padre. Ambos hermanos trabajaron sin descanso hasta desgarrar sus carnes y sus corazones en aquellas tierras. De la nada surgió primero una casita diminuta, después otra mayor, y más tarde... un pueblo entero. ¿Cuántos años? Muchos años. Cuando se casaron recordando que la vida no se había hecho solo para trabajar, era ya demasiado tarde. Nació Fred, y once años después Diana. En seguida murieron ellos y después las esposas. Diana fue enviada a un colegio de París. Tenía seis años cuando la madre de Diana la llevó allí. Quería hacer de ella una señorita distinguida y totalmente diferente a lo que fue ella. Murió. Diana, como olvidada del mundo y de los hombres, quedó en el pensionado. El administrador de Fred sabía que todos los meses había que enviar una fuerte cantidad a aquel lejano pensionado, pero jamás Fred pronunció el nombre de su prima, y en la hacienda, que se conocía muy bien su existencia, y se sabía por lo tanto que la inmensa riqueza de los Cohn no pertenecía solo a aquel hombre duro y egoísta que por la cosa más mínima mandaba apalear a sus servidores.
—Es curioso —añadió Fred, con rara entonación—. Ayer han llegado tres maletas. ¿Adónde se creerá Diana que va? ¿A Las Vegas o a la Costa Azul, en una tournée deliciosa? Viene al campo —dijo sin gritar, dando una patada en el suelo, logrando que las espuelas despidieran centellitas encendidas que rutilaron cual brasas en la oscuridad—. Al campo, ¿te enteras, Harry? Y manda primero a su doncella con el equipaje porque ella, Diana Cohn, se quedó en Nueva York con unos amigos y vendrá mañana. Bien, lo dice en esta carta.
La rompió en miles de pedacitos inverosímilmente diminutos, lo que indicaba que sus nervios estaban prontos a estallar.
—No tengo orden alguna que dar, Harry —prosiguió con frialdad—. ¿Venías a buscar órdenes? Pues ya lo ves. No las tengo. Las de siempre. Siega en los campos, selección de reses a las tres y tú irás a llevar la manada. Eso es todo.
—La llegada de la señorita Diana, señor...
Fred avanzó como una catapulta y pegó su ancho pecho a Harry, a la cabeza de Harry, puesto que este era pequeño, retorcido y diminuto.
—La señorita Diana no vendrá a destrozar nuestra tranquilidad, Harry —exclamó sereno, como desmintiendo el extraordinario ímpetu de sus movimientos—. Ella es una señorita y vendrá a... tratar conmigo de asuntos que tiene pendientes. Luego se irá de nuevo.
—Pero aún así, señor, su recibimiento...
—La recibirá su doncella. Déjame solo, Harry.
El aludido retrocedió lentamente.
—Y buenas noches.
—Buenas noches, señor Cohn.
Fred quedó allí, en pie, contemplando los miles de papelitos que pisaban sus botas sin piedad. Vestía pantalón de pana, altas polainas y una camisa a cuadros, sin chaqueta y sin jersey. Parecía más imponente bajo aquel atuendo ordinario, que se asemejaba a su aspecto exterior. No era un hombre elegante. Mientras Diana fue enviada a París, él quedó allí. Allí con sus reses, sus campos bravíos, sus montes y sus caballos. No entendía de mujeres... ni le interesaban demasiado. Sabía cómo domar un caballo y cómo marcar una res. Pero desconocía el arte de hacerse agradable a una mujer. Por eso quizá las odiaba. No se consideraba inferior a ellas, pero... desde que la maestra del pueblo lo desdeñó...
Porque pese a su bravura, a su belleza extraña y a sus millones, Fred conocía ya la hiel del desengaño. Tenía ganas de mujer. Una mujer que le perteneciera como le pertenecía la hacienda, las voluntades de los criados, las reses y los campos. Y llegó una señorita a educar a los hijos de los colonos. Él la mandó a buscar en un momento de debilidad ante la ignorancia de aquella caterva de niños que jugaban continuamente en la plaza de la iglesia. Vino la maestra. Era bonita, joven, y hablaba con dulzura. Fred la vio y le agradó. Era algo que no veía todos los días en aquella parte casi ignorada del mundo, donde él era como un reyezuelo. Pero la maestra era una chica americana a la que no deslumbraban los millones de Fred y sus modales autoritarios.
—Quiero casarme con usted —le dijo.
Bella se echó a reír de buena gana. Estaba enamorada de un arquitecto que se enfadó cuando supo que ella se iba de maestra a un pueblo, pero la dejó ir y esperaba mejorar su situación para casarse.
—Lo siento, señor Cohn. Tengo novio y voy a casarme pronto —repuso con gentil sonrisa.
A Fred aquella sonrisa le supo como una bofetada. Y como era así, mandó que cerraran la escuela y que la maestra se marchara cuanto antes. La maestra marchó aún sonriendo extrañadísima, y los niños volvieron a correr por la playa de la iglesia, con gran disgusto por parte del señor cura, que fue a entrevistarse con el señor Cohn. Este lo recibió con cara de juez y dijo simplemente:
—Hago lo que me da la gana y me parece más conveniente, padre, si quiere tener niños educados, edúquelos usted.
Y el sacerdote, que era un santo, decidió dar clase a los niños dos horas diarias en la sacristía. Los niños rompían cristales, candelabros, robaban el dinero del cepillo y le tiraban de la sotana, pero don Damián seguía resignadamente su labor humanitaria, y rezando de vez en cuando, cuando el agua le llegaba al cuello, contra aquel tirano reyezuelo que era dueño, hasta de la piedra más insignificante de aquel pueblo, perdido entre llanuras inmensas y montañas abruptas, continuaba soportando el frío que entraba por los cristales rotos y subiendo de vez en cuando su sotana, de cuyos bordes pendían hilachas que servían de motivo de gran juerga a la turba puebleril.
Por su parte, Fred vivió con la hiel en la boca durante más de seis meses. Fue apaciguando un tanto su rencor, aunque no por eso volvió a considerar a las mujeres. Él no amaba a la maestra. Para que Fred amara de verdad tendría que volverse el mundo del revés y esto no era posible. Pero quería una mujer y la maestra era bonita.
* * *
—¿Qué ha dicho, Harry?
—Nada.
—Pero, Harry...
—No ha dicho nada, Tula.
—¿No se hace ninguna comida extraordinaria, ni se ponen guirnaldas en el jardín, ni...?
—¡Nada, cuernos!
Tula movió su voluminosa humanidad. Fue de la cocina al cuarto donde se sentaba Harry y dos muchachos. Les sirvió la comida. Del patio llegaban las voces de los peones que charlaban alegremente disfrutando de la hora del descanso. Dormían en los pabellones al otro extremo del parque, pero a la hora del crepúsculo hacían tertulia en medio del parque, sentados sobre la fresca hierba, fumando y bebiendo.
—Harry —dijo Tula, que era esposa de Harry y le conocía bien—, tú no estás de acuerdo.
—Bueno, ¿y qué?
—Has querido mucho al señor Cohn.
—Sí.
—A los dos, ¿no es cierto?
—A los dos. Por eso sigo aquí.
—Harry, la señorita Diana...
—La señorita Diana —repuso Harry, malhumorado— llegará mañana.
—¿A qué hora, Harry?
—No lo sé ni creo que me interesa, puesto que me iré a vigilar la siega.
—Dios santo, ¿pero cómo es posible? Si llega la señorita Diana debemos estar todos aquí.
—Tú en la cocina, Tula —dijo Harry, con sequedad—. Los mozos en las eras, yo con ellos. Y él...
—¿Dónde?
Los mozos se asustaron ante el puñetazo que Harry dio sobre la mesa. Las copas tintinearon. Un plato cayó al suelo haciéndose añicos. La botella de vino la cogió Joe por el cuello y la levantó en vilo para evitar que sufriera la misma suerte que el plato.
—¡Qué sé yo, diablo!
—Harry...
—Déjame en paz, Tula. El amo dijo sencillamente que la señorita Diana llegaría por la mañana. Ignoro a qué hora ni con quién.
—¿Por qué no se lo has preguntado?
Harry se puso en pie. Sus piernas arqueadas de tanto ir sentado sobre la silla del caballo parecían más separadas que nunca.
—Ve tú a preguntárselo, Tula.
—¿Yo? Dios me libre, Harry. ¿Crees que quiero ver sus ojos enfurecidos? Anda, come algo. Os serviré una torta de manzana que hice esta tarde. Joe, trae más vino del barril, y tú, Tom, di a tus compañeros que no griten tanto.
Los cuatro sentados en torno a la mesa en el cuarto contiguo a la cocina comieron en silencio por espacio de varios minutos. Después dijo Tula:
—Pues está mal, Harry.
—¿Qué es lo que está mal?
—Lo que hace el amo. La señorita Diana debiera ser recibida como se merece.
—La recibirá él.
—Eso no basta.
—Cállate, Tula —aconsejó Joe—. Después de todo, ¿a nosotros qué nos interesa?
Tula se sulfuró.
—He amortajado a su madre y siempre quise a la niña. Cuando se la llevaron al pensionado la señora Cohn me pidió que nunca la abandonara.
—¡Bah! Una señorita como ella no necesita tu amparo.
—Lo mejor es que viváis al margen de todo eso —opinó Tom, que era sobrino de Harry y Tula y les quería mucho—. El amo no perdona intromisiones en sus asuntos. ¿Qué nos interesa a nosotros la señorita Diana y el señor Cohn? Trabajamos para ellos y nos pagan bien. Eso es todo lo que debe importarnos.
—Tú sí, pero yo no —adujó Tula, enfadada—. Ahora cuando venga la señorita Diana, ya no tendré que oír las órdenes del amo. Es déspota y no se hace querer de nadie. ¿Sabes tú de alguien que lo estime por sí mismo?
Tom enmudeció. Harry comía en silencio. Joe, que era también sobrino de Harry y le ayudaba en la faena de ordenar el ganado, bebía a placer sin preocuparle gran cosa los asuntos de sus amos.
—Si alguien le demuestra cariño es por temor —prosiguió Tula, en voz baja—. El alcalde se inclina ante él con servilismo y si el amo le manda que bese el suelo lo besa sin titubeos. El médico, que es viejo y vive de la caridad, como quien dice, pues maldito si cura a un enfermo, viene todos los días a saludarlo y el amo ni siquiera le mira la cara. No es digno de consideración, no.
—Cállate ya, Tula.
—No quiero, Harry. Estoy muy disgustada con lo de la señorita Diana. A última hora la hacienda es tanto de uno como de otro, aunque el amo nos quiera demostrar a cada instante que aquí el único dueño es él.
—Pues te advierto —dijo Harry con una mueca— que tiene intención, por lo que dijo, de que la señorita Diana venga a buscar la parte que le corresponde y se largue después.
—No lo quiera Dios. Es muy joven para vivir sola por esos mundos.
—Tiene diecisiete años. En estos tiempos a esa edad se es ya una mujer —adujo Joe.
—¿Una mujer que estuvo siempre en el colegio?
—Salió todos los años a disfrutar las vacaciones con sus amigas —dijo Harry de mala gana.
—El amo nunca se preocupó de ella.
—Bueno, Tula —se enfadó Harry, poniéndose en pie y limpiando con el dorso de la mano la boca manchada de grasa—. Esperemos. Nosotros hemos querido mucho a los padres de la señorita Diana y ahora la querremos a ella, pero no te hagas muchas ilusiones. Tal vez sea tan déspota como Fred Cohn. Por algo son primos.
Y haciendo una seña a los dos muchachos se fueron en dirección al jardín.
II
El auto rojo, descapotable, entró en el parque, hizo una pirueta y dibujó la curva de un carro de heno que había estacionado en medio. Luego fue a detenerse ante la escalinata. No había macetas de flores en las terrazas. Todo estaba pelado. Allí solo había una casa grandísima, achatada, de muros muy blancos, cual si hubiesen sido pintados recientemente. La conductora del auto descapotable saltó al suelo y miró en torno poniéndose en pie en la segunda escalinata. No había plantas ni macizos. Todo era heno, vacas, caballos y mieses.
—Todo produce dinero —dijo en voz alta, como si alguien estuviera escuchándola—. Por lo visto, aquí el espíritu sobra.
Dio la vuelta en redondo y ascendió sin prisa. Vestía un modelo de mañana blanco y en la mano llevaba un bolso del mismo color. Las manos protegidas por guantes y la cabeza rubia tocada con un casquete que daba gracias a su cara moderna, donde los ojos asombrosamente verdes parecían las aguas tranquilas de un lago en una mañana de verano.
Era esbeltísima, delgada y alta. En sus modales, se apreciaba a la mujer moderna de mundo, joven, pero segura de sí misma. Había en el sello personal de su andar una distinción y femineidad insuperable.
—Señorita Diana —dijo la voz de la doncella, asomando la cabeza por una ventana.
—¿Es que no hay nadie en esta casa, Mary? —preguntó divertida, elevando las pupilas soñadoras.
—Alguien hay por ahí, señorita Diana. Bajo ahora mismo.
En efecto, segundos después Diana saludaba a su doncella. Y esta, radiante, le dijo al oído:
—El amo no está, señorita. Hace un instante lo vi salir a caballo en dirección al campo.
—¿Ni criados ni nada? —preguntó Diana sin dejar de sonreír—. ¿Acaso no sabían que yo llegaba hoy?
—Por supuesto, señorita.
—Pues no me lo explico —encogió los hombros y añadió, subiendo hasta la terraza—. Tendrían trabajo en el campo. No importa, Mary. Sube mi maletín a la alcoba que me hayan destinado y prepárame el baño.
—No hay baño, señorita.
Diana se creció, aunque en seguida echose a reír.
—¿De veras? Entonces, ¿en qué se baña mi señor primo?
—Hay duchas en un pabellón.
—¿Duchas? Qué gustos más horribles.
—Además, allí se duchan todos los peones, señorita Diana.
—¿Sí? Bueno, no importa. Alguna habrá destinada a los amos.
—Sí; pero ha de atravesar todo el parque para ducharse.
Diana frunció el ceño, si bien no hizo objeción alguna.
—Pues busca ropa cómoda para mí, que voy a ducharme ahora mismo. Debe de ser divertido ducharse en medio del parque, protegida por unas tablas.
Evidentemente todo le venía bien. Al menos aparentemente.
Una mujer de gran humanidad que venía del corral con una cesta de huevos, al ver a la joven se detuvo en seco, para echar a correr inmediatamente después.
—¿Es usted la señorita Diana? —preguntó Tula, respirando fatigosamente a causa de la carrera.
—Sí. ¿Y usted quién es?
—¡Oh, no me conoce! Está claro... Me llamo Tula y soy la cocinera. Lo era ya cuando vivía su madre. Yo entonces era una chiquilla como usted es ahora. Me casé aquí con Harry, el capataz y no me he movido de la hacienda.
—Encantada de conocerte, Tula —dijo, sonriendo dulcemente—. Me agrada hallar en la hacienda personas que han querido y conocido a mis padres.
—Los he querido mucho, señorita Diana.
—Gracias, Tula. ¿Entramos?
Tula, emocionada por aquella sonrisa, le mostró el camino.
—Por aquí, señorita Diana.
—Esto es todo muy... muy austero —comentó la joven, entrando en el vestíbulo—. Ni flores ni alfombras... Una casa de campo auténtica, sin ninguna comodidad.
—El amo no se preocupa de esas minucias, señorita Diana.
—Claro. Solo los campos producen dinero, ¿verdad? —observó con la misma sonrisa deliciosa, como si no significara nada—. Tengo entendido que mi primo continúa soltero.
—Así es, señorita.
—Falta aquí la mano de una mujer de buen gusto. A falta de una esposa, tendremos una mujer, una simple mujer. Seré yo, ¿no te parece, Tula?
A Tula le pareció maravilloso, pero se limitó a sonreír atontada, pues la belleza luminosa de Diana la tenía poco menos que pasmada.
—El señor está muy pegado a sus costumbres, señorita Diana. Sus botas siempre manchadas de barro tropezarían en las alfombras y... el amo es demasiado cómodo para tropezar en nada.
—Bien, bien...
—¿Quiere la señorita que le prepare algo de comer?
—He comido en Nueva York antes de salir. Gracias de todos modos, amiga mía. Ahora voy a mi alcoba y me bañaré.
Tula dio un respingo y los huevos se movieron amenazadores dentro del cesto.
—¿Bañarse?
—Así es. Vengo cubierta de polvo.
A Tula le pareció lozana, fresca y recién bañada, pero se guardó muy bien de decirlo. Sabía por los libros que los señores se bañan a cada minuto y aquella jovencita parecía una princesa encantada, toda vestida de blanco, con la melena rubia y los ojos dulces y soñadores, tan... tan... ¿Qué tenían los ojos de la señorita Diana? Eran tan claros y decían tantas cosas... ¿Y qué decían? Cualquiera sabía leer en aquella mirada de mujer bonita, joven y moderna. Tula se consideró impotente para ello.
—No tenemos baño, señorita Diana —limitóse a decir compungida.
Diana quitó el guante y frotó las manos. Eran dos manos blancas, finísimas, de dedos largos rematados por uñas pulidas, pintadas de un rosa muy pálido. En uno de aquellos dedos lucía un brillante cuyos destellos hicieron parpadear a Tula.
—Lo sé, mi querida amiga —rio la joven poniendo una de aquellas manos en el brazo de Tula—. Me lo ha dicho Mary, mi doncella. Iremos al pabellón y nos ducharemos. Es una emoción que no probé nunca —añadió gentilísima.
—El amo nunca consintió en poner baños en la casa —indicó con rencor.
Diana lanzó una breve mirada sobre el rostro atezado de la cocinera, como si pretendiera leer el significado de las frases y el sentido con el cual fueron pronunciados. Pero Tula miraba hacia la cesta de huevos y sonreía estúpidamente.
—Luego iré a verte a tus dominios, Tula —dijo la joven, siguiendo a Mary—. ¿Tienes muchos ayudantes en la cocina?
—Tres, señorita Diana. Hemos de hacer comida para alimentar a muchos hombres.
—Ya. Hasta luego, Tula. Me alegro mucho de haberte conocido y espero que seamos buenas amigas.
—Sí, señorita Diana.
La joven siguió los pasos de Mary. En medio de la corta escalera se detuvo y miró hacia abajo.
El vestíbulo largo y ancho, muy limpio, pero sin gusto alguno. Dos bancos de tosca madera a un lado y una mesa en medio. Sobre la mesa una jarra de porcelana sin flores.
—Por aquí, señorita Diana.
La muchacha cerró los ojos por un instante y avanzó. Cuadros, sillas, consolas muy antiguas... Los pisos relucientes, blancas, como la nieve las paredes. Cortinas de gruesa tela protegiendo las ventanas...
Atravesó el pasillo y Mary abrió una puerta.
—Aquí, señorita.
Diana se detuvo un poco sorprendida en el umbral y después avanzó cerrando la puerta tras de sí.
—¿Todo estaba así cuando llegaste, Mary?
—Lleno de polvo, señorita. Tula dijo que una muchacha limpiaba esta alcoba dos veces al mes...
Diana se echó a reír de buena gana. Su risa era alegre, contagiosa y su rostro ideal de por sí, resultaba excepcionalmente hermoso cuando se reía y se formaban los dos hoyuelos en las mejillas bronceadas por el sol.
—Está bien, Mary. Me gusta mi aposento.
—Según me dijo Tula, esta alcoba la adquirió su padre cuando nació usted.
—¿Sí? Qué interesante... ¿Y no intentó mi primo destruirla?
—Parece que el señor respeta las tradiciones.
—¿Y esto es una tradición?
—Por lo visto.
Diana volvió a reír. Quitóse el casquete ante el espejo y lo dejó sobre el cristal del tocador. Luego se entretuvo en recorrer las estancias y tocarlo todo.
Primero palpó las dos butaquitas forradas de terciopelo verde muy tenue. Sonrió. Luego dio con el pie en la gruesa alfombra y sonrió también. Después fue hacia las ventanas y tocó las cortinas.
—Son de muselina —dijo divertida—. Al ver el patio el vestíbulo y los pelados pasillos no creí que me estuviera reservada esta sorpresa. Además, se ve todo el patio y parte del jardín. ¿Es que aquí no hay jardinero, Mary? Es horrible ver esa tierra movida sin estética alguna. Ni plantas, ni macizos, y eso que el terreno se presta a ello.
—No hay jardinero, señorita Diana —repuso Mary, que continuaba en pie junto a la puerta—. Parece ser que el señor Cohn no tiene más que criados, mozos de cuadra y colonos...
—Ya.
Dio la vuelta. Se detuvo curiosa ante el ropero, achatado, muy antiguo, pero no exento de valor. Lo abrió. Sus muchos trajes colgaban limpios, perfumar dos, unos pegados a otros.
—No caben todos muy bien, señorita Diana —indicó la doncella con cierto disgusto.
—No importa, Mary. Está bien así.
Las luces interiores le devolvieron su figura.
—Oh, me olvidé del baño, Mary. ¿Quieres buscar entre mi ropa un pantalón, una blusa y zapatos? Me vestiré cómoda para correr por el campo. Me gusta el campo, Mary.
Dio otra vuelta y presurosa se aproximó al lecho. Ahora lanzó una carcajada.
