LA TERRIBLE FIEBRE DE LASSA
Publicado en
septiembre 18, 2024
La amenaza de la peste siempre ha sido aterradora para la humanidad. Y aunque en los tiempos modernos nos parezca remota e incluso inverosímil, en el interior de Sudamérica y de África, y en otras regiones apartadas, acechan ciertos virus mortíferos, cada uno capaz de desencadenar un desastre de proporciones mundiales. En el invierno de 1969 surgió en Nigeria una enfermedad desconocida, rebelde y muy maligna, que pronto traspuso la línea de defensa africana. Si no hubiera sido por un puñado de empeñosos investigadores médicos que siguieron el rastro a la infección hasta su foco, la epidemia habría viajado en los más veloces aviones para cundir por las ciudades de todo el planeta.
Por John Fuller (condensado de su mismo libro).
UN LEVE golpe en la puerta despertó a Laura Wine poco después de las 3 de la madrugada. Urgía su presencia en el hospital. Así pues, se vistió y apresuró el paso por el sendero hacia las luces del Hospital de la Misión de Lassa, donde era jefa del departamento de obstetricia. Mientras iba andando, notó más agudo el dolor de espalda que le molestaba hacía poco tiempo.
Lassa, aldea de casas de adobe con techo de paja, de unas 1000 almas, era como otras muchas aldeas remotas del nordeste de Nigeria. Situada en las faldas de las montañas que separan de Camerún a esa nación, es virtualmente inaccesible la mitad del año, mientras dura la estación de lluvias. Allí, en los años de 1920 a 1929, la Iglesia de los Hermanos construyó una misión para servir a las tribus hausa, fulani, margi, higi y otras.
Poco después de amanecer le nació un hijo a una aldeana, y la jefa de obstetricia regresó a su casa a descansar. Laura Wine se había retirado a los 65 años de edad de su profesión de enfermera y partera, que ejerció cerca de Chicago, y había pasado los cuatro últimos en la selva nigeriana. Normalmente andaba con una agilidad increíble para sus años, pero, en la ocasión a que nos referimos, el incesante dolor de espalda la obligaba a ir con lentitud.
Ante la sorpresa de sus amigos, Laura no acudió a la iglesia aquel domingo, 19 de enero de 1969. Pero más tarde Esther y John Hamer (que era el único médico de la misión) sintieron alivio al verla llegar a su casa para comer con ellos, como solía hacer todos los domingos. A mitad de la comida les comunicaron que una mujer de la tribu margi acababa de dar a luz a la orilla de un polvoriento camino que llegaba a Lassa. Laura se puso en pie, pero el dolor de la espalda la obligó a sentarse. Esther Hamer insistió en atender ella a la parturienta y rogó a su amiga que se fuese a casa a descansar. Laura accedió a que la remplazaran, cosa extraña en ella.
Al atardecer Laura ya se sentía mejor, y casi todos, inclusive ella misma, atribuyeron su malestar a un leve ataque de artritis. A la mañana siguiente la enfermera fue al recinto del hospital donde había un aparato de radio de onda corta y tomó el turno para recibir y anotar los mensajes de las diversas misiones de la Iglesia de los Hermanos diseminadas por Nigeria nororiental.
Su voz era notablemente más débil cuando dijo ante el micrófono, como de costumbre :
—Aquí, Hermanos Lassa, llamando a Hermanos Jos... Cambio a Jos.
Más tarde confió a Esther Hamer que le dolía la garganta. El Dr. Hamer la examinó, pero no advirtió nada anormal.
El martes por la mañana volvió a reconocerla. Al fondo de la garganta y en la mucosa bucal se le habían formado unas úlceras amarillentas con bordes más claros. Tenía temperatura de casi 38° C. El médico le recetó penicilina con procaína y cloroquina (medicamento antipalúdico).
El miércoles 22 de enero, al no sentir la enfermera ninguna mejoría, Hamer resolvió investigar la causa del. padecimiento. Le tomó una muestra de sangre y le hizo análisis de orina y heces fecales. Una gran concentración de leucocitos sería indicio de infección bacteriana. Pero resultó lo contrario: tenía muy pocos glóbulos blancos en la sangre, lo cual se conoce como leucopenia y puede ser síntoma de muy diversas enfermedades. El análisis de la orina también fue de resultados inciertos; lo escaso del volumen excretado, sin embargo, le preocupó, y el Dr. Hamer instó a Laura a ingerir muchos líquidos.
Aquella noche la temperatura le subió a 38,5° C., y en el brazo izquierdo le apareció una manchita amoratada, señal de hemorragia subcutánea. John Hamer quedó desconcertado.
El viernes por la mañana el médico se levantó antes de amanecer para estudiar una colección de números atrasados de varias revistas médicas. Al salir el Sol, y durante todo el día, pensó en la posibilidad de que la paciente fuera víctima de algún virus de inusitada resistencia. Hacia mediodía el habla de Laura era casi ininteligible. Al parecer había paro renal, pues la secreción de orina se había reducido casi a cero. La enferma apenas podía deglutir; tenía la boca seca y agrietada.
El Dr. Hamer resolvió trasladarla inmediatamente a un hospital mejor equipado, en Jos. Pero el lugar quedaba a 650 kilómetros de distancia, y el camino estaba en pésimas condiciones. Por ello dispuso que la llevasen en una avioneta desde Mubi, a 80 kilómetros de Lassa.
El sábado salieron temprano en el Land Rover de la misión. El Dr. Hamer conduciría y Esther atendería a Laura en el asiento trasero. La enferma respiraba con gran dificultad. Cuando la transportaban al vehículo tuvo un ataque de convulsiones y de pronto la piel se le puso azul, señal de que no llegaba suficiente oxígeno a la sangre. El médico le aplicó rápidamente la mascarilla de oxígeno y ella reaccionó. Pero al levantarla para meterla dentro del vehículo sufrió nuevas convulsiones y una vez más hubo necesidad de aplicarle la mascarilla. La paciente mostraba signos de colapso cardiaco.
John Hamer guiaba con toda la celeridad que consideraba prudente y trataba de sortear los enormes baches. Pero a cualquier velocidad era imposible evitar los balanceos y saltos del Land Rover por el quebrado camino. En el asiento trasero iban sacudiéndose Esther y su enferma.
A las 11 de la mañana llegaron a la pista de Mubi y poco después despegaba la avioneta que transportaba a Laura. No había perdido el conocimiento, pero sí el habla. En el pequeño depósito ya casi no quedaba oxígeno y sería poco lo que podrían hacer en la atestada cabina en caso de que sufriese más convulsiones.
Mientras el aparato se aproximaba a Jos, preparaban una cama para Laura en el Hospital Bingham Memorial, donde ya le esperaba Jeanette Troup, único médico de tiempo completo de la institución. La doctora Jeanette, como todos la llamaban, fue a recibir la avioneta y condujo a la enferma al hospital sin dejar de administrarle oxígeno durante todo el camino. En cuanto llegaron se iniciaron las pruebas de laboratorio. Había signos de profusa hemorragia interna.
A la mañana siguiente Esther Hamer estaba al lado de la paciente viendo cómo se revolvía en la cama. Habían comenzado los servicios religiosos dominicales y llegaban desde el otro lado del patio los acordes del himno Poderosa fortaleza es nuestro Dios.
Una débil sonrisa se dibujó en los labios de la hospitalizada. Sin abrir los ojos, susurró a su amiga:
—¡Ah, cuánto me alegra escuchar hoy los himnos en inglés!
Pero al reflexionar que en la lejana Lassa los servicios se celebraban siempre en dialecto hausa o margi, preguntó:
—Pero, ¿en dónde estoy?
Aquella tarde tuvo otro ataque de convulsiones. Ya no podía orinar. Entró en coma y después, a las 9:30 de la noche, expiró. El lunes por la tarde la enterraron en un apartado cementerio de la misión.
El efecto de esta muerte, a la larga, sería muy distinto de las consecuencias de los incontables fallecimientos ocurridos mientras los misioneros prestaban servicio en el extranjero. El tránsito de Laura Wine tendría pronto repercusiones más allá del Atlántico, en los Estados Unidos, en una cadena de incidentes tan misteriosos como aterradores.
ROMPECABEZAS MORTAL
CHARLOTTE SHAW, enfermera cuarentona, trabajaba en el Hospital Bingham Memorial de Jos. El día que llevaron allí a Laura había estado en su jardín ocupada en cortar un ramo de rosas que aquella noche llevaría al hospital. Al estirarse para alcanzar un capullo especialmente hermoso, se espinó un dedo, y al volver a casa se lavó la herida y se untó un antiséptico. La espina dura le cicatrizó, y pronto se olvidó ella del incidente.
