EL TIRO POR LA CULATA (Alfred E. Van Vogt)
Publicado en
agosto 26, 2024
Era una sensación intranquilizante que lo invadía todo, una amenaza de un dolor que llegaría combinada con el inicio de ese mismo dolor. El viejo vio que el doctor Parker lo estaba mirando asombrado.
—Santo cielo, Excelencia —dijo el médico—, le han dado veneno. Esto es increíble.
Arthur Clagg estaba sentado muy quieto en la cama, con los ojos entrecerrados, y su pensamiento reducido a una tenue trama de recepción de las impresiones. Su mirada captó la imagen del obeso Parker de rostro rojizo, la enorme alcoba, las ventanas con cortinas. Al fin, hoscamente, agitó su anciana cabeza y dijo:
—¿Cuándo llegará la crisis para un hombre de mi edad?
—En unos cuatro días. El desarrollo es progresivo, y el dolor aumenta hora Iras hora en cantidades infinitesimales hasta llegar a... —el doctor se interrumpió en un acceso de furia—. ¡Por Dios, éste es el peor crimen de la historia del mundo! Envenenar a un hombre de noventa y cuatro años de edad. Es como...
Debió de haberse dado cuenta de la ironía que había en la mirada de Arthur Clagg. Se detuvo. Pareció avergonzado, Y dijo:
—Excelencia, le ruego me disculpe.
—En una ocasión lo definí a usted, doctor —dijo fríamente Arthur Clagg—, como una persona con mente adulta y la capacidad emotiva de un niño. Aún parece ser así.
Hizo una pausa. Siguió sentado en la cama, con el rostro frío, pensativo. Finalmente, dijo con voz precisa, casi mayestática:
—Evitará informar a nadie sobre lo que ha sucedido, ni siquiera a mi bisnieta y su esposo. ¡A nadie! Y... —una amarga sonrisa se formó en sus grisáceos labios— no se sienta demasiado ofendido por el crimen. Un hombre que se atreve a llevar las riendas del gobierno está sujeto a todos los riesgos de su profesión, sea cual sea su edad. De hecho...
De nuevo hizo una pausa. Su sonrisa se contrajo irónicamente mientras proseguía:
—De hecho, como ya resulta evidente, la lucha por suceder en el poder a un viejo dictador resulta feroz... Hace un año, un equipo de doctores, en el que estaba usted incluido, dijo que al menos tenía otros quince años de vida ante mí. Esa fue una noticia muy agradable porque aún tenía, y sigo teniendo, que decidir quién iba a ser mi sucesor.
Sonrió de nuevo, pero había un tono de dureza en su voz cuando prosiguió:
—Y ahora me hallo con que solo tengo cuatro días para tomar mi decisión. Es decir, creo que tengo cuatro días. ¿Hay algún dato que indique que voy a tener aún menos tiempo?
El doctor permaneció en silencio durante un momento, como si estuviera organizando su mente, y luego dijo:
—Sus ejércitos siguen retirándose, Excelencia. Las ametralladoras y rifles sacados de los museos resultan casi inútiles ante las prohibidas armas atómicas del rebelde General Garson. A su actual ritmo de avance, los rebeldes deberían de estar aquí en seis días. Durante la noche capturaron...
Arthur Clagg apenas si le oyó, Su mente estaba concentrándose en las palabras «seis días». Naturalmente, eso era. El grupo de presión del palacio quería forzar la jugada antes de la llegada de las rebeldes... De nuevo oyó la voz del doctor Parker.
—...el señor Medgerow piensa que sólo lo reducido de su número impide que realicen una penetración. Ellos...
— ¡Medgerow! —hizo eco sin comprender Arthur Clagg—. ¿Quién es Medgerow? ¡Ah, ya recuerdo! Ese inventor en cuyos escritos trató usted en cierta ocasión de interesarme. Pero, como usted sabe, la ciencia ya no me interesa.
El doctor Parker chasqueó la lengua como pidiendo excusas.
—Le ruego me perdone, Excelencia, utilicé su nombre sin darme cuenta.
El viejo hizo un vago movimiento de olvido.
—Haga entrar a mi ayuda de cámara cuando salga.
El doctor se volvió al llegar a la puerta. Una expresión triste llenó su grueso rostro.
—Excelencia —dijo—, espero no parecer presuntuoso si le digo que sus amigos y todos los que le quieren bien esperan ansiosamente que utilice el arma contra sus enemigos.
Salió.
Arthur Clagg siguió sentado, gélidamente irónico. Cincuenta años, pensó. Durante cincuenta años, el mundo había sido educado en contra de la guerra, en contra del uso de las armas. Durante cincuenta años había utilizado las riquezas del mundo para fines constructivos, para seguros sociales, para obras públicas que eran realmente obras públicas y no simples triquiñuelas políticas.
Los continentes habían sido transformados; cada idea concebible de mejora que estuviese dentro de la capacidad de la ciencia había sido regada con las maravillosas fuentes que eran el dinero y el trabajo.
Verde y repleta de frutos en verano, maravillosamente protegida en invierno, pacífica y próspera durante todo el año, la Tierra volvía su renovado rostro hacia el Sol, un rastro feliz y sonriente. No había un sólo hombre honesto con vida que no debiera estar alabando el milagro llevado a cabo durante el breve periodo de medio siglo.
Se había hecho con el poder en un mundo devastado por la energía atómica mal utilizada y lo había transformado, casi en un abrir y cerrar de ojos, en un sueño de mil millones de maravillas. Y ahora...
Repentinamente, Arthur Clagg sintió el peso de sus años. Parecía increíble que la primera crisis pudiera evocar el más antiguo impulso malévolo de la naturaleza humana: ¡matar! Destruye a todos tus enemigos. No tengas piedad. Usa el arma irresistible.
La oleada de amargos pensamientos se quebró cuando un discreto golpe sonó en la puerta. Arthur Clagg estaba aún embargado por su problema cuando entró su ayuda de cámara.
Al fin su mente se calmó con el inicio de, si no una decisión, al menos un propósito.
Pasó el día. No había nada que hacer sino seguir con su rutina... y esperar que vinieran a él sus envenenadores. Sabían que sólo tenían cuatro días para actuar. No perderían tiempo.
El intermediario sería Nadya o Merd.
Era como otro millar de días de su vejez. A su alrededor había movimientos, pasos que se apresuraban entrando y saliendo de sus aposentos, secretarias, jefes de sección, agentes de policía, una línea casi interminable de gente que lo mantenía al corriente de lo que sucedía. Un mundo de voces quedas que le contaban los múltiples acontecimientos de un gigantesco gobierno en el que toda acción era realizada en su nombre.
