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julio 08, 2024
A veces el hijo es capaz de encontrar su propio camino hacia la madurez.
Por Vera Hancock.
LAS MADRES deberíamos saber que no es prudente visitar sin previo aviso al hijo de 20 años de edad. Ahora lo sé por experiencia propia. Pero la conferencia a que tenía que asistir el viernes se pospuso para el lunes siguiente, y así me encontré con un fin de semana libre y con un asiento en el avión que hacía escala en la ciudad donde residía mi hijo. ¿Por qué no ir a visitarlo?, pensé. Traté de telefonearle antes, pero no lo logré.
Durante tres años, es decir, desde que él salió de casa para ingresar en la universidad, había yo procurado desechar toda preocupación por mi hijo Don. Había tratado de no hacer girar mi vida en torno de él, si bien desde que cumplió cinco años habíamos vivido el uno para el otro. Yo tenía mis intereses particulares, mi trabajo, y cultivaba amistades y aficiones a la vez que colaboraba con mi iglesia. Pero entretejido en toda esa urdimbre, como alegre lazo de unión, estaba siempre Don. Cuando, después de dos años de estudios, mi muchacho dejó la universidad para buscarse un empleo, me sentí muy decepcionada. Yo soñaba con que llegaría a ser, si no un gran hombre, alguien al menos tan importante para su comunidad como mi abuelo Bates, por ejemplo.
¡Qué hombre aquél! Fue un precursor que fundó varios pueblos en el Oeste indómito. Era activo, vigoroso y enérgico, pero al mismo tiempo capaz de quitarse la camisa para dársela al necesitado. Y así lo hizo, en efecto. Recuerdo haberlo oído, cuando yo tenía cuatro años, de labios de mis vecinos. En nuestro pueblo no había agencia funeraria; a los muertos se les velaba en casa. En una ocasión, al morir un individuo indigente, mi abuelo vio por casualidad el lamentable harapo que servía de mortaja al cadáver, se quitó la camisa de seda e insistió en que vistieran con ella al desdichado. A continuación asistió a los funerales, sin avergonzarse de estar en camiseta.
Aunque abrigaba yo la esperanza de que mi hijo fuera el vivo retrato de mi abuelo Bates, no se lo decía a Don; me limitaba a comentar serenamente que en esta época el joven que no obtiene un título... Pero él me interrumpía y exclamaba en el tono que conocemos tan bien: "¡Basta, mamá!" Y yo no insistía. Me consolaba diciéndome que, al fin y al cabo, mi hijo tenía un empleo estable y además era un joven decente y limpio. Con el correr del tiempo...
Hacia ya seis meses que no lo veía. Cada vez que me telefoneaba me decía que estaba absorto en su trabajo, y que le era imposible venir a casa a pasar el fin de semana. Tampoco me invitaba a visitarlo. Andará con alguna chica, me decía yo, entre complacida y preocupada. Pero sin duda mi hijo sabría elegir una buena muchacha. Y apartaba de mí toda inquietud.
Al aterrizar mi avión a mediodía, llamé por teléfono a la oficina de mi vástago.
—Ya no trabaja aquí —me informó una dulce voz femenina.
Me dio un vuelco el corazón y sentí que me ahogaba.
—¿Dónde podría verlo?
—Me parece que a veces trabaja en el depósito de chatarra de Arnie.
Tomé un taxi. Al llegar al lugar que me habían indicado, paseé la mirada, a través de la verja de hierro, por los hombres que estaban allí. Uno de ellos se adelantó hacia mí. De pronto no lo reconocí. En el lapso de seis meses un joven se deja crecer la barba, abandona su empleo, gasta melena... En fin, puede convertirse en un extraño.
Pero el que se acercaba a mí era Don. Los rizados cabellos le caían sobre las orejas y ondeaban al aire. Una enmarañada barba pelirroja le cubría el rostro casi por completo. Habían desaparecido los pantalones ligeros, la camisa fina, la corbata: mi hijo llevaba unos toscos pantalones y una camisa de trabajo manchados de sudor y aceite. No exteriorizó ni una pizca de alegría ni me recibió con agrado. Al contrario, parecía más bien disgustado y hosco.
