TRATAMOS DE ACTUAR COMO SI NO FUERA ASÍ
Publicado en
mayo 29, 2024
No había línea. Hiram Cloward se lo comentó al hombre de cara delgada que estaba en el despacho.
—No hay línea.
—Éste es el departamento de quejas. Nos enorgullecemos de recibir pocas quejas. —El hombre de cara delgada tenía un semblante severo que irritó a Hiram—. ¿Qué pasa con su televisor?
—Sólo muestra telenovelas, eso pasa. Y series imbéciles.
—Bien… es la programación. No es un problema mecánico.
—Es mecánico. No puedo apagar el aparato.
—¿Cuál es su nombre y número de seguridad social?
—Hiram Cloward. Quinientos veintiocho-ochenta-seiscientos noventa y tres mil ochocientos ochenta y tres-siete.
—¿Domicilio?
—ARF-cuatrocientos ochenta y siete-U-siete-b.
—Es un domicilio de soltero, señor. Claro que no puede apagar el aparato.
—¿No puedo apagar el aparato porque no estoy casado?
—Según estudios científicos aprobados por el Congreso y realizados durante el trienio mil novecientos ochenta y nueve-mil novecientos noventa y uno, es imperativo que las personas que viven solas tengan la compañía constante de sus televisores.
—Me gusta la soledad. También me gusta el silencio.
—Pero el Congreso aprobó una ley, y no podemos transgredir una ley…
—¿Puedo hablar con una persona inteligente?
El hombre de cara delgada se irritó pero recobró la compostura.
—En realidad —dijo con voz mesurada—, en cuanto alguien demuestra hostilidad al presentar una queja, lo derivamos a la sección A-seis.
—Qué es eso, ¿el escuadrón de la muerte?
—Está detrás de esa puerta.
E Hiram siguió el dedo que indicaba la puerta cristalera que estaba en el extremo de la sala de espera. En el interior había una oficina con adornos acogedores, sillas, un escritorio, y un hombre tan ofensivamente nórdico que el propio Hitler le hubiera guardado rencor.
—Hola —dijo cálidamente el ario.
—Hola.
—Tome asiento, por favor.
Hiram se sentó, recelando de tanta cortesía y calidez. ¿Acaso pensaba que podrían hacerle creer que no le estaban imponiendo algo por la fuerza?
—Así que no le gusta su programación —dijo el ario.
—Su programación, querrá decir, pues desde luego no es mía. No sé por qué la compañía Bell se cree con derecho a imponerme su idea de la diversión y el entretenimiento veinticuatro horas al día, pero estoy harto. Ya era bastante mala cuando había cierta variedad, pero en los dos últimos meses sólo recibo telenovelas y series.
—¿Ha tardado dos meses en notarlo?
—Traté de no prestarle atención. Traté de leer. Si tuviera algo más que esta apestosa pensión de nuestro afectuoso Gobierno, pagaría por tener una habitación donde no hubiera televisión para gozar de cierta paz.
—No puedo hacer nada por su situación financiera. Y la ley es la ley.
—¿Es todo lo que piensa decirme? ¿La ley? Ya me lo dijo ese mequetrefe de cara delgada.
—Señor Cloward, mirando su historial veo que las telenovelas no son apropiadas para usted.
—No son apropiadas para nadie que tenga un cociente intelectual por encima de ocho.
El ario asintió.
—Usted piensa que las personas que disfrutan de las telenovelas no tienen la misma talla intelectual que usted.
—Exacto. ¡Tengo un doctorado en literatura, qué diablos!
El ario era todo simpatía.
—¡Es lógico que no le gusten las telenovelas! Sin duda es un error. Tratamos de no cometer errores, pero todos somos humanos… excepto los ordenadores, claro. —Era una broma, pero Hiram no se rió. El ario siguió hablando mientras miraba el terminal que él podía ver pero Hiram no—. Somos la única compañía de televisión de la ciudad, sin embargo…
—Tratan de actuar como si no fuera así.
—Sí. Ja. Bien, usted debe de haber oído nuestra publicidad.
—Continuamente.
—Bien, veamos. Hiram Cloward, doctor en literatura. Nebraska, 1981. Literatura inglesa del siglo XX, con cierta especialización en literatura rusa. Tesis sobre la influencia de Dostoievski en los novelistas de habla inglesa. Intachables antecedentes en cuanto a asistencia a clases, y fama de arrogancia y competencia.
—¿Cuánto saben ustedes acerca de mí?
—Sólo los datos convencionales sobre el consumidor. Pero tenemos un pequeño problema.
