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    ÍNDICE
  • MÚSICA SELECCIONADA
  • Instrumental
  • 1. 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • 2. Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • 3. Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • 4. Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • 5. An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • 6. Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • 7. Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • 8. Bolereando - Quincas Moreira - 3:21
  • 9. Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • 10. España - Mantovani - 3:22
  • 11. Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • 12. Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • 13. Fresh Fallen Snow - Chris Haugen - 3:33
  • 14. Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • 15. Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • 16. Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • 17. Island Dream - Chris Haugen - 2:30
  • 18. Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • 19. Nostalgia - Del - 3:26
  • 20. One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • 21. Osaka Rain - Albis - 1:48
  • 22. Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • 23. Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • 24. Snowy Peaks II - Chris Haugen - 1:52
  • 25. Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • 26. Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • 27. Travel The World - Del - 3:56
  • 28. Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • 29. Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • 30. Afternoon Stream - 30:12
  • 31. Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • 32. Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • 33. Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • 34. Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • 35. Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • 36. Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • 37. Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • 38. Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • 39. Evening Thunder - 30:01
  • 40. Exotische Reise - 30:30
  • 41. Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • 42. Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • 43. Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • 44. Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • 45. Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • 46. Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • 47. Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • 48. Morning Rain - 30:11
  • 49. Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • 50. Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • 51. Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • 52. Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • 53. Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • 54. Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • 55. Showers (Thundestorm) - 3:00
  • 56. Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • 57. Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • 58. Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • 59. Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • 60. Vertraumter Bach - 30:29
  • 61. Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • 62. Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • 63. Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • 64. Concerning Hobbits - 2:55
  • 65. Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • 66. Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • 67. Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • 68. Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • 69. Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • 70. Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • 71. Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • 72. Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • 73. Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • 74. Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • 75. Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • 76. Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • 77. The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • 78. Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • 79. Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • 80. You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • 81. You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • 82. A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • 83. A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • 84. Acecho - 4:34
  • 85. Alone With The Darkness - 5:06
  • 86. Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • 87. Awoke - 0:54
  • 88. Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • 89. Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • 90. Cinematic Horror Climax - 0:59
  • 91. Creepy Halloween Night - 1:56
  • 92. Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • 93. Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • 94. Dark Mountain Haze - 1:44
  • 95. Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • 96. Darkest Hour - 4:00
  • 97. Dead Home - 0:36
  • 98. Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:52
  • 99. Everything You Know Is Wrong - 0:49
  • 100. Geisterstimmen - 1:39
  • 101. Halloween Background Music - 1:01
  • 102. Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • 103. Halloween Spooky Trap - 1:05
  • 104. Halloween Time - 0:57
  • 105. Horrible - 1:36
  • 106. Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • 107. Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • 108. Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • 109. Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • 110. Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • 111. Intense Horror Music - Pixabay - 1:41
  • 112. Long Thriller Theme - 8:00
  • 113. Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:46
  • 114. Mix Halloween-1 - 33:58
  • 115. Mix Halloween-2 - 33:34
  • 116. Mix Halloween-3 - 58:53
  • 117. Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • 118. Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • 119. Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • 120. Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • 121. Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • 122. Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • 123. Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • 124. Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • 125. Movie Theme - Insidious - 3:31
  • 126. Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • 127. Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • 128. Movie Theme - Sinister - 6:56
  • 129. Movie Theme - The Omen - 2:35
  • 130. Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • 131. Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • 132. Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • 133. Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • 134. Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • 135. Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • 136. Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • 137. Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • 138. Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • 139. Mysterios Horror Intro - 0:39
  • 140. Mysterious Celesta - 1:04
  • 141. Nightmare - 2:32
  • 142. Old Cosmic Entity - 2:15
  • 143. One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • 144. Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • 145. Pandoras Music Box - 3:07
  • 146. Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • 147. Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • 148. Peques - El Extraño Mundo De Jack - Esto Es Halloween - 3:08
  • 149. Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • 150. Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:59
  • 151. Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
  • 152. Peques - Las Calaveras Salen De Su Tumba Chumbala Cachumbala - 3:19
  • 153. Peques - Monstruos Por La Ciudad - Educa Baby TV - 3:17
  • 154. Peques - Tumbas Por Aquí, Tumbas Por Allá - Luli Pampin - 3:17
  • 155. Scary Forest - 2:41
  • 156. Scary Spooky Creepy Horror Ambient Dark Piano Cinematic - 2:06
  • 157. Slut - 0:48
  • 158. Sonidos - A Growing Hit For Spooky Moments - Pixabay-Universfield - 0:05
  • 159. Sonidos - A Short Horror With A Build Up - Pixabay-Universfield - 0:13
  • 160. Sonidos - Castillo Embrujado - Creando Emociones - 1:05
  • 161. Sonidos - Cinematic Impact Climax Intro - Pixabay - 0:28
  • 162. Sonidos - Creepy Horror Sound Possessed Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:04
  • 163. Sonidos - Creepy Soundscape - Pixabay - 0:50
  • 164. Sonidos - Creepy Whispering - Pixabay - 0:03
  • 165. Sonidos - Cueva De Los Espiritus - The Girl Of The Super Sounds - 3:47
  • 166. Sonidos - Disturbing Horror Sound Creepy Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:05
  • 167. Sonidos - Ghost Sigh - Pixabay - 0:05
  • 168. Sonidos - Ghost Whispers - Pixabay - 0:23
  • 169. Sonidos - Ghosts-Whispering-Screaming - Lara's Horror Sounds - 2h03:40
  • 170. Sonidos - Horror - Pixabay - 1:36
  • 171. Sonidos - Horror Demonic Sound - Pixabay-Alesiadavina - 0:18
  • 172. Sonidos - Horror Sfx - Pixabay - 0:04
  • 173. Sonidos - Horror Voice Flashback - Pixabay - 0:10
  • 174. Sonidos - Maniac In The Dark - Pixabay-Universfield - 0:15
  • 175. Sonidos - Miedo-Suspenso - Live Better Media - 8:05
  • 176. Sonidos - Para Recorrido De Casa Del Terror - Dangerous Tape Avi - 1:16
  • 177. Sonidos - Posesiones - Horror Movie Dj's - 1:35
  • 178. Sonidos - Scary Creaking Knocking Wood - Pixabay - 0:26
  • 179. Sonidos - Scream With Echo - Pixabay - 0:05
  • 180. Sonidos - Terror - Ronwizlee - 6:33
  • 181. Suspense Dark Ambient - 2:34
  • 182. Tense Cinematic - 3:14
  • 183. Terror Ambience - Pixabay - 2:01
  • 184. The Spell Dark Magic Background Music Ob Lix - 3:26
  • 185. This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • 186. Trailer Agresivo - 0:49
  • 187. Welcome To The Dark On Halloween - 2:25
  • 188. 20 Villancicos Tradicionales - Los Niños Cantores De Navidad Vol.1 (1999) - 53:21
  • 189. 30 Mejores Villancicos De Navidad - Mundo Canticuentos - 1h11:57
  • 190. Blanca Navidad - Coros de Amor - 3:00
  • 191. Christmas Ambience - Rainrider Ambience - 3h00:00
  • 192. Christmas Time - Alma Cogan - 2:48
  • 193. Christmas Village - Aaron Kenny - 1:32
  • 194. Clásicos De Navidad - Orquesta Sinfónica De Londres - 51:44
  • 195. Deck The Hall With Boughs Of Holly - Anre Rieu - 1:33
  • 196. Deck The Halls - Jingle Punks - 2:12
  • 197. Deck The Halls - Nat King Cole - 1:08
  • 198. Frosty The Snowman - Nat King Cole-1950 - 2:18
  • 199. Frosty The Snowman - The Ventures - 2:01
  • 200. I Wish You A Merry Christmas - Bing Crosby - 1:53
  • 201. It's A Small World - Disney Children's - 2:04
  • 202. It's The Most Wonderful Time Of The Year - Andy Williams - 2:32
  • 203. Jingle Bells - 1957 - Bobby Helms - 2:11
  • 204. Jingle Bells - Am Classical - 1:36
  • 205. Jingle Bells - Frank Sinatra - 2:05
  • 206. Jingle Bells - Jim Reeves - 1:47
  • 207. Jingle Bells - Les Paul - 1:36
  • 208. Jingle Bells - Original Lyrics - 2:30
  • 209. La Pandilla Navideña - A Belen Pastores - 2:24
  • 210. La Pandilla Navideña - Ángeles Y Querubines - 2:33
  • 211. La Pandilla Navideña - Anton - 2:54
  • 212. La Pandilla Navideña - Campanitas Navideñas - 2:50
  • 213. La Pandilla Navideña - Cantad Cantad - 2:39
  • 214. La Pandilla Navideña - Donde Será Pastores - 2:35
  • 215. La Pandilla Navideña - El Amor De Los Amores - 2:56
  • 216. La Pandilla Navideña - Ha Nacido Dios - 2:29
  • 217. La Pandilla Navideña - La Nanita Nana - 2:30
  • 218. La Pandilla Navideña - La Pandilla - 2:29
  • 219. La Pandilla Navideña - Pastores Venid - 2:20
  • 220. La Pandilla Navideña - Pedacito De Luna - 2:13
  • 221. La Pandilla Navideña - Salve Reina Y Madre - 2:05
  • 222. La Pandilla Navideña - Tutaina - 2:09
  • 223. La Pandilla Navideña - Vamos, Vamos Pastorcitos - 2:29
  • 224. La Pandilla Navideña - Venid, Venid, Venid - 2:15
  • 225. La Pandilla Navideña - Zagalillo - 2:16
  • 226. Let It Snow! Let It Snow! - Dean Martin - 1:55
  • 227. Let It Snow! Let It Snow! - Frank Sinatra - 2:35
  • 228. Los Peces En El Río - Los Niños Cantores de Navidad - 2:15
  • 229. Navidad - Himnos Adventistas - 35:35
  • 230. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 1 - 58:29
  • 231. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 2 - 2h00:43
  • 232. Navidad - Jazz Instrumental - Canciones Y Villancicos - 1h08:52
  • 233. Navidad - Piano Relajante Para Descansar - 1h00:00
  • 234. Noche De Paz - 3:40
  • 235. Rocking Around The Chirstmas - Mel & Kim - 3:32
  • 236. Rodolfo El Reno - Grupo Nueva América - Orquesta y Coros - 2:40
  • 237. Rudolph The Red-Nosed Reindeer - The Cadillacs - 2:18
  • 238. Santa Claus Is Comin To Town - Frank Sinatra Y Seal - 2:18
  • 239. Santa Claus Is Coming To Town - Coros De Niños - 1:19
  • 240. Santa Claus Is Coming To Town - Frank Sinatra - 2:36
  • 241. Sleigh Ride - Ferrante And Teicher - 2:16
  • 242. The First Noel - Am Classical - 2:18
  • 243. Walking In A Winter Wonderland - Dean Martin - 1:52
  • 244. We Wish You A Merry Christmas - Rajshri Kids - 2:07
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    M-A-R IMAGEN DEL SLIDE

    SUPERIOR-INFERIOR

    ▪ Arriba (s)

    ▪ Centrar

    ▪ Inferior
    MOVER

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    PROGRAMACIÓN

    Programar Reloj
    PROGRAMAR RELOJ

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    PROGRAMAR ESTILO

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    Programar RELOJES
    PROGRAMAR RELOJES


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    Programar ESTILOS
    PROGRAMAR ESTILOS


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    A B C D

    E F G H

    I J K L

    M N O P

    Q R T S

    TODO X


    Programar lo Programado
    PROGRAMAR LO PROGRAMADO

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar
    Programación 1

    Reloj:
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    (s)
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    Estilo:
    h m
    (s)
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    RELOJES:
    h m
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    ESTILOS:
    h m
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    Programación 2

    Reloj:
    h m
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    Estilo:
    h m
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    RELOJES:
    h m
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    ESTILOS:
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    (s2)
    Programación 3

    Reloj:
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    Estilo:
    h m
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    ESTILOS:
    h m
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    (s2)
    Ocultar Reloj

    ( RF ) ( R ) ( F )
    ( A ) ( RFA ) ( RA )
    ( FA ) No Ocultar
    Ocultar Reloj - 2

    (RF) (R) (F)
    (D1) (D12)
    (HM) (HMS) (HMSF)
    (HMF) (HD1MD2S) (HD1MD2SF)
    (HD1M) (HD1MF) (HD1MD2SF)
    No Ocultar
    Almacenado en RELOJES y ESTILOS

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    Borrar Programación
    HORAS

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    IMÁGENES PERSONALES

    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

    FUNCIONAMIENTO

  • Recuadro en blanco: Es donde se colocará la url o link de la imagen.

  • Aceptar Url: Permite aceptar la dirección de la imagen que colocas en el recuadro.

  • Borrar Url: Deja vacío el recuadro en blanco para que coloques otra url.

  • Quitar imagen: Permite eliminar la imagen colocada. Cuando eliminas una imagen y deseas colocarla en otra parte, simplemente la eliminas, y para que puedas usarla en otra sección, presionas nuevamente "Aceptar Url"; siempre y cuando el link siga en el recuadro blanco.

  • Guardar Imagen: Permite guardar la imagen, para emplearla posteriormente. La misma se almacena en el banco de imágenes para el Header.

  • Imágenes Guardadas: Abre la ventana que permite ver las imágenes que has guardado.

  • Forma 1 a 5: Esta opción permite colocar de cinco formas diferente las imágenes.

  • Bottom, Top, Left, Right, Center: Esta opción, en conjunto con la anterior, permite mover la imagen para que se vea desde la parte de abajo, de arriba, desde la izquierda, desde la derecha o centrarla. Si al activar alguna de estas opciones, la imagen desaparece, debes aceptar nuevamente la Url y elegir una de las 5 formas, para que vuelva a aparecer.


  • Una vez que has empleado una de las opciones arriba mencionadas, en la parte inferior aparecerán las secciones que puedes agregar de fondo la imagen.

    Cada vez que quieras cambiar de Forma, o emplear Bottom, Top, etc., debes seleccionar la opción y seleccionar nuevamente la sección que colocaste la imagen.

    Habiendo empleado el botón "Aceptar Url", das click en cualquier sección que desees, y a cuantas quieras, sin necesidad de volver a ingresar la misma url, y el cambio es instantáneo.

    Las ventanas (widget) del sidebar, desde la quinta a la décima, pueden ser vistas cambiando la sección de "Últimas Publicaciones" con la opción "De 5 en 5 con texto" (la encuentras en el PANEL/MINIATURAS/ESTILOS), reduciendo el slide y eliminando los títulos de las ventanas del sidebar.

    La sección INFO, es la ventana que se abre cuando das click en .

    La sección DOWNBAR, son los tres widgets que se encuentran en la parte última en la página de Inicio.

    La sección POST, es donde está situada la publicación.

    Si deseas eliminar la imagen del fondo de esa sección, da click en el botón "Quitar imagen", y sigues el mismo procedimiento. Con un solo click a ese botón, puedes ir eliminando la imagen de cada seccion que hayas colocado.

    Para guardar una imagen, simplemente das click en "Guardar Imagen", siempre y cuando hayas empleado el botón "Aceptar Url".

    Para colocar una imagen de las guardadas, presionas el botón "Imágenes Guardadas", das click en la imagen deseada, y por último, click en la sección o secciones a colocar la misma.

    Para eliminar una o las imágenes que quieras de las guardadas, te vas a "Mi Librería".
    MÁS COLORES

    Esta opción permite obtener más tonalidades de los colores, para cambiar los mismos a determinadas bloques de las secciones que conforman el blog.

    Con esta opción puedes cambiar, también, los colores en la sección "Mi Librería" y "Navega Directo 1", cada uno con sus colores propios. No es necesario activar el PANEL para estas dos secciones.

    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

    - No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
    - Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.

    OBSERVACIONES

    - En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.

    - En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.

    - Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".

    - Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.

    - No permite copiar de un estilo o usuario a otro.

    - El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.

    - Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
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    Para guardar, elige dónde, y seguido da click en la o las imágenes deseadas.
    Para dar Zoom o Fijar,
    selecciona la opción y luego la imagen.
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    Header

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    Fijar "Guardar Imágenes"
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    S1
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    B13
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    B15
    B16
    B17
    B18
    B19
    B20
    H

    OPCIONES GENERALES
    ● Activar Slide 1
    ● Activar Slide 2
    ● Activar Slide 3
    ● Desactivar Slide
    ● Desplazamiento Automático
    ● Ampliar o Reducir el Blog
  • Ancho igual a 1088
  • Ancho igual a 1152
  • Ancho igual a 1176
  • Ancho igual a 1280
  • Ancho igual a 1360
  • Ancho igual a 1366
  • Ancho igual a 1440
  • Ancho igual a 1600
  • Ancho igual a 1680
  • Normal 1024
  • ------------MANUAL-----------
  • + -

  • Transición (aprox.)

  • T 1 (1.6 seg)


    T 2 (3.3 seg)


    T 3 (4.9 seg)


    T 4 (s) (6.6 seg)


    T 5 (8.3 seg)


    T 6 (9.9 seg)


    T 7 (11.4 seg)


    T 8 13.3 seg)


    T 9 (15.0 seg)


    T 10 (20 seg)


    T 11 (30 seg)


    T 12 (40 seg)


    T 13 (50 seg)


    T 14 (60 seg)


    T 15 (90 seg)


    ---------- C A T E G O R I A S ----------

    ----------------- GENERAL -------------------


    ------------- POR CATEGORÍA ---------------




















    --------REVISTAS DINERS--------






















    --------REVISTAS SELECCIONES--------














































    IMAGEN PERSONAL



    En el recuadro ingresa la url de la imagen:









    Elige la sección de la página a cambiar imagen del fondo:

    BODY MAIN POST INFO

    SIDEBAR
    Widget 1 Widget 2 Widget 3
    Widget 4 Widget 5 Widget 6
    Widget 7














































































































    EL LIBRO DE RACHEL (Martin Amis)

    Publicado en julio 10, 2024

    Siete en punto: Oxford


    Me llamo Charles Highway,* aunque si pudiesen echarme una ojeada seguro que jamás se lo imaginarían. Es un apellido enérgico, viajado, cipotudo, y por mi aspecto nadie deduciría ninguna de esas cualidades. Empezando porque llevo gafas, y las llevo desde los nueve años. Y porque mi figura de estatura mediana, desprovista de culo y de cintura, con una caja torácica ondulada y piernas estevadas borra todo indicio de aplomo. (En ningún sentido, por cierto, debería confundirse este modelo con el tipo ágil y elástico tan popular entre mis contemporáneos. No nos parecemos en nada. Recuerdo que tenía que hacerme un par de dobleces en los extremos de mis pantalones, y que rellenaba sus fondillos con camisas de talla de adulto. Ahora elijo mi ropa más reflexivamente, aunque lo que ha mejorado no es mi gusto sino mi intuición. ) Pero sí poseo una de esas voces cachondas que ahora están de moda, esas que acostumbran a tener un irónico gangueo y que resultan excelentes para inquietar a los mayores. Y supongo que, además, mi rostro tiene expresiones extrañamente amedrentadoras. Es anguloso, pero delicado; nariz larga y delgada, labios anchos y delgados..., y unos ojos: con pestañas exuberantes, ocre oscuro salpicado de motitas siena tostada... Ay, qué pobres resultan las palabras. El dato más importante, sin embargo, es que tengo diecinueve años de edad, y que mañana cumplo los veinte.

    Los veinte son, naturalmente, la frontera decisiva.* Los dieciséis, dieciocho, veintiuno no son más que mojones arbitrarios que sólo te permiten ser detenido por evasión de impuestos, contraer matrimonio, ser sodomizado, ejecutado, y así sucesivamente: cosas exteriores. Naturalmente, yo evito como la peste doctrinas tales como la que dice que «somos jóvenes mientras nos sentimos jóvenes», la cual ha sido sin duda alguna la causa de que tantos elegantes cincuentones hayan caído muertos en sus monos deportivos, de que tantos ojerosos hippies hayan quedado fuera de juego víctimas de una sobredosis, de que a tantos precarios maricas les hayan partido la crisma autostopistas salvajes. Los veinte pueden no ser el comienzo de la madurez, pero les aseguro que marcan para todos el final de la juventud.

    A fin de obtener, inmediatamente, tensión dramática y simetría temática, elijo como instante de mi nacimiento las doce en punto de la medianoche. De hecho, las labores de parto de mi madre eran prolijas y, en general, muy poco elegantes; empezó a parir en este momento (es decir, a eso de las siete de la tarde del cinco de diciembre de hace veinte años), para no terminar hasta después de las doce, dando como resultado un húmedo y desamparado niño de un kilo ochocientos que tuvo que ser conducido al hospital para una puesta a punto de quince días. Mi padre había tenido la intención — Dios sabrá por qué— de presenciar todo el proceso, pero se hartó del asunto a las dos horas. Hace mucho tiempo que estoy convencido de la importancia de esta anécdota, aunque jamás he sido capaz de averiguar su significado. Es posible que pueda encontrar la solución en ese instante en el que, hace dos décadas, olisqueé el aire por primera vez.


    * Literalmente «carretera». (N. del T. )
    *Desde los trece hasta los diecinueve años los jóvenes anglosajones son llamados «teen-agers»; literalmente, aquellos cuya edad termina en «teen». De ahí el cambio que supone, en esas culturas, la llegada de los veinte. (N. del T. )



    Confieso que hace meses que esperaba esta noche. Cuando hace una media hora se presentó Rachel pensé que iba a echarlo todo a perder, pero se ha ido a tiempo. Necesito llevar a cabo la transición decorosa y oficialmente, y experimentar de nuevo el final de mi juventud. Porque me ha ocurrido una cosa, no cabe la menor duda, y tengo muchísimas ganas de saber qué es. Bien: si recorro, digamos, mis tres últimos meses, y si intento aislar y descartar toda mi precocidad y todo mi infantilismo, mi listeza de alumno de sexto y mi marrullería de alumno de quinto, y toda mi autocomplacencia y autorepugnancia y autoloquequieran, quizá pueda localizar mi hamartanein y averiguar qué clase de adulto voy a ser. O, cosa que también es posible, quizá no lo logre. De todos modos, seguro que será muy divertido.

    Ahora son —veamos— un poco más de las siete. Me quedan cinco horas de juventud. Cinco horas; y luego entraré en ese ruidoso Brobdingnag que es, para los niños, el mundo de los adultos.

    Suelto el cierre de mi preciosa maleta negra y la abro encima de la cama: carpetas, cuadernos de notas, archivadores, abultados sobres de papel manila, líos de papeles atados con cuerda, cartas, copias, diarios; las notas marginales de mi juventud cubren por entero la colcha de retazos. Barajo los papeles para establecer una clasificación provisional. ¿Habría que organizarlos cronológicamente, por temas, por personajes? Es evidente que esta noche tendré que dedicar un rato a realizar rigurosas labores de oficinista. Tomo un diario al azar, cruzo la habitación, y me apoyo en la crujiente estantería de libros. Sorbo un poco de vino y vuelvo la página.

    El segundo fin de semana de septiembre. En ese momento ya sólo tenía que soportar otro par de días en casa antes de irme a Londres. Fue el jueves en que mi padre, mientras tomaba su primera copa en muchos años, me preguntó por qué no intentaba ingresar en Oxford y yo contesté con un gesto de asentimiento, como diciendo que por qué no. De todos modos, antes de ingresar en la universidad estaba previsto que tuviese un año libre. Mi profesor de Lengua siempre había remachado la idea de que yo era un chico condenadamente listo. A mí no me apetecía especialmente ningún otro lugar. Parecía lógico.

    Madre fue un frenesí de actividad a la mañana siguiente (preparándolo todo), pero a la hora del almuerzo parecía más bien despistada y espiritual, y decidió hacer la siesta. Cuando le pregunté si quedaba alguna cosa por arreglar, ella se lanzó a una serie de asociaciones libres hasta que quedó bien claro, de la misma forma que se aclara un rompecabezas, que lo único que había conseguido era decirle a mi hermana que yo viviría una temporada en su casa y también (supuse) que había estado dándole el típico rollo de media hora acerca de los peligros de la menopausia tardía, y demás guarradas femeninas de la misma especie.

    —Así que —le dije—, lo mejor es que llame a la Oficina de Preinscripciones de Oxford y a alguna academia.

    Madre abandonó la cocina con la palma de una mano apoyada en la frente y la otra suspendida en el aire, a su espalda.

    —Sí, hijo —gritó.

    Tardé una hora entera porque soy asombrosamente ineficaz con el teléfono. Hablé con las furcias clave del complejo administrativo de la universidad y finalmente conseguí hablar con la oficina de los Tutors, donde un escurridizo y necio anciano me dijo que, aunque él no era nadie para decirlo, estaba bastante seguro de que podrían encontrarme sitio. Fue entonces cuando comprendí que había estado esperando que apareciese algún obstáculo insuperable, un problema de fechas de matrícula, por ejemplo. Y, sin embargo, todo parecía avanzar sin trabas.

    No sabía por qué lo esperaba. Oxford significaba más trabajo, pero eso no era lo malo. Significaba más exámenes, pero, del mismo modo, prefiero tener horizontes definidos, crisis previsibles en las que centrar mis ansiedades. Es posible que, dado que soy una persona con tendencia a estructurar muy bien su vida, hubiese planeado los meses siguientes pensando en la inminencia de mi vigésimo cumpleaños. Aún me quedaban por hacer algunas cosas propias de jóvenes: conseguir un empleo, preferiblemente rastrero y no cualificado; tener un primer amor, o al menos acostarme con una Mujer Mayor; escribir más poemas primerizos y endebles para, de este modo, completar mi serie «Monólogo adolescente»; y, bueno, ordenar, simplemente, mi infancia.

    Hay otra explicación menos agradable. Mi familia vive cerca de Oxford, de modo que si elegía esta universidad tendría que pasar mucho tiempo en casa. Es más, la ciudad me resulta antipática. Lo siento, pero abundan demasiado los tipejos de chillona elegancia, las putas de la aristocracia, y los gilipollas provincianos con cara de empanada. Y las calles me parecen afectadamente estrechas.

    Una de las tradiciones de los Highway consiste en que los domingos por la tarde, de cuatro a cinco, cualquiera de los miembros de la familia puede visitar a su superior, en lo que este último llama su «estudio», para discutir allí el asunto que sea, o para implorar su ayuda o airear sus quejas. Basta con llamar y entrar.

    Mi padre, que ahora es una figura notablemente pequeña y con aspecto de perseguido, dijo hola y me preguntó en qué podía ayudarme, inclinándose al mismo tiempo sobre la jarra de litro de zumo de naranja auténtico, su ración diaria, que generalmente ya se había tomado a las once de la mañana. Sus ojos se asomaban cansados e hinchados por encima del cristal descolorido mientras yo le decía que ya estaba todo arreglado. Hubo una pausa, y se me ocurrió que ya no se acordaba del asunto. Pero se recobró pronto. Su hostil frivolidad adoptó la siguiente forma de expresión:

    —¡Fantástico! Mañana iré a Londres en coche. Supongo que puedo llevarte a ti también, a condición de que no tengas intención de cargar con todas tus propiedades, claro. Y no te preocupes por Oxford. No es más que la alcorza del pastel.
    —¿Cómo?
    —Quiero decir que no es más que un gasto extra.
    —Oh, desde luego. Por cierto, gracias por el ofrecimiento pero bajaré en tren. Hasta luego.

    Me preparé un café en la cocina y ojeé los escasos restos de periódicos dominicales que no estaban arrugados encima de mi madre, que parecía una tienda de campaña instalada en el sofá de la sala. En mi rostro brillaba una sonrisa satisfecha y cansada.

    ¿Qué esperabas?, pensé. Afuera, el cielo empezaba a adquirir un aspecto aborregado y oscuro. ¿Cuánto tardaría en anochecer? Decidí irme inmediatamente a Londres, ahora que aún estaba a tiempo.

    Supongo que en realidad tendría que explicarlo mejor.

    La cuestión es que soy miembro de esa triste y cada vez más reducida mayoría formada por los hijos de los hogares no despedazados. Cargo con este albatros desde los once años, cuando empecé el bachillerato. No pasaba ni un solo día sin que alguno de mis amigos resultara ser hijo adoptivo o ilegítimo, o cuya madre estuviese a punto de largarse con algún tipo, o que fuera huérfano o que tuviera a un desarrapado padrastro. Qué vidas tan agitadas las suyas. Cómo les envidiaba que tuviesen tantas excusas para la introspección, que poseyeran esos receptáculos especiales para sus legítimas hostilidades y nobles lealtades.

    Una vez, el año pasado, mientras holgábamos en el bar del colegio, como alumnos de sexto que éramos (todos los demás tenían que estar en clase), fui tediosamente criticado por un amigo que me acusaba de «odiar» a mi padre, que al fin y al cabo no era ni un tipo vil ni tampoco un déspota, sino simplemente prescindible. Mi amigo comentó sin alzar la voz que él no albergaba «sentimientos de odio» hacia su padre, aunque éste se pasaba aparentemente la mayor parte de los días con una mano en torno a la garganta de su esposa y la otra en el culo de la au pair. Exacto, pensé. Eché mi silla hacia atrás hasta apoyarla en la pared y le contesté (con mentalidad en parte altruista, tras haber leído esa semana una antología de ensayos de Lawrence):

    —Te equivocas, Pete, completamente. El odio es la única reacción emocionalmente educada frente a un ambiente familiar estéril. Es una emoción destructiva y... dolorosa quizá, pero creo que si pretendo mantener viva a mi familia en mi imaginación y mis vísceras, ya que no en mi corazón, no me queda más remedio que fomentarla.

    Joder, pensé, y lo mismo pensaron ellos. A partir de ese momento Pete me miró con melancólico respeto, como a alguien que permanece escéptico después de una impresionante sesión de espiritismo..., que es, naturalmente, el aspecto que yo tenía; por fin resultaba para los demás inteligible, al menos moralmente.

    No es que no haya, en mi opinión, apremiantes y sobradas razones para odiarle; lo malo es que constituye un correlativo objetivo demasiado insignificante, que nunca hace nada que sea brillantemente desagradable. Y, por todos los dioses, en esta época los muchachos necesitan tener cerca de sí algo que les excite, por tacaño que sea quien proporciona la materia prima. De modo que la emoción que se cuela en nuestra casa como un ladrón que trata de forzar todas las puertas, sólo ha encontrado sin cerrar, y hasta completamente abierta, la mía: porque dentro no hay nada de valor.

    Ahora me arrodillo, tomo de la cama el montón más grande de papeles, y lo extiendo en el suelo.

    Es extraño; aunque probablemente sea el personaje mejor documentado de mis archivos, mi padre no se ha hecho merecedor de un cuaderno, ni siquiera de una carpeta, con su nombre. Madre tiene, naturalmente, un archivador, y mis hermanos y hermanas encabezan cada uno el clásico folletito en cuarto (con la excepción de la intrascendente Samantha, a la que sólo he dedicado un bloc de tres peniques). ¿Por qué no hay un bloc especial para mi padre? ¿Es éste un modo de contraatacarle?

    Escribo «P» en el extremo superior izquierdo de todas las páginas en las que aparece.

    Mi padre ha engendrado seis hijos en total. Antaño yo sospechaba que había tenido este número sólo por demostrar la catolicidad de sus gustos, para enaltecer su imagen de patriarca tolerante, para informar al mundo que tenía los huevos muy potentes. De hecho somos cuatro varones, y nos ha ido dando nombres cada vez más a la moda: Mark (veintiséis), Charles, el abajo firmante (a punto de cumplir los veinte), Sebastian (quince) y Valentine (nueve). Y sólo dos chicas. A veces pienso que me hubiese gustado ser chica, aunque sólo fuese para nivelar esta balanza.

    La característica menos atractiva, o al menos una de las características menos atractivas, de mi padre es que va estando más en forma a medida que envejece. Desde el momento mismo en que empezó a enriquecer (proceso éste extraordinariamente misterioso, que se remonta ocho o nueve años atrás), empezó también a interesarse cada vez más intensamente por su salud. Se fue a jugar a tenis los fines de semana, y a squash tres veces a la semana en Hurlingham. Dejó el tabaco y se abstuvo del whisky y otras bebidas perjudiciales. Yo entendí correctamente todo esto como una vulgar admisión por parte de mi padre de que ahora que era rico tenía intención de vivir más años. Hace pocos meses sorprendí al viejo plasta haciendo flexiones en su dormitorio.

    Además tiene un aspecto sudoroso. Debido sin duda a los efectos retardados de la conmoción, el pelo empezó a caérsele en cuanto comenzó a reunir dinero. Durante una temporada probó cosas como peinarse esos rizos a modo de algas, hacia adelante, prácticamente desde la nuca, formando así un gorro sostenido con fijapelo que cualquier movimiento brusco bastaba para partir, revelando la blancuzca piel. Pero con el tiempo acabó por comprender que no servía de nada y dejó que el pelo hiciera lo que le diera la gana, cosa que hizo, tomándose el pelo a sí mismo a base de reducirse a un par de canosas alas laterales que enmarcaron desde entonces el mondo resto de la cabeza. Fue una gran mejoría, siento tener que admitirlo, porque desde entonces, combinada la calva con su cara grande y afilada y con su cuerpo paticorto, acabó obteniendo una presencia sexualmente huronesca.

    Desde hace algún tiempo, sus favores huronescos son propiedad exclusiva de su amante, según me informó a los trece años mi hermano mayor. Mark aceptó el hecho de modo disolutamente maduro y se negó a mostrarse paciente ante mi falsete de escándalo. Gordon Highway, me explicó, era todavía un hombre saludable y vigoroso; su esposa en cambio... Bueno, tú mismo puedes verlo, me dijo.

    Y lo vi. Qué amasijo. Se le había encogido la piel de la cabeza hasta el extremo de acentuar su mandíbula y proporcionar espaciosas bodegas para los sombríos estanques en los que se habían convertido sus ojos; los pechos habían abandonado anos ha su primitivo lugar de residencia y ahora flanqueaban su ombligo; y sus nalgas, cuando se ponía pantalones elásticos, bailaban detrás de sus rodillas como sacos de arena. La literatura sentenciosa que acostumbraba a leer le daba fuerzas para descuidar su aspecto. Y mientras el pelo se le empezaba a caer, adoptó los pantalones vaqueros y los jerseys de pescador. Vestida con la ropa de cuidar el jardín parecía un campesino ligeramente afeminado pero perfectamente fortachón.

    Fuera como fuese, me desmadré del todo en cuanto me enteré del asunto, más bien como reacción, pienso yo, ante la repugnante tolerancia de mi hermano. Además, no se me había ocurrido nunca pensar que mi padre fuera un hombre especialmente vigoroso, ni que mi madre fuese una mujer especialmente fea, ni tampoco que ni el uno ni el otro fueran nada más que una pareja mutuamente satisfecha del otro, de una manera tan tranquila como asexuada. Y, en términos sexuales, yo me negaba a verles así. Era demasiado joven.

    Ni siquiera esto, sin embargo, ni siquiera esto sirvió para dar un poco de mordiente, un poco de mala leche a mi vida familiar. La cocina de los Highway, a las nueve en punto de la mañana de un lunes cualquiera.

    —¿Te vas ya, cariño?

    Mi padre empuja a un lado su pomelo, se seca la boca con una servilleta.

    —Ahora mismo.
    —¿Podré localizarte en el piso, o en el número de Kensigton?
    —Bueno, en el piso esta noche y —entrecerrando los ojos— creo que el miércoles. Así que en el número de Kensington el martes y probablemente —arrugando la frente— , probablemente el jueves. Si tienes alguna duda, llama a la oficina.

    Yo siempre trataba de evitar estos diálogos y me venían ganas de mearme en los pantalones cada vez que era testigo de uno de ellos. Pero si hay que ser justos, tampoco es que fuera la clase de asunto que te permite ponerte hecho una fiera. Ojalá mi madre no lo hubiese aceptado tan tranquilamente. Seguro, pensaba yo, seguro que debe de pasarse sus buenos ratos preguntándose cuándo empezará él a regresar el sábado por la mañana en lugar del viernes por la noche, cuándo empezará a irse el domingo por la noche en lugar del lunes por la mañana, cuándo su fin de semana familiar se transformará, repentina e inevitablemente, en su día con los niños.

    Hice las maletas —cruciales cosas de jovencito, montones de libros de bolsillo, y algo de ropa— y luego eché una ojeada por toda la casa en busca de alguien de quien despedirme.

    Madre dormía aún, y Samantha se había ido a pasar el día en casa de una amiga. El estudio estaba vacío, de modo que erré por los oscuros pasillos llamando a mi padre, sin obtener respuesta. Sebastian, teniendo en cuenta que ya había cumplido los quince, debía de estar mirando el techo de su cuarto. Quedaba un hermano.

    Valentine estaba en el cuarto de jugar del último piso, hundido hasta las rodillas en una metrópolis de Scalextric y refulgentes coches de carreras. Le dije que iba a irme y le pedí que me despidiera de todos, pero él no podía oírme. Dejé una nota en la mesa del vestíbulo, y salí a hurtadillas.


    Siete y veinte: Londres


    Ahora contemplo mi habitación y la encuentro un lugar agradable donde vivir: sobre todo gracias a las dos botellas de vino, la iluminación indirecta, la desmayada pero tranquilizadora presencia de papel y libros. El Londres de Highway, uno de mis cuadernos de notas, dice que encontré la habitación «deprimente, rebosante de nostalgia del pasado, acurrucada en melancólico desafío cuando me volví a mirarla» aquel domingo de septiembre. Palabra del abajo firmante. Imagino que lo que ocurre es que aquel día me sentía más tristón, o que les tenía más respeto a mis tristezas, o que tenía mayor tendencia que ahora a pensar que esos humores poseen algún valor. Naturalmente, si hemos de fiarnos de Philip Larkin, todos detestamos nuestra casa y tener que estar en ella.

    Fue sin duda maravilloso salir de casa y, pensándolo bien, me sentí muy animoso y varonil mientras recorría el sendero sembrado de nueces que me conducía al pueblo. Faltaba todavía un cuarto de hora para que saliese el autobús de Oxford, de modo que me tomé una bien ganada caña en el pub y charlé con el dueño y su averiada esposa, Mr. y Mrs. Bladderby. (Es interesante señalar que la madre de Mrs. Bladderby estaba más averiada incluso que su hija; tenía ochenta años y, además, durante una reciente excursión, dejó que una infernal máquina agrícola se le llevara la pata; estaba demasiado cretinizada para morir del susto, y de hecho no había mencionado nunca la campestre escena. Mrs. Lockhart vivía ahora en la habitación situada encima del bar, y cada vez que necesitaba algo golpeaba el piso con un taco torcido de billar. ) Al desaparecer Mrs. Bladderby para atender una de esas llamadas, Mr. Bladderby señaló con el mentón mis maletas y me preguntó si me iba otra vez de vacaciones.

    Estuve dando rodeos hasta que regresó la señora y entonces me sentí dispuesto a dejar claramente establecido que, por mucho que yo fuera un presuntuoso imberbe y un mocoso arrogante de cara lechosa, lo cual era indiscutible, mi viaje a Londres no suponía que ellos, o el pueblo, me resultaran antipáticos, ni tampoco era un síntoma de desencanto en relación con las piadosas costumbres de los rústicos, etc., etc. Les di dos motivos. El primero, «para estudiar», que me permitió obtener una sombría aprobación por parte de Mr. Bladderby; el segundo, «para ver a mi hermana», gracias al cual conseguí una amistosa mirada de su esposa. Cuando terminé mi caña y miré el reloj, los dos parecieron lamentar de verdad que me fuera, y dos de los viejos inútiles del pueblo alzaron la vista y me dijeron adiós. Cerrando la puerta después de salir, me sentí absolutamente seguro de que uno de ellos estaría diciendo ahora:

    —Ese Charles, oye, el muy jodido, es un chico magnífico.

    Y el otro:

    —Estoy de acuerdo. El muy jodido...

    Y tenían toda la razón. Pensándolo bien, en realidad eso de «autocomplacencia» me parece un calificativo poco apropiado. No es tanto que yo me guste o me quiera a mí mismo, sino más bien que cuando pienso en mí mismo me pongo muy sentimental. (Y pregunto: ¿es esto normal en alguien de mi edad?) ¿Qué pienso de Charles Highway? Pienso: «¿Charles Highway? Oh, me gusta. Sí, siento debilidad por Charles. Ese Charlie está muy bien. Chuck..., un tipo fantástico. »

    Incluso el autocar estaba bien. Me senté en primera fila, para admirar al regordete y serio conductor, cuya mirada, más fija que la de una serpiente, combinada con su prestancia natural, constituía un buen espectáculo. La alegría me subía por el cuerpo como una droga: sonreí a mis compañeros de viaje, miré por la ventanilla sin el menor interés, y me mostré educado y deferente ante el empleado de la compañía, a quien le di la cantidad exacta de dinero tras enunciar claramente el destino de mi recorrido.

    Tampoco es que este viaje pareciese uno de esos que marcan una época. Quizá lo único que pasaba es que antes de salir había llamado a una chica, Gloria.

    Fuera como fuese, la estación de Oxford, que desde que fue recientemente modernizada parece un establecimiento Wimpys, calmó mi exaltación. El kiosco estaba cerrado, de modo que tuve que sacar un libro de bolsillo de mi maleta. Busqué un asiento adecuadamente alejado de la ventanilla y dejé Una habitación con vistas a mi lado, sin intención de abrirlo en todo el viaje.

    Londres es la ciudad a la que va la gente a fin de regresar de ella más triste y más sabia. Pero yo ya había estado allí; de hecho, hacía sólo tres semanas que había regresado de Londres.

    Cuando me dieron mis sobresalientes notas, mi padre me entregó impasiblemente setenta y cinco libras para que con ellas me largase de Inglaterra y me lo «pasara en grande». Me sugirieron que me fuese a un país cálido y sano, y que me quedase una temporada allí; pero aparte de esto me dejaron elegir libremente. Un amigo tenía que irse a España la semana siguiente, así que le di una carta rebosante de noticias para mis padres, a fin de que la echase al correo una vez allí. Luego, junto con Geoffrey (un amigo de mentalidad parecida a la mía), me dirigí a la Gran Ciudad.

    Nos guarecimos durante un mes en el apartamento que tenía en Belsize Park una tal Miss Lizzie Lewis, la hermana actriz de Geoffrey, que se hallaba ausente, en una gira de pantomima que se celebraba en unos campamentos veraniegos de Port Talbot. Es un mes que siempre me inspira cierto lirismo acnéico. Un mes de bares ruidosos, máquinas tragaperras, cacerías de chicas y húmedas ensoñaciones, blanco olor a sudores y tardes polvorientas, tomaduras de pelo por parte de hippies morbosos, y dilatación de los horizontes mentales por medio de drogas tales como vomitar chuletas de cerdo o padecer diarrea por culpa de un consomé. Terminaba una mañana de mediados de agosto cuando bajé casualmente la vista hacia la zona ondulante que había entre mi estómago y el estómago de una chica con la que estaba follando en ese momento (y, debo añadir, en un estado sudoroso y resacoso). Lo que vi allí fueron gusanos de suciedad..., como cuando el obrero, terminada la jornada, regresa a su casa a grandes zancadas y frotándose las encallecidas manos de modo que el polvo sobrante se acumula hasta formar unas delgadas tiras negras que se quita rápidamente pasándose las manos por el pantalón. Con la diferencia de que nuestras tiritas estaban en nuestros estómagos y eran mucho más gruesas: del tamaño de una angula.

    Llegué de vuelta a Oxford a tiempo para el almuerzo de ese mismo día, y conté febriles historias acerca de que España había tenido el peor verano desde la guerra, y de ahí mi palidez. Mis padres me informaron, sin embargo, que yo «había sido visto» en Portobello Road la última semana de julio. Lo negué y les hice callar fingiendo encontrarme mucho más enfermo de lo que estaba, aunque la verdad es que no tuve que esforzarme mucho para cerrarles la boca. (También estaba el problema del pequeño regalo de despedida que me había hecho la chica —mi compañera de mugre —, pero eso es otra historia. )

    El tren entró en Paddington a eso de las ocho y media. La estación, vacía teniendo en cuenta que aquel fin de semana era fiesta en todo el país, parecía enorme, ecoica, etc., y confié en que tuviera en mí efectos misteriosos y hemingwayescos. Es curioso (¿no?) que recuerde esto tan claramente: mucho más que los acontecimientos de las dos últimas semanas.

    Al final decidí tomar un taxi, con el argumento de que sería indirectamente un ahorro, pues ya no podría salir con Gloria y la velada no me costaría más que una cucharadilla rasa del café instantáneo de mi hermana. Es más, era tarde, muy tarde para ir en metro sin ser denunciado por los borrachos o, como alternativa, ser castrado por los skinheads. Cuando el taxi subía la rampa que desembocaba en la ciudad, empecé a tranquilizarme practicando el acento de la clase media-baja, pensando en mi cuñado. Desde detrás de los cristales ahumados contemplé las numerosas muchachas con camiseta púrpura y chaleco afgano que caminaban por las callejas que median entre Paddington y Notting Hill Gate.

    Sólo en dos ocasiones había estado con Norman Entwistle, el aterrador marido de mi hermana. Ahora le vi por tercera vez cuando enfilé la cuesta que conduce a su casa de Campden Hill Square. Si no hubiera sido por el estruendo que armaba, seguro que ni me hubiese fijado en él.

    Norman estaba en lo alto del solitario árbol que se encontraba en el centro del ralo jardín de la fachada. Daba la sensación de que estuviera tratando de serrarse a sí mismo en dos mitades; una actividad que, a juzgar por lo que le había visto hacer en las dos exhibiciones previas, no parecía superior a sus fuerzas. Tenía ambas piernas y un brazo enroscados en torno a una rama. Utilizando la mano que le quedaba libre como si fuera un pistón, trataba de serrar esa rama por su base. La rama, que se encontraba a casi dos metros del suelo, estaba evidentemente seca.

    Me detuve.

    —Cuando acabes de serrarla —le indiqué—, te caerás.

    Norman me ignoró. Pude distinguir parte de su cara; estaba tensa, en plena concentración asesina.

    —Al suelo —le expliqué.

    Seguí mirándole durante unos segundos, y luego me acerqué a la casa y llamé al timbre. La puerta estaba a punto de abrirse cuando oí un violento crujido —como el que produce la madera al partirse— seguido de un fuerte estruendo. Me volví. Norman ya estaba en pie, sacudiéndose el cuerpo como si estuviera infestado de piojos.

    —Vaya por Dios —dijo Jennifer Entwistle, mi hermana.

    Nos dimos un beso, sonrojándonos, como siempre que nos besábamos, y de camino hacia la cocina me lanzó la consabida regañina por mi prematura llegada.

    —¿Se puede saber qué pretende hacer Norman? —pregunté después.
    —Ah, sólo está serrando una rama seca.

    Imaginé que estaba interrumpiendo el desenlace de alguna pelea. Probablemente Jenny se había preguntado en voz alta qué día iba Norman a decidirse a cortar la rama seca, y Norman salió corriendo para serrarla inmediatamente, y dejarla a ella en mal lugar.

    Procuré no estorbar y me senté en la cocina, me puse las gafas y vi cómo preparaba el té. La encontré la mar de bien. Cuando interpretaba su papel de hermana mayor siempre me había parecido una chica sin gracia y más bien mohína. Ninguno de mis amigos (por ejemplo) me había preguntado nunca qué tal estaba de tetas. Ni siquiera cuando volvía de Bristol a pasar las vacaciones en casa —época en la que yo era muy sensible para estas cosas— llegué ni una sola vez a masturbarme pensando en ella. Sin embargo, sí me masturbaba pensando en ella —febrilmente— a todo lo largo de las últimas vacaciones de Navidad. Esa languidez voluptuosa, esos movimientos rebosantes de vigor, lentos y ágiles: toda una transformación, una auténtica liberación física. Por citar a mi hermano Mark, que subió con su deportivo en Nochebuena para irse de nuevo al día siguiente de Navidad, Jenny parecía «ebria de semen». Y era evidente que la leche que mamaba era la de Norman, porque no regresó a Bristol para terminar su licenciatura de letras, y el siguiente abril ya se habían casado. En este momento parecía un poco resacosa, pero la mar de sana. Era sobre todo digno de ver su cabello, largo, brillante y muy abundante para ser una Highway; y, sorprendentemente, aunque fuese una rubia más bien parduzca, y una mujer de huesos grandes, pechos considerables, caderas anchas y, en general, un poco cetrina, no había motivos para creer que una vez desnuda olería a huevos duros y bebés muertos.

    Entonces entró Norman. Me Saludó con un gesto y se sentó a la mesa, para alisar con ademanes nerviosos un sobado Sunday Mirror sobre su superficie artificial. Leyó concentradamente, con la nariz a unos veinte centímetros de la página, enjuagándose la boca con la taza de té que Jenny tuvo que rellenar repetidas veces. Ella se quedó en pie junto a su marido, con una mano extrañamente apoyada en su hombro, mientras charlaba conmigo de la familia y de mis planes.

    En esa ocasión Norman no habló más que una sola vez. Yo había dicho que quizá Gloria pasara a verme más tarde.

    —¿Querrá quedarse a cenar? —me había preguntado Jenny.
    —Qué va —dije yo—. No creo que llegue antes de las nueve o nueve y media.

    Norman alzó la vista del periódico y, de forma burlona aunque no desaprobadora, me dijo:

    —Un polvo y un café, ¿no es eso? Sólo un polvo y un café.

    Después del té me fui a deshacer las maletas. Mi dormitorio estaba en la parte anterior del sótano, y dominaba una panorámica de bidones de basura y carbón redundante. Era evidente que Jen lo había arreglado un poco: cortina y colcha a juego, mesa de café de la Expo 59, escritorio y silla. Me tendí en la cama antes de arreglar el equipaje. La habitación no iba a exigir, después de todo, un acondicionamiento especial para recibir a Gloria: unas cuantas fundas de disco negligentemente esparcidas por todas partes, algunos libros de bolsillo populacheros, ventajosamente exhibidos desde la mesa y el despacho, y los suplementos a color, abiertos por la página más adecuada, en el suelo. Probablemente Gloria no tuviera aún una idea muy exacta de cómo era yo, así que no tenía sentido exagerar los detalles.

    Me pregunté si le había contado alguna mentira importante de la que pudiera ser necesario retractarse, pero no se me ocurrió ninguna. Aunque..., ah, sí, que yo tenía veintitrés años y era huérfano con padres adoptivos, eso era todo. (Era una chica poco exigente. ) Así que lo que hice fue sacar un cuaderno de notas y esbozar una breve lista de temas con los que entretenerla durante el paseo de regreso desde la estación y la media hora preparatoria. Podía explayarme hablándole de que mis padres adoptivos me habían pegado la bronca por lo del verano pasado, lo que me serviría de paso para explicar el motivo de que no me hubiese puesto en contacto con ella durante el último mes. Además estaba el serial de las lecciones de conducir de Gloria (que le daba su padre, un peso pesado que trabajaba como instalador de moquetas), ya que sin duda ella disfrutaría de la oportunidad de ponerme al día. Por otro lado, siempre quedaba el tema de la música pop. Lo cual, por cierto, me recordó que había otra mentira: mi amistad con Mick Jagger. Pero antes de nada subí a la planta baja para hacer una llamada. No a Gloria, sino a Rachel.

    De hecho, después de marcar seis números me acobardé, colgué, inspiré profundamente varias veces, y marqué de nuevo; se puso su madre, una europea del continente, y volví a colgar.

    Cuando me dirigí al baño entreví a Jenny y Norman, que estaban en pie junto a la cocina. Disfrutaban un beso; bueno, en realidad un beso combinado con un achuchón. No resultó ni la mitad de extraordinario de lo que yo había esperado.

    Había que ver a mis padres cuando les llegó la noticia.

    Una vez más el desayuno de los Highway, el sábado antes de Pascua.

    —¡Dios mío! —exclama mi madre—. Jenny va a casarse.

    Gordon Highway:

    —¿Jenny?
    —Jennifer. Con un hombre de negocios. Treintañero. «Norman Entwistle. »
    —¿Qué clase de hombre de negocios?
    —«Electrodomésticos» —Lee ella—. «Electrodomésticos de segunda mano. »
    —¡Dios mío!
    —Dentro de dos semanas. Piensa dejar Bristol.

    Mi padre se inclina hacia adelante.

    —¿A quién va dirigida la carta?
    —A nosotros dos. La he abierto porque...
    —Ya. Bien, ella ya tiene veinticuatro años (de hecho, sólo veintitrés) y es legalmente mayor de edad. No veo motivos para forzar el asunto —suspira—. Tendremos que organizar una reunión o algo así, ¿no?
    —Jenny dice que ya comprende que nos avisa con muy poca antelación. Dice que le parece que lo mejor sería una cena. En casa de él.

    Mi padre alza una mirada malévola desde el periódico.

    —Bueno. Algo es algo.

    El siguiente fin de semana la pareja vino en coche a tomar el té. Yo lo diluí. Mi envaliumada madre aleteó entre ellos dos en el sofá. Mi padre anduvo de un lado para otro frente a la chimenea. Cuando Norman articuló palabras tales como «canapé» y «disculpe», y, en otro momento, «retrete», mi padre se retorció haciendo tales muecas de dolor que cualquiera hubiese dicho que padecía una horrible jaqueca. Le fastidiaron un poco la opulencia del coche y los avíos de Norman, pero no es de esos hombres que se acobardan ante lo que sólo son indicios de privilegio. (Es más, mi padre parecía tan bajísimo al lado de Norman, que de hecho éste tuvo prácticamente que doblarse por la cintura para darle la mano. )

    Mientras mi madre y mi hermana celebraban su conferencia sobre bebés, lunas de miel y tensiones premenstruales, yo jugué con Norman al backgammon, que luego abandonamos para echar una partida al veintiuno. Parecía que nos llevásemos muy bien.

    —Hubiera podido ser peor —supuso mi padre después de que se fueran.

    Gloria y yo habíamos llegado a una situación de estancamiento en torno a la cuestión de si es o no legítimo —excluyendo, en lo que se refiere al tema discutido, el género de la Tamla-Motown— utilizar el acompañamiento de viento en la música pop, cuando conté mentalmente atrás de diez a cero y me deslicé hacia ella con los ojos entrecerrados, los labios haciendo un puchero, los brazos bien abiertos.

    Le pregunté si estaba cómoda. De hecho, se trataba de una cita directa de Conquistas y técnicas. Una síntesis, una de mis carpetas. La mayor parte del material que tengo reunido en ella se encuentra en forma de anotación, más algún que otro diagrama; pero cuando se me ocurre alguna idea realmente buena, o un detalle que vale la pena desarrollar, lo convierto en toda una frase vestida de etiqueta (que rodeo de un círculo trazado con tinta roja). La parte titulada, simplemente, «Gloria», ahora lo comprendo, está escrita en un estilo bastante pomposo y burlonamente heroico, como las descripciones de altercados de taberna en Fielding..., y éste es un estilo que casi no me merece ninguna consideración. Pero en cierto sentido armoniza con el tema, de modo que lo he dejado tal como está. Aquella velada fue inimitablemente adolescente y, al fin y al cabo, nunca jamás volveré a vivir un rato así.

    En primer lugar, espero acertar cuando doy por supuesto que la sexualidad adolescente es muy distinta de la sexualidad postadolescente. No es una cosa que te limites a hacer, sino algo que tienes que hacer. Para los mayores de veinte años, lo admito, también debe de ser una obligación: pero para ellos es una obligación con respecto a la pareja, y no con respecto a uno mismo, como nos ocurre a nosotros. Échenles una ojeada a las casposas furcias del supermercado de su barrio, muchas de ellas cargadas de hijos. Vestidas tienen un aspecto realmente sombrío. ¡Imagínenselas desnudas! Pellejos que les caen como un yo-yo entre los muslos, pechos tan fláccidos que hasta se podría hacer un nudo con ellos. Habría que estar literalmente galvanizado de afrodisíacos para considerar la mera posibilidad de tirárselas. Y sin embargo, sea como sea, la gente lo hace. Miren, si no, cuántos niños. El adolescente podrá ser más espontáneo, perruno, etc., pero solamente porque se trata de añadir un nuevo nombre a la lista, de hacerse otra muesca en la polla... Quizá exista una especie de meseta entre los veinte y los treintaypoquísimos años. Quizá me decida a aumentar el peso estadístico de tan asquerosas especulaciones bajando mañana por la mañana al pueblo, y averiguándolo personalmente. (No me costaría nada ligarme a la tonta del pueblo que, de todos modos, nos la peló una noche a Geoffrey y a mí simultáneamente desde el otro lado de la verja del colegio; nosotros nos quedamos muy quietos, aferrados a los barrotes, como presos. )

    Bien: Gloria. Imagino que el varón adulto suele temer que la cosa vaya a ser espantosa, y a menudo se encuentra con la agradable sorpresa de comprobar que no es tan, no tan, horrible como, con buenos motivos, se había imaginado. Con el adolescente ocurre lo contrario. Gloria y yo nos desnudamos el uno al otro, y sin llegar a separarnos. Siempre olvidaba la tremenda intensidad del cambio que ella experimentaba en cuanto la tenía debajo. En circunstancias normales, teniendo en cuenta su azoramiento para toda clase de conversación previa al coito, su cara modestamente bonita, sus movimientos agarrotados, al principio no eras más que un juguete de su inquietud. Pero, una vez debajo, Gloria era capaz de distinguir todas y cada una de las diferencias que hay entre tener la rabia y estar caliente.

    No fue del todo mal, recuerdo, o no especialmente peor que de ordinario. Quince o quizá veinte minutos de esfuerzos para no correrme, con un perlado terror a lo que ocurriría cuando lo hiciese; un orgasmo decente (es decir perceptible); unos dos o tres minutos más de agarrotada detumescencia. La polla alcanza el mínimo prescrito y es suplantada por un pulgar de bien recortada uña; Gloria tiene otros..., ¿cinco? orgasmos; y así termina. Ruedo hacia un lado. Mi pulgar tiene el mismo aspecto que si hubiese estado nadando cinco horas: gris, hinchado, salpicado de manchas en los sitios donde antiguamente me lo mordía. Mí despertador afirma que no son más que las diez y cuarto. Ojalá estuviese de vuelta en Oxford.

    Un fenómeno notable para los estudiosos de la condición humana. Mientras pienso en todo esto, mientras hojeo mis notas, tengo una desagradable erección. Si Gloria entrase ahora por esa puerta..., volvería a hacerlo. Es ciertamente una chica de aspecto agradable: un excelente tipo de peso medio, melena pelirroja, labios enormes, un número sensato de pecas, y, paradójicamente, la desnudez le sienta bastante bien. Pero estos atractivos no deberían bastar para oscurecer (y mucho menos para borrar) la elemental correlación que existe entre placer y dolor. ¿Es posible que sólo busquemos la experiencia?

    Recobrada gracias a un pitillo, Gloria malgastó la siguiente hora tratando de volver a despertar todo mi potencial de joven de diecinueve años. Conquistas y técnicas. Una síntesis. «Ahora se puso a engatusar y agitar mis caracolíneos genitales, a registrarme la oreja con la lengua, a recorrer mis tobillos y escápulas en busca de zonas erógenas por descubrir. Tras nuestro segundo emparejamiento llegó al extremo de fingir un tercer orgasmo. Confunde mis gorgoteos de dolor por exclamaciones de placer viril. » Cosas así.

    —¡Wow! —dije luego—. Eso sí que ha estado bien. Bueno, ¿tienes suficiente almohada? Buenas noches, que duermas bien. Hasta mañana.

    Gloria me dirigió una mirada extraña.

    Vuelto hacia la pared, fingí dormir: algún que otro murmullo incoherente..., dos o tres intentos de ronquido..., ciertos espasmos nerviosos. Pero las sábanas seguían susurrando a mi lado. Noté una mano que atravesaba las zonas inferiores de mi espalda. Pocos segundos después —captada por el radar de mis sensibilísimos pelos púbicos— danzaba por encima de mi entrepierna. Y mi entrepierna, en su más puro estilo juvenil, dijo:

    «¡Estoy dispuesta!»

    Durante la larga sesión precopulativa estuve mirando hacia abajo..., y qué vi sino a Gloria, practicando esa perversión conocida por el nombre de fellatio. Inexplicablemente, lo hacía con el mayor rigor y entusiasmo, girando la cabeza a fin de que su lujosa y larga melena se deslizara sobre mis muslos, caderas y estómago, acariciándolos. Visualmente aquello era de lo más atractivo, pero apenas si pude sentir un lejano e irrelevante entumecimiento, aparte de, en mis piernas, calambres alternados con hormigueos. ¿Acaso me he corrido ya?, me pregunté.

    Gloria no era de esa opinión. Ascendió de súbito y dijo: «Sólo les hago esto a los chicos que me gustan de verdad»; me dio un espumoso beso en los labios, y me empujó hasta colocarme encima de ella.

    Recuerdo que hubo un momento en el que abandoné el fragmento de empapelado que había estado estudiando para observar el rostro de Gloria (sólo para mi archivo): y me pareció impresionantemente atávico, tanto como el empapelado. En conformidad con esto, le llegó el orgasmo con los dientes apretados, estremecimientos a modo de latigazos, desmayados gañidos; el mío (pero, ¿lo tuve?) estuvo acompañado de dolores lumbares, jadeos bronquíticos y un absoluto derrumbamiento interior. Cuando me retiré se me ocurrió que seguramente iba a dejar toda la habitación de Jenny manchada de sangre.

    Gloria, terminada la carrera, se quedó tendida. Al cabo de un rato se enroscó y se puso a dormir. Y yo, rebosante de envidia, me quedé mirando al techo.


    Ocho menos cuarto: Costa Brava


    Suelo llenar, en promedio, siete diarios al año; por grandes que sean las páginas, y por muy lacónico y austero que trate de ser, mis días llenan semanas. Estas primeras secciones me han salido embarazosamente rebosantes de juvenil generosidad. Pero ahora echo una ojeada a estas apretadas columnas y, querido Charles, sonrío recordando tus últimas vacaciones. —Comprendo. Así que ya has conseguido el ingreso.

    —En Sussex sí, pero no en Oxford.
    —Comprendo. Entonces, ¿quieres presentarte el próximo noviembre al examen para la obtención de becas?
    —Sí —(«estúpida puta, clítoris tonto») contesté—. Y necesitaré preparar el Temario General y el de Lengua y Literatura Inglesa —¿no debería saber ella todo esto?—. Y el de Latín.

    Dirigí desde el otro lado de la mesa una sonrisa a mi futura Directora de Estudios. Una mujer de lo más desagradable. No quiero entrar en detalles, pero tendría unos treinta y cinco años, y sus cejas eran más abultadas que el tupé de un teddy-boy, y los dientes le salían de las encías en ángulo recto.

    —Comprendo. Así que con nosotros sólo cursarás tres asignaturas, que son...

    Volví a repetirlas.

    —Y quiero hacer el Examen de Ingreso para Oxford —añadí, como si no fuese necesariamente pertinente, pero quizá tuviera algún interés por derecho propio.

    Volviendo a repasar mi recién completada ficha, leyó en voz alta, con un graznido como el de quien recita un ensalmo:

    —Asignaturas aprobadas en el Bachillerato Superior: Inglés, sobresaliente; Biología, sobresaliente; Lógica, sobresaliente —su papada cayó sobre su garganta—. Curiosa elección de asignaturas..., pero, bueno, creo que no nos va a costar mucho lograr que te acepten... —Ahora inclinó la cabeza a un lado para expresar una repentina duda—. Pero, ¿no eres demasiado mayor para ingresar en Cambridge?
    —Oxford. Y sólo tengo diecinueve años —le dije.

    Cuando desperté aquella mañana, el dormitorio era una guarida de rinocerontes, y las sábanas parecían una cálida camisa de fuerza. Gloria se había empeñado en cerrar la ventana y dejar encendida la estufa de gas, con el fin, supongo, de crear un ambiertte parecido al de la selva. Daba la sensación de que hubiese una capa de neblina por todo el suelo, como en las representaciones estudiantiles de Macbeth. Mi cabeza se elevó como un periscopio, buscando afanosamente un poco de aire.

