NO TE ENAMORES, MUCHACHA (Corín Tellado)
Publicado en
septiembre 17, 2023
ARGUMENTO
A veces, la noticia de un embarazo, aunque en algún momento haya sido buscado y más que deseado, irrumpe en nuestras vidas para romperlas en pedazos. No por la llegada de una nueva vida, si no por lo que implica. Cuando la llegada de un niño al mundo te obliga a dejar escapar tu felicidad, te rompe en pedazos. Ambos se verán obligados a redirigir sus vidas, a cambiar la dirección que habían decidido seguir. Llegará un momento en que, aunque el pasado duela, quedará lejos. El presente habrá que vivirlo, y ellos, todos, sabrán hacerlo.
CAPÍTULO I
Bajó al comedor en el primer turno. No esperaba verlo de nuevo. Por el hotel pasaban rostros diferentes todos los días. No tenía nada de particular que aquel hombre con planta de banquero se hubiese ido ya del hotel. Pero no, seguía allí. Lo vio al pasar. Él la miró y curvó la boca en una suave sonrisa. Era muy varonil. Moreno, alto, fuerte, vestido con elegancia, pero sin rebuscamiento. Tenía los ojos muy negros, ladeaba un poco la cabeza al mirar. Su frente despejada, llena de arrugas, denotaba al hombre pensador. ¿Años? Tendría treinta y tantos. No se podía precisar cuántos serían aquellos años. Igual podían ser cinco como dos.
Fue directamente a su mesa. Ángel Luis la esperaba ya. Se puso en pie y le retiró la silla.
—Me he retrasado, ¿eh?
Ángel Luis consultó el reloj.
—Solo cinco minutos. Muy poco para lo que soléis tardar las mujeres.
En el comedor iban entrando personas. Algunos saludaban familiarmente a los dos estudiantes. Otros, indiferentes, nuevos en el hotel, buscaban la mesa alejados a los otros que tenían en torno.
Aquel hombre comió solo.
Hacía dos días que lo veían allí. Susana supo que la atracción extraña que él ejercía sobre ella, era correspondida por la de ella sobre él. Fue una de esas cosas que se intuyen primero y se confirman después, sin motivo aparente. Pero que existen como una atracción mutua desconocida.
Lo tenía al frente. Hablaba con Ángel Luis y sentía la mirada del hombre fija en ella. Nerviosamente desplegó la servilleta. Como siempre, Ángel Luis hablaba de sus estudios:
—Si apruebo este año, habrán terminado mis fatigas. ¿Sabes dónde voy a trabajar? En la cuenca.
—¿Dónde?
—En Asturias. En Mieres, concretamente.
—Me gusta Mieres. Una pequeña ciudad verdadera, culta, sin tonterías.
Él rio.
¡Cómo se nota que eres de Oviedo, monada!
Ángel Luis era un muchacho estupendo. Delgado, alto, de cabello color castaño oscuro, ojos de un color indefinido, más bien verdosos, aunque en ocasiones eran acaso grises. Estudiante de último curso de ingeniero de minas, suponía para Susana el compañero ideal. Ella estudiaba arte y decoración. Hacía más de tres años que los dos vivían en Madrid, en el hotel Regina. Él pertenecía a una familia rica, y ella, aunque no tanto, tenía un tío indiano que pagaba todos sus estudios, y un padre viudo, empleado en una agencia importante.
—Me gusta ser de Oviedo —rio ella, feliz—. ¿Sabes adónde iré este año a pasar las vacaciones de Pascua?
—A Oviedo.
—Frío. A Marbella. Mi tío llega dentro de un mes, y me invitó.
—Qué suerte tener un tío indiano —rio Ángel Luis, un si no es burlón. De pronto reparó en el mirón. Hizo un gesto con la cabeza—. ¿Le conoces?
Ella se ruborizó.
—¿A... quién?
—Al que está a nuestra izquierda. Te mira mucho. Me parece que estaba ayer ahí y también te miraba.
—No le conozco.
Ángel Luis lanzó una breve mirada.
—Parece viajante de comercio. Un viajante distinguido, por supuesto. No te emociones por mucho que te mire. Estos hombres suelen pasar como aves. Apenas si rozan los pinares. Además —añadió de forma rara, de la que ella no se percató—, tú eres una rama muy bella.
—¿De pino?
—De vida.
Terminaban de comer. Los dos se pusieron en pie. Ángel Luis la tomó del brazo con la mayor naturalidad.
—Te invito a tomar café.
—No, amigo mío. Tengo clase a las cuatro.
—¿Hasta la noche, pues?
—Hasta la noche.
* * *
Regresó de clase y se dirigió al bar del hotel. Siempre tomaba allí un batido. Después se cambiaba de ropa y bajaba al encuentro de sus compañeras, aunque la mayoría de las veces se quedaba en el hotel, en su cuarto, contemplando la calle de Alcalá, por donde pasaba la gente sin cesar.
Al abordar el bar, lo vio. Se detuvo en seco. Estuvo a punto de retroceder, pero no lo hizo. Era una chica valiente. Sabía solucionar sus problemas. Claro que hasta la fecha no habían sido muy arduos.
Era una muchacha alta y delgada, de fino talle. Tenía el pelo rubio y los ojos de un verde trasparente. Gustaba a los chicos, pero ella jamás sé había enamorado. Tenía veintitrés años, y nunca sintió preferencia por uno determinado. Solo Ángel Luis, su compañero y amigo, era su confidente. Ni él ni ella tenían secretos el uno para el otro. Ángel Luis conocía toda su vida, incluso sus inquietudes espirituales. Ella conocía todas las novias y medio novias que Ángel Luis iba teniendo durante su vida de estudiante.
Fue directamente a la barra. El desconocido se volvió a medias y comentó:
—Hace un frío insoportable, ¿verdad?
—Bastante.
Respondió sin orgullo. Con sencillez, como si lo conociera de siempre.
Él bajó de la banqueta y fue a su lado.
—Mi nombre es Francisco Urquijo. Me llaman Francis.
—Encantada.
Le dio la mano. Él se la oprimió turbadoramente.
—El mío es Susana Pieres.
—Mucho gusto. ¿Puedo sentarme a su lado?
—Puede.
No dijo por qué la miró tanto aquellos días. Habló de todo. De literatura, de arte, de sus viajes, del frío, de Madrid y de las gentes. No mencionó para nada por qué la había mirado. Ni si la había mirado. Era un hombre de conversación amena. Más interesante visto de cerca que a distancia.
A las ocho, ella, tras aplastar la colilla del cigarrillo que fumaba, se puso en pie.
—¿Quiere venir al cine conmigo, Susana?
—No puedo.
—¿Mañana?
Lo hacía con corrección. Era un hombre mundano, pero sin mala intención. Se notaba en él al individuo sencillo, de vuelta de todas partes, que sabe tratar a una muchacha honesta y culta como aquella.
—No sé. Quizá.
—La espero aquí a las seis. ¿Hace?
—No le doy palabra —se aturdió un poco Susana—. Todo depende de que termine la clase a las cinco y media.
—Para ganar tiempo puedo ir a buscarla en mi coche.
¡Oh, no! Vendré aquí..., si puedo.
Alargó la mano con ademán muy femenino. Él la oprimió entre las suyas y luego la llevó a los labios.
Se la besó con respeto. No era un vividor. Susana lo consideró así. Era un hombre correcto que sabía cómo tratar a las mujeres.
* * *
Escribiendo a su padre y a su tío, se le pasó el tiempo. No bajó a comer en el primer turno. Además, sabía que Ángel Luis no llegaba temprano por la noche. Tan pronto arribaba al salón de fumar, la llamaba por teléfono.
A las diez menos cuarto sonó el timbre.
—Dígame.
—Ya estoy aquí. ¿No bajas?
—Ahora mismo.
Vestía un modelo de tarde, de firma cara. Le gustaba vestir bien. Prefería no ir al cine durante todo el mes y comprarse una prenda de su agrado. Su padre le enviaba dinero para sus gastos, y su tío, desde el Canadá, le mandaba una cantidad más que suficiente para sufragar gastos, comprar sus ropas y aun ahorrar algo.
Sobre los altos tacones, parecía más fina y distinguida. Lo era mucho. Los hombres la miraban. Pero ella nunca sintió predilección por alguno de ellos. Solo aquel que se llamaba Francisco Urquijo...
Bajó despacio. Ángel Luis, al verla, se puso en pie, presuroso, y fue a su encuentro.
—Hoy me retrasó yo —sonrió simpáticamente.
—Por la noche siempre ocurre. ¿A quién acompañaste hoy?
—No te rías de mí, pero te voy a contar un secreto. La chica con quien salía esta temporada me ha dado esquinazo.
—No me digas.
—Así es. Era una preciosidad. Pero...
—Sentémonos aquí —indicó ella—. Es pronto aún. No terminó el primer turno. Dime, ¿qué le hiciste a la chica?
Ángel Luis emitió una risita irónica.
—Siéntate. ¿Fumamos?
Encendieron sendos cigarrillos. Entre voluta y voluta, susurró ella:
—Hoy le he conocido.
Ángel Luis frunció el ceño.
—¿Al viajante de comercio?
—No es viajante de comercio.
—¿Te lo dijo?
—Me lo indicó. No sé aún qué es. Me invitó a un café, fumamos juntos varios cigarrillos en el bar. Es ameno, agradable.
—Susana..., no te enamores de él.
—¿Por qué no?
El estudiante de último curso de ingeniero, que ya tenía veintisiete años y mucho espolón, la miró, analítico, un segundo.
—¿Te vas a enamorar?
—Pero, Ángel Luis...
Él apartó la mirada. Un buen observador hubiera notado su agitación. Pero allí no había observadores, y, por otra parte, él sabía imprimir a su semblante esa máscara impenetrable que suelen llevar los hombres cuando se empeñan en que nadie penetre en sus sentimientos.
Jocoso, comentó:
—Sigue. No me hagas caso.
—Nada. Eso. Me invitó al cine. Tal vez vaya mañana.
—Es un desconocido para ti, Susana.
—¿No lo eras tú hace tres años? ¿Recuerdas que el primer día que nos vimos, nos presentaron y me invitaste al cine?
—Es destino. Íbamos a convivir juntos.
—No sabemos si ese hombre se quedará aquí.
—Bien, bien. No he dicho nada.
—Cuéntame por qué se frustró tu plan.
—Notó que... iba a aprovecharme.
—Los hombres sois el colmo. Cuando no amáis, avasalláis sin piedad.
Alguien les dijo que estaban sirviendo el segundo turno. Los dos, uno junto a otro, pasaron al comedor.
Él estaba allí. Sentado a su mesa, ojeando la carta. Al sentirla, como si estuviera pendiente de su llegada, alzó la cabeza y la miró. Sonrió. Tenía unos dientes blancos e iguales. Su sonrisa era suave y noble. Aquel hombre no podía ocultar nada pecaminoso bajo su sonrisa. Susana lo intuyó, y como deseaba que fuera así, se reafirmó más en ello.
Sonrió a su vez, y cruzó el comedor, seguida de Ángel Luis.
* * *
Se encontró con él en el bar del hotel.
—¿Es su novio? —preguntó, tras los saludos.
Susana alzó una ceja.
—¿Mi... novio?
—El chico que la acompaña todos los días.
—¡Oh, no! Es un compañero. Llevamos juntos en el hotel tres años. Ya nos conocemos demasiado. Pero es una gran persona.
—Ya —y sin transición—: ¿Vamos al cine?
Fueron al cine. No aquel día, sino muchos otros. Se enamoró de él. Lo presintió desde un principio. Presintió, sí, que aquello iba a ocurrir. Y no hizo nada por evitarlo.
Notaba en él algo extraño, como recelo o preocupación. Hablaba poco de sí mismo. Sabía que vivía en Valencia, que se hallaba en Madrid, debido a sus negocios de barcos. Era armador. Tenía varios buques de carga y pasaje. Sabía también que pensaba trasladarse a Madrid, con el fin de vivir allí definitivamente. Su oficina central se hallaba allí, en Madrid, en la plaza de Canalejas. Por las mañanas nunca le veía. Al encontrarse por la tarde, siempre le decía:
—Pasé una mañana fatigosa en la oficina.
Ella también le habló de sí misma. De su padre, empleado en una agencia importante. De su tío, que tenía minas en el Canadá, y era quien pagaba sus estudios. Ni un momento trató de ocultar su pobreza.
Él debía admirarla aún más, porque asió sus dedos y dijo quedamente:
—Susana, estoy enamorado de ti. Es la primera vez que me ocurre.
Durante algunos días, ambos como de mutuo acuerdo, soslayaron la conversación personal. Se diría que, sin saber por qué, temían algo. Algo que flotaba en torno a ellos y que no tenía nombre.
Pero sus dedos, cuando iban al cine, se buscaban y se encontraban. Se oprimían con intensidad. Ella le miraba largamente y él se agitaba. Se diría que tenía miedo de la sinceridad de aquella muchacha.
Un día, dos semanas después, al llegar al cine, él la atrajo hacia sí y fugazmente la besó en la boca. Ella parpadeó y quedó muda junto a él.
—Perdona —susurró Francis—. Perdona.
No mencionaron más aquel instante. Ni él volvió a besarla. La amaba de veras. La respetaba demasiado. Ella era su ideal de mujer. Aquel ideal que siempre anheló y nunca pudo tener...
A la noche, cuando se encontró con Ángel Luis en el salón de fumar, el estudiante reprochó:
—¿Dónde te metes que no te veo?
—Por ahí...
—Con ese.
Sí.
—Te has enamorado de él.
Lo decía sin preguntar. Susana, aturdida, le asió la mano y se la oprimió nerviosamente.
—Ángel Luis, no me mires así, como si fuera un bicho raro. ¿Tiene algo de particular que una mujer se enamore de un hombre?
—¿De qué le conoces?
—Vuelta a lo mismo —se impacientó—. ¿De qué te conocía a ti?
—Pero de mí no te enamoraste, y recuerdo muy bien que te hice el amor, incluso te lo declaré.
—Eres un humorista —rio, feliz—. Tú siempre fuiste y seguirás siendo mi mejor amigo, Ángel Luis. Mi gran amigo.
—Es un consuelo —gruñó entre dientes, pero, al rato, en voz alta insistió—: ¿Te ha besado?
—¡Ángel!
—Bueno; es lo que solemos hacer los hombres cuando conocemos a una muchacha. Si no ocurre así, ellas, con sus amigas, comentan y dicen: «Es un idiota».
—No pensarás que yo soy esa clase de muchacha de nueva ola.
No. Ya lo sabía. Por eso él la amaba. Por eso doblegaba su ansiedad. Por eso nunca le diría..., lo mucho que la admiraba. Porque, Susana nunca sería una muchacha modernista. Comedida, seria, hermosa... Demasiado mujer para él.
—Perdona, ¿qué te parece si fuéramos a comer?
Se pusieron en pie.
Al rato, cuando ya iban a penetrar en el comedor, ella se detuvo, tocó en el brazo de su amigo y dijo bajísimo:
—Sí, Ángel Luis, sí, me ha besado.
Ángel se detuvo en seco y la miró. Hubo en sus ojos de color cambiante como un destello de ira, que aplacó al instante.
—Te... te... Sí, claro.
—Y yo no soy de la nueva ola.
—No te dejes besar, Susana. Por favor..., no intimes con él. No sabes quién es. ¿Y si te engaña? ¿Y si te enamorara para olvidarte después?
—Prefiero pensar que no existen esos seres en el mundo.
—Pero existen. Muchos. Soy hombre, conozco bien a mis semejantes. Somos basuras, Susana. Basura que no sirve para nada. Por una noche de amor, somos capaces de vender el alma.
—Calla, loco.
—Es así. Yo puedo enumerarte, y no terminaría hasta mañana, las veces que me propuse conquistar a una chica sin que ella me interesara en absoluto. Y las veces asimismo, que lo conseguí, sin pensar en las consecuencias. Cierto que las mujeres a veces sois el colmo, porque, sin duda, llevamos las de ganar.
—Algún día habrá una mujer que os interese de veras.
—Eso es lo malo —rezongó—. Cuando nos interesa de veras, no sabemos conquistarla. No nos atrevemos ni a mirarla mucho, por temor a que ella se ofenda. ¿Te das cuenta del fenómeno? —y sin esperar respuesta, añadió—: Pasemos al comedor.
* * *
Era domingo. Estaban citados para ir a Aranjuez.
Ángel Luis era un gran aficionado al fútbol. Además, aquella tarde jugaba el Oviedo en el estadio Bernabéu.
—Parece mentira —le dijo a los postres— que te vayas a Aranjuez y no veas el partido del Oviedo.
—Tú me lo explicarás por la noche, Ángel Luis.
Se inclinó mucho hacia ella.
—Dime la verdad. ¿Tanto te interesa ese hombre?
Con Ángel Luis era sincera. Cierto que al principio él le declaró su amor, pero luego, tras la negación, fueron los amigos más entrañables del mundo. Suponer que Ángel la siguiera amando, era absurdo.
—Como nunca creí que se pudiera amar en la vida, Ángel Luis, amo yo a ese hombre —recalcó, pero sin ironía.
—¿Así..., tanto?
—Sí. Y no pienses mal de este amor. No hay intimidad sexual entre nosotros. Los hombres como tú, que estáis habituados a engañar y comprar el amor, pensáis siempre mal de un hombre y una mujer. No pienses así de nosotros. Es algo espiritual, pero verdadero. Algo hondo, que resulta irresistible.
—¿No... no ha vuelto a besarte?
—No.
—Es imposible que se te conozca, se trate contigo y... y no se te bese.
—Ángel Luis, que tú me tratas todos los días, me conoces bien, yo te conozco a ti, y sin embargo..., nunca nos besamos.
—Tú no estás enamorada de mí.
Ella se echó a reír.
—Ni tú de mí.
—Claro.
¿Qué otra cosa podía decir?
—Bueno —adujo, al despedirse—. Ya te contaré por la noche cómo se portó el Oviedo. Y tú ya me contarás cuántas veces te besó el potentado.
—No le soportas.
—Es lo extraño. Que, sin causa alguna aparente, me sea tan antipático. No cabe duda de que ha de ser por algo, pero quizá no descubramos las causas tan pronto.
Se encontró con Francis a las cuatro de la tarde en la puerta del hotel. Subió a su lado en el auto, y, tras arrancar, él murmuró:
—¿Tenías plan con tu compañero? Sentiría haberlo destruido. Creo que hoy juega el Oviedo en Madrid.
