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septiembre 19, 2023
Lo que ocurre en el interior de los 120.000 km. de mi intrincada red de conductos determina, más que nada, el estado de salud o de enfermedad de Juan.
Por J.D. Ratcliff.
TODO EN mí es de enormes proporciones. Soy un sistema de transporte de 120.000 km., distancia que supera al recorrido de una línea aérea mundial. Recojo la basura y sirvo de mensajero a 60 billones de clientes o sea 17.000 veces el número de seres humanos que pueblan nuestro planeta. Mi clientela está integrada por las células del organismo de Juan.* Yo arrastro sus desechos y les llevo los elementos esenciales para la vida. Soy la sangre de Juan.
Él suele imaginarme como un río de perezosa corriente, pero no parece advertir la frenética actividad que hay en mí en todo momento. En el segundo que transcurre durante un parpadeo, 1.200.000 glóbulos rojos míos concluyen su ciclo vital de 120 días y sucumben. En ese mismo segundo la medula ósea de Juan, principalmente la de sus costillas, huesos craneales y vértebras, produce un número igual de eritrocitos nuevos. En el tiempo que dura la vida humana, los huesos llegan a producir una media tonelada de glóbulos rojos. En su corta existencia, cada una de estas células hace unos 75.000 viajes de ida y vuelta desde el corazón de Juan hasta otras regiones de su organismo.
¿Cómo completo mi recorrido por todo el cuerpo? El corazón es la bomba principal que me impulsa, y yo diría que no muy eficazmente en cuanto a mover mi masa. Su fuerza impelente obra a intervalos, y corresponde a las grandes arterias regular mi flujo expandiéndose a cada contracción cardiaca y estrechándose en las pausas entre dos contracciones consecutivas, para que yo llegue como corriente continua hasta las regiones más alejadas. Cuando la sangre va a regresar por las venas hasta el corazón, su presión ha disminuido casi hasta cero. En tales condiciones, de no intervenir otra fuerza, la sangre no regresaría.
Sin embargo, sigo desplazándome en sentido contrario, desde los dedos de los pies hasta el corazón, gracias a ciertos músculos que no forman parte del aparato circulatorio. Esto parecerá extraño, pero así es: al contraerse los músculos de las piernas de Juan, oprimen las venas y hacen subir la sangre (las válvulas situadas a trechos regulares en el interior de las venas impiden el reflujo o retroceso de mi masa líquida). Ello explica que andar sea un excelente ejercicio para estimular la circulación. (Cuando las válvulas no cierran bien, las venas se pueden obstruir con sangre coagulada. Al dilatarse demasiado, la vena se vuelve varicosa, alteración casi siempre dolorosa que causa muchas molestias.)
La sangre que circula por mi intrincado sistema de conductos consta fundamentalmente de glóbulos rojos (llamados también eritrocitos y hematíes), un gran conjunto de leucocitos o glóbulos blancos (granulocitos, linfocitos, monocitos), plaquetas y una gran variedad de componentes solubles, como el colesterol, el azúcar, las sales minerales, las enzimas y las grasas; todos estos componentes están inmersos y flotan en un líquido: el plasma o suero sanguíneo. Para asegurar el volumen adecuado y la tensión sanguínea normal, debo mantener siempre la liquidez adecuada. Y para no exponerme a ningún riesgo a este respecto, recibo virtualmente toda el agua que ingiere Juan; los excesos se eliminan por la orina, el sudor y el aire expelido en la respiración. Cuando escasea el agua ingerida, retengo hasta la última gota y pido auxilio urgente. Por esta razón los heridos graves suplican que les den de beber.
Todo el mundo ha oído hablar de los principales grupos sanguíneos: A, B, AB y O. Pero contengo además una gran variedad de factores diversos (M, N, P, Rh, etcétera) y continuamente se descubren otros. Cada día resulta más evidente la posibilidad de que la sangre de Juan sea tan personal y característica como sus huellas dactilares; parece que no existen dos sangres completamente iguales. En realidad, sería posible tomar una muestra de sangre de todos los espectadores en un gran estadio, y un año después, al repetirles la prueba, volver a sentar a cada uno en el mismo asiento que había ocupado antes, según las características personales de su sangre.
En mi labor primordial de distribuir oxígeno y elementos nutricios a las células, me desempeño de manera semejante a un sistema urbano de aprovisionamiento de agua potable. El corazón funciona como una bomba aspirante e impelente que impulsa la sangre hacia las arterias, cuyo calibre va disminuyendo gradualmente hasta los vasos capilares. En esta enmarañada red, que conecta las arterias con las venas, es donde realmente cumplo mis funciones.
Los capilares son tan angostos que al llegar a ellos los glóbulos rojos tienen que ponerse "en fila india" para poder pasar, y en ocasiones hasta se deforman. Pero en el segundo que aproximadamente tardan en hacerlo, se produce un verdadero torbellino de actividad. Ocurre algo semejante a la descarga de un camión de mercancías que se vuelve a cargar inmediatamente con objetos ya inútiles. Lo más importante de lo que se descarga es, desde luego, el oxígeno; el bióxido de carbono que resulta de las combustiones celulares constituye el principal producto de desecho que hay que transportar rumbo a su eliminación final.
Pero es asombrosa la variedad de las demás sustancias que hay que llevar hasta los tejidos. Sólo que las necesidades de las células de los diferentes tejidos no son, de ninguna manera, las mismas. Unas necesitan una pizca de cobalto, otras ciertas sales minerales, vitaminas, hormonas, glucosa, grasas, aminoácidos o simplemente agua. Cuando Juan hace ejercicio corporal, aumentan enormemente las cantidades de todos estos productos que necesitan sus tejidos. La piel se le enrojece, signo de que los capilares funcionan al máximo. Durante el sueño, las exigencias celulares de elementos nutritivos se reducen al mínimo, y más del 90 por ciento de los capilares dejan de funcionar.