Su instinto no lo engañó, pues de pronto tuve ganas de lastimarlo, de gritarle: "¿Por qué? ¿Por qué has hecho esto, que va contra ti y contra mí? ¡Me has traicionado!" Pero me contuve y sonreí y, con voz apenas temblorosa, le dije:
—¡Hola, Don! Pasaba yo por aquí, y...
—Hola —me contestó fríamente.
Intuí las preguntas cargadas de rebeldía que se abstenía de hacerme: "¿A qué has venido? ¿Qué quieres?"
También yo tenía algunas preguntas que hacerle, pero tampoco me atreví a espetárselas. Así pues, mientras atravesábamos la ciudad en el destartalado automóvil de mi hijo, nos sonreímos, charlamos de trivialidades y en realidad no nos dijimos nada.
El apartamento de Don era un caos: ropa arrugada apilada por aquí, una lata de cerveza por allá, bolsas de hojuelas de papa más allá, una guitarra, revistas, libros, discos, catálogos de semillas.
—Esto es un desbarajuste —se disculpó—. Si hubiera sabido que venías —al decir esto tiró al suelo un montón de periódicos que había sobre una silla—. Descansa un rato mientras me doy una ducha.
Me senté, y a duras penas contuve el llanto. Pues bien, me dije, tengo que encararme con la verdad. Veinte años de amor y de esfuerzos se habían ido por la borda. Aunque fuera yo una madre moderna, que se bastaba a sí misma, si aquel muchacho había arruinado su existencia, yo también había fracasado. Pero pensé igualmente que, si me dejaba vencer por el nerviosismo en ese momento, jamás sabría a qué se debía nuestro fracaso y nunca pqdría ayudarlo. Por tanto, parpadeé y traté de guardar la compostura.
Don volvió del baño. Su aspecto había mejorado un poco; un poco nada más. No parecía mi hijo. La autodisciplina nos ayuda a contenernos, pero hasta cierto límite.
—¡Por el amor de Dios! —exclamé impaciente— ¿Qué te ha sucedido? ¿Y tu empleo... ?
Él apartó los ojos de los míos.
—Trataré de explicártelo —repuso—. Pero no lo entenderás.
En efecto, no entendí ni jota. Era la situación del mundo, me dijo. El mundo se había vuelto loco. Sólo le interesaba engañar, matar, correr en pos de los bienes materiales. La vida debería ser sencilla, pacífica y agradable. Como antes.
—Así pues —repliqué con aspereza—, renunciaste. Renunciaste a la vida, quiero decir. Y has tratado de esconderte detrás de unas barbas.
(Sentí un frío terror en las entrañas. Recordaba cuanto había oído decir y cuanto había leído acerca de la juventud actual. ¿Habría caído en la afición a las drogas?)
Don me lanzó una mirada relampagueante, furibunda.
—Ya sabía que no me entenderías. Hasta ahora no he hecho sino lo que todo el mundo esperaba que hiciera. De hoy en adelante decidiré yo mismo qué camino he de seguir. Pero una cosa te digo: ¡No volveré a unirme a la loca carrera del mundo!
—Así que... Te apartarás de él y buscarás la paz tú solo, ¿eh?
—Solo, no. No soy el único. Hay otros que piensan como yo. ¿Ves esto?
Tomó el catálogo de semillas, lo abrió y me lo puso ante los ojos. Yo miraba las láminas impresas en vivos colores: rojos tomates, zanahorias doradas.
—¿Qué es esto? —murmuré confusa.
—Si aprende uno lo suficiente de esto —me contestó dulcemente—, podrá alimentar al mundo hambriento. Sin recurrir a nocivas sustancias químicas; sin necesidad de insecticidas venenosos.
—¿Y por esto te encuentro en un depósito de chatarra, metido en aceite hasta las orejas?
—Estoy estudiando la maquinaria agrícola —repuso ofendido—. Hay que mejorarla.
—¿Vas a convertirte en un labriego?
—Por ahora, no. No lo sé. ¿Pero es que tengo que ser algo necesariamente? ¿Acaso no puede uno ser, sin más?
—Pareces olvidar un pequeño detalle, hijo: hay que ganarse el sustento.
—No necesito gran cosa para vivir como lo hago. Gano suficiente dinero. De vez en cuando algún trabajo...
—¿Algún trabajo, dices? ¡Tus antepasados estarán revolviéndose en su tumba!
