IMPONENTE Y AUDAZ, LA RUTA DEL FERROCARRIL CHIHUAHUA-PACÍFICO
Publicado en
agosto 13, 2024
Un tren resopla sobre el puente Mina Plata, en el corazón de la Sierra Tarahumara.
Al correr por majestuosas cumbres y desfiladeros vertiginosos, el tren cruza el espinazo del continente entre los tesoros de la Sierra Madre de México.
Por Scott y Kathleen Seegers.
DE PIE al borde del precipicio, contemplábamos una ciclópea hendidura de la corteza terrestre. Allá abajo, a más de 900 metros de profundidad, el río Urique, escultor de la colosal barranca, parecía un tenue hilo de plata. Estábamos a 2280 metros de altura, en Divisadero (Chihuahua), sobre la divisoria continental. Nuestro tren se había detenido para que los pasajeros admiraran y fotografiaran el cósmico paisaje: una infinidad de picos, mesetas y cañones escalonados que serpenteaban hasta esfumarse en la bruma azul del horizonte.
"¡Cáspita! Ahora me explico que hayan tardado un siglo en construir este ferrocarril", exclamó a nuestro lado un alto arizoniano. Era uno de los 250.000 turistas que, como nosotros, emprenden cada año este viaje, es decir, el recorrido en ferrocarril más espectacular del hemisferio occidental. Se trata del viaje de 653 kilómetros en dirección sudoeste, desde la ciudad de Chihuahua, a través de la temible y escabrosa Sierra Madre, hasta Los Mochis, distante apenas 20 kilómetros del golfo de California. La línea férrea es la que va de Chihuahua al Pacífico, inaugurada en 1961.
A lo largo de esta vía (que muchos ingenieros de diversas partes del mundo habían juzgado imposible de construir) vimos extensos ranchos de montaña, huertos de zona templada y valles tropicales, lagos llenos de codiciados peces, florecientes pueblos antiguos y nuevos, y cadenas de montañas casi inexploradas, habitadas por indígenas tan veloces y resistentes que por tradición cazan venados persiguiéndolos a pie. Y todo esto en una semana. El pasaje sencillo nos costó 136,50 pesos mexicanos (10,92 dólares) a cada uno.
¡Pasajeros, a bordo! Algunos viajeros toman el tren en Ojinaga, frente a Presidio (Tejas). Pero nosotros iniciamos el viaje en el interior de México, a 267 kilómetros de la frontera, en la ciudad de Chihuahua. Es la tierra de Pancho Villa; doña Luz, viuda del revolucionario, aún vive allí en una casa de 50 piezas convertida en museo. Nos mostró las pistolas, el sable y las espuelas de su marido, y el automóvil Dodge acribillado a tiros en que pereció Villa en una emboscada, en el año 1923.
Subimos a la autovía (vagón para 100 pasajeros impulsado por un motor diesel y dotado de aire acondicionado) que salió puntualmente a las 8 de la mañana y rodó por el altiplano semiárido de Chihuahua, a 1800 metros de altitud. El ganado vacuno cruzado Hereford y Santa Gertrudis pastaba la hierba rala; extensos campos de maíz ondulaban al viento. Mientras subíamos en un airé cada vez más frío, fueron surgiendo durazneros y manzanares, así como vastos pinares nativos de la variedad ponderosa. Luego nos internamos por una tierra despoblada. El camino de grava que corría paralelo a los rieles desapareció, y entre uno y otro poblado (casi todos con su aserradero) sólo veíamos algún jinete solitario. A continuación el trepidante murmullo de la máquina se transformó en un sordo rugido al acometer la autovía las estribaciones de la Sierra Madre. Desde la parte trasera del vagón podíamos ver la vía que iba curvándose sobre sí misma como si buscara un paso fácil hacia la cima. Y entramos en el primero de los 87 túneles de la ruta.
Poco después de mediodía llegamos a Creel, pueblo muy activo, donde pensábamos detenernos unos días. Durante muchos años Creel fue la última estación de este ferrocarril. Terminado el primer tramo, a principios del siglo, algunas veces el viaje no duró cuatro horas, sino dos días, e incluso tres. El tren se detenía en cualquier parte; un gran porcentaje de los trenes descarrilaba cuando menos una vez en cada viaje, y los pasajeros bajaban provistos de palancas para ayudar a poner otra vez los vagones sobre los rieles. En las cuestas empinadas se detenía, mientras la gente cortaba leña para alimentar la caldera y darle más presión.
