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abril 28, 2024
Durante aquellos años, no era mi mente la que se aturdía cada vez más, sino mi alma. Una observación sorprendente: se necesita tiempo precisamente para sentir y no para pensar... La sensación requiere sosiego... Un ejemplo básico: mientras rebozo kilo y medio de pescadito con harina, puedo pensar, pero sentir... no. El olor se interpone en el camino, mis manos pegajosas se interponen en el camino, y el aceite que salpica y los pescados... La sensación es... más exigente que el pensamiento... sentir requiere concentración.
Ana Tsetsaeyva.
Escribir no es como hablar. Maldita sea. Mira, James, esta carta no va a ser fácil. La terminaré, la colocaré en la Red, cerraré mi señal y me iré a la cama. Cuando te levantes estaré durmiendo, así que no me llames si decides responder a tu luz roja o buscar algo inteligible para leer o informarte (poco hay aquí para cualquiera de los dos). Sigo pensando en los impulsos de la Red como chispas que vuelan bajo la tierra o bajo el mar, o que saltan de satélites. Naturalmente, se trata de algo mucho más rápido. Ya es de mañana en Hawaii y esto te llegará casi al instante cuando oprima la tecla de tránsito.
Lo que resulta un poco intimidante es la irreversibilidad. No importa.
Mientras escribo, la luna se pone sobre el desierto redonda y rosada, como un melocotón gigantesco. Pronto amanecerá. He estado fuera la mayor parte de la noche, con el equipo de emergencia, haciendo los pocos trabajos no cualificados. Al sur de donde nos encontramos, Pueblo ha decidido celebrar alguna inexplicable festividad histórica (todos ellos saben qué es, pero aquí no lo sabe nadie) con mucho ruido y alegría, y en las primeras horas de esta noche alguien, probablemente achispado, se estrelló con un vehículo contra una de nuestras vallas electrificadas y produjo un cortocircuito en toda una sección. Cuando sucedió esto, el flaco y salvaje ganado del desierto penetró en estampida, con los ojos enrojecidos y llenos de furia, como el mural eléctrico que alguien hizo no se sabe cuánto tiempo atrás (y que ahora siempre tenemos delante cada vez que comemos en público), y pisotearon y volcaron los colectores solares, destruyendo algunos. Los hemos sustituido y arreglado la valla. Al entrar solté una serie de espontáneas maldiciones —no soy diestro y me han salido ampollas— antes de que Flowers se pusiera en contacto telefónico con Pueblo (arriesgaban su integridad física bajo los fuegos artificiales y no prestaban atención a ninguna forma de comunicación excepto, naturalmente, las líneas de emergencia) y los puso de vuelta y media. Entonces todo el mundo la tomó conmigo (aunque la mayor parte de las cosas que decían era «¡Demonios!», «¡Uau!» y «¡Qué trabajo más malo!»), pero me enfurruñé y exigí un nuevo mural en el comedor como el precio para serenarme, y ahora Hinchado ha mecanografiado una orden solicitando uno y dentro de unas semanas llegará un nuevo muralista. (De todos modos, no creo que nadie pueda habérselas con el viejo).
Flowers e Hinchado entraron hace unos minutos.
—Queremos vestirnos bien. ¿Puedes prestarnos algo?
—El naranja no —les dije—. Cualquier otra cosa, pero tenéis que devolverlas limpias.
Se marcharon, meneando las barbas, y pensé: «Escribiré a James», y miré de nuevo a través de mi ventana, para ver la luna llena que (como parece) se alejaba de nosotros, y el turno del alba se dirigía a trabajar. Todas esas avenidas y plazas que quedan de la antigua Edad Heroica arquitectónica y la enorme base de la central eléctrica... y ocho figuritas que iban de un lado a otro.
De ahí esta carta.
No lo recuerdas, pero te vi salir del huevo. Estaba allí desde el principio. Solía visitarte cada invierno, cuando estaba allá abajo. Nunca significó gran cosa después del primer año, más o menos —uno no puede prever algo eternamente— pero era divertido ver cómo pasabas de una bola a un pez con cola y así sucesivamente... veinte años para hacer el giro completo. Era extraño verte revivir tu primera vida bajo la cabeza de transmisión; a veces estabas dormido, flotando inmóvil como un lirio en el estanque, como James de Escalonia; a veces estabas en el aire, en violento movimiento. Dabas patadas y golpes, corrías, hablabas con vehemencia, o a veces te limitabas a escuchar y mirabas. De niño a menudo parecías representar o adoptar una pose. Más tarde lloraste bastante. Todo ficticio.