Aquella noche, aunque con voz casi inaudible, Laura se había quejado de dolor de garganta. Charlotte sacó de un gabinete una gasa esterilizada, que se enrolló en el dedo para limpiar suavemente la garganta ulcerada de la paciente. Al empaparse la gasa, la enfermera sintió un leve escozor en el índice, y entonces recordó haberse herido con la espina de la rosa. Arrojó la gasa a la basura, se lavó el dedo cuidadosamente con agua y jabón, se aplicó más antiséptico y se lo vendó.
Ocho días después de morir Laura Wine, Charlotte empezó a sentir fuertes dolores en la espalda y en las piernas. Como también tenía escalofríos, creyó estar enferma de paludismo, que es endémico en la meseta de Jos. No quiso molestar a nadie y fue a la farmacia del hospital, donde tomó tres pastillas antipalúdicas. Estaba segura de que a la mañana siguiente podría volver a su trabajo de todos los días.
Pero no se sintió mejor. La temperatura le había subido a casi 390° C. Otra enfermera con la que se topó de camino al hospital la persuadió de que se metiera en cama.
Penny Pinneo, la jefa de enfermeras, ayudó a la doctora Jeanette a reconocer a Charlotte de la cabeza a los pies y a tomarle las muestras necesarias para las pruebas de laboratorio. La temperatura corporal de Charlotte había subido ya a 39,4° C., y todos sus compañeros tenían la misma sospecha. Pero cuando la enfermera Shaw les relató lo de la espinadura en el dedo y la sensación de escozor que sintió al limpiarle la garganta a Laura, le dijeron que no tenía por qué preocuparse.
Es muy fácil llegar a conclusiones erróneas al hacer un diagnóstico, especialmente tras la amarga experiencia de un caso de muerte fulminante y misteriosa. Por otra parte, Charlotte Shaw no presentaba indicios de úlceras en la garganta, ni trastornos respiratorios, ni hematomas en la piel. Así pues, sin alarmarse, Penny Pinneo se consagró a prodigar a Charlotte los mejores cuidados y dejó el resto en manos de Dios. No obstante, la paciente no mejoraba. A los siete días de haber enfermado, la temperatura le había subido a 40,4 y le aparecieron en la garganta señales de extrañas úlceras como las que había presentado también Laura Wine.
Hacia el anochecer del 12 de febrero Charlotte tenía hinchados el cuello y la cara y jadeaba trabajosamente. Hacia medianoche mostró la consabida mancha amoratada subcutánea. Murió a las 3:45 de la madrugada del 13 de febrero. Era el undécimo día de su desconocida enfermedad.
Una esperanza de esclarecer el enigma consistía en enviar a Nueva York unas muestras de tejidos y de sangre de las dos víctimas, para que las analizaran. Por tanto, hubo que practicar rápidamente una autopsia. Poco después de medianoche del día siguiente Penny Pinneo y la doctora Jeanette se pusieron las batas y los guantes de cirugía, y se prepararon a iniciar la ingrata labor. Ninguna de las dos juzgó necesario taparse la boca con una gasa esterilizada.
La doctora hizo la incisión mayor, ayudada por Penny. Sacaron uno por uno los órganos del tórax y los de la cavidad abdominal e hicieron preparaciones histológicas. Todo el cadáver estaba anormalmente lleno de un suero de color ambarino que Penny extrajo con una esponja, para después exprimirlo en un recipiente. Era evidente que se habían presentado extensas hemorragias internas. Se observaban lesiones en los pulmones, el hígado y los riñones. Sin embargo, no había el menor indicio de la causa específica de la muerte.
Una semana después, en vísperas de cumplir 52 años, Penny Pinneo comenzó a sentir fiebre.
PRECAUCIONES NECESARIAS
CAUSÓ gran consternación la noticia de que una tercera enfermera de la misión estaba postrada en cama con síntomas extraños de diagnóstico desconocido. La doctora Jeanette celebró varias juntas con dos médicos recién llegados. Acordaron fijar como plazo máximo el miércoles 26 de febrero: si para entonces no cedía la fiebre, se iniciarían los trámites para trasladar a Penny a Nueva York.
El día en que vencía el plazo fijado la doctora Jeanette escribió en su informe médico: "Parece que esta enfermedad sigue la misma evolución que el padecimiento de la última enferma a quien ella cuidó".
La movilización de medios a que hubieron de recurrir para transportar a la paciente a Nueva York fue imponente. Un avión de la Misión Interior del Sudán voló desde la meseta de Jos hasta Lagos, a unos 700 kilómetros de distancia. Acomodaron una camilla de madera laminada en vez del asiento delantero del avión. En Lagos gestionaron el visto bueno de la aduana y de las autoridades de inmigración. De la Pan American World Airways, en Nueva York, se recabó el permiso para transportar un enfermo en camilla, lo cual exigió la compra de cuatro asientos de primera clase, que fue necesario desmontar, y se instalaron cortinas especiales para aislar a la paciente. Las preparaciones de tejidos y de sangre de Laura Wine y Charlotte Shaw, que iban en el mismo avión de la enferma, tendrían que conservarse en hielo y ponerse en envases especiales, para que el desconocido virus que allí se escondía sobreviviera a los vuelos sobre Nigeria y el Atlántico.
El día 27 transportaron por avión a Penny Pinneo hasta Lagos, en la costa nigeriana. Allí tuvo que esperar el siguiente vuelo a Nueva York. Pasó cuatro días de sofocante calor en la Casa de la Peste de la ciudad (edificio ruinoso destinado a alojar a los enfermos contagiosos) con las sábanas empapadas en sudor y el inminente peligro de deshidratarse. Siguieron administrándole antibióticos, pero si la causa del padecimiento era un virus, éste seguiría vivo, pues, por desgracia, lo que ataca a las bacterias no obra contra las infecciones virales.
Por fin el 3 de marzo embarcaron a Penny en el reactor para hacer el vuelo de 13 horas hasta Nueva York. Tenía mucha fiebre; su aspecto era de gravedad extrema y mostraba síntomas de deshidratación avanzada. Era el duodécimo día de su enfermedad. Se esperaba un rápido desenlace.
Fueron a recibir el avión Rose Pinneo, hermana de Penny, también enfermera, un funcionario de la misión y el Dr. John Frame, especialista en enfermedades tropicales del Centro Médico Columbia-Presbyterian, a quien había escrito la doctora jeanette.
Antes de pasar a Penny a una silla de ruedas para sacarla del avión, el Dr. Frame quiso tomarle una muestra de sangre. Inmediatamente le extrajo 10 cc. del brazo. Luego, tomando el gran termo con las preparaciones conservadas en hielo de tejidos y sangre de las tres víctimas, se dirigió a su automóvil. Pero súbitamente cambió de parecer; fue a los retretes del aeropuerto, donde se desinfectó y se lavó las manos cuidadosamente. Poco valdrían sus servicios si no seguía la pista del enigma hasta el final.
COMIENZA LA BUSCA
EN SUS 17 años de práctica médica entre los misioneros, el Dr. Frame, hombre delgado y de pelo canoso, había quedado desconcertado en varias ocasiones por informes de fiebres desconocidas, mortales muchas de ellas, en pacientes adultos. En otras épocas aquellas "fiebres africanas" quedaban localizadas y no se consideraban una amenaza para otras zonas, pero en estos tiempos de veloces aviones de retropropulsión tales calamidades podrían cundir por todo el mundo en unas cuantas horas.
En 1965 este médico comunicó sus temores al Dr. Wilbur Downs, jefe del Laboratorio Arbovirus de la Universidad de Yale, en New Haven (unidad en la cual se investigan los virus transmitidos por insectos). Downs compartió la preocupación de Frame, y éste convino en comenzar a recoger muestras de sangre de los misioneros que regresaban a los Estados Unidos y que hubieran sufrido fiebres extrañas. En Yale se analizarían y catalogarían para formar un archivo y obtener datos nuevos, tanto acerca de los virus conocidos como de los desconocidos que se descubrieran.
En 1968 Frame resolvió intensificar el programa. Pidió a la doctora Jeanette Troup, que por entonces regresaba a Jos, extraer sangre de los afectados por fiebres extrañas. Al presentarse varios casos de fiebre en Jos, la doctora había puesto sobre aviso a Frame, y éste a su vez se había comunicado por teléfono con el Laboratorio Arbovirus. La sombría incógnita era: ¿Habrían topado inesperadamente con un virus desconocido y mortal?