—¡Qué divertido, Mary! —exclamó—. Cama con dosel y todo. ¿Sabes que me agrada mucho esta alcoba? Voy a creer que me encuentro en un palacio encantado de hace miles de años. —Volvióse hacia la doncella y añadió—: Ya no queda anda por ver, Mary. Condúceme hasta el pabellón donde está la ducha.
—Es terrible que para bañarse tenga usted que salir de su alcoba, señorita.
—No importa, Mary. A todo se habitúa una.
* * *
Mary caminaba delante. Ella, gentilísima, se detuvo en la terraza. Algunos mozos acudían a la hora de la comida. Vio a lo lejos la caravana de caballos que avanzaban envueltos en gruesas capas de polvo. Divisó a uno que traspasaba ahora la entrada y galopaba hacia la escalinata. Esperó. Cuando lo tuvo a su lado alzó los ojos para mirarlo con curiosidad. El jinete, erguido en la silla, la contemplaba de modo extraño. La miraba a ella y después al coche. Sus ojos asombrosamente pardos, clarísimos, parecían inmóviles ahora en su cara.
—Buenos días —saludó echando pie a tierra.
Diana observó el duro semblante broncíneo, los cortos y rizados cabellos, la contextura atlética y el pecho velludo al descubierto, porque la camisa a cuadros, mojada por el sudor, se abría casi de la cintura para arriba. Fred Cohn, al sentir los ojos verdes en su pecho, apresurose a abrochar la camisa, si bien había cierto desafío en su ademán.
—Buenos días —repuso Diana, al fin, con sonrisa gentilísima—. ¿Es usted uno de los peones?
Fred dijo:
—Soy el amo.
—¿El...?
—El amo.
—¿Fred Cohn?
—Sí.
Seguía tieso ante ella. Parecía desafiador y duro como las piedras. Diana al pronto no supo qué decir. Pero después lanzó tal sonora carcajada que hubo de cogerse a la portezuela del auto para no caer.
—¿Qué significa esa risita estúpida? —preguntó Fred fríamente—. Supongo que tú serás Diana.
—Pues sí —rio la aludida—. Mi querido Fred no supuse que tenía un primo tan... bravo.
—Pues lo tienes, pero considero fuera de lugar esa risa y... este coche —añadió, mirándolo fijamente.
—¿Te refieres a mi auto? Pues a mí me gusta.
—Ya me dirás de dónde has sacado el dinero para adquirirlo.
Diana, que desconocía todo en Fred, lo miró brevemente, con curiosidad. La trataba como si la viera el día anterior y en realidad ella no lo recordaba en absoluto. Sabía que tenía un primo y una herencia de muchos millones en común, pero desconocía el egoísmo de Fred, así como su... modo de ser. Y no le agradó nada observar en él aquella frialdad. Ella venía animada por los mejores propósitos del mundo y temió, no sin razón, verse precisada a tergiversarlos, lo que no le satisfacía en modo alguno porque ella no era mezquina ni egoísta y detestaba las bravuconadas.
—Te pasarán la factura un día cualquiera —repuso indiferente—. Ahora perdóname un momento, Fred. Deseo charlar contigo de muchas cosas, pero antes quiero bañarme.
—¿Y dónde vas a bañarte?
—A tu pabellón. Supongo que me lo prestarás por unos minutos. Tengo el polvo de la carretera adherido al cuerpo y no me agrada. Hasta luego, Fred.
—Espera.
Lo tenía inclinado hacia ella. Diana se asombro de que los ojos de Fred fueran tan endiabladamente hermosos dentro de una cara de rasgos duros, casi feroces.
—Eso del auto habrá que discutirlo —dijo casi sin mover los labios—. No vayas a pensar que eres la heredera de un trono.
—Nunca me olvidé de que soy la hija de James Cohn, Fred, ¿comprendes? Y sentiría tener que repetírtelo a cada instante.
—Nos veremos luego. Cuando hayas quitado el polvo que tienes adherido al cuerpo.
—Estoy de acuerdo.
Iba a dar la vuelta cuando volvió la cara para decir:
—Y ve pensando en instalar un baño cerca de mi alcoba, Fred. Este modo de refrescar el cuerpo no me satisface en modo alguno.
Irguióse Fred. Diríase que su rostro era de piedra, tal frialdad había en él.
—Hasta luego —dijo sin responder a la alusión.
Diana caminó a pase ligero. Los ojos de Fred la siguieron todo el trayecto y cuando la joven se ocultó en el pequeño pabellón de madera, dio una patada en el suelo y sin mirar a parte alguna ascendió hacia el vestíbulo, lo cruzó en varias zancadas y se metió en la biblioteca.
En el pequeño cobertizo dijo Diana, secándose el cuerpo con una gran toalla:
—Háblame del señor Cohn, Mary.
Esta abrió desmesuradamente los ojos. Solo veía la cara de su señorita por encima de las tablas y no acertaba a comprender el ruego de su joven ama.
—He dicho que me hables del señor Cohn. Mientras yo me visto puedes hacerlo. Te escucho.
—Pero, señorita Diana...
—Has vivido dos días en contacto con los criados de la hacienda y habrás oído comentarios. Los criados siempre critican a sus amos.
—Pero, señorita Diana.
—Lo sé muy bien, Mary. Tendría que cambiar el mundo para que así no fuera. Dime: ¿qué opinión tienen Tula y su marido del señor Cohn? ¿Qué opinión te merece a ti?
—No puedo responderle, señorita Diana.
La joven abotonó los pantalones negros. Se puso una blusa escocesa, abierta en el pecho hasta un poco más arriba del principio del seno, y secó los cabellos en la toalla.
Algunas gotas de agua se perdían en las pestañas que parecían rutilar bajo el brillo seductor de su piel joven.
—¿Por qué no? Por favor, átame la cinta de ese zapato mientras yo me peino. Así, perfectamente. ¿Qué me dices del señor Cohn?
—Casi no le conozco, señorita —respondió la doncella, nerviosa—. A decir verdad no he tenido contacto con él.
Diana se peinó. Sus cabellos rubios, muy cortos, se adherían ahora a la cabeza, dándole aire de muchacho travieso. Una mujer completamente diferente a la distinguida señorita que descendió del auto momentos antes, pero exactamente igual de bella y seductora, o quizá más aún teniendo en cuenta la silueta delgada y esbelta que bajo las ropas masculinas quedaban más de manifiesto. Sus formas de mujer, pletóricas de vida y juventud, se modelaban con la mayor precisión. La cadera redondeada, el busto erguido y palpitante, la pierna larga y esbelta.
—Está usted bellísima, señorita Diana —dijo Mary admirada.
—No te pregunté eso. Recoge mi ropa y volveremos a la casa.
Una al lado de la otra echaron a andar. Mary tendría unos veintidós años y era también bonita, aunque con una belleza muy diferente a su ama, pues esta poseía un aire tan distinguido que a la legua podía notarse su elevada posición y la educación recibida en un aristocrático colegio parisiense. Además, Mary vestía uniforme azul con cuello blanco almidonado, lo que indicaba su calidad de doncella.
—Ahora, mientras llegamos..., y estamos llegando ya, dime lo que te pregunté antes, Mary.
—No sé qué decirle, señorita.
Los mozos saltaban de sus monturas en el patio. Ya aquello no parecía un país muerto. Había vida en las hierbas que pisaban las fuertes botas de aquellos jornaleros. Vida en sus rostros y en los ojos de los caballos que se alineaban a lo largo del cobertizo.
Todos, plantados en medio del parque, miraban a las dos mujeres.
«Es la señorita Diana —oyó esta que se decían unos a otros—. ¡Qué bonita es!... Y qué joven... ¿Vendrá para quedarse...?».
Diana les sonrió con aquella su sonrisa gentil que se hacía simpática a todo el mundo. Saludó a un lado y a otro y llegó a la terraza sin que Mary respondiera.
Allí se detuvo con las manos en los bolsillos y la sonrisa en los labios. Los mozos continuaban mirándola.
—Busca al señor Cohn, Mary. Puesto que tú no me dices nada de él, tendré que observarlo yo.
—Será mejor, señorita Diana. Puedo decirle que a esta hora el señor Cohn está invariablemente en la biblioteca esperando que le avisen para comer.
—¿Y dónde está la biblioteca?
—Sígame, por favor.
Atravesaron el vestíbulo, y Mary dijo señalando una puerta cerrada:
—Es ahí, señorita Diana.
La joven avanzó. Pero de súbito se detuvo y tomó a Mary por un brazo.
—Oye, Mary, ¿sabes que me da la sensación de que aquí todos temen al... amo?
—Yo... no sé, señorita.
—Tienes una buena cualidad, querida Mary. Tú nunca sabes nada, si bien a mí me da la impresión de que lo sabes todo. Bien, puedes retirarte ya. Me las arreglaré sola.
Tocó sin titubeos en la madera y al otro lado se oyó un seco: «Adelante».
Diana empujó la puerta y se paró en el umbral.
III
Fred Cohn se hallaba hundido en una butaca frente al ventanal abierto. Tenía la pipa en la boca y expelía el humo por la nariz. Al ver a la joven arqueó una ceja, si bien se mantuvo inmóvil.
—Pasa y toma asiento —dijo sin moverse.
Diana pensó: «O es un mal educado o quiere aparentarlo. Bien, creí que venía al lado de un primo cariños y atento que deseaba tal vez mi compañía, y me encuentro con este ogro que parece odiarme».
Dio la vuelta y buscó una silla. A dos pasos de Fred había una butaca, pero este no hizo movimiento alguno. Diana la arrastró y poniéndola junto al ventanal se sentó cómodamente. Cruzó una pierna sobre otra y extrayendo del bolsillo una pitillera de oro sacó un cigarrillo y lo encendió bajo los ojos impasibles del hombre que no parecía asombrado de tal modernismo.
—Bueno, estamos aquí reunidos —dijo Diana expeliendo una aromática voluta con gentil ademán, muy seductor y femenino—, y no creo que nadie nos moleste por ahora.
—Tenemos cuarenta minutos. Luego nos llamarán para comer y después tengo trabajo en el campo.
—Creí que disponías de bastantes hombres.
—Y dispongo.
—Pero tú les ayudas.
—Yo los vigilo. No me agrada pagar para que me exploten.
—Bien, bien. Dime, ¿nunca has salido de esta comarca?
—Me gusta el campo, si bien dispongo de tiempo para hacer cortos viajes a Nueva York.
—Y los haces.
—Cuando quiero —dijo secamente.
Dentro de su bravura casi inhumana, resultaba un hombre muy interesante y Diana lo apreció fácilmente. Conocía un poco a los hombres, aunque nunca tuvo gran relación con ellos; pero era inteligente y observadora. Comprendió en seguida que Fred Cohn no era como ella se creía.
La mirada de sus bellos ojos era dura, el rictus de la boca parecía cruel, despectivo, quizá también indiferente. El pliegue de la frente denotaba poca sociabilidad y las manos grandes y morenas indicaban que no se pasaba el día mirando a las musarañas. Un hombre del campo, desconocido hasta entonces para ella, un tipo de hombre tal vez digno de estudio... Pero ella no pensaba estudiarlo. Le agradaban las psicologías intrincadas, pero Fred era, según parecía, demasiado difícil para su entendimiento de simple mujer sin complicaciones.
—Supongo que tendrás algo que decirme —observó ella fumando, con la cabeza echada hacia atrás—. Hace muchos años que no nos vemos. Confieso que no te recordaba en absoluto, y creo que tú tampoco me recordarás a mí.
—Te recordaba.
—¡Ah!
—Pero no vamos a tratar ahora de eso.
—Bien.
—Mi abogado vendrá mañana.
Diana dejó de fumar y se sentó mejor, como si la butaca lastimara sus caderas.
—¿Y qué tengo que ver yo con tu abogado?
—Hace trece años que mantengo tu rango en el pensionado de París —dijo, sin levantar la voz—. Has solicitado de mi administrador cantidades que yo considero superiores a tus necesidades de mujer. Ahora compraste un coche, y según dijiste me pasarán factura un día de esos. Llevas en el dedo una sortija de varios miles de dólares. Todo eso lo compré yo.
Diana, aturdida, apenas si abrió los labios. De pronto enderezóse en la butaca.
—¿Tú? ¿Y por qué? ¿Acaso no tengo una parte como tú en la hacienda?
—Tú gastaste, Diana; yo gané —dijo con sequedad—. Me asigné un sueldo durante estos trece años, ¿comprendes?
—No te comprendo.
—Mañana te lo hará comprender mi abogado. Haremos un inventario de lo que había cuando murió tu madre.
—Eso es absurdo.
—Y luego te daremos la parte que te queda en efectivo —añadió, implacable—, y te irás.
Diana lanzó el cigarrillo por la ventana. Se irguió después con lentitud y lanzó el busto hacia adelante.
—¿Sabes lo que dices, Fred? Creí que venía al encuentro de un ser humano y me...
—Sigue.
—Considero que eres un monstruo.
—Bueno.
—Y esto que tú crees tan sencillo no lo es. Tengo aquí las ganancias de trece años. Tú cobraste un sueldo, ¿no es cierto? Pues trabajaste para mí. Yo gasté, ¿no es verdad? Reduciremos esos gastos del capital, Fred, pero... me quedaré aquí.
Ahora Fred pareció salir al fin de su habitual indiferencia.
Tomó la mano de Diana que descansaba crispada en el brazo de la butaca y la apretó sin piedad.
—Eso no. Tú te irás. Al fin del mundo si lo deseas, pero te irás. Aún te quedará bastante para vivir cómodamente tu vida de mujer moderna y elegante. Yo no quiero mujeres en mi hacienda.
—La hacienda es de los dos, Fred. Y sábelo ahora porque no tengo idea de discutirlo mañana con tu abogado. Me quedaré aquí en mi casa. He venido para quedarme, ¿te enteras? Para quedarme, entiéndelo bien.
Fred se puso en pie y Diana se asombró de su frialdad. De aquella ecuanimidad inconmovible que ni siquiera en aquel momento se descomponía.
La miró de arriba abajo y dijo tan solo:
—Ya te cansarás de tanto polvo.
Y salió de la estancia sin prisas, como si acabara de estar a su lado departiendo amigablemente ante una botella de champaña.
* * *
Estaba sumamente disgustada. No por la escasa comodidad de la casa, a la que uno estaba acostumbrada, sino por la actitud adoptada por su primo. Era enemiga de riñas y discusiones y presentía que entre ella y Fred nunca habría camaradería. Comieron solos en el comedor. Los sirvió una criada tosca y gruesa que no dijo ni media palabra. Fred comió con apetito y bebió varios vasos de vino. Diana esperó que se limpiara con el dorso de la mano, como un peón más, y que sorbiera escandalosamente, pero no hizo ni una cosa ni otra. Comió correctamente y cuando terminó se puso en pie sin dirigirle la palabra.
—Quiero hablarte, Fred —le dijo ella.
—Cuando vuelva por la noche.
—Ha de ser ahora.
—¿Porque tú lo digas?
—Porque es necesario.
—Pues espera a la noche. Ahora me voy al campo. Puesto que te vas a quedar en la hacienda, di a Tula que te enseñe todos los rincones. Será una forma como otra cualquiera de divertirte durante unas horas. Una diversión estúpida teniendo en cuenta tu educación exquisita, pero adáptate si puedes.
Diana, en pie a su lado, lo miró ceñuda.
—No quiero discutir contigo. Por lo visto ni te pareces a tu padre, del cual tuve excelentes referencias, ni al mío. No te hice ningún daño y me molesta que me trates como si fuera un peón más de tu hacienda. Detesto las riñas, ¿comprendes? Aunque me muera de aburrimiento no pienso marcharme. Ya buscaré en qué entretenerme. Pero sería mucho mejor que fuéramos amigos.
—Nunca tuve amigos ni me interesan.
—No me extraña que no los hayas tenido porque eres insociable e inhumano. Quizá algún día quieras tenerlos y no los encuentres.
Fred arqueó una ceja y después sonrió con una mueca.
—Adiós, Diana. Tengo mucho trabajo y no voy a dejarlo por oír tus sandeces.
Desde la ventana del comedor lo vio galopar erguido y fiero en el potro de lustrosa pelambre. Cuando lo vio desaparecer tras el montículo miró hacia la terraza y vio a Tula mondando patatas, que una vez mondadas echaba en un caldero grandísimo. Salió presurosa.
—Hola, Tula. ¿Qué hace usted con tanta patata?
—Mientras las chicas asean la cocina me entretengo en esto.
La joven, que vestía aún los pantalones negros, cabalgó una pierna por la balaustrada y la balanceó con gracia.
—Dime, Tula. ¿El amo es siempre así?
—¿Y cómo es? —preguntó Tula, con cierta ironía.
—Ah, pues... no lo sé.
—Yo tampoco.
—Bueno, pero tendrá algún momento de buen humor.
—Nunca.
—¿No habla?
—Poco.
—¿No ríe?
—Nunca.
—Vaya. ¿Por qué?
—¿Y lo sé yo?
Encendió un cigarrillo y fumó con placer. Le agradaba el campo y sus mieses, sus caballos bravos, y hasta los caracteres nada vulgares dentro de su misma rudeza.
—¿Fuma usted?
—¿No lo ves, Tula?
—Sí.
—¿No te agrada?
—Por el verano vienen turistas a ver el barranco y fuman...
—¿Un barranco?
—Sí. Por el bosque adelante, se encuentra fácilmente porque atrae el ruido. Sus aguas como torrentes se lanzan desde lo alto y espumean en el fondo. Le digo a usted, señorita Diana, que el espectáculo es grandioso.
—Iré un día cualquiera.
—Que la acompañe el amo. Es peligroso aquel terreno.
—¿Crees que me acompañará Fred? Tendría que estar loca para pedírselo. ¿Sabes, Tula? Llegué animada de los mejores propósitos. Me agrada el campo y no vine solo para husmear. Pienso quedarme aquí por una larga temporada... Pero a Fred mi propósito no le agrada en absoluto.
—¿Se lo ha dicho?
Diana se asombró.
—Pues no, no me lo ha dicho, pero me lo indicó con su actitud.
—Nadie puede guiarse de la actitud del amo. Nunca hemos sabido lo que piensa hasta que lo dice con claras palabras. El amo es un poco raro, ¿me comprende usted, señorita Diana?
Diana solo comprendió que nadie en la hacienda quería hablar claramente mal del amo. ¿Por qué? ¿Es que le temían hasta aquel extremo, o sería quizá que no la conocían a ella lo suficiente para atreverse a criticar a su primo?
—Iré a ponerme un traje de montar y me daré una vuelta por el pueblo.
—Al amo no le gustará —observó Tula, mondando con precipitación una patata.
—Yo soy dueña de mis actos, Tula. No estoy supeditada a ninguna voluntad.
Tula sonrió con risa rara, desconcertante. ¿Le satisfacía o le disgustaba la actitud de la joven?
—No tarde en volver —dijo—. De noche es peligroso el camino por ese lado.
—Gracias, Tula. ¿Hay iglesia en el pueblo?
Los ojos de Tula quedaron ocultos bajo el peso rugoso de sus párpados.
—Claro que sí. Y encontrará usted al padre Damián liado con todos los hijos de los colonos.
—¿No hay maestra?
—No.
«Que se lo diga el diablo si quiere —pensó Tula—. Pero yo no se lo digo».
—Voy a cambiarme —dijo Diana, feliz—. Con esta tarde dará gusto galopar.
—¿Es que sabe la señorita montar a caballo?
—Por supuesto, Tula. Sé eso y muchas otras cosas que no me servirán de nada en este... villorrio.
Cuando minutos después, Tula la vio aparecer con la fusta en la mano, se quedó como el que ve visiones. Tanta era la gentileza de la joven amazona.
Un criado sostenía las riendas del caballo que piafaba impaciente en espera del jinete. Y Diana se quedó mirándolo complacida.
—Es manso, señorita Diana —dijo el criado, observando la mirada femenina—. Le llamamos... «Tula».
La cocinera ni se movió.
—¿Cómo lo has consentido, amiga mía?
—Son cosas de mi marido. Una yegua que los dos queremos mucho, señorita Diana.
—¿Y me la cedes?
—Confío en que la señorita Diana sepa estimarla como nosotros.
—Gracias por la confianza que te merezco, Tula —se inclinó hacia adelante y añadió en el oído de la cocinera—: Pero no tienes tanta para confiarme los secretos que posees.
Tula rio con risa breve.
—No vuelva tarde, señorita.
IV
Quedó asombrada ante el desbarajuste que había en la sacristía cuando ella entró. El pobre don Damián gemía angustiado tras la mesa, dando golpes sobre el tablero imponiendo silencio. Los críos corrían unos tras otros sin hacer caso alguno del señor cura, gritaban y saltaban como energúmenos, mientras el sacerdote se limpiaba el sudor que perlaba su frente, ya demasiado cansado para dominar a aquellos salvajes.
Al llegar Diana y quedar en pie en la puerta, cesaron los gritos. Hubo expectación en los semblantes infantiles y el sacerdote se puso en pie rápidamente, yendo al encuentro de la distinguida visitante.
—Buenas tardes, padre —saludó Diana con deliciosa sonrisa.
—Buenas tardes, hija. ¿En qué puedo servirla?
—Venía a visitarle simplemente.
—Ya ve usted...
—Son unos niños rebeldes —rio, divertida.
