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junio 24, 2024
Drama de la vida real
¿Cómo sacar con vida a los 99 obreros que trabajaban en la mina de carbón al ocurrir el terrible estallido?
Por Lew Wallace (director de la Facultad de Historia de la Universidad Estatal del Norte de Kentucky).
LOS OBREROS de turno de la mina Farmington No. 9, propiedad de la Sección de Montaña de la Consolidation Coal Co., situada a pocos kilómetros de distancia de Monongah (en Virginia Occidental), bajaron a trabajar a medianoche del martes 19 de noviembre de 1968. La jornada se inició con las bromas y payasadas de costumbre, y nada indicaba que aquella noche sería diferente de las anteriores.
Pero tal vez esto no sea verdad del todo, pues cada minero, de cualquier turno de trabajo, lleva en el fondo de su ánimo conciencia de la sangrienta historia de su oficio: una crónica de muertes, lesiones y enfermedades, con una cifra de víctimas tan alta que apenas se puede calcular. En 1907 se produjo una explosión en una mina de Monongah y mató a 362 trabajadores en el peor desastre de la historia minera de los Estados Unidos. En 1954, en la misma mina, perecieron 16 obreros a consecuencia de otra explosión; cuatro mineros más murieron por la misma causa en 1965. Por tanto, cada minero vive con la vaga idea de que, "tarde o temprano, algún día... aunque no sea hoy ni ocurra aquí...".
Hacia las 5 de la madrugada, los trabajadores habían adelantado bastante su labor. La mina, explotada desde hacía mucho tiempo, semejaba una urbe subterránea; como las calles de una ciudad se entrecruzaban en una extensión de más de 11 km. las simétricas vías de acceso de las galerías ya agotadas de hulla. Los mineros estaban muy bien protegidos por una serie de dispositivos de seguridad y de medios de escape, y compartían la idea general de que la Farmington No. 9 era una mina segura, a pesar de contener gases.
Pero el trabajo en las minas siempre supone un delicado equilibrio entre producción y seguridad. A las 5:25 de la madrugada ocurrió un incidente que provocó un desequilibrio fatal entre esos dos factores. Según hipótesis posteriores, algunos mineros abrieron quizá con sus taladros una bolsa de grisú cuya presencia no se sospechaba. Cualquiera que fuese la causa, cualquiera que fuese el accidente, algo provocó una explosión de verdadera pesadilla.
"¡Ponte a salvo!" En la superficie la explosión se oyó al principio como un hondo y amenazador ruido sordo, al que sucedió una violenta sacudida que pareció atravesar el suelo. En Fairmont, a 19 km. de la mina, el empleado de un hotel, que dormitaba, se sintió sacudido en su silla, primero hacia adelante y en seguida hacia atrás, y pensó que la parte trasera de la hostería había volado por los aires. La mayoría de los mineros del turno de la mañana se disponían a dirigirse al trabajo en otros lugares de la zona. En un instante comprendieron lo que significaban el estruendo y la sacudida que sintieron, e instintivamente se precipitaron hacia la mina.
Para entonces la mina No. 9 estaba convertida en un infierno. El fuego se extendía rápidamente, alimentado por el gas grisú y el polvo de carbón. En la boca Llewellyn, el pozo de entrada a la mina abierto más recientemente, las llamas y el calor saltaron con violencia, lanzando por los aires el ascensor y grandes bloques de hormigón que fueron a caer en el estacionamiento de vehículos. El humo se elevaba hasta 50 m. de altura, iluminado por las llamas.
En las profundidades de la mina la explosión se iba anunciando con leves señales de advertencia: el soplo de aire cargado de polvo, la rotura de los cables de energía eléctrica. Nathaniel Stephens conducía una vagoneta a tres kilómetros del sitio donde se produjo la explosión, cuando alguien pasó a su lado a toda prisa diciéndole que dejara allí su carga y se "pusiera a salvo lo más pronto posible". Minero con 26 años de experiencia, Stephens no hizo preguntas. Detuvo la vagoneta y emprendió la carrera. En total 13 mineros consiguieron salir de la mina con relativa rapidez, por su propio pie o en las vagonetas. Para otros el salvar la vida fue más difícil.
Nueve de los obreros que integraban la cuadrilla del capataz George Wilson trabajaban cerca de un pozo de ventilación, a 180 m. de profundidad, cuando los alcanzó una corriente de aire caliente cargada de cegadores remolinos de polvo de carbón. Al contar rápidamente a los presentes, se descubrió que faltaba Paul Frank Henderson, quien debía de estar trabajando a unos 300 m. más atrás que sus compañeros. Alva Davis se brindó a volver en busca de él. Sólo encontró la fiambrera de Henderson y su máscara contra el polvo, así que hizo lo único que se le ocurrió, que fue garrapatear unas palabras con el dedo en el polvo que cubría una vagoneta, diciendo a dónde se dirigía la cuadrilla, por si Henderson volvía allí. Henderson no apareció más.