Poco después de la llegada de Penny Pinneo, el Dr. Downs fue a Nueva York, al laboratorio de Frame, donde recogió el recipiente con las muestras de sangre y otras. Regresó a New Haven esa misma tarde, y en unos cuantos minutos llegó al séptimo piso del rascacielos del Departamento de Sanidad Pública y Epidemiología de la Universidad de Yale. La mayoría de sus ayudantes ya estaban esperándolo.
Como prólogo de sus observaciones estableció algunas reglas estrictas. En primer lugar, toda persona que trabajara en el programa, en cualquier forma, debía usar mascarilla, bata y guantes, igual que el personal del Columbia- Presbyterian, donde estaba hospitalizada Penny. En segundo lugar, a nadie que tuviese niños pequeños en casa se le permitiría intervenir en los trabajos de investigación. Luego ordenó tajantemente: "¡Ustedes no tocaran ese material!"
Sólo se permitiría manipular las muestras al Dr. Jordi Casals, notable patólogo y microbiólogo de la Fundación Rockefeller, nacido en España; a la doctora Sonja Buckley, oriunda de Zurich, cuyas investigaciones sobre el cultivo de tejidos vivos la habían hecho internacionalmente célebre, y a él mismo. Los trabajos se iniciarían inmediatamente.
El aislamiento de un virus es una tarea larga y compleja. Se necesitan centenares de animales de laboratorio, un compás de espera desconsoladoramente prolongado antes de que aparezcan indicios de incubación del padecimiento, una preparación cuidadosa de los cultivos, minuciosas comparaciones de datos estadísticos y repetidas observaciones con el microscopio electrónico.
Nada de lo que hicieran en el laboratorio de la Universidad de Yale sería provechoso para Penny Pinneo. Aquellos hombres y mujeres de ciencia trataban de desenmascarar al enemigo. Sólo así podrían contraatacarlo elaborando una vacuna o un suero que contuviera anticuerpos específicos. Además, si se descubría al vector o agente propagador del virus, quizá sería posible eliminarlo. Pero todo ello acaso requeriría meses e incluso años de investigación.
El material infeccioso llevado a New Haven era en su mayor parte suero sanguíneo y líquido de la cavidad torácica. Algunos dudaban que el virus sospechoso hubiese sobrevivido al largo viaje, pero los patólogos de la Universidad de Yale debían trabajar en el supuesto de que los gérmenes estuvieran activos. Sonja Buckley comenzó al punto a preparar una serie de cultivos en grandes frascos de Roux, de forma parecida a los botellines de licor que se llevan en el bolsillo. Dentro de cada uno había un caldo de color rojo, con células animales vivas que ella trataría de destruir por varios métodos con el suero infectado. La doctora Buckley comenzó a trasvasar las células a frascos más pequeños, de 60 cc., y a tubos de ensayo llenos de gelatina alimenticia. Al terminar quedaron cerca de 200 cultivos alineados en varias filas de frascos y tubos, como un regimiento de soldados. Se dejaría a las células desarrollarse en el nuevo medio durante varios días.
El trabajo de Downs y Casals era diferente. Inyectarían la sangre y fluidos orgánicos directamente en el cerebro de ratones de una colonia especial. Ningún caballo de carreras hubiera sido criado con mayor esmero. Los ratones tenían que ser idénticos; de lo contrario, habría variaciones en las pruebas. Además, por supuesto, debían estar perfectamente sanos.
Los animales estaban alojados en sendas cajas de metal parecidas a paneras. Para reducir el peligro de contagio en caso de que un ratón levantara polvo infectado, cada caja tenía su propio sistema de ventilación, y el aire de salida iba a dar a un incinerador.
Comprendiendo que el menor desliz de la aguja de inoculación podría ser mortal para ellos mismos, los investigadores anestesiaron profundamente con éter al primer rupo de ratones, para que no se movieran. Downs tomó entonces una jeringa con 20 milímetros cúbicos del suero sospechoso, de color pajizo, cogió un ratón y le introdujo la aguja en el cráneo. Casals hizo lo mismo con otro animal.
Cuando terminaron las primeras inoculaciones, Downs advirtió: "Jordi, sería preferible que tu esposa no supiera nada de este trabajo".
Casals asintió con la cabeza.
APOLILLADURAS Y RATONES
EN EL Hospital Columbia-Presbyterian, la temperatura corporal de Penny Pinneo subió a 41,7° C., lo cual en un adulto es por lo general preludio de la muerte; pocas personas sobreviven a tan ardiente fuego interior. Los médicos y las enfermeras la envolvieron en compresas de hielo y la colocaron en una tienda de oxígeno. Le daban aspirina; seguían administrándole líquidos por vía intravenosa, pero no podían hacer nada más.
La temperatura de la enferma fue bajando lentamente, pero a la fiebre siguió la neumonía, que produjo edema pulmonar y una tos pertinaz. Después vinieron la encefalitis e incesantes zumbidos en los oídos, junto con sordera y vértigos. Se le presentaron también hemorragias internas. Además, tenía afectados el corazón, los riñones y otros órganos. Pero aún vivía, y por entonces ya había sobrevivido más tiempo que sus dos colegas.
En la Universidad de Yale, el 10 de marzo, Sonja Buckley fue a su laboratorio a iniciar el ataque contra los cultivos histológicos. Succionó de cada frasco el viejo líquido nutriente, utilizando para ello una pipeta a manera de pajita. Las pipetas estaban tapadas con algodón para impedir que pasara líquido a la boca, pero por el momento no había motivo de preocupación, pues los frascos no contenían suero con posibles virus.
Luego añadió una nueva solución que conservaría en buen estado los cultivos, sin hacer crecer las células. Después llegó la fase crítica: succionó con una pipeta el suero sanguíneo infectado y dejó caer 100 milímetros cúbicos en cada frasco de una serie. En otro número igual de frascos, que servirían de testigos, agregó sólo el caldo de cultivo, sin suero infectado. Por último puso todos los recipientes en una estufa de incubación.
Mientras tanto Downs y Casals buscaban indicios de cambios en sus ratones. Pero los animales todavía tenían aspecto normal y parecían sanos. Si seguían así, sería muy dudoso que las muestras de suero sanguíneo contuviesen virus mortíferos. Sin embargo, era demasiado pronto para saberlo a ciencia cierta; algunos ratones de laboratorio sobrevivían a las inoculaciones de virus hasta nueve y diez días. El martes por la mañana Jordi Casals dudaba de la utilidad del experimento.
Decepcionado, fue al laboratorio de Sonja a preguntarle si había logrado algo. Ella no tenía nada que informar; todavía era muy pronto para adelantar alguna conclusión. Aquella tarde, mientras lá doctora Buckley trabajaba en sus cultivos, fue a visitarla el Dr. Max Theiler, laureado con el premio Nobel en 1951 por sus trabajos para el logro de una vacuna contra la fiebre amarilla. También él le preguntó cómo iba la investigación, y Sonja se acercó a examinar los frascos.
Casi no podía dar crédito a lo que vio. En el grupo infectado, la capa de tejido celular de cada uno de los frascos estaba cubierta de placas: eran unos puntos blancos o agujeros, como picaduras de viruela. Algún virus devoraba ávidamente las células.
Sin embargo, era extraño que los cultivos hubiesen reaccionado más pronto que los ratones, inoculados tres días antes. Pensó que acaso los frascos se habrían contaminado con algún otro virus, y resolvió repetir todo el procedimiento.
Al martes siguiente, 18 de marzo, obtuvo la respuesta a sus preguntas. Hasta el último de los frascos infectados mostraba las características "apolilladuras". Comprobó entonces que trabajaba con un "agente", un desconocido germen de gran virulencia.
Wilbur Downs y Jordi Casals se alegraron mucho de los resultados de Sonja, pero seguían intrigados por la buena salud de los ratones. Se les ocurrió entonces un sencillo razonamiento: habían utilizado ratones muy jóvenes, creyendo que serían más vulnerables a la enfermedad. Pero los virus difieren extrañamente unos de otros. ¿Qué ocurriría si experimentaban con ratones adultos, más resistentes? Para averiguarlo, comenzaron a trabajar con una colonia de estos últimos.
Al día siguiente Casals fue a las jaulas, aunque no esperaba encontrar nada. Tomando un ratón adulto por la cola, le asombró sentirlo temblar levemente. Después visitó jaula por jaula, y vio que casi todos los roedores infectados con el suero africano padecían las mismas convulsiones. Los del grupo testigo no temblaban.
A los pocos días habían muerto casi todos los ratones inoculados.
"DOSIS MORTAL 50"
JORDI CASALS inició entonces otra serie de pruebas. ¿Era aquel "nuevo" virus sólo alguna de las variedades ya descubiertas en Sudamérica y en África? ¿Cuál era su potencia? ¿Cuál su tamaño? ¿Podrían verlo y reconocerlo con el microscopio electrónico?
