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noviembre 17, 2023
Sus apasionadas actuaciones, encarnación de lo mejor y más puro del flamenco, deleitaron al público de todo el mundo.
Por Juan Antonio Agüero, redacción de Montserrat Fernández.
ERA ÚNICA. Quienes tuvieron la fortuna de verla bailar sabían que presenciaban una actuación inimitable, casi mágica. Los escenarios de cuatro continentes se sacudieron bajo sus diminutos pies, tan pequeños que usaba calzado de niña. Con poco más de un metro y medio de estatura y menos de 40 kilos de peso, llegó a convertirse, por su arte, en la faraona* de los gitanos. Y consagró su vida a enseñar al mundo entero a conocer, apreciar y amar la riqueza profunda y antigua del baile flamenco. Era Carmen Amaya, mi esposa.
Frágil y dulce fuera del tablado, en él Carmen era una artista fogosa y dominante. Cuando Arturo Toscanini la vio actuar en Buenos Aires, exclamó: "Nunca había visto bailar con tal pasión y ritmo... ¡Es la mejor bailarina del mundo!"
La primera vez que toqué la guitarra para ella, me sentí hechizado. Fue en un casino, cerca de París. Reemplazaba yo a uno de los cuatro guitarristas de Carmen, que estaba enfermo, y me sentía aterrado ante la idea de acompañar a aquella mujer, a quien admiraba desde hacía mucho tiempo.
Salimos a escena, nos sentamos y templamos las guitarras, esperando que apareciera la estrella del espectáculo. Llevaba una bata blanca de cola (vestido flamenco de larga cola adornada con volantes) que hacía resaltar su tez oscura y su pelo negro como el azabache, recogido en un sencillo moño. En cuanto la vio, el público estalló en una espontánea salva de aplausos. Pero cuando comenzamos a tocar por soleares y Carmen se quedó inmóvil, reinó en la sala un profundo silencio. Bajo el rayo del reflector, alzó lentamente los brazos, puso en tensión todo el cuerpo y adoptó una postura hierática. De pronto se convirtió en una furia desencadenada. El rostro se le crispaba, los negros ojos le llameaban, toda ella era puro nervio y músculo que obedecían a la música y, al parecer, a una voz que le hablaba desde muy adentro.
Todo su cuerpo danzaba. Las manos palmeaban, los dedos chascaban, ondulaban los brazos, las caderas... Se arqueaba y cimbraba frenéticamente, mientras los tacones zapateaban en las tablas y apartaban diestramente la pesada cola del vestido. Cuando por fin terminó su danza con un dramático taconeo en el suelo, había horquillas y peinetas esparcidas por todo el escenario, el pelo le caía en desorden sobre los hombros y estaba empapada en sudor. Yo la miraba fascinado mientras ella agradecía la atronadora ovación del público. Y supe que nunca querría tocar para nadie más que Carmen Amaya. Cuando me invitaron a formar parte de la compañía, acepté sin vacilar.
Pocos meses después pedí a Carmen que fuera mi esposa. Nos casamos en Barcelona el 19 de octubre de 1951. Fue una boda sencilla, en las primeras horas de la mañana. Ese mismo día por la tarde actuamos en nuestro usual espectáculo. La gente comentó que no habíamos tenido luna de miel, pero no es verdad: nuestra luna de miel duró desde el momento en que nos casamos hasta que ella murió, 12 años después.
*Título que se otorga a las mejores "bailaoras" gitanas.
Carmen Amaya nació en el seno de una familia numerosa, en Somorrostro (barrio paupérrimo de Barcelona), el 2 de noviembre de 1913.* Sus padres eran gitanos ciento por ciento y pobres de solemnidad. Cuando Carmen tenía sólo cuatro años, su padre, guitarrista apodado "el Chino", empezó a llevarla con él a las tabernas de los arrabales de Barcelona para ganar unas cuantas pesetas. Mi esposa no se cansaba de hablarme de estás actuaciones nocturnas y de lo contenta que se sentía cuando recogía las monedas que le arrojaba el público. "Bailaba todo el día", explicaba con un destello de felicidad en los ojos al recordarlo. "En casa, en la playa, en las calles; incluso cuando mi madre me enviaba a un recado, tenía que ir bailando". Padre e hija se presentaron ante el público en el Teatro Español de Barcelona con el cantante José Cepero. Carmen, todavía una niña, embrujó al público. Pero la policía interrumpió el espectáculo, aduciendo que la chica era demasiado joven para actuar en el escenario.