Solamente tenían que ser dejados a un lado los detalles. Exceptuando esto, todo lo demás lo absorbía; problemas en Manchuria... nuevas actividades guerrilleras en las tierras de selva virgen de lo que en otro tiempo fuera Europa... Las ciudades controladas por el rebelde, General Garson, apenas si estaban ocupadas, y no resultaban un peligro por sí mismas —Muy bien, prosigan enviándoles comida—... De todos los científicos del gobierno sólo un hombre llamado Medgerow tenía muchos conocidos entre las personas importantes de la ciudadela...
—Hum… —musitó en voz alta el viejo—. ¡Medgerow! Ya me han mencionado ese nombre dos veces hoy. ¿Cómo es?
El jefe de la policía estatal se alzó de hombros.
—Un conversador culto, con una personalidad anormal pero fascinante. No tenemos nada contra él, excepto que mucha gente va a visitarlo. Si se me permite preguntarlo, Excelencia, ¿a qué viene ese interés en los científicos?
Arthur Clagg contestó lentamente:
—Me parece que ningún grupo, ya sea de fuera o de dentro de la ciudadela, se atrevería a actuar contra mi en esta era mecánica sin un consejero científico.
—¿Lo agarro y lo someto a presión? —preguntó tranquilamente el jefe de policía.
—No sea estúpido —y luego, con tono cortes—: Si es un buen científico, los simples jueguecitos que ustedes hacen con hipnotismo mecánico y detectores de mentiras no servirán para atraparlo. Pero su acción le habría servido para advertirle de lo que estaba pasando. Ya me ha dado la información que deseaba: por lo que usted sabe, no hay ninguna fuerza revolucionaria secreta operando dentro de la ciudadela.
—Así es, Excelencia.
Cuando el jefe de policía hubo salido, Arthur Clagg se quedó sentado, sumido en sus pensamientos. Ya no tenia duda alguna. Su primera sospecha había sido correcta. Sus envenenadores eran su propia gente.
Era la implicación lo que le molestaba. Era posible que, por muy honorablemente que un dictador gobernase, su misma existencia mantuviese viva la violencia de las ansias de poder humanas, e hiciese que fueran inevitables los baños de sangre, y en su misma estructura contuviera las semillas de un caos mucho mas grande y amplio que la democracia que, durante diez años, había estado pensando en restaurar?
Así parecía, sólo que... uno no podía restaurar la democracia con todas sus implicaciones en tres días.
El día se arrastró. A las cuatro, Nadya, arreglada y deslumbrante como una estrella cinematográfica, entró con un fru-frú de sedas y un cliqueteo de tacones altos. Le rozó la mejilla con sus labios perfumados, luego encendió un cigarrillo y se dejó caer sobre un canapé.
Pensó: Nadya, envenenadora. Antes, la idea le había sido bastante fácil de aceptar, como parte del mundillo de intriga que le rodeaba.
Pero era su propia bisnieta. El último lazo de sangre que tenía con la raza humana. Todos los demás, el noble Cecily, el silencioso e intelectual Peter, la primera y encantadora Nadya y todos los demás se habían retirado a sus tumbas, dejándole solo con aquella... aquella sanguinaria traidora y asesina.
El negro estado de ánimo pasó tan rápidamente como había llegado cuando Nadya dijo:
—¡Abuelo, resultas imposible!
Arthur Clagg la estudio con un abrupto pero relajado buen humor. Nadya tenía veintiocho años de edad. Su rostro era hermoso, pero sus rasgos eran duros y fríos, más que pensativos, calculadores.
En otro tiempo había tenido una gran influencia sobre él, y el viejo se dio cuenta con fría objetividad de por qué había sido así: por su juventud. El vibrante y puramente animal empuje de la joven le había impedido ver que era simplemente una extraña más que sólo buscaba, y de una forma no demasiado brillante, sacar lo que pudiera.
Eso había pasado ya.
Esperó. Ella prosiguió ansiosa:
—Abuelo, ¿qué es lo que piensas? ¿Vas a permitirle al rebelde Garson y a ese parlamento arribista que lo patrocina... vas a dejar que te echen a un lado? ¿Vas a abandonar sin lucha, dejando que todos caigamos en el ridículo y en la ruina solo porque rehúsas enfrentarte con el hecho de que la naturaleza humana ha cambiado?
—¿Qué harías tú en mi lugar, Nadya? —pregunto suavemente Arthur Clagg.
No era una réplica a sus palabras; estaba intentando simplemente tirarle de la lengua. Hasta hacía un año, siempre que había accedido a sus deseos, ésta era la pregunta que siempre precedía a la aceptación.
Por la forma en que ella se envaraba, vio que reconocía la frase. Una brillante sonrisa iluminó su maquillado rostro. Sus ojos se agrandaron, se hicieron ansiosos.
—Abuelo, no es exageración alguna el decir que probablemente seas el hombre más grande que jamás ha existido. A pesar de tu edad y del hecho de que has delegado tantos de tus poderes, tu prestigio es tan grande que, no obstante la creciente confusión que resulta de la marcha rebelde hacia la ciudadela, tu mundo sigue manteniéndose unido. Pero ante ti, y ahora muy cerca, tienes la decisión más importante de tu vida: debes decidirte a usar tu potente arma. Durante cincuenta años la has mantenido escondida, pero ahora debes traerla y usarla. Con ella podrás decidir lo que deba ser el futuro. Medgerow dice que la historia no recuerda que una decisión de tal importancia no fuera tomada a causa de la negativa a...
—¡Medgerow! —escupió Arthur Clagg; se contuvo—. No importa. Prosigue.
Nadya lo miraba.
—Es un horrible hombrecillo con gran personalidad y una extraordinaria confianza en sí mismo que lo hace interesante a pesar de su apariencia. Creo que es un inventor que trabaja en la oficina científica del gobierno.
Dudó; parecía darse cuenta de que ahora que había sido interrumpida tenía que reconstruir toda la fuerza de su argumento.
—Abuelo, a pesar de lo mucho que te repugne, lo cierto es que ya han muerto buenas personas. Si no matas a los rebeldes, ellos seguirán exterminando a tu leal ejército y, eventualmente, alcanzarán la ciudadela. No voy a predecir lo que nos harán cuando lleguen aquí, pero este es un punto que deberías considerar. No puedes dejarlo simplemente al azar.
Se detuvo; inspiró profundamente, y luego:
—Me has pedido mi opinión. Deseo decirte, tan simplemente como me sea posible, que pienso que deberías desarmar a los rebeldes, y luego legarle tu arma a Merd. Solo a través de él y de mí puedes salvar la obra de tu vida y evitar que sufra violentas transformaciones. Las leyes de la sucesión política son tales que otros grupos deberán demoler al menos parte del edificio que tu has construido tan cuidadosamente. El mundo puede incluso llegar a disolverse de nuevo en estados independientes y contendientes. La lista de muertos puede alcanzar proporciones fantásticas.
»¿Acaso no ves —estaba tan ansiosa que le temblaba la voz— que a nosotros, y sólo a nosotros, nos interesa, de entre todas las personas de este mundo, el mantener las cosas tal como están? Bueno —terminó con un esfuerzo por mostrarse casual—, ¿qué es lo que dices?