    Salí poquito a poco de la cama, sin despertar a Gloria, y subí cautelosamente a la planta baja vestido sólo con mi trenka. Parecía que no se hubiese levantado nadie. Preparé dos tazas de té y —para la señora— dos rebanadas de pan integral para ayudarla a recobrar energías, que posteriormente decidí untar con extracto de levadura fresca de cerveza, a fin de crear una atmósfera báquica al terminar el desayuno.

    —Buenos días —dije, dejando la bandeja al lado de la forzada sonrisa de Gloria. Descorrí las cortinas un par de centímetros. Una cuchillada de sol atravesó oblicuamente la cama, provocando un gritito simbólico por parte de Gloria, que se había sentado e iba por su segunda tostada. La observé mientras terminaba. Se secó la boca con sus pecosos nudillos, se tendió con un gruñido y encendió un pitillo. Sus pechos estaban a la vista; ahora parecían blanquísimos. ¿Qué es lo que yo sentía por ella? Ambigua lujuria, afable superioridad, y gratitud. No parecía suficiente.

    Por la mañana Gloria estaba mucho mejor —de hecho, no había posibilidad de comparación—, porque yo sabía que el asunto no podía durar toda una noche. Me deslicé en la cama junto a ella, y exhibí la falsa erección provocada por mi llena vejiga. Aunque lo cierto es que el hedor que desprendía la cama empezó a parecerme bastante estimulante. El desayuno había animado evidentemente a Gloria, y empezamos a rodar metiéndonos mano y haciéndonos cosquillas, y riendo, en un evasivo fuego cruzado de malos alientos, antes de entregarnos cautelosamente al primer beso del día. Según mi limitada experiencia, este beso siempre resulta tolerable si uno lo da con ganas, mientras que en caso contrario tiene efectos eméticos. Yo se lo di sin verdaderas ganas, sobre todo teniendo en cuenta que aún no había alcanzado la madurez.

    Trágicamente, sin embargo, Gloria estaba «escocida». Lo normal, desde luego, es que yo me hubiera sentido aliviado al oírlo. Lo normal, desde luego, es que a mí me pareciese encantador que ella dijese que estaba «escocida».

    Gloria pareció sentirse bastante avergonzada.

    —No te preocupes —le dije—. En realidad resulta adulador.

    Inicié una prolongada exhibición de bondad por el hecho de no habérmelo tomado a mal, y me dediqué a reprocharle que fuese tan atractiva, y a sugerirle que quizá hubiese alguna fórmula que nos permitiera resolver este problema por vías indirectas: todo ello con muchos guiños y sonrisas que a Gloria le parecieron muy divertidos. Me dijo cosas como «Ay Charlie. Eres tremendo», y «La culpa no es mía», y «Uf, qué dolorida me he quedado». Al final acabé insinuándole que, bueno, ella podía, no sé, quizá, ya me entiendes... Ella se rió a carcajadas ante todos estos números, para luego subírseme encima e ir descendiendo poco a poco hasta que su cabeza quedó sumergida bajo una bóveda de polvo tembloroso e iluminado por el sol. Fue divino.

    Gloria desempeñaba el cargo de ayudante de dependiente en un afortunadamente cercano emporio del comercio de comida para animales domésticos situado en Shepherds Bush. La acompañé andando hasta allí, y luego regresé por Bayswater Road hasta la oficina de la academia, que estaba a sólo medio kilómetro de Campden Hill Square.

    Mrs. Noreen Tauber, Licenciada en Artes (Aberdeen), se dedicó a aburrirme un buen rato con fechas y demás. Luego, con un suspiro acompañado de un gesto ceñudo, se ofreció a acompañarme a ver las aulas y demás instalaciones, sin más ambición probablemente que demostrarme que aquello no era un asilo de ancianos ni una fábrica de betún. Subimos por un pasillo, admiramos un par de aulas idénticas, y regresamos por el mismo pasillo caminando sobre el inseguro parquet y escuchando el pedorreo de los radiadores de la calefacción. Anduvimos con relajado paso propio de cátedros de universidad cara, sosteniendo una conversación discursiva sobre temas generales, e intentado, con nuestras escasas fuerzas, hacer que aquel infierno pareciese un poco menos horrible de lo que era.

    Frente a la estación de metro de Holland Park hacían cabriolas unos músicos cojos. Compré algunos periódicos (los dos grandes de Fleet Street, en concreto el Sun y el Mirror), eché —izquierdoso que es uno— diez peniques al hongo de los músicos, y me quedé allí leyendo los titulares y marcando con el pie el compás de una pobre versión de «Oh, mi muñequita preciosa». Iba a enfilar hacia Notting Hill para tomarme un café en el Costa Brava cuando un marica de nariz aguileña y pelo aplastado salió de detrás de las cortinas del vecino fotomatón. Me preguntó la hora. Le dije cual era, señalándole el gran reloj que colgaba de la pared de enfrente. Me dio las gracias y me preguntó si solía ir al club Catacombs de Earls Court.

    —Creo que no —le dije, adulado.

    Estaba haciendo un septiembre soportablemente bueno, con temperaturas bastante elevadas al sol, de modo que me tomé todo el tiempo que quise para hojear los periódicos mientras caminaba hacia mi destino, deteniéndome de vez en cuando para reír un chiste y, sobre todo, para maravillarme ante el cuerpo de alguna modelo.

    Yo también fui, hace tiempo, marica. Vale la pena que dé algunos detalles sobre este asunto. Porque es posible que mi característica más encantadora y resultona sea el hecho de que siempre he sido un muchacho muy delicado, o todo lo delicado que se puede ser hoy en día.

    A los trece años, y de forma absolutamente espontánea, tuve una bronquitis.

    La noche después de que me la diagnosticaron bajé a escondidas a la planta baja y busqué la palabra en la enciclopedia. Y ahí estaba: «Bronquitis aguda»; eso era lo que había dicho el médico. Pero había otra incluso mejor: «Bronquitis crónica»; una bronquitis al año, por lo menos. Le pregunté al viejo Cyril Miller, nuestro médico de cabecera, si cabía alguna posibilidad de que mi enfermedad se convirtiese en crónica. Tras alabar los recientes descubrimientos científicos y las nuevas técnicas de tratamiento, afirmó que era muy poco probable. La bronquitis crónica estaba reservada a los ancianos nicotinizados con pulmones más resecos que una suela de zapato.

    Sin embargo, si a alguien le interesa pasar un par de semanas en cama (tal como yo logré hacer, bianualmente), y si tiene unos padres indolentes y crédulos, los resultados que se pueden obtener con un par de paquetes de tabaco francés son asombrosos.

    Además, conté siempre con la ayuda que me proporcionaron muchas otras circunstancias. La boca, por ejemplo, que la tengo hecha un auténtico desastre desde siempre. Los dientes de leche no se me caían ni por esas, y solían limitarse a desplazarse un poquito para dejar sitio a los nuevos. A los diez años había más dientes en mi boca que en la sala de espera de un dentista. Tarde o temprano, pensaba yo en aquel entonces, empezarán a asomarse por la nariz. Hizo falta pues que me hicieran complicadísimas operaciones quirúrgicas y que me metieran placas metálicas, tornillos, pinzas... De todo. Durante un par de años anduve por el mundo con una boca que parecía una caja de mecano.

    Y contraje dos veces las enfermedades que suelen padecerse una sola vez. Y mis huesos tenían la consistencia del mazapán. Y alimenté una variante estacional de asma.

    Es evidente que a mí todo esto me iba muy bien. Tardes soñolientas dormitando gracias a jarabes opiáceos para la tos, largas noches de las que sólo despertaba a mediodía, puñados de valiums robados en secreto, montones de aspirinas antes de desayunar. Leí todos los libros legibles que había en casa, y también la mayor parte de los ilegibles. Escribí dos poemas épicos: un romance heroico en veinticuatro cantos titulado «La cita» (© 1968), y una Tierra baldía asmática de seis mil versos cuyo título era «Sólo ríe la serpiente» ( 1970), partes de los cuales aparecen en el ya mencionado «Monólogo adolescente» en forma de sonetos. Escribí camafeos para prácticamente todas las personas que conocía. Registré todo lo que veía, sentía, pensaba. Me lo pasé en grande.

    Pero volvamos a lo de mi período marica.

    Cuando en el bar de los mayores le dije a mi amigo Peter que odiaba a toda mi familia, en realidad me estaba pasando un poco (a fin de redondear el efecto dramático). En realidad, las mujeres de mi familia no me molestan. Esta parcialidad sólo llegó a mi conciencia de forma oficial cuando estaba a punto de concluir el segundo de los inviernos que pasé postrado en cama. Y supuse que esta tendenciosidad no era especialmente grave. ¿Mi edad? Catorce años.

    Sin embargo, una tarde, medio dopado, leí un Grueso Libro de Bolsillo sobre Sigmund Freud.

    Pasé la noche en medio de un leve delirio, sudando en silencio mientras mi mente se tambaleaba, corría y hervía: y por la mañana desperté con la firme y hasta serena convicción de que era homosexual. Todo cuadraba. Yo había tenido, era cierto, una experiencia marica (un puñado de esmécticas experiencias maricas en la caseta del campo de cricket cuando cursaba la enseñanza primaria); además, yo era soprano, primera voz encargada a menudo de los solos en el coro; era todavía virgen, y con mi rostro aún desprovisto de granos tenía que fingir expresiones de experto cuando les contaba a los amigos lo muy a menudo que me la cascaba, y lo salvajemente que se movía mi frenética muñeca en esos momentos, tanto o más que la de ellos. Era, pues, evidente que en cuanto levantara el culo de la silla se me tirarían en el autobús de Oxford, y que pronto estaría alquilándoselo a los amistosos universitarios del Madalen College. Desconcertado, pero dispuesto a estar preparado para lo que fuera, leí las obras completas de Oscar Wilde, Gerard Manley Hopkins, A. E. Housman y (aunque apenas me sirviesen de nada) E. M. Forster.

    Más adelante, explorando la mesa de mi hermano mayor, encontré una revista de culturismo que se llamaba Tensio-dina-mismo o algo así, una de esas que te explican lo que hay que hacer para darle una paliza a todo aquel que intente molestarte en la playa. Regresé resignadamente a mi habitación, me enrosqué en la cama con la revista y empecé a volver las páginas esperando con ecuanimidad que se presentara la erección. Pero no hubo modo. Caras idiotas sonriendo con estúpido engreimiento, espantosos amontonamientos descontrolados de musculatura. En mi vida me había sentido menos caliente: lo que me desconcertó fue pensar cómo podían gustarles a las mujeres. Comprendí que estas caballeros no eran representativos; pero, aun así...

    Por fortuna tenía, y sigo teniendo, una mente que actúa como una trampa para osos; en cuanto una idea se suelta y escapa libremente, los muelles de mi cerebro vuelven a contraerse y se aprestan para recibir a la siguiente pata desprevenida. Al igual que la mayoría de personas que pasan por ser sensibles y obsesivas, no hay nada en el mundo que pueda llegar a interesarme de verdad, y paso enseguida de una cosa a la otra. Ahora ansiaba saber por qué no eran bolleras todas las mujeres. Fuera como fuese, aquel verano tuve una experiencia heterosexual muy formativa. Más tarde me referiré a ella. Ahora me limitaré a consignar que, como consecuencia directa de ella, me salió mi primer grano digno de tal nombre, una magnífica erupción de dos yemas, que me convirtió en objeto de numerosas envidias secretas cuando regresé en septiembre al colegio.

    Para ser justos, en el Costa Brava no había muchos locos, y sólo un puñado de maricas.

    Mientras me tomaba el café a sorbos ataqué el crucigrama del Mirror. Si lograba terminarlo, me tiraría a Rachel antes de que pasaran... tres semanas. Después de poner un par de palabras decidí que la telefonearía en cuanto regresara a casa. Sería una muestra de inteligencia llamarla ahora que todavía me sentía tolerablemente espermático y joyceano tras mi noche con Gloria. Con los ojos de mi imaginación veía al joven Charlie apoyado en la pared del pasillo de casa de Jenny, hablando sonriente por teléfono. No conseguí oír lo que estaba diciendo, pero tenía los ojos brillantes y el rostro agradablemente animado.

    —Hola, Rachel, Soy Char... fantástico, gracias. Y tú, ¿qué tal estás? Muy bien, nena. Sí, claro, esta noche me va bien.

    Pedí otro café. Una vieja pasó subrepticiamente dejando caer azucarillos envueltos en papel sobre la silla que estaba delante de la mía.

    —Hola, buenas tardes. Querría hablar con Rachel Noyes, si es posible. ¿Le importaría... ? Gracias. Muy amable. Hola, ¿Rachel Noyes? ¿Rachel Francette Noyes? Buenas tardes. Seguramente no me recuerdas —(¿Por qué ibas a recordarme?)—, pero..., nos conocimos en una fiesta, el pasado agosto. Sí, el nueve de agosto. Yo llevaba...

    Nos conocimos en la fiesta de agosto. Era una fiesta de esas con vino y luces y saltos generalizados, es decir lo contrario de una de esas otras en las que uno se tumba sobre la húmeda alfombra con el vaso vacío y deseando que hubiera más chicas, o, también, lo contrario de esas en las que te pasas el rato fumando hash y comiendo pasteles psicodélicos mientras el señor don Charles Manson toca los bongos y recita escabrosos poemas en prosa. Fue una fiesta de las buenas.

    Geoffrey y yo nos habíamos enterado de que se celebraba gracias a un joven hippie (bastante adinerado) que nos lo contó en la Okeefenokee Pancake House de Marble Arch. No quiso decirnos en dónde era hasta que Geoffrey le ofreció un alucinógeno (en realidad, una de mis pastillas para el asma que había sido sumergida unos instantes en un frasco de tinta Quink azul-negro).

    —Es un LDH —le susurró Geoffrey— recién llegado de los Estados Unidos. Mejor que un ácido. Más fuerte que un MDA. ¿Te vale?
    —Oh... Divino.
    —Vuela por todo lo alto, tío —le dijo Geoffrey cuando nos íbamos—. Paz.

    Rachel llegó con un grupo de cuatro chicas, reunidas aparentemente por azar, pero se quedó sola junto a la puerta, con los brazos cruzados en una actitud muy adulta. Aunque saludaba con la mano y decía hola a la gente, de hecho no hablaba con nadie. Yo me encontraba junto a otros tíos sin pareja, charlando, no lejos de allí; cuando Rachel rechazó dos invitaciones a bailar, empezaron a picarme los sobacos. El segundo de los candidatos no se rindió a la primera y se quedó junto a ella regañándola por su negativa. Pero en lugar de acercarme a ellos y decirle al tío: «¿No has oído lo que te han dicho, niño?», esperé a que se largase.

    Rachel parecía segura y serena, tal como suele ocurrir con las mujeres en estas circunstancias, pero, al igual que yo, no se mostraba distanciada del festejo sino más bien excluida. Seguro que es una persona sensible, pensé. Aunque en mi caso, mi exclusión se debía a que soy incapaz de bailar delante de otros. Geoffrey, que giraba sobre sí mismo de forma vertiginosa a tres metros de donde yo me encontraba, afirmaba que ésta era una de las mejores formas, por no decir la mejor, de atraer a las chicas. Pero yo sólo bailo cuando estoy solo, en arrebatos de unos diez segundos, delante del espejo casi siempre, a veces desnudo aunque a menudo en calzoncillos de estilo sexy.

    Rachel encendió un pitillo. Eso me daría cinco preciosos minutos para pensar.

    Hice un análisis instantáneo. Era una mujer realmente formidable, que en realidad no acababa de encajar en mi tipo. No era de las de la especie agresivamente sexy, como les ocurría a algunas de las otras chicas que agitaban sus cuerpos en esos momentos, y cuyos dorados muslos y abundantes pechos me parecían tan atractivos como la lepra. Sin embargo, era más bien alta, casi de mi misma estatura, con el pelo moreno hasta los hombros y moldeado convencionalmente en torno a unos rasgos muy marcados; sacaba gran partido de sus ojos; y su nariz sacaba mucho partido de sí misma; llevaba botas negras que se encontraban a la altura de las rodillas con una falda negra de estilo campesino, una blusa blanca algo masculina, bolso caro, algunos brazaletes, un anillo insignificante; actitud más bien severa, estilo a-mí-no-me-vengas-con-cuentos, clase media con un buen empleo de mujer inteligente, algo así como relaciones públicas, apartamento para ella sola, mayor que yo, posiblemente medio judía.

    El detalle étnico, sí, me proporcionaría un tema para empezar la conversación. Mi propio aspecto es más bien caucásico, pero siempre podía acercarme a ella y decirle: «Esta fiesta no es demasiado kosher* ¿no te parece?», o bien, «Parece que ya no frecuentas la sinagoga, ¿eh?». En ese momento volví la vista y deduje que yo era el único poseedor de prepucio en toda la casa. Quizá, pues, debía más bien apelar a su lado ario, o mostrar al menos mi sensibilidad ante las tensiones que, por su doble raíz étnica, debía de sentir. «Hola, no he podido dejar de fijarme en que eres medio judía. Debe de ser... » Ah, siempre he sido uno de esos que dicen: ya me lo imaginaba.

    De hecho, ligué por casualidad. Tras entonar mentalmente un cántico, timor mortis conturbat me, inicié la más torpe maniobra de mi vida. Las piernas se me pusieron en marcha, primero disparándose espasmódicamente en todas direcciones, luego no tan discordes, con un paso más airoso. La mitad superior de mi cuerpo adelantándose, con una inclinación de quince grados. Los brazos colgando muertos desde el codo. Los hombros tan subidos como si fuesen orejeras.

    Decidí usar un amistoso acento de Chelsea:

    —¡Ho-la! —le dije, canturreando la palabra.
    —Hola —su tono era de insultante superioridad; su acento transformó inmediatamente el mío en un acento educado de clase media alta.
    —Hola —repetí, ahora con entonación salaz, como el comandante de escuadrilla aérea al que le presentan una atractiva parisiense—. Veo que no estás bebiendo nada — este era un comienzo excelente porque de ordinario te contestan: «Ah, ¿eres tú el que da esta fiesta?»
    —Ah, ¿eres tú el que da esta fiesta? —dijo ella. Pero esta vez la frase no fue dicha con el tono del que se ha colado de gorra y suplica de rodillas que le digan que no importa. Lo dijo más bien con cierta aburrida incredulidad.

    Sin perder la sangre fría, decidí dar una imagen literaria:

    —Desde luego que no. Esta clase de fiestas no se dan, se reciben.


    *Kosher es una palabra yiddish que significa «puro», «correcto» desde el punto de vista de vista religioso-moral. (N. del T. )


    Hubo un silencio.

    —El hombre llega y bebe vino y se hace a un lado —dije.

    Juro que me salió sin pensarlo (Tithonus, tercer verso). Pero ella no captó la referencia y creyó sencillamente que trataba de hacer una broma. ¿Operación de rescate por mi parte?

    —Y después de muchos veranos muere el cisne —añadí tísicamente, y luego—: Fue Tennyson el que dijo eso —marcando un poco más el tono satírico. Reí, como si se tratase de un chiste privado. Ella me miró, sin parpadear.
    —Disculpa, suelo decir tonterías cuando me pongo nervioso
    —¿Y por qué estás nervioso?
    —Por la misma razón que tú no lo estás.
    —¿Cuál es?.

    No sentía ni el más mínimo deseo de explicar mi críptica respuesta.

    —¿Cómo Cristo quieres que lo sepa?

    ¿Cristo? ¿Era prudente esta exclamación teniendo en cuenta que ella era medio judía? Alcé una mano, para acallarla, para pedir una tregua.

    —¿Por qué no hablamos de algo que te interese? ¿Maquillaje..., ropa..., niños? Lo que quieras. Espera, iré a buscarte una copa.
    —¿Cómo sabes que me interesan esas cosas?
    —Eres una chica.
    —¿Y?
    —Esas cosas te interesan. A todas las chicas les gusta hablar de eso, seguro que lo sabes. Las chicas sólo hablan de eso. Tiendas..., cepillos para el pelo...
    —No se puede generalizar...
    —¿Por qué n... ?
    —Porque no. Hay muchísimas excepciones.
    —¿Ah sí?

    Ella soltó un suspiro:

    —Yo soy una excepción.
    —Entonces, tú eres la excepción que confirma la regla.

    Espeluznante, estoy completamente de acuerdo; pero es frecuente que los jóvenes librescos se comporten así.

    El Costa Brava empezaba a llenarse. Gente de mirada demente y aspecto pajaril iba y venía de un lado para otro; el colgador estaba atestado de muletas y bastones blancos; un mutante próximo a mí me miró recelosamente de pies a cabeza, tratando de localizar mi deformidad. ¿Por qué no me importaba estar allí?

    A mi derecha, con la dentadura postiza armando más ruido que unas castañuelas, un viejo desmenuzaba un perrito caliente a velocidad de insecto. Justo delante de mí, un roquero de mediana edad lloriqueaba y bostezaba. A mi izquierda..., Mad Millie en persona, la mujer que vivía en una furgoneta Bedford del cuarenta y tres, sin ruedas y aparcada en la cuesta de Rackham Hill, en Kensington. En estos momentos amenazaba el cristal de la ventana con un cansado murmullo. Su mirada se cruzó accidentalmente con la mía. Tosió en mi dirección un efímero arcoiris de gérmenes, y cerró la tanda con una observación pronunciada con voz chata:

    —Eres el bicho más guarro que jamás haya pisado la luna.

    Con mi mejor expresión le contesté:

    —Quizás hasta tiene usted un poco de razón.

    Una oruga de centelleante flema color chartreuse se le deslizaba suavemente mentón abajo. Ella la restañó con un resto de bollo de hamburguesa que alguien se había dejado, para después llevársela mojigatamente a los labios.

    En la tienda de enfrente pensé un momento en mis exámenes. Era evidente que la academia se limitaba a montar una rapaz farsa: una directora demente, instalaciones precarias, y un número escaso de profesores, ya que yo tendría que ponerme en contacto por mi cuenta con el de Literatura. Pero no me importaba. Un año antes hubiese exigido una academia más seria, y en cualquier otro lugar me hubiera sentido necio y vulnerable. Ahora esta circunstancia parecía solamente un detalle de la vida, que no afectaba su estructura. Interesante. Debo de estar haciendo progresos.

    Me tropecé con Jenny en la puerta de la casa. Se iba a almorzar con una amiga. Yo creía que hoy en día las chicas no hacían esta clase de cosas, y se lo dije. Jenny se rió mucho, pero parecía incómoda. Norman estaba en casa, y podíamos compartir el huevo rebozado con salchicha que había en la nevera. Le dije que naturalmente, y que se divirtiera.

    En mi habitación eché una ojeada a mi cuaderno de Rachel, como preparación para la llamada telefónica. Lo estudié, tomé algunas notas, subrayé alguna que otra frase especialmente pertinente, esbocé varias máscaras. Pero mis pensamientos erraban hacia otras cosas. Junto a la ventana, Bina, uno de los dos gatos atigrados y de espíritu democrático que poseía Jenny, con el cuerpo tenso y alerta, bajó cautelosamente la escalera que conducía a los cubos de basura. Encontré el único manuscrito autógrafo existente de mi primer encuentro con Rachel. Su tono era luctuoso, despachurrado.

    Al cabo de un rato Rachel me permitió que fuera a buscar una copa. Cuando regresé de la cocina ya se había ido. Pero no se había ido. Estaba acariciándose amorosamente con un tipo alto de traje blanco. Yo me quedé con los vasos en la mano, como un camarero negro en la Casa de Rodhesia de Nashville, Estado de Tennessee. La balada seguía girando y alcanzaba su primer tercio. Quedaban un par de minutos para el final. ¿Qué haría Rachel entonces? Sentí deseos de preguntarle al anfitrión si no había algún armario de fregonas o lavabo no usado en donde, si no le importaba, yo pudiera encerrarme hasta que se acabara la fiesta.

    Uno de los vasos de vino desapareció. Alcé la vista y me encontré con Geoffrey.

    —¿Qué ha pasado con la tuya? —preguntó.
    —Me ha dejado frío. ¿Qué ha pasado con la tuya?
    —Se ha ido a cagar o algo así. —Se encogió de hombros—. Pero volverá enseguida. ¿Volverá la tuya?
    —Nunca se sabe. ¿Qué tal es la tuya?
    —Fantástica. Eno-o-ormes tetas.
    —Ya lo he visto. Pero, ¿qué tal es?
    —Yo qué sé. Le gusta bailar y beber. No hemos hablado apenas.

    Y luego Geoffrey me preguntó:

    —¿Y a qué viene tanto «qué tal es»?
    —Sí, lo siento. ¿Crees que podrás tirártela?

    Asintió con un gesto, los ojos cerrados.

    —Eh —dijo Geoffrey—. La tuya está besando a ese tipo.
    —¿En serio?
    —Sí, pero... Se están despidiendo. El tío se va.

    Miré. El traje blanco se alejaba. Rachel giró sobre sus talones y se dirigió hacia nosotros.

    —Viene —susurré—. A ver ese ingenio. Di que tocamos en un grupo o algo así.

    Geoffrey estuvo brillante. Se portó bien y habló con mucho aplomo. Dejó caer nombres de peso en la conversación, como quien no quiere la cosa. Me dio hábilmente pie para que yo contara dos de mis anécdotas más divertidas, y fingió no conocerlas. Robó una botella de vino en la cocina. Y, además, resultó que Rachel conocía vagamente a la hermana de Geoffrey. El diálogo hacía que los gruesos labios pardos de Rachel se ensancharan a menudo en sonrisas..., que revelaron una dentadura notablemente defectuosa; los dos dientes frontales del maxilar superior estaban encabalgados, formando una afilada proa para el resto del semicírculo blanco; siempre me ha parecido que es un detalle simpático. Todo funcionó maravillosamente hasta que regresó la de Geoffrey. La de Geoffrey se llamaba Anna, y era por consiguiente sueca, lo cual, tratándose de Geoffrey, resultaba una sorpresa desagradable.

    En ese momento había descendido bastante el tono general de la reunión. No es que Anna no fuese absolutamente encantadora, lo malo es que desde el punto de vista de Rachel aquello era el encuentro de yo y mi plan y Geoffrey y su plan tramando una huida hacia algún lugar remoto, la casa de uno u otro, algún apartamento, o donde fuera, para beber un poco de café flojo y escuchar discos y realizar más o menos eficaces intentos de meter mano..., que es exactamente lo que pretendíamos hacer Geoffrey y yo. Porque ahora la reunión estaba desintegrándose rápidamente. Sólo quedaban un par de parejas borrachas, algunos gilipollas con cara de water, y varias chicas sin pareja (y, por lo tanto, aquejadas de graves deformaciones).

    —Oye, tendría que ayudar a limpiar un poco todo esto —dijo Rachel.
    —Tonterías —protesté—. Ni se te ocurra. Déjaselo para quienquiera que haya sido lo bastante frívolo y retorcido como para dar la fiesta.

    Geoffrey sumó con vehemencia nuevos argumentos.

    —Que se jodan —dijo—. ¿No sería mejor que nos fuéramos todos a casa de éste?

    Acarició el hombro de Anna. Anna sonrió.

    —No, en serio. Voy a arreglar esto un poco.
    —¿Y por qué diablos has de hacerlo?
    —Porque la fiesta la he dado yo. Vivo aquí. ¿Vale? Espero que os lo hayáis pasado bien.

    Y nos quedamos mirándola mientras empezaba a trabajar.

    —Fantástico, tío —dijo Geoffrey—. Charles, la has metido hasta el culo.

    De repente oí gritar a Norman desde lo alto de la escalera.

    —Eh, Charles, ¿estás en casa?
    —Sí —grité.
    —Ah —gruñó él, pero no añadió nada más.
    —Ahora subo.

    Norman estaba en la cocina, peleándose con una caja de cartón.

    —¿De qué es?
    —De sidra —jadeó Norman.

    Finalmente, y tras grandes esfuerzos, consiguió hacer una enorme pelota con elcartón y la cuerda, y la metió en la caldera.

    Luego revolvió el carbón con la punta de un plumero y el paquete ardió con un grave y satisfecho rugido..

    —¿De dónde la has sacado?
    —Se cayó de un camión.
    —Joder —dije—. Es raro que no se rompiera. ¿Y no... ?
    —¡Qué bobo eres! —dijo Norman, agachándose hacia el barrilete y llenando dos jarras grandes de las de cerveza—. Es robada. Me la facilitó un amigo. Por dos libras. En una tienda me hubiera costado el doble.

    Tosí y me saqué las gafas.

    —¿Crees que así emborracha más?

    Norman me pasó mi jarra, se bebió la suya de un trago, y se agachó otra vez para volver a llenarla.

    —¿A dónde ha ido Jenny? —pregunté.
    —De compras, con no sé qué furcia que ha venido de Bristol.
    —¿A qué hora regresará? ¿Tienes idea?
    —Ni la más remota.

    Observé a mi cuñado, con la nariz a un dedo del grifo, los ojos anhelantes, expectantes. Iba vestido como siempre: un ajado traje azul, una camisa infantil parcialmente desabrochada (la punta de una corbata roja a lunares le asomaba por el bolsillo de la pechera); los pantalones, ajustados como la piel de una pitón de rodilla para abajo, terminaban unos dos o tres centímetros por encima de unos zapatos de ante negro que eran realmente absurdos. Asombroso. Vestido así no andaría yo más de diez pasos. Norman se enderezó, miró con hostilidad hacia mi jarra, y pasó a la habitación contigua.

    —Emborracha en cantidad.

    Se tiró en plancha sobre el sofá que estaba junto a la ventana.

    —Un amigo mío —prosiguió— se tomó más de un litro de esta sidra, se cayó por la ventana del dormitorio, y se partió la cabeza contra la verja.
    —Joder —dije, sentándome a mi vez. Hubo una pausa—. Oye, tengo que llamar a una chica dentro de un rato, así que lo mejor será que me emborrache en serio.
    —¿Por qué? —preguntó Norman en tono desafiante.
    —En realidad no lo sé. Me da un poco de miedo.
    —¿Aún no te la has tirado?
    —No. Ni de lejos.
    —Entonces, no me extraña.

    ¿No le extraña que me dé miedo porque aún no me la he tirado, o no le extraña que no me la haya tirado aún si soy lo suficientemente gallina como para tenerle miedo?

    —¿Es de las que se acuestan? ¿Cuántos años tiene? —preguntó Norman, frunciendo el ceño.
    —Creo que diecinueve, igual que yo. No lo sé. ¿Conoces a Geoffrey? Es un amigo mío. Bueno, su hermana la conoce. Al parecer se ha acostado con un americano, pero ése fue el primero.
    —Ya. Y, ¿qué ha sido de él? ¿Ronda todavía por aquí?
    —No lo sé. El mes pasado vino conmigo al cine, así que parece que esté disponible.

    Norman eructó.

    —¿Lo intentaste esa vez?
    —No.

    Me contempló con aire poco satisfecho. Azorado, terminé la jarra y me levanté para llenarla de nuevo. Pero Norman se me adelantó. Vació su propia jarra y tosió haciendo muecas de repugnancia.

    —Esta mierda es verdaderamente diabólica —dijo, acariciando el grifo de plástico.

    Era un colegial hedonista al que le gustaba jugar a beber. Llenó su jarra y empezó a vaciarla tan rápidamente que, cuando terminé de llenar la mía, ya tenía la suya dispuesta. Los ojos le saltaban de las órbitas; le corría la sidra por la barbilla. Me pregunté si iba a trabajar alguna vez. ¿Tenía todavía alguna amiguita por ahí? O ni se le había ocurrido la posibilidad, o bien jamás se le había ocurrido no tenerlas.

    Pensé en el rollo que se tenían montado él y mi hermana. Madre, que solía escribirse regularmente con Jenny, le retrataba siempre como el rey de los cerdos: guarro, ignorante, borracho, malhumorado. Pero eso no era más que la clásica solidaridad femenina. Tanto mi madre como mi padre solían referirse habitual y despreocupadamente a él con el apelativo de «ese bastardo», pero en un contexto así es sólo significa que se trata de un tipo que ya no idolatra a su esposa tanto como al principio. Pero Norman no era un «bastardo» auténtico o corriente, por la sencilla razón de que ganaba mucho dinero; los auténticos bastardos son bastardos sin blanca. Aparte de la boda, ésta era la primera vez que les veía juntos. Ayer noche no parecía que hubiese problemas.

    ¿Importaba, por ejemplo, que Jenny tuviera cinco años de estudios superiores y que a Norman le resultara difícil incluso leer el Daily Mail? Y tampoco tenía sentido olvidar la diferencia de clase, o al menos no tiene sentido olvidarla cuando se trata de matrimonios. Jenny no podía ver casi nunca a sus amistades; seguro que esto la cabreaba. Y, como ocurre en todas las luchas de clase, el que pertenece a la clase inferior tiende a pensar que es un visionario que está llevando a cabo una cruzada, y, en consecuencia, se siente justificado incluso cuando le hace las peores guarradas a su enemigo.

    —Mira, te lo explicaré —empezó Norman, pasándome mi segunda jarra y tomando un sorbo de la cuarta de las suyas—. Pongamos que tú eres ella, eh, y que ella es tú. Supongamos que la furcia esa te llamara por teléfono a ti. Como te sobran los planes, no te preocupas en lo más mínimo, y le das largas. ¿Qué cosa podría decirte a fin de conseguir que te interesases por ella, para que dejases a todas las demás y te plantaras con ella? Pues bien, si quisiera ligar contigo no te diría, «Oh, Charles, jódeme», sino más bien «Mira, Charles, te jodes, sabes, vete al cuerno», ¿no crees? ¿No sería eso lo que haría para atraparte?

    Medité la cuestión un momento.

    —Así que llamo a Rachel y le digo que se joda, que se vaya a tomar por el culo, ¿eh? —pregunté, impulsado por un auténtico deseo de aprender.

    Norman me lanzó una mirada desdeñosa, como diciendo, «¿Quieres que te partan la boca de una patada?». Lo que en realidad dijo fue:

    —No. Ponte chulo, simplemente. Mira, todos vosotros, pajeros de mierda —dijo, haciendo ademanes significativos con la mano—, que os pasáis la vida tropezando con vuestra propia polla, me dais náuseas. Y a ellas tampoco les gustáis. Ponte chulo..., haz como si la tía te importara un huevo, y ya verás como ella..., acabará suplicándote que te la tires.

    Terminó un bostezo y después se puso en pie de un brinco, se desperezó y, con la boca abierta de par en par, consultó su reloj, un trasto muy grande y con muchas esferas y agujas (como los que usan los submarinistas, espeleólogos, etc. ).

    —Me voy a Chalk Farm.
    —¿Se lo digo a Jen?
    —Como quieras.
    —Hasta luego. ¿A qué hora regresarás?
    —A mí que me registren.

    Tenía intención de telefonear a Rachel en cuanto Norman me dejara el campo libre, pero ahora ya no parecía tan fácil. Suspiré. ¿No debería tomar antes algunas notas? O beber un poco de café, para pensar mejor. Mis ojos recorrieron lentamente toda la habitación. Como el resto de la casa, estaba ocupada en su mayor parte por muebles viejos de Norman: un sofá monstruoso, toda una selección de butacas geriátricas. Comprobé que Jenny había empezado a sustituir todas estas piezas por otras más de clase alta, por aparadores de estilo rústico, pequeños tronos con funda de terciopelo, más algún que otro detalle de los de esto-me-lo-dejaron-por-treinta-chelines, o mira-loque-encontré-ayer: cosas intemporales y demostrativas de su buen gusto. En un rincón, junto a la puerta corredera que daba a la cocina, el reloj del abuelo —que, naturalmente, había pertenecido en tiempos a mi abuelo— dio la una. (Digo «naturalmente» porque así es como veo yo las cosas. En mi mundo no hay lugar para los italianos reservados, los peluqueros heterosexuales, las nubes no arreboladas, los salvajes innobles, las prostitutas sin corazón, los malos vientos beneficiosos, los irlandeses sobrios, etc. Lo siento, pero no puedo evitarlo. )

    La otra vez que vi a Norman fue en la boda, que, por cierto, era la primera a la que yo acudía. La celebración fue una fiesta con champagne en un hotel, seguida de una cena íntima en casa de Norm (donde Jenny llevaba algún tiempo viviendo); todo ello organizado por un restaurante y costeado por mi padre. Me emborraché muchísimo y tempranísimo, de modo que no recuerdo demasiado bien la velada; pero la cuestión es que, al parecer, mi padre y mi hermano mayor «insultaron» a Norman. Según su novia, lo que ocurrió fue lo siguiente. Gordon y Mark Highway se acercaron a Norman. Mi padre le dijo:

    —Ah, Norman, me preguntaba si no te importaría aclararnos una cosa, si no te importaría decirnos a Mark y a mí cuál era el apellido de soltera de tu madre.
    —Levi —contestó él sinceramente.

    Luego, cuando ya habían dado media vuelta, mi padre le dijo a mi hermano:

    —Parece que te debo cinco libras, eh...

    Fuera como fuese, la cuestión es que Norman se lo tomó a mal, y, de momento, se calló. Cuando la fiesta con champagne estaba a punto de terminar, Jenny me forzó a que me llevara a Norman al bar del hotel, antes de que nos fuéramos a su casa de Holland Park. Imagino que lo que ella pretendía es que le ayudara a tranquilizarse, pero la verdad es que en mi vida he visto a Norman más sosegado que aquella tarde. Recuerdo que me dijo que la tarde anterior había sido magreado por la escocesa que trabajaba de ayudante de dirección de su tienda de neveras de segunda mano de Tufnell Park, en su tienda de neveras de segunda mano de Tufnell Park. A mí me pareció evidente que sólo había mencionado el asunto a modo de anécdota amable e intrascendente; no se trataba en absoluto de parloteo jactancioso ni del típico sonsonete arrepentido de quien finge haber sido prácticamente violado. Además, como quien no quiere la cosa, añadió que de hecho no se había atrevido a cepillársela por miedo a que la tía tuviera aún la gonorrea. La había padecido durante tanto tiempo, y tan a menudo, que los antibióticos ya no le servían de una puñetera mierda.

    Norman entró en acción en cuanto llegamos a su casa. Los amigos sub-célebres de mis padres intentaron comportarse como si creyeran que estaba bebido; el hecho de que no lo estuviera fue la clave del asunto. Le preguntó a un filósofo fracasado cómo le iba últimamente su vida sexual; le dio un golpe de kárate en la espalda a una poetisa menor de pecho más plano que una crepé, y después susurró alguna guarrada junto a sus largos pendientes. Durante la cena se abstuvo de probar los cuidadosamente seleccionados vinos de mesa, y prefirió coger una jarra de cerveza y llenarla de Benedictine. Empezó a salirle una voz sonora de vendedor ambulante. Se metió un extremo de la servilleta en el cuello de la camisa. Tomó la sopa a base de sumergir la cara en el plato y sorberla directamente con los labios; desgarró la ternera con las manos. Se vació en la boca platos enteros de pepinillos y anacardos. Bebió café hirviendo a medida que caía por el colador, sin pestañear ni un momento.

    La fase de la sobremesa quedó reducida, por lo que a mí se refiere, a poco más que una vertiginosa nada. Y, sin embargo, mientras permanecía tumbado en el suelo del baño del primer piso, acunando tiernamente entre mis manos la taza del retrete, me llegó el horrible sonido de la voz de Norman, como un horrible gemido de gaita que subía de la planta baja. Lo más lógico, digo yo, era esperar que estuviera diciendo obscenidades. Pero no fue así. No entendí bien sus palabras hasta que llegó a lo que parecían ser los últimos versos:

    «La vieja bruja afiló sus garras

    Pilló al carnicero y le rompió las patas... » y luego, más lentamente,

    «La vieja bruja luchó por el príncipe... » para caer en un decrescendo luctuoso
    «Y nadie jamás volvió a oír hablar de ella. »

    Se oyeron unos vacilantes aplausos. Pero Norman se había lanzado de nuevo a cantar su:

    «oooooooooHHHHHHTHHHH, ha... bía una vieja bruja...»

    Repitió cinco veces el ciclo completo de nueve estrofas. Luego se oyeron unos ruidos confusos y pasos sonoros y puertas cerrándose de golpe. Cuando al cabo de media hora salí del baño, Norman esperaba pacientemente en el rellano para entrar. Se adelantó hacia mí, apoyó sus manos en mis hombros, como si quisiera impedir que me tambaleara, y me dijo:

    —Tu padre se ha ido, así que te he preparado el sofá para que duermas allí.

    Me miró fijamente y de repente echó la cabeza hacia atrás, víctima de un ataque de risa negra y anárquica. Yo le solté un gruñido halitoso.

    —Siete-siete-tres, cuarenta y cuatro, diecisiete.
    —Hola, buenos días, digo tardes. ¿Puede ponerse Rachel Noyes, por favor?

    Silencio.

    —¿Hola? ¿Rachel? Me llamo Charles Highway. Quizá me recuerdes de la fiesta que diste en tu casa hace un mes. Luego, algunos días después, fuimos...
    —Sí, te recuerdo.

    Le di tiempo para que saltase de alegría y dijese, «Y no me importa decirte que oír tu voz es cojonudo».

    —¡Bien! —dije—. ¿A qué te dedicas últimamente?

    Como si estuviera hablando con una tía abuela, Rachel me dijo:

    —Estoy empollando para los exámenes.
    —¡Qué coincidencia tan fantástica! ¡Yo estoy empollando para los exámenes de ingreso en Oxford! ¿Dónde está tu academia?
    —En Bayswater Road.
    —¡NO ME DIGAS! ¡La mía también! ¿Hacia qué lado?
    —Cerca de Holland Park.
    —Oh, caramba, ése es el lado derecho de Bayswater Road.
    —No, es el lado izquierdo.*
    —No, no —sonreí incómodamente—. No quería decir el lado derecho, sino el bueno. El lado «como-debe-ser».
    —¿Qué?

    ¿Colgar? No. Hay que ponerse chulo.

    —Esto..., bueno, mira, dejémoslo correr. Oye, ¿estarás allí mañana por la tarde? Bien, ¿qué te parece si paso a recogerte a la salida? Será a eso de las cuatro y media..., o las cuatro, ¿no? De acuerdo. Pasaré a recogerte y podemos ir juntos a tomar el té.

    Hubo una pausa. Me cantaban los sobacos.

    —¿Qué te parece?

    Normalmente hubiese incluido una cláusula de esas que facilitan el no, algo así como «a no ser que tengas trabajo», o le habría hablado de una fecha más alejada para que ella hubiese podido mostrarse más vaga en su respuesta. Pero quería tener otra oportunidad. Había estudiado su caso a fondo. Entonces ella dijo:

    —De acuerdo... Por qué no.

    Por qué no. Seguro que se empeñaría en pagarse su té.

    —No se me ocurre ningún motivo para no hacerlo. Estaré allí a las cuatro, ¿de acuerdo?
    —Sí, y...
    —De acuerdo. Hasta mañana.

    Colgué inmediatamente y me quedé junto al teléfono con todo el cuerpo en tensión. ¿Qué tal habría funcionado mi brusquedad final? Aplicando la Ley de Norman, ¿qué sentiría yo si alguien acabara de decirme eso mismo a mí? Seguro que dejaría plantado a ese zoquete. Pero nunca se sabe.

    Mediodía, martes. Permanezco inmóvil en el baño, como un sucio y anciano cocodrilo. No estoy bañándome, sólo humeo y trazo planes.

    ¿Qué ropa ponerme? Un traje azul a cuadros madras, botas negras, o el viejo traje de pana con esas conmovedoras coderas de cuero? ¿Qué máscara ponerme? En las dos ocasiones que la vi el pasado agosto llevé a cabo varias reorganizaciones completas de mi identidad, para, al final, quedarme con un intermedio entre el tipo desdichado, lacónico e inescrutable y el tipo enterado, divertido, cínico y gracioso pero ligeramente demoníaco, ligeramente nihilista, que a duras penas contiene su deseo de muerte. ¿Repetir ese número, o empezar desde cero?


    *Charles ha dicho el lado right, que no sólo significa el lado «bueno» sino también el de «la derecha», y por eso ella le corrige. (N. del T. )


    ¿Por qué no podía ser Rachel un poquito más concreta respecto a la clase de persona que ella era? Quién sabe. Si se hubiese tratado de una hippie, yo habría podido hablarle de drogas, del zodíaco, del tarot. Si se hubiese tratado de una progre habría podido mostrarme desdichado, manifestar un profundo odio contra Grecia y comer judías enlatadas directamente de la lata. Si se hubiera tratado de una deportista habría podido invitarla a jugar a..., bueno, al ajedrez, al backgammon y cosas así. No, no me digan que ella va a ser precisamente la chica que me demostrará que clasificar a la gente de este modo es una locura ególatra; no me digan que es ella la que me va a clasificar, la que me va a desafiar, la que me dará la cognitio y la osadía cómica. No lo soportaría.

    Empecé por fin a lavarme, a hacer la colada de mis orificios; todos se me malogran si no me dedico a mantenerlos escrupulosamente limpios. Toda la maquinaria: desde la subdesarrollada nariz hasta el esponjoso ombligo; toda la maquinaria. Naturalmente, pensé con jovialidad, sé muy bien que mi miedo a que este cuerpo se averie no es más que simple ansiedad (una cuestión que también merece mi interés), sí, auténtica ansiedad, pero saber que se trataba de ansiedad no bastaba para que menguara la ansiedad que sentía.

    Utilizando peine y dedos, ordené mis pelos púbicos. No era mala idea la de acicalarme pensando en Rachel, ya que la verdad es que nunca se sabe qué puede ocurrir. Una noche del pasado mes de julio: a las diez y cinco, en la estación de metro de Belsize Park, una chica me decía que me largara si no quería que llamase a la policía; a las diez y diecisiete ya estaba yo tendido en el suelo —entre tazas todavía llenas hasta el borde de té demasiado caliente— ayudándola a quitarse sus pringosas bragas. Tengo que admitir que era una chica bastante horrible, y que, una vez desnuda, olía a heridas y tumbas abiertas, etc., pero, de todos modos, nunca se sabe lo que puede pasar. Geoffrey sostenía la teoría de que a las chicas guapas les gusta joder más que a las feas. Por ejemplo, Gloria, a la que vi ayer mismo. En Londres estaba pasándomelo en grande. Oxford parecía encontrarse a muchos años de distancia, tantos como la infancia.

    Me envolví en un par de toallas, corrí de puntillas hasta mi habitación y me agaché, temblando, junto al fuego: todo lo que el doctor Miller me había dicho que no hiciera. Junto a mi habitación había otro baño, pero en estos momentos estaba demasiado guarro como para utilizarlo. Pensé que quizá la semana próxima me dedicaría a limpiarlo a lametazos, lo cual sería por lo demás un buen modo de pagarles mi deuda a Jen y Norm.

    Me sequé, me duché con talco, y me introduje en mis más osados calzoncillos. Observé, bajando la vista, mi cóncavo pecho, mi pulcro y diminuto estómago, mis prominentes caderas, mis piernas absolutamente desprovistas de pelo: no estaba nada mal, puedo afirmarlo con tranquilidad. A medida que iba vistiéndome pensé en cómo disponer la habitación. No bastaría un arreglo chapucero como el día de Gloria. Podía apostar cien contra uno que ni siquiera conseguiría que Rachel se acercara a mi casa, pero de todos modos había que dejarlo todo bien organizado. Reuní los cuadernos y archivadores de esta especialidad, y me rasqué el mentón.

    Como desconocía sus gustos musicales, decidí no correr riesgos; coloqué los discos en dos montones paralelos; encima del primero puse 2001: Una Odisea espacial (no falla nunca); encima del segundo, después de pensarlo un rato, una selección de poemas de Dylan Thomas recitados por él mismo. Los kleenex bastante alejados de la cama: dejarlos en la mesilla de noche era como colocar un cartel que dijera: «Mi principal característica es que me la casco sin parar. » En la mesita para tomar el café dispuse un par de textos de Shakespeare y un ejemplar de Time Out; quizá fuese una dicotomía desconcertante... Pero no, llegué a la conclusión de que aquello no funcionaba. Los textos estaban mugrientos y sobados tras haber sido utilizados durante el bachillerato para dibujar garabatos. Los sustituí por el Blake de la Thames and Hudson (tampoco falla nunca), más The Poetry of Meditation, que es una obra de un erudito norteamericano sobre la poesía metafísica, aunque por la portada cualquiera hubiera dicho que se trataba de una antología de poesía beatnik: que Rachel lo interpretara como le diese la gana. Por desgracia, el Time Out llevaba en portada la foto de una robusta muchacha de negros pezones. ¿Qué poner en su lugar? ¿Me quedaba tiempo para salir a comprar un New Statesman? No. Eché una ojeada a la habitación. Buscaba alguna cosa inesperada, pasmosa. Después de un cuarto de hora decidí poner un libro de Jane Austen, su blando Persuasión, boca abajo, abierto hacia el final, junto a la almohada de mi cama. El leve toque/cargado de sentido.

    A las tres y media me miré, completamente vestido, al espejo. Entrecerrando los ojos, traté de encontrar alguna mancha subcutánea. Nada. Lo que me preocupa no es el acné corriente y moliente, sino los supergranos escondidos debajo de la superficie, esos que tardan dos días en emerger y dos semanas en desaparecer. Uno de mis viejos conocidos era el huevo ciclópeo que solía aparecer periódicamente entre los ojos, dándome una expresión cejijunta de autor de asesinatos en masa. Pero, de momento, no había ningún gigante a la vista.

    Me pongo, me quito y vuelvo a ponerme un pañuelo rojo con lunares blancos. Al final lo dejo: demasiado evidente. Ahora, mirándome soñadoramente en el espejo... Si Rachel desperdiciara una ocasión como ésta, estaría completamente loca: el pelo castaño, de longitud mediana, sedoso y fino; los ojos castaños de mirada ingenua; los labios delgados pero anchos, y ese mentón, tan regular y anguloso, con una fría simetría keatsiana. Apreté hasta hacerme daño las muelas de arriba contra las de abajo, a fin de acentuar esa barbilla... ¡Toma ya! Fantástico, tío, ¿qué te parece?

    Cuando subía a prepararme el té, oí sonar el teléfono. Era Geoffrey.

    —Hola —dije, encantado—. Iba a llamarte esta noche.
    —Mm... —Hubo una pausa de cinco segundos—. No me hubieras encontrado.
    —¿Te ocurre algo? —Otra pausa.
    —Quiero pasar a verte. Me he pasado de anfetas. No consigo regresar al Parque.

    ¿Se trataba de una llamada de socorro? ¿Estaba Geoffrey colgado?

    —Oye, Geoffrey, ¿dónde estás ahora?
    —Esto, espera, voy a mirar. Sí..., en el metro de South Ken. Pero, mira, todavía no quiero ir a tu casa. Tengo un... Estoy con un asunto..., no sé si podré ligarlo pero..., la cosa es que...
    —¿De qué coño estás hablando? —pregunté—. Mira, puedes venir ahora y esperar aquí mientras yo salgo a tomar el té. ¿Vale? ¿O prefieres pasarte digamos que a eso de las siete?
    —Mejor —dijo, sin abandonar la reserva.
    —O más tarde incluso. A las ocho. ¿Te parece a las nueve?
    —Mucho mejor.
    —Mira, tío, ven a la hora que te dé la gana.

    Silencio. Luego, un «sí» pronunciado entre dientes, después más silencio, y finalmente un «click» letárgico.

    Cinco minutos más tarde volvió a telefonear para decirme que estaba con un par de chicas.

    Lo medité unos momentos.

    —Bien. Tráelas, y ya procuraré tirarme a la que no se acueste contigo. ¿Llevas encima alguna droga increíble?
    —Sí, un poco.
    —Pues, tráela también. Tengo mucha prisa. Probablemente esté de regreso a las siete, y, si no, ya encontrarás a alguien que te abra. Pero escúchame bien: si mi dormitorio está cerrado, no trates de entrar, ¿entendido?
    —¿Tienes plan?
    —Podría ser.

    Me quedaban unos ocho minutos para presentarme allí. Sosteniéndome el pelo con las dos manos, salí corriendo de casa y bajé sin parar hasta la plaza. Geoffrey traería más chicas. Ahora ya no parecía tan importante lo que ocurriera con Rachel.

    La encontré sola en la cocina, vaciando ceniceros en un cubo de basura en forma de buzón de correos y de color de caca de bebé.

    —Oye —le dije con voz de robot— lo siento, no tenía ni idea de que fueses tú la que dio la fiesta, y me pregunto si me permitirías compensarte por aquello e invitarte a ir al cine conmigo el miércoles próximo. Oye, lo siento mucho, de verdad.
    —No te preocupes.

    Esperé, pero ella no dijo nada más.

    —¿Te importaría que te llamase un día? —le dije—. ¿Puedo? ¿O prefieres que no te llame?
    —Lo que tú quieras —sonrió Rachel—. Sí, llama. Es el siete siete tres, cuarenta y cuatro, diecisiete. ¿Serás capaz de recordarlo?
    —¿Te echo una mano? —dije efusivamente—. Hay un montón de...
    —No, en serio, ya me las arreglaré sola.

    Rachel se acercó a la mesa sobre la que me había medio sentado yo en actitud vulnerable, y empezó a meter los vasos de vino en una caja de cartón. Experimenté esa sensación de que tienes que actuar-o-desaparecer, esa sensación no solamente de que tenía que hacer algo sino que había que ser muy eficaz, pero al final, sintiéndome confundido, me puse en pie y, como en trance, tendí la mano hacia ella.

    —Anda, déjalo ya —dijo Rachel.

    Retrocedí hacia el pasillo.

    —¡Tres siete tres, catorce, diecisiete! ¡Magnífica fiesta! ¡Hasta pronto!

    Después de dedicar un cuarto de hora a estudiar los listines, el martes siguiente la llamé. A mi lado tenía: un guión técnico pasado a máquina, una fotografía de Audrey Hepburn, una botella vacía de ginebra, y también a Geoffrey. Geoffrey, electrificado a base de somníferos comprados en las rebajas, se pasó todo el rato diciéndome que bien con la cabeza.

    Dos noches más tarde vimos una película sobre la accidentada vida de unos islandeses que practicaban una agricultura de subsistencia. Naturalmente, yo había visitado el cine con antelación, la tarde anterior, y había ensayado el divertido comentario que luego susurraría al oído de Rachel en la penumbra. Pero no encontré la atmósfera adecuada y me quedé callado.

    Después de cobrar mi penúltimo cheque de viaje podía pagarme todos los taxis y cines que quisiera. La dejé en su casa y no traté de darle un beso de despedida, y casi me reí a carcajadas cuando ella me preguntó si quería entrar a tomar un café.

    —Esta noche no —dije altivamente (Es más, sus padres estaban en casa).

    La velada me costó seis libras. De todos modos, al siguiente fin de semana ya estaba de regreso en Oxford.

    La academia a la que iba Rachel era una de esas espantosas casas estilo regencia y color pastel que tan a menudo te encuentras en esta zona de Londres. Apoyado de espaldas en las columnas de papier-mâché que enmarcaban la entrada del ancho portal, practiqué sonrisas y saludos. Me faltaba, sin embargo, espíritu dramático. Hubiese debido meterme una botella de leche en los pantalones antes de acudir a la cita. Aunque había andado los últimos doscientos metros a paso de tortuga, como si fuese un experto en aceras y estuviera estudiando la que recorría, todavía faltaban tres minutos para que ella saliera.

    A la derecha de la entrada había un aula sin cortinas y mal iluminada, atestada de chicos que dirigían meditabundas miradas a la calle. Conozco muy bien la clase de lerdos que suelen ir a estas instituciones. Gilipollas expulsados de colegios de pago, tíos a los que han echado de puro burros, o por llevar el pelo demasiado largo o calzar botas sucias; indecentes gilipollas aficionados a la sodomía colectiva, tipos a los que habían pillado demasiadas veces con el extremo del palo de hockey introducido en el culo. ¿Serían capaces de salir ahora corriendo y bajarme los pantalones a la fuerza, gritando: «Vamos a darle una buena lección a este don nadie»? Erré como un vagabundo de un lado para otro. Uno de los chicos estaba dormido, con la cabeza apoyada en el pupitre, con un retorcido ejemplar del Financial Times a modo de almohada. Mientras estaba mirando, hubo un revuelo en el aula; un hombre barbudo de expresión cruel y traje de raya diplomática apareció en escena. Se acercó a ese estudiante por detrás, se quedó junto a él durante unos segundos, y después le golpeó lujuriosamente la cabeza con lo que parecía ser el estuche de unas gafas. Esto activó una reacción en cadena de estremecimientos nerviosos y ronquidos; el gordezuelo caballerete despertó parpadeante al mundo. Llegaron hasta mí los vocingleros reproches que le dirigía el hombre del traje; el otro articuló alguna excusa. Dale una buena lección a ese gilipollas por ser tan rico y perezoso y por haber comido y bebido más de la cuenta. Dale una buena lección a ese gordo subnormal...

    Se abrieron las puertas. Un chico alto con el pelo de color castaño claro y chaqueta de tweed verde bajó con elegancia la escalera. Me miró como si yo fuese una banda de skinheads: no con miedo (al fin y al cabo, esos tipos son bastante tratables), sino con desaprobación. Detrás de él salieron al trote un par de chicas chupadas de cara que gritaron:

    —¡Jamie... ]amie! —Jamie se volvió sin perder la compostura.
    —No voy a ir al Embankment, Angélica. Tendrá que llevarte Gregory.
    —¡Pero si Gregory está en Escocia! —dijo una de las chicas.
    —Lo siento. —El chico del pelo castaño claro desapareció en un coche deportivo de modelo anticuado.

    Ahora salía una corriente ininterrumpida de alumnos. Todos y cada uno de ellos se ponía a gritar: «Casper, eh, Ormonde Gate no, fantástico, Freddie, a las cinco en punto, bien, ¿té?, Bubble, luego, te llevaré, animal, a casa de Oswald. » Los Alfa Romeo, Morgan y MG aparcados en doble fila arrancaban y rugían; los que iban andando tomaban la cuesta que llevaba a Notting Hill. ¿Dónde estaba Rachel? ¿Le daba vergüenza saludarme delante de tan brillantes jóvenes? ¿Me había equivocado de academia? Aparte del castigado sesteante, que había sido retenido en el aula para placer de este espectador, no parecía quedar nadie dentro.

    Rachel salió, por fin, en un grupo de cuatro, dos chicos y otra chica. Preséntate delante de ella ahora mismo, pensé, mientras les vi bajar las escaleras sosteniendo una intrascendente conversación contrapunteada. Uno de los chicos y la otra chica se separaron y se fueron juntos. Rachel y el otro chico se me acercaron. Reconocí al tipo. Aunque ahora llevaba cazadora y pantalones deportivos, era el mismo maricón del traje blanco que vi en la fiesta. Rachel sonreía.

    —DeForest —dijo—, te presento a Charles..., ¿Byway? —Rió—. Disculpa...
    —Highway, si no te importa —reí yo también.*
    —Highway. Charles, te presento a DeForest Hoeniger.
    —Encantado de conocerte, Charles —dijo DeForest, con acento gutural. Era norteamericano. Se le notaba inmediatamente porque, al igual que todos los norteamericanos de entre ocho y veinticinco años, parecía un cronista deportivo de mediana edad; pecoso y microcefálico, con el pelo cortado como un césped.

    ¿El norteamericano? Evidentemente.

    —¿Qué tal? —dije mientras nos estrechábamos la mano.
    —Habíamos pensado ir a tomar el té al Tea Centre —dijo Rachel.

    Asentí con vehemencia ante tan original plan. Nos alineamos: el alto DeForest en medio, Rachel junto a las casas, y yo perdiendo el culo por el borde de la acera, con un pie en las alcantarillas y sorteando árboles.

    La otra pareja se había detenido unos metros más adelante a fin de entregarse a los ejercicios propios del precalentamiento mutuo. El chico, con el pelo peinado en diagonal y la cara alargada y pustulosa, le había arrebatado a la chica no sé qué cosa — un libro, una carta— que ella trataba de recuperar. El sostenía lo que fuera a su espalda, con las dos manos; ella lanzaba zarpazos que quedaban frenados una y otra vez por los codos del chico.

    —Eh, vosotros, venga —dijo DeForest—. Es la hora del té.

    Salió a la calzada y se volvió para mirarnos a los cuatro, que formábamos un no muy armónico grupo en la acera. Entonces DeFofest abrió un Jaguar enorme y desapareció en su interior.

    —¡Hostias! —murmuré.

    Cuando empezaba a adelantarse, Rachel se volvió hacia mí. Yo sonreí, pasmado como un colegial, y cerré la puerta después de que ella subiera al coche. Los otros se instalaron en el asiento de atrás, y quise cerrar también su puerta y quedarme fuera, pero al final entré, obligándoles a amontonarse el uno encima del otro como si yo fuese una enorme maleta.

    —¿Todo el mundo a bordo? —dijo DeForest, arrancando cuesta abajo y haciendo una triple maniobra a velocidad de crucero a fin de avanzar luego cuesta arriba, como todo el mundo.

    ¿Cómo había permitido que me metieran en una situación así? Rachel iba sentada muy tiesa, justo delante de mí, y su luminosa y perfumada melena atacaba directamente mis desnudos sentidos.


    * Literalmente, Byway significa «camino secundario» o «poco frecuentado». (N. del T. )


    —Adoro los coches ingleses. —estaba diciéndole DeForest a Rachel, que asintió con un gesto. Era evidente que ella también los adoraba.

    ¿Lo había planeado todo Rachel? Quizás hubiera debido dejarla hablar un poco más cuando la llamé por teléfono. ¿Estaba DeForest en el ajo? Mierda. «Oye, DeForest: el gilipollas ése sigue empeñado en telefonearme constantemente y ahora me ha forzado a tomar el té con él; he pensado que la única forma un poco civilizada de quitármelo de encima sería llevar a ese estúpido inútil a... »

    El Tea Center es el clásico café de obreros años treinta, o sea, de estilo norteamericano; varias mesas circulares rodeadas de unas sillitas a modo de setas bajas y algunos reservados al fondo de la sala. Nos dirigimos en fila hasta esa zona; yo iba el último. Las chicas fueron las primeras en llegar, seguidas de sus guaperas. El reservado tenía cuatro plazas. Miré a mi alrededor: las sillitas para enanos estaban sujetas al suelo; no había ningún asiento portátil.

    Ni tampoco quedaba sitio para mí. Rachel y DeForest hablaban con las cabecitas juntas; la otra pareja seguía retorciéndose, ahora en la actitud de quien se entrega con fruición a un sesenta y nueve sin haberse desnudado. Mi cabeza parecía una manta eléctrica. No conseguía ver a Rachel porque la condenada cabecita claveteada de DeForest se interponía entre los dos.

    —Tengo que salir a llamar por teléfono —dije muy bajito.

    No reaccionó nadie. Tenían el mundo entero dándoles vueltas en el interior de sus cabezas. No me habían oído.

    Una vez en la calle, caminé meditabundo hacia la fila de cabinas que había frente a la entrada del metro. Me detuve a mirar un escaparate. ¿Por qué no me había metido en el reservado, obligándoles a hacerme sitio; o por qué no les había dicho que se sentaran en otro lado? Lo que me fastidió fue mi indecisión. Ellos querían que me quedase. Pero no, no había sitio. No podía hacer otra cosa. Debía irme. Me puse en marcha, camino de mi casa.

    —¡Charles, espera!

    Me volví. Rachel se había detenido en la isla del centro de la calzada. Esperaba, mirándome, mientras pasaban los coches entre ella y yo.

    Qué actitud tan vulgar, pensé vacíamente.

    Cambiaron las luces. Hizo una pausa; avanzó hacia mí, con las manos en los bolsillos y la cabeza ligeramente inclinada. Llegó a la acera y se detuvo a un metro de mí.

    —Vuelve, Charles.
    —No pienso volver.

    Se adelantó un par de pasos y se quedó plantada, con los pies juntos.

    —Lo siento. ¿Te ocurre algo?
    —No me ocurre nada.
    —Tengo que volver allí.
    —Ya me lo imagino.
    —¿Tienes frío? —me preguntó.

    Tenía mucho frío. Mi vanidad me había impedido ponerme abrigo. Estaba temblando.