La salud de Juan depende, en último término, del perfecto estado de sus capilares. Él está convencido de que respira con los pulmones, come con la boca y absorbe los alimentos con el intestino. En realidad, todas esas funciones las desempeñan sus capilares. Por ello, su médico observa atentamente con el oftalmoscopio el fondo del ojo cada vez que le hace un reconocimiento, pues la retina es el único lugar del organismo donde los capilares son claramente visibles. Si los ve obstruidos y dilatados, esa alteración sería signo de que la salud de Juan ha decaído.
Para ahorrar a Juan cualquier trastorno, vivo con la constante preocupación de no desviarme de la normalidad. Si me entero de alguna pérdida de sangre, ya sea por una cortadura leve o por lesión de arma de fuego, inmediatamente envío hasta la herida mis plaquetas. En unos segundos estos elementos tapan temporalmente la brecha. Simultáneamente movilizo otras defensas más vigorosas. La fibrina es una sustancia esencial para cerrar las heridas. Normalmente no está presente en la sangre, pues sus efectos serían desastrosos si obstruyera con coágulos las arterias, lo cual causaría la muerte casi instantáneamente. Pero siempre tengo a mano las materias primas necesarias para la producción de fibrina, y llevo también las enzimas indispensables para hacer la operación química que las transforma en dicha sustancia. Puedo hacer que se inicie este proceso en unos cuantos segundos. Después que la situación de urgencia ha quedado así superada, dispongo del tiempo necesario para aportar las materias primas que se precisan para tapar definitivamente la brecha.
Toda solución de continuidad en mi sistema de conductos representa para mí un grave estado de urgencia, pero una amenaza mayor aun son los intrusos de todo tipo, como el virus de la influenza, los granos de polen, las astillas y otros muchos que forman una lista interminable. Pero cuento con armas, llamadas anticuerpos, contra más de un millón de esta clase de invasores; cada anticuerpo puede atacar a uno, y solamente a uno, de estos enemigos. Es como disponer de una fuerza policial de un millón de hombres, cada uno de los cuales está especializado en cierto delito.
La propiedad más notable de mis anticuerpos acaso sea su memoria. Aunque Juan no se acuerda ya de las paperas que tuvo a los seis años de edad, mis anticuerpos contra ese virus específico sí las recuerdan, no obstante los 41 años transcurridos. Si algunas partículas del virus de esta enfermedad llegaran a penetrar en el organismo de Juan, esos anticuerpos las destruirán persiguiéndolas como el lebrel a la liebre. Claro está que él no se percata de lo que está ocurriendo, aunque se trata de una lucha a muerte. Una vez que han perecido, otros elementos celulares blancos, los fagocitos, se apresuran a devorar los restos de ambos. Soy muy escrupulosa en cuanto a limpieza, y en mis dominios nunca tolero cadáveres insepultos.
En el tiempo necesario para leer esta frase, se habrán incorporado a mí miles de millones de anticuerpos de refresco. Y es que, si no contara con esa protección, hasta la más leve infección representaría un peligro mortal para Juan.
Teniendo en cuenta lo riguroso de mis necesidades, no es extraño que sea yo víctima de un sinnúmero de padecimientos. Al acumularse el calcio en mis arterias, pueden endurecerse hasta adquirir la consistencia de una tubería de barro. Además, la grasa se deposita en sus paredes hasta ocluir la luz de los vasos. De esta alteración pueden derivar muchas calamidades: desde la gangrena de los dedos del pie hasta un ataque de apoplejía o un síncope cardiaco mortal. Si mi contenido de azúcar (glucosa) aumentara excesivamente, Juan sería diabético, y si se redujera a concentraciones muy bajas, le sobrevendría hipoglucemia, con palpitaciones, palidez, sudoración, vértigo y debilidad general. La escasez o la mala conformación de los glóbulos rojos redunda en anemia.
Mis glóbulos blancos pueden disminuir mucho en número en el estado patológico llamado agranulocitosis, capaz de causar la muerte en unos cuantos días si no se detiene la infección causal mediante el empleo de antibióticos. Pero también existe el otro extremo; los leucocitos llegan a aumentar de una cifra normal de 6000 a 8000 por milímetro cúbico de sangre, hasta 100.000 o más (en la leucemia).
¿Puede Juan hacer algo para aliviar mi pesada carga? Sí; mucho. En primer lugar, puede vigilarse la tensión arterial, pues cuando es demasiado alta me somete a un sobre-esfuerzo continuo. Afortunadamente, hay medicamentos eficaces para mantener la tensión a niveles que no entrañan peligro. El ejercicio corporal es absolutamente imprescindible para que yo circule bien. Otro renglón importante es la alimentación: se ha demostrado que el exceso de grasas en la comida acorta la vida.
En suma, necesito mucho más cuidado que otros tejidos y órganos. Pero vale la pena esta solicitud especial que hay que dispensarme, pues la buena salud de los demás órganos de Juan depende en gran medida de mí.
*Juan es un hombre común y corriente para su edad de 47 años. En números anteriores de SELECCIONES ya han hablado de sí mismos otros órganos de su cuerpo.
ESTE artículo se basa en su mayor parte en conversaciones con el Dr. Alexander Wiener, codescubridor del factor Rh de la sangre. El Dr. Wiener es hematólogo de la Jefatura de Medicina Forense de la Ciudad de Nueva York y profesor de medicina legal en la Facultad de Medicina de la Universidad de Nueva York.