HE VUELTO PARA TI (Corín Tellado)
Publicado en
septiembre 30, 2024
ARGUMENTO
—Vicente, dime, querido: ¿por qué defiendes a Luis Vera? ¿Lo consideras un hombre de gran valor o es simple afecto y simpatía?
—Lo considero un hombre completo —dijo Vicente con voz lenta—. Un amigo en quien confío plenamente, un compañero insustituible y un futuro ingeniero magnífico.
—Pero no es de tu clase —adujo la dama suavemente—. Nunca podrá llegar a ser ingeniero aunque tú creas lo contrario. Un hombre de la edad de Luis Vera tiene todo el camino andado ya.
CAPÍTULO I
Un sol mortecino entraba por los ventanales del palacio de los Villapol de la Mata. Marta Villapol se estremeció, y a una indicación de Carmen Villapol de la Mata, un criado se aproximó al ventanal y lo cerró.
—Ya llega el invierno —comentó Ricardo Villapol—. Nunca me ha parecido tan corto el verano como este año. No me explico, Marta —añadió mirando a su hija—, dónde y cuándo has adquirido ese color moreno de tu cara.
—Aprovechando cada rayo solar, papaíto.
—Pues lo habrás buscado con verdadero interés.
—Todo lo que nos interesa lo buscamos así —intervino la dama—. Si bien Vicente, que es tan apasionado del verano como Marta, este año se ha quedado blanco como un papel.
Vicente, al sentirse aludido, levantó los ojos y los clavó en su madre.
—No he tenido tiempo, mamá.
—Sí, ya sé —sonrió el caballero un tanto despreciativo—. Te has pasado los días y los meses con Luis Vera, ese pobre fantasioso.
—Te aseguro, papá...
—Recuerda, muchacho. Siempre que hablamos de Luis Vera y sus inventos terminamos malhumorados.
—Porque no crees en su inteligencia.
—No me interesa creer. Es un pobre hombre con la cabeza llena de fantasías.
—Algún día te darás cuenta de tu error.
—Ojalá que pese al juicio que tengo formado de Vera, triunfe en su empeño, cosa que no concibo en modo alguno.
—¿Te has detenido alguna vez a ver sus planos?
—En modo alguno. Sería perder el tiempo. Y, por favor, Vicente: déjate de escucharlo. Estudia, pues yo voy para viejo y necesito un ingeniero competente que se haga cargo de mi empresa. Sentiría tener que buscar ayuda ajena cuando te tengo a ti.
—Termino este año, papá.
—Pues no te metas en el despacho de Luis.
—Pero si Luis es un hombre fantástico...
—Te he dicho, Vicente...
—Por favor —intervino la dama—, dejad a Luis Vera en paz y hablad de otra cosa. Cuando a la hora de comer sacáis ese tema me hace daño la comida.
—Perdona, mamá.
Hablaron de otra cosa. Marta, que no conocía apenas a Luis, casi bostezaba y abordó el tema del próximo baile en el cual debía presentarse en sociedad. Sería una fiesta maravillosa. Ella luciría por primera vez un traje de baile, largo, precioso, confeccionado en París...
—Por mí no te presentarías tan pronto en sociedad. Es triste que a los dieciocho años empieces a sufrir, y vivir en ese ambiente es desagradable a tu edad.
—Porque ya estás cansado, papá —rio Marta encantadoramente—. Pero yo empiezo ahora y tengo deseos... Deseos de ser una damita.
—Bueno, quizá no te pese nunca, o quizá te pese mañana mismo. Todo depende de pequeños detalles que a veces no les damos importancia, y la tienen.
—Supongo que no tendrás inconveniente en que invite a Luis.
Mamá y papá miraron con severidad a su hijo. Vicente era de una liberalidad casi ofensiva. Marta encogióse de hombros. Había llegado del colegio parisiense dos semanas antes y casi desconocía todo aquello, si bien había visto a Luis varias veces. Una en la calle, con Vicente, quien se la presentó, y ella recordaba haberlo saludado con una fría y ligera inclinación de cabeza. La segunda vez en una sala de fiestas. Luis fue a sacarla a bailar y ella se sintió humillada. Pertenecía a una de las familias más ricas de la comarca y consideraba atrevido por parte de aquel hombre el mezclarse en su grupo. Dijo que estaba cansada y no fue a bailar. Luis Vera no se inmutó por ello aparentemente, si bien sus facciones, vulgares, se contrajeron. Inclinóse ante ella y se fue hacia el bar. Las amigas rieron, y ella se sintió más humillada aún, si bien no le pesó haber despreciado al amigo de su hermano. Siempre ignoró si Vicente tenía conocimiento de aquel incidente. Supuso que no lo sabía porque admiraba a su amigo y hubiera afeado la conducta de su hermana. Nunca lo hizo, y ello hacía suponer que ignoraba el desprecio hecho a Luis Vera.
La tercera vez que lo vio fue en el despacho de Vicente. Fue a la fábrica a buscarlo para ir juntos a presenciar un desfile de modelos con la prometida de Vicente. Luis estaba sentado allí, tras una mesa llena de papeles. Al verla entrar se levantó y la saludó apenas. Fue aquella tarde cuando supo que trabajaba como delineante a las órdenes de su hermano.
Y no volvió a verlo, si bien todos los días, a la hora de comer, su padre y Vicente discutían a causa de un invento del que no tenían ni idea, pero que sospechaba concernía a Luis, el delineante.
—Pues claro que lo tengo —indicó el caballero indignado—. Será una fiesta selecta, Vicente. Asistirán altos personajes, gentes de dinero, distinguidas, cultas... Y tú pretendes invitar a un simple empleado.
—Un empleado modelo —observó Vicente con frialdad—. Un empleado que debemos mirar con admiración.
—Vicente, por el amor de Dios, sé más comprensible. No observo nada en Luis que cause mi admiración. Es un delineante como tantos otros, con la única diferencia que tú lo has acogido bajo tu protección. Cuando regreses a Madrid, Luis ocupará de nuevo su lugar en la sala de delineación y será como los demás.
—¿Ignoras acaso que Luis estudia para ingeniero?
El caballero rio burlón.
—Lo sé. Esa es otra de sus muchas fantasías. ¿Crees tú que un hombre puede trabajar y estudiar al mismo tiempo nada menos que para ingeniero?
—Aprobó los tres grupos en un solo año, cosa que yo no pude hacer.
—Pero no ha pasado de ahí.
—Ya veremos si pasa o no —dijo fiero—. Todo depende de que él se lo proponga.
—Bien, dejémoslo. Lo que ahora te digo y repito es que no asistirá a la fiesta que se celebrará en honor de tu hermana. Y asunto concluido, Vicente, no me marees más.
Vicente se puso de pie.
—¿Quiere ello decir que no estudiarás su invento?
—Hijo mío —sonrió indulgente el caballero—, o has retornado a la sublime edad de la niñez o te has idiotizado de repente. Por supuesto que no pienso ocuparme de su invento.
—Lo explotará cualquier otra compañía.
—Tanto mejor para ella.
Vicente hinchó el pecho.
—¿Tú sabes de lo que se trata, papá?
—Sí, diantre, lo sé porque tú me lo has dicho, pero ello no simplifica las cosas. Te creo un visionario y considero a Vera un exaltado sin juicio, ¿está claro, Vicente? No hablemos más de ello.
—Pues no hablemos. Con vuestro permiso me retiro.
Dio la vuelta sobre sí mismo e iba a salir del comedor cuando la dama lo llamó de nuevo.
—Vicente, dime, querido: ¿por qué defiendes a Luis Vera? ¿Lo consideras un hombre de gran valor o es simple afecto y simpatía?
—Lo considero un hombre completo —dijo Vicente con voz lenta—. Un amigo en quien confío plenamente, un compañero insustituible y un futuro ingeniero magnífico.
—Pero no es de tu clase —adujo la dama suavemente—. Nunca podrá llegar a ser ingeniero aunque tú creas lo contrario. Un hombre de la edad de Luis Vera tiene todo el camino andado ya.
—No, mamá. En cuanto a la diferencia de clases, ¿existe de veras? Mucho de los señores que acudirán a la fiesta mañana noche tienen millones. De acuerdo; pero ni tienen inteligencia, ni cultura, ni son señores. Unos hicieron el dinero vendiendo aceite de estraperlo, otros vendiendo cigarrillos, otros explotando a sus mismos amigos. El valor espiritual de estos hombres es nulo.
—Indicas con ello que Luis Vera, tu amigo... Vicente miró a su padre y cortó brevemente.
—Lo afirmo. Mi amigo es un hombre honrado, cabal, con una inteligencia superior, una bondad indescriptible y una cultura de la que ni tú tienes idea.
El caballero sonrió desdeñoso.
—De todos modos no acudirá a la fiesta. Lo siento, Vicente.
* * *
Luis Vera terminó su afeitado y peinó los negros cabellos empapados en agua. No era un hombre hermoso, ni elegante, ni siquiera moderno. Era un hombre vulgar y corriente como cientos de hombres que pasan por la vida inadvertidos. Tenía el cabello negro, erizado, y ni la goma ni el agua conseguían aplastarlos. Nacían en punta y crecían crespos, si bien cuando su tamaño era regular se torcían en las puntas y entonces podía amansarlos un poco. Sus ojos eran negros, de mirada quieta, dulce, melancólica. Su piel morena y atezada y su boca de gruesos labios sensuales, eran quizá la nota más destacada de su cara. Eran unos labios siempre húmedos, de suave tersura, casi como los de una mujer, con la forma bien perfilada. Alguien había dicho: «La boca de ese hombre es una boca sensual, relajada». Pero no lo era, al menos no demostró nunca que lo fuera. Sus dientes eran irregulares, separados un poco unos de otros, si bien su blancura era casi inmaculada.
En aquel instante Luis Vera vestía su único traje gris, de pantalón estrecho, caído sobre el zapato. La chaqueta holgada y sin aberturas por parte alguna. Era de estatura corriente, ancho de hombros y fina cintura, las piernas muy derechas y delgadas. Luis nunca llamaba la atención por su físico, pero sí por su bigote espeso, muy negro, que caía negligente sobre el labio superior.
Volvió a pasar la mano por el cabello y sin mirarse de nuevo al espejo salió de su alcoba. Pisó fuerte y con el pitillo en la boca se deslizó escalera abajo.
—Señor Vera...
Luis se detuvo en seco sin volver la cabeza. Sabía quién estaba tras él. Lo sabía de todas las mañanas.
—Doña Rosa...
—No puedo esperar más, señor Vera. Tengo cinco hijos, un marido inválido y mucha falta de dinero.
Luis, un poco más pálido que de costumbre, se mordió los labios. Para su orgullo era humillante la escena cotidiana...
—Uno de estos días, doña Rosa.
—Siempre dice usted lo mismo.
Podía pedirle un adelanto a Vicente Villapol... Pero eso no lo haría Luis nunca, jamás. Sería como poner su personalidad en manos de su amigo; sería como perder un trozo de su ser y dejarlo a merced de los demás. Vicente era un hombre, como él, y quizá por esa razón era más humillante aún solicitar un préstamo. Sería como destrozar aquella amistad. No, nunca.
—Lo arreglaré para esta semana, doña Rosa. Se lo prometo.
Salió casi corriendo y a grandes zancadas atravesó la plaza. Ganaba un sueldo respetable. No tenía necesidades personales, ni vicios, ni era vanidoso. Casi no fumaba por no gastar. Y sin embargo, debía un mes de pensión después de haber cobrado. El invento, los libros de estudio... ¿Y todo para qué? ¡Bah! Dejaría el invento a un lado, a pesar de las promesas de Vicente Villapol. Aquel motor nunca se probaría, estaba seguro. Ni terminaría nunca su carrera. ¡Nunca! El mayor anhelo de su vida.
Era temprano aún para ir a la fábrica. Metió las manos en los bolsillos del pantalón y se mezcló con los peatones que cruzaban la calzada. Era uno más, pese a sus ansias de superación. Uno más y nunca dejaría de serlo. Uno cualquiera que ganaría un sueldo mísero con el que tendría que mantener un hogar, seis hijos, una esposa y tal vez una suegra insoportable. O como otros que viven al día y que nunca pagan la pensión porque lo gastan en francachelas. Como todos. Con la única diferencia de que él no tenía vicios, ni hogar, ni hijos, ni mujer, ni suegra. Pero había una librería cerca de su pensión y tenía ansias de saber. Libros y más libros eran devorados al instante y luego los acariciaba como hubiera acariciado a... Marta Villapol. Absurdos deseos, ¿no es cierto? Y no vendía los libros una vez leídos, eran como trozos de su vida, como gotas de su sangre.
Torció a la izquierda. La hilera de peatones formaba un cordón. Los vehículos rodaban por el centro de la calle. Los focos luminosos se encendían y apagaban. La bruma envolvía aquellos focos. Luis Vera sintió frío y levantó el cuello de la chaqueta. Vicente deseaba invitarlo a la fiesta de su hermana... Curioso en verdad. Y él deseaba ir y no tenía ni abrigo ni gabardina y menos aún un traje de etiqueta.
—¿Me das fuego, Luis?
—No tengo cerillas —dijo.
El obrero buscó fuego en el mechero de un compañero. Luis caminaba junto a ellos, ajeno, frío, distante, sin desear serlo. Para él todos los seres de este mundo eran iguales, pero tenía sus preocupaciones, sus luchas que nadie conocía.
—¿Me das un cigarro, Luis?
Luis volvió a mirar vagamente. Era uno, cualquiera. ¿Qué más daba?
—No tengo tabaco.
—Nunca tienes nada —rezongó el otro, y se alejó.
Luis encogió los hombros. Las puertas de la fábrica aún estaban cerradas. La sirena no tocaba aún. Hacía frío allí. Luis apoyó la espalda contra el muro y permaneció silencioso en medio de tantos hombres, aunque lejos de ellos. Muy lejos.
—Estoy rendido. He tenido a mi hija enferma esta noche —dijo uno.
Luis pensó: «Es mejor ser libre».
—¿Qué tuvo?
—Pues no lo sé. Irá el médico esta mañana.
Todos hablaban de sus cosas, de sus apuros y sus satisfacciones.
—A mi mujer le ha tocado la lotería.
—¿, Mucho?
—Seiscientas pesetas. Lo bastante para comprar botas a los pequeños ahora que empieza el frío.
Más lejos dos obreros se lamentaban:
—El dinero no alcanza para nada. Menos mal que he acertado una quiniela de trece resultados y me dieron tres mil pesetas.
En otro grupo hablaban de fútbol.
—¿Cómo quedó el Sporting?
—Perdió, como siempre.
—Mal asunto.
Sonó la sirena, y Luis pasó entre la masa de obreros. Entró en la oficina de Vicente. Este aún no había llegado. Pronto se marcharía de nuevo a Madrid, y él volvería a la sala de delineación. No importaba. Después de todo le era preciso pagar a la patrona y los útiles para el invento no podría adquirirlos. Era mejor que todo quedara así, en ilusiones vanas.
Avanzó hacia su mesa, pero antes miró hacia la de Vicente. Había sobre ella dos fotografías. La de Mariluci Pantiga, prometida de Vicente, y la de Marta Villapol... ¡Marta Villapol! Otra pesadilla y otra renuncia.
Era bonita y distinguida aquella muchacha. Solo por verla vestida con traje de noche deseaba ir a la fiesta. Pero no iría. Cuando Vicente hablara de ello nuevamente, pondría una excusa. La verdad... ¿Para qué decirla? No era orgullo, era... hombría, orgullo no. Clavó los ojos en el rostro que sabía de memoria. Los cabellos negros y cortos, los ojos, verdes, grandes, misteriosos... Y aquella boca de delicado trazo. Y aquellas cejas y aquellos hombros desnudos...
Apartó la mirada como si cometiera un delito violando la cartulina, el cuerpo que representaba la cartulina, y la fijó en el ventanal. Una ilusión estúpida, fuera de lugar, impropia en él. Amar a la hija del millonario era..., era absurdo. Y él la amaba. Nunca supo desde cuándo, ni cómo ni por qué la amaba. Pero la amaba. Fue a sentarse tras su pequeña mesa y desplegó unos papeles. Su invento. Un motor de automóvil de carreras que no necesitaba gasolina. Nadie creería en él, era lógico. A veces dudaba él mismo. Pero existía, estaba allí, una simple pila, un botón...
Volvió a pensar en Marta Villapol. Recordó el día que fue a sacarla a bailar. Jamás se había sentido tan humillado como entonces. Y no por las chicas que presenciaron la humillación, ni por los hombres que luego se reirían de él, sino por ella. Ella, solo ella, sus ojos despectivos al mirarlo, su boca que se curvó en una mueca burlona...
Aun hoy sus mejillas se coloreaban y sentía en sus pulsos fuertes palpitaciones. Nunca lo olvidaría, pero seguía queriéndola, deseándola o lo que fuera. ¿Qué más daba?
Entró Vicente y dio los buenos días.
—Me he retrasado —dijo.
Y fue a sentarse tras su mesa. Luis esperó. Había prometido traerle la invitación para la fiesta. «Te la daré en cuanto llegue». Había llegado, estaba allí, serio, hermético, pero no habló de la fiesta. Toda la mañana, toda la tarde... Y Vicente se despidió con una sonrisa y Luis se alejó mezclado entre los peatones con un dolor ruin dentro del cuerpo. Un dolor mucho mayor que la humillación sufrida. Pero sonrió sintiendo que algo se rompía dentro de él. Algo hondo, doloroso, amargo como un purgante.
Y cuando a la mañana siguiente volvió a mezclarse con los peatones oyó los comentarios.
—Lo dice el periódico —observaba un obrero—. Ha sido una fiesta magnífica. La señorita Marta estaba preciosa. La mejor fiesta de toda la comarca.
Se alejaba, huía... Ahora se casaría pronto, tendría hijos de otro hombre y sería besada, besada intensamente por otro hombre.
Se cerró en la oficina. Vicente llegó puntual, pero no habló de la fiesta. Y Luis comprendió: Vicente no tenía culpa de que él no figurase entre los invitados. Odió a Ricardo Villapol y a Carmen de la Mata, pero luego dejó de odiarlos. ¡Qué importaba todo! Él era lo que era y nada más. Sus ambiciones, sus ansias de superación..., nada. Pagaría a la patrona aquella misma semana, era preciso.
II
Llovía mucho y Luis se adentró en la calle bajo el gran paraguas. Iba a la ventura, sin dirección definida. Vicente se había ido a Madrid y él a su sala de delineación con los demás, uno más, como todos. Mejor. A decir verdad ya nada le interesaba en la vida, excepto huir lejos, lejos. Cuando reuniera un poco de dinero se iría, era preciso alejarse de aquella ciudad grande, demasiado pequeña para sus fracasos.
Atravesó la calle e iba a meterse en un cine cuando vio a Marta Villapol resguardada de la lluvia bajo una cornisa. Se asombró al verla por aquella parte casi mísera de la ciudad, sola y a pie, envuelta en una simple gabardina insuficiente para soportar estoicamente el chaparrón. Pensó seguir su camino, pero el ansia de tenerla cerca un instante era mayor que su orgullo. Avanzó resuelto y se acercó a ella.
—Señorita Villapol, le ofrezco mi paraguas.
Ella pareció asombrarse, pero se repuso al pronto y sonrió encantadora.
—Gracias, Luis.
—¿Desea ir a alguna parte?
—Es mi jueves y visito a los pobres de esta calle.
—Si me lo permite...