Te lo he dicho: el recuerdo debe alimentarse durante el tiempo real, de la misma manera que el cuerpo ha de desarrollarse con el movimiento real. Aquí, en cierto modo, interpretan el pasatiempo del electroencefalograma, pero un breve segmento requiere semanas, incluso con el análisis por medio de ordenador. Tu conexión con eso era automática. Nadie te conocería realmente hasta que salieras. Nadie me conocía. Nos descubrieron al buscar el modelo característico, y entonces nos agarraron antes de que sucediera. Pueden desandar el camino, en busca del DNA, sin utilizar demasiada energía y el EEG requiere incluso menos porque es inmaterial. Entonces siguen adelante, recogiendo un modelo consciente completo inmediatamente antes de la muerte y tratando de descifrarlo. Obtienen una parte. Entonces nos hacen crecer y encuentran el resto.
El modelo es miseria crónica.
Aunque no me lo preguntaste, mi primera vida duró treinta y ocho años al noroeste del Pacífico: mucho verde, cielos bajos y grises, colinas de escasa altura, cáncer a los treinta y nueve. Especulaba —o más bien explotaba a otros— en el negocio inmobiliario e hice una fortuna, cosa bastante insólita para una mujer. Finalmente tú escribiste la historia de tu vida. (Que par de habilidades tan inútiles: ¡hacer dinero y escribir una autobiografía!).
Dado que para ellos la diferencia entre Londres en 1930 y Portland en 1970 apenas existe —después de todo, hablamos el mismo lenguaje— me admitieron. Tu corte de pelo. Tus gafas. ¿Por qué tan poca actividad sexual? ¿Por qué tantas lágrimas? «Saludémosle sin prejuicios y echémosle flores como gesto de amistad», dijeron, y yo —sobre quien ese experimento había sido intentado con un resultado bastante desastroso— lo veté absolutamente para ti.
Estabas en el depósito como un espécimen de museo con los ojos abiertos de par en par. Eras el más raro de los humanos que he visto, con tan poca gracia como un avestruz e igual de enjuto, el pelo en punta como si acabaras de salir del huevo y tuvieras aún un trozo de cáscara en la cabeza. Entonces abriste desmesuradamente la boca para aspirar aire. Les dije que interrumpieran la conexión durante el sueño (dieron conmigo al mediodía, cuando conducía hacia el centro de la ciudad, debido alguna teoría sobre la actividad fisiológica punta), por lo que —imagino— despertaste de tu cama-clueca londinense para encontrarte en un depósito transparente en lo que parecía una habitación de hospital (mi idea), ante sanitarios con batas blancas, pero todos con rostros equivocados. Me había olvidado de eso.
La inmensa discontinuidad de esa primera conmoción No, la nada entre una cosa y otra.
Te agitabas. El tanque se vaciaba, el agua te abandonaba. Parecías Adán presa del terror, de improviso bastante agradable. Entonces nos hiciste gestos con los brazos y dijiste entre resuellos algo ininteligible. «Oh, Dios mío —pensé—, le han embrollado». «¿Cómo te llamas? —te pregunté—. ¡Vamos, dilo!». Y tú retrocediste, tratando de hablar. Entonces resbalaste en el suelo del depósito y gritaste: «¡Esto no me gusta! ¡Esto no me gusta!». Entonces, no sé si lo recuerdas, abrí la puerta de vidrio bajé a tu lado en el suelo y te alcé, diciéndote: «Ha habido un pequeño accidente y estás en un hospital. Eso es todo. Estás perfectamente bien. No va a pasar nada Ahora dime, ¿quién eres?». Y tú gritaste: «¡No!», y temblaste.
Pensé que mi americano estaba tan oxidado que no podías comprenderme. Creí que estabas loco. No había esperado que me gustaras, ya sabes, y supongo que no me gustabas. ¿Qué podías hacer en el mejor de los casos si no era recordarme una vida que no tenía ningún deseo en absoluto de recordar? Y entonces no sabía tu nombre y por eso no podía conectarlo con tu libro: Jimmie Bunch, cuyos papá y mamá le han amenazado con echarle de casa si no dejaba de usar laca de uñas y lápiz de labios. Quién iba a pensar que al fin había sucedido. Así que te encogiste y te pusiste a llorar. La señora que descorrió las cortinas para mostrarte la pared de vidrio y las montañas Rocosas era Rey-de-la-Noche, una maquinista de Pekín. La bandera («Bienvenido, viajero del tiempo») se había traído por vía aérea desde el Instituto Histórico de París. Y el gato —¡oh, Señor!— el primer sonido inteligible que oí al llegar no fue el extraño sonsonete humano «¡Ga-tofliz! ¡Ga-tofliz!», sino, limpia como una patena, la respuesta miau que lo explicaba todo: Gato Feliz. Lo cual le había dicho a alguien. Así que allí estaba ella.
Sonreíste. El gato aterrizó sobre tus pies descalzos y chillaste. Rey-de-la-Noche la empujó a un lado y te puso un lei alrededor del cuello. Te reíste entre dientes. El hombre con el que hablaba era George, el alto asiático de Chicago, el cual quería saber: ¿por qué tanto miedo?