Ligeros de pies. Creel (trampolín de exploradores, cazadores, mineros, antropólogos y geólogos) es una mezcla fascinante de cosmopolitismo y vida primitiva. El cañón del Cobre, entallado por el Urique, ha dado nombre a toda la zona por sus ricas vetas de cobre, oro y plata, metales que durante dos siglos se enviaron a lomo de mula hasta Chihuahua. Todavía se explotan minas en el inmenso cañón, pero ninguna es tan rica como las descubiertas allí a principios del siglo XVIII.
Partiendo del rústico hotel donde nos hospedamos, hacíamos excursiones de medio día por las montañas. Andábamos en silencio entre catedrales de pinos gigantescos, a la sombra de riscos que se alzan hasta el cielo en torno de nosotros, algunos de ellos esculpidos por el viento y en forma de enhiestas columnas de 30 metros de altura. Los lechos de los torrentes eran aglomeraciones de peñascos del tamaño de una casa. Aquí y allá descubríamos entre las peñas unas cuevas naturales, muchas con un muro bajo de piedra ante la boca y el techo ennegrecido por el humo de fogatas encendidas por varias generaciones. Son morada de los tarahumaras, pueblo seminómada que prefiere la soledad a vivir en comunidades. Cada cueva aloja a una familia.
Corredores extraordinarios. Los hombres se desplazan cuesta arriba con un trote ligero; desdeñan las cuestas más fáciles y prefieren atajar subiendo o bajando las más fuertes pendientes. En sus fiestas organizan carreras a pie. A veces celebran maratones en que corren de día y de noche (iluminan el camino con antorchas de pino ocote) y cada corredor va empujando con los pies una pelotita de madera por el monte, sin seguir las veredas. Se cuenta que durante muchos años un tarahumara llevó el correo a cuestas de Chihuahua a Batopilas, en el corazón de la Sierra Madre. Hacía el viaje de ida y vuelta (unos 500 kilómetros) en seis días, descansaba otro y reanudaba la carrera.
El P. Juan Fonte, jesuita español, penetró en la Sierra Tarahumara en 1607. En la actualidad la región está salpicada de capillas de piedra. Asistimos a la misa dominical en una de ellas: la misión de Cusárare ("lugar de águilas"), fundada hace 230 años y restaurada recientemente. En lo alto de los empinados riscos, sobre la capilla, unas manchas de colores vivos mostraban los sitios en que, solos o en grupos de dos o de tres, muy separados entre sí y envueltos en sus mantas, los tarahumaras se sentaban, inmóviles, mirando hacia el valle. Cuando el padre Luis Verplancken llegó en su jeep, el "gobernador" indígena hizo una seña para que empezara a doblar la campana de la iglesia. Al resonar su tañido contra la ladera de las montañas, los tarahumaras cobraron vida y empezaron a bajar entre los peñascos para oír la misa.
Hay en la actualidad unos 50.000 tarahumaras. El gobierno mexicano les ha adjudicado por decreto la propiedad colectiva de unos 67.000 kilómetros cuadrados de la Sierra. Dentro de estos límites nadie puede comprar tierra ni desarrollar ninguna actividad comercial que no provea de empleos a estos indígenas.
En la cima. Salimos de Creel en el tren, a bordo de un vagón panorámico con cúpula de cristal. Teníamos por delante la zona más virgen y quebrada de la Sierra Tarahumara. Kilómetros y kilómetros de fragosos y afilados riscos y vertiginosos abismos desfilaban ante nuestra ventanilla. Parecía que íbamos saltando por el cielo, de pico en pico, sobre los arcos de los puentes (37 en total) anclados en la roca a decenas de metros por debajo de nosotros. Nos adentrábamos en túneles con tanta frecuencia que, a veces, la locomotora ya iba penetrando en el siguiente antes de que el último vagón saliera del anterior. Era fácil entender por qué un puñado de empresarios norteamericanos, mexicanos y europeos habían perdido el valor y el dinero en sucesivas tentativas de construir el ferrocarril a partir de 1849.
Arthur Stilwell, constructor del Kansas City Southern Railway, estuvo a punto de lograr este objetivo. Habiendo empezado en 1898 en Kansas, construyó unos 1600 kilómetros, de los más de 2500 que abarcaba el proyecto. Pero la revolución mexicana estalló cuando la vía férrea llegaba hasta la Siérra Tarahumara. Hubo combates a lo largo de la línea, y en 1912 la compañía se declaró en quiebra con una pérdida de 20 millones de dólares.