—Vamos, pues. ¿No será molesto para usted?
—En modo alguno, señorita.
Caminaban bajo la lluvia. La sentía junto a sí. Era más pequeña que él, le llegaba justamente al hombro. Su perfume delicado, sutil, producía en Luis Vera un placer indescriptible, así tanto como si la sintiera palpitar en sus brazos y la besara en la boca.
—Cuando hago esos recorridos prefiero hacerlos a pie —indicó Marta con su voz cálida, de ricos matices—. Sería una ostentación fuera de lugar hacerlo en mi coche.
Luis no dijo nada. Sus pies se hundían en el agua y aquel ruido metálico le producía el misma placer que la proximidad de la joven.
—Me faltan seis casas. ¿Será tan amable que me espere aquí?
—Desde luego, señorita Villapol.
Y esperó como un poste, aguantando su paraguas en medio de la calle. La vio correr hacia el portal oscuro de aquella casa y salir minutos después seguida de una mujer flaca y alta. Le sonreía desde el umbral y él cruzó la calle para salirle al paso. Volvieron a caminar. Nadie puede imaginar lo que significaron aquellos minutos para Luis Vera. Nadie, nadie. La miraba de soslayo, nunca la vio tan cerca, tan a su gusto. Y de súbito se sintió empequeñecido, miserable. La imaginó en brazos de un hombre, ¡un hombre cualquiera de su clase!, rendida, enamorada, apasionada.
—Ya me faltan menos, Luis. Entraré en esta otra.
De nuevo cruzó otro umbral y de nuevo Luis esperó bajo el paraguas.
Y así hasta que llegaron al final de la calle, en la cual se detuvo Marta para decir con angelical sonrisa:
—He terminado, Luis. Ha sido usted muy amable al acompañarme.
—Ha sido un honor para mí, señorita Villapol.
Marta lo miraba, y él encontró en aquellos ojos verdes un fondo indescifrable. Eran preciosos, lo mismo que la boca de trazo delicado, las cejas arqueadas y aquel busto erguido y túrgido que adivinaba bajo la gruesa tela de abrigo.
—Gracias, Luis. Ahora tomaré un taxi.
—Me será muy grato acompañarla a casa.
—Lo sé, pero está lejos. Adiós, Luis.
La vio perderse en el interior de un taxi, y con nostalgia dio la vuelta y se adentró en un local cualquiera. Iba ebrio, subyugado. La había tenido más cerca que nunca, la había mirado.
No tenía amigos ni familiares. Aquellos días largos del invierno eran para Luis Vera un suplicio mortal. La fonda, el cuarto desnudo, sus paredes húmedas, sus ventanas mal ajustadas, los ruidos que subían de la cocina, su olor a col, las voces de los cinco lebreles, las lamentaciones del inválido...
Y luego, en la calle, sentado en un café junto a tanta gente y tan solo de todos modos; en la calle caminando sin rumbo, en un cine contemplando lo que no le interesaba.
Había nacido un día cualquiera, en una casa cualquiera. Había crecido entre gente extraña, viendo a su madre solo por las noches. A su padre una vez por semana. Un día su madre murió y el padre también, y él rodó y rodó sin rumbo, de un lado a otro, buscando un lugar acogedor donde detenerse y se detuvo allí, en aquella ciudad. Empezó a trabajar en la fábrica de la cual Villapol era el primer accionista. Y deseó saber, ser más que nadie o como todo el mundo al menos, y estudió. Todas las horas que tenía libres las dedicó al estudio, hasta que un día se vio sentado en la sala de delineación y entonces quiso seguir más hacia arriba, hasta lo último. Pero eso era difícil.
* * *
—No digas bobadas, Maribel.
—No son bobadas, Marta.
—De todos modos busca otra menos cándida para tu divertido juego.
—Nos aburrimos mucho —dijo Marilín Santiago—. En el invierno esto parece un cementerio más que una ciudad. Será divertido el juego, Marta.
La heredera de Villapol se enfadó mucho. Se hallaban en el saloncito particular de Maribel Pedrosa y se aburrían Maribel era divertida, ocurrente y siempre inventaba la forma de entretenerse. Pero aquella vez la diversión era a costa de un ser humano y esto contrariaba a Marta Villapol.
—Que lo haga Marilín —dijo—. Yo no quiero.
—Tendrás que ser tú.
—¿Y por qué yo?
—Porque está enamorado de ti.
Marta abrió unos ojos así de grandes y las amigas se echaron a reír.
—¿Pero es que aún no te habías percatado de ello? Qué ingenua eres. Ayer tarde te estuvimos mirando desde mi coche. Te llamamos a casa y tu doncella nos dijo que habías salido a pie a la calle X. Era tu jueves y supusimos que estarías realizando tus obras piadosas.
—¿Y bien? —preguntó Marta arqueando una ceja.
—Te hemos seguido con intención de ofrecerte el refugio del auto, pero al verte en tan buena compañía, bajo un paraguas ridículo, nos volvimos a casa.
—No me agrada que os moféis de esas cosas.
—No es mofa. Luis Vera, el amigo de tu hermano, está loco por ti. Cuando te cerrabas en una casa te Seguía con unos ojos... El día que te sacó a bailar ya lo adivinamos.
—Y sabiendo eso pretendéis que coquetee con ese pobre muchacho... Amigas mías, sois de una crueldad indescriptible.
—No seas extremista. A costa de ese muchacho podemos divertirnos una temporada; pongamos de plazo tres meses.
—No, no y no, Maribel.
—Pero, querida, ¿acaso le amas tú?
Marta se quedó con la boca abierta. ¿Amar ella a Luis Vera? Sería absurdo, fuera de lugar. Terminó riendo escandalosamente.
—Por supuesto que no —dijo sin dejar de reír.
—Pues nosotras nos divertiremos y a él lo consolará tu coqueteo.
—Me mataría papá si lo supiera y... ¿Vicente? No, que lo haga Marilín que es más coqueta que yo.
—A mí ni siquiera me mira. Yo creo, Marta, que el juego es divertido y no tiene nada de particular. Al final le dices que...
—¿Qué le digo al final? —retó Marta indignada—. ¿Crees tú, y tú, y tú —chilló—, que es decente jugar con los sentimientos de un hombre como Luis? Pues no lo es, y yo... ¡No juego!
—Di que no sabes hacerlo sin comprometerte y serás más justa —adujo Maribel, que sabía la forma de tocar el punto flaco de cada una de sus amigas.
—¿Que no sé yo volver loco a un hombre?
—Eso creo, señorita Villapol. Mucha mundología, mucho colegio de París, muchos viajes alrededor del inundo, pero nada en consecuencia. Yo apuesto mi colección de pieles...
Marta admiraba la colección de pieles de Maribel y esta lo sabía, como sabía asimismo que el orgullo de su amiga era indescriptible.
—Mi colección de pieles, sí, señorita Villapol, a que no consigues nada.
—¿Crees tú que si me lo prolongo... no lo conseguiré?
Las demás seguían el debate con interés, pendientes de las dos muchachas. Maribel encogió indiferente los hombros y dijo después de echar una bocanada de humo:
—Eso creo. Nunca he tratado a ese joven, pero lo supongo lo bastante tímido como para no atreverse a declarar su amor a la hija de Ricardo Villapol. Y la apuesta está en que te declare dicho amor y tú le rechaces, a menos que te enamores de él.
—¿Yo enamorarme de... ese muchacho?
—Cosas más raras se han visto. La niña distinguida prendada del joven empleado. En las novelas se estila mucho eso.
—Pero yo no vivo una novela.
—Bueno, ¿aceptas o no?
—Pero, Maribel...
—¿Aceptas o no, Marta?
Esta miró uno tras otro los cinco rostros juveniles y apretó sus dedos sobre el mechero de oro. Todas estaban serias, pendientes de su respuesta.
Vicente nunca sabría nada y sus padres tampoco. Desde luego, reconocía que no era una acción noble, digna de ella, pero su orgullo de muchacha bonita la obligaba a aceptar el desafío, la apuesta... Luis Vera no sufriría por ello. Se daría cuenta de que ella nunca podría quererlo. Sonrió divertida. Ella queriendo al empleadillo... ¡Claro que no! Pero podía ser indulgente, coquetear con él cuando se encontraran..., ¿por qué no?
—Si gano no te perdono las pieles —dijo muy bajo.
Bastó aquello. Hubo vítores y hurras y se bebió una copa de licor en pro de la victoria.
Marta Villapol regresó a su casa malhumorada, descontenta de sí misma, pero dispuesta a ganar las pieles de su amiga, aunque luego las quemara en la chimenea de su casa.
* * *
Se encontraron en plena calle. En otra ocasión cualquiera Marta hubiera saludado fríamente y hubiera seguido. Pero aquel día, para asombro del delineante, Marta se detuvo y le sonrió.
—Hace mucho que no nos vemos, Luis.
—Exactamente un mes, señorita Villapol.
—¿Me invita usted? Tengo frío y me agradaría tomar una taza de té. Suba a mi lado.
Luis, sin salir de su asombro, subió al coche de Marta y esta lo puso en marcha de nuevo.
Vestía rico abrigo de pieles y Luis se sintió menguado junto a ella. No tenía gabardina, ni abrigo. Un traje gris, como único uniforme impidiendo que penetrara el frío.
—Hace una tarde infernal. Salí de casa sin rumbo, no encontré a mis amigas en el club y ahora me apetece ir a una sala de fiestas.
Luis apretó la boca. Él no podía acompañarla a una sala de fiestas vestido de aquel modo. Se reirían de él.
Pero no dijo nada. Observó cómo el auto se detenía ante un local elegante y saltó al suelo seguido de la muchacha. No sabía qué decir, ni se atrevía a mirarla.
—¿Vamos, Luis?
Y Luis, como hipnotizado, fue. Entró con ella en la sala. Marta sonrió burlona y miró hacia la izquierda. Allí estaban las cinco burlonas muchachas. Con un guiño les mostró a Luis y después avanzó gentil y distinguida hacia una mesa apartada.
Luis se apresuró a quitarle el abrigo. Le retiró la silla con ademán sencillo, elegante, sin rebuscamientos. Y luego se sentó él.
Mentalmente recontó el dinero que tenía en el bolsillo. Aquel lugar debía ser caro, él nunca entró allí. Tenía doscientas pesetas, las últimas del mes después de haber pagado a la patrona. Ni libros ni nada en treinta interminables días. Ni libros ni nada, sí, excepto el recuerdo de aquellas horas.
—¿Qué van a tomar? —preguntó el camarero galante, inclinándose ante la conocida millonaria.
—Yo té. ¿Y usted, Luis?
No sabía qué pedir. Titubeó y observó en ella una mirada burlona. Se sintió más menguado, más mezquino y se juró que marcharía de la ciudad. Tenía que ver mundo, alternar con mujeres...
—¿Usted, caballero? —preguntó el camarero con aire superior, como todos los camareros cuando hablan a un paleto.
—Té, tráigame té.
Marta arqueó una ceja y estuvo a punto de reír, pero no lo hizo. Consideró el momento demasiado penoso para Luis y se sintió de nuevo malhumorada. Ella no servía para reírse de un hombre, y menos de aquel por el cual tenían grandes peloteras su padre y su hermano.
El camarero los sirvió y Luis llevó a los labios la jícara de aquel líquido que nunca había probado. Le supo mal y mantuvo tensas las mandíbulas. Sufría, se sentía humillado, vencido, inferior, él que tanto había soñado con ser superior a todos los humanos. Quizá era un castigo del Cielo por su soberbia.
—Hola, monada —saludó alguien al pasar.
Marta se sonrió y dijo guasona:
—Has perdido la partida, Emilio.
—Les ganaré mañana.
Y siguió su camino.
—Es un amigo —dijo Marta mirando a Luis.
Este conocía a Emilio Ventura. Lo conocía como todo el mundo. Un jugador de tenis magnífico, heredero de una gran fortuna y asiduo acompañante de Marta cuando esta deseaba.
—Hola, Marta —dijo tras ella Pedro Miranda, un muchacho elegante, alto y rubio.
—Hola, Pedro. Te creía en Madrid.
—He llegado hoy.
Luis advirtió cómo la mirada asombrada de Pedro se detuvo en su figura. Esto lo humilló más y pensó en comprarse un traje, aunque fuera a plazos.
—¿Has visto a Vicente?
—Sí. Cenamos juntos ayer noche. Ya te veré mañana, ahora tengo un compromiso —y guiñando un ojo se alejó.
—Es otro amigo —explicó Marta.
—Si, ya sé.
Tantas cosas como podía decir y no decía ninguna. No le salían las palabras. No sabía qué decir para resultar ameno y simpático.
Ella charló por los codos, pero no dijo nada en concreto. Luis la miraba y cuanto más la miraba más encantos hallaba en ella. Más lejos se sentía, más mezquina y más miserable. Cuando dos horas después salieron a la calle, al pasar junto al grupo femenino al cual se habían agregado algunos hombres, Marta sonrió y Luis se creyó fuera de lugar. Lo miraban como quien mira a un animal raro, de extraña especie.
Y así un día y otro durante una semana. Él se encontraba en la calle, junto al café central, y ella pasaba en su coche. Nunca se citaron, pero se encontraban todos los días a la misma hora. Unas veces era el cine, otras una sala de fiestas, a veces un paseo. Y él no hablaba casi nada, la miraba y a veces su mirada producía en Marta remordimiento. Ella no quería hacer daño a aquel pobre hombre, pero su amor propio, su orgullo de mujer y su deseo de quitarle las pieles a Maribel, eran más fuertes que su bondad.
No era preciso hacer uso de sus artes de mujer. Con Luis, un coqueteo no tenía objeto, porque él la miraba como si estuviera junto a un ser extraordinario, infinitamente mejor que él. Nunca tomaría en cuenta el coqueteo de ella, no lo atendería, no sabría responder.
Cuando más lo conocía más lo compadecía. Pero un día se dio cuenta de que no lo conocía en absoluto. Fue debido a un reventón de la rueda de su automóvil en plena carretera. Luis se quitó la chaqueta, arremangóse las mangas de la camisa y se metió bajo el coche. Lo hizo con la mayor naturalidad, y Marta, impaciente, saltó a la carretera. Hacía frío. Envuelta en el abrigo de pieles se preguntaba cómo podría Luis soportar aquella brisa helada.
—Se va a resfriar usted.
Luis sentóse en la acera con la rueda entre las manos. Manipulaba en ella con celeridad, como si quisiera evitar que Marta se cansara de la quietud a que le obligaba la parada inoportuna en plena carretera y lejos de su hogar.
—No lo creo. Estoy acostumbrado.
—Creí que era usted delineante.
—Y lo soy. Pero me gusta esto. Me gusta todo.
—¿Todo?
—O casi todo.
Marta se sentó en el estribo del auto y lo miró con curiosidad.
—¿No tiene aspiraciones, Luis?
—Como todos los humanos.
—No estamos hablando en general.
—Le ruego que no hablemos de mí.
Y seguía trabajando.
—¿Por qué no quiere hablar de usted?
—Hay hombres que se pasarían la vida hablando de sí mismo, de sus esperanzas, de sus fracasos, de sus triunfos... Yo no quiero. Prefiero pensar.
—¿Pensar en esos fracasos y en esos triunfos?
—No he tenido ni fracasos ni triunfos. Soy un hombre vulgar, sin historia.
—Pero le gustaría tenerla.
—No.
—¿Qué le gustaría entonces?
Luis la miró y Marta fue incapaz de sostener aquella mirada. Púsose en pie y paseó la carretera de arriba abajo. Y fue en aquel instante cuando se dio cuenta de que llevaba tres semanas saliendo con Luis a escondidas de sus padres, y lo desconocía todo en él. Ignoraba cómo vivía, si solo o acompañado. Si tenía ambiciones, si era apasionado o indiferente, si cariñoso o déspota. Un hombre, para ella impasible. ¿Que la amaba? Quizá. Mas su amor, si es que existía, estaba muy acuito.
Tendría que renunciar a las pieles de Maribel y confesar su fracaso. Estaba cansada de pasear con un hombre que no la entretenía y del cual lo ignoraba todo, hasta su edad.
Se volvió de pronto y preguntó alterada:
—¿Cuántos años tiene, Luis?
—Veintisiete —dijo él sin inmutarse.
Y siguió trabajando.
III
—Pero, Marta.
—Os digo que no y que no, vaya.
Las cinco muchachas miraban a Marta como si se tratara de algo anormal. Y Marta, fuera de sí, iba de un lado a otro de la estancia con pasos cortos pero ligeros, sujetas las manos tras la espalda y la boca fruncida en un mohín de enojo.
—Tu actitud es absurda.
—Quizá lo sea, mas no por ello pienso seguir adelante.
—¿Le tienes miedo? —preguntó Maribel divertida.
Marta detuvo sus pasos y contempló a su amiga con las cejas arqueadas.
Se sentó, encendió un cigarrillo y cruzando una pierna sobre otra dijo:
—He conocido a muchos hombres, pero ninguno me pareció tan infeliz como Luis Vera. Y por esta razón creo ridículo seguir haciendo el ganso en su compañía solo por daros gusto. Si me ama (nada me ha dicho de ese amor), mi compañía le perjudica porque alimento una ilusión que no tiene objeto. Si no me ama, nunca me declarará su amor, y aun cuando me ame se lo callará mientras viva porque supongo que no será tonto y se dará cuenta de nuestra diferencia de clases. He decidido perder tus pieles, Maribel, e incluso quedar por una cobarde ante vuestros ojos. Nada me interesa ya, excepto dejar ese asunto.
—¿Tan aburrido es ese hombre?
—Es de una timidez absurda y de una reserva absoluta.
—¿Quieres decir que después de tres semanas no te hizo ninguna confidencia íntima?
—Eso quiero decir. Me es tan desconocido como el día que me lo presentó Vicente.
Las cinco jóvenes se miraron.
—Es extraño. Él te ama, Marta.
—¿Te lo dijo él?
—Lo hemos visto nosotras.
—Pues no quiero que me lo diga. ¿Me entendéis? Sería terrible que así lo hiciera, porque me molestaría en gran manera tenerle que rechazar.
—Hola, ¿es que le quieres tú?
Marta tiró el cigarrillo por la ventana y se enfadó.
—Eres absurda. El hombre de mi vida no tendrá ningún punto de afinidad con ese muchacho, te lo aseguro. Y ahora, ¿podemos hablar de otra cosa?
—Esto indica que decididamente no sigues la apuesta.
—Sí, eso indica.
Y como su ademán era resuelto, las cinco amigas encogieron los hombros, tomaron sus abrigos y salieron a la calle seguidas de Marta Villapol.
Y cuando dos días después encontró a Luis Vera en una sala de fiestas, lo saludó de lejos y se mezcló en el grupo de sus amigas.
Luis no intentó aproximarse, pero dos semanas después desapareció de la ciudad sin dejar rastro. Y cuando Vicente terminó su carrera y se reintegró al trabajo en su despacho de la fábrica, Ricardo Villapol le dijo cariñosamente:
—Ya te lo advertí, querido Vicente. Los hombres como Vera, que no se sabe de dónde vienen ni qué piensas, desaparecen un día sin despedirse siquiera. Me alegro de que lo haya hecho así. Es mejor para ti, para mí y para todos.
Vicente no respondió.