De alguna manera no podía adoptar aquella suave, vulnerable, atenta actitud de escucha, aquella perpetua docilidad de los suyos, respuestas como prisión, reclusión, golpes, electroshock, incluso lobotomía —¿o habían llegado a ese adelanto en 1930?— ¿Tuvo que ir alguien, James, en pos de tus desviados lóbulos frontales con un punzón para hielo? Bien, es absolutamente embarazoso contar alguna historia de horror y que no la condenen. Me siento en el lado erróneo. ¡Y su conocimiento es, en algunas áreas, tan inquebrantablemente teórico! Dije que habías roto nuestras reglas con tu comportamiento caprichoso.
¿Qué comportamiento?, quiso saber él.
—No lo percibirá —le dije.
Nombres, sólo exóticos para ti y para mí. Ahora sólo sonido. Como la luz en Lucy, el alzamiento en Oktobrina. (Pero no puedes leer la fonética, ¿verdad?, aunque yo finalmente aprendí a escribirla).
¿Coincidencia de recuerdos? De acuerdo. La fiesta, aquella noche. James moviéndose febrilmente por la sala de trajes, en trance de concentración, deteniéndose cada pocos minutos para mirar su Terrible Corte de Pelo en el espejo. Zumbidos. ¿No te hablé de la fábrica textil que vi una vez cuando me dirigían niños de doce años? (También viven solos cuando quieren). Te metiste en un montón y saliste con un kimono chillón verde y rosa Te brillaban los ojos, pero Billie Joe, con su mono, de regreso del turno de reparaciones, se detuvo en la puerta y dijo: «Oh, no, querido. Azul y marrón es el que mejor te sienta».
No comprendiste, naturalmente. Dijiste «¿De veras?» parpadeando. Tienes esa habilidad de separar las palabras, una especie de acción protectora contra cualquier posible molestia, el perfecto recurso momentáneo en el que puede insinuarse cualquier clase de significado conciliatorio. Abriste los ojos de par en par y eran tan bellos como el oro. Pero Billie Joe, con la cabeza ladeada (amablemente) alzó sus palmas rosadas cubiertas de aceite y enseñando los dientes de un blanco deslumbrante, dije que no podía tocar, y se marchó.
No quisiste abandonar. Pero me aproveché de tu asombro para arrancártelo de los dedos. Traduje y dijiste dubitativo:
—Pero a los hombres les gustan los colores fuertes —y añadiste—: ¿Irá él a la fiesta?
—Ella.
—Oh.
—Todo el mundo irá, James. Deja eso donde estaba —Pero él quería de veras crisantemos de un verde violento sobre un rosa cursi. Y el cabello rojo fuerte. O Art Decó y lápiz de labios—. James —dije— ya nadie lleva nada de lo que estás pensando. Ni siquiera lo tienen en los museos. Mira, James, si no te detengo, harás el ridículo y ninguno de los hombres de aquí dormirá contigo. Conozco a esta gente.
Eso te llamó la atención: un escolar de diecinueve años que oye hablar del Cielo. Parecía por tu aspecto que algo maravilloso o terrible estaba a punto de suceder, y no sabías qué era. Doblabas una y otra vez entre los dedos el borde de la manta azul con la que te habíamos cubierto. Tus gafas (que se adaptaban mal) centelleaban. ¿Puedo? ¿Puedo de veras? Parecías de alabastro, no sólo los garabatos de RNA en todo tu cuerpo, querido, sino el remedo del clima en el que (no realmente) habías vivido, y tu espesa mata de pelo castaño claro y tus ojos sorprendentemente azules, todo ello muy exótico en las altas llanuras del Nuevo México Actual. Y creo que un rostro moderadamente hermoso, aunque no Angli, ser angli no va a aplicarse nunca a todo el mundo; no en este mundo, ya no.
Creo que en la expresión de mi rostro leíste autorización. El tuyo parecía demasiado sorprendido para ser feliz. Genéticamente, ¿sabes?, no eres tanto un contrario de la oscura plenitud de Billie Joe y sus ojos en forma de judía, como una especie de comentario lateral, un históricamente muy peculiar (ahora) y absolutamente irrelevante «¿qué?». Nunca te permitieron los modales de un adolescente, a lo que creo, y yo, a los cincuenta, hace demasiado tiempo que estoy aquí para recordar cómo ser adecuadamente de edad mediana. Pero ya nadie se preocupa por eso. No aquí.
Creía que ibas a gritar, pero en vez de eso dijiste lentamente:
—Hazme hermoso. La fiesta.
No te culpo. Si un vaquero moreno de metro noventa, vestido con sus típicas ropas viniera para llevarme, también yo iría. Especialmente si llevaba bigote. («Aprendo inglés por ti. Aprendo a bailar el vals por ti»). Pensé: «¿Debería decirle a James que el nombre de esta visión es Harriet? No». Así que me quedé con una lista en el bolsillo, una lista de Todas las Demás Cosas que debo decirle a James, por ejemplo:
Los colgantes eran prestados, perlas y todo.