Al viejo le costó un momento darse cuenta de que, al menos por el momento, ya había terminado de hablar.
Tras un instante, le llamó la atención el hecho de que no estaba totalmente molesto por su sugerencia. A pesar de la frialdad de la misma, era una solución fácil para una situación mortífera, pues, tal como ella había dicho, la elección no era entre matar o no matar. Los soldados gubernamentales ya habían muerto bajo los disparos de los cañones atómicos y, según los informes, la artillería móvil había causado una carnicería en las filas rebeldes.
Definitivamente, la muerte ya estaba en juego.
Sin embargo, sólo un hombre monstruoso entregaría un mundo y sus inermes habitantes a una banda de envenenadores.
Vio que Nadya le estaba contemplando ansiosa. Rio, con una risa silenciosa y amarga. Abrió los labios, pero antes de que pudiera hablar, la joven le dijo:
—Abuelo, sé que me has odiado desde que me casé con Merd. Quizá no te des cuenta de este sentimiento, pero existe; y la razón del mismo es una reacción emotiva. No me he atrevido a mencionártelo antes, pero ésta es la crisis definitiva. Antes de seis días, los cañones atómicos estarán incendiando esta ciudadela; y bajo la presión de una tal realidad, no se puede ni mostrarse clemente con los sentimientos de un viejo.
—¡Odiado! —exclamó Arthur Clagg.
No era una reacción. Era una simple expresión, un sonido que no estaba originado en un pensamiento. En una remota parte de su mente captó que había dicho seis días y no cuatro. Aparentemente, no anticipaba una crisis en el momento de su muerte. La implicación, el que no sabía nada del envenenamiento, era asombrosa.
Naturalmente, podía tener un control mental tan firme sobre sí misma que aquella reacción, aparentemente inconsciente, fuera en realidad deliberada. Pero no había tiempo para pensar en ello. Nadya estaba hablando.
—Me odiaste por una deformación de tu amor. Yo era todo lo que tenías, y entonces me casé. Y, naturalmente, después Merd y los niños fueron más importantes para mí. Abuelo, ¿no lo ves?... Por eso me odias.
Los efectos acumulados del veneno le hacían difícil el pensar. El viejo siguió envarado y, al principio, hostil. Comenzó a prepararse mentalmente. Con un repentino esfuerzo, apartó el aplastante peso de su malestar. Brevemente, su mente pulsó con energía. El pensamiento volvió en la antigua y brillante manera.
Finalmente se relajó, asombrado. Vaya, viejo estúpido, pensó. Tiene razón. Por eso te desagradaba: celos.
La estudió bajo sus pobladas cejas, curioso, consciente de que ahora debía revisar anteriores impresiones. En muchos aspectos, el rostro de Nadya era distinguido, no muy atractivo, pero decididamente aristocrático. Era curioso como la gente llegaba a ser así. El mismo había tenido siempre un aspecto intelectual; y no obstante, allí estaba su bisnieta, con aspecto de patricia.
¿Por qué nadie nunca había enunciado las leyes naturales que explicasen el motivo de que los nietos de la gente que gobernaba tuvieran siempre las mismas expresiones en su rostro?
Arthur Clagg volvió a clavar su atención en Nadya. Tras un momento decidió, severamente, que llevaba demasiado maquillaje, casi tanto como algunas de las meretrices que mariposeaban alrededor de la ciudadela. No obstante, uno no podía culpar a una mujer porque siguiera la moda.
El viejo comenzó a sentirse inquieto. ¿Qué transformación estaba operándose en su opinión en contra de ella?
Allí estaba sentada, una esbelta y aristocrática mujer, ansiosa de retener su alta posición... ¿Y quién no lo desearía en su lugar? Más astuta que intelectual, quizá algo despiadada. Pero toda la gente que manda tiene que endurecer sus corazones ante el sufrimiento individual. Él, que había vivido en una edad en la que un vendaval de energía atómica había matado a mil millones de seres humanos, debía tener como sucesor a una persona que, en último extremo, fuera capaz de exterminar a cualquiera que se atreviese de nuevo a originar un tal holocausto. Y ahora que había dudas acerca de si Nadya formaba parte de los envenenadores, de nuevo era elegible.
Pero, si ella y Merd no eran culpables, ¿quién lo era?
El viejo siguió sentado, estremecido, incierto. Naturalmente, quizá jamás lo averiguase, a pesar de que la necesidad de saberlo se estaba convirtiendo rápidamente en una obsesión. Pero no podía condenar a nadie sin pruebas. Dijo lentamente:
—Déjame ahora, Nadya. Has argumentado bien en tu favor, pero no he tomado una decisión. Mañana pienso... No importa.
Esperó hasta que, con curiosas miradas de reojo, ella se hubo marchado. Entonces tomó su radiófono privado. Tardó un momento en establecer la conexión.
—¿Y bien? —dijo Arthur Clagg.
Se oyó la voz del jefe de la policía:
—Se han hecho los arreglos. La reunión tendrá lugar en la tierra de nadie. Acepta que estén presentes tres guardaespaldas —el jefe se interrumpió—. Excelencia, este es un asunto muy peligroso. Si algo fuera mal...
—¿Está haciendo que la unidad móvil sea preparada según mis instrucciones? —dijo secamente el viejo.
—Sí, pero... —ansiosamente—. Excelencia, se lo pregunto de nuevo: ¿qué es lo que busca con hablar con el General Garson?
El viejo solo sonrió, con los labios apretados, y colgó. No tenía sólo una, sino dos razones para reunirse con Garson. No quería contarle a nadie que pretendía evaluar al jefe rebelde como posible sucesor suyo. Y tampoco pensaba hacer pública su segunda razón.
—Recuerde —le dijo Arthur Clagg al oficial superior—: No actúe hasta que me tire de la oreja.
La parte menos agradable de aquel asunto era caminar quince metros desde su unidad móvil hasta el lugar donde habían sido instaladas las mesas y sillas, en la pradera abierta. Cada paso que daba le retorcía las vísceras. Jadeando, se dejó caer sobre una de las sillas.
Casi no había llegado a la mesa cuando un individuo larguirucho, con un uniforme azul que le caía mal, bajó los escalones de la segunda unidad móvil y caminó a través de la hierba. Los movimientos del hombre tenían algo de la desmallada confianza de alguien que esta muy seguro de sí mismo, pero que no tiene buenos modos.
Era imposible no reconocerlo. El enjuto y huesudo rostro con su mandíbula cuadrada había contemplado ya a Arthur Clagg varias veces desde las fotografías. Aún sin aquel rostro, la voz de tono nasal, que había sonado muchas veces por la radio, hubiera hecho inevitable su identificación. El General rebelde Garson era fono y fotogénico.
