JACQUES TATI OBSERVA QUÉ GRACIOSOS SOMOS
Publicado en
junio 13, 2024
Este original cómico francés nos aconseja abrir bien los ojos, pues ello nos brindará momentos interesantes y divertidos en todas partes.
Por Jacques Tati (escritor, actor y director de cine; entre sus filmes destaca su ya clásica obra Les Vacances de Monsieur Hulot ("Las vacaciones de Monsieur Hulot"). Ha producido además: Jour de Féte ("Día de fiesta"), Mon Oncle ("Mi tío"), Playtime y Trafic ("Tráfico"), filmada en 1971).
ASISTÍ hace poco tiempo a un postinero restaurante neoyorquino como invitado de un grupo de distinguidos hombres de negocios. Mis anfitriones pidieron una botella de cierto vino muy caro e insistieron en que yo, el único francés de la concurrencia, lo catara. Pero cuando el camarero lo escanció en mi copa, mis compañeros de mesa conversaban tan animadamente que, nadie reparaba en mí. Así pues, en vez de mi copa tomé el vaso de agua helada que tenía delante, paladeé el líquido y declaré que era excelente. Ningún comensal notó mi travesura.
La broma quizá no fue muy ingeniosa, pero me sirvió para comprobar mi teoría: la gente suele tener tanta prisa que no observa lo que ocurre alrededor de ellos, con lo cual se priva de muchísimas situaciones humanas que, aunque triviales, constituyen algunas veces el espectáculo más interesante del mundo.
Podemos advertirlo cuando viajamos, por ejemplo. Varados en la sala de espera de un aeropuerto, cabe optar por dos actitudes: sumirnos en la impaciencia y el nerviosismo, o bien permanecer tranquilos y observar lo que ocurre en torno de nosotros. Por lo que a mí toca, jamás me aburro en la sala de un aeropuerto.
Observemos a ese encopetado hombre de negocios que, mientras se queja a gritos del retraso en la salida del avión, abre y cierra sucesivamente sus lujosas carteras con movimientos rítmicos. La empleada que atiende a los pasajeros en tierra prodiga su estereotipada sonrisa profesional, a pesar de la impaciencia de los viajeros, y al parecer no sabe que su elegante sombrerito ya se le ladeó por completo. En el vestíbulo unas parejas de edad madura se instalan en un asiento y empiezan a colocar concienzudamente junto a ellas sus abrigos, paquetes y maletas. Tres minutos después consultan su reloj, recogen cuidadosamente sus bártulos, ocupan otro sofá y repiten los mismos movimientos que habían ejecutado antes.
Los viajeros que van desembarcando de un avión revelan una gran variedad de peculiaridades nacionales. Las de gafas con montura puntiaguda e incrustada de gemas falsas son sin duda norteamericanas. Son inconfundiblemente alemanes los hombres que viajan calzados con zapatos amarillos o grises. Podemos afirmar que las mujeres de aspecto misterioso, de "vampiresa", ataviadas con un abrigo de visón de color muy oscuro, son italianas o sudamericanas. Los franceses llevan el pasaporte en la mano, como si mostraran en todo momento su tarjeta de visita; por su parte, los ingleses, según he notado, empuñen o no el eterno paraguas enrollado, viajan casi siempre con muy poco equipaje o sin él.
El espectáculo continúa a bordo de la nave. Aquel conspicuo caballero que vemos adelante está acostumbrado a viajar en avión: se instala como si entrara en su oficina; ocupa su asiento sin ninguna vacilación, se quita la chaqueta, se afloja corbata y cinturón, y prueba con expresión indiferente los interruptores del servicio y la ventilación; se dirige a las aeromozas en el mismo tono de voz que emplea con su secretaria. El matrimonio que va al lado opuesto del pasillo viaja sin duda por primera vez. Basta ver cómo forcejean con el cinturón de seguridad; además, la señora explica al marido los letreros. Otro detalle revelador: el gesto de doméstica intimidad con que se toman de las manos poco antes de que despegue el avión.