Para responder a tales interrogantes sería preciso manipular mucho el material infectado, y aunque los investigadores tomaran todo género de precauciones, era posible que ocurrieran tragedias. Como uno de tantos ejemplos recordaban que un 25 por ciento del primer grupo de investigadores de la fiebre amarilla patrocinados por la Fundación Rockefeller, en la época anterior a la vacuna, murió a consecuencia de sus contactos con el agente patógeno cultivado en el laboratorio.
Era obvio que el nuevo virus africano tenía una extraordinaria virulencia; para determinar con exactitud su potencia, los doctores Casals y Buckley, independientemente, hicieron la prueba llamada de concentración.
Como es imposible contar las partículas vivales, ni siquiera observando los virus con un microscopio electrónico, hay que establecer cierta escala para medir su potencia, lo cual se consigue mediante el procedimiento de concentración. Básicamente, tanto Jordi Casals como Sonja Buckley siguieron el mismo método.
Casals utilizó varios tubos de ensayo. Tomando una pipeta, succionó el suero infectado y lo introdujo con toda su potencia viral en el primer tubo. En el segundo virtió el mismo líquido, pero diluido al diez por ciento. En el tercero puso suero disuelto al uno por ciento; en el cuarto, al uno por mil, y así sucesivamente.
Casals y la doctora Buckley tomaron entonces la solución más débil (en este caso un volumen de suero infectado por cien millones de líquido) y con ella inocularon 10 ratones y 10 cultivos de tejidos.
Si ninguno de los ratones moría o ninguno de los cultivos se destruía, emplearían una solución más concentrada. Se trataba de seguir ese procedimiento hasta obtener una concentración que destruyera un 50 por ciento de los animales o la mitad de los cultivos. Cuanto más débil fuera la solución que aniquilara al 50 por ciento de los roedores (que los científicos llamaban "Dosis mortal 50") tanto más potente sería el virus.
Una muestra del suero de Penny Pinneo destruyó el 50 por ciento de los cultivos de tejido con una solución de uno por 10 millones. Esta concentración era pavorosamente mortífera, y se reforzaron todas las precauciones que ya tomaba el laboratorio.
En seguida Sonja Buckley se dedicó a la compleja tarea de preparar parte del suero infectado de Penny Pinneo para observarlo al microscopio electrónico. Primero comprobó que la muestra fuera virulenta ensayándola otra vez en sus frascos. Luego puso a incubar el caldo durante cinco días y lo pasó a una centrifugadora, donde se hicieron girar los tejidos celulares hasta que quedaron secos y duros, y pudo cortarlos con micrótomo para teñir y observar las células.
Bob Speir, especialista en microscopia electrónica, entró en acción. Montó los especímenes, los preparó para el objetivo del microscopio electrónico, que aumentaría la imagen más de 100.000 veces. (Si un billete de banco de 15,6 centímetros por 6,7 se amplificara así, abarcaría casi la cuarta parte de un campo reglamentario de fútbol.)
Speir enfocó la lente del microscopio electrónico. ¡Ahí estaba el virus! Una afelpada pelota de tenis moteada de negro en la superficie y con protuberancias como púas. Era repelente, ominoso, y, aunque muerto, parecía mirar fijamente a través de la pantalla del instrumento óptico.
EXTRAÑOS ESCALOFRÍOS
UNO DE los trabajos más importantes de los científicos de la Universidad de Yale consistía en descubrir y producir anticuerpos para el nuevo virus. Se cree que existe por lo menos un anticuerpo para cada invasor viral. El anticuerpo puede englobar al virus y neutralizarlo porque su forma es el vaciado negativo del virus que va a atacar. Así los dos se acoplan perfectamente y, estrechados en mortal abrazo, son expelidos del organismo en calidad de desechos.
Como estas defensas pueden encontrarse en un animal o en un ser humano que se haya recuperado de una enfermedad viral. Wilbur Downs ya había cablegrafiado al Laboratorio de Virología de la Universidad de Ibadán, en Nigeria, para pedir a los científicos de allí que investigasen las epidemias de Lassa y Jos. Quizá localizaran moradores de las aldeas nigerianas que hubiesen sobrevivido a la nueva peste. En tal caso su sangre contendría los anticuerpos específicos. El Dr. Downs también solicitó que se tomasen muestras de sangre de animales silvestres de la región (especialmente de roedores) para examinarlas, con la esperanza de hallar en alguno de ellos el vector o agente transmisor del virus.
Para esto, ya se había comenzado a notar mejoría en Penny Pinneo. La temperatura le había seguido bajando, y a partir del 20 de marzo no volvió a subirle a más de 37,2° C. El 3 de mayo, a las nueve semanas de haber ingresado en la sala de aislamiento del Hospital Columbia-Presbyterian, la dieron de alta. Había disminuido su capacidad auditiva, y perdió poco menos de 13 kilos y casi todo el pelo. ¡Pero estaba viva!
Su mejoría proporcionaba a Jordi Casals una nueva arma contra la "fiebre de Lassa", como ya la habían bautizado John Frame y sus colegas. Si se encontraban anticuerpos en el suero sanguíneo de Penny, sería posible elaborar con él un rudimentario antisuero.
La práctica de inyectar suero con anticuerpos a un enfermo de infección viral es antigua, y se empleaba especialmente antes de perfeccionarse las técnicas de la vacunación moderna. Es peligrosa, pues por una parte el suero acaso contenga virus vivos ocultos; puede causar hepatitis o, en algunos casos, una parálisis mortal de los riñones, matando a un enfermo que hubiera podido sanar. Pero en una urgencia, cuando no hay vacuna, es casi la única técnica terapéutica disponible.
Las pruebas que hizo el Dr. Casals fueron positivas: el suero tomado a Penny Pinneo en el vigesimoctavo día de su enfermedad contenía muchísimos anticuerpos del virus de la fiebre de Lassa.
Casals calculó entonces el tiempo en que persistiría la virulencia del germen patógeno después de la recuperación clínica del paciente. Le sorprendió comprobar que, aunque los ratones jóvenes no habían presentado síntomas de la enfermedad, en su orina se encontraban virus vivos de la fiebre de Lassa hasta 45 días después de haber sido inoculados con el suero contaminado. Al parecer el virus podía ocultarse en los riñones durante un largo período (al menos en los roedores).
Este descubrimiento indicaba una gran afinidad entre el virus de Lassa y ciertos virus mortíferos descubiertos en Sudamérica. Se elaboró la siguiente hipótesis: los roedores jóvenes se infectaban al nacer y transportaban los gérmenes sin peligro para ellos mismos; pero por la orina podían transmitir la enfermedad a los seres humanos.
Tal suposición se amoldaba perfectamente a una costumbre curiosa de los campesinos nigerianos. Durante la estación seca los muchachos de los pueblos, armados con palos, se internaban en los matorrales y, prendiendo fuego a la hierba, esperaban que salieran las ratas, las apaleaban y las llevaban a casa para asarlas. Un alto porcentaje de las proteínas que alimentan a las tribus procedía de aquella fuente. Naturalmente las ratas salen despavoridas huyendo del fuego, y el terror las hace que orinen.
A PRINCIPIOS de junio, sentado en su laboratorio, Jordi Casals sintió un escalofrío por todo el cuerpo. Siguió trabajando, pero el malestar persistía. Tomó dos aspirinas y volvió a su mesa de trabajo. Según la tradición profesional, no iba a pensar que sus síntomas eran alarmantes, ni debía caer en aprensiones (obsesión particularmente nefasta en el tipo de trabajo que él desempeñaba).
Al día siguiente Sonja Buckley vio al médico sentado en su laboratorio, vestido con un grueso suéter gris y una chaqueta de lana bajo la bata blanca de trabajo. A ella le pareció que su colega tenía el rostro tan gris como el suéter... y tiritaba de frío.
—¿Qué te pasa? ¿Te sientes mal? —le preguntó.
—Estoy resfriado —repuso Casals.
La investigadora le aconsejó marcharse a casa y meterse en cama hasta que pasara el malestar.
Seis días después, con agudísimos dolores en los muslos y ardiendo en fiebre, lo llevó una ambulancia a la unidad de aislamiento del Hospital Columbia-Presbyterian.
"NOS DISTE UN BUEN SUSTO"
AQUELLA noche John Frame y su esposa Verónica celebraban el cumpleaños de ella rodeados de familiares y amigos en Long Island. En eso, sonó el teléfono: era Wilbur Downs.
—John —anunció Downs—: te hablo desde el Columbia-Presbyterian. Jordi Casals está en la sala de aislamiento...