—Son muchos y no puedo con ellos. ¡Hala!, ya podéis marcharos por hoy —dijo mirándolos a todos por encima de sus lentes—. Y mucho cuidado con robar las manzanas de la señora Bert. No puedo soportar sus protestas, hijos.
Los niños echaron a correr y cruzaron el pequeño patio de la iglesia gritando como locos.
—Es... demasiado para usted solo, padre —dijo la joven, una vez solos.
—Siéntese, hijita. ¿Quiere usted confesar?
—Lo hice ayer, padre.
—Eso está bien, hijita.
La miró por encima de los lentes.
—Usted no es de aquí, ¿verdad? Nunca la he visto a usted.
—Soy de aquí. Pero, dígame, padre, ¿no hay maestra?
—No.
—Pues debiera haberla.
—Mire usted, amiga mía, este pueblo, desde la iglesia al Ayuntamiento y desde el Ayuntamiento a la iglesia y en medio del cual está el pueblo en pleno, pertenece al señor Cohn. Hace algún tiempo parece ser que se ablandó el corazón de Fred Cohn y nos envió una maestra. Pero quiso Dios que se enamorase de ella y como la maestra lo rechazó..., pues nos quedamos sin ella. El pueblo es inculto e ignorante y a mí me duele que estos niños crezcan como salvajes.
Diana no salía de su asombro. No solo por comprobar que hasta allí llegaba la tiranía de Fred, sino por creerlo incapaz de enamorarse de nadie.
—Eso indica —dijo divertida— que la maestra no quiso al señor Cohn.
—Cabe suponer que así fue.
—Es curioso.
—¿Qué le parece curioso, hija?
—Lo que acaba de decirme respecto al bravo Fred. Lo creía tan insensible como esto —y pisó con fuerza el suelo—. No supuse que podía enamorarse como otro ser cualquiera.
—Quizá no se enamoró.
—Pero quiso casarse con ella.
—Cualquiera sabe lo que quiso Fred Cohn. ¿Pero no se sienta?
Diana vestía calzón de canutillo color canela, jersey blanco y se tocaba la cabeza con una visera blanca. El calzón un poco flojo en las caderas se ajustaba bajo las altas polainas lustrosas. Gentilísima estaba, y exquisita le pareció a don Damián, que aún se preguntaba quién sería.
—Estoy pensando, padre.
—¿Y en qué piensas, hija?
—En ayudarle en esta labor humanitaria. Desde mañana vendré todas las tardes a educar a esos salvajes. Entre usted y yo haremos grandes cosas. Ahora no puedo detenerme más porque se me hace tarde. He de recorrer un buen trecho y está oscureciendo.
La acompañó hasta la puerta y allí se detuvo para preguntar:
—¿Tiene algún inconveniente en decirme su nombre?
Diana se echó a reír al tiempo de besar la mano del sacerdote.
—En modo alguno, Padre Damián. Y perdone usted mi descuido. Me llamo Diana Cohn y vivo en casa de Fred Cohn.
Don Damián abrió la boca asombrado.
—Vaya, vaya. Conque tú eres la inquieta Diana. Recuerdo muy bien cuando eras pequeñita y venías a la misa con tu madre. Entonces teníamos una maestra y esto estaba más civilizado. En vez de adelantar, yo creo que atrasamos, hija mía.
—Ya le he dicho que vamos a luchar contra una voluntad poderosa, padre. Quizá la venzamos o no, todo depende de la paciencia que tengamos.
—Me alegro de verte, querida Diana. A Fred Cohn le estaba haciendo falta encontrar frente a sí una voluntad tan fuerte como la suya, y creo que ya la ha encontrado. Valor, Diana y ven mañana a ayudarme. No rechazo tu ofrecimiento, porque lo necesito mucho.
—Hasta mañana, padre Damián.
* * *
Se había hecho noche cerrada y Diana desconocía el terreno. Jinete en la yegua iba inquieta oteando la oscuridad con ojos casi ávidos. De súbito, a mitad del camino divisó una sombra. Detuvo la montura y esperó con el pecho en tensión. Se trataba de un caballo con su jinete. Este fumaba, porque de vez en cuando las chispas saltaban de una cosa oscura, iluminando algo que parecía un sombrero.
—Apresúrate —dijo la voz bronca de Fred—. Y otra vez procura no quedarte pasmada en el pueblo si no quieres tener un mal encuentro.
Diana respiró con amplitud y se apresuró a obedecer la orden.
—¿Me esperabas? —preguntó con un hilo de voz.
—No.
Los caballos al paso. Se rozaban las piernas de los jinetes. Ella sintióse inquieta, sin saber por qué.
—Y si no me esperabas, ¿qué hacías ahí? ¿Acaso tenías una cita con...?
—Nunca tengo citas.
—Pues debiste tenerlas cuando...
—Acaba.
A través de la oscuridad los dos pares de ojos muy claros se encontraron. Los de Fred eran duros y apremiantes. Los de ella desconcertados, tal vez asustados también.
—Nada.
—Es mejor así. Te advierto que otro día vas a hacer el recorrido sola y no creas tú que es un placer.
—Pues lo haré a diario.
—Ah.
—Pienso ayudar a don Damián a educar a esa caterva de salvajes.
El caballo de Fred se detuvo en seco. Piafó rebelde. Diana siguió.
—Oye, ¿no habrás hablado en serio, verdad?
—Nunca hablo en broma.
Fred espoleó su montura y la acercó a la de su prima.
—¿Sabes lo que dices?
—Sí.
—Pues no irás.
—Siento decirte que iré, Fred. Y, por favor, conmigo no adoptes esos aires de bravucón porque no me asustas. Si tienes atemorizada a la gente, a tu gente que come de tu hacienda, yo no soy de tu gente y no como de ti. ¿Me comprendes? He de ir al pueblo, y a donde me dé la gana. Y pienso también ir a Nueva York a pasar los fines de semana con mis amigos.
—Así te quedarás allá —dijo con voz descompuesta, espoleando el caballo y perdiéndose en la noche.
Diana lo siguió al galope diciéndose que sería interesante ver los ojos de Fred en aquel momento. A juzgar por el tono de su voz, debían chispear indignadísimos.
El vestíbulo estaba iluminado. Diana atravesó jinete en el caballo por medio del grupo de peones que, sentados en medio del parque, charlaban y bebían.
—Buenas noches, señorita Diana —gritaron a un tiempo.
La joven detuvo la montura y los saludó con la mano.
Luego saltó al caballo y traspasó la corta distancia que le separaba de la biblioteca.
—Estoy asombrada —exclamó, tirando la fusta sobre una butaca—. Te crees un reyezuelo y no eres más que un hacendado.
—Sé muy bien lo que soy, Diana, y me gustaría que no te inmiscuyeras en mis asuntos.
—Perfectamente. Pero sigue mi ejemplo.
Estaba en pie en medio de la estancia, y su bello semblante se alzaba orgulloso. Fred la miraba con rara expresión. Recostado en la chimenea, parecía taladrarla con los ojos, pero Diana no pudo leer el significado de la mirada clara.
—Don Damián es un pesado. Te hará trabajar como si fueras una... maestra.
—¿Y bien? El trabajo no me asusta.
—Pues trabaja, diablo, trabaja hasta que te caigas y yo te enterraré con bombo y platillo.
—¿Acaso murió la maestra que se fue hace algún tiempo?
Diana observó que Fred se ponía en guardia. La pipa tembló entre sus dientes, movida quizá por la rabia y el orgullo.
—No lo sé ni me importa.
—Pues no creo que yo te importe tampoco. ¿O es que deseas que tu pueblo siga siendo ignorante para dominarlo mejor? Creo, Fred, que no eres humano.
—Nunca nadie me juzgó y no deseo que tú lo hagas ahora, ¿te enteras?
—No pienso juzgarte porque te considero demasiado mezquino para malgastar el tiempo en ello. Pero dije siempre lo que pensé y a ti te lo diré también. He llegado esta mañana, Fred. Venía ansiosa de encontrar un familiar. Toda la vida junto a personas extrañas que me quisieron, pero eso no basta. Deseaba encontrar un hogar y tú no me lo proporcionas.
—Has dicho esta mañana que esta casa es tan tuya como mía; ya tienes, pues, tu hogar.
Diana movió la cabeza como dando a entender que él le inspiraba lástima.
—Sí. Ya lo sé. Buenas noches, Fred.
Él iba a detenerla, pero se abstuvo tras un violento esfuerzo. Clavó los ojos en la silueta esbelta que se alejaba y se mordió los labios. Diana, detenida en la puerta, de espaldas a él, miraba hacia el vestíbulo.
Y Fred la miraba a ella con rara expresión, como si pretendiera grabar en su mente y en su corazón las formas de aquel cuerpo de mujer joven y bello.
Súbitamente, la figura inmóvil se volvió.
—Tengo aún dinero del que me «regaló» —recalcó con ironía— tu administrador y pienso gastarlo mañana en la ciudad. Iré en mi coche y traeré algo para... para adornar este pelado vestíbulo.
—A mí me gusta así.
—A ti te gusta así porque alhajarlo cuesta dinero, pero como a mí el dinero no me interesa como a ti, voy a gastarlo a mi gusto.
Por toda respuesta, Fred le dio la espalda.
V
Madrugó mucho. Nadie se había levantado en la hacienda y la luz del amanecer apenas si asomaba por los riscos, cuando el auto rojo, descapotable, se perdía en la carretera envuelto en una gruesa capa de polvo.
Y cuando llegó al mediodía, Fred aún no había regresado de los campos. Ayudada por Mary y Tula, retiró los bancos del vestíbulo y después dijo:
—Esta tarde vendrán a arreglarlo.
—¿Qué van a hacer? —preguntó Tula, curiosa.
—Hacerlo acogedor, Tula. Esto es un desierto.
Vinieron en efecto. Pusieron una consola a la entrada presidida por un gran espejo. Una mesa de centro, una alfombra mullida y maceteros con flores. Cuadros por las paredes y un juego de sillas retorcidas.
Cuando se fueron los hombres de la camioneta, dijo Diana:
—No está a mi gusto pero ya tendré ocasión de cambiarlo. Esta casa necesita una mano que le adorne y no sé por qué me parece que esa mano va a ser la mía. Y desde ahora, Tula, di a los mozos que entren por la puerta de servicio. Con sus botas ponen ensuciadísimo el suelo. Y di, además, que enceren esto.
—Bien, señorita Diana.
—No os enfadéis conmigo porque os dé trabajo. Pretendo con ello vivir como personas civilizadas. Detesto las cosas feas.
—Estamos contentas, señorita Diana —dijo Tula, muy satisfecha.
Cuando llegó Fred apenas si hizo un movimiento de asombro. Diana, que lo observaba desde la puerta de la biblioteca, no pudo saber si vio siquiera la transformación. La miró a ella, movió los labios en un saludo y después se perdió escaleras arriba. Iba a la mitad cuando la voz serena de Diana dijo:
—Antes de entrar has de limpiarte los pies.
Fue suficiente aquello para que Fred se detuviera en seco. Súbitamente bajó como una catapulta, la tomó del brazo, tiró de ella y cerró la puerta de la biblioteca. Se arrimó tanto que su piel brava rozó la cara suavísima de la joven, y debió de parecerle demasiado suave para él, porque se apartó como si lo abrasaran.
Sin soltarla, no obstante, la sacudió cual si fuera una pluma, más la cabeza de Diana se mantenía erguida, desafiadora.
—¿Qué es lo que has dicho?
—Que ensucias el piso con tus botas manchadas de barro.
—Pues te advierto que estoy en mi casa y he de entrar y salir cuantas veces me apetezca. Y ten en cuenta que esa misma noche van a quitar todo eso de ahí. ¿Te das cuenta? Aquí mando yo y no permitiré que una mocosa venga a imponer su voluntad en mi casa.
—Nuestra casa, Fred.
—¡Al diablo! ¡Al diablo! —gritó fuera de sí.
Era la primera vez que Diana le veía enfurecido y le complació tener fuerza suficiente para romper la inescrutable ecuanimidad.
—Voy a ordenar que lo quiten ahora mismo ¡Ahora mismo!
Parecía un loco salido del manicomio en aquel instante. Diana comprendió que por la fuerza no iba a vencerlo y se aproximó conciliadora.
—Sé razonable, Fred —pidió con dulzura.
—¡Márchate! ¡Maldita la hora en que apareciste en esta casa!
—Llegué ayer, Fred, y ya me estás maldiciendo.
—Y cuando transcurra un mes te mataré si sigues provocándome.
Fred, fuera de sí, salió de la estancia dando un portazo. Diana se mantuvo inmóvil. ¿Lo provocaba en realidad? Era delicioso provocar al hombre de hierro que no sonreía y hablaba siempre con voz de trueno. Era delicioso ver que sus maravillosos ojos pardos se encendían en llamaradas abrasadas quemándolo todo, excepto a ella que... no era fácil de dominar.
A los oídos de Diana llegaron ruidos raros que venían del vestíbulo. Golpes secos, contundentes. Cristales que se hacían añicos contra el suelo. Salió y vio a Fred solo en medio del vestíbulo, rompiendo con los pies todo cuanto encontraba a su paso. Y vio asimismo que de la mano izquierda le salía la sangre a borbotones.
Como seducida contempló los movimientos del hombre sin suspirar siquiera, Fred, presa de un ataque de locura incontenible, pisaba una y otra vez las sillas, que ya no eran más que astillas bajo el poder de sus botas; luego destruida la mesa, tiró por la ventana una a una las flores de los maceteros. Pálido, los ojos echando lumbre, crispadas las manos y la boca, no parecía un ser humano, sino un fantasma venido del otro mundo para destruir con su ira todo cuanto de bello había en este.
Los criados acudían al ruido, pero al ver de lo que se trataba huían cobardemente a refugiarse de nuevo en el patio. Tula, desde la puerta de la terraza, contemplaba la escena con ojos desorbitados y Mary, palidísima, apenas si respiraba, en mitad de la escalera.
Comprendió que sería inútil usar de su fuerza para contener al ser enloquecido. Consideró que era preferible su persuasión de mujer, su sensibilidad, para dominar lo que los insultos no habrían conseguido nunca. Vestía aún las ropas de montar y retorcía nerviosamente los guantes que ya no eran sino dos arrugas entre los dedos nerviosos. Fascinada todavía por la visión que no iba a olvidar nunca, avanzó gentilísima. Se detuvo tras Fred y susurró:
—Pero, querido...
Fue como si quemaran al hombre. Volvió los ojos, aquellos ojos candentes que jamás estuvieron tan hermosos dentro de su cara broncínea. La miró como si ella fuera el mismo demonio, y después, presa de súbito furor, golpeó con el puño ensangrentado el espejo que aparecía partido en dos entre su marco. Lo golpeó tanto, de tal manera, que la sangre se confundió con los trocitos que caían al suelo produciendo un ruido extraño.
—Fred —murmuró ella quedamente—, te estás destrozando la mano.
—¡Así pudiera destrozarte a ti! —gritó él, descompuesto.
Tapóse la cara horrorizada. Fred tenía la mano en alto y de aquella mano manaba la sangre mezclada con trozos de piel desgarrada. Debía de sentir un dolor inhumano, pero no parecía ser así, a juzgar por la expresión cruel de su semblante.
—Repórtate, Fred...
El aludido dio la vuelta sobre sí mismo, la empujó con violencia y pasó ante ella. Cruzó el vestíbulo y ascendió despacio por las escalinatas con los brazos caídos a lo largo del cuerpo, manchando la escalera con su propia sangre que manaba abundantemente de la mano herida.
—¡Fred!
El hombre siguió adelante con la cabeza erguida, extraviada la mirada, sudoroso el rostro.
Desapareció en el pasillo y se perdió tras la puerta de su cuarto.
—¡Señorita Diana!
La joven miró a Tula. Los criados asomaban ahora sus tímidas cabezas por las ventanas y Diana sin saber por que, se sintió indignada.
—Vuelvan a su trabajo y olviden esto —dijo fuerte, erguida en medio del vestíbulo—. Y tú, Tula, dame alcohol, vendas, esparadrapo y... una botella de coñac.
Acudió Tula con lo pedido y Diana sin mirar hacia atrás, impresionada como jamás lo estuvieron, salvó de dos en dos la distancia que la separaba de la habitación de su primo. Nunca había entrado allí, pero ahora lo hacía sin un titubeo. Ignoraba si en realidad estaba indignada o no... ¡Qué más daba! El furor indescriptible de aquel hombre la había impresionado y enternecido, desconociendo las causas. Entró sin llamar. Fred en medio de la estancia, erguido como un soberano, soberbio, frío intentaba vendar la mano con ayuda de su boca.
* * *
—Yo te ayudo Fred.
El hombre volvió el rostro. Sus ojos se encendieron.
—Preferiría perder la mano —dijo con rara entonación.
Avanzó aún así. Nunca estuvo tan bella como en aquel instante, aureolada su cara de niña buena por los cabellos alborotados.
—Permíteme, Fred, te lo ruego —pidió con un hilo de voz.
—He dicho que me arreglo solo.
—Pero si tienes destrozada la mano, querido.
—¡He dicho que me arreglo solo! —gritó, descompuesto.
Terca, aún intentó tomar la mano de Fred entre las suyas, pero el hombre dio un tirón y se apartó de ella como si le temiera a una alimaña.
—Márchate. Estás en mi cuarto.
—Lo sé, Fred. He venido a curarte y no me iré de aquí mientras no me lo permitas.
—Me harías más daño, muchacha. Déjame solo.
—Fred —susurró Diana, pensativamente—, no te hice daño alguno. Vine a la hacienda buscando un poco de cariño de los míos, que siempre me faltó. Lamento haber despertado tu furor involuntariamente y sentiría que me guardaras rencor.
—Eres una santa —rezongó él, haciendo inauditos esfuerzos por atar el pañuelo en la mano que continuaba perdiendo sangre.
—No sé lo que soy, Fred. Solo sé que en este momento me necesitas y estoy a tu lado.
—Pues no te necesito —dijo sin gritar—. Márchate.
Dijo eso débilmente, porque su rostro se crispaba a causa del dolor. Lo vio hundirse en el borde de una butaca y retorcer la mano dolorida. Diana comprendió que estaba sufriendo horriblemente. Era seguro que algún fragmento del cristal seguía clavado en su carne. Sufría ella también. Jamás había podido ver con naturalidad el sufrimiento de los humanos y Fred en aquel instante era para ella otro ser cualquiera, del que deseaba apartar el sufrimiento.
Se arrodilló ante él y puso las vendas en el suelo. Una mancha roja se hacía cada vez más grande sobre la alfombra. Fred, con ojos hipnóticos, miraba la mano destrozada y la sangre que goteaba agrandando la mancha oscura.
—Fred...
—Déjame, márchate.
—He de curarte.
Y sus dos manos finas, aladas, donde lucía el brillante que despedía destellos luminosos, se posaron sobre las rodillas de su primo. Este, al sentir el débil contacto, fue como si le encendieran la sangre, porque se puso en pie de un salto y con la mano sana cogió a Diana con rudeza y la arrastró hacia la puerta. La joven se desprendió bruscamente y quedó erguida ante él, desafiante, bonita, seductora como jamás lo estuviera.
—Eres un monstruo —dijo Diana, bajísimo—. No sé lo que tienes en lugar de corazón. Quizá has ido al barranco a buscar un trozo de piedra. Cúrate solo si puedes o desángrate si te parece mejor. No pienso volver. Hice todo lo que pude por ganar tu afecto y no te has querido dar cuenta.
—¡Márchate ya!
—Desde luego. Me voy ahora mismo, y pienso comer como siempre, ¿te das cuenta? Aunque te mueras ahí, yo comeré y seguiré viviendo, y si te mueres me sentiré muy satisfecha.
—He dicho que marches.
—Eres un ambicioso y un egoísta. Y si te sirve de consuelo te diré que no soy ambiciosa ni egoísta. El día que me canse de estar en el campo pienso cederte la parte que me corresponde de la hacienda. Ya ves tú lo indiferente que me resulta el dinero. Quédate ahí con tu furor y procura en lo sucesivo no tocarme ni siquiera para sacarme de tu alcoba.
VI
Comió sola, servida por los silenciosos criados y luego se fue a recluir en su alcoba. No durmió. Sentada en la cama, con la frente entre las manos, pensó desesperadamente en aquel hombre extraño que la odiaba ferozmente. Pero ¿por qué? ¿Solo por el maldito dinero?
Cuando se levantó al día siguiente, Mary apareció en la estancia muy avanzada la mañana.
—Buenos días, señorita. ¿Le subo el desayuno?
—No tengo apetito, Mary.
—Él se ha ido, señorita.
Se estremeció de pies a cabeza.
—¿Ido? ¿A dónde?
—Nadie lo sabe. Se fue ayer mismo, a las once de la noche, jinete en su caballo.
—¿Llevaba vendada la mano?
—Yo le vi desde la ventana de la cocina. Sí, la llevaba vendada con un simple pañuelo manchado de sangre. Debía de dolerle mucho porque al subir al caballo, su rostro, que iluminaba la lámpara de la terraza sudaba copiosamente y la boca muy apretada apenas si pudo contener un gemido de dolor.
—Ya volverá.