Hiram esperó, pero el ario sólo oprimió un botón, se recostó y miró a Hiram. Sus ojos eran amables, cálidos e intensos. Hiram se sintió incómodo.
—Señor Cloward.
—¿Sí?
—Usted está en el paro.
—No por mi voluntad.
—Pocas personas están en el paro por voluntad propia, señor Cloward. Pero usted no tiene empleo. Además no tiene familia. Además no tiene amigos.
—¿Ésos son datos sobre el consumidor? ¿Qué, sólo las personas con amigos compran Rice Krispies?
—En rigor a la verdad, los que comen Rice Krispies suelen ser los solitarios. Tenemos que saber quién es más receptivo a la publicidad, y así enfocamos nuestra programación.
Hiram recordó que desayunaba Rice Krispies casi todas las mañanas. Juró al instante que cambiaría de producto. Sin duda Quaker Oats era más gregario.
—Entiende la importancia de la Ley de Programación Selectiva de mil novecientos ochenta y cinco, ¿verdad?
—Sí.
—La Corte Suprema consideró injusto que toda la programación respondiera a los gustos de la mayoría. Se dejaba de lado a las minorías. Así que la compañía Bell recibió el encargo de preparar un sistema de emisión selectiva para que cada individuo, en su propio hogar, tuviera la programación adecuada.
—Lo sé.
—Pero debo repetirlo, señor Cloward, porque tendré que ayudarle a comprender por qué no podemos cambiar su programación.
Hiram se tensó, flexionó las manos.
—Sabía que los mamones como ustedes no cambiarían.
—Señor Cloward, los mamones como nosotros estaríamos encantados de cambiar. Pero seguimos estrictas regulaciones del gobierno para brindar la programación más adecuada a cada ciudadano americano. Ahora, continuaré con mi resumen.
—Si no le molesta, me iré a casa.
—Señor Cloward, se nos induce a preparar programas para minorías de hasta diez mil personas, pero no menores. Incluso para minorías de diez mil personas, la programación es ridículamente cara… un programa con tan poco público representa costes de producción muy superiores a los que afrontamos cuando hay treinta o cuarenta millones de espectadores. Sin embargo, usted pertenece a una minoría que abarca a menos de diez mil personas.
—Lo cual me hace sentir muy especial.
—Más aún, la Ley de Protección del Consumidor de mil novecientos ochenta y nueve y las regulaciones del Organismo de Emisión para Consumidores nos han impuesto normas muy estrictas. Señor Cloward, no podemos mostrarle ningún programa con actos de violencia explícitos.
—¿Por qué no?
—Porque usted muestra cierta tendencia a la hostilidad que se exacerba cuando ve violencia. Tampoco podemos mostrarle programas con sexo.
Cloward se ruborizó.
—Usted no tiene vida sexual, señor Cloward. ¿Comprende que es peligroso? Ni siquiera se masturba. La tensión y la hostilidad que hay en usted deben de ser tremendas.
Cloward se levantó de un brinco. Había límites a lo que un hombre podía soportar. Enfiló hacia la puerta.
—Señor Cloward, lo siento. —El ario lo siguió hasta la puerta—. Yo no invento estas cosas. ¿No preferiría saber por qué se toman estas decisiones?
Hiram se detuvo ante la puerta, la mano en el picaporte. El ario tenía razón. Mejor saber por qué en vez de limitarse a odiarlos.
—¿Cómo? ¿Cómo saben lo que hago dentro de mi hogar?
—No lo sabemos, claro, pero estamos bastante seguros. Hace años que estudiamos a la gente. Sabemos que las personas que tienen ciertos patrones de compra y ciertos patrones de vida se comportan de cierto modo. Y por desgracia, usted manifiesta fuertes tendencias destructivas. Sus principales modos de adaptarse al estrés son la represión y la negación y, en ocasiones, cierto comportamiento temperamental.
—¿Qué cono significa todo eso?
—Significa que usted se miente hasta que no lo soporta más, y luego ataca a alguien.
El rostro de Hiram palpitaba, lleno de sangre caliente. «Debo de parecer un tomate —se dijo, y procuró calmarse—. No me importa. De todos modos se equivocan. Malditos análisis científicos».
—¿No hay películas que puedan incluir en mi programación?
—Lo siento, no.
—No todas las películas tienen sexo y violencia.
El ario sonrió para aplacarlo.
—Las películas que a usted no le interesan.
—¡Pues apaguen esa maldita cosa y déjenme leer!
—No podemos.
—¿No pueden apagarlo?
—No.
—Estoy harto de oír hablar de Sarah Wynn y su vida amorosa.