Y le resumió el cuadro patológico que presentaba Casals. Era terriblemente parecido al de las tres enfermeras de la misión. Por demasiado obvio, no necesitaba expresar el diagnóstico.
—¿Sabes dónde está Penny Pinneo? —preguntó al final.
Frame contestó que la suponía en casa de su hermana. A la mañana siguiente logró comunicarse por teléfono con la enfermera, que se conmovió al oír la noticia. El médico le preguntó si estaría dispuesta a donar suero sanguíneo para administrárselo a Jordi, y si se sentía con fuerzas para hacer el viaje.
—Nada ni nadie me detendrían —respondió Penny.
Y a media tarde ya estaba a bordo del avión que la conduciría a Nueva York.
En el Laboratorio Arbovirus de la Universidad de Yale se reunieron los colegas de Jordi Casals para idear alguna solución del caso. Consideraron uno por uno los peligros de administrarle el antisuero: eran graves. No obstante, no hacer nada equivaldría a lavarse las manos y dejar que su amigo entrara en una crisis mortal.
Ya sabían que los síntomas de Jordi seguían una secuela demasiado conocida: deshidratación, leucopenia, indicios de hemorragias internas. Todos estaban seguros de que tenía la fiebre de Lassa, y la rapidez con que se propagaba el virus no permitía vacilaciones. Charlotte Shaw había muerto a los once días de caer enferma, y calculaban que el Dr. Casals estaba infectado desde hacía siete.
Durante las 24 horas siguientes el médico enfermo empeoró. Mientras Downs estuvo a su lado, se permitió a Lynn, la esposa de Casals, ponerse mascarilla, bata y guantes, para visitar a su marido. La pobre mujer estaba aterrada y a punto de llorar. Terminada la hora de la visita, hizo instintivamente el intento de acercarse a su esposo, inclinándose como para besarlo a través de la mascarilla. El Dr. Downs le gritó que se detuviera y la asió de un brazo. La fiebre de Lassa no permitía tales demostraciones de cariño.
El miércoles por la mañana, ante la noticia de que el estado de Jordi Casals empeoraba rápidamente, hubo otra consulta de médicos en la Universidad de Yale. Inquietaba a sus colegas no tener una prueba fehaciente de que estuviese afectado por la fiebre de Lassa; si le administraban el suero de Penny corrían el riesgo de inocularle una enfermedad mortal. Antes de la reunión Downs pidió una conferencia telefónica con cl Dr. Karl Johnson, distinguido virólogo de fama internacional que en ese momento estaba en Panamá trabajando con la mortífera fiebre hemorrágica boliviana, una de las enfermedades de origen sudamericano que se parecían mucho a la fiebre de Lassa. Johnson escuchó atentamente mientras Downs le describía con todo detalle el cuadro clínico del Dr. Casals. Al terminar, el virólogo recomendó decididamente:
—Adminístrale el suero, Wilbur.
El Dr. Edgar Leifer, médico de cabecera del Dr. Casals, también había celebrado varias juntas con el personal del Columbia-Presbyterian. El parecer del Dr. Johnson inclinó la balanza a favor de utilizar el antisuero.
Aquella noche empezó éste a fluir gota a gota por las venas del enfermo. A la mañana siguiente se observaba poco cambio. Durante todo el día los científicos de Yale y del Columbia se preguntaban si habrían hecho bien en recurrir a aquella medida.
En la siguiente mañana Sonja Buckley examinó los cultivos que había infectado antes con el suero sanguíneo de Jordi Casals: toda la capa de células estaba destrozada por el virus de Lassa, lo cual confirmaba que el médico había adquirido la temida enfermedad.
Sin embargo, ese mismo día Jordi comenzó a dar señales de franca mejoría. Le bajó la fiebre, y a partir del 26 de junio la temperatura ya fue normal. Hubo sensación general de alivio en Yale y en Columbia. El Dr. Robert Shope, uno de los especialistas de la universidad que visitaba al enfermo en el hospital, dijo algo que el médico español recordará toda la vida: "Jordi, ¡nos diste un buen susto!" Los científicos no suelen hablar en esos términos.
LABORATORIO DE VIRUS PELIGROSOS
AL ENTERARSE del Caso Casals, la oficina neoyorquina del Servicio de Sanidad Pública de los Estados Unidos telefoneó a John Frame para expresarle su preocupación. Una cosa es que una enfermera contrajese la enfermedad en África, y otra, muy distinta, que la infección cundiera por los Estados Unidos. ¿Cabía la posibilidad de que el virus de la fiebre de Lassa saliera del hospital y se propagara por las calles?
El Dr. Frame compartía tal preocupación e iniciaron en acción coordinada un procedimiento que se implantaría en los aeropuertos internacionales. Los viajeros procedentes de Nigeria se someterían a un largo interrogatorio. Si se advertía una manifestación de la enfermedad, por insignificante que fuese, se les exigiría presentarse con el Dr. Frame para que los reconociera cuidadosamente.
El Centro de Control de Enfermedades del Servicio de Sanidad Pública, con sede en Atlanta, tomó parte en la operación de alerta. Allí se acababa de terminar un nuevo laboratorio para virus peligrosos que costó dos millones y medio de dólares, y la campaña contra la fiebre de Lassa fue su primera misión. El Dr. Shope envió por mensajero especial unos virus vivos, desde la Universidad de Yale, con una nota en que se advertía al laboratorio de Atlanta la gran resistencia y peligrosidad del germen.
En las nuevas instalaciones las manos del hombre nunca tocaban las muestras, que se transportaban por bandas sin fin a través de largos túneles hasta unas "cámaras de aislamiento" o cilindros de acero herméticamente cerrados y con gruesas ventanillas de cristal para observar su interior. Junto a las ventanillas había también troneras por donde se podían introducir los brazos enfundados en largos guantes de caucho fijos en el interior de la cámara. Los científicos trabajaban así con animales o cultivos perfectamente aislados.
El edificio del Centro contaba con puertas especiales de cierre hermético y con filtros. Toda persona que entrara en el recinto interior a trabajar con los materiales de las cámaras de aislamiento tenía que cambiarse de ropa en un cuarto especial, ponerse prendas desechables y, al salir, darse una ducha y colocarse frente a un haz de luz ultravioleta. Además no salía del edificio ningún material sin antes esterilizarlo o incinerarlo.
En la Universidad de Yale se redoblaron las medidas de seguridad y se continuaron independientemente los estudios. Tras su convalecencia, el Dr. Casals volvió al trabajo. En Nueva York, Frame tuvo la corazonada de que los anticuerpos de la fiebre de Lassa no sólo existían en Nigeria, sino que podrían hallarse en la sangre de misioneros curados de "fiebres africanas" y diseminados por otras comarcas del vasto Sudán. Comenzó a seguir en sus archivos la pista de varios casos sospechosos de haber sido fiebre de Lassa. En África proseguían la pesquisa en pos del agente transmisor. Pero a pesar de estar todos sobre aviso, la peste pareció esfumarse de repente. De junio a septiembre de 1969 no se registró ningún caso nuevo.
En cambio, en octubre hubo brotes de fiebre amarilla en Jos y en las comarcas vecinas. Fue una epidemia de efectos trágicos, que duró varios meses, atacó a miles de personas y causó incontables muertes. Sin embargo, se siguió trabajando sin cesar en busca del origen del virus de Lassa ante la escalofriante perspectiva de los estragos que podría causar en poco tiempo entre una población sin vacunar.
El último jueves de noviembre, festividad de la Acción de Gracias en los Estados Unidos, ofrecía un descanso muy merecido a los investigadores. La víspera, tras terminar varios trabajos, Jordi Casals estaba contento de disponer de unos días de reposo, pues desde su enfermedad se fatigaba más que antes. Se despidió, junto al ascensor de Juan Román, joven técnico de laboratorio que, con su esposa, trabajaba en otras investigaciones. Juan pensaba ir en automóvil con su mujer a York (en Pensilvania) para asistir a una reunión familiar. Ambos compañeros de trabajo se desearon feliz fin de semana y cada cual siguió por su camino.
El lunes siguiente no regresaron los Román, lo cual pareció extraño a Sonja Buckley, quien había estado adiestrando a la señora Román para que la ayudara a preparar cultivos. Pero antes del almuerzo un médico llamó desde York para informar que Juan estaba en cama, enfermo de una leve infección viral.
Después de colgar el teléfono, Sonja pensó en la posibilidad de que Juan tuviese la fiebre de Lassa. Inmediatamente desechó tal pensamiento y se tachó a sí misma de histérica. El trabajo del investigador no tenía nada que ver con el peligroso virus; trabajaba en otro laboratorio, muy lejos del de ellos.
