MONTSÉGUR: ARDER ANTES QUE ABJURAR
Publicado en
mayo 11, 2024
Montségur
Los defensores de esta ciudadela marcharon al suplicio para convertirse en un símbolo de fe inquebrantable.
Por Nicolás Poulain.
UN DOMINGO de junio de 1973 me aparté de la carretera principal en Lavelanet para tomar un camino estrecho que ascendía serpenteando por un bosque. A mi izquierda, hacia la cercana frontera española, se elevaba el Pic Saint Barthélémy, uno de los más hermosos montes de los Pirineos. Luego, al salir de la última curva, vi por primera vez a Montségur.
El paisaje es impresionante: en la cima de un picacho desnudo con forma de pan de azúcar, tan alto y escarpado que se antoja inexpugnable, se alzan las ruinas blancuzcas de un antiguo castillo. Construido en 1204, a una altitud de 1215 metros, parece un barco varado en la cumbre, como el Arca de Noé.
Yo había imaginado que aquel lugar era un rincón desierto de Francia, pero al pie de la roca del castillo se habían reunido varios miles de personas. Gran parte de ellas eran habitantes de la región, pero otras muchas procedían de todo el país y aun del extranjero. ¿Qué las congregaría allí?
Las ruinas de Montségur figuran entre las más grandiosas de Europa. Pero no era esa la razón de que tanta gente se hubiera reunido aquel domingo allí, como todos los del verano, ni explicaba por qué cerca de 100.000 turistas se desvían cada año de sus rutas habituales para visitar el castillo. Ello obedece, más bien, a que Montségur es tanto un lugar santo para los peregrinos como un símbolo de martirio que forma parte del acervo de epopeyas cristianas.
En la Francia actual se advierte un vigoroso resurgimiento del regionalismo. Algunas viejas provincias, como Bretaña y Alsacia, están reivindicando sus usos y costumbres peculiares dentro del marco de la unidad nacional. Lo mismo ocurre en Occitania, vasta región de 13 millones de habitantes que abarca 31 departamentos meridionales, desde el Atlántico hasta el Mediterráneo. Su nombre procede de la langue d' Oc , lengua romance que hicieron famosa los trovadores y aún se habla allí, además del francés.
Es larga la lista de los grandes hombres que Occitania ha dado a Francia; desde el mariscal Foch hasta el pintor Henri de ToulouseLautrec, el navegante La Pérouse y el presidente Georges Pompidou, recientemente fallecido. Pero los mártires de Montségur, que escribieron la página más gloriosa de la historia de la región, tienen un lugar especial en el corazón de sus coterráneos.
En efecto, fue Montségur escenario del último acto del largo drama que señaló el destino de Occitania, Francia y la Iglesia Católica. Para comprenderlo debemos remontarnos a principios del siglo XI. Francia no era todavía un país unido; con el benévolo gobierno de los condes de Tolosa, la provincia autónoma de Occitania había desarrollado una civilización próspera y de caracteres propios. Gozaba también de tolerancia religiosa, pues sus muchos judíos, por ejemplo, no sufrían persecuciones, lo cual explica por qué nadie se había opuesto a que apareciera allí un nuevo culto.
Los adeptos de la nueva secta se llamaban a sí mismos cristianos, simplemente, pero quienes sabían griego los denominaban cátaros (los puros). Los fieles recibían el nombre de creyentes, y el pueblo llamaba perfectos u hombres buenos a los sacerdotes. Estos cátaros viajaban en parejas, descalzos y vestidos de negro; observaban la castidad más estricta y trabajaban con las manos: hacían tejidos o ayudaban a los labriegos en el campo. Predicaban la oposición radical entre el mundo material de sombras y males, y el espiritual, el reino del bien y de la luz, que prevalecería al fin. Se oponían a la procreación, y por tanto al matrimonio, por parecerles que traer una vida nueva al mundo era encerrar un alma en una prisión carnal. Pero se mostraban tan tolerantes con el prójimo como estrictos consigo mismos; de ahí que se granjearan rápidamente la simpatía y el apoyo de la mayoría de los occitanos.