—¿Pero no es atractiva? —preguntó el ario.
Hiram se detuvo en seco. Soñaba con Sarah Wynn de noche. No dijo nada. No le atraía Sarah Wynn.
—¿No lo es? —insistió el ario.
—¿Quién es qué?
—Sarah Wynn.
—¿Quién hablaba de Sarah Wynn? ¿Qué hay de las series documentales?
—Señor Cloward, usted se volvería muy hostil si le presentaran programas de noticias. Usted lo sabe.
—Walter Cronkite ha muerto. Tal vez ahora me gustaría más.
—No le interesan las noticias del mundo real, ¿verdad, señor Cloward?
—No.
—Entonces comprende la situación. Ningún elemento de nuestra programación le resulta apropiado, pero el noventa por ciento le resulta pernicioso. Y no podemos apagar el televisor, a causa de la Ley de Soledad. ¿Comprende usted nuestro dilema?
—¿Comprende usted el mío?
—Por supuesto, señor Cloward. Lo comprendo perfectamente. Haga algunos amigos, señor Cloward, y apagaremos su televisor.
Y así terminó la entrevista.
Cloward caviló durante dos días. Mientras él cavilaba, Sarah Wynn lloraba a su esposo de tres días, que había muerto en un accidente de carretera en un lugar ignoto llamado Wiltshire Boulevard. Pero el cadáver aún no se había enfriado y los pretendientes ya estaban al acecho, tratando de ayudarla, tratando de imponerle su amor.
—¿No puedes depender de mí, sólo un poquito? —preguntó Teddy, el atractivo millonario.
—No me gusta depender de la gente —respondió Sarah.
—Dependías de George. —George era el difunto.
—Lo sé —dijo ella, y lloró un instante. Sarah Wynn sabía llorar.
Hiram Cloward volvió otra página de Los hermanos Karamazov.
—Necesitas amigos —insistió Teddy.
—Oh, Teddy, lo sé —sollozó ella—. ¿Serás mi amigo?
—¿Quién escribe esto? —preguntó Hiram Cloward. Tal vez el ario de la oficina tuviera razón. Hacer algunos amigos, hacer apagar el maldito televisor a cualquier precio.
Se levantó y fue al corredor del edificio de apartamentos. Había varios anuncios pegados en la pared.
Club de ajedrez 5-9 miércoles
Grupos de encuentro todas las noches a las 7
Aprenda a tejer 6.30 traiga lana y agujas
Juegos juegos juegos en la sala de juegos (sótano).
¿Quiere charlar? Amigos de la Familia todas las noches 7.30 a 10.30
¿Amigos de la Familia? Hiram resopló. La familia era su sensiblera madre y sus quejas constantes: que si las dificultades de la vida, que si nadie en su sano juicio nacería mujer si pudiera elegir, que si el matrimonio era una trampa que los hombres tendían a las mujeres, dándoles unos minutos de placer por una vida de tedio, y juro que si no fuera por mi hijito Hiram abandonaría para siempre a ese cabrón, no me voy por ti, mi bebé, porque si me voy serás un hijo de puta como tu padre, con su barriga hinchada de cerveza.
¿Y los amigos? ¿Qué amigos pueden venir cuando papá está borracho y pega a quien se le ponga por delante?
Leo. Eso es lo que hago. Príncipe y mendigo. Un yanqui en la corte del rey Arturo. Orgullo y prejuicio. Mundos dentro de mundos, deslumbrantes, delicados y divertidos.
Amigos de la Familia. Aun así, valía la pena probar.
Hiram se encaminó al ascensor y bajó dieciocho plantas hasta la Planta de Diversiones. Amigos de la Familia estaba en una habitación muy amplia, con alcohol en un extremo y gaseosas en otro. Fue hasta el letrero de gaseosas y pidió una Coca-Cola a la mujer.
—¿Cuántas tazas de café ha tomado hoy? —preguntó ella.
—Tres.
—Pues lo siento, pero no puedo servirle un refresco con cafeína. ¿Puedo sugerirle un Sprite?
—No, no puede —dijo Hiram, apretando los dientes—. Estamos sobreprotegidos.
—Estoy de acuerdo —dijo al lado una mujer, con una Sprite en la mano—. Nos protegen y nos protegen, ¿y de qué sirve? La gente aún se muere.
—Eso sospeché —dijo Hiram, procurando sonreír, preguntándose si su humor resultaba gracioso o sólo sarcástico. Gracioso, al parecer. La mujer se rió.
—Oh, eres una joya —dijo—. ¿A qué te dedicas?
—Soy profesor retirado de literatura en Princeton.