Pero al terminar la semana Juan Román y su esposa aún no habían regresado a la Universidad de Yale. Siete días después hubo otra llamada: el joven estaba hospitalizado. Su estado, aunque no grave, era desconcertante. Jordi Casals resolvió ir a examinar a su compañero.
Al llegar el Dr. Casals al hospital, Román estaba muy enfermo, con síntomas, al parecer, de tifo. Casals le tomó una muestra de sangre y regresó a la universidad a toda prisa para estudiarla en cultivos celulares y en ratones.
Por desgracia, ninguno de estos estudios sería útil para Juan Román, que murió antes de transcurrir 48 horas. Al cabo de varios días se tuvo el resultado de las pruebas: el organismo del laboratorista había sido invadido por el virus de Lassa.
La noticia consternó a todos los que investigaban el caso. Era imposible determinar cómo pudo ocurrir el contagio, pues Juan Román nunca había tocado nada relacionado, siquiera remotamente, con el virus de Lassa, y jamás había entrado en la cámara de aislamiento del Dr. Casals.
La reacción fue instantánea y enérgica. En la Universidad de Yale se suspendieron las investigaciones con virus vivos de Lassa y se despacharon todas las muestras y preparaciones al Centro de virus peligrosos de Atlanta. Todo el resto de los materiales y equipos usados en las investigaciones de virus vivos de Lassa se incineraron o se esterilizaron completamente. Se exigió a todo el personal de los laboratorios informar de los primeros indicios de cualquier enfermedad, por trivial que pudiera parecer. Desde Yale se enviaron boletines a los funcionarios médicos y de salud pública en todo el mundo. En la universidad no se recibirían en lo sucesivo nuevos especímenes sospechosos de contener ese virus.
UN DESLIZ DEL BISTURÍ
EL DÍA de Navidad los cristianos de la aldea de Bassa, situada a 30 kilómetros de Jos, preparaban una procesión con tambores y coros. Tamalama Sale quería presenciar la fiesta, pero aquella mañana la mujer ardía en fiebre y tuvo que guardar cama. A los pocos días estaba grave, y el 30 de diciembre la llevaron al hospital de Jos, junto con sus hijos: un niño de meses y una niña de tres años. Un hermano de ella la registró dando un nombre falso y un lugar de procedencia fingido, pues, según una vieja superstición de las tribus del altiplano, los espíritus malignos podrían perseguir hasta su casa al enfermo ya curado para atormentarlo de nuevo.
Tamalama Sale permaneció diez días en el hospital. En ciertos momentos pareció que no sobreviviría, pero al fin reaccionó y regresó a Bassa. A los tres días la madre y los dos hijos de esta aldeana cayeron enfermos con intensa fiebre. La anciana y el niño de meses se restablecieron paulatinamente; no así la niña, que murió.
Poco después de salir Tamalama del hospital, otras dos nigerianas presentaron síntomas parecidos a los de ella. A los cuatro días una murió, y luego ingresaron tres pacientes más con fiebre alta.
La doctora Jeanette y Hal White, facultativo retraído y de pocas palabras, director de la escuela de auxiliares de medicina anexa al hospital, no osaban exteriorizar sus temores. Les era difícil creer que hubiese vuelto a brotar la fiebre de Lassa. Sin embargo, los nuevos casos no podían diagnosticarse como fiebre amarilla ni como alguna otra enfermedad común, y los síntomas eran sorprendentemente semejantes a los que habían manifestado aquellas tres enfermeras de la misión, hacía exactamente un año. Por primera providencia ambos tomaron a las tres pacientes muestras de suero sanguíneo y las enviaron a la Universidad de Ibadán para que las analizaran.
Poco después ingresaron en el hospital otros nigerianos. Había ya, en sucesión rápida y alarmante, 12 casos sospechosos; cuatro de los afectados eran empleados del hospital, dos de los cuales murieron el domingo 25 de enero. Se dio la noticia del segundo de estos decesos durante la sesión dominical de estudio de la Biblia. En un instante enmudecieron todos los fieles, estupefactos. A continuación la doctora Jeanette, que había puesto ejemplo de serenidad durante la reciente y terrible epidemia de fiebre amarilla, dio rienda suelta al llanto.
Después, dueña al parecer de sí misma, la doctora hizo la autopsia al cadáver de Maigari, que había trabajado de enfermero de quirófano. El bisturí de Jeanette se hundió en el pecho y dejó las costillas al descubierto. Luego bajó por el abdomen hasta llegar a las vísceras. La doctora desprendía con la afilada cuchilla una costilla, cuando se le resbaló de la mano el instrumento, que cortó limpiamente el guante de la otra mano y le penetró en un dedo. En el acto salió un chorro de sangre de la herida.
La cirujana sacó rápidamente la mano de la cavidad del cadáver, se dirigió al lavabo y se arrancó el guante roto. Dejó correr mucha agua en la cortadura, que se restregó con jabón quirúrgico y, luego de bañarla con abundante antiséptico, se la vendó cuidadosamente. Y tras colocarse un nuevo guante de goma, reanudó su tarea.
Después de hacer sus visitas habituales, Hal White se detuvo en el quirófano para ver en qué podía ayudar. Pero la necropsia ya había terminado y encontró sola a la doctora Jeanette.
—Hal —le dijo ésta—, llevo en África 16 años y en ese tiempo he cometido muchísimos errores, pero el Señor me ha concedido que pasen inadvertidos. Hoy acabo de cometer otro —al decir esto le enseñó el dedo vendado, pidiéndole no dijera nada a nadie, para no causar alarmas.
A la mañana siguiente la doctora Jeanette mandó un termo grande, con muestras de sangre conservadas en hielo, a Don Carey, director del Laboratorio de Virología de la Universidad de Ibadán. En la carta anexa le explicaba incidentalmente el envío, pero Carey conocía demasiado bien a Jeanette para que lo engañaran sus eufemismos y circunloquios. Alarmado, cablegrafió al punto a Yale la noticia del nuevo brote, y pidió que, de ser posible, le remitieran cuanto antes dos dosis del suero sanguíneo de Jordi Casals, con sus anticuerpos. Luego, ayudado por Graham Kemp, uno de los mejores virólogos del laboratorio, comenzó a preparar algunos cultivos histológicos.
Siguieron ingresando nuevos casos en el hospital de Jos, todos con los mismos síntomas siniestros. La lista ya había llegado a 19 y en ella se registraban diez defunciones. No había medios para implantar un aislamiento eficaz, y, aunque se hubiera contado con ellos, el personal médico era demasiado reducido y estaba sobrecargado de trabajo para seguir al pie de la letra el complicado método de aislamiento.
Cundía el terror en Jos. Se cancelaron las reuniones públicas, cesaron virtualmente las actividades sociales. Los vuelos de aviones se redujeron al mínimo. Los viajeros pasaban por la aldea sin detenerse, con las ventanillas de los automóviles cerradas a pesar del intenso calor. La gente hervía el agua durante una hora, en vez de los 20 minutos reglamentarios, y la filtraba dos veces. Se tomaban grandes precauciones contra los ratones y otros roedores. Cualquiera que tuviera gripe o dolor de garganta creía haber contraído la fiebre de Lassa. Jos era una ciudad en estado de sitio.
El 3 de febrero por la tarde la doctora Jeanette cayó en cama con fuertes escalofríos. Le dolían los músculos, especialmente los de la espalda, y a la mañana siguiente, aunque febril, se levantó, se vistió y fue a hacer su ronda habitual por las salas del hospital, donde revisó el historial clínico de los enfermos. Evitó acercarse a los pacientes y a sus colegas, y al terminar la jornada regresó a casa a descansar.
Una semana después de presentarse los primeros síntomas le subió la temperatura a cerca de 40° C. Hal White insistió en que se hospitalizara. La recluyó en una habitación individual y ordenó que nadie entrara allí sin gorro, bata y mascarilla. Así improvisó lo más parecido a una sala de aislamiento.
LA PRIMERA PISTA
LOS INFORMES del brote epidémico en Jos que llegaban a Nueva York eran incompletos, pero se veía que la situación iba de mal en peor. Pusieron sobre aviso a Penny Pinneo y a Jordi Casals, quienes expresaron su deseo de partir para Jos en cuanto se lo pidieran. Sin embargo, debido a la revuelta situación política de Nigeria, en plena guerra civil, ninguno de los dos había logrado obtener el visado del pasaporte. Mientras esperaban, les sacaron sangre y la sometieron a centrifugación y refrigeración para separar el suero. Jordi guardaba además algunos especímenes muertos del virus de Lassa, que esperaba llevar personalmente a Ibadán como referencia para que Don Carey identificara sin pérdida de tiempo los virus que le llevaran. Aún no estaban enterados de la enfermedad de la doctora Jeanette.