Don arrojó el catálogo lejos de sí.
—¡Te lo dije! —gritó— ¡No me entiendes Algún día lograré algo. Cuando haya tenido tiempo de meditar y organizarme.
En eso sonó el timbre de la puerta. Don fue a abrir, y recibí otra impresión desagradable. Entró una chica que no tenía nada de atractiva. Demasiado pálida, con una palidez enfermiza, de largos cabellos rubios, pero sucios y sin brillo. En aquel rostro inexpresivo los ojos tampoco expresaban nada, y no cambiaron cuando Don nos presentó.
Se llamaba Carol. Permaneció sentada, enfurruñada, mientras mi hijo y yo tratábamos de conversar. Soporté aquello como pude, y al fin aduje una excusa y salí de la habitación.
Detrás de la puerta del baño colgaba un largo camisón de color de rosa. Al frío y medroso gusanillo que se revolvía en mis entrañas sucedió una masa de plomo al rojo vivo que me dolía. Y me dolía muchísimo.
Probé todos los remedios del caso: me eché agua fría en la cara y en las muñecas, bajé la cabeza, hice profundas inspiraciones. Logré serenarme y volví al lado de Don y Carol. Pero la muchacha ya se había marchado. Una mirada bastó para comprender que nuestra interrumpida discusión había concluido.
—¿Te gustaría ir a cenar a algún lado? —me preguntó afablemente.
—¿Por qué no cenamos aquí? —sugerí.
—Sí; tenemos suerte —me respondió llevándome a la cocina—.
Carol preparó anoche un guiso. Bastará con recalentarlo.
Me estremecí al ver aquella masa informe y oscura.
—¿No sería preferible preparar unos huevos con tomate?
—¡Me parece de perlas!
—¿Por qué no me habías hablado de Carol?
—¿De Carol? Porque no hay nada que contar. ¡Vaya! No pensarás que ella y yo... Deberías conocerme mejor. La pobre Carol es una chica con problemas. Necesita ayuda y yo trato de proporcionársela. Eso es todo.
Fui al fregadero, mientras llevaba varios huevos en ambas manos.
—¡Sí, claro! Todo. Pero ¿y el camisón ?
—No es de Carol —replicó Don con firmeza—. Y es algo que no te incumbe.
Una sensación de alivio puede constituir también la gota que derrama el vaso. Se me llenaron los ojos de lágrimas, tropecé, me lastimé el tobillo al chocar con una silla y dejé caer un huevo. Don acudió a mi lado al instante y me echó los brazos al cuello.
—¡Perdóname, madre! No quise ofenderte. Pero, ¿ no comprendes que debo encontrar mi camino por mí mismo?
Sentí toda la compasión, toda la energía, toda la bondad que acompañaron a estas palabras. Pensé en "la pobre Carol" a quien Don trataba de ayudar. Me asaltó el recuerdo del abuelo Bates, de cómo me tomaba entre sus brazos cuando lloraba yo de niña, de la bondad y la fuerza que emanaban de su persona. También recordé ciertas anécdotas de la juventud de mi abuelo: había escapado de casa a los 18 años de edad porque juzgaba a la familia Bates relamida y tradicionalista. Durante algunos años había "vagabundeado", según él mismo decía, antes de establecerse. ¿Establecerse? ¿Él, que constantemente acometía alguna nueva aventura, como la construcción de otro caserío, la fundación de alguna nueva empresa? Por añadidura, tenía un centenar de amigos excéntricos. El pobretón a quien sepultaron enfundado en la camisa de seda era uno de tantos.
¿Y Don? ¿Sería como mi abuelo? ¿Llegaría a ser el hombre que se desprende de la camisa, o bien el desdichado a quien se la visten? En el fondo del corazón me sentía triunfalmente segura. Sin duda sabría hallar su propio camino. Ciertamente, no era un joven ordinario, conformista, pero por nada del mundo alteraría yo su forma de ser. Acaso me gustaría que se afeitara y se cortara el pelo. Pero esto llegaría a su tiempo; esos largos cabellos enmarañados y la horrible barba hirsuta no eran sino símbolos de rebeldía.
Y contemplando a mi hijo, sonreí.
—Tenías razón —le dije—. Vayamos a algún lado a cenar.
Sí; habría miradas impertinentes. ¡Bah! ¿Y qué?