    —Un poco.

    Ella se mordió el labio. Se me acercó un poco más y me cogió la mano durante unos segundos.

    —¿Me llamarás?
    —Puedes estar segura.
    —Entonces, adiós.
    —Adiós.

    En Campden Hill Square también iban a tomar el té. Estaban Geoffrey, un par de chicas vestidas de la forma más rara —una de ellas, pequeñita, iba ataviada con una cortina de flores; la otra, bastante grande, se había disfrazado de cowboy, con pistoleras incluidas— y Jenny. Norm no estaba. A continuación se produjo una escena de espontaneidad casi pastoril. La cabeza me daba vueltas y, aunque en la cocina flotaba el vapor, seguía teniendo frío. Además, todo mi ser vibraba todavía a consecuencia de un ataque de Conciencia-De-Mí-Mismo, después del notablemente triste paseo desde Notting Hill Gate.

    Cuando el té estuvo listo subí al primer piso a escupir. Antes de reunirme con los demás, Geoffrey me interceptó; nos colamos en la sala.

    —¿Cuál de las dos prefieres? —preguntó en voz baja.
    —Ni idea. Todavía no las he visto bien.
    —¿Te gusta Anastasia?
    —¿Anastasia? —Parecía imposible—. ¿Cómo se llama en realidad? —imploré.
    —Jean.
    —Ah. ¿La culigacha? Bueno, no está mal. No soporto ese vestido.
    —Mm. Pero está buena.
    —¿Te la has tirado?
    —En cierto modo. No funciona tan bien como Sue.
    —¿Te has tirado a Sue?
    —En cierto modo. Tiene mejores tetas.
    —¿Qué quieres decir con eso de «en cierto modo»?
    —Una especie de lío entre los tres, ¿sabes?
    —¡No me digas! La hostia de erótico. ¿Qué tal fue?
    —Bien; y además son tortis. La cosa funcionó, pero el problema es que a mí no se me levantaba. Demasiadas anfetas.
    —¿Por qué no me ocurren a mí esa clase de cosas?

    Geoffrey giró sobre sus talones:

    —Porque tú eres un patán manchado de barro, mientras que yo soy un pícaro de ciudad.

    Hablamos de drogas. Geoffrey había traído un par de Mandrax; también había un poco de hash, pero para este bronquítico narrador carecía de interés. Conseguí que me diera un Mandrax, para tomármelo más tarde. El pecho me estaba diciendo que no me hiciera ilusiones: esta noche no podría dormir.

    Esa noche Mr. y Mrs. Entwistle tuvieron su primera pelea en serio. Empezó de forma notablemente modesta. Geoffrey y yo estábamos otra vez en la cocina, ayudando a ordenarlo todo. Tras oír unos tremendos portazos y extraños pasos de eslabón-perdido, la cabeza de Norman asomó por la puerta; al ver que no había nadie más, sus ojos de albino se fijaron en Jenny. Nosotros nos quedamos helados, como en un anuncio de televisión. A los pocos instantes Norman desapareció, y Jenny, tras coger el mechero y el tabaco, salió tras él.

    —Menuda mierda lleva —dijo Geoffrey.

    La escenografía que había preparado para Rachel no se malogró del todo. Una vez en mi habitación, Anastasia se lanzó a por el Blake, diciendo «oh» en un susurro reverente, y Sue se ajustó sus seis-tiros, se arrodilló en el suelo y abrió The Poetry of Meditation. Miré por encima de su hombro; estaba leyendo un ensayo sobre Herbert, bastante bueno a pesar de que se titulaba «La meseta de la serenidad»; «¿Herbert Qué?», debía de estar preguntándose ella. Geoffrey, que lamía el papel de fumar, me dio instrucciones para que pusiera un disco. Como las chicas eran hippies, elegí el más violento y disonante de mis elepés norteamericanos, Heroin, de Velvet Underground. ¿Resultados inmediatos? Anastasia empezó a balancearse en su butaca y a marcar el ritmo con la suela de su sandalia; Sue se quedó en éxtasis y empezó a trazar ochos en el aire con la cabeza. Allá vamos.

    Geoffrey encendió el porro.

    —¿Vamos a celebrar una fantástica orgía, o qué?

    Nadie reaccionó. El se encogió de hombros, le pasó el porro a Sue y se fue tambaleando hacia la cama.

    A continuación reinó una inactiva paz.

    Me llegó el porro; le pegué una buena metida, tragando más que inhalando el humo, y a la manera del hippie enterado, como si se tratara de un pitillo corriente. (Fumar porros de forma ostentosa y/o ruidosa está considerado como una horterada. ) Repetí esto mismo varias veces, y esperé. Sí, me caía en los nudillos una Lluvia Dorada de ceniza, y tuve la sensación de que podía escupir toda mi caja torácica allí mismo, sobre la alfombra; pero aparte de esto, no ocurrió nada más. No es que pudiera decirse que mis reacciones a las drogas fuesen nulas; a comienzos del verano Geoffrey me había dado mi primer purple heart: me pasé dos días enteros con el síndrome del grito desaforado, sudé como una sartén aceitosa al rojo vivo durante el tercero, y el cuarto desperté tras haber permanecido varias horas en coma. La verdad es que mi metabolismo es, al igual que mi mente, una veleta hipersensible. El hashish de Geoffrey no funcionó; seguro que le habían vendido un pedazo de barro arrancado de un zapato, o, en caso de que se tratara de hierba, una mezcla de hebras de tabaco, romero y aspirina.

    Se lo pasé a Geoffrey, pero él alzó la mano rechazándolo con una sonrisa hueca; de repente estaba encontrándose mal. No pude resistir la tentación de disfrutar fascinado su expresión de remordimiento; el triunvirato de siempre: tez perlada, labios de rubí, lengua esmeralda. Las mejillas se le hincharon como si estuvieran llenas de enfurecido vómito.

    —¿Quieres que te traiga alguna cosa?
    —Agua.
    —Suele provocar deshidratación —explicó Anastasia.

    Cuando abandonaba la habitación, Sue aceleró mi paso diciendo, con monótona entonación indignada:

    —Lo que más me jode es que estos tíos se pongan a interpretar «The Temple» como una especie de viaje didáctico estructuralizado, cuando es evidente que si tiene este aspecto tan..., integrado, es debido a los mismos cuelgues y ansiedades que refleja.

    Segunda fase de la pelea entre Jenny y Norman. Me llegó con la mayor fidelidad a través de las paredes.

    Desde la cocina oí gritos y chillidos procedentes de arriba. Fui de puntillas hasta el rellano intermedio, frente al baño. La puerta de la salita estaba abierta y la luz apagada. Así pues, era del dormitorio de donde me llegaba la voz de Jenny aullando:

    —Eres un asesino. ¿Me oyes bien? ¡Eres-un-ASESINO!

    A continuación, un chillido muy agudo.

    No me alarmó. Por el tono, era evidente que la acusación de Jenny no era circunstancial sino emocional, la cresta, probablemente, de un maremoto de imprecaciones. Y esa clase de chillido no era de los que son provocados por el miedo o la ira sino consecuencia de haber inspirado profundamente para después pensar: voy a chillar todo lo fuerte que pueda, y ya veremos qué efecto produce en la situación.

    —Eres un bastardo —prosiguió Jenny—, pero a ti te da igual, porque eres un asesino.

    A continuación, Norman:

    —¡Jennifer, te estás poniendo muy nerviosa! ¡Haz el favor de TRANQUILIZARTE, COÑO! Sabes muy bien que tienes que hacerlo, ¿no? Así que métetelo en tu jodida cabecita...

    Desconecté mis oídos.

    Una vez en el baño, tiré del cordón para encender la luz y me senté en la taza. Excitante. Todo el mundo estaba viviendo un día rebosante de emociones. «Eres un asesino... » Era posible que, por exigencias de su trabajo, Norman se viera obligado de vez en cuando a cometer algún homicidio. Quizás aprovechaba la hora del almuerzo para hacer salvajadas. ¿Había segado toda una fila de colegiales con su Cortina, había engañado a un ciego dejándole en mitad de Bayswater Road a merced de los coches? ¿Le había robado las reliquias de familia a algún judío agonizante? ¿Le había clavado una navaja automática a algún estudiante progresista (pues Norman era apasionadamente de derechas)? ¿Había pisoteado y saltado sobre el maltrecho cuerpo de algún paquistaní (pues Norman era apasionadamente xenofóbico: los extranjeros no empezaban para él en Calais, sino en Barnet o Wandsworth Common,* según la dirección que se tomara partiendo de Marble Arch)? Quizá —bostezo— lo único que Jenny quería decir es que estaba «asesinando» el amor que ella sentía por él.

    Luego me llegó desde arriba el sonido de lo que posiblemente fuera un tortazo propinado con el antebrazo, seguido de una caída asordinada, como el de un cuerpo cayendo a gran velocidad contra el suelo.

    Me soné con papel higiénico y me concentré en Rachel. Ojalá Geoffrey se decidiera a caer redondo en mi cama; así se lo llevarían Sue y Anastasia, y yo me quedaría solo. ¿Y si subía hasta la salita para tomarme una copa del brandy de cerezas de Norman? No: podía ser que despertase a Jenny a fin de poder tumbarla otra vez a porrazos. Decidí lanzar unos cuantos esputos en el lavabo, y llevarle a Geoffrey el vaso de agua que me había pedido. Arriba ya estaba todo en calma, de momento.

    Geoffrey había efectivamente vomitado, pero no lo había hecho en la cama sino, más bien, en la pared, el suelo, el lavabo, el toallero y la taza del baño de abajo. Anastasia estaba allí con él, rodeándole la cintura con el brazo. Geoffrey se volvió tímidamente hacia mí cuando me oyó llegar, al mismo tiempo que Sue, a la puerta.


    * Nombres de barrios londinenses. (N. del T. )


    —Lo siento, tío —dijo, echando la cabeza hacia atrás para conseguir que le cupiera una nueva bocanada que posteriormente canalizó hacia la bañera.
    —No te preocupes. Pero, oye...
    —¿Qué?
    —Recuérdalo: yo soy un patán de pueblo, y tú un pícaro de ciudad. ¿De acuerdo?
    —Vale.

    Limpiamos a Geoffrey entre los tres y le dimos, sucesivamente, una manzana, un poco de agua y un pitillo. Cuando se lo preguntamos, contestó que se encontraba bien. Dije que lo mejor sería llamar a un taxi, pero resultó —pasmosamente, pensé, para alguien tan joven— que Sue tenía coche. Metimos en él a Geoffrey y se fueron, después de que yo les pidiera el número de teléfono y no consiguiera darle un beso a ninguna de las dos.

    Me quedé viendo cómo se alejaban, sacudí la cabeza dos o tres veces con la mayor normalidad, y volví a meterme en casa.

    En la oscura cocina conseguí tragar, con unos cuantos vasos de agua, un Mandrax del tamaño de un botón de camisa. La luna brillaba ya en medio de la noche y estuve un rato contemplando el cielo azul marino. Noté que, sin esfuerzo por mi parte, asomaba al rostro una expresión de bascosa esperanza. ¿Y por qué no? Tenía algo en qué pensar, aunque fuera un tema inquietante; tenía una cara que miraba por encima de mi hombro, aunque su expresión fuese engreídamente equívoca. Al menos no era mi propia cara.

    Aparte del cielo, no había casi nada que admirar fuera de la casa: un alto muro en cuyo borde superior brillaban mil pedazos de cristal roto, colocados allí para disuadir a todos los ladrones de más de tres metros de estatura que no quisieran tomarse la molestia de entrar por la puerta del jardín de atrás. No obstante, el aspecto de esos cristales era bastante neutral.

    Al volverme vi a Jenny instalada en el sofá de la habitación contigua, enroscada, y fumando un pitillo con expresión ojerosa. Me dirigí hacia ella, pero a mitad de camino noté que hacía un movimiento, casi imperceptible, con los hombros o la mano, que bastó para permitirme que comprendiera que prefería estar sola. Cerré la puerta al salir y me fui a la cama.


    Ocho y treinta y cinco: El Libro de Rachel, Primer Volumen


    Situado ahora junto a la ventana, descorcho sin esfuerzo la segunda botella de Château Disenterie. Unas manchas rojas vuelan sobre el regalo de vigésimo cumpleaños que me ha hecho Rachel, el nuevo Blake de la Longman. Como en la calle está muy oscuro, parece adecuado preguntar: ¿Soportarán el placer Encadenado en la noche Las vírgenes de la juventud y la mañana?

    Sobre mi mesa de trabajo un océano de cuadernos, carpetas, sobres, servilletas, notas: el libro de Rachel al completo. Provisto de mis cuatro ojos, intento encontrar títulos para los diversos temas, armonizar las notas a pie de página, subrayar correspondencias con bolígrafo azul y bolígrafo rojo.

    Hay que empezar a trazar las líneas de fuerza de una historia que fluye mansamente, a pesar de que sólo consiste en encuentros casuales, preparativos chapuceros y éxitos a medias. Refiriéndome a Conquistas y técnicas. Una síntesis, escribo en la cara interior de la tapa de la carpeta de Rachel:

    Inicial 2B
    Tendencias compensatorias A3
    Gambito de Emily
    Variación Marilyn, aplazada.


    Tacho «aplazada» y en su lugar pongo «rechazada». Nada de esto me dice gran cosa.

    El primer día en la academia fue profundamente embarazoso, pero no para mí (me pareció) sino para la directora y su personal, por mucho que estas distinciones acostumbren a ser inútiles.

    De camino hacia allí, cuando andaba por la agradable Addison Avenue, saqué las dos cartas que había recibido esa misma mañana. Hacía un día despejado, de modo que, como aún era mórbidamente temprano para llegar a la academia, busqué un hueco entre las cagadas de pájaro en un banco, y me senté a estudiarlas más a fondo.

    El hecho de que mi madre hubiese llegado alguna vez en su vida a establecer contactos por escrito con el mundo exterior era en sí mismo un conmovedor homenaje al servicio británico de correos. Mi nombre escrito con algunas faltas de ortografía, unas señas que ni siquiera yo me sentía capaz de interpretar, y cuatro sellos de un penique pegados boca abajo en el extremo superior izquierdo del sobre. Me puse las gafas y enseguida me preocuparon ciertas frases clave: te eché de menos el domingo... ¿todo arreglado? estuve enferma... Tu padre dos semanas en Londres pero... daremos una fiesta bastante concurrida... el del college también vendrá... ¿Vendrás tú?... recuerdos a Jenny... que Norman se esté comportando... Mrs. Wick encontró las camisetas que te olvidaste... Me ardía la cara. ¿Para qué? Siempre hay algún motivo... Cuídate mucho. A ver si averiguas a través de él cuántos vendrán. Le puedes localizar en el 937-2814.

    Nueve-tres-siete, W-E-S, Western: zona de Kensington; debe de ser el ligódromo de mi padre. ¿Por qué no le llama ella a la oficina? ¿O se trata simplemente de una astuta demostración de falta de interés por sus andanzas? Todo esto hubiera bastado para deprimirme, pero esa tarde iba casualmente a tomar el té con Rachel..., à deux. Y el número de teléfono podía resultarme útil.

    La segunda carta llegó por correo aéreo, con unos sellos de lo más chillón. Era de Coco.

    «Coco» era una chica de dieciséis años, hija de un catedrático de economía libanés (cuya amistad fue cultivada por mi padre cuando, un par de años atrás, estuvo de profesor invitado en Cambridge). Hacia finales del verano la familia vino a pasar tres fines de semana en casa. Coco era una chica bronceada, descarada, exótica; y yo tenía la edad y la descortesía suficientes como parecerle inmejorable. El primer fin de semana la besé en el rellano. El segundo acaricié sus suaves pechos en el invernadero. El tercero la convencí para que viniera a mi habitación a medianoche. Fue una sesión perfecta, aunque, naturalmente, no hubo coito. Entonces ella sólo tenía quince años, y a mí no me apetecía estar recién salido de la cárcel cuando ella cumpliera los veintiuno. Además, Coco no me lo hubiera permitido. Mantuve esta correspondencia con ella porque hacía que me sintiera sexualmente activo y solicitado, y porque me gusta exhibirme por carta. Leí lo siguiente:

    Querido Charles:
    Gracias por tu carta: ¡Al fin! ¡Así te condenes por no haberme escrito antes! Estoy muy contenta de que te fueran tan bien los exámenes. Los míos no me salieron tan redondos...
    Pasé por encima de los párrafos en los que me hablaba de lo guapo que soy. El párrafo final decía así:
    Sigo confiando en poder ir muy pronto a Inglaterra. Mamá dice que quizá (?) el año que viene. A menudo pienso en que cuando volvamos a vernos me dirás que ya no te gusto. Si voy el año que viene, tú estarás en la universidad y yo en la Escuela de Arte Dramático. Pero esto son cosas del País del Quizá. ¡Bueno! Ahora tengo que acostarme, ¡estoy agotadísima! Escríbeme pronto.
    Te quiere, Coco.


    Esto requería atención inmediata. Saqué un bloc y empecé a escribir un esbozo de mi respuesta:

    Cariño mío:
    Gracias por tu esperadísima carta. Me ha intrigado especialmente tu referencia al «País del Quizá». ¿Podrías darme más datos acerca de ese curioso lugar? Por ejemplo, ¿cuál es su capital, su situación geográfica, su sistema de gobierno? ¿Cuáles son, digamos, sus características meteorológicas, sus fronteras territoriales, sus principales industrias? Además, te has vuelto a olvidar de decirme si en tu próxima visita me permitirás que me acueste...


    Me levanté, desperezándome como una estrella de mar. Eran cerca de las nueve y media. Recogí mis papeles y me fui al trote.

    La academia se parecía a una comisaría victoriana mucho más de lo esperado. Flanqueado por sendas casas adosadas de delgaducha fachada y cercado por una verja pintada de color malva, el edificio permanecía agazapado a cierta distancia de la calle. Sus hollinosos ladrillos parecían obstinados en no enterarse del sol que brillaba a aquella hora. Me colé por el pasillo que conducía a la entrada trasera del sótano. La puerta estaba abierta.

    No parecía haber nadie, aparte de la directora. Mrs. Tauber se encontraba en su oficina bebiendo tazas de café y fumando pitillos. Tres de cada. Al verme, se mostró sorprendida, pero encantadísima.

    Nos dijimos buenos días y, tras un fantasmal silencio, le pregunté si no me había presentado «más temprano de la cuenta», sospecha por otro lado bastante fundada ya que no había nadie y era posible que no hubiese entendido bien los horarios.

    —Desde luego que no —dijo ella, señalando el reloj eléctrico que había a su espalda. Eran las nueve y treinta y cinco—. ¿No ves la hora? —Parecía sentir verdaderos deseos de oír mi respuesta.

    Esto me desconcertó. La única respuesta estrictamente lógica era: «Lo siento muchísimo... Discúlpeme, por favor, pero... ¿Verdad que esto es el Manicomio Tauber?» Sin embargo, preferí preguntarle dónde estaban los demás.

    —Se han retrasado —dijo ella con exasperación.

    Me pegué un cachete en el muslo y sacudí la cabeza.

    —Ah. Bueno, ¿puedo ir a algún sitio mientras espero a que «empiece el asunto»?

    En este momento Mrs. Tauber recobró el buen humor, y me condujo con gran ceremonia a la «biblioteca», una habitación en forma de caja, sucia y amueblada con tres sillas, una pizarra rota, y un mínimo de doce libros de texto color almagre, amontonados en un rincón. Durante la siguiente hora y media fueron entrando en este centro de erudición liberal el resto de mis colegas; eran cuatro en total, dos chicas, una de ellas pasable, aunque del doble de mi estatura.

    Mediada esa primera semana, la Academia Tauber ya no tenía secretos para mí. Resultó que disponía de un segundo piso, que albergaba el gran salón/gimnasio/cafetería/aula, más un par de oficinas pequeñas. Resultó que la academia también era, además, una guardería, o que era principalmente una guardería. Estábamos los cinco del grupo que se preparaba para el ingreso en la universidad, y casi diez veces más miembros del grupo de los del bachillerato medio. En cierto sentido, un grupo de mayores y otro de pequeños. Pero sólo en cierto sentido, porque la edad no era un buen criterio de clasificación. Los mayores iban, de hecho, de los quince (un necrófago delincuente que se preparaba para la Real Academia de Artes) a los diecinueve (yo), mientras que los pequeños iban desde algunos niñatos que todavía no controlaban sus esfínteres hasta algún que otro mongoloide de cara blanda y enorme estatura que podía tener cualquier edad entre los ocho y los treinta y ocho. Una gran proporción de esos niños eran casos evidentes de demencia.

    En teoría, mi horario tenía que dividirse entre breves sesiones matutinas con los dos profesores que trabajaban en la misma academia (Mates y Latín), y unas sesiones de tarde en St. John's Wood con un profesor de inglés, aparte de las horas de estudio en el espacioso salón de arriba.

    ¿En la práctica?

    Llegar de diez a diez y media. Lección de Mates durante veinte minutos con Mr. Greenchurch. En un aula, que era una oficina vacía que olía a pies de muerto, un octogenario calvo de orejas enquistadas que sorbía ruidosa e incesantemente sus dientes postizos de tono agrisado (al principio pensé que llevaba la boca llena de caramelos; pero el miércoles permitió que sus retozonas piezas se le desparramaran a un par de centímetros de la encía antes de devolverlas a su lugar); tiene la cabeza como un reloj de cuco estropeado, y a menudo se olvida de que estoy ahí. Diez minutos en el salón, charlando con Sarah, la chica menos fea. De once y media a doce, clase de Latín con Mrs. Marigold Tregear, la enorme pero bien proporcionada viuda cuyos muslos desprovistos de medias incitan constantemente mi curiosidad; recursos utilizados: hacer rodar lápices hasta que caen por el borde de la mesa a la que nos sentamos el uno junto al otro, y darle la vuelta para recogerlos; agacharme delante de ella cuando entramos en la habitación, y hacerme nudos dobles en los cordones de ambos zapatos; asomarme por entre los peldaños de la escalera metálica por si se presenta la oportunidad. Mrs. Tregear tenía más de treinta años y era, supongo, muy poco atractiva, pero llevaba unas faldas cortísimas.

    Otros cinco minutos con Sarah. Regreso a casa a buen paso. Almuerzo ligero e intento de conversación con quienquiera que estuviese: Jenny, o Norman, o ninguno de los dos. Nunca los dos a la vez. Alrededor de media hora en el salón de la academia, hablando con mis tres contemporáneos (Sarah sólo iba por las mañanas). Después intentaba trabajar unos cuantos minutos, cosa nada fácil porque por la tarde, y en este mismo lugar, daban clase cincuenta vociferantes gamberros. Normalmente, clases de interpretación, o de canto, o de expresión corporal.

    Este era, pues, el aburrido telón de fondo para la fecundidad de mis lecturas nocturnas. Porque había empezado a explorar la literatura grotesca, en especial los escritos de Charles Dickens y Franz Kafka, para encontrarme con un mundo rebosante de extrañas superficies y furtivas tensiones, todo aquello que yo intentaba desde siempre introducir en mi propia vida. Estudiar de verdad lo hacía en casa, claro, sobre todo concentrándome en Rachel y en Lengua y Literatura inglesas, cosas para las que, según mi opinión, yo estaba muy dotado.

    Desde la noche del pugilato las cosas se habían tranquilizado bastante entre Jenny y Norman. Pero en las raras ocasiones en que estaban juntos, el ambiente resultaba bastante bochornoso. No se trataba de la agresividad cotidiana ni del cansino, culpable y en cierto modo asexuado malhumor en el que había visto desembocar las relaciones de muchas parejas, esas situaciones en las que la tensión no hace ningún esfuerzo por expresarse articuladamente. No, había claramente alguna cosa en juego, algún problema, y me pareció que yo debería estar en condiciones de adivinar de qué se trataba.

    Como era de prever, el comportamiento de Norman fue más ilustrativo que el de su esposa. Ahora, por la tarde, se quedaba en la cocina, sentado a la mesa, sin hacer nada, como no fuera jugar con el llavero del coche o mirar, con ojos glaucos, la pared de enfrente. Llegado cierto momento, se levantaba y se dirigía hacia la puerta..., pero salía por salir; ya no tenía aquellos aires de persona determinada.

    Después de mi primera mañana en la academia, estaba yo en la cocina disfrutando —muy agradablemente— de un emparedado y un vaso de leche a modo de almuerzo, cuando llegó Norman. Casi ni me enteré. Entró, sí, pero como decía antes, sin el tradicional alboroto de portazos y gritos; más bien vacilante, inseguro, como si sólo al llegar a la cocina se hubiese convencido de que no se había equivocado de casa.

    —Ah, hola —dijo—. ¿Está Jennifer por ahí?

    «Jennifer», en el lenguaje de Norman, solía significar: «la puta de Jenny». Le contesté que seguramente había salido. Los dos nos encogimos de hombros.

    Haciendo un gesto de asentimiento, para sí mismo, como si estuviera pensando alguna cosa, abrió la nevera.

    —¿Hay comida? —preguntó, registrando la cocina con la mirada. Lo que vieron los ojos de Norman fue: un fregadero rebosante de platos, una bandeja sucia, un cesto de sábanas fétidas, unas agujas y lana de hacer calceta esparcidas por la mesa, una cocina tan atestada como la caseta de un trapero.

    Lo curioso de lo que ocurrió a continuación fue que jamás en la vida había visto a Norman interesándose por los asuntos domésticos, ya que de ordinario se comportaba como si estuviese viviendo en una tienda de campaña o una cabaña prefabricada: tiraba los periódicos al suelo, se iba desnudando a medida que subía la escalera, apoyaba sus enormes zapatos en el tapizado que acababan de limpiar.

    Dio un paso al frente y empujó con el pie el cubo de basura hasta colocarlo debajo del fregadero; golpeó un bote con el canto de la mano, y lo lanzó deslizándose contra el escurreplatos.

    —Las muy putas —aulló, echando la cabeza hacia atrás—. Lo único que saben hacer es engullir enormes fritadas y echarse luego encima sus jodidos vómitos. —Abrió un grifo de golpe y se arremangó la camisa, mientras su voz iba subiendo de tono alimentada por un mojigato sarcasmo—. Te pasas todo el condenado día trabajando para que ellas anden meneando el trasero en las jodidas tiendas de ropa y tirando el dinero en el estilista o cómo coño se llame. Tú dándole al callo y ellas, mientras, se sientan en sus enormes culos para que les hagan las uñas. —Su voz se elevó media octava—. Sólo porque tienen tetas se creen con derecho...

    Y se interrumpió para soltar un prolongado y tembloroso gruñido de rabia y frustración.

    Norman terminó de lavar platos (cosa que hizo con escrupulosidad de boy-scout), se puso la americana y se fue.

    Pero el problema no era ése. De haber sido ése, por nada del mundo hubiera hecho lo que había hecho.

    Mi siguiente encuentro con Rachel fue el viernes, tres días después del Incidente del Tea Centre.

    Aunque yo mismo lo hubiese planeado, no habría podido ser más espontáneo. Lo cual resulta especialmente pasmoso, pues ya me había resignado a dar por concluido el opus Rachel. Mientras me afeitaba el miércoles por la mañana, estuve haciendo mil muecas de espanto al recordar qué sensiblero era lo que había estado pensando la noche anterior. Rachel había sentido, como máximo, cierta pena por mí; pero a lo peor aquello no había sido más que la segunda fase del plan conjunto trazado por ella y DeForest. Esa tarde estaba yo demasiado atemorizado y avergonzado como para telefonearla. Quizá mañana. El que no se arriesga, no pierde nada.

    Pero, como estaba diciendo, cuando la vi, la situación no hubiera podido ser más espontánea. Yo no me había preparado en absoluto y la cosa me pilló desprevenido. Semiafeitado, con el pelo como el trapo de secar los platos, y vestido con la trenka y unos pantalones de pana color pardo, muy holgados y viejos. Ni siquiera llevaba encima un solo cuadernito. No tuve más remedio que improvisar.

    Me encontraba en la papelería-librería de Notting Hill Gate, de espaldas a la puerta y rascándome la cabeza, aunque no de asombro sino de puro escozor. Maltrecho después del patinazo del día anterior —me sentía como si me hubiese caído de un camión en marcha—, acababa de dejar un libro sobre el argot cockney y estaba a punto de coger otro de Crítica y lingüística.

    Rachel se me acercó por detrás y me dio un golpe excesivamente fuerte en las costillas.

    —Hola. ¿Qué lees?
    —Oh, hola —dije, traicionando mi sorpresa con el falsete de mi graznido. Pero me disparé al instante—: Ya lo ves, paridas de un tipo especializado en fusilar trabajos ajenos, que ha reunido aquí artículos viejos con la pretensión de que forman una unidad. —Hice una pausa y gesticulé un poco—. Afirma que todos tratan de «el problema de las palabras». —Señalé el subtítulo que aparecía en la cubierta. Me encontraba cargadísimo de adrenalina, y noté que se estaba formando en el fondo de mi mente una frase perfecta para una novela—. Pero en realidad no hablan más que de él mismo: de su buen gusto, de su imparcialidad, y de lo mucho que le gusta el dinero. Mira, si no, el precio.

    Rachel se limitó a echarle una ojeada al precio, y luego volvió a mirarme a mí. Yo le dirigí una brillante sonrisa.

    Cierto. Una actitud, por mi parte, todo lo gesticulante, torpe y charlatana que ustedes quieran, pero bastante aceptable tratándose de un examen oral.

    Con la misma impetuosidad iniciamos una ronda por la tienda que me permitió escenificar una gran variedad de cuadros: la fascinación imberbe que todavía me producían los juguetes; un malévolo interrogatorio de la dependienta de la sección de papelería; una demostración de lo refrescante que era que me gustaran las más vulgares postales de felicitación (gatitos con madejas de lana, perros con aspecto de ancianos). Rachel parecía estar divirtiéndose, pero no era la clase de reacción que yo confiaba despertar. Por ejemplo, no me había agarrado la polla ni una sola vez.

    Terminamos en la sección de discos. Allí observamos a un hombre bajito de mediana edad (con unas orejas pardas de tamaño anormalmente grande, como unas galletas de jengibre untadas en té) que estaba gritándole a una dependienta tan bajita como él pero mucho más joven. Ella bostezaba continuamente. El tipo no conseguía encontrar una grabación en mono del disco que quería.

    —¿Pretende afirmar que sólo lo hacen en estéreo? —preguntó el hombre con su voz aflautada. Yo no podía dar crédito a sus orejas.
    —Sí, pero...
    —Eso les va muy bien a los que tienen tocadiscos estéreo...
    —La comp...
    —Pero, ¿qué me dice de los que no tienen tocadiscos estéreo?
    —En la etique...
    —Estas cosas me dan náuseas —dijo el hombre con la elocuencia de quien acaba de hacer un descubrimiento; como si durante mucho tiempo hubiera opinado que estas cosas no daban náuseas, o incluso que hasta te hacían sentir mejor. Y se volvió para repetir, de modo que le oyese toda la tienda—: Estas cosas me dan náuseas. —Y empezó a avanzar junto al mostrador, tratando de individualizar a su público—: ¡Somos una pandilla de borregos! A que sí —dijo, mirando las caras de una en una, buscando en todas ellas la confirmación de su teoría. Hasta que se me dirigió a mí.
    —¿Tiene estéreo?
    —¿Decía usted... ?
    —Que si tiene estéreo...
    —¡Desde luego que no!

    En cierto sentido, mi respuesta le satisfizo. Se fue a grandes zancadas.

    Yo tenía intención de comprarme un elepé, pero no lo había hecho debido a que desconocía los gustos de Rachel. De modo que le sugerí que nos tomáramos un café. Rachel aceptó, tras consultar su reloj, y con la condición de que tenía que estar de vuelta en su academia al cabo de un cuarto de hora. Esto provocó en mí una sonrisa, complaciente al principio, pero después burlona, cachonda, expresiva —en mi opinión— de una tremenda amenaza sexual.

    De camino hacia la salida tuve una idea luminosa.

    Cuando dimos el primer paso en la acera, me detuve de repente. Le dije que lo sentía muchísimo, que lo había olvidado por completo, pero que le había prometido a Cecilia Nottingham ir a dar con ella un paseo a caballo por Hyde Park, y que, por tanto, tenía que disculparme pues debía irme inmediatamente.

    —De todos modos, Rachel —añadí—, ¿qué te parece si nos vemos el lunes? ¿Tomamos el té juntos?

    Ella se lo pensó un poco.

    —De acuerdo —dijo.
    —¿Sí? Entonces, a las cuatro y cuarto. —Llamé a un taxi—. ¿En el Tea Centre?
    —De acuerdo.
    —Magnífico. Al Dorchester, por favor. ¡Hasta el lunes!

    Fue una estratagema repugnante: y el mayor reproche estuvo en la actitud de la propia Rachel, De repente pareció menos elegante, menos segura de sí misma, menos terrible. Incluso me pareció que no era tan alta, y subrayó todas estas reacciones haciendo pucheros con los labios, fingiéndose tonta, pronunciando deliberadamente mal las palabras más largas, en fin, todos los números que se podían esperar. A mí no me importó, ni siquiera que arrugase femeninamente la nariz o que abriera desmesuradamente los ojos para expresar su asombro. Pero a mí, pensé, no me importa en absoluto que sea estúpida, aburrida, fea y afectada.

    De todos modos, había hecho una demostración de independencia que contrarrestaba mi abyecto comportamiento del martes. Y la verdad es que necesitaba un respiro, una pausa para investigar más a fondo. Y mi cara no estaba en condiciones de recibir la poco amable iluminación fluorescente del Tea Centre. Y esa ridiculez de montar a caballo excusaba al menos lo desastrado de mi apariencia. Por otro lado, no pude evitarlo: mi imaginación es una canoa sin piloto que cabecea alocadamente por unos rápidos inexistentes.

    Creo que fue esa tarde cuando empecé a trabajar en la Carta a mi Padre, un proyecto que acabaría consumiendo muchos de los ratos libres de las semanas siguientes.

    Ahora, pensé mientras cogía la estilográfica, el tintero y mis notas, ahora sí que voy a darle una verdadera paliza a ese hijo de puta. Cuarenta minutos más tarde había escrito:

    Querido Padre:
    No me ha resultado fácil escribir esta carta.


    Cuando subí a prepararme un té, me encontré a Jenny en la cocina, dedicándose a bañar el parcialmente desteñido ojo a la cardenala producto del directo que le había propinado Norman la noche del martes.

    —¿Qué tal lo tienes? —pregunté.
    —Va mejorando. A ver qué día me acuerdo de arreglar ese maldito tirador de la puerta —dijo para disimular.

    Últimamente Jenny estaba muy callada, pero su silencio era elocuente. La semana después del combate de boxeo actuó como si Nada Hubiera Ocurrido: no te preocupes, me encuentro perfectamente bien..., mientras patrullaba por toda la casa a tres kilómetros por hora, buscando nuevas faenas penosas que hacer, y —a pesar del valor que había demostrado— dejando escapar un gruñido de agotamiento o un suspiro de dolor cada vez que tenía que agacharse o cuando empezaba a subir las escaleras.

    Hacia el final de esa semana había decidido quedarse en cama y convertirse en una figura espectral, siempre vestida con el batín, dejándose entrever a veces en la escalera o en la cocina, cuando se preparaba emparedados fríos. A veces se la podía oír cruzando el piso superior de un lado para otro, o bajando al baño. Algunas veces, a media tarde, cuando Norman aún no había regresado, bajaba y se tomaba una taza de algo conmigo. En estas ocasiones yo siempre me esforzaba por mostrarme tranquilo, accesible, predispuesto a dar buenos consejos; no sirvió de nada.

    El sábado, casi dos semanas después de mi llegada, y a los seis días del gran discurso de Norman sobre los platos y las perolas, acababa de regresar yo de la Tate Gallery y me instalé en la sala para tomarme una copita (sólo pretendía quitarme el frío). Estaba mirando por la ventana, temblando todavía mientras los tragos de ginebra empezaban a cumplir con su samaritana función, cuando la voz de Jenny, lánguida y ansiosa a la vez, dijo desde el dormitorio contiguo:

    —¿Nooorman... ?

    De modo que asomé animadamente la cabeza a su cuarto y le dije que no era Norman sino yo, y le pregunté si quería alguna cosa.

    Cinco minutos más tarde intentaba dejar una taza de té en alguno de los escasos huecos que quedaban entre los montones de cosas que había en su mesilla de noche. La habitación olía a maquillaje y tetas: tazas de café medio vacías, ceniceros rebosantes de colillas, edredón húmedo en el suelo, un desparramado montón de revistas detrás del tocador, un par de barras de labios terminadas. Sin embargo, con su camisón de algodón rojo, las mejillas ardientes, la tez reluciente, el cabello lustroso..., Jenny volvía a hacerme notar que no se oponía a que yo pudiese verla desnuda.

    Me senté al borde de la cama y traté de preguntarle cómo se encontraba. Jenny dobló las rodillas, pegándolas a su cuerpo.

    —Bien —dijo, mientras una lágrima de rimel empezaba a caer de su hinchado ojo derecho. Se sorbió las narices, y estiró el brazo con una sonrisa de disculpa para coger la taza.

    Noté que se me formaba un nudo en la garganta. Y supe que no era un moco, sino dolor. Abrí la boca para hablar, pero no me salió nada.

    —Sólo un poco cansada —dijo Jenny.

    Creo que los dos queríamos hablar. No sé por qué no lo hicimos.

    Me pasé un día entero preparándome para mi cita del lunes con Rachel. Creo que en esto no soy en absoluto representativo, porque esta clase de citas son más bien propias de los mayores de treinta años. Aunque es posible que los adolescentes frágiles, del montón, ansiosos, también...

    Flexiones de brazos y rodillas, y demás calistenia sexual. Servicio completo de higiene corporal (siento mucho todo esto): recorte de pelos axilares, manicura de pies, limpiado y secado de pelo púbico, cepillado individual de todos los dientes, frotado de lengua, poda nasal. (Al día siguiente no tendría tiempo más que para regresar corriendo de la academia, atildarme un poco y largarme otra vez. ) Leí dos novelas de la primera época de Edna O'Brien, y tomé notas en mis manuales de técnica sexual.

    Pero Rachel no falló.

    Aquella tarde, junto a sendas tazas de té hirviendo, convenientemente encaminada por mis inteligentes preguntas, mis sonrisas de ánimo y ciertas generalizaciones acerca de mí mismo, Rachel Noyes me contó la historia de su vida.

    Se parecía a la más deslustrada novelística culta de los sesenta. No era judía, en absoluto (con lo que no había peligro de que saliera alguien protestando porque ligaba con un blanco). Nacida en París hacía diecinueve años (tenía un mes más que yo). Naturalmente, su padre, un hombre como debe ser, se había «largado» cuando ella tenía diez años («Supongo que ya estaba hasta el gorro»), y su madre (que «tenía medios propios»; agradezcamos estos pequeños detalles) se trasladó casi inmediatamente a vivir a Londres.

    Aunque quizá no tenga apenas interés:

    —Cuando no estaba en el colegio, me pasaba casi todas las horas con el aya Rees. Era encantadora. Todavía voy a verla a su casa de Fulham. Mamá tuvo que permitir que nos dejara cuando cumplí dieciséis años. No creas, estuve llorando toda una semana. Luego Mamá se casó con Harry, lo cual probablemente era una buena idea porque ella es una mujer muy tierna y se sentía terriblemente sola. Le conocía desde hacía siglos, e imagino que fueron amantes mucho tiempo. El es divino. Te gustará. Gusta a todo el mundo. Es una de esas personas muy tranquilas..., muy cuerdas, lo cual le va muy bien a Mamá porque ella se pone neurótica bastante a menudo. A veces tiene unos ataques increíbles. Creo que no llegó a superar nunca lo de Papá. El se portó con ella como un hijo de puta. Después, ellos [su mami y el gorrón de Harry] se fueron a la casa de Hampstead y yo terminé el colegio, y aquí estoy.

    Le pregunté por su verdadero padre.

    —Le veo de vez en cuando. Es artista, todavía vive en París, en le seizième [muy buen acento] con su «amante». No se han casado. Este verano pasé dos semanas en su casa. Ella también estaba. Me gustó. Es escultora, mucho más joven que él. No comprendo por qué sigue él empeñándose en verme. Me trata brutalmente siempre que nos vemos. Y cuando se emborracha, me telefonea y me insulta.

    Le pregunté de qué se quejaba él.

    —Oh... Que si no le he escrito, que cuándo iré a verle otra vez, que si lo he aprobado todo. Y luego dice cosas horribles de Mamá, que es una mentirosa y cosas así. Pero es lógico, ¿no?, que unos padres divorciados se peleen como bestias por los hijos. Es normal que rivalicen... ¿No crees?

    Le dije que sí.

    —De hecho, me llamó la semana pasada. Es increíble, pero quería saber si tomaba la píldora. Yo le dije: «Mira, tío, no te preocupes. ¡No iré corriendo a pedirte ayuda en caso de que me quede embarazada!» Eso bastó para cerrarle la boca.

    Seguro que sí, pensé. La píldora. ¡Qué sexo!

    —En casa no le mencionamos nunca. No vale la pena. Esa es una de las cosas más divinas de Harry. Nunca habla de él. Tenemos mucha suerte de contar con él [Harry]; nos ha librado de volvernos locas. Su mujer también le dejó, de modo que hacen muy buena pareja. Ella le dejó a él con Arnold, cuando éste [Arnold] tenía catorce años, que es una edad terrible para que un chico se quede sin padre. ¿Conoces a Archie?
    —No —no dije que había visto a «Archie» en la fiesta, y que desde entonces alimentaba un intenso odio hacia él.
    —Tendrías que venir un día. Te los presentaré.

    Agité mis pestañas.

    —¿Vamos? —me preguntó.

    Durante un segundo creí que se trataba de una amable, whitmanesca invitación a ir para presentármelos de inmediato. Pero no era así. Cogí el papelito de la cuenta. Entretanto, Rachel se sonó con un pañuelo muy arrugado y se puso unas gafas de sol redondas de estilo francamente camp: ambas acciones hicieron que su nariz pareciese más grande y roja.

    Salimos y paseamos hacia la parada del autobús, y durante esos momentos noté que me sobrevenía una desmayada perplejidad. El carácter de Rachel tenía la misma fuerza que su sintaxis. ¿De dónde había sacado yo que era una chica lista? ¿Me lo dijo Geoffrey? No. ¿La hermana de Geoffrey? No. ¿Lo había dicho yo? Sí. ¿En qué clase de mundo de farsa, me pregunté, crees que estás viviendo, pedazo de subnormal?

    Aparentemente, había bastado una sola tarde para que el Libro de Rachel se convirtiera en cenizas. Tanta erudición... malograda, completamente malograda.

    —Seguro que ni siquera te gusta Blake —me quejé.
    —¿Cómo?
    —Me preguntaba si te gusta Blake, porque si es así, he pensado que el domingo que viene podíamos ir a ver sus cuadros a la Tate, en caso de que no los hayas visto ya.

    Naturalmente, esta es una invitación que había planeado hacer de antemano. Pero ahora tenía un regusto insípido. Ni estaba acariciándole el hombro, ni la miraba con esa expresión hipnótica esbozada en el cuadernito que llevaba en el bolsillo de atrás. De hecho, ni siquiera estaba mirándola.

    —Pensaba que quizá te gustaría... —dije—. No pretendo...

    Su autobús apareció por la esquina. Me quedé donde estaba, mientras Rachel adelantaba con el resto de la cola. Todo había fallado. Mi decepción y fatiga estaban a punto de provocar un fuerte gruñido, que hubiera soltado muy a gusto, de no ser porque de repente Rachel me dijo:

    —Oh, Charles, me encantaría, en serio, pero..., todo es tan complicado.

    Lanzó una mirada acusadora al autobús. Parecía inquieta, fastidiada, casi daba saltos, como una niña que quiere hacer pipí. Aquello parecía absolutamente espontáneo. Me acerqué, tratando de cogerle la mano con involuntaria vehemencia. Pero tenía las dos metidas en los bolsillos.

    —Es por DeForest. Viene a almorzar. Quizá se quede.
    —Ah, bueno.
    —Pero telefonéame. De verdad, hazlo. ¿Querrás?

    Una anciana rolliza que llevaba en la cabeza lo que parecía una bolsa triangular de polietileno me empujó brutalmente hacia un lado, y subió al autobús junto a Rachel.

    —Nunca se sabe —grité. La ironía y la sangre regaron de nuevo mis rasgos.

    ¿Acaso no hago nunca nada que no sea pasear apenado por Bayswater Road?, me pregunté mientras paseaba apenado por Bayswater Road.

    Muy bien: coches demoníacamente mecánicos; potentes y sólidos árboles vivos; irreales edificios aparentemente lejanos; viandantes granudos de aspecto extraterrestre; Intensa Conciencia de Ser; falacia patética más un omnipresente déjà vu, angustia cósmica, miedo metafísico, un sentimiento a la vez claustrofóbico y agorafóbico, la religión del adolescente. El reverendo Northrop Frye lo llamó, con frase feliz, «bascoso presentimiento apocalíptico». Un personaje de Angus Wilson lo califica de «egoísmo adolescente», y a punto estuvo la Navidad pasada de empujarme al suicidio. Entonces, no es más que eso, pensé. Porque el aspecto de la cuestión que más me interesaba no era «¿De qué se trata?» sino «¿Acaso importa? ¿Tiene algún valor?» Porque si en ese sentimiento no hay ni pizca de humildad, que me preparen los electrodos. ¿Es quizá un sentimiento que se va debilitando poco a poco, al igual que ocurre con la sensación de que uno es un caso único? ¿O quizá algunos de nosotros nos aferramos tanto a él que no lo soltamos nunca? De ser así, supongo que hubiera unido mi suerte a la de todos esos nerviosos veinticincoañeros que había visto rondando por ahí, esos tipos para los que el egocentrismo es algo sagrado en sí mismo. Elocuentes a ratos, un tanto retraídos, con un tercer ojo planeando sobre sus cabezas, intrigados y eternamente paralizados por el contraste que hay entre ellos y todo lo demás. Mira a tu alrededor: todo, menos tú, es completamente distinto a ti, y nada tiene que ver contigo. Y sin embargo, esto es lo que más les interesa del mundo perceptible. Bueno, yo al menos tendré que tomar una decisión esta medianoche, con mis veinte años recién cumplidos. ¿Y mis lectores? Telefoneé a Rachel a la mañana siguiente. Estuvimos charlando como un par de amigos.

    Cuando planteé el asunto de Blake, ella habló de este artista del grabado con entusiasmo y sorprendente familiaridad. Era evidente que, en caso de que al final fuéramos, tendría que repasarlo a fondo.

    —Sí, pero hay en los cuadros de Milton tanto miedo ciego como numen espiritual —hice una pausa y conté hasta tres—. Aunque lo importante ahora es saber si podrás venir conmigo a verlos.
    —Charles...
    —Espera. Tendrás que hablar en voz alta. Tengo mucha gente por aquí —cerré de golpe la puerta, para que el sonido del serial de radio que sonaba en la cocina quedara reducido a un murmullo de fondo—. Ahora. Dime.

    Su tono era tan firme como antes.

    —Mira, Charles, todo este asunto me tiene preocupada. DeForest viene el domingo a comer, y no puedo... Ya me entiendes.
    —¿Verdad que quieres venir? Pues, muy bien, no te preocupes, inventaré una excusa maravillosa para que se quede tranquilo.
    —Ese es el problema... No quiero mentirle.

    ¡Pero, por Dios!

    —Ya. Comprendo. ¿Y no podrías decirle sencillamente que vas a ver los Blake, sin decir con quién?
    —Bueno, fui con él no hace mucho. Y le parecerá muy raro que se me haya metido otra vez en la cabeza la idea de ir.

    Lo cierto es que no había modo de adivinar qué cosas podían meterse en tan hospitalario neceser. Yo seguía insistiendo.

    —Quizá podría decirle que quiero ver las ilustraciones Gray —dijo Rachel.
    —¿Cuáles son las ilustraciones grises?*
    —Las ilustraciones para los poemas de Gray.
    —Ah, claro. Pues bien, dile eso. Pero quizá entonces quiera acompañarte, ¿no?
    —No lo creo, sobre todo si le digo que después pienso ir a ver al aya Rees.

    Esperé un momento.

    —¿Va en serio lo de que después iremos a ver al aya Rees?
    —¿Te importaría?

    Pensé rápidamente.

    —En absoluto. Pero dijiste que vive en Farnham, y, bueno, eso está bastante...
    —No. En Fulham.
    —¿Fulham? Oh, fantástico, entonces de acuerdo. Me encantará conocerla. Por lo que me has dicho, parece una mujer maravillosa. ¿Es galesa o algo así?

    Estuve en la Tate, no hace falta decirlo, el sábado anterior, mejor provisto de cuadernos que una papelería, y también con mi edición de bolsillo de la obra del poeta así como el manoseado libro de reproducciones de la Thames and Hudson.

    Media hora de rondar por los pasillos: miré despectivamente los cuadros militaristas de la planta baja, y me reí a gusto ante un par de Hogarths. Luego me dispuse a trabajar. Tracé el mapa de la ruta aproximada que seguiríamos, marcando los puntos de mayor interés. Con la esperanza de que me reconociese el gran, día, me acerqué (casi a gatas) al vigilante, y le oí contar lo mucho que odiaba a los norteamericanos y a los niños de todas las nacionalidades. Eché una ojeada a fondo a todos los Blake, marcándolos en mi Thames and Hudson, y procuré captar la atmósfera de las salas. De hecho, me dio un poco de vergüenza que fuera ésta la primera vez que las visitaba. Porque en realidad Blake me gustaba bastante, y no solamente por la de polvos que le debía.

    Al cabo de dos horas, mientras tomaba unas jarras de cerveza fuerte, estuve empollando algunas citas y preparando un par de discursos. Uno de ellos sobre Dios creando a Adán, que tenía que ser pronunciado en el momento de irnos, junto a las grandes ventanas del extremo sur de la galería; a no ser que mi intuición fallara, los albos reflejos del sol rielando en el río juguetearían fantasmagóricamente en mi rostro cuando con un hilo de voz y el ceño fruncido dijera:

    Es increíble la energía sexual que posee el movimiento horizontal de esa pintura. Los rostros de Dios y de Adán [pausa] muestran dolor, pero también distancia. [Preguntarle qué opina, y decir que yo pienso lo mismo. ] Sí, casi diría que Blake imaginaba la Creación como un acto intrínsecamente..., trágico. [Aquí reír, abandonando la anterior seriedad. ] Pero resulta muy erótico. Toda una experiencia, sin duda.

    Luego, en forma de notas, esbocé un breve diálogo polémico acerca de los motivos por los cuales yo no había ido nunca a ver (y aparentemente ni siquiera conocía de oídas) las Ilustraciones Gray.

    recelos justificados — absoluta insipidez de los poemas — espíritu remilgado — ausencia de sentido apocalíptico.

    Mi rostro se ensombreció.

    exageradamente recatado — tópicos reaccionarios — al diablo con todo eso.

    El bar empezó a llenarse de gamberros de bufanda a listas azules y blancas, procedentes de algún campo de fútbol, todos con expresión desconsolada, y de uniformados ciudadanos adultos cuyas precarias risotadas parecían provocarles cierto incontenible mareo. Terminé mi cerveza y leí lo que había escrito. Miré a mi alrededor, tosí, y volví a leerlo. Nadie habla así. De todos modos, Rachel sabía bastante sobre Blake, y por otro lado se trataba en cierto sentido de echar una última cana al aire. Después de este asunto, pensé, me pasaré al estilo Lawrence.


    *Gray, apellido, se pronuncia igual que «gray», gris. (N. del T. )


    Rebusqué en mis bolsillos alguna moneda suelta. Suficiente para un taxi, o para un whisky doble más el billete de metro. Quizá sería mejor otra alternativa, tragarme a la fuerza algún pastel o algo así. Esto sí que era gracioso. Nunca había sido un tragón, sino todo lo contrario, y me sentía muy aliviado desde que Jenny empezó a estar demasiado preocupada o lo que fuera para seguir preparando esas cenagosas cenas para Norman y para mí (y que siempre me había visto obligado a terminarme para evitar que Norman creyese que yo era marica). Lo malo es que la comida, que al principio sólo me resultaba un fastidio, acabó por parecerme irrelevante, superflua, absolutamente extraña. Debía de ser por Rachel. Recordé a un personaje de Dickens, Guppy, de Bleak House, que le dice a Esther que la tía le pone cachondo, que «el alma huye de la comida en tales momentos». «Tales momentos»: a Guppy sólo le preocupaban estas cosas cuando estaba excitado. En mi caso, este estado permeaba mi cuerpo como una leve alergia. Se me ocurrió que quizá estuviese enamorado.

    Elegí el whisky, y esta bebida acalló agradablemente mi miedo cuando bajaba por King's Road y luego, al atravesar Sloane Square. Iluminados por los brillantes escaparates de las tiendas, grupos de jóvenes procedentes de otros países europeos hablaban en voz alta entre sí o con chicas tan bonitas que te dejaban sin aliento. Nada de eso me importó. Las cosas se complicaron un poco más cuando hice transbordo en Notting Hill. En el andén de la Central Line, dirección Este, se había organizado un pequeño disturbio. Pero yo me pegué a un par de viejas gordas, y me embutí entre ellas dos al subir al vagón.

    Una vez en casa, me emborraché todavía más en compañía de Norman. Estuvimos hablando una hora y media, de chicas. El no mencionó a Jenny y yo no mencioné a Rachel.

    Más tarde, en lugar de ponerme a dormir, me quedé toda la noche mirando al techo y tosiendo y vomitando.

    —Si algún día tienes la sensación de que el pito te huele mal —musitó Geoffrey, con un tubo de pegamento en la mano—, usa un poco de esto —me lo acercó a la nariz—, y deja de preocuparte por el asunto.

    Olí. Una piscina de camembert-de-polla. Caramba.

    —Cuando dices «mal»...
    —Quiero decir mal —dijo, asintiendo con la cabeza.

    Geoffrey intentaba pegar un poster de un chica desnuda en la pared sur de su apartamento de Belsize Park. Y prosiguió:

    —Y nada de mostrarse débil ante ella, tío. Y déjate de todos esos rollos intelectuales que sueles practicar. A las tías no les gusta que las acojonen más de la cuenta... Gracias —le dijo a su nueva y brujeril novia cuando ésta le pasó un porro tan mal hecho que parecía una cagarruta de bebé—. Sé tal como eres. Si lo consigues, bien, y si no, no te preocupes porque, de todos modos, no habría funcionado. Sé tal como eres... ¿Qué coño pasa aquí? —añadió, tratando de conseguir que la parte superior del poster se quedara pegada a la pared, y retirándose, cuando al fin lo logró, para contemplarlo con las manos en jarras.
    —Y una mierda —le dije (deduciendo que si a él no le importaba hablar de según qué cosas delante de Sheila, yo podía adoptar la misma actitud)—. ¿Conoces a alguien que haya actuado alguna vez con naturalidad estando con una chica? ¿Crees que tú te comportas con naturalidad? ¿Hay alguna vez en que no hayas hecho el número de Geoffrey el encantador e inescrutable, o el número de Geoffrey el supermacho y moderno, o el número de Geoffrey tal-como-es, honesto y sincero, el que nunca hace números ni trata de aparentar lo que no es?

    Geoffrey bostezó:

    —Ni siquiera sé de qué me estás hablando —dijo; se desplomó sobre un montón de almohadones, y le devolvió el porro a Sheila. Mientras ella fumaba, Geoffrey la besó en el cuello y las orejas.
    —Relájate —murmuró, más para mí que para Sheila—. Déjate llevar, no trates de cambiar..., el rumbo... Nadie puede alterar...
    —Geoffrey —le dije—. Ya has vuelto a leer todas esas chinadas del I Ching...

    Geoffrey sacó la lengua, teñida de verde por las anfetaminas, e hizo unos ademanes disimulados con la mano que le quedaba libre. Sheila se puso en pie, se alisó la ropa, y me acercó el porro. Amablemente, lo rechacé.

    —¿Qué tal te sientes? —preguntó ella—. ¿Un poco mejor?
    —Sí, un poco mejor.
    —¿Quieres más café?
    —Me encantaría.

    Domingo; una en punto. Dos horas antes de mi cita con Rachel.

    Esa mañana me desperté, bruscamente, a las nueve y cuarto, con una leve resaca. Me desperté porque Norman estaba encargándose de la basura, cosa que hacía un par de veces a la semana. Era una tarea que, pensaba yo, también debía de ser para él una diversión; cuando la concluía, Norman acostumbraba a lanzar los dos bidones desde lo alto de la escalera que terminaba junto a mi habitación. Un desnivel de unos tres metros. Armaba un verdadero estruendo.

    Esperé a que llegara la segunda andanada. Sonó, más fuerte incluso que la primera. Salí de la cama, crucé la habitación, tropecé con el sillón que estaba junto a la chimenea, y logré encenderla a la cuarta cerilla. Con mis temblorosas yemas, acaricié mi frente y mi cuero cabelludo. En cuanto conseguí que todo volviera a funcionar, me acerqué a la ventana y descorrí las cortinas. Norman estaba en lo alto de la escalera, con los brazos abiertos y una tapa en cada mano. Como si de los platillos de una orquesta se tratara, las golpeó la una contra la otra, y luego las dejó caer. Viré en redondo para refugiarme en el fondo del dormitorio.

    —... cambiar tus sentimientos, pero sí puedes cambiar tu manera de pensar.

    Dejó una pausa lo suficientemente larga como para permitirme que interviniese:

    —Bueno, será mejor que me vaya.
    —Toma —dijo Sheila. Me entregó un libro de bolsillo. La espiral bien temperada, por el doctor Hamilton Macreadie—. Léelo —dijo—. Es precioso.

    Lo hojeé. Cuatrocientas páginas de sentencias hippies.

    —Lo haré. Gracias.
    —No te olvides de hacerlo.

    Geoffrey dijo que me acompañaría a la puerta. Una vez en el diminuto vestíbulo, cogió el libro.

    —No te preocupes..., ya lo esconderé en algún rincón —hizo un hueco entre los listines de teléfonos que estaban en el suelo—. Esta chica se lo toma muy en serio... Así que...
    —¿Es por eso que antes me has impedido seguir hablando?
    —Sí. Para evitarme líos.
    —¿Lo ves? Tú haces lo mismo. Le aguantas todas esas historias que ella te cuenta. ¿Dónde está la diferencia?

    Geoffrey abrió la puerta.

    —Me limito a hacer lo que tengo que hacer, como todo el mundo. Pero no digo nada que no piense de verdad. Yo no intento montar como tú esas complicadas escenografías.
    —¿Escenografías?
    —Ya me entiendes: estrategias, tácticas. En realidad, te obligas a representar ciertos papeles. Yo, en cambio, ni siquiera pienso en esas cosas. Nunca había pensado en nada de eso, hasta hoy.
    —Quizá, pero tú ya tienes a Sheila en el bote. Y yo apenas estoy empezando con Rachel, y no me queda más remedio que trabajármela.
    —Ya. En fin, al carajo.
    —Sí, al carajo. Oye, esa Sheila no está mal, a pesar de todo ese...
    —Sí. Llámame. Hasta luego.
    —Vale, adiós.
    —Suerte.

    A fin de recobrar la estabilidad, seguí lentamente la rutina cotidiana de todas las mañanas. Ejercicios gimnásticos; afónicos saludos en la cocina; preparar un café; chistes y desnudos de los diarios.

    Me llevé el café a mi baño (utilizable ahora gracias a los esfuerzos de varios días) y me senté en la taza del retrete, de la que me levanté un par de veces para escupir en el lavabo. El café no pretendía más que ocultar a mi vista las sustancias oscuras que pudieran salir de mi pecho; igualmente, solía utilizar una pasta de dientes de color rojo a fin de borrar todo indicio de posibles afecciones sangrantes de mis encías. Pero aquella mañana no me atreví ni siquiera a mirar qué me salía de dentro, de modo que lo hice desaparecer todo abriendo de golpe el grifo de agua caliente. Tropecé con mi imagen en el espejo. Tenía una expresión triste y horrible. El pelo me colgaba como si se tratase de un peluquín de rebajas. Tenía la boca tan arrugada como una patata congelada. Además, parecía que el mentón se me hubiese torcido. Repentinamente, se me fue la mano a la cara. Un Volcán.

    Durante cinco minutos estuve apretándolo salvajemente con las uñas.

    Después llamé a Geoffrey.

    —Muy bien. Y supongo que es entonces cuando decidiste ir a la Universidad, ¿no?

    Rachel habló en mi nombre:

    —Sí. Hubiera podido ir a cualquier universidad, pero decidió esperar otro año e ingresar en Oxford.
    —A ver si había suerte —intervine yo, tratando de borrar la imagen de gandul que quizá estuviera dando.
    —Muy bien —dijo el aya—. Y tú, bonita mía, ¿has estudiado mucho? —Se inclinó hacia adelante y le dio un cachetito en el muslo a Rachel.

    El aya no era insoportable: una mujer de sesenta y cinco o setenta años, con la cara enrojecida, gorda pero de aspecto robusto. La típica galesa, como me había imaginado.

    Yo me había sentado en el sofá junto a Rachel, enfrente de la estufa eléctrica de dos resistencias. El aya ocupaba el húmedo sillón que quedaba a la derecha de Rachel, y absorbía el escaso calor con sus relucientes y viejas rodillas. Mientras nos servía el té y se dirigía al uno y al otro, la rodilla de Rachel empezó a rozar ligeramente la mía. Tuve, en consecuencia, una dolorosa y semiretorcida erección que, como suele ocurrir entre los adolescentes, se negaba a desaparecer. El té tuvo tiempo para enfriarse del todo, sostenido por mi temblorosa mano encima de mi entrepierna, sin que me atreviese a alzar la taza hasta los labios ni una sola vez. En mi rostro se esbozaba una sonrisa, una sonrisa de honesta aprobación de todo lo que me rodeaba.

    La jornada estaba saliendo bien, sobre todo teniendo en cuenta que las primeras palabras de Rachel habían sido:

    —¡Hola! Tienes un grano enorme en la barbilla.

    Reí con ella, aliviado en cierto modo al pensar que no íbamos a pasarnos todos y cada uno de los segundos de la tarde evitando mencionarlo.

    —Ya estoy enterado del asunto, gracias —dije. Y era cierto.

    Aquella mañana, yo y mi grano nos habíamos identificado hasta formar un solo ser indivisible. Por su aspecto, cualquiera hubiera dicho que acababan de trasplantarme quirúrgicamente una nuez en el mentón. Pero Rachel no pareció importarle, o supo disimular muy bien. A mí sí me hubiera importado.

    Me había leído tantas veces mis notas, que parecían haber perdido el significado que quizá tuvieran en un principio. De modo que traté de improvisar. Rachel llevó buena parte de la conversación, y no todo lo que dijo fueron tonterías. De modo que, para no ser menos, pronuncié una versión abreviada de mi discurso sobre el Dios creando a Adán, adaptándolo a los más sombríos efectos luminosos de la sala del sótano en donde nos encontrábamos, muy diferentes de los reflejos solares para los que estaba pensado. Hablé con los ojos menos entrecerrados de lo previsto, y con una entonación más oracularmente remota.

    Cuando terminé, Rachel me miró a los ojos y dijo estas palabras:

    —¿Has visto a ese niño que está junto a la escalera? Se ha puesto los pantalones encima del pijama.

    Estuvimos allí un par de horas. Cuando salíamos, le compré enternecedoramente a Rachel una postal de tres peniques con una reproducción del Fantasma de una mosca, de Blake, que le ofrecí con juvenil timidez. Ella, muy acertadamente, me besó en la mejilla, a poquísima distancia de mi grano.