En los años de 1927 y 1928 el gobierno mexicano completó el tramo entre la ciudad de Chihuahua y la frontera con Tejas. Pero muchos kilómetros de la quebrada Sierra Madre seguían resistiendo y sólo los transitaban los venados, los pumas y los tarahumaras. Por fin, unos 30 años después, Ingenieros Civiles Asociados (ICA), empresa de construcción de la Ciudad de México, completó los 137 kilómetros del último tramo.
El tren llegó jadeando al punto más alto de la vía (poco más de 2400 metros) en Ojitos, donde los sombríos lomos de la Sierra todavía se alzaban otros 1500 por encima de nosotros. Una hora después nos detuvimos a admirar el esplendoroso panorama de Divisadero. Parados en aquella fría altura, rodeados de robles y pinos de la zona templada, podíamos ver con los catalejos los huertos de naranjos y mangos que crecían en la zona tropical, muy por debajo de nuestro observatorio.
El término de la línea. El ferrocarril se precipita hacia la vertiente del Pacífico y desciende más de 2000 metros en 150 kilómetros de fantásticos rizos y serpentinas, sin que en ningún momento la inclinación de la vía sea mayor del 2,5 por ciento. Gran parte del descenso se hace a lo largo del valle del río Fuerte. Primero aparece como un torrente de montaña, sembrado de rocas, y, conforme se va bajando, los valles se ensanchan y la corriente empieza a mostrarse más tranquila y ondulada. Luego, mientras la muralla quedaba a nuestra espalda, purpúrea y altísima a la luz del crepúsculo, la vía se lanzó en línea recta por la cálida llanura aluvial, cubierta de vastos sembrados de algodón, trigo, soja, cártamo, caña de azúcar y kilómetros de girasoles.
Volvimos a parar en el pueblo de El Fuerte (llamado así por el baluarte que los españoles construyeron allí hace 300 años), población que empieza a despertar de dos siglos de modorra. Visitamos algunas casas del pueblo, construcciones de muros espesos, de un solo piso, con espaciosos patios rodeados de anchos corredores. En muchas de ellas residen los descendientes de quienes las construyeron hace siglos. Otras, abandonadas hace decenios, han sido compradas y acondicionadas como hermosas residencias de invierno.
El resurgimiento de El Fuerte se debe en parte a la pesca. Un enorme lago cercano al lugar está poblado de lobinas que podrían figurar entre las más grandes y agresivas del mundo. En 1973 centenares de aviones particulares aterrizaron en el aeropuerto local con pescadores de los Estados Unidos.
El servicio de pasajeros del ferrocarril termina en Los Mochis, limpia y bulliciosa ciudad de unos 50.000 habitantes, a hora y media de El Fuerte.
De ahí tomamos un autobús hasta el final de la línea, en Topolobampo, en el golfo de California. Topolobampo es un bonito puerto de pesca, que sueña junto a una bahía azul y profunda rodeada de montañas.
El ferrocarril ha transformado la vida de las regiones que atraviesa. Cada año lleva de Chihuahua a Los Mochis más de dos millones de toneladas de carga, que antes daba un rodeo de 2400 kilómetros. La nueva ruta tiene únicamente 653 kilómetros de longitud, y en la actualidad las peras, las manzanas, los duraznos y la madera del altiplano llegan directamente a la costa, junto con maquinaria agrícola procedente de las zonas industriales del centro de México. De retorno suben cargamentos de trigo, azúcar, fruta tropical y pescado.
El ferrocarril de Chihuahua al Pacífico ha rescatado para México miles de kilómetros cuadrados de tierras productivas. En muchos lugares antes yermos se levantan hoy florecientes comunidades con escuelas, tiendas, centros de trabajo. San Rafael, que en 1958 era un punto perdido en la inmensidad, es hoy un pueblo de más de mil habitantes. Anáhuac ha pasado de 350 a 15.000 almas por obra de sus industrias madereras, que surgieron gracias al ferrocarril.
Por si esto fuera poco, la incorporación de la región tarahumara ha abierto al viajero un mundo primitivo de sobrecogedora belleza y pasmosa grandiosidad que se conserva casi intacto desde los albores de la historia.