Normalmente no damos fiestas en la sala central de la antigua central eléctrica... pues es demasiado grande y los bajorrelieves se consideran de mal gusto.
La comida no llegó en la forma habitual sino que fue obra de un artista reclutado en Denver, quien se encargó de nuestra (en general ociosa) cocina.
La flor con tallo de diez centímetros que sobresalía del recipiente del ponche (el que estaba cerca del caviar) era nuestro músico, un descendiente indirecto del hace mucho tiempo desaparecido gramófono. Utiliza el aire como instrumento resonante. No me preguntes cómo.
El gato de divertido aspecto con ojos saltones y rizos empastados, que trataba de jugar al fútbol arrojando a la sopa buñuelos de manzana era el animalito doméstico de Billie Joe, un hipoalergénico a Ámbar Rex (sin pelos de protección). Más tarde saltó a la sopa, lo cual divirtió e hizo reír a los invitados.
Cuando moriste y fuiste al Cielo (quiero decir cuando los dos desaparecisteis por el pasillo detrás de los arcos..., en realidad vi vuestras huellas más que a vosotros, pues nadie limpia jamás el lugar y el viento del desierto lo llena todo de polvo). Madame Butterfly exclamó: «¡Vendrá, lo sé!» y fui aclamado por el músico de Calcuta con el que reconstruiré otra ópera. Aquí les gusta la música, y les digo que no importan los argumentos. Luego, cuando se agotó la comida de la fiesta, varios de nosotros descendimos a las entrañas del banco de alimentos y nos hicimos con varios cilindros de carne. Se comió, bebió y bailó mucho entre los frigoríficos, pero no se fumó... Supongo que la gente no tenía ganas de hacerlo aquella noche. Entonces apareció el Gigante Malvavisco, con los faldones de la camisa metidos de cualquier manera en los pantalones, retorciéndose las manos y diciendo «El joven James no es feliz, oh Dios». (No le había dicho nada de ti, sobre todo porque no tuve oportunidad de hacerlo. Y no conferenciamos). Alguien más, a quien conozco, se introdujo entre la hilera de mesas, gritando con entusiasmo: «¡Estoy agotado!», lo cual demuestra que todavía existen temperamentos diferentes, cosa que, a veces, es tranquilizadora, y Harriet lloró. «¡Largo!», dije, y él inició la retirada —siempre lo hacen— y le despedí con un gesto del pulgar, pues no le quería a mi lado.
¿Dónde había sucedido? ¿Allá en el desierto, bajo la luz de la luna, en un saco de dormir? ¿De pie tras un arco en la Gran Sala de Baile? O bien huiste a tu habitación o participaste en aquello desde el principio. Lo que vi fue a James Bunch sentado en la plataforma de su nuevo y bonito lecho, con la mitad de los tiestos derribados de sus hornacinas, la bonita (nueva) colcha anaranjada quemada por el sol, y el resto de las ropas de cama envolviéndole hasta las orejas. Tu mirada era feroz y tenías los pelos de punta. Tenías la nariz y los ojos enrojecidos. Parecías como una oruga que se negara tercamente a salir del capullo. Podía oler el semen. La verdad es que ignoro por qué había flores (¿pequeñas orquídeas?) por el suelo y lo que parecían tiras de gasa de seda rosa colgando de los bonitos muebles nuevos... a menos que todos los gatos domésticos en la central eléctrica hubieran salido para jugar a Flor y Tiras de Velo de Seda Rosa F. C. durante las dos últimas horas... y estaba claro que habías estado llorando.
—¡Son comunistas! —Gritaste.
Siguió una diatriba airada durante ocho minutos, durante los cuales efectuaste una buena representación de otra persona, probablemente tu padre. Entonces lloraste.
—¿Qué te ocurre, James? —te pregunté.
Lloraste un poco más.
Dije —¿lo recuerdas?— que tal vez no sería capaz de comprender, pero que lo intentaría, y pensé que eras encantador y que Harriet también lo era y, después de todo, fui yo quien te presentó.
Cubriste tu joven frente con las mantas, como dice la canción. Silencio.
—Dímelo, James —te pedí.
Te sonaste convulsamente bajo las mantas.
—Mira, querido —te dije— ¿te ha asustado? ¿Quería que hicieras algo que tú no querías hacer?
Hiciste un ruido que valía por una negativa, mitad tos, mitad bufido.
Lo intenté de nuevo.
—El cree que eres muy guapo.
Te contorsionaste de una manera que indicaba indignación.
—Bueno, si no tigres decírmelo, yo lo averiguaré —te dije, lo cual era mezquino, pero salió bien.