—Sí. Pero no me has estropeado ningún plan.
Hacía más de un mes que salía con él todos los días. Un mes oyéndole decir que era la única mujer que había amado. Un mes oyéndole confesar incesantemente su cariño, y sin embargo, ¿por qué no le hablaba del futuro? ¿Por qué no le pedía que se casara con él? Ella estudiaba arte y decoración porque le agradaba, y jamás sintió la tentación de dejar su carrera por un hombre. Y fueron muchos los que la pretendieron, sin resultado. Pero por él..., por él lo hubiera dejado todo.
II
Encontró a Ángel Luis en el salón de fumar. En seguida se dio cuenta de que el Oviedo había perdido.
—Ángel...
—El joven se puso en pie con desgana.
—Una derrota vergonzosa, Susana. Acertaste no yendo. Me hincharon las venas de tanto gritar. Uno no puede ocultar su procedencia. Y lo curioso del caso es que cuando estoy en Gijón, detesto al Oviedo. Pero cuando, como ahora, está uno aquí... ofende que pierda tan indignamente. Claro —añadió con rapidez— que hizo todo lo posible por ganar. Luchó, ¿sabes? Con verdadera furia. No fue un partido indigno por su parte, la verdad. Luchó con un enemigo mucho más fuerte y más hábil, eso es todo.
Con la mayor naturalidad, Susana se colgó de su brazo.
—Invítame a una copa en el bar. Es pronto aún. Así podrás contarme todos los incidentes.
—¿Y tú galán?
—Tenía una cita con unos amigos. Asuntos de negocios. Me trajo al hotel y él se fue al Palace. Cena allí.
—¿No... te besó?
—Déjate de hacer averiguaciones. Cuéntame lo que pasa.
—Hum. Me sentí desplazado entre tanto madrileño. Incluso discutí con uno. Por nada, nos pegamos. Fue una falta del Real Madrid. Una falta garrafal, a la vista de todos. Un penalty. Pues nada. El árbitro como si no lo viera. Cochino mulato.
—El fútbol hace carreteros a los hombres más correctos.
—Perdona.
—¿No me invitas a una copa?
—Vamos, pues.
Y sentados ante la barra, Ángel Luis se fijó en que la joven parecía pensativa, pese a los esfuerzos que hacía por aparentar interés por lo que él le refería respecto al fútbol.
—¿Qué te pasa a ti? Di, ¿te ocurrió algo?
—No.
—Francis...
—Sí.
—¿Qué pasó? —mojó los labios con la lengua—. ¿Te besó otra vez?
—No, no. Eso es lo extraño. Y no me mires así —gruñó—. No soy de la nueva ola. Pero tú, que eres un hombre, juzga esto. Me ama. Lo asegura. Yo lo noto. Me respeta como si fuera un ídolo. Me admira, porque se ve. Me habla de amor, me dice que jamás encontró una mujer como yo, y sin embargo...
—Ni te besa, ni te habla del futuro.
—Eso es. No quiero que me bese, Ángel Luis —añadió, presurosa—. No me mires así. No pienses en los pecados de las mujeres. No todos los hombres son como tú. Siento algo tan hondo, tan verdadero, tan espiritual..., si quieres, que si él me besara... así, vamos, rompería el sortilegio. ¿Cómo podría explicarte esto? Es algo, lo nuestro, tan distinto a todo...
—No me vengas con tontadas, Susana —gruñó—. Sé muy bien lo que es el amor.
—¿Nunca has tenido la necesidad perentoria, absoluta, de estar al lado de una persona a quien admiras y amas, sin sentir deseo carnal?
«Sí, puedo decir. Sí, junto a ti, pero lamentablemente, también deseo, aunque por nada del mundo te ofendería».
En voz alta manifestó:
—Puede.
—Eso me ocurre a mí. Y debe ocurrirle también a Francis. Pero la verdad, Ángel, es que no podemos prescindir el uno del otro. Estoy segura que para él soy, como dice, su ideal de mujer. Para mí, él lo es todo. Creo que, si me lo pidiera, pese a mis sentimientos puros, le seguiría al fin del mundo, sin preguntarme, cómo ni por qué.
Ángel Luis la miró un segundo con irritación. Después depuso esta y comentó tan solo:
—Le amas demasiado.
—Y él a mí, igual.
—Pero no te habla de boda.
—No —dijo con desaliento—. No.
—Es bien extraño. Conocerte a ti, amarte, desearte y pedirte que te cases con uno, es lo normal. Lo anormal es todo lo contrario.
—Me estimas demasiado.
—Sí —admitió él entre dientes—. Demasiado.
Pero a Susana no se le ocurrió pensar que en verdad la amaba. No. Nunca se le hubiera ocurrido. De intuirlo, hubiera sufrido. Apreciaba muchísimo a su gran amigo. A su único amigo. Tan amigo era, que presentía que, si tuviera que hacer una confesión grave, se la haría a él antes que a su padre.
—¿Quieres que salgamos juntos esta noche? —le propuso, con el fin de evitarle malos pensamientos—. Podemos ir con mi pandilla. Lo pasaremos bárbaro visitando lugares pintorescos.
—Está bien. Saldré contigo.
—¿No se enfadará tu amigo?
—Mi amigo eres tú, Ángel Luis. Él es el hombre que amo.
* * *
Intuyó que iba a decirle algo muy doloroso. Lo vio en su semblante.
Se hallaban los dos en un café apartado de la capital. Sentados ante una mesa, junto a la cristalera. Había poca gente en el café. Junto a ellos, nadie.
—Susana...
—Dime, Francis.
—Tú sabes que te quiero más que a mi vida.
—Eso... me has dicho.
—¿No lo crees?
—No se trata de creer o no, Francis —susurró con ternura, al tiempo de extender la mano por encima de la mesa y posar sus dedos sobre los de él. El hombre apoyó su mano libre sobre aquella y se la quedó mirando intensamente—. Se trata de lo que tienes que decirme. Sé que ibas a comunicarme algo que va a dolerme. Lo presiento. Lo leo en tus ojos.
—Estoy casado.
Así, como si le arrancaran el alma. Ella, de pronto, no supo qué hacer, pero sí hizo algo. Instintivamente, retiró su mano y se quedó rígida.
No hubo reproche en sus ojos ni alaridos de indignación salieron de su boca. Tan solo con desaliento, susurró:
—Soy... una mujer decente, Francis. ¿Por qué? ¿Por qué me has hecho esto? ¿Por qué?
Él no trató de rescatar la mano femenina. Apretó las dos suyas sobre el tablero y movió la cabeza con ademán impotente. Era evidente que su desolación superaba aún a la de ella.
—Si no fueras decente, yo te lo hubiera dicho desde el primer instante o no te lo habría dicho nunca. ¿No comprendes? Si no te amara, si no te respetara, si esto fuera un capricho..., te habría besado. Sé que tú me amas, que lo hubieras permitido por ese mismo amor. Y no he podido —aplastó la mano sobre la mesa y fue arrugando los dedos lentamente—. Susana, eres digna de ser amada por un hombre noble. Un hombre de veras. Tan pronto te vi, me di cuenta de que me interesabas. A medida que te iba tratando, te admiraba más y más, y así aprendí a amarte. Ahora mismo, si no fueras como yo supe que eras, te habrías enloquecido de reproches... Reproches que merezco. Y solo con esa voz tuya cautivadora, llena de ricos matices, me dices, ¿por qué? ¿Quieres que te diga por qué? Porque nunca conocí una mujer como tú. Porque desde el primer momento tuve miedo a perderte. Y ahora voy a perderte.
—Francis..., no sé qué decirte. Me siento... Tú no sabes cómo me siento.
—Lo sé. Como me siento yo.
—¿Tienes... hijos?
—No.
—¿No amas a tu mujer?
La miró, censor.
—¿Cómo puedes suponer que ame a dos mujeres a la vez?
—Sí, claro. Eres un hombre honrado.
—No soy del todo honrado, Susana, y es lo que me inquieta. Si lo fuera, nunca se me ocurriría amar a una muchacha soltera, teniendo una esposa que me espera en Valencia.
—¿Hace... mucho... que estás... casado? —costaba esfuerzo, mucho esfuerzo, hablar con aquella aparente naturalidad.
—Cinco años.
Le miró y hubo en sus ojos censura.
—Y en cinco años no has sido capaz de amar a tu mujer.
—No es eso, Susana —susurró, al tiempo de pasar los dedos por la frente—. No es eso. Comprende. Yo he querido siempre mucho a mi mujer. He sido feliz a su lado. Feliz sin emociones. De pronto te conocí a ti...
—Me censuro —dijo ella ahogadamente— por haber podido interesarte.
—Son cosas del destino.
—No. El destino no te guio hacia mí, estoy segura. Te guio tu soledad. Fui yo, como pudo ser otra cualquiera.
—No digas eso. No me ofendas, no me hieras. Has sido tú, porque estabas reservada para que yo me diera cuenta de la gran diferencia entre el amor y el cariño.
* * *
El auto corría de regreso a Madrid. El café quedaba en las afueras. Nunca más volvería a él. Estaba segura de que sentiría aversión a aquel lugar, durante el resto de su vida.
Francis conducía. Ella, sentada a su lado, con las manos entrelazadas en el regazo, la cabeza apoyada en el respaldo, los ojos semicerrados, parecía una momia. No quería pensar. Y tenía que hacerlo. Pero la voz de Francis, ronca y amarga, se interponía en sus pensamientos.
—La conocí toda mi vida. Era amiga de la casa.
—¿Es... bella?
La respuesta se hizo esperar. Al fin salió de los labios apretados como un silbido.
—Sí.
—¿Mucho?
Otra vacilación.
—Sí.
—¿Más... que yo?
—Más —rotundo—. Pero le falta eso.
—Eso que seguramente tiene, y que tú no has querido ver jamás.
—Susana.
—Los hombres sois así. Nunca apreciáis lo que tenéis. En cambio, todo lo ajeno os agrada.
—Me reprochas.
—No —susurró con desaliento—. Me reprocho a mí misma. O al destino, admitiendo esta vez que nos haya unido para hacernos sufrir.
—No fue ella —susurró Francis, bajísimo— quien me cazó. Fui yo quien le hizo el amor a ella, quien la conquistó. Y fue fácil. Eramos demasiado amigos. Las familias unidas, las fortunas iguales...
—Y ella te ama —dijo sin preguntar, como si la voz le saliera de lo más hondo.
—Creo que sí. No me dio hijos. Tal vez tenga yo la culpa, por falta de interés hacia ella. Tal vez sea ella quien no llevó un poco de emoción al matrimonio. No lo sé. Nuestros actos, todos, desde los más íntimos a los más superficiales, son como un mecanismo. Hoy me toca dormir con ella y duermo con ella. Hoy me toca sacarla a paseo y la saco...
—Eso es monstruoso.
—Sí.
—Ella sabe... que no la amas.
—No. Cree, sin duda, que el amor y el matrimonio es... lo que vive. Yo, la verdad, también lo creí. Soy hombre, pero nunca tuve muchas aventuras. Pocas veces le he sido infiel a mi mujer. Creo que durante estos cinco años de matrimonio puedo contarlas con los dedos. Fue al conocerte a ti cuando comprendí... que todo era muy distinto. Fue cuando sentí un loco deseo de besarte y me doblegué y sentí rabia y desesperación a solas conmigo mismo. Fue también cuando pude besarte y no lo hice, y me sentí mezquino solo por haberlo deseado.
—Cállate.
—Voy a separarme de ella, Susana.
La joven saltó como si la pincharan.
—¡Oh, no! Es demasiado hermoso esto nuestro, Francis. Demasiado hermoso para estropearlo con una separación.
—¿Es que vas a admitirme en tu vida pasional? —preguntó, rudo.
—No —rotunda—. Claro que no.
—Entonces..., no sé qué puedo hacer para evitar el sufrimiento.
—Sufrir.
—No soy un santo. No renuncio a lo que amo solo por ser mejor que los demás.
—Cállate.
—No puedo callarme. Hemos de pensar en la solución. Le hablaré, le diré... Ella comprenderá. Tiene dinero. Se consolará muy pronto.
—¿Y qué vas a solucionar con ello? ¿Crees que podemos casarnos tú y yo?
—Anularé el matrimonio aduciendo...
—¿Qué? Di, ¿qué?
Él soltó una mano del volante y la pasó por las sienes. Gotas de sudor la cubrían.
—No lo sé. Una de las causas por las que se concede la anulación, es por falta de amor al casarse. Podemos decir que la familia la obligó.
—Y crees que ella estará de acuerdo.
—Anagali es una muchacha sensata. Comprenderá. Se hará cargo. Es una gran persona.
Susana se agitó.
—Y siendo así, reconociéndolo tú... no la amas. ¿Por qué? Si la amaras, jamás te hubieras fijado en mí más que en otras mujeres. Es lo extraño, Francis, que reconozcas todas las virtudes que revisten a tu esposa, y trates de separarte de ella.
—Es que no la amo. ¿No comprendes?
—No. Solo comprendo que estás casado y que hemos de renunciar. No pienses en la separación ni en la anulación. Te amo, es cierto. Nunca quise a nadie como te quiero a ti. Nunca sentí esta angustia oprimirme el pecho, ni estos golpetazos insufribles en el corazón, pero soy digna, y por nada del mundo quiero llevar sobre mi conciencia el dolor de otra mujer.
El auto se detenía ante el hotel.
—Susana —susurró, desalentado—. Voy a estacionar el auto. Hemos se seguir esta conversación.
—¿No sería mejor dejarla así, Francis? No tienes derecho a renunciar a tu mujer. Además..., yo no podría... —se agitó—, no podría vivir tranquila.
—Te buscaré después de cenar. He de hablar de nuevo. He de convencerte.
* * *
Ángel Luis llegó al comedor, tras haber estado buscando a Susana en el salón de fumar. Al no verla tampoco en el comedor, preguntó al camarero:
—¿No ha bajado la señorita Susana?
—No, señor.
—¿La vio llegar al hotel?
—No.
—Gracias.
Se dirigió directamente a recepción.
Allí todos le conocían y sentían simpatía por él.
—Perla —dijo a la telefonista—. Póngame con la alcoba de la señorita Susana.
—Creo que no está. Ha venido el señor Urquijo con la misma petición, le he puesto y no contestaron.
—¿Cuándo tomó usted la guardia?
—Hace una hora.
—¿No vio subir... a la señorita Susana?
—Sí. Hace cosa de media hora. Parecía —titubeó—, disgustada.
—Gracias, Perla.
Se dirigió al bar. Quizá Susana se había disgustado con su galán aquella tarde, y estaría consolándose ante una copa en el bar. No. No estaba allí. En cambio, estaba él, el intruso. Se hallaba sentado en un rincón, con un pitillo en la boca, consumiéndose solo y una triste expresión en los ojos.
«¿Qué le pasa a este? —se preguntó, malhumorado—. Parece que le dieron una paliza. ¿Y Susana?».
Rápidamente, giró sobre sí mismo y se encaminó al ascensor. Se perdió en su interior y apretó el botón del tercer piso. Segundos después tocaba con los nudillos en la puerta de la alcoba de su amiga. Nadie respondió. Con súbita audacia, asió el pomo y lo movió. Cedió. Empujó la puerta y se coló dentro.
Susana estaba allí, tendida en el lecho, con las manos bajo la nuca y las piernas estiradas. Tenía los ojos semicerrados.
—Susana...
Ella apenas se movió.
—Pasa, Ángel Luis —dijo quedamente—. Pasa y siéntate. Supuse que eras tú el que había llamado por teléfono, ¿no?
Hablaba como si su voz no le perteneciera. Estaba pálida y le temblaban los labios como si fuera a llorar.
—No era yo. Era él...
Susana se sentó de golpe. Echó el cabello hacia atrás con ademán maquinal, y, súbitamente echó los pies fuera de la cama.
Aspiró hondo. El estudiante supo que iba a decir algo. Algo trascendental.
—Está casado.
Hubo un silencio. Ángel Luis fue poniéndose en pie, poco a poco, con el semblante demudado. De pronto, exclamó sordamente:
—Le romperé la cara.
—No te muevas.
—Susana, no consiento que te hagan eso. ¿Me oyes? No lo consiento.
Le miró con afecto.
—Ya sé que me aprecias mucho, Ángel Luis. Somos como dos hermanos perdidos en este mundo alocado de Madrid. Pero no, no te muevas. Tengo que hablar. Creo que si no lo hiciera, me moriría de desesperación. No te muevas, Ángel Luis. Escúchame. No me obligues a soltar el llanto que estoy aguantando desde que lo supe.
—Te lo dijo él.
Afirmó con un breve movimiento de cabeza. Después empezó a hablar. Le contó todo, sin omitir detalle. Hasta el fin.
Hubo otro silencio.
—Estoy muy enamorada de él, Ángel Luis. Nunca creí que se pudiera amar así. Pero no puedo consentir que otra mujer sufra lo que yo estoy sufriendo ahora.
—Si él no la ama, Susan, ¿qué quieres que te aconseje yo?
Y estuvo a punto de añadir: «Yo, yo, que estoy más muerto que tú».
—No lo sé. Tengo miedo. Miedo de mí, de él, del daño que pueda hacerle a su mujer.
Sonó el teléfono.
—Cógelo —aconsejó el joven—. Sé valiente. Para admitir o para rechazar, pero valiente.
Lo hizo así.
—Dígame.
—Susana, baja, por favor. ¿Dónde te has metido?
—Me duele la cabeza, Francis —dijo, bajísimo abatiendo los párpados con lentitud agónica—. No pienso bajar a comer.
—Te hice daño.
—No. Nos lo hemos hecho mutuamente. Nos lo estamos haciendo.
—He adoptado una solución, Susana. Te cases o no te cases conmigo, voy a separarme de Anagali. Se lo diré mañana. Salgo esta misma noche para Valencia. Estaré de regreso dentro de tres días. Voy a instalarme aquí. Tengo un piso en el barrio de Arguelles. Concretamente, en la calle Princesa.
—Vendrás con ella... Necesito conocerla, Francis.
—Después no querrás hacerle daño, Susan.
—¿Lo ves? Reconoces sus grandes virtudes.
—Estoy seguro de que ella comprenderá. No olvides que, si logro anular el matrimonio, ella podrá casarse. Tal vez yo no soy el hombre indicado para ella..., ni ella la mujer para mí.
—Vete, Francis. Vete a Valencia y haz lo que desees.
—¿Me esperarás?
—Sí —susurró con desaliento—. Sí...