    —Y entonces perdió un dedo en la fábrica —estaba diciendo el aya—. Le pagaron una indemnización, desde luego. Ciento cuarenta y cinco libras. «Insuficientes medidas de seguridad», dijeron. Pero fue una lástima porque ahora nadie le puede dar trabajo. Es una suerte haber cobrado ese dinero, pero... Una lástima —concluyó, dirigiéndonos una mirada resplandeciente.
    —¡Qué horrible! —dijo Rachel—. Hubiesen tenido que pagarle cientos...
    —No, no —dijo el aya, sacudiendo la cabeza con pedante aplomo—. Cobró sus buenos dineros. Este viernes mismo leí en el Post que un muchacho perdió la pierna en la imprenta de Broadway. Decía que...

    Observé la habitación. No tenía más que una puerta, y nosotros habíamos entrado por ella, de modo que podía suponerse sin demasiado riesgo que estas cuatro paredes (o, mejor dicho, seis: el pequeño apartamento tenía forma de L) encerraban en sus límites toda la vida del aya, aparte de sus salidas al rancio baño compartido con las otras habitaciones, y que sin duda debía de tener el suelo sembrado de mierda y de irlandeses catatónicos. ¿Qué debía de ocurrir cuando estas viejas empezaban a estar tan jodidas que ni siquiera podían subir la escalera cada vez que sus espantosamente ancianos intestinos daban señales (sin duda, poco dignas de crédito) de estar empezando a funcionar? En el extremo opuesto había una diminuta cocina formada por un fregadero, una cocina eléctrica de una sola placa y una minúscula mesita de fórmica. Allí debía de desayunar Dora Rees su húmeda rebanada de pan, almorzar una taza de té hecha con una bolsa usada, y cenar un plato de agua caliente en la que seguramente disolvía un cubito de caldo preparado. Y la merendola que nos había preparado... Emparedados de dos clases, pastel de pastas, jamón de york, ilimitadas raciones de té. Me fijé en que el aya no tomaba nada, de modo que, después de haberme zampado por cortesía dos emparedados, aparté la comida, y repetí, cada vez que ella insistía en que comiera más que había almorzado más de la cuenta.

    —Bueno, pues si hoy has comido mucho, tómate por adelantado el desayuno del miércoles. O la cena de mañana.

    En cambio, la gárrula Rachel comió a la misma velocidad que hablaba.

    Volví a escuchar la conversación. Llevada por Rachel, había emprendido ahora un largo paseo por el camino de los recuerdos, imagino que para distraerme a mí. Rachel hablaba en voz muy alta e iba asociando libremente; el aya Rees se limitaba a mirarla con expresión atontada, y dirigía también de vez en cuando una ojeada apreciativa a mi volcán; en ocasiones decía cosas como «Sí, preciosa mía», o «Pero no te olvides de Fulano, pequeña, que era tan... », antes de que Rachel reanudara febrilmente sus rememoraciones.

    —Y aquella tarde en el parque, el día en que unos chicos de Camden Town no querían devolverme mi aro y tú fuiste a por ellos y los perseguiste cuesta abajo hasta...

    Cosas así. Yo tuve que esforzarme por soltar grandes carcajadas, y por mostrarme incapaz de creer que pudieran haber ocurrido aquellas anécdotas. Muchos «no me digas» y muchos «¿en serio?», pero no me importó. Rachel estaba espléndida; ¿qué significaba para ella eso de entretenerme allí tanto tiempo?

    —... Bueno, aya, creo que tendremos que irnos —dijo Rachel, cerrando con este anuncio el relato zalamero de no sé qué rana doméstica que tuvo de pequeña. Al parecer el bicho se coló bajo las ruedas de la silla de un inválido víctima de un accidente automovilístico o algo así. Me puse en pie.
    —Dale recuerdos a tu madre de mi parte —dijo el aya—. Y también a Mr. Seth-Smith.
    —Así lo haré. Por cierto, Mamá dijo que quiere pasar a verte algún día.
    —Dile que no hace falta que se tome la molestia. Adiós, Charlie, encantada de conocerte.
    —No se levante, por favor —dije—. Adiós, Miss Rees, y muchas gracias por este magnífico té. Ha sido un placer conocerla. Espero que volvamos a vernos muy pronto.

    Di media vuelta, para dejar que se entregaran a una breve pero intensa sesión de abrazos, besos y promesas. Rachel se reunió conmigo junto a la puerta y salió la primera. Cuando iba a seguirla me volví para decirle adiós con la mano al aya una última vez, e indicarle vanidosamente que, con apenas dos horas de trato, había aprendido acerca de la triste condena que nuestra sociedad reserva a los viejos muchas más cosas de las que Rachel llegaría a aprender en toda su vida. Pero el aya no me vio. Había vuelto su hinchado y rojizo rostro hacia la estufa, y parecía sonreír con su extraño rostro ondulado. Rachel estaba de espaldas a mí, con la cabeza inclinada hacia el bolso para encender un pitillo, pues se había abstenido de fumar durante la visita. Me pareció que su actitud era extrañamente envarada, o concentrada, o algo así. Volví de nuevo la vista atrás. El aya estaba muy quieta. Tenía la cabeza apoyada en la mano izquierda y alzó la derecha hasta que ambas manos casi se rozaron, con la cara iluminada por el brillo de la estufa. Quizá fuera sudor, o grasa, o sebo..., aunque, nunca se sabe, a lo mejor fueran lágrimas. Me gustó pensar que lo eran.

    Cuando cerré la puerta, Rachel se volvió en la penumbra, el pitillo ya encendido en sus labios, y me condujo por la estrecha escalera hasta el vestíbulo. Este olía a col hervida; o, para ser más precisos, olía como si alguien se hubiese comido cinco kilos de espárragos, remojándolos con una caja entera de botellas de Guiness, para después dedicarse a mear por las paredes, el techo y el suelo.

    Mis planes. Un paseo por el Embankment, melodiosos comentarios sobre el aya Rees. O una proyección del Ladrón de bicicletas en el Classic del barrio, después de lo cual me explayaría elocuentemente en torno al tema de que no podemos quejarnos teniendo en cuenta lo bien que nos va a nosotros, mientras que otros... O bien un silencioso trayecto en taxi hasta mi casa, donde nos dejaríamos llevar por la locomotora de nuestras pasiones.

    No me sentí con fuerzas para llevar a la práctica ninguna de esas ideas. Cuando salimos a la calle, le dije:

    —¿Vamos a tomarnos una copa a algún sitio?
    —Bien. ¿A dónde? No podré quedarme mucho rato. Tengo que estar en casa a las nueve.
    —Al Queen's Elm. Está al otro extremo de Fulham Road. Todavía estará abierto cuando lleguemos.

    El cielo se estaba poniendo gris, y la llovizna caída anteriormente no había templado el ambiente. Rachel se cerró el abrigo de arriba abajo e hizo un estremecimiento de película de Walt Disney, Mis vísceras me informaron de que había llegado la hora de pasarle el brazo por los hombros. Las ignoré.

    —¡Qué frío! —dijo ella, mientras caminábamos—. ¿Cojemos un taxi? Podemos pagarlo a medias.

    Era una idea que sólo podía aceptar a regañadientes. En ese momento tomar un taxi me parecía una vulgaridad, una muestra de mal gusto. ¿Sentimientos puritanos de culpa tras haber descorrido las sucias cortinas que daban al mundo del aya Rees? No hubiera podido negarme sin parecer tacaño, pero detesté mi alegre charlatanería en el taxi sobre lo maravillosa que era el aya, sobre su capacidad de resistencia y su trato afectuoso y acogedor, y sobre, bueno, su bondad. No crean, en esos momentos comprendía lo poco firmes que eran en realidad mis afirmaciones de auténtica preocupación por los problemas sociales. Al igual que la mayoría de la gente, supe que tengo ambiguos sentimientos de culpa ante los que son de una clase inferior, ambiguos sentimientos de envidia ante los que son de una clase superior, más la obligatoria decepción con respecto al Sistema en sí. ¿Acaso era esta actitud mejor que la simple indiferencia de Rachel ante tales cuestiones? Ella no utilizaba la miseria de los demás para cultivar su propia suficiencia, ciertamente, pero, por otro lado, yo no andaba por ahí atracándome con la comida de los pobres.

    —¿No hubiésemos debido ayudarla a limpiarlo todo?
    —¡Jamás! No nos lo hubiera permitido.

    Naturalmente, el taxi lo pagué yo, aunque Rachel revolvió simbólicamente su bolso un par de veces.

    No hacía falta que me preocupase por decirle: —No te preocupes.

    —Oye, Rachel —dije, dejando los vasos en la mesa (un zumo de tomate para ella, ergo una cerveza con limonada para mí). Hice una pausa expresiva de mi preocupación, y la preparé para un pomposo intermedio—. No es que me importe en realidad pero, por curiosidad, ¿cuánto tiempo hace que conoces a DeForest?
    —Alrededor de un año. ¿Pero es que vamos a hablar ahora de él?

    Como ella sonreía, lo que dije fue:

    —Sí. Ha llegado la hora de DeForest. ¿Dónde le conociste?

    Rachel encendió un pitillo.

    —En Nueva York, a finales del último verano —nos quedamos en silencio, mientras dos tipos disfrazados de lecheros se quejaban de la mezquindad y las trampas que les estaba haciendo la máquina tragaperras del bar—. Yo había ido allí de vacaciones, y vivía en casa de una amiga de Mamá. Una modista. Del West Side. DeForest se alojaba también allí. Era sobrino de ella.
    —¿Vive en Norteamérica? —pregunté, satisfecho de oírla hablar de DeForest en pasado.
    —Bueno, sí. Ha venido aquí a estudiar. Probablemente se quede unos cuatro años. Quiere ir a Oxford. Es...
    —¿A qué college?

    Rachel dio el nombre. No coincidía con el mío.

    —¿Y si no consigue ingresar en Oxford?
    —Lo conseguirá. De todos modos, le han ofrecido una plaza en la Universidad de Londres.

    ¿Por qué tenía Rachel tanta confianza en él, y por qué lo había planeado todo con él, y por qué le importaba tan poco hablar de él con este joven tan extraño y peculiarmente atractivo que se llamaba Charles Highway?

    Yo quería llegar a un terreno más íntimo.

    —¿Era antigua su decisión de venir a Inglaterra —susurré—, o sólo se le ocurrió después de... ?
    —No. Ya había decidido que vendría. —Aspiró el humo de su pitillo, sin ceder ni un ápice.

    Las cosas no iban bien. Su reticencia con respecto a DeForest podía ser consecuencia de que Rachel no quería mentirle, podía formar parte de algún principio demente que no tenía la menor relación con sus verdaderos sentimientos. O quizá, le amaba a él y me odiaba a mí.

    Pero traté de distanciarme de la situación, observarla juiciosa, estructuralmente, y por una vez todo aquello no me dio la sensación de ser la aventura hilarante y agitada que mi megalomanía me había hecho imaginar. Esta era la quinta ocasión en que nos veíamos. ¿Significaba algo este dato, o había que interpretarlo como un hecho corriente, sin importancia? Me pregunté qué pensaba Rachel de mí, y no conseguí darme ninguna respuesta, ni siquiera una opinión. Me encogí de hombros.

    —¿Qué piensas hacer cuando él se vaya a Oxford?
    —¡Dios mío, todavía falta muchísimo para eso! En realidad nos hemos...
    —Me refiero a qué crees tú que harás...
    —No lo sé.
    —¿Qué sientes por él? ¿Puedes decírmelo?

    Tras gruñir numerosas obscenidades y después de muchos saltitos y fintas, uno de los lecheros empezó ahora a pelearse con la máquina tragaperras, dándole palmetazos en las esquinas y haciéndola oscilar lateralmente sobre su base. Rachel lanzó una mirada hacia el mostrador, y luego volvió a dirigir sus ojos hacia mí.

    Estábamos sentados en ángulo recto. Rachel me miraba, y yo miraba al frente. No era casualidad que mi grano quedara del lado que ella no veía. Los ojos de Rachel bajaron a su regazo, donde acariciaba un pañuelo enroscado en forma de pelota. Con mi volcán latiendo como el corazón de un joven, mantuve la cabeza bien alta, solté un profundo suspiro y hablé:

    —Me siento ligeramente ridículo diciendo lo que voy a decir, y a lo mejor te parece completamente fuera de lugar..., ya no soy capaz de determinar en qué situación me encuentro en relación con los demás..., pero óyeme. Yo..., bueno, pienso constantemente en ti, eso es todo, y creo que lo mejor sería averiguar qué sientes tú por mí, y así podremos decidir qué debemos hacer. —Esperé—. Y porque siento verdaderos deseos de saberlo. Empiezo a cansarme...

    La máquina tragaperras soltó un eructo y luego se estremeció y emitió un repiqueteo muy grave y gutural, y, mientras los lecheros gritaban de alegría, empezó a escupir clamorosamente un surtidor de tintineantes monedas.

    —No es fácil... —empezó Rachel.
    —¿Qué? No te oigo.

    Rachel se mordió el labio, y sacudió la cabeza.

    La máquina siguió vomitando. Los lecheros chillaron.

    Le di unos golpecitos en el regazo.

    —Bueno, No importa —dije, relajándome, y hundiéndome, derrotado y maltrecho, en mi asiento. Me sentía completamente vacío, como un niño. Si ella se hubiese ido, yo no habría levantado ni un dedo para impedirlo. Ni siquiera me habría enterado.
    —Salgamos de aquí.

    Esto lo dijo Rachel.

    Afuera: en la acera; mis manos apoyadas en los brazos de Rachel, las de ella jugueteando con el botón de mi americana. Alcanzaba a ver la raya de su pelo, y me llegaba un agradable aroma a peluquería. Tomé suavemente su mentón con la mano, y alcé su rostro hacia el mío.

    —¿Estás llorando?
    —No lloro por ti —dijo, dejando caer de nuevo la cabeza.

    La sujeté con fuerza, sin pasarme de la raya, y dirigí la vista a la mal iluminada tienda de antigüedades que había en la acera de enfrente. Se veía nuestro reflejo en el cristal. Mi imagen parecía más divertida que la de ella.

    —Escúchame —dije—. ¿Me escuchas? —Sollozó un poco y asintió con la cabeza—. Ya no me importa lo que ocurra ahora. De verdad. Puedo esperar todo el tiempo que sea necesario. Pero recuerda que pienso en ti a cada momento. Y no te preocupes. —Le acaricié el pelo—. ¿Cómo vas a regresar?
    —Supongo que en taxi.
    —¡Taxi!

    No es que se lo gritase, escandalizado, a ella, sino que estaba llamando a un taxi que acababa de frenar ante el semáforo. Abrí la puerta y Rachel le dio instrucciones al conductor. Luego se volvió hacia mí, y me hubiese dicho adiós si no fuese porque la silencié con una poderosa mirada de despedida. Cabía la posibilidad de que Rachel mirase a través del cristal ahumado de la ventanilla para verme por última vez, de modo que me quedé en la acera agitando siniestramente la mano como si tratara de retenerla, hasta que el taxi desapareció de mi vista.

    Volví a entrar en el bar, terminé mi cerveza con limonada, me tomé otros dos vasos de cerveza sola, y, desarreglándome el pelo y el acento, conseguí participar en una partida de dardos junto a un trío de mecánicos muy serios. Después bajé por Fulham Road hasta la estación de metro de South Kensington, deteniéndome a veces cuando pasaba delante de los escaparates, para observar mi reflejo, o sencillamente para reflexionar.


    Nueve en punto: el baño


    Cuando ahora mismo revisaba mi fichero de Notas sueltas he tropezado con un par de cosas bastante curiosas, dos hojas unidas por una grapa, lo cual significa de por sí una rareza, ya que suelo preferir que todo fluya libremente. La primera está fechada en el día que cumplí los dieciocho años. Dice así:

    Respecto al aprendizaje de la limpieza. Recuerdo que cuando tenía ocho años (?) le pregunté a mi madre cuál era el comportamiento normal de los cagarros. Ella me dijo que, idealmente, los cagarros son pardos y flotan. Miré la siguiente vez —era negro como la noche y se hundía como una piedra— y nunca más volví a mirar. ¿Procede, así pues, de ahí mi sentido anal del humor?

    ... No veo por qué tendría que ser: así. Siempre he pensado que el sentido anal del humor es algo muy corriente entre las personas de mi edad, aunque quizá me equivoque. Pero no hay duda de que lo bueno es aburrido, y lo malo es divertido. Cuanto más mala es una cosa, más divertida resulta.

    Sea como fuere, ahí va la segunda nota. Está fechada el primero de agosto, pero no dice nada del año, de modo que debí de redactarla durante mis vacaciones veraniegas en Londres.

    Le he contado a Geof lo mucho que deseo acostarme con una Mujer Mayor. El me ha dicho que no lo entendía, porque siempre piensa que son horrorosas. Y me ha preguntado que cómo coño sabía yo que me iba a gustar, dado que jamás en la vida había jodido con ninguna, ni tampoco las había visto desnudas. No he sabido qué contestarle.

    ... Lo dudo. ¿Transferencia de la repugnancia que me produce mi propio cuerpo? No; sería aburrido. ¿Antipatía hacia las mujeres? En absoluto, ya que pienso que los varones mayores también son horribles, aunque de una forma menos divertida. ¿Profunda desconfianza de mi vanidad personal, más regusto literario de lo físicamente grotesco? Quizá. ¿Pura retórica? Sí.

    Me acerco al sillón y me instalo cuidadosamente: las piernas en un brazo y la cabeza apoyada en el otro, como si me acunara; el más puro estilo adolescente. Suelto la grapa con la uña y uno matrimonialmente las dos hojas con un clip. Creo que no es posible que las dos notas estén tan estrechamente vinculadas como para merecer una grapa.

    Suena el teléfono.

    —Hola, ¿está Charles Highway?
    —Soy yo. Hola, Gloria —dije, adoptando una cadencia cockney—. ¿Qué tal estás?
    —Charles...
    —¿Qué?
    —Sé que si te lo digo, me asesinarás.
    —¿Si me dices qué?
    —No puedo.
    —Venga. No me enfadaré. Te lo prometo.
    —¡Es tan horrible... ! He recibido una nota esta mañana. Dice que tengo una infección, Charles, y que tengo que decírselo a todos..., ya me entiendes, tengo...

    Me aferré a la barandilla para no caer.

    —¿Qué clase de infección?
    —Tricono...
    —¿Qué? ¿Cómo? Deletréamelo, por favor.
    —¿Cómo?
    —Que lo digas letra por letra.
    —T, r, i, c, o, n, o, m, a, s. Pero no es grave. He ido a ver al médico y me ha dado unas pastillas, y basta con que me las tome durante cinco días y ya está. ¿Estás bien, Charles?
    —Sigo aquí.
    —¿Estás muy enfadado conmigo?

    Como no había nadie más en casa, alcé la voz todo lo que pude.

    —¡Vaya, vaya! Triconomas. ¿Y qué tengo que hacer yo? ¿Eh? ¿Qué hago yo? ¿Qué hago? Pues nada, me voy al médico, se la pongo sobre la mesa, le digo que la tengo infectada, y él me dará unas pastillas y me las tomo y listo, ¿no?
    —Ya sé que estás enfadado conmigo.

    Suspiré.

    —No. Contigo, no. No fue culpa tuya.
    —Oh, Charles.
    —Y, por cierto, ¿quién te lo pegó? ¿Tienes alguna idea, alguna pista?
    —Sí, Terry. No he estado con nadie más, y el médico dijo que no podías ser tú, debido al...
    —Período de incubación. Muy bien. ¿Cuánto tiempo pasará antes de que puedas volver a acostarte con alguien?
    —No se lo pregunté. No mucho.
    —¿Cómo es que yo no tengo ningún síntoma?
    —Con esta infección a los hombres no se les nota nada. Sólo a las mujeres.
    —¿Y qué se te nota?
    —Ya sabes. Escozor, y cuando vas al lavabo te duele.
    —Mmm. Ya.
    —Lo siento, Charles.
    —No te preocupes. Quizá vuelva a verte..., cuando ya haya pasado todo.

    Esta es la fórmula que utiliza la Naturaleza para recomendar la monogamia.

    Por contagio con la chica de Belsize Park, la del estómago mugriento: piojos; la ingle como un nido de termitas. Cura: cinco noches dando vueltas por la habitación, con las pelotas como sendas novas. Te aplicas un unto lechoso, y esperas, mordiendo una moneda, tapándote los orificios nasales con dos pitillos. Durante cinco horas seguidas tuve que correr al baño, tratando, sin resultados, de quitarme esa porquería. La angustia más inconcebible sigue atacándote por sorpresa. Luego, diez días más tarde, repites el tratamiento.

    Por contagio con Pepita Manehian: gonorrea. Esto ocurrió hace nueve meses. Pepita era alumna de uno de los numerosos colleges de secretariado que hay en Oxford, instituciones que proporcionan a la ciudad gran parte de sus hembras apetecibles. Esta no era muy guapa, claro; de haberlo sido, hubiera podido elegir entre los universitarios, en lugar de conformarse con un simple bachiller. La hice mía en el baño, durante una fiesta de fin de semana. (Todos los dormitorios estaban ocupados; pero era un baño bastante espacioso, con alfombra, algunas toallas, y abundantísimos kleenex. ) La cosa fue muy bien, aunque, en los últimos momentos, Pepi se dio tres veces de cabeza contra la taza del retrete, lo cual contribuyó a que fuesen todavía más complicadas las posteriores operaciones de limpieza.

    Sin embargo, el viernes siguiente, me encontré al despertar con que alguien había vaciado un tubo de pus tamaño familiar en el culo del pantalón de mi pijama. ¿Un sueño erótico de carácter tóxico? Cuando me fui al baño comprobé que, además, meaba lava. Era palpable que alguna cosa funcionaba mal. A fin de hacer frente al primer síntoma, improvisé una especie de tapón a base de un puñado de kleenex y una gomita. Para mejorar el segundo, procuré usar siempre el váter de abajo, en donde, con las palmas apretadas contra las paredes laterales, al igual que Sansón entre las columnas del templo de los filisteos, me despedía para siempre de todo un cargamento de meados, pus, sangre..., de todo.

    Después me pregunté qué podía hacer.

    Evidentemente, jamás podría volver a acostarme con nadie, pero eso (Dios era testigo) no significaría una grave privación. Pensé que quizá pudiera curarme. Pero Pepita era extranjera de origen, lo cual significaba que para conseguir un tratamiento adecuado tendría que irme a Madagascar o algún sitio así. «Ah, Gonorrea de la Guayana», me diría el médico entre dientes. «Sí, no hay duda de que tiene usted que ponerse en manos del Brujo Manenga Kalunga. El, y sólo él, podrá curarle. Tuerza a la izquierda pasado el Orinoco, por su primer gran afluente, y le encontrará en la séptima choza a la derecha. Ya sabe, ofrézcale unas cuentas de colores brillantes... »

    Me pasé todo el fin de semana llorando, me di con la cabeza contra la puerta del baño, corrí por el bosque, grité con todas mis fuerzas, pensé en cortármela con una hoja de afeitar, dormí en un lecho de ortigas, dando vueltas como un loco. Sentí en parte deseos de contárselo a mi padre; sabía que a él no le importaría gran cosa, pero nada me hubiese fastidiado tanto como contar con su eficaz simpatía.

    El lunes, después de seis horas de leproso de incógnito en el colegio, tomé café en el bar de George con Geoffrey. Pasando por los temas de las tías, los condones y la promiscuidad, desemboqué al fin en el asunto que me interesaba: de forma absolutamente hipotética, claro. Como su padre es médico, Geoffrey se cree que sabe todo lo que hay que saber sobre estos asuntos. Cuando le pregunté cómo se cura la gonorrea, su respuesta fue muy vehemente:

    —Es un tratamiento espantoso, claro. Te meten no sé qué por el culo para..., bueno, sacártelo todo. Luego te meten en la punta del pijo una especie de paraguas y aprietan un botón que lo abre. Entonces, entonces te pegan el gran tirón, a lo bestia —y dio un tremendo tirón a la cucharilla que tenía en la mano.
    —Oye, ¿y no te ponen anestesia?
    —No. No sirve de nada. Es demasiado sensible. No seas tonto, tío. Además, antes de que puedan actuar necesitan que la tengas tiesa. Entonces te la retuercen, y así sacan toda la roña y la gonorrea y todo. —Tomó un sorbo de café—. La gente suele desmayarse.
    —¡La hostia! ¿Y cuánto tiempo pasa antes de que puedas volver a joder?
    —No estoy seguro. Seis meses, un año. Como mínimo, seis meses. Si sigues el tratamiento.

    No se trataba de nada de eso, desde luego. Un par de inyecciones de penicilina en el trasero, y grandes dosis de humillaciones en la clínica del barrio.

    Después le escribí una carta a Pepita. Todavía guardo su respuesta en algún lugar. El perro del portero casi destruyó mi carta; como el nombre de la persona a la que iba remitida quedó ilegible, la directora del college la abrió y su contenido la puso fuera de sí. (Era una de mis mejores cartas de tono polémico, rebosante de imágenes. ) A Pepita la echaron de allí a patadas, y mandaron una carta a sus padres, etc.; lo cual, en aquel momento, me pareció muy bien y muy merecido. Pepi contó lo ocurrido en su contestación —un perdonable intento de librarse de la responsabilidad moral— y terminaba afirmando que jamás había tenido intención de pegármela. Posteriormente descubrí que también se la había pegado a medio Oxford; es obvio que su higiene personal era tan flexible que en todo el trimestre no se había enterado de los síntomas.

    Bien, pero, ¿y ahora qué? ¿Ahora qué? Bajé a mi habitación, cerré con llave — ignoro la razón—, y me quedé tendido en la cama, con la luz apagada.

    No había motivos de preocupación. Geoffrey conocía a un médico marica de Chelsea que siempre estaba dispuesto a tratar esta clase de enfermedades. El mes pasado acababa de curarle una cosa parecida a Geoffrey. Geoffrey se había contagiado de alguna complicada porquería acostándose con la sueca. La sueca —significativamente, en mi opinión— tenía en medio del estómago una cicatriz del tamaño de una cremallera de bragueta. Geoffrey dijo que no se había detenido al ver aquello por un sentimiento de puro altruismo, y yo le creo. Siguió adelante porque no quería herir los sentimientos de la chica. El asunto tenía su moraleja. El médico le cobró cinco guineas; una suma que yo podía ahora pedirle prestada a Norm. Quizá aplazara mis contactos con Rachel, y me quedaría dos semanas sin probar ni una copa, lo cual supondría pasarme una tarde de los mil diablos cuando me decidiera a ir a la consulta, pero, aparte de todo eso, no había el menor motivo de preocupación.

    Que me lo digan a mí. Fue muy curioso. Me había pasado todo el sábado dándole vueltas a lo de Rachel: ¿Acudiría a la cita? ¿Qué podía hacer si me daba un chasco? Todo el domingo —estuve tan concentrado en mi relación con Rachel que no tuve tiempo para pensar en cuestiones más generales— me lo pasé preocupado por mi grano: ¿Sería canceroso? ¿Alteraría definitivamente la forma de mi cara? ¿Lanzaría su erupción sobre la falda de Rachel? Todo el lunes, ayer, tras una mala noche y, esta mañana, tras un casi improductivo ataque de toses bronquíticas, me los he pasado prácticamente convencido de que mis pulmones estaban en trance de desaparición, vía bucal; de que pronto no sólo estaría escupiendo fragmentos de esa masa esponjosa sino también partes de mi estómago y hasta de las tripas, y que seguramente no llegaría más que a los veintiséis años, como el pobre Keats.

    Ahora, todos estos problemas parecían ridículos. No conseguía comprender cómo había llegado a dedicarles un solo instante.

    Y había una cosa que me asustaba muchísimo más. Si iba al médico al día siguiente, y quedaba curado, digamos que para el fin de semana, nada de eso me aliviaría la ansiedad. Porque, mientras los antibióticos regaran mis genitales, otras bacterias, las bacterias mentales, estarían formando ya nuevos ejércitos. Seguro que me saldría alguna otra cosa que acabaría pronto conmigo.

    Me acerqué a la mesa, encendí la luz, y saqué el cuaderno titulado:

    Certezas y absurdos, en el que escribí: MOTIVOS DE ANSIEDAD: LOS DIEZ PRINCIPALES.
    Semana que concluye el 26 de septiembre
    (Puesto ocupado la semana anterior, entre paréntesis)
    (-) 1 Gonorrea
    (1) 2 Rachel (2) 3 El grano (7) 4 La muela que me baila (10) 5 Deberle dinero a Norm (3) 6 Bronquitis (6) 7 Carecer de amigos (9) 8 Demencia (-) 9 Mis pies (4) 10 El granito de la aleta izquierda de la nariz. Otros motivos que hay que vigilar: tener la polla más pequeña que DeForest; forúnculo incipiente en la paletilla. La gonorrea ha barrido las listas de esta semana, expulsando del primer puesto a Rachel tras dos semanas de permanencia en el lugar más privilegiado. El granito de la nariz está siguiendo el mismo camino que las uñas podridas, y pronto se alejará de los diez primeros puestos. Sin embargo, ¡atentos al forúnculo de la espalda! Así que, nos veremos la semana próxima. ¿Vale? ¡Vale! Buenas noches. ¿Le ocurría esto mismo a todo el mundo? Me refiero a todos los que no fueran ya de antemano talidomídicos deformes, o imbéciles gangrenosos, o degradantemente pobres, o irredimiblemente feos, puesto que los que entran dentro de estos apartados ya tienen motivos sobrados y evidentes en torno a los que centrar sus preocupaciones. Si, efectivamente, lo mío era corriente, el concepto de «tener problemas» —o el de «mi vida es más dura que la de la mayoría de la gente»— era espúreo. En realidad no es que tengamos problemas, sino que poseemos una tremenda capacidad para sentir ansiedad en relación con esos problemas. Esa ansiedad salta de una cosa a la otra, pero en realidad permanece invariable.


    Se me ocurrió entonces, y no por primera vez, la idea de que debía escribir alguna especie de disertación dirigida al mundo en general, antes de mi prematura muerte. Lo malo es que nunca conseguía escribir más que el título y la dedicatoria, porque inmediatamente me detenía a pensar sobre cómo sería recibida, qué críticas obtendría, y cómo podía responder mordazmente contra cualesquiera ataques. La esperadísima carta abierta al director de The Times:

    Réplica del Dr. Sir Charles Highway a sus críticos
    Quisiera subrayar, por última vez, ante los comentarios de los señores Waugh, Connolly, Steiner, Leavis, Empson, Trilling, et al., que el argumento de mi obra El sentido de la vida adoptaba una forma anticómica. La reciente publicidad que la televisión ha proporcionado a mis palabras no ha hecho sino contribuir a obscurecer una cuestión...


    Y así sucesivamente.

    Tenía debajo de la cama una pequeña botella de whisky sin abrir: mi somnífero líquido. Me pregunté si estaba contraindicado beber cuando tienes que tomar antibióticos. Pero, de todos modos, le pegué un buen trago.

    Cuando llegó la embriaguez me dirigí al baño. Solía pasarme muchos ratos, especialmente de noche, yendo del dormitorio al baño, del baño subterráneo al dormitorio subterráneo, paseando por los mundos ocultos del sueño, de los sueños oníricos, del cansancio y la vergüenza. ¿De dónde había sacado yo todo esto? Ah sí, recordé un ensayo que afirmaba que el dormitorio y el baño, la zona privada y secreta de la vida humana, eran el mundo de la «muerte..., el mundo del que procede toda la imaginación de los hombres». (Geoffrey, por cierto, carece de imaginación. Me dijo que una vez se puso a cagar mientras su ligue se bañaba. No hace falta añadir nada más. ) Empecé a llenar la bañera y me desnudé. Al bajarme los calzoncillos mi mirada captó una navaja de afeitar que estaba en un estante. Miré hacia abajo, y volví a mirar hacia arriba. Hacia mi instrumento y hacia la navaja. «Venga, tío, córtatela —decía una voz en tono zalamero—. Rebánatela ya. Hazlo de una vez. »

    Escondiéndola entre las piernas, como un perro humillado, entré en la bañera y me tendí de espaldas. En un rincón del techo había una grieta. Una hacendosa araña ampliaba su red transparente. Cómete una mosca o lo que sea, le dije; sé simbólica.

    ¡Por todos los dioses! En realidad no había tenido más que una sola infección auténtica. Lo demás fueron pánicos pasajeros y neuras injustificadas acerca del estado de mis partes; unas partes (vale la pena subrayar) que en los últimos meses estaban gozando de más intimidad que nunca. Ahora sólo me las miraba cuando no me quedaba más remedio, y en esos casos de modo disimulado, como si yo fuera una reina y mis partes pertenecieran a otro. Cualquier ulceración, incluso cuando estaba absolutamente seguro de que se trataba de una cicatriz producida por la cremallera de la bragueta, o de los restos de algún torturado grano de punta negra, significaban que tenía que seguir todo el ritual. Significaban un minucioso examen de toda su extensión. La eliminación de todos y cada uno de mis sentidos. Otra excursión a la biblioteca del barrio, otra tarde dedicada a repasar excitadamente los diccionarios de medicina, los manuales de los médicos de la marina mercante.

    ¡Ay de ella como se atreva a hacerme alguna jugarreta cuando estoy meando! Porque va a quedar muy claro quién manda aquí. Me bañé, salí, me colgué una toalla sobre el hombro y meé. No supe decir si me dolía o no. De modo que le di un repaso a fondo.

    Procedimiento normal: me la sacudí; me la golpeé; me la agarré con las dos manos y terminé con un frotamiento brutal, a modo de tortura china, en un último intento de tentarla para que soltara una gota del más temido bien, la descarga. Pero no la hubo. Se me quedó mirando con expresión ofendida, como diciendo: no abuses; no me tengas tanta manía. Le apliqué, al principio de modo cauteloso, el cepillo de uñas a su casco. Peiné, tan rigurosamente como una matrona, mis pelos púbicos. Me fregoteé los huevos con masaje. ¿Y si le metía por el agujero una escobilla limpiapipas empapada en alcohol?

    Sentí una conmovedora compasión por mí mismo. «¿Y qué más se le va a ocurrir a ese necio cerebro que te ha correspondido?», me dije, reconociendo la autocomplacencia que se ocultaba detrás de esta idea y la autocomplacencia que se ocultaba detrás de ese reconocimiento, y la autocomplacencia que se ocultaba detrás de ese reconocimiento del reconocimiento.

    Tranquilo. ¿Tan maravilloso te parece volverte loco?

    Pero incluso esta idea era francamente impresionante. Incluso esta idea, admítelo, chico, era absolutamente impresionante teniendo en cuenta que se le había ocurrido a un muchacho de diecinueve años.

    —Sí. Mucho. Sin saber cómo, vas adquiriendo gradualmente cierta responsabilidad..., o te da la sensación de que, sin querer, la sientes. Porque el afecto es acumulativo. La gente anda por ahí actuando como si se tratase de una cosa meramente química. Pero no lo es. ¿Cómo podría serlo? Lo normal es que aumente el cariño que sientes por las personas a medida que las vas conociendo.

    »Empiezan a depender de ti y tú empiezas a ignorarlas. Y luego se te ocurre que quizá eso sea lo mejor. Empiezas a preocuparte pensando cómo se las arreglará el otro sin ti, y cómo te las arreglarás tú sin el otro.
    »Pero ahí está la trampa. En cuanto te preocupas por lo que te va a ocurrir cuando estés solo, ya la has fastidiado. No tienes que permitir que te coloquen en una posición falsa.

    El tono hippie de mi discurso se debía en parte a la bolsa hippie que llevaba Rachel —una de esas bolsas de colorines, con muchas borlas, y hechas de un material que parece esparto—, la cual, según afirmaba ella, estaba confeccionada con fibras y tintes exclusivamente naturales (a saber, moco, pelo y cera de oreja). Yo le había comentado lo bien que le quedaba.

    —Sí. Eso es lo malo.

    Noté que se me subían los colores a la cara. Al fin y al cabo, Rachel estaba allí, sentada en mi cama y charlando conmigo, sin dar signos de que yo le cayera mal. Cuando estábamos en el Tea Centre, mi simpatía con respecto a DeForest había sido tan discreta, mi actitud tan animada, tan... adecuada, y mi invitación a que «pasara» de la academia y se dedicara a «vivir», tan relajada, tan nulamente impositiva, que... Bien, aquí estaba, sentada en mi cama.

    Por suerte, últimamente mi habitación estaba siempre en alerta roja, y la llamada telefónica de Rachel no me había pillado con los pantalones en los tobillos.

    Me dijo, en tono neutro, que se encontraba bien y que DeForest no iba a ir a la academia aquel día, y que quizá «estaría bien» que comiéramos juntos «y charláramos». Al principio, su suavidad me asustó. No me gustó el término «charlar». Era un ofrecimiento más amistoso de la cuenta. Pero yo, sin perder en absoluto la calma, y teniendo en cuenta que no la había vuelto a ver desde el domingo del aya, decidí aceptar.

    —¿Puedo poner la otra cara?

    Se refería a un disco de los Beatles (del final del período intermedio, entre rock blando y ocultismo legañoso) que se acababa de terminar. Me había parecido que era una elección poco arriesgada, ya que estar a favor de los Beatles (final del período intermedio) era estar a favor de la vida.

    Lo único que tuve que hacer fue arreglar un poco la cama (espolvoreando un poco de talco entre las sábanas), ordenar los discos, y, una idea del último momento, dejar un par de poemas inacabados en la mesilla, para recogerlos con ademán tímido en cuanto entrase con ella en el cuarto.

    Observé a Rachel mientras se agachaba junto al tocadiscos. Llevaba un jersey color cervato de cuello redondo, una ajustada (y cortísima) falda a listas delgadas, y botas marrón hasta la rodilla. Al agacharse, su culo adoptó la forma de... bueno, lo que sea: un semicírculo en forma de culo apoyado en los tacones de sus botas.

    Rachel volvió a sentarse en la cama y, con un modesto balanceo de la cabeza y una vocecita poco potente pero agradable, empezó a cantar a coro con el sentencioso George Harrison: una letra que hablaba del espacio que nos rodea a todos nosotros, y de las personas que gustan de ocultarse tras unos muros de ilusión, y así sucesivamente. Yo me encontraba todavía encogido de alarma retrospectiva pensando en lo milagrosamente que había escapado del peligro hacía sólo ochenta minutos. Cuando entré, detrás de Rachel, en mi habitación, lo primero que vi fue un enorme cartel colocado en la repisa de la chimenea. Este aviso decía lo siguiente:

    NO PERMITAS QUE TE TOQUE TIENE UNA ENFERMEDAD REALMENTE REPUGNANTE


    La advertencia estaba escrita en un pequeño frasco de pastillas (que veinticuatro horas antes había traído a casa, bien cerrado en mi puño). El texto estaba, de hecho, escrito en clave. Decía:

    Antibiótico. Una pastilla, cuatro veces al día.

    Me metí el frasco en el bolsillo mientras Rachel miraba el Encounter que había dejado sobre la cama. Después lo encerré en el armarito del baño. Hay que guardar las medicinas fuera del alcance de los niños.

    Secundada por la juvenil voz de Paul McCartney, Rachel me pidió ahora que le mandara una postal, que le pusiera cuatro líneas, que le diera mi opinión y dijera claramente lo que quería decirle. En lugar de hacer caso a estas insinuaciones, intenté leer un artículo de Encounter sobre las relaciones entre el arte y la vida. Rachel se había recostado en la cama. Se quedó en silencio. Miró por la ventana. Y encendió un pitillo, el primero desde que habíamos llegado a casa, el primero en toda una hora. Miré por encima de la montura de mis gafas. Incluso tendida, Rachel parecía erecta. Me recordaba a la Jennifer de hacía algunos años. Tenía las rodillas dobladas, lo cual me permitía ver el marrón más oscuro del extremo superior de sus muslos, y la alusiva sombra que se insinuaba más arriba.

    Nada más natural por mi parte que coger el platillo que estaba en la mesilla para convertirlo en improvisado cenicero y pasárselo amablemente, dejándolo a su lado, en una banqueta negra. Tampoco podía parecer extraño que me levantase y me quedase un momento junto a la ventana, ni que dejase caer el ejemplar de Encounter al suelo, o que fuese a sentarme al tercio inferior de la cama hasta permitir que mi pie rozase las botas de Rachel. Y a Rachel nada de esto le pareció raro. El momento crucial era para mí, como de costumbre, nuevo e inesperado: inevitable y fantástico, como un sueño, pero extraño, absolutamente distinto a todo lo que yo había vivido hasta entonces.

    Lovely Rita meter maid Lovely Rita meter maid,


    cantó Rachel. E inmediatamente dejó de cantar.

    ¿Digo algo?

    Hubo un silencio cálido, enclaustrado. Mil motas de polvo iluminadas por un rayo de sol otoñal centelleaban en la diagonal de los anillos del humo de su pitillo. El rayo de sol otoñal se coló por entre el ramaje del recientemente desmembrado árbol del jardín, se introdujo por entre los barrotes de la verja, se abrió paso a través del marco de la ventana, y avanzó lentamente hacia el interior de la habitación.

    Rachel apagó la colilla.

    Yo apreté su tobillo de cuero.

    Ella se volvió hacia mí, exhalando humo, sonriendo.

    Tenía los labios manchados de alguna substancia pastosa de un tono castaño muy similar al de su piel. Yo los miré fijamente, inclinándome hacia delante. Aquellos dientes duros como diamantes, ligeramente torcidos. Aquellas encías cárdenas. ¿Me atrevería a ofrecer a tan prístino orificio mi porfiada lengua?

    El orificio seguía sonriendo cuando lo besé.

    Cedió, pero no vorazmente, de modo que el mío mantuvo la distancia, cambiando de ángulo cada pocos segundos. Rachel seguía apoyada sobre un costado. La maniobra había exigido que se inclinara sobre sus piernas y la parte inferior del torso. Yo, con notable esfuerzo, me apoyaba en un único y tembloroso brazo, colocado muy cerca de su región lumbar, pero de modo que pudiera mantener cierta distancia entre nuestros cuerpos.

    Con la mano que me quedaba libre hice cosas como describir el perfil de su cabello sobre su rostro, acariciar su mentón, dejar que un dedo flotara junto a su oreja izquierda. Pero no podría mantener esta posición durante mucho tiempo.

    Después de un primer beso, normalmente se pueden hacer dos cosas. O bien desenganchar tus labios, y dibujar con ellos una mueca en forma de sonrisa diciendo alguna cosa (de tono necesariamente cinematográfico); o seguir tu avance hacia el cuello, garganta y orejas de la chica. Mi posición me sugería optar por la primera de estas alternativas, ya que no lograría tener acceso al resto de su cara sin caerme de espaldas al suelo o desplomarme sin fuerzas encima de ella. Pero preferí usar el segundo método, debido, sin duda, a que jamás lo había probado. El beso se había estado desarrollando durante sus buenos treinta segundos. Decidí lanzarme a fondo, introduciendo mi lengua medio centímetro. La boca de Rachel se abrió en la misma proporción. Correcto.

    Hacía falta mucha fuerza para bajar mi cuerpo sobre el de ella sin llegar a aplastarlo, a fin de, justo a tiempo, pasar parte del peso a mi codo derecho (doblado de antemano para ese fin) y permitir que el brazo izquierdo pudiera descansar. Con un solo movimiento cambié de lado mis cincuenta y ocho kilos, pasé mis piernas por encima de las de Rachel al otro lado de la cama, me tendí a su lado, retiré los labios, y apoyé la cabeza sobre su pecho.

    Oí el ruido sibilante de la lana cashmere, y el crujido que producían, al arrugarse, los más o menos vacíos sostenes. Mis rodillas subieron hasta descansar junto a las de Rachel, dejando una distancia de al menos un palmo entre su falda y mi paquete. Me quedé así, muy quieto.

    Tal como esperaba, la mano izquierda de Rachel subió y acarició mi pelo. Sonriéndole satisfechamente al empapelado, permanecí así durante un cuarto de minuto y luego crucé el brazo por encima de su cintura. Después alcé la cabeza para dirigirle una mirada sumisa. Pero ella estaba mirando al techo, ¿profundamente embebida en alguna fantasía maternal? Lo dudé.

    Desde un punto de vista táctico, esta situación no era la ideal.

    Demasiado pensativa; y siempre cabe el riesgo de que ella se arrepienta. Subí mi cara hasta ponerla a un par de centímetros de la suya, después de haber apretado bien los dientes. Volví a besarla, con mayor vehemencia esta vez, prestando una atención especial a las comisuras de los labios y a los puntos donde se encontraban sus dientes y sus encías: zonas ambas muy sensibles. Entretanto, le «trabajé» la oreja izquierda con el índice de mi mano derecha. Un «trabajo» hábil puede enloquecer de calentura al objeto de tal manipulación. La cosa consiste en limitarte a rozar levísimamente la oreja, casi sin tocarla, o sea, tocarla en el menor grado posible pero sin dejar de tocarla. Cuanto menos la tocas, mejores resultados obtienes. (Esto lo sabía porque a mí me la habían «trabajado» así. Fue en la estación de autobuses de St. Giles, y me lo hizo una camarera maravillosa. Estuve a punto de desmayarme. Pero hay que tener en cuenta que entonces yo no tenía más que diecisiete años. )

    La reacción de Rachel fue tolerablemente buena. Por el momento al menos, su lengua había caído en desuso. Pero movía mucho los labios, y hacía los ruidos que hay que hacer en estos casos. Cuando apoyé mi rodilla forrada de pana contra el punto donde las suyas se unían, no puede decirse que se separaran generosa e inmediatamente para dejarme paso. Ni tampoco, a fuer de sincero, me había acercado ni un solo dedo al culo.

    No me importó.

    Con la mano izquierda hice movimientos giratorios sobre el estómago de Rachel, por encima del jersey, sin tocarle los pechos pero acercándome maliciosamente a ellos algunas veces. De este modo, insistí en mantener un triple tratamiento sexual sobre su cuerpo, ritmando mis acciones en contrapunto. Por ejemplo: insertar lengua, quitar dedo de la oreja; retirar lengua, acariciar cuello, deslizar meñique izquierdo por la delgada tira de piel que asoma entre jersey y falda (evitando, cortésmente, el ombligo); besar y semilametear garganta y cuello, «trabajar» oreja, y depositar mano sobre rodilla; dejar de «trabajar» la oreja y acariciar pelo, acercar labios a los de ella y subir con la mano pierna arriba, todo a la misma velocidad; cuando los labios ya se tocan casi con los de ella, mantener su mirada durante un segundo mientras la mano despega como un avión por la pista de su muslo, para aterrizar... en el estómago justo cuando chocan los labios. Cosas así.

    Mientras hacía todo esto, pensaba en la suerte que tenía de encontrarme en fuera de juego. O, según la singular expresión del doctor Thorpe:

    —¿Me harás el favor de dejar de metérsela a las niñas guapas durante una temporada? Vuelve por aquí el próximo lunes, eh, y le echaremos otra ojeada.

    La suerte que tenía era el hecho de que, estando fuera de juego, fuera imposible dejarme arrastrar... ¿No se dice así? No había peligro de que pensara en el placer de nadie que no fuera Rachel. Solté algunos educados gruñidos, claro, pero no denotaban la franca adicción del alcohólico sino la sincera profesionalidad del catador.

    Mi aparato, naturalmente, no quería enterarse de nada de eso. Y sin embargo, para ser justos, hay que reconocer que el día anterior se había comportado admirablemente. Cuando me encontraba en pie junto a la inmaculada chaise longue del doctor Thorpe, tan relajado como un tubo de desagüe, con los pantalones arrugados en torno a mis tobillos y los calzoncillos a mitad de mis temblorosos muslos: al ver que el doctor Thorpe se me acercaba, al verle bajar su bien cuidada mano, con la cabeza gacha, y diciendo: «Bueno, vamos a echarle una buena ojeada al manubrio, ¿eh?», tuve la convicción de que el tipo había pulsado cierto interruptor glandular y que mi polla cobraría alegremente vida entre sus dedos, y que él alzaría el rostro hacia mí con una intensa expresión de alegría y reconocimiento. Sin embargo, difícilmente habría podido mi instrumento portarse mejor. Al salir, casi sentí deseos de comprarle una bolsita de caramelos.


    Ahora.


    Completé una complicada serie de maniobras. Consistentes, entre otras cosas, en rozarle la cadera con el codo, acariciar sus pestañas, besarle las orejas con la lengua previamente secada. También dije algunas cosas: desvergonzadamente aduladoras, en su mayor parte, pero circunstanciales y desinteresadas, lo cual, según he podido comprobar, hace que la cosa no sea tan embarazosa, ya que, mientras se escuchan, los cumplidos apenas si son soportados, y su disfrute sólo llega cuando se recuerdan más tarde. —Sabes una cosa, me miras de frente y sigue viéndose el blanco de tus ojos en torno a las pupilas. Fíjate en cambio en los míos. El color castaño llega a rozar el borde en muchos sitios. Tus ojos son asombrosos. Supongo que es por eso que me causaron tanta impresión: fueron lo primero en que me fijé. ¿Por qué te pones gafas de sol?

    Y también:

    —¿Qué es eso que te pones en los labios? No sabe a maquillaje. No es fácil decir dónde terminan tus labios y dónde empieza la cara. Tienes la piel de un color absurdo, como de arena mojada; pero muy bonito.

    Rachel, por su parte, dijo en un momento dado:

    —Me gusta tu aliento. No huele mal —rió—. Es dulce.

    Aunque fuese absolutamente inexplicable, esto era cierto, y con bastante frecuencia me lo comentaban las chicas (la mejor descripción que he logrado arrancarles, tras un buen polvo, es la siguiente: «huele a pepino y menta»). ¿Será a causa de ese magma licuado que albergan mis pulmones? De todos modos, el comentario de Rachel me dejó impresionado. Deseé poder, por así decirlo, abandonar la guardia, entregarme a esta experiencia como si se tratase de algo que no tuviera ninguna relación con el pasado ni con DeForest ni con los triconomas ni con el futuro. Pero, si me la ligaba, habría tiempo de sobra para todo.

    A modo de referencia a esa futura promesa, abandoné las escaramuzas táctiles. Alcé ambas manos hacia su rostro, lo sostuve apoyando ambas palmas abiertas sobre sus mejillas, y le di un suave beso en los labios. A veces, en esta clase de situaciones, en contextos sexuales, las chicas ponen cara de tristeza aunque no estén tristes. Esa era la cara que ponía Rachel: ceñuda, bella, de mirada transparente, dolorida.

    Llevábamos metidos en el asunto unos trece minutos. Lo sabía porque el disco se había terminado (lo cronometré luego, para mis registros: cuatro canciones). Pero, en lugar de hacer como los discos corrientes, que rechazan la aguja automáticamente, los jeta de los Beatles habían mellado el útimo surco, de modo que la cosa sonaba así:

    Cussy Anny hople-wan Cussy Anny hople-wan,


    una y otra vez, hasta que te tomabas la molestia de levantarte y quitar la aguja. (Geoffrey opinaba que esas incomprensibles palabras significaban «Te echaré un polvo de auténtico Superman», dicho al revés. Hasta la fecha no lo he comprobado.)

    Fingí, durante medio minuto, más o menos, no haberlo notado. Luego:

    —Oh, mierda.

    Relajé el cuerpo y rodé hacia el otro lado. Me senté de espaldas a Rachel. El disco no era más que un murmullo, y no pretendía otra cosa que acallar los asordinados ronquidos y gemidos del momento. Sin él, la habitación parecía vacía.

    —Se te ha arrugado horrores la chaqueta —dijo Rachel, como si estuviera muy lejos.

    Cogí una punta. Estaba arrugada. Me quedé mirando a la alfombra.

    —¿Y se puede saber a dónde ha ido DeForest?

    Me pareció que esta frase adquiriría más fuerza si la pronunciaba de espaldas a ella.

    —A Oxford. Tenía una entrevista.
    —¿Ah, sí? —dije con voz tensa. ¿Por qué no había nadie que me entrevistara a mí?—. ¿Cuándo regresa?
    —Mañana. Pero luego se irá a pegar tiros a Northamptonshire.
    —¿A pegar tiros? ¿Qué quieres decir?
    —A cazar.
    —Vaya. Así que se dedica a eso, ¿eh? —Elitismo y derramamiento de sangre. Un tema que podía dar mucho de sí.
    —No, no. —La oí reprimir un bostezo—. Sólo que un amigo le ha invitado a pasar con él el fin de semana.

    Su pronunciación denotó aquí la influencia norteamericana de DeForest. Me volví, sonriendo.

    —Entonces, eso quiere decir que puedes venir conmigo al cine esta noche. Ponen La Rupture en el Classic.

    Ella cerró los ojos y asintió con la cabeza, como si sintiera algún remordimiento. Le robé un beso.

    De repente se oyó un clamor procedente de la escalera, como si bajara por ella un equipo entero de futbolistas después de haber ganado la final de copa. Rachel y yo apenas si tuvimos tiempo de enderezarnos y quedarnos sentados en la cama, y de mirar sorprendidos y culpables hacia quien abrió repentinamente la puerta. La enorme cabeza de Norman se asomó, portentosa, sobre las nuestras. Ni siquiera miró a Rachel.

    —Corre. Sube. Ha venido tu padre.
    —¿Qué? ¿Está aquí?
    —Sí, corre. —Se volvió para irse.
    —Oye, Norman, tranquilo —dije—. ¿No podrías decirle que me encuentro mal, o que he salido, o lo que sea? Además, ¿qué diablos ha venido a hacer aquí?

    Había decidido actuar igual que si Rachel no estuviera, dado que ya le había explicado lo de mi hermana: que de repente se había casado, inexplicablemente, con un cockney loco, absolutamente inofensivo, todo un personaje, un auténtico chiflado, pero no te alarmes por nada de lo que diga o haga, etc.

    —No, tienes que subir. Lo ha dicho Jenny. Dice que es necesario que subas porque yo solo acabaré volviéndole loco. ¿Esta es Rachel? —La miró insolentemente de pies a cabeza, como un tasador.
    —Sí. Rachel, éste es Norman.
    —Hola —canturreó Rachel. Se rodeaba las rodillas con los brazos.

    Norman alzó las cejas y el mentón, no sé si para expresar repugnancia o envidia. Tampoco pude comprender cómo podía alguien mostrarse tan ofensivo y ofender tan poco.

    —Venga —dijo—. Subid los dos. —Frunció el ceño y señaló la puerta con un ademán que pretendía animarnos—. Su furcia también está —añadió, como si hubiesen llegado cada uno por su cuenta.
    —¿Te refieres a su amante?


    Y media: bien, Charlie


    Hace un momento ha entrado Madre y me ha preguntado si quería cenar algo. Le he dicho que no, claro, y he añadido que agradecería que nadie volviera a molestarme. Con estas intromisiones se pierde el ritmo. Ahora tengo que echarme unos minutos en cama y dejar que la soledad se vaya posando otra vez a mi alrededor. Di por supuesto que, a pesar de todo su barniz social, Rachel debía de sentirse bastante abrumada, de modo que me sentí aliviado cuando nos dio la bienvenida junto a la puerta de la cocina una Jenny desaseada y apresuradamente maquillada. Estaba preparando un generoso té. Las presenté, e inmediatamente Rachel se puso a ayudar, reuniendo bandejas, preparando tostadas, poniendo leche y azúcar en agradables receptáculos.

    —¿Qué se ha creído ése? ¿Qué diablos pinta aquí?
    —Uf —dijo Jenny—. Norman debe de estar con él. Charles, por favor, vete a ayudarle.

    Quise antes enterarme de cuánto tiempo pensaban quedarse. Jenny dijo que no mucho. Desaparecí.

    Mi padre, con los brazos cruzados y una de sus flacas piernas atravesada sobre la otra, estaba al fondo de la habitación. A mi derecha: una rubita bajita con falda blanca y americana negra de terciopelo. A mi izquierda: Norman, de espaldas a la ventana, disfrutando ceñudamente del incómodo silencio.

    Gordon Highway se sobresaltó al verme, aunque, en conjunto, se llevó una alegría. Se levantó y tendió un brazo hacia su furcia. Se llamaba Vanessa Reynolds. Yo me doblé por la cintura y besé su enjoyada mano. Vanessa era una enana, y tenía la cara ojerosa, excesivamente bronceada, pero a pesar de todo no dejaba de ser atractiva.

    —No. Creo que no nos habían presentado.

    Me senté a su lado.

    —Sí, ahora mismo estaba diciéndole a Norman —dijo mi padre en tono declamatorio— que Vanessa acaba de llegar de Nueva York. ¡Allí están casi a treinta y cinco grados! Es una ciudad calurosa, sucia, cara, malhumorada... Los negros se están volviendo locos, todo el mundo está en huelga, los estudiantes empiezan a mostrarse inquietos otra vez... —rió—. ¡Qué país tan horrible!

    Y siguió así, dirigiéndole a Vanessa algún que otro comentario tópico de tipo político o ecológico al que ella siempre asentía, hasta que concluyó con un:

    —¡Hombre, ya está!

    Las chicas dejaron las bandejas en la mesa que había entre las dos ventanas. Les presenté, no sin orgullo, a Rachel.

    Mi padre les dijo a Jenny y a Rachel lo mismo que nos había estado diciendo a Norman y a mí. Rachel dijo que había estado allí el año pasado... ¿Ah, sí?, ahora está mucho peor, con todos los jaleos de Nixon y los atracos en Central Park y los disturbios y la contaminación.

    Norm y yo cruzamos una mirada significativa. El no había hablado aún. Yo, sólo una vez. Nos pasaron el té. Y las tostadas, que mi padre rechazó. No quiso leche ni azúcar. Preguntó si había limón. Jenny, aunque estaba muy ocupada, dijo que bajaría a buscarlo. No, ya bajo yo, se ofreció Rachel. ¿Dónde lo tenéis? Y salió de la habitación.

    —No van a aguantar mucho tiempo más —estaba diciendo Vanessa—. Nixon está cubierto de mierda hasta aquí —señaló con la mano hasta el cuello. Sopló su té. Era curioso que, pese a lo mucho que odiaba a Norteamérica, su acento inglés fuera tan norteamericano—. Tarde o temprano los estudiantes y los Black Panthers se unirán, y entonces... —sacudió la cabeza.

    Hubo una pausa.

    —¿Y qué opinas tú de esa situación tan espantosa? —dijo Norman en tono pontifical—. ¿A dónde irán a parar, Charles?

    Rachel rompió la quietud. Traía un platillo con una sola raja de limón.

    —Ah, muchas gracias —dijo mi padre alzando la taza y con una sonrisa fosilizada.
    —Yo opino, Norman —dije—, que no tiene mucho que ver con el gobierno. Es el pueblo.
    —¿Y se puede saber a qué te refieres cuando dices «el pueblo»?— preguntó mi padre—. ¿Acaso «el pueblo» y el gobierno no son la misma... ?
    —En serio, Norman. Los norteamericanos serán siempre igualmente horribles, quienquiera que les gobierne. Son...
    —Muy bien, de modo que no te gustan los norteamericanos —dijo Vanessa.

    Rachel se sentó a la izquierda de Norman, en una silla de respaldo muy recto.

    —Ah, pero, ¿por qué? ¿Tiene eso algo que ver con lo que estábamos discutiendo? —dijo mi padre alzando su taza, vigilando su peso y vigilándome a mí.

    ¡Deja de decir «ah» cada vez que abres tu maldita boca! Me sentía furioso. No pensaba lo que decía.

    —Porque son violentos —dije—. Porque sólo les gustan los extremos. Hasta los campesinos, los viejos reaccionarios de las granjas, tienen que volarles la cabeza a los negros, asar a algún judío de vez en cuando, arrancarle las tripas al primer puertorriqueño que se cruza con ellos. Hasta los hippies están comiéndose y asesinándose en masa los unos a los otros. Tantas generaciones alimentadas con enormes bistés..., parece que estén haciendo un experimento de genética consigo mismos. Con unos cuerpos como los suyos, no es de extrañar que sean tan violentos. Es como ir permanentemente armado. —La sala soltó un suspiro—. Y les odio por ser tan grandotes y sudorosos. Odio sus bíceps y sus pieles bronceadas y sus dientes perfectos y sus ojos claros. Odio su...

    Fui interrumpido por Vanessa (abusivamente) y por su amante (magistralmente) y por Rachel (descartando divertida mis argumentos). Les dejé que me pisotearan sin elevar una sola palabra de protesta. Mi discurso no había sido pronunciado pensando exclusivamente en Rachel. De hecho, antes incluso de conocer a DeForest, había escrito un soneto sobre este tema, y mi arenga no había sido más que una versión en prosa de sus dos tercetos. En verso no resultaba tan descaradamente estúpido.

    Jenny se tomó por fin un descanso y dejó de rondar con el té y las tostadas. Se sentó en el suelo, a los pies de su marido. Norman, que me miraba fijamente con curiosidad y cierto cariño, apoyó una palma del tamaño de un violín sobre la cabeza de ella. Al notar la mano de Norman, Jenny frunció el ceño, pero pareció agradecida. Era la primera vez, desde la noche de mi llegada, que les veía tocarse. Dos semanas y media.

    La discusión prosiguió. No comprendí cómo podían los tres estar tan fervientemente en desacuerdo conmigo y, sin embargo, mantener también desavenencias entre sí. Vanessa había decidido que quedaba más moderno adoptar mi opinión (le echaba la culpa al sistema, a la «culpabilidad engendrada por el genocidio»). Rachel se oponía convencionalmente a «esta clase de generalizaciones». Mi padre hacía de árbitro. Después de escucharles durante unos minutos, me fui abajo. Tras un breve diálogo con Valentine («Vete a la mierda y dile a Mamá que se ponga») y con una nueva au pair («Sí, lo siento muchísimo, pero, si no te importa, despiértala. Es muy importante. Espero que nos conozcamos la próxima vez que pase por casa»), conseguí que se pusiera Madre. Dejé que ascendiera lentamente por la cimbreante escalera de cuerda que la devolvió primero al mundo de los despiertos, luego al reconocimiento de la voz de su hijo, y, por fin, al campo de la intelegibilidad.

    —Pues... no. Bueno, sí. Sólo quería..., quería saber exactamente cuántas personas traerá tu Padre. Están por un lado Pat y Willie French, ya lo sé, pero no tengo ni idea de si van a venir con más gente. Porque en ese caso tendré que sacar a Gita de la habitación verde y guardar las cosas de Sebastian...

    Traté de encontrar un punto de contacto:

    —¿Quiénes son Willie y..., has dicho Pat?
    —Willie French, el periodista, y su... Patty Reynolds. Pat es una vieja amiga mía...

    Reynolds. Tapé el teléfono con la mano y grité:

    —¿Padre?

    La conversación de arriba cesó, y luego, en voz más baja, continuó. Escuché el teléfono. Madre proseguía su monólogo cuando la cabeza de mi padre se asomó por encima de la barandilla. Le indiqué el teléfono por señas.

    —Es Madre. Creo que quiere saber a quiénes vas a llevar..., el fin de semana.

    Bajó hasta el rellano del baño.

    —Sí, bueno. Verás... —siguió bajando la escalera—. La hermana de Vanessa...
    —¿Ah sí? Muy bien. Sí, Madre, Pat irá con su hermana.
    —... oh. Bueno, yo... Seguramente...
    —Lo siento, madre, en este momento no puedo hablar... Sí, quizá vaya. Supongo que nadie usará mi habitación, ¿no? En caso de que suba, te llamaré. Bien. Adiós.

    Mi padre se quedó plantado a mitad del último tramo de la escalera.

    —Tienes que venir, Charles, claro que sí. Sir Herbert pasará a vernos, y creo que tú tendrías que estar. Sir Herbert podría...
    —La próxima vez —dije—, la próxima vez anúnciaselo con tiempo, ¿eh? En esa casa hay espacio suficiente para albergar a un ejército. Anúnciaselo. Así no tendrá que dedicarse a este patético juego de malabarista a fin de conseguir una cama para tu ligue. ¿Eh?
    —Anda, Charles, no te pongas así. Ese es un asunto que tu madre y yo ya hemos discutido. Y no pienses que va a pasar nada con «mi ligue» en esa casa. ¿Entendido? ¡¿Entendido?!

    Me volví de espaldas, y luego le miré otra vez. El conseguía mantener una actitud elegante y plausible desde la escalera. Asentí con la cabeza.