Pero no volvió en toda la semana. Diana iba todas las tardes a dar clase a la sacristía y le contó a don Damián lo sucedido. Este se echó a reír y dijo tan solo:
—Siempre ha sido un rebelde y lo continuará siendo hasta que muera. Déjalo, hija. Es más conveniente.
Pero ella no podía vivir tranquila. Su condición de mujer sensible y buena le impedía vivir sosegadamente, sabiendo que él estaba lejos, sabe Dios dónde. Imaginaba el sufrimiento de Fred. Era un hombre rebelde, sí, pero esto no impedía que sufriera como los demás mortales.
Procuraba regresar temprano porque el camino que había de recorrer a caballo era oscuro e intrincado. No podía hacer aquel camino en auto porque los senderos eran peligrosos y la carretera bordeaba un precipicio amenazador.
Aquella semana, una semana después de lo anterior, cuando llegó a casa era ya oscurecido. Saludó a los peones en el patio y se apeó junto a la escalinata. Con la fusta en la mano ascendió despacio, cual si sobre sus espaldas pesara una carga horrible. Atravesó el vestíbulo y entró en la biblioteca, como todas las tardes. Allí fumaba un cigarrillo y esperaba pacientemente que Tula viniera a llamarla para comer. Pero al entrar vio una sombra alta y corpulenta que se proyectaba junto a la ventana. Vio, asimismo, la pipa de la cual salía un humo azulado. Era él, estaba allí.
—Hola —saludó con sencillez, como si se hubiesen visto dos minutos antes.
Él no contestó. Hundido en una butaca, con una pierna cabalgando sobre la otra, parecía ajeno a la proximidad femenina. Diana buscó la mano... Observó que no llevaba vendas; solo dos manchas blancas indicaban que allí hubo una herida, una herida reciente.
Dejóse caer en otra butaca de frente y encendió un cigarrillo.
—Me parece que esta noche va a llover —comentó Diana con absoluta naturalidad, al tiempo de expeler una aromática voluta de ondulante humo.
Tampoco esta vez respondió Fred.
Con el rabillo del ojo, Diana lo observaba. Estaba más pálido que de costumbre y los párpados se abatían sobre los ojos como si el cansancio lo rindiera. Preguntóse dónde habría estado Fred Cohn durante aquella semana y no acertó a encontrar una respuesta. Los cabellos negros y crespos parecían venirse hacia la frente. Tenía las ropas arrugadas y las botas manchadas de barro, de barro ya viejo, seco, lo que indicaba que había caminado sobre él durante horas y tal vez días.
—Desde que le ayudo a don Damián los niños son menos salvajes —sonrió divertida.
Fred chupó la pipa, sin mover un músculo de su cara atezada.
—Me gusta mi oficio de maestra —añadió la joven, poniéndose en pie.
Nerviosa salió de la estancia. Fred quedó impasible Diríase que no había oído ni visto nada.
* * *
Apenas si lo vio durante la semana siguiente. Comían solos en el gran comedor. Silenciosos, uno ajeno a otro, pues ya Diana se cansara de hablar sin obtener respuesta. Después ella se iba al parque o a su cuarto y él se perdía en los campos, mudo, hosco, como un fantasma.
A veces sentía la sensación de que alguien la miraba desde algún rincón ignorado. Era una impresión violentísima que le hacía daño en todo su ser. Una sensación que jamás experimentó y que no solo la desconcertaba sino que producía en todo su ser una inquietud indescriptible.
Buscaba con sus ojos los ojos que la observaban y nunca pudo hallarlos. Intranquila galopaba por los campos, buscando el aire que refrescara su mente calenturienta, sosegada, sus nervios que parecían palpitar a flor de piel.
Aquella tarde hacía un sol esplendoroso. Se disponía a dirigirse al pueblo con objeto de ayudar a don Damián, cuando Fred apareció en la terraza. Ella vestía una simple falda azul y un suéter de algodón blanco. Calzaba sandalias, por cuyas tiras se veían las uñas nacaradas de sus pies, y llevaba en el brazo una chaqueta blanca.
—¿Vas a pie? —preguntó Fred, mirándola extrañado.
Era la primera vez en quince días que le dirigía la palabra, y Diana se sintió contenta.
—Sí.
—No lo hagas.
—¿Por qué?
—El camino es largo y, pese a este sol, al regreso se te hará tarde.
—Gracias por tus consejos, pero iré a pie.
Él la contempló brevemente de un modo raro y después encogió los hombros.
—Como quieras —rezongó. Y se fue.
Iba a mitad de camino cuando ya le pesó haber hecho el recorrido a pie. Sentíase cansada y pensó en el camino de regreso. Aquella tarde había trabajado sin ganas. Había perdido el humor sin saber por qué ni cuándo. ¿Acaso nada más haber llegado a la hacienda? ¿O tal vez simplemente aquella tarde? Los niños la querían, la obedecían como si fuera un ser sobrenatural. Nunca reía con ellos. Usaba un método persuasivo que no fallaba nunca y los rapazuelos aprendían incluso sin darse cuenta. También don Damián la quería y se preguntaba muchas veces qué haría aquella criatura en el valle el resto de su vida. Una muchacha educada en París en un pensionado aristocrático, viviendo ahora entre vacas, hombres rudos y criaturas desgreñadas. No le agradaba el panorama para Diana, y cuando se lo decía a la joven, esta se echaba a reír y replicaba tan solo: «Quién sabe, padre Damián. Ya veremos. Me gusta el campo y por ahora no me he cansado de esta quietud».
—¿Quién fue Colón? —preguntó a un niño—. ¿Qué hizo?
—Ganó el partido internacional —repuso el niño, sin titubeos.
Hubo risas y Diana tuvo que reír también. Pacientemente, con dulzura encantadora, explicó con frases claras la lección del día. Luego, cuando los dejó bien convencidos, les entregó caramelos y se despidió de don Damián.
—No hagas más este recorrido a pie —aconsejó el sacerdote—. Es peligroso.
—Eso creo.
—El sol ya se ocultó y vendrá en seguida la noche. Apresúrate y no te detengas en todo el camino, hijita.
—Hasta mañana, padre.
—Hasta mañana, hija mía. No te detengas.
No se detuvo, en efecto, pero aun así jamás creyó que le pasara tanto. Cansada, asustada porque la noche se le venía encima, caminaba presurosa, mirando siempre al frente con reiterada insistencia, como si solo le interesara en aquel momento divisar la finca. Y así era en realidad. Pero cuanto más caminaba más lejos le parecía hallarse de ella. Sus pasos, en vez de avanzar creyó que retrocedían. Minutos, horas. ¿Qué importaba ello? Hubo de detenerse para tomar aliento y un animal nocturno bramó a lo lejos. Ya no se veían las copas de los árboles y las piedrecillas del camino rutilaban bajo las estrellas, que poco a poco bordaban el firmamento. Suspiró ahogándose y apretóse el corazón con ambas manos. Se moría de terror si no divisaba pronto las luces de la finca.
«¿Me habré perdido? —se preguntó aterrada—. Llevo caminando más de dos horas y a caballo recorro este trecho en veinte minutos. ¿Me habré perdido?», se preguntó de nuevo, con los ojos desorbitados por el espanto.
Detúvose en seco. Recordó que hacia un lado estaba el abismo y por el otro las montañas intrincadas. Si avanzaba un paso más podía matarse y si quedaba allí detenida la mataría el terror.
Avanzó, pues, con cautela, temblando de miedo y desesperación, cuando los cascos de un caballo la sobrecogieron.
—¿Quién anda ahí? —preguntó con voz desgarrada.
No hubo respuesta. En la oscuridad unos brazos la levantaron en vilo, e iba ya a gritar, cuando la voz de Fred sonó cerca de su oído. Era una voz seca, fría, desnaturalizada, ante aquel terror femenino que la mantenía temblorosa entre sus brazos.
—Otra vez procura seguir los consejos de las personas que conocen estos senderos.
No le importó el acento brusco de aquella voz, ni los brazos que la oprimían escandalosamente. Solo supo que estaba a salvo, que iba con Fred y que llegaría a la finca sin un rasguño. ¿Sin un rasguño? Quizá no lo llevara en su piel, pero...
—Perdona, Fred —pidió bajísimo, apretándose instintivamente contra él.
Los dos en el caballo, pegado uno a otro, se miraron. Jamás dos pares de ojos brillaron tanto como los de ellos en aquel instante.
El caballo caminaba al paso. El hombre seguía mirándose en los ojos verdes, que parecían interrogar. La sentía toda en su cuerpo, como si fuera algo que se abandona blandamente. El cuerpo caliente y bonito pegado en su carne le produjo algo extraño. No lo dijo, no lo demostró. Apretaba más y más la cintura breve y en un instante de desesperación la acarició bárbaramente.
—¡Fred!
El hombre seguía mirándola. Los labios bonitos, entreabiertos, estaban bajo los suyos. Un simple movimiento y la habría besado.
—¡No, Fred!
Impasible, como si no hiciera nada, y no obstante...
—He dicho que no —gimió, ahogándose.
Mudo, hosco, frío, y no lo era. Estaba demostrando que no lo era.
—Te lo suplico...
La boca de labios sensuales se curvó. Era una boca bien formada, de labios gruesos, que parecía haber sido hecha para el placer del beso. No hubo frases, ni gemidos ni protestas por parte de la muchacha, que se sentía absurdamente atraída hacia aquel hombre que no sabía más que mirarla. Súbitamente, el caballo se detuvo. El hombre soltó las riendas y con sus dos manos la levantó más hacia él. Un beso, simplemente un beso, y el mundo, los seres y las cosas desaparecieron para él. La mantuvo contra sí como si temiera que alguien viniera a arrebatársela y después lanzó los ojos hacia lo lejos, oteando con ansiedad la oscuridad de la noche. Temblando, quieta, tenso el cuerpo y apretado los labios lastimados, Diana miraba al hombre con avidez, como buscando una explicación que no llegó.
El caballo siguió ahora a galope. Los brazos que sostenían a Diana seguían apretando con desesperación, si bien ya no acariciaban.
—Es la primera vez que me besan, Fred —confesó, con sencillez encantadora.
—Te has perdido en el camino —repuso él, con acento inexpresivo—. Si sigues un poco más te hubieras despeñado.
—Y te cobraste el precio de mi salvación con un beso inexplicable —dijo, bajísimo.
Fred nada repuso. Tenía la vista enturbiada clavada a lo lejos, en un punto que brillaba con luz artificial. Era la finca, que aparecía altiva y gallarda envuelta en el hado nocturno.
—¡Fred, necesito una explicación!
El jinete bravo y rígido apretó los labios. No dijo nada. Lanzó el caballo al galope, como si escapara de un animal venenoso que lo perseguía y atravesó el patio como una exhalación seguido por los ojos curiosos de los peones.
Saltó junto a la escalinata y, sin mirarla a ella, que quedaba colgada en la silla, traspasó la distancia que lo separaba del vestíbulo y se perdió en las sombras.
—Yo la ayudaré, señorita Diana —dijo Harry, aproximándose.
La depositó en el suelo y la miró con curiosidad.
—¿Qué le pasa, señorita Diana? Está usted muy pálida.
—He... he tenido miedo, Harry. Venía sola y a pie cuando... cuando apareció él.
—Le diré a Tula que le haga una taza de tila con un poco de azahar.
—Gracias, Harry. Di que me lo suba a mi alcoba, pues hoy no bajaré a comer.
* * *
Habían transcurrido muchos minutos y seguía sentada en el borde del lecho con la vista perdida en un punto inexistente. Tenía los labios doloridos, temblorosos, y en el corazón un peso terrible. ¿Por qué? ¿Por qué?
Aquel beso que no olvidaría jamás, aunque viviera mil años, tenía que tener una explicación. Se la debía Fred Cohn, quisiera o no. Pero ella sabía muy bien que jamás pediría aquella explicación y que Fred no se la daría nunca por propia voluntad.
Sentía las caricias de Fred en su cuerpo como si la quemara un hierro candente. Unas caricias brutales que la avergonzaron, que no podría olvidar mientras viviera, que la estremecía y la intranquilizaba. Era un bruto, bruto como un potro salvaje. Pero había dulzura en su boca, como si las manos no pudieran con su brutalidad desmentir la gran ternura de sus labios.
Un alarido de terror llegó claro y vibrante a su cuarto. Mary, que la observaba en silencio, sin decir nada, sin preguntar nada, se lanzó hacia la ventana y se tapó la cara con las manos.
—¿Qué sucede? —preguntó, sobresaltada.
Otro alarido y el chasquido despiadado de un látigo chocando con la carne caliente. Diana saltó hacia la ventana y miró con ojos desorbitados por el espanto. A la luz de la luna se veía la escena con precisión. Un hombre en pie con el látigo alzado golpeaba sin piedad a otro que derrumbado ante sus pies pedía clemencia. Y aquellos dos hombres cegaron la vista de Diana, que, como un animal acorralado, fue hacia la puerta, la abrió y echó a correr escalera abajo.
Los criados miraban impávidos, mudos, la escena brutal que tenía lugar en medio del patio. Tula, con las puntas del delantal metidas en la boca, contenía el grito de terror, y Harry, con sus piernas arqueadas, fumaba recostado en una columna de la terraza sin apartar los ojos del látigo que una y otra vez caía sobre el peón.
Diana atravesó el parque presa de súbito furor. Había recibido besos de aquel hombre un instante antes y ahora el hombre golpeaba sin piedad a un ser humano, a un ser indefenso que lanzaba alaridos de horror. El momento fue impresionante. La muchacha bonita que se interponía. El hombre bravo que la miraba asombrado. El peón que con las carnes desgarradas caía inerte absorbiendo el polvo.
—No, más no —gimió ella, sosteniendo el látigo que Fred iba a dejar caer de nuevo sobre la espalda de la víctima—. Más, no. Te aborreceré mientras viva, Fred Cohn, y me iré lejos para no ver nunca más tu inhumano salvajismo.
—Aparta. He de matarlo.
—Delante de mí, no, Fred Cohn. Si estos hombres que te miran impasibles tienen entrañas para contemplar esta monstruosidad, yo no. Habrás de golpearme a mí o no golpear a nadie.
La retiró de un manotazo. Pero entonces ella arrancó el látigo de manos de Fred y lo alzó violentamente. Por dos veces cruzó con él el rostro asombrado y súbitamente dos surcos aparecieron en la cara broncínea.
—Y te golpearé hasta morir si no te apartas de mi vista —dijo, jadeante.
Fred Cohn la miraba. La miraba, ¡oh, sí!, como si pretendiera taladrar su carne. Era una mirada asombrada, indecisa, extraña. Diana se sintió de pronto desarmada, temblorosa.
—Perdona —pidió bajísimo, rompiendo en un sollozo desgarrador.
Fred nada repuso. Seguía mirándola, y entonces, bruscamente, giró sobre sus botas y se alejó. Pasó por entre sus criados. Pisó la terraza y avanzó por el vestíbulo con los brazos caídos a lo largo del cuerpo, marcada la cara con dos surcos morados que adulteraban la piel morena.
—No debió hacerlo, señorita Diana —dijo Harry, tras ella—. El peón merecía su castigo.
—Ningún ser humano tiene poder suficiente para castigar así a un semejante.
—Es el clásico castigo de esta finca, señorita Diana. Un hombre, cuando comete una falta, ha de pagarla y esa... merecía los latigazos.
El peón golpeado escapaba exhalando gemidos de dolor. Nadie lo siguió. Lo vieron traspasar la puerta y correr enloquecido en la oscuridad. Diana, con la tez pálida y los labios apretados, caminó lentamente hacia la terraza. Pasó ante los criados, como un momento antes había pasado Fred, sin mirar a parte alguna. Solo al llegar junto a Tula se apretó en sus brazos y sollozó desesperadamente. La cocinera y Harry la llevaron dentro.
—No debió usted hacerlo, señorita Diana —dijo Tula, con rara entonación—. Por una vez en mi vida, aprobé la justicia del amo.
Diana seguía llorando.
—El peón, cuando los vio pasar a caballo, dijo algo que ofendió terriblemente a la señorita. El amo lo oyó...
Diana cesó súbitamente de llorar y alzó el rostro.
—¿Qué?
—El amo lo oyó —repitió Harry, con voz monótona—. Lo oyeron todos. Pero nadie se dio cuenta de que el amo había oído hasta que pasados muchos minutos, muchos, el amo pidió ver al peón y le ordenó que se quitara la camisa. Nadie preguntó por qué lo castigaba, todos lo sabíamos.
Ella se puso en pie y los miraba como alucinada.
—Aun así, el castigo es inhumano —dijo tan solo, con rara entonación, echando a andar.
VII
Abrió la puerta sin llamar.
Fred, impasible, sentado en el borde de una butaca, con la camisa abierta dejando ver su fuerte tórax, procedía a ponerse compresas frías en el rostro. El recipiente con el agua estaba en el suelo y de él extraía Fred unos algodones empapados que luego aplicaba a cara. Su faz pétrea parecía inescrutable. Diana avanzó con lentitud y en silencio le quitó de las manos las compresas y dijo bajísimo:
—Echa la cabeza atrás sobre el respaldo de la butaca.
Él obedeció en silencio. Cerró los ojos.
Las manos aladas pusieron las compresas, una, dos, muchas, en el mayor silencio. Él tenía los ojos cerrados y los labios plegados en una mueca de dolor.
—¿Sigue doliendo?
—Sí.
—Perdóname —pidió, bajísimo.
Él abrió los ojos y los cerró de nuevo.
La escena silenciosa parecía en extremo desproporcionada si se tiene en cuenta que fue ella quien lo golpeó. Él se mantenía inmóvil, y ella, con sus dos manos finísimas, donde lucía el brillante que centelleaba bajo la luz de la lámpara, se aplastaban una y otra vez suavemente sobre el rostro dolorido.
—Ya no me duele —dijo él, al fin—. Puedes dejarme.
—Quisiera explicarte, Fred...
—No es necesario.
—Yo no sabía, Fred...
El hombre se puso en pie y lentamente se aproximó a la ventana. Su alta talla proyectada en la obscuridad donde la luz no alcanzaba parecía más alta, más esbelta. Vestía aún el pantalón de montar y las altas polainas y la camisa a cuadros desabrochada.
—Fred —susurró, aproximándose a él.
Aunque en realidad. Diana presumía de altura, era mucho más baja que Fred y a su lado parecía poca cosa. Bella, sí, pero insignificante ante la gran personalidad del hombre incomprendido.
—Dejémosla así, Diana.
—No debiste golpearle de ese modo. Para todo eres igual. No entiendes de términos medios, vas a los extremos y lo avasallas todo.
—He dicho que lo dejemos así —repitió, sin volverse.
—En realidad el peón no dijo más que la verdad.
Ahora el hombre se volvió y sus ojos tan pardos buscaron con interés las pupilas verdes.
—No tienen por qué pensar mal de una mujer como tú. Que me insultara a mí. A ti, no.
—Los dos cometimos una falta.
—Solo yo... —Pasó una mano por la frente y se agitó—. No sé qué fue... Creo que me enloquecí en aquel momento. Yo... me disculpo, Diana.
—¿Tú te disculpas?
—Sí. Fortalezas mayores han caído. Yo también caí.
—¿De dónde, Fred?
Enfurecióse súbitamente y la tomó por un brazo.
—De ningún sitio —gritó excitado de pronto—. Y márchate ya, si no quieres... si no quieres...
Se fue asustada.
No pudo dormir en toda la noche, y a la mañana siguiente era sábado y subiendo al auto rojo, se dirigió a Nueva York sin advertir a nadie, excepto a su doncella.
Deseaba alejarse de todo aquello. Un día, dos, ¡quién sabe! Pero lejos de allí. Era preciso. Lejos del hombre, del recuerdo turbador de sus besos enloquecidos, de la visión de aquel látigo inhumano que quisiera o no, despertó la conciencia del hombre culpable, Diana sabía que Fred no golpeó a su peón por lo que oyó referente a ella, sino porque aquellas palabras eran el exponente exacto de la verdad, la pura verdad.
Fue recibida en la gran mansión de Nueva York con gritos de júbilo por parte de sus antiguas compañeras de colegio. Respiró aliviada ante aquel mundo que siempre había sido el suyo. Dos horas después, ya casi no recordaba la finca, ni al hombre que buscó en sus labios las primicias de sus besos, ni al peón castigado, ni el motivo por el cual recibió el castigo.
—No te irás en un mes —dijo Kay.
—O no te irás nunca —rio Joan, feliz.
Habían sido muy amigas y lo seguían siendo. Se educaron las tres en París y aquella amistad databa ya de muchos años. Había disfrutado de deliciosas vacaciones en su casa y los padres de Joan y Kay la amaban como si en realidad fuera una hija más. Incluso guardaba ropa propia en el armario de una alcoba lindísima que las tres compartían y en la que había tres lechos alineados uno junto a otro, como si fueran las tres camas de otros tantos soldados. Ropa elegante que no se necesitaba en el campo y que la dejó allí para una ocasión como aquella. Kay era rubia y tenía los ojos azules más maravillosos del mundo. Joan era pelirroja y poseía un cuerpo fantástico, pero no era bella de cara, si bien su simpatía suplía la carencia de belleza.