* * *
Y transcurrió un año, dos, cinco, siete, sin que se supiera nada de Luis Vera. Vicente se casó y tuvo dos niños. Ricardo Villapol se retiró y su hijo ocupó su lugar. Marta Villapol no se casó. Coqueteó con todos sus amigos, recibió infinidad de declaraciones amorosas, pero nunca encontró un hombre de su agrado. Sus amigas se casaron, formaron una familia, tuvieron hijos... Marta seguía siendo gentil, bonita y codiciada, pero no se enamoró jamás de nadie. Nunca volvió a recordar al muchacho tímido, que aspiraba a ser inventor. Era feliz, tenía veinticinco años, viajaba con sus padres dos veces al año, visitaba a su hermano todas las tardes, y cuando se sentía desconcertada, iba a la fábrica y ayudaba a Vicente en su oficina.
Y fue una de aquellas tardes cuando Vicente le dijo que la situación de la fábrica era delicada.
—Pasamos por un momento crítico, Marta. Quizá no debiera decírtelo, pero te considero lo bastante sensata y comprensiva para que te des cuenta de esto.
—¿Tan grave es?
—Mucho.
—¿Estamos arruinados, Vicente?
—No. Pero nuestro capital está invertido en negocios lentos y no tenemos capital en reserva.
—¿Y qué vas a hacer?
—No puedo recurrir a los accionistas, ello podría perjudicar nuestra firma. Solo hay una solución.
—¿Y es?
—Hace dos años que una firma extranjera pugna por unirse a nosotros. Pero para ello tendría que venderles la mitad de nuestras acciones y papá se niega.
—Eso es preferible a ir a la bancarrota.
—Hay una crisis terrible, Marta. Vender a una firma extranjera puede reportar ventajas, pero también fracasos. Esta firma pretenderá introducir aquí innovaciones, enviarían un representante y nosotros nos encontraríamos supeditados a él.
—Pues procura salir airoso de la crisis y rechaza el ofrecimiento.
Vicente se pasó la mano por la frente.
—La fabricación extranjera nos hunde cada día más. El mercado nacional no tiene ventajas por ahora. Quizá más adelante... Pero si seguimos así tendré que reunir a los accionistas, plantear el problema y nadie querrá saber nada. Retirarán su apoyo y nosotros no dispondremos de medios suficientes para salir solos adelante.
—En concreto, ¿qué piensas hacer?
—No lo sé aún. Consultaré con papá. Todos los meses recibo una carta de la firma alemana Veratol y siempre la rechazo; rechazo su oferta, ¿me entiendes? Pero este mes aún no respondí a la carta.
—Estudia el asunto.
—Lo estudié detenidamente. Es ventajoso, conveniente, pero papá no está de acuerdo.
—Plantea el problema cuando esté yo delante esta noche y te ayudaré a convencerlo.
Vicente quedó pensativo.
—Vicente, ¿es muy grave, verdad?
—Sí. No disponemos de dinero en efectivo; tenemos material acumulado que no precisamos, y lo que se necesita aquí son técnicos competentes y pedidos. Al final de la guerra nuestro material se vendía fácilmente, ahora lo rechazan. Falta algo..., algo que yo no acierto a saber qué es Tendré que reunir esta noche al Consejo y no sé qué decirles.
—¡La verdad!
—Nos retirarán su apoyo, tendríamos que cerrar la fábrica y eso sería terrible para papá.
—Pues acepta la ayuda de Veratol.
—Vamos a casa. Hoy cenaré con vosotros y trataremos de ello.
* * *
Estaban de sobremesa. Ricardo Villapol más arrugado, quizá más blanco su cabello, pero siempre soberbio y dominador. Carmen de la Mata, tan frágil y distinguida como siempre, sonreía dulcemente a sus hijos. La esposa de Vicente, bonita y esbelta, miraba a su esposo con adoración, y Marta esperaba que Vicente planteara el asunto para ayudarle.
—He recibido otra carta de los Veratol, papá.
—Mándalos al diablo.
—Lo hubiera hecho de buen grado si nuestra situación comercial hubiera sido como hace seis años. Pero las cosas han cambiado. Nuestro material se muere en los almacenes, los obreros exigen aumento de sueldo y los accionistas no quieren enterarse de nada.
—Pues de todos modos no quiero innovaciones.
—Tu actitud no es comercial —apuntó Marta delicadamente—. No se trata de lo que tú quieras o dejes de querer, papá. Las cosas han cambiado mucho en siete años y nuestro deber es caminar con el tiempo.
—Tú no entiendes de esto, Marta, cállate.
—Casi todas las tardes trabajo en el despacho de Vicente. Estoy al tanto de todo como tú mismo.
—Ya te he dicho que no quiero verte en la oficina.
—Me aburro, papá.
—Busca un marido y pasarás el tiempo más fácilmente.
Era siempre la misma respuesta y Marta no se enfadaba por ello. Sonrió encantadora, y dijo:
—No me enamoré nunca y quiero amar mucho a mi marido, cuando lo tenga.
—Ya tienes veinticinco años, querida —apuntó la da ma—. Es hora que pienses en casarte.
—Tengo tiempo aún, mamá. Tú te casaste a los veintiséis y tienes dos hijos mozos, dos nietos y aún eres joven.
—No tanto como quisiera para ver a tus hijitos...
—Volviendo al asunto de la fábrica, papá...
—Te he dicho que no hables tú de eso, Marta. Ya lo arreglaremos Vicente y yo.
—Tendré que reunir al Consejo, papá —dijo Vicente con voz grave—, plantearles lo que pasa, y después obraremos en consecuencia. Veratol es una firma acreditada, dispone de material nuevo, de muchos millones que pone a nuestra disposición. Uno de sus ingenieros, está dispuesto a venir a España, el mejor de la Compañía, y esto, para nosotros, es muy conveniente.
—Y no seríamos nosotros los directores.
—En su última carta apunta que todo seguirá como hasta ahora, si bien probarán aquí un nuevo motor...
—Vicente, ¿tú crees en verdad que esto sería una solución?
Vicente afirmó con la cabeza.
—¿Y crees asimismo que ese ingeniero lo necesitas aquí?
—Lo creo.
—Entonces haz lo que quieras. Reúne a los consejeros para mañana noche. Asistiré a la reunión.
—Gracias, papá.
Marta miró a su padre, luego a su hermano, y dijo resueltamente:
—Yo deseo ocupar un lugar junto a Vicente.
—¡Eso... no!
—Papá, permíteme que me ocupe en algo. Me aburro soberanamente. Vicente está de acuerdo y le agrada tener una secretaria eficiente como yo puedo ser.
—Es cierto, papá —dijo Vicente, contemplando agradecido a su hermana—. Nadie podrá ayudarme como Marta.
—Estos tiempos modernos me revientan.
Pero aceptó. Y durante la reunión, Marta estuvo sentada junto a su hermano y oyó atentamente cuanto se hablaba. Los accionistas creyeron conveniente unirse a la firma Veratol y acordaron que una semana después se reunirían de nuevo una vez llegara el enviado especial de la firma alemana.
* * *
—¿No te cansarás, Marta?
—Quizá, pero entretanto me gusta estar aquí junto a ti. Además me agradan estos asuntos intrincadas. ¿Cuándo llega ese ingeniero?
—Mañana con seguridad. Hace dos días que se encuentra en Barcelona.
—Vicente, ¿estás preocupado?
Vicente desvió la mirada.
—Lo estás, ¿verdad?
—Mucho.
—¿Por qué?
—El acuerdo se ha firmado ya; ignoro cómo saldremos de este asunto.
—¿Qué es lo que temes?
—Las innovaciones de esos extranjeros son siempre aparatosas. No sé, no sé...
—Lo mejor de todo es que tengas paciencia y esperes con calma.
—Tenemos mucho trabajo. Llama a mi ayudante y a su secretaria. Hemos de hacer gran número de cosas hasta mañana.
Durante aquel día y parte de la noche, Vicente no se movió del despacho. Al atardecer se reunió con sus ingenieros y hubo cambio de impresiones. Marta llegó a casa rendida y sin ganas de volver al trabajo, pero su amor propio le indicó callar y sonrió alentadora cuando su padre quiso saber la impresión recibida durante aquel primer día de lucha.
Marta durmió como un lirón, si bien cuando la doncella la llamó a la mañana siguiente pensó que una cosa era ir a al oficina de Vicente cuando le apetecía y otra ir a horas determinadas con la exactitud de un cronómetro. Pero Se levantó y se metió bajo la ducha.
«Cuando las cosas se solucionen, dejaré la oficina», pensó.
Encontró a Vicente en su departamento con varios empleados e ingenieros. Las secretarias iban de un lado a otro con carpetas bajo el brazo. Todo era actividad aquella mañana, todo el mundo se mostraba nervioso.
Dio los buenos días y fue a apoyar la frente en el cristal de la ventana. Se veía el patio y la carretera desde allí. Sentía curiosidad por conocer al extranjero. Sin duda sería un hombretón rubio, alto, corpulento, con facha de obrero enriquecido. Vendría en un «haiga» imponente y sonreiría a todos con su boca inmensamente grande.
No se dio cuenta de que la oficina quedaba vacía, y cuando Vicente la llamó, se estremeció sobresaltada.
—Dentro de unos minutos llegará el representante de la Veratol, Marta. Ven a mi lado.
Marta, bellísima dentro de su abrigo gris, se acercó a la mesa grande y se sentó en una orilla, sobre el tablero lleno de papeles.
—¿Sabes lo que te digo, Vic? Siento curiosidad.
Sus ojos verdes parecían más deslumbrantes bajo el arco de las cejas. Y su pelo negro, cortado a la última moda, le daban cierto aire de mujer traviesa. Parecía una niña y tenía ya veinticinco años. Verdaderamente ignoraba por qué estaba soltera aún. Todas sus amigas se habían casado ya. Unas, enamoradas. Otras, por el hábito de casarse, la mayoría por no quedar solteras. Ella, no. Por casarse, por ese simple hecho, nunca. Solo amando mucho podría compartir la vida con un hombre.
Y esperaba. Sin duda, el hombre de su vida existía, llegaría un día cualquiera, o no llegaría nunca, y si no llegaba, Marta Villapol no pensaba tomarlo por la tremenda. No era desapasionada, pero sí indiferente ante lo que no le interesaba. Y hasta la fecha, su corazón era tan virgen como el de una colegiala. Tenía experiencia, la experiencia teórica que poseen todas las mujeres que tratan constantemente con hombres, aunque estos no penetren en su intimidad. Era, en verdad, una experiencia relativa que no le hacía desentonar en parte alguna, sino más bien quedaba por encima de las demás.
—¿Curiosidad de mujer o de empleada, Marta?
—Curiosidad de mujer que es la empleada.
—Pues pronto la saciarás. A las ocho de la mañana he tenido una conferencia con Barcelona y me anunciaron la llegada del representante de Veratol para las once en punto, y son menos veinte.
—¿Tú no sientes curiosidad?
—No. Tengo miedo.
—¡Vic!
—Miedo de que un día más o menos largo me vea precisado a presentar mi renuncia.
—Tú no puedes hacer eso. Eres director de esta fábrica. Te han elegido por unanimidad.
—De acuerdo. Pero no permitiré que un extranjero quiera supeditarme. La primera impresión es la que vale en estos casos. Te lo diré una vez haya obtenido con él la primera conversación.
—¿Estaré presente?
—Indudablemente. Eres mi secretaria.
Y se echó a reír. Marta se inclinó hacia él y confesó bajísimo, con sonrisa encantadoramente confidencial:
—Vic, me ha costado horrores levantarme temprano. Pero lo hice. Es la primera vez que me impongo a mi misma, y es grato reconocer que servimos para algo.
—No te necesito aquí —apuntó él, también confidencialmente—. Pero me agrada verte a mi lado, Marta. Y creo hacerte un favor sacándote de esa monotonía vulgar para mezclarte con las luchas humanas que has desconocido hasta ahora. Si algún día no puedes vencerte a ti misma y prefieres el calor del lecho, quédate en casa, pero procura vencerte. Es un triunfo que no todos pueden obtener.
—Me venceré. Es la primera vez en mi vida, desde que salí del colegio, que me levanto a las nueve de la mañana.
Y sonreía. Con el pitillo en la boca y balanceando una pierna se mantuvo mirando a Vicente, que revolvía entre los papeles.
—No puedes negar tu nerviosismo.
—En todas las oficinas sucede algo parecido. Es la primera vez que nos encontramos con lo imprevisto. ¿Cómo se desarrollarán los trabajos de ahora en adelante? Yo, además de director, he sido amigo de todos. Temo que este hombre a quien esperamos no acierte a comprender mi método, y sería francamente desagradable.
—Esperemos que todo salga bien, Vic.
—Esperemos.
Llamaron a la puerta y Marta bajó presurosa de la mesa.
—Señor —dijo el botones—, ha llegado...
No necesitaba decir quién había llegado. Todos lo sabían. Vicente se puso en pie y Marta se acercó a la ventana. En el patio había un coche negro, de línea aerodinámica, y junto al vehículo, un hombre no muy alto. Marta llevóse las manos a la boca y ahogó un grito.
—Condúcelo hasta aquí —oyó que decía su hermano.
Volvió a cerrarse la puerta, y Marta, aturdida, se volvió hacia Vicente.
—¿Qué te pasa, Marta? ¿Qué has visto?
—¡Yo he visto a Luis Vera!
IV
Vicente se estremeció de pies a cabeza.
Mudos, estáticos, asombrados, se miraban de hito en hito.
—Marta, ¿estás segura?
—Sí. Fue el hombre que llegó en el coche.
—Pero...
Se abrió la puerta. Cuatro ojos se clavaron en ella. Luis Vera avanzó con la mano extendida. Vicente, como una estatua, se mantenía inmóvil.
—Luis...
—Hola, Vicente. —Miró a Marta—. Señorita Villapol.
Marta no respondió Jamás, en todos los años de su vida, había recibido sorpresa mayor. Luis sonreía. Y ella lo miraba, igual que Vicente, como el botones, que aún no había cerrado la puerta.
—Pero... ¿es que no sabías que era yo el representante de Veratol? —preguntó asombrado.
Vicente negó con la cabeza.
—Pues lo soy, Vic... Creo que esto no te disgustará.
Vicente salió de su silencio. Como un meteoro avanzó hacia Luis, lo abrazó y dijo emocionado:
—Dios, es la mejor y mayor satisfacción de mi vida. Pero aún no acabo de explicarme cómo tú..., tú...
—Sentémonos. Estoy cansado del viaje. Con su permiso, señorita Villapol.
Y se sentó cómodamente en un sofá, cruzando una pierna sobre la otra. Marta, apoyada aún en la ventana, lo miraba fijamente. Era el mismo Luis Vera que ella no quiso rechazar un día. Pero no había timidez en los ojos quietos, ni cansancio en la boca de trazo firme, aquella boca extraña que apenas sonreía al hablar. Aquella boca que todas sus amigas admiraban en silencio, aunque jamás se lo confesaran unas a otras. Vestía un traje gris, chaqueta holgada, pantalón estrecho caído sobre el zapato negro. El mismo color de traje, el mismo hombre, pero diferente. No era elegante quizá, pero era... era algo. Lo decía su persona, sin necesidad de hablar; se notaba a la legua que era un hombre enérgico, seguro de sí mismo. ¡Luis Vera! Era aquel hombre representante de Veratol. Luis Vera, que despreciaba su padre con todas sus fuerzas. Y estaba allí y Vicente lo tocaba como si aún no diera crédito a sus ojos.
Distraída buscó el patio con su mirada. Los obreros y empleados formaban corrillos, comentaban sin duda. Todos lo habían conocido. El retorno del hombre que un día ocupó un lugar en la sala de delineantes.
—Explícate, Luis. No acierto a comprender por qué fuiste a parar con los alemanes.
—Salí de aquí un día cualquiera. Me cansé de esta ciudad.
—Pero no te despediste de mí.
—De nadie. Era... como una huida. Escapaba de mí mismo.
—¿Y después?
—Encontré apoyo en una empresa alemana. Explotaron mi invento, me hice millonario y formé compañía con ellos. Supe que tus asuntos no iban bien y te ofrecí mi ayuda. Nunca lo hice personalmente porque tuve miedo.
—Dios santo —gritó Vicente emocionado—. Tú a mi lado y como socio... ¿Crees que merezco yo tanta ventura?
—Hemos sido grandes amigos. Ahora, además de amigos seremos socios y haremos grandes cosas. Soy el mayor accionista de la Veratol y todo mi capital está a tu disposición. Pero habrá que hacer grandes reformas.
—Marta —llamó Vicente—. Di a mi esposa que pasaré a recogerla a las dos en punto. Y llama también a papá y cuéntale lo sucedido. Entretanto presentaré a Luis al personal administrativo.
Luis se puso en pie y ambos, cogidos del brazo, salieron de la oficina central.
—Me gustará verlo todo, Vicente, sección por sección, como cuando trabajamos juntos.
—Siempre te eché de menos, Luis. Por eso quizá mis negocios no fueron como tenían que ir. Debo confesar —añadió bajo— que la llegada del representante de Veratol me puso nervioso.
Luis rio. Buscó algo con la mirada. Marta se deslizaba gentil y bonita (más bonita que nunca) en dirección a su pequeño coche. Prefería dar la noticia personalmente a su padre.
* * *
Sin duda el egoísmo humano era tremendo. Marta, vestida elegantemente, permanecía hundida en una butaca con las piernas cruzadas y un cigarrillo en la boca que se fruncía desdeñosa.
Veía el conjunto del salón a través de las pestañas entornadas, e in mente juzgaba a su padre, a su madre, a todos menos a Vicente, que siempre ofreció una amistad incondicional a Luis Vera. Ahora Ricardo Villapol brindaba sus mejores cigarrillos y sus mejores elogios al hombre que un día no quiso invitar a una fiesta nocturna. Era curioso en verdad el contraste de los años. Antes, aquel hombre era un pobre diablo en el concepto de su padre y ahora era un hombre competente, un millonario, una tabla de salvación para su negocio y el porvenir de sus hijos.
Y observaba a Luis Vera vestido con su traje gris (debía ser su color preferido), que sentado en la butaca fumaba en silencio sin sonreír. Y recordó cuando aquella tarde titubeó a su lado antes de pedir una jícara de té. Dos hombres diferentes que eran, no obstante, la misma persona. Su cara era idéntica, nada había cambiado excepto unos hilos de plata en las sienes. Contó mentalmente. Tendría treinta y cuatro años y los representaba. Había ciertas arruguitas delatoras junto a los ojos negros, y al lado de la boca que, relajada, parecía besar constantemente con voluptuoso placer. Era vulgar... y no lo era. Había algo en él, algo sereno, ecuánime, indiferente que lo diferenciaba de los demás hombres. No parecía envanecido por el éxito obtenido durante siete años, ni orgulloso de dicho triunfo. Todo en él era igual, excepto su aire decidido. No observaba en él aire tímido, ni signos de hombre menguado o inferior.
Le gustaría que lo viera Maribel y Marilín y el resto de sus amigas. Y se alegraba de no haberlo despreciado, de haber evitado una declaración de amor... ¿La amaría aún? Sonrió divertida, quizá apurada, nerviosa. Le producía cierta excitación incomprensible el recuerdo de aquellos días. Si ella se hubiera burlado de él nunca retornaría para ofrecer su apoyo a los suyos. Y daba gracias al cielo de haber rechazado al final el desafío de sus despreocupadas amigas.
Cuando pasaron al comedor le tocó apoyarse en su brazo. Luis la miró brevemente y dijo galante:
—Sigue usted tan bonita, señorita Villapol.