    —Charles, eres tan... —rió—. Eres tan puritano...

    Me dio vergüenza. Estaba exaltadísimo, y no sabía cómo salirme del aprieto. Bajé la vista al teléfono, respirando agitadamente.

    —Ven. Sube.

    Subí.

    —¡Gordon! —dijo Vanessa, en tono escandalizado—. Rachel es la hija de Eliza Noyes..., la hijastra de Harry Set-Smith.

    Entré en la habitación siguiendo los pasos de mi padre.

    —¿En serio? —dijo él acercándose a las bandejas para, con manos como rocas, servirse otra taza de té—. En tal caso, tú también tendrías que venir a casa este fin de semana. ¿Por qué no traes a Rachel, Charles? Seguro que habrá sitio de sobra.

    Rachel me dirigió una mirada inexpresiva.

    —Hace sólo una semana que estuve con Harry. Trabaja regularmente para nosotros, y es un viejo amigo mío. Tienes que venir.

    Yo no tenía intención de ir.

    —¿Podrás? —le pregunté.
    —No sé. Quizá Mamá...
    —Tonterías —dijo mi padre—. Esta misma noche la llamaré. Charles, ¿has empezado ya las clases en la academia?
    —Sí, a comienzos de la semana pasada.
    —Así me gusta.

    A fin de indicarle oblicuamente lo magnífico que yo le resultaría en la cama, llevé a Rachel a ver una película francesa, La Rupture.

    Sabía que había un montón de sensatos y hasta apremiantes motivos para detestar las películas francesas: la impresión que daban sus directores de que cuanto más mal paridos y cochambrosos fueran sus productos, más parecidos a la vida real, y, por tanto, más buenos eran; su manía de cometer el desliz de hacer declaraciones explícitas siempre que la simple insinuación les parecía complicada o ambigua. Y mi sentido crítico me decía que la tradición anglo-norteamericana de narración exploratoria tenía grandes ventajas. Pero prefería las convenciones tambaleantes y personales del cine francés, y también, a veces, italiano por su actitud más radical frente a la experiencia, y por su empeño por analizar los pequeños detalles y los momentos individuales.

    Eso fue lo que le dije a Rachel cuando subíamos hacia Notting Hill Gate. Ella estuvo de acuerdo conmigo.

    En cierto momento, Rachel me cogió de la mano. (Tranquilízate, me dije a mí mismo; no hace falta que hagas tantos esfuerzos. Date cuenta: a esta chica le gustas. )

    —¿Qué ha ocurrido —dijo— cuando has llamado a tu padre desde abajo?
    —Casi nada.
    —¿Te llevas bien con él? No sé, me ha parecido que estabas terriblemente tenso.

    Notablemente envanecedor.

    —Es gracioso —dije—. Le odio, sí, pero no lo siento como si fuera odio. Ni siquiera en casa. A veces, estaba, por ejemplo, sentado en la cocina, leyendo, y cuando él aparecía yo alzaba la vista y pensaba: ahí está otra vez; le odio, e inmediatamente volvía a mi lectura. No estoy seguro de cómo calificar este sentimiento.

    Rachel dijo —agárrense a la silla— que ella había «superado» lo de odiar a su padre hacía mucho tiempo. No añadí nada más.

    Debido a lo mendaz que era la chica que contestaba al teléfono del cine, entramos en la sala con el tiempo justo para ver la última hora y cuarto de la película de complemento. Una serie B titulada Edén nudista.

    Era horripilante. La película fingía ser un documental, una panorámica de un auténtico campamento de nudistas. El narrador nos iba proporcionando cifras y datos, y entrevistaba a satisfechos clientes de la organización. La cámara rondaba por los terrenos del campamento, examinaba los servicios. Color mugriento, presupuesto raquítico, incompetencia total; era como una pesadilla: esas veces en las que no sabes si te estás volviendo loco, o quienes se han vuelto locos son todos los demás; en las que te vuelves para ver el resto del público y estudiar su comportamiento; en las que esperas inútilmente que la gente estalle en alguna forma de protesta espontánea. Encima, los productores sólo pudieron permitirse contratar actores y actrices muy entrados en años. Me agité en mi butaca cuando la cámara enfocó torpemente una hilera de genitales de ancianos. Las pollas de los tíos parecían cigarrillos liados a mano; sus pelotas eran como ciruelas pasas. Las mujeres no se diferenciaban mucho de ellos, al menos por lo que pude ver. Culos hundidos y pechos deshinchados pululando por todas partes: junto a la piscina, en torno al fuego del campamento (escena que culminaba con una atroz imitación por parte de los nudistas de un baile de bosquímanos), en los chalets, en el bar, y así sucesivamente.

    Empecé a sentir auténtica alarma, sobre todo pensando en que Rachel era de buena familia, cuando la cámara se entretuvo durante medio minuto en el cuerpo desnudo de una niña de siete años. La niña se arqueaba alegremente hacia atrás para revelar: (a) que las niñas viven saludablemente en los campamentos nudistas, y que son capaces de hacer la rueda, y (b) su coño, a fin de saciar las más recónditas aficiones de ciertos aficionados al cine, uno de los cuales —un amasijo de estiércol envuelto en una trenka— permanecía perfectamente inmóvil en su asiento, como una seta, sin cascársela siquiera, rodeado de un ancho círculo de butacas desocupadas.

    Llegó el momento de decir algo. Después de una escena ingeniosísima en la que una pareja peligrosamente obesa se pasaba tres minutos saltando sobre un trampolín, me volví hacia Rachel y —empíricamente, frío y resignado— le dije:

    —Cinematografía, que viene del griego kínema, movimiento, tal como esta escena demuestra.

    Rachel se puso a reír, en voz bastante alta, con los hombros encogidos y tapándose la boca con la mano derecha.

    —Me encantan estas películas —susurró—. ¿Cuánto durará todavía? ¿Nos hemos perdido mucho?
    —No gran cosa —dije. La besé—. Aún nos queda un buen rato.

    Observé el perfil de Rachel. ¡Santo Dios, cómo me gustaba! Un nuevo giro en nuestras relaciones. ¿En qué habían consistido hasta ese momento? No parecía tratarse de afecto, ni mucho menos de deseo: más bien cierta penosa inevitabilidad oficinesca.

    Al final resultó que la película nudista fue una delicia, y que La Rupture nos dejó fríos.

    Más tarde, en la parada de autobús, pregunté a Rachel por el fin de semana. Me respondió con evasivas, e indicó que, aun en el supuesto de que mi padre llamara a su casa, no sería fácil.

    —Estas cosas ponen a mi madre verdaderamente neurótica. Quizá sea por Papá. Ella era muy joven entonces, y me parece que cree que a mí, ya sabes, me pasará lo mismo.

    Suspiré.

    La mano de Rachel serpenteó dentro de la mía.

    —Claro que si vinieras tú a casa y, no sé, les tranquilizaras... —añadió pellizcándome la piel de los nudillos.
    —De acuerdo —dije—. Sí, lo haré. ¿Mañana? Algo así como ir a cenar con ellos, o a tomar una copa, ¿eh? De acuerdo. Ya verás lo bien que lo hago.

    «... y aunque el Edén, por lo tanto, es el "objetivo" de toda vida humana, no por ello deja de ser un objetivo imaginario, más que una realidad social, incluso considerado como posibilidad. Es un argumento que también puede aplicarse a las utopías literarias, que no consisten en esos espantosos estados fascistas que dicen los divulgadores, sino que son, más bien, analogías de la mente bien temperada: rígidamente disciplinados, muy selectivos por lo que se refiere al arte, etc. Así, tanto Blake, como Milton [leve vacilación], vieron el mundo oculto, el mundo animal en el que estamos condenados a vivir, como el complemento inevitable de la imaginación humana. El hombre no ha estado jamás destinado a librarse de la muerte, de los celos, del dolor, de la libido..., de lo que Wordsworth llama "el corazón humano que nos mantiene con vida". [Perplejo silencio de tres segundos. ] Quizá es por esta razón que Blake pinta al Adán recién creado con una serpiente enroscada ya en su pierna. »

    Así terminaba mi trabajo, esbozado con la ayuda de varios diccionarios, y con indicaciones escénicas incluidas.

    —Bien —dijo Mr. Bellamy—. ¿Y a qué utopías se refiere?
    —Mmm... Platón. More. Butler.

    Lo meditó un momento.

    —Y Bacon, claro. ¿Jerez..., o ginebra?
    —Ginebra, gracias.
    —¿Pink?*
    —Bueno —dije, para no meter la pata.

    El reloj de la iglesia de la acera de enfrente dio las seis. Mientras preparaba nuestras copas, Mr. Bellamy reía entre dientes.

    —La suspensión del tiempo —dijo—. Sí, «utopía» significa «en ningún lugar», y Erewhon es un anagrama de «nowhere». Bien. Me ha gustado. Uno de los trabajos mejor escritos que he leído últimamente. Mejor, diría incluso, que la mayor parte de los trabajos de universitarios que suelen verse por ahí.

    No me sorprendí en lo más mínimo.

    —Da la sensación de que has leído mucho, la verdad.
    —Una de las ventajas de haber sido un chico delicado.

    Mr. Bellamy alzó la ceja a modo de simpático interrogante.

    —Estuve mucho tiempo —dije, encogiéndome de hombros— enfermo. Y lo aproveché para leer montones de cosas. Hasta diccionarios.

    Mr. Bellamy se balanceó sobre sus talones frente a la chimenea de mármol. Le salían tantísimos pelos de la nariz que, incluso después de pasar casi una hora con él, todavía no estaba seguro de que no se trataba de un bigote. Parecía tener unos cincuenta años —actuaba como si los tuviera— pero era imposible que tuviera más de treinta y cinco. Imaginé que disfrutaba de alguna renta particular. De otro modo no hubiera podido arrellanarse en una butaca, bebiendo ginebra en una habitación forrada de libros bien encuadernados, en una salita de Hamilton Terrace, dándoselas de profesor de literatura y deseando ser catedrático de Oxford a fin de disponer de auténticos maricas universitarios con los que coquetear.


    * Pink gin es un combinado de ginebra con bíter. (N. del T. )


    —Impresionante, de verdad. Creo que te admitirán. ¿Más ginebra?

    Era un pequeño bastardo culigacho que no llegaba al metro sesenta. Hirsuta americana marrón, cara llena de protuberancias, pelo oxidado como un estropajo viejo. Pero como era aristocrático, rico y parsimonioso, se las arreglaba bastante bien, aunque fuera difícil entender cómo lo hacía. Carecía virtualmente de presencia sexual. No parecía capaz ni siquiera de tomarse el esfuerzo de masturbarse.

    Bellamy regresó con mi copa. Extendió el brazo hacia la izquierda y me alcanzó un libro.

    —Paraíso perdido, segunda edición. Es precioso, ¿verdad? —dijo con voz trémula—. Sí, tengo para mí que un lejano antepasado mío escribió una novela utópica. Mirando atrás, se titulaba. No la he leído.
    —¡Caramba! Es una edición preciosa —dije, devolviéndole el Milton.
    —No, no. Te lo regalo.

    Empecé a sacudir la cabeza y a resistirme.

    —Nada, nada —dijo, deteniéndome con un ademán—. Insisto en que te lo quedes. Deberías leerlo. Es bastante bueno.

    Todavía había suficiente luz como para correr el riesgo de ir andando hasta Kilburn. El treinta-y-uno era un autobús caprichoso; de todos modos, no tenía que llegar a casa de Rachel hasta las siete y cuarenta y cinco. Quizá tendría que entretenerme matando el tiempo en algún sitio. Bajo el luminoso cielo, Maida Vale era un barrio tranquilizadoramente provisto de farolas que se recortaban contra el incipiente crepúsculo.

    Había estado en Maida Vale una vez, cuando Geoffrey me obligó a que le acompañara para investigar una tienda de guitarras de segunda mano. Como entonces, parecía una ciudad de provincias en época de guerra: asediada, con los postigos cerrados, la gente por la calle, la camaradería después del apagón. Entré en un desvencijado bar Victoriano, y salí, rápidamente, de él. Estaba atestado de teddy-boys, irlandeses, skinheads, y otros grupos minoritarios de carácter violento. En cualquier otra ocasión me hubiera arriesgado a quedarme, para consolidar allí los efectos de la ginebra de Bellamy. Pero llevaba un traje con chaleco color brasas apagadas..., de la época del colegio, pero, de todos modos, muy deslumbrante. Era mucho mejor tomarme una limonada en el oscuro café que había junto al cine, rodeado de estudiantes y chicas au pair. Tanto allí como, veinte minutos más tarde, en el autobús, hojeé el regalo de Bellamy, y pensé en el fin de semana.

    ¿Qué pretendía, para empezar, mi padre? Cuando el miércoles regresé a casa después del cine, Jenny y Norman estaban mirando la televisión. Jenny me preguntó sin dejar de mirarla si quería un poco de café, y Norman, al mismo tiempo, si quería un whisky, de modo que tuve que decir que no quería nada.

    —¿Se puede saber —pregunté— por qué ha tenido que venir ese viejo de mierda? ¿Qué quería?
    —La furcia de ese viejo de mierda —dijo Norman— tiene una hija de diez años y no sabe dónde meterla este fin de semana porque su madre se va con ese viejo de mierda.
    —¿Y pretende que le hagáis de canguro?

    Norman asintió.

    —¿Y lo haréis?
    —Claro —dijo Jenny.
    —¿Para qué?
    —La pobrecilla no tiene dónde quedarse.
    —¿Y?

    La televisión crujió. Jenny soltó un breve y agudo chillido.

    —¿Se puede saber qué te ocurre? —preguntó Norman.
    —Oh, nada. Sólo me preguntaba qué coño está pasando.
    —Qué gracioso. Yo me estaba preguntando qué hostias pasa.

    Me senté una hora a mi mesa de trabajo, y estuve allí sacudiendo la cabeza y trabajando en la Carta a mi Padre. A media noche taché la palabra «Carta» y en su lugar puse, encima, «Discurso».

    Aterricé en Swiss Cottage y giré a mano izquierda para ascender la colina que me conduciría al cogollo mismo de Hampstead. Al volver una esquina, cuando sólo me faltaban dos calles para llegar a la de Rachel, intenté desprenderme por adelantado de toda la flema de la velada, y conseguí expectorar un par de charquitos de los más variados matices del verde. Me apoyé en una pared de ladrillo y me quedé mirando a un hombre que limpiaba su coche.

    Richardson Crescent..., y la casa cuya intimidad habíamos violado Geoffrey y yo hacía ocho semanas. Esta vez me detuve al llegar a la puerta y llamé con los nudillos.

    Una joven princesa disfrazada de doncella abre la puerta, esconde mi abrigo y me conduce al primer piso. Sin ser previamente anunciado, soy introducido en una habitación llena de gente. Rachel, una desdibujada masa blanca, hace acto de presencia, y me coge del brazo. Me anima a que me adelante a conocer a Mamá. Serpenteamos juntos a través de finezas alargadas hasta llegar a la fineza encorvada. Es probable que en medio de todas estas joyas y complejos peinados haya tres mujeres. ¿Dos smokings? Una enorme dama plateada recibe mi mano.

    —Este es Highway, Mamá.

    Mamá, sin embargo, mira más allá de mí cuando le hago una reverencia.

    —Has venido, Minnie —contesta—. ¿Qué ha ocurrido?

    Con una sonrisa de zumo de tomate, suelto sus gordezuelos dedos y me retiro para permitir que Minnie se acerque. Me largo corriendo de ese rincón. Dos minutos más tarde, un tanto solo en el centro de la sala, escondiéndome, tengo un vaso en la mano y una mano en el hombro.

    —Hola, chico. Encantado de verte, Charles —dijo DeForest Hoeniger, por la nariz.

    Sólo en el curso de la cena comprendí por primera vez que era posible que al final no me desmayase. Para entonces ya me sentía muy borracho y muy de izquierdas. DeForest no hubiese podido ser más amable, ni más grato, en cierto sentido. Y como, por mucho que se empeñen, los norteamericanos siempre hacen buen cine, ni siquiera me resultó en absoluto aburrido. Por fin, cada vez que yo vaciaba mi vaso, él lo cogía, volvía a echarle whisky, y me lo devolvía diciéndome «Tranquilo», por la nariz, como siempre.

    Cuando entramos en el comedor, otra princesa de incógnito me condujo a la «silla del tonto», también conocida como «la silla del invitado de categoría inferior».

    —Gracias, gracias —dije, tomando asiento entre la tía de Rachel y Archie, el hermanastro de Rachel. Había catorce personas sentadas a la mesa. Yo me encontraba en el lado más callado, el lado de Harry. Rachel se encontraba en el más parlanchín, con su madre, y con DeForest.

    Harry, según pude ahora comprobar, era un tipo muy alto de aspecto anglo-judío, con una frente del tamaño de una nalga y unos labios gruesos y brillantes. Llevaba un traje gris de hechuras a la moda, con camisa y corbata a juego. Cualquiera que le viese pensaría que era pijo y estúpido. De hecho, era vulgar y estúpido, y era evidente que hacía algún tiempo había aprendido a imitar con su voz sonora y pomposa el acento de la clase alta. Pero ahora, con el paso de los años, no cabía la menor duda de que ya lo había olvidado. Por fortuna, era un tipo tan pagado de sí mismo que ni siquiera notaba sus deslices de pronunciación. El tal Harry tenía un tipo extraño, pero en realidad muy simétrico. Era delgado de tobillo a rodilla. Gordo de rodilla a ingle. Muy gordo de ingle a cintura. Gordísimo de cintura a costillas. Muy gordo de costillas a hombro. Gordo de cuello. Y delgado de cara, con la sola excepción de sus labios de sandía.

    Harry se sentó y empezó a intercambiar comentarios reaccionarios y pedantes con el guapo industrial de las pompas fúnebres que tenía a la derecha. Entre ellos dos, acobardada, asomaba una joven de aspecto equino. La tía, que según pude averiguar más tarde no era tía de Archie sino de Rachel, se encontraba a mi derecha, y a la izquierda de Harry. De vez en cuando Harry se inclinaba hacia mí, casi aplastándola. Parecía creer que yo era amigo de Archie.

    Era una habitación oscura —paredes forradas y techo bajo— iluminada únicamente por unas cuantas velas que le daban una atmósfera de intimidad. Miré al otro extremo de la mesa. Rachel estaba al lado de DeForest. Este se encontraba al lado de la madre de Rachel, a la que el norteamericano excitaba a base de pecosos susurros. ¿Por qué no me había dicho Rachel que también estaría DeForest? Tenía aspecto de persona inquieta, como si tuviera que visitar a mucha gente e ir a muchas casas. Era posible que, después de cenar, se largara a tomar por el culo.

    Pero ya era hora de que alguien me preguntara a mí qué opinaba de la reunión y qué hacía en ella, y «A mí que me registren» era la única respuesta que podía haber dado. Evidentemente, no bastaba con seguir sentado en mi rincón, comiendo y siendo encantador. Con los codos apoyados en la mesa, Archie tomaba vino, y yo le estudiaba sin la menor simpatía. Chaqueta de ante con flequillo, tipo cowboy próspero, pantalones de terciopelo chocolate, botas de piel de serpiente. Archie tenía coche, un Mini.

    No iba a resultarme especialmente difícil.

    —Oye —dije, con una sonrisa de colgado, los ojos entrecerrados y acento de hippie aristocrático—. ¿Conoces tú a todos estos tíos tan extraños? ¿Cuánto dirías que va a durar este rollo? —Tomé un irónico trago de vino—. Menos mal que hay vino de sobra.

    Archie me observó con franca consternación, a la manera de un colegial atento pero un poco lerdo. Enarcó las cejas, y luego se volvió para hablar con su vecina que, tal como comprobé en este momento, era una chica fabulosa. Traté de recobrar el control de mis emociones. Cuando agaché la cabeza hacia el suelo, una elegante mano subió por el muslo de Archie y se coló por su entrepierna.

    Arnold Seth-Smith tenía sólo diecisiete años.

    Así pues, la tía de Rachel, que era la única persona relativamente desagradable de toda la sala, se convirtió en el objeto de mis atenciones. En cuanto llegó la comida, Harry y su amigo empezaron a estar demasiado ocupados sudando y comiendo como para poder hablar, de modo que nuestra conversación podía ser oída por cualquiera que estuviese aburriéndose lo suficiente como para escucharla. Tratamos una amplia gama de asuntos, por este orden: aguacates, petroleros, Mauricio, sastrerías, el tamaño del comedor, el precio de los solares y edificios en Londres, velas, manteles, tenedores, cucharillas de café. Por fuerza teníamos que tener alguna cosa en común. Hubo un momento en el que sentí unos intensos deseos de preguntar: «¿Cómo se escribe homo sapiens?»

    —Bueno, y, ¿qué hay de lo del fin de semana? —le pregunté a mi anfitriona, abajo, en la cocina, a dos pasos del cubo de basura color cagarruta de niño, justo donde había intentado besarla la noche que nos conocimos. En ese momento estaba besándola—: ¿Les he caído bien?

    Esa no era una pregunta tan ridícula como podría parecer. La mitad de los invitados, y entre ellos DeForest (tras un minuto de carantoñas con Rachel), habían tenido la sabiduría de largarse al infierno en cuanto terminó la cena. Fue entonces cuando los guardianes de Rachel me concedieron una breve audiencia. Me limité a permanecer sentado a su lado mientras ellos hablaban entre sí acerca de a dónde debían ir o no ir ese invierno. No escupí ni me tiré un solo pedo.

    —Creo que no habrá problema. Harry ha trabajado para tu padre, y tiene de él una buenísima opinión.

    (Nada sería tan emocionante para mí como poder afirmar que mi padre es publicitario o que se dedica a las relaciones públicas, digámoslo de paso. Sin embargo, lo cierto es que, entre otras cosas, dirige una revista quincenal de asuntos legales relacionados con el mundo de los negocios. Ya sé que la cosa tiene un aspecto raro, pero es una publicación que incluye una buena columna de arte, publica los comentarios del mejor crítico de cine del país, e incluye una sección de libros que recientemente ha sido elogiada por un grupo de entusiastas y distinguidos profesores. )

    —... de modo que ella apenas si puede decir nada.
    —Increíble. ¿Lo sabe ya DeForest? —Rachel dijo que no con la cabeza—. Espera —dije, antes de que se arrepintiera—. Te he traído un regalo.

    Salí al pasillo y volví a entrar.

    —Toma. Me gustaría que lo aceptases. No, no. Insisto.
    —Pero debe de...
    —Léelo —dije—. Es bastante bueno.

    Una vez afuera, me volví para mirar las ventanas del salón. Harry, que bebía brandy en un vaso que parecía un colador de café, coqueteaba con la joven de aspecto equino. Sentí el deber de gritarles alguna frase difamatoria, o de arrojarles un ladrillo..., de dar alguna muestra definitiva de asco.

    —Sí, no hay duda de que eres de izquierdas —dije, llamando a un taxi.

    A la mañana siguiente bajé a la plaza y di veinte peniques a cada uno de los danzarines cojos.

    —Gracias, señor, gracias.

    Me pasé todo el día con los nervios de punta. Era una sensación tan extraña, y me producía tanta exaltación, que a punto estuve de conseguir que un compañero de la academia me partiese la cabeza.

    Mi clase de Mates con Pies Muertos, o «Mr. Greenchurch» como le llamaban algunos, había sido aplazada hasta la tarde. (Un hecho que me produjo la mayor irritación, pues tenía intención de irme inmediatamente después de que terminaran las clases de la mañana, para lavarme, perfumarme, etc. ) Lo que ocurrió fue lo siguiente. El Pies, al bajar de su Morris 1000 (¿qué otro coche podía ser?), se da de cabeza contra la jamba izquierda de la puerta. Por suerte, es tan viejo que no siente nada, de hecho, ni se entera. Con la sangre manándole por la cara y formando un delta en torno a su oreja, y salpicándole la camisa y el jersey, entra alegremente en la academia. Avisado finalmente por los respingos de Mrs. Tauber y los gritos de los chicos, se lleva la mano a la cabeza, examina su contenido, y retrocede hacia una silla de respaldo recto, que se hunde bajo su peso. Se lo llevan rápidamente a la sección de urgencias del hospital del barrio, donde le dan tres puntos en su luminosa coronilla. Di por supuesto que, en caso de que no muriese, se pasaría al menos tres semanas en la cama. Nada de nada. Llamó por teléfono desde el mismo hospital, para decirle a Mrs. Tauber que, a pesar de todo, no pensaba perderse el jornal de aquel día.

    Le esperé en el vestíbulo principal (temporalmente vacío de mocosos), con otros tres alumnos. Estaban conmigo Brenda, la chica más fea; Elvin, gordo, de mirada bovina, inútil pero afable; y Derek. Derek era auténtica carne de reformatorio. A los diecisiete años ya había tenido que hacer frente a toda una serie de acusaciones; entre ellas, algunas por alteraciones del orden público y robos de menor cuantía. La astucia de unos cuantos abogados carísimos le había permitido siempre la absolución. Mientras yo permanecía sentado a la mesa, reflexionando, tratando de no pensar en el fin de semana, se me ocurrió que su cara tenía una expresión peculiarmente desagradable. Sus rasgos de querubín estaban moldeados en una tez satánica: un desierto de piel escamosa y desconchada aliviada únicamente por algún que otro oasis de erupciones dermatíticas. Era como la mascarilla mortuoria de Troy Donahue, Peter McEnery o algún otro famoso guaperas. Sólo los ojos, de un brillante y perfecto azul, quedaban intactos.

    Fuera como fuese, allí estábamos los cuatro. Ocurrió alrededor de las dos. En aquel momento yo pugnaba por lanzar un esputo —de forma bastante callada, me parecía a mí— contra mi pañuelo. Derek alzó la vista de su libro de texto.

    —Que alguien le impida hacer esos ruidos —dijo Derek—. Me da náuseas. ¿Por qué no te vas a otro lado, eh?

    Me soné la nariz sin darme prisas.

    —¿Decías?
    —Me has entendido perfectamente bien, joder. Das tanto asco que me entran ganas de vomitar.
    —¿Ah sí? —dije—. ¿Y qué crees tú que sienten los demás al ver tu cara? ¿Qué dirías tú que se les ocurre en cuanto la ven?

    Como vi reír a Brenda, proseguí:

    —¿Y ese tremendo... archipiélago de barros que tienes en la narizota? ¿Por qué cojones no tratas de lavártela de vez en cuando?
    —Cierra el pico —dijo Derek, con una sonrisa de robot.

    Supe que era un magnífico consejo. Pero miré a Elvin, que sonrió con una mueca, y, además, la situación me hizo sentir maravillosamente joven.

    —Sí, ¿por qué no se te ocurre lavarte un día de estos? Seguro que no debe de ser muy divertido eso de andar por ahí con toda esa mierda, con toda esa grasa en la cara. Aunque claro, a lo mejor hasta te gusta. Óigame usted, Mr. Seborrea, dígame, Monsieur Barros, ¿qué tal te va con las chicas? Seguro que...

    Yo llevaba una chaqueta cruzada con solapas blancas, muy de moda. Derek agarró las solapas, me levantó de la silla, y alzó el puño derecho.

    —No, por favor —chillé—. ¡Por Dios!

    En ese momento se abrieron de golpe las puertas batientes del fondo del vestíbulo, y entró a grandes zancadas Mr. Greenchurch.

    Derek me soltó un poco.

    Una vez de pies en el suelo, aparté el puño de Derek de un manotazo, y seguí a Pies Muertos hacia su apestosa habitacioncita.

    Qué comportamiento tan extraordinario. Era evidente que había alguna cosa que me estaba sacando de quicio. Y no era por lo de Rachel, pues al fin y al cabo estaba libre de todo compromiso sexual hasta el final de la semana siguiente, de modo que no podía ocurrir ningún incidente dramático. Quizá fuera por la idea de sostener cierto tipo de enfrentamiento con mi padre. Durante la clase, mientras fingía tomar notas, planeé el fin de semana —anécdotas sobre el pueblo, discursos sobre la naturaleza— y esbocé una breve coda para el Discurso a mi Padre, que ahora tenía ya sus buenas dos mil palabras.


    Diez y cinco: la arboleda


    Faltan menos de dos horas y quedan aun dos meses. Pero a medida que envejezco las cosas se van haciendo más sencillas. Ahora abro la ventana que da al bosque. Es diciembre, y hace frío, de modo que la cierro enseguida.

    En el tren que nos llevaba a Oxford, Rachel planteó la cuestión de su padre; al parecer, aquella misma mañana había recibido una «repugnante» carta de él. Desarrolló el tema de mi-padre-es-un-auténtico-bastardo, y completó con nuevos detalles la historia de su vida. Su último roce con «Jean-Paul d'Erlanger» (Rachel utilizaba el apellido de soltera de su madre; no sé por qué) había ocurrido a comienzos del último verano, cuando DeForest la llevó a pasar en París un par de semanas. Aparte de algunos incidentes desagradables, todos se lo pasaron «de maravilla». Yo me animé un poco cuando Rachel explicó que esos incidentes desagradables consistieron en que M. d'Erlanger dejó entrever primero, y articuló después con todas las letras, el odio y desprecio inmensos que sentía por DeForest, una de cuyas orejas quedó gravemente deformada por los golpes del apasionado francés. Rachel me invitó a interpretar ese incidente como última demostración de la grosería de su padre. Luego me enteré de que DeForest se mostró muy comprensivo y que nunca jamás había vuelto a hablar del asunto.

    Cuando le pregunté sobre qué le hablaba su padre en la carta, Rachel volvió la cara hacia la ventana para contemplar las afueras de Reading durante medio minuto, y después me dijo que era incapaz de repetir palabras tan horribles. Decidí dejarlo así, permitiéndole magnánimamente que controlara ella la situación. Para matar el tiempo, y brindarle cierto consuelo indirecto, conté algunas mentiras no muy concretas sobre supuestas atrocidades paternas que yo había tenido que padecer, con mi padre en el papel de gamberro báquico, mochuelo meditabundo, violador de au pairs, y así sucesivamente.

    Fuimos los primeros en llegar.

    Madre parecía que acabase de contraer la hidrofobia. Estaba sometida a semejante frenesí ciego que, antes de los holas y las presentaciones, Rachel y yo preguntamos inmediatamente si había alguna cosa que pudiéramos hacer por ayudarla..., mientras aún estuviéramos a tiempo, mientras brillara todavía un rayo de esperanza. Al parecer, lo que Rachel podía hacer era ayudar a la (bastante atractiva) au pair a pelar patatas. Lo que yo podía hacer, lo que tenía que hacer, me gustara o no, era ir en coche a Oxford para recoger allí a Valentine.

    —¡Pero si no sé conducir!
    —¿No te dieron un montón de clases?
    —Sí.

    (Las clases de conducir eran el regalo reglamentario que nos hacían a los Highway cuando cumplíamos los diecisiete años. Somos una familia muy viajera. )

    —¿No te examinaste?
    —Sí. Pero me suspendieron.
    —¿Y no volviste a examinarte después?
    —Sí. Pero volvieron a suspenderme.
    —Bien, ahora ya es demasiado tarde. ¿Dónde he metido las llaves?

    Fui en el Mini de mi madre, y casi me la llevo a ella por delante nada más arrancar.

    Después de cruzar un puente de peaje —el peaje era muy elevado: tres peniques y medio—, alcancé la velocidad de crucero de sesenta kilómetros por hora gracias a que la carretera era muy ancha. Con esta clase de velocidad lo más recomendable era coger el zapato de tacón aguja que, para este fin, solía encontrarse en el bolsillo lateral derecho, y encajarlo en la palanca del cambio de marchas, a fin de evitar que vibrase como un taladro neumático. Una vez llevada a cabo esa operación, comprobé que una figura descarnada se encontraba a doscientos metros de mí, inmóvil, en la mitad derecha de la carretera. A fin de arrancarla de sus ensoñaciones, toqué la bocina. Al instante, se lanzó a una espástica carrera de vida-o-muerte que la llevó a cruzarse en mi camino, abandonando en la calzada el sombrero, la bolsa de la compra y una zapatilla de color pardo. Parecía avanzar a saltos de rana en dirección a la acera. Yo reduje, desaceleré y conseguí frenar cuando llegué a su lado.

    —Bueno —le dije, mientras le devolvía sus posesiones—, no ha pasado nada. Hubiese sido mejor que retrocediese. En fin, ¿se encuentra bien?

    Ella se quedó mirando al frente, pero sin ver, y pensando: En mi puta vida vuelvo a salir de casa.

    Aparqué el coche delante del colegio de Valentine, uno de los mejores de Oxford, y que no obstante recordaba más bien a un grupo de hoteles de Palé superampliados, de un tono de rojo más sucio que el del original, y con ventanas. Valentine, bueno, su estúpido nombre al menos, había sido inscrito en un colegio de pago de segunda fila para cuando empezara la enseñanza media, pero mi padre había decidido no enviarle a la escuela preparatoria imprescindible para pasar luego a un colegio de pago. Mientras caminaba por la avenida que separaba el colegio de los campos de deportes en donde se suponía que Valentine estaría jugando a fútbol, traté de averiguar qué malas intenciones abrigaba mi padre al tomar esa decisión. Sentí grandes deseos de interrumpir el partido de mi hermano. Desaceleré el paso.

    ¿Había logrado superar mis obsesiones respecto a Valentine? Más o menos. Aquello formaba parte del pasado. Eran los días en los que le veía dar órdenes a sus montones de amigos, marcar con un lápiz sus juguetes favoritos del catálogo de Harrods que mis padres le ofrecían el primero de diciembre, ser vestido por su madre con ropa de mayor (él y yo empezamos a usar pantalón largo el mismo día; él tenía cuatro años; yo, trece); sí, también fui testigo de aquel otro día en el que Val bajó sin manos con su bicicleta con manillar de carreras, cantando «Hey Jude», por una calle atestada de colegialas. Y puedo recordar asimismo aquel loco y maravilloso verano en el que saboteé su bicicleta, sazoné su naranja con orina humeante, escupí en su plato..., y llegué hasta el extremo de disponerme a poner en práctica una mala pasada para la cual hacían falta varios ingredientes, entre ellos un poco de leche cuajada, y que de hecho no realicé finalmente pues me pareció que mi opinión había quedado muy clara y no hacía falta insistir. (En general, yo también deploraba esa clase de cosas. Pero aquí se trataba de —¿cómo decirlo?—... Bueno, todo quedaba en familia. )

    En el extremo derecho del campo, a unos veinte metros de distancia, cuatro muchachos, uno de los cuales era mi hermano, estaban dispuestos en semicírculo en torno a un quinto chico. El quinto era el clásico Niño Gordo, y se encogía acobardado contra la pared de los vestuarios. Yo me acerqué cautelosamente por detrás de los postes, y observé la escena.

    El Gordo llevaba un jersey de ganchillo, calcetines desparejados, pantalones cortos (cuando todos los demás, especialmente mi hermano, los llevaban largos). El pelo, cortado por su madre a tijeretazos, cubría una cara acostumbrada —hasta el aburrimiento— al miedo: cada día le quemaban su escaso pelo en el colegio; cada noche su padre le prensaba la cabeza en casa.

    Tras mirar a su alrededor en espera de un ademán de estímulo o aprobación, uno de los chicos dio un paso adelante y le atizó un fuerte cachete al gordo. Los otros tres le imitaron. Seguí observándoles un rato más, por si acaso Valentine tenía alguna iniciativa especialmente detestable, y después di señal de mi presencia con un grito.

    Me adelanté hacia el grupo.

    —Lárgate —le dije al Gordo, con la esperanza de que mi intervención fuese interpretada no tanto como una operación de rescate merecedora de un ataque en masa, sino como la simple interrupción de una pelea amistosa. El Gordo recogió la cartera y la gorra, y se fue caminando lentamente hasta llegar a la verja, donde empezó a correr.
    —Largaos —les dije a los otros tres. Después de dudar un momento, retrocedieron. Luego, como si acabara de ocurrírseme, grité—: Mi hermano es demasiado elegante para mezclarse con tipos como vosotros.

    Quizá el lunes siguiente Valentine se llevaría una paliza por esto.

    —Hola, Valentine —le dije—. ¿Has tenido un buen día? ¿Has disfrutado el partido de fútbol? —El siguió donde estaba, masticando chicle con sabor a limón y con la mano apoyada en su bien formada cadera—: ¿Por qué os metíais con él? ¿Qué ha hecho?
    —Yo no le he pegado mucho —dijo mi hermano—. Los otros le han pegado más.
    —¿Qué ha hecho? ¿Por qué le pegaban? —El odio estaba embriagándome.
    —Todo el mundo le pega.

    Le miré fijamente. No se me ocurría qué más decir, de modo que le agarré del hombro y le aticé un porrazo en la cabeza. Pero sin demasiada convicción.

    Rachel y yo estábamos tendidos, muy quietos, en mi cama. Casi era la hora de cenar. (A los menores de veinte años no se les pide que mantengan relaciones sociales; aparte de asistir a las comidas, pueden hacer lo que les dé la gana. ) Mi habitación, uno de los tres cuartos alargados y de techo bajo que hay en el último piso, se encontraba en buen estado, teniendo en cuenta que no había tenido oportunidad de arreglarla. Desteñidos recuerdos efímeros cubrían sus paredes: posters de Jimi Hendrix, Auden e Isherwood, Rasputín, reproducciones de obras de Lautrec y Cézanne. La librería contaba la historia de mi adolescencia: Carry On, Jeeves, Black Mischief, The Heart of the Matter [El revés de la trama], Afternoon Men, Women in Love [Mujeres enamoradas], Gormenghast, Cat's Cradle, L'Etranger. Un tablero de ajedrez, un dibujo de mi hermana pequeña y postales en la repisa de la chimenea. Todo quedaba clarísimo, y apenas si tenía remedio. Sin embargo, antes de nuestra llegada se había llevado a cabo la única modificación esencial. Aquella mañana, antes de ir a la academia, antes de darles a los cojos el óbolo que tranquilizaba mi conciencia: una urgente llamada telefónica. Hablé con Sebastian, y le soborné, con la promesa de diez pitillos, para que subiera a mi habitación y cambiara la luz. En la mesilla de noche tenía una lamparita con la bombilla pintada de color de rosa, a fin de que todas las chicas del pueblo a las que consiguiera arrastrar con engaños hasta allí supieran lo sexy que yo era. Siguiendo mis instrucciones, Seb había colocado una bombilla normal. La otra hubiera resultado un poco extravagante a los ojos de una chica de la ciudad como Rachel.

    La mayoría de los invitados ya estaban en casa cuando llegué de regreso con Valentine. Me reuní con Rachel y la au pair en la cocina, y brindé mi fornida ayuda para cambiar de sitio la mesa del comedor y llevar sillas. Acompañé a Rachel a su habitación del primer piso, y luego a la mía del segundo. Hubo suaves caricias en el cuello, prontamente moduladas por mí a fin de incluir una conversación soñolienta. Seguimos hablando mientras anochecía. Hablamos de nuestros padres, y nos mostramos prácticamente de acuerdo en que el destino de las mujeres era más duro que el de los hombres:

    —Las mujeres tienen que cargar con los niños, la regla, y no sé cuántas cosas más. Ellas son las que tienen que hacer frente a las verdaderas responsabilidades —suspiré—. Si una chica se acuesta con quien quiere, la tachan de furcia. Si un chico se acuesta con quien quiere, es todo un hombrecito. Parece que tanto la sociedad como la Naturaleza estén en contra...
    —¿Lo piensas de verdad? Yo no lo creo —le murmuró Rachel a mi sobaco—. Quizá te parezca que esta opinión es un poco..., infantil, pero los bebés son la única cosa que pueden tener las mujeres y que, en cambio, escapa a las posibilidades de los hombres. Y deberían estar orgullosas de ello. Y, además, deja las cosas equilibradas.

    Pensé por un momento atacar esa opinión por su carácter doctrinario, ideológico, sexista, etc., pero lo que dije fue:

    —No me parece tan infantil. ¿Qué quieres decir con eso de que deja las cosas equilibradas?
    —Bueno, seamos realistas, las mujeres suelen tener un aspecto bastante horrible en cuanto cumplen los treinta y cinco años. Se les pone la cara escamosa. Pierden su buen tipo, el pelo se les queda reseco y lo llevan siempre enmarañado. En cambio, los hombres suelen mejorar. Como mínimo, no se les queda la cara... —bostezó y se me acercó un poco más—, escamosa, como a las mujeres. De modo que está muy bien que puedan tener hijos. Como tu madre.

    Rachel llevaba un vestido rojo de falda corta; sin medias. Apoyé la palma de la mano en la parte posterior de su muslo, allí donde se convertía en nalga, sobre el borde de sus panties de seda.

    —Quizá —dije, retirando la ingle para hacer sitio a la erección—. Quieres decir que así tienen algo en qué entretenerse. Pero la situación de mi madre es una auténtica mierda. ¿Qué va a hacer cuando Valentine sea mayor?
    —Mmmm. Entiendo.
    —De todos modos, estoy muy contento de que hayas venido.

    Rachel gruñó.

    —Mmm —dijo.

    Me disculpé y bajé a escupir y mear. No sé por qué razón, al cerrar la puerta tuve la sensación de ser un jeta.

    Me crucé con mi padre en el pasillo del baño. Llevaba un polo negro muy de moda (muy de moda, quiero decir, entre las comadrejas de su edad), cuyas mangas se estaba bajando. No solamente parecía estar en forma, sino que, encima, estaba guapo.

    —Ah, Charles —dijo, con el tono que usaba para decir gilipolleces—. Tu madre acaba de decirme que esta tarde le has pegado a Valentine un golpe en la cabeza. ¿Es cierto? Pues no lo hagas. Es muy peligroso. Jamás le pegues golpes en la cabeza. ¿Entendido? Bien. Se acabó la bronca. Hasta la cena.

    Sonrió, y empezó a irse.

    —No pretendía pegarle en ningún sitio, pero le encontré con sus amigos dándole una paliza a un compañero.

    Para no tener que mirarme a los ojos, fingió que se arreglaba las mangas.

    —No lo dudo, pero tu madre y yo...
    —Bien. La próxima vez que le pille así me limitaré a romperle el brazo. Y, ¿qué quiere decir eso de «tu madre y yo»? ¿Cuándo fue la última vez... ?
    —Oh, por Dios. —Dejó transcurrir unos segundos. Parecía sorprendido, divertido, como la noche en casa de Norman—. ¿Pretendes en serio hacerme creer, Charles, que no te portaste nunca mal cuando tenías su edad? —Se sacó del bolsillo un reloj de correa metálica—. Es posible que, cuando crezcas un poco más, comprendas que..., que el mal que cometemos para corregir otro mal anterior, que ese segundo mal siempre es más injusto que el primero. —Terminó de ponerse el reloj—. Quizá lo comprendas cuando seas mayor.
    —Magnífica perorata —dije—. Pero, viniendo de ti, carece por completo de sentido. Quizá tú seas ya viejo, pero mi madre no tiene...
    —¿Y a ti qué te importa?

    Hizo una pausa, y después prosiguió, con más suavidad:

    —Sé que no tiene ningún sentido discutir esto. —Se metió las manos en los bolsillos y agitó un llavero—. Solemos arrepentimos demasiado tarde de las cosas que decimos. Mira, Charles...
    —Nada, nada. Lo siento. —Le dejé atrás, borrando con la mano cualquier posible respuesta o pregunta subsiguiente—. No te preocupes. No diré nada.

    Una vez en el baño meé, escupí y traté de calmar mis nervios cantando «no seas soberbio, no seas soberbio», y me esforcé por contener las lágrimas.

    Cuando regresé, la habitación estaba a oscuras; Rachel dormía. Me acerqué a la ventana y miré el bosque. Poco a poco, mi pecho dejó de estremecerse con bruscas sacudidas. De todos modos, no tenía nada que decirle a Rachel. Me tendí a su lado, boca abajo para tranquilizar mis pulmones, y esperé a que alguien nos llamara para cenar. No tardaron mucho en hacerlo.

    No le quité el ojo de encima al viejo libertino en toda la cena, pero sin sacar apenas provecho. Estaba demasiado ocupado siendo Gordon-el-hombre-de-mundo, Gordon-elanfitrión-de-las-grandes-fiestas, para entretenerse en sus otros papeles de esposo traidor y astuto don juan. Sin embargo, se sentó entre su furcia y su hermana (gemela), mientras al otro extremo mi madre tenía que habérselas con Sir Herbert y el periodista, que se llamaba Willie French. Rachel y yo nos sentamos el uno frente al otro, a mitad de la mesa. Ella se mostró notablemente dueña de sí misma; pese a lo cual me encontré con que tenía que interceptar y remodelar casi todas sus intervenciones.

    Pero se estaba desarrollando una brillante discusión entre Sir Herbert y Willie; hablaban de la juventud. Por mucho que me empeñase, no conseguía averiguar cuál de los dos me caía peor. Elaboradas frases despectivas. Sir Herbert parecía, más que otra cosa, un barrendero que acaba de ganar una fortuna en las apuestas hípicas. Su rostro hocicudo de poros abiertos (y coronado por unas espigas de siniestro cabello dorado) contrastaba desagradablemente con su traje de Savile Row y su cuello duro. En el interior de la más próxima de sus orejas, en forma de interrogante, espumeaba un resto de crema de afeitar. Además, era enano. Mirando, por otro lado, a Willie, cualquiera hubiese apostado un montón de dinero a que acababa de desmontar de una moto en la que se había pasado la vida entera corriendo a enormes velocidades. Su pelo color jengibre volaba hacia atrás para formar un casco que le cubría desde las cejas hasta la nuca; sus labios parecían negarse a ser vistos y alcanzaban su pleno desarrollo dentro de su boca; tenía los ojos rojos con motitas. A pesar de todo eso, parecía llevar las de perder en la discusión, y se lo tenía merecido por haberse empeñado —a fin de demostrar lo simpático que era— en hablar con un tartamudeo de ametralladora. Sir Herbert apenas si le dejaba llegar a decir «Pues yo... » o «Me parec... » alguna que otra vez.

    Herbie propuso ahora la compleja paradoja según la cual la ostentosa «falta de convencionalismo» de la juventud no era, de hecho, más que otra forma diferente de convencionalismo. Al fin y al cabo, ¿acaso el inconformismo de ayer no se convertía en el conformismo del hoy? ¿No eran esos jovenzuelos tan ortodoxos, a su modo, como la ortodoxia que pretendían subvertir?

    ¡Qué refrescantemente diferente, qué refrescantemente diferente!

    Los líquidos ojos de Sir Herbert rondaron la mesa con semejante expresión de luminosa astucia que hasta mi padre se calló y frunció interesado el ceño. Herb me consultó entonces a mí, elogiando mi excéntricamente comedida forma de vestir, mis extravagantes buenos modales, mi provocativo sentido de la pulcritud. Mi respuesta fue demasiado grosera para no ser citada aquí en toda su extensión. (Tiene una estructura muy bien articulada, gracias a que plagié, de hecho, uno de los párrafos esenciales de mi Discurso a Mi Padre. ) A modo de disculpa, aplasté el tobillo de Rachel entre los míos, y luego dije:

    —Difícilmente podría estar más de acuerdo con su opinión, Sir Herbert, aunque confieso que nunca había contemplado el asunto desde este punto de vista. Se me ocurre que podríamos llevar esta analogía más lejos incluso, hasta abarcar, por ejemplo, ciertas cuestiones morales. La llamada nueva filosofía, o «tolerancia» si lo prefiere, aparece, si la estudiamos a fondo, como un nuevo puritanismo por medio del cual se te acusa de ser reprimido o palurdo si por casualidad no apruebas la infidelidad, la promiscuidad, etcétera. No se nos permite que nos ofenda ninguna cosa, de modo que, gracias a este sistema, acabamos volviendo a negar nuestros instintos —cierto sentido moderado de posesión, pongamos por caso, o cualquier clase de escrupulosidad moral— de la misma manera que los puritanos nos obligaban a negar los instintos opuestos. Ambos códigos resultan, pues, limitadores, y se oponen, por consiguiente, a los verdaderos sentimientos de las personas: así que —concluí—, hágame el jodido favor de concederme una beca —o una expresión equivalente.

    Willie manifestó aquí su intención de contradecirme, repitiendo varias veces «Per..., per..., per... ». Al cabo de un par de minutos Sir Herbert sugirió:

    —¿Pero?

    Ante lo cual Willie asintió con un gesto.

    —Pero, ¿no quequecrees queque la totototolerancia es prepreferible a la rerepresión, y a la autoautoauto-represión?

    Sir Herbert, al que la bebida y la comida convertirían pronto en un ser igualmente incomprensible, regresó al tema discutido. Lancé una mirada cortante a mi padre, y me encogí de hombros para Rachel. Ella me contemplaba con lo que parecía una serie de emociones encontradas.

    El día siguiente, sábado, fue de los que marcan época. Ahora lo sé.

    Invocando las prerrogativas de los jóvenes, Rachel y yo optamos por largarnos después de la cena, y nos fuimos a la cama, por separado. Noté que me venía el ataque de esputos, de modo que alegué cansancio.

    Fue una de esas noches terribles: mi cama era una vagoneta de las montañas rusas: mi cerebro, una confusa centralita de poemas-discursos-artículos-planes, páginas y más páginas de confusa mecanografía que se conviertieron en las lentes de contacto del ojo de mi mente, y no dejaron de vomitar un caleidoscopio de comas y puntos.

    —¿Se puede saber qué te pasa? —preguntó alguien.
    —Mierda. ¿Sebastian? Estoy muriéndome.
    —¿Qué? —Sebastian encendió la luz del rellano y se apoyó contra la puerta—. Son las tres de la madrugada —dijo—. Estabas gritando.
    —¿Ah sí? ¿En serio? ¿Qué decía?
    —No se entendía nada. ¿Tienes mis pitillos?
    —En la mesa. No le digas a Madre que los tenía yo.

    Sebastian volvió a desaparecer.

    Leí hasta las siete, por la ventana vi el amanecer, como si fuese un programa de televisión, me bañé, me afeité y bajé. Cagadas de gato en el piso iluminado a listas de la cocina, rancios olores tabernarios procedentes del comedor, hormigueantes ataques de los objetos contra mis cascados sentidos.

    Luego, envuelto en el albornoz, me llevé el café y el zumo de naranja a la habitación de Rachel. La encontré durmiendo enroscada en un ovillo fetal: camisón blanco de algodón, las rodillas pegadas a los pechos, un pequeño pulgar pardo vulgarmente introducido en la boca. Encantador, la verdad. Descorrí las cortinas y la desperté masajeando su cuerpo.

    —¿Qué hora es? —preguntó.
    —Prácticamente las ocho y media.

    Cuando terminó el café, Rachel se desperezó y me sonrió. Yo le dije algo así como «Ya estamos vivos otra vez», y me acerqué a ella.

    —¿Son pájaros eso que se oye? —dijo ella en cierto momento.
    —No, son las tuberías de la calefacción. Y, ahora que tratamos de este asunto, ¿te has acostado con DeForest?
    —¿Mmmm?

    Se había acostado con él.

    —¿Sólo con él, o también con otros?
    —Sólo con él.
    —No te preocupes —dije.

    A media mañana los adultos se metieron como pudieron en el Daimler de Sir Herbert, lo más parecido a un tanque en materia de coches, para ir a tomar el almuerzo con no sé qué tipejos al otro lado de Oxford. Pensaban dedicar la tarde a admirar los colleges. Cuando se fueron, le pregunté a Rachel si quería ir también a Oxford, si le apetecía un paseo en batea. Rachel me dijo que ya estaba a gusto en casa.

    Una casa que no tenía un verdadero jardín: después de una corta extensión de césped en la parte de atrás, empezaban inmediatamente los campos, mientras que por los lados la hierba se mezclaba sin fronteras definidas con los matorrales hirsutos de los solares vecinos. Pero había una arboleda a pocos metros de la fachada, y nos fuimos a dar un paseo por allí. Jamás lo olvidaré. El bosquecillo no podía ser menos espectacular; gordos robles cada doscientos metros más o menos, una hilera de castaños junto a la carretera que conducía al pueblo. Por lo demás, no había más que hierba alta y seca, ensortijados arbustos, y cientos de arbolillos malsanos de apenas tres metros de alto. Pero a cada paso mi infancia conspiraba contra mí, y cada ramita y cada mata de hierba parecían traerme datos y recuerdos. Drogado y pasmado por el agotamiento, sentía la cabeza rebosante de rememoraciones y ensueños (y citas de Wordsworth) mientras caminábamos tropezando continuamente, como un par de invitados. Había un rincón en el que un nogal deslizaba su tronco por entre un par. de azaleas entrelazadas, y que estaba a cubierto del viento pero no del sol. Nos sentamos. Tomé la mano de Rachel y me tendí de espaldas, pensando que no había nada mejor que pasar las noches en vela, dejando que los rayos hicieran hervir imágenes sobre mis párpados cerrados, acariciando de vez en cuando la idea de decirle a Rachel que la amaba. El escenario era propicio. A las chicas no les importaba, con tal de que no las obligases a darte una respuesta. Disfruta un momento más del momento.

    Abrí los ojos y dejé que flotaran libremente, negándome a enfocarlos en las rizadas hojas y en los tallos de hierba.

    —Ven, mira. En este matorral hay una especie de hueco al que yo venía a fumar cuando era pequeño.

    Me levanté, anduve unos pasos, y me arrodillé para separar el follaje y las ramas. Rachel miró por encima de mi hombro. Bajo la tienda de hojas vimos: botellas de cerveza, una lata, periódicos pisoteados, kleenex amarillentos, condones arrugados que parecían crías muertas de medusa.

    Rachel soltó un gruñido.

    —Un rincón muy frecuentado —dije. Cuando me enderecé, le solté la mano. Emprendí el regreso a casa, seguido por ella.

    Media tarde. En el sofá de la sala nos magreamos, tal como corresponde a los adolescentes. Nada del otro mundo, ciertamente. Aunque, a veces, empiezo a serpentear en sus brazos, o la interrumpo a mitad de una frase para lanzarle una mirada demoníaca (y probablemente absurda). Yo mismo empezaba a encontrar todo aquello un poco irreal..., pero, ¿qué otra cosa podía hacer un muchacho?

    Bien. Permítanme que describa ahora el aspecto que tenía DeForest cuando entró.

    Se oyó el ruido de un coche. ¿Regresan los viejos? Nos separamos, no mucho. Sonó la aldaba de la puerta principal, y alguien fue a abrirla. Un golpecito en la puerta de la sala precedió la entrada de DeForest. Nos dirigió una sonrisa de furtivo reconocimiento y se acercó al sofá, sin dejar de mirar ni por un momento la repisa de la chimenea, como si, en un rasgo de tolerancia, quisiera darnos tiempo para que nos vistiésemos. Recuerdo que estuve a punto de soltar una carcajada de terror cuando me fijé en que llevaba pantalones de golf.

    Nadie dijo nada.

    Mirando todavía fijamente la repisa de la chimenea, DeForest se agachó para sentarse al borde de una butaca, con sus piececitos juntos y las manos en el regazo. Miré un instante a Rachel, como para decirle, ¿te parece que me esconda debajo del sofá hasta que se vaya? Luego, DeForest apoyó la cabeza en las manos durante unos cinco segundos, volvió a levantarla, y miró a Rachel: con malicia pero también con vergüenza, como un colegial al que han pillado robando alguna cosa.

    —¿Qué ocurre? —preguntó Rachel con voz asustada.
    —¿Estás bien? —añadí yo—. ¿Necesitas algo?

    Los niños valientes son capaces de soportarlo todo, menos la conmiseración; y la cabecita cuadrada de DeForest cayó hacia atrás con una sacudida, y su pecho se puso a temblar, como si se asfixiara. Empezó a llorar.

    Rachel se le acercó y se arrodilló delante de él, apoyándole los pechos en los muslos y rodeándole las rodillas con el brazo mientras acariciaba su cara y su pelo con la mano que le quedaba libre.

    —DeForest, DeForest, shsh, shshshsh, De Forest, shshs —susurró Rachel.

    Incrédulamente, me sugerí a mí mismo en voz alta:

    —Me voy a la cocina.

    Diez minutos más tarde Rachel se reunió conmigo. Le pregunté cómo estaba DeForest y Rachel me informó que ya se le había pasado. Dijo que le parecía que lo mejor sería que regresase con él a Londres. Le contesté que prefería que no lo hiciera. Me dijo que no tenía otro remedio que hacerlo.

    Del mismo modo que el brazo de un jukebox avanza a lo largo de la fila de discos antes de elegir uno de ellos, también yo rondé cautelosamente por encima de los armarios y archivadores de mi cabeza. Pero al final lo único que dije, mirando al vacío, fue:

    —Oh no. Ya sé lo que pasará. Dentro de un minuto habrás salido de aquí, y no volveré a verte nunca más.

    ¿Quién sería capaz de explicar cómo pasé el resto del fin de semana? Se me rompe el corazón de sólo pensarlo.

    Charles escuchó el coche alejándose y subió la escalera como un peso pesado senil. «Siete en punto», le dijo su reloj. En el dormitorio del amor de la casa revisó los cajones y examinó los frascos de pastillas. De vuelta a la sala, engulló un puñado de drogas hipnóticas con la ayuda de un cuartillo de vodka sin hielo. Se quejó ante el espejo de que aquello no había hecho sino agravar su estado.

    Charles subió a la habitación de Rachel. Tenía exactamente el mismo aspecto que cuando él se la había mostrado hacía veinticinco horas. Rebuscó metódicamente, pero sin éxito, con la vana esperanza de encontrar la nota que hubiera tenido que decir: «No sabes cuánto te amo. R. » Luego, le dio una patada a una de las patas de hierro de la cama, no con todas sus fuerzas, pero con la suficiente potencia como para obligarle a soltar un grito de dolor y sorpresa.

    Una vez en su habitación, se quitó el zapato. La uña del pulgar de su pie derecho se desprendió limpiamente. Charles estuvo pensando durante unos segundos en esa circunstancia, antes de, demostrando que era un hombre de recursos, volver a colocarla en su sitio y sujetarla con una tira de celo.

    Encontró su cuaderno de Rachel (que no hay que confundir con su carpeta de Rachel) y escribió en él algunas palabras. Se hundió en la cama, pero al cabo de un minuto su cabeza reapareció; impreso en ella aparecía un vertiginoso gesto ceñudo. Sentado a veces y tendido otras, se desprendió de la mayor parte de la ropa que llevaba puesta. Soltaba juramentos frecuentes, que alternaba con boqueadas de asfixiado dolor.

    Dejémosle, pues, mientras la escena se va borrando: tieso y comatoso en el sillón; desnudo, con la sola excepción del reloj, un único calcetín y un pequeño almohadón rojo posado sobre sus muslos.

    Lo primero que hice a la mañana siguiente fue correr por toda la casa diciendo mentiras sobre la partida de Rachel. Debido a un capricho de mi padre, no estaba permitido entrar en la cocina los periódicos del domingo hasta primera hora de la tarde: probablemente le parecía que era más divertido y civilizado repantigarse para leerlos en un sillón de la sala. Pero la sala era el lugar donde se guardaban todas las bebidas, y Willie French, por interés profesional, y Sir Herbert, por su avanzada edad, seguramente seguirían allí hasta las dos.

    De hecho, eso no era un problema grave. Después de haberla robado en la despensa, me pasé la segunda mitad de la mañana con media botella de jerez sudafricano (que me pareció exquisito). Anoté diagramas planificando la Conversación Telefónica. Eran unos diagramas bastante engreídos. En ese momento me pareció que mi comportamiento de la noche anterior había sido bastante exagerado. Ni siquiera Rachel hubiera podido sentirse auténticamente afectada por la grotesca comedia de DeForest. Había actuado impulsada por su fatigada lealtad.

    Seguro que también para ti, nena —escribí—, debió de ser una situación bastante dura.

    Pero nunca se sabe. Y la noche anterior llegué a estar convencido de que no volvería a verla nunca más.

    Bajé a la sala, me colé por delante del dispéptico Sir Herbert (que peleaba con el Sunday Telegraph como si fuera una raya gigante) sin que se fijara en mí, y me hice con una botella de oporto. En el «cuarto de jugar» del último piso había un viejo televisor. Era allí donde habían metido a Sebastian por falta de mejor sitio, pero Sebastian se había ido a Oxford a ver una película X («cualquier película X», había dicho) y a rondar por ahí en busca de tías, en compañía de sus grandes amigos. Valentine estaba jugando a fútbol en el jardín: haciendo de árbitro y de capitán de los dos equipos, a juzgar por sus quejumbrosos gemidos. Yo me encerré, me tragué a la fuerza el jarabe alcohólico, y trabajé desganadamente en el Discurso del Reencuentro.

    En provincias, la televisión es un cajón de sastre en el que cabe de todo. Campeonato Universitario: los concursantes parecían estar alarmantemente bien informados pero, por otro lado, resultaban tranquilizadoramente horribles. Otro concurso en el que una selección representativa de chiflados y maricones famosos cataban vinos y, cada vez con una incoherencia más acentuada, hablaban de sus cualidades. Una telecomedia en la que tres chicas guapas y una fea trataban de pagar la cuenta de la electricidad y de no acostarse con sus novios.

    Después pusieron un programa deportivo, pero no de los que suelen echar los sábados por la tarde, en los que aparecen unos tipos muy viejos con cara de listos que te ponen constantemente al día desde sus mesas de despacho, sino un documental enlatado sobre un campeonato de tenis que se estaba disputando en algún lugar del hemisferio sur. Estaba a punto de cerrar la tele cuando un norteamericano de cabeza de guisante anunció con grave acento que a continuación podríamos ver la semifinal femenina.

    Debo señalar que siento una gran reverencia por las tenistas. Cuando salieron a la pista, tan sonrientes en sus uniformes atildadísimos, parecían personas vulgares, remotas: sin embargo, después de una hora de sudor y malicia... Dos años atrás pude ver a una tía de aspecto particularmente simiesco: corta de torso, con unos brazos que parecían piernas, y la cara más contorsionada y malévola que se pueda imaginar. Durante la quincena del torneo de Wimbledon me había tenido obsesionado. No pasó una sola tarde sin que acariciara la idea de arrinconarla después de una final de ochenta juegos y cuatro horas de duración (y en la que ella había salido derrotada), para arrancarle las bragas, aproximarme majestuosamente a ella en el humeante vestuario o, mejor incluso, en un charco cubierto por un manto de nicotina, y cascármela encima de ella hasta quedar completamente seco, sin hacer caso de sus gritos.

    Ninguna de las deportistas que salían ahora alcanzaba ese nivel. Por culpa de mi excitación me perdí la parte inicial, ésa en la que dicen los nombres de las jugadoras y ellas dan un pasito al frente, y tuve que soportar veinte minutos de elegantes variaciones —«la australiana de veintiocho años», «la joven ama de casa de Wiltshire»— antes de averiguar los nombres de las dos contendientes, debido a que los melosos comentaristas estaban empeñados en ocultar que no tenían nada que decir. Sin embargo, de las dos, mi favorita era con mucho la enorme australiana. La jugadora británica cometió el error de esforzarse por dar una apariencia reconociblemente femenina, a fin de demostrarle a la otra que no hace falta tener aspecto de orangután para jugar bien a tenis. La esposa del dentista inglés corría a saltitos hacia la red y hacía toda clase de piruetas después de sacar. Pero la profesora de gimnasia, originaria de Darwin, con sus músculos tensándose y destensándose bajo el brillante sudor que provocaban los cerca de cuarenta grados de temperatura, corría con todo su peso de una esquina a otra de su cancha con la más franca virilidad, lanzando passing-shots que salían disparados como balas, o saltando un metro de altura para responder de forma aplastante a las esmirriadas voleas de su rival, cuartofinalista del torneo del año anterior. Aquella madre de dos hijos gemía como una heroína trágica cada vez que perdía un punto; la ex campeona juvenil, en cambio, sólo demostraba sentir alguna emoción (con estridentes bramidos que provocaban nerviosos silencios de diez segundos entre los comentaristas) cuando cometía alguna doble falta en el saque, para inmediatamente concentrarse otra vez en el juego. Por fin conseguí enterarme de sus nombres: Mrs. Joyce Parky y Miss Lurleen Bone. Miss Bone destrozó a Joyce en el segundo set. Temblando junto a la red mientras se jugaba el match-point, Joyce recibo un pelotazo en plena cara cuando Miss Bone le lanzó su potente drive, y se fue de la pista hecha un mar de lágrimas sin esperar a darle la mano a su vencedora.