Dijiste que sí con un chillido y te balanceaste un poco. Parecías sentirte mejor bajo las mantas. No obstante, es extraño recibir confidencias desde el cuero cabelludo de alguien. La cabeza se movió un poco. Primero habías caminado bajo la luz de la luna y H te besó y te dijo lo bello que eras (la parte romántica), luego ambos fuisteis a tu habitación y finalmente le permitiste que te pusiera las manos encima (esta fue la parte balbuceada), y entonces le pediste que fingiera ser uno de los conquistadores visigodos de Roma y tú eras un orgulloso patricio romano del que se habían apoderado para convertirlo en esclavo (supongo que ésa era la parte de las tiras-de-velo colgadas), y entonces...
Aventuré esto, aquello, y lo de más allá, acerca de lo que ocurrió después, y saliste precipitadamente de entre las mantas, sin aliento, con el pelo revuelto y expresión enfurecida, cubierto de un rosa intenso. Sospecho que tratabas de disimular. Palpando a tu alrededor, sobre las mantas, preguntaste: «¿Dónde están mis gafas?», las encontraste y te las pusiste con manos temblorosas. Entonces dijiste: «No es un hombre. ¡Ha sido horrible!».
(¡Ah, querido, si le hubieras visto montando los caballos a los que entrena!).
Pero lloraste. Te sentías ultrajado. Dijiste que te había prometido algo especial y que debías cerrar los ojos, y entonces se envolvió en una sábana, se echó perfume, llenó de flores la sábana, su cabello y su piel (con cinta adhesiva). Incluso se había colocado dos que colgaban de las guías de su bigote... el horror coronado.
Ay, no te entusiasmaba la idea de un Harriet Florido (a mí mucho) e intentaste —¡bestezuela!— golpearle —lo cual, por cierto, no me lo dijo— gritaste y desgarraste su sábana (de ahí las flores esparcidas por la habitación) y entonces te arrojaste sobre la cama y gritaste, tras lo cual H vino en mi busca. James quiere ser adorado por un hombre auténtico (pensé) y eso será difícil en este mundo en que los hombres y mujeres desaparecieron todos hace muchos años. Mira, era muy parecido a esta noche. Quiero decir que había una luna casi llena poniéndose al otro lado de tu ventana, y algún observador aficionado provisto de un telescopio, tratando de capturar a Venus en un espejo de cincuenta centímetros, hecho a mano. Supongo que se me ocurrió —realmente por primera vez— que era literalmente lo bastante viejo para ser tu madre. Quería tocar tu pelo, pero entonces no me atrevía. Traté de explicarte todo esto y tú te ocultaste de nuevo bajo las mantas, pataleando en un acceso de decepción.
Te dije más o menos:
—Bueno, mira, ya no hay hombres ni mujeres, James, ya no hay. Nadie piensa ya de esa manera. Ahora todo es diferente, James. —Y al cabo de un momento añadí—: Han pasado dos mil años.
Pero tú cambiaste de tema, cosa para la que te das mucha maña. Apartándote el pelo de los ojos y vestido sólo con tu dignidad y las mantas, dijiste:
—Oh, eso está muy bien. —Luego, tras reflexionar un rato, añadiste—: Si son comunistas, entonces todo está permitido, ¿verdad?
—James —te dije—, ¿comprendes lo que yo...?
—Claro que te comprendo —me interrumpiste con prontitud. Y añadiste con convicción—: Te odio. No quiero verte más. Vete.
—No sigas enfadado. Mira, si hubiera sabido lo que proponías, te habría estrangulado, querido, o te hubiera encerrado y habría mentido a los demás al respecto pero siempre he subestimado la capacidad anglosajona de autocastigo. ¡Imagina que alguien más sale al desierto de Nuevo México antes del alba!... pero tú estabas en compañía de un musicólogo de Calcuta perfectamente responsable y respetable (aquí todo el mundo lo es) que incluso podía hablar en inglés, y tú te cubrías con una colcha y no estabas perdido en el desierto y tieso por la escarcha. Y ella sería (lo fue, naturalmente) indulgente y benévola y muy preocupada por tu bienestar porque aquí todos son así. Y no sabías —¿cómo habrías podido? que nada necesita aquí tanto secreto. No había razón para escabullirte de aquella manera.
Bueno, fue hace un año.
No estés todavía tan enfadado.
Semanas y meses, Post James (P. J.), en que nadie o hablar de ti, ¡pero nosotros oímos ciertamente hablar ti! No es que te tuvieran inquina, sino que estaban precupados: ¿Es James feliz? ¿Lo está pasando bien? ¿Cómo que se comporta sexualmente de ese modo como reacciona a la excesiva inactividad anterior? Y yo decía que sí, que James me había mencionado lo contento que estaba por eso. Afortunadamente, James mío, tu educación de clase media baja limitó tus ideas acerca de la verdadera escala de confusión que una persona puede causar aquí. James y la Espuma en la Piscina. James y la Colección Ambulante de Bonsai (admiro tu pertinacia, lanzando tiestos de un cobertizo a otro durante toda la noche, ante el perplejo comité de expertos), James y las Gafas Rojas en las Esculturas Conmemorativas de las Ballenas Africanas, y así sucesivamente.