Ahora mismo las tres se hallaban en la alcoba sentadas cada una en su cama. Diana, recién bañada, se enfundaba en una bata de lana, tenía los mojados cabellos peinados hacia arriba e iba descalza. Por el bajo borde de la bata se veían los pantalones del pijama. Con las piernas encogidas, cruzadas a la usanza mora, fumaba y miraba sonriente a sus dos amigas, oyendo atentamente sus atropelladas preguntas.
—¿Y no te aburres?
—No.
—¿Qué haces en la finca?
—Ayudo al padre Damián a educar a una caterva de críos salvajes que me divierten.
—¿Sí? —se asombró Joan, cómicamente—. Pues, hija, no debe de ser nada divertido educar a esos salvajes.
—Bueno, paso el tiempo.
—Lo que tratas tú es de no aburrirte. Ya lo ha dicho papá, ¿sabes? —sonrió Kay, dulcemente—. Tú no eres mujer para el campo. ¿Por qué no has hecho lo que te dijo?
—Porque eso es lo que desea... mi primo, y yo no tengo intención alguna de darle gusto.
—¿Tu primo? —lanzó Joan una carcajada—. ¡Qué torpes, Kay, nos hemos olvidado de preguntarle cómo es ese patán!
—¡Joan!
—Déjale, Kay —pidió Diana, con dulce entonación.
—¿Pero es patán de verdad?
—¿Quién?
—Tu primo.
—No. Es un poco especial.
—¿Te llevas mal con él?
—Pues... ni bien ni mal. Vivimos cada uno nuestra vida. Él no se inmiscuye en mis asuntos y yo no me inmiscuyo en los suyos.
—Pero dices que de buen grado te dejaba marchar para siempre de la finca.
—Sí. Bueno, ¿nos vestimos?
—Yo quiero saber más cosas de tu primo.
—Pero, Joan.
—No me muevo de aquí mientras no me digas cómo es.
—Sí, sí. ¿Rubio? ¿Moreno? ¿Gallardo o retorcido de ir tanto montado en la silla de su caballo?
A su pesar, Diana se echó a reír.
—Es moreno y tiene los ojos grises. Es gallardo y viste siempre ropa de montar. Es bravo como los potros salvajes y tiene una ternura en los ojos extraordinaria, aunque él pretende dar una expresión fría a sus pupilas.
—Un hombre de película, ¿eh?
—No seas majadera, Joan. ¿Nos vestimos o no?
—Nos vestimos, pero con la promesa de que tienes que quedarte a nuestro lado todo el mes.
Se asustó. ¿Todo el mes? No podría. Don Damián la necesitaba. Los niños... Todos y todo...
—Lo veremos —dijo, evasiva.
* * *
Dos semanas saliendo a un lado y a otro. Con Kay y Joan unas veces, con toda la pandilla otras con los padres de sus amigas a fiestas nocturnas. Días maravillosos que la hacían feliz un instante y la inquietaban después. Días en los cuales parecía no recordar nada, y sin embargo, en el fondo de su corazón los recuerdos lastimaban como astillas clavadas sin piedad en sus carnes.
Dieron incluso un baile para presentar a sus hijas en sociedad, y Diana Cohn fue también presentada. Vestía maravillosamente un modelo de noche blanco, descotado y elegante y resultó la reina de la fiesta. Al día siguiente, la Prensa reprodujo la fotografía de las tres jóvenes con grandes titulares. «Las hijas del poderoso industrial James Altey y la amiguita de estas, Diana Cohn».
La Prensa aquella, como todos los diarios de Nueva York, llegó a la finca y estuvo en manos de Fred Cohn. Lo que este pensó de ello no lo sabemos. Arrugó el papel entre sus dedos y lo dejó olvidado sobre la mesa. Durante todo aquel día estuvo más hosco y más pétreo que nunca su rostro inexpresivo.
En Nueva York las tres jovencitas eran felices. Al menos, lo demostraban. Diana tenía muchos pretendientes y parecía halagar el simple hecho, pero no aceptaba ninguno, con gran disgusto de míster Altey, que deseaba ver a Diana casada y lejos del campo.
—Cuando ame —decía ella, confusa.
—¿Amar? Después amarás. Necesitas casarte, Diana.
—Solo tengo dieciocho años. El matrimonio es horrible siendo tan joven.
—Al menos dame la satisfacción de comprometerte con mi sobrino Bert. Es un gran muchacho y tiene un capital respetable.
No quería a Bert. Era rubio, tenía los ojos azules y presumía demasiado. No lo dijo, naturalmente, pero lo pensó. Veinte días después anuncióles que se iba y protestaron de tal modo que hubo de quedarse hasta finalizar el mes.
—Entonces llamaré a mi doncella por teléfono. Estará preocupada.
—Eso me parece bien —dijo la madre de sus amigas.
Corrió al teléfono y pidió conferencia. Se la dieron en seguida. Conoció la voz bronca al otro lado y recordó que solo en el despacho de Fred había teléfono.
—Soy yo, Fred —dijo, quedamente.
Al otro lado del hilo hubo como una vacilación, como si no esperara oír a voz de Diana.
—¡Ah! —exclamó Fred, con su habitual frialdad—. ¿Cómo estás?
—Bien.
—Me alegro.
—Llamaba para decirte que... no iré hasta principios de mes.
—Bien.
—Espero que no me notaréis de falta.
—No.
—Ya...
—¿Algo más, Diana?
—No. Solo que... me han presentado en sociedad, ¿sabes?
—¡Ah! ¿Sí?
—Sí. Creí que leerías la Prensa.
—Dentro de unos días —repuso la voz seca— iré yo a Nueva York por asuntos relacionados con la finca.
El corazón femenino saltó de modo raro dentro del pecho. Apretó febrilmente el receptor y susurró:
—¿Vendrás a verme? Estoy en casa de James Altey. Ya sabes quién es, ¿verdad? Posee las mejores fábricas de automóviles de Nueva York.
—Oí hablar de él.
—Vivimos en la Quinta Avenida.
—Bien.
—¿Vendrás?
—No. Adiós. Diana.
Y colgó.
Quedó desconcertada. Nunca llegaría a comprenderlo. Ignoraba cuándo algo le parecía bien o mal.
—¿Hablaste ya?
Kay hallábase tras ella. Era preciso disimular. ¿Pero tenía en realidad algo que disimular?
—Sí.
—¿Con tu doncella?
—Sí..., sí, con mí doncella.
—Vamos a tomar el té. Los papás nos esperan.
VIII
Una sala de fiestas. Muchas mujeres bonitas elegantemente vestidas. Hombres gallardos sonriendo provocativos. Las tres jóvenes entraron cuando en la pista ya bailaban muchas parejas. La del medio era Diana Cohn. Vestía un modelo de tarde un poco atrevido y sobre los hombros el abrigo de visón. Calzaba altos zapatos. Un casquete monísimo sobre la cabeza. ¿Bonita? No, preciosa sí. Muchos ojos siguieron a las tres jóvenes.
«Son las hijas de míster Altey y su amiguita Diana Cohn. ¿No las visteis reproducidas en la Prensa al día siguiente de haber sido presentadas en sociedad? Las hijas de míster Altey son monísimas, pero la otra es... Hay algo en sus ojos y en su porte...».
Los hombres se alejaron. Fred Cohn quedó allí recostado en el bar mirando a la mujer de grandes ojos verdes que ahora se acomodaba ante una mesa. Un obsequioso camarero las sirvió. Fred apuró el contenido de la copa y pidió otra. Miraba. También las mujeres lo miraban a él. Vestía un traje gris oscuro, impecable. Camisa blanca, corbata discreta. Calzaba zapatos muy brillantes y con absoluta indiferencia hundía las dos manos en los bolsillos del pantalón alzando la chaqueta. No había pose. Era así. En la finca, vestido con las ropas burdas resultaba interesante. Vestido ahora de calle tanto o más interesante aún. Llevaba la ropa con soltura y había en él cierto desafío que lo diferenciaba de los demás hombres. No era elegante, pero parecía un tipo deportista y moderno, acostumbrado a aquella clase de fiestas...
Por encima del borde de la copa observó que un joven se inclinaba hacia Diana. Se fueron a bailar. Ladeó un poco la cabeza para verla mejor. El traje modelaba su figura, una figura altiva, esbelta, quizá incitante... Sí, por su belleza, con el rítmico andar, por su modo de sonreír y por su forma de mirar recta, clara, sin artificios. Una forma de mirar que inquietaba a los hombres.
En pie, con la copa en la mano continuó mirando. La pareja de Diana parecía insistir sobre algo. Diana sonreía tan solo y aquella sonrisa se curvó en su boca extrañamente al chocar con los ojos que la contemplaban. Fred observó cómo por un instante cesó de bailar para continuar después.
Apartó los ojos y pidió otra copa. De espaldas a la pista encendió un cigarrillo. Fumó lentamente y luego pagó la consumición. Se fue.
Diana regresó a la mesa tras de buscarlo ávidamente con los ojos.
—¿Qué te pasa? —preguntó Joan, que era en realidad una indiscreta.
—¿A mí? Nada.
—Pues pareces nerviosa. ¿Te dijo Bert alguna gansada?
—No. ¿Y si nos marcháramos?
Kay protestó.
—Si acabamos de llegar, Diana.
—Sí, claro.
Y pensó:
«¿Era Fred o fue una obsesión óptica? ¿Y por qué guardo secretos para Joan y Kay si nunca los he guardado? ¿Tengo en realidad algo que ocultar? No. Nada». Con esta convicción se tranquilizó un tanto, y aun cuando estuvo bailando el resto de la tarde, más buscó la figura familiar con sus ojos que miró a su pareja. Estaba nerviosa e intranquila y ya en el auto, camino de palacio de los Altey, comprendió que no podría dormir aquella noche sin ver a Fred. ¿Pero dónde? ¿Cómo buscarlo?
Esperó con el cuerpo en tensión que él la llamara, que viniera incluso a visitarla. No lo creía capaz de marchar de Nueva York sin cambiar una frase con ella, aunque fuera para reñir. Pero Fred ni llamó por teléfono ni le hizo visita alguna.
Y al día siguiente como tantas y tantas tardes, las tres jóvenes entraron en la sala de fiestas donde las Altey eran muy conocidas. Diana buscó con los ojos la figura familiar. Estaba allí. Vestido como el día anterior y con un cigarrillo en la boca. Recostado en el bar donde apoyaba un codo y con las dos manos hundidas en los bolsillos del pantalón. Iba a decirle algo, pero Fred tenía en la cara la misma expresión indiferente de siempre. Solo dos veces había visto transfigurado aquel rostro. El día que la besó y cuando ella le dio los latigazos...
Cruzó ante él seguida de las dos amigas. Se acomodaron en la mesa y el camarero las sirvió... Y como el día anterior, Bert fue a sacarla a bailar, mientras Kay y Joan se iban con otros dos chicos. En la pista danzaba bastante gente... Fred contemplaba el baile con rostro indiferente. Sin mover un músculo, sin sonreír, con los ojos maravillosamente grises impasibles, inmóviles, sin asombro, sin curiosidad...
Bebió el contenido de la copa y aplastó el cigarrillo sobre un cenicero a su alcance.
Diana, sentada ya ante la mesa lo miraba. A su lado, Kay y Joan, charlaban con sus compañeros. Dos chicos simpáticos que les hacían la corte. Bert, en pie parecía impaciente. Y fue en aquel momento cuando Fred decidió aproximarse. No había presunción en su andar, ni en la forma de sonreír al inclinarse hacia Diana.
—¿Bailamos?
Diana tuvo deseos de decir que no. Merecía un saludo, no aquel seco acento con que la invitaba como si fuera un extraño. Pero no lo hizo. Sin saber por qué, deseaba como nada en la vida bailar con Fred, aunque solo fuera un instante, un minuto. Menos quizá. Pero bailar con él por encima de todo. Kay y Joan así como los tres hombres miraban a Diana interrogante. Esperaban, como es lógico, que se negara. Era una incorrección por parte de aquel raro individuo presentarse de aquella manera cuando había tres hombres al lado de las tres mujeres. Pero para su asombro, Diana se puso en pie y se fue con él. Bert trató de detenerlos, pero Joan dijo:
—No te servirá de nada. Un hombre moreno, con los ojos pardos... ¿Qué dices, Kay?
—Quizá —repuso esta evasiva.
—¿Quién es? —casi bramó Bert.
—Si Diana quiere decírtelo lo dirá cuando vuelva.
—Es un...
—Díselo a Diana cuando regrese, Bert. ¿No estábamos hablando de la partida de tenis de mañana?
* * *
La enlazó. Diana vestía un traje descotado y oprimido, modelando su figura esbeltísima. Fred, sin palabras, la atrajo hacia sí con ademán posesivo. La fundió en su cuerpo. Era un abrazo disimulado que turbó a la joven de modo intenso.
—No —dijo bajísimo.
Fred no abrió los labios.
Y por supuesto hizo caso omiso del retroceso de ella. La arrastró hacia sí sin violencia, con ademán turbador. Era otro hombre, o al menos lo parecía, y no obstante, ella sabía que era el mismo. El mismo que le indicó lo inconveniente de vivir en el campo, el mismo que la besó en plena boca, despertando en ella anhelos que hasta entonces no existían, el mismo que golpeó despiadadamente a un inferior y el mismo que ella curó la cara...
—Sé prudente, Fred...
—Lo soy.
—No has debido...
—He debido.
—Fred, por favor te lo ruego. Sé más... expresivo.
No era un abrazo brutal. Había algo inquietante en los brazos que la oprimían y Diana, como sugestionada se abandonó, aún sin saber por qué lo hacía.
—¿Expresivo?
—Te vi ayer, me viste a mí... ¿Por qué no has ido a visitarme?
—¿Visitarte? Yo no acostumbro a visitar a nadie.
—Sí. Eres demasiado...
—¿Cómo soy?
Sonrió desarmada.
—No lo sé.
—Es mejor que no lo sepas.
—Salgamos fuera, ¿quieres?
—No.
—Te lo ruego.
—No.
—¡Oh, Fred!
¿Cuánto tiempo estuvo bailando con él? Todo lo que Fred quiso. La llevó como le dio la gana, la oprimió y la aflojó como si fuera un objeto, un simple objeto que lo divertía. Y ella, como impotente, se dejó llevar maldiciéndose a sí misma como si...
—No tengo deseos de seguir bailando —dijo al fin, con la misma rudeza—. Hasta mañana, Diana.
Lo miró desconcertada.
—¿Ni siquiera me acompañas a la mesa?
—De hacerlo tendría que romperle la cara a ese que no nos quitó ojo desde que empezamos a bailar, y sería un dolor moler mis puños en semejante porquería.
—Eres un ser despiadado, Fred. Para ti nada en la vida tiene importancia. Eres un potro.
—Bueno...
—Y yo...
—Sé cómo eres —cortó seco—. Lo supe en seguida.
—Y abusas de mi debilidad.
Estaba bonita, turbadora bajo los ojos impasibles de Fred Cohn.
—No eres una mujer débil —observó indiferente—. Hasta mañana, Diana.
¿Mañana? Antes la muerte que estar mañana allí a su disposición. Regresó sola a la mesa y lo vio perderse tras la puerta encristalada, con la cabeza erguida, los cabellos rizados, y las manos en los bolsillos con la mayor indiferencia. Y la había turbado, como jamás nadie la turbó en la vida. Y ahora se iba como si tal cosa, como si ella no quedara allí temblando y sufriendo.
—¿Y tu galán? —preguntó Bert, indignado.
—Ya lo has visto, se ha ido.
—Estuviste una hora bailando con él.
—¿Conoces a alguien que pueda impedirlo? —preguntó retadora.
Bert se aplacó.
—Perdona.
Diana miró a Joan y Kay.
—¿Nos vamos ya?
Ellas comprendieron que Diana necesitaba marchar. Lo necesitaba imperiosamente. Se pusieron en pie y despidiéronse de los tres hombres. Una vez en el auto, Diana se sentó ante el volante y soltó los frenos.
—¿Quién era? —preguntó Joan, indiscreta.
Diana miraba al frente. Sus labios apretados dijeron casi sin abrirse:
—¿Acaso no lo sabes? Tienes demasiada vista para ignorar lo que pasa.
—Me gusta —dijo por toda respuesta.
Kay se rio.
—Me iré mañana —dijo—. Mañana a primera hora.
—¿Por qué?
—Porque lo necesito.
—Pero él está aquí, Diana.
—Quizá por eso.
—¿Cuándo fue, Diana?
Diana se mordió los labios. Hubo un silencio.
—Me di cuenta hoy —dijo al fin—. Pero no todo está decidido por esa razón.
—Lo sabe él.
—No lo creo.
—Los hombres como Fred Cohn saben mucho, Diana. Ten cuidado.
—De todos modos —adujo Kay—, será todo como él decida. Me pareció un hombre especial. Y al igual que Joan te aconsejo que tengas cuidado, Diana.
—Me iré —dijo ella, simplemente—. Cuidado, debí tenerlo antes, no ahora. ¿Qué importa ahora si el mal está hecho? ¡Bah!
—Debiste decírnoslo cuando llegaste a casa.
—Entonces lo ignoraba.
—Lo siento por ti, Diana. El campo me parece odioso.
Diana no dijo que al lado de Fred el campo no podía parecer odioso a ninguna mujer. ¿Para qué? No merecía la pena hurgar más en la herida. Ahora solo deseaba volver, volver cuanto antes y organizar allí su vida. Tanto si estaba Fred como si no.
IX
Al salir del auto rojo, la primera que la vio fue Tula y corrió hacia ella.
—Señorita Diana.
—Ya creíste que os había olvidado, ¿verdad?
—No. La señorita Diana nunca puede olvidarnos ya.
—Es cierto; ya no puedo olvidaros nunca, Tula. El campo, sus criados, sus prados y los muros de esta casa formaron parte de mi misma vida.
Acudió Mary alborozada.
—Hola, Mary. Toma mi maleta y llévala a mi cuarto.
Entró en el vestíbulo. Todo pelado como siempre.
«Un día tendré que enfrentarme de nuevo con su ira —pensó—, y si se atreve...».
—Hola.
Quedó paralizada. Lo tenía en la puerta de la biblioteca con la pipa entre los dientes, las largas piernas enfundadas en el calzón de montar y las altas polainas. La miraba.
—¿Tú...? ¿No estabas en Nueva York?
—Ayer noche sentí, como tú hoy, el repentino deseo de volver, y yo suelo hacer siempre lo que quiero, lo que el cuerpo me pide.
Ella se turbó, porque la forma en que él pronunció aquellas palabras era demasiado significativa.
—Me alegro de verte —dijo tan solo.
Y siguió a su doncella.
—¿Hace mucho que el señor regresó? —preguntó a Mary, sentándose en el borde del lecho.
—No lo sé, señorita. Sé cuándo se fue, pero ignoro a la hora que regresó.
—¿Y cuándo se fue?
—Hace seis días.
—¿En qué hizo el viaje?
—Lo ignoro también, señorita. Sé tan solo que trajo un auto.
—¿Un...?
—Sí. Lo he visto esta mañana detenido ante la escalinata, y Harry me dijo que era del señor.
—¿Un auto?
—Un «Cadillac», señorita Diana.
—¡Ah! Prepárame el baño.
—Hemos de atravesar el patio, señorita Diana, y hace mucho frío. El tiempo ha cambiado repentinamente. Nevó ayer noche...
—No me agrada el invierno —comentó—. De todos modos iremos. Trae mi ropa. No puedo pasar sin un baño.
Bajó seguida de Mary. Al cruzar el vestíbulo se detuvo y súbitamente acercóse a la puerta de la biblioteca. Fred estaba allí, fumando aún con la vista perdida en la lejanía.
—Tendrás que ir pensando en poner un baño dentro de casa —indicó con sequedad—. Si no lo haces tú lo haré con mi dinero.
—Hazlo —repuso él, sin volverse, pues estaba de espaldas a la puerta—. Yo no pienso gastar el dinero en esas bobadas.
—Daré orden para que empiecen mañana mismo la obra.
—Lo restaré de tu capital.
—Me parece bien. Desprecio el dinero tanto como... como...
—Sigue.
Se alejó airada. Prefería verlo violento, cruel, a aquella horrible indiferencia.
El pequeño pabellón quedaba frente a la ventana de la biblioteca y por las tablas separadas Diana observó que los ojos de Fred no se apartaron de él ni un solo instante. Y cuando salió con la cabeza envuelta en una toalla él continuó allí mudo e impávido, como si no mirara nada.
Enfundada en pantalones de lana oscura y con un jersey negro protegiendo el busto, Diana volvió a cruzar el pelado vestíbulo sin volver la cabeza atrás. Los ojos pardos la seguían. Los sentía como ascuas en su espalda.
* * *
La vida volvió a adquirir su cauce normal. No se detuvo en dudas y ordenó que iniciaran la obra. En quince días durante los cuales casi no lo vio excepto a las horas de las comidas, la obra quedó concluida. Sintióse casi feliz. Sin salir de su alcoba podía bañarse cuantas veces quisiera; una puertecita pintada de laca blanca daba acceso al baño. Era reducido, pero no importaba. Cumplía sus funciones y ella estaba contenta.
Era ya anochecido aquel día. Sintió los pasos recios avanzar ligeros. Se asustó cuando oyó que se detenían junto a su puerta.
Una mano empujó y la puerta quedó abierta.
—¿Qué haces? —preguntó ella, asustada—. Esta es mi alcoba.