Vista del monumento del "Campo de los quemados", donde, en 1244, murieron en la hoguera 200 cátaros.
Montségur era el centro de la nueva religión. Un creyente, el caballero Ramón de Perelha, cuyas madre, esposa e hija vistieron los sayales negros de los perfectos, erigió el castillo a instancias de éstos sobre unas ruinas visigodas. Cerca, en una cabaña tosca, moraba un perfecto llamado Bertrand Marti, famoso por su polémica con el que más tarde sería Santo Domingo, fiero monje español defensor de la causa de Roma.
Para el papa Inocencio III el credo albigense (así llamado por la ciudad de Albi) era una abominable herejía; decía que sus adeptos eran "peores que los sarracenos". Por tanto, predicó una cruzada sin precedente en la historia de la Iglesia, pues iba dirigida contra otros cristianos. Las tropas adictas a Roma estaban compuestas en su mayor parte por cruzados procedentes del norte de Francia. En 1209 invadieron la provincia a las órdenes de legados pontificios.
La contienda, iniciada a finales del siglo XII, continuó esporádicamente por espacio de 50 años. Las atrocidades fueron innumerables. Cuando los cruzados tomaron Béziers, el 22 de julio de 1209, exterminaron a casi toda la población. A fin de arrancar de raíz la herejía, el papa Gregorio IX organizó la Inquisición episcopal. Si las torturas del Santo Oficio no lograban que los cátaros abjuraran, se les mataba. Occitania se encontraba exhausta en 1243. El último conde de Tolosa, Ramón VII, se rindió al Rey de Francia, Luis IX (San Luis), y fue azotado públicamente frente a Notre-Dame, la catedral de París.
Pero una ciudadela desafiaba a los conquistadores: Montségur. Este nido de águilas constituía el último reducto de los albigenses. Alojaba una pequeña guarnición y unas cuantas familias que habían abandonado sus hogares; en total poco más de 200 personas. Perelha mandaba a los defensores; Bertrand Marti, entonces de 70 años, exaltaba el fervor de esta comunidad. En mayo de 1243 el ejército de los cruzados puso sitio al castillo. Durante el verano y el otoño se mantuvo al acecho, incapaz de acercarse a la fortaleza. Los labriegos de la región simpatizaban con los sitiados y los aprovisionaban en secreto. Cierta noche de diciembre un destacamento de sitiadores logró emplazar una catapulta en la ladera del peñón, en un lugar que hasta hoy se llama Rincón de la Catapulta. Establecidos a 50 metros de la cumbre, los cruzados, dirigidos por el obispo católico Durant, hicieron llover proyectiles de 80 kilos sobre la fortaleza. Pero los defensores resistieron a pie firme y lograron rechazarlos.
En marzo la cisterna de Montségur estaba casi seca. Perelha intentó una salida, sin éxito. Tras diez meses de resistencia, los sitiados se resignaron a parlamentar su capitulación. Las condiciones fueron relativamente generosas: podrían permanecer en Montségur dos semanas más, y todos los que abjuraran de su fe quedarían en libertad.
Pero en cuanto los albigenses supieron las condiciones de la rendición, un vehemente clamor ascendió a los cielos desde Montségur: Pusléu cramar que renonciar! ("¡Arder antes que abjurar!") Hombres, mujeres y niños pasaron las dos semanas de tregua preparándose a bien morir.
El 16 de marzo de 1244, término de la tregua, los sitiadores prepararon una enorme pira al pie del peñón de Montségur. Luego los 200 sobrevivientes salieron del castillo y, con Marti y Perelha a la cabeza, descendieron en lenta procesión hacia sus verdugos. Los sanos sostenían a los heridos; tomados de la mano, entonaban himnos religiosos. Entre ellos había una madre con su hija enferma: Corba y Esclarmonde de Perelha, esposa e hija del castellano de Montségur, y todos ellos entraron impasibles en las llamas.
El sitio donde estuvo la hoguera se llama todavía Camps das Cramats ("Campo de los quemados"). Allí se erigió una estela funeraria con una inscripción en lengua de oc: "A los cátaros, mártires del amor cristiano puro".