    —¡A tu salud, Lurl! —dije, alzando mi copa.

    Después emitieron veinte minutos de un partido de cricket disputado entre un improvisado once de alcoholizadas viejas glorias y una pandilla de negros itinerantes. Al final todavía seguía yo sin comprender por qué razón, según los comentaristas, Malcolm Sprockington, o como se llamara, conseguía siempre «colocar» o «introducir» la pelota en el lugar adecuado, mientras que cuando se trataba de Cyprian Uwanki, o como se llamara el africano, apenas si la «colaba» por casualidad. Pero después del anterior combate entre la inocencia y la experiencia, me pareció un espectáculo muy pobre.

    Recogí mis notas, tomé un poquito más de oporto, y bajé al dormitorio de mis padres.

    Contestó la madre de Rachel. Quería saber quién llamaba, pero no contestó cuando, con ebria melifluidad, le di mi nombre. Ahora, durante esos quince segundos de silencio, me invadió por fin el miedo del que me había estado escabullendo todo el día.

    Contemplé el subnormal rostro en el espejo. Oí llorar a unos niños a través de la ventana. Bajé la vista a la carpeta que tenía abierta sobre las piernas, y contemplé mi diminuta e inmaculada caligrafía.

    Rachel dijo hola y empezó a contarme lo del accidente que ella y DeForest habían estado a punto de tener cuando regresaban a Londres. Me pregunté qué coño pasaba, traté de interrumpirla, pero me había quedado sin voz. Ya basta de esto. Rachel se calló. Pero no me oía. Me pidió que hablara en voz más alta. Inhalé y exhalé. Rachel me preguntó si todavía estaba al aparato.

    —Ya basta de todo esto. ¿De qué estás hablando? Dime...
    —No te oigo.
    —Espera.

    Dejé el teléfono encima de la cama y saqué irreflexivamente del bolsillo un pedazo de papel. Decía: «Ya sé que tenías que irte. Pero no te preocupes por mí. Sólo lo siento por DeForest. ¿Qué tal está?» Inspiré lo suficiente como para pronunciar veinte palabras, y volví a coger el teléfono.

    —Oye. Dime, por favor, qué piensas hacer. No me cuentes nada de ningún jodido accidente de coche. Dime...

    Me dio el tiempo justo para tapar el micro de un manotazo y evitar así que me oyera llorar. Cuando volví a escuchar, Rachel estaba diciendo:

    —Lo siento, Charles. Lo siento, lo siento.


    Once menos veinticinco: horas bajas


    Sopeso en mi mano el Blake de la Longman. Veo que en la cara interior de la tapa, Rachel ha escrito a lápiz: «Para Charles, amorosamente. Rachel. » Sostengo entre el pulgar y el índice una goma elástica, y dejo que el grueso volumen suba y baje sobre la mesa. Elaine, la amiguita de mi hermano mayor, estaba sentada en el sofá con un vaso de whisky con hielo en la mano.

    —Pues ese Gerry, el tío con el que salía antes de Mark, sabes, era una especie de poeta, conferenciante por libre, vanguardista, esa clase de rollo, y andaba metido en el trip Selby-Miller-Purdy, como todos nosotros, que a veces somos tiernos y otras bellos, pero siempre, ya entiendes, estamos matándonos y jodiéndonos mutuamente. Y entonces a Gerry se le mete en el coco lo de esas malditas contradicciones, Dios y Satanás, creatividad y napalm, amor y talidomida, jodienda y crueldad, nacimiento y muerte, juventud y mierda.
    —Ya lo calo —dije, echándome un pegote.
    —Y sus poemas eran cada vez más tenebrosos, y sus experiencias con ácidos cada vez más negativas, tío, y ya no quería dar conferencias, y ya no podía dormir, y no quería entrar solo en el baño, cada vez estaba más Hipado y menos orgánico, no quería comer. No sé, tío, ya veo por dónde va su cabeza, pero...
    —Sí, el típico viaje a ninguna parte. Un cuelgue...
    —Exacto. Y también le gustaba bastante vestirse en plan travestí —rió—. A veces yo le gustaba mucho y le ponía caliente y me decía que yo era guapa —(cosa que era cierta)— y otras veces me daba la sensación de que más bien le enfriaba. Le daban los temblores en cuanto la metía en el saco —volvió a reír—. Nos acostábamos sólo una vez a la semana, ¿captas? Primero estaba muy animado, pero luego no se le ponía en marcha.
    —Sé exactamente a qué te refieres.

    Media hora antes, por la ventana del baño, vi a mi padre despidiendo a Sir Herbert, Willie French y las señoras (a todos los cuales besó por igual). Cuando su coche ya se alejaba, mi madre, que llevaba un conjunto de americana y pantalones color cereza, se puso a su lado. Mi padre le pasó un brazo por los hombros, y ella respondió apresuradamente enlazándole por la cintura. Dijeron cosas que no pude oír. Pero por la inclinación de la cabeza de mi padre supe que estaba mostrándose amable.

    Aún se encontraban al pie del porche de la entrada cuando dos coches aparecieron en la curva del paseo que daba acceso a la casa. Del primero, el MG de Mark, se apearon Mark, todo culo y sonrisas, y Elaine. Del segundo, un Jaguar como el de DeForest, tres guapos gángsters y una segunda chica, más alta que Elaine; en el extremo superior de sus piernas, apenas cubiertas por una falda del tamaño de un cinturón, entreví el rojo escarlata de sus bragas. Gracias a ello experimenté una erección desanimada y desprovista de placer. Después bajé a reunirme con ellos, con la cara todavía sonrojada, pero no tan ambiguamente. Escupí bastante, porque cuando se llora abundantemente también se escupe más.

    Mi padre y mi hermano y los demás entraron en la sala por las puertas del jardín. Estuvieron hablando de las mejoras que había que hacer en la casa. Mark esbozó sus planes para ajardinar los terrenos de la parte de atrás. Luego acompañó a sus amigos al mueble bar y les sirvió más ginebra. Todos rieron e hicieron bromas y parecieron gustar realmente de su mutua compañía, como suelen hacer las personas altas y saludables cuando todo les va bien. Elaine subrayó la distancia que mediaba entre ella y los demás continuando su monólogo narrativo.

    —¡Hola, gente! —saludó mi hermano, sentándose a la mesa baja que estaba delante de nosotros—. ¿Qué te pasa, Charlie? Tienes un aspecto espantoso. En serio.
    —Me siento espantoso —dije.

    Elaine chupaba un cubito de hielo, de modo que Mark le cogió el vaso y volvió a llenárselo.

    —Elaine, tengo que hablar-de-grandes-negocios con Papá. Así que Tracy y todos los demás podríais quedaros a cenar, ¿de acuerdo ? Regresaremos...
    —Mira, ya te he dicho que tengo que...
    —Sí, ya me lo has dicho. —Le echó unas llaves al regazo. Al retirar la mano, jugó un instante con mi cabello, enredándomelo—. Seguid con vuestra conversación, pareja de pedantes.

    Y fue a reunirse con los otros junto a la puerta.

    —¿Se puede saber por qué sales con ese cagarro obeso? —me pregunté en voz alta.
    —Me has cazado —dijo Elaine.

    Le pregunté si podía llevarme de regreso a Londres, y me contestó que sí.

    Elaine mantenía la mirada fija en Mark que, apoyado en una pierna y agitando la otra, intercambiaba con su Papá jactanciosas historias sobre lo rápidamente que iban y venían de casa a Londres.

    —El muy hijo de puta... —Elaine vaciló—. Vaya. Lo siento.
    —Nada, nada. No te preocupes.

    Y así empieza una fase de mi descenso a la edad madura que —contemplado retrospectivamente— parece evitable, carente de significado, de segunda, inútil. Las siguientes tres semanas son lo que podríamos llamar mis Horas Bajas, o el nadir de mi evolución. En lo único que fui original durante ese período fue en el hecho de que no me rezagué en mis estudios. Naturalmente, dejé de asistir a clase, pero, todos y cada uno de los días, trabajé un poco por las mañanas en Mates, y cada tarde le dediqué una hora a Virgilio. Además me esforcé concienzudamente en leer la literatura de la náusea: Sartre, Camus, Joyce. Y me paseé por las glaciales simetrías de la tragedia grecoromana en las traducciones de la Penguin. Y desplegué mis esfuerzos sobre los textos de Lear y de Timon, en lugar del previsible Hamlet. Dediqué las horas prescritas a la insípida libido de Shelley y Keats, y tomé en consideración la Voluntad Turbia de Hardy. Investigué todo lo que tenía que investigar.

    Dejando eso a un lado, procuré no lavarme, cultivé el insomnio, no usé dentífrico, me fumé veinte Capstan de los más fuertes todos los días. Jugueteé con cerillas para ensuciarme las uñas; condené a mis pies a una muerte por fermentación; alimenté una halitosis muy penetrante. Paseé poco abrigado; me pasé horas sentado en las estaciones de metro tragando hollín a conciencia, fui al cine las tardes más taciturnas, tosí abundantemente contra los cristales de los escaparates. Bebí whisky y jugué al poker con Norman la mayoría de las noches. No llamé a nadie y nadie me llamó a mí. Me acosté borracho y con la ropa puesta, y cada mañana desperté aterrado; envejecí dolorosamente.

    A fin de poder pagarle a Norman mis deudas de juego, incluso conseguí un empleo, pero no de ferroviario sino de lavaplatos de un restaurante de Shepherd's Bush; sólo una semana, por las tardes, a libra al día. El restaurante era un negocio tan escasamente ajetreado, que lo único que hacía era pasarme el rato sentado, fumando en la bien equipada cocina, escuchando las quejas de Joe, el cocinero. Joe, que era un cocinero joven y ambicioso, estaba hasta el gorro de preparar bistés y patatas fritas, y soñaba con cocinar platos exóticos en restaurantes de lujo. En consecuencia, cuando le pedían bisté y patatas fritas, y sopa, Joe escupía en ella para demostrar el desprecio que le inspiraba quien había elegido su comida con tan poca imaginación, y también porque había oído decir que los buenos cocineros escupían en la sopa siempre que disponían de alguna oportunidad.

    La última noche que trabajé allí no tuvimos más que un pedido: bisté con patatas, y sopa. Después de madurar largamente la cuestión, Joe me sugirió que también yo escupiera después de que lo hubiese hecho él. Y lo hice, con entusiasmo.

    Joe miró mi esputo, me miró a mí, y dijo:

    —No podemos servirle esto.

    La vuelta de la marea, la cognitio o anagnorisis, fue tan corriente como la fase de las Horas Bajas.

    Estaba dando una vuelta de placer en un vagón de la Circle Line, un lunes por la tarde. En High Street Kensington subió un joven pero jorobado vagabundo al que yo conocía. (Le había visto en Notting Hill Gate, tan a menudo que prácticamente nos saludábamos con la cabeza siempre que nos cruzábamos. ) Como tenía ambas piernas hechas un auténtico asco, andaba por la vida apoyándose en unas muletas de segunda mano. Este agotador ejercicio hacía que sudara y atufara notablemente; lo suficiente, al menos, para haberse merecido el mote de El Sobaco Portátil.

    Sobaco avanzó trabajosamente por el vagón y zambulló el hocico en un grasiento envoltorio vacío de caramelo. Le ayudé a sentarse delante de mí. Parecía experimentar ciertas dificultades: olisqueaba, roncaba, rebuscaba sus húmedos bolsillos. Luego recogió un periódico del suelo, y estaba a punto de ofrecer su nariz a las páginas de pasatiempos, cuando comprendí que, como yo siempre iba bien provisto de pañuelos, lo menos que podía hacer era ofrecerle uno, y así lo hice.

    Mi reacción después de ese incidente hubiera sido, normalmente, un avergonzado análisis crítico de mi comportamiento; sí, estaba muy bien que le hubiese ofrecido..., etc. Pero lo que esa vez me molestó de mi trillado y horrorizado ademán de caridad fue la actitud más trillada y horrorizada, incluso de compañerismo, con que lo llevé a cabo. Pronto estaremos los dos debajo del puente, me pareció haberle insinuado a Sobaco Portátil.

    Me apeé en la siguiente parada, Notting Hill; me fui a casa, me bañé, hice gárgaras con masaje, me cambié de ropa, aireé mi habitación, y telefoneé a mi médico y mi dentista para pedirles visita para dos días después. Aquella noche, Norman se quedó solo sentado a la mesa de la cocina, barajando los naipes y mirándome con expresión de incertidumbre. Pero yo reuní el valor suficiente como para decirle que estaba demasiado cansado, de modo que en lugar de la partidita se fue a su habitación y tuvo una pelea con Jenny.

    El martes me presenté en la academia. Todos se comportaron como si no hubiese faltado ni un solo día, o como si jamás hubiese estado matriculado allí. Pies Muertos se hizo la picha un lío tratando de demostrar por qué x elevado a cero es siempre igual a uno. Mrs. Tregear, la de los muslos calizos, me explicó por qué motivo, en su opinión, era culpa de Dido que Eneas no le gustara. Firmé unos impresos que me autorizaban a presentarme al examen de ingreso en Oxford los días veintiuno y veintidós de noviembre. Faltaban unas cuatro semanas.

    Más tarde, me senté a mi escritorio con una taza de té. El sol llegaba a penetrar directamente en la habitación a esa hora, y drogado por su calor, me quedé mirando mucho rato la pared de la carbonera y la verja de arriba. De vez en cuando se me quedaba la mente en blanco durante unos noventa segundos o hasta dos minutos, y cerraba los ojos y soltaba suspiros de gratitud.

    Me pregunté por qué era a media tarde cuando me sentía especialmente entristecido por lo de Rachel. Apenas si conseguía sentirme celoso de DeForest, y no estaba convencido de que Rachel se hubiese comportado cruelmente. Si lo hubiera hecho, y si DeForest hubiese sido un gallo peleón, no habría dudado respecto a cuál debía ser mi actitud: me hubiera quedado como mínimo el recurso de escapar por un camino bien trazado. Consideré, imparcial, astutamente, la posibilidad del suicidio, aunque no en los peores momentos. El frasco de pastillas. La nota: «No le guardo resentimiento a nadie, pero me lo he pensado bien y la cosa no funciona, ¿no os parece? Casi funciona, pero no del todo. ¿No? Sea como fuere, os deseo mucha suerte. Charles. » Pero eso hubiera sido un fastidio para Jenny y Norman. Y, además, ¿de dónde podía yo sacar un buen albacea literario a quien confiarle mis Cuadernos?

    Intenté escribirle una carta a Rachel, pero aunque todas me salían muy elegantes y esmeradas, no me decían nada, de modo que me limité a archivarlas. Era como si fuese incapaz de utilizar palabras sin convertir los sentimientos en estilo. Y el teléfono estaba descartado. Pensé en remitirle ampollas llenas de las lágrimas que solía derramar en el ocaso, junto con el Romeo y Julieta de Tchaikowski, el poema «Estrella luminosa» de Keats, y una cinta de video en la que se me viera a mí metiéndome en cama y tosiendo y soportando mi soledad.

    El ayuntamiento de Kensington, el lugar donde tendría que examinarme, parecía un lugar adecuado. No me atreví a entrar, pero cuando vi que un nigeriano errabundo salía del edificio, aproximadamente a las cinco y cuarto, después de haber fracasado sin duda en un intento de superar un examen de bachillerato, me acerqué a él, adopté un acento norteamericano, y le pregunté por la disposición de las mesas, la vigilancia, etc.

    Me tomé una naranjada, con notable solemnidad, en un local cercano, y pensé en telefonear a Gloria. Durante la primera semana de mis Horas Bajas había ido a ver al médico marica, quien me había dicho que ya estaba bien y que no hacía ninguna falta que volviese a pasar por su consulta para dejármela tocar por él. (Probablemente esté adulándome a mí mismo; tenía el instrumento tan encogido de miedo que apenas si podía provocar carcajadas. ) Sí, Gloria. Todo sea por los viejos tiempos.

    La llamé, efectivamente, en cuanto regresé a casa. Tuve que limitarme a emitir un murmullo erótico, pues me llegaban voces (principalmente la de Norman) desde la cocina. Primero esperé a que el mocoso que solía contestar al teléfono de Gloria (el de unos vecinos) atravesara la calle y la llamara. Luego, cuando se puso ella, solté algunos chistes, conseguí hacerla reír, y le pregunté qué haría más tarde. Gloria pasó de la risa asfixiada a un tono más serio. Le dijo al malhablado niñato que dejara de pellizcarle el culo y se fuese a tomar viento.

    —Bien. ¿Qué me dices? —pregunté.

    En voz más baja Gloria me informó que lo sentía, pero daba la casualidad de que tenía «novio» (literal), y que era nada menos que Terry Triconomas, y que por consiguiente no sentía deseos de poner en peligro su felicidad en ese momento de su vida. Se mostró convencida de que yo sabría comprenderlo.

    Sudando de vergüenza, repté hasta la sala y me agarré a una mesa para no caer rodando.

    —Pasa, pasa —dijo Norman—. Tenemos visita.

    Asomé la cabeza por el hueco que dejaba la puerta corredera: Norman estaba en el sofá con dos chicas, un brazo sobre cada una de ellas. Las chicas eran Jenny y Rachel.

    —Joder.
    —Pasa, onanista, y siéntate a tomar el té con nosotros.
    —Aquí tienes una taza —dijo Jenny.
    —Siéntate —dijo Norman—. Me la he encontrado en la calle. He salido a por el News, y allí estaba ella. Me ha dicho que tenía que regresar a casa —dijo estrujando los hombros de Rachel—, pero la he convencido para que subiera a tomar el té aquí.

    Rachel me miró con una expresión de desamparada disculpa, igual que cuando mi padre le sugirió que fuera a pasar con nosotros el fin de semana.

    —¿Cómo es que has salido tan tarde? ¿No terminas a las cuatro? —le pregunté.
    —He tenido que quedarme para terminar un trabajo.

    Luego no era por DeForest. Me di cuenta de que estaba mirándola embobadamente encantado.

    —¿Ah sí? ¿Sobre qué?
    —Daniel Deronda. ¿Lo has leído?
    —Desde luego que no —dije, faltando a la verdad.

    Norman frunció el ceño.

    —Ah, lo vi en la BBC 2. No está mal, ¿verdad? —Miró el reloj—. Eh, dejémonos ya de té. Voy a serviros una copa.
    —¿No sería mejor que subiéramos? —preguntó Jenny en voz quejumbrosa.

    Norman rechazó la insinuación con un ademán de la mano.

    —Sólo una copa.

    Jenny recogió la bandeja del té. Rachel la ayudó. Yo me quedé mirando por la ventana. Poco después reapareció Norman con una tintineante y cargada bandeja que parecía el barrio de Manhattan en miniatura, más una botella de vino en cada bolsillo de la americana, y otra de Dubonnet que asomaba la cabeza por encima de la parte anterior de sus pantalones.

    Después tuve tiempo sobrado para correr el riesgo de dejarme embaucar por las esferas castañas, la tez dorada, ese pelo en el que podías mirarte como en un espejo, y hasta la nariz, también bastante brillante, y los labios casi de color marrón. El blusón blanco no realzaba sus pechos, pero por otro lado ondeaba airosamente sobre el extremo superior de sus delgados muslos de Bambi.


    Once y diez: El Libro de Rachel, Segundo Volumen


    Ahora vienen los fragmentos eróticos. Me está costando un trabajo endemoniado, porque tengo que saltar una y otra vez de Conquistas y técnicas. Una síntesis a El libro de Rachel, y a la inversa. ¿Un buen modo de emplear el tiempo de mi vigésimo cumpleaños? Estoy seguro de que fue Norman quien lo planeó todo. En primer lugar, nos emborrachó a todos. Le sirvió a Rachel un gin tonic, con la excusa de que las chicas nunca beben otra cosa, como sin duda debía de saber ella, le dijo; y volvía a llenarle el vaso cada vez que lo vaciaba. Después le ordenó que telefonease a su casa y dijera que se quedaba a cenar. Rachel empezó a poner pegas, hasta que Norman dijo:

    —¿Qué número es? Ya llamo yo.

    Llamó Rachel.

    Luego, al cabo de cinco minutos, dijo que se iba con Jenny a cenar por ahí, y que si queríamos había unas cuantas salchichas en la nevera. Me guiñó el ojo, y Jenny se encogió de hombros. Mientras ella y Rachel hablaban de las diversas formas de cocinar y servir salchichas, Norman señaló con su enorme pulgar una botella de vino, y sonrió impúdicamente a Rachel.

    Pero yo empezaba a sentirme ridículo. Ella no quería quedarse. Cuando estuviéramos solos, me disculparía, me ofrecería a pedir un taxi por teléfono y me excusaría por el intimidatorio comportamiento de Norman. Cuando este emprendedor sujeto se despidió, respondí con una mueca de dolor ante sus estrafalarias insinuaciones lúbricas.

    —Sé buen chico —me dijo al irse—. Y si no puedes ser buen chico, sé precavido.

    Jenny lo siguió como si la hubiese sobornado.

    —Adiós —dijo Rachel.

    Eran las siete y media aproximadamente, y la habitación se hallaba casi a oscuras. A fin de suspender ese instante, y de subrayar nuestra soledad, la luz de las farolas jugueteó con el humo del pitillo de Rachel.

    —¿Seguro que puedes quedarte?

    Ella asintió con la cabeza.

    Serví más bebidas; ginebra sola para mí. ¿Qué va a ocurrir? Estudié algunos gambitos: una pérdida de tiempo; y no porque sintiera ninguna intensidad marchosa, sino porque estaba cansado.

    —¿Cómo está DeForest?

    Ella no contestó.

    Mis lecturas de novelas escritas por mujeres me habían permitido deducir (abajo tenía un par de páginas sobre este tema) que el síndrome de la fragilidad, el del chico maleable e hipersensible, había dejado de ser considerado atractivo, y que estaba en cambio ganando terreno a marchas forzadas el síndrome del varón seguro de sí mismo y rebosante de aplomo.

    —Dime cómo está DeForest —dije.

    Siguió sin contestar. ¿Qué quería Rachel? ¿Una reacción más pura? No me quedaba otro remedio que recurrir a métodos más antiguos y de probada eficacia.

    —Hay una estrofa de Blake —empecé a decir en voz monótona—, de los Cantos de experiencia, que dice: Sólo la propia satisfacción busca el amor, Forzar al otro para propio disfrute, Gozar de la inquietud del otro, Y construir un Infierno a pesar del Paraíso. Lo lógico hubiera sido que Rachel citara la estrofa complementaria, pero probablemente no la conocía.
    —Me alegro de que estés aquí —le dije—, porque te he echado muchísimo de menos. Y aunque sé lo insatisfactorio que podría resultar, sigo deseando aproximarme a ti. —Tomé un sorbo de ginebra—. Esta es la otra estrofa: No es la propia satisfacción lo que busca el amor, Ni en absoluto se preocupa de sí, Sino que por el otro se inquieta Y construye un paraíso en la desesperación del Infierno.

    Rachel recibió esta imbécil charlatanería con un gesto de asentimiento. (Me importa un comino lo que puedan decir los demás: la poesía, si reúnes fuerzas suficientes para recitar algún fragmento, nunca falla. Es como las flores. Regálenles una rosa, díganles un verso..., y ellas estarán dispuestas a hacer lo que sea. ) Véase, a modo de ejemplo:

    —Pensaba llamarte. —¿Ah sí? Pues cuando yo te llamé, aquel domingo, tú empezaste a hablar de coches y carreteras y no sé qué otras bobadas.
    —No, pensaba llamarte ayer.

    Mi voz adquirió un perceptible enronquecimiento cuando le pregunté:

    —¿Para qué?

    No supo o no quiso contestar. De todos modos, yo sabía la respuesta. Pensé decirle, «Perdóname, pero quisiera estar solo unos momentos», pero lo que le dije fue:

    —Espera... Voy a mear y vuelvo.

    Al cabo de dos minutos ya me había perfumado los sobacos, talqueado la ingle, escupido a fondo en el váter, estirado la manta de la cama, encendido la chimenea, esparcido cubiertas de elepés y revistas izquierdosas por el suelo, arrojado por la ventana unos calzoncillos y un surtido de calcetines fétidos, corrido las cortinas, retirado El libro de Rachel de mi mesa, y subido corriendo, sin jadear más de la cuenta.

    —Vamos..., vamos un rato abajo. Rachel se puso en pie y me dirigió una mirada interrogadora. Como no tenía nada apropiado que decir, me acerqué a ella y la besé.
    —¿Es que no funcionaron las cosas con DeForest?
    —No.

    Mi mano izquierda soltó suavemente su nalga derecha y se enroscó en torno al cuello de la botella de vino.

    —Bajemos a hablar de todo eso.

    Pero nos distrajo otro beso y poco después ya estábamos en el sofá. Charlamos abrazados.

    Aproximadamente durante las semanas en las que yo vivía mis Horas Bajas, DeForest se había desmoronado. La muy despistada no le había dicho que iba a pasar el fin de semana conmigo, y él se quejó de no haber sido informado. Además, aunque DeForest no lo mencionó, Rachel imaginaba que el norteamericano estaba convencido de que yo me la había tirado el viernes. Me sentí adulado cuando Rachel me contó que, sin esperar a que él se lo pregunta, le dijo que no se me había tirado. Al parecer, él fingió creérselo, pero, al cabo de cinco minutos, rompió a llorar. Hundido. Eso ocurrió hacía diez días. ¿Y luego? Había tenido dos accidentes de coche; se pasaba el día llorando; un día entró en el aula de Rachel y la sacó de allí a rastras; el director de la academia había citado a Rachel a su despacho para conversar seriamente con ella: había habido de todo. Rachel concluyó esta relación con una coda que no dejó de afectarme: como no quería hacer desgraciadas a dos personas, intentaría, si podía, hacer feliz a una.

    —¿A mí? —pregunté, inexpresivamente.
    —Si todavía me quieres...

    Te diré...

    Por lo que se refiere a la estructura, la comedia ha progresado mucho desde los tiempos de Shakespeare, quien en sus festivos finales era capaz de emparejar a cualquier gilipollas con cualquier furcia subnormal (véase el caso de Claudio y Hero en Mucho ruido... ) sin sentir por ello el menor rubor. Pero el beso final ya no simboliza nada y el gran festejo nupcial ha dejado de ser una imagen plausible del deseo. En lugar de ser el final que promete otro comienzo, del cual el público está dispuesto a ser excluido, ese beso es ahora el comienzo de la acción cómica. ¿De acuerdo? Nos hemos acostumbrado a penetrar cada vez más profundamente en lo que ocurre después de la promesa del «y fueron felices»: nos interesan los matrimonios y parejas cuya relación empieza a decaer, las cosas que ocurren después, esos momentos en los que cada miembro de la pareja le dice al otro lo que piensa de él, esas fases en las que los dos se esfuerzan por aprender de sus errores pasados.

    De modo que, en la siguiente fase, una vez apartados los elementos obstaculizadores (DeForest, Gloria) y con la consumación al alcance de la vista, lo lógico hubiera sido que, felizmente, terminase ya la comedia. Pero, ¿acaso queda alguien que hoy en día esté dispuesto a creerse ese cuento?

    ¿Listos?

    En ese momento, a modo de aperitivo, decidí probar un plan bastante ambicioso. Me levanté, serví unas copas, la miré a los ojos mientras tomábamos otro trago, le quité el vaso. En realidad, para esa clase de acciones hay que medir metro ochenta, pero, de todos modos, quise intentarlo: me arrodillé en el suelo delante de ella, tomé suavemente sus mejillas entre mis manos, acerqué su rostro al mío... Un fracaso. No era lo bastante alto. Rachel tiene que doblarse incómodamente, aplastarse los pechos contra las rodillas. Me enderezo un poco hasta ponerme de cuclillas, empiezo a trabajarle las orejas, el cuello, rozándola con los labios de vez en cuando. Luego, cuando la pierna empieza a apartarse para dejarme paso, no la tumbo precipitadamente en el sofá ni me la llevo corriendo a mi habitación: tiro de ella hacia el suelo, hasta medio montármela encima. (El piso era de tablas desnudas, de modo que ella debió de pensar que todo aquello era espontáneo. ) Cuando mi mano trata de estabilizarla, se ha encontrado con su cadera; como no estoy lo bastante sobrio para utilizar tácticas muy refinadas, la dejo ahí.

    No parecía que valiese la pena entretenerse en sus pechos. Un solo movimiento basta para subirle la falda por encima de la cintura, colocar mi pierna derecha entre sus muslos, y dejar que mi mano flote sobre la piel de melocotón de su estómago. Le «trabajo» una oreja con la mirada fija en el suelo. Segunda fase.

    Deslizo mi mano por sus muslos broncíneos, sigo el perfil de su coxal, describo la circunferencia de su nalga, me zambullo por sus piernas con ambas palmas abiertas, acaricio sus rodillas, trazo meandros sobre sus muslos, hundo entre ellos mis dedos pero sólo durante un estremecido segundo, para después salir a pasear por las dos caras exteriores. Una mano planea durante todo un cuarto de minuto, para después aterrizar, con suavidad pero firmeza, en su coño.

    Rachel boqueó, tal como era su deber..., pero la mano del amo ya se había ido de allí sin esperar respuesta, para explorar los perfiles de los muslos. Y tenía el estómago tan plano y las caderas tan pronunciadas que no experimenté dificultades a la hora de meter la mano por debajo del elástico de la braga. A modo de maniobra de diversión (como si de esa manera fuese posible que ella no se enterase de lo que ocurría allá abajo) aceleré el ritmo de mis besos, acosando las comisuras de sus labios con mi serpentina lengua. Seguro que esto la pone a cien. ¿Cómo es capaz de soportarlo?

    Entretanto, la mano avanza a gatas. Descansa un momento junto al borde de las bragas, se lo piensa, y finalmente decide tomar por el camino más recto. Todo mi ser avanza con esos dedos, con esa mano completamente abierta para saludar cada poro y para abarcar todo su vientre. La boca sigue trabajando distraídamente, con el piloto automático. Empujo un poquito con la rodilla derecha y suelto un asombrado suspiro cuando sus piernas se abren de par en par. Mi mano, mientras, sigue su descenso milímetro a milímetro.

    Al llegar a su destino, la mano hizo una pausa a fin de reflexionar sobre la política coyuntural a seguir. ¿Había llegado la hora de la amenaza? ¿Era el momento adecuado para orquestar las maniobras lawrentianas? Lo que más deseaba en aquel momento, sí, lo que deseaba por encima de todo era un té calentito y un rato de meditación. Miré encubiertamente el rostro de Rachel: entre otras características, destacaban los párpados firmemente cerrados, los labios separados, el gesto intenso de la pequeña frente; pero no se podía leer allí abandono de ninguna clase.

    Ni tampoco se podrá leer aquí. Todo esto empieza a parecerme bastante alarmante. Hace que me sienta confuso, asustado, triste. Porque tenemos que llegar al cogollo del asunto, ¿no es así? Esto es el exterior asomándose al interior, la mente alejándose del cuerpo, el miedo a la locura, la jaula de la ardilla. Estaría muy bien poder decir: «Hicimos el amor, y nos dormimos. » Pero no fue así; no ocurrió de ese modo. Tengo las pruebas delante de mí. (Si algún médico respetable consiguiese apropiarse de este Libro, no tendría más remedio que cortarme la cabeza y mandarla a un laboratorio forense; y yo no se lo echaría en cara. ) Ya sé cómo se supone que tienen que ser estas cosas. Me conozco a Lawrence de memoria. También sé lo que sentí y pensé; sé lo que fue aquella velada: una suma de detalles sin placer, y nada más; una demente, reñida y penosa carrera de obstáculos. Y sin embargo, para eso estoy aquí esta noche. Debo ser sincero conmigo mismo. Dios mío, y yo que creía que esto sería divertido. No lo es. Sudo a mares. Tengo miedo.

    Volviendo al suelo, donde nos habíamos quedado, mis dedos esperaban instrucciones. Me hicieron saber que no tenía que vérmelas con una de esas matas ralas, el clásico puñadito de pelos subdesarrollados, el matojito incipiente de rizos, sino con un espécimen auténtico de la variedad triángulo equilátero, la mejor. De modo que, impulsado —quién sabe— por una punzada de verdadera curiosidad, y convertida ahora en una mera presencia, la mano se encaramó por encima del montículo, avanzó a pesar de la resistencia de los muslos y las bragas, y, en cuanto alcanzó la posición adecuada, inició su lento descenso.

    Eso fue lo que pensé. Desde los Trópicos de Miller, naturalmente, hablar sensatamente de conos ha acabado siendo una tarea imposible. (Una analogía: los poetas jóvenes como yo sentimos siempre la tentación de escribir sobre temas acerca de los cuales ya no se puede decir nada en esta época tan irónica: atardeceres, belleza, rocío, todo aquello que tenga alguna relación, por mínima que sea, con el amor, la diferencia entre la realidad cósmica y lo que sentimos a veces en el momento de despertar. ) Recuerdo que una vez, en un bar de Oxford, oí que un universitario —alemán, me parece— le decía a otro universitario que las suecas estaban bien, pero que, en su opinión, tenían «el coño demasiado grande». En el mismo sitio, pero en otra ocasión, hablé un día de estas cosas con un chico de Tyneside que decía que las tías de Oxford no se podían comparar con las de Tyneside, porque tenían el coño demasiado pequeño. Paparruchas narcisísticas. El tamaño no importa..., a no ser que se trate de personas que padecen problemas que este autor desconoce.

    Lo cual no quiere decir que todos los conos sean homogéneos. Pues bien, el de Rachel era el más agradable con el que me había encontrado. En su caso no se trataba del estropajo húmedo, ni de la bolsa de papel llena hasta el borde de un desagradable revoltillo, ni del grasiento bolsillo del chaleco, ni del estómago rajado de campañol, ni del clásico amasijo de venas, glándulas y tubos. No. Estaba infinitamente húmedo sin llegar a ser un charco, tenía una forma exquisita sin perder su calidad de amorfo, era todo él tinta negra y terciopelo junto a un pelo pubiano que se parecía al mío propio tanto como una alfombra persa pueda parecerse a un felpudo vulgar. Y estaba más caliente que yo; de hecho, ardía.

    Mientras mis dedos chapoteaban por allí, cerrándolo con la palma de mi mano, alguno de ellos, o dos o tres a la vez, se introducían uno, dos, tres centímetros en su interior y estimulaban el clítoris. Rachel se deshacía en trinos y graznidos. Y, no obstante, pareció estar completamente en otra historia cuando, al apretar mis labios contra su oreja y mi fuerte erección contra su muslo, le dije, con un emotivo quiebro en mi voz:

    —¿Por dónde se quita este vestido?

    Dejó de moverse inmediatamente. Abrió los ojos, y dijo:

    —No tomo la píldora.
    —¿En serio? —pregunté.

    Pero a continuación hicimos la bufonada lírica a la que tan proclives son los menores de veinte años. A sugerencia de Rachel, y después de que yo rezongara confusamente un ratito con acompañamiento de jadeos, decidimos que podíamos perfectamente ponernos en pie —al carajo con todo el mundo— y comprar preservativos en la farmacia de guardia de Marble Arch. Aunque al principio me había quedado perplejo, pronto estuve con humor correspondiente a la nueva situación. Tomamos un poco de vino, nos pusimos el abrigo, y salimos de casa.

    Incluso haciendo un tierno fondo común, no nos llegaba para un taxi —Rachel tenía que guardarse el dinero necesario para regresar a su casa— y además me pareció que era más adecuado tomar el autobús. El verano no estaba todavía demasiado lejos, y no era completamente de noche, y, por otro lado, cuando vas con una chica no suelen darte palizas por las esquinas.

    Ahora parece improbable, pero de camino estuvimos hablando de las infrecuentes y blandas actuaciones de DeForest en la cama. (Y nos reímos mucho, aunque sin malicia: un ejemplo del buen humor juvenil que a partir de esta noche me estará vedado. ) El principal, pero no único, problema de DeForest era que acostumbraba a correrse antes de que él o Rachel pudieran decir Jesús. Se enfundaba el preservativo aprisa y corriendo, y se la metía con una expresión como la de quien acaba de recordar que tiene que estar haciendo una cosa importantísima en otro lugar, algo así como ir al funeral de su madre. (Me limito a anotar la imitación que hizo Rachel. ) Luego arrugaba su pecosa cara y se dejaba caer con todo su peso encima de ella, y su polla salía tan rápido como había entrado, para no volver a levantar cabeza hasta después de transcurridas dos semanas enteras de disculpas, explicaciones y justificaciones. Contuve en la medida de lo posible mis risas mientras ella iba contándome todo eso, en parte debido a que sentía auténtica admiración por la tolerancia y ausencia de recato que demostraba Rachel. Pero casi me partí de risa cuando me contó uno de los trucos que usaba DeForest para prolongar el disfrute. Se llevaba consigo a la cama un texto de historia, con la idea de ponerse a estudiarlo mientras Rachel se agitaba debajo de él; se suponía que una vez estuviera ella en condiciones, llamaría la atención de su amante y entonces DeForest arrojaría a un lado La Inglaterra de los Tudor y experimentaría sus cuatro o cinco segundos de impetuoso transporte antes de derretirse sobre ella. No hace falta añadir que el truco no funcionaba, aunque hubo una vez que DeForest aguantó un minuto entero de reloj.

    Tanto si me lo contaba con esa intención como si no, lo cierto es que todas esas anécdotas me pusieron muy caliente. Yo también me había corrido un par de veces al primer contacto, pero sólo cuando no me importaba que me ocurriese. En caso contrario hubiera tenido que modificar inmediatamente mi lista de los principales motivos de ansiedad; pero lo mío no tenía nada que ver con el mal funcionamiento de DeForest.

    —¿Has tenido un orgasmo alguna vez? —le pregunté cuando nos apeamos del autobús.
    —Nunca.
    —Espera y verás.

    Pero, poco después me di cuenta de una cosa. Claro, yo no había usado nunca condón. Con las chicas que no tomaban la píldora había practicado el coitus interruptus, descargando encima de su estómago, o entre la sábana y su culo, según el local o si me gustaban o no. (En ese terreno no había una regla fija, pero el instinto siempre me indicaba la opción que debía tomar. ) Estaba, por supuesto, enterado de todo lo que se decía sobre los Durex, y de jovencito meé y escupí muchas veces dentro de condones, y una vez fui con Geoffrey a comprar una caja. Es más, conocía al detalle la literatura profiláctica. Lo más importante era apretarlo por la punta para que no quedase aire y evitar así que reventara, y no ponérselo del revés porque entonces se te salía como impulsado por una catapulta y te exponías a la ridícula escena de andar buscándolo a oscuras por toda la cama

    La farmacia parecía un pedazo de Norteamérica: un laberinto de neón y plástico, con pulcros estantes y pirámides de botes con cosas para disimular los olores corporales, suavizar el pelo, secar los granos, limpiarte las orejas. Nos quedamos en la entrada, como la tímida pareja que ha llegado tarde a la fiesta de etiqueta. Aquella actividad y aquel esplendor me hicieron sentirme ebrio y vacío de estómago. Por los pasillos avanzaban en todas direcciones detectives de la tienda, amas de casa y algunos despistados e imbéciles. Al fondo, un cuarteto de yonquis esperaba tener éxito con sus recetas falsificadas.

    —¿Dónde deben de estar? —dije entre dientes. Rachel se metió las manos en los bolsillos, enlazándome el brazo. Avanzamos. Daba la sensación de que sólo vendieran acetona para limpiar el esmalte de uñas y raquetas de badminton. Al notar que nuestros ánimos decaían, señalé un mostrador de aspecto no del todo desagradable. Un hombre de mediana edad estaba al mando de la zona. ¿Qué debía de vender? Untos para la sarna. Polvos de talco para bebés. Cremas garantizadoras de la erección. Consoladores.
    —¿Quieres acompañarme o prefieres esperar?
    —Te acompaño —dijo Rachel.

    Me pareció que lo mejor sería adoptar una sonrisa de chiflado.

    Como si lo tuviera por costumbre, el tipo del mostrador decidió darnos la espalda en cuanto nos acercamos a él, para ser substituido por una mujer con el pelo teñido de color plata y vestida con un uniforme glacial. Venga, venga, sentí deseos de decir, seguro que ya sabe que esto se parece demasiado a las novelas baratas norteamericanas.

    —¿Desea usted alguna cosa, joven? —dijo, para luego esbozar una sonrisa que reveló una dentadura opresivamente postiza, de un blanco deslucido, como el papel del periódico de hace tres días.
    —Sí. ¿Me da una caja de preservativos, por favor?

    La mujer echó una ojeada a Rachel.

    —Desde luego, señor. ¿Lura, o Penex?
    —Prefiero Penex, si tiene.
    —¿De veinticinco o de treinta peniques?
    —Pues, la de treinta, si no le importa.

    Cuando la mujer se volvió, noté que la mano de Rachel se metía por debajo de mi abrigo. La uña de un dedo pinchó una de mis vértebras, y me provocó una sacudida. Rachel contuvo una carcajada. La dependienta alzó la vista hacia nosotros. Cuando hablé, mi voz adquirió una peculiar ronquera:

    —Póngame dos cajas, señora.
    —¿Decía usted?
    —Lo siento. Decía que si puede ponerme dos cajas, por favor..
    —Naturalmente, señor.

    Cuando regresábamos entretuve a Rachel y mantuve el tono de nuestra relación contándole la historia de mi propia vida sexual. Bien, yo me había acostado con diez chicas. Consideré la posibilidad de multiplicar por dos, y hasta por cuatro, esa cifra. Terminé reduciéndola a la mitad. Subrayé que las cinco habían sido relaciones importantes y serias. Le dije que lo sentía, pero que no podía perder el tiempo con relaciones de otro tipo. Que me disculpara, pero que no me interesaban los encuentros exclusivamente sexuales, gracias, aunque era cierto —y detestaba tener que decirlo— que a la mayoría de los chicos que yo conocía no les interesaba prácticamente nada más; aunque no, quizás estuviese siendo injusto con ellos. Sí, también yo lo había probado, más por curiosidad que por otra cosa, suponía. Era raro, pero —no sé— me daba siempre la sensación de que el cuerpo de la chica estaba vacío..., a no ser que su poseedora te gustara. Naturalmente, las chicas increíblemente guapas con las que había tenido esa clase de relaciones experimentales se habían enfadado bastante, porque ellas sí que se habían puesto cachondas. Era comprensible. (Un par de ellas, no me importó contarle a Rachel, habían llegado incluso a ponerse algo violentas, horribles, ante mi rechazo. ) Pero siempre traté de explicar la situación en la medida de lo posible, con el mayor tacto. De eso nada, chica, guárdate tu dinero; los chicos no podemos fingir.

    ¿Qué es un buen polvo? Bueno, un buen polvo no tiene nada que ver con la experiencia, la habilidad, la cantidad de trucos franceses que uno pudiera conocer (la capacidad de retorcerse y hacer extraños ejercicios gimnásticos, etc. ). No, bastaba con que hubiera cariño y entusiasmo.

    Con el corazón latiéndome como un redoble de tambor, conduje a Rachel escaleras abajo, primero hasta el rellano del baño, y luego hasta el dormitorio.

    A mí me olía a cada uno de los calcetines que me había sacado allí, a toda la cera de oreja que había dejado enganchada en sus muebles, a todos los fantasmas que había visto correr entre sus paredes, y a todos los ramilletes de talco barato que había esparcido con intención de disimular los anteriores tufos. Quizá un resto de mis Horas Bajas. O la misma tensión de mis sentidos.

    Rachel se quitó generosamente el abrigo mientras yo reducía la intensidad de la luz colocando un pañuelo de algodón sobre la lámpara de mi escritorio. Nos sentamos en el suelo, junto al fuego, y tomamos unos tragos del vino que había bajado. El rosado fulgor nos aduló. Hizo que Rachel pareciese más oriental incluso, suavizando sus rasgos, planchando su nariz, dando a su mirada una luminosidad lejana, casi un destello. En marcado contraste, mi cara adquirió formas más angulosas y sombrías, más huecas y..., siniestras, mi mandíbula inferior pareció aún más hechizadora y mis labios más sensuales. Vamos al asunto, pensé.

    —Charles —dijo Rachel—, eso que te contaba de DeForest en el autobús... Espero que no te haya parecido que soy una chica cruel. En realidad le tengo mucho aprecio. Sólo quería bromear. Sólo...
    —No existe más exorcista que el ridículo —dije con voz hipnótica—. Ni hay liberación que no sea la de la risa. No caigas en la trampa que te tiende la culpa. Desnudémonos.

    Una mamonada capaz de herir cualquier sensibilidad, y muy mala táctica, de acuerdo. Uno de los problemas que tenemos las personas que nos expresamos demasiado bien, que tenemos un vocabulario más refinado que nuestras emociones, es que cada giro de la conversación, cada modificación de la actitud, abre para nosotros numerosas avenidas verbales con miríadas de callejas laterales y cul-de-sacs..., y no disponemos de más indicadores del camino que los de nuestra propia sinceridad y buen gusto, y yo no me he distinguido nunca por disponer grandes dosis de ninguna de las dos cosas. Lo único que sé es que puedo descender por cualquiera de esas avenidas, para ser siempre recibido como el amo que regresa a casa.

    Aquí me había decidido a hacer el papel del franchute experimentado, del maravilloso artiste de la chambre; de modo que el «desnudémonos» pareció obvio y, en cualquier caso, evitable. Me había forzado a mí mismo a la pura y simple desnudez. En momentos como ésos es cierto aquello de que la gente debería tener más solidaridad.

    Manteniendo mi cuerpo en la sombra, observé a Rachel mientras ella iba revelando metódicamente el suyo. Se sacó por la cabeza el blusón, se bajó las medias con eléctrica crepitación, se dobló y volvió para desabrocharse el sujetador. Yo seguía oculto detrás de una silla cuando Rachel se inclinó sobre la cama y se deslizó entre las sábanas. Déjate las bragas puestas, por lo que más quieras; necesitaba todos los estimulantes vulgares que estuvieran a mi alcance. Porque mi manubrio no le hubiera llegado ni a la altura de la rodilla a un saltamontes, lo tenía del tamaño de un mondadientes, de modo que corrí hacia la cama y me quedé encogido en un extremo.

    Sólo su cabecita castaña era visible. La besé un rato, pues sabía, gracias a diversas fuentes, que esto puede ser más eficaz que mil caricias ocultas. El resultado fue satisfactorio. Mis manos, sin embargo, todavía se comportaban como unas manos prototípicas, y las mantuve al margen en espera de subsanar ciertas desventajas. De modo que cuando introduje una de ellas debajo de las sábanas, le di tiempo para que se calentase y tranquilizase antes de enviarla hacia el estómago de Rachel. ¿Bragas? Bragas. Mi cabeza era un torbellino de notas, instrucciones, sugerencias, subrayados, frases marcadas.

    Para el precalentamiento utilicé la manipulación de la oreja, los piropos bronquíticos, la digitación axilar (de resultados asombrosamente eficaces), y una jocosa combinación de ataques a la nalga y el muslo. El gran momento llegó para Rachel cuando Charles, el robot desbocado, se sentó, se inclinó hacia delante, y le bajó las bragas. En cuanto ella empezó a dar muestras de vulnerable timidez (manifestada como de costumbre mediante la elevación de la rodilla derecha), desvié consideradamente mi mirada hacia su cara y deslicé la mano hacia la cinta de nylon en que se habían convertido las bragas, para ir enrollándolas hacia abajo. Cuando quedaron a la altura de las rodillas, mi brazo estaba estirado al máximo. Entonces me volví, tomé un tobillo y tiré de él hacia mí, doblándole las piernas. Bastó un movimiento para que las bragas quedaran colgadas de los dedos de los pies. Lancé la prenda al centro de la habitación.

    —¿No sería mejor que ya me lo pusiera? —dije.

    Los Penex Ultraligeros se expenden en cajitas rosa de tres unidades. Tendido en la cama de espaldas a Rachel, que, para entretenerse, me acariciaba la columna vertebral, rompí el envoltorio y estudié su contenido: un anillo de goma, del tamaño de un florín, con una obscena burbuja en el centro. Con dedos nerviosos, estiré la goma.

    —Un segundo.

    Pero daba la sensación de que hacían falta tres manos para ponérselo: dos para mantenerlo abierto y otra para entablillarte el manubrio. Al cabo de treinta segundos mi polla parecía el meñique de un bebé, y tuve que empezar a esforzarme por llenar otra vez de pasta el tubo de dentífrico.

    —¿Cómo cojones hay que hacer para ponerse esto? —pregunté, alzando acusadoramente el condón—. Me gustaría saberlo.

    Rachel echó una ojeada.

    —Oh, Charles, no tenías que haberlo desenrollado —dijo.

    De modo que no hubo más remedio que volver al magreo durante un ratito.

    La segunda vez, con la ayuda de Rachel, me cogí mojigatamente la punta entre el índice y el pulgar, y, con la otra mano, tiré de la engrasada funda hacia abajo.

    —Ah, ya entiendo —dije.

    Después de tantos sudores e imbecilidades, ¿tenía acaso sentido que me pusiera a buscar el agostado resto de pasión, el susurro de auténtico deseo sumergido en aquella tina de coagulado fluido vaginal?

    Sosteniéndome sobre los codos, me alcé por encima de ella e introduje la rodilla entre las suyas, para luego ascender muslos arriba. Al bajar la vista me pareció que mi instrumento, embutido en su rosado manguito, tenía el mismo aspecto que un antinatural, absurdo y emperifollado terrier escocés. Pero le di mi aprobación, de todos modos, y seguí avanzando con la rodilla. Luego me puse a trabajarle las orejas, el cuello y la garganta, y le di jarabe de pico a sus pechos, dando por supuesto que tenían que estar localizados en la inmediata vecindad de sus pezones de color avellana.

    —Sí —dijo Rachel.

    Oh, qué tal. ¿Sigues ahí?

    Naturalmente. También tienen pechos. Lo había olvidado por completo. ¿Me había perdido alguna cosa? Mordisqueo experimentalmente un pezón; ella agita la cabeza. Froto el otro con la mejilla; ella machaca su ingle contra mi rodilla. Mamo su pecho con los labios duros; sus manos agarran mi cabeza.

    Ahora Rachel ya había adoptado un ritmo concreto. Era el momento de consolidarlo. Mis manos reemplazan a mis labios, mis labios reemplazan a mi rodilla; bruscamente, me he zambullido hacia abajo. Lugar que (gracias a Dios) estaba demasiado a oscuras como para que yo pudiera ver lo que tenía justo enfrente de mis narices; apenas si distinguí una especie de reluciente zurrón, de aroma parecido al de las ostras. Como un francotirador oculto tras el matorral pubiano de Rachel, alcé la vista y comprobé que tenía las mandíbulas apretadas.

    Finalmente, cuando sus movimientos empezaron a sincoparse y doblarse sobre sí mismos hasta producir un tipo nuevo y completamente distinto de ritmo, y cuando los secretos estremecimientos carentes de ritmo empezaron a dominar el balanceo de arriba-a-abajo y de un-lado-a-otro de su cuerpo..., justo entonces, me sequé la boca en la servilleta de sus muslos, y comencé mi ascensión, enganchando astutamente los codos por detrás de sus rodillas para doblarlas hacia arriba. Por debajo de sus piernas, mi mano izquierda tomó la salchicha cruda y la metió en el agujero pertinente. ¿Tiene Rachel la cabeza echada para atrás? Comprobado. ¿Los ojos muy cerrados, una sonrisa a modo de rictus? Comprobado. Y, cuando empecé a entrar, me besó sin inhibiciones, engullendo conmovedora y democráticamente su ración de su propia y amarga gelatina.

    Llegados a este punto —lo juro— traté honestamente de perderme en sus reacciones, de seguir sus movimientos, de reptar bajo la manta de premeditación que alentaba nuestros cuerpos. No funcionó. Pone muy caliente; demasiado caliente. El auténtico abandono sexual equivale, para el varón, al orgasmo, y por lo tanto nunca se lo puede consentir a sí mismo hasta que no llega el final. Para él, sólo se da en la indolencia o la violación. (Si esto es cierto, puedo asegurar que, lo que es yo, no lo he experimentado nunca. )

    Transcurridos unos segundos, fundí todos mis músculos y pegué un tirón hacia atrás, retirándome. Rachel, temblando, se calmó. Con los ojos húmedos de dolor, apoyé la cabeza entre sus pechos. Durante noventa segundos hubo un tremendo combate entre el hombre y su esfínter. Gané yo.

    Allá vamos. Un repertorio de posiciones eróticas de la vieja escuela. Ejemplos: levanté sus piernas hasta apoyarlas en mis hombros; me arrodillé, doblándola a ella casi en tres; me tendí sobre ella, tan plano como una tabla de planchar; le di la vuelta, la puse de costado; levanté la pierna derecha, mantuve recta la izquierda: un auténtico número de malabarista. Sin embargo, insisto, lo más erótico no es la posición en sí sino el cambio de posiciones, y tengo que impedir como sea el calentarme demasiado.

    Ahora tengo la cabeza austeramente encajada entre su hombro y la almohada: sin virguerías ni finezas, simplemente, la polla trabajándole la piedra de amolar. Dos por dos, cuatro. Tres por dos, seis. Deja de besarle la boca, trabájale las orejas. Que me voy. Suspende todo movimiento y bésala reflexivamente, en cámara lenta para que ella se entere de lo que pasa: te estoy besando. Retirada en un noventa por ciento, cosquilleo del clítoris con mi miembro reproductivo masculino, notar las contracciones de su cuerpo, poderosa sonrisa a media luz. Introducir sólo el casco, notar el agarrotamiento de sus músculos y la tensión de sus brazos contra mi espalda, suplicantes, sacarla casi del todo..., y entonces..., esperar... ¡UF! Ella se tensa y después se relaja.

    Bombear como un pistón, dale tío, dale. Mano sobre el estómago, bajarla hasta la agitada marea de pelo pubiano, reducir presión, subir las piernas, que me voy, calma calma. Tres golpes rápidos, luego tres lentos y otros tres rápidos. Primero despacio y suave; luego rápido y brutal, luego despacio y suave. De repente ella grita, levanta y abre las piernas, me llama desde el fin del mundo, me agarra las nalgas con las manos, ¡no lo hagas! Trece por dos, veintiséis, trece por tres, cuarenta y nueve, trece por cuatro, cincuenta y dos. (En lo que se refiere al aspecto físico, por cierto, todo esto resulta absolutamente insoportable. ) Accidentes laborales, granos, apicultura, tampax rebosantes de pus... Piensa en un poeta: Porque no espero que las sirenas se vuelvan a mí para cantarme porque no espero conseguir que no me toques con tus manos porque no creo que canten sobre las sábanas ensangrentadas porque nada puede quedar no espero el dolor el dolor. El cuerpo enlazado en un látigo gigante, la torcida mantis religiosa macho, que pronto será devorada. Envejezco envejezco notaré sus uñas oiré el relincho dame fuerza Oh pueblo mío deja de afirmarte ante el mundo y niega entre los calcetines no sientas nostalgia del jardín donde el final lo ama todo diez más cinco más el baño en el jardín el jardín en el desierto de la sequía, escupiendo por tu boca la seca pepita de la manzana. (Ahora me corro, una muestra seminal en la funda de goma; pero la cuestión no es ésa. ) Agitándome con la fuerza de diez hombres, cada segundo una agonía lúcida, rechinantes impulsos, genitales machacados. Después me deslicé desamparado por la espumosa oleada de su culminación, empujé y empujé mientras el maremoto se rompía en mil corrientes extrañas. Y ella se corrió bajo mi cuerpo muerto.

    Se le saltaban las lágrimas. Sonrió, con una sonrisa avergonzada, pidiendo disculpas. Traté de decir alguna cosa pero me faltó aliento para emitir sonido alguno. Sin embargo, ella entrevió en la oscuridad el movimiento de mis labios.

    —Yo también te amo —dijo.

    Ahora me sentía más ecuánime. Quizá El libro de Rachel no sea, al fin y al cabo, el desastre que me imaginaba. ¿Qué tal quedaría combinándolo con algunas páginas de Conquistas y técnicas. Una síntesis, más un índice... ? Cuando ya tenga veinte años, todo esto formará parte del pasado. El adolescente tiene derecho a cierto grado de desorden, y, de todos modos, mañana ya seré un hombre maduro.

    —¿Algún desperfecto especialmente asqueroso?
    —Joder —dijo Mr. Alistair Dyson, abanicándose con mi ficha dental—. ¿Qué comía tu madre cuando estaba embarazada de ti, azucarillos y bombones?
    —¿Plátanos y helados? —añadí.
    —No. —Encendió un pitillo—. Los helados tienen calcio.
    —¿Tan mal lo ha encontrado todo?

    Conocía muy bien a mi dentista. Le conocía muy bien porque llevaba bajando de Oxford para visitarme unas seis veces al año desde que cumplí los diez, a fin de que él pudiera meterme y sacarme por turnos todo aquel montón de abrazaderas y chapas y demás basura con la que trataba de domar mi dentadura. No sé si saben ustedes que Alistair era uno de los dentistas más jóvenes de la zona de Wimpole Street. (Tenía en su consulta el equipo más moderno y espantoso, en el que destacaba la silla-sofá espacial de color blanco que en estos momentos se había adaptado a los contornos de mi cuerpo. ) Me caía bien; me hacía reír. Y también le respetaba, por ser (o eso al menos imaginaba yo) el único especialista británico que había explotado concienzudamente el aura chamanística del dentista moderno, tan popular en la más reciente narrativa norteamericana. Así, por ejemplo, se tiraba a todas las pacientes femeninas soportables que pasaban por su consulta. Pero ahora ya estaba al borde de los treinta y cinco años.

    —No ha surgido nada nuevo. Quizá haga falta colocarte un soporte para el incisivo izquierdo, y tendré que hacerte una docena de empastes..., más o menos los mismos que siempre. No, no ha surgido nada nuevo. Lo único que pasa es que tienes una dentadura de tercera. Se te saltan los empastes. Procura evitar los alimentos duros. No trates de echarle el diente a ninguna zanahoria. Ni a ninguna manzana. Sobre todo, evita las manzanas.

    Pero, ¿no dicen que con una manzana al día... ?

    —Bobadas. Si no quieres tener que visitarme muy a menudo, te hará el mismo efecto tomar gaseosa que pasarte el día tomando vitaminas. No te esfuerces. Además, en tu caso ya no hay modo de endurecerlas.
    —Fascinante.
    —Y cuidado con los bistés. Y no se te ocurra mascar chicle, porque se te llevará las muelas a pedacitos.
    —Cuando cumpla los veinticinco —dije— me alimentaré a base de sopitas.
    —Todo con pajita.
    —O en plan intravenoso.
    —De todos modos, creo que tarde o temprano te desaparecerán las caries. Ya verás lo que ocurrirá cuando retrocedan las encías.
    —No me lo recuerde.

    Nos reímos los dos. Se sentó en un taburete junto a la jofaina y tiró la colilla por la ventana.

    —¿Te preocupa?
    —No mucho, en el fondo. ¿Suele preocuparse mucho la gente?
    —Sí, y de la manera más solemne. Por eso tu visita es diferente. No sabes lo agotador que resulta tener que decirles a todas esas tías que me vienen con una boca que parece una trinchera que están perfectamente, sobre todo porque ellas saben tan bien como yo que lo mejor que podrían hacer es empezar a utilizar una dentadura postiza lo antes posible. —Se dirigió a la mesa y sacó el taco de recetas—. ¿Mandrax?
    —Sí.
    —¿Treinta?
    —Si no le parece demasiado... Oiga, ¿podría buscarme un hueco lo antes posible para lo de los empastes? Aunque sólo sea para las caries más grandes. Las demás pueden esperar, ¿no?
    —Se trata de tu boca.
    —Sí. Bueno, es que el mes próximo tengo que presentarme al examen de ingreso en Oxford.
    —¿Ah sí? En tal caso, cuidado con los Mandrax. Habla con Judy para lo de la fecha de la visita. De momento, dile que te apunte para dos veces. ¿Has visto recientemente al médico para lo del asma y demás problemas?
    —Sí. Hace sólo un par de horas.

    Los dos nos encogimos de hombros. El Dr. Budrys se había limitado a escuchar mi respiración, tocarme los huevos, hacerme escupir en una bacinilla, y brindarme un veredicto final rebosante del más vil optimismo. De todos modos, nunca le creía.

    —Nada espectacular. Cuando me aplicaba el estetoscopio hacía de vez en cuando muecas extrañas. Luego se lo cuenta todo a mi madre por carta. Sigue creyendo que todavía tengo nueve años.

    Aunque no venía al caso, me acordé en ese momento de la vez que bajé a Londres para ir al dentista, justo después de haber empezado a usar pantalones largos. Aplacé la visita cuanto pude porque me parecía que ahora ya no lloraría, cosa que había hecho en cada visita, cuando usaba todavía pantalón corto, y sin que el hecho me pareciera lamentable. Aquella vez, y a pesar de todo, también lloré.

    —Pronto cumpliré los veinte. Quizá entonces me tome más en serio.

    Alistair abrió la puerta.

    —Será encantador —dijo.


    Y veinte: las chicas también cagan


    Charles mira el reloj por el rabillo del ojo. Ahora las cosas empiezan a ocurrir a un ritmo más rápido. —¿Oiga? ¿Western dos ocho uno cuatro? ¿Hay alguien ahí? ¿Quién?

    Colgué y volví a marcar.

    —¿Nueve tres siete veintiocho catorce? ¿Oiga? Oiga...

    Colgué y volví a marcar.

    —¿Hola? Gordon...
    —Mire usted, me importa un...

    Colgué y volví a marcar.

    —¿Podría... ?

    Colgué y volví a marcar. Comunicaban. Colgué y volví a marcar.

    —Aquí la telefonista...

    Colgué.

    —Gracias, Mrs. Seth-Smith. ¿Qué tal se encuentra usted?
    —Muy bien. Sube, sube. Rachel está en su habitación.
    —Gracias. Subiré en seguida.

    De camino hacia allí me pregunté cómo se las arreglaba la madre de Rachel para preocuparse tan poco por su aspecto y, al mismo tiempo, exudar, exudar tanta vanidad. Los antiguos trajes negros de fiesta que siempre llevaba parecían haber sido previamente rociados de ceniza de cigarrillo y maquillados con polvos faciales. Tenía el pelo parecido al de mi madre cuando éste atravasaba su fase de pre-calvicie. ¿Y qué podía impedirle a aquella mujer afeitarse sus bigotazos? Seguro que para conseguir que le crecieran tanto había tenido que dedicarles grandes cuidados: poda, recorte, encerado de las puntas. Quizá pensaba que así parecía más extranjera (y de ahí esos sobacos ecuatoriales), o a lo mejor era Harry quien la obligaba a hacerlo para que contrastase con su buen aspecto de gigoló panzudo.

    Rachel no estaba en su habitación. Me senté en la cama, rodeado de mugrientas muñecas de trapo, ositos de peluche y demás bichos ordenados encima del cubrecama. Tenía que fingir que me gustaban, y que Rachel me gustaba por el hecho de que le gustaran, de modo que aproveché esta maravillosa oportunidad para meterme con ellos:

    —¿Qué tal estás, osito de mierda? —dije—. ¿Dónde está tu mamá, Pepona asquerosa? ¿Por qué tienes esa jodida cara de necio, bicho repugnante... ?

    Tarareando monótonamente, Rachel entró en la habitación, cepillándose el pelo, agitando y bajando bruscamente la cabeza para dejar que la melena le colgara completamente. Me di cuenta de que, en medio de mi entusiasmo, le había arrancado la oreja a uno de sus bichos. Me la guardé en el bolsillo mientras me ponía en pie. Rachel soltó un breve gritito, en absoluto alarmado, y corrió hacia mí.