—¿Pero cómo vives aquí y trabajas allá?
Hiram se encogió de hombros.
—No trabajo allá. He dicho retirado. Cuando llegó la enseñanza por televisión, mi cociente P era demasiado bajo. No tengo personalidad de pantalla.
—Muy pocos la tenemos —convino ella, asintiendo y sonriendo—. Oh, cuánto añoro los viejos días.
Hiram la evaluó con la mirada. Nariz algo torcida. Pero eso parecía lo único que la excluía de la TV. Bonita voz. Bonito, muy bonito rostro. Cuerpo.
Ella le apoyó la mano en el muslo.
—¿Qué haces esta noche? —preguntó.
—Mirar la televisión —dijo él con una mueca.
—¿De veras? ¿Qué tienes?
—Sarah Wynn.
Ella gritó de placer.
—¡Maravilloso! ¡Debemos de ser espíritus afines! ¡Yo también tengo Sarah Wynn!
Hiram intentó sonreír.
—¿Puedo ir a tu apartamento?
Señal de peligro. Mano subiendo por el muslo. Invitación al apartamento. Sexo.
—No.
—¿Por qué no?
E Hiram recordó que el único modo de liberarse de la televisión era demostrar que no era un solitario. Y corregir su vida sexual —léase: tener vida sexual— sería un gran paso para modificar la situación.
—Ven —dijo, y sin más abandonaron a los Amigos de la Familia.
En el apartamento ella se quitó los zapatos y la blusa y se sentó en el viejo sofá frente al televisor.
—Vaya —dijo— cuántos libros. De verdad eres profesor, ¿eh?
—Sí —dijo él, intuyendo que le correspondía el siguiente paso y sin saber cuál era. Evocó su único y vacilante intento a los… ¿Cuánto, trece años? No, catorce, y la chica tenía quince y lo hacía por placer. Caminaban por el cauce del riachuelo (cuando había riachuelos y campiña) y de pronto ella se detuvo y le abrió la cremallera del pantalón (cuando había cremalleras), pero él se corrió antes de que ella hubiera empezado, se sintió humillado, cogió sus pantalones y huyó. Ella se llamaba Diana. Él regresó a casa sin pantalones y no tuvo explicaciones racionales y su madre lo trató con odio y sacó el tema una y otra vez durante años, que un hombre es un hombre no importa cómo lo trates y que siempre busca lo mismo y que a nadie le importa la pobre chica. Pero Hiram estaba acostumbrado a esa cháchara. No le afectaba. Le obsesionaba, en cambio, el temblor desenfrenado de su propio cuerpo, el éxtasis, la mueca de repulsión de la muchacha. Había pensado que era porque… «Bien, no importaba. No importa, pensó. Ya no pienso en eso».
—Vamos —dijo la mujer.
—¿Cómo te llamas? —preguntó Hiram.
Ella puso los ojos en blanco.
—Agnes. Por amor de Dios, venga.
El decidió que era buena idea quitarse la camisa. Ella lo observó, decidió ayudar.
—No —dijo él.
—¿Qué?
—No me toques.
—Oh, santo cielo. ¿Qué pasa? ¿Eres impotente?
En absoluto. En absoluto. Sólo indiferente. ¿Está bien?
—Mira, no me fascina jugar con un psicópata, ¿te enteras? Tengo mejores cosas que hacer. Gano cien por polvo, tarifa estándar, ¿de acuerdo?
¿Estándar qué? Hiram asintió porque no se atrevía a preguntarle de qué hablaba.
—Pero tú, amigo, obviamente ignoras lo que ocurre en el mundo. Veinte pavos. Suficiente por los diez minutos que me has estropeado. ¿Vale?
—No tengo veinte —dijo Hiram.
Ella lo miró con furia.
—Maricón y en bancarrota. Qué ejemplar. Oye, amigo, la próxima vez que intentes levantarte una tía, primero decide qué quieres hacer con ella, ¿vale?
Cogió los zapatos y la blusa y se fue. Hiram se quedó donde estaba.
—Teddy, no —dijo Sarah Wynn.
—Pero te necesito. Te necesito con desesperación —dijo Teddy en la pantalla.
—Sólo han pasado unos días. ¿Cómo puedo acostarme con otro hombre unos pocos días después de la muerte de George? Hace sólo cuatro días… Oh, no, Teddy. Por favor.
—¿Cuándo, pues? Dime cuándo. Te quiero muchísimo.