Había un James Club. Nada formal, ya comprenderás, pero la gente pasaba por allí y hablaba de ti, que es una de las formas principales en que la gente de aquí se mantiene informada sobre alguien. Me hice romántico. Me hice propietario. Imagíname hablando a un círculo que escucha con atención: James esto y James aquello, y sé, y no sé, no volverá este invierno, y sí, tiene carácter, ¿verdad?, y sí, ahora está experimentando. Era, de algún modo la distancia apropiada para esa clase de cosas. La gente aparecía por allí para charlar mientras remendaba el deslizador dirigible (los inviernos son gélidos con muchos deshielos y nuevas heladas y suficiente agua para combar el firme de una carretera) aprendiendo a reparar el aerodeslizador, y cuando Flowers se rompió un hombro al caer del aparejo del globo, trasladó todo el asunto al hospital de Pueblo.
Entonces Ch’u Tz’u vino en mi busca. ¡Ha llegado James! Y no lleva sombrero, añadió sorprendido. Creíamos que nos traías regalos, como hace todo el mundo, carpas ornamentales para la piscina, cactus para la galería, un gramófono de bolsillo, una calculadora de cuerda, cosas así. Y allí estabas.
—Necesito una cantidad tan enorme de cosas —dijiste.
James moreno. James con pantalón corto y botas de excursionista, James con gafas de sol plateadas y las mangas de la camisa arremangadas hasta los codos. James con músculos. Empujabas una bicicleta, y al parecer habías aprendido a usarla. Ch’u Tz’u, lleno de excitación corrió a decir a todo el mundo que James hacía honor a su reputación de interesante rudeza y tú, sin mirar siquiera al protésico, dijiste:
—No esperéis que me quede mucho tiempo.
Supongo que mi expresión debió de parecerse a la del musicólogo. Cuando te marchaste sin explicaciones quiero decir. Bueno, sé lo que hay tras la arrogancia de las cosas jóvenes y la exasperación por sus exigencias que la mitad de las veces conduce a golpear al objeto en cuestión. Pero tú fuiste (relativamente hablando) suficientemente decente durante el camino de regreso a la central eléctrica, preguntando por ejemplo:
—¿Por qué te quedas aquí? (arrugando la nariz; en aquel lugar).
—Bajo nivel de estímulos —dije—. Me gustan los desiertos.
—Me encantan las ciudades —dijiste—, pero aun así ¡todo esté sol! —Y añadiste—: Esta es una de las cosas buenas que tiene ese objeto rodante.
—Puede que esto te guste más ahora.
James sonrió.
—Te hablaré de los lugares en los que he estado —este extraño confidente—. He estado en todo el mundo. A mamá y papá les asombraría saber los lugares en los que he estado y las cosas que he hecho. Estuve incluso en Bayswater, que ahora es un zoo, y en el jardín donde hay rinocerontes.
—¿Que se comen las rosas de té?
—Sí —dijo rápidamente James. Entonces tú apoyas la bicicleta en la pared de la central eléctrica y, con gesto ceremonioso, dijiste—: Aquí harán cualquier cosa por mí. Les gusto. —Con tu petate sobresaliendo a días de la máquina, observaste—: ¿Harías cualquier cosa por mí? —Y entonces añadiste cortésmente—: Yo haría cualquier cosa por ti.
—No dejes la máquina ahí —dije, la mákkina, jerga para todo lo que pese menos de treinta y cinco libras.
—¿Hay ahora cocinero aquí? —Preguntaste, lo cual tomé como una manera indirecta de decir: «¿Vale la pena que me quede a cenar?».
Tal vez sólo tratabas de conversar, pero recuerdo demasiadas conversaciones de mi pasado que decían: «¿Qué hay para cenar? Hagamos el amor. Lo siento, ahora tengo que irme». Extendiste el puño y lo abriste, diciendo: «Esto es para ti», y era una cometa de papel fototrópico que crecía y crecía con la luz del sol, una gigantesca flor anaranjada que se extendía desde tu palma. Era la primera vez que veía una, ¿sabes? A la sombra de la puerta cayó (de la manera más cómica), adquirió de nuevo el tamaño de una nuez y la cogí, muy complacido.
—Tendrás que pagar por ella —dijiste entonces, y mira, casi te la devolví, pero tú seguiste diciendo—: Quiero decir mostrándome las montañas. ¿Podemos ir a pasar unos días a Taos y dormir en un saco? No he estado nunca allí.
James tiene veinte años, pensé. (Me digo muchas cosas a mí mismo). Tiene sólo veinte años y no sabe nada y eso no significa nada.
Con las gafas de sol centelleantes y una voz ligera, dijiste:
—Sería como en las películas. Ya sabes, Rose Marie.