Cuando se inauguró en Barcelona la Exposición Internacional de 1929, se pidió a varios "bailaores" gitanos que actuaran en el Pabellón Español, y entre ellos figuraba Carmen, que siempre recordó la visita del rey Alfonso XIII a la feria. Por ser la más joven del grupo, la eligieron para que dijera unas palabras de bienvenida, pero la turbó la presencia del monarca y olvidó lo que tenía que decir. Todos los presentes quedaron consternados, salvo el rey, que parecía divertido. Por fin, con gran aplomo, Carmen anunció: "¡Va por usted, señor rey!" y comenzó a bailar. Alfonso XIII aplaudió complacido.
*La fecha no se puede comprobar con certeza, porque el acta de nacimiento de Carmen desapareció en un incendio.
El más feliz recuerdo juvenil de Carmen era el del día en que se presentó en Sevilla en 1933. Ser aceptada en esa ciudad, cuna del flamenco, era "haber llegado" como bailaora. Entre los espectadores del Teatro Variedades figuraban "la Macarrona" y "la Malena", dos faraonas famosas aunque ya viejas. Carmen salió a escena decidida a ocupar el trono que ellas habían dejado.
Comenzó su actuación con unas tristes y hermosas soleares, y pronto impresionó a los sevillanos con su aplomo y concentración, raras en una bailaora tan joven. Luego bailó seguiriyas, acaso la más difícil e importante de todas las danzas del flamenco, en la que se cuentan historias de celos, soledad, amor y muerte. El cuerpo de Carmen, bellamente expresivo, comunicaba con su movimiento violento y ritual toda la pasión primitiva y la angustia de la danza. Las viejas faraonas lloraron recordando sus propios días de gloria juvenil y se rindieron al genio de Carmen Amaya. "¡Eres la reina!" gritó la Macarrona.
Los que la conocieron personalmente coinciden en afirmar que sus cualidades humanas fueron todavía mejores que su talento artístico. Siempre tenía una palabra o un gesto amable para todos. En uno de sus muchos viajes trasatlánticos, el capitán del barco francés en que ella iba dio una fiesta en su honor, y Carmen, en agradecimiento, bailó para los pasajeros. Luego oyó que había varios marinos españoles entre la tripulación. Sin decir nada a nadie, bajó a la sala de máquinas y volvió a bailar durante casi una hora para unos hombres cubiertos de grasa, que se sintieron cautivados.
Viajaba siempre con toda su familia: padres, hermanos, cuñados y sobrinos. Solía decir: "Si no están junto a mí, no gozo de la vida". Amaba a sus sobrinas y sobrinos como a hijos propios, y los tomaba en brazos, los acunaba y les contaba viejos cuentos gitanos o les cantaba, cuando estaban ya cansados e inquietos en los largos viajes en coche.
Al estallar la guerra civil española, en 1936, Carmen se marchó a Lisboa. Allí le ofrecieron un contrato para Buenos Aires, y toda la tribu Amaya partió hacia la Argentina. Obtuvo en seguida un éxito extraordinario, y le prorrogaron su contrato de seis meses para otros seis. Una vez cumplido, hizo una gira por toda Hispanoamérica, donde cosechó delirantes aplausos.
En 1940 le ofrecieron su primer contrato para actuar en los Estados Unidos, pero surgió un contratiempo. Aunque Carmen hablaba varios idiomas, era analfabeta, y por tanto no le permitían entrar en el país. Con la voluntad y la determinación que la caracterizaban, aprendió por sí sola a leer en los libros escolares de sus sobrinos. Después ella me confió: "No puedes imaginarte cuántas veces, tras una actuación, me quedaba hasta las 6 de la mañana estudiando aquellos libros, agrupando letras, pronunciándolas y aprendiéndolas de memoria".
Por fin Carmen obtuvo el visado y alcanzó en Estados Unidos un triunfo inmediato. Incluso el presidente Franklin Roosevelt la invitó a actuar en la Casa Blanca. Años después recordaba cómo el presidente, en su silla de ruedas, había extendido los brazos hacia ella al terminar la función. Comprendiendo la significación de aquel gesto, corrió hacia él y ambos se abrazaron con los ojos llenos de lágrimas.
De Washington pasó toda la tribu a Hollywood, donde Carmen tenía que cumplir varios contratos para filmar. Hizo una serie de películas, entre ellas La copla andaluza y La historia de los Tarantos, por las cuales le pagaron sumas fabulosas; pero siempre se sintió más atraída por el escenario. Sólo en el teatro podía dar rienda suelta a sus emociones. Decía a veces: "Bailar para el cine nunca es auténtico, sincero; todo es calculado, medido, pensado de antemano. En cambio el teatro es otra cosa: elasticidad, pura emoción, verdadero flamenco".