—Viejo —dijo-—, espero que no se traiga entre manos ningún truco sucio.
Lo dijo con voz demasiado fuerte para que fuera educada. Pero Arthur Clagg sentía curiosidad, y tenia una intención. Y no pensó inmediatamente en responder. Era consciente de que había algo genuino en aquel hombre que se atrevía a oponerse al arma irresistible.
Garson tenía ojos castaños y un cabello color arena mal peinado. Se sentó en su silla y contempló sin sonreír a su envejecido oponente. De nuevo fue Garson el que habló, esta vez secamente:
—Al grano, hombre.
Arthur Clagg apenas si lo oyó. No le interesaban ya los detalles de la apariencia física. Era el hombre, su atrevimiento al organizar un pequeño ejército en un vasto territorio, su desafío a la muerte en aras de un ideal... un desafío que ya casi por sí mismo merecía obtener el éxito para su empresa.
El viejo enderezó su agonizante cuerpo y dijo con dignidad:
—General Garson, y como verá estoy aceptando su título militar, para mí usted representa una tendencia de pensamiento del país. Y, por tanto, si puede darme una argumentación dialéctica, tal vez permita que el parlamento sea restablecido bajo su tutela. Yo no me opongo a la democracia porque, exceptuando al desastre en que se vio envuelta hace medio siglo, era un organismo vigoroso, y maravillosamente vital. No dudo de que pueda serlo de nuevo. El peligro está en el libre uso de la energía atómica...
—No se preocupe por eso... —Garson agito una delgada mano—. Mi congreso y yo nos la quedaremos para nosotros solos.
—¡Eh! —Arthur Clagg miró al otro lado de la mesa, no muy seguro de haber oído correctamente; tuvo la repentina y molesta sensación de que le habían sido dichas palabras sin sentido.
Antes de que pudiera hablar, o seguir pensando, el enjuto hombre se inclinó hacia adelante. Los pequeños ojos marrones lo contemplaron.
—Mire, señor Dictador Clagg. No sé lo que debe tener en mente al hacerme venir aquí. Creí que quizá quisiera rendirse, ahora que le he tumbado el farol. Aquí tiene mi oferta: creo que tiene algún tipo de posesiones hacia el sur... Okeh. Le dejaré que usted, su bisnieta y su familia vivan allí bajo guardia. Naturalmente, si alguien intenta algo, lo mato. Mi congreso me elegirá como presidente, y ocupare su puesto tan pronto como pueda. En unos meses todo marchará tan suavemente como siempre. ¿Queda claro?
El shock aún era más grande. No parecía haber nada en que pensar. Al fin, Arthur Clagg exclamó:
—Pero oiga, ni siquiera tiene aún un congreso. Un congreso es un cuerpo gobernante elegido por voto secreto de todo el pueblo. Doscientos hombres no pueden reunirse y llamarse a si mismos congreso. Eso...
Su voz se ahogó, mientras le llegaba la implicación de lo que el mismo estaba diciendo. Parecía increíble, pero... ¿era aquel hombre tan ignorante de la historia que no sabía lo que era un gobierno representativo?
El viejo trato de imaginarse aquello. Al fin, le pareció plausible la motivación psicológica. Como tantos seres humanos, Garson sólo tenía una vaga noción de que la vida ya había existido antes de que su propio ego emergiera de las nieblas de la infancia. Para él aquel período pregarsoniano debía de ser una tontería insubstancial. De alguna manera, habían llegado hasta él las palabras «congreso» y «presidente», y les había dado sus propias definiciones.
Con un esfuerzo, Arthur Clagg volvió su atención a Garson. Y finalmente le llegó un pensamiento: después de todo, lo que resultaba fascinante era el valor de aquel ser. Con un hombre que tuviera el atrevimiento de desafiar el arma, debía poderse razonar y reeducarlo parcialmente.
—¡Muchacho! —restalló la voz de Garson—. Desde luego ha sido usted astuto, Clagg .Todos esos años haciendo creer que tenia una superarma, y arreglando los libros y las películas y demás cosas para hacer que la gente pensase que todo había sucedido como usted decía. No obstante, jamás me engañó a mi; así que ahora le llegó su día. Sin embargo, puede estar seguro de que yo seguiré con el cuento del arma. No...
Su voz prosiguió, pero Arthur Clagg ya no le escuchó. Espero hasta que cesó el sonido y luego, con un gesto casual, se tiró de la oreja.
Vio cómo Garson se envaraba, mientras las ondas de hipnotismo mecánico le alcanzaban. El viejo no perdió tiempo.
—Garson —entonó—, Garson seguro que le alegra poder decirme, poder decirme, poder decirme quién le dio los planos del cañón atómico. Garson, ¿fue alguien del gobierno? Garson, le va a resultar tan fácil decírmelo...
—Pero no lo sé —de alguna manera, la voz del hombre sonaba lejana y vagamente sorprendida—. Me fueron entregados por un hombre que no conozco. Dijo que era agente, agente...
—¿Agente de quién? —urgió Arthur Clagg.
—No lo sé.
—Pero, ¿no le importaba? ¿No le preocupaba eso?
—No. Me dije que tan pronto como tuviera los cañones, el otro iba a ser quien tuviera que preocuparse.
Después de tres minutos, Arthur Clagg se tiró de la oreja... y Garson regreso a la vida normal. Pareció un tanto estremecido, pero al viejo no le preocupaban las sospechas de un hombre tan completamente ignorante.
—Dado que le di mi palabra —le dijo—, puede usted partir en seguida sin peligro. Sin embargo, le aconsejo que no se detenga, porque mañana nadie que esté cerca de un cañón atómico seguirá con vida. En cualquier caso, recomendaré —pausa— a mi bisnieto político, mi heredero y sucesor, que lo busque a usted y lo lleve ante la justicia.
Mientras acababa de hablar, estaba pensando que ya no quedaba tiempo para otra elección.
La casa formaba parte de una hilera de agradables mansiones que se alzaban entre la vegetación a la sombra de la enorme mole del edificio que era la ciudadela.
La puerta exterior debía de haberse abierto por control remoto porque, cuando el doctor Parker la atravesó, se encontró en un estrecho recibidor metálico. Una pequeña bombilla en el techo lanzaba un brillo blanquecino sobre una segunda puerta, metálica. El doctor se quedó quieto, y luego exclamó, con voz aguda:
—¿Qué es todo esto, Medgerow?
Se oyó una risita metálica que provenía de una de las paredes.
—No se excite, doctor. Como sabe, la situación está entrando ahora en el estadio crítico, y no voy a correr riesgos.
—Pe... pero he estado aquí cien veces antes, y jamás he visto est... esta fortificación,
—¡Bien! —la voz de Medgerow surgió de nuevo del altavoz de la pared; sonaba complacida—. Se necesitaría un cañón atómico o —pausa— la Fuerza Contradictoria de Arthur Clagg para sacarme de aquí. Pero entre.