Basura, pensó George con su mente analítica. Pero aun así basada obviamente en la historia de Penélope. Sin duda George, su Ulises, regresaría, milagrosamente vivo, dispuesto a revivir su júbilo conyugal. Pero entretanto estaban los pretendientes, suficientes pretendientes para vender quince mil coches y cien mil cajas de tampones y cuatrocientos mil paquetes de cereal.
Sin embargo, la parte no analítica de su mente no pensaba en Penélope. Sin saber por qué, Hiram abría y cerraba las manos. Sin saber por qué, temblaba. Sin saber por qué, cayó de rodillas en el sofá, abriendo y cerrando las manos sobre Crimen y castigo, mientras intentaba contener el llanto en vano.
Sarah Wynn lloró.
«Pero ella llora fácilmente —pensó Hiram—. No es justo que ella llore fácilmente. Teje, Penélope».
La alarma sonó, pero Hiram ya estaba despierto. El televisor cantaba loas a Dove con lanolina. «Los productos no han cambiado —pensó Hiram—. Nunca cambian. Los mercachifles anuncian Dove con lanolina en torno a la cruz mientras Jesús muere desangrado. Para un cutis más suave». Se levantó, se vistió, trató de leer, no pudo, trató de recordar qué había sucedido la noche anterior para ponerlo tan crispado y nervioso, pero no lo consiguió, y al fin decidió ir a ver al ario de Bell.
—Señor Cloward —saludó el ario.
—Usted es psiquiatra, ¿verdad?
—Vaya, señor Cloward, soy un representante A-6 de quejas para la compañía Bell. ¿En qué puedo ayudarle?
—No aguanto más a Sarah Wynn.
—Qué pena. Las cosas comenzarán a irle mejor dentro de dos semanas.
Y a pesar de sí mismo, Hiram quiso preguntarle qué ocurriría. No es justo que este uberman nórdico sepa qué hará la dulce Sarah semanas antes que yo. Pero combatió esta sensación, avergonzado de interesarse en esa maldita telenovela.
—Ayúdeme —pidió Hiram.
—¿Cómo puedo ayudarle?
—Usted puede cambiar mi vida. Usted puede sacar el televisor de mi apartamento.
—¿Por qué, señor Cloward? Es lo único en la vida que es totalmente gratuito. Excepto que debe mirar anuncios. Y sabe tan bien como yo que los anuncios son muy entretenidos. Caramba, hay gente que prefiere duplicar los anuncios en su programación personal. Recibimos mil solicitudes diarias por el último anuncio de McDonald's. Ni se lo imagina.
—Sé imaginar muchas cosas. Quiero leer. Quiero estar solo.
—Al contrario, señor Cloward, usted ansia no estar solo. Necesita desesperadamente un amigo.
Furia.
—¿Y por qué está tan seguro?
—Porque, señor Cloward, su reacción es típica de su grupo. Es un grupo que nos preocupa muchísimo. No tenemos presupuesto para programar para ustedes… Hay sólo dos millares en el país, pero un presupuesto no nos serviría de nada porque no sabemos qué programación quiere.
—No formo parte de ningún grupo.
—Claro que sí, y a tal extremo que se lo podría considerar típico. Madre dominante, padre hostil y/o ausente, ninguna relación prolongada con nadie. Ausencia de vida sexual.
—Tengo una vida sexual.
—Si usted intentó alguna actividad sexual sin duda fue con una prostituta y ella esperaba un elevado nivel de refinamiento de su parte. Usted se avergüenza fácilmente. No logró apañárselas, así que no mantuvo relaciones. ¿Correcto?
—¿Qué es usted? ¿Qué intenta hacerme?
—Soy psicoanalista, claro. Cuando alguien presenta quejas cuya solución escapa a nuestra figura de autoridad burocrática, obviamente necesita ayuda, no otro burócrata. Quiero ayudarle, soy su amigo.
La idea de que ese superhombre nórdico tratara de ayudar al pequeño Hiram Cloward le resultaba tan grotesca que el profesor en paro dejó de protestar y lanzó una carcajada.
—¡Humor! ¡Muy saludable! —dijo el ario.
—¿Qué es esto? Pensé que los analistas eran más sutiles.
—Con algunas personas… sobre todo los paranoicos, pero usted no lo es… y con los esquizoides, pero tampoco lo es.
—¿Y qué soy?
—Ya se lo he dicho. Estrategias de negación y represión. Muy perniciosas. Acting out… más perniciosa aún. Pero usted es sumamente inteligente, muy capaz. Personalmente, me parece una vergüenza que no pueda enseñar.
—Soy un excelente profesor.
—Los test con estudiantes escogidos al azar demostraron que usted ponía mucho énfasis en elementos esotéricos. Sólo personas como usted disfrutarían de una persona como usted. No hay muchas personas como usted. Usted no encaja en muchas de las categorías normales.