El plasma inmune Casals-Pinneo y las muestras de virus de fiebre de Lassa muertos llegaron a Ibadán el 15 de febrero. Hal White, que no estaba al tanto de este envío, resolvió trasladar por avión ese mismo día a Ibadán a la doctora Jeanette. Pero inesperadamente le desapareció la fiebre. El Dr. White se tranquilizó. Tras conferenciar con la doctora enferma, convinieron en que aquel viaje era innecesario.
A la mañana siguiente la temperatura de la paciente descendió hasta 34,8° C., muy por debajo de lo normal, lo cual fue un fenómeno alarmante. La secreción de orina era peligrosamente escasa, y le aumentó mucho la cantidad de leucocitos.
White trató de comunicarse con Ibadán, pero en vano. Aún no sabía que ya había llegado el suero de Casals y tenía ante sí una decisión muy difícil: la conveniencia o inconveniencia de administrar a la enferma suero sanguíneo de Raphael, el único empleado del hospital que había sobrevivido a la fiebre de Lassa. Desgraciadamente no se había comprobado la presencia de anticuerpos en la sangre de este hombre. Además, no se disponía del equipo adecuado, y, sin centrifugadora, el Dr. White tendría que dejar que los glóbulos rojos de la sangre de Raphael se sedimentaran por gravedad, para luego extraer el amarillento suero con una jeringa.
White fue a la habitación de la doctora Jeanette a anunciarle que le administraría el suero.
—Tú eres mi médico —respondió ella con voz débil.
Y así lo hizo: le sacó sangre al donador, separó el suero (160 centímetros cúbicos) y lo inyectó en la vena de la enferma.
La doctora Jeanette no reaccionó. El 18 de febrero su respiración era jadeante, por lo que le aplicaron masaje cardiaco extratorácico. No obstante, aún estaba consciente. Aquella tarde tendió la mano a una alta enfermera nigeriana llamada Comfort, que no se había separado de su cabecera ni un momento. Tomándole la enorme mano, le dijo:
—Comfort: ya has hecho por mí todo lo humanamente posible. ¡Que Dios te bendiga!
A través de la mascarilla de la enfermera se veían escurrir las lágrimas.
La doctora Jeanette falleció a las 4:30 de la tarde.
Como triste epílogo, Penny Pinneo y Jordi Casals consiguieron por fin los visados a fines de febrero. Pero al llegar ambos a Nigeria los casos de fiebre de Lassa desaparecieron tan misteriosamente como habían surgido. Sólo dos nuevos enfermos ingresaron en el hospital después de la muerte de la doctora Jeanette. El mortífero virus volvía a esconderse. El problema consistía entonces en descubrir su escondite antes de que saliera a matar nuevamente. Era de vital importancia localizar el primer caso, y llegar a través de él hasta el foco original del contagio.
Don Carey, Graham Kemp, Jordi Casals y Penny Pinneo iniciaron la busca. En Jos estudiaron minuciosamente las historias clínicas de 23 víctimas e interrogaron a los sobrevivientes que pudieron hallar. Pronto comprobaron que la fiebre de Lassa se había transmitido desde el hospital, por lo menos entre los 17 primeros enfermos. Mas al revisar las entradas y salidas de los pacientes, de los visitantes y del personal de la institución, no encontraban a la víctima que hubiera podido contagiar a todos los afectados por el primer brote.
En eso estaban cuando Kemp vio la historia clínica de Tamalama Sale, la aldeana registrada con un nombre falso. Al principio no les pareció una pista muy prometedora, ya que su enfermedad no se había diagnosticado como fiebre de Lassa. Pero gradualmente fue perfilándose un cuadro claro y acusatorio. Tres de las primeras víctimas del virus habían estado en la sala general al mismo tiempo que Tamalama; es más, todos los casos primarios habían sido de pacientes, trabajadores o visitantes del hospital en esa época. Se formuló la teoría que la aldeana de falso nombre había llevado la fiebre de Lassa al hospital y la había transmitido a los primeros enfermos conocidos, los cuales, a su vez, habían contagiado a sus familiares y amigos.
Para comprobar esta teoría era necesario encontrar a Tamalama, tomarle una muestra de sangre y ver si contenía anticuerpos. De ser así, Kemp atraparía y sangraría al mayor número posible de animales en la aldea de la mujer, para tratar de localizar el foco de la fiebre de Lassa. El gran problema podía formularse de esta manera: ¿Quién era aquella mujer y en dónde se hallaba?
"EL REY DEL ESTACIONAMIENTO"
CASI LO único que podía hacer Graham Kemp era publicar en los diarios la descripción de lo poco que se sabía de Tamalama y tratar de encontrarla por ese medio. Surgió una pista: alguien dijo que acaso se tratara de la esposa de un chofer de camión apodado "el Rey del Ferrocarril", cuyo apellido era Soulé o algo parecido, y que suponían vivía en Bauchi, a unos 950 kilómetros de Ibadán.
Kemp hizo el fatigoso viaje redondo de unos 1900 kilómetros. En Bauchi nadie parecía conocer a una mujer apellidada Soulé, pero por una increíble y afortunada coincidencia le señalaron a otra, la señora Sale, que resultó ser ex esposa de Mallam Sale, de Lagos. Jamás había estado en el hospital de Jos, e ignoraba si Mallam había contraído segundas nupcias.
Lagos, capital de Nigeria, es una ciudad muy extendida de medio millón de habitantes. Antes de internarse por el atiborrado laberinto de sus calles, Kemp hizo indagaciones entre los habitantes de los alrededores. Por fin encontró otra pista: le informaron que en lengua bausa "rey del ferrocarril" significaba también "rey del estacionamiento de remolques", lugar apropiado para buscar a un chofer de camión.
Pasó el primer día en Lagos deambulando por las polvorientas calles en busca de lugares grandes de estacionamiento al aire libre para camiones de remolque, donde los choferes se reunían entre viaje y viaje a tomar cerveza y aguardiente de palma. Allí tampoco le pudieron dar informes. Pero al día siguiente cambió su. suerte. Le indicaron que fuese a la empresa Tawaz de camiones, donde trabajaba de mecánico Mallam Sale, el "rey del estacionamiento de remolques". No tardó en averiguar que el individuo era oriundo de Jos, y su segunda esposa del cercano pueblo de Bassa. La casa que ocupaban en Lagos estaba a corta distancia: era fácil ir a pie.
Tras una astuta labor de convencimiento desarrollada por Kemp., Tamalama Sale accedió a dejarse tomar una muestra de sangre. Luego la sometió a un interrogatorio. ¿Había estado enferma hacía un año? Sí... y poco a poco fue saliendo a la luz la información vital.
Los resultados de las pruebas hechas con la sangre de la mujer indicaron que en ella abundaban los anticuerpos del virus de Lassa. Cabía la hipótesis de que el de esa aldeana fuera el "caso índice" del brote ocurrido en Lassa. Pero Kcmp estaba aún muy lejos de concluir su trabajo. Poco después de haber hecho las pruebas salió con destino a Bassa armado de un equipo para extraer sangre y conservar suero, y trampas para coger ratas, murciélagos y pájaros sospechosos de ser transmisores de la fiebre.
En Bassa tomó más de 70 muestras de sangre humana y contrató cazadores locales para tender las trampas. Cada noche llenaba su furgoneta de cadáveres de animales. Rotulados, envueltos y conservados en hielo, los despachaba a Atlanta. La tarea duró varias semanas mientras Kemp esperaba los resultados de los análisis.
Cuando llegaron, el investigador se alegró: los anticuerpos estaban presentes en la sangre de muchos moradores de Bassa. Pero, por desgracia, la fuente del virus seguía siendo un misterio. En ningún animal atrapado en la región se encontró el menor indicio del germen.
Un artículo sobre la epidemia de Jos publicado en cierta revista especializada reflejaba preocupación latente. Ningún médico que lo leyese podía abrigar la ilusión de que el virus de Lassa ya no se propagaría nuevamente en el momento menos esperado. De hecho, en Nueva York, John Frame estaba seguro de que el fenómeno se repetiría, y de que uno de los medios de predecir una nueva epidemia estribaba en el estudio de los casos anteriores de "fiebres africanas" que nunca se habían diagnosticado debidamente. Con ayuda del Laboratorio Arbovirus de la Universidad de Yale, había ampliado sus programas de análisis de sangre a 80 hospitales de una vasta región extendida al sur del Sahara.