Castillo de Montségur
El sacrificio de los cátaros de Montségur sólo ha tenido un paralelo en la historia: la acción de los 960 judíos de Masadá, que en el año 73 de nuestra era se suicidaron recurriendo a la espada y al fuego antes que rendirse a los romanos (véase Masadá no volverá a caer, en SELECCIONES de diciembre de 1968). Me enteré en la aldea, al pie del peñón, de que el pasado pervive en todos los corazones de la comarca. "Es natural que así sea", me dijo Roger Couquet, alcalde de Montségur. "Muchos de estos aldeanos descienden de los mártires. Nuestro registro civil sigue anotando familias cuyos apellidos figuraron entre los defensores del castillo, como los Marti, Pons, Vidal y Authié".
Varios espeleólogos y arqueólogos trabajan actualmente para arrancar a las ruinas de Montségur sus últimos secretos. Las excavaciones, comenzadas en 1960, han revelado armas, esqueletos y objetos del culto. También se encontraron una estatua de mujer con un peinado alto, y una paloma de piedra, emblema del Espíritu Santo.
Según Fernand Niel, que durante tres años estudió las ruinas y ha publicado tres libros sobre los cátaros de Montségur, "el castillo es único en su género en toda Europa, y quizá no haya otro semejante en el mundo, pues se trata de un templo disfrazado de fortaleza". Todos los puntos cardinales de su estructura, explica, están orientados según el curso aparente del Sol; los cátaros podían en todo momento volverse y orar de cara al astro, símbolo de la luz espiritual.
La tragedia de Montségur, historia viviente para los occitanos, provoca ecos mucho más allá de sus fronteras, y aun fuera de Francia, pues se asocia a una famosa leyenda que forma parte del legado de toda la cristiandad occidental: la de Perceval y su busca del Santo Grial.
La noche anterior al martirio de los defensores del castillo, tres albigenses, Amiel, Aicard y Poitevin, arriesgaron la vida y escaparon deslizándose con ayuda de cuerdas por las escarpas del peñón. Su misión era encontrar un lugar seguro para esconder el tesoro de su iglesia. Este hecho histórico engendró la leyenda de que tal tesoro era en realidad el Santo Grial, vaso que, según la tradición, contuvo unas gotas de sangre de Jesucristo.
Esta legendaria reliquia inflamó la imaginación de los mayores poetas de la edad media que escribieron sobre Perceval, el joven y noble caballero, espejo de pureza, que peregrinaba en busca del Grial y lo encontró en el castillo de Montsalvatge, guardado por el rey Parilla. El gran compositor del siglo XIX Richard Wagner basó su ópera Parsifal en esta leyenda.
El erudito alemán Otte Rahn advirtió el paralelo entre la leyenda medieval y la tradición occitana, y la comentó en su libro La cruzada contra el Grial, publicado en 1933. La palabra "graal", en francés antiguo, parece proceder de grasal, vaso, en provenzal; Montsalvatge significa monte salvaje en lenguade oc. Igualmente significativo es el nombre del rey Parilla de la leyenda: casi idéntico al de Perelha, el señor de Montségur.
La epopeya de Montségur despierta hoy renovado interés. En muchos libros de los últimos 20 años se habla de ella, algunos, como Las llamas de Montségur, de Zoé Oldenbourg, y Montségur, del académico Antoine de Lévis-Mirepoix, fueron grandes éxitos de librería. Serge de Poligny filmó una versión del drama; la llamó La novia de las sombras. En 1966 millones de televidentes vieron dos programas sobre los albigenses preparados por Stellio Lorenzi; las encuestas demostraron que rompieron todas las marcas de ese año. Repetidos en 1973, suscitaron el mismo interés entre el público.
Y yo lo compartí cuando, a la sombra del gran castillo, escuché al joven cantante provenzal Claude Marti, que vincula la música "pop" con la antigua lengua de los trovadores. Miles de jóvenes de todas las nacionalidades aplaudieron frenéticamente su canción de mayor éxito: Montségur, tú te yergues en todas partes.
Sí; la lección de Montségur es universal. Los defensores de estas viejas piedras aceptaron el martirio por amor a su país y por la libertad de conciencia. Su ejemplo todavía está vivo.