Se abrió una segunda puerta, que daba a un pasillo forrado de madera, y luego se cerró con un clang tras Parker. Un hombrecillo le esperaba allí. Cloqueó al ver a Parker, y luego dijo alegremente:
—¡Bien, infórmeme, amigo mío! ¿Tuvo éxito en la administración del veneno?
El doctor no replicó mientras seguía al otro a la sala de estar. Aquellos primeros momentos en presencia de Medgerow siempre le ponían nervioso... el ajuste de la normalidad a la anormalidad era un proceso laborioso.
No era simplemente, se dio cuenta por centésima vez Parker, el que la fealdad de Medgerow fuera estremecedora en sí misma, Entre un millar de hombres elegidos al azar en las calles, se hubiera encontrado una docena cuyas características físicas fueran aún menos agradables. Medgerow difería en que de él emanaba una curiosa y terrible aura de fuerza contrahecha. Su personalidad tenía la solidez de la giba de un jorobado. Parecía convertirlo en algo que no fuera totalmente humano. Parker había descubierto que solo contemplando al hombre de soslayo podía tolerar su presencia. Eso es lo que hacía ahora.
—Si, le suministré el veneno la noche pasada, y durante todo el día ha estado notando los primeros efectos.
La imagen en el rabillo del ojo del doctor estaba totalmente quieta.
—¿Morirá dentro de cuatro días?
—Hacia la medianoche del cuarto día.
Hubo un silencio. La figura permaneció inmóvil. Pero, al fin, Medgerow dijo con una tranquilidad estremecedora:
—No cometeré el error de los nuevos príncipes de la historia. No tengo deseo alguno de ser arrastrado, como lo fue Cromwell, fuera de mi tumba, y ahorcado como espectáculo público. Ni seré tan lento en iniciar mis ejecuciones como lo fueron los primitivos revolucionarios franceses. Y, en lo que se refiere a esos idiotas charlatanes, Felix Pyat y Delescluze en el Paris de 1861... me pone enfermo sólo pensar en ellos. Mussolini fue atrapado en la misma red: permitió que sus destructores en potencia y traidores permaneciesen con vida. Naturalmente, Hitler se encontró con la mitad de su trabajo hecho cuando los aliados eliminaron al régimen Hohenzoller de Alemania. Pero cometió un error: los Estados Unidos.
Repentinamente, la tranquila voz se volvió salvaje:
—Pero basta ya de esto. Seré despiadado. El poseedor del arma de Fuerza Contradictoria de Arthur Clagg dominará el mundo, siempre que se asegure de que ningún posible asesino permanezca con vida sobre la faz de la Tierra.
—Pero, ¿está usted seguro? —le interrumpió ansiosamente Parker—. ¿Está usted totalmente seguro de que puede anular su arma durante el tiempo suficiente como para apoderarse de ella? ¿Cómo puede estar seguro de que la usará, dándole así a usted una posibilidad de apoderarse de ella?
Medgerow chasqueó impacientemente la lengua.
—Naturalmente, no estoy seguro. Estoy basando mis presunciones en el carácter de un hombre cuyas acciones, discursos y escritos he estudiado durante años. En este momento, estoy seguro, el viejo ha decidido prácticamente usar el arma de una forma u otra. En mi opinión, la usará contra los rebeldes, y luego se la entregara a su bisnieto político. Esto nos ira muy bien: quiero que aniquile la fuerza rebelde antes de actuar en su contra.
»No obstante, todo esto no sucederá mañana. Si he comprendido bien el carácter de Arthur Clagg, primero buscará tener una reunión con el General Garson, el líder rebelde. Se encontrará con un hombre que posee las peores características de un demagogo. Y, además, Garson se ha atrevido a usar la energía atómica. Eso, como ya le he dicho, equilibrara en la mente del viejo su sospecha de que su bisnieta ayudó a que lo envenenaran. Oh, sí, utilizará el arma. Y entonces —el diminuto y monstruoso hombre se echó a reír— es cuando intervendré yo. Poco pensaba hace cincuenta años Arthur Clagg que establecía un precedente, y se convertía en el primero, y no en el último, de los científicos líderes. Ahora que las mentes humanas aceptan tal contingencia, los científicos comenzarán a pensar en esa posibilidad, moldeando inconscientemente sus vidas y obras con la esperanza de obtener el poder. Tales son las leyes del materialismo dialéctico. Pero, ahora...
Se interrumpió, y repentinamente mostró una intensidad mucho más salvaje; se quedó muy quieto.
—Gracias por venir, doctor. Como ya sabe, no podíamos correr el riesgo de que una llamada telefónica fuera interceptada, particularmente dado que la policía secreta ha estado haciendo discretas averiguaciones acerca de mi.
Mientras se estrechaban las manos, Medgerow, con sus azules ojos brillando, dijo:
—Lo ha hecho bien, Parker. Lamento que fuera usted demasiado mojigato como para usar el verdadero veneno, pero eso puede ser remediado cuando obtenga el poder. Tal como están las cosas, su ayuda en conseguir forzar al viejo a utilizar su arma le proporcionará la recompensa que desea: la bisnieta de Arthur Clagg, Nadya, le será entregada a usted en matrimonio tan pronto como se haya eliminado discretamente a su esposo.
—Gracias —dijo Parker en voz baja.
Con ojos despectivos, el hombrecillo lo contempló irse. Pensó fríamente: ¡Imbécil! ¿No podía darse cuenta de que las necesidades públicas de la situación requerían que la única heredera natural del antiguo dictador se casase con el nuevo dirigente? En este juego, los peones no se llevaban a la reina.
El apresuramiento era esencial para el viejo Arthur Clagg. Envió invitaciones a Merd y Nadya para aquella tarde. Llegaron poco después de comer. A su pesar, el viejo se halló contemplando a su bisnieto político, buscando en el enjuto rostro del hombre la confirmación de que la colosal confianza que iba a recibir no sería defraudada. Vio unos ojos grises, cabello obscuro, un rostro bastante agradable y sensible, con labios decididos... Exactamente las mismas características físicas, la misma personalidad que le había disgustado tan violentamente desde el mismo anuncio del compromiso de Nadya. El cuerpo, no la mente, era visible.
No era bastante. Este pensamiento le produjo un dolor que, por un breve espacio de tiempo, le resultó más grande que la agonía del veneno. Las apariencias externas no contaban. Y, sin embargo, la decisión estaba tomada. Un hombre al que le quedaban dos días de vida no podía pensar en otra cosa que en la solución más fácil.
—Cerrad las puertas —dijo secamente—. Vamos a sacar el arma. Necesitaremos la mayor parte de la tarde.
—¿Quieres decir que esta aquí? —dijo explosivamente Merd.