Era extraño que sólo cinco, entre más de 700 tomas de sangre recibidas de África Occidental, contuvieran anticuerpos de la fiebre de Lassa; pero cuatro de éstas procedían de Guinea. En noviembre de 1970 Frame advirtió a un grupo de virólogos que ese país o cl vecino de Sierra Leona eran los focos más probables para el próximo brote de la temible peste.
RATAS Y MURCIÉLAGOS
PASARON varios meses sin que se presentaran nuevos indicios de la enfermedad. Luego, en marzo de 1972, el Dr. Frame cenaba cn Nueva York cuando recibió una llamada telefónica. Era de un radiofonista aficionado que dijo estar en comunicación directa con Penny Pinneo, en África, y que establecería contacto entre los tres.
Penny informó a Frame que iba camino de Jos a Liberia para auxiliar en lo que al parecer constituía un nuevo brote de la fiebre de Lassa. Se habían registrado casos en el pueblo de Zorzor, en la frontera con Guinea, a unos cuantos kilómetros de las regiones señaladas por Frame como futuros focos de la epidemia.
También se avisó al laboratorio de Atlanta, que ordenó a su personal en Liberia recibir a Penny Pinneo y a Tom Monath cuando llegaran con el suero inmune. Monath, virólogo de Atlanta, apacible y de voz suave, trabajaba para la Universidad de Ibadán.
Al llegar a Zorzor, Tom encontró a los misioneros y al personal del hospital preocupados y deprimidos. Ya habían ingresado 11 pacientes, de los cuales cuatro murieron. Resultaba imposible conseguir gente suficiente para atender la improvisada sala de aislamiento. El edificio funcionaba casi exclusivamente para los enfermos con síntomas de fiebre de Lassa. En una junta a la que asistieron Monath, el Dr. Paul Mertens y otros médicos y enfermeras, elaboraron un plan de ataque. Seguirían básicamente el mismo procedimiento puesto en práctica en Bassa. Se trataría, ante todo, de localizar el "caso índice" y de atrapar animales de la comarca.
El virólogo contrató a 20 cazadores del pueblo, y con su ayuda tendió trampas, incluso unas de fina malla de nailon especiales para murciélagos. En ocho noches consecutivas recogió 164. En un laboratorio improvisado les extrajo sangre del corazón. Luego abrió los cádáveres, cortó tejidos de las vísceras y los empacó en recipientes con hielo para enviarlos a Atlanta.
No se presentaron más casos de la fiebre de Lassa y el brote se extinguió rápidamente. Como el de Jos, parecía esfumarse después en los casos "secundarios". Sólo el del primer enfermo, o "caso índice", parecía ser sumamente contagioso. En Jos había habido muchos pacientes, entre ellos trabajadores del hospital y personas hospitalizadas, que se habían expuesto al contagio de Tamalama, la aldeana del "caso índice". El contagio secundario se daba únicamente entre parientes muy cercanos del primer enfermo, y allí se detenía la enfermedad. Lo mismo se obsevó en Zorzor.
Comenzó a surgir una teoría: probablemente el virus sufría mutaciones al pasar por un portador humano. Tal es, de hecho, el principio en que se basa la producción de vacunas. La virulencia del germen se atenúa al ir pasando por diferentes animales hasta que ya no tiene la potencia suficiente para causar infección, pero sí la capacidad de producir anticuerpos.
Aún se sospechaba que la fuente era algún roedor o un murciélago. Los nuevos informes del laboratorio de Atlanta, no obstante, no indicaban la presencia de ningún virus en las ratas ni en los murciélagos de Monath. Paralelamente a estos trabajos se distribuían valiosas raciones de plasma inmune en Ibadán, Jos y Zorzor, previendo otro brote, aunque en cualquier urgencia real serían tristemente inadecuadas.
TRES MESES después de aplacarse el terror a la peste en Zorzor aparecieron varios casos de fiebres sospechosas en el Hospital Católico de Panguma, en Sierra Leona, a unos 150 kilómetros de Zorzor. Los pacientes habían acudido con largos intervalos durante muchos meses.
En Atlanta, Tom Monath cablegrafió a Panguma que aquello podría ser fiebre de Lassa, aun cuando no era típico de la enfermedad propagarse tan lentamente. Pero la fiebre de Lassa no parecía tener reglas fijas. El virólogo pidió muestras de suero sanguíneo y trazó un plan de acción ayudado por otros investigadores. En caso de que las pruebas confirmaran la presencia de fiebre de Lassa, se trasladaría por avión al lugar afectado un equipo de médicos y científicos, junto con Casals y Kemp.
Al concluir las pruebas se supo sin lugar a dudas que se trataba del virus de Lassa, y el equipo fue a África. En Panguma descubrieron que se habían registrado 64 casos, con 23 defunciones. El brote parecía más peligroso que los anteriores, pues el contagio no se limitaba al hospital, sino que cundía de un pueblo a otro; en otros hospitales de la región había nuevos casos.
Entre los animales atrapados allí se contaban muchas especies de roedores que los naturales solían cazar en las selvas para comérselos. Aumentaron las sospechas y se hizo un esfuerzo especial para atrapar el mayor número posible de ejemplares.
Se presentaron más casos en Sierra Leona, pero había pasado la crisis y Monath regresó a Atlanta a participar en las complejas pruebas con las que esperaba establecer qué determinada especie de rata era el agente transmisor. Una prueba preliminar había indicado que cierto roedor podría ser el culpable. Tom llevó a cada ejemplar, envuelto en una bolsa de plástico sellado, a la zona de trabajo del laboratorio, a través de un "estanque de inmersión" lleno de cloro diluido. Después, en la cámara de aislamiento de acero y cristal, con las manos metidas en los largos guantes de caucho, siguió el prolongado y tedioso procedimiento del laboratorio de virus peligrosos. Sin embargo en ninguna de estas investigaciones se obtuvo una prueba decisiva.
El virólogo Monath se sintió desrcorazonado, pero resolvió continuar los experimentos. El laboratorio de virus peligrosos tenía capacidad para trabajar con unos 50 animales por semana, cuando mucho, y aún quedaban centenares por probar. Monath tendría que obrar con criterio selectivo.
Recordó el espantoso caso de Hawa Foray, ama de casa de Sierra Leona. Esta mujer había sufrido un ataque típico de fiebre de Lassa, confirmado por el análisis de sangre y, además, por las células hepáticas obtenidas en la necropsia. Recordó también las ocho ratas silvestres de la especie Mastomys natalensis atrapadas en casa de la difunta. Tal roedor era común en África Occidental, pero generalmente sólo habitaba en la selva. Cuando la rata casera, de mayor tamaño y más feroz, abandonaba el lugar, esta especie solía entrar en los pueblos. El investigador resolvió hacer las pruebas en esos animales.
Monath y sus ayudantes tomaron cortes de tejidos, los pulverizaron en un mortero que contenía cierta solución, inocularon con ésta varias series de cultivos histológicos y aguardaron.
Pronto mostraron los cultivos la invasión profusa de los virus. A pesar de que había una posibilidad de error, los investigadores siguieron trabajando con renovado entusiasmo. Aunque Tom no quería dar crédito a sus pruebas, presentía que por fin habían llegado al término de su larga pesquisa. Burlonamente apostó 10 dólares con uno de sus técnicos a que esas últimas muestras no tendrían el virus de Lassa.
Pero esta vez no se decepcionaron. Las pruebas revelaron inequívocamente que siete de las ocho ratas eran portadoras del virus de Lassa. No quedaba ya ninguna duda de que esa especie era el agente transmisor. Por fin habían dado con la madriguera del peligroso y maligno puntito que, con su abrigo moteado y erizado de púas, había eludido durante tanto tiempo a los cazadores de virus.
Aún quedaba mucho. por hacer, pero al menos ya no darían palos de ciego. Se trataba de mantener a raya en lo sucesivo al roedor transmisor y de iniciar el largo y complejo procedimiento de preparar la vacuna. Nada de esto sería fácil, por supuesto.
Jordi Casals recibió la noticia del descubrimiento en la Universidad de Yale por un telefonema de Tom Monath, desde Atlanta. Alborozado, el médico de Yale atravesó el pasillo para dar la buena nueva a Sonja Buckley, que en ese momento trabajaba en su mesa del laboratorio. La doctora comentó simplemente: "¡Magnífico! Era de esperar". Recordó la lucha de Jordi con la muerte y la afanosa labor de ella, con los cultivos. No hubo ni champaña ni celebraciones; sólo una profunda sensación de alivio, atinada al deseo de seguir combatiendo cualquier nuevo agente amenazador que surgiera en el mundo de los virus, tal como habían hecho en el misterioso y difícil caso de la fiebre de Lassa.
Condensado de "Fever!" © 1974 por John G. Fuller.