Colgó el receptor y miró a Ángel Luis. Solo vio su espalda.
—Ángel Luis...
—Diré a la camarera que te suba algo de comer.
—¿No... tienes más que decirme?
—Sí, pero prefiero no hacerlo.
—Me censuras.
—No. Te admiro mucho. Pero ten cuidado. Eres una muchacha honrada y cabal. Puede pesar en tu conciencia el resto de tu vida, el daño que vas a hacer a otra mujer.
III
Le extrañó ver a Francis tan delgado. Fue hacia él y, con su habitual naturalidad, se empinó sobre la punta de los pies y le besó en la boca ligeramente.
—Has enflaquecido —susurró—. ¿Estás malo?
—No.
—¿Has solucionado lo del piso? ¿Podremos ir a vivir a Madrid?
—Sí, puede que sí —manifestó, evasivo. La miró un segundo y le palmeó el hombro—. Vengo cansado, ¿sabes? De buena gana descansaría un rato.
—Te prepararé el lecho —susurró suavemente la esposa—. Ven, vamos a tu cuarto.
Francis la miró de refilón. Sonrió al encontrar sus ojos. Eran azules, muy grandes, de suave mirar. Desvió los suyos. ¿Podría él atreverse a decirle algún día...? Sí, tenía que hacerlo.
Pero no aquella noche. No podría. Amaba a Susana, pero no odiaba a su mujer. Sentía por Anagali un gran afecto. Él no era un pervertido. Había vivido con ella cinco años, y eran estos más que suficientes para apreciar a una persona. Y aquella persona era su mujer.
—Pareces muy cansado, Francis —susurró ella, abriendo el lecho—. Será mejor que te acuestes. Te traeré algo de comer.
¿Por qué tenía que ser? ¿Por qué él era tan cruel, tan canalla? Pensó en Susana. La evocó con intensidad, y ya no le pareció cruel su postura indiferente ante la esposa.
—¿Te das un baño, Francis?
—Creo que lo necesito.
—Te lo prepararé.
—Escucha, Anagali...
Apretó los labios. Ella le miró, sonriente. Era alta, delgada, esbelta, tenía la cintura breve, las caderas redondas, unas piernas perfectas. Rubia, con unos ojos azules llenos de bondad. No era apasionada, o al menos para él nunca lo había sido. Tal vez tuviera la culpa él, por no sentir junto a ella ni un arrebato, ni necesidad sexual.
Sacudió la cabeza.
—¿Ibas a decirme algo, Fran? Yo también tengo algo importante que decirte.
—¿Tú?
Ella se echó a reír suavemente. Era elegante, vestía con distinción, sus modales eran exquisitos. Se sentó a medias en el brazo de un sillón y lo apuntó con el dedo.
—¿Qué te pasa, Fran? Me miras como si fuera un fantasma.
Sí, la miraba así porque de pronto se preguntaba si lo que ella tenía que decirle sería algo parecido a lo que él iba a comunicarle a ella. ¿Anagali enamorada de otro hombre? ¿Dispuesta a abandonarle? Sería una gran aventura, porque, de ese modo, él no sufriría el dolor que estaba sintiendo.
Pero no. Anagali nunca pensaría en otro hombre. Tal vez no le amara con pasión, pero le constaba que le quería lo bastante para no pensar jamás en otro.
De súbito él pensó en su amigo Antonio. Hacía más de seis meses que era dominico en un convento. Tenía que verle, hablar con él, explicárselo todo.
Antonio le daría una solución. Estaba seguro de que sabría comprenderle.
—Ibas a decirme algo, Anagali.
—Sí.
La miró un segundo fijamente.
—¿No... me lo dices?
—Prefiero que te bañes, te acuestes y te acomodes. Después, cuando te haya traído algo para comer, cuando hayas comido, te diré... lo que tengo que decir.
—¿Tan... importante es?
—Lo más importante de mi vida, Fran, y creo que de la tuya.
—Me intrigas.
Se puso en pie y se acercó a él. Le cogió un brazo con las dos manos. Se empinó un poco sobre la punta de los pies y sonriendo susurró.
—Ve al baño. Yo iré abajo.
—Si me lo dijeras ahora...
—Luego.
—¿Cómo están tus padres?
—Muy bien. Han comido hoy conmigo. Les duele que nos vayamos a Madrid a vivir, pero..., ya sabes que yo siempre estoy dispuesta a seguirte adonde sea.
Se estremeció. No era eso, no había un hombre, no había amor por otro. Se sintió ligado a ella. Ligado moralmente, como si lo ataran. Anagali era una mujer resignada, afectuosa, llena de ternura, pero quizá cuando le dijera que pensaba anular el matrimonio, se rebelara como una leona. No, no imaginaba a Anagali imponiéndose en su vida.
Se dirigió al baño, presuroso, como si tuviera miedo a estallar. Anagali quedó allí, y, con la mayor naturalidad, lo dispuso todo. Las zapatillas, la bata, el pijama. Fue después a la planta baja y preparó la comida.
* * *
Anagali retiró la bandeja y pulsó el timbre.
Una doncella acudió al instante. Se hizo cargo de la bandeja, y salió tras sí.
—Bueno —sonrió la bella joven, yendo hacia el lecho—. Ahora me sentaré aquí, en el borde, y te daré la gran noticia. ¿No fumas? —preguntó con ternura—. ¿Quieres que te encienda un cigarrillo? ¿Fumamos los dos?
Ya se había olvidado de cómo era. Y era así, suave, tierna, confiada. ¿Qué ocurriría si él le dijera en aquel instante que amaba a otra mujer y pensaba separarse de ella para casarse con la otra? ¿Qué reacción sería la de Anagali? ¿Seguiría portándose tan tiernamente? ¿Tendría la suficiente comprensión para hacerse cargo? A él le dolía. Le dolía hacerle daño, pero iba a hacérselo, porque aquello que sentía por Susana era más fuerte, infinitamente más fuerte que él mismo y sus propósitos.
—Dame un cigarrillo, sí —pidió—. Y fuma tú. Quizá, entre voluta y voluta, podamos entendernos mejor.
—Fran —protestó ella, cariñosa—. Tú y yo siempre nos entendimos bien. ¿O es que estaba equivocada?
—No, por supuesto.
—¿Te ocurre algo, Fran?
—Te dije que no.
—Me indicaste que ibas a decirme algo.
—Después. Habla tú.
—Voy a tener un hijo, Fran. Después de cinco años de matrimonio, lo que tanto anhelamos tú y yo..., va a llegar.
Hablaba con voz temblorosa, suave, honda. Francis fue sentándose poco a poco en la cama y quedó con los ojos muy abiertos. Intensamente abiertos. Un hijo. Aquel hijo tanto tiempo esperado, surgía cuando no lo deseaba. Aquel hijo, que iba a tirar por tierra todos sus planes, porque él no era un desalmado, y no podía, en conciencia, hacer tanto daño a su mujer.
—Fran —susurró ella, asiendo sus dedos y oprimiéndoselos con ternura—. Fran... parece que no te satisface.
—¡Oh, sí!
Y miraba al frente como si no viera nada. ¡Un hijo! ¿Y Susana? ¿Qué iba él a decirle a Susana? Porque ni por lo más remoto pensó en separarse de su mujer, en aquellas circunstancias.
—He esperado anhelante tu regreso, Fran, para participártelo. Estoy segura de que será niño. El niño que tú tanto deseaste.
—Calla, querida. Dime..., ¿quién te lo confirmó?
—Gerardo. Dijo que cuando regresaras fueras a verle.
—¿Por qué?
—No lo sé.
—Iré mañana mismo.
—Fran, parece que no te alegras —susurró ella, dolida.
—No digas eso, Anagali. Por favor, no me hieras.
Le estimaba mucho. Ella no tenía la culpa, ciertamente, pero... él estaba herido. Herido en lo más vivo. No quería perjudicar a su mujer, pero también amaba a Susana. ¿Qué podía hacer? Él no podría pasar sin Susana, y esta era una muchacha honrada. Jamás le admitiría en su vida por la puerta falsa, y quizá tampoco teniendo un hijo, aun en el supuesto, poco probable, de que él renunciara a todo por ella.
Sintió a Anagali junto a sí.
—Chiquilla —murmuró—, estoy muy cansado.
Se oprimió contra él.
—Te eché de menos —susurró—. Mucho, Fran.
Y fue ella quien, cuadrando el rostro de su marido entre sus manos, besó sus labios largamente. Francis le pasó un brazo por los hombros y la oprimió contra él. No sentía amor ni deseo, pero era su mujer y sabía cumplir con sus deberes.
Anagali no se percató de aquella frialdad de Francis. Él era siempre así. Pero ella le amaba de cualquier forma que fuera.
Se acostó con él en la cama, y se perdió en sus brazos. Francis miró a lo alto, contó todas las bombillas de la lámpara. Pero al mismo tiempo sus manos se perdían en el cuerpo de Anagali con suavidad, sin pasión, como quien cumple un deber moral ineludible.
* * *
—Siéntate, Francis. Te estoy esperando desde el día que tu esposa vino a verme.
—¿No es cierto que va a tener un hijo?
—Lo es.
—Entonces, ¿por qué tanto misterio?
—Tendrás el hijo, quizá, pero..., la vida de tu esposa peligra.
Francis, que se hallaba sentado ante la mesa de su amigo, fue poniéndose en pie poco a poco.
—¡No! —gritó—. ¡No...!
Gerardo le miró asombrado. Sabía que Francis respetaba a su mujer, y la quería, pero no que la amaba tanto como para gritar de aquel modo. No pudo comprenderlo. No era fácil. Él deseaba separarse de su mujer, casarse con Susan, olvidarse de todo su pasado con Anagali, pero no deseaba la libertad a costa de su vida. Eso no. Eso no podía hacerlo.
—Un poco de calma, Francis. Hemos de tratar eso bien despejados los dos. Si no me crees a mí, o por si yo estoy equivocado, lo mejor de todo es que la lleves a otro especialista. La vida de tu mujer peligra, al menos eso es lo que yo considero y observé. No creo que pueda dar a luz.
—Hoy hay mil cosas para salvar la vida de una mujer embarazada.
—En este caso solo queda una solución. Provocar el aborto.
—Hazlo.
—Puede que tú lo veas bien. Tendrás que preguntarle a Anagali si lo ve del mismo modo.
—Ante la vida de un hijo que aún no existe, y la de una mujer que ya existe, la elección es obvia.
—Para ti, que no tienes grandes principios religiosos, quizá.
—No soy un ateo.
—Por supuesto, pero eres un indiferente, y no sé qué será peor.
—Quiero la vida de mi mujer, ¿me oyes? La quiero. Y tan pronto llegue a casa, se lo diré a Anagali. Te la traeré de nuevo, y la someterás a una operación. No necesito hijos.
—No tienes autoridad, querido Francis, para obligar a tu mujer a una cosa semejante. Ni yo lo haré, a no ser que una reunión de médicos lo acuerde.
—Pero es mi mujer.
—Pero el hijo que ella lleva en sus entrañas es de ella y de Dios. No te pertenece.
—Estás loco, Gerardo.
—No, amigo mío —y con rabia añadió—: ¿Qué te pasa? No amas tú tanto a Anagali como para desear su vida por encima de todo.
Francis fue poniéndose de nuevo en pie, y se le quedó mirando, asombrado.
Desalentado, hundido, susurró:
—No, no tienes derecho a decirme eso.
—Perdona.
Francis giró en redondo.
—Fran...
—Voy a... —parecía que la voz le salía de lo más hondo—, voy a... hablar con mi esposa.
—Ten cuidado. No la hieras.
Él sacudió la cabeza, denegando.
Subió al auto y lo puso en marcha con movimientos automáticos. Tenía razón Gerardo. No amaba a su mujer. No la amaba. La quería. Él nunca creyó que entre el cariño y el amor existía tal dimensión. Pero existía. Eran como un paralelo con una barrera en medio. Y ahora, en el medio de aquel paralelo, talmente en la barrera, se encontraba su hijo. Su hijo, que iba a separarle de Susana.
Apretó los puños en el volante y puso la dirección de su casa.
* * *
—¿Qué te ha dicho? Estás pálido. ¿Es que me engañó? ¿Es que no voy a tener un hijo?
—Vas a tenerlo, Anagali.
Se dejó caer pesadamente en una butaca y quedose allí ensimismado, mirando a su mujer sin verla.
—Fran...
—Siéntate, Anagali. He de hablar contigo.
—¿Vas a decirme... lo que me tenías que contar ayer?
¡Oh, no! ¿Quién se acordaba de eso? Sería como clavar en su pecho el puñal de la muerte. Bastante tenía ya, sin que él le añadiera aquella amargura.
El asunto de Susana quedaba ahora relegado a segundo término. No porque en él no ocupara el primero, sino porque era así, porque tenía que ser así, porque aún no era un desalmado.
—Siéntate, Anagali —insistió—. Por favor, escúchame con calma. Eres una mujer comprensiva, resignada, honesta.
—No sé a qué viene todo eso, Fran.
—Toma asiento y lo sabrás en seguida.
Lo hizo así. Francis encendió un cigarrillo y fumó aprisa, como si sus nervios se desataran todos allí, en el cigarrillo y las aspiraciones de este.
—Te escucho, Fran.
—Prométeme que no te alterarás.
—No sé si podré contenerme. Parece que lo que tienes que decirme es muy grave.
—Sumamente grave. Vas a tener un hijo, es cierto, pero tu vida está en peligro.
Anagali se estremeció, pero no movió un músculo de su bello semblante. Tan solo una gran palidez lo cubrió por un instante.
—Es decir, querida, que si traes a tu hijo al mundo, es casi seguro que no sobrevivirás.
—¡Oh!
—Es preciso, por tanto, querida mía, que te sometas a una operación.
—¿A... una qué?
—Operación. No nacerá el hijo, pero tú seguirás viviendo.
—¡Oh, no! —gritó, herida—. ¡Oh, no! No somos nadie nosotros, ni tú ni yo, ni los médicos, para destruir una vida que ha creado Dios. ¿Yo? Que sea de mí lo que £1 quiera, pero matar a mi hijo, nunca.
—Anagali.
—¿Cómo puedes decir eso? ¿Cómo puedes pensarlo siquiera? ¿Quiénes somos nosotros para disponer de una vida que no nos pertenece?
—Pero es que tú estás en peligro de muerte, Anagali —se espantó, pues aquella reacción de su mujer aún le menguaba más.
—Y moriré, si Dios lo dispone así, Fran. Soy valiente. Esperaré con resignación ese momento.
—¡Anagali, soy tu marido y no quiero!
Ella se lo agradecía. Ni por un momento pensó que fuera el propio egoísmo quien dictaba sus palabras. No creyó a Francis capaz de engañarla con otra mujer.
—Aunque seas mi marido, Fran. En esto... no podrás obligarme. Si he de morir, moriré, pero nunca destruiré a mi hijo.
Él se levantó y empezó a pasear el salón como un autómata.
—Te cuidarás de él, Fran —susurró ella, conteniendo el llanto—. Serás su padre, su amigo, su camarada..., su consejero.
—Cállate, Anagali, por el amor de Dios, cállate.
No podía soportar aquella situación. Se dirigió a la puerta. Tenía que ver a su amigo fray Antonio. Tenía que contárselo todo, y después... que le diera un consejo.
Subió al auto y lo puso en marcha. Apretó las manos en el volante. Pensó en Susana, bonita y suave, honrada, leal. En Anagali, que tenía todas las cualidades para ser admirada, respetada y querida. ¿Por qué? ¿Por qué aquellas dos mujeres, que tanto pesaban en su vida, eran iguales? ¿Por qué una de ellas no era un monstruo para aborrecerla?
* * *
—Francis...
Sintió respeto hacia aquel hábito blanco. Sonrió aturdido.
—Fray Antonio...
—Muchacho, no me llames así. Piensa que el tiempo no ha transcurrido, que los dos estudiamos en la Universidad, que cortejamos a las chicas. Ven, siéntate a mi lado. Cuéntame de tu vida. Hace más de dos años que no te veo. He perdido tu pista. ¿Qué tal Anagali?
—Va a tener un hijo.
—Hombre, eso es magnífico. Después de tanto tiempo.
—Pero ella está en peligro de muerte.
—Vaya.
—Yo quiero destruir ese hijo.
—Francis...
—Sí, ya sé que no soy santo, pero tampoco lo pretendo. Ya sé que soy muy de este mundo, que miro las cosas desde un prisma muy distinto.
Fray Antonio se mostró reservado.
—¿Qué dice Anagali a eso?
—Rotundamente, no.
—Ya.
—Pero yo no quiero que muera. Quiero que se demuestre que no puede tener hijos...
—Francis —se alarmó—. ¿Qué te pasa? A ti te ocurre algo más. Y me parece que mucho más grave.
—Amo a otra mujer —y como observara la contrariedad severa en el rostro de su amigo, se apresuró a añadir—: Es honesta. Es maravillosa. Es...
—Pero no es tu mujer.
—No.
—Eres un egoísta, Francis. Un redomado egoísta. No quieres destruir el hijo por salvar la vida de tu mujer.
—No deseo llevar en mi conciencia su muerte.
—A fuerza de desearla tanto.
—¡Oh, no! No me juzgues así. No puedo tolerarlo —se agitó cual si le pincharan—. Tú sabes que la quiero. Pero no la amo. Amo a otra y pretendo anular mi matrimonio, para casarme con ella. Déjame que te hable de Susana. Déjame que te diga cómo es...
Fray Antonio no le interrumpió. Habló durante más de una hora. Lo contó todo, sin omitir detalle. Cuando terminó, hubo un largo silencio.
—No es una mujer vulgar, Antonio. ¿Te has dado cuenta?
—Sí. Pero también me he dado cuenta de otra cosa. Tu esposa... tampoco lo es. Tiene tantos o más valores que Susana. Estás perdido, Francis. Las dos mujeres que tanto tienen que ver en tu vida, son a cual mejor. ¿Te haces cargo? No podrás herir a una sin herir a la otra.
—Ya.
—Y por eso quieres destruir a tu hijo. No porque te importe la vida de tu mujer, sino porque piensas alegar, aun subconscientemente, que no vale para ser madre.
—No... —se agitó—, no es eso.
—Lo es. Voy a decirte una cosa. Tú no puedes torcer los hilos del destino. No puedes, en modo alguno, destruir a tu hijo. No debes obligar a tu mujer a salvar su vida, destruyendo la de su hijo, para luego abandonarla. Nada de eso puedes hacer, Francis. Has venido a buscar un consejo. Te lo doy. Deja todo en manos de Dios, y que sea lo que Él quiera.