El viejo lo ignoró. Prosiguió átonamente:
—El arma esta montada dentro de un avión de plástico movido por cuatro reactores de turbina y estratocohetes. Este aparato esta oculto en el ala este de la ciudadela, que, como quizá sepáis, fue construida por trabajadores de todos los rincones del mundo. El empleo de hombres de lugares lejanos que no hablaban el mismo idioma hizo posible el construir un lugar oculto sin que nadie imaginase su verdadero destino.
Se interrumpió, buscó en el bolsillo de su chaqueta, y extrajo una llave.
—Esto abre un armario de herramientas situado junto a mi cuarto de baño. Traed las herramientas aquí. Las necesitaréis para descubrir y luego activar los mandos que abrirán la cámara oculta.
Llevó tiempo a los dos jóvenes, silenciosos y dedicados a un poco usual trabajo, el transportar las sierras mecánicas, perforadoras atómicas y aparatos móviles, a diversos puntos de la sala de estar. Cuando todas las herramientas estuvieron colocadas, el viejo les hizo una seña hacia el canapé situado junto a él, y comenzó a decir:
—Ha habido muchas habladurías sin fundamento acerca de la naturaleza de mi arma. Tales especulaciones no eran necesarias, porque hace muchos años yo, de forma muy estúpida, expuse parte de la teoría en una serie de artículos publicados en la gaceta científica del gobierno. Fue estúpido no porque nadie pueda ser capaz de duplicar el arma, sino porque...
Se interrumpió, frunciendo el entrecejo.
—No importa. Ya os explicaré eso más tarde —luego prosiguió, en voz baja—: La teoría que hay tras la Fuerza Contradictoria penetra en el más profundo núcleo de los significados de la vida y del movimiento. La vida, como sabéis, ha sido definida como un movimiento ordenado. También hay movimiento en la materia inorgánica, pero es una versión primitiva que viene explicada por el concepto superior. ¿Qué hace posible el movimiento? ¿Por qué la materia, orgánica o inorgánica, no se desmorona simplemente en sus componentes básicos y, así inerte, llega a su destino, aparentemente sin sentido?
»Se podría responder que las cosas son como son a causa de que los electrones giran en órbitas según unas leyes fijas, formando átomos que, a su vez, tienen una relación físicamente lógica con la estructura superior de las moléculas, etc., etc.. Pero esto sería simplemente salirse por la tangente.
»El movimiento ocurre en un objeto porque en él, en su misma unicidad básica, hay una antítesis, una contradicción. Es sólo a causa de que una cosa contiene una contradicción dentro de si misma por lo que se mueve y adquiere un impulso y una actividad.
»La teoría por sí misma sugirió la naturaleza de la investigación: primero averigüé cuáles eran las leyes que gobernaban la contradicción en diversos tipos de materia, y luego comencé a desarrollar una fuerza que las interfiriera. El problema mecánico de llevar a la práctica la teoría llevaba consigo en sus funciones más simples la obtención de una fuerza que causase que la contradicción de cualquier materia operase no de la forma ordenada que la naturaleza ha evolucionado laboriosamente, sino incontrolablemente. Quienes no la han visto en acción no pueden imaginar lo terribles que son sus resultados. No son como los de la energía atómica, ni tienen relación con estos. Como fuerza destructora, la infernal área de actividad del interior de un sol convertido en nova probablemente la iguale en violencia, pero ni siquiera un tal sol puede, ni teóricamente, superarla.
»Afortunadamente, no se presenta como subproducto el calor, como sucedería si la fuerza estuviera relacionada con la energía atómica o eléctrica. Fue solamente mucho después de lograr el arma que descubrí que había tenido una posibilidad entre mil millones, y que mi descubrimiento era un accidente que no podría ser repetido en un millón de años. Mañana lo veréis en acción.
Hizo una pausa y frunció el ceño, parcialmente por el dolor, y en parte porque estaba preocupado.
—El arma tiene únicamente un aspecto que es peligroso para nosotros, Puede ser anulada por un simple flujo magnético inducido eléctricamente en el objeto al que es enfocada. Por eso fui un estúpido al publicar la teoría. Algún día, en algún lugar, un científico inteligente descubrirá el principio nulificador... y el arma dejará de ser un factor de peso en la política mundial. Debo confesar que me he preocupado por eso durante muchas obscuras noches de insomnio. Pero ahora —se alzó lentamente— pongámonos a trabajar...
Minuto a minuto, a medida que pasaban las horas, su elección parecía más y más definitiva.
El tercer día amaneció sin nubes. Era una de esas mañanas de primavera brillantemente perfectas. El mundo, bajo el avión, era un panorama de naciente verde. Aún ahora, con la angustia destrozándole el cuerpo, le resultaba difícil a Arthur Clagg darse cuenta de que en aquel decorado de terreno eternamente joven, su agonía estaba llegando a su expresión final.
Llegaron a las líneas rebeldes, y comenzaron a volar en círculos. Los telescopios mostraban el brillo de metal entre los árboles de abajo; y Arthur Clagg, con Nadya inclinada sobre su hombro, examinó los mapas que el ejército le había suministrado.
—Sube más alto —ordenó finalmente; y de nuevo, minutos más tarde—: Más alto.
—Pero va estamos a cincuenta y cinco kilómetros de altura —protestó Merd—. Hemos usado ya tres cuartas partes de nuestro combustible para los cohetes.
—Más alto —dijo inexorablemente el viejo—. El problema que hay siempre con esta arma es quedar fuera del radio de la explosión, Cuando calculé por primera vez su energía, casi no podía creer en los números que obtuve. Afortunadamente, tuve el buen sentido de instalar un dispositivo que cortase la fuerza tras una millonésima de segundo. Si hago esto ahora, y coloco este mando en «metal», solo la capa exterior de los átomos de un cañón de los de ahí abajo seria afectada.
Luego terminó:
—Cuando nos queden cinco minutos de combustible, avísame.
La voz de Merd llegó por los auriculares.
—Ahora quedan menos de cinco minutos. Tendré que pasar a utilizar los reactores.
—¡Nivélalo! —dijo Arthur Clagg.
Había dejado las miras telescópicas, y estaba dando la vuelta al arma, ajustándola en su lugar. De nuevo observo a través de la mira. Apretó el disparador.
El suelo se tornó más azul que el cielo. Durante un largo momento, pareció un plácido lago de un glaciar. Luego, el lago desapareció. Y donde había habido árboles y belleza verde, se veía un agujero gris negruzco de cincuenta kilómetros de diámetro.
¡Desierto!
—Abuelo —gritó Nadya—, el arma está girando. Te dará.
El viejo no se apartó de la mira. El arma giró en un arco de ciento ochenta grados y regresó a su posición con un clic, quedando justo junto a su cabeza. Sin alzar la vista, dijo:
—Todo va bien. La construí así.
Miró un momento más, y luego se irguió. Se dio cuenta de que el avión estaba estremeciéndose por la velocidad, con sus reactores silbando agudamente.