—No eches piedras —le dije cuando pasábamos junto a la piscina cubierta. Hay peces dentro.
—¡Te quiero, Rose Marie! —Cantaste de buen humor.
Lo cual supongo, era lo más nuevo, lo más famoso, el último año en que fuiste joven.
Hace veinte siglos.
Billie Joe acaba de entrar y me ha preguntado qué estaba haciendo.
La parte difícil, le he dicho.
Recuerdos: el extinguido vulcanismo de esa parte del mundo, la nube negra de los tallos de artemisa sobre el terreno. Creo que querías abrir la parte superior del coche, imagina... ¡a mediodía, en julio, en la carretera de Taos! La verdad es que no recuerdo gran cosa de nuestra conversación durante el camino: qué sucedería si la Red se apagara (duplicación, redundancia), por qué los hoteles estaban llenos (verano), varias maneras corteses de preguntar si aún faltaba mucho camino. Recordé otra conversación, una que tuve a los ocho años... ¿Qué es eso?. «Kansas». «¿Todavía?». Poco antes de la puesta del sol la luz adquirió un color amarillo de azufre, volviendo muy verdes los prados que podíamos ver entre los árboles, hacia el sur, y las montañas, a ciento cincuenta kilómetros.
—Está muy pelado ¿verdad? —Dijiste. Y luego—: Hace mucho calor, ¿eh?
Entonces hizo frío y empezaste a fumar. Estábamos entre las mantas y, allí tendidos, mirando las estrellas, empezaste a hablarme del Hombre Alto y Apuesto. Tenías muchas teorías... era «realmente» tu padre, le habías visto repetidamente en las películas, te habías topado con él en los libros de historietas que tú y tus primas representarais cuando erais muy jóvenes. Todo esto junto había sido tu ruina. Hablabas como si tú solo hubieras inventado todo el asunto.
—Encuéntramelo —dijiste, y luego—: ¿Crees que puedes? ¿Lo intentarás por mí?
Pero no aguardaste respuesta. Seguiste hablando largo y tendido de los trajes que tú y tus primas habíais hecho con colchas u otras cosas... aquellas niñitas muertas hace mucho o que quizá nunca existieron realmente para ti. Sigo recordando el aspecto que tenías en el depósito. Incluso entonces todo ocurría mediante una sola transferencia. En medio de todo esto deslizaste tu mano por entre las mantas y la deslizaste, con sorprendente habilidad para ser tan joven.
—James —dije—, eso forma parte de mí. No es relleno.
—Lo sé —dijiste. Estabas lo bastante inspirado para decir—: Creo que podrías ser el Hombre Alto y Apuesto.
Este es quizá un buen lugar para detenerse. Espero que tus opiniones sobre lo que ocurrirá ahora difieran especialmente tras el lapso de un año. Contrariamente a lo que estoy seguro de que estás seguro, no me importó que permanecieras quieto. Eso era importante, para una mujer que había pasado demasiado tiempo creciendo en un tiempo y un lugar que hacía de eso el único tabú verdadero entre mujeres y hombres. Pero no había placer en absoluto mientras James cerraba por turno cada ojo y enfocaba el otro experimentalmente a distintas distancias, desde detrás de mi cabeza hasta (por etapas) las copas de los árboles con una altura de veinticinco metros.
James, imitando un cojín de sofá.
James, sonriendo con presunción.
Entonces me llamaste «madrecita».
También me preguntaste cortésmente si ya había terminado.
Entonces, observaste plañidero, apoyado en un codo:
—Pensé que disfrutaría de eso.
James, estuviste más cerca de lo que puedas imaginar de quedar abandonado allí, en aquel mismo momento, sin nada más que tu ropa interior. Podrías haberla usado para hacer señales al helicóptero que llega a diario a las excavaciones en Taos..., los arqueólogos que resucitan el Woolworth de adobe donde recuerdo que compraba cosas hace muchísimos años.
Nota: no te abandoné.
Segunda nota: no te desperté en plena noche, como más tarde afirmaste. Te dejé dormir. En julio el sol sale temprano y lo mejor es moverse pronto si uno quiere andar. Eso es todo.
Tercero: no hay ciudad (ya no). Aquellas casitas para artistas desaparecieron hace mucho tiempo y los dos hemos tenido que viajar siglos para encontrarlas. No te las ocultaba.
El arroyo seco y la secunda expansión también habían desaparecido con el programa de repoblación forestal mucho antes de mi tiempo. No te los ocultaba.
Cuarta nota: el autobús llega cada dos horas del cielo. Te lo dije. Si te dedicaste a vagar en vez de permanecer en el refugio, no me eches la culpa.
Y no había nada para desayunar porque James había saqueado la caja la noche anterior, después de cenar, y te lo habías comido todo.
James, describiendo su última conquista con gran detalle y luego preguntándome «qué les gusta a los hombres».
James, haciendo perplejos comentarios sobre la extrañeza de los cuerpos femeninos.