—Tengo que renunciar a Susana.
—Renuncia. Vuelve a Madrid y dile lo que ocurre.
—Y si Anagali se muere al dar a luz.
—Entonces será el momento de que endereces de nuevo tu vida.
—Sobre sus cenizas. Es villano de mi parte, Antonio.
—Sí. Es villano que esperes su muerte, pero no que te cases una vez ella haya muerto.
—No quiero que muera. Tú no comprendes. No quiero.
—Eres muy noble, Francis —susurró, palmeándole el hombro—. Ya lo sé. Sé también que libras una gran batalla en tu conciencia. Por favor, olvida a Susana. Piensa en ella como una amiga espiritual. Centra toda tu atención en tu mujer, y espera. Reza porque Dios no te la lleve. Si Susana es como me has dicho..., estoy seguro de que no deseará la muerte de tu mujer.
IV
—¿No sabes nada?
Susana movió la cabeza, denegando.
—Mejor para ti, querida Susana —y como si prefiriera hablar de otra cosa, añadió, cariñoso—: Esta tarde tengo una reunión con amigos. Hemos de acordar el regresó a casa con el fin de pasar las Pascuas con la familia. ¿Quieres venir con nosotros?
—Tal vez.
—Estás apática. Levanta ese ánimo, mujer. Olvídate del valenciano. Un hombre casado, ¿qué puede interesarte a ti?
Tenía toda la razón. Pero seguía pensando en él. Había que desterrarlo. Olvidarse totalmente de su existencia.
Durante aquellos días, Ángel Luis fue su mejor compañero. La mimó, la llevó a todas partes. Trató por todos los medios de distraerla y hacerla olvidar. Muchas veces, ella le decía: «¿Por qué haces todo esto? ¿Por qué, Ángel Luis?». Él sonreía. La sonrisa del hombre era como una caricia.
No se le ocurrió pensar que él pudiera amarla. Cierto que alguna vez recordaba su primera y única declaración de amor. Pero al instante se decía que todos los chicos, cuando conocen a una muchacha, se creen obligados a declararle su amor. Sonrió.
—Te prometo que iré contigo.
—¿Y si hicieras el viaje de regreso en el auto de mi padre?
—Tu padre...
—Ya le conoces. Es un hombre campechano, dicharachero, animado. Vendrá a buscarme a finales de semana, pero como yo prefiero ir en el auto de Álvaro, con los amigos...
—Lo pensaré.
—Papá viene con el chófer. Te llevará a Oviedo.
—Dirás que me dejará en Oviedo.
—Eres muy tonta. Sí, eso he querido decir.
Por la tarde salieron juntos. Primero fueron al cine, y Ángel Luis, siempre amable, educado y atento, le estuvo explicando algo de la película, pues era hablada en inglés. Después fueron a la reunión. Había muchas chicas. Algunas ya las conocía. A otras se las presentó su compañero.
Un amigo asió al estudiante de ingeniero por un brazo, y lo llevó a un aparte.
—¿Dónde has conocido esa monada?
—Sagrada. ¿Entendido?
—Es la que tú amas, ¿eh?
Ángel Luis se puso colorado y miró en todas direcciones con espanto, como si temiera que su amigo fuera oído.
—Pepe, sé más discreto.
—¿Es...?
—Sí.
—¿Y ella qué?
—Cállate. Esto no es un «flirt». Esto es cosa muy seria para mí. Pero no tengo esperanzas. Ni una.
—Porque no sabes. Si fuera yo.
—Te prohíbo que te inmiscuyas en su vida.
Pepe le palmeó el hombro.
—¿Somos amigos o no lo somos, Ángel? Lo tuyo es sagrado para mí, y lo mío me consta que lo es para ti.
—De acuerdo. Vamos a divertirnos.
Al regreso, Susana parecía triste.
—¿Qué puedo hacer yo para alegrar tu cara?
Ella esbozó una sonrisa, como si la cogiera en falta, y se colgó familiarmente de su brazo.
—Perdóname, Ángel Luis. Eres demasiado tolerante, y demasiado bueno para mí. Eres mi único amigo. Estoy deshecha. Tengo que confesarlo.
—La mancha de mora, otra la quita, dijo el poeta.
—Ni con lejía se iría mi mancha.
—No es posible, Susana. Si él está casado... Mira, te contaré un pasaje de mi vida. En el metro conocí a una muchacha. Era una monada. Hace de eso por lo menos diez años. Yo luchaba por ingresar en la Escuela de Ingenieros. Imagínate, seguro que no tenía ni barba. Aquella chica, a fuerza de verla todos los días, me fue familiar. Primero nos saludamos, después salimos juntos, más tarde la invité al cine. Me gustaba mucho. Es más, me gustaba muchísimo. Pensé hacerle el amor, conquistarla y reservarla para cuando finalizase la carrera.
Caminaban calle abajo, los dos asidos del brazo. Susana le escuchaba atentamente, y cuando Ángel Luis se detuvo, ella apremió:
—¿Y qué pasó después?
—Me estás considerando un infantil.
—No. Entonces también lo sería yo, y me creo una mujer sesuda.
—Bien. La invité al cine. Hacía más de seis meses que la conocía. No sé si tú te has dado cuenta, pero yo soy un poco tímido.
—No me digas, Ángel Luis.
Él rio, feliz. Estaba logrando lo que deseaba. Entretenerla, hacerla olvidar.
—Eso de tímido..., no cuaja.
—¿No? ¿Te acuerdas cuando te declaré mi amor?
A su pesar, Susana se turbó un poco. Creyó que Ángel Luis había olvidado aquel incidente.
El joven añadió, haciéndose el despreocupado:
—¿No recuerdas mis titubeos? Estuve una noche entera preparando las frases, y, cuando solté la lengua, dije todo distinto a como lo había pensado. Cierto que ahora —añadió riendo, cuando ya llegaban al hotel— soy menos tímido. Pero aún me queda algo.
—Decías que la invitaste al cine.
—Eso es. Me miró y me dijo: «Soy casada». Fue como si descargaran sobre mí una tonelada de insultos. La miré un segundo, y hala, me largué.
—¿La habías besado?
—Bueno..., una vez en el portal de su casa. Era una fresca. Yo puedo tener todas las aventuras que quieras con una chica soltera, pero con una casada..., no quiero saber nada. No volví a verla, por supuesto. No viajé más por aquella línea.
—Y pretendes que yo...
—No. Pretendo tan solo que pienses con realidad —y de súbito—: ¿Por qué no te casas conmigo cuando termine la carrera?
—Ángel Luis, no hagas más fiero mi dolor. Tú no me amas. Somos demasiado amigos.
El estudiante se mordió los labios. No se atrevió a decir que la amaba más que a su vida. ¿Para qué? Sería una humillación, conociendo los sentimientos de ella.
* * *
Le vio inmediatamente. Le extrañó que no portara maletín, ni gabán, con el frío que hacía.
Observó cómo se acercaba a recepción, y observó asimismo cómo la telefonista le ponía en comunicación con Susana, seguramente. Él sabía que Susana no había regresado aún de clase. No tardaría en hacerlo. Automáticamente, miró el reloj. Las seis y cuarto. La joven casi siempre llegaba a las seis y media.
Precisamente él estaba allí esperándola para llevarla al cine. «Soy un cadete —se dijo—. ¿Qué papel hago yo aquí? Este fresco llega tan tranquilo, y con esa cara de inocente se la lleva».
Se perdió al fondo del vestíbulo, y, hundido en un sillón, esperó.
Francis Urquijo parecía un poste en el ancho portal, esperando quizá a la joven. Observó que una tenue sonrisa distendía sus labios. Supuso que Susan estaba llegando. Estiró el cuello para cerciorarse, y en efecto, la vio ya cerca de él, de Francis Urquijo, por supuesto, quien, presuroso, le salía al encuentro.
Sintió rabia y una pena que doblegó con fiereza en su corazón. Susana había apretado las manos de Francis, y para Ángel Luis fue como si le retorcieran el corazón. Hablaron algo, y ella señaló como si no se enterara de nada.
Al rato vio a Susana aparecer en el vestíbulo, buscándole. Se puso en pie haciéndose el indolente.
—Ángel Luis.
—Hola, querida —y consultando el reloj, añadió, aparentemente despreocupado—. Hoy no te has retrasado.
Notó su nerviosismo.
—Es que... pensaba ir al cine contigo, Ángel Luis, pero...
—¿Te has citado con alguna amiga?
Ella se agitó. Ángel Luis sintió una rabia sorda, que doblegó, apretándose los puños en las profundidades de los bolsillos del pantalón.
—Francis está aquí. Me espera en la puerta del hotel...
—¡Oh!
—Ángel Luis, perdóname. Tengo que ir con él. Quiere decirme algo. Debe ser algo muy grave a juzgar por su semblante.
—Está bien, querida. Ve.
—¿Me... —titubeó— me esperarás para comer?
—Claro, como siempre.
—Sé que comprendes, Ángel Luis. Sé que no me guardas rencor.
Por toda respuesta, él le pasó los dedos por la mejilla.
—Ve, Susana. Ve y que no te pese nunca.
Ella sonrió tímidamente, alejándose. Ángel Luis se dejó caer de nuevo en la butaca y encendió un cigarrillo. De buen grado hubiera estrangulado a alguien, pero él era un hombre reflexivo y sesudo, pese a su edad. Cuando terminara la carrera se iría a Asturias y no volvería jamás. ¿Podría? ¿Podría dejar a Susana? Él no la quería como Francis Urquijo. Él la quería de veras, de otra manera. Solo para verla feliz, porque sus deseos los doblegaba como pecados que no pueden ni deben cometerse. El otro no podía amarla así. Porque si la amara, se apartaría de ella, la dejaría vivir su vida, y estaba seguro de que si Francis Urquijo dejaba a Susana, esta terminaría dándose cuenta de que su felicidad estaba al lado de su actual amigo del alma, Ángel Luis.
* * *
Él, al volante. Ella, a su lado, esperando. Desde el hotel a la carretera de La Coruña, había un buen trayecto. Pues todo el camino se hizo en silencio.
—Francis..., observo que es muy grave lo que tienes que decirme.
—Mi mujer..., va a tener un hijo.
Susan sintió como si le golpearan el cráneo. Miró al frente con hipnotismo. Dada su honradez y su nobleza de corazón, pensó que no podía sentir ni rabia ni despecho. Pero lo sintió. Contra todo y por encima de todo, lo sintió como si le arrancaran algo.
Oyó la voz de Francis como venida de muy lejos. Le parecía imposible que fuera ella la que escuchaba aquella voz grave, desesperada, que salía como un silbido de entre los labios masculinos.
Francis le refirió todo, desde el momento de llegar a casa, de ver al médico y hasta que visitó a su amigo fray Antonio.
Su voz se desgarraba al final. Ella no dijo nada. No hubiera podido decirlo, aunque lo pretendiera. Extendió la mano, y sus dedos temblorosos cayeron sobre los de él. Francis los oprimió entre los suyos, y, de súbito, con infinita ansiedad, los llevó a la boca y empezó a besarlos.
—Quieto, Francis —murmuró ella—. Quieto, por favor.
—No puedo, ¿comprendes? No puedo abandonarla ahora. Nada sabe, nada debo decirle. Sería..., sería como matarla.
—Sí, Francis, lo sé. Yo no quiero que se lo digas.
—Ella sabe que está condenada a morir, o por lo menos en peligro de muerte, y se muestra tan serena, tan decidida, tan... ansiosa de ese hijo. Se me parte el alma, Susana. Cuando la veo así, tan... feliz, siento en mí un loco remordimiento de conciencia.
—¿La... has dejado en Valencia?
—¡Oh, no! He venido con ella, está aquí, en Madrid. Instalada ya en el piso de la calle Princesa. Quiero que la conozcas, Susana.
Le miró, espantada.
—¿Qué dices? ¿Estás loco?
—No. Nunca podré dejar de ser tu mejor amigo, Susana. Quiero..., necesito que también lo seas de ella.
—Pero...
—Por favor. Por favor, te ruego que mañana meriendes con nosotros. Yo le hablé de ti.
Susana se estremeció.
—¿De mí? ¿En... qué sentido? ¿En calidad de qué?
—De amiga, por supuesto. De esas amigas espirituales que se conocen en la vida, y que llegan a lo más hondo del hombre.
—Y ella pensará que soy tu amante.
—Tú no conoces a Anagali. Es incapaz de pensar mal de nadie. Es tan pura, que ni siquiera la muerte la asusta.
Hablaba de ella con admiración. Susana sintió despecho, pero lo doblegó al instante.
—Iré mañana.
—Sin temor —susurró él.
—Sin temor, por supuesto.
Él le asió de nuevo los dedos y los llevó a la boca.
—Lo nuestro, Susana, no puede ser. Sé que tú lo reconoces así, que por nada del mundo permitirías que dejara a mi esposa en el estado en que está.
Tenía razón. Nunca lo permitiría, pero su amor hacia él seguía siendo el mismo.
A la noche, cuando se sentó frente a Ángel Luis, este le asió los dedos por encima de la mesa y se los oprimió con ternura.
—Estás disgustada.
Le miró, entornando los párpados.
—No sé cómo te las arreglas, querido Ángel Luis. Penetras en mi interior como si tuvieras propiedades sobrenaturales.
—¿A qué es debida esa tristeza?
—Va a tener un hijo.
Lo dijo quedamente, mirando al frente, como si su voz saliera de lo más profundo de su ser. Al rato, como él nada dijera, susurró:
—No me mires así. No soy un monstruo. —Y a renglón seguido se lo contó todo.
Hubo otro silencio. Ángel Luis manifestó, al rato, con cierto cinismo desusado en él:
—De todas maneras no tendréis que esperar mucho tiempo, puesto que morirá al traer a su hijo al mundo.
—¡Ángel Luis!
Ya sabía. Había sido ruin, crudo, cínico. Asió de nuevo los dedos femeninos y trató de oprimirlos, pero ella, por primera vez, no estaba de acuerdo con su modo de hablar.
—Susana —replicó él—. Ha sido... una broma.
—Una broma cruel.
—Perdóname.
El resto de la comida lo hicieron en silencio. Él no sabía qué hacer para desvanecer aquella tirantez. Habló al final de cosas sin importancia, quedamente. Susana no parecía oírle. Contestaba con monosílabos, a veces con un breve movimiento de cabeza afirmativo o denegando. Terminó por enmudecer él.
* * *
Se lo dijo Francis por teléfono por la mañana.
—Iremos a buscarte al hotel a las seis y media.
Les esperaba allí, sentada en el vestíbulo, fumando un cigarrillo. ¿Por qué Francis se empeñaba en presentarlas? ¿Para torturarla a ella? No, tal vez fuera mejor así. Aquello había que desterrarlo, pensar con fuerza que nada había ocurrido, que nunca se comprendieron, que jamás se amaron.
—Hola, Susana.
Alzó un poco la cabeza y la torció. Ángel Luis estaba allí, con su distinción innata, su sonrisa de niño grande, sus ojos vivos, llenos de suave ternura.
Ya había olvidado lo de la noche anterior. Con Ángel había que olvidarlo todo. Era un muchacho que penetraba muy adentro, había que quererle y admirarle.
—Voy a conocer a Anagali.
Ángel Luis se sentó a su lado y, con toda familiaridad, le quitó el cigarrillo de la boca y lo puso en la suya.
—Fresco —sonrió ella.
—Me gustan tus cigarrillos.
—¿No será que te gustan mis labios? —se burló.
Ángel Luis la miró un segundo. Fue una mirada deferente. Susana se sintió un poco cohibida.
—No te respondo, Susana. No quiero molestarte.
—¿No te gustan?
—Estás coqueteando conmigo.
Ella rio, francamente.
—No me hagas caso —y sin transición, añadió—: Anagali es la esposa de Francis.
—Qué ganas tienes de torturarte —con rabia.
—Soy así.
—¿Por placer o por antagonismo?
—Eres cruel.
—Perdóname.
—Por saber cómo es. Siempre nos gusta saber cómo es la mujer que tiene derecho a la vida del hombre que amamos.
—Y ello supondrá una tortura insufrible. Imagínate que la encuentras llena de virtudes físicas y morales.
—Me alegraré.
—Mentira, y perdona de nuevo mi crueldad. Te gustaría que fuera inferior a ti. Fea, desagradable, gruñona...
—No.
—Ya sé, porque eres diferente.
—No me tengo por tal.
Él alzó los hombros y la miró largamente.
—Pero lo eres, Susana. Tú eres distinta a todas. Lo eres para querer a un hombre casado y renunciar a él. Para tu amigo, que soy yo, que me escuchas con la sonrisa en los labios, incluso para conocer y admirar a la mujer del hombre de quien estás enamorada. ¿Recuerdas cuando yo te dije que no te enamoraras? El amor es sufrimiento.
—¡Y tú qué sabes!
Qué bien podría decirle que lo sabía, que por mucho que amara ella, mucho más amaba él. Que el sufrimiento en él era ya un hábito, que cuantas veces la oía hablar de Francis Urquijo, se le encendía la sangre y le saltaba, rabioso, el corazón. No. No podía decírselo, porque era aumentar su sufrimiento, y no quería.
Sonrió con estudiada despreocupación.
—Lo dicen los poetas y literarios.
—¡Qué saben ellos!
—Esta noche —dijo, para evitar aquella conversación que hacía daño— pienso ir al cine. ¿Por qué no me acompañas?
—Déjate de ir al cine por la noche. Mañana tienes que madrugar.
—Detesto las rutinas. Te invito. Dime, ¿vendrás?
—Puede que sí. Te lo diré a la hora de retirarme, o sea, después de comer.
—¿Has pensado en pasar las Pascuas en Oviedo con tu padre?
—Por supuesto.
—Entonces irás con el mío hasta tu casa. Yo voy con los amigos.
—Prefiero tomar el expreso. Llego durmiendo.
—Comodona.
—Mira, mira, ahí viene Francis a buscarme. Su esposa debió quedar en el auto.
Ángel Luis se puso en pie rápidamente.
—Espera —dijo ella—. No te vayas. Te presentaré a Francis.
—Lo doy por conocido.
—¿Por qué le tienes rabia?
¡Y se lo preguntaba! Claro, ella qué sabía.
—Me es antipático. Todos los hombres casados que conquistan a chicas solteras, me revientan.
—Eres un temperamental insoportable.