Asiéndose unos a otros, incluso dándose entre sí un abrazo de vez en cuando para animarse mutuamente, los otros ocho trabajadores de la cuadrilla llegaron a tientas hasta el pozo de ventilación. Les faltaba mucho todavía para estar a salvo, ya que en la superficie nadie sabía su paradero. A pesar del terror que sentían, todos mostraron gran presencia de ánimo. Comprendiendo que la menor chispa podría inflamar los gases que los rodeaban, usaron un trozo de madera para hacer señales golpeando los tubos que subían hasta la superficie. Pasaron varias horas, y los golpes de la madera contra el metal sonaban cada vez más huecos y más apagados. Pero de pronto brilló un rayo de esperanza. Por el pozo bajó un soplo de aire fresco, lo que indicaba que alguien había oído las señales y puso en marcha una de las unidades de ventilación. Sin embargo, la alegría de los ocho trabajadores se enfrió por el temor de que no pudieran sacarlos a tiempo.
Y eso, en efecto, era un problema. Los mineros que se encontraban en la boca del pozo no tenían a mano buen equipo de salvamento, y recurrieron a una improvisación notablemente sencilla: llevaron hasta el borde del tiro una grúa que estaba cerca de allí, ataron a su cable un cubo y lo bajaron hasta sus compañeros, para sacarlos en número de dos o tres cada vez. Los ocho obreros estaban exhaustos, próximos al colapso y llenos de polvo de hulla. Pero habían quedado a salvo.
Confusión y curiosidad. En el curso de las cuatro horas que mediaron entre la primera explosión y el salvamento de la cuadrilla de Wilson, en la superficie todo fue desorden y confusión. La lista del personal se guardaba en un despacho contiguo a la entrada Llewellyn, que estaba en ruinas y ardiendo aún. Y sin la lista no se podía determinar cuántos trabajadores se hallaban en la mina o a dónde dirigir los trabajos de salvamento. De todos modos, era descorazonadoramente poco lo que podían hacer los cuerpos de socorro organizados a toda prisa. A causa del humo y el intenso calor, y del peligro que constituían las continuas explosiones, cualquier intento de entrar en la mina habría sido una locura.
Las cuadrillas de salvamento hacían cuanto estaba en su mano, revisando entradas y pozos de ventilación. En las oficinas de la Sección de Montaña se encontró una copia de la lista del personal; tras de comprobar el nombre de cada uno de los mineros del turno de la noche, se vio que de los 99 trabajadores que lo componían, 78 se encontraban todavía en la mina.
Al propalarse la noticia del desastre comenzaron a reunirse muchas personas en los alrededores de la mina. A los mineros, agentes de la ley y parientes de los obreros atrapados, se agregaba una creciente muchedumbre de curiosos y de automóviles que sólo servían para agravar los peligros de la situación. El camino que conduce a la rampa No. 9 de Farmington es sinuoso, estrecho y escarpado, y el tráfico se embotellaba allí fácilmente. La multitud congregada en el lugar corría peligro de que la alcanzase el fuego, los escombros que saltaban por los aires o alguna nueva explosión. A los periodistas y fotógrafos que llegaron se les quiso persuadir, al principio cortésmente, de que no se acercaran demasiado; luego, al aumentar la confusión y el horror de la situación, se alteraron los ánimos y se les ordenó bruscamente que "se fueran al diablo".
El jueves, muchos altos empleados de la compañía minera, representantes de los sindicatos obreros y políticos se habían sumado ya a los administradores locales. Entre los primeros estaba John Corcoran, presidente de la Consolidation Coal. Corcoran era quien debía decidir si era necesario cegar la mina, abandonando a los trabajadores, atrapados en las galerías, para evitar que se produjeran nuevas explosiones y se siguiera propagando el incendio. Desde el primer momento se pudo ver en su semblante la tensión nerviosa de tan terrible responsabilidad. Casi todas las preguntas que le dirigían se referían al cierre de la mina. Corcoran repetía una y otra vez lo mismo: no ordenaría que se tapara la entrada de la mina mientras quedara la más leve esperanza de salvar a los mineros atrapados.
Disyuntiva. Pasaban las horas, los días, y los familiares de los mineros veían construir caminos y llegar máquinas, mientras los peritos buscaban sitios convenientes donde perforar el suelo para introducir sondas y determinar si quedaban mineros vivos. Para los parientes, los trabajos adelantaban con intolerable lentitud, y las razones que los técnicos aducían para explicar la tardanza les parecían desesperadamente vagas.
La primera discusión en verdad violenta, achacable a la tensión nerviosa, se suscitó el sábado 23 de noviembre. William Poundstone, vicepresidente de la empresa minera y uno de los primeros administradores que se presentaron en el lugar del desastre, presidía, tras de no haber dormido en mucho tiempo, la última de una serie de reuniones celebradas para informar de los trabajos. Poundstone resumía el curso seguido por los trabajos de salvamento cuando Tony Megna, hermano de una de las víctimas, lo interrumpió bruscamente con dos preguntas:
—¿Por qué no manda usted traer más barrenas para establecer contacto con los mineros que todavía estén con vida? ¿Acaso eso costaría mucho dinero?