—Nunca lo he dudado, ni siquiera cuando te educabas en París.
—Pues si lo sabes da la vuelta.
—Vengo a ver esa obra maestra. La verdad es que creí que no estabas. ¿Es que ya no das clase con don Damián?
—He regresado ahora de allí —dijo con voz ahogada.
Estaba hundida en una butaca con una pierna cabalgando sobre la otra y el cigarrillo en los labios. Vestía sus clásicos pantalones de lana oscura y aquel suéter negro que la hacía más esbelta. Fred la miró y Diana hubiera dado parte de su vida por saber qué significaba aquella mirada rectilínea que corría desde sus pies a la cabeza sin detenerse en parte alguna. Luego apartó los ojos y preguntó:
—¿Dónde está ese baño?
—Ahí.
Abrió la puerta. Lo miró todo sin curiosidad en los ojos, y comentó después quitando la pipa de la boca:
—Se parece a ti.
Se dirigía ya a la puerta con la mayor naturalidad. Diana no encontró frases con que insultarlo. Cada día lo desconocía más. Seguía siendo temible y era temido, tanto si se lo proponía como si no. Seguía dando órdenes con sequedad a sus criados y seguía cabalgando en su caballo horas y horas por los campos cenagosos. Pero ella lo desconocía, sí. Era como si cada día en vez de penetrar en aquel carácter se apartara más y más de él.
—Gracias por el parecido que me sacaste —dijo sin moverse de la butaca.
Fred se detuvo y la miró extrañado.
—Me refiero a su blancura. Eso —y alargó la mano señalando— es blanco y tú... eres inmaculada.
Se cerró la puerta, y Diana hundióse más en la butaca como si la aplastaran. Cuando minutos después bajó a cenar, él fumaba su pipa sentado en su lugar de costumbre.
—No te conviene fumar antes de comer —dijo.
—Gracias por la indicación.
Pero siguió fumando.
Sirvieron la comida. Comieron en silencio como dos extraños. A los postres, Fred alzó la cabeza y preguntó sin curiosidad en la voz:
—¿Quién era el hombre que te acompañaba el otro día en Nueva York?
—¿Te interesa mucho?
Los labios gruesos de Fred se curvaron.
—Nada —dijo y se puso en pie, desapareciendo.
Diana sintió deseos de dar gritos horribles. Era preferible la muerte a vivir con aquel hombre que nunca se sabía cómo iba a responder. Se dispuso a retirarse. Ahora los criados hacían la tertulia en la cocina y ella no podía ir a ver a Tula. Lo hizo una vez y sintió sobre sí muchos ojos, unos que expresaban nobleza, otros que expresaban deseos equívocos, y todos admiración. Ascendió lentamente por las escalinatas. No había luz. Ni la encendió. Tantas veces subía aquella escalera que ya la sabía de memoria. A sus oídos llegó el rasgar de una guitarra y la voz melodiosa modulando una balada. La enterneció la música y la voz lánguida. Subió con mayor lentitud. Un reloj dio las once campanadas. En la cocina se confundía el rasgueo de la guitarra con la voz que entonaba y las risas de los demás criados. Llegó al pasillo. Todo estaba en tinieblas. Con la cabeza inclinada sobre el pecho y las manos caídas a lo largo del cuerpo caminó despacio. Súbitamente se abrió una puerta y apareció una mano. Aquella mano tomó su brazo y la arrastró.
—Auxi...
La besaron, La estrujaron con intensidad.
—¿Quién era el hombre? —preguntó la voz jadeante.
Desfallecida quiso salir de aquellos brazos que la atenazaban como hierros de fuego. No se libró, pero pudo respirar. Y respiró con amplitud. Buscó los ojos de Fred en la oscuridad y los vio, fijos, quietos en los suyos como brasas dolorosas.
—¿Todo lo haces así? —preguntó casi sin voz.
—Todo no. Contigo sí.
—Pues suéltame.
Sintió que le echaba la cabeza hacia atrás. Todo el poderoso cuerpo de Fred lo sentía sobre el suyo como una plancha cálida, suave. No había brutalidad en el brazo, sino ternura que la conmovió hasta lo infinito.
—Dímelo —pidió sobre su boca.
Los labios rozaron los suyos una y otra vez.
—¿Quién era?
—¿Por qué deseas saberlo?
—Por saberlo.
—¿Me amas?
—Lo ignoro.
—Yo te amo a ti.
La frase era breve, el acento ahogado y el significado grandioso, pero Fred no lo comprendió así.
—Di.
—He de saber por qué deseas saberlo.
—Lo deseo y basta.
—No basta —susurró desfallecida—. Y suéltame. No tienes derecho a abusar así de mi cariño. Me has envenenado, Fred, y lo supiste en seguida. Aquella noche, sobre tu caballo, ¿recuerdas? Eras demasiado hombre y yo demasiado niña... Pero yo no soy la maestra, Fred. Yo te quiero.
Nunca lo hubiera dicho. La soltó como si su contacto la quemara.
—Márchate —dijo secamente—. Vete ya.
La echó fuera con violencia y cerró la puerta brutalmente. Los tabiques se estremecieron, y Diana se estremeció también.
X
Hacía un frío infernal. Pero Diana deseaba soportar aquel frío porque le ardían las mejillas. Iba a caballo por la llanura. Familiarizada ya con aquel terreno, le parecía que no existía rincón que no conociera. Jinete en el caballo se perdía en la pradera, internándose más y más. El cielo estaba nublado y amenazaba lluvia, tal vez tormenta. Diana hacía caminar a su caballo siempre adelante.
Prefería despeñarse por los riscos, a volver a casa y verlo siempre impasible, hundido en una butaca de la biblioteca. Impávido, serio, tal vez hosco... ¿Qué le había hecho? ¿Es que el simple recuerdo hacia una mujer lejana podía representar tanto para él? Una simple alusión... ¿Por qué? ¿Por qué?
Lloviznaba. Lanzó el caballo a galope y se internó en el bosque. Súbitamente divisó a lo lejos una especie de cueva.
—Seguramente que es el refugio de los pastores.
Recordó que no había pastores en la comarca. Pero siguió avanzando. Detuvo su montura y la metió bajo un cobertizo. Después empujó la puerta que giró sin esfuerzo. Una simple cueva, pelada, con los muros sin cal. En el suelo un montón de paja y en un rincón cenizas, como de haber existido allí una hoguera. Olía a humedad. Abrió la puerta del todo y la luz de la tarde entró iluminando sus más inverosímiles rincones. El agua caía ahora con intensidad.
—Tendré que esperar a que pare —se dijo.
Arrastró una piedra y se sentó junto a la puerta por la parte de dentro. Encendió un cigarrillo. Y se entretuvo en fumar y contemplar a la vez las gotas de agua que salpicaban sus polainas de cuero.
Vestía ropas de montar y una zamarra de cuero sobre el jersey blanco. Una bufanda en torno al cuello y una visera protegiendo la cabeza.
—Si no para, tendré que ir a galope bajo la lluvia.
Pero llovía demasiado.
Pensó.
Desde aquella noche que la enloqueció con su pasión desmedida no cruzó con ella otra palabra. Un ser desconcertante, incomprensible. La miraba con rencor y a veces, las más, no le miraba siquiera.
«Y yo como una estúpida le confesé mi cariño».
«Los hombres como Fred Cohn no merecen que los quieran las mujeres».
Se echó a reír. Pero ella lo quería y creía que aquel cariño era como un castigo del cielo.
El agua caía ahora como plomo sobre la tierra cenagosa. Rodaba por los riscos y se confundía con el barro. Se asustó porque la noche se venía encima y sabía que el recorrido era largo, peligroso. A la luz del día podía recorrerlo, bajo la noche lo creía menos posible. Se movió inquieta, clavando los ojos hipnóticos en las aguas que arrasaban todo cuanto encontraban. Miró su reloj de pulsera. Eran las seis y a aquella hora en el mes de noviembre era casi de noche. La zamarra de cuero en vez de proporcionarle abrigo le daba más frío. Se la quitó y la puso por los hombros. Cruzó los brazos sobre el pecho y los apretó como si pretendiera infundirse calor. De pronto algo rasgó el cielo. Un hilo rojizo, zigzagueante, seguido de un ruido ensordecedor, como si todo el bosque estallara abrasado por las llamas. El caballo, bajo el cobertizo, relinchó asustado, y Diana se estremeció de pies a cabeza sintiendo que los ojos se le llenaban de lágrimas.
Había sido imprudente. Además no dijo a nadie a qué parte del bosque se dirigía y aun cuando pretendieran buscarla iba a serles muy difícil dar con ella en aquel rincón. Replegóse sobre sí misma. Un nuevo trueno estalló brutalmente, seguido de muchos otros. El espectáculo era grandioso y Diana, fascinada, lo contempló con ojos desorbitados. El cielo parecía desgarrarse partiéndose en miles de pedazos, como heridas sangrientas, lujuriosas. El agua caía con violencia y entraba ya por la puerta de la cueva como una tromba mojando las lustrosas botas de Diana, quien, asustada de verdad, temblorosa y pálida hubo de replegarse, y con desesperación lanzóse sobre la paja ocultando la cara entre las manos rompiendo en ahogados sollozos. Nunca, jamás, sintió tal horror a la oscuridad, a la lluvia y a la tormenta. Bajo el cobertizo el caballo relinchaba ahora insistente, como si presintiera la proximidad de alguien. Diana levantó un poco la cabeza y quedó con los nervios en tensión escuchando el lejano galope de un caballo.
Se irguió. La zamarra quedó enrollada sobre la paja, y el cuerpo bonito, más bonito cuanto más tembloroso corrió hacia la puerta. Un caballo avanzaba desenfrenadamente por la llanura sorteando los obstáculos. Diana lo vio con precisión bajo un relámpago que iluminó la silueta del jinete encorvada hacia adelante, cubierta con un ancho impermeable. Aquel caballo dirigíase directamente a la cueva como si la conociera de antemano. Diana contuvo el aliento y cuando el jinete saltó a tierra y se encaminó a la puerta sin alzar al cabeza, ella lanzó un grito ahogado.
Ante aquel grito, Fred Cohn quitó la capucha y la contempló como si viera un alma del otro mundo.
—¿Qué diablos haces aquí? —preguntó extrañado.
—Protegerme de la lluvia.
—Pero eso es una locura.
—Ignoro lo que es. Llegué aquí hace más de una hora. Salí de casa sin saber que iba a llover y cuando cayeron las primeras gotas ya no pude regresar...
Los ojos de Fred la recorrieron de los pies a la cabeza. Después encogió los hombros y entró en la cueva. Cerró la puerta, y se quitó el impermeable y lo tiró en un rincón.
—Pues disponte a permanecer aquí dos o tres horas más, Diana Cohn. Las tormentas en esta comarca son infernales y pesadas.
—Estando tú a mi lado no tengo miedo.
Fred la contempló brevemente. Después, sin decir palabra, se inclinó hacia las cenizas y las removió.
—Habrá que encender lumbre. Hace frío y esta obscuridad me crispa los nervios.
Apenas si se veían. Por el único hueco que había en la cueva entraba de vez en cuando un rayo de luz que iluminaba brevemente los rostros tensos. El agua al caer producía un ruido sordo, impresionante.
—Alcánzame esos leños —dijo Fred, arrodillándose en el suelo—. Y dame un poco de paja.
En silencio también hizo lo que le ordenaban. Durante muchos minutos, Fred pareció no existir. Casi rozando el suelo con la cara trataba de encender fuego sin lograrlo, porque tanto los leños como la paja estaban húmedos. Transcurrió quizá media hora en la misma postura sin lograr su objetivo. Súbitamente lanzó una sorda maldición y se sentó en el suelo con la cara rígida vuelta hacia ella.
—No hay nada que hacer. Tendrás que pasar frío hasta que pare esa condenada lluvia. Siéntate en la paja. Estarás más cómoda.
Diana retrocedió sin dejar de mirarlo. Apenas si lo veía; solo cuando el relámpago lujurioso rasgaba el cielo divisaba los ojos de Fred centelleantes clavados en su cuerpo. Dejóse caer sobre la paja y apretó las sienes.
Hubo un largo silencio. De pronto. Fred se arrastró y sentóse a su lado sobre la paja.
—Dame uno de tus cigarrillos —pidió.
Lo tenía cerquísima. Solo hubo de extender un poco el brazo y tropezó con los dedos de Fred. Aquellos dedos tomaron el pitillo y después estrujaron su mano. La estrujaron tanto y de tal manera que ella hubo de lanzar un ¡ay! de dolor. La soltó con violencia y encendió el cigarrillo.
Diana, inquieta, temblando como la copa de un árbol, encendió otro y fumó con nerviosismo. En la oscuridad los dos cigarrillos chispeaban iluminando de vez en cuando las rígidas facciones de ambos.
—¿Has salido a buscarme? —preguntó ella de súbito.
—No.
—¿Entonces de dónde vienes?
—De casa de un colono. Me mandaron a llamar esta mañana y salí de casa después de comer.
—Pero tú venías directo hacia aquí.
—Conozco el refugio.
—Ya.
La lluvia parecía ceder y los relámpagos se notaban más espaciados, pero el frío era intensísimo y Diana se estremeció de pies a cabeza.
—¿Tienes frío?
—Sí.
Sintió que la arrastraba hacia él.
—No, Fred.
—Te pasará el frío.
—No es preciso, Fred —susurró con un hilo de voz, temblando desesperadamente—. Ya no tengo frío. Te lo ruego. No tienes derecho —añadió, asustada—, no lo tienes, Fred.
—¡Cállate!
Lo sentía a su lado, furioso, descompuesto.
—Ven aquí...
—No, Fred. Pienso irme lejos. Lejos donde no te vea más. Tú no sabes... ...¡Oh, no!, lo que tus besos significan para mí. Te hubiera adorado, Fred, pero así, no... ¡Nunca! Me tomas y me dejas como si fuera un objeto de arte que te gusta contemplar de vez en cuando, para cansar después... Y yo no soy un objeto de arte.
—Eres muy bella —dijo él con sordo acento.
—Debiera darte vergüenza decir eso, Fred —se lamentó sollozante.
El hombre se arrodilló a su lado y tiró de ella. El cuerpo de Diana cayó a tierra y él la levantó.
—Amar —dijo él bajísimo—. ¿Sabes lo que es amar. Diana?
—Lo sé desde que te conozco, Fred.
—No debieras decírmelo.
—No tengo por qué ocultarlo.
—¡Bendita mujer y maldito amor! Tú no sabes de la forma que yo podría amar, Diana. Sería terrible ¿sabes? Pero no debo amar. He de luchar, ¿comprendes? El amor, para un hombre como yo, es una maldición.
—Amaste ya —susurró ella, alejándose hacia la puerta cerrada, donde apoyó desfallecida la espalda—. Amaste a una mujer que quizá no lo merecía, Fred. Yo no tengo la culpa.
En el silencio de la cueva sonó la risa desgarrada de Fred. A través de la oscuridad ella vio que se ponía en pie e iba hacia ella.
—Si yo amara no habría mujer capaz de no corresponderme —dijo con rara entonación, inclinado ya hacia la figura inmóvil—. No quise nunca, Diana. ¡Nunca, nunca!
—Pero el desengaño te endureció.
—Tampoco. El primer desengaño de un hombre es un acicate, el segundo una advertencia y el tercero... un desengaño del cual se sirve el hombre para engañar al mismo diablo. Yo no he sufrido ninguno.
—¿Entonces qué fiebre del infierno enciende tu sangra para tratarme como lo haces?
—¿Acaso lo sé yo? Cuando estoy a tu lado los deseos me enloquecen. Y cuando estás lejos... deseo tenerte cerca.
—¿Sabes qué es eso?
—No.
—Pues te lo diré yo.
—No me lo dirás, Diana. Quizá algún día te lo diga yo a ti, pero tú no me lo dirás. Hay algo en ti que es espíritu puro, Diana, y pese a mi perversidad de hombre no podría mancillarlo. Hay algo poderoso en tu boca que yo respeto, aún a mi pesar. Marchemos, pronto, ¿comprendes? Deja aquí tu caballo. Ya vendrán mañana a buscarlo.
Se apartó ella como si le temiera y abrió la puerta. No llovía ya, pero el terreno cenagoso parecía lava desleída que rodaba por el valle.
—No podrías ir sola en tu caballo —dijo sin mirarla, apartándose de ella como si le tuviera miedo—. Sería suicida porque desconoces el terreno. Como va a llover de nuevo te llevaré a la grupa del mío y te taparé con el impermeable.
Diana no respondió. Silenciosamente se puso la zamarra.
—Ven —pidió él secamente.
Subió al caballo y después extendió los brazos.
Diana saltó. Los brazos de Fred la sujetaron y la fundieron con su cuerpo. Ella pasó los suyos por el pecho de Fred y colocó la cabeza en su hombro. Fred en silencio la tapó con el impermeable y el caballo echó a andar lentamente pisando el barro.
—Sería deliciosa la vida a tu lado, muchacha —dijo quedamente la voz enronquecida.
Por toda respuesta, Diana posó los labios húmedos en la cara bronceada y susurró:
—Me turba tu pasión, Fred, pero me hace feliz.
* * *
Durante el resto del camino no volvieron a hablar. Al divisar las luces de la finca, Fred lanzó el caballo a galope y dijo bajísimo:
—Hemos llegado a la hacienda, Diana. En lo sucesivo recuerda que con días dudosos no se puede salir de la finca. Es peligroso para tu seguridad, para tu salud y para tu tranquilidad espiritual.
Saltó al suelo, la tomó a ella y la depositó en el primer peldaño.
—Di a Tula que te suba la comida a tu alcoba —dijo de modo raro—. No quiero verte en el comedor.
Ella lo contempló brevemente, con rencor, y repuso:
—Tendrás que verme o no comerás tú, porque yo comeré en el comedor.
Y desapareció.
Bajó, en efecto, y él estaba allí. Se miraron, se midieron con los ojos y fue Fred, por primera vez en su vida, quien hubo de retirar los suyos, asustado de su propia debilidad.
Cuando Diana se levantó a la mañana siguiente, vio que el «Cadillac» de Fred se alejaba por la carretera, húmeda aún. Sobresaltada bajó al comedor y abordó a Tula:
—¿Dónde está el amo?
—Se ha ido a Nueva York.
—¿Por qué?
Tula la contempló entre extrañada y divertida.
—¿Acaso sabe nadie cuándo y por qué se va el amo?
Apareció Harry fumando su largo cigarrillo mañanero.
—Ayer nos asustó, señorita Diana.
—Yo también me asusté. Creí que iba a verme precisada a pasar allí la noche cuando llegó... Fred.
—Yo tenía la esperanza de que él regresara por allí, por eso no salí en su busca.
—Gracias, Harry. Y dígame: ¿sabe usted por qué se ha ido el amo?
—No. Lo único que sé es que no regresará en todo el mes.
—Muy bien. Un mes que aprovecharemos nosotros para poner en esta hacienda una nota hogareña. Usted y yo iremos a la próxima ciudad esta tarde, Harry, y adquiriremos lo que hace falta.
Harry pareció asustarse.
—Debe recordar la señorita lo que pasó...
—Tengo esperanza de que no vuelva a pasar —dijo con raro acento—, y si pasa le haré recordar a Fred Cohn que esta casa es tan mía como suya.
—De todos modos, señorita Diana...
—Es una orden, Harry...
El capataz la contempló admirado y asintió en silencio.
—Diga a Joe que prepare el auto. Saldremos después de comer.
Durante muchos días ni recordó a Fred ni tuvo tiempo para dirigirse a la iglesia. Dedicóse a ordenarlo todo, y bajo su mano que parecía magia la casa iba, poco a poco transformándose. Albañiles y muebles se confundían con la figura esbelta de la muchacha del gran gusto que ponía en el hogar su propio sello de distinción. Transformóse el vestíbulo, el despacho de él, la biblioteca, las alcobas. Incluso tuvo la osadía de entrar en la de Fred y variar todos los muebles. Puso cortinas en todas las ventanas, alfombras de gran valor en los pasillos, salas y escaleras. Se trabajó sin descanso e incluso olvidando un poco las faenas del campo. Harry y Tula se miraban temerosos, esperando el estallido de Fred cuando este regresara, y compadeciendo a la joven que tal vez, y esto era lo más seguro, se viera humillada bajo el poder destructor de sus puños.
También el jardín adquirió un nuevo aspecto. Joe y Tom trabajaban sin descanso en los nuevos senderos cubiertos de grava, en los macizos que se alzaban desafiantes. Se llenó de macetas las terrazas, se puso un juego de mimbre en la penumbra, bajo un artístico cobertizo, junto a las ventanas de la biblioteca. Se separó el patio y la puerta de servicio, quedando el jardín y el parque aislados, como si pertenecieran a dos casas diferentes. Se pintó el garaje y se pintó de blanco la alta cerca.
Veinte días después todo estaba dispuesto, y Diana fue a ver a don Damián. Se lo contó todo, sin omitir detalle, ni siquiera la intensidad de su amor hacia Fred Cohn. Don Damián, no se asustó ni cuando ella confesó su debilidad para rechazarlo.
—Es peligroso un juego de esa índole —dijo sentencioso—. Hay que tener en cuenta que el amor es un don del cielo, no una juerga terrenal.
—Para mí es un don del cielo, padre; para él no.