—¡Qué sabes tú cómo soy!
Y, riendo, se alejó.
V
Era una mujer hermosa, alta y delgada, de una distinción innata. Primero, al verla y comprobar su personalidad y su belleza, sintió despecho, pero luego, al percibir la bondad de sus ojos en los suyos, el contacto de su mano en los dedos, la suavidad de su voz en los oídos, aquel despecho se desvaneció para dar cabida a una simpatía extraña, que debió ser recíproca, ya que Anagali, desde el primer instante, la trató con afecto y simpatía.
—Fran me habló mucho de ti, Susana. Pero se ha quedado corto, porque eres más bonita de lo que pensé.
—Gracias. También a mí me habló de ti. Y debo decirte lo mismo.
Francis conducía. Las dos, en los asientos de atrás, hablaron de muchas cosas que hacían amena la conversación, pero que no tenían trascendencia alguna.
Después, más tarde, ya sentadas en un merendero solitario, Anagali habló de su hijo.
—Figúrate, cinco años esperando un heredero, y de pronto...
Susana notó que una nube pasaba por sus ojos. Impulsiva, le asió los dedos y se los oprimió con ternura.
—Llegará ese hijo, Anagali, y serás feliz.
—No tengo muchas esperanzas, pero debo resignarme a lo que sea. Tengo ese deber. Francis no quiere que nazca el niño. Prefiere que viva yo —envolvió a su marido en una larga mirada que no causó celos a Susana—. Se lo agradezco mucho. Te aseguro que eso fue para mí... una gran compensación a lo que pueda sufrir; pero no. Debe nacer el niño. Mi vida no importa nada. Lo que importa es la suya. Yo ya he vivido, he sido feliz, he disfrutado. Él no tiene la culpa de que yo no sea fuerte y sana.
—Calla, Ana —pidió roncamente Francis—. Calla, por favor.
—Perdona, querido.
Susana no pudo, ni por un instante, buscar los ojos de Francis. Sabía que sería muy fácil encontrarlos, pero su honestidad, su integridad de mujer, le impedían ser cómplice de una mirada, teniendo allí a la esposa, que era, sin duda alguna, una muchacha admirable, llena de virtudes.
No fue solo aquella tarde, fueron muchas otras. No había pecado en aquel trío. Susana se compenetraba cada vez más con Anagali. Él, Francis, se doblegaba, luchaba contra aquella inclinación. Era un suplicio vivir así, pero ellos, los dos, lo hacían porque eran honrados y conocían sus deberes.
Les visitó en su casa, por ruego de Anagali. Lo hizo, no una vez, sino muchas en aquellas tardes de invierno, frías y húmedas, buscando quizá la compañía de Anagali y su casa confortable y cálida. A veces estaba Francis, otras no. Ella prefería que no estuviera.
Anagali le dijo en una ocasión:
—Eres la mejor amiga que he tenido. La verdad, nunca tuve una así, a quien se le pudiera confiar todo.
Ella no supo qué decir. Solo pensó:
«Tú para mí significas más que eso. La esposa de Francis. Pero quisiera que fueras mala, cruel, despiadada. Tal vez entonces te hiciera daño. Pero eres todo lo contrario, honrada, cariñosa, sincera...».
Esta conclusión la hacía sufrir.
Lo comentaba luego con Ángel Luis, que la escuchaba en el mayor silencio.
—Es una tortura, una tortura insoportable.
—No vayas. Distánciate.
—No puedo. Ella me buscará. Es como un castigo del cielo. Francis sufre...
—¿Le has visto a solas desde que su mujer se instaló en Madrid?
—No —se espantó—, lo nuestro ha terminado.
—Es lo que no me explico, Susana, que haya terminado sin empezar. Siendo, como parece que sois, dos seres fuertes, no os costará trabajo renunciar. Pero, repito, no me explico ese afán tuyo de torturarte sin necesidad.
Un día, al salir de clase, vio el auto de Francis allí, estacionado a pocos metros del edificio. Temblorosa, fue hacia él.
—¿Qué pasa? ¿Está enferma Anagali?
—Sube, Susan. Te llevaré a dar un paseo.
—No me gusta subir a tu coche, bien lo sabes.
—Por favor...
Subió. Aquella ansiedad en los ojos de Francis, ya no la cogía de sorpresa. Pero dolía, y no podía soportar que sufriera tanto como ella estaba sufriendo.
Francis puso el auto en marcha. Durante un buen rato condujo sin hablar. Salió a la carretera de La Coruña, estacionó el auto en un descampado y cruzó los brazos en el volante.
—¿Qué pasa? —titubeó ella.
—Quería verte a solas, eso es todo. No tengo nada que añadir a lo ya dicho, pero es que no puedo, Susana. No puedo soportar esta agonía.
—Tienes que poder.
—Y me lo dices tú, que estás sufriendo otra igual.
—He conocido a tu mujer. Tú has querido que la conociera. Por muy perdida que fuera, y no lo soy, no podría hacerle daño a una persona como Anagali. ¿No te das cuenta? Es toda bondad. Está llena de virtudes. Me aprecia. ¿Apreciarme? —se preguntó a sí misma con desaliento—. No. Me quiere. Me quiere como si fuera su hermana, Francis, ¿no te das cuenta? Aunque no me quisiera, aunque fuera un monstruo, aunque te hiciera sufrir, jamás endulzaría tu pena con mi pasión. Trataría de calmarte, de consolarte con ternura. Pero con mi amor de mujer, no, y tú lo sabes.
—¿Por qué eres así? ¿Por qué ella tiene que ser así? ¿Por qué yo he de sentir dentro de mí esta contención? Somos humanos, Susana. Pero necios para el placer. ¿Por qué nos sacrificamos? Me lo pregunto todos los días. Una vida, la única que se vive, y ha de estar uno ligado a personas que no ama, y ha de sentir junto a sí a otras que adora, y no puede ni tocar. Esto es demasiado para mí. Cierto que no soy un malvado, pero tampoco un virtuoso. Soy un hombre, y siento las pasiones de la vida como son realmente.
—Cállate, Francis.
—Es que me muero de dolor. Es que te necesito, Susana. Si me acerco a ella he de cerrar los ojos y pensar que eres tú. El otro día ella me decía: «Fran, ¿qué te pasa? Pareces otro en mis brazos».
—Cállate —pidió ella, ahogadamente—. Cállate, por el amor de Dios.
—¿No te das cuenta? No puedo seguir así.
—Y tienes que seguir.
—Es lo que me desquicia.
—Cálmate. Piensa que es tu deber. Que ella te necesita. Que yo soy libre y tengo amigos que me ayudan a olvidar.
—Siempre te veo con ese —gritó él, furioso—. No sé ni cómo se llama. El otro día me lo encontré en una cafetería y me miró, desdeñoso. Un día voy a romperle la cara. ¿Es que sabe algo de lo nuestro? ¿Por qué me desprecia? ¿No es hombre? ¿No te admira y se doblega? Porque quien te conoce desea amarte, tiene que amarte. Y él te trata. Quizá más íntimamente que yo, porque vive en el mismo hotel...
—Que tu dolor no te haga cruel para los demás, Francis.
Él llevó las manos a la frente y las oprimió con intensidad.
Durante unos segundos estuvo así, como si las sienes le estallaran, y necesitara apresar las palpitaciones para contener el dolor.
—Soy hombre —añadió bajísimo y con voz bronca— y sufro como un condenado. Si él lo es también, tiene que saber de este dolor. Tiene que darse cuenta de que, en cierto modo, somos dos héroes. Tú, por mantenerte lejos de mí, amándome tanto. Yo, por soportar esta situación que me destroza.
—Calla, Francis, y vuelve a casa. Anagali me invitó a merendar, pero no iré.
—Me duele que seas su amiga.
—A mí me duele que tú no te hagas cargo de su amargura. Ella sabe que está condenada a morir,” y busca un consuelo, un entretenimiento que la aleje de ese pensamiento, que aun siendo distinto al tuyo, es igualmente torturante.
—Y eres tú..., tú, la amiga del alma.
—Debo serlo, puesto que Dios lo quiso así, y tú, que nos has presentado. Y otra cosa voy a decirte, Francis. Anagali es una persona digna de ser querida. Lo extraño es que lleves viviendo a su lado cinco años y no la hayas amado nunca.
—La quiero.
—Siempre creí que el cariño y el amor iban unidos. Ahora me doy cuenta de que son dos cosas distintas.
—Muy distintas —susurró—. Tan distintas...
Fue a asir sus dedos, pero Susana se irguió.
—No —dijo—. No, Francis. Volvamos a Madrid. Llévame al hotel. Pasado mañana marcho a Oviedo. Pasaré allí todas las Pascuas.
—No puedo estar tanto tiempo sin verte.
—Tienes que estarlo. Oviedo no es Madrid. No quiero compromisos, no quiero manchar mi buena reputación. Sería una imprudencia que fueras a Oviedo y me buscaras. Nuestra amistad, si así hemos de llamarla, es puramente espiritual, pues la materia la doblegamos los dos con nuestra voluntad, pero nadie pensaría eso al vernos juntos y saberse que tú estás casado. Además, aparte de todo esto, está tu mujer. Necesita tu compañía. Por favor, no mengües ante mis ojos. Tienes que ocuparte de ella.
Francis apretó los labios y, como un silbido, salieron aquellas frases que inmovilizaron a Susana:
—Cuando ella... muera...
—¡No! No lo digas —gritó—. Si lo dices, si lo piensas..., eres un monstruo.
Él quedó como desarmado. Llevó los dedos a la frente y después, con lentitud, puso el auto en marcha, dando la vuelta hacia Madrid.
Hubo un largo silencio.
—Perdóname —susurró al rato—. Perdóname.
Ella no contestó. Se sentía menguada, acabada...
* * *
—Tengo que subir un instante.
Ángel Luis se resignó.
—Qué necesidad tienes de torturarte —gruñó—. Sube. Te espero en ese portal. Por favor, no tardes. El frío entumece los miembros.
Ella le sonrió. Era una monada de muchacha. Joven, bonita personal, femenina. Tenía los ojos de un verde transparente y un pelo rubio que le encuadraba el rostro, dando una gracia suave a su semblante. En aquel instante llovía. Vestía una gabardina, atada a la cintura, y una capucha en la cabeza. Llevaba guantes y una bufanda en torno al cuello.
—Bajaré en seguida. Solo me despediré de Anagali.
—Y si está él...
—No está. A esta hora siempre se encuentra en la oficina.
Ángel Luis, enfundado en el gabán azul marino y cubierta la cabeza con el flexible, se replegó hacia el portal y hundió las manos en los bolsillos.
—Te espero aquí.
De pronto ella se volvió y lo miró.
—¿Por qué no subes conmigo? Es una mujer admirable.
—No me hagas atragantarme, Susana —rezongó—. No tengo deseo alguno de conocer a tus amigos valencianos.
—Está bien, está bien. No te pongas así.
Desapareció en el ascensor.
Anagali estaba sola en el saloncito, haciendo punto en una primorosa labor. Al verla en el umbral se puso en pie con rapidez y fue hacia ella.
—Susana, qué abandonada me tienes.
Se besaron como dos amigas íntimas. Lo eran, por encima de todo. Susana era demasiado honrada para engañarla. Cierto que, aun sin conocerla, jamás le hubiese hecho daño, porque se lo haría más a sí misma que a nadie, y Susana era una muchacha de una espiritualidad verdadera y perfecta. Pero después de conocerla..., tendría una que ser un perro para engañar a aquella mujer noble y confiada, que vivía muy al margen de los deseos materiales de su marido.
—Siéntate aquí, junto a mí. ¿Has visto lo que hago? Es un jersey para el niño. Si es niño —añadió, ilusionada— se llamará Francisco, Fran, como él. Si es niña se llamará como yo.
Susana sintió como un terrible desconsuelo. Aquella muchacha que sabía fijamente que no iba a sobrevivir al nacimiento de su hijo, vivía con una ilusión, como cualquier otra mujer normal. ¿Sentiría, en realidad, aquella ilusión? No, Susana sabía que no podía sentirla, que tenía que vivir con la terrible agonía del futuro en su muerte, como un estigma de nacimiento, como una renuncia como la que ella vivía, pero aún peor, porque era su propia vida la que peligraba.
Aquella resignación, aunque solo fuera aparente, tenía un valor indescriptible.
—Fran no quiere oír hablar de eso, Susana, pero yo, la verdad, vivo feliz. Rara vez recuerdo lo que va a ocurrirme.
—No pienses en ello. Son cosas de Dios. Los médicos se confunden muchas veces, se equivocan.
Anagali sacudió la cabeza.
—No pensemos en eso. Toma asiento. Vas a merendar conmigo.
—Imposible. Me espera abajo Ángel Luis. Vamos al cine.
—¿Es... tu novio?
Susana se sobresaltó. ¿Ella novia de Ángel Luis? Se turbó, a su pesar.
—Amigos, nada más. Somos asturianos los dos. Él, de Gijón, y yo, de Oviedo. Coincidimos en el mismo hotel, y nos hicimos muy amigos. Entrañables amigos.
—¿Sabes, Susana? Ya no soy de las que confían mucho en la amistad espiritual de un hombre y una mujer.
Susana se agitó.
—Pues cuando la amistad existe entre un hombre y una mujer, puedo asegurarte que es más firme y verdadera que entre dos mujeres. Las mujeres casi siempre nos envidiamos unas a otras. Con los hombres es todo muy distinto. Si he de decirte verdad, aquí en Madrid no tengo más amiga que tú. Mis amistades con las otras estudiantes son superficiales.
—Mientras no impere el deseo, admito lo que dices, pero ten presente que los hombres en seguida confunden la amistad con la atracción física.
—Hay de todo.
Y en seguida, como si quisiera dar por finalizada aquella conversación, ponderó la labor que estaba haciendo su amiga.
—Vengo a despedirme, ¿sabes? —dijo, al rato—. Me marcho mañana por la noche en el expreso.
—¡Oh!
—Tengo a mi padre en Oviedo, reclamándome. Además, no le he visto desde el verano.
—Comprendo. ¿Cuándo volverás? —preguntó seguidamente.
—Supongo que al día siguiente de Reyes. Las clases empiezan el día nueve. Me gusta descansar en Madrid antes de empezar.
—Ven por aquí.
—Te lo prometo.
Se abrazaron. Se miraron las dos con cierta intensidad mal reprimida.
—Me consuela tu amistad, Susana.
—A mí, la tuya.
La acompañó hasta la puerta. Allí volvió a besarla.
Susana, como si escapara de algo, se perdió rápidamente en el ascensor.
* * *
La asió del brazo.
—Me hizo gracia —comentó con naturalidad—. Le dije que me estabas esperando, y me preguntó si éramos novios.
Ángel Luis oprimió su brazo. Ambos iban bajo el paraguas y, debido a ello, sus cuerpos se rozaban.
—Y tú te habrás reído.
—¿Podía no hacerlo?
—Podías. ¿Tendría algo de particular que lo fuéramos?
Susana se ruborizó.
—Claro que sí. Somos amigos. Íntimos amigos, en el buen sentido. Sería sumamente desagradable que estropeáramos esta amistad solo por introducir en ella un conato de placer físico.
—Eres cruel al juzgar el amor. ¿Es que no existe el amor puro?
—Solo cuando se renuncia a él.
—Como tú por Francis.
—Y como él por mí.
—Pues te equivocas. El amor casi nunca es puro. No puede serlo, Susana. Él hombre tiene deseos, y la mujer, aunque los doblegue, los tiene también. Y no es puro tampoco el tuyo por Francis.
—Ángel Luis.
—Lo será en tu mente, pero en tu subconsciente quisieras ser suya. Gozar el amor con todos los derechos.
—Ángel, no me ofendas.
Él se había exaltado.
—Perdona. Me revienta que veas tan ridículo un amor entre tú y yo.
—¿Es que tú no lo ves así?
—Hum.
—¿Lo ves o no lo ves?
Estuvo a punto de confesárselo todo. Pero se mordió los labios. Era demasiado hermosa su compañía, para perderla por un rato de mal humor.
—No lo veo —dijo, apaciguado—. Pero creo que te haría feliz.
Ella rio a su pesar.
—Ángel Luis, eres un crío.
—Prefiero que no digas eso. No soy ningún crío. Siento con todo mi ser..., lo que siento.
—Pero no sientes nada anormal.
—¿Es que consideras el amor, anormal?
—Por mí, lo sería.
—Ya.
—¿No es así?
—No sé. Vamos al cine. Tengo aquí las entradas.
La empujó hacia la puerta y él cerró el paraguas.
—No me mojes con él.
Le pasó un brazo por los hombros, con la mayor naturalidad, y ambos se perdieron en el cine tras el acomodador.
Ya en las butacas, Ángel Luis se inclinó hacia ella.
—¿Sabes lo que he pensado?
—Piensas tantas cosas...
—Cuando termine la carrera, que será este verano, busco mujer y me caso.
—Muy bien.
—¿No te duele perder al amigo?
—Es que no tengo por qué perderlo. Luego seré amiga tuya y de tu mujer.
—Yo no voy a tener una mujer tan estúpida como la esposa de Francis.
Nada más decirlo se dio cuenta de que la había ofendido. Buscó sus ojos, pero Susana, con los labios apretados y la vista fija en la pantalla, parecía tallada en mármol.
No se disculpó. Odiaba a Francis y a su mujer, que de tal modo acaparaban la vida de Susana. De aquella Susana que él amaba más cada día, que deseaba como un loco, y a la cual renunciaba por temor a perder su amistad espiritual.
Como ella, se cerró en un súbito mutismo. No quería disculparse ni dañarla más. Sabía que nada de pecaminoso había entre ella y Francis, pero el solo hecho de que aquel valenciano pudiera ir a buscarla a la salida de clase, le sacaba de quicio, aunque se lo callara.
«En Oviedo —pensó— estaré siempre a su lado. Le pediré el coche a mi padre y pasaré los días en su ciudad. Incluso la llevaré a Gijón. Tal vez allí, sin el recuerdo de Francis, o por lo menos su presencia, me atreva a decirle..., a decirle...».
Apretó los labios. Nunca tendría valor para arriesgarse. Sabía que el día que lo dijera, o la ganaba para siempre o la perdía para toda la vida. Y él no podía resignarse a perderla.
Tal vez Susana le creyera, como había dicho, un crío. No lo era. Él era un hombre y sabía amar. Tenía veintiocho años recién cumplidos y unos locos deseos de terminar la carrera, formar un hogar y hacer feliz a Susana. Porque tenía la plena certidumbre de que la haría feliz si se casaba con él.