    Había transcurrido más de una semana desde el Gran Polvo, y por segundo jueves consecutivo pasaba a visitarla a la salida de mi clase con Bellamy. (Bellamy solía ahora estar siempre sumido en el estupor de sus pink gins y su excitación sexual para cuando yo me presentaba; la clase consistía en una serie de súplicas por su parte, pidiéndome que no hiciese trabajos ni nada parecido porque no me hacían ninguna falta siendo como era tan brillante y maravilloso, tan guapo, etc. ) A mí no me molestaba pasar por su casa, y Rachel decía que mis visitas consolaban a su madre. Mrs. Seth-Smith «apreciaba mucho» a DeForest, y se sintió «muy perturbada» cuando Rachel le abandonó por mí (aunque, a fuer de ser sincero, tengo que decir que la perturbación de DeForest fue muchísimo mayor).

    Tomé a Rachel entre mis fuertes brazos y nos besamos, serpenteando y achuchándonos como un par de adolescentes. Como llevaba un vestido corto, pasé la mano por debajo de la falda y le apreté las nalgas. Rachel empezó a jadear y asfixiarse, tal como le ocurría últimamente cada vez que yo hacía cosas de esas. Nos desplomamos sobre la cama, provocando numerosos crujidos y chillidos escandalizados por parte de los peluches y muñecas.

    —Oh, Charles, Charles —dijo, sin dejar de besarme—. ¿Sabes qué?
    —¿Qué?
    —Mamá y Harry se van. Estarán fuera dos semanas.
    —¿A dónde irán?
    —A París.
    —¿Cuándo salen?
    —El miércoles próximo. El día de mi cumpleaños. Quieren que me vaya con ellos.

    Me senté.

    —¿Y qué ocurrirá?

    Aparte de las dos tardes que estuve en el dentista (para Rachel, «lecciones de esgrima»), nos habíamos pasado las demás en la cama. Salir pitando de la academia a las tres, encuentro con ella en Holland Park, y regreso paseando, algunas veces por dentro del parque, pero no siempre. Luego, una vez en casa, abajo, yo corría las cortinas para dejar la habitación en una cálida penumbra, mientras la luz del día, afuera, nos aguardaba. Rachel entraba, procedente del baño. Entre abrazos, la desnudaba cuidadosamente, y luego ella me desnudaba a mí. Bajábamos todas las mantas, y nos enroscábamos sobre la manchada superficie de la sábana. Después ella se tendía, y yo la conducía hasta un nuevo orgasmo. Y luego yo tenía el mío. Después le provocaba otro orgasmo con la mano, mientras Rachel me comentaba lo bien y a gusto y cómoda que se sentía gracias a esa mano. Media hora más tarde: en el baño, para colocarme un nuevo preservativo tras haber cortado por la mitad el usado a fin de permitir que se lo llevara más fácilmente el agua del váter. Y otra vez a lo mismo.

    Cuando las circunstancias domésticas de Rachel lo permitían —cada dos noches, más o menos—, se quedaba en mi casa. A eso de las cinco en punto nos vestíamos y subíamos. Jenny se dejaba ver bastante a menudo, y ella y Rachel se llevaban de maravilla. A veces yo me iba por mi lado con Norman y le endosaba una buena serie de jactanciosas anécdotas mientras las chicas preparaban el té. A las seis y cuarto aproximadamente, momento en el que Norman sacaba las bebidas, Rachel y yo nos disculpábamos tranquila y más o menos tímidamente, bajábamos, y nos tendíamos a charlar en la cama. Hablábamos de su vida. De mi infancia. De nuestros padres. Volvíamos a acostarnos una o dos veces, y en ocasiones le provocaba además otro orgasmo manual (mi mano me quedaba al final como si hubiese pasado dos horas lavando platos en un restaurante). A medianoche, de ordinario, nos vestíamos, tomábamos un café, y esperábamos como un par de fantasmas en la acera de Bayswater Road hasta que llegaba un taxi.

    Fue mi semana completa.

    —Podría decirle a mi padre que les llamara.
    —¿Querría hacerlo?
    —Claro. Está dispuesto a cualquier cosa. No es que sienta adoración por mí, pero adora la juventud. Con esta clase de trucos se siente joven y guapo.
    —Mmm... de todos modos...
    —Mmm. Supongo que tu madre le diría que lo malo es que no podría vigilarnos todos los días. Y Norman todavía es menos de fiar... Supongo que imaginan que quieres ir, por tu padre.
    —¿Cómo?
    —París. Tu padre.
    —Sí, seguramente.
    —Ya está. Diles que no quieres ir precisamente por eso. Recuerdos dolorosos, malos tratos..., sería un fastidio volver a verle. Algo así.

    Pero Rachel había adoptado una expresión de modesto fastidio, la misma que asomaba a su rostro cada vez que hablábamos de su padre.

    —¿Crees que no serviría de nada? Oye, ¿sabes qué?, les diré sencillamente que prefieres quedarte conmigo. Por Dios, estamos ya en los años setenta. ¿No comprenden que a estas alturas los padres ya no tienen nada que decir sobre estas cosas?

    Aunque mi tono resultó bastante contagioso, me sentí aliviado cuando Rachel dijo que no con la cabeza. Aunque nunca se sabe, quizá hubiera sido capaz de enfrentarme a sus padres. Durante mi segunda cena con ellos me comporté bien, esforzándome por resultar lo más gris y feo posible. Porque si hay una cosa que a los padres no les gusta ver en ti, es exactamente lo que ven sus hijas. De modo que bastó con que mi actitud les dijera: Tranquilos... ¡Ni siquiera tengo polla! Yo no les gustaba, cierto, pero Harry se moría de ganas por ver aparecer su nombre en letra impresa, en la revista de mi padre, y, por otro lado, qué caramba, tampoco Archie era gran cosa; al fin y al cabo pasaba directamente de la catatonia a una charlatanería obsesiva, y...

    —Siempre queda el aya.
    —¿Qué quieres decir con eso de que siempre queda el aya? —pregunté cautelosamente. A lo mejor tenía previsto organizarme otra visita. Ya había ido a verla dos veces.
    —Puedo decirles que me quedo en su casa. No me delataría
    —¿En ese apartamento tan pequeño?
    —Cuando tenía el piso en Bloomsbury me iba a veces a vivir con ella. Y Mamá no ha estado nunca en Fulham.

    Me pregunté cómo diablos podía ir su mamá a visitar a sus elegantes amistades de Putney y Roehampton sin pasar por Fulham.

    —¿En serio? Entonces vale la pena probarlo.

    Lo planeamos detalladamente.

    —Imagínate lo bien que podemos pasárnoslo —le dije después.

    Pero, incluso en ese momento, y tal como atestigua mi cuaderno de notas 3A, parte de mi cabeza estaba pensando en otra cosa. Parte de mi cabeza estaba pensando en lo bien que me irían los exámenes si Rachel se iba a Francia (¿Beca automática? ¿Telegrama de felicitación firmado por el primer ministro?) y qué floridas cartas podría mandarle a París.

    Lo malo es que ya había vivido solo durante demasiado tiempo. Porque seguiría necesitando mis horas secretas en el baño, y no tenía desde luego la menor intención de permitir que Rachel me viera retorciéndome por su sucio piso de linóleo. ¿Cómo explicarle mis baños de doscientos minutos, mis cagadas maratonianas? Pero... ¡si algunas de mis tardes más pacíficas habían transcurrido con el culo hundido en la taza, derramando lágrimas que a veces goteaban en mis rodillas! (Sólo allí me sentía poseído por una visión verdaderamente radical de la vida; sólo allí llegaba a sentir, en el fondo de mi corazón, que, en cierto modo, todos somos culpables. ) Si Rachel se instalaba en mi casa, ya no podría irme a dormir apoyado en una almohada de kleenex, ni escupir en la taza de café que para ese propósito solía dejar en la mesilla de noche, ni pasarme la noche tosiendo, o aplaudir con mi irritada garganta la silenciosa llegada del amanecer. Ah, esas largas tiradas de lectura que a veces se prolongan catorce horas, ese delirio vegetal, la droga del agotamiento, el reposo de la soledad. Y los exámenes a dos semanas vista.

    Después de cascármela brevemente encima de ella, con una pierna a cada lado y un montón de papel higiénico en medio, y tras haberme tomado una inofensiva cocacola con sus padres, dejé a Rachel a última hora de la tarde. Ella me había dicho que, si queríamos que el truco del aya funcionase, lo mejor sería que no me dejase ver por allí más de la cuenta. Yo, por mi parte, tenía que preguntarles a Jenny y Norman si les parecía bien nuestro plan.

    Y lo hubiera hecho, pero cuando llegué a casa estaban en plena pelea.

    Fui a tomarme un té a la cocina. Mi hermana, hecha un torbellino en su camisón a cuadros rojos, entró hecha una furia.

    —¿Qué tal? —le dije.

    Reprimiendo las lágrimas, espléndida en su indignación y rectitud, se dirigió al armario del comedor y sacó la carpeta donde guardaban todos sus documentos y certificados. Jenny encontró lo que buscaba. Al darse media vuelta, entró Norman, que parecía un escéptico hombre de negocios que va a ver un nuevo electrodoméstico que está convencido de que no funciona, y que además no quiere para nada.

    —¿Qué tal? —le dije.

    Jenny corrió hacia él, pareció diminuta a su lado, y agitó la hoja de papel delante de las narices de Norman.

    —¡Mira! ¡Mira! Es cierto. ¿Lo ves? ¿Lo ves..., pedazo de... ? ¡Es verdad!

    Como si fuera una película proyectada en una pantalla, vi a Norman inclinarse hacia adelante, coger la hoja de papel, estrujarla dentro de su puño, y dejarla caer al suelo. Jenny se quedó mirando la pelota de papel durante unos pocos segundos, presa, aparentemente, de un incrédulo dolor. Luego, con un movimiento súbito, su palma quedó ensordecedoramente frenada en la mejilla de Norman. Oh no, pensé; esta vez sí que le va a romper la crisma de una vez por todas. Jenny se quedó helada, con la mano abierta, apoyada en el empalidecido rostro de Norman. El esperaba a que ella la retirase.

    —Jennifer, vete a la cama.

    Después de unas cuantas pisadas rápidas, se oyó un grito cada vez más lejano:

    —Eres un a-s-e-s-i-n-o-o-o.

    Norman soltó un suspiro y recogió la pelota de papel, se metió las manos en el bolsillo, y se apoyó en la pared.

    Me pregunté si sabía que yo estaba allí.

    —Juguemos una partidita —dijo.

    Yo estaba, naturalmente, demasiado asustado para negarme.

    Era imposible adivinar lo que había ocurrido. De todos modos, como el joven lo ignora todo acerca de esas peleas de los mayores, suele, además, ser insensible ante ellas..., y, por otro lado, estaba resuelto, a pesar de mi ambivalencia, a preguntar esa misma noche lo de Rachel, para tenerlo todo organizado antes de que se presentara algún tipo de ansiedad.

    Después de una hora de póker, le dije:

    —Espera. Voy un momento a cagar. Será un segundo. No hagas trampas.

    Una vez arriba, llamé al dormitorio.

    —¿Jenny?
    —Estoy aquí.

    En la salita, iluminada como de costumbre por la tristona luz de las farolas de la calle, Jenny había vuelto una de las butacas hasta colocarla de cara a la ventana. Entré y me puse en cuclillas a su lado. Con la mayor suavidad, le dije a mi hermana que era posible que Rachel viniese a vivir a casa unos días. Ella miraba recto al frente, hacia la calle.

    —Muy bien —dijo.
    —Creo que no daremos mucho trabajo. Ella puede ayudarte.
    —No hace falta.
    —Y además os lleváis muy bien.
    —Mmm.
    —Y he pensado que hasta sería posible que te gustase tenerla por aquí, para charlar. Otra chica... Ya sabes que yo siempre digo que a las chicas les va bien tener cerca a otras chicas para hablar de peluquerías y niños y cosas así. Porque me parece que estás un poco fastidiada.
    —¿Se lo has dicho ya a él?
    —¿A Norman? No.
    —Pues no lo hagas, por favor. Espera un poco. Díselo antes de que venga ella, pero todavía no.
    —De acuerdo. Pero, ¿por qué?
    —Oh, no lo sé, pero, por favor, no se lo digas aún.

    Apoyé la mano en su muñeca. Apoyé la mano en su muñeca de la misma manera que un coleccionista toca un pedazo de mármol para comprobar que esté el suficiente número de grados por debajo de la temperatura ambiente.

    —De acuerdo —dije.
    —Bien. Puede quedarse todo el tiempo que quiera.
    —¿Nueve tres siete veintiocho catorce? Oh, vaya... Colgué y volví a marcar. — ¿Oiga? Mire, esto es... Colgué y volví a marcar. Comunicaban. Colgué.

    La Carta a Mi Padre, antiguamente llamada Discurso a Mi Padre, consta ahora de unos treinta folios. Estaba en mi mesa de abajo, metida en un sobre de papel manila, con el sello puesto y las señas escritas. Las correcciones y revisiones de última hora me impedían cerrarla y echarla al correo.

    Sólo vi dos veces a Rachel a lo largo de los seis días que faltaban para que viniera a instalarse en casa. En realidad no me importó: todavía me faltaban por leer algunos textos con vistas al examen, y había muchas labores de escribiente que realizar a fin de poner al día El Libro de Rachel, aparte de todas las nuevas emociones que tenían que ser catalogadas y archivadas. Ya me entienden, el asunto del Primer Amor.

    Tengo pocas cosas nuevas que decir en torno a este tema. Sin embargo, si se me permite citar un párrafo del Libro de Rachel: «Es como si la vida normal (Jen + Norm, academia) se desarrollase en una dimensión paralela en la que puedo participar o no, a capricho. Necesidad de que R. sea testigo de todo lo que hago, que lo experimente, que mire por encima de mi hombro; un deseo de estar permanentemente en presencia de ella (que no es lo mismo que estar con ella); pero la tengo siempre aquí. »

    Y llegué a darme cuenta de esto debido, en parte, a que yo actuaba como si ella estuviera, en efecto, a mi lado. Si ella había estado en realidad observándome durante esas dos semanas, no tendría nada que ocultar. Únicamente me sentía solo cuando entraba en el baño y cerraba la puerta. Me encontraba todavía en esa fase en la que tienes la sensación de que llevas un barril de patetismo en el diafragma, en la que te da la sensación de que hasta la caída de un sombrero podría hacerte llorar; en la que cualquier maricón podría mostrarte el miedo en un puñado de polvo. Pero todo esto está bien documentado en otros textos.

    Montones de whisky y horas de poker la noche del martes, víspera de la llegada de Rachel para su estancia en casa. Y todavía no le había dicho nada a Norman.

    A las ocho más o menos, y acompañado curiosamente por Tom, su hermano pequeño, Geoffrey se dejó caer por casa. Fueron saludados con ebria fraternidad por Norman, que inmediatamente anunció la inauguración de un seminario sobre poker descubierto.

    Me encantó ver a Geoffrey, convencido de que hacía mucho tiempo que se había hartado de mi inquietante presencia y mis taimados métodos. Pero no me gustó tanto ver a Tom, que desempeñaba en la vida de Geoffrey el mismo papel que Sebastian en la mía: dieciséis años, rico en pústulas, pestazo a perro cachondo, pelo seborreico, y demás características de su edad. Me fijé en él. Estaba bostezando, sin entender ni jota, mientras Norman explicaba las reglas.

    —¿Qué passa, tío? —preguntó Tom.

    Este aprendiz de hippie se pasaba el rato jugando con el ridículo lío de pañuelos orientales, collares y guardapelos que llevaba enroscados en torno a su granudo cuello a fin de indicar que era un progre en todo lo que se refería a la sexualidad, las drogas, Cuba, para subrayar que era un hippie a pesar de la abundancia de pruebas que lo desmentían —el pelo todavía corto, los téjanos sin desteñir apenas, su camisa convencional aunque tolerablemente manchada de sudor.

    Pero Tom no prestaba ninguna atención a la conferencia de Norman.

    —No lo pillo —le dijo Tom a su hermano en tono quejumbroso.

    Norman estaba lo suficientemente bebido como para resultar manejable, pero también era lo suficientemente mayor como para sentir hostilidad ante los jóvenes, y pensaba más bien que éramos gente intrínsecamente chocarrera, debido a lo cual se sentía raro e inseguro en nuestra presencia. Yo actué con diplomacia, lanzando intencionadas miradas de apoyo a todas partes: estos-beatniks-de-mierda, cuando la dirigía a Norman; estos-jodidos-ejecutivos, cuando la dirigía a Tom; y una expresión más natural cuando la dirigía a Geoffrey. Me levanté y me apoyé en el hombro de Norman para ayudarle a explicar las reglas, no sin dejar de lanzarles guiños a los otros.

    Hice correr la botella de whisky. Al cabo de pocos minutos, Geoffrey empezó a hacer un esfuerzo, Tom seguía pronunciando las palabras a la norteamericana, y Norman entremezclaba chistes obscenos con sus instrucciones sobre el juego. Luego me escabullí.

    —Naturalmente, mañana es tu cumpleaños. Muy apropiado. ¿Qué se siente cuando se está a punto de cumplir los veinte?
    —Lo mismo que cuando cumples dieciocho o diecinueve.
    —Pero, desde mañana ya no serás una teenager.
    —¿Y qué? No importa demasiado.
    —¿Crees que no? Estoy seguro de que en mi caso supondrá una enorme diferencia.
    —¿Por qué?
    —El comienzo del fin. El comienzo de la responsabilidad. De tener que tomarte a ti mismo en serio.
    —Ah, pero eso a mí no me importa.
    —Joder. Todavía no te he comprado el regalo. ¿Te molesta?
    —Naturalmente que no.
    —¿Hay algún problema con tu madre?
    —Creo que no.
    —Bien, entonces, nos veremos mañana. ¿A eso de las seis?
    —De acuerdo. Te quiero.
    —Y yo te quiero a ti.

    Cuando regresé junto al grupo, Norman se encontraba solo. Le pregunté dónde estaban los otros. Tom estaba vomitando en el baño de arriba. Por contraposición, Geoffrey estaba vomitando en el baño de abajo.

    —¿Qué le ha pasado? —pregunté.
    —El whisky —dijo Norman haciéndose el juicioso—. Ese cabroncillo ha tomado más de la cuenta.
    —Tiene que haber algo más. Seguro que también ha tomado algún somnífero.

    Norman se encogió de hombros.

    —Estos amigos tuyos aguantan muy poco. ¿No vas a ir a ver si están bien?
    —No. Que se jodan. Allá ellos. Ya se recuperarán, ¿no?
    —Seguro. Tú das.

    Jugamos prácticamente en silencio. Dejé que Norman ganara tres manos seguidas, y luego le dije:

    —Es probable que mañana venga Rachel a instalarse aquí. Sus padres se van a pasar un par de semanas a... Cornwall.
    —¿Sí? ¿Y cómo es que ella no les acompaña?
    —Porque no quiere. Porque yo no quiero que se vaya.
    —Estás chalado —Norman sirvió más whisky—. ¿Quién era esa furcia a la que traías antes?
    —¿Gloria?
    —Sí. ¿Sabes que esa sí que tiene un par de tetas de verdad?
    —Ya, pero esa no era más que un ligue. Lo de Rachel es diferente. Primer amor y esas cosas...

    Norman enarcó sus inexistentes cejas.

    —No te jode —dijo.

    A continuación se oyeron unos pasos ligeros. La cabeza de Jenny se asomó a la puerta.

    —¿Alguno de vosotros ha utilizado el teléfono de mi habitación?
    —Yo —dije.
    —Pues lo has dejado descolgado.
    —Vaya. Lo siento —pero ella ya se había ido.
    —¿Lo ves? —dijo Norman—. Siempre jodiendo jodiendo jodiendo.
    —Ya lo sé. Pero tarde o temprano hay que liarse. Tarde o temprano hay que plantarse con alguien.
    —¿Por qué?
    —Porque de lo contrario —me encontré diciendo— te vuelves loco, o empiezas a temer que te volverás loco, que es incluso peor. No se puede estar la vida entera durmiendo solo... Lo siento, estoy borracho.
    —¿Ah sí? —dijo Norman, mirándome con curiosidad.
    —Bueno. Ya le he preguntado a Jenny si no le importaba.
    —¿Y qué te ha dicho?
    —Nada. Bien —tiré mis cartas—. Mierda de juego —puse una nueva moneda de diez peniques sobre la mesa—. Mira, lo que pasa es que últimamente encuentro a Jennifer muy deprimida. De hecho, no creas, siempre había sido una chica tristona. Más que ahora. Le gusta estar triste. Nada, sólo me preguntaba si había alguna cosa en especial que la preocupase en este momento. Aunque, conociéndola...
    —¿Sí? Conociéndola..., ¿qué? Porque si quieres saberlo, te lo diré.
    —Nada, hombre. Si no quieres decírmelo, no tienes por qué hacerlo.
    —A mí me da lo mismo. Sólo que no me gusta que empieces a...

    Oímos una caída procedente de la escalera. Tom entró cojeando.

    —Tienes buen aspecto —le dije.
    —¿Dónde está Geof? —preguntó Tom.
    —Abajo, vomitando.
    —Lo siento, tío. No me aclaro. Estoy muriéndome.
    —Espera. Aguarda un momento. Iré a por él —me levanté.
    —No, no. Me voy a caer.

    Seguí a Tom, que retrocedía desdichadamente hacia el pasillo.

    —No te preocupes. Ahora mismo voy a buscarle.

    El hizo un ademán con las manos, como un actor que trata de acallar los aplausos del público.

    —Ya estoy bien —declaró Tom.

    Cuando estábamos en el vestíbulo, Norman se cruzó con nosotros y pegó un grito:

    —¡Jenny!

    Me arrodillé en el piso del baño. Geoffrey agitó los dedos en el aire para indicarme que me había reconocido.

    —Joder. Ya sé que estoy dando la lata —dijo.
    —Nada de eso —le dije, ayudándole a ir a mi habitación—. Precisamente tenía ganas de verte.
    —¿Dónde está Tom?
    —Ha vomitado. ¿Qué le has dado?
    —Medio Mandie, un Seconal..., no me acuerdo, y dos Mogadones, me parece. ¿Se encuentra muy mal?
    —Se recuperará —me senté en la cama—. ¿Qué tal está Sheila?
    —Ese es el problema. Me dio la patada. Anteanoche —sacudió la cabeza en un gesto de incredulidad—. Me dio la patada. ¿No es increíble?
    —¿Quieres una manzana?

    Al parecer, lo que ocurrió fue lo siguiente. Cuando Sheila regresó del trabajo (hacía de secretaria, semana sí, semana no), encontró a Geoffrey tendido en el piso del dormitorio con un altavoz del tocadiscos en cada oreja, un porro apagado en la mano, un vaso volcado junto a la otra, y sendos regueros de saliva teñida brotando de las comisuras de su boca. Estaba así desde el desayuno. Estaba así desde el desayuno desde septiembre. Cuando al fin se levantó, Geoffrey encontró un sobre debajo de su barbilla. Contenía un resumen de esta situación, y un billete de cinco libras.

    —Seguro que no me la tiraba lo bastante a menudo.
    —¿Por qué lo crees?
    —Estaba siempre hecho mierda —machacó el pitillo contra el cenicero, pero no consiguió apagarlo.
    —¿No trempabas?
    —No trempaba. Y no paraba de vomitar en la cama.
    —¿Muy a menudo?
    —Mucho —sacudió la cabeza—. ¿Qué tal te va a ti con esa chica, la judía?

    Sentía deseos de contárselo todo, pero me pareció que podía acabar de destrozarle.

    —Al final resultó que no es judía.
    —¿Te la has tirado?
    —Sí. No está mal, sabes, un poco aburrido. Ya me entiendes. Nada especial.

    Siento decir que las dos semanas y media siguientes están un poco confusas. Los días dejan pronto de distinguirse los unos de los otros. En mi diario hay varias páginas completamente en blanco, y El libro de Rachel se convierte, al llegar a este período, en un lamentable cajón de sastre de datos escuetos y prosa surrealista. Sin embargo, esto me induce a adoptar un punto de vista estructural de las cosas..., que, en mi opinión, siempre es el mejor punto de vista. Ahí están las fechas, y también la mayor parte de mis pensamientos y sentimientos más significativos. Y no nos queda más que media hora.

    Tomo un trago de vino. Vuelvo la página.

    Las cosas empiezan muy bien.

    Empujamos el equipaje hasta el interior de la cocina. Rachel y yo fuimos recibidos por Norman y Jenny. Ellos se habían colocado ceremoniosamente a ambos lados de la ventana; cada uno de ellos sostenía una botella de champagne, y había una tercera botella en la mesita del café, rodeada de media docena de botellas de Guiness para que Norman diluyera su espumoso con cerveza. Me azoró comprobar que toda esta ceremonia me emocionaba. Pero todavía tuve una sensación más intensa — contemplando las sonrisas de Rachel, su bolso de mujer adulta y sus coquetonas maletas—, la de que Rachel era un ser independiente y distinto de mí. Rachel tenía, ¿me explico?, su propia identidad —saludada aquí por Jenny y Norm—, sus propias pertenencias y su propia autonomía. No se limitaba a ser la suma total de mis obsesiones; simplemente, había decidido venirse a vivir conmigo.

    Con la espuma del champagne en las narices, entonamos el «Cumpleaños feliz».

    Champagne: más droga que bebida. Mirándolo retrospectivamente resulta curioso, al menos para un adolescente: como cuando arrinconas a la gorda de la clase detrás de los vestuarios con otro compañero, yo tiro abajo de las bragas, tú le metes mano al pecho incipiente, ella se siente adulada y degradada a la vez (aunque, ¿quién es ella para adoptar una actitud crítica?); o como cuando entrevés desnuda, a la salida del baño, a la hermana mayor (o a la madre) de tu amigo; o como esas fiestas de tíos con trenka y pantalones de pana, bocas apestosas a cerveza y cuerpos blandos que se unen como dos coches en un accidente visto en cámara lenta; o, comparación más obvia incluso, como en esos interminables ménages a cuatro de la adolescencia, cuando yo le tengo metida la mano por debajo de la falda, pero, por otro lado, también tú le has metido la mano por debajo de falda, pero, por otro lado, la tuya trepa más rápidamente muslo arriba, ¿quién coño es el primero? Así fue al menos cómo lo vi yo, el único adolescente de la reunión, más sensible para las incoherencias.

    En todas las ocasiones anteriores nos habíamos emparejado homosexualmente. Ahora tenemos a Mr. y Mrs. Entwistle formando un amasijo tendido en diagonal sobre el sofá, y Charles Highway, con Rachel Noyes tumbada sobre sus piernas: cosquilleándonos, gritando, riendo, borrachos como cubas. Luego cesan los gritos y risas. Me fijo en que la mano de Norman ha empezado a pasearse por encima de las ondulaciones blancas de los pechos de Jenny, que se encoge bajo el peso del enorme cuerpo de Norman, bajo la codicia de sus besos. Un sonoro sonido metálico suena después. Norman ha empezado a abrirle el vestido. Jenny, ojerosa, está siendo desplazada hacia el suelo.

    Rachel y yo nos vamos.

    Durante toda la media hora que transcurrió después de que Rachel y yo nos acostáramos justo debajo de donde ellos se encontraban, seguimos oyendo las bovinas arremetidas de Norman y los quiquiriquís de Jenny. Sólo transcurrido ese tiempo dejaron de crujir las vigas.

    —Joder —dije, con el mayor respeto.
    —Era la primera vez en casi un mes.
    —¿Ah sí?

    Parte de nuestra pálida sobriedad había desaparecido.

    —Eso me ha dicho ella.
    —Oh, claro. Siempre me olvido de que sois dos chicas. Es lógico que ella te lo cuente todo. ¿Te dijo también el por qué?
    —Jajá. No. De hecho, cuando iba a decírmelo entró él.
    —¿Tienes idea de quién es el que no quería?
    —En realidad no. Creo que era él.
    —Parece más probable. ¡Qué relaciones tan fascinantes! Oye, si no te importa, se me ha quedado el brazo muerto.
    —¿Así?
    —Ahora está mejor.

    Volví a hacer el amor, dispuesto a no dejarme superar por nadie. Al fin y al cabo, Rachel ya era una veinteañera. Por fin me había acostado con una Mujer Mayor.

    Una cosa buena de la primera semana.

    Aprendí a disfrutar de los placeres de la limpieza (Rachel se bañaba como mínimo dos veces al día, de modo que yo tuve que hacerlo al menos una vez), y no solamente desde el punto de vista del deber sino también del deseo de tener ropa limpia y una habitación ordenada. Entonces comprendí que hasta aquel momento siempre había disfrutado el hecho de vivir en medio de una auténtica confusión. Aunque no llegué a estar seguro —mis Horas Bajas parecen, sin embargo, corroborar esta inferencia— de si eso no era más que un intento de simbolizar mis desórdenes internos. Fuera como fuese, pasé muchas horas en la cama, y comprobé que descansaba muy bien con aquel bulto pardo entre mis brazos. El magnífico estado del torso de Rachel parecía transmitirse al mío, y, teniendo en cuenta que mi pecho se tomó unas vacaciones (exigiendo de momento una sola visita nocturna al baño), intuí lo que podía significar poseer un cuerpo al que pudieras mirar cara a cara.

    Dos cosas no tan buenas, que (a fuer de ser sincero) apenas me preocuparon en aquellos momentos.

    Ni la más mínima franqueza. Yo había creído que después de haber dormido con Rachel, después de mis extenuantes esfuerzos por conducirla al Orgasmo, podría finalmente reunir fuerzas y decirle:

    Bien. Me pareces bien, pero eres cruel y vanidosa y sonríes con demasiada afectación y tu personalidad no es más que una acumulación de fingimientos juveniles, muy encantadores pero carentes de peso, de substancia. Por ejemplo, no quisiste mentirle a DeForest cuando lo de la visita a los Blake, y sin embargo le mentiste a tu madre diciendo que estarías con el aya. No tengo nada que oponer. Pero, ¿no te parece que eso basta para inducirte a reestructurar tus esquemas morales? Y no hace falta que me contestes a esta pregunta. La vida, querida Rachel, es un asunto mucho más empírico o táctico de lo que tú supones.

    ¿Yo? Yo soy un tipo tortuoso, calculador, obsesionado por sí mismo. De hecho, casi un demente. Estoy en las antípodas: jamás me pongo a merced de mi yo espontáneo. Tú confías en los estremecimientos y encogimientos del ego; yo trato de refrenarlos. Tenemos mucho que aprender el uno del otro, sin duda; somos gente de buen carácter, poco propensos a la melancolía o el desdén. Nos llevaremos bien.

    Quizá había que esperar un poco más para todo esto. Quizá me atrevería cuando también yo tuviese veinte años.

    Entretanto, todo eran frenéticas declaraciones y alabanzas mutuas. No nos contradecíamos ni nos satirizábamos el uno al otro. (Un día imité afectuosamente el puchero que solía hacer ella con los labios; ella desvió la mirada, asombrada y dolida, de modo que transformé la expresión hasta convertirla en una imitación de los labios de caucho de Norman, con la excusa de que me parecía haberle oído bajar por la escalera. ) Ninguno de los dos defecó, escupió, tuvo pesadillas o culo. (Me pregunté cómo iba a arreglárselas ella para explicar su primera regla, que ya tardaba en presentarse más de la cuenta. ) Éramos bellos y brillantes, y tendríamos hijos mucho más bellos y brillantes incluso. Nuestros cuerpos sólo funcionaban en el orgasmo.

    Lo cual me conduce a la segunda cuestión.

    En la cama no estábamos muy inhibidos, aunque Rachel se limitaba prácticamente a tenderse sobre la sábana y ser preciosa. La verdad es que el placer la había pillado tan de improviso, que hubiese parecido poco gentil esperar de ella otras cosas. Sus piernas se situaban donde yo las ponía, sus brazos rodeaban mi cuello. Jugueteaba de vez en cuando con mi polla, es cierto, pero no era más que un juego. No iba más allá. La sexualidad era para ella como Disneylandia: un recinto de maravillas organizadas y travesuras legales. Muy emocionante, desde luego: pero con emociones de un solo tipo. Aunque se me podría preguntar si en realidad deseaba yo mostrarle mi otro lado, mi otro escenario. Dionisíaca sexualidad del baño: presentar armas, lanzar las mantas al suelo, hacer el sesenta y nueve, hacer todo lo que se le ocurra a cada uno, lamer chupar por delante por detrás en cuclillas chapotear, hasta que se acabe, y luego vuelta a empezar. No. Y, probablemente, ella no me lo hubiera permitido.

    Tres acontecimientos importantes.


    Primero.

    El lunes por la mañana, cinco días después. Rachel pretendía ir a visitar a su aya antes de clase, a fin de conseguir su complicidad para la telaraña de mentiras tejida por mí. (Naturalmente, ella fue quien le daba el adecuado tono sensiblero a todo el asunto. ) Rachel se levantó a eso de las ocho, a fin de tener tiempo ara bañarse y maquillarse, pero antes de darme el beso de despedida me trajo el té a la cama y descorrió las cortinas. De modo que pude pasarme media hora disfrutando núbilmente el calor y la vacuidad de la cama. Cuando salté de ella, aproximadamente a las ocho y media, encontré unas bragas perdidas debajo de un sillón. Después de encender la chimenea las cogí para besarlas y olerlas.

    Tras haber pasado un buen rato besándolas y oliéndolas, las volví del revés. En su interior vi: (a) tres comas de pelo pubiano del grosor de un lápiz, y (b) una tira de mierda color marrón, tan gorda como mi dedo.

    —¡Por todos los dioses que me parece justo! ¡Las chicas también cagan! —dije en voz alta.

    Pero alimenté durante el resto del día un perverso deseo de enfrentarla a su regreso con este hecho. «Ah, eres tú. Pasa, pasa. —Yo estoy sentado en el sillón, los brazos cruzados. La prueba número uno está expuesta sobre el escritorio, como si se tratase de un ratón disecado—. Acércate, si no te importa, y dime qué es lo que ves. Bien: aproximadamente a las ocho y media de esta mañana... ¿Tienes algo que decir? Venga, venga, negarlo no te servirá de nada; ahí tienes, ante tus ojos, la prueba irrefutable. Tú..., también cagas. »

    Con qué ridículo sentido de aflicción y pérdida arrojé las bragas al cesto de la ropa sucia, y con qué taciturna resistencia la miré a los ojos cuando regresó por la tarde. Decidí hacer un rato el papel del adolescente mohíno.

    Fue una situación muy ilustradora. Hasta ese momento nuestras relaciones habían sido tan directas e idealizadas, tan profundamente carentes de franqueza, que cuando se presentó el primer caso de auténtico y sincero malhumor, descubrí (al igual que Rachel) que carecíamos de medios para librarnos de él.

    Aquella noche Rachel estaba tan asustada que ni siquiera se atrevía a respirar. Creo que jamás olvidaré la expresión de su rostro cuando le dije «Ah sí» y volví a mi libro mientras ella seguía pronunciando su discurso sobre qué-tal-se-encontraba-su-aya y qué-maravilloso-era-que-yo-siguiera-amándola-todavía. Una expresión atemorizada y pasmada, como si alguien hubiera gritado a lo lejos o susurrado alguna obscenidad a su oído. Lancé una mirada al escritorio, haciendo una mueca de dolor, temblando de poder furtivo. Si alguien hubiese observado mi expresión durante aquel rato, seguro que habría pensado que yo estaba temiendo que Rachel se me acercara de pronto por detrás y me partiera la cabeza de un golpe..., o me hiciera cosquillas. Una cara muy extraña la mía, y, supongo, bastante desagradable.

    Y, a medianoche, cuando, temblorosa, Rachel se metió a mi lado en la cama, le dije:

    —Estoy agotado —y le volví la espalda.

    Esta hubiera sido la primera noche que no nos acostábamos (al menos dos veces). Tuve una erección tremenda, desde luego, y noté que tenía muchas ganas. Pero era necesario que pusiera a prueba mi fuerza de voluntad. Cinco minutos sin moverme. Luego, gradual y dolorosamente, ella empezó a llorar.

    Me volví: de golpe, la besé, le pedí perdón, le acaricié los pechos, le limpié las lágrimas a lametazos, la abracé, le dije en susurros que, efectivamente, mi madre había telefoneado por la tarde, y que se había puesto a llorar; que no sabía por qué me había trastornado de aquel modo esa conversación..., pero la verdad era que el Cabrón de mi padre había vuelto a presentarse en casa con otra de sus furcias, y la había humillado. Le pregunté a Rachel si podría perdonarme algún día.

    Ella seguía sollozando, más de alivio que de otra cosa, cuando al cabo de diecisiete minutos la conduje a su octavo orgasmo y participé con ella en el noveno. Aquella noche me sentía capaz de lo que fuera: era todo polla.

    Mientras empezábamos a dormirnos, me habló de su padre. Jean-Paul —da risa, la verdad— había recibido una atractiva herida durante la Guerra Civil española, cuando combatía (no hacía ninguna falta que Rachel lo dijera) por el Bando Progre.


    Segundo.

    No es el crítico literario, sino el psicólogo, quien puede decir si el Segundo Incidente fue consecuencia del Primer Incidente.

    Al despertarme noté que tenía la nalga sumergida en un charco de peluda humedad.

    —¿Se puede saber qué pasa? —pregunté trémulamente.

    Vaya por Dios, pensé, naturalmente, me he meado en la cama. (No voy a negar que éste fue uno de mis problemas al comienzo de la adolescencia. Pero mi padre se agenció toda una serie de malévolos artilugios. A partir de cierto día me acostaba sobre una manta absorbente y un montón de bobinas metálicas enrolladas en mi manubrio..., para despertarme, a las tres, en una estación de tranvías llena de campanas y timbres, luces intermitentes y alarmas rojas. )

    Envuelta en vapor, Rachel permanecía, muy avergonzada, junto al fuego encendido.

    —No te lo vas a creer —dijo, en tono indiferente—, pero he mojado la cama.

    Me levanté y me arrodillé a su lado. Estábamos desnudos.

    —No te preocupes —le dije—. No tiene ninguna importancia. Yo mismo me meaba casi todas las noches en la cama hasta que cumplí los dieciocho. Prácticamente hasta hace un par de semanas. Anda, ven. No te preocupes.

    Mis exámenes empezaron al día siguiente. Durante esa semana Rachel me cuidó como si fuera un ser invisible. Me colocaba la comida frente a la nariz, me preparaba la ropa y me llenaba de tinta las plumas cada mañana, y por la noche se convertía en una mera sombra aceitosa en la que podía untar cuantas veces quisiera; bueno, no exactamente; cuantas veces creyera yo que había que hacerlo para que ella creyese que yo lo hacía cuantas veces quería. Estaba tomándome los Mandrax que me había recetado el dentista, y solía tragarme subrepticiamente una pastilla a las diez y media, leía media hora, me bañaba rápidamente, la magreaba medio dormido, me colocaba el condón como buenamente podía, llevaba a Rachel a sus dos orgasmos básicos, le daba su ración mínima de palabras cariñosas, y me dormía.

    Cuando no tenía ningún tema más urgente, meditaba en torno al Segundo Incidente de camino hacia el examen; todo el rato sentía ganas de mear. La situación también produjo sus efectos en ella. La encontré más nerviosa, inquieta e insegura, como era lógico que estuviese una persona que había perdido toda su dignidad al soltar aquellos calientes y fétidos chorros nocturnos. ¿Qué debía de sentir ella ahora cuando nos poníamos a dormir? También yo sentía vergüenza: la misma vergüenza que el amante de la chica que se tira un pedo en una habitación llena de gente, que el hijo de una borracha, que el marido de la esposa que vomita encima del vestido juvenil con el que trataba de ocultar sus años, de esconder sus cansados y pecosos pechos. Pero traté de imaginar su ansiedad tras su derrota emocional y sexual. Traté de imaginar qué insidioso y halagador sueño debió llevarla hasta donde había llegado...: hundida en el mar hasta la cintura, agachada tras un matorral, instalada en una convincente taza de retrete, hasta que poco a poco desaparecen la tensión y el pánico. No. Era demasiado triste. No lo soportaba.


    Tercero.

    El miércoles tenía el examen de mates y latín en la academia. No vigilaba nadie. Mrs. Tauber en persona me trajo un café y un texto elemental de matemáticas por la mañana, y un té y un diccionario de latín por la tarde. Me pareció que mis exámenes eran bastante buenos.

    Cuando, al día siguiente, empezaron los exámenes para Oxford, también empezó el período de Rachel, anunciado desde algunas horas antes por la aparición de un festivo grano... en la punta de su nariz.


    Tal como están las cosas, los chicos pueden permitirse el estar horribles de vez en cuando; basta con que finjan que viven a fondo, que casi no duermen, qué diablos, somos así de duros y descuidados. En cambio, las chicas guapas —aunque no tienen ninguna culpa— tienen que ser perfectas. Cuando Rachel y yo vivimos juntos, tuve algún que otro grano, naturalmente. Pero los chicos son los chicos, y las chicas son las chicas.

    El Tercer Incidente me ha dejado dudas más permanentes que el Primero o el Segundo. Porque era como una invitación, aunque sólo fuese provisional, a la franqueza, y yo la rechacé. (Nada hubiera sido más fácil que una discusión adulta y progre de los otros Incidentes; ni nada, tampoco, más destrempante. ) Aquí, en cambio, se me brindaba una oportunidad para explicarle a Rachel que la existencia del cuerpo es la única excusa, la única razón posible, para la existencia de la ironía; que hay partes del cuerpo que necesitan del bruñido acero inoxidable y la blanca porcelana del baño tanto como del acolchado y consolador calor del dormitorio: que nadie sabe con qué clase de cuerpo terminará encontrándose, ni qué brotará de él. Basta, por ejemplo, con echarme una ojeada a mí.

    Como en los otros casos, si la personalidad de Rachel hubiera sido más alegre y entusiasta, su invitación hubiera resultado más firme. Pero era terrible ver su patética confusión y aflicción bajo la superficie aparentemente despreocupada, y todavía inmaculada, que me ofrecía. Pienso, de todos modos, que cuando abrí los ojos y me enfrenté al volcán que empezaba a hincharse a pocos centímetros de mis labios, hubiese tenido que decirle: «Buenos días, preciosa. » Y al verlo media hora más tarde, empastado de maquillaje, hubiese tenido que exclamar: «¡Caramba! ¡Te ha salido un grano en la nariz!» Y por la noche, cuando Rachel anunció: «La maldición ha caído sobre mí» (citando erróneamente «The Lady of Shalott»), mi respuesta tendría que haber sido: «Sorpresa, sorpresa. Lo llevas escrito en cursiva en la punta de la nariz. »

    (Geoffrey, por cierto, dijo una vez que no había ninguna experiencia tan intensa como —dejando a un lado el cagar— la de dejar que el ser amado te reviente los granos. )

    En el Ayuntamiento de Kensignton, contraído sobre mi escritorio como un alero de rugby, tuve una secuencia de (débiles) crisis de identidad, con un trío de Sir Herberts mirando curiosamente por encima de mi hombro, y mi letra cambiaba radicalmente a cada nuevo párrafo. Cuando miraba el reloj, pensaba: Rachel, Rachel; o bien, «¿Quién soy? ¿Se puede saber quién diablos soy?»

    El examen de crítica literaria. Expliqué un soneto de Donne y alabé, disimulando mi falta de entusiasmo, una quejumbrosa endecha de un tal John Skelton. Había que comentar un texto sobre D. H. Lawrence que hablaba de lo apasionado y sincero que era

    D. H. Lawrence: el típico rollo manido que traté con mi característica erudición. Finalmente, le pegué una paliza a uno de los peores críticos de Gerald Manley Hopkins, insinuando implícitamente que ya era hora de que quemásemos todas las ediciones existentes de la poesía de ese paliza; las correcciones se limitaron a sustituir algún «y» por un «pero», y cambiar algún «además» por un «sin embargo».

    Aproveché la oportunidad que me brindaba el examen sobre literatura inglesa para escribir durante tres horas sobre Blake exclusivamente, con la intención de que los examinadores me clasificaran como el clásico candidato excéntrico-pero-brillante-muybrillante. Arriesgado, lo sé; pero tuve la picardía de permitir que se me notaran mis amplias lecturas (de libros que casi nadie lee): los Libros Proféticos, Milton, Dante, Spenser, Wordsworth, Yeats, Eliot y, sí, Kafka. «Magnífico, magnífico», susurraron a mi oído los catedráticos.

    Estuve además todo el rato estabilizando mis nervios con numerosas demostraciones de aplomo, a fin de desmoralizar a los demás candidatos. Carcajadas sonoras en cuanto leía las preguntas, alegres excursiones en busca de más papel a la media hora de haber empezado, para regresar a mi sitio a través de la muchedumbre murmurando frases como «... está tirado..., esto lo aprueba cualquiera... ».

    Debido a algún capricho de los profesores, la última prueba consistía en pedirle al estudiante que escribiera durante un par de horas en torno a una sola palabra. Se podía elegir una de estas tres: Primavera, Memoria y Experiencia. Yo tomé la última. La Biblia, The Pardoner's Tale, Hamlet-Lear-Timon, otra vez Milton, otra vez Blake, Housman, Hardy, Highway, para cerrar, casi en pleno delirio, exhortando al ser humano a que empezara de una puñetera vez a amar a su prójimo, o se tirase al pozo.

    Cuando salí, arrastrado por una marea de chicas de piernas gordas y apáticos paquistaníes, anulado por quince horas de palabras y varios meses de confusas aspiraciones, y nací ceñudo y parpadeante al aire libre, me encontré —con sus ojos redondos, su vestido blanco, su presencia inmaculada— a Rachel. La besé durante un minuto entero mientras la muchedumbre se dispersaba a nuestro alrededor. Nos alejamos hacia el parque convertidos en una lenta confusión, en un amasijo de brazos entrelazados y cuerpos apretujados, hacia el vecino parque, para una vez allí tendernos sobre la fría hierba de otoño envueltos en nuestros pesados abrigos. Sonaban en nuestros oídos los trinos de cansados pájaros, tan necios que al vernos creyeron que ya era primavera otra vez, los gritos de los niños, y —tal fue nuestra suerte— el zumbido de la cámara de cine de un perverso. En nuestras narices el olor de los árboles, de la tierra, de nuestros cuerpos. Ay, mi juventud.

    Cinco días más tarde, dice mi diario, la tarde anterior a la fecha en la que tenían que regresar los padres de Rachel, ésta bajó corriendo la escalera y entró en mi habitación.

    —¿Sabes qué? —dijo.
    —¿Qué? —El candidato al ingreso en la universidad de Oxford aparecía en estos momentos en camiseta y pantalones kaki, y sus negros barros nasales planeaban por encima de la cartelera del Evening Standard. Estaba eligiendo la película que íbamos a ver. Un día de fiesta.
    —¡Jenny tendrá el niño!
    —¿Qué niño?
    —El suyo.

    Claro, claro.

    —Ya entiendo —dije—. Norman quería que Jenny abortase. ¿Era eso?
    —Y ahora en cambio dice que lo tenga.
    —Y por eso antes era un asesino.
    —¿Qué?

    Naturalmente, siendo chicas las dos, apenas pisó Rachel la casa, Jenny la convirtió en su confidente. Estaba embarazada de tres meses. Lo estaba desde mi llegada allí.

    —Joder —dije—. Dentro de seis meses voy a ser tío.
    —¿No es maravilloso?
    —Oh, sí. ¿Por qué no me lo dijiste?
    —Me pidió que no se lo dijera a nadie.
    —Ya, pero, ¿por qué no me lo dijiste a mí?
    —No era asunto mío.
    —Mmm. Supongo que ahora ya no se separarán. Seguramente Norman ha tomado una decisión. Lo más probable es que no quisiera sentirse atado. Pero, ¿sabes por qué cambió de idea?
    —No lo sé. Jenny subió corriendo y sólo me dijo que él estaba dispuesto a dejar que lo tuviera.

    Pensé que seguramente Norman no debió de decírselo de esta forma tan ambigua, a no ser que hubiese acompañado las palabras con un amable coscorrón para mi hermana. Bien. Kevin Entwistle ya estaba a estas alturas golpeando machistamente todos los rincones de la matriz de mi hermana, peinándose, fumando, planeando guarradas. Hubiese subido corriendo para felicitarles, o algo así, pero al parecer habían salido a cenar fuera.

    —Ni la menor idea. A mí que me registren. Quizá ha pensado que ya había llegado el momento. Y seguro que también habrá influido la mala conciencia.

    (Se equivocaba, una vez más. El motivo no era ése. )

    Cuando dos parejas viven juntas —aunque sea fortuitamente— y ocurre una cosa de éstas, un acontecimiento de los que marcan una época para una de ellas, parece que la otra pareja se ve sometida a un nuevo tipo de conciencia de sí misma, a cierta vaga presión que la induce al auto-análisis. También parece que no hace falta que exista ninguna vinculación lógica entre lo que ha ocurrido en el seno de una pareja y lo que la otra se siente obligada a hacer respecto a sí misma: Así fue, al menos, cómo racionalicé yo los incómodos recelos e incertidumbres que sentí cuando permanecía sentado junto a Rachel en el húmedo cine.

    Y una mierda (pensé) para el que crea que esta noche voy a entrar tranquilamente en ese dormitorio, enfundarme uno de esos asquerosos condones, y cumplir devotamente la rutina de todos los días. Cuando, antes del Gran Polvo, decía que bastaba con el entusiasmo y el afecto, que los números afrancesados carecían de importancia, estaba siendo sincero al menos en un cincuenta por ciento. Y sin embargo, sin embargo... No. Esta noche, muchacha, te vas a joder bien jodida. Egoístamente. Esta noche habrá un polvo de campeonato. Esta noche se la vas a meter por el culo. Le vas a arrancar el pelo a puñados, la vas a joder como una jabalina atravesando el aire helado, la vas a hacer gritar a gusto. Luego, tanto si ella quiere como si no, y especialmente si no quiere, ella te..., veamos...

    ¿O quizás esto no es más que simplona credulidad? La película, verán ustedes, era Belle de Jour. Belle de Jour cuenta la historia de una guapa mujer que está casada con un hombre tan considerado y apuesto y rico que la pobre no tiene más remedio que pasarse las tardes en un burdel, donde se la tiran chinos obesos, gángsters con dentaduras asquerosas, y donde, en general, se lo pasa en grande. No olviden, además, que últimamente había leído abundantes muestras de narrativa norteamericana, y que Norman me había contado la otra noche que había conocido a una chica que disfrutaba tanto mamándosela, que al final habían decidido que lo mejor sería dormir del revés, con los pies de ella en la almohada de él.

    —Buñuel simpatiza generosamente con la confusión y la arbitrariedad de nuestros deseos... deseos reprimidos —expliqué mientras bajábamos por Bayswater Road—. ¿Y por qué no tomas la píldora?

    Seguimos caminando, vaporosos nuestros alientos en la noche de noviembre. Se produce un silencio en torno a esta cuestión, no debatida hasta el momento. La mano de Rachel serpentea dentro de la mía.

    —Me fastidia tener la sensación... —Rachel dudó, y luego prosiguió—:... de que mi cuerpo es una máquina o algo así, de que soy una máquina... —Rachel dudó, y luego prosiguió—: ... que alguien programa. Introdúzcase esa píldora, y se obtendrá... — Rachel dudó, y luego prosiguió—:... el efecto previsto.

    ¿Cómo? ¿Qué coño está diciendo? Habla como si estuviese rellenando un impreso. ¿Y qué me dices de mí?, quise aullar. ¿Qué crees que piensa mi cuerpo cuando tiene que ponerse la goma del carajo? (Que, por cierto, resulta carísima. Una semana después del Gran Polvo tuve que irme solo al Soho a comprar una caja tamaño familiar de «Suavex», tres de los cuales paso semanalmente a una de las cajitas de lujo de los Penex. Porque sé, me entienden, lo dolida que se sentiría ella si supiera que le pego polvos de rebajas. ¿No les parece que soy una persona infinitamente considerada?)

    Aparentemente sí. En lugar de decirle, Ya lo superarás, o, Sé fuerte, o Crece de una vez; en lugar de eso, me detengo al pie de una farola, cerca ya de casa, le acaricio ambas mejillas, le doy un pellizquito en la nariz, y susurro:

    —Creo que lo comprendo.

    Pero, esa noche...

    Lo normal: me deslizo por su cuerpo adormecido besándole los pechos, las caderas, el vientre, para luego alojar la cabeza entre sus muslos y estimularla con mi lengua (puro músculo a estas alturas), con las piernas flexionadas a fin de que en el momento de ascender mi boca (previamente secada) y mi instrumento (previamente enfundado en su bozal) den en sus respectivos blancos simultáneamente.

    Pero esta noche coloco mis lomos junto a su cabeza y remito la mía hacia el sur, desciendo reptando cama abajo, con los pies apoyados firmemente contra la pared por encima de la almohada. Un trabajo magnífico. Cuando mi lengua se abre paso hacia su interior, miro furtivamente hacia el otro extremo. Ahí está, apuntando hacia su cara. Pero ella la toma entre el índice y el pulgar, como si se tratase de un terrón de azúcar. Se me salen los ojos de las órbitas mientras ella hace viajar arriba y abajo, de la manera más remilgada, el pellejo protector. Con el gusto que te das en mi cama (pensé), no entiendo por qué no puedes chuparme el capullo. Así que lo dirijo contra su mejilla, se lo meto prácticamente en la nariz, y Rachel se lo lleva a la boca, pero para soltarlo casi inmediatamente. Con un gruñido de asco. Que significa: peor incluso de lo que me había imaginado.

    Y, sin embargo, fui yo el que se sintió avergonzado, sucio, brutal, malo. Para demostrarlo, cuando emergí en busca de aire, había lágrimas en el rostro de ella.

    El escenario es el vestíbulo de la Academia Addison.

    En el extremo más próximo, un grupo de alumnos de la academia de Rachel, vestidos de smoking, beben champagne y conversan entre ellos. La mujer de la limpieza, Mrs. Dawkins —que, aunque gorda y de clase obrera, naturalmente, se muestra invariablemente malhumorada—, les vuelve a llenar las copas y les cepilla la chaqueta. Yo estoy sentado en una silla de respaldo recto, situada en medio de la habitación, tan despeinado como era de prever, con una botella de cerveza negra. Rachel se encuentra en el extremo más alejado, subida al estrado. Por su postura cualquiera diría que o bien se siente incomodísima, o que está haciendo meditación yoga: apoyada contra un almohadón, desnuda, con las dos piernas sostenidas en el aire, las rodillas contra los pechos, el coño abierto. A su lado hay un sombrero hongo, boca arriba.

    Me acerco a ella. Saludo a Rachel con la cabeza; ella mira al frente, sonriendo, sin verme. Subo al estrado y me inclino sobre el piano situado a pocos metros de ella. Me fijo en que, dentro del sombrero hongo, hay algunas monedas: calderilla, un florín y una moneda de cincuenta peniques. Doy un trago a mi cerveza y espero.

    Ahora, en grupos de dos y de tres, los compañeros de Rachel empiezan a separarse del grupo. Cruzan el vestíbulo paseando, se nos acercan, se detienen al llegar al estrado. Con sospechosos murmullos tasan la almeja de Rachel. Un par de chicos suben los peldaños del estrado; uno de ellos, un tipejo bajito y pelirrojo, me saluda con un guiño, que yo le devuelvo. Rachel lanza una mirada resplandeciente hacia sus cinturas. Entonces, sin dejar de tomar champagne, empiezan a hablar en tono más confidencial. Uno de ellos tantea su chocho con su zapato de cuero legítimo; el otro se inclina para examinarle los dientes y las encías. Llegan a un acuerdo. El pelirrojo apoya la copa en el alféizar de la ventana, desabrocha su faja, se la quita, la dobla, se la guarda en el bolsillo, se baja los pantalones, se agacha, y se vuelca encima de ella.

    Yo le pego un trago a mi cerveza.

    Después de menearse un rato, el pelirrojo se afloja y ablanda. Retrocede, un tanto desequilibrado, y se arregla la ropa. El otro chico, mucho más alto y guapo que su amigo, hace lo mismo que el otro, pero se detiene para hacer una pausa, la mano llevada al mentón, justo en el último momento. Se le ha ocurrido una idea mejor. Extiende los brazos, coge a Rachel de ambas orejas y la fuerza a tragarse el (enorme) instrumento que asoma enhiesto entre los faldones de su camisa. De esta manera, con una docena de secos tirones, se la casca en su boca. Rachel suelta un murmullo de agradecimiento.

    Echan unas monedas al sombrero hongo, y se van. Se acercan otros al estrado. Se repite el mismo proceso.

    Entretanto, yo voy pegándole tragos a mi cerveza, miro, me vuelvo hacia la pared, canto melodías populares.

    Se acerca el último grupo; parece bastante más ebrio que el primero. Sea como fuere, los jóvenes caballeros se plantan tranquilos junto al estrado. Uno de ellos boquea, de repente, mira incrédulo a su alrededor, y se dobla por la cintura partiéndose de risa. Muy pronto, naturalmente, le imitan los demás. Se re-retuercen y se tiran por los suelos, se agarran los unos a los otros, riendo, carcajeándose, señalando.

    Oh, no. Nosotros no, tío. No lo dirás en serio, ¿eh? ¿Con ella? ¿Con ésa?

    Rachel sonríe, sin parpadear.

    No es del todo guapa, y además se mea en la cama.

    La risa de los tíos es reemplazada por la mía.

    —¡Charles! ¡Charles! ¡Charles! —decía Rachel—. ¡Despierta!

    Lo hice.

    —¿... Qué soñabas?

    Me tiendo boca arriba. La realidad del techo penetra en mi mente. Mi voz suena ronca.

    —Estaba caminando por un sendero muy largo, bordeado de árboles. Era de noche. Sobre mi cabeza las estrellas estaban ordenadas, formando constelaciones desconocidas. Las piedrecillas brillaban bajo mis pies. Vi tu figura a los lejos pero..., cuando traté de acercarme...
    —Soy Neville Bellamy. Ayer llamé a Mrs. Tauber. me dijo que estabas indispuesto. ¿Cómo te encuentras? Muy bien.
    —¿Sí? Entendí que se trataba de un leve ataque de asma. ¿No? Fue... Sí.
    —¡Ay, el cuerpo, el cuerpo! ¿No deseas a veces no tenerlo? Ay, sí. Qué sencilla sería entonces la vida. Maravillosamente sencilla. Mucho mejor. ¿No te parece? ¿No lo crees así?

    No. (Es una hipótesis fácilmente defendible; pero si fuera así, ¿qué podría celebrar el cerebro?)

    —¿No? Quizá no..., mmm. ¡Charles! ¡Tus exámenes! ¿Qué tal te fueron?

    Bien.

    —Magnífico. ¿Y la entrevista?

    Será el lunes.

    —Qué pronto. Bueno, siendo así, lo mejor será que te pases por casa a tomar una copa. Te daré algunas pistas..., charlaremos...
    —Oh. Bueno. —No pude evitar el sentirme adulado.
    —Suponiendo que te hayas recobrado del todo, ¿qué te parece mañana? ¿A la hora de siempre?
    —Mira, tendré que pensarlo. Primero veremos qué tal me encuentro, y en caso de que no pueda ir te llamo, ¿de acuerdo?
    —Perfecto. Ya tienes mi número. Adiós,

    Mientras Mr. Bellamy colgaba el teléfono y se agarraba la polla, yo me dirigí a la cocina.

    —¿Y qué pasó entonces?

    Jenny puso en la mesa un montón de Kleenex.

    —Ahí tienes. —Se sentó y sacudió la cabeza—. Bueno. Me dijo que ya me había apuntado en la London Clinic y que estaba todo arreglado. Y entonces yo le dije... — Dejó de sacudir la cabeza para mirar fijamente al vacío durante unos momentos—. Bueno, lo que sea, pero ésa fue la escena más espantosa y me pareció que ya estaba completamente decidido.
    —¿Fue ésa la noche en que yo te pregunté si Rachel podía venir a vivir aquí unos días?
    —Creo... creo que sí. Luego vino tu amigo, ¿Geoffrey?, y ese chiquillo había vomitado por todo el baño, y Norman entró cuando yo estaba limpiándolo y fue entonces cuando dijo que llamaría a la London Clinic para decir que borrasen mi nombre y que quería un poco más de tiempo para pensárselo.
    —¿Y entonces qué?
    —El miércoles, cuando Rachel subió a despedirse, Norm me dijo que le parecía bien, que ya no le importaba. —Jenny estiró los brazos sobre su cabeza—. Y eso fue lo que pasó.

    Estaba radiantemente feliz, etc., etc., pero a mí me interesaban los detalles. (Y no porque lo que ya me había contado no me resultara profundamente embarazoso. Sin embargo, había tomado una decisión de política general respecto a este asunto, y mi cuaderno de Jenny no estaba al día. )

    —¿Por qué cambió de opinión?

    Jenny pareció encantada.

    —¡No lo sé!
    —¿Por qué quería al principio que abortases? —insistí—. ¿Le parecía demasiado pronto para dejarse atar por los niños?
    —No. Desde el principio me dijo que podía adoptar un niño..., o dos, si yo quería. —Jenny frunció el ceño, como si acabara de ocurrírsele esta solución justo en este momento—. Me parece —dijo, firmemente—, me parece que temía que me ocurriese algo a mí.
    —Mmm.

    (Deducción correcta, por cierto. Pero no en el sentido en que ella lo decía. )

    —¿Cuándo volverá Rachel a pasar unos días con nosotros?
    —Oh. Pronto.

    Había pensado que quizá tendría que llorar un poco, y de hecho estaba enrojeciéndome los ojos con los nudillos cuando Rachel entró en la habitación. Iba más aseada que nunca, y se quedó en el umbral, con su neceser en una mano, y las gafas oscuras puestas, para subrayar su propio dolor. Pero, cuando por dentro yo empezaba a pensar en la conveniencia de hundir-la-cabeza-entre-las-manos, se me hincharon las aletas de la nariz y empezaron a saltárseme las lágrimas, sin que nadie se lo hubiera pedido.

    Rachel tuvo que tenderse en la cama para consolarme durante quince minutos, antes de que le permitiese que se fuera.

    Absurdo, en realidad, porque me había pasado toda la semana deseándolo. Deseando leer un libro, cascármela, hurgarme la nariz, ir sucio y maloliente, estar solo. Cuando esa misma noche la telefoneé —contestó Harry, cuyos malos modales se habían suavizado en parte gracias a esa quincena en París— y fue Rachel la que se puso a llorar, sentí..., bueno, no sentí casi nada. No valía la pena escribir a casa para contarlo.

    Es más, tal como había dicho Mr. Bellamy, debía pensar en mi asma. Esta afección parecía colaborar con mis problemas corrientes a empeorar mi sistema respiratorio. Y abrió nuevas dimensiones a mis ataques de tos. Me notaba un tirón (muy agradable, por cierto) en el plexo solar, y luego se me producía un peso (también muy erótico) en el fondo de la garganta, pero de todos modos sentía necesidad de librarme de todo aquello, y la única forma de conseguirlo era seguir tosiendo: cada nuevo ataque me producía un raspado que me suavizaba el diafragma y desmenuzaba mis pulmones, y al final me quedaba con una ebria, emocionada y afónica resonancia en lo más profundo de mi pecho, y ya no seguía sintiendo necesidad de toser. Un ataque especialmente ilustre concluyó cuando un enorme gargajo saltarín salió proyectado a toda velocidad por mi boca entreabierta para aplastarse contra la pared del baño, a más de dos metros de distancia. Enfoqué la vista: era descomunal; como una de las esferas de hierro de las, ¿cómo se llaman?, ¿boleadoras?, esas lanzadas que usan los gauchos. Pronto, pensé, pronto bastará que tosa hacia las viejas con las que me cruce por la calle para hacerles la zancadilla.

    También contribuyó el asma a enriquecer la textura de mi flema: de mi boca salían viscosas rosquillas, babosas fritas, de todo. Y no me dejaba dormir y me hacía sentir viejo y me hacía jadear en las escaleras y me tapaba la nariz de modo que me obligaba a respirar por la boca.