Cuando me casé con ella era ya una bailaora famosa. Juntos viajamos de un extremo de Europa al otro, por toda América del Norte y América del Sur y por África septentrional. Casi no teníamos tiempo de descansar de una gira antes de iniciar otra. Sencillamente, Carmen no podía permanecer mucho tiempo en un mismo sitio. Si yo no la hubiera obligado a comer y dormir, se habría pasado todo el día bailando, tomando sólo café y fumando un cigarrillo tras otro.
Terminaba extenuada después de cada actuación, pero nunca regresaba directamente a su camarín, sino que permanecía entre bastidores, jaleando a los demás bailaores, tratando quizá de infundirles algo de su propia energía. Una vez, en Argentina, pillé una fuerte laringitis y no pude actuar. Terminado el espectáculo, Carmen fue a verme, y mi médico observó sus febriles ojos y le tomó la temperatura. El termómetro marcó 40 grados. Estaba mucho más enferma que yo, y sin embargo había bailado sin la menor queja.
Estábamos en Norteamérica cuando leímos que iban a demoler el barrio de Somorrostro. Se conmovió mucho con la noticia. En aquel barrio había una fuente que ella había "bautizado" con una botella de aguardiente cuando era niña. Todos los gitanos la llamaban "la fuente de Carmen Amaya" y era uno de sus recuerdos más preciados. Un día le contó todo esto a un periodista español establecido en Nueva York, gran amigo nuestro. Este periodista escribió un artículo donde proponía que la ciudad de Barcelona dedicara a Carmen una nueva fuente, construida en el mismo sitio que la antigua. Así, el 15 de febrero de 1959, se inauguró en el nuevo Paseo Marítimo de Barcelona la Fuente de Carmen Amaya, esculpida con figuras de bailaores gitanos.
Con el tiempo, el baile de Carmen se tornó más sencillo, más directo. Ya no era aquel remolino que parecía elevarse en el aire y destrozaba un par de zapatos en cada actuación. Gradualmente fue suprimiendo los elementos externos, como la orquesta y el piano, y bailaba acompañada sólo de guitarras, como han bailado los gitanos desde hace muchos siglos. Sus actuaciones ganaron todavía mayor profundidad de dramatismo.
Carmen nació con los riñones enfermos y no podía eliminar las toxinas que acumulaba su organismo. Los médicos opinaron que esta enfermedad debió causarle la muerte hacia los 18 años, pero que el baile la había salvado de morir tan jovén. Cuando bailaba, sudaba tanto que eliminaba una cantidad de toxinas suficiente para desintoxicarse y seguir viviendo. Ningún otro ejecutante pudo decir con tanta verdad: "El baile es mi vida".
Pero fue empeorando con el tiempo, y al final se le hinchaban tanto los pies que casi no podía bailar. La faraona se enfrentó entonces a su enfermedad con el valor que cabía esperar de ella. "Bailaré mientras pueda mantenerme en pie", declaró, "y cuando ya no pueda, todavía saldré al escenario a tocar las palmas". Ni su médico ni yo pudimos impedirlo. Acatando sus deseos, nos embarcamos en una gira por América, aunque yo sabía entonces que le quedaría sólo un año de vida.
Ella seguramente lo sabía también, aunque nadie se lo había dicho. Después de tres meses de actuación en Argentina, Perú, México y Hollywood, me dijo un día: "Juan, quiero regresar a España antes de morir". Esto ocurría en febrero de 1963.
Carmen y yo habíamos comprado una hermosa masía o quinta en Bagur, provincia de Gerona, y allá fuimos a vivir. Ella, que no había tenido nunca un verdadero hogar, amaba aquel rincón. Mi esposa cocinaba, paseábamos juntos e incluso íbamos a nadar. La urea aumentaba en su organismo, y al fin tuvo que ingresar en una clínica barcelonesa. Pero no pudo permanecer allí mucho tiempo. En otoño de 1963 confió a su médico: "No quiero estar aquí; quiero irme a casa". El galeno trató de disuadirla:
—Podría morir en el camino.
Y ella contestó:
—¡Que sea lo que Dios quiera!
Murió en su amado Bagur a las 9:05 de la mañana del 19 de noviembre. Al mediodía la fuente de Somorrostro apareció llena de flores: los gitanos habían tributado un último homenaje a su faraona.