Tuvo deseos de pedirle que la llamara Marta, pero no lo hizo considerando la situación actual de él. Podía creer que lo admiraba y ella no admiraba a Luis. Únicamente lo encontraba diferente. Y si siete años antes no le pidió que la llamara Marta a secas, no era lógico que lo hiciera ahora.
Fue una comida cordial, más bien feliz, y cuando Vicente y Luis se fueron a la fábrica, Marta quedó con la taza de café en la mano, pensativa, mirando al frente.
—¿No vas a la oficina?
—No, papá.
—Pero si estabas muy entusiasmada.
—He cambiado de idea. Con Luis aquí, Vicente no me necesita para nada. Ellos dos se entienden perfectamente.
—Así es. Un gran muchacho ese Luis Vera.
—Sí —rio burlona—. El mismo que un día no dejaste que invitara Vic.
—Los tiempos han cambiado.
—O ha cambiado él.
—También. Y por favor, hija, déjate de ironías.
—¿Me acompañas a casa, Marta? —pidió Mariluci—. Vic, con la euforia se olvidó de mí.
Minutos después el auto de Marta se alejaba calle abajo. Conducía ella, y su cuñada, al lado, la miraba con cierta curiosidad.
—Estoy pensando una cosa, Marta, y te la digo si no te enfadas.
—¿Tan grave es?
—No es grave, pero tú eres muy susceptible y temo que te enojes.
—No me enojaré.
—Luis es un hombre magnífico.
—Ya lo sé.
—¿No te agrada? Un día me contaste algo con referencia a él.
—Yo no tuve la culpa.
—La hubieras tenido si no te hubieses negado a seguir el juego que para un hombre de la categoría de Vera hubiera sido mortificante.
—Luis no tenía categoría alguna entonces.
—Tenía la misma —dijo la esposa de Vic—, la misma, pero no la veíais. Solo la ha visto Vic.
—Bien. ¿Qué importa ya lo que pasó?
—Yo, al veros... allí, en el salón de vuestra casa... he pensado.
Marta rio como una loca.
—¿Con respecto a los dos?
—Sí. Una vida en común. No te has enamorado nunca... ¿Por qué no podías enamorarte de Luis?
—Muy gracioso. Es una lástima que no estés soltera.
—Me ofendes, Marta.
—Perdona, pero no digas más sandeces. Luis y yo... ¡Ni que estuviera loca!
—¿Qué defectos le encuentras?
—Quizá no tenga ninguno.
—No es un hombre vulgar.
—Estoy de acuerdo.
—Es un hombre al cual se amará fácilmente. Te has fijado en su boca, en su forma de mirar..., en sus manos nerviosas. Indudablemente es de un temperamento apasionado.
—Mucho has visto en tan poco tiempo.
—Me he fijado, eso es todo.
—Ya.
—Marta...
—No hablemos de eso. Es un hombre al que no amaré nunca. Ni aunque tenga una boca preciosa, ni aunque se arrastre ante mis pies. Me he mofado de él en una ocasión y yo nunca me equivoco.
—Bien. Perdona.
—No tengo nada que perdonarte.
Detuvo el auto y la joven saltó al suelo.
—¿No subes a ver a tus sobrinos?
—Vendré luego. Ahora quiero decir a Maribel que Luis está aquí y que no es el pobre diablo del cual nos reímos.
La esposa de Vicente se perdió escaleras arriba, y Marta puso el automóvil en marcha perdiéndose en la ancha calle.
Maribel estaba desesperada porque sus dos gemelos no comían y Marta se rio de buena gana.
—Eres una mamá insoportable, Maribel.
—Quisiera verte a ti en mi lugar.
—Tienes el consuelo de tu marido.
—¡Bah!
Todas decían igual. ¿Era aquello el amor? Prefería vivir sola, soltera el resto de su vida a vivir como vivían la mayoría de sus amigos. Solo Mary Miranda continuaba enamorada de su marido después de cinco años de matrimonio. Las demás rezongaban siempre en contra del esposo y de los hijos que daban mucha lata.
—¿A que no sabes quién es el representante de la Veratol?
—Me habló algo Santiago.
—Santiago te diría que esperaban en la fábrica un ingeniero alemán.
—Sí. Y por cierto que está furioso. Tu hermano no debiera hacer eso. Te aseguro que Santi está casi dispuesto a dejar su empleo y marcharse de ingeniero a una empresa catalana.
—Pues haría mal. El representante es Luis Vera.
Maribel se dejó caer en un sofá con las manos extendidas.
—¿Qué dices?
—Lo que oyes.
Y a renglón seguido contó lo sucedido Maribel se echó a reír como una loca. Nunca tendría juicio bastante, pero era una gran amiga y Marta la apreciaba de veras. Se había casado con Santiago por amor, pero aquel amor brillaba ahora por su ausencia con los pequeños problemas de la vida.
—¿Y cómo está? ¿Sigue tan tímido?
—No es tímido ya.
—Qué risa. ¿Y te mira con aquellos ojos de carnero degollado?
—No me miró apenas. Me dio la impresión de que soy para él algo absolutamente secundario.
—Nada más, ¿verdad?
—Claro que no.
—No te cases. Es una lata estar casada.
Marta se echó a reír de buena gana.
—Recuerda que estabas loca por Santi.
—Y lo estoy.
—¿Cómo se explica eso?
—Los hijos, los apuros del hogar, los pequeños detalles de la vida, el escaso dinero, porque ni yo soy millonaria ni Santi tampoco... Todo eso apaga el amor.
—Maribel, ¿no eres feliz?
Maribel se impacientó.
—Lo soy. Pero solo cuando me encuentro al lado de Santi y no pienso en nada excepto en él y en mí.
Marta marchó enojada consigo misma y con su amiga, que no sabía adaptarse a la vida del hogar. Ella, si se casara, sería diferente.
V
A las siete de la tarde se aburría, y subiendo al coche lo condujo hasta casa de Vicente. Adoraba a los dos niñitos de su hermano. Eran encantadores y también lo era Mariluci, que sabía llevar el hogar con paciencia y cariño. Vicente era muy feliz junto a ella, y Mariluci solo pensaba en su marido y en sus hijos y en las criadas que eran unas exigentes y querían imponer su voluntad.
Oyó voces en el saloncito y tuvo deseos de volverse, pero entró segura de sí misma. Quitóse el abrigo y lo dejó en manos de una doncella.
—Buenas tardes.
—Hombre, es estupendo que hayas venido. Precisamente estamos organizando una cena fuera de casa y pensábamos llamarte por teléfono.
Era Vicente el que hablaba y Luis estaba a su lado mirándola. Marta, nerviosa, desvió sus ojos y sonrió.
Las pupilas de Luis la excitaban sin saber por qué. Era quizá su mirada quieta, profunda, extraña la que tenía la culpa; buscó un asiento cómodo y se dejó caer en él con las manos apretadas sobre el bolso.
—¿, Me lo das? —pidió Mariluci.
—Voy a fumar. Te lo daré después.
Inmediatamente Luis sacó la pitillera y se la ofreció abierta. Tomó un cigarrillo y lo llevó a la boca. El bolso lo recogió Mariluci y después se sentó en el sofá junto a su cuñada.
—¿Qué dices, Marta? ¿Nos acompañas esta noche?
—No me gusta cenar fuera.
—Hoy es diferente. Nos divertiremos. Iremos luego a un cabaret y lo pasaremos bien.
Expelió una bocanada y miró a Luis a través del humo. Parecía ausente de allí, como si no la interesara el programa de su amigo.
—¿Eres o no de los nuestros esta noche, Marta?
—Bien. Seré de los vuestros.
—Magnífico.
Ella volvió a mirar a Luis. Con el cigarrillo en la boca y un ojo medio cerrado la miraba a su vez. Se sentía nerviosa y toda la culpa la tenía Maribel. Si ella no supiera que aquel hombre la quiso una vez, hoy lo miraría como miraba a cualquier otro. Pero el hecho de haber sido amada por él la excitaba de un modo alarmante, cosa que no le sucedió jamás junto a hombre alguno.
—Cuéntanos algo de lo que habéis hecho hoy en la fábrica —pidió cruzando las piernas con moderna soltura.
—Nada que vosotros podáis entender. Hoy todo se hizo sobre papeles. Pero estamos contentos, ¿no es cierto, Luis? —Este asintió—. Cuando pase algún tiempo Luis regresará a Alemania y yo me quedaré al frente de esto. Dentro de unos años nadie conocerá nuestra empresa. Vamos a hacer reformas magníficas.
—¿Es que usted, Luis, no ha venido con carácter definitivo?
El ingeniero sonrió.
—A decir verdad no era yo el enviado especial. Se trataba de un compañero, pero yo quise ver a Vicente y preferí adelantarme. Tal vez cinco meses sean suficientes para encauzar esto, y con Vicente de director y yo a su lado necesitaremos meses, señora Villapol.
—Llámale Mariluci, Luis. No me vengas con tratamientos fuera de época.
—Naturalmente, Luis.
—Gracias, Mariluci.
—Me gustaría que se quedara usted aquí. Vicente lo echó a faltar y lo sentirá cuando se marche de nuevo.
—Volveré. En realidad solo iré a Alemania por asuntos de mis negocios, pero la empresa Veratol se extiende por muchos puntos del mundo y yo he de viajar continuamente. De todos modos me gustará visitarles con frecuencia.
Marta no intervenía en la conversación. Miraba y oía con suma atención. El hecho de que Luis Vera pensara marchar la contrariaba sin saber por qué, y a la vez contemplaba su traje gris... Siempre vestía de gris. Llegó luciendo un príncipe de gales en el cual dominaba el gris, acudió a la comida de su casa vistiendo un traje gris de franela del mismo color, y ahora vestía otro diferente, pero gris también. No había presunción en él; sus dedos desprovistos de sortijas, sus zapatos brillantes, su camisa blanca y la corbata negra, todo en él era normal. No estaba de luto, era porque carecía de familia. ¿Manías? No; era su gusto: gris y negro, un color sobrio y elegante a la vez. Le agradó aquella conclusión.
—Son las nueve. ¿Por qué no vas a cambiarte de ropa? Iremos a recogerte a las diez en el auto de Luis que es mayor que el nuestro.
—¿Es indispensable que vaya yo? —preguntó poniéndose en pie.
Luis también se levantó y la miraba con vaguedad. Indudablemente estaba pendiente de sus palabras, aun cuando lo disimulara.
—Lo es —repuso Vicente—. Siempre lo pasarán mejor cuatro que tres.
—Bien; entonces os espero en casa. —Miró a Luis y le dijo—: Hasta luego...
—Bajo con usted. Tengo el auto abajo.
—Yo tengo el mío.
Pero salieron juntos y una vez en el ascensor se miraron de hito en hito.
—Si le molesta que vaya yo, puedo poner una excusa.
—En modo alguno, Luis.
—Gracias.
Y quedó callado. Miraba el cigarro que apretaba entre sus dedos, y cuando el ascensor se detuvo salió tras ella y cruzó el portal, quedándose juntos en la acera.
—He pensado en usted, señorita Villapol.
El acento con que fueron pronunciadas aquellas palabras estremecieron a Marta de pies a cabeza. ¿Qué le iba a decir? ¿Acaso lo que no le dijo durante aquellas tres semanas que salieron asiduamente? No lo creía posible, pues de todos modos la respuesta sería la misma. No era ella de las que aman de repente y pensando el número de cifras de una cuenta corriente. Gracias a Dios su corazón era un corazón normal, sin números...
—Sí —sonrió él bajo el poblado bigote—. Durante siete años la imaginé a usted constantemente.
—¿De veras? ¿Y cómo me imaginó?
—Casada, con dos o tres hijos —rio de buena gana—, y mi sorpresa fue mucha cuando supe que continuaba soltera.
—¿Y qué le hizo suponer a usted que me casaría?
—No lo sé a ciencia cierta. Pensé, suelo pensar con frecuencia en imágenes pasadas, en hechos y fechas ya idas. Hay mujeres que pasan por la vida sin que nadie se entere. Que se casan o no y nadie toma cuenta de ello. Hay otras que se casan en seguida y pasan igualmente inadvertidas. Usted no está incluida en ninguno de los dos grupos.
Marta sonrió divertida. Indudablemente le interesaba lo que decía Luis. Era la primera vez que hablaba unas cuantas frases seguidas, y cuando tratamos a un hombre y no lo conocemos gusta observar cómo se expresa. Es una forma como otra cualquiera de conocerlo un poco, de penetrar en un yo que estuvo celosamente guardado durante años interminables.
—¿En cuál me incluye entonces? Porque sin duda pertenezco a un grupo, a menos que usted me crea única en el mundo...
—No voy a darle esa preferencia, si bien sí creo que está usted incluida en un grupo muy poco numeroso.
—¿Es un halago, Luis?
—Quizá. Al mirarla a usted se siente uno reconfortado, feliz. Su belleza es un recreo, señorita Villapol.
Marta se echó a reír. Su risa cristalina resultaba grata en la quietud de la noche, en la calle solitaria y húmeda. Luis se inclinó hacia ella y murmuró:
—No la estoy piropeando, amiga mía. Soy de los hombres que no saben decir un piropo. Pero como soy hombre, de todos modos puedo añadir que es usted una mujer hecha para amar y por eso me extraña que continúe soltera.
—No encontré lo que buscaba, Luis.
—¿Por qué?
Marta volvió a reír. Era gracioso en verdad que Luis, tan austero, le hablara de aquel modo la primera vez que se veían a solas.
—Pues no lo sé. Han pasado los meses y los años sin que yo me percatara de ello. Todas mis amigas se han casado, asistí a sus bodas y nunca sentí ganas de imitarlas. Será porque no amé lo bastante o porque me fui descuidando. Ahora cuesta trabajo. No me ciega la ilusión de una niña. —Miró el reloj de pulsera y exclamó en rápida transición—. Se nos hace tarde. Hasta luego, Luis.
—Hasta luego...
Se quedó inmóvil viéndola subir al auto y cuando estuvo sentada ante el volante se acercó a ella resueltamente.
—Marta..., permítame que la llame así.
—Permitido, Luis.
—¿Podremos bailar juntos esta noche?
—Claro. No tendré inconveniente. Y dígame, Luis, una pregunta por otra: ¿por qué no se ha casado usted?
—¿Yo?
—Sí, usted.
—Pues... no tuve tiempo. Nunca pensé en ello.
—Hasta luego, Luis.
—Hasta luego.
El auto se alejó y Luis quedó junto al suyo con las llaves apretadas entre sus dedos. Miraba hacia delante, hacia el auto que se alejaba perdiéndose en la bocacalle central.
Marta Villapol, el único amor de su vida libre estaba allí, más bella que nunca, más codiciable, más seductora. Y él era un pobre diablo como entonces...
* * *
La cena había sido espléndida. Vicente, radiante de felicidad, sonreía mirando a su esposa elegantemente vestida con su traje de noche, su gran escote y sus ojos maravillosamente bondadosos. Luis, vestido de gris, correcto y sencillo, fumaba un cigarro mirando hacia la pista del elegante cabaret. Marta, a su lado, envuelta en su rico traje de noche escotado y sobrio, fumaba también.
El local, el baile, la música dulzona y las tenues luces de colores producían en ella un estremecimiento voluptuoso que animaba el champaña. Sin duda era la primera vez en su vida que le agradaba una velada nocturna y quizá se debía al líquido burbujeante o a la cálida sonrisa de su hermano, o al aspecto íntimo del salón.
—¿Bailamos, Marta?
Se sobresaltó. No pensaba en Luis en aquel instante y al sentir su voz cayó de las nubes.
—Sí, claro.
—Nosotros también, querida —dijo Vicente.
Y arrastró a su mujer hacia la pista. Luis y Marta se miraron.
—Solo si quiere usted, Marta.
—Quiero, ¿por qué no?
—Vamos, pues.
La enlazó por la espalda. La apretó contra sí suavemente, como si tuviera miedo a lastimarla. Lo sentía junto a sí y Marta aspiró hondo. No sabría jamás decir por qué, mas lo cierto era que se sentía a gusto junto a él. Oliendo su loción, delicada, personal. La aspereza de la solapa producía en su mejilla un raro cosquilleo y la mano abierta en la espalda, sobre su piel desnuda, la excitaba de modo extraño. Indudablemente era la primera vez que le pasaba aquello. Ella bailaba con muchos hombres, coqueteó con ellos y hasta oyó alguna cosa rara; pero aquella dulzura extraña, aquel estremecimiento casi voluptuoso no lo sintió nunca hasta aquel instante.
Cerró los ojos y bailó despacio, casi sin moverse. Luis no habló, su atención parecía íntegra pendiente del baile. La miraba de vez en cuando y ella sonreía y en una de aquellas miradas él preguntó con voz lenta:
—Marta, si yo le pidiera que se casara conmigo, ¿qué diría usted?
Marta se detuvo en seco y volvió a bailar en seguida.
—Respóndame, Marta.
—Le rechazaría, Luis.
—¿Por qué?
—Porque no le amo.
—Podíamos probar.
—¿Usted me quiere? —preguntó con sequedad.
—Sí. La he querido siempre. Por eso he vuelto. Supe que continuaba soltera. Quizá fuera mejor hacerle el amor, conquistarla... Yo no sé conquistar a las mujeres. Tengo muchas ocupaciones, asuntos intrincados que no me dejan tiempo para nada. Además me gusta decir las cosas con todas las letras, sin buscar frases refinadas. Yo la quiero a usted y la solicito en matrimonio. Usted me responde.
—Es la primera vez que me hacen una declaración de amor de este modo —apuntó nerviosa.
—Lo creo; pero quizá nadie le haya declarado un amor tan sincero ni tan viejo como el mío. Yo me fui de la ciudad por usted. Nunca pensé que a mi regreso estaría libre aún. Y puesto que es así, permítame conducirla, por un camino desconocido. Seré un guía perfecto.
—No, Luis. Le aprecio lo bastante para no hacerle infeliz.
—De cualquier modo que sea yo seré feliz a su lado, aunque no me quiera.
Lo decía todo con mirada quieta. Su boca se movía apenas y sus manos no apretaban con intensidad el cuerpo bonito y tembloroso de Marta. Mas, sin duda, era sincero y en amor era mucho. Luis no era de los hombres que juegan a amar a todas las mujeres. La quiso siempre y hoy se encontraba en situación de hacerle el amor. No se consideraba inferior a ella, era de su igual, aunque ambos nacieran en diferente ambiente social. Mas, en la vida moderna eso tiene poca importancia cuando se cuentan los millones por docenas.
—Piénselo, Marta. No le pido un matrimonio inmediato. Permítame que la acompañe en calidad de prometido y si al cabo de tiempo usted no ha logrado amarme lo dejamos. Yo regreso a Alemania y usted se casa con otro.
—Habla usted con tanta frialdad de un echo tan transcendental, Luis, que me da un poco de miedo.
Luis dejó de bailar y tomándola del brazo la condujo hacia, la mesa. Vicente y su esposa continuaban bailando.
—Marta, hay hombres que viven toda la vida domeñados. Yo soy uno de ellos. El hecho de que tenga dinero, buenos amigos y compañeros no significa nada. Nunca he tenido a nadie verdaderamente mío. Usted lo sería. Quizá es una pretensión absurda por mi parte al pretenderla. —Bajó la voz y añadió de modo raro—: El poseerla a usted es para mí un suplicio constante y si me expreso con frialdad es buscando la forma de no asustarla a usted. La amo mucho, Marta —dijo lentamente—. Usted nunca puede imaginar cuánto, y debo manifestarlo de modo que usted no me censure.