    Tenía sin embargo sus ventajas, claro. Me quedaban muchas cosas por estudiar, especialmente por lo que se refiere a seguir pistas, pues en los exámenes escritos me había referido, abusivamente, a montones de escritores de los que apenas si había oído hablar; además, tenía que dedicarle tiempo a cultivar la ansiedad que me producía la inminente entrevista con los examinadores. De vez en cuando me permití un respiro, dedicando algún que otro rato a añadir florilegios retóricos a la Carta a Mi Padre.

    Por otro lado, Rachel venía a verme todos los días. Me traía regalos: revistas, o fruta (solamente plátanos y uva, después de haber comprobado que las manzanas se pudrían en el frutero). Iba a buscarme a la biblioteca los libros que yo le pedía. Parecía maravillosamente independiente, y no se quedaba mucho rato. Los poemas se escribían casi solos.

    Hablamos mucho de los tiempos en los que yo me encontraba bien y la entrevista quedaba lejos. Porque iba a presentarme a un concurso de cuentos para menores de veintiún años, convocado por una revista. Con el dinero del premio quizá también nosotros podríamos ir unos días a París.


    Menos veinte: la canícula


    Se acerca el final de la historia, y voy a regarlo con un buen vaso de vino. Pero me parece que no me ha bastado. Mi padre está solo en la sala, con un original mecanografiado y un vaso de sifón junto a él.

    —Hola —le digo—. Había pensado tomarme un sorbito de... whisky.
    —Hola —alza la vista como si estuviera tratando de captar mi mirada en una habitación repleta de gente—. ¿Por qué no te lo tomas aquí, conmigo?
    —Oh, bueno, de hecho tengo que ir a escribir todavía un rato más. Pero... ¿cuánto tardarás en acostarte?
    —Media hora más o menos.
    —Entonces, bajaré luego. Valentine no está, ¿verdad?
    —Se ha ido —dice mi padre inclinando la cabeza a un lado.
    —Es que quería ir a buscar una cosa a su habitación.
    —Ah, bueno. Baja luego, después de medianoche.

    La habitación de Valentine había sido la mía. Cambiamos de cuarto cuando yo tenía quince años. ¿Creen que me opuse? En absoluto. Me encantó la idea. Las buhardillas siempre me habían parecido más intelectuales y elegantes, al menos entonces. Me apoyo en el alféizar de la ventana y aspiro el emocionante aire fresco de la noche. Pienso en mi formativa experiencia heterosexual. Será sólo un minuto.

    El primer verano postbronquítico de Highway.

    Madre estaba sufriendo un ataque de introspección menopáusica, de modo que, como terapia, mi padre la convenció para que diera una fiesta —el sábado, en el jardín— para trabar amistad con alguna de las mujeres del barrio. Al fin y al cabo, contaba con la ayuda de Jenny, y también con la de Suki, una amiga de la universidad que estaba pasando unos días en casa. Suki me produjo inmediatamente un efecto especial. Acababa de terminar El molino del Floss y estaba dolorosamente enamorado de Maggie Tulliver (la heroína más sexy de toda la historia literaria), cuya belleza agitanada me parecía encontrar también en Suki. Es más, una chica con un nombre como ése —pensaba el adolescente— debe de ser capaz de todo; no hay nada que una chica con un nombre como ése no esté dispuesta a hacer.

    Madre supervisó los preparativos en plena histeria espumeante. A los chicos nos mandaron a nuestras habitaciones para que no estorbáramos.

    —¿Se puede saber a quién diablos ha invitado mamá? —dijo mi hermano mayor—. ¿A María Antonieta?

    Yo me quedé mirando por la ventana. A fin de garantizar un constante abastecimiento de agua caliente, estaban colocando un hornillo de gas junto a la ventana de la cocina, justo debajo de mi habitación. También habían dispuesto una mesa: pasteles que parecían castillos de arena, húmedos estratos de pan y mermelada, huevos duros dispuestos en forma de pirámide...

    Un montón de brujas alborotadoras se agrupó a las cuatro en punto en el jardín; algunas, jadeando como perros, formaron cola para que les dieran té; otras se sentaron en las tumbonas y se dedicaron a contemplar un montón de herramientas de jardinería como si de una pantalla de cine se tratara. Mi madre tardó solamente quince minutos en caer rendida y desaparecer: o bien la fiesta no había hecho más que agravar su sentido de alienación introspectiva, o sus tranquilizantes, neutralizados hasta ese momento por la adrenalina, le habían hecho efecto de golpe, dejándola fuera de combate. Alguien la ayudó a retirarse a su habitación. Jenny se quedó en el jardín para encargarse de las brujas. A Suki le correspondió preparar el té e ir sirviéndolo.

    Suki llevaba un vestido veraniego de algodón color incendio, y resultó que este vestido tenía un pronunciado escote delantero.

    Cada vez que Suki se inclinaba hacia delante, cosa que tenía que hacer cada dos por tres, y si al mismo tiempo yo estiraba el cuello al máximo, cosa que hacía siempre que era necesario, conseguía ver la parte del león de sus duros y firmes pechos, así como, en una ocasión, un leve destello pardo de un pezón. Me instalé con un libro de bolsillo en el alféizar de la ventana, y me pasé allí más de una hora. A medida que Suki iba sintiéndose más acalorada y el sudor perlaba su frente y sus hombros, y se apartaba frecuentemente el pelo de la cara, sus movimientos iban pareciéndome cada vez menos relacionados con la tarea de preparar y servir el té, y cada vez más lentos y tranquilos y eróticos. La llama del hornillo de gas la rodeaba de un aura de calor, ascendía reptando por la pared, y me llenaba la boca de denso aire. Después su cuerpo empezó a serpentear y retorcerse; yo no podía enfocarla, pero para mí era lo único que valía la pena mirar.

    Hacia el final de la fiesta Suki se reunió con las últimas brujas y yo me retiré de la ventana, dejé el libro de bolsillo, y me tambaleé de un extremo a otro de la habitación, escurriéndome literalmente las sudorosas manos. No comprendía cómo había podido dedicarme a jugar a crucigramas, leer, peinarme o lavarme los dientes o comer, teniendo en cuenta —ahora todo estaba claro— que el rostro de Suki era como era, y que sus pechos eran lo que eran. Me derretí sobre la cama y me quedé allí temblando hasta que, sin culminación, empecé a sentirme muy frío en lugar de muy acalorado, y las voces de las mujeres, inaudibles al principio, parecieron llamarme desde el jardín.

    Al día siguiente me sentí sudoroso y febril y decidí quedarme en cama. (Además, ¿cómo podía enfrentarme a Suki?) Los demás creyeron que se trataba de un nuevo ataque de bronquitis, pero yo sabía que era otra cosa. No. Chico marica conoce a chica maravillosa, y nunca vuelve la vista atrás.

    Puesto de rodillas, y a la luz que sale por las ventanas de la salita, puedo ver el parche de color gris en el que la hierba no llegó jamás a recuperarse del todo después de aquella tarde serpenteante y gaseosa. Cierro la ventana con aire de tímida resolución. Creo que ahora sé cómo serán las cosas. Cuando paso delante de la habitación de Madre, la oigo llamar «¿Gordon?», pero dudo, me encojo de hombros, y no hago ningún ruido, tras haber decidido atenerme a la narración.

    Anteayer, la noche anterior a mi subida a Oxford para la entrevista, fue la noche de mi vida: un apropiado bajorrelieve para este solitario desenlace.

    Por la tarde habíamos tomado el té los cuatro. Todos se ocupaban agradablemente de mí: Jen dijo que se levantaría y me prepararía un desayuno «como Dios manda», Norman se ofreció a llevarme en coche a la estación de Paddington, Rachel insistió una y otra vez en que mi entrevista sería una mera formalidad. Más tarde, ella y yo bajamos y nos pasamos media hora en la cama. Pensé que aquél sería, quizá, mi último polvo juvenil y así: tuvimos la piel tan suave como la de las setas, nuestro aliento era imperceptible, nuestras exigencias de lo más normal, nuestros orgasmos coincidentes. Y cuando me quité el condón y, envuelto en un kleenex, lo arrojé al fondo de la papelera, no sentí ningún rencor, ni la menor sensación de haber sido objeto de algún abuso. Nos vestimos en ecuánime silencio. Cuando la acompañé a la pálida luz del sol para buscarle un taxi, me sentí muy fuerte.

    Pero a las siete en punto ya estaba sentado a mi escritorio. Un último repaso a la Carpeta de la Entrevista: sesenta folios de notas y sugerencias, organizadas por secciones —Acentos, Evitar Discusiones Detalladas, Presencia de una Mujer Entre los Entrevistadores, Vestimenta— y subsecciones —«Guiños», «Entradas», «Cruzar piernas», «Adulación, indirecta»—. Pero apenas conseguí concentrarme. En estos momentos, o bien pensaba que mis exámenes habían sido tan brillantes que prácticamente suponían haber firmado el certificado de defunción de toda la crítica literaria anterior; o bien lo veía todo absolutamente negro y lo que tenía que hacer a mi llegada a Oxford era vigilar la aparición de unos enfermeros de bata blanca que, alertados por la Universidad, se arrojarían sobre mí armados de una red y una buena dosis de cloroformo. ¿Qué ocurriría cuando me presentara allí? ¿Me agarrarían por su cuenta los encargados de la disciplina para arrastrarme hasta uno de los retretes y darme una paliza? ¿O irían a recibirme a la estación el vicedecano y el alcalde de la ciudad, y me llevarían en coche descubierto por las calles para que saludase a las masas, sonriendo, y quitándome el confetti del pelo?

    —Diga —dijo una atareada voz femenina—, ¿qué número pide, por favor?
    —Ah, Western veintiocho catorce.
    —¿Y su número es... ?

    Se lo di.

    —¿Ocurre algo? —pregunté—. ¿No pagan las facturas?
    —Nos han pedido que interceptemos todas las llamadas dirigidas a este número.
    —¿Por qué? ¿Llaman muchos perversos?

    La chica rió y su voz habló más relajada:

    —En realidad no estoy segura. Me parece que hay alguien que ha estado llamando a todas las horas del día y de la noche, y después cuelga. Y llama desde cabinas de la calle, y las deja luego descolgadas.
    —Enloquecedor. Bueno, creo que conmigo querrán hablar.
    —Un momento.
    —... Aquí Gordon Highway.
    —¿Padre? Soy Charles...
    —Ah, Charles. ¿Puedo ayudarte en algo?

    En no mucho, según pude comprobar. Había telefoneado para averiguar si había conseguido forzar a Sir Herbert a que le revelase alguna información. No hubo suerte. Mi padre se vio reducido no a decir, pero sí a disimular que de hecho decía que Herbie no tenía ni puta idea de nada, y encima, mi padre se había olvidado de preguntárselo.

    —Ah —dije—. He llamado a casa, por cierto... Pensaba que quizás estarías allí.
    —No, no. La semana que viene no iré a la oficina, de modo que tenía intención de no subir hasta mañana. ¿Quieres que te lleve en coche?
    —No hará falta.
    —Bien, siento no haber podido... Espera. Un momento. Vanessa quiere decirte algo.
    —Oye —dijo Vanessa—, ¿cuál es tu college?

    Se lo dije.

    —Bien. Han elegido a un tío nuevo.
    —¿Qué clase de tío?
    —No sé nada de él. Sólo que es un cabrón de mierda.

    Con la mayor suavidad hojeé mi Carpeta de la Entrevista. Al cabo de tres cuatros de hora me había aprendido de memoria: Generalizaciones Altisonantes, más el párrafo que trataba de «poco articulada sinceridad». Luego pasé a Cambio de Apariencia a Mitad de Entrevista. Este apartado terminaba:


    1. Entrar sin las gafas; ponérselas, a) si el catedrático es mayor de cincuenta años; b) si el catedrático lleva gafas.
    2. Americana desabrochada; si el tipo es un viejales, abrocharse el botón de en medio al entrar. 19. Pelo encima de las orejas; si el tipo es un viejales, ¿meterlo detrás de las orejas al entrar? Aquí había una nota a pie de página que me remitía al apartado 7 del capítulo Acentos.


    Adaptarse gradualmente. Si la diferencia fuese abrumadora (clase alta frente a regional), toser al comienzo de la segunda frase y decir: «Lo siento, estoy un poco nervioso», utilizando exactamente el mismo acento que el catedrático.

    Me mordí el labio... Por fuerza tenía que existir algún común denominador. ¡Claro! Todos los catedráticos son maricas, ¿no? Quizá tendría que arriesgarme: dejar toda la ropa cuidadosamente doblada junto a la puerta, y entrar desnudo. ¿O presentarme con pantalones transparentes y sin calzoncillos? O aparecer,, sencillamente, con la bragueta abierta y la polla colgando. O...

    Oí sonar el teléfono. Jen y Norm habían salido a cenar, de modo que cerré la carpeta y subí corriendo a contestar. Rachel, posiblemente.

    No era Rachel. Era Gloria.

    —Caray, ¿y qué tal estás? —pregunté.

    Gloria no estaba del todo mal. De hecho, se encontraba en una cabina a dos pasos de casa y sugirió pasar a verme, dentro de una media hora más o menos. Quiso saber si me parecía bien.

    —Muy bien, claro que sí. ¡Hasta ahora!

    Me quedé en el pasillo, dando cuerda al reloj para no estar sin hacer nada.

    —¡Y no sabes lo que he llegado a aburrirme! Tel [Terry] no me dejaba a sol ni a sombra. No se apartaba ni un momento de mí, se ponía como una furia en cuanto le dirigía la palabra a otro chico. En serio, oye, al principio me gustaba, pero al cabo de poco la cosa acabó poniéndome los nervios de punta.

    Gloria rió escandalizada, llevándose la mano a la boca para ocultar sus pequeños y sucios dientes.

    —Pobrecilla. ¿Y qué hiciste?

    Gloria estudió su vaso de ginebra.

    —Le puse cuernos.
    —¿Y qué dijo él?
    —Me zurró. Y dijo que era una puta. Y ahí se acabó todo.

    Pronuncié un discurso, con acento de clase media baja y entonación coloquial, acerca de lo fastidiosos que resultan los celos sexuales en todas sus manifestaciones. (A mitad del mismo, Gloria se quitó la cazadora de cuero, con la mirada fija en mis ojos, para revelar una ajustada camiseta púrpura que, a mi entender, armonizaba fatalmente con sus shorts cortísimos de ante color pardo. Aunque era evidente que llevaba bragas, también era evidente que no llevaba ni medias ni sujetador. ) Cuando el discurso estaba a punto de concluir, volvió a sonar el teléfono.

    —... a no ser que estés decidida a pasártelo mal. Espera un momento.

    Subí corriendo.

    Llamaban desde una cabina. ¿Terry? No, Rachel.

    —¿Charles? ¡Oh, Charles, seguro que no adivinas lo que ha ocurrido!
    —Cuéntamelo.
    —Mamá se ha enterado. Se ha enterado de lo de París.
    —¿Cómo?
    —Fue a ver al aya..., y lo ha averiguado.
    —Pero, ¿cómo?
    —No importa el cómo... —Parecía a punto de llorar, pero prosiguió a duras penas— : Mamá vio lo pequeño que era el apartamento, le preguntó dónde dormí yo... No sé.
    —Entiendo. ¿Dónde estás ahora?
    —En casa del aya. Mamá me ha echado de casa.
    —Será mejor que vengas aquí.
    —Bien. Pero tendré que quedarme aquí un rato —dijo— porque el aya está hecha un manojo de nervios. Cree que todo ha sido por culpa suya y...
    —... Bueno, desde luego que lo es...
    —¿Qué hora es? Mira, pasaré por allí a eso de las nueve. ¿De acuerdo?

    Cuando me precipitaba corriendo hacia abajo, me detuve un momento a pensar.

    Gloria se había descalzado y estaba tendida en la cama. Yo me senté al borde.

    —Me encanta charlar contigo, Charlie. Siempre consigues animarme.


    Ocho y cinco. Intrincado lío de cuerpos. Los dedos de Gloria jugueteaban con la hebilla de mi cinturón. Los míos temblaban entre el ante y el húmedo algodón. Empantanamiento de besos.

    Ocho y quince. Gloria se separó de mí y se quitó la camiseta. Empecé a desabrocharme. Luego dejé de hacerlo. Pero Gloria se quitó sus shorts; los dejó caer al suelo, sacó un pie y luego el otro. Aquellos pechos maravillosamente carentes de toda sutileza, aquellos pechos tan poco literarios, tan grandes. Gloria sonrió.

    —No tomo la píldora, Charles.
    —No me digas que tú tampoco... No te preocupes, tengo...

    Volví a vacilar, y sentí un estremecimiento de sobriedad. Gloria introdujo ambos pulgares debajo de la goma de sus bragas, y sus bragas marcaron un bulto enorme..., como si albergaran toda una polla, o incluso dos.

    —Tengo preservativos— dije.

    Ocho y veinticinco. Después de un torticolístico ratito de soixante-neuf y una breve fase dentro de ella sin funda, agarré la cajita y extraje el último condón que albergaba. No me preocupó en absoluto, porque guardaba mis reservas en otro sitio. Esta caja es como una pitillera fardona.

    Ocho y treinta y cinco.

    —Sí, también para mí ha sido fantástico —dije, sinceramente—. No, gracias, estoy intentando dejar el tabaco. Oye, Gloria, ocurre que mi hermana y su marido van a regresar de un momento a otro. ¿Verdad que no conoces a Norman? ¿No? Bueno, verás, es uno de esos tipos tan puritanos, ya sabes. Tuvo una educación muy estricta. En fin, que podría... Oh, supongo que llegará a las nueve menos cinco, o menos diez. Nada, no te preocupes. En realidad no hay por qué asustarse. Pero a veces se pone furioso. Ya sabes cómo son los ricos. No saben tomarse las cosas con calma. Además, mañana mismo tengo que presentarme a la entrevista para ingresar en la Politécnica de Leeds.
    —También yo tengo que irme. Me alegro de haber podido estar contigo todo este rato.
    —Lo mismo digo.

    El condón pasó a hacerle compañía a su gemelo (ligeramente) más pesado.

    Ocho y cuarenta y cinco. Gloria sonríe mientras se cubre sus manchados pechos con la camiseta. También yo sonrío, porque de lo contrario podría empezar a cagarme por toda la habitación. Me muero de ansiedad.

    Ocho cincuenta y cinco.

    —Adiós, cariño. Mañana te llamo.

    La conduzco a toda prisa hacia la puerta.

    —Gracias por ser tan encantador —dice Gloria.
    —¿Yo? Tú sí que has sido encantadora —digo yo.

    Y volvió a sonreír con picardía, y se fue corriendo.

    Sosteniéndome a duras penas en la barandilla, me entregué en cuerpo y alma a diez segundos de ejercicios respiratorios. Luego bajé como un rayo, espolvoreé de talco las sábanas y mis genitales, busqué huellas de maquillaje y carmín en la almohada, lancé kleenex usados a la papelera y de una patada mandé el vaso de Gloria debajo de la cama. Agradecí al Señor que ya me hubiera acostado con Rachel aquella misma tarde: eso justificaba que las mantas estuvieran arrugadas y la habitación oliera a conejo. Mientras hacía gárgaras con Dettol en el baño, investigué mi piel por si había aparecido algún grano postcoítico. Mi cara era un puré de frambuesas. La sumergí en agua fría. Si Rachel dijese algo, tendría que contestarle tartamudeando que estaba terriblemente preocupado por todo.

    —¿Ah sí? No, es... Sólo que estoy terriblemente preocupado por tototodo. ¿Queque ha sido exactamente lo queque te ha dicho tu madre?
    —Ya sé que es un lío increíble. Pero no te preocupes, mi amor. La culpa no es tuya.
    —Me siento responsable.
    —Tonterías. Para empezar, la idea fue mía... Pero ha sido horrible. Ha entrado en mi habitación y, con la mayor calma, me ha dicho: «Ya sé que no estuviste viviendo en casa del aya. ¿Quieres decirme, por favor, dónde has pasado esos días, o voy a tener que llamar a la policía?»
    —La policía. Mmm, no te jode. ¿Quién se ha creído que es? ¿No se ha enterado que las cosas ya no funcionan así? Tienes veinte años, y ella no puede...
    —Ya te dije que hay cosas que la ponen histérica. Creo que Papá... —Rachel entrelazó nerviosamentes los dedos y se quedó mirando su regazo.
    —¿Y qué le has dicho?
    —Le he contado la verdad.
    —¿No podrías haberte inventado cualquier cosa? No, imagino que no.

    Se desplomó sobre sí, temblando y sollozando bajito. Le rodeé los hombros con el brazo y tomé un trago de ginebra. Me fijé en que la luz de las farolas de la calle hacía que el polvo de las ventanas de la salita pareciese dorado, como si lo hubiesen puesto allí para producir un efecto decorativo.

    Cuando bajábamos a mi cuarto sonó el teléfono.

    —A lo mejor es Mamá —dijo Rachel.

    No lo era.

    —Aquí, Bellamy. ¿Eres tú, Charles? —preguntó en un gorgoteo de borracho—. Supongo que no te ha sido posible venir.
    —No. Lo siento.
    —Ya. Bien, la entrevista es mañana. ¡Bonne chance! Quizá cuando ter... Quizá pudieras. Charles, me encantaría que nos viéramos. Querría...
    —No. Lo siento. Adiós —le interrumpí, y colgué.
    —¿Quién era?
    —Se equivocaban de número.

    Lo lógico hubiera sido que Rachel se tranquilizara poco a poco, pero cuando nos metimos en cama era un puro temblor.

    —Haz que me sienta segura —repetía insistentemente en la oscuridad—. Por favor, haz que me sienta segura.

    Accediendo a sus súplicas, la envolví en un complicado abrazo. Pero ella seguía empeñada en susurrarme cosas.

    —Espera un momento —le dije.

    La caja de condones estaba vacía, naturalmente, de modo que busqué la otra. Para qué quieres condones, me dije a mí mismo. AI fin y al cabo, sólo te saldrá sangre, si es que sale algo.

    También la otra caja estaba vacía.

    —Mierda. No me queda ninguno.
    —Sí —dijo Rachel—. Quedaba uno. Me he fijado esta tarde.

    En un tono de voz que podría haber sido de mi hermano más pequeño, pregunté:

    —¿Estás segura?
    —Completamente.

    Me volví de espaldas y fingí rebuscar en el cajón.

    —Ah sí, aquí está. Vaya. Se me ha caído a la papelera. Maldita sea... —Mis dedos tropezaron con el de Gloria, lo apartaron a un lado, penetraron por entre un revoltillo de kleenex, pieles de plátano y ceniza de cigarrillo, hasta encontrar el que había usado con la propia Rachel aquella misma tarde. Soy una persona considerada, naturalmente. Discúlpenme, pero soy una persona de principios. Es cierto que el de Gloria hubiese ido mejor, porque el de Rachel estaba mucho más sucio y húmedo y frío que el otro. De todos modos, usar el de Gloria me hubiera parecido, no sé, vulgar, y, además, un insulto para una chica tan magnífica.

    Por fortuna, tuve esa clase de erección que sólo la familiaridad puede fomentar. Abriendo mucho los ojos, conseguí meter el condón sobre la punta, y tiré hacia abajo.

    —Ya está.

    Rachel abrió las mantas para que yo entrase.

    Veinte minutos más tarde, en el baño de abajo, me miraba al espejo que está encima del lavabo. Era una cara demasiado chupada y desinteresada para ser la mía. Mientras la observaba, su actitud inexpresiva empezó a transformarse en un gesto, una mueca, que llegó finalmente a convertirse en una sonrisa. Mira, chico, los menores de veinte años hacen estas cosas todo el día. Recuerda: sólo se es joven una vez. El joven no está destinado a la culpa sino a la lujuria más desatada; no está destinado al remordimiento sino a la exultación; no está destinado a la vergüenza sino al cinismo. Tal como tú mismo has sabido expresarlo, en uno de los pasajes más primaverales de

    «Sólo la serpiente sonríe»: Pringosa la cara. Largas listas De polvos, ligues. Miel y rocío; Calor y sudor, Esa inocente mirada A la imagen Del baño: La canícula.


    El auténtico joven es un ego abandonado en una isla desierta, pero siempre tiene la espalda vuelta contra nuevos barcos; posee una especie de fuerza subnormal que le permite vivir en su soledad. No te olvides de que has estado malvendiendo tu juventud por ella. Me guiñé un ojo y cogí la hoja de afeitar. Tenía que rajarle la garganta al condón para que, al tirar de la cadena, bajara mejor; una operación complicada, ya que generalmente aquel baño tenía apenas el tamaño suficiente para que cupiéramos mi polla y yo, y nada más, y ahora tenía que estirármela y adelantar el brazo para accionar la hoja de afeitar. Cerrando los ojos, busqué a tientas la bolsita de la punta: tirar de ella, bajar la vista y cortar. Me dio la sensación de que lo tenía muy apretado (¿se habría contraído por haberlo utilizado más de la cuenta?), pero conseguí tirar de él (lo cual me produjo un inesperado dolor), coloqué la hoja de afeitar en la posición adecuada, y bajé la vista. Entre el pulgar y el índice no encontré la goma del condón, sino mi prepucio.

    Lo primero que pensé, mientras la hoja tintineaba al caer al suelo, fue que había estado a punto de autocircuncidarme. Lo segundo: ¿a dónde ha ido a parar el condón?

    Medio sepultada entre los pelos, encontré la goma enroscada junto a los huevos.

    Se había roto. Rachel estaba embarazada.

    Pero, aunque yo ya no lo fuera, la noche era joven.

    Rachel estaba sentada en la cama, apoyada en las almohadas, como un chico, fumando.

    —¿A dónde has ido?
    —A refrescarme un poco.

    Me hizo sitio a su lado.

    —Oye, Rachel. ¿Preferirías que te contase una cosa que tal vez sea para ti un motivo de preocupación, aunque fuese posible que al final no hubiese de qué preocuparse? ¿Aunque fuera totalmente innecesario preocuparse?
    —Claro. Y, además, ahora no tienes más remedio que decírmelo.
    —¿Aunque podría igualmente contártelo más adelante, cuando ya no fuera motivo de preocupación?
    —Sí —me besó en la mejilla—. Porque yo también tengo que decirte una cosa.
    —¿En serio? ¿Qué?
    —Primero me dices tú la tuya, y luego te diré la mía.
    —No, tú primero. Anda. Te prometo que, sea lo que sea, no me importará. —No pude impedir que se notara la ansiedad en mi voz.

    Se llevó el pitillo a los labios. El humo salía de su boca y su nariz mientras decía:

    —Ya sabes todo lo que te he contado sobre mi padre. Pues bien. Todo era mentira. Jamás le he visto ni he hablado con él ni he tenido noticias suyas.

    Me quedé mirando al techo.

    —Entonces, todo eso de París...

    Dijo que no con la cabeza.

    —Así que ni siquiera te llama nunca por teléfono...
    —Todo era mentira.
    —¿Ni siquiera una sola carta?
    —Nada. Nunca.

    Moví las piernas.

    —Joder.

    Me besa apresuradamente.

    —Es una tontería, pero siempre hago lo mismo. No sé por qué. No quiero hacerlo, pero me sale.
    —Pero, ¿por qué?
    —No lo sé. Quizás así me siento más...
    —¿Más qué? ¿Más... concreta, más definida?
    —Imagino que sí. No. No es eso. Simplemente que así me parece que no soy tan patética.

    Su voz sonó de una forma absolutamente nueva.

    —No tan patética —dijo.
    —... oh, cariño, no te preocupes. Me importa un rábano, en serio.

    Mientras Rachel lloraba sobre mi hombro, hice una revisión crítica sobre la teoría de que su padre era Jean-Paul d'Erlanger.

    Hay, sin duda, algunos detalles muy logrados. Me gustaba todo eso de las iracundas llamadas telefónicas, por ejemplo. Y era impresionante que Rachel hubiera sabido protegerse tan bien: todos esos comentarios sobre el tacto con el que todo el mundo evitaba tratar ese tema, sobre lo bondadosos que se mostraban todos no refiriéndose jamás a su existencia. Lo más probable era que DeForest todavía no supiera la verdad. Pero ese Apasionado Pintor Parisiense, y todas esas memeces tan románticas sobre la Guerra Civil española... La verdad... ustedes me dirán.

    Con renovada curiosidad, con reavivada conciencia del misterio que Rachel seguía albergando, besé las húmedas esquinas de sus ojos. Porque, vamos, hombre, seguro que está chiflada. Por fuerza. También yo mentía y fantaseaba y engañaba; también mi existencia no era más que una red prismática de mendacidad, aunque en mi caso todo aquello resultaba más..., ¿qué?..., más lúdico, más literario, una respuesta no tanto a necesidades sentimentales como intelectuales. Sí, ahí estaba la diferencia. Volví a abrazarla con fuerza. Qué cosita tan desconocida me resultaba ahora. Era como estar en la cama con otra chica.

    Al cabo de una hora ya había convencido completamente a Rachel de que me gustaba y no la encontraba en absoluto despreciable.

    —¿Qué era —me dijo entonces— lo que tenías que decirme tú?

    Parte de mi cabeza debía de haber estado dándole vueltas a este asunto. Cuando hablé fue sin la menor vacilación.

    —Ah, eso. Bueno, en realidad, creerás que es una tontería. Nada, sólo que..., creo que hice una porquería de exámenes y no conseguiré ingresar en Oxford. Tengo la sensación de que cometí un grave error de juicio.

    Mientras Rachel murmuraba frases tranquilizadoras, afuera, el viento, que había soplado toda la tarde con fuerza, empezó a producir sus antiguos ruidos portentosos, a silbar por las rendijas de la puerta de la bodega, y hacer temblar los cristales de las ventanas.


    Medianoche: llegar a la mayoría de edad


    Así que tengo diecinueve años y generalmente no sé lo que me hago; robo mis ideas de los libros, tomo prestadas mis miradas a los ojos de otros, no adelanto a los subnormales ni tullidos por la calle porque temo que mi agilidad les deprima, me encanta ver jugar tanto a los niños como a los animales, pero no me importaría ver cómo le dan una patada a un pordiosero o cómo atropellan a una niña porque no son más que nuevas experiencias que voy acumulando; no me gusto a mí mismo y observo con burlona sonrisa este mundo más feo y menos inteligente que yo. Supongo que todo esto es de lo más corriente, ¿no? Ahora amontono los papeles que forman El libro de Rachel. Las manecillas del despertador forman una «V» de Victoria, muy cerrada y ligeramente inclinada hacia un lado. Dentro de siete minutos se fundirán en una sola.

    Naturalmente, a la mañana siguiente me sentía delirante. (Todavía noto los efectos en este momento, cuarenta horas después; se me ocurre que el agotamiento es la droga más barata y fácil de obtener de todas las que hay en el mercado. )

    Rachel, que normalmente se despertaba del todo en cuanto yo me movía, siguió dormida mientras con los ojos entrecerrados buscaba yo mi ropa y mis apuntes para la entrevista. A las tres en punto de la madrugada, es decir cinco horas antes, le prometí que me despediría antes de irme. Pero no me pareció que tuviera sentido hacerlo.

    Llevado por un extraño impulso, en lugar de eso decidí llevarme conmigo El libro de Rachel.

    Norman estaba sentado en la cocina, solo, estudiando la sección de tías buenas del Sun. Evidentemente, Jen se había olvidado su proyecto de prepararme un desayuno como Dios manda.

    —¿A qué hora sale tu tren?
    —A las nueve y cinco.

    (Teóricamente tenía que haber llamado al college para averiguar la hora de la entrevista, pero mi nombre es de los de la mitad del alfabeto, y supuse que no sería antes de las diez y media. )

    —Falta muchísimo —dijo Norman.

    Tomamos en silencio una taza de té y pan con mantequilla, naturalmente. El café es un desayuno de maricas, y las tostadas quedan para los progres. Me notaba la lengua hirsuta y me escocían los dientes.

    Nueve menos veinte:

    —Venga, vámonos. Con este traje pareces una antigualla. ¿De dónde lo has sacado? ¿Material sobrante del ejército? Toma, aquí tienes una carta. Del extranjero.

    Norman hizo rugir su Lotus Cortina, su americana azul colgada del gancho a su espalda. El coche olía a gasolina, plástico, camisas de nylon transparente, y concentrado de sudor. Miré el sobre y me lo guardé en el bolsillo. Coco.

    —¿Listo?

    Tras cinco segundos de estruendosos estremecimientos, el coche salió catapultado calle abajo.

    —¿Está cansada Jenny? —grité, cuando volvíamos a aterrizar después de que Norman nos hiciera volar cuando tomó sin frenar la curva para entrar en Bayswater Road.
    —Sí —al llegar al semáforo desaceleró de setenta y cinco a cero kilómetros por hora—. Ahora no le conviene madrugar.

    Al primer indicio de ámbar, Norman lanzó el coche hacia adelante, serpenteando por entre los demás vehículos como un esquiador.

    —Así que, ¿cuánto le falta?
    —Hasta finales de mayo.
    —¿Estás contento?

    Se encogió de hombros, metió la segunda, tocó la bocina (un claxon horterísima, que tocaba las cuatro primeras notas de la Marcha nupcial), y adelantó chirriando a un camión por la izquierda, haciendo que un peatón cayera humildemente de rodillas en nuestra estela.

    Más semáforos.

    —¿Por qué no te decidías a tenerlo? —Norman aumentó atrevidamente las revoluciones del motor y murmuró amenazas al conductor de la camioneta del repartidor de leche que estaba a su lado—. ¿No querías sentirte atado? —Volvíamos a estar en marcha, aplastados contra nuestros asientos por la inercia.
    —¿Te has tirado alguna vez a una furcia que baya parido?
    —No.

    No me había oído, de modo que volvió la cabeza hacia mí, con la boca abierta de par en par. Negué con la cabeza.

    —Pues yo... —zigzagueó enloquecidamente, se embutió entre un taxi y una furgoneta de reparto de prensa, y se coló, con dos ruedas en el aire, hacia Queensway— ..., pues yo sí. Y no es ninguna broma. Ni siquiera te enteras de que ya estás dentro.

    Norman dio un chirriante frenazo para detener el coche justo al borde de un paso cebra, dejó que una presumida rubia lo cruzara, y salió de nuevo como una flecha, rozando los botones del abrigo y planchando las punteras de los zapatos de un par de siameses subnormales.

    —Es como agitar una bandera en el aire.

    Otro semáforo. Quise preguntarle a Norman si había leído a Swinburne, pero él prosiguió:

    —Y se les cae la tripa. A lo mejor Jen lo resiste bien. No sé, joder, le dije que si quería un niño lo adoptase, pero... ¡a las muy putas les gusta tenerlos! Se les queda el coño —apagó bruscamente la calefacción— como puré de patatas. Y las tetas — habíamos arrancado de nuevo— les huelen a leche agria. Y se les caen. Peor que flanes.
    —¿En serio?
    —Sí, tío, sí. Como las de las negras viejas. Pero al final pensé, al carajo. Jen está muy bien. Las tiene muy firmes. Por otro lado, ahora ya no me la tiro casi nunca. Te dejaré aquí. ¿Cuándo estarás de vuelta?
    —No lo sé —dije, con voz de sorpresa—. Probablemente esta noche. Dile a Rachel que esta noche. Y gracias por traerme.

    Me arrancó la manija de las manos. Vi a Norman que aceleraba con tremenda determinación, el torso encorvado sobre el volante, mientras un tablero de ajedrez de monjas empezaba a cruzar la calzada.

    Durante la hora que duró el viaje en tren, la Carpeta de la Entrevista permaneció cerrada sobre mis piernas. Temblaba estudiadamente, y tuve que ir un par de veces al lavabo para disfrutar de algunas convulsiones. ¿Era posible que ése fuera el único motivo de Norman? A menudo había considerado esta posibilidad, para rechazarla pensando que era demasiado repugnante; jamás se me ocurrió que pudiera ser verdad. Y Norman..., tan vehemente, tan irreflexivo, tan libre. ¿Somos todos tan Patanes desde el punto de vista de las emociones? ¿Era extraño que Norman no se mostrara muy dispuesto a tener que meter su manubrio en una caliente empanada de carne el resto de sus días? ¿No les hubiera ocurrido lo mismo a ustedes?

    Cuando me rebuscaba los bolsillos tratando de encontrar algún pañuelo, tropecé con la carta de Coco. Casi no recordaba quién diablos era. Fuera como fuese, se disculpaba por la confusión que me había creado al hablar del «País del Quizá»; era una expresión que solían usar Coco y sus amigas para referirse de modo aproximado a la zona de las fantasías y deseos humanos; de hecho, era un país inexistente. En lo que se refiere a mí, otra pregunta (si la podría joder o no cuando viniera a Inglaterra), «... no estoy segura de si voy a estar preparada... » A modo de respuesta, primer borrador, redacté una paráfrasis en prosa de unos versos de «A su amante tímida» de Marvell: «Si dispusiéramos de todo el tiempo del mundo, tu atractiva "modestia" sería perfectamente aceptable. Podríamos relajarnos y considerar... », etc., etc. Este ejercicio, que me hubiera calmado y estimulado en circunstancias normales, no sirvió ahora para ninguna de las dos cosas.

    Caminé arriba y abajo por el tren, choqué violentamente, como una pelota de saque, contra las paredes de los pasillos, impulsado por el balanceo y el vaivén de los vagones, rechacé periódicos, pasteles bacterianos y rígidos emparedados, tazas medio vacías de agrisado té, y sorteé niños gordezuelos de mugrientos labios y mejillas, cuidados por mujeres que cualquiera hubiese podido confundir con futbolistas retirados, así como hombres inexpresivos que viajaban solos.

    Llamé y entré en las habitaciones del doctor Charles Knowd, ni siquiera parcialmente desnudo, y con mi nuez en la punta de la lengua. Según el cartel de la entrada, la entrevista había empezado hacía diez minutos; el portero, un tipo con blazer y de perturbadora apostura (al que me dirigí llamándole «señor» y «su serena majestad», como un yanqui), me escoltó personalmente hasta la escalera apropiada, y me dijo cuál era el despacho al que debía dirigirme. Entré pronunciando disculpas a voz en grito.

    El uno frente al otro, ante una estufa eléctrica sin enchufar, se encontraban sentados un par de hippies. Uno de ellos, presumiblemente el catedrático, me saludó con la mano y, sin alzar la vista, me dijo:

    —La habitación del otro lado del pasillo. Cinco minutos.

    En la habitación del otro lado del pasillo encontré a un nuevo hippie.

    —Hola —dije—. ¿Se puede saber qué pasa? ¿Eres tú el siguiente?
    —¿Nombre?
    —Highway —¿y tú cómo te llamas? ¿Manson?
    —Bien. Voy detrás de ti.
    —¿Quién es el doctor Knowd, el del pelo más largo?

    El tipo, mirando al frente, asintió con la cabeza.

    —Tengo entendido que es cojonudo. El más cojonudo de todo Oxford. —Siguió haciendo gestos de asentimiento con la cabeza—. Ha dado seminarios sobre Berryman.

    Snodgrass. Sexton. Tíos así.

    —Joder. ¿Y tú de quién piensas hablarle?

    Cerró el puño y lo agitó en el aire, como si anunciara cierta perezosa especie de amenaza.

    —Espero que me deje llegar a Robert Duncan. O quizá Hetch...

    ¿Quién coño era toda esa gente? No me había dedicado a estudiar ni a los extremistas ni a los poetas de la escuela de los Beatles.

    Mientras me desabrochaba los cuatro botones superiores de la camisa, me quitaba la corbata y me secaba con ella la frente, me ponía la americana del revés (el forro, gracias a Dios, estaba un poco desgarrado), y me metía los bajos de los pantalones dentro de la caña de las botas, el hippie me preguntó:

    —Eh, tío, ¿qué haces?
    —Tengo un poco de calor —dije.
    —¿Ah sí?
    —Eh, oye, ¿tienes idea de qué edad tiene?
    —Veinticinco. O veintiséis. Un tipo muy activo.
    —¿Activo?
    —En favor de las reformas.
    —¿Qué reformas?
    —¿Qué reformas? —¿Dejar que las chicas no tengan que regresar hasta las doce en lugar de a las once y media? ¿Servir el desayuno diez minutos más tarde?—. ¿Qué clase de reformas? ¿Políticas?
    —Eso. Reformas políticas.
    —Mierda.

    Se abrió la puerta.

    —¿Highway? —dijo el segundo hippie señalándome con la barba.

    Corrí hacia él.

    —Soy yo.
    —Te toca.
    —Eh, ¿cómo te ha ido? —le susurré.

    El tipo hizo una pausa a mitad del pasillo.

    —Creo que bien. No te preocupes, no es ningún ogro.
    —¿De qué le has hablado?
    —De los neosimbolistas rusos.

    El doctor Know se había instalado en el banco corrido que había bajo la ventana, al otro extremo de la habitación, y dejaba que la brisa de diciembre enredara juguetonamente los rizos de su melena.

    —¿Le molesta el viento? —preguntó, con acento bastante indefinido; como el mío.
    —En absoluto. ¿Le importa que me quite la americana?
    —En absoluto.

    Alcancé a ver las hojas de mis exámenes apoyadas sobre sus rodillas. Estaban marcadas con tinta roja.

    —Siéntese.

    En el suelo. No: demasiado obvio, demasiado simplista. De entre las posibilidades que me ofrecían: el sofá, dos butacas y un taburete bajo, elegí este último. Porque Knowd, que seguía hojeando mis exámenes sin dar indicios de ninguna clase, llevaba el uniforme de guerrillero urbano: chaqueta y pantalón de lona a manchas verde y kaki, estilo camuflaje; botas recias y enormes; boina sesgada. La cara y el pelo a lo Jesucristo. Para evitar que me entrechocaran los dientes, me puse a tararear bajito la Internacional.

    —Dígame, Mr. Highway, ¿le gusta la literatura?

    Venga, hombre. ¿Se puede saber qué clase de pregunta es ésa? ¿Qué novelas ha leído recientemente? ¿Tiene algún problema?

    Sonreí:

    —¿Qué clase de pregunta es ésa?
    —Discúlpeme —dijo alzando la vista hacia mí—, pero si he leído correctamente sus exámenes...

    El sudor manaba abundantemente de mi cara y mis sobacos. Saqué un pañuelo.

    Knowd habló.

    —Por ejemplo, en el examen de Literatura se queja usted de que Yeats y Eliot... «optaron en sus últimas fases por las frías certidumbres que sólo funcionan lejos del carácter embrollado de la vida. Recurrieron prudentemente al artificio de la eternidad», etc., etc. Lo cual le da base para a continuación escribir esa frase altisonante en la que habla de la «fingida inhumanidad» de la seducción de la mecanógrafa en La tierra baldía, comentario que ha tomado usted de W. W. Clarke, y que, me parece, resulta muy embrollado en este contexto. Igualmente, en sus páginas del examen de Crítica, se burla de la «irreal grandiosidad sexual» de Lawrence, utilizando lo que escribe Middleton Murry sobre Mujeres enamoradas, sin citarlo, por cierto, como ocurría en el caso anterior. Y justo a la siguiente línea ataca la «facilona ecuación arte-vida» del propio Lawrence.

    Knowd soltó un suspiro.

    —Al hablar de Blake —prosiguió—, parece contentarse usted con parafrasear al autor de Temible simetría cuando escribe acerca de esas "arquitecturas verbales autónomas, que por fuerza carecen de toda relación con la vida", pero, en cambio, en la redacción que se le pidió veo que se excita muchísimo hablando de la "vehemencia con la que Blake educa y refina nuestras emociones, sorteando el atrezzo y los listones del artificio". Por cierto, ¿ha intentado alguna vez sortear un listón? O, si vamos a eso, ¿educar vehemente a alguien?

    »Donne le parece muy bien en un momento, gracias a su "valentía emocional", a su capacidad de "empapar de sus emociones el tejido del verso", pero poco después ya no le parece tan bien porque detecta usted... ¿qué es lo que detecta?, ah, sí, «una meretriz exaltación del juego verbal por encima de los verdaderos sentimientos, que le conduce a modelar su emoción de modo que encaje en su métrica». Vamos a ver, ¿en qué quedamos? No son ganas de criticar por mi parte, pero la verdad es que las dos citas las he tomado del mismo párrafo y hablan de la misma estrofa.
    »No voy a seguir... La literatura tiene vida propia, sabe usted. Y no podemos utilizarla despiadadamente para nuestros propios fines. Lo siento, quizá esté siendo injusto...

    Alguien llamó a la puerta.

    —Será sólo un minuto —dijo en voz alta.

    Lancé un espeso esputo contra mi pañuelo, y me levanté al ver que Knowd se levantaba.

    —¿Tan malísimo le ha... ? —Me encogí de hombros y me quedé mirando al suelo.

    El me tendió mis exámenes.

    —¿Quiere quedárselos? Encontrará también un análisis punto por punto de uno de sus trabajos más pomposos. Quizá le interese. ¿Le gustaría leérselos, y ver si está de acuerdo conmigo?

    Asentí con la cabeza.

    —Muy bien. Veamos. Me gustaría que se dedicase a pensar muy en serio durante los próximos nueve o diez meses. De todos modos, voy a aceptarle; si no lo hago, lo hará algún otro catedrático y no haría usted más que empeorar. Deje de leer libros de crítica, y olvídese por Dios de todas esas paparruchas estructuralistas. Limítese a leer los poemas y averigüe si le gustan o no, y por qué. ¿De acuerdo? Lo demás se dará, confiemos, por añadidura. Recibirá la carta dentro de unos días. ¿Le importaría decirle a Leigh que ya puede pasar?

    El horizonte urbano de Oxford me ofrecía una serenidad espúrea en forma de piedras doradas recortándose contra un cielo muy azul. Naturalmente, rechacé este regalo. Me pregunté por qué razón podía creer esta ciudad que era diferente a todas las demás. Si miras al frente y mantienes los píes en el suelo, es imposible que no te fijes en la fea, corriente, atareada y vulgar vida callejera de las tiendas de discos, tintorerías, bancos. En cuanto dejas de seguir las líneas ascendentes de la arquitectura, es una ciudad como otra cualquiera. Pero Oxford es de otra opinión; jamás he conocido ninguna ciudad tan engreída. Y cuando me dirigía andando hacia la estación, nadie se volvió a mirarme.

    En George Street, sin embargo, me detuve, dejé la cartera en el suelo y me arreglé la corbata. Luego hice lo que supongo que pensaba hacer desde el primer momento. Volví la esquina en dirección al Parque de Gloucester y pregunté a qué hora salía el primer autobús hacia mi pueblo. Quedaban quince minutos. Sentí hambre, algo que no recordaba haber sentido anteriormente, de modo que me tomé un pastelito en una cafetería, y también una tortilla de solitaria (tortilla de «tocino», por decirlo con la frase de la carta). Y me fui a casa.

    Madre y su hijo menor se encontraban junto a la puerta de atrás. Ella estaba sacándoles brillo a los zapatos de Valentine, mientras él se hurgaba la nariz con las dos manos, rindiendo la requerida pleitesía a ambos orificios. Me saludaron como si sólo hubiese salido un momento para comprar cualquier cosa en la tienda.

    —Hola —dije—. Acabo de terminar la entrevista..., ¡y me han aceptado! Entraré en Oxford.

    El asunto no pareció conmover demasiado a Valentine, que de todos modos estaba enfrascado en rascarse un grano. Pero Madre dijo:

    —Es fantástico, ¿verdad?
    —Verdad.
    —Tu padre..., ¡Valentine, no seas cochino!..., estará encantado.
    —¿Cuándo llegará?
    —Dijo que hacia las seis. Mmm. No hay casi comida, Charles, resulta que...
    —No te preocupes. Ya me prepararé cualquier cosa.

    Una vez arriba, empecé la Carta a Rachel. A las tres horas de trabajo ya estaba escrita. Tengo ante mí la copia. Dice lo siguiente:

    Queridísima Rachel:

    No comprendo cómo ha podido nadie escribir una carta como ésta, me refiero a que cualquiera que lo haga tiene que ser un cobarde y un mierda y un cínico, de modo que no me queda más remedio que compensar todo eso hablando con la mayor sinceridad posible. Hace algunas semanas empecé a tener la sensación de que lo que sentía por ti estaba cambiando. No estaba seguro de qué clase de sentimiento era, pero ni desaparecía ni se transformaba en ningún otro. No sé cómo ni por qué se presenta; pero sí sé que, cuando llega, es lo más triste del mundo.

    Pero no eres tú la que ha cambiado, sino yo. De modo que permíteme esperar que te parezca (como a mí) que todo esto ha valido la pena vivirlo, y permíteme que te pida perdón. Eres lo más importante que me ha ocurrido en mi vida. Charles.

    La repetición de «sentimiento» y «sentir» le daba un agradable aire de improvisación. Ese «sino yo», quedaba bastante repipi, hasta inmodesto. Pero, hasta donde yo sé, Rachel no es una lectora muy crítica.

    Volví a escribirla otra vez, cambiando algunas palabras poco esenciales. La carta de Coco tendría que quedar tal como estaba.

    Cuando me dirigía a la puerta del jardín, sonó el teléfono. Era para mí. Como no quería manchar los sobres de sudor, los dejé sobre la rinconera del vestíbulo.

    —¿Y qué tal te ha ido?
    —¿Mmm? Bien. He ingresado.
    —... No pareces muy satisfecho.
    —Pues lo estoy, en serio.
    —... ¿Por qué no has regresado a Londres?
    —No sé, la verdad. Estoy un poco extenuado.
    —... ¿Cuándo vendrás?

    Apreté los dientes.

    —No estoy seguro. Me siento un tanto, no sé, raro.

    Rachel tragó saliva.

    —Charles..., ¿qué pasa?
    —Lo siento. La entrevista ha sido bastante angustiosa. No se ha parecido en absoluto a lo que yo me esperaba.
    —Pero has conseguido el ingreso, ¿no?
    —Oh, sí. ¿Has tenido noticias de tu madre?
    —Sí. Ha telefoneado esta mañana. Casi me ha pedido disculpas. Esta tarde pasará Archie a recogerme. Supongo que lo mejor será que regrese. ¿Te parece?
    —Oh sí, desde luego. Es lo mejor. Oye, siento estar tan espantoso. No te preocupes por nada. Lo más probable es que mañana ya haya regresado. En caso contrario te llamaría. ¿De acuerdo? Te quiero. Bueno. ¡Adiós!

    Cuando caminaba hacia el pueblo no sentía prácticamente nada; le presenté mis respetos al paisaje, pero no fui capaz de detectar la menor simpatía solemne en su quietud, ni el menor reproche en su parálisis. Generalmente, esta carretera me traía a la memoria muchos metros de película del pasado: el chico de diez años que corría con la cara brillante hacia el autobús de Oxford; el mantecoso pubescente que salía a pasear su (triste) alma por ahí, o que iba a cascársela al bosque; el joven y elegante lector de Tennyson las tardes de verano, o que intentaba cazar pájaros con viejas y herrumbrosas pistolas de pistones, o que fumaba cigarrillos con Geoffrey detrás de los setos, y que luego escupía en las zanjas. Esta vez, en cambio, paseé por allí sintiéndome vacío, sin que mi infancia asomara por ningún lado.

    Mr. Bladderby decidió pagar de su bolsillo nuestras cervezas cuando se enteró de la feliz noticia, y me quedé a charlar con él y su mujer durante veinte minutos, con las cartas todavía en el bolsillo. El mesonero había tenido nuevos achaques, Mrs. Bladderby había perdido a su madre, más dos dientes, más una tercera parte de su cabello, pero en conjunto me sorprendió que hubieran cambiado tan poco. Yo tenía la sensación de haber estado lejos de allí durante dos años como mínimo. No; años, no. ¿Días? No; días, tampoco. Tenía la sensación de haber estado lejos de allí durante tres meses.

    A mi regreso, sin embargo, y tras una breve visita a correos, el sentimiento de vacuidad empezó a ser desplazado por otro. Y los árboles me saludaron entrelazando sus manos cuando me acercaba al jardín de casa, y el viento me abucheó cuando, derramando atemorizadas lágrimas, abrí la puerta y entré.

    La Carta a mi Padre: ¡qué documento tan notable! Lúcido pero sutil, persistente sin ser quejumbroso, sensible sin carecer de imaginación; ¿elegante?, sí; ¿florido?, no. ¡Ah, si Knowd hubiese podido leerla! El único problema es: ¿qué voy a hacer con ella?

    El viejo pícaro no se presentó, de hecho, hasta el martes; esta mañana. Cuando fui a verle a su despacho me llevé la carta, por si acaso.

    —Ya he tenido la entrevista. He sido aceptado.

    Mi padre pareció sinceramente encantado. Se levantó, y me apretó el hombro. Era la primera vez en muchos años que nos tocábamos. Me hizo sonrojar.

    —¡Qué pena que sea demasiado temprano para brindar! —dijo.
    —Sí. El asunto es, bueno, no tiene ninguna importancia, pero me preguntaba si podría ir al otro college. Ya sé que no es tan bueno, pero no me ha gustado nada el catedrático que me ha entrevistado. Tiene un montón de ideas absurdas. Y dice «confiemos».
    —¿Confiemos? ¿En qué?
    —No, la palabra «confiemos».

    Sonrió, de la misma manera que había sonreído en la escalera de casa de Norman, y en el pasillo del baño de esta casa, y cien veces más en anteriores ocasiones: sonrió ante mis prejuicios, mis opiniones, las cartas que le pedía que me firmara explicando los motivos por los que me negaba a ir a clase de gimnasia, mis diversas demostraciones de excentricidad. Ahora ya no me importaba.

    —Bien —me dijo—. ¿Te va a conceder una beca?

    Le dije que no lo sabía.

    —Si te la da, significa que hay otro college que quiere conseguirte como alumno y que el tipo pretende atraparte antes que los otros, por así decirlo.

    Mi padre se puso a reír, de modo que pensé que lo mejor sería imitarle.

    —Lo que sí dijo es que si él no me aceptaba seguro que me aceptaría algún otro.
    —Entonces es posible que te conceda alguna beca, en cuyo caso telefonearé a Sir Herbert y veremos que nos sugiere. ¿De acuerdo?
    —De acuerdo. Muy bien.

    Hubo un silencio, bastante relajado.

    —Esto, Padre, no creas que vuelvo a mostrarme hostil... mi pregunta no pretende ser petulante.., pero, ¿qué crees que va a ocurrir entre tú y Madre? No es una amenaza. Sólo que quiero saberlo. Comprendo que me he mostrado..., pero me parece que ahora entiendo mejor estas situaciones.

    Mi padre se sentó y me indicó que hiciera lo mismo. Cruzó sus cortas piernas y entrelazó los dedos; parecía muy alerta, como si estuviese tratando de averiguar hasta qué punto era yo sincero. Luego, echando la cabeza hacia atrás, Gordon Highway dijo: —Supongo que tendré que seguir con tu madre al menos hasta que Valentine haya crecido, y es posible que no lleguemos a separarnos nunca.

    —¿No piensas en el divorcio?
    —Por ahora, no. Como sabes, es un asunto terriblemente caro y..., complicado, que no debe ser encarado sin antes haberlo pensado con una seriedad casi podríamos decir que desesperada. Ya lo sabes. Y el matrimonio siempre es en cierto sentido un arreglo, como sin duda imaginas. Cualquier relación a largo plazo lo es, y no tenemos más remedio que contemplarla a largo plazo, Charles. Creo que tu madre y yo no nos divorciaremos nunca —se encogió de hombros, como para quitarle importancia a su modestia—. El divorcio es antieconómico y, a mi edad, innecesario.

    Quizá esto sea un farol, pero creo que uno de los aspectos menos elegantes de la juventud es ese vago impulso que te induce constantemente a ser subversivo, a sonreír burlonamente cuando los mayores te salen con evasivas, a despreciar los acuerdos y avenencias, a buscar las soluciones más difíciles e intransigentes, etc., cuando en el fondo sabes que el idealismo es del todo inútil si no das ejemplo, y que no eres mejor que aquellos a los que criticas. Generalmente, los menores de veinte años son capaces de juzgar su propio comportamiento con criterios que no coinciden con los que usan para juzgar el de los demás; pero a mí ya no me quedaba ni un solo resto de energía moral.

    Además. Mañana ya tendré veinte años. Iré a que me corten el pelo, pediré que me arreglen los bajos de los pantalones, para que los pongan con vuelta, me compraré algunos jerseys con botones por delante, calcetines de lana, unas abarcas.

    —Ya —dije—. Bueno, me parece muy sensato.
    —¿Y qué me dices de ti?
    —¿Eh?
    —¿Cómo te va con la señora?

    Hizo una pausa entre «con» y «la señora»; no obstante, me llevé una sorpresa, me quedé casi conmovido, y no tanto por su pregunta como por el hecho de que me la hubiera hecho él.

    —Todo ha terminado. Ya no me interesa. Por diversas razones.

    Se frotó las mejillas.

    —Sí, siempre que ocurre resulta penoso, claro, pero no te deprimas. Son cosas que vienen y se van. Nuevas experiencias.
    —Tú sabrás. De acuerdo, son experiencias. Pero, ¿por qué —sentí la inquietud del buen actor que tiene que recitar un mal texto—... por qué tardan tanto en venir, y tan poco en irse?

    Mi padre soltó una sonora carcajada.

    —Querido hijo, si supiera la respuesta a tu pregunta, sería un hombre feliz —se golpeó los muslos con las palmas abiertas—. ¡Bien! Me alegro de haber tenido esta conversación contigo. Se ha despejado el ambiente. ¿Nos veremos en la cena?
    —Es posible. Quizá tenga un poco de trabajo antes de esa hora. Cartas y demás.
    —Claro.

    Mi penúltima experiencia de joven me ocurrió a las seis y treinta de la tarde, hace casi cinco horas y media. Había ido al bar y, con una botella de vino barato en cada bolsillo de la americana, estaba abriendo la puerta de casa. Esperé un momento. Gradualmente, como si fuera la cosa más inesperada del mundo, se acercó el ruido de un coche avanzando por la gravilla: unos faros barriendo la avenida.

    El Jaguar rojo se acercó. Las gafas oscuras de Rachel me miraron a los ojos. DeForest estaba tan empeñado en no mirarme a los ojos, que arañó la carrocería contra uno de los pilares de piedra del porche.

    —¡Hola! —saludé.

    DeForest prefirió quedarse dentro del coche.

    Conduje a Rachel a mi habitación adoptando un silencio de tono práctico. Ella se sentó en la cama y sacó un pitillo del bolso que había apoyado en su regazo, apartando por un momento la mirada de mí. Me di cuenta de que no estaba sorprendido ni asustado. Sólo lo fingía.

    —¿Te llegó mi carta?
    —Sí —Rachel trataba de demostrar frialdad, como si mi carta hubiese contenido una amenaza de inminente acción legal, y ella no estuviera dispuesta a dejarse joder así como así—. Sí, me llegó, y por eso he venido a verte. ¿Crees que puedes... ?

    Pero enseguida le faltó la voz. Se le hundió la cabeza y alzó una mano que contenía un kleenex arrugado para sostener sus gafas de sol. Tuve la sensación de que su figura se alejaba de mi vista.

    Ahora me adelanto unos pasos y cojo la única colilla que yace en el fondo de la papelera. Está tiznada de color pardo. Animado de un espíritu experimental lamo el tizne pardo. Sabe a cenicero y vuelvo a tirarla a la papelera. De todos modos, creo que ésta fue una iniciativa tan sensual como aventurada.

    Esperé pacientemente a que se pusiera a llorar, a fin de poder acercarme y borrar su dolorosa y fija mirada.

    —¿Por qué... ? —Tragó saliva—. ¿Por qué?

    Le brilló la nariz.

    —No lo sé. Pero así son las cosas. Lo siento.
    —Y encima... —Se quitó las gafas de sol para poder frotarse los ojos. Lloraba. Me acerqué. Rachel estuvo llorando primero contra el kleenex, luego contra mi hombro y después de nuevo contra su kleenex—. Encima esa carta tan horrible —se estremeció.

    Yo me agité.

    —¿Qué tenía de horrible? No pretendí escribir una carta

    horrible. ¿Qué fue lo que te molestó?

    Ella sacudió la cabeza.

    —¿El contenido, o el estilo? Comprendo que quizá te pareciese un poco corta, y hasta brusca quizá. Pero eso se debió a que me sentí muy desdichado cuando tuve que escribirla.
    —Tan helada —dijo ella, como si recordara unas vacaciones en Islandia.

    Yo proseguí:

    —Bueno, probablemente cualquier cosa te habría parecido «helada» después — tosí— de lo que hemos vivido juntos.

    Quedan tres minutos. Vuelvo a la papelera y, debajo de varias capas de kleenex empapadas de mis mocos y lágrimas, encuentro el kleenex que ha usado Rachel, manchado de rimel y arrugado en forma de pelota. Lo examino, y luego lo dejo caer insonoramente al cesto. Luego echo también la Carta a Mi Padre.

    —Pero Rachel, me lo he pensado bien, y estoy seguro de que jamás podría darte lo que tu quieres ni lo que tú necesitas. No sé, quizá pueda DeForest.

    Si al menos no hubiese tenido ese ridículo nombre norteamericano.

    Rachel me lanzó una fiera mirada por encima de su kleenex, y se me ocurrió que lo mejor sería ponerme yo también a llorar. Pero eso crearía más problemas de los que resolvería.

    —¿Qué puedo decir? —pregunté.

    Tenía ganas de que se fuera. Con ella allí, era incapaz de sentir nada. Ojalá se fuera pronto y me dejara llorar en paz la muerte de lo nuestro.

    Al cabo de cinco minutos se fue. Se fue sin decirme antes nada sobre mí, sin preguntarme si sabía cuál era mi problema, sin proporcionarme motivos para sentirme justamente derrotado. Pero me dejó un regalo, un regalo notablemente significativo: la edición anotada de Blake.

    Lo cual me recuerda un detalle. ¿Verdad que yo no le regalé absolutamente nada?

    Entre las seis cincuenta y las seis cincuenta y cinco tuve convulsiones y vi estrellas: esfuerzos de los que no salía vómito alguno, agitaciones que no produjeron lágrimas; tengo convulsiones y veo estrellas, pensé.

    A las siete ya me encontraba bien. Reflexioné sobre Oxford, y empecé a estudiar el asunto del concurso de cuentos.

    Ahora me acerco al escritorio y cojo un nuevo bloc de uno de los cajones. Me pregunto qué clase de persona puedo ser. Escribo:

    En el espejo del tocador, Ruth vio reflejados su estúpido osito y su estúpida muñequita, apoyados contra las almohadas, mirándola desde detrás de ella. Volvió a meter la carta en el sobre y el sobre en el cajón. Bajó la vista al montón de escombros formado por inútiles frascos y tarros de maquillaje, y la alzó de nuevo. Se inclinó hacia adelante, palpando con la yema de los dedos el bulto casi imperceptible que estaba saliéndole en el mentón. Sonrió. No cabía la menor duda: era el típico grano premenstrual.

    Leo el párrafo entero. Dos veces. No resulta del todo convincente.

    Me acerco a la ventana y comprendo que ya son más de las doce. Me siento en la butaca y dejo colgar una pierna por encima de uno de sus brazos. Vuelvo a cargar la estilográfica.


    Fin


    Traducción de Antonio Mauri
    Título de la edición original: The Rachel Papers
    Jonathan Cape Ltd., Londres, 1973 Martin Amis
    1973 © Editorial Anagrama
    1985, Barcelona ISBN 84-339-1273-9
    Depósito legal: B. 33094-1985



    «Ingenio desdeñoso, disparatada obscenidad, astucia literaria, petulancia, lujuria, ansiedad: un libro tan gracioso como malévolo. » (Anthony Thwaite)

    Martin Amis (Oxford, 1949), hijo del conocido escritor Kingsley Amis, obtuvo el prestigioso Premio Somerset Maugham para jóvenes autores con El libro de Rachel. Posteriormente ha publicado otras cuatro novelas que también han tenido una gran acogida por parte de crítica y lectores, en especial la titulada “Dinero”.

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