Visiblemente afectado, Poundstone replicó:
—No es por cuestión de dinero, se lo aseguro.
Sin decir más, recogió despacio sus papeles y, a punto de soltar las lágrimas, abandonó la atestada habitación de la conferencia.
Los trabajadores atrapados ya llevaban en el fondo de la mina más de 80 horas. En lo particular, los socorristas de minas que habían llegado a Farmington se sentían pesimistas. No menos de 10 de los 13 kilómetros de la mina estaban convertidos en un "infierno de estruendo y llamas". Los puntos adonde no había llegado el fuego se encontraban llenos de humo, gases y polvo de hulla.
La disyuntiva para los propietarios de la mina era evidente. ¿Hasta dónde se podría prolongar una situación peligrosa sin pecar de verdaderamente irresponsables? Y, por otra parte, ¿cómo cerrar la puerta a las débiles esperanzas de los afligidos familiares sin que culparan a los propietarios de indiferencia a sus sufrimientos o de estar más interesados en salvar la mina que en rescatar a los trabajadores?
Una sirena bajo tierra. La devastadora energía que los incendios del interior de la mina estaban generando se manifestó el viernes, cuando dos tapones provisionales de hormigón (que pesaban 15 toneladas cada uno) salieron lanzados como si fueran guijarros de los pozos que tapaban. Esa misma noche, más tarde, a los funcionarios se les ocurrió la idea de contener los incendios taponando los pozos con piedra caliza triturada. Así, se lanzaron por los dos pozos 35 cargas de camión de ese material. Afortunadamente la idea dio resultado.
Ya avanzada la tarde del domingo, dos cuadrillas de socorro entraron por la galería Atha, fueron en dos direcciones y comenzaron a explorar cautelosamente las partes oriental y occidental de la mina. Daban voces y hacían sonar bocinas, aguzando luego los oídos para escuchar. En el amenazador silencio no llegaba hasta ellos sino el eco de sus voces y de los bocinazos.
El miércoles una explosión alcanzó al tiro Mahan, que hasta entonces no había sufrido ningún daño. El jueves las cuadrillas de socorro decidieron probar un último y desesperado plan para llegar hasta los mineros que todavía pudieran estar con vida. Bajaron una sirena por un orificio abierto con un taladro hasta el túnel donde se sabía que algunos de los obreros habían estado trabajando; se puso a funcionar la sirena, y durante 20 minutos su pavoroso ulular resonó en las dantescas cavernas de la mina. Luego los de la cuadrilla introdujeron una luz y un micrófono por el agujero, y esperaron durante dos horas. Conscientes de que esto constituía la postrera esperanza para los mineros atrapados allá abajo, anhelaban oír una voz o un golpe a modo de señal. Pero sólo alcanzaron a percibir el continuo gotear del agua que caía por el extremo inferior del orificio.
En el curso de los nueve días transcurridos, desde que ocurrió la primera explosión, 20 explosiones de importancia y varias sacudidas de menores proporciones habían estremecido la mina Farmington No. 9. La última se sintió el viernes 29 de noviembre. Por la tarde de ese día, el presidente Corcoran entró en la iglesia del pueblo y comunicó a las familias de los mineros congregadas allí que se veía obligado a cegar la mina. Algunos de los presentes aceptaron la terrible decisión en estoico silencio. A la mayoría le fue imposible hacer otro tanto, y el mismo Corcoran se sentía desgarrado por la emoción. El ministro de la iglesia empezó a decir una oración, pero no pudo terminarla. Ahogó sus palabras el llanto sin consuelo que llenó, incontenible, el pequeño templo.
El sábado 30 de noviembre, por la mañana, a los diez días de comenzar aquel drama, quedó terminado el último cierre. Setenta y ocho obreros de la cuadrilla nocturna de la mina Farmington No. 9, que habían bajado a la mina para cumplir una jornada de ocho horas, se quedaron en sus galerías, dando comienzo al largo turno de la muerte.
De un extremo a otro del país la gente reaccionó ante la catástrofe con un vivo sentimiento de horror, de piedad por las víctimas y de caridad para los sobrevivientes, pero también con la idea positiva de que se deben prevenir tales catástrofes. Que la verdadera causa no fue la explosión del grisú, sino los complejos problemas sociales y económicos que obligan a trabajar a los mineros en esas condiciones, la gente no parecía hacerse cargo. Así pues, estará pronta a reaccionar con igual sentimiento de horror y de piedad ante la próxima tragedia. Y así ante la siguiente, y ante la que venga después...
Condensado de "Cincinnati Enquirer Magazine" (31-X-1971), ©1971 por The Cincinnati Enquirer, 617 Vine St., Cincinnati, Ohio 45202