—Y por eso me persiguen.
—No finja ser paranoico. —El ario sonrió. Hiram sonrió. «Esto es una locura. Lewis Carroll, ¿dónde estás ahora que te necesitamos?».
—Si usted es analista, yo debería hablarle libremente.
—Si lo prefiere.
—No lo prefiero.
—¿Y por qué no?
—Porque usted es recontrajodidamente ario, por eso.
El ario se inclinó hacia delante con interés.
—¿Eso le molesta?
—Me da ganas de vomitar.
—¿Y por qué?
La mirada de interés era demasiado intensa, demasiado deliciosa. Hiram no pudo resistirse.
—Usted no sabe absolutamente nada de mis experiencias durante la guerra, ¿verdad?
—¿Qué guerra? Hace mucho tiempo que no hay guerra…
—Yo era muy pequeño. Fue en Alemania. Mis padres no son mis padres. Estaban en la embajada americana en Alemania. En Berlín, mil novecientos treinta y ocho, antes de la guerra. Mis padres verdaderos también estaban allí… judíos alemanes, o semijudíos. Mi verdadero padre… pero dejemos eso, usted no necesita toda mi genealogía. Sólo digamos que cuando yo tenía once años, y no estaba registrado, mi padre judío me llevó a su amigo, el señor Cloward de la embajada americana, cuya esposa había tenido un aborto natural.
«“Llévate a mi hijo”, le dijo.
»“¿Por qué?”, preguntó Cloward.
»“Porque mi esposa y yo tenemos un plan perfecto e infalible para matar a Hitler. Pero no saldremos con vida”. Y así me aceptó Cloward, mi padre adoptivo.
»Al día siguiente leyó en los periódicos que mis padres verdaderos habían muerto en un “accidente” callejero. Investigó y descubrió que por casualidad, mientras mis padres se disponían a llevar a cabo su plan infalible, los vieron unos camisas pardas. Alguien los identificó como judíos. Estaban aburridos, así que los atacaron. No tenían idea de que estaban salvando la vida de Hitler. Esos superhombres nórdicos aporrearon a mi madre, obligando a mi padre a mirar mientras la desnudaban, la violaban y la destripaban. Luego mi padre fue sometido a un uso experimental del último modelo de triturador de testículos hasta que se mordió la lengua de dolor y murió desangrado. No me gustan los nórdicos. —Hiram se reclinó, los ojos llenos de lágrimas y emoción, y comprendió que había podido llorar. No mucho, pero era algo.
—Señor Cloward —dijo el ario—, usted nació en Missouri en mil novecientos cincuenta y uno. Sus padres legales son sus padres naturales.
Hiram sonrió.
—Pero fue una magnífica fantasía freudiana, ¿eh? Mi madre violada, mi padre castrado, yo separado de mi tradición cultural y todo eso.
El ario sonrió.
—Usted debería ser escritor, señor Cloward.
—Prefiero leer. Por favor, déjeme leer.
—No puedo impedirle que lea.
—Apague Sarah Wynn. Apague esas mansiones de donde las doncellas huyen ante la amenaza de un hombre que resulta ser amigable y afectuoso. Apague los anuncios de coches y condones.
—¿Para permitir que se regodee en fantasías catalépticas entre sus deprimentes novelas rusas?
Hiram sacudió la cabeza. ¿Estoy suplicando?, se preguntó. Sí, decidió.
—Estoy suplicando. Mis novelas rusas no son deprimentes. Son exultantes, estimulantes, abrumadoras.
—Eso forma parte de su enfermedad, señor Cloward, que usted desee ser abrumado.
—Cada vez que leo Dostoievski, me siento pleno.
—Usted ha leído veinte veces todas las obras de Dostoievski. Y una docena de veces a Tolstoi.
—¡Cada vez que leo a Dostoievski es la primera!
—No podemos dejarle solo.
—Me mataré —exclamó Hiram—. ¡No puedo seguir viviendo así!
—Haga amigos —dijo el ario.
Hiram jadeó y resolló, dominando su furia. Esto no es cierto. No estoy furioso. Guárdalo, domínalo, contrólate, sonríe. Sonríele al ario.
—Usted es mi amigo, ¿verdad? —preguntó Hiram.
—Si usted me lo permite —respondió el ario.
—Se lo permito —dijo Hiram. Se levantó y salió de la oficina.
De regreso a casa pasó frente a una iglesia. Había visto esa iglesia muchas veces. La religión le interesaba poco. Las novelas la habían diseccionado. Si Twain había dejado algo con vida, Dostoievski lo había marchitado y Pasternak lo había matado. Pero su madre era una ferviente presbiteriana. Entró en la iglesia.