A la salida, Susana, muy seria, dijo:
—No llueve. No hace falta paraguas.
—Estás enfadada —adujo roncamente.
Susana lo miró. Una gota le cayó en la nariz. Ángel Luis abrió el paraguas y la tomó por el brazo.
—Vamos. Admite mis disculpas.
—A veces..., eres peor que una alimaña.
—Ya sé que tu amistad con ese... es pura. Pero me revienta que salgas con un hombre casado.
—Dejémoslo así.
—No quiero que sigas enfadada.
—Procura, en lo sucesivo, medir tus palabras.
—¿Sabes una cosa, Susana? Antes éramos más sinceros el uno con el otro. Desde que apareció ese...
—Cállate...
—Está bien.
En el hotel comieron casi en silencio. Susana estaba dura. No lo miraba como otras veces. Sin duda se hallaba hondamente ofendida. Pero a él no le dio la gana de disculparse más.
Se despidieron en el vestíbulo. Ella alargó la mano y él se la oprimió solo levemente.
—Yo marcho a las siete de la mañana para Gijón.
—Que tengas feliz viaje.
—Gracias. Igualmente te lo deseo.
Nada más. Era la primera vez que se separaban enfadados.
VI
Se despertó en Ujo. Se vistió precipitadamente y se sentó, contemplando el paisaje por la ventanilla. Todo estaba nevado. Le agradaban las Navidades nevadas. Pensó en sí misma, en su padre, en Francis...
Abatió los párpados, y evocó la última conversación sostenida con él por teléfono:
—Has estado en casa...
—Sí.
—Te vas...
Todo sin preguntar. Era como agónica su voz. A través del hilo telefónico tenía un matiz extraño.
—Sí. Esta noche.
—Iré a despedirte al tren.
Se sofocó.
—Eso no. Lo nuestro no puede continuar —añadió tal vez, subconscientemente, recordando la alusión ofensiva de Ángel Luis, que no podía olvidar fácilmente, porque en cierto modo tenía razón—. No podemos ser amigos, Francis. Compréndelo. Siempre estaría en peligro nuestra integridad moral. Engañarías a tu esposa en el trance en que está, y yo no te lo permitiría. Iría contra mis principios. Es preciso, pues, que ambos seamos sensatos y renunciemos de una vez a lo que los dos consideramos imposible.
—No me pidas que deje de verte. Será..., como si me mataran poco a poco.
—Tendrás que resignarte a morir de ese modo.
—Susana, por favor.
—Del mismo modo te lo pido yo. Por favor, no insistas. Cuando vuelva a Madrid procuraré dar una excusa elegante y plausible a tu mujer. No puedo seguir soportando esta situación.
—Y me lo dices así.
—¿Deseas que sea hipócrita y te diga que no me cuesta? Además, el verdadero valor de las cosas no está en decirlas, sino en desarrollarlas. La renuncia para los dos es más meritoria que nuestro fracaso. Te lo ruego, Francis. Olvídame, si puedes. Yo..., procuraré olvidarte a mi vez. Recuerda lo que nos dijo Wilde: «La verdadera perfección de un hombre estriba, no en lo que tiene, sino en lo que es».
—Y tú pretendes que yo sea un héroe.
—No, Francis. Solo pido que seas íntegro. Que no me arrastres hacia un abismo que ambos detestamos.
Aún habló mucho tiempo. Cuando se tendió en la cama, después de colgar el receptor, cerró los ojos y lloró. Por primera vez en su vida lloró por un hombre.
Se puso en pie con presteza. Necesitaba acallar aquel grito agónico que del corazón le subía a la boca.
Salió al pasillo y preguntó a un mozo que pasaba, cuánto tardarían en llegar a Oviedo.
—Media hora escasa —respondió, y siguió pasillo adelante.
Apoyó la frente en el cristal, y se quedó absorta, contemplando sin ver el inmaculado paisaje. Hacía frío. La calefacción debía estar muy floja, porque el frío penetraba por todas las rendijas y se esparcía por los pasillos y departamentos.
Pensó en Ángel Luis. Ya estaría en Gijón, con sus padres, sus amigos, su pandilla. La había ofendido. Pero no culpaba del todo a su amigo. A sí misma quizá, por pensar en algo que le estaba prohibido.
Ángel Luis se casaría al terminar la carrera. Sí, era lo lógico. Sus padres eran ricos, no lo necesitaban. Formaría un hogar... Era curioso, nunca se preguntó cómo sería Ángel Luis en plan de enamorado. Ahora pensaba en ello y, a su pesar, se ruborizaba.
—Soy estúpida —gruñó—. ¿A mí qué me importa?
Ya no le guardaba rencor por lo sucedido la noche anterior. Todo lo que Ángel Luis pudiera decirle era dictado por lo mucho que la apreciaba.
El tren empezó a silbar. Alguien dijo junto a ella:
—Llegamos a Oviedo.
Como un autómata, se perdió en su departamento y procedió a ponerse el abrigo. Era de grueso paño, de confección deportiva, gris oscuro a listas diagonales. Se miró al espejo, con el fin de ponerse el gorrito. Este, sobre los rubios cabellos, ofrecía un atractivo contraste. Sonrió, sarcástica.
El tren entraba en Oviedo. La estación estaba abarrotada de gente. Llegaban muchos estudiantes. Los familiares los recibían con alborozo. Su padre no estaría, seguro. Ella le había escrito una semana antes, y no le decía exactamente el día que llegaba. No le agradaban los recibimientos. Las emociones le llegaban a lo vivo y prefería doblegarlas, o vivirlas y exteriorizarlas donde no la vieran.
De súbito, al detenerse el tren, lo vio. Pero ¿qué hacía allí aquel loco, alzando los brazos, saludándola y llamándola como si no la viera desde hacía un año? No pudo por menos de asomar la cabeza.
—¿Qué haces aquí, gijonés?
—Vengo a esperarte —susurró Ángel Luis, apresando sus manos. Y después gritó—: No té muevas. Voy a buscarte al departamento.
Sintió emoción. No pudo remediarlo. Una emoción honda, que le hacía cosquillas en la sangre. Ángel Luis nunca dejaba de ser Ángel Luis, el amigo del alma, el muchacho campechano que todo lo daba en su amistad.
Ya lo tenía ante ella.
—Pero —susurró, aturdida— ¿a qué hora te has levantado para estar aquí? ¿A qué hora llegaste ayer?
Él no contestaba. La miraba tan solo. Era arrogante, flexible, estupendo, aquel muchacho estudiante de último curso de ingenieros. Le apresaba las manos y se las oprimía con intensidad, cálidamente.
—Estás fría. Y tiemblas.
—Es la emoción de verte.
—Embustera.
Quienquiera que los observara, pensaría que eran dos enamorados que no se veían desde hacía mucho tiempo, y no era así. Al menos ella pensó que no era así. Es decir, no se le ocurrió siquiera.
—Vamos. Me haré cargo de tu equipaje.
—No hay más que esa maleta, que no es muy grande, y el maletín.
—Tengo el auto fuera. Me lo dejó papá. Como estoy sacando buenas notas, está conmigo que se derrite.
—Eres un fresco.
—¿Por venir a esperarte?
—No —sonrió con ternura—. Por dominar así a tu padre.
—Vamos.
La asió del brazo y tiró de ella, al tiempo de coger la maleta.
* * *
Le pareció que hacía siglos que no veía a su padre ni el hogar donde este vivía.
Don Bernardo, hombre de continente grave, fuerte y de expresión cálida en sus ojillos pequeños, la miraba con arrobo.
—Estás muy guapa, Susana. Dime, ¿es el mismo chico de siempre?
Susana se echó a reír.
—El mismo, papá.
Ángel Luis se había ido después de dejarla instalada en el hogar, prometiendo que volvería a las cuatro y media a buscarla.
—¿Es... tu novio?
Dos veces ya le hacían la misma pregunta. Dos veces que la turbaban.
—No, claro.
—Te mira de un modo...
¿Cómo la miraba? Ángel Luis era como una continuación de su «yo», pero nada más.
—Es mi mejor amigo, papá.
—¿No hay otro muchacho? Llevas muchos años en Madrid, y siempre vienes con ese joven. Eso es peligroso, si no tienes novio.
—No lo tengo.
—Bueno, bueno. Ya sabes que confío en ti y que por mí nunca habrá inconveniente en que te cases. A decir verdad, yo ya soy viejo. Preferiría que te casaras...
—Hay tiempo, papá...
—Está bien. Ahora a dormir, ¿eh? Estarás cansada.
—El tío Juan me envió un cheque para estas fiestas —rio, feliz—. Hice el viaje como una potentada. Vine durmiendo todo el camino. Lo que haré será darme un buen baño, ir a la peluquería y visitar después a tía Leonor. ¿Sigue tan gruñona como siempre?
—Más.
Lo hizo tal como lo dijo. Fue a la peluquería, visitó a tía Leonor, oyó sus gruñidos, y después paseó por Oviedo con ilusión, comprando algunas prendas que necesitaba.
A las cuatro y media en punto, Ángel Luis estaba en la puerta.
—Pasa —dijo ella, apareciendo en el fondo del pasillo—. Me falta un poco. Termino rápida. Acompáñale al saloncito, María.
La criada hizo lo que mandaban, y Ángel Luis, impecablemente vestido, oliendo a hombre rico y elegante, encendió un cigarrillo y esperó. No fue mucho. Al rato, apareció Susana, muy bonita, más que nunca, con aquel peinado moderno que formaba una melenita, sus ojos verdes, su cuerpo esbelto, poniéndose el abrigo de corte inglés.
—¿Sabes lo que te digo? —susurró, acercándosele—. Los amigos van a envidiarme.
—Supongo que no pensarás que voy a ir a Gijón contigo.
El puso expresión desolada.
—Lo esperaba, ciertamente.
Fueron. Bailaron en el Náutico, pasearon por el muro, contemplando las aguas encrespadas del mar. La llevó después, ya en el crepúsculo, hasta el Piles, y allí, con el auto estacionado en el picacho más alto, hablaron de sus cosas, sin recordar para nada la última conversación sostenida en el cine, ni la existencia de Francisco Urquijo.
Al día siguiente volvió a buscarla, y al otro se quedó en Oviedo con ella, porque Susana no quiso ir a Gijón. No le presentó a sus amigos. Fue tan acaparador, que gozó con ella sin pensar en nadie más.
Susana no tuvo tiempo de recordar a Francis, ni la tragedia sentimental de su vida. Ángel Luis no se lo permitía. Hablador, chistoso, grave, ameno, según lo requería el momento, no le dio tiempo para pensar en nada más que ellos dos.
La llevó a Mieres. Le dijo, sonriente, dónde iba a vivir cuando terminara la carrera. Otro día la llevó a Avilés. Una noche, los dos le pidieron permiso al padre para que les permitiera ir al teatro. Esa noche, él se quedó a dormir en un hotel. Todos los que los veían, incluyendo el padre, los consideraban novios. Pero ellos sabían que en sus conversaciones jamás se mencionaba para nada el amor. Al menos el amor personal. En términos genéricos, alguna vez.
* * *
La víspera de Nochebuena, él le preguntó:
—¿Dónde vas a pasarla?
—Con papá, naturalmente.
—Te invito a mi casa. Mis padres desean conocerte.
—Tu padre me conoce.
—Pero mamá, no.
—No puede ser, Ángel Luis, compréndelo. Papá pasa sin mí todo el año. Los pocos días que estoy en casa, apenas si me ve: No se queja nunca. Él lo que desea es que yo me sienta feliz.
—¿Y te sientes?
Se despedían en el portal. Eran las nueve de la noche.
—¿Feliz? —se turbó—. Creo que sí.
Era la primera vez que, sin rozar el tema, se acercaban a él. Pero Ángel Luis, inteligente en extremo, lo soslayó con una sonrisa y una frase, que si bien parecía burlona, era profundamente seria.
—¿Lo pasas bien a mi lado?
—Desde luego.
—¿No echas nada de menos?
—Nada.
—Eso se llama dicha. Cuando se vive y no se echa nada de menos, es que uno es dichoso.
—Lo estoy.
—¿No te aburres?
—Pero, Ángel Luis, muchacho. ¿Qué te pasa hoy?
Pudo decir que estaba más ansioso de ella que nunca. Pero no lo dijo. No quería destrozar aquella suave y subyugadora intimidad.
Le asió los dedos y los llevó a los labios. Los besó uno por uno. Ella se turbó otra vez.
—Loco, ¿qué haces?
—Un día te pediré que te cases conmigo.
—Pero, muchacho...
—Si eres feliz ahora, ¿por qué no vas a serlo después, siendo mi esposa?
A su pesar, Susana enrojeció y se aturdió un poco.
—Qué cosas dices. Una cosa es el amor y otra la amistad.
—¿Y no pueden fundirse?
—No lo veo fácil.
—Ya. Pero tú no sabes cómo soy en plan de enamorado —y con una risita irónica, que llevaba en sí una loca ansiedad—: ¿Por qué no me das un beso? O más bien, ¿por qué no permites que te lo dé yo?
—Ángel Luis..., no seas fresco.
—Es verdad. Perdona. Hasta mañana. Vendré a buscarte a la hora de siempre. Prométeme que a tu regreso a Madrid, lo haremos en el mismo tren.
—Te lo prometí ya en distintas ocasiones. Pero tengo que decirte una cosa, Ángel.
—Me gusta que me llames Ángel a secas.
Ella, impulsiva, con aquel su ademán exquisito, que era toda ella, denotando a la muchacha sensible por naturaleza, alzó la mano y la puso entre las de su amigo.
—A veces no te comprendo, Ángel, te lo aseguro. Tienes montones de chicas esperando por ti. Enojadas contigo, porque te acaparo. No quisiera ser un obstáculo en tu vida sentimental. Ya sabes que yo...
—¿Tú qué?
Hizo un gesto vago, al tiempo de intentar rescatar su mano, pero él no se lo permitió. Asió las dos femeninas y las llevó nuevamente a la boca.
—Pero ¿qué haces?
—Me gusta.
—No seas fresco.
—Siempre me llamas fresco, y sabes que no lo soy.
—No —sonrió—. No lo eres.
Se diría que ambos tenían miedo a romper aquel sortilegio. Ella, apoyada en la pared del portal. Él, frente a ella, mirándola quietamente.
—Y me lo llamas.
—Vete, anda. Ven mañana, si es que tus amigos no te acaparan.
—Es inútil que lo intenten, Susana. Estoy citado contigo, y no faltaré a la cita, salvo si me muero.
—¿Y por qué?
—Tal vez porque soy feliz a tu lado, como tú lo eres al mío.
—Es un poco extraño, ¿no crees?
—Lo es...
Se despidieron con nostalgia, pero no trataron, ni uno ni otro, de descifrar aquella incógnita que ellos llamaban extrañeza.
* * *
Nunca podría olvidar aquellos días. Serenos, apacibles, llenos de un encanto que no le era dable definir.
Ni amigos, ni parientes, ni casi padre. Solo Ángel Luis entreteniéndola, mimándola, tratándola como si ella fuera algo supraterrenal.
Un día declaró:
—Me mimas demasiado, Ángel. ¿Qué pretendes?
Fue la primera vez que él lo dijo:
—Que olvides...
Ella lo miró, censora.
—No es preciso que tú me ayudes. Olvido porque es mi deber olvidar. Si he de decirte verdad, la distancia es una gran aliada para tal fin. Mira —y extrajo del bolso una tarjeta—. Está firmada por los dos... Me felicitan las Pascuas.
—Es un poco cruel por parte de Francis, traer a tu mente algo que debiera estar muerto.
—Son los dos los que firman.
—Sugerido por él.
—No lo toleras.
—No —rotundo—. Lo detesto.
—Pero ¿por qué? ¿No ha sido noble?
—Puede que sí. Pero es que tú no eres mujer que transija con vejaciones. No las admites. Es lo bastante inteligente para darse cuenta de que no puede ni debe ofenderte. Pero, puesto que lo vuestro es un imposible..., que te deje en paz.
Hablaba fieramente. Ella se colgó de su brazo y susurró:
—Cállate, mal genio.
La víspera de Año Nuevo, por la noche, él la llamó por teléfono.
—¿Qué haces? —le preguntó.
—Estoy aquí con papá. Hablamos.
—Yo pienso en ti.
—Anda, loco.
—Siempre me llamas loco.
—Pero te gusta que lo sea.
—Lo eres un poco.
Susana se turbó otra vez. ¿Qué le pasaba con Ángel Luis, que de tal modo acaparaba su vida? Tenía amigas, y ni siquiera había ido a visitarlas. Las vacaciones volaban. Era penoso pensar que pronto terminarían.
—Susana...
—Sí, dime.
—¿Te gusta?
—¿Qué haces tú? —preguntó por toda respuesta.
—Me aburro.
—Con tu familia, y te aburres.
—Yo estoy desconectado de ella. Ellos lo pasan bien sin mí. Yo lo paso bien sin ellos. Mis hermanos y sus mujeres están aquí. Hay una gran alegría en el salón. Yo me sentí triste.
«Como yo», pensó ella.
—Me tienes mal acostumbrada, Ángel —susurró—. Yo también me aburro. Te echo de menos.
—¿Quieres que vaya?
Lo quería. A su lado las horas pasaban sin sentir. No se preguntó por qué ocurría aquello.
—No, claro. Ya me voy a la cama. Papá está bostezando...
El día de Año Nuevo lo pasó con ella. La invitó a comer a La Paloma, y la llevó luego hasta Mieres otra vez.
—Mira —dijo nuevamente, señalándole un bonito chalet—. Cuando me case, viviré en una casita así, y adoraré a mi mujer.
Ella, subconscientemente, envidió a aquella mujer, pero que nadie le dijera que la envidiaba realmente. No podría admitirlo. Ella amaba a Francis y vivía un imposible.
—Será grato para mí y para ella llegar a casa. La enseñaré a esperarme en la puerta, la tomaré en mis brazos, la besaré largamente en la boca...
—Ángel..., no te desboques.
—Serán mis besos como llamas, y la encenderán, y nos perderemos los dos en ese mundo misterioso de la inconsciencia pasional.
—Pero, muchacho —gritó, un poco inquieta—, que estás hablando conmigo.
Él la miró y se echó a reír.
—Es cierto. Perdona.
El día de Reyes llegó muy temprano a Oviedo.
Cuando ella penetró en el saloncito, Ángel Luis se puso en pie, un tanto emocionado.