En cierta ocasión, en el aeropuerto de Londres, me formada en cola para recoger mi equipaje cuando vi un viajero que miraba con aspecto de desamparo la banda sin fin, en la cual una solitaria maleta iba y venía sin cesar. Observé fascinado. Luego se supo que esa maleta debería haber seguido rumbo a Roma, adonde habían despachado en cambio la que pertenecía al afligido viajero. Imaginé la desolación de otro desdichado que en otro aeropuerto, a muchos kilómetros de allí, miraba tristemente la única maleta olvidada en el transportador y se preguntaba adónde habría ido a parar la suya.
Antes de trabajar para el cine fui actor mímico, y así me acostumbré a imitar los movimientos de la gente en la vida real. En mi carrera cinematográfica he seguido practicando esa misma técnica de observar a las personas, de copiar la vida y reproducir sus momentos chuscos, así como los hábitos peculiares de los individuos: Siempre que presencio una escena especialmente interesante, la anoto en un cuaderno, por si puedo aprovecharla en mis actuaciones.
En Playtime, por ejemplo, presento una escena que me inspiraron mis observaciones en el vestíbulo de un rascacielos de Nueva York. Al extremo de un pasillo interminable, Monsieur Hulot, el personaje que interpreto, espera nervioso cerca del ascensor a que el empleado lo invite a pasar. A lo lejos se oye ruido de pasos. Hulot hace un movimiento de ansiedad, pero el jefe de los ascensoristas, hombre avezado en el oficio, le indica que se tranquilice y enciende un cigarrillo. Da unas cuantas chupadas, con calma, y sólo cuando los pasos se oyen bastante cerca adopta de pronto su actitud profesional y hace una seña a Hulot para que también él entre en el ascensor.
Poco después del estreno de Playtime recibí una carta del portero de un edificio de oficinas de París, en que me confesaba: "Gracias. Antes, cuando oía yo acercarse al presidente de nuestra compañía, esperaba incómodo y nervioso. Ahora, tras haber visto su película, me pongo a contar sus pasos a medida que se acerca y sonrío al advertir lo gracioso de la situación".
Me gustan los deportes, tanto en calidad de espectador como de participante, sobre todo en el tenis. ¿Ha observado el lector que el tenista, cuando no acierta en un lance, examina atentamente su raqueta como si el error se debiera a un defecto de fabricación? ¡Y hay que ver esos saques destinados a impresionar al público! El de "mezcladora eléctrica", por ejemplo, en el cual el jugador arroja al aire pelota y raqueta en tan espectacular arranque de energía, que se piensa en algún artefacto eléctrico puesto re_pentinamente en marcha. O el de "cazador de mariposas", cuando lanza la pelota con desenfado unos pasos delante y luego la atrapa en la raqueta como si cazara un valioso ejemplar.
En el filme titulado "Las vacaciones de Monsieur Hulot" ejecuté un saque o servicio retorciéndome hacia atrás como un sacacorchos y estirándome cuan largo soy para dar a la pelota de revés. A continuación, tratando de aparentar la mayor indiferencia, adopté la clásica posición del jugador alerta, no sin cierta pomposidad. Todavía encuentro personas que me describen regocijadas un saque digno de Hulot que han visto en alguna partida. Observando a los demás, identificándose con ellos y poniendo en juego la imaginación, el lector bien puede hacer mentalmente sus propios filmes.
En días pasados, por ejemplo, estaba yo en mi oficina cuando vi que una larga fila de automóviles, negros y relucientes, se detenía ante el edificio contiguo, donde hay una sala de cine para exhibiciones privadas. Unos 35 graves caballeros se apearon de aquellos vehículos, cerraron las portezuelas ostentosamente y, formando una solemne procesión, entraron en el establecimiento. Un minuto después todos ellos regresaron a la calle, se estrecharon las manos ceremoniosamente, volvieron a subir a los automóviles y se marcharon.