Un joven muy carismático hablaba en voz baja desde una enorme pantalla de televisión. Sólo podían oírle quienes estaban cerca. Los de atrás parecían estar meditando. Cloward se arrodilló en un banco para meditar.
Pero no podía apartar los ojos de la pantalla. El joven cedió su lugar a un hombre más anciano que salmodió algo sobre Cristo. Hiram podía oír la palabra Cristo, pero nada más.
Las paredes estaban decoradas con cruces. Una fila de cruces tras otra. Era una iglesia protestante, y ninguna cruz exhibía una imagen de Cristo sangrando. Pero la imaginación de Hiram se encargó de ello. Jesús, las manos, muñecas y pies clavados a la cruz, la garganta en la intersección de los maderos.
¿Por qué la cruz, a fin de cuentas? La intersección de dos líneas opuestas, perpendiculares que sólo pueden tocarse en un punto. El epítome de la vida del hombre, atravesando la eternidad con una ojeada de soslayo a quienes encuentra en el camino, cada cual siguiendo su propia dirección divergente. La cruz. Pero no era el símbolo de hoy, decidió Hiram. Hoy estamos en esferas. Hoy somos curvas, no líneas, arqueándonos para encogernos, tocando a los demás una y otra vez, esferas ensimismadas que no se atreven a estar fuera. Méteme adentro, gritamos, méteme y protégeme, no me dejes caer fuera, no me dejes estar en el borde del mundo.
Pero el mundo tiene borde, y todos podemos verlo, decidió Hiram. Sabemos dónde está, y no podemos resistir que alguien encuentre su modo de permanecer en la cima.
¿De veras queremos estar en la cima?
La era de las cruces ha terminado. Ahora es la era de las esferas. Pelotas.
—Somos vuestros amigos —dijo el anciano de la pantalla—. Podemos ayudaros.
Hay grandeza, respondió Hiram en silencio, en abrirse camino a solas.
—¿Por qué estar solo cuando Jesús puede sobrellevar tu carga? —prosiguió el hombre de la pantalla.
Si yo estuviera solo, se respondió Hiram, no habría carga que sobrellevar.
—Coge tu cruz, pelea por la buena causa —dijo el hombre de la pantalla.
Ojalá hallara mi cruz, se respondió Hiram.
Entonces comprendió que aún no podía oír la voz de la televisión. En cambio había puesto su propio sermón, en voz alta. Tres personas lo observaban. Sonrió tímidamente, agachó la cabeza para disculparse y salió. Fue a casa silbando.
Lo saludó la voz de Sarah Wynn.
—Teddy. ¡Teddy! ¿Qué hemos hecho? Mira lo que hemos hecho.
—Fue hermoso —dijo Teddy—. Estoy contento.
—¡Oh, Teddy! ¿Cómo podré perdonarme? —Y Sarah lloró.
Hiram clavó los ojos en la pantalla. Penélope había cedido. ¡Penélope había dejado su tejido para fornicar con un pretendiente! Esto está mal, pensó.
—Esto está mal —dijo.
—Te amo, Sarah —dijo Teddy.
—No puedo soportarlo, Teddy —respondió Sarah Wynn—. ¡En mi corazón siento que he asesinado a George! ¡Lo he traicionado!
Penélope, ¿no hay virtud en el mundo? ¿No hay Artemisa cazadora? ¿Sólo Afrodita, acostándose continuamente con cada hombre, dios u oveja que le prometa una eternidad, aunque sólo le dé un instante? Los tratos nunca se cumplen, nunca, pensó Hiram.
En ese momento, en la pantalla, entró George.
—Querida —exclamó—. ¡Querida Sarah! He estado vagando con amnesia durante días. Fue un desconocido el que murió quemado en mi coche. ¡Estoy en casa!
Y Hiram gritó y gritó y gritó.
El ario lo descubrió pronto, al tiempo que recibía un informe alarmante de los equipos de investigación que analizaban las telenovelas. Sacudió la cabeza con un retortijón en el estómago. «Pobre señor Cloward. Las cosas que hacemos en nuestro afán de proteger a la gente», pensó el ario.
—Lo siento —le dijo a Hiram. Pero Hiram no prestaba atención. Estaba sentado en el suelo, mirando la televisión. En cuanto llegó el informe, todas las telenovelas, sobre todo Sarah Wynn, se habían dejado de emitir. Ahora se emitían concursos, un sustituto provisional hasta que se corrigieran los errores.