—Lo ignoramos —susurró el padre con velada voz—. Los hombres como Fred Cohn, son difíciles de comprender y no confiesan fácilmente sus debilidades. El hecho de que se haya ido es un tanto a favor de tu cariño.
—Yo no podría dejarlo, padre.
—Tú eres mujer, fragilidad, docilidad... Él es hombre, voluntad, ¿comprendes? Solo voluntad. Tú no puedes, pero Fred sí.
—¿Qué debo hacer, padre?
—Ante todo alejarte de esas... expansiones amorosas que son un pecado imperdonable en ti que eres una mujer de espíritu elevado.
—A su lado soy mujer tan solo, padre Damián. Una simple mujer con deseos quizá imperdonables como usted dice.
—El hecho de que lo confieses con sencillez es una virtud que no todos tienen. De todos modos hemos de admitir que tu confesión es blasfema. Recuerda siempre que el espíritu de la mujer debe prevalecer por encima de todas las miserias y deseos humanos.
—Pero le quiero, padre.
—De acuerdo. Pero tu cariño hacia él debe ser siempre noble, ha de mantenerse incólume aun por encima de sus grandes defectos.
Diana suspiró.
—¿Y si viene y como en otra ocasión destruye mi obra y me humilla con sus frases odiosas?
El sacerdote meditó.
—Esperemos que no lo haga.
—¿Y si por encima de nuestra esperanzas lo hace, padre?
—Entonces ya nadie será capaz de conmover a Fred Cohn.
Regresó a casa pensativa y cabizbaja. Los peones que cantaban en el patio, la vieron de lejos y se miraron unos a otros.
—La compadezco —dijo uno, sincero.
—¿Por qué?
—¿Acaso aún no te has dado cuenta de que se enamoró del amo? Una mujer como esa, educada en el gran mundo, no puede amoldarse a esta vida si no es por un motivo muy poderoso.
—Quizá él la ame también.
—Fred Cohn no se enamora. Puede casarse si le conviene, pero no se enamorará jamás. Hay demasiada materia en su cuerpo.
—Y ella es preciosa.
—Callaros ya —pidió Harry, apareciendo tras ellos—. A vosotros solo os queda ver y callar.
—Será si queremos.
—Pues disponeos a seguir el ejemplo de vuestro compañero.
—Nosotros no la insultamos, Harry.
—Para Fred Cohn —dijo Harry de modo indefinible— en vuestra boca el nombre de Diana es ya un insulto. Tanto si es para halagarla como si no.
—¿De veras? —preguntó uno, desafiante—. Pues creo que te equivocas, Harry. Para que sucediera así sería preciso que el amo la amara y no la ama.
Harry encogió los hombros y se alejó sin responder. Por lo visto era el que mejor conocía a su amo. No en vano lo vio crecer...
XI
Los campos estaban nevados. Las macizos del jardín salpicados de nieve ofrecían una visión seductora. Diana, desde la ventana de su cuarto contemplaba con satisfacción el grandioso espectáculo. Los senderos blancos, los campos inmaculados y la tierra parda bordada de puntitos luminosos. A lo lejos se divisaba la carretera ondulante por donde un día quizá no lejano tendría que aparecer el «Cadillac» de Fred Cohn.
Diana sabía que Fred amaba demasiado el campo para estarse fuera mucho tiempo. Un mes iba transcurrido ya y le parecía un año. Fred estaba al regresar, se lo decía el corazón.
—Señorita.
Volvió la cara. Mary estaba en el umbral pálida y temblorosa.
—¿Qué sucede, Mary?
—Ha regresado ayer noche.
Diana sintió que su cuerpo se estremecía de pies a cabeza, si bien supo disimular la fuerte impresión.
—¿Te refieres al... amo?
—Sí. Está en el despacho. Me dijo que la esperaba... inmediatamente, señorita Diana.
—Bien. Iré.
—Yo no sabía que había llegado, señorita.
—¿Tampoco lo sabía Tula?
—Ellos sí, pero nadie dice nada cuando el amo está en casa...
—Ayúdame a vestirme. Bajaré en seguida.
—Lo miró todo, señorita —dijo Mary mientras la peinaba—. No dijo nada.
—¿Lo has visto tú?
—Me lo dijo... Joe.
—Ya. ¿Piensas casarte con él? —preguntó serenamente, penetrando en el secreto sentimental de su doncella.
Esta, sobresaltada, elevó la mano en el aire y el peine osciló.
—Creí que la señorita no lo sabía.
—Tengo ojos, Mary.
—Sí.
—Contéstame.
—Si el amo lo consiente nos casaremos pronto.
—¡El amo! —se sulfuró—. ¿Es que también él es dueño de vuestras vidas? Estoy asombrada, Mary. Tú no puedes figurarte de lo asombrada que estoy. El amo aquí parece un dios y en realidad no es más que un hombre y un amo a medias. ¿No has contado con mi opinión?
—Sí, señorita Diana.
—Pues tampoco la necesitas. Sois dueños de hacer lo que os dé la gana. Tú eres dueña de tu vida y Joe de la suya. Considero absurdo que busquéis la opinión de nadie.
—Joe piensa quedar de capataz señorita Diana.
—¡Vida miserable! —rezongó la joven poniéndose en pie—. Todos dependiendo de un solo hombre como si fuéramos vasallos y él un rey poderoso. ¡Pues no es más que un hombre! —gritó con histerismo.
Y es que estaba nerviosísima. Iba a enfrentarse con él. Quizá toda su obra de un mes se viniera abajo con estrépito por el puño poderoso de un maniático. Y no estaba dispuesta a consentirlo. ¡No lo estaba! Salió precipitadamente y en dos saltos bajó las escaleras.
Vestía una falda de lana negra, recta, atrevida, modelando sus formas casi incitantes. Una chaqueta blanca de lana abotonada hasta el cuello y calzaba zapatos bajos. Sus ojos verdes, grandes, rasgados, se clavaron en la puerta cerrada y la mano muy fina la golpeó por dos veces sin fina vacilación. El brillante rutiló en la oscuridad del pasillo.
—Adelante.
Entró, y sin mirarlo aún cerró tras de sí.
Estaba en pie tras la gran mesa. Sobre el tablero de esta había un jarrón con flores frescas. Las paredes estaban tapizadas y en el suelo una gruesa alfombra amortiguaba los pasos. Todo diferente a como él lo dejó, y no estaba dispuesta a cambiarlo.
—Pasa.
No había rencor en su acento, ni rabia ni enojo, sino una gran serenidad. Pero Diana sabía muy bien que no debía fiarse de la serenidad de aquel semblante que cambiaba con la misma facilidad de una veleta agitada por el viento.
Estaba igual que siempre y vestía sus ropas de montar como cualquier día.
—Ignoraba que hubieses llegado —indicó ella, también serenamente, avanzando y sentándose en el tablero de la mesa.
Alcanzó un cigarrillo de la caja de laca y lo llevó a la boca. Fred extendió la mano con el mechero encendido.
—Gracias —dijo, expeliendo una bocanada.
—Llegué ayer noche y aún me estoy preguntando si crees que vives en un palacio de Nueva York.
—Todo hogar es un palacio para su dueño.
—Pero no contaste conmigo.
—No.
—¿Y por qué?
—Porque considero que los hombres no tienen gusto suficiente para alhajar una casa. Esta es mi casa, ¿no? Al menos, comparto contigo su propiedad y quiero vivir lo más cómodamente posible.
—Pero es una casa de campo.
—Repito que ya respondí a ese punto.
Fred tiró lejos el cigarrillo y salió de tras la mesa. Avanzó con las manos en los bolsillos. Estaba como siempre, moreno y poderoso, desafiante como un soberano. Se mantuvo sentada en el tablero de la mesa y movía una pierna. Fred detuvo aquel movimiento con su cuerpo e inclinóse hacia ella.
—Vamos a casarnos, Diana —dijo de súbito.
La joven se estremeció cual si la pincharan y enderezó el busto.
—¿Casarnos?
—Sí. Esta tarde.
—No.
—Es una forma como otra cualquiera de que el hombre tenga derechos sobre una mujer. Yo... he comprobado que te necesito.
—Pero no me quieres —dijo ella, asustada.
—Bueno, ¿y qué? ¿Acaso sé yo si te quiero? ¿Lo sabes tú?
Se tiró de la mesa y replegóse hacia la puerta. Él, inmutable, la miraba a distancia con los párpados un poco entornados.
—No, Fred. Así... no.
—Bueno.
La desconcertó aquella indiferencia y sin poder contenerse corrió hacia él enfurecida. Ciega de ira golpeó con sus puños cerrados el pecho que no se movió. Era como pegar a una piedra. Jadeante, quedó tensa ante él y Fred la miraba con los párpados entornados.
—¿Te has desahogado?
—¡Oh, Fred, daría la mitad de mi vida por entrar en tu corazón! Y la otra mitad por saber lo que piensas, lo que sientes.
—La única forma de saberlo y hacérmelo saber a mí es casándonos, Diana. Te lo digo en serio.
La joven retorció las manos desesperadamente. Impotente, se daba cuenta de que haría y diría lo que él quisiera que dijera e hiciera. Lo miró suplicante.
—No sé, no sé —susurró bajísimo, pasando una mano por la frente y tratando de despejarla—. No sé lo que pienso en este instante porque tú... tú me has enloquecido, Fred. Eres un hombre inhumano y algún día recibirás tu castigo.
Fred dio la vuelta sobre sí mismo y se inclinó para oler las flores que se erguían en el búcaro.
—No quiero justificarme, pues no he cometido delito alguno —dijo sin variar de postura, sin mirarla por supuesto—. Recuerdo tan solo que he crecido entre hombres, que no tuve madre ni maestros. Todo lo que sé lo aprendí solo y no sé poco... Un día sentí la necesidad de una compañera. No contaba muchos años en aquel entonces... Se lo dije y me rechazó. Fue un pasaje sin importancia en mi vida, pero me enseñó mucho.
Calló. Enderezó el busto con una flor en la mano. La contempló dándole vueltas entre sus dedos.
—Fue como esta flor. ¿Ves? Está erguida y de pronto la rompo —la destruyó furiosamente entre sus dedos—. Así me sucedió a mí.
—Si no la amabas...
—Claro que no —rio frío—. Sería ridículo que yo la amara, pero deseaba una mujer para mí solo y ella no quiso serlo.
—Consideró absurda tu actitud. De un simple pasaje hiciste una tragedia y quieres hacer víctimas a los demás de tu propia obsesión.
Él la contempló admirado.
—Eso es —dijo alegre—, una obsesión. Si la hubiese conseguido, la obsesión no existiría. Bien, dejemos eso. —Movió la mano, la agitó en el aire y añadió, concluyendo con indiferencia—: Estuve con don Damián ayer noche. Dijo que vendría a casarnos esta tarde. Tengo todos tus papeles dispuestos. Tula será nuestra madrina y Harry el padrino. Bien, ¿quieres saber algo más?
Diana, erguida, miraba desafiadora ante sí.
—¿Y aprobó don Damián esa boda? —preguntó con un hilo de voz.
—Al menos no opuso objeción alguna.
Diana se echó a reír.
—Bien. Mi respuesta es sencilla, Fred. No me caso. Me voy a Nueva York esta misma tarde y no volveré nunca más a la hacienda.
Fred la contempló extrañado.
—¿No has dicho que me amas?
—Y te amaré mientras viva, pero un día te dije que no soy un objeto de arte y lo repito ahora. Con corazón, todo lo que quieras, Fred. Con esa frialdad, nada. ¿Me entiendes? Quiero tu amor y tú estás demasiado endurecido para proporcionarlo.
—¿Te has vuelto loca?
—He recobrado la lucidez en este mismo instante, oyendo tus... tus brutalidades.
Se dirigió a la puerta, pero Fred la agarró por un brazo y le hizo dar dos vueltas sobre sí misma.
—Será a la fuerza, ¿comprendes? Pero será. No saldrás de tu alcoba más que para casarte conmigo.
—¿Y por qué, Fred? ¿Por qué ese interés tuyo?
Él parpadeó.
Lanzó un juramento y sin soltarla, gritó:
—¿Acaso lo sé? Has de ayudarme tú. Es la primera vez en mi vida que pido un favor a nadie. Sí, sí —repitió como enloquecido—, este es un favor que te pido, ¿estás contenta? Si es que me amas como dices, has de ayudarme a encontrarme a mí mismo, porque hay tal marasmo en mi corazón y en mi cerebro que si no me prestas tu ayuda voy a enloquecer.
La joven lo miraba asustada y enternecida. En aquel momento no parecía el Fred poderoso y violento que lo arrolla todo, sino un pobre muchacho desconcertado, súbitamente empequeñecido.
—Fred —susurró, poniendo sus dos manos en los dedos que apretaban su hombro—, ¿es cierto que me necesitas? ¿Es cierto que no quieres casarte conmigo para... atormentarme como hasta ahora me has atormentado?
Fred la contempló extrañado, sinceramente extrañado.
—¿Pero te atormenté? —preguntó con rara entonación.
—Sí, Fred.
—Lo lamento. Lo lamento sinceramente. Yo creí que el atormentado solo era yo.
—Ahora suéltame, Fred. Iré a ver a don Damián y después...
—Don Damián vendrá aquí. Tú no sales.
—¿Lo ves?
—¿Qué pasa?
—Quieres que todas las voluntades se plieguen a la tuya y eso no es posible. En cada ser hay una voluntad y no tenemos derecho a doblegarla.
—Iré yo a buscar a don Damián —dijo terco, como si no la oyera.
Luego la tomó del brazo y la condujo a través de los pasillos alfombrados.
—Todo esto está bien, pero yo no quiero tropezar. El día que mis botas se enreden en esas alfombras, las tiro por la ventana.
—Eres inhumano.
—Soy como soy. Hay que tomarme así, y tú me tomarás porque me quieres y yo te necesito.
Ahogó la protesta. Se detuvo ante la puerta de su alcoba y Fred la empujó sin violencias.
—Estarás ahí hasta que venga don Damián. Cerraré por fuera.
—No. Prometo no salir, Fred.
—Cerraré —dijo secamente.
Y cerró. Desde su ventana, Diana vio cómo Fred salía al jardín y se dirigía al auto. Minutos después corría por la blanca carretera el brillante «Cadillac».
* * *
Don Damián estaba allí, sentado en una butaquita junto a la ventana cerrada. Diana, frente a él, parecía indecisa y nerviosa.
—¿Lo sabe usted?
—Me lo ha dicho él.
—No me permitió ir a su encuentro, padre.
—También me lo dijo —susurró don Damián con el rostro inexpresivo.
—No puedo, padre.
—Sí puedes.
Se asombró.
—¿Y me lo aconseja usted?
—Sí.
—¿Por qué?
—Tienes el deber de ganar un alma para el cielo. Fred se retuerce en el Purgatorio, Diana. Necesitamos salvarlo y solo una mujer como tú puede hacerlo.
—¿Y si fracaso?
—Tendrás tu premio en la otra vida.
La joven se puso en pie y paseó la estancia de un lado a otro bajo la mirada inquisidora del sacerdote.
—Será una tortura horrible, padre.
—Le quieres.
—¿Es esa una razón? Él no me quiere.
—¿Lo sabes acaso? ¿Lo sabe él? ¿Lo sabe nadie?
—Yo sí lo sé.
—Tú no. Nadie, ¿comprendes?
—No puedo. Nuestra vida en común será un infierno. Le amo —sonrió despectiva—. Un amor irrazonable, absurdo. Somos diferentes. Yo no le comprendo.
—Pero le amas.
—Repito que es un amor irrazonable.
—Todo en la vida es irrazonable hasta que deja de serlo. Has de probar. Él te necesita.
—Exigen de mí demasiado. La prueba no es para un día ni para una semana. Es para toda una existencia.
—¿Tan débil te crees que dudas de tu victoria?
Se sentó de nuevo y retorció las manos. Jamás en ningún momento de su vida, ni en los de mayor exaltación al lado de Fred, estuvo tan bella. Pero el padre no se fijó en aquellas minucias. Fijóse tan solo en el espíritu elevado de Diana, que iba a vencer el espíritu rebelde de Fred Cohn. Había sido siempre un hombre poderoso, que sojuzgó a sus criados, a todos sus semejantes que de un modo u otro dependían de él. Incluso trató de sojuzgarlo a él, aunque siempre se estrelló con una voluntad más fuerte que la suya. Y ahora una simple mujer iba a vencerlo a doblegarlo, a purificar quizá las duras asperezas de su carácter extremadamente temperamental.
Y aquella muchacha que iba a luchar estaba allí, retorciendo sus manos y buscando con los ojos un apoyo; que no iba a encontrar.
—Padre, quiero volver a Nueva York —dijo con un hilo de voz—. Me aterra la idea de vivir en la intimidad con Fred.
—Has de vivir. No te costará esfuerzo porque le amas. Fred es un alma a la deriva, Diana. Ha navegado por un océano empedernido durante una vida y ahora busca refugio. El refugio está en tu propia alma.
—¿Y si no es así, padre? ¿Y si es equivoca usted?
—Puedo equivocarme, pero no lo considero así. He conocido a Fred desde que nació... Lo vi luchar con sus amigos cuando era un niño y vencerlos por la fuerza o con malas artes. Lo he visto después crecer, hacerse hombre. Lo he visto luego pedir por favor ayuda a una mujer. Y he visto cómo se retorcía de rabia en su propio cieno cuando se vio solo y burlado. Y lo veo ahora en las mismas circunstancias, pero con mayor tesón buscar lo que nunca ha tenido. Y tú le ayudarás. Porque, piensa que no solo le ayudas a él, Diana. Ayudas a un pueblo, a muchos seres que viven sojuzgados, temerosos.
—¡Oh, padre!
—Te lo ruego, querida hijita. Ve a verme siempre que quieras y en mí hallarás un consejero espiritual.
—Lo necesitaré —confesó.
—Ahora me voy. Volveré a la tarde para casaros. Fred Cohn no quiere que salgas de la finca excepto cuando seas ya su esposa, y ordenó a los muchachos que improvisaran un altar en el jardín. Bajo la nieve destruiremos la libertad de Fred y elevaremos tu pureza. Hasta la tarde, hijita.
Corrió a su lado y besó por dos veces las manos del sacerdote.
—Padre, tengo miedo.
—Fred Cohn es solo un hombre y los hombres suelen ser buenos. Solo tu dulzura de mujer puede lograr que su parte noble salte por encima de su maldad, la parte mala que todos conocemos.
—Sí, padre.
Al quedar sola derrumbóse sobre la cama.
—Diana.
Se irguió como impulsada por un resorte.
—¿No has ido a acompañar a don Damián?
—Está nevando... Se queda aquí para casarnos después de comer. También está mi abogado. Te ruego que te vistas elegantemente.
—Supongo que tú también te quitarás esas ropas horribles.
Avanzó cerrando la puerta tras de sí. Estaban frente a frente.
—¿Todo lo consigues así, Fred?
—Hasta ahora, sí.
—Pues de ahora en adelante, no, y te lo advierto por si quieres rectificar.
—No rectificaré.
—Bien. Entonces déjame sola, porque voy a cambiarme de ropa.
—Di a Mary que prepare tu equipaje. Nos iremos inmediatamente después de casados.
—¿Adónde?
—No lo sé.
—¿Ni siquiera puedo invitar a mis amigas a la boda? —preguntó con ironía.
Fred no pareció darse cuenta de aquel dejo irónico. La miraba.
—Ni siquiera.
—Bien, déjame sola, te lo ruego.
No se movió. Parecía clavado en el suelo. Diana dio la vuelta, pero él la retuvo por un brazo y la atrajo hacia sí.
—Diana, seamos amigos. Nunca he tenido un amigo y es lógico que desee que lo sea mi propia mujer.
—Lo seré, Fred.
—Gracias, Diana.
Titubeó un momento como si domeñara el deseo de besarla. Después giró sobre sus botas y se fue cerrando la puerta tras de sí.
Diana, vestida con sencillez, si bien muy elegante, se presentó en el comedor y atendió gentilmente a sus ilustres invitados. El abogado quedó boquiabierto al ver a aquella ideal criatura y el sacerdote sonrió con risa de conejo, observando la mirada que Fred Cohn clavaba en su prometida.
Diana llevó el peso de la conversación y resultó una comida muy agradable. Fred la miraba tan solo, el sacerdote reía por lo bajo y el abogado seguía boquiabierto.
XII
Mary y Joe colocaron las maletas en el «Cadillac». Los criados, silenciosos, impresionados aún por la ceremonia que tan extrañamente había tenido lugar en el parque, se alineaban en la terraza observando las evoluciones de Mary y Joe. Cuando todo estuvo dispuesto, Mary subió a su cuarto y Joe se quedó junto a los demás criados. Nadie parecía deseoso de hablar. Era como si todos conocieran las circunstancias por las cuales se casaban sus amos. Circunstancias que desconocían, pero que, sin embargo, sabían que existían.
El auto rojo de Diana apareció en el portalón. Avanzó majestuoso y fue a detenerse junto al garaje. Fred, vestido de oscuro con un traje impecable, saltó al suelo y caminó hacia la terraza. No miró a sus criados. Venía de llevar a don Damián y parecía pensativo. Detúvose ante Tula y preguntó:
—¿Dónde está Diana?