Se sentó. Se recostó cansinamente, sintiéndose extrañamente viejo. Lentamente se irguió luchando contra el dolor y la fatiga. La voz de Merd le llegó por los auriculares:
—Abuelo, llegan noticias de la ciudadela. Algún idiota ha iniciado una revolución. Escucha.
Sonó una voz extraña:
—...una rebelión en la fuerza aérea... Alzamiento de la guarnición de la ciudadela, y se están produciendo luchas en los jardines. Un hombre llamado Medgerow se ha proclamado a sí mismo como nuevo dictador...
Había más, pero la mente de Arthur Clagg no siguió escuchándole. Medgerow. Era curioso que hubiera oído ese nombre tantas veces en los últimos días, casi como si fuera una profecía. Nadya lo había mencionado, y Parker.
El viejo se tambaleó un poco. Parker... el veneno. Por un momento, la conexión parecía imposible. ¿Cuál podía ser el motivo que había impulsado al hombre? Excepto por una cierta tendencia a perder el control de sus emociones, Parker era un tipo tímido y cauto, con una mente razonablemente buena.
Arthur Clagg suspiró. No valía la pena pensar en ello. Medgerow había precipitado una revolución de palacio antes de la llegada de Garson. Como Garson, aparentemente el nuevo usurpador no estaba teniendo en cuenta en lo más mínimo al viejo y a su mítica Fuerza Contradictoria.
Quizá debiera haber anunciado por adelantado su intención de utilizarla.
No valía la pena preocuparse de eso ahora. La suerte estaba echada, y había cosas que hacer. Se irguió.
—Nadya.
—Sí, abuelo.
—Salta.
Casi había olvidado que la gente nunca le desobedecía cuando utilizaba ese tono, esa forma de expresarse; pues ya hacía mucho desde la última vez que lo había utilizado.
Ella le echó una sola mirada comedida. Luego, corrió hacia Merd. Regreso, con lágrimas en los ojos. Sus labios tocaron los de él. Y le dijo:
—Me reuniré con los niños en el Pabellón de Caza, y esperaré hasta tener noticias tuyas.
La contempló caer hacia la neblina azul. Pasaron cinco minutos antes de que la voz de Merd se oyera por los auriculares:
—Nos siguen algunos aviones, abuelo. ¿Qué...?
Por tres veces, Arthur Clagg apretó el gatillo del arma de Fuerza Contradictoria, pero los aviones siguieron acercándose, indemnes, sin sufrir daño alguno. AI final, susurró su derrota por el micrófono:
—Lo mejor será que obedezcas su señal, Merd, y desciendas. No podemos hacer nada.
Estaban ya aterrizando antes de que se diese cuenta de que seguía aferrando el arma. Miro amargamente al ahora inútil doble cono, y lo dejo resbalar de sus dedos. Contempló cómo describía su área de ciento ochenta grados y, con un clic metálico, quedaba en su posición de descanso.
Yacía en su montura, aún omnipotente, en las condiciones adecuadas. Pero, para cuando fuera usada de nuevo. Merd y él estarían muertos, y la ley y el orden que el había creado habrían sido destruidos por las pasiones de los hombres. Y llevaría un centenar de años volver a ensamblar de nuevo las piezas.
Lo infernal del asunto, lo más irónico, es que Medgerow no tenía motivo para usarla inmediatamente... Notó cómo el avión aterrizaba con sus reactores. Solamente toco el suelo. Merd dejo los controles y se acercó a él.
—Nos hacen señales para que salgamos —dijo suavemente.
Arthur Clagg asintió. Silenciosamente, bajaron a tierra. Se habían apartado unos treinta metros cuando los otros aviones comenzaron a vomitar hombres, algunos de los cuales llevaban tubos de combustible de cohete al enorme avión. No obstante, uno de ellos, un tipo alto con el uniforme de la fuerza aérea, se acercó.
—El Medgerow ordena que sean cacheados —dijo insolentemente.
El Medgerow. Merd se sometió con rostro pétreo, pero el viejo contempló la actuación con una anonadada admiración por su meticulosidad.
Cuando el hombre hubo terminado, Arthur Clagg dijo:
—Satisfaga mi curiosidad: ¿por qué se rebeló usted?
El oficial se alzó de hombros.
—El... estancamiento que usted creó estaba matando mi deseo de vivir. El Medgerow va a liberalizar el uso de la energía atómica. Iremos a los planetas, y quizá hasta a las estrellas, y yo lo veré.
Cuando el oficial se hubo ido, Arthur Clagg se volvió hacia Merd.
—Mi deseo de tener orden nació del repugnante mal uso de la energía atómica. Pero siempre creí que el hombre era la Fuerza Contradictoria del Universo orgánico, y que, más pronto o más tarde, para bien o para mal, de nuevo debería permitírsele jugar con el fuego definitivo. Al parecer, ese momento ha llegado.
Un hombrecillo estaba bajando del aeroplano más cercano. Llevaba un atomizador en una mano. Se acercó rápidamente. Y, aunque jamás antes había visto a Medgerow, a Arthur Clagg le pareció que hubiera podido reconocerlo en cualquier lugar, sin más descripciones que las que ya le habían sido hechas, por casualidad.
Merd hablaba con repugnancia:
—He descubierto que, mirándolo únicamente por el rabillo de los ojos, puedo soportar su presencia.
Era una afirmación rara y fascinante. Las palabras hicieron que el viejo apartase momentáneamente su atención de Medgerow. Momentáneamente, se sintió absorto por la nueva visión que le daban del carácter de Merd.
Encontró que le caía mejor su bisnieto político.
Pero no había tiempo de pensar en Merd o en sus palabras. Medgerow estaba frente a ellos.
Parecía anormal. No era simplemente, decidió Arthur Clagg, que la fealdad de Medgerow fuera estremecedora en si misma. Entre un millar de hombres elegidos al azar en las calles, hubiera encontrado una docena cuyas características físicas fueran aún menos agradables.
Quizá fuera la triunfante sonrisa de su rostro, con su clara y desvergonzada arrogancia. Era difícil decirlo. El hombre emanaba una curiosa y terrible aura de fuerza contrahecha. Su personalidad tenía la solidez de la giba de un jorobado.
Contemplándolo, el viejo Arthur Clagg noto un escalofrío, dándose cuenta con repugnancia de la magnitud de su fracaso. Parecía increíble que se hubiera dejado aterrorizar hasta el punto de usar su arma, y ni siquiera hubiera sospechado que era exactamente lo que estaba buscando su enemigo oculto.
Pensó: el Medgerow, heredero de la Tierra... La misma idea era demoledora.
Medgerow rompió el silencio, fríamente:
—En un momento subiré a su aeroplano y comenzaré a elevarme. Tan pronto como haya alcanzado una altura segura, dispararé a esto —sacó una lámina de metal de su bolsillo, y la tiró al suelo— con su arma. Me gustan ese tipo de ironías.