—Lo siento —repitió el ario, pero Hiram trató de apartarlo. Una mujer negra acababa de cambiar la caja por el dinero del sobre. Era lo que Hiram hubiera hecho, y dio resultado. Cinco mil dólares en vez de un asno tirando de un carro con un mono encima. La mujer no se dejaba engañar.
—Señor Cloward, pensé que el problema era suyo. Pero me equivoqué. Claro que usted era una minoría. Pero no comprendimos lo que Sarah Wynn le hacía a la gente.
«Sarah tarada», pensó Hiram, mirando la pantalla. La mujer negra brincaba de alegría.
—Fue culpa nuestra. Hay miles de marginales como usted que fueron gravemente dañados por Sarah Wynn. No teníamos ni idea de que la identificación fuera tan poderosa. No se nos ocurrió.
«Claro que no —pensó Hiram—. No leíste lo suficiente. No sabías lo que los mitos le hacen a la gente». Pero ahora llegaba el Gran Premio del Día, e Hiram sacudió la cabeza para que el ario se marchara.
—Claro que el Organismo de Protección del Consumidor le pagará una pensión vitalicia. Tres veces su sueldo actual y el tratamiento que sea posible.
La paciencia de Hiram se agotó.
—¡Lárguese! —dijo—. Tengo que ver si la mujer negra logra ganar el coche.
—No puedo decidirme —se lamentó la mujer negra.
—¡Puerta número tres! —exclamó Hiram—. ¡Por favor, puerta número tres!
El ario observó a Hiram en silencio.
—¡Puerta número dos! —decidió la mujer negra.
Hiram gruñó. El presentador sonrió.
—Bien —dijo el presentador—. ¿Estará el coche detrás de la puerta número dos? ¡Veamos!
La cortina se descorrió, y detrás había un hombre con ropa de campesino arañando un banjo vapuleado. El público gimió. El hombre del banjo cantaba una canción montañesa. La mujer negra suspiró.
Abrieron las cortinas. El coche estaba detrás de la puerta número tres.
—Lo sabía —dijo Hiram con amargura—. Nunca me escuchan. Puerta número tres, les digo, y nunca me escuchan.
El ario se dispuso a marcharse.
—Se lo dije, ¿verdad? —preguntó Hiram, sollozando.
—Sí —dijo el ario.
—Lo sabía. Sabía que tenía razón. —Hiram lloró sobre sus manos.
—Sí —respondió el ario, y se marchó para firmar todos los papeles necesarios para que lo internaran. Ahora Cloward entraba en una categoría. Nadie puede existir mucho tiempo fuera de toda categoría, comprendió el ario. Estamos creando un hombre nuevo. Homo categóricas. El hombre clasificado.
Pero no hubo necesidad de firmar los papeles, a fin de cuentas. Pues Hiram fue al cuarto de baño, llenó la bañera y se unió a la categoría más numerosa que existe.
—Mierda —dijo el ario cuando se enteró.
Fin
Apostilla del autor
Durante un tiempo mi esposa y yo nos enamoramos del restaurante Savoy de Salt Lake City, un establecimiento presuntamente inglés que no obstante servía una comida deliciosa. Íbamos solos o con amigos, hacíamos todo lo posible para que el restaurante prosperara. Además siempre estaba atestado. Y a los seis meses cerró.
Me ha ocurrido infinidad de veces. Los programas de televisión que me gustan están condenados a desaparecer. Los autores de quienes me enamoro dejan de escribir los libros que me apetecen. (¡Venga, Mortimer y Rendell! ¡Rumpole y Wexford son la razón por la cual nacisteis! ¡En cuanto a ti, Gregory McDonald, escribe sobre Fletch o muere!). Las tendencias que aplaudo en ciencia ficción y fantasía pronto se desvanecen: las que me dan náuseas persisten como el herpes. Por una u otra razón, el mundo real no refleja mis gustos.
De ahí surgió este cuento. Lamentablemente, nunca permití que la narración se elevara sobre su origen. Luego aprendería que no debía escribir un cuento a partir de una sola idea, sino que debía esperar una segunda idea para que la confluencia generase algo realmente vivo. El resultado es que este cuento soporta la maldición de muchas narraciones de ciencia ficción: está impulsado por una idea y no por sus personajes, con lo cual resulta olvidable. Eso no significa que carezca de valor. Espero que sea entretenido para leerlo una vez, pero la segunda lectura no resulta muy gratificante. Basta con la primera para recibir todo lo que el cuento tiene que ofrecer.
Título original: But We Try Not to Act Like It
Primera edición en Destinies, agosto 1979.