—Lo siento, Luis. Yo... no le amo.
—Lo sé. Pero la acepto a usted de cualquier modo que sea.
—Así... nunca. He podido casarme de ese modo y nunca lo hice por temor. No me amoldo fácilmente a un hombre cuando no le quiero.
—Probemos.
—He dicho que no quiero hacerle daño. Por piedad no puedo destrozar mi vida, y quizá a su lado...
—Bien. Dejémoslo.
Y su semblante impenetrable miraba al frente sin que sus facciones se contrajeran.
—Luis..., no quiero molestarle.
—No me molesta usted, Marta. La piedad me produce pánico. Todo... menos eso.
—Hoy no siento piedad por usted.
—Lo sé.
—Pero temo que un día...
—Me lo ha dicho ya.
—¿Se ha molestado?
—En modo alguno. Mire, ahí vienen sus hermanos. Es una pareja feliz.
—Sí.
—¿No le agrada esa felicidad?
—Me agrada. Pero no es eso lo que yo espero de la vida.
—Ya.
VI
Llovía mucho y estaba aburrida. Solo quedaba una chica de su edad soltera como ella y no le agradaba su compañía. Sus padres habían ido a una velada teatral y ella, en el salón, hundida en el diván con las piernas estiradas fumaba en silencio. Pensaba y no quería pensar. Pensaba en Luis... No había vuelto a verlo y había de confesar que le agradaba su charla, el mirar quieto de sus ojos, el bigote poblado que apenas se movía cuando hablaba.
Podía vestirse e ir a casa de Mariluci, pero no quería. Los sobrinos eran monísimos, pero le cansaban. Maribel... sí, quizá lo pasaba bien una hora junto a su amiga. Pero Maribel la acosaría a preguntas referentes a Luis y ella no sabría responder a ninguna.
Tomó un libro y lo abrió. Su lectura no le interesaba. Era estúpido aquel tema, manoseado y podrido. Lo dejó a un lado y paseó la estancia de un lado a otro. Vestía pantalones negros y una blusa roja abierta hasta el principio del seno. Parecía más gentil con aquellas ropas masculinas que acentuaban su femineidad.
Una doncella asomó por la puerta entreabierta.
—El señor Vera la llama por teléfono.
¿Luis? Una semana sin verlo. ¿Qué querría? Se dirigió al teléfono y tomando el receptor preguntó:
—¿Qué hay, Luis?
Hola, Marta. Me aburro mucho en mi departamento del hotel. ¿Quiere que vaya a buscarla? Podemos ir al cine o a bailar un rato.
—¿Me busca como entretenimiento?
—No —rio breve—, como lenitivo a mi impaciencia.
—Bien. Le espero dentro de un cuarto de hora.
—Gracias, Marta.
Colgó. ¡Cómo lenitivo a su impaciencia! Bien. Ella también se sentía aburrida.
Corrió a su alcoba y se cambió de ropa en un instante, y cuando salió a la terraza el auto de Luis entraba en el parque. Desafiando la lluvia atravesó el parque y Luis se apresuró a abrir la portezuela.
—¿Por qué no esperó? La hubiera ido a buscar bajo un paraguas...
¡El paraguas! Los dos recordaron una tarde como aquella.
Sin responder se acomodó a su lado y el turismo negro, de línea aerodinámica, se perdió de nuevo calle abajo. Luis, sin hablar, conectó la radio. Una música suave invadió el silencio del auto, produciendo en él un conato de dulce intimidad que agradó a Marta.
—¿Prefiere bailar o ir al cine?
—Prefiero esto último.
—Pues vamos a ver La bruja, es una película interesante. —Y tras rápida transición—. ¿Qué hizo durante esta semana? ¿Se aburrió mucho, Marta?
—Hubo de todo.
—Cuénteme lo que hizo. Me agrada oírla.
Y con suavidad ella habló de aquella semana, como si sintiera un inmenso placer en compartir con él aquellas ligeras confidencias.
—He visto varias películas. Fui sola, me aburre la gente, mis amigas... Algunas me agradaron, otras me dejaron decepcionada. He asistido a una velada benéfica en el Tenis-Club y he leído muchos libros de la biblioteca de Vic.
—¿Y qué más?
—Nada más. Fue una semana poco fluida en diversiones.
—Pienso a veces —dijo Luis con su peculiar indiferencia— que la vida en una ciudad pequeña resulta insoportable.
—Me agrada esta ciudad.
—Si bien —atajó él, sonriente— su horizonte es muy limitado.
—Como todos. Depende de que queramos romper esa limitación. Recuerdo que una vez una chica que nunca había salido de aquí y visitó por primera vez una gran ciudad, a su regreso, cuando le preguntaron deseando recoger su impresión de la gran capital visitada, dijo que no le agradaba porque no había libertad. Yo me reí. La libertad la toma una a su gusto, no la proporciona un lugar determinado. Yo tengo aquí la misma libertad que en París o en Londres y por esa razón refuto rotundamente su opinión sobre ese horizonte limitado que usted menciona. Cada uno, en cualquier lugar del mundo, vive según su criterio. Para mí esta ciudad es encantadora. No quisiera marchar lejos.
—Ello indica que es usted adaptable.
—Es lo contrario. He visitado muchos lugares del mundo y nunca me sentí tan feliz como aquí.
—Entonces pongamos que no es usted partidaria de las cosas nuevas.
—Dejémoslo así si lo prefiere usted.
Y ambos sonrieron.
Luis detuvo el auto en una esquina de la calle y saltó al suelo antes que ella. Dio la vuelta al coche y alargó la mano para ayudarla a bajar. Cerró el auto y tomándola del brazo entraron juntos en el local. Los miraron con curiosidad. Ella era muy conocida en la ciudad, Luis Vera representaba el tema de conversación en todos los círculos sociales. Formaban una gran pareja. El más alto, delgado, dentro de su traje gris de corte severo. No era un hombre moderno, era simplemente un hombre, con sus cabellos oscuros, naciendo en punta, sus ojos muy negros de mirar quieto y su bigote adornando el trazo viril de su boca.
—Quizá mi compañía no sea amena, Marta —dijo una vez acomodados uno junto a otro—. No me considero un hombre simpático.
—Me siento a gusto a su lado, Luis.
—Gracias.
La película era entretenida, casi interesante. Uno al lado del otro parecían estatuas. Luis la miraba constantemente callado, inmóvil, y Marta, que sentía los ojos de Luis en su perfil, experimentaba aquella nerviosa excitación inquietante que le ponía celajes en la mirada.
—Dentro de unos meses me iré, Marta —dijo él de súbito—. E ignoro cuándo podré regresar.
—Lo echaré de menos, Luis.
—Lo que hablamos el otro día, ¿puedo añadir algo hoy?
Lo miró rápidamente.
—¿Para qué? Prefiero dejarlo así.
Luis apretó la boca. Sin duda le contrariaba la respuesta casi seca. Cuando la película finalizó ambos salieron silenciosos, y silenciosos aún subieron al auto. Dejaban tras de sí los comentarios. Marta estaba segura de que Maribel la llamaría por teléfono aquella misma noche. Desearía saber...
—¿Es que no piensa casarse, Marta? —preguntó poniendo el auto en marcha.
—No lo sé.
—¿Ha tenido novio alguna vez?
—Nunca —rio Marta despreocupada—. Muchos amigos, camaradas, compañeros de un mes o una semana; pero novio, no. Nunca he querido que nadie me supeditara.
—Su temperamento es dócil.
—¿Y qué tiene eso que ver?
—En otra clase de mujer admitiría de buen grado su despegó al amor, en usted me parece extraño. Permítame que mientras esté en la ciudad la acompañe asiduamente. Quizá al final cambiará usted de modo de pensar.
—Pero, Luis, no quiero compromisos. Detesto las cosas forzadas.
—Hágase a la idea de que somos simples amigos.
—Y eso seremos.
—Bien, lo seremos. Pero si algún día me necesita, como un hombre necesita a una mujer o como una mujer a un hombre, prométame que me lo dirá con franqueza.
—Se lo prometo.
El auto se detuvo y Marta saltó al suelo.
—He pasado unas horas agradables, Luis.
—Gracias, Marta. ¿Puedo venir a buscarla mañana? La joven rio dejando su mano entre las de él.
—Puede. Es usted tremendo, Luis.
El ingeniero la miraba y su mirada produjo en Marta aquel desasosiego indescriptible que la estremecía de pies a cabeza. Sentía los dedos apretados en la mano de Luis y aquel apretón turbador le hizo parpadear varias veces.
—Hasta mañana, Luis.
A través de la oscuridad Luis seguía mirándola, como si luchara por penetrar en el interior de aquella muchacha que se negaba a amar.
—Hasta mañana, Marta.
—Su... suelte mi mano, por favor.
La soltó rápido como si no se diera cuenta de que aún la conservaba entre las dos suyas.
—Perdón. Buenas noches.
Y girando sobre sus zapatos se metió en el auto y lo puso en marcha. Marta entró en el parque y lo atravesó despacio, con pasos lentos, hundiendo los altos tacones en el césped mojado. Miró hacia el cielo. Nubes y más nubes tapando la luna llena. Ni una estrella ni un brillo, oscuro todo, como en su corazón.
* * *
A través del ventanal lo vio pasear la calle de un lado a otro. Vestía un gabán gris y cubría la cabeza con sombrero de fieltro. Parecía más alto. Fumaba incansable con una mano hundida en el bolsillo del abrigo y otra caída a lo largo del cuerpo. El pitillo se balanceaba solo entre los labios.
—Marta, ¿dónde estás?
—Aquí, mamá.
Mamá pasó y miró a un lado y a otro de la regia estancia.
Había zapatos tirados sobre la alfombra, el abrigo de pieles sobre una silla. En el tocador los frasquitos se mezclaban unos con otros. Sobre la cama el bolso abierto.
—Esto parece una batalla campal, hija.
—Es que voy a salir y estoy apurada.
—Marta..., ¿te espera a ti?
La pregunta directa sobraba en aquel instante. Marta sabía a quién se refería su madre.
—Dime, hija...
Se pintaba los labios ante el espejo. Vestía un modelo de invierno ajustado, quizá atrevido para su cuerpo bien formado que acentuaba su esbeltez. Dio la vuelta en los altos tacones y miró a su madre de frente.
—Sí.
—¿Por qué?
—Pues... no lo sé.
—¿En qué va a terminar eso, hija?
—En nada, mamá.
Perfumaba el óvalo de la oreja. Una última mirada al espejo. Buscó con los ojos el pañuelo blanco y lo anudó a la garganta. Se ponía el abrigo de pieles.
—Marta... Luis Vera es el hombre que te conviene.
—¿Por qué?
—Porque sí, porque es un hombre de verdad, porque tú no querrás nunca un muñeco de salón.
—No pienso casarme aún.
Carmen de la Mata se impacientó.
—¿Para cuándo lo dejas? El tiempo vuela y es bochornoso que tú te quedes soltera. No será agradable verte dentro de unos años con la cara pegada al cristal mirando con nostalgia las parejas que cruzan la calle. Y después... Marta, hijita —añadió persuasiva—, es tremendo que los años transcurran, que te mires al espejo y observes en él las primeras arrugas, y mirarás a tu alrededor y no verás nada. Es doloroso, Marta; la soledad de una mujer es peor que un suplicio. Tendrás sobrinos, cuñada, hermano, pero nada de eso será verdaderamente tuyo.
—Mamá, por favor.
—¿Esperas el amor? Dios mío, no seas sentimental. Eso llega después.
—¿Pretendes que me case con Luis sin quererlo?
Carmen de la Mata dio una patada en el suelo.
—¿Es que a tus años sigues soñando con el amor? Es absurdo, querida. Yo he querido mucho a tu padre, si bien cuando me casé con él me era tan indiferente como cualquier otro hombre. La mujer, cuando ama de veras es después de pertenecer al marido, al hombre, Marta.
—Mamá, por favor, tus consejos son poco edificantes.
—Porque no vivo de sueños, Marta. La vida no es un sainete, es la vida, y esta se compone de realidades.
—Bien, pensaré en tus palabras.
Pero no tenía intención de pensar. Besó a su madre, le dio unas palmaditas en el hombro y rio fuerte, nerviosamente.
—Te prometo que pensaré, mamá.
—Sí, hijita. Nunca seré feliz hasta verte casada y con una docena de hijos.
—Muy mal me quieres. Los niños no me son simpáticos.
Y se alejó taconeando fuerte. Allí, en la acera, la esperaba Luis. A sus pies había cinco puntas de cigarro casi enteros, lo que denotaba su nerviosismo.
—Me he retrasado —dijo ella gentil—. Perdóname. ¿Adónde vamos? ¿No has traído el auto?
—Iremos a pie. ¿No te gusta pasear bajo esta niebla?
—Sí.
—Pues vamos.
La tomó del brazo con sencillez y se alejaron calle abajo. Indudablemente Marta se sentía a gusto junto a Luis. Pasearon durante una hora por una avenida solitaria. Hablaron de todo y en concreto de nada. Luis le contó sus luchas para llegar adonde había llegado; le dijo que le gustaría tener un hogar propio, que estaba cansado de hoteles y de trenes, de aviones y de capitales populosas. Que le agradaría sobremanera detenerse en un sitio determinado y vivir con alguien que’ fuera enteramente suyo.
—Y para eso tendría que casarme —terminó de modo vago.
—Hazlo.
—Solo puedo hacerlo contigo.
—Eso pasará. Busca una chica que te quiera. La encontrarás en seguida.
—¿Tú... nunca?
Marta ocultó el fulgor de su mirada.
—No lo sé.
—Pues espero. Mientras no me despidas rotundamente esperaré. Aunque me haga viejo, esperaré.
—Ya no eres un niño.
—No. Tengo treinta y cuatro años y toda mi vida busqué algo... He triunfado plenamente en muchos terrenos, pero como hombre simplemente soy un fracasado.
—Aún tienes tiempo.
—¿Me dejas que te explique lo que espero de la vida, lo que a mí me haría feliz?
—Me agradaría oírte.
—Pues sentémonos en este banco.
Se hallaban en una plaza solitaria. El agua formaba charcos entre los macizos. Buscaron el sendero sin aguas y se sentaron en un banco de madera, uno junto a otro. Luis encendió un cigarrillo y fumó despacio.
—Un piso, Marta, sencillamente una casa, un hogar junto a una mujer... como tú...
Marta sonrió.
—¿Te das cuenta? Nos estamos tuteando y no nos percatamos de ello. ¿Quién empezó?
—Tú.
—Sí, yo. Sigue, Luis.
—No me gustaría vivir con nadie, solo con mi mujer. Nunca he tenido algo mío y esa mujer lo sería. Yo me detendría al fin en un lugar... Aquí, por ejemplo. Viajaría menos y la llevaría conmigo.
—¿Te refieres a tu esposa?
—Sí. Solo a ella puedo referirme.
—Sigue, Luis.
—Será grato llegar al hogar y encontrarla allí con su sonrisa alentadora, su cariño... La apretaría en mis brazos y la miraría, la miraría largamente —apretó la boca y añadió muy bajo—: Olvidemos todo eso.
—Es tarde. ¿Regresamos, Luis?
Se puso en pie y él la imitó. Súbitamente la tomó del brazo y se lo apretó con ira.
—¿Qué tengo que hacer para que me quieras, Marta? Es horrible... estar a tu lado, como si fueras una extraña para mí —bajó la voz—. Marta, quisiera besarte en la boca.
Marta retrocedió espantada.
—Eso... no.
—Por caridad lo admitirás.
—Ni aun así.
—¿No encuentras en mí nada que te interese?
Marta se alejaba con los ojos casi cerrados.
La alcanzó y la tomó del brazo. Ya no había ira en sus ademanes. Parecía aplanado.
—Me domeño constantemente. Años y años pensando en ti, tú no sabes lo que es eso. Cásate conmigo, te lo ruego. Por una vez en tu vida lánzate a esa aventura que es el matrimonio. Te haré feliz.
Levantó la cabeza. Su mirada húmeda se clavó en el hombre. Era una mirada patética, extraña.
—Tengo miedo de tu amor.
—¡Miedo! Prueba y verás.
Negó con la cabeza, pero pensaba. Pensaba en ello con intensidad. Su madre decía que el amor era secundario, que la mujer amaba de veras después de casada. ¿Y si se lanzara con Luis a aquella aventura? No, no concebía la intimidad junto a Luis, le producía pánico el amor de aquel hombre.
—¿Quieres que mañana, cuando los dos estemos más calmados, hablemos de nuevo?
—Sí.
—Te convenceré.
—¿Y te conformarás sin cariño?
Despertará en ti. No estás curtida. No has amado nunca y eres dócil y buena.
—¡Eso no basta! —casi gritó—. No quiero que te conformes con eso.
Luis curvó los labios en una rara sonrisa. Dijo casi sin abrirlos:
—Y no me conformaría.
VII
—Marta..., ¿te vas a casar con Luis?
La joven miró a su padre con ojos vagos. Indudablemente todos estaban confabulados para apresarla en aquella red sutil que cada día se hacía más estrecha.
—No lo he pensado aún, papá.
—Te lo pregunto porque como todos los días salís juntos...
—Somos amigos.
—¡Ah, amigos!...
Escapó del comedor. Necesitaba ver a Maribel. Ella quizá le ayudara a solucionar aquel problema. Subió a su cuarto y se vistió precipitadamente. Al pasar por el vestíbulo recordó que a las cuatro vendría a buscarla Luis para ir al fútbol. Eran las tres. Tenía una hora. Avanzó hacia el teléfono y marcó el número del hotel.
—Por favor, quisiera hablar con el señor Vera.
—Ahora mismo, señorita.
En seguida oyó la voz serena, ecuánime.
—¿Diga?
—Luis, soy yo.
—¡Ah...! ¿Dónde estás?
—En casa. A las cuatro ve a recogerme a casa de Maribel.
—Bien. A las cuatro.
—Si. Hasta luego.
—Hasta luego, Marta.
Colgó y salió precipitadamente. Atravesó el parque y se fue a la calle. Iba a pie, necesitaba que el aire helado ahuyentara un tanto el calor que sentía en su piel, pero no era la piel la que ardía, era algo que venía del interior como fuego quemando sus ojos, su boca. Luis Vera... volvía el hombre de las pesadillas. Un día, hacía de ello siete años, se negó a burlarse de él, y ahora siendo una mujer consciente, se debatía en un mar de luchas por aquel mismo hombre.
Notaba en Vicente una mirada especial. En Mariluci una sonrisita. En sus padres la impaciencia. Y ella, sin saber qué hacer, sin dar una respuesta negativa o afirmativa. Y Luis solo esperaba una frase breve. Sí o no.
La doncella la condujo hasta el saloncito donde se hallaba Maribel sola. Al ver a su amiga, aplastó el cigarrillo en el cenicero y corrió hacia ella.
—Cuánto tiempo sin verte, querida Marta. Pero ¿qué te pasa? Estás palidísima.
Marta, sin responder, se quitó el abrigo y se hundió en un diván con las piernas cruzadas.
—¿Y tu marido, Maribel?
—En el club. Luego vendrá a recogerme para ir al cine. Pensábamos ir al fútbol, pero con este tiempo tan frío me da pereza. Los niños están en casa de mamá. A veces no los soporto.
—Oyéndote hablar nadie se casaría.
—Pues no te fíes de mis palabras. Yo lo repetiría cuantas veces fuera preciso. Dime, Marta, ¿qué hay de lo tuyo y Luis Vera?