Por un momento, el viejo no pudo creer que había oído bien. La intención, tan deliberadamente expresada, tenía unas implicaciones tan amplias, era tan inesperada, que parecía imposible. Abrió la boca, y luego la cerró de nuevo. La esperanza que sentía le estremecía los huesos; jamás en toda su carrera había sentido nada así.
Fue Merd quien finalmente reaccionó, con estrépito. Merd, que dijo con violencia:
—Pero hay una ciudad de cincuenta mil almas a unos doce kilómetros. No puede disparar el arma tan cerca de ella.
Arthur Clagg tiró de la manga de Merd. Deseaba decirle al estúpido joven que dejase de protestar.
¿Acaso no podía ver que Medgerow estaba cayendo en su propia trampa?
Merd grito:
—Atraviésenos el cerebro con un balazo, maldito asesino. Pero no puede destruir toda una ciudad. ¡No puede!
De nuevo invadido por la ansiedad, Arthur Clagg entreabrió los labios para pronunciar palabras que silenciasen a Merd. Pero justo a tiempo vio la expresión del rostro de Medgerow. Y los cerró de nuevo.
No se necesitaron palabras. El mejor aliado que tenia en aquel fatídico momento era el mismo Medgerow.
El hombrecillo se irguió, echando orgullosamente la cabeza hacia atrás. Sus ojos destellaban con sardónica alegría.
—Fuerza y terror... esas son las armas que triunfan, cuando no hay ejércitos invictos para apoyar a los grupos de la oposición. Usaré el arma contra ustedes, porque, de cualquier modo, tengo que probar como opera. Lo haré aquí y ahora, porque nada convencerá mejor al mundo de mi determinación inalterable que la destrucción de una ciudad. Esto es tan cierto, que si la ciudad no hubiera estado a mano, me hubiera visto obligado a transportarles a su vecindad —y finalizó cínicamente—: Será cosa fácil, una vez me haya estabilizado, convencer a la gente mediante propaganda de que fueron ustedes y no yo quienes la destruyeron.
—No puede hacer eso —dijo tensamente Merd—. No es humano.
Esta vez, el viejo tomó su brazo, con firmeza.
—Merd —dijo con voz resonante—, ¿no ves que es inútil? Estamos tratando con un hombre que tiene un plan, una política de conquista predeterminada.
El comentario pareció complacer a Medgerow.
—Así es —dijo con satisfacción—. Toda argumentación es inútil. Nunca he dejado de cumplir con mi estrategia. Ustedes fueron haciendo exactamente lo que yo quería que hicieran. Su decisión tenía que ser tomada rápidamente. No tenía tiempo de pensar.
—Mi error —dijo suavemente Arthur Clagg— fue el pensar durante todos esos días y años que había una decisión que tomar. Acabo de darme cuenta de que, en realidad, hace mucho que tomé mi decisión. Escogí no mi propio provecho, sino el de toda la humanidad, mientras que usted ha elegido egoístamente.
—¡Eh! —Medgerow lo contempló fijamente, como buscando un significado oculto; se echó a reír y luego dijo con arrogancia—: Basta ya de cháchara. Usted mismo se arruinó hace veinte años, Arthur Clagg, cuando ignoró las cartas que le enviaba un agobiado estudiante de ciencias, yo mismo. Ahora me doy cuenta de que probablemente ni siquiera las recibió. Pero esa excusa no le vale para los años posteriores, cuando poderosos amigos trataron de atraer su atención hacia mi trabajo, y usted ni siquiera quiso verlo.
Repentinamente, estuvo lívido de ira. Escupió:
—Veinte años de obscuridad. Durante los próximos veinte minutos le dejaré pensar en lo que podría haber pasado si, desde el principio, me hubiera tratado de acuerdo con mi valía.
Dio la vuelta. La puerta del avión se cerró tras él. Las turbinas gimieron. Los reactores silbaron. Con ligereza, rápidamente, el aparato se alzó en el cielo. Se convirtió en un punto.
Tras un minuto, los otros aviones se elevaron; los dos hombres quedaron solos.
Hubo un largo silencio. AI fin, frío y despectivo, Merd dijo:
—Ese tipo no puede ver que tú no eres, y nunca fuiste, su tipo de dictador. La historia de las democracias dice que, en las situaciones de emergencia, la gente renuncia temporalmente a sus libertades. Nunca existió una emergencia más grande que la que se produjo con la liberación de la energía atómica. El periodo de control ha sido largo porque el mundo tenía que ser reorganizado; y, como en un nuevo molde, darle tiempo a que se asentase. En mi opinión, la gente esta dispuesta de nuevo a hacerse cargo de las cosas por sí misma; y nadie, ni Medgerow, ni yo, ni toda la fuerza que nadie pueda ejercer, podrá detenerla.
—Vaya, Merd —dijo Arthur Clagg—, nunca pensé que tuvieras esas ideas. De hecho, me has causado una serie de sorpresas agradables. Bajo la presión de los acontecimientos, has mostrado un gran número de excelentes atributos. Por consiguiente, en este momento te encargo que comiences a restablecer la democracia tan pronto como regresemos a la ciudadela.
El joven lo contempló pensativamente. Al fin, estremecido, preguntó:
— ¿Qué… qué has dicho? ¿Regresemos a la ciudadela?
Arthur Clagg sintió una repentina simpatía por su bisnieto político, una rápida comprensión del agónico torbellino experimentado por un hombre que se había dispuesto a morir, y que ahora se enfrentaba a la posibilidad de seguir viviendo.
Cosa curiosa, le parecía importante que Merd no supiese más de lo necesario. El viejo dijo tristemente:
—Estaba aterrorizado por la idea de que algún día la Fuerza Contradictoria fuera puesta en acción accidentalmente. Por consiguiente, construí el arma de forma que su cañón pareciese la culata. Y la monté de tal forma que girase automáticamente después de que yo la hubiese disparado, y apuntase hacia el cielo o hacia cualquier intruso que intentase dispararla. Esta es la posición en la que se encuentra en ese mismo momento, mientras Medgerow la apunta contra nosotros.
El viejo Arthur Clagg terminó con tono vibrante:
—No es en las manos de Medgerow, sino en las tuyas, donde se encuentra el destino de la humanidad.
No sabía aún que el veneno que llevaba en su interior era solo un engaño, y que él sería el viejo y sabio mentor de la nueva y esplendorosa civilización de las estrellas.
Fin
Heir unapparent,
© 1945 by Street & Smith Publishers.
Van Vogt se caracterizó, al pintar sus sociedades del futuro, por presentarnos regímenes monárquicos, en lo que difería totalmente de sus predecesores, que nunca habían pensado en la viabilidad de un retorno a las estructuras monárquicas. Pues, monarquía —y además monarquía absoluta— aunque no lleve ese nombre, es el régimen de dictadura personal y hereditaria que se nos describe en este relato.