James en la Parada del autobús (mirando con interés en todas direcciones menos en la apropiada):
—¿Vamos a tomar el autobús?
—No, James —le dije—. Lo vas a tomar tú.
Los cincuenta es una edad fatal, créeme. Si estuviéramos hablando lo podría decir sin ambages, que como madre adoptada he sido más bien un fracaso, que lo siento a medias, que todavía no quiero ceder. Que también yo pasé mi primer año fuera del depósito haciéndolo con todo el que quisiera, primero las mujeres (naturalmente) y luego los hombres.
Mira, James, ahora podemos tenerlo todo, nunca lo hemos tenido todo. Por eso ellos no pueden permitirse ser tan blandos. ¡Se separan ante nosotros como las aguas del mar Rojo! Antes pensaba que tenían secretos, se decían cosas entre ellos que a nosotros no se nos permitía escuchar, tenían opiniones de nosotros que no mostraban. No es así, naturalmente.
Pero sí lo es.
Y lo siento. Lo siento de veras. (Así que al final lo he dicho).
Es tarde. Billie Joe entró antes, me vio escribiendo, sonrió encantadoramente —no siempre lo hacen— y volvió a salir. Le dije:
—¿Vas a cultivar a más gente del pasado en tus depósitos?
Y ella respondió:
—No, es demasiado triste.
Yo tramé eso. No ha sucedido.
¿Te gustaría recibir un telegrama que dijera: «Ven a casa; todo ha sido perdonado»? Pondré uno en la Red. O me gustaría recibir uno de ti, ya sabes. Los niños de nuestro tiempo «sabían» que la edad adulta era como la infancia, sólo que mejor; los veinteañeros (como tú) «sabían» que a los cuarenta tendrían los mismos cuerpos, las mismas opiniones y las mismas emociones.
Entonces no era cierto. Ahora casi lo es.
Vuelve, querido James. Con el tiempo sabrás lo que sé a los cincuenta, pero no tengo todo ese tiempo, como tú. La gente como nosotros son tan espectaculares... todas esas chispas y bordes... pero es sólo autodefensa. Son los años sin conseguir lo que necesitábamos, ya sea en el depósito o en el pasado.
Y eso no desaparece.
Es tarde. Tu gigante rubio está ahí, en el desierto, girando lentamente con la falda acampanada de su vestido rosa y su cabello y la barba flotantes. Baila solo. La luna se pone. Es realmente maravilloso aquí casi veinticuatro horas sobre veinticuatro, no quiero en lo más mínimo negar o minimizar eso, pero da lo mismo, no hay cinco personas en Norteamérica que sepan hablar nuestro lenguaje.
Lo cual cansa, con el tiempo.
Y por esa hora veinticinco (que no dura mucho, por cierto, solo unos escasos momentos al día, pero está aquí), la verdad es que no me gusta.
Ya está. Lo he dicho.
Vuelve, James. Necesito tus recuerdos y tus defectos. Tú necesitarás los míos algún día. Vuelve y cuéntame lo abominable que ha sido... ¿pero quién de aquí sabe eso que le preocupa? Dentro de unas semanas visitaré la Antártida (otra ópera) y luego volveré aquí a pasar el invierno. Estuve enfermo el otoño pasado, por poco tiempo, con algo que me hubiera matado en los viejos días. Y ahora quiero tanto del desierto como pueda obtener.
No, no estoy enfermo (ahora).
No, no estoy agonizando.
No, tampoco lo estaré (pronto, en el futuro).
Pero eso me ha hecho pensar.
Compréndelo, James, esto no es un asunto amoroso. Pero me hablarás de la época en que te pegaban por la calle, lo cual aquí es inconcebible, y yo colaboraré con mis horrores, y podemos ponernos de acuerdo para ser egoístas, espectaculares, exigentes, malhumorados, desagradablemente a la defensiva y, en general, absolutamente imposibles, juntos.
El turno de la noche se ha ido. La luna está en la cama. Harry Yet debe haberse hipnotizado a sí mismo. Si sigo contemplándole, me hipnotizará a mí también. No hay aquí un solo sonido, aunque el tremendo cambio habitual (el alba) se está produciendo... con inconcebible velocidad y masas inconcebibles. Todo inconcebible.
El hogar, James.
Pondré esto en la Red ahora. Y retiraré lo que dije antes: confío en que te despierte. Estaré despierto si quieres responder. No tengo mucho más que decir. Creo que el cerebro me está dando vueltas, pero no seguiré mucho más, sólo hasta terminar como solíamos nuestras cartas —¿lo hacías tú también?—. Algún Lugar Algún Tiempo Algún Mes Algún Día Algún Año Algún Cuerpo, Estado: De Mente. Estúpido, ¿eh? Pero aquí está la última palabra significativa. No pongo «querido» al principio de esta carta, pero...
Quedo sin reservas
el más humilde
y sinceramente tuyo.