—Vengo a pedirte un consejo.
Maribel abrió mucho los ojos.
—¿A mí? ¿A la más descalabrada de tus amigas?
—A la más sincera.
La esposa joven se emocionó.
—Gracias, Marta, por tus elogios. Sí, nunca te daría un consejo que no pensara seguir yo misma.
—No amo a Luis.
—Pero te ves con él diariamente. Os veo pasar todos los días bajo el balcón de mi casa. Vais muy juntos, tú pareces entusiasmada.
—Pero no le amo.
—¿Qué entiendes tú por amor? A los dieciséis años una mujer ama sin saber que lo hace. Se entrega a un cariño inconscientemente. Luego se casa ignorando aún si quiere o no a su marido. A los veinte se piensa un poco más; a los veinticinco tenemos miedo y a los treinta ya no se casa una mujer.
—Me aterra la idea de vivir con él. Pensar en la intimidad de los dos me causa pánico. Solos, en un hogar... —tapóse la cara con las manos—. Y sé que debo casarme. Tengo ese deber porque papá y mamá me aturden con el dichoso matrimonio. Me ponen la soltería como si fuera un pecado mortal.
—Marta, querida mía —susurró Maribel yendo a sentarse a su lado—, estás sufriendo una crisis espantosa.
—Y así es.
Por primera vez Marta Villapol lloraba quedamente.
—Marta, esto es terrible.
—Sé que soy absurda, vulgar; pero no puedo remediarlo.
—Ni absurda ni vulgar. Una mujer absurda y vulgar se hubiera casado con los millones de Luis sin titubeos, tú mides el amor de otra manera, más humanamente. ¿Me pides un consejo?
—A eso he venido.
—Cásate con Luis Vera. Es el hombre indicado para ti. No por su dinero, ni por sus cualidades exteriores. Solo por lo que hay de bueno y honrado en su persona. Necesitas que te quieran mucho y Luis te adora. Te quiso desde que regresaste del colegio y te vio junto a tu hermano. No creo que Luis te defraude.
—Pero... ¿te das cuenta?
—Me la doy. He penetrado en tu pensamiento como tú misma. Yo quería mucho a Santi cuando me casé, ¿recuerdas? Pero mi amor por él era superficial, sin sentido. Mi verdadero cariño nació después, viviendo junto a él. Estamos profundamente compenetrados y aun cuando me oigas renegar del trabajo que me dan mis hijos, los adoro también y por ellos sería capaz de todo. Cásate, Marta. Y hazlo con Luis. Ninguno de nuestros amigos te haría feliz, dado tu modo de ser. Eres demasiado espiritual para vivir junto a un hombre que no sea Luis.
—¿Por qué tienes ese alto concepto de Luis?
—Porque se lo merece. Un hombre que sabe guardar culto a una amistad a través de los años y de tantas vicisitudes de la vida, es un hombre fiel, honrado y cabal. Y Luis acudió al lado de tu hermano cuando supo que lo necesitaba. Solo eso nos dice quién es el hombre.
—Pero quien tiene que vivir con él soy yo.
—Ahora sí me pareces absurda —exclamó Maribel, enojada—. Naturalmente que eres tú la que vivirá con él. Nunca has estado enamorada, nunca has tenido contacto íntimo con un hombre y te asusta la novedad. Eso es todo. Prueba y después vuelve a verme.
—Dios mío, qué debate en una lucha horrible.
—Porque buscas demasiado en el fondo de las cosas. A veces es preciso dejar el fondo a un lado y mirar hacia el exterior. Somos humanos o no lo somos, Marta. No vas a vivir una novela romántica, vas a vivir la vida junto a un hombre. Creo que es lo más sencillo del mundo.
—Sencillo para ti porque amas a Santi.
—¿Y qué es el amor? Porque a mí no se me ocurriría enamorarme de una estatua, ni de un viajante de comercio solo por ser guapo y verlo pasar bajo mi balcón. Cuando me presentaron a Santi, y creo que me lo presentaste tú, me pareció un hombre como los demás. Pero un día me habló de modo distinto, me llevó al cine, me tomó la mano entre las suyas. Una semana después me besó... De ese modo fui enamorándome de él. Tú mira a Luis como algo tuyo, admite sus familiaridades, déjate ir, y un día, cuando menos lo pienses, sus besos serán el máximo placer para ti. Así es la vida, ¿me entiendes? No como tú la imaginas, creyendo que el amor se ha hecho exclusivamente para ti.
—No es eso.
—¿Qué diablo es entonces? —chilló Maribel enojada—. ¿Te ha besado Luis alguna vez? ¿Te ha besado algún otro hombre? ¿Qué sabes tú del amor?
Marta se sintió un poco humillada. Pero tuvo que responder.
—No sé nada, es cierto.
—Pues permite que Luis te enseñe y después, si no quieres casarte con él porque comprendes que no le quieres, déjalo en paz y que se marche.
—¿Pero crees tú que yo, yo, voy a permitir que me bese Luis solo por saber si me agrada o no?
Maribel se echó a reír escandalosamente.
—Marta —dijo sin dejar de reír—. Tú eres la mayor ingenua que he visto en mi vida. Querida mía, a ti lo que te hace falta es una lección amatoria a cada instante.
Sonó el timbre de la puerta y Maribel se puso en pie.
—He dado día libre al servicio. Seguramente que la doncella marchó ya. Iré yo a abrir.
—Deja, es Luis. Me marcho ya.
—¿Quedó en venir a buscarte aquí?
—Sí, vamos al fútbol.
—Bien, bien. ¿Qué has pensado en concreto?
—Correr esa aventura. No quiero que me llames ingenua, porque no lo soy. Tengo un alto concepto del amor y no quiero equivocarme.
—No te equivocarás. Adiós, querida.
* * *
Luis la esperaba de pie en medio de la calle, junto al auto. Vestía de gris, como siempre, bajo el gabán de invierno. Quitóse el sombrero y abrió la portezuela sin decir nada. Marta sonrió apenas y se sentó. Luis se acomodó a su lado y puso el vehículo en marcha. Desde el balcón Maribel decía adiós con la mano.
—Directamente al campo, ¿no?
—Como tú quieras.
—Es tarde ya. Me he retrasado en el club jugando una partida con Vicente.
El auto corría. Muchos otros coches rodaban por la carretera húmeda. En aquella tarde de domingo todos se dirigían al campo de fútbol.
—¿No viene Vicente y Mariluci?
—No. Prefieren el cine. Dice Vic que hace frío y el estado de Mariluci es delicado.
—¿Ya sabes? Quieren que apadrinemos los dos a su nuevo hijo.
—Sí, me lo ha dicho Vic.
—¿Qué te pasa, Luis? ¿Estás disgustado?
La miró breve.
—Estoy como siempre. Nunca fui muy locuaz.
Aparcó el auto junto a otros muchos y del brazo cruzaron la puerta de entrada. El partido había comenzado ya. Era un encuentro de Segunda División sin mucho interés, pero a alguna parte había que ir un domingo.
Se acomodaron uno junto al otro. Saludaron aquí y allá. Todos les conocían.
—¿Tienes frío?
—Un poco.
Con naturalidad le pasó una mano por los hombros y la atrajo hacia sí. Marta se dejó ir con suavidad. Había una gran ternura en el ademán del hombre y una gran laxitud en la muchacha bonita y elegante que ahora alzaba la cabeza para mirarse en los ojos de su compañero.
Hablaron en voz baja, casi rozándose la boca, y nunca Marta admiró tanto el trazo vigoroso de los labios de Luis hasta aquel instante en que lo tenía cerquísima.
—¿Has pensado en lo que hablamos?
—¿Cuándo?
—Ayer.
—¿Acaso no lo hablamos todos los días? Hace dos meses que luchamos con lo mismo.
—Sí, dos meses, Marta. ¿Has pensado al fin?
—Sí.
—¿He de marchar?
—No.
La felicidad del hombre solo se apreció en sus dedos, que apretaron con mayor fuerza el hombro femenino.
—No es por amor, ¿verdad?
—No lo es —confesó sincera—. Pero... ha llegado mi hora quizá.
—¿Solo por eso?
—Por ahora sí.
El partido no tenía interés para ellos. Gritaban junto a la pareja. El juego quizá era interesante para los demás. Para Luis y Marta, no.
—¿Debo conformarme?
—Si quieres.
—A veces me pareces tan cruel.
—Pues no lo soy.
—No, no lo eres.
Y miró hacia el campo. El marcador señalaba dos goles contra el equipo local. Luis arqueó una ceja. Marta se enfadó.
—Son malísimos.
—Mucho. ¿Quieres que nos marchemos?
—Prefiero esperar a que termine.
Todo seguía igual entre ellos y no obstante la palabra tan esperada había sido pronunciada ya. Pero aquello suponía muy poco para Luis. Él deseaba a Marta como jamás había deseado nada en la vida. La quería como un loco y por quererla tanto la respetaba como si ella, en vez de ser una mujer, fuera una reliquia. Y aquello hacía sufrir al hombre. Se domeñaba. Marta no lo conocía aún, ¡oh, no! Ella conocía al amigo bueno, al hombre considerado, al niño que parecía esperando su respuesta. Al hombre apasionado, al hombre en sí, no lo conocía Marta, y Luis sabía que tal vez no lo conociera nunca dado el modo de ser de la mujer.
Cuando se vieron de nuevo en el interior del auto el agua caía a cántaros. Anochecía ya en aquella tarde de enero. Hacía un frío intenso y Luis bajó las ventanillas. Los transeúntes, aquellos que asistieron al partido, corrían de un lado a otro sorteando los vehículos que se alejaban. Se ocultaban bajo las cornisas y otros se quitaban las prendas de invierno para ponérselas por la cabeza en evitación de que el agua los mojara por completo. Los más alquilaban taxis que corrían como flechas en dirección a la ciudad para regresar minutos después a cargar de nuevo.
El turismo de Luis se alejaba despacio. Iban los dos silenciosos, sumidos en sus propias reflexiones.
—Voy a pedir tu mano mañana, Marta.
—Bien, Luis.
—Si al cabo de un mes sigues creyéndome un extraño, me iré.
—Sí.
—Y si aprendiste a quererme un poco nos casaremos.
Marta se estremeció dentro del abrigo de pieles.
Pero dijo con voz firme:
—Sí, Luis.
—¿Adónde vamos ahora?
—No tengo predilección por un lugar determinado.
—¿Quieres que vayamos a casa de Vicente?
No, en modo alguno. Retrasaría cuanto pudiera las felicitaciones, que no podía soportar en aquel instante. El hecho de que para todos fuera un acontecimiento feliz su compromiso con Luis, menos para ella, la desconcertaba, la achicaba.
—Prefiero ir al cine.
Y fueron. Luis, más callado que nunca, se mantenía rígido en su butaca. Tenía la boca apretada y los ojos fijos en la pantalla. Ella, inquieta, no se atrevía a mirarlo y menos a hablar.
¿En que iba a terminar todo aquello? La reacción de Luis la desconcertaba.
Cuando el auto se detuvo ante su casa, saltó al suelo como tantas y tantas veces y Luis la miró de pie junto a ella.
—Hasta mañana, Luis.
Luis no respondió. Seguía mirándola.
De súbito la atrajo hacia sí y murmuró:
—¿No crees que sería mejor que yo me fuera lejos? Temo que te haya forzado.
—No me has forzado —susurró aturdida.
—Lo nuestro es raro.
—Sí; pero...
—¿Qué?
Y la miraba muy de cerca con aquellos sus ojos quietos, inexpresivos.
—Nada. Suéltame.
—Quisiera besarte, Marta.
La joven se estremeció dentro de los brazos que la apresaban. Parpadeó varias veces seguidas y dijo huyendo de la mirada impasible.
—Nunca me han besado. Nadie.
Luis sonrió apenas. La creía. Se notaba en ella. Y la contemplaba bajo el poder de sus ojos. Frágil, distinguida, delicada. La recordó cuando la llevaba bajo el paraguas. Recordó el perfume tan personal, sutil, cálido. Era el mismo que ahora impregnaba sus pañuelos, las solapas de sus trajes, sus manos, sus cabellos.
—Es delicioso saberlo, Marta.
—Ahora... suéltame.
Era el primer beso, un beso largo, hondo, que la dejó inerte. Y Luis, como si el dique que sostenía su voluntad se rompiera de súbito, perdido el control, la asustó con su impetuosidad. Era un hombre nuevo, se estremecía junto a ella. Marta se apartó rápidamente y lo miró a distancia.
—Perdona —pidió él secamente.
Y se perdió en el interior del auto.
VIII
No durmió en toda la noche. Hubo de levantarse y pasear por su alcoba enfebrecida, asombrada. La actitud de Luis habíala desconcertado, entristecido. El amor... Si era eso...
Se rio de sí misma. ¿Acaso esperaba un milagro? Sentía los labios doloridos y los ojos enrojecidos de llorar. Y aunque le preguntaran, nunca sabría decir por qué lloraba. Amaneció un día pésimo. Envuelta en la rica bata de casa, bajó al comedor y encontró a su madre sola. Ricardo Villapol se levantaba tarde.
—¿Qué te pasa? Qué cara más fea, hija.
—No me siento bien.
—¿Qué tienes?
—Me duele la cabeza.
—Será debilidad. La doncella encargada del comedor me ha dicho que no cenaste en casa ayer noche.
—Lo hice con Luis... —mintió.
—¡Ah! Con Luis. ¿Y en qué ha quedado lo vuestro? ¿Piensas seguir saliendo toda la vida con un hombre que no es ni tu novio ni tu marido?
—Nos hemos prometido ayer.
Carmen de la Mata casi saltó en el sofá.
—¿Y lo dices con esa cara de funeral?
—No voy a saltar de gozo.
—Pues era más lógico. Voy corriendo a decírselo a tu padre. ¿Me acompañas?
—No.
—Marta —exclamó de pronto—, ¿no eres feliz?
—Suponte que lo soy.
—Hija mía, eres de un carácter incomprensible.
—¿Y qué quieres que haga?
—Nada, por supuesto. Te considero tan desapasionada que me asusta el hecho de verte casada con un hombre que necesita mucho cariño.
—Quizá se lo proporcione.
—¡Quizá! Prefiero dejarte sola. No te comprendo.
Huyó. Marta, sin sentarse, encendió un cigarrillo que fumó nerviosamente. No era extraño que su madre no la comprendiera porque no se comprendía ella misma. Pensó en Luis, en su actitud y se ruborizó como una colegiala. Ella, que tenía una mundología extraordinaria, que conocía a los hombres, quedó asombrada ante uno determinado, ante el que iba a ser su marido. ¡Su marido! ¿Podría resistirlo? ¿Saldría indemne de la prueba?
Decidió ir a ver a Maribel. Al lado de su amiga se sentía reconfortada. Maribel la comprendía como nadie.
Subió a su cuarto y se vistió precipitadamente. Momentos después se hallaba en el interior de su cochecito que rodaba en dirección a casa de su amiga. Esta luchaba con sus dos hijos y al verla se animó mostrando su alegría.
—Pasa, Marta, y siéntate si encuentras dónde, porque estos hijos míos acaban con todo. ¿Sabes cuántas vajillas me regalaron cuando nos casamos? Pues seis. Ahora solo queda una sopera con una sola asa. Y esto lo han hecho mis hijos, que igual entran en el armario de mi cuarto que en el trinchero del comedor. Estoy aburrida.
Marta reía contemplando a los dos diablillos que repeinaba su madre en aquel instante.
—Hala —chilló Maribel—, a jugar al jardín y a no mancharse.
Los niños salieron corriendo y Maribel se dejó caer en el diván con el cepillo del pelo en la mano y la respiración fatigosa.
—Es la segunda vez que los lavo, amiga mía —se desconsoló—. No les dejé salir al jardín para que no se manchasen y se han metido en la carbonera tan limpiamente. ¿Sabes lo que te digo? Que estos hijos me tienen consumida. Santi se ríe de mí, me provoca, pero yo no lo resisto. En cuanto tengan siete años los envío a un colegio internos.
—No creo que lo hagas. Los adoras.
—Sí —rezongó Maribel que era una preciosidad de mujer—. Los adoro, pero me fastidian con sus cosas. Y además tú no sabes lo más gordo.
—¿Qué es ello?
—Viene otro en camino.
Marta lanzó una sonora carcajada.
—¿Y podrás soportarlo? —se burló.
—Qué remedio me queda.
—¿Tardará mucho en llegar?
—Sí, aproximadamente ocho meses —rio suavemente—. Y estoy pesarosa, ¿sabes? A causa de esto he tenido unas palabras con Santi y deseo que regrese para besarlo mucho y que me perdone.
Marta envidió aquella felicidad. Entre sus luchas con los hijos, sus deberes cotidianos de ama de casa y sus quebraderos de cabeza a causa de la servidumbre, por encima de todo prevalecía la felicidad íntima, aquella que ocultaba en el fondo de su corazón para su marido. Ella quisiera ser como Maribel. Un día pensó que su amiga no sabía o no quería llevar el hogar con paciencia y es que nunca se detuvo a analizar la casa de su amiga, hasta que ella pensó en la suya propia.
—Marta, ¿en qué estás pensando?
—En ti. Me gustaría tener un hogar como este.
—Serás más feliz con Luis, no porque sea mejor que Santi, sino porque tú tienes más paciencia que yo y... más dinero. Dime, Marta, ¿qué le has dicho a Luis ayer una vez que saliste de esta casa?
—Me he lanzado a la aventura del matrimonio.
—Sí —susurró Maribel soñadora—. Una aventura es, pero deliciosa si te compenetras con tu marido.
—Sigo luchando, Maribel. Sigo teniendo el mismo miedo. Por eso he venido hoy a tu casa; necesitaba hablar con alguien de esto. Mamá no me comprende, papá me hubiera llamado soñadora y sentimental y Vicente no concibe que alguien dude en amar a Luis.
—¿Qué defectos le pones?
—Ninguno. Y, déjame ser ingenua una vez más. Luis me besó ayer noche.
Miraba al frente. Maribel no parpadeaba. Era demasiado espiritual su amiga. Demasiado exquisita para soportar los múltiples problemas sentimentales junto a un hombre al que no amaba entrañablemente.
—Sigue, Marta...
—Ha sido una experiencia inesperada, brusca.
—Lo comprendo.
—Y no siento deseos de estar al lado de Luis. Siento por él lo mismo que ayer.
—Temo que no le ames nunca.
Marta movió la cabeza agitadamente.
—Me he sentido menguada a su lado —confesó bajísimo—. Descubrí en él facetas desconocidas hasta ahora. No sé si sería mejor que él se marchara.
—Será como partirle el corazón, la vida entera.
Marta clavó los ojos y los fijó quietos en el rostro de su amiga.
—¿Es que por caridad voy a darle lo que no puedo? Creo que me casaré con él inmediatamente. Estoy cansada de sufrir así. Prefiero...
—No te precipites.
—O una cosa u otra y yo no digo a Luis que se marche. Y sé que él admitirá, aunque fuera por caridad, mi renuncia a la libertad. Hemos llegado a un extremo, Maribel: me enternece su compañía, pero... —tapóse el rostro entre las manos—. ¿Qué debo hacer? Dime tú que eres una mujer casada y con experiencia bastante, ¿qué debo hacer?
—Así... no.
—¿Y debo decírselo?
—Sí.
—No podré. Sería...
—Terrible para él, lo sé; pero ¿vas a dar la vida por caridad, por pena, por compasión?