—Toma —rio ella—, es mi regalo de Reyes.
Le entregó una caja.
—¿Qué es? —preguntó, ilusionado.
—Míralo.
Era una pitillera de piel, con el monograma en oro. «Ángel». Solo esa palabra que, al parecer, le gustaba tanto.
—Susana..., déjame que te dé un beso.
—No seas loco —susurró, emocionada a su pesar—. Ya sabes que eso no puede ser.
—Porque no quieres.
—Porque no debe ser.
—Toma, este es el mío.
Abrió la pequeña caja con mano temblorosa. Se llamó tonta por sentir aquella emoción profunda que la turbaba.
Era un prendedor con dos brillantes formando un monograma.
—No vale —sonrió, aturdida—. No vale, Ángel. Esto es demasiado. Conoces mi economía, y me aturdes con un regalo así.
—Póntelo, no hagas comentarios, no me des un beso, si no quieres, y... salgamos a dar un paseo. Recuerda que mañana nos vamos con el «Taf».
* * *
Otra vez en Madrid. Otra vez corriendo los días...
Lo vio a los pocos días de llegar.
Fue a esperarla a clase.
Al descubrir su coche, tuvo un movimiento de retroceso. Iba camino de olvido. Verlo de nuevo era evocar, torturarse, maltratarse sin necesidad, porque, no viéndole, el dolor, menguado por la distancia, apenas si producía daño ya.
Le salió al encuentro y oprimió sus manos con ansiedad. Trató de quitarle los guantes. Ella se opuso con cierta fiereza, que, aunque no quisiera, salía a la superficie como una herida.
—¿Cómo estás? —preguntó bajo.
—Quise sentir el contacto de tu piel.
—Repórtate, Francis.
—Sube al auto —dijo él, como dolido—. Anagali me dijo que te llevara a casa. Tiene muchos deseos de verte.
—Te gusta verme sufrir.
—Es la enfermedad de los dos —como ella lo mirara, interrogante, añadió con una suave sonrisa—: La tuya y la mía. Ella..., no sabe nada. La he llevado aquí a un especialista —añadió poniendo el auto en marcha—. Me dijo lo mismo que mi amigo Gerardo.
—¿Lo sabe ella?
—Sí. Es... valiente.
Susana no hizo comentario alguno. De pronto, sentía vacío, indiferencia, como si todo aquello relacionado con Francis y su esposa, no le interesara ya. Se preguntó por qué. Ella no era voluble, y, no obstante, en aquel momento dudaba como si lo fuera.
Recostó la cabeza en el respaldo del asiento y entrecerró los ojos.
Francis murmuró, dolido:
—Fueron estos días como abismos para mí, Susana.
Ella no contestó.
Sentía la brisa del anochecer en su rostro, y ello producía en su ser una gran tranquilidad.
—¿Qué tal lo has pasado por Asturias?
—Bien.
—¿Qué hiciste?
Sonrió. Sus labios se distendieron en una tenue sonrisa, parecieron decir: «Tantas cosas gratas y ninguna». No respondió en seguida.
—Hacía mucho tiempo que no veía a papá.
—¿Qué te pasa? —preguntó él roncamente—. Pareces distinta.
No, no, ella se consideraba la misma. Y, al oírlo, se preguntó si había cambiado. No era posible. Seguía sintiendo por él un gran amor, pero era imposible. Y ya se había hecho a la idea de que lo era.
El auto se detuvo ante la casa de Francis. Él la miró.
—Susana..., yo estoy deshecho. ¿No lo comprendes? ¿Qué puedo hacer para evitar todo lo que se me viene encima? Nada. Y tú pareces ajena a mi sufrimiento. ¿Por qué?
—Sufro como tú —dijo, descendiendo—, pero me doblego mejor.
Penetró en el portal y subieron juntos, muy despacito.
Anagali, más hermosa si cabe, notándose ya el embarazo, la recibió con alegría. Merendó con ellos. Una vez más comprobó, dolida, la gran ternura de aquella muchacha, su enorme resignación. Entre las cosas que dijo, apuntó que daba a luz para junio.
Egoístamente, Susana pensó que hubiera sido mejor que el infortunado acontecimiento tuviera lugar más tarde, cuando ella ya estuviera lejos de Madrid.
Salió de allí acongojada. Ángel Luis, que la esperaba en el vestíbulo del hotel, se lo notó.
—Vaya, ya te han fastidiado. ¿De dónde vienes?
—De allí.
—¿Por qué? —se impacientó—. ¿Por qué te torturas así? Ven, sentémonos en el salón de fumar. Descansa un poco.
Lo miró largamente. Ángel Luis sonrió con tibieza. Se diría que vivía pendiente de ella. Pero Susana no lo comprendió así totalmente.
—Te preocupas demasiado por mí —susurró tan solo.
—Te voy a decir algo importante. Cuando termine la carrera, te pediré que seas mi esposa.
—Y te conformas con vivir sin amor.
—Un hombre y una mujer que se gustan, que son jóvenes, pueden ser intensamente felices sin amor, y además, este puede surgir con la convivencia.
—Demasiado problemático, Ángel.
La empujó hacia el sofá, en la penumbra del salón. No había nadie por allí. Él cerró la puerta y la empujó hacia el rincón.
—Es tarde. Luego servirán el primer, turno.
—Lo haremos en el segundo.
Rio mirándolo.
—Eres dominador hasta para eso —y hundiéndose en el sofá, cruzó una pierna sobre la otra, añadiendo sin transición—. Necesito amar mucho para unirme a un hombre. No concibo el matrimonio sin ternura.
—«Una mujer sin ternura es una monstruosidad social de la naturaleza; más aún que un hombre sin valor».
Se le quedó mirando, un tanto divertida.
—¿Desde cuándo te dedicas a recitar a Comte?
—Respondo únicamente a lo que tú me dices. La ternura es sinónimo de mujer. Sin ella, la vida no tiene objeto. Esto quiere decir que la ternura para ti es la vida misma. Existe, aun sin matrimonio. Imagínate que te cases con un hombre que te la acentúa, porque la necesita y la comparte.
—Dame un cigarrillo —susurró, un tanto cohibida—. Con esta, son tres las veces que me pides que me case contigo. ¿No tienes miedo de mi amor por otro hombre? Existe, tú lo sabes. Me pregunto, Ángel Luis, por qué has de ser así. Tienes montones de mujeres dispuestas a hacerte la vida grata. Mujeres a quienes puedes besar y llevar por las noches a un cabaret. Yo no soy para ti más que un ideal indefinido. Me mimas y me cuidas y no me tocas. ¿Por qué?
Estuvo a punto de confesar la verdad. Tal vez Susana lo comprendiera. Pero no. No callaba por orgullo. Con ella no lo tenía. Callaba por deber, por temor a perder lo poco que de ella obtenía: la compañía.
Encendió un cigarrillo y se lo puso a ella en la boca. Susana fumó despacio. Ángel Luis susurró:
—Has de usar con la honesta mujer, el estilo que con las reliquias, adorarlas y no tocarlas.
—Vaya —rio Susana—. Ahora recitas a Cervantes. ¿Desde cuándo te has vuelto literato?
—No te burles de mí.
—Pero tú a mí no me adoras.
—Te adoro. A mi manera. Ya conoces mi manera de adorar y respetar, Susana. Quiero que sepas una cosa, y no te ofendas si te la digo con tanta sencillez.
Como guardara silencio, ella apremió:
—Dila.
—Paso deseos de besarte. No una vez, miles de ellas.
—Es lógico. Los hombres veis a una mujer, y ya estáis derretidos. Poco necesitáis para desearla.
Y como alguien decía que estaba empezando el segundo turno, los dos jóvenes se pusieron en pie.
—Tienes un pobre concepto de mí —reprochó, dirigiéndose junto a ella hacia el comedor.
—No, Ángel. Tú sabes que tengo un gran concepto. He dicho todos los hombres. Tal vez tú, pese a lo que acabas de decir y que nunca me has demostrado, seas una excepción.
* * *
Los días se deslizaron así. Saliendo con Ángel Luis alguna vez, sus clases, sus visitas a Anagali, excusándose ante Francis, y sus charla interminable con el amigo del alma.
Los meses fueron corriendo. A mediados de abril, Ángel Luis le dijo:
—Este año termino la carrera, Susana. No volveré a Madrid. Tuve carta de papá y me dice que, si termino, tengo ya un empleo en unas minas de Turón.
—También yo la acabo.
—¿Qué vas a hacer?
—No lo sé. Mi tío me pide que haga un viaje a México. Él no puede venir. Papá se niega en redondo. Ya sabes lo liberal que fue para permitir estos años en Madrid. Pues con respecto al extranjero..., no hay nada que hacer.
—¿Tú lo deseas?
—No.
De esto no se habló más. En mayo, una noche en que ambos regresaban del cine a las diez y pico, Ángel Luis le dijo, un si es no en broma:
—No tengo más remedio que casarme. Pienso hacerlo tan pronto termine la carrera.
—¿Sin mujer?
—Es fácil hallar mujer. He pensado que quizá tú...
—Pero, Ángel —protestó malhumorada sin saber por qué—. Tú no me amas. Estás habituado a vivir conmigo, a charlar horas enteras, a ir al cine. No basta eso para ser feliz. Y al matrimonio no se puede ir sin la absoluta seguridad de que vas a ser dichoso. Porque, según dicen los casados, hay bastante que ver sin amor y sin ternura, cuánto más sin ella.
—Nos entendemos.
—No basta.
—Somos felices juntos.
—No es suficiente —rotunda.
—No nos cansamos nunca de estar uno al lado del otro —adujo, dominando la ansiedad.
Susana lo miró, e, impulsiva, con aquel ademán tan suyo, se colgó de su brazo y lo oprimió con ternura.
—Te aprecio demasiado, Ángel Luis, para ofrecerte una felicidad poco segura. Eres muy bueno. Pero eso no basta. El matrimonio obliga a deberes que no se pueden cumplir tan solo porque uno lo desee.
—Es en lo que siempre diferimos, Susana. Te dije en una ocasión que el hombre y la mujer, para unirse en la vida, no necesitan amor. Les basta ser jóvenes, gustarse...
—Eso es materia pura, y tú sabes que yo no soy material.
Ya no le quedaban argumentos. Solo el de su amor, y ese..., no lo usaría jamás, mientras no supiera que ella lo amaba a su vez. No podía obligarla a un deber moral que no tenía. Y tal vez si él le declarara su amor, ella lo consideraría como una obligación.
—Perdona.
—No te enfades, ¿eh? Por favor, anima ese rostro. Olvidemos esta conversación.
* * *
A últimos de junio llegó la fatal noticia. Se la dio el mismo Francis por teléfono:
—Tengo una hija, Susana, pero Anagali acaba de morir en el hospital.
Susana sintió como si la apalearan. Apretó el auricular y se estremeció de pies a cabeza.
—Susana, me has... oído.
Ella abrió los labios y volvió a cerrarlos sin que un solo sonido saliera de ellos.
—Susana —gritó él—. ¿Me oyes? ¿Estás ahí?
Aspiró hondo. Muy hondo. Parecía que también a ella se le iba la vida. Sintió en su conciencia el peso de un loco remordimiento. ¿Había sido ella culpable de aquella muerte? ¿No hubiese vivido Anagali, si él fuera para ella más tierno, más amoroso?
—¡Susana!
—Sí —dijo con un hilo de voz—. Sí, te escucho.
—Murió.
—¡Dios mío!
—Susana..., siento su muerte. La siento, ¿me entiendes? —parecía presa de loca desesperación—. Pero no pude hacer nada. Ella estaba advertida. Quise salvarla. No necesitaba un hijo. ¿Me oyes? Yo no tuve la culpa.
Susana distendió la boca en una sonrisa amarga. Él también tenía remordimientos.
¿Por qué no iba junto al cadáver de su mujer y la dejaba en paz? ¿Por qué no la dejaba tranquila?
—Susana, ven hasta aquí. Estoy en casa, rodeado de amigos, pero solo. Te necesito...
—Está bien, Francis.
Pero no se movió cuando colgó el receptor. Miró ante sí. Vio la lucecita luminosa ante la Virgen de Covadonga, que había encendido dos días antes, rogando por que su amigo saliera bien de sus exámenes. Recordó que estaría al volver. Rápidamente descolgó el teléfono.
—Dígame.
—Cuando vea pasar al señor Arisquete, haga el favor de decirle que le espero en mi habitación.
—Sí, señorita Susana. Se lo diré.
—Gracias.
Colgó. Apretó las sienes con ambas manos. Le estallaban los pulsos y todo en ella se estremecía. ¿Qué iba a ocurrir? Ella se dejaría ir. No tendría fuerzas para negarse a seguirle, y no sería feliz. No podía ser feliz, porque la sombra de la pobre muchacha llamada Anagali, que vivió sin amor y sin ternura, se interpondría siempre entre los dos. No, nunca podría ocupar el puesto que ella había dejado. Jamás sería una madre para aquella chiquilla huérfana. No lograría ser una esposa amante para el hombre que deseaba la muerte de su mujer.
No. Era injusta. Francis nunca deseó la muerte de su esposa, pero ella había sido un obstáculo en su vida, y con su muerte allanaba un camino que ya no podría recorrer feliz junto a él.
Se abrió la puerta de un empellón.
—Susana, Susana —gritó Ángel Luis, sin fijarse en el semblante demudado de la joven—. He terminado la carrera. Soy todo un ingeniero de minas —reparó en su palidez y quedó paralizado—. ¿Qué te pasa...?
No era preciso decir quién ni cómo había sido. Los dos lo sabían. Ángel Luis se acercó muy despacio, y se sentó a su lado en el diván. Asió sus dos manos. Temblaban.
—Susana...
—No me digas nada. Te he mandado llamar porque no podía estar sola. Quiero desaparecer, Ángel Luis. Huir. Ocultarme en el rincón más abstruso del mundo.
—Querida...
—Muy lejos —exclamó sordamente, escondiendo el rostro entre las manos—. Muy lejos. Donde jamás pueda volver a verle. ¿No me entiendes?
—Mucho le amas.
—¡Oh, no! Temo no amarle nada. Es la muerte de ella, de Anagali, la que me inquieta. Esa muerte, Ángel Luis, que yo no deseé. Te juro que no la deseé.
Lloraba. Ángel nunca la vio llorar. Le pasó un brazo por los hombros y la atrajo hacia sí. Acarició su cabello como si fuera una chiquita. Pero bien sabía que el dolor profundo de Susana era el de una mujer. De una mujer honrada que teme haber cometido, aun involuntariamente, un pecado grave.
—Él se siente solo, Ángel Luis, y yo no puedo consolarle ni hacerle compañía. Yo tengo miedo. Mucho miedo —se estremeció—. Un miedo horrible a... a...
Enmudeció. Ángel asió sus manos, las oprimió con fuerza y la miró a los ojos.
—Miedo de no resistir la tentación —dijo bajo— y que te pese toda la vida.
Ella se le quedó mirando, angustiada.
—Sí, puede que sea eso.
—Pues cásate conmigo, Susana. Solo un hombre podrá apartarte de otro hombre.
Quedó con la boca medio abierta. Por ella salió como un suspiro:
—Casarme contigo...
—Sí. Ahora vístete. Los dos iremos a ver a Francis.
—Los dos —se espantó—. Tú y yo...
—Sí.
—Y le dirás... ¿Que nos vamos a casar?
—No. Iremos a despedirnos. Nos vamos mañana a Oviedo. Lo dispondremos todo y nos casaremos.
—Pero...
Él la ayudó a levantarse. Se dio cuenta de que Susana estaba como paralizada, que no sabía lo que decir ni lo que pensaba, incluso.
—Vamos, querida. Es tu deber...
* * *
Estaba allí, ante un Francis pálido y desolado. Solos los dos frente a frente ante un dilema que no iba a tener solución.
—Y dices... que te vas mañana.
—Sí.
—Susana..., yo te necesito.
—No puedo casarme contigo, Francis —susurró con un hilo de voz—. No puedo, aunque quiera. Es más fuerte que yo este..., remordimiento.
—Tú no has tenido la culpa. Ni yo, ni nadie. Fue el destino quien lo quiso así. Tú sabes que yo no deseaba su muerte. Tú sabes que quise evitar la venida de ese hijo.
No respondió. ¿Para qué? Si le dijera que había deseado evitarlo por egoísmo propio, él se ofendería. Pero había sido así. Así, aunque él no quisiera admitirlo.
—Susana..., deja pasar un tiempo prudencial.
—Tienes el cadáver de tu mujer caliente —gritó, como histérica— y me estás pidiendo que sea tu esposa.
Ella llevó la mano a la frente y hundió sus dedos en el cabello. Lo vio menguado y desesperado, pero no pudo hacer nada por consolarlo. Al menos, en conciencia, no podía prometerle lo que jamás iba a cumplir. Y tal vez siguiera amándolo. Tal vez fuera el único hombre que había dicho algo a su corazón y a su sensibilidad. Pero era imposible. Nunca podría ocupar el lugar de Anagali. Si ella hubiera sido perversa, si hubiese sido traidora y ruin... Pero había sido una mujer perfecta, llena de virtudes, digna de ser inmensamente amada. Y no lo fue. Había pasado por la vida sin ser apenas notada. Era una injusticia ofensiva, dolorosa.
No, nunca podría ser para él una esposa amante, una amiga cariñosa, una compañera absoluta. Habría siempre entre los dos la sombra de aquella mujer buena, que murió precisamente por eso, por ser demasiado buena.
Dio un paso atrás.
—Susana —gritó él—. Susana, no te vayas, no me dejes.
—Cálmate, Francis.
—No me dejes. Me moriré.
No iba a morirse. No podía morirse, porque era fuerte y poderoso. Lo tenía todo para ser feliz. Todo menos su amor, porque ella nunca podría dárselo, aunque quisiera hacerlo.
—Yo no tuve la culpa, Susana.
—Lo sé.
—Y me dejas.
—Regreso a Oviedo. Terminaré mi carrera. Necesito hacerme al hogar de mi padre. Voy a empezar una vida nueva.
No le dijo que iba a casarse, porque aún ignoraba si lo haría. Además, sería asestarle el tiro de gracia, y no podía.
—Susana, espera. Te diré..., iré a buscarte. Te visitaré... Te harás cargo después. Comprenderás. Yo no he sido culpable de su muerte.
Suplicaba. Casi se postraba a sus pies. Susana sintió piedad. Una gran piedad, pero eso no era bastante.
