LA RISA, REMEDIO INFALIBLE
Publicado en
septiembre 01, 2024
UN ANIMOSO aunque juvenil y novato beisbolista estaba lanzando la pelota mientras un veterano ya curtido en el béisbol le servía de catcher o "receptor". De antemano ambos se habían puesto de acuerdo acerca de las señales: cuando el catcher bajara un dedo, significaría que el lanzador debería tirar una bola rápida o recta; dos dedos, una "curva"; tres, indicaría un cambio de velocidad en el lanzamiento; por último, al bajar cuatro dedos, el receptor estaría pidiendo una "bola abierta".
El vigoroso muchacho dominaba la pelota al tratarse de "curvas", de "abiertas" o de variables en velocidad, pero cuando el catcher le pedía una recta, temía por su propia vida, la del árbitro y las de los espectadores de las primeras filas de la gradería.
El veterano acabó acercándose al montículo para hablar con el lanzador.
—¿Por qué lanzas tan afuera cuando te pido una recta? —le preguntó impaciente.
—¡Caramba! —replicó el joven novato— ¡Lo siento! Cuando bajas dos dedos, o tres o cuatro, agarro la pelota con firmeza. Pero luego que me haces la otra señal y trato de tomar la bola con un solo dedo... ¡Nunca sé adónde irá a parar!
—Baseball Digest
UNA señora escribía a la famosa consejera norteamericana Ann Landers para contarle que, en una comida, le sirvieron melocotón fresco, cortado en lonjas y acompañado con helado, y que había descubierto en la fruta un gusano; y agregaba: "Estaba yo charlando con mi anfitriona cuando lo descubrí. Sin perder la compostura, seguí hablando a la vez que comía, tratando de evitar el gusanito. Si me volviera a suceder tal cosa, ¿qué he de hacer? ¿Cree usted que a mi anfitriona le interesaría saberlo ?"
La consejera le contestó: "Quien es capaz de comer una fruta sin tocar el gusano con que se topa, y de sostener al mismo tiempo una conversación con su anfitriona, no necesita el consejo de Ann Landers".
—P.H.S.
CIERTA actriz cómica cuenta que un día ella y su marido iban a un ensayo de su programa de televisión cuando el taxi en que viajaban chocó con un automóvil particular. La portezuela del vehículo se abrió violentamente y el esposo de la cómica salió disparado y cayó en el pavimento, donde quedó retorciéndose entre agudos dolores.
El taxista, que había salido ileso, exclamó:
—¿Puedo ayudarle en algo?
—Sí —repuso el hombre con un gemido—: Pare usted el taxímetro.
—N.M.
UN SEÑOR recibió la llamada telefónica de su agente de bolsa, que le dijo:
—Jim, dispongo de unas acciones de minas que prometen, y a dos centavos la acción.
—Muy bien —convino Jim—, cómprame dos mil.
Al día siguiente el corredor telefoneó de nuevo.
—Jim, las acciones de minas subieron a un dólar cada una.
—¡Magnífico! Cómprame otras dos mil.
La escena se repitió durante varias semanas, y al fin el corredor de bolsa telefoneó otra vez para anunciar:
—Jim, las acciones están subiendo como la espuma. Ya valen dos dólares cada una.
A lo cual contestó Jim:
—Vende las mías.
Y el corredor replicó:
—¿A quién?
—Bill Adler, en How to Be Funny in Your Lijetime
EL REGLAMENTO del hospital de nuestro pueblo es muy estricto, pero a veces tiene algún rasgo de buen humor. Un letrero grande, donde se indican las horas de visita, advierte lo siguiente: SÓLO SE ADMITIRÁN DOS PERSONAS POR CAMA, Y NO MÁS DE 30 MINUTOS.
—H.F.
UN JOVEN que padecía de insomnio decidió consultar con el médico.
—Cuente usted hasta diez y repita la cuenta hasta que sienta que le pesan los párpados —le recomendó el facultativo.
Pocos días después el paciente volvió al consultorio.
—Le veo muy demacrado —comentó el médico.
El joven le dijo que obedecía a la recomendación que él le había hecho en la última consulta.
—Al acostarme empiezo a contar, tal como usted me indicó —explicó—; pero en cuanto llego a ocho, salto automáticamente fuera de la cama.
—¿Por qué? —preguntó el médico.
—Es que... soy boxeador.
—A.R.
CONOCEMOS una pareja tan amiga de la higiene que cada vez que tienen un disgusto, ella sale a paso gimnástico rumbo a casa de su madre.
—S.R.
DURANTE una representación de la ópera La bohemia, de Puccini, el emocionado público lloraba durante el último acto, cuando Mimí, la protagonista, agonizaba.
Mientras el filósofo Coline cantaba la famosa aria en que se despide de su abrigo, antes de vender tan preciada prenda para obtener medicinas y llevárselas a Mimí, una conmovida espectadora, sentada a mi lado, susurró sollozando: "¡Ah! ¡Si la pobre hubiera tenido seguro de enfermedad!"
—I.B.M.