—No ha bajado aún, señor. Las maletas están en el auto.
Desapareció en el vestíbulo y subió las escalinatas. Sin llamar, abrió la alcoba de su esposa y miró a un lado y a otro.
—¿Dónde estás, Diana?
—Aquí.
Hallábase junto a la ventana, con la vista perdida en el parque, lo que indicaba que lo vio llegar. Mary recogía las prendas de ropa esparcidas por el suelo, pero al llegar Fred se retiró presurosa, cerrando tras de sí la puerta de la estancia.
—Don Damián me ha dado esto para ti —dijo él avanzando.
Lo tomó sin mirarlo.
Era un libro de oraciones. Lo abrió y leyó algunos párrafos. «Falta me harán», pensó.
—Todo está dispuesto, Diana. Podemos marchar cuando quieras.
Diana nada repuso. Pensó: «Cuán feliz sería en este instante si este hombre fuera como... solo como tenía que ser. Estoy desolada y él no me comprende. Cree quizá que por haberme hecho su mujer tengo que estarle agradecida toda la vida. Y no es así. De buen grado me estrecharía en sus brazos y le cubriría de besos hasta rendirme asfixiada. Pero Fred no lo merece, no sé incluso cómo sería acogido mi cariño. ¿Por qué tengo que ayudarle? ¿Acaso este hombre poderoso que nos domina a todos solo con mirarnos necesita ayuda de nadie y menos de una infeliz mujer como yo?».
—Te dije que todo está dispuesto, Diana.
—Recogeré el abrigo. Yo también estoy lista.
Vestía un traje de chaqueta gris muy oscuro, lo que estilizaba más su figura. Calzaba altos zapatos y sobre la mesa de centro estaban los guantes y el bolso. Se retiró de la ventana y guardó en el bolso el libro de don Damián. Después tomó el abrigo de pieles y al fin lo miró.
Estaba guapo Fred Cohn. Guapo y arrogante con su traje oscuro, su camisa blanca que hacía resaltar el color broncíneo de su piel. Guapo con aquellos ojos tan pardos brillando en medio de la cara rasurada que enmarcaba el cabello enhiesto.
—Vamos.
Fred no se movió. La miraba, la miraba de pies a cabeza, como si aquella mirada le causa un goce indescriptible.
Dio un paso al frente y la agarró por los dos brazos. La apretó sin arrimarla a su cuerpo.
—Eres mi esposa y estoy contento —dijo con voz vibrante—. Me he dado cuenta en este instante de que tú para mí eres como un regalo.
—Un objeto, Fred.
Él se echó a reír. La atrajo hacia sí blandamente y la besó en la boca, con ternura inconcebible en él.
—Una mujer bonita, no un objeto —susurró sobre sus labios—. Quiero hacerte feliz, Diana, y tengo la esperanza de que tú me ayudes.
—Procurare ayudarte porque no quiero ser desgraciada —repuso quedamente, separándose con suavidad—. Vamos, Fred.
Fred Cohn vio cómo Diana besaba a Tula, a Mary y a Harry. Gentilísima dentro de su atuendo moderno, con el abrigo colgado del brazo, erguida sobre sus altos tacones parecía más joven. Él, sentado ante el volante, observaba cómo iba estrechando uno por uno la mano a todos sus criados. Él no lo había hecho. Pasó junto a ellos sin mirarlos siquiera, como si fueran simples gusanos infectos, y eran hombres, seres humanos, como él. Súbitamente, se sintió empequeñecido ante la sonrisa gentilísima de su esposa. Y por primera vez se dio cuenta de que él nunca había sido bueno ni recibido sonrisas admirativas como aquellas.
—Cuando quieras, Fred —dijo ella, bajísimo, sentándose a su lado y cerrando la puerta con seco golpe.
El «Cadillac» rodó por la grava. La mano de Diana aún se levantó y muchas otras se alzaron en la terraza.
—Te quieren —dijo él, abordando la carretera.
—Nunca hice nada para que no me quisieran.
—Ya. A ti tiene que quererte todo el mundo.
—No soy tan vanidosa para creerlo así, si bien me agrada ser querida.
—¿Quieres fumar?
—Ahora no Gracias, Fred.
El auto corría ya libremente por la empinada carretera. Las dos figuras inmóviles no se miraban.
—Nos detendremos en un lugar cualquiera a pasar la noche —indicó—. Mañana podemos seguir hacia Nueva York.
—Creí que no deseabas ir a la capital.
—Iremos.
Siempre las áridas respuestas, a veces absurdas, otras desconcertantes.
—Lo que no deseo es que veas a tus amigas.
—Pues tendré que verlas, porque no tengo ropa para el viaje y allí la recogeré.
—La comprarás.
—Creí que te molestaba gastar dinero.
—Me he casado hoy.
Súbitamente le pasó un brazo por los hombros y la atrajo hacia sí, la besó en el cuello y ella se estremeció como si la abrasaran. Ladeó un poco la cabeza y sus ojos interrogaron en silencio.
—Quiero hacerte feliz, Diana. Lo necesito tanto como la vida. Quiero que sonrías y me cuentes cosas, todas tus cosas. Quiero saber lo que sientes y lo que esperas de tu amor. Posiblemente soy un egoísta, pero... todos los hombres lo somos.
—Primero necesito conocerte —dijo ella, bajísimo.
—Yo no puedo decirte como soy porque lo ignoro. Mas has de darte cuenta de que no soy tan malo como me crees. Irás conociéndome poco a poco, o quizá me conozcas hoy mismo. Sí, yo quisiera que fuera hoy mismo, Diana, y que te esforzaras en tomarme tal como soy. Creo que no cambiaré, pero hay algo bueno en todo ser y yo deseo que busques precisamente en esa parte buena que aún tengo.
—Buscaré, Fred. Te ayudaré en todo lo que me sea posible, pero no tolero imposiciones.
—Quisiera ser un niño grande a tu lado.
—Eres demasiado hombre, y lo sabes, para que yo te crea un niño.
—Eres una mujer deliciosa, Diana.
—Gracias —repuso ella vagamente—. Y, por favor, no tengo ganas de morir. Vigila la dirección del auto.
—Son las ocho. A las diez llegaremos a un hotel que hay en la falda de la montaña. Es un hotel dedicado a los deportistas que vienen a esquiar.
—No llevo esquíes.
—Nosotros no vamos a esquiar —dijo con aquel acento soberbio que aparecía con frecuencia en el arpegio áspero de su voz.
XIII
Eran las cuatro de la madrugada y Diana estaba allí, de pie, junto a la ventana. A través de esta se veía la montaña blanca, rutilando como un manto inmaculado en la noche sin estrellas.
—Te vas a helar.
No respondió. Vestía las ropas de dormir y llevaba sobre ellas una bata de lana que ataba en la cintura. Calzaba chinelas, y su tez pálida parecía más blanca junto la ventana. Vuelta hacia fuera, inmóvil, rígida, diríase que era una estatua.
Lo sintió tras ella y volviéndose bruscamente se cerró en sus brazos y rompió en ahogados sollozos. Era la primera vez que Fred veía llorar a una mujer... y aquella era su mujer.
—Perdóname, Diana.
—¡Oh, Fred, Fred, yo no quisiera disgustarte; juro que no lo quisiera! He sido una estúpida.
—No, querida —dijo suavemente, acariciando el revuelto cabello—. Eres solo una niña. Creo que a tu lado voy a aprender mucho, Diana. Necesito aprender de tu bondad y de tu gran espíritu de mujer. Ven, descansa y no pienses nada.
Había sido una escena horrible y ella no podría olvidarla con facilidad. Comprendía que Fred no era tan duro ni tan cruel, un hombre incomprendido quizá, pero malo no, y ella habíase portado como una histérica, sin razón, sin motivo alguno que justificara su absurda actitud. Le dijo cosas horribles que quizá él no merecía. Y Fred la escuchó en silencio, mirándola tan solo, y ahora le pedía perdón.
Se ciñó a su cuello y dijo bajísimo:
—Perdóname tú a mí, Fred. Necesitas tener mucha paciencia, y yo... yo... tú sabes que te quiero.
—Lo sé.
—Has de olvidar todas las cosas horribles que te dije. Soy feliz a tu lado, lo juro, Fred, ¡oh, sí! Te lo juro. Por nada del mundo quisiera ahora separarme de ti. Todo lo que te dije es mentira. Te quiero, Fred. Pero me horroriza pensar que pese a nuestro matrimonio nunca voy a comprenderte.
Él le acariciaba el cabello, como si se tratara de consolar a una niña pequeña.
—No tienes nada que comprender, Diana —susurró tristemente—. Yo soy así. Tal vez como tú me conoces, y me conoces ya bajo todos los aspectos... No hay en mí más de lo que has visto. No trates de buscar lo que no existe. Y tengo miedo de que nunca seas feliz a mi lado. Ni porque no hable ni porque te mire... te quiero menos.
—¿Pero me quieres?
—Si esto es amor, yo te quiero, Diana.
—¿Y qué es esto?
—Desear estar constantemente a tu lado, besándote, mirándose, tocándote. Mirándome sobre todo, Diana. Te he mirado desde que llegaste. Era un goce que me producía placer y dolor a la vez y te miraba a cada instante, siempre que podía.
—Eran tus ojos los que yo sentía constantemente tras de mí.
—Tal vez, querida.
—Cuánto daría porque me quisieras —dijo ella, minutos después, asustándose de su propia voz en la penumbra de la alcoba hacia la ventana que quedaba lejos—. Por oírtelo decir.
—No lo diré.
—¡Fred!
—Has de tomarme como soy, Diana.
—Sí, Fred —dijo suspirando.
* * *
Un día y otro recorriendo lugares desconocidos que no le importaban en absoluto. Un mes y otro mes, como si él no se saciara nunca de llevarla de un sitio a otro, como si tuviera miedo a volver a la finca.
Lo quiso infinitamente más a medida que los días transcurrían. Era como si él fuera metiéndola en su ser deliberadamente. A él lo sentía suyo, enteramente suyo, aunque jamás le dijo «te quiero» excepto cuando ella se lo suplicaba. Y lo tomó tal como era. Olvidó incluso las circunstancias en que se casó, para ser como era, sin artificio, sin hipocresías, como le gustaba ser. Fue niña en instantes que debía serlo y fue mujer cuando él se lo exigió. Una extraña pareja bella y joven, que se pasaba igual un día entero sin hablar, únicamente si lo hacía ella. Fue apasionado —porque lo era mucho—, bruto y tierno, amable y déspota, y ella lo admitió tal como era, porque comprendió que no podría cambiarlo jamás. Iban por la calle —una calle cualquiera de un lugar cualquiera—, cogidos del brazo. Él, gallardo, desenvuelto, hosco, frío el semblante impávido; ella gentil, delgadita y esbelta, Y nadie diría que momentos antes se habían querido con intensidad, que se estaban queriendo aún. Parecía que se soportaban tan solo, y en cambio... Ella llegó a conocerlo; ¡oh, sí! Llegó a conocerlo en la intimidad, porque fuera, para el mundo, Fred Cohn sería siempre el Fred Cohn áspero, duro, violento. Tres meses en los cuales vivió horas deslumbrantes, minutos de incertidumbre, segundos de desesperación y noches venturosas. Escenas mudas de emotiva intensidad en las cuales el hombre se rebelaba, luchaba por decir... lo que no sabía sino expresar.
—Soy un bruto —le dijo una vez.
—No.
—Quisiera saber decir todas esas cosas que dicen los demás hombres.
—No serías tú y yo no te querría.
—Pero yo quisiera... quisiera deslumbrarte con mi voz y frases bonitas.
Era confesar una debilidad deliciosa que premió con cariño. Y comprendió que era maravilloso que nadie conociera a aquel hombre como era verdaderamente, excepto ella. Un triunfo que ninguna otra mujer podría quitarle ya.
Se hallaban aquella tarde en Nueva York. Al día siguiente regresarían a la finca. Lo deseaba ella y lo deseaba él aunque no lo dijera. Tres meses fueron suficientes para gozar como nadie había gozado del matrimonio. Lo vivieron, lo desmenuzaron y volvieron a construirlo, siempre con aquella emotiva intensidad que era el espíritu de Fred y el suyo fundidos para el resto de su vida en una solo. Y encontró el espíritu de Fred. ¡Oh, sí! Un espíritu que se ocultaba sojuzgado bajo una áspera sonrisa y una frase brutal que pretendía ocultar lo verdaderamente grande que existía en el ser del hombre.
Y ella, con sus zalamerías, lograba a veces derrumbar la barrera de aquel carácter. Y lograba que él fuera como ella deseaba que fuese. Minutos deliciosos que no podría olvidar jamás. Pero al final el rostro serio adquiría aquella sonrisa casi inexpresiva que solo ella podía comprender ya.
—¿A dónde vamos, marido? —preguntó aquella tarde, saliendo del hotel y colgándose de su brazo.
—Adonde tú quieras.
—A la sala de fiestas donde bailé contigo.
—Subamos al auto.
—Quiero ir a pie. Está cerca.
Exigía su capricho con una deliciosa sonrisa y él tuvo que sonreír también. Apretó cálidamente la mano que se colgaba de su brazo y dijo tan solo:
—Eres una tirana.
El auto se alejó majestuosamente y ellos se fueron a pie.
—Fred...
—Dime, Diana.
—Tengo ganas de volver a la finca. Me gusta el campo.
—Pero no irás a dar clase a los niños. Te quiero siempre en casa.
—Eres un egoísta. Y para demostrarte que es verdad lo que dices, tendrás que... traer una maestra.
Fred se detuvo en seco.
—¿De veras?
—De veras.
—Lo pensaré.
La sala de fiestas rutilaba. Por la puerta encristalada salían y entraban chicas y chicos.
—¿Quién era aquel hombre? —preguntó de súbito.
Ella lo miró, extrañada.
—¿Qué hombre? No he visto a nadie.
—El que bailaba contigo aquella vez.
Se echó a reír y apretó el brazo masculino.
—Un pretendiente a mi blanca mano.
—No juegues, Diana.
—¡Pero si digo la verdad!
—Una verdad molesta.
—Para mí no lo era.
Le hizo dar dos vueltas en medio de la acera y Diana se asustó.
—Pero Fred...
—Ya sabes cómo soy, Diana. Detesto las medias palabras.
—Pues tú casi nunca las dices enteras. Tengo que terminarlas yo. Y, por favor, cariño, no aprietes mi brazo de este modo. Nos están mirando con curiosidad.
—No importa.
—Se llama Bert y es primo de mis amigas.
—No quiero que bailes con él si es que está ahí dentro. Me has entendido, ¿verdad?
—Escucha, Fred: la cortesía ha existido y existirá siempre, ¿no es cierto? No por bailar con Bert voy a dejar de quererte a ti.
El rostro de Fred se atirantó. Lo conocía. Sabía que estaba seriamente enojado. Era una nueva faceta que desconoció hasta aquel instante; era endemoniadamente celoso.
—Da la vuelta.
—Pero, Fred.
—No entremos ahí.
—¡Fred!
—Vamos, Diana.
Se indignó. Fuerte y voluntarioso, siempre había de salirse con la suya.
—Yo entraré —dijo airada, pero sin gritar, pues los transeúntes los miraban con curiosidad—. Tanto si te parece bien como si te parece mal, yo entraré. Bastante hago con estar en Nueva York, y no visitar a mis amigas. A personas que me han querido y me lo demostraron. ¿Por qué, Fred? ¿También eso forma parte de tu carácter?
Fred, por toda respuesta, la agarró del brazo y la llevó con él.
—Prefiero ir a visitar a tus amigas y darles las gracias por todo lo que por ti han hecho, que verte en brazos de ese Bert.
Se tranquilizó un tanto.
—Pues vamos. Pero que conste que no te portas bien.
Los recibieron alegremente. Era una sorpresa muy agradable, según dijeron, y besaron a Diana con entusiasmo, llamándola ingrata, y estrecharon la mano que les tendía Fred Cohn. Y como a veces en la vida hay casualidades muy desagradables, allí estaba la casualidad convertida en el propio Bert. A Fred le sentó como una patada en el vientre y lo demostró saludando apenas. Pero como Diana era una chica de mundo y no sentía rencor alguno hacia el primo de sus amigas, estuvo amable con él incluso le gastó alguna broma.
En la alcoba del hotel, algunas horas después, hubo un terrible altercado. Diana se echó a llorar al final y Fred cogió un cojín y se acomodó en el diván, como si el llanto de su mujer le importara un ardite. A la mañana siguiente, hoscos y mudos, subieron al «Cadillac» y a las tres llegaron a la finca.
* * *
Mary, ayudada por Joe, subió las maletas a la nueva alcoba de su ama, y esta, de pie en el vestíbulo, junto a su marido, saludó a Tula con entusiasmo.
—Les prepararé algo de comer —dijo la cocinera, servicial.
—No tengo apetito, Tula. Iré a descansar un rato.
La voz de Fred se oyó casi feroz:
—No cenaste ayer ni desayunaste hoy.
Ella, sin mirarlo, repuso:
—No me encuentro bien.
—Te acompañaré entonces.
—Come algo y ven después, porque tú tampoco cenaste ni desayunaste hoy —sonrió irónica.
Tula los miraba extrañada. No concebía que después de tres meses regresaran así... Porque a la legua se veía que estaban enfadados.
Desapareció presurosa y Fred quedó junto a Tula, pero con los ojos obstinadamente clavados en su mujer.
—¿No la encuentras desmejorada, Tula?
—Sí, señor.
—Tendremos que tener un poco de paciencia con ella —dijo bajísimo. Después miró a Tula y se echó a reír, cosa que Tula nunca le vio hacer, y añadió dando una palmada en el hombro de la asombrada cocinera—: Es una chiquilla deliciosa, pero tiene mucho mimo.
—Sí, señor.
—Aliméntame un poco porque tengo el estómago desgarrado. Luego prepárame un vaso de lecho, que yo mismo se lo subiré.
Harry, que oía en silencio recostado en el umbral de la puerta con el largo pitillo en la boca, lanzó una breve mirada sobre su mujer y sonrió burlonamente. Por lo visto el lobo feroz se había convertido por arte de magia y de una mujer «deliciosamente mimosa», en un corderito.
Cuando, media hora después, Fred entró en la estancia, Diana, derrumbada en una butaca, cubierto el cuerpo flexible con una bata de casa y calzando chinelas, parecía la estampa viva del dolor.
—Diana.
La joven no se movió.
Dejó el vaso sobre la mesa y arrodillóse a su lado.
—Pero, querida, ¿te pasa algo?
—Estoy cansada y furiosa.
—Diana.
—Siento profundas náuseas y solo tengo deseos de estar aquí muy quieta.
—¡Querida!
—Sí, después de tratarme ayer como si fuera..., ¡qué sé yo!
—Si tú supieras, Diana.
—¿Qué es lo que tengo que saber? —preguntó, tomando entre sus manos el rostro masculino.
Pero sin darle tiempo a responder lo besó en la boca apretadamente.
—¡Amadísima!
—¡Ah! ¿Sí? ¿No te cuesta trabajo decirlo?
Fred, que estaba furioso y la quería como un loco, la tomó en sus brazos, se sentó él en la butaca y la sentó a ella en sus rodillas. Durante breves segundos la retuvo contra sí como si temiera que alguien viniera a quitársela. Después la besó una y mil veces como en otra ocasión y una y mil veces la acarició reiteradamente, como si no se saciara. Diana reía suspiraba y lloraba a la vez. Había vivido al lado de Fred momentos de loco deslumbramiento, pero jamás fue tan espontáneo y tan deliciosamente bruto como en aquel instante.
—Basta ya, cariño —pidió, jadeante.
—No puedo soportar que otro hombre te mire —dijo Fred, apretándola más y más—. Ni que te toquen, y menos que tú les gastes bromas. Eres mía, Diana, mía para siempre, y si algún día me faltas...
—¿Me quieres así?
—¡Dios! Te quiero como no creo que ningún ser humano sea capaz de querer.
—¡Fred!
—Como ningún ser humano sea capaz de querer, vida mía, y si me lo pides lo estaré diciendo continuamente hasta morir.
—¡Oh, Fred!... ¡Qué maravilloso momento, amadísimo! No quiero ver jamás un rostro serio en esta finca. Quiero que rías, Fred, que rías a la vida y al amor y a los hijos que hemos de tener. Y has de ser bueno y ayudar a don Damián a educar esa caterva de críos.
—Sí. Procuraré que venga una maestra cuanto antes.
—Gracias, Fred. Aunque no la trajeras, yo no podría separarme de ti, porque... te quiero demasiado.
Y ciñendo con sus brazos el cuello de Fred, susurró en su oído:
—Parecía imposible, cariño mío. Parecía imposible que esa barrera se derrumbara y se ha derrumbado para hacerme feliz.
—Parecía imposible —dijo él, bajísimo—, pero no lo era.
* * *
Cuando la figura gentilísima se perdió en la senda, don Damián entró en la iglesia y fue directamente al altar de la Inmaculada. Encendió una vela, la colocó a los pies de la imagen y dijo quedamente:
—Estará encendida para ti hasta que yo me muera. Ellos merecen ser felices y yo cumplo mi promesa. Un pueblo que no será jamás sojuzgado, y todo lo debemos al amor de una mujer buena.
F I N
Título original: Parecía imposible
Corín Tellado, 1957