Después me enteré por el encargado del proyector de que aquellos importantes personajes habían ido a ver una película de propaganda comercial que dura 30 segundos. No necesité más para dar rienda suelta a mi imaginación. Mentalmente vi a aquellos potentados telefonearse unos a otros, en sus respectivas, suntuosas oficinas, para concertar la exhibición del filme; cómo llamaban a sus secretarias para que los comunicaran con los estudios cinematográficos; cómo discutían quién iría con quién y cómo sincronizaban los relojes, se limpiaban las gafas y se ponían después a analizar las cualidades y los defectos de la valiosa producción. ¡Y todo aquel trajín para ver una película de 30 segundos de duración! Por la noche, la composición de aquel guión imaginario me mantuvo divertido en el trayecto desde la oficina hasta mi casa.
Los camareros de los restaurantes son para mí un excelente material de observación, con su refinada y cortés actitud mientras rondan frente a los parroquianos, si bien una vez que desaparecen en la cocina se convierten en lo que son: en tipos vulgares como el que más. Cierta vez cenaba yo en un restaurante, y desde mi mesa podía ver perfectamente el interior de la cocina. Pedí una ensalada a mi impecable servidor. Éste repitió mi pedido con graves susurros mientras lo anotaba, se deslizó sigilosamente hasta la cocina... y allí pregonó a voz en cuello: "¡Venga una ración de clorofila!" Vi cómo echaban la lechuga en una fuente, cómo la bañaban con el contenido de un frasco de plástico y le imprimían dos o tres rápidos volteos con la mano. Y en seguida el relamido camarero traspuso la puerta con su preciosa carga en alto, como si llevara un don de los dioses, y arregló la lechuga en mi plato, hoja por hoja, con elegante minuciosidad.
Sucede a menudo que la gente, acuciada por el deseo de agradar, vive tan absorta en sí misma que no tiene tiempo de observar a los demás. Los ancianos, que ya han dejado de inquietarse por lo que puedan pensar de ellos, encuentran mil ocasiones de reparar en otros. Y los niños también. Solía yo alentar en ese sentido a mis dos hijos. "No se queden sólo mirando; observen", les recomendaba. Y un paseo con la familia, al teatro, a la fonda o a cualquier lugar público se convertía en una fiesta para los ojos. En la actualidad mis vástagos, ya crecidos, jamás se aburren.
El observar a los demás contribuye a mejorar las relaciones humanas. En el camino de casa a mi oficina hay unos 50 talleres mecánicos, pero yo prefiero acudir a uno de ellos en particular. ¿Por qué? Porque el mecánico que lo atiende es un hombre que sabe observar a la gente. Cuando llega el cliente, se fija bien en él. Si se muestra triste, tratará de alegrarlo. ¿Que está uno contento? Él también sonríe. Y con sus patentes facultades de atención y observación, los clientes sienten que no los dejaría marcharse mientras el automóvil no quede en perfectas condiciones.
A veces, si mantenemos los ojos bien abiertos, vemos escenas que pueden constituir un punto de partida. En la primavera de 1940 estaba yo en Le Cateau, aldea cercana a la frontera franco-belga. En la intersección central, donde confluían tres caminos, un agente de la policía dirigía la circulación de vehículos mientras se precipitaban de todas partes ríos de refugiados y algunas unidades del Ejército francés que huían hacia el sur delante de los invasores alemanes. En eso vi que por una de las calles laterales avanzaba un tanque alemán. Al llegar el pesado vehículo a la plaza congestionada, el atónito agente hizo el ademán de rutina, dándole el paso junto con el resto del tráfico que se dirigía hacia el sur. Aquella escena tragicómica, que casi nadie notó, sigue fresca en mi memoria como símbolo de toda una época.
"El mundo es un escenario" dice Shakespeare. Muy cierto; el mundo es un tinglado cuyos actores somos todos los seres humanos. Pero algunos también han de ser espectadores. Y con ello gozan más de la vida.
Foto: Yves Machachek, Unifrance Film. Dibujos de Cabu