—Dios mío, cuánto daría yo por desterrar esta aridez que tengo dentro. Es... no sé lo que es.
—Déjale ir. Espera.
—¿Y si me casara con él sin analizarme?
—¿Lo harías?
—Casi lo prefiero. No soy la primera mujer que se casa así.
—Pero tú siempre defendiste el amor con todas tus fuerzas; siempre censuraste a quien se casó por no quedar soltera...
Marta tensó el cuerpo.
—No lo haría por eso.
—Lo sé. Pero dime, ¿por qué lo harías?
—Porque de todos los hombres que he tratado Luis es el mejor. Porque sé que a su lado no sería desgraciada. Porque quizá no necesite amar apasionadamente para ser una mujer feliz.
—Se necesita amar mucho para soportar las exigencias de un hombre —dijo Maribel pensativa—. Tú no sabes... el amor que se necesita para eso, Marta.
Esta bajó la cabeza.
—Me marcho. Luis me llamará por teléfono. Ayer no quedamos en vernos en ningún sitio y querrá saber dónde podemos encontrarnos.
—Piensa un poco más y después obra en consecuencia.
—Sí, eso haré. Adiós, Maribel, y perdona por todas las molestias que te ocasiono.
Maribel corrió hacia ella y le puso una mano en el hombro.
—No me extraña que Luis te quiera con locura, amiga mía. Una vez, cuando yo era una niña díscola, te negaste a burlarte de él... Era un juego de niñas despreocupadas y felices. Pero tú ya fuiste buena. Ahora... el mismo hombre vuelve a la torre de tus ocupaciones. Dios quiera que seas feliz. Y no me molestas. Dios mío, ¿cómo puedes decir eso si yo soy dichosa teniéndote cerca?
—Gracias, Maribel.
—Vuelve por aquí siempre que puedas y desees contarme algo.
Marta sonrió.
—Adiós, Maribel. Vendré porque es un consuelo indescriptible para mí hablarte de mis cosas.
—Y piensa, recapacita. Ni te cases a tontas y a locas ni le digas que se marche. Espera. Algo tiene que haber en tu corazón para un hombre que se lo merece.
* * *
No se ama porque un hombre lo merezca. Marta lo sabía, como sabía asimismo que estaba temiendo verse de nuevo ante Luis.
Y lo vio a la hora del vermut. Él la esperó en la calle de pie junto al auto. Ella bajó y lo saludó apenas, sentándose seguidamente junto al volante. Luis puso el vehículo en marcha. Los dos recordaban la despedida del día anterior. Sin duda esto inquietaba y turbaba a Marta, que apenas miraba al hombre que serio y mudo iba a su lado.
—¿Quieres tomar algo, Marta?
—Sí.
—¿Te importa que lo hagamos después? Quisiera que habláramos un momento.
—Como tú desees, Luis.
El auto rodó por la recta carretera. Con la vista en la lejanía habló Luis sin precipitarse, con voz mesurada, cálida, tierna, como cuando un hombre habla a un niño.
—Marta, ayer noche descubrí algo. Fue como si un ciego caminara sin rumbo y de pronto un rayo de luz iluminara su camino... He descubierto que tú no solo no me quieres, sino que te causo miedo, horror.
—¡Eso no! —exclamó ahogándose—. Eso no, Luis.
—Has vivido demasiado dentro de ti misma. Creaste un mundo sentimental para ti sola y ahora no admites que alguien entre en ese santuario espiritual. Yo... no puedo, en modo alguno, seguir una comedia que terminaría en un desastre.
—Luis...
—He pensado marcharme. Dejar esto así. Si comprendes que me quieres, llámame y volveré.
—Si te vas... no te llamaré nunca.
—Eso forma parte de tu vida sentimental. De eso que llevas dentro como una llaga siempre abierta. Han pasado hombres por tu vida —añadió bajo, mirando a lo lejos, con las manos aplastadas en la rueda del volante—. Muchos hombres que no te rozaron ni espiritual ni materialmente. Viviste como un pájaro, por los aires, revoloteando sin posarte en parte alguna. Y ahora que algo te inclina la rama, hacia el suelo, hacia mí que estoy en tierra y piso firme, tienes miedo. Es como si te aterrara ese suelo, esa rama, ese árbol que quizá no consideras lo bastante sólido para sostener tu fragilidad. Y yo no quiero, Marta. Te amo demasiado —apretó la boca sensual, la relajó hacia abajo, el bigote tembló perceptiblemente—. Tú no sabes de la forma que te quiero... No lo puedes saber, no lo sabrás nunca porque tendrías que amarme en igual medida para darte cuenta de la cuantía de este cariño mío. Y no quiero asimismo que te cases conmigo por compasión. No eres una niña...
—Luis, cállate ya.
—Eres una mujer consciente y es esta a la que yo deseo. Porque yo no te quiero para mirarte como si en vez de ser una mujer fueras un cuadro maravilloso, una obra de arte. Yo te deseo como los hombres desean a las mujeres —dijo con cierta brusquedad que ella desconocía—. Te deseo para poseerte y para adorarte. Y toda la vida, desde que fui hombre y te vi, soñé con poseerte, con adorarte, porque para mí nunca hubo más mujer que tú. He vivido, he corrido, he conocido a muchas mujeres; pero en mi corazón siempre quedó aquel anhelo y he vuelto por ti, por verte. Estabas soltera, aún podía aspirar a hacerte mía. Pero... así no, ¡no quiero!
El auto giró en redondo y puso de nuevo dirección a la ciudad. Luis, con la boca apretada y la frente plegada en una profunda arruga, permanecía silencioso.
—Luis...
—Dime, Marta.
—Déjame pensar. Déjame meditar en todo esto. Ha sido demasiado inesperada tu llegada. Yo... no recordaba que existías.
—Lo sé.
—Es cierto que tengo miedo. Pero nunca me casaría contigo por hacerte un favor. Por compasión, no.
—Tú no querrás nunca a un hombre, Marta. Has esperado demasiado.
—Aunque tú no lo creas estoy a tiempo...
—Para mí no.
—Yo te ruego que esperes.
—¿Y seguir con la farsa?
—Sí, seguir con la farsa. Será una farsa de dos, y quién sabe si pronto dejará de serio.
—Me pides demasiado.
—No te pido nada. Te ruego que esperes. Si tú te vas... yo nunca podría querer a un hombre. Si existe uno a quien pueda amar, ese eres tú.
—¡Esperar! Y sentir tu repulsa cuando te bese. Ver el horror en tus ojos, el temblor de repugnancia en tu cuerpo cuando te toque...
—¡Oh, calla ya!
Y tapóse el rostro con las manos. Para Luis, ver llorar a Marta era tremendo y la vio aquella mañana. Detuvo el auto en un paraje solitario y con ternura le separó las manos de la cara.
—Querida...
—Dios mío —gimió la joven mirando a través de sus lágrimas—, si te vas, si me dejas así... yo nunca podré encontrar dónde asir mis desconciertos.
—Y si me quedo serás desgraciada. Eres demasiado espiritual para vivir en este mundo lleno de miserias. Yo temo no poder llegar jamás al fondo de tu alma.
—Eres el único que puede llegar. Si es que llega alguien... tú solamente.
—Bien, me quedaré. Será como un suplicio horrible tenerte a mi lado día tras días y sentir que estás cada instante más lejos de mí, cuanto más cerca.
—Algún día... quién sabe.
—¡Sí, algún día! Pero hay que tener mucha paciencia y mucha voluntad para esperarlo con calma. De todos modos como te quiero, como te quise siempre, yo estaré a tu lado.
Le acarició el cabello y ella, súbitamente, tomó la mano de Luis entre las suyas.
—He de amarte como tú deseas. Tendré que amarte —susurró bajísimo mirándolo al fondo de los ojos, con aquella su mirada honda y melancólica—. He de amarte, porque no sería mujer si así no lo hiciera.
Luis sonrió apenas. Se conformaba. Era poco lo recibido en compensación a su cariño desmedido, pero era algo, y tratándose de Marta Villapol suponía mucho.
Ella soltó la mano masculina y Luis empuñó el volante. Media hora después, silenciosos, tomaban el vermut en un local elegante.
IX
Marta lucía en la mano izquierda una sortija. Era la sortija de pedida que Luis Vera puso en su dedo la tarde anterior, en una íntima reunión familiar. Se trataba de un brillante que despedía destellos rutilantes. Una simple sortija de oro con aquella piedra deslumbradora que valía un fortunón. Marta la contemplaba ahora en su alcoba y pensaba en Luis.
Estaba ligada a él, ya nada podría separarlos excepto el que ella le pidiera que marchara, y eso no lo haría nunca porque necesitaba a Luis a su lado. El consuelo alentador de aquel hombre, la sonrisa bondadosa, su mirada acariciadora, sus frases breves, pero consoladoras.
Era su prometida oficial. Mamá Carmen y papá Ricardo, así como Vicente y su esposa, parecían resplandecientes. Hablaban de la ceremonia, del viaje de novios, del piso que luego pondría Luis en la ciudad... Todo el mundo corría desenfrenado con el pensamiento. Todos menos ella, que deseaba detenerse allí, con Luis, pero allí, en aquel breve instante.
—¿Puedo pasar, Marta?
Le contrarió la presencia de su madre. Ellos creían que todo era felicidad en aquel compromiso y no deseaban que dejaran de pensar así. Su madre no hubiera comprendido aquellas luchas espirituales. Nadie, excepto Maribel y quizá Luis.
—Pasa, mamá.
Y Carmen de la Mata pasó, cerrando la puerta tras de sí.
—¿No sales hoy? —preguntó mirando a su hija envuelta en la rica bata de casa—. Son las seis y Luis ya habrá dejado la fábrica.
—Me duele la cabeza. Quizá no salga.
—Marta —susurró la dama yendo hacia ella y mirándola muy de cerca—, no pareces feliz.
—Pues lo soy.
—Hija mía, yo bien quisiera ser tu confidente, pero parece ser que no te interesa que lo sea.
—No tengo confidencias que hacer, mamá —sonrió suavemente—. Hubo un día en que os negasteis a recibir a Luis en vuestra casa. Entonces Luis era un pobre diablo que aspiraba a ser un inventor famoso. Hoy lo es y no cejasteis hasta vernos prometidos. Esto me hastía porque yo soy de otro modo de ser diferente al vuestro.
—¿Me lo reprochas?
—En modo alguno, mamá. Pero esto me hace pensar con frecuencia y me descubre el lado egoísta y mísero de la vida.
—Es que tú siempre has tenido un concepto elevado de ciertas cosas. La vida no es como tú la imaginas, Marta.
—Ya lo observo, mamá, y es eso lo que me desconcierta.
Sonó el timbre del teléfono. Marta se apresuró hacia él y tomando el receptor en la mano, se sentó en el borde de la cama.
—Dígame...
—Hola, Marta. ¿Dónde nos vemos?
Era Luis. Su voz, a través del hilo, tenía otro matiz, otra tonalidad. Le gustaba aquella voz siempre ecuánime, inalterable. La voz bronca de un hombre enérgico que no se altera fácilmente.
—Si pudieras venir tú —dijo suavemente—, lo preferiría. Me duele la cabeza y hace frío.
—¿Quieres estar sola, Marta?
Se mordió los labios. No, no quería estar sola. Necesitaba tenerlo cerca, oír su voz, acostumbrarse a él cuanto antes.
—Prefiero que vengas...
—Hasta luego, querida.
Colgó despacio y quedó inmóvil, sentada en el borde del lecho. Carmen de la Mata la miraba fijamente.
—Marta..., ¿qué te pasa?
Levantó la cabeza. Indudablemente había olvidado la presencia de su madre.
—No me pasa nada. Voy a vestirme.
—Hija mía, temo que seas muy desgraciada.
—Te aseguro que haré por no serlo todo lo que esté a mi alcance.
—A veces no basta esforzarse. Vístete.
Y besándola en la frente se alejó rápidamente. Marta suspiró. Fue hacia el ropero y buscó un modelo de tarde, cualquiera, no le interesaba estar más o menos bella. Luis la conocía, le gustaba de cualquier modo que fuera.
—Quizá una ducha me vendría bien —dijo en alta voz—. Me despejaría la cabeza.
Entró en el baño y quitándose la bata se metió bajo la ducha. Sentía el agua helada sobre sus músculos. La estremeció aquel frío intensísimo que poco a poco vigorizaba su piel. Estuvo bajo el agua con los ojos muy abiertos, fijos en un punto inexistente, sintiendo que el frío hacía castañetear sus dientes. Pero le causaba placer, era como si aquellos golpes breves en su piel ahuyentaran su excitación interior.
Se cubrió con una felpa y salió de nuevo descalza hacia la alcoba. Se vistió despacio. Sentóse ante el espejo y se miró con fijeza. Estaba pálida y sus manos, al trazar el arco de su boca, temblaban convulsivamente.
—Si sigo así voy a enfermar.
Minutos después entraba en el saloncito donde ya esperaba Luis. Este, de pie ante el ventanal, miraba hacia el parque donde el agua, al caer, formaba charcos cenagosos. Vestía como siempre, de gris, y sus cabellos negros, un poco más largos, se domaban mejor, peinados hacia atrás con sencillez.
—Buenas tardes —saludó con voz queda.
Luis se volvió en redondo y fue hacia ella con paso elástico. La sujetó por los hombros y la miró a los ojos, al fondo de aquellos ojos verdes, grandes, que eran bellísimos.
—¿Más animada?
—Sí.
—¿Sigue doliendo la cabeza?
—Un poco.
Luis le pasó los dedos por la frente, se la acarició una y otra vez con suave ternura. Marta cerró los ojos y sintió algo parecido al vértigo.
—Ven —susurró él—, no saldremos. Charlaremos sentados junto al ventanal. ¿Quieres?
—Sí.
La llevaba sujeta por los hombros y ambos se sentaron de espaldas a la puerta. El cómodo diván se hallaba pegado al bajo ventanal, desde donde se apreciaba el parque, parte de la cuidad y el monte lejano blanqueado por la nieve.
La calefacción central funcionaba en toda la casa. En el saloncito reconfortante la atmósfera estaba caldeada, era grato estarse allí, en aquella intimidad acogedora.
—Cuando tengamos una casa para los dos —dijo él—, pondremos un saloncito como este. Y en él pasaremos las mayores horas de nuestra vida conyugal.
—Sí.
—¿No te agrada?
—Sí, Luis.
La miraba inclinándose sobre ella, que recostaba la cabeza en el respaldo del diván. La miraba de cerca, con avidez. Y su mano, nerviosa, fue despacio buscando la cintura estrecha, que súbitamente apretó contra sí.
—Perdóname.
Temblaba y fue en aquel instante cuando Marta se dio verdadera cuenta de la cuantía de su cariño hacia ella. Por eso temía, porque quizá nunca pudiera quererlo como él se merecía. Permitió la caricia sin protestar, cerrando los ojos, sintiendo los besos de Luis en su nunca, en sus ojos, en su boca, donde se detenía una eternidad. Y a cada beso la palabra breve, desesperada de «perdóname». Ella, quieta, sumisa, ahogándose por algo desconocido e insospechado, permanecía con las manos caídas a la largo del cuerpo. Sentía a Luis junto a sí, a un Luis extraño, inquietante, turbador que la impresionaba.
—Perdóname, perdóname —susurró apartándose de ella bruscamente y ocultando la cara entre las manos.
—Luis.
—Nunca sabré conquistarte. Soy demasiado de este mundo. Tú estás lejos, lejos... Yo..., Marta, échame de tu lado.
Ella sonrió. Su mano cayó sobre la rodilla de Luis con suavidad.
—Salgamos, ¿quieres?
—Te abruma esta soledad, ¿verdad?
—No es eso.
—Yo sé que lo es. Vamos. Caminaremos bajo la lluvia. Nos hará bien a los dos.
* * *
Así un día y otro día transcurrió un mes y Marta fue familiarizándose con Luis, con su proximidad, con sus besos apretados, con sus caricias fogosas que poco a poco fue comprendiendo, pero a las que no correspondía porque cada día le producía más pánico aquella pasión desmedida que Luis ponía en todas sus cosas cuando estaba junto a ella. Mas, sin duda, algo cambiaba dentro del ser de Marta, algo que ni ella misma se daba cuenta. Quizá tendría que faltarle Luis para saberlo.
* * *
La llamó por teléfono desde el hotel. Marta se hallaba en el saloncito esperándole cuando la doncella le dijo que el señor Vera deseaba hablar con ella. Corrió hacia el teléfono y tomó el receptor con mano temblorosa.
—¿Sucede algo, Luis?
—Vida mía... —siempre la llamaba así. Marta cerró los ojos para saborear aquellas frases quedas que descubrían una parte de la gran personalidad del hombre—. Tengo que salir de viaje en este mismo instante.
Marta sintió que el piso se iba de sus pies.
—¿De viaje? ¿A dónde? ¿Ahora mismo?
—De viaje, sí, a Madrid y ahora mismo.
—¿Y cuándo volverás?
—Lo ignoro. Dos, seis días... quizá más.
No respondió. Dos o seis días... sin él. Notó que algo se rompía dentro de su interior, algo que hasta entonces estuvo siempre entero. Vislumbró los días, las horas de aquellas tardes sin él.
—Marta...
—Dime, Luis.
—¿Me has entendido?
—Sí.
—Tengo el auto dispuesto. Cuando regrese iré a verte sin entrar en el hotel.
—Sí, Luis.
—¿Estás disgustada, vida mía?
—Sí...
—Dilo otra vez.
—Estoy disgustada.
—¿Por qué?
—Quisiera tenerte aquí...
—Dilo otra vez —suplicó excitado.
—¡Oh!, Luis..., sí, quisiera tenerte aquí a mi lado.
Y colgó sin poder contener su congoja.
Seis días, ocho, un mes, y Luis, aunque hablaba telefónicamente todos los días a la misma hora, no regresó. Y ella notaba un vacío tremendo. Fue a ver a Maribel aquella tarde. Necesitaba hablar con alguien de Luis y nadie mejor que su amiga para escucharla con paciencia.
—Hace un siglo que no te veo —reprochó Maribel besándola—. ¿Qué es de tu vida? Santi me dijo que Luis había ido a Madrid.
—Sí, hace un mes ya...
—¿Lo notas en falta?
—Sí.
—¿Deseas que vuelva?
—Sí.
Reía. Hundida en el diván con las piernas cruzadas y un cigarrillo en la boca, miraba a Maribel burlonamente.
—Marta..., ¿qué pasa?
—Cuando regrese le pediré que se case conmigo.
—¿Porque le amas?
—Porque deseo constantemente tenerlo junto a mí. Si eso es amor, estoy enamorada de él.
—Lo dices desapasionadamente.
—Seré una mujer desapasionada —rio.
—No lo eres, si bien hablando de Luis lo pareces. No; aún no estás enamorada de él. Vives demasiado tranquila sin su presencia. Cuando se ama de veras vivimos febriles en espera del objeto de nuestro amor.
—No me inquietes más —dijo seria—. Quiero amarlo, quiero casarme con él. Quizá no soy tan espiritual como tú me imaginas, porque la vida junto a Luis me es grata. Si no le amo como tú dices, entonces es que no soy una mujer decente.
Maribel rio con todas sus ganas.
—Haces un problema —exclamó entre hipos de hilaridad—, de las cosas más rutinarias y vulgares de la vida. Sí, creo que necesitas casarte con Luis. Cuando regrese Pídeselo.
Marta, sentada ante el volante de su coche, lo puso en marcha y antes de alejarse aún miró a Maribel, que le decía adiós desde la pequeña terraza de su bonita vivienda.
Si no le amaba como decía Maribel, ¿qué significaba aquello que sentía en ausencia de Luis? Se desconcertó. «Tiene razón Maribel, soy una ingenua, he tratado a los hombres demasiado superficialmente y ahora no sé apreciar lo de Luis. Es el primer hombre en mi vida, el único quizá, puesto que los otros pasaron junto a mí sin rozarme. ¿Seré yo diferente a las demás mujeres o pensarán todas así?».
Sonrió desconcertada. Cuando llegó a su casa su madre le salió al paso.
—Llamó Luis por teléfono y no estabas.
Era el primer día que se olvidaba de su llamada telefónica y ello le inquietó.
—¿Cuándo regresa?
—Hoy mismo. Llegará al anochecer.
¡Al anochecer! Dentro de unas horas lo tendría allí, podría mirarse en sus ojos, sentir el fuego de sus besos, el cálido temblor de sus caricias...
Se estremeció.
—Nos casaremos en seguida, mamá.
La dama ocultó el fulgor de su mirada.
—¿Cuándo?
—Lo tengo todo dispuesto. Por mi parte cuando Luis disponga.
—Se lo diré a tu padre para que lo acuerde con Luis.
Entró en el palacio y subió directamente a su alcoba. Sí, deseaba casarse. Saber de una vez para siempre si necesitaba a Luis lo bastante para vivir feliz junto a él, y solo siendo suya podría saberlo con exactitud.
A la hora de la merienda, Vicente y su esposa llegaron al palacio de sus padres. Marta les salió al encuentro y besó a los dos.
—Muy cara te vendes —dijo Vicente—. Hace un mes que Luis está en Madrid y no has tenido ni una hora para nosotros.
—Se me pasó el tiempo sin sentir.
—Al contrario de todas las mujeres que se ven separadas de sus prometidos —observó Vicente con cierta irritación.
Y ella quedó suspensa. Sí; se había pasado aquel tiempo sin sentir. ¿Por qué? ¿Por qué? Ocultó el rubor de su cara y se deslizó hacia el diván donde se hundió, quedando inmóvil y pensativa.
—Hablé con Luis, papá —dijo Vicente dirigiéndose al caballero—. Todo ha quedado solucionado. Nos han dado el permiso solicitado y pronto podremos extender nuestro mercado.
—Ya sabía yo que Luis lo solucionaría. Es un hombre muy inteligente. ¿No sabes que Marta desea casarse?
Vicente volvió los ojos hacia su hermana con cierta precipitación.
—¿De veras, querida?
—Sí —dijo ahogándose.
Y se cerró en un mutismo hosco, extraño.
X
No llovía, pero la tarde era gris. Las últimas luces del día se perdían en el horizonte, envolviendo en sombras el firmamento. Marta, de pie junto a una columna, se mantenía inmóvil con el pitillo en la boca. A través del ventanal abierto se oían las voces de su hermano y de su padre. Más lejos el susurro de Mariluci y su madre política. Ella, allí sola, miraba hacia la carretera. Se sentía, por primera vez, lejos de los suyos y cerca de la llegada de Luis. Deseaba verlo, tenerlo a su lado, mirarse en sus ojos siempre quietos.
Tiró lejos el cigarrillo y el chasquido al tocar el agua, la luz breve que se apagó al instante, le produjo cierta sonrisa extraña, como si su pensamiento asociara aquel hecho con otro ya lejano. Y recordaba haber visto el cigarro de Luis en el agua cuando una vez le cobijó bajo su paraguas. Entonces, ella empezaba a vivir, el hombre la amaba ya...
Quizá si entonces hubiera seguido aquella broma, hoy no sería una mujer desorientada. Pero había transcurrido mucho tiempo desde entonces...
Se estremeció. Un auto subía la calle, se detenía, entraba despacio en el parque enarenado, avanzaba... Marta, con el corazón oprimido, esperó. Vio cómo Luis, enfundado en un traje gris, sin gabán y sin sombrero, saltaba al suelo y miraba hacia lo alto, hacia la terraza donde ella esperaba. Sonreía y salvaba la distancia de dos en dos saltos. Lo tenía ya junto a sí, y en silencio la atraía hacia su pecho, la miraba hondo, hondo, con sus ojos quietos, sus grandes ojos de hombre inteligente.
—Vida mía —susurró bajísimo.
Y ella, sin decir nada, se dejaba apresar. Su cuerpo no se resistía, iba hacia el de Luis como atraída por un imán. Y Luis la apresaba con su dos brazos. Una escena muda, de gran emotividad, que ella no quiso analizar en aquel instante. Se dejaba ir y sus labios se entreabrían recibiendo el beso inacabable.
—Vida mía.
La voz era aquella misma voz de siempre, cálida, suave, llena de ternura.
—Deseaba que volvieras —susurró ella bajísimo—. Lo necesitaba.
—Repítelo.
—Lo necesitaba.
Sonreía entre lágrimas y Luis, domeñando su pasión, la apretaba contra sí con ternura inconcebible.
—Y yo deseaba tenerte así, así...
Y hundía sus labios en el cuello cálido de la mujer, que sentía una felicidad indescriptible.
—¿Quién ha llegado, Marta? —preguntó una voz desde dentro.
Marta se separó de Luis rápidamente y tras un silencio dijo ligera.
—Es Luis.
Y lo empujó suavemente hacia dentro, hacia la luz.
Y Luis entró en el vestíbulo y luego en el salón, seguido de una Marta silenciosa, pálida, temblorosa.
Cenaron todos juntos y cuando tomaban el café don Ricardo dijo a Luis:
—Marta quiere casarse, Luis. Tú lo has deseado siempre. Supongo que lo haréis en seguida.
Marta sintió la mirada de Luis clavada en ella y la sostuvo con valentía.
—Siempre estoy dispuesto —dijo con extraño acento sin dejar de mirar a la joven con aquella intensidad que la asustaba—. Lo haremos cuando Marta quiera.
Y ella dijo con voz precipitada:
—Para la semana próxima. Mi equipo está listo...
Y quedó acordado. Pero desde aquel instante, aunque se habló de muchas cosas, Marta sintió la mirada de Luis clavada constantemente en ella. Y cuando se vieron a solas en la terraza, Luis, sin rozarla, preguntó muy bajo:
—¿Es cierto que quieres?
—Sí.
—¿Y por qué?
—Porque quiero.
—No me amas lo bastante aún. Te has acostumbrado a mí..., pero eso no es suficiente.
—Acéptame así o de lo contrario márchate para siempre.
—No te creía extremista.
—Y no lo soy.
—Lo pareces.
La atraía hacia su pecho y ella se dejó apresar. Bajo sus ojos, los suyos parpadeaban.
—No podremos vivir en la ciudad, Marta. Tengo asuntos en Madrid que reclaman mi presencia allí.
—Entonces tanto mejor.
La rozaba con su boca al hablar. La mantenía inmóvil bajo sus labios y sus ojos. Ella no parpadeaba, ciega por aquella nueva luz suavísima que salía de las pupilas de Luis.
—He puesto un piso allí en tanto no me hagan una casa a mi gusto. Quiero un palacio en La Castellana, allí, para los dos y nuestros hijos. Mientras, viviremos en el piso, es bonito y tengo un matrimonio a mi servicio.
—Nada de eso me has dicho.
—Pensaba decírtelo mañana, pero puesto que las cosas se han precipitado, te lo digo hoy.
—Lo que indica que si no nos casáramos tendríamos que separarnos muchas veces.
—Sí.
—Pues prefiero estar a tu lado continuamente.
—¿Por qué?
Quiso apartarse de él, pero Luis la retuvo contra sí. La besó largamente en la boca y ella, como minutos antes, devolvió el beso. Sí, lo devolvió suavemente, pero lo devolvió.
—Vida mía...
—Cuanto antes, Luis. No podría seguir así...
* * *
Y se celebró la boda. Una boda espléndida a la cual acudió toda la aristocracia de la ciudad, incluyendo a Maribel, que rezaba en silencio contemplando a la novia bonita que, arrodillada junto a Luis, respondía a las preguntas de ritual con voz firme y segura.
Después el banquete, en el palacio de los Villapol, y luego la huida en el turismo negro. Un camino lleno de incógnitas se abría para la pareja. Un camino por recorrer que aún no sabía cómo sería recorrido, ni si sería siquiera. Maribel, junto al auto, miraba a Marta. Esta, un poco más pálida que de costumbre, pero serena dentro de su majestad de mujer distinguida y bonita. Luis, ecuánime, como si aquel acontecimiento no representara la mayor ansia de su vida, se sentó ante el volante y sonrió.
—Marta, has de escribirme —pidió Maribel.
—Lo haré cuando regrese del viaje.
—No te olvides.
—No me olvidaré...
La besó y le dijo al oído:
—Serás feliz, te lo pronostico.
El auto se alejó majestuoso. Lejos quedaba el palacio y su vida de muchacha desconcertada. Un nuevo mundo, una nueva vida se abría en amplio círculo para ella, y Marta estaba dispuesta a vivirla como se presentara. Domeñando sueños irrealizables, dejándose ir junto a Luis, que era su marido y sería el único hombre en su vida de mujer.
Al anochecer el auto se detuvo en un lugar desconocido. La pareja pernoctó allí, y a la mañana siguiente siguieron viaje. Marta no había descubierto nada nuevo. La vida era como era y nada más. Ni amaba a Luis más que el día anterior. Únicamente, aquel hombre que se sentaba junto a ella en el auto y que permanecía mudo y hosco, era un hombre nuevo, desconocido, extraño.
Le fue fácil amoldarse a él, vivía su vida como Luis deseaba y era, más que nunca, la muchacha dócil y buena, pero desapasionada. Rotundamente desapasionada, casi indiferente. Un viaje de novios en el cual recorrieron distintos puntos del mundo, juntos, pero separados, extraños uno al otro. Pero ella, cada día transcurrido, hallaba en el hombre una nueva faceta. Era exquisito para conducirla por aquel camino desconocido que se hacía cada vez más familiar. Era de una ternura conmovedora para quererla, y, sin duda, ahogaba su pasión y sus deseos en lo más profundo de su ser porque la amaba demasiado, y ya no desconocía ni uno de los repliegues del corazón de su mujer.
Y al fin, un día la llegada al hogar; al hogar bonito y moderno donde no faltaba el saloncito, ni la calefacción central, ni el despacho personal del hombre, ni la cocina blanca y pulida, ni el dormitorio común, de sencilla sobriedad.
—Es precioso, Luis.
Y Luis la retenía contra sí, la miraba embobado.
—¿Qué te pasa? —preguntó divertida.
—Te miro...
—¿Y qué ves en mis ojos, Luis?
—Tus ojos siempre son iguales, también tu boca y tu pelo, pero eres mía; he soñado, vida mía, he soñado mucho con este instante...
—Ya ha llegado.
—Sí. No como yo quería que llegase, pero ha llegado. Temo no haber sabido conquistarte. Temo que siempre estés así... tan lejos de mí.
—¿Lejos? —rio nerviosamente—. Pero si me tienes pegada a ti.
—Sí; mas no es así como yo quisiera tenerte.
Y la soltó. Marta, inconsciente, sin comprender el dolor del hombre, recorrió la casa de punta a punta. Le agradó. Incluso los dos mudos y rígidos servidores le resultaron simpáticos, y cuando llegó a la alcoba admiró la sencillez dentro del buen gusto. Tiró el abrigo sobre una butaca y se acercó al espejo. Se miró.
—Engordé, Luis —rio viendo entrar a su marido—. Me hago vieja a pasos agigantados.
Luis se acercaba. Iba en mangas de camisa y se quitaba la corbata estirando el cuello. Marta se llevó las manos al casquete para quitárselo, pero Luis se adelantó.
—Deja, lo haré yo.
—Quiero quitártelo yo, Marta.
Se lo quitó despacio y luego apresó el rostro de la mujer entre sus dos manos.
—Marta...
—Dime, Luis.
—Tú no me quieres nada, nada.
—Luis, ¿cómo puedes decir eso? Te quiero mucho, mucho.
Y era sincera.
—A tu modo.
—Solo entiendo un modo de querer. Queriéndote.
—Ya. Tendré que admirarte así.
—¿Es que dejo de gustarte por ser así?
Y reía. Él la despeinó y lucharon en broma. Juguetona, lo empujó y cayeron los dos sobre el diván. Al verse allí se miraron fijamente.
—Marta...
—Perdóname.
* * *
¿Cambió ella? ¿Cambió él?
La vida en el piso era feliz. La mujer y el hombre se compenetraban, vivían para sí, olvidados de que existía un mundo exterior. Cada día transcurrido Marta lo necesitaba más y más, y Luis se gozaba en admirarla bajo aquella nueva faceta que surgía en ella sin que ninguno de los dos se percatara.
—¿No decías que era desapasionada?
Y reía. Luis la apresaba, y la escena, que con ser vulgar es nueva siempre para quien la vive, resultaba mil veces más atractiva cuanto más se entregaban uno a otro.
Una de aquellas tardes en que estaba sola porque Luis se hallaba en su oficina, la sirvienta le dijo que una señora joven deseaba verla.
—Dígale que pase aquí —dijo Marta.
Sintió los pasos de Maribel. Aquellos pasos me nudos, ligeros, que denotaban un gran temperamento nervioso. Los reconoció al instante, y dichosa salió a su encuentro.
—Maribel, querida mía.
—Marta, ingrata. He tenido que venir a Madrid para que me recordaras.
—Pasa y siéntate.
Del brazo entraron en el saloncito. Maribel lo miró todo con ojos analíticos.
—Magnífica tu morada, señora Vera.
—¿De veras te gusta?
—Lo que he visto, sí.
—Pues todo es parecido. Siéntate. ¿Desde cuándo estás en Madrid?
—Llegué ayer noche y marchamos dentro de una hora. Santi vendrá a recogerme. Asuntos de la fábrica, ¿sabes? Desde que llegó Luis todo va viento en popa. Ahora, con ese nuevo motor, tu hermano se hará millonario. Luis le dio la exclusiva para su construcción. Santi ascendió, ¿sabes? Está de subdirector y vendremos con frecuencia a Madrid. Los niños quedaron con mamá. Y mientras no llegue el otro no pienso dejar a Santi solo. Y ahora que ya te conté todo lo mío en dos palabras, dime qué tal te va a ti. ¿Se han disipado tus dudas?
Marta sonrió soñadora.
—He sido una estúpida.
—¿De veras? —se burló Maribel—. ¿Cuándo te has dado cuenta de ello?
—No ironices, ya sabes que me fastidian tus ironías.
—No ironizo. ¿Cuándo te has dado cuenta de que amabas a tu marido?
Marta abrió los ojos así de grandes.
—¿Y quién te ha dicho a ti que lo amo?
—Basta mirarte a los ojos, hijita. Tu mirada es más humana. Hasta ahora has vivido en las nubes.
—Sí —admitió pensativa—. He vivido sin vivir. ¿Tú sabes lo que es eso?
—Me lo imagino.
—Pues así he vivido yo. Y no me preguntes cuándo me di cuenta de este amor, porque no sabría responderte. Sé únicamente que estoy loca por él y que si me faltara... ¡Dios santo, no sé qué sería de mí!
—¡Ajajá, la desapasionada!
Marta se enfadó.
—No te burles.
—Pero si no me burlo, querida mía. Eso es el amor. ¿No te agrada?
—Sí. Aunque debo confesar que no he mancillado para nada mi espíritu.
—¿Te crees superior a las demás?
—No, pero sí igual que las mejores.
—No eres vanidosa ni nada.
Rieron ambas.
—¿Comes con nosotros?
—Imposible. ¿No oyes la bocina del auto de Santi?
—Dile que suba.
—De todo punto imposible, Marta. Hemos de encontrarnos con Vicente esta misma noche y tendremos que correr de firme. ¿Cuándo vuelves a la ciudad?
—Cuando Luis lo disponga. Quizá el domingo.
—No dejes de ir a verme.
—Pierde cuidado.
Un último beso, y la inquieta y bonita Maribel se perdió escalera abajo. Desde el balcón, Marta aún les dijo adiós con la mano.
Cuando a las dos llegó Luis, corrió hacia él y se colgó de su cuello.
—Ya sé que estuvo aquí Maribel —dijo besándola.
—Sí. ¿Y sabes? Le prometí que el domingo iríamos a casa.
—¿Lo deseas?
—Sí.
—¿Te cansa la vida a mi lado?
Se hundía en el diván y la retenía prisionera sobre sus rodillas. Marta le pasó el dogal de sus brazos por el cuello y lo besó largamente en los ojos. Después dijo sobre sus labios:
—Has llegado a ser tan necesario en mi vida, que si te ponen en la balanza...
—Sigue.
—Es un pecado.
—¿Pecado amar a tu pobre marido?
—Pecado amarte tanto como te amo, cariño mío.
—Dilo otra vez.
—Pecado...
Sin concluir ocultó la cara en el cuello masculino y susurró ahogándose:
—No me hagas repetir lo que por demás sabes.
—Lo estaría oyendo a cada instante... y nunca me sentiría satisfecho.
—Porque eres exigente.
—Porque te quiero.
—Y sabes que te correspondo.
—¿Cuándo te diste cuenta?
Y la miraba hondo, hondo, como aquella vez, cuando ella comprendió que él significaba todo en su vida.
—Con exactitud no lo sé.
—Algo sí sabes.
Marta reía turbada. Admiraba el trazo de la boca de Luis y lo besaba con indescriptible placer mientras él la acariciaba suavemente.
—En la terraza. Cuando llegaste de Madrid... Pero no me di cuenta de ello hasta que llegué a esta casa.
—Tú no sabes lo que significa amar toda la vida a una sola mujer. Hallarla sin defectos, sabiendo que los tiene. Y pasar por la vida junto a otras mujeres más bellas, más atractivas y encontrar en ellas múltiples defectos que no existían.
—¿Más bellas?
Reía.
—Pero si tú solo eres medio bonita.
—Me enfado, Luis.
Él calló. La analizaba detenidamente, la desmenuzaba con los ojos quietos, fijándose en particular, en lo más interesante de su cara.
—Qué diferente eres a como parecías —dijo de súbito—. Una niña-mujer, con un espíritu elevado y un corazón inmenso.
—Tengo veintiséis años —dijo bajo.
—No todas son tan niñas como tú a los veintiséis. ¿Y sabes? Quisiera tener hijos... de los dos, de esta unión nuestra, de este gran cariño que ahora compartimos como dos colegiales.
Ella se estremeció dentro de sus brazos y dijo bajísimo, con voz temblorosa:
—No quería decírtelo. No estoy segura...
—¿Decirme qué?
—Yo... creo que... Te lo diré mañana con seguridad.
Saltó de sus brazos y Luis corrió hacia ella.
—¡Marta!...
—Déjame.
—Mírame a los ojos y dime... Por el amor de Dios...
Marta nunca quiso tanto a Luis como en aquel momento. Se colgó de su cuello y dijo muy bajo, con voz insegura:
—Le pondré Luis, si es niño.
—¡Marta!
—Y quiero que tenga tus ojos, tu pelo erizado y tu boca...
Y con los dedos temblorosos demarcaba la línea bien trazada de aquellos labios masculinos que la besaban hasta hacerle daño, causándole un placer indescriptible al mismo tiempo.
—Será como tú, Luis, cariño mío. ¡Como tú!
F I N
Título original: He vuelto para ti
Corín Tellado, 1958