Huyó de allí como si la persiguieran, y fue a orar junto a ella. Tenía el mismo rostro apacible, la misma serena belleza, y una tenue sonrisa que parecía haber cuajado allí, en sus labios, al tiempo de morir.
Sintió en su hombro el peso de una mano.
—Vamos, Susana.
Nunca como entonces apreció su compañía. Alzó la mano y sus dedos cayeron sobre los de él. Quedamente dijo:
—No sé qué sería de mí sin ti, Ángel.
—Vamos. Aquí hay demasiada gente. Los padres de ella acaban de llegar. Están cerca llorando.
—Me siento menguada.
—Tú no tienes la culpa.
—Pero ella ha muerto. ¿No te das cuenta? Ella tenía que haber vivido y yo..., yo...
—¡Cállate!
—Yo...
Le pasó un brazo por los hombros y la llevó con él.
—Nos iremos hoy mismo a Oviedo.
—¿Hoy? —lo miró, espantada—. ¿Hoy?
—Sí. Alquilaré un taxi.
—No puede ser.
—Puede ser. Ya se recogerá todo. Además, entre los dos lo haremos en seguida.
—Ángel..., eres demasiado bueno para mí, pero yo...
—Ya me dirás eso cuando estés más calmada. Ahora vamos.
VII
—Dijo que ibais a casaros.
Susana aspiró hondo. Miró a su padre con ansiedad.
—No lo sé, papá.
—Él lo dijo.
—Y tú a mí por centésima vez. Ya te oí. Yo solo puedo decirte que no decidí nada.
—Es un buen partido.
La muchacha ya lo sabía, pero era lo que menos importaba para formar un hogar, cuando se es joven como ellos eran. Necesitaban amor, y este no existía. ¿Por qué Ángel Luis le dijo a su padre que se casaban, si ella no lo había decidido aún?
Habían llegado la noche anterior, en un taxi, como él dijo, como si huyeran de algo. Ella huía de aquella atracción que Francis viudo suponía para ella. Él, Ángel, porque, como siempre, estaba dispuesto a ayudarla. No era eso suficiente para formar un hogar. ¿Por qué había dicho que se casaban, sin contar de nuevo con ella? Durante el viaje no hablaron para nada de boda. Casi no hablaron en realidad, pues ella, con la cabeza apoyada en el respaldo del asiento y los ojos semicerrados, hizo todo el recorrido como inconsciente. Solo de vez en cuando contestaba con monosílabos. Él la dejó descansar y solo al llegar a casa, junto a su padre, le dijo que se iban a casar.
—¿Qué te pasa, Susana? Vienes muy extraña esta vez. ¿Es que deseas seguir tus estudios? ¿Es que no quieres vivir en Oviedo?
En aquel instante sonó el timbre de la puerta.
Ella ni siquiera se percató. Por encima de la mesa extendió la mano y apretó los dedos de su padre.
—No digas eso, papá —susurró con un hilo de voz—. Por favor, no lo pienses siquiera... Estoy..., no sé cómo estoy.
—De una sensibilidad subida —dijo él—. Siempre has sido sensible, pero ahora te veo, hija mía, temblorosa como una flor.
—Calla, calla, papá.
La muchacha hablaba con alguien en el pasillo. Don Bernardo se puso en pie.
—Parece la voz de Ángel —dijo—, pero no viene solo. Iré a su encuentro.
No fue preciso, porque ya Ángel estaba allí, sonriendo, oliendo a hombre rico y elegante, acompañado de dos señores, en uno de los cuales reconoció Susana al señor Arisquete.
—Perdona que haya traído a mis padres —habló acercándose a ella y pasándole un brazo por los hombros, con toda familiaridad—, pero como les dije que nos íbamos a casar, mamá quiso conocerte.
—Eres loco —susurró ella entre dientes.
Ángel le oprimió el hombro.
—Alegra esa cara —musitó de forma que solo ella le oyó—. Parece que estás asistiendo a un funeral.
—Pero..., yo no te di palabra...
—Hablaremos luego los dos. Es bonito ser novios. Tener una novia como tú a quien mimar.
A su pesar, ella se estremeció.
—Loco —volvió a decir quedamente. En voz alta exclamó—: Bien venidos...
La dama, muy elegante, de porte distinguido, fue hacia ella. La miró con afecto.
—Ángel Luis nos habló mucho de ti. Podemos asegurar que, durante sus estudios, no hizo otra cosa.
Ella miró a sus padres. Se sentaron todos. La conversación se generalizó. Ellos dos, sentados frente a frente, se miraban de vez en cuando. Él, cariñoso, burlonamente cariñoso. Ella, agitada.
Hablaron de la boda. No era preciso esperar mucho, aducía la dama. Ángel Luis tendría que incorporarse a su trabajo muy pronto, un mes a lo sumo. Vivir solo en Mieres era desolador. Ellos estaban muy contentos. Siempre temían cuando sus hijos se disponían a hablar de matrimonio. Les agradaba conocer a sus novias. Tenían tres hijos, y los tres eran ingenieros. Dos de ellos se hallaban en Barcelona. Con ellos vivía el tercero de los hijos y su esposa. El que quedaba soltero era Ángel Luis, y deseaban que se casara. Un hombre que termina la carrera y sigue soltero, corre el peligro de no casarse jamás.
Todo esto lo hablaron ellos. Don Bernardo los escuchaba complacido. Susana parecía ausente. Casarse con Ángel... Era un poco peligroso. Además, ella apenas si había dicho nada. Pero no se atrevía a desmentir allí. No se decidió a hablar, porque en el fondo nada tenía que decir, pues presentía que se casaría con él, pese a todo.
Comieron juntos y, a la tarde, aún sin lograr un aparte con Ángel Luis, se despidieron.
—Espero que mañana vengas a comer con nosotros. Ángel vendrá a buscarte.
—Yo me quedo, mamá.
El caballero se echó a reír.
—¡Oh, el amor! —se burló—. Está bien, hijo. ¿En qué irás después hasta Gijón?
—En el «Taf».
—Pues que no se hable más —miró a la figulina que era Susana en aquel instante, y le palmeó el hombro—. Estamos muy contentos. No necesitamos preguntar cómo eres, cómo piensas y cómo sientes. Ángel Luis no hizo otra cosa durante estos años, más que hablar de ti.
Otra vez buscando los ojos del joven, y este huyendo de los suyos. ¿Por qué? ¿Es que todos los hombres hablan de sus amigas del alma?
Ángel los acompañó hasta la puerta. Ella, junto a su padre, a pocos pasos, parecía cohibida. ¿Iba, realmente, a casarse con él? ¿Por qué aquel empeño de Ángel Luis?
* * *
Don Bernardo se retiró a su despacho, pretextando un trabajo urgente. Ellos quedaron solos frente a frente en la salita.
—Bueno —empezó ella—. Has armado un buen jaleo. ¿Cómo vas ahora a decirles que no nos vamos a casar?
—Es que nos vamos a casar, Susana. ¿No hemos quedado en eso?
—Fue algo muy ligero.
—Pero que podemos hacer firme. Que ya hemos hecho.
—¿Por qué?
Ángel no estaba dispuesto a decirlo.
—Siéntate. Y no me mires con esa expresión de general —gruñó—. Tú, tan femenina, tan sensible, convertida de pronto en un militar.
No pudo por menos de sonreír. Se sentó, y recostó la cabeza en el respaldo. Vestía un modelo de hilo verde intenso. Descotado y sin mangas. Calzaba altos zapatos. Su belleza rubia, auténtica, tenía aquella noche algo de sobrenatural. Ángel Luis comprendió que su sensibilidad estaba a flor de piel. Avanzó por detrás y se inclinó hacia ella, de forma que la cabeza de Susana, con los ojos semicerrados, quedó bajo la suya. Las manos masculinas sujetaron el rostro femenino.
—¿Qué haces? —susurró ella sin fuerzas.
—No lo sé.
—Ángel...
—No me digas nada. Déjame tenerte así —y bajísimo, casi sobre su boca—. Permíteme que sea tu novio. Si al cabo de algún tiempo..., no quieres seguir, ya encontraremos un pretexto para dejarlo.
Ella entreabrió los labios. Su aliento perfumado llegó a Ángel Luis. Apretó los suyos.
—Ángel..., ¿por qué?
—¿Qué más da?
Suspiró. Ángel sintió que todo cosquilleaba en su cuerpo. Sus dedos bajaron del rostro a la garganta femenina. Ella abrió un segundo los ojos.
—¿Qué haces? —preguntó bajísimo.
—No lo sé, Susana. Tengo... unas ganas locas de acariciarte. No sé lo que me pasa cuando estoy a tu lado. Quisiera... fundirme en ti.
—Qué loco eres.
—Y a ti te agrada.
Abatió los párpados en un mudo asentimiento.
—¿Qué nos pasa a los dos? Yo nunca sentí...
—¿Qué sientes, Susana?
—Tu mano en mi garganta. ¿Es que se comportan así los novios? Nunca lo he tenido. No sé nada de nada.
—Voy a besarte.
—No.
Pero su negación era muy tenue. No quiso preguntarse por qué sentía aquella laxitud, aquella súbita ansiedad que no podía definir, aquella ternura, aquel desmadejamiento.
—Susana...
—Quita... tu mano de ahí.
La tenía sobre el pecho femenino. Ángel no la quitó. Oprimió más, y ella se estremeció.
—Quita... —susurró bajísimo.
Y al pedirlo, trataba de ponerse en pie. Lo hizo. El hombre, un poco pálido a causa del esfuerzo que hacía para doblegarse, quedó ante ella un tanto indeciso.
—Es muy tarde —dijo Susana, nerviosa, huyendo de sus ojos—. Vete.
—No tengo prisa hasta las diez y media.
—Son las diez.
—Susana...
—Me has aturdido —dijo ella quedamente, roja como la grana—. Te lo aseguro. Es la primera vez que me ocurre. Nunca fui novia de un hombre. No sé cómo se comporta una mujer en casos así.
Ángel estaba junto a ella, y la dominaba con su estatura. Susana fue retrocediendo hasta apoyar la espalda en la pared. El muchacho estaba allí, frente a ella, rozando su cuerpo.
—Eres... distinto.
—Sí.
—¿Por qué?
—Porque soy tu novio.
Cada vez oprimía más su cuerpo. Susana se agitó. Toda su sensibilidad pareció concentrarse en su pecho oscilante. Ángel se dio cuenta. Aquella muchacha, dijera lo que dijera, pensara lo que pensara, le amaba. Pero no sería fácil hacérselo entender así. No pensaba hacerlo. Algún día ella comprendería...
—No sé si lo eres, Ángel. No acabo de ver claro en todo esto. Tú no me amas.
¡Qué sabes tú!
—¿Qué dices?
Los brazos del hombre la rodeaban. Sentía todo su cuerpo en el suyo. Con una mano le echó la cabeza hacia atrás. Ella se le quedó mirando como sugestionada. Aunque quisiera, no podría apartarlo de sí. Se preguntaba si era una mujer deshonesta. ¿Por qué, si no lo amaba, sentía aquella súbita necesidad de algo que no tenía nombre, que estaba allí, en Ángel, metido en él, afluyendo en él...?
—Voy a besarte —susurró sobre su boca—. Apuesto a que no sabes besar. Pero yo te enseñaré...
Sus voces eran murmullos. Ella preguntó, angustiada:
—¿Por qué?
—¿Por qué no sabes?
—No. ¿Por qué me vas a besar?
Por toda respuesta, Ángel abrió la boca y la cerró sobre la de ella. Susana se estremeció de pies a cabeza. Fue un estrechamiento que él percibió como una sacudida. Era tan sensible que aún seguía temblando bajo sus besos.
—Ángel...
—Loco —dijo él quedamente, sin dejar de besarla, diluyendo sus labios en los de ella—. ¿Por qué no me llamas loco?
Se apartó de él despacio. Estaba roja como la grana.
—Susana...
Ella parpadeó.
—Vete...
—¿Te has enfadado?
—No..., no...
—Susana, quisiera hacerte feliz. ¿No comprendes? Muy feliz.
—Vete ahora.
—¿Estás enfadada conmigo?
Lo decía sin preguntar, sin convicción. Ella le sonrió débilmente.
—No. Pero ahora vete.
—Vas a pensar..., y yo quisiera que huyeras de esos pensamientos.
—Te prometo que no pensaré.
Se dirigía a la puerta. Temblorosa aún, echó el cabello hacia atrás. Ángel quiso besarla en la garganta. No, ya había sido suficiente. La había dejado temblando. No sabía lo que le pasaba. Era la primera vez que un hombre la besaba de verdad. No recordó a Francis. Los labios de Francis apenas si la rozaron una vez. ¡Quedaba tan lejos todo aquello! Pero le turbaba el hecho de que fuera Ángel Luis, precisamente él, su amigo del alma, quien la besara así..., así..., tan turbadoramente. Él no quiso hacer más penosa su angustia, su inquietud material y espiritual, y se dirigió a la puerta.
—Mañana vendré a buscarte a las once para llevarte a la playa.
—Tengo que ir a la peluquería.
—Irás a Gijón.
—Pero...
—Domino yo, muchacha —sonrió, poniéndose un dedo en la barbilla—. Domino yo...
* * *
A las once ya estaba allí. Ella, preparada, esperándole.
La noche fue una pesadilla. ¿Qué le ocurría? No podía pensar. Ni Francis ni Ángel Luis. Dejarse llevar tan solo. Y era lo que hacía.
Al ver su coche en la calle, bajó presurosa con la bolsa de baño. Vestía un modelo de mañana, de hilo color quisquilla. Otra que no fuera ella, hubiera estado fatal con aquel vestido. A Susana todo le quedaba bien. Calzaba zapatos blancos de altos tacones. En la mano sujetaba una chaqueta de igual color.
—Hola —saludó, enrojeciendo a su pesar.
No podía remediarlo. Veía a Ángel Luis de otra manera. Aquel amigo suponía para ella como un desahogo. Este hombre que era el mismo amigo, pero que era además su novio y la besaba, la turbaba en extremo.
Él sonrió, sujetándola por los hombros.
—Hola —y después, quedamente—: Sube. Estás muy bien peinada. ¿No decías que tenías que ir a la peluquería? ¿O es que ya has ido?
Sin esperar respuesta, dio la vuelta al «Fiat 1.500» y se sentó al volante.
—Me arreglé yo sola.
—Te pusiste ricitos y esas cosas, ¿no?
—Mucho sabes tú de mujeres.
—Bastante —y sonriendo burlón, añadió al tiempo de poner el auto en marcha—: Vas a salirme una esposa barata.
—Eres un fresco.
—Es verdad, hace mucho que no me lo llamas. ¿Sabes que nos esperan en casa para comer? Te llevaré a una playa alejada. San Lorenzo está atestada de intrusos. Hay demasiados turistas este año y demasiadas casetas.
—¿Adónde me llevas?
—A La Ñora. Ya verás qué bonita. Si quieres arena la tienes, y si quieres campo, también. Es un rincón extraordinario. Pero tendrás que quitarte esos zapatos.
—Llevo otros en el bolso.
—Bien. Ya te los cambiarás.
Habló mucho durante el viaje, como si pretendiera alejar de ella la turbación que atisbaba en sus ojos. Lo lograba.
Llegaron a Gijón veinte minutos después. Se diría que eran los mismos amigos de siempre, sin besos, sin caricias. Pero él pensaba en ella constantemente, en aquellos besos, en aquellas caricias que aún ardían en sus manos. Y ella pensaba también y a veces enmudecía y se quedaba ensimismada con la vista fija en la carretera, como si pretendiera alejar aquellas turbadoras evocaciones.
Al llegar a Gijón, solo se detuvieron en el muro frente a México Lindo, estacionando el auto ante el café.
—Hablaré a casa. Les diré que a las dos estaremos aquí de regreso.
Volvió al momento y se sentó al volante. Vestía un pantalón de dril color canela. Camisa blanca con el monograma bordado en el pecho, indicando su carrera por medio de aquella insignia de espigas cruzadas.
Los dos estaban blancos.
—Tendremos cuidado —dijo él—. Estamos blancos como la mantequilla.
El auto enfiló el Piles, y se perdió por la carretera de Somió.
—Son las once y media —comentó, lanzando una breve mirada al reloj—. A las doce menos cuarto estamos en La Ñora.
—Y dejas a tus amigos así, tan tranquilo.
—Los amigos no me interesan —apartó una mano del volante y suavemente la pasó en torno a la cintura femenina. Sonriendo, como si no hiciera nada, comentó—: Tienes una cinturilla flexible, muy breve.
—¿Nunca te diste cuenta?
—Es que nunca la toqué.
—Quita esa mano. Vas a estrellarte. Por aquí hay muchas curvas.
La miró un segundo.
—¿Te molesta mi contacto?
Era lo extraño. Que no le molestara. ¿Qué le ocurría? ¿Y Francis? ¿Qué haría Francis en Madrid, con su gran soledad? Pensó que ya no le recordaba. No podía. Era demasiado egoísmo por su parte aquella indiferencia, aquella falta de lealtad a un pasado que fue angustiado, pero que nadie la forzó a vivir.
—Di, ¿te molesta?
No quería contestar concretamente. Se sentía un poco humillada por aquella su indiferencia. No hacia Ángel Luis y esto era lo extraño. Sino hacia el recuerdo que fue en su vida como una necesidad pecadora.
—Vas a estrellarte.
—Sería lamentable —sonrió él con ternura, comprendiendo su inquietud y no insistiendo sobre ello—. Ahora que vamos a ser tan felices...
—¿Crees en la felicidad, Ángel?
—Té diré lo que nos dijo Courty: «El hombre no llega a advertir que ha sido dichoso, sino cuando pasa en medio de la ruina de una derrumbada felicidad». Y te diré algo más, con lo que estoy más de acuerdo. Fontaine dijo: «El que es feliz no debe buscar una felicidad mayor».
—Pero no has dicho una definición personal.
—Tengo miedo.
—¿Miedo?
—A ser demasiado exigente, a demasiado imbécil.
—«La felicidad —recitó ella quedamente— en este mundo se forma de tres cosas: un sol hermoso, una mujer y un caballo».
—Gautier no estaba en sus cabales cuando la definió así. Te diré lo que para mí es la felicidad. Y no creas por esto que soy un sentimental ridículo, fuera de esta época. Para mí la felicidad es estar junto a ti. Porque eres joven, porque eres bella, porque me comprendes..., porque me estimas.
—La cifra es muy poco.
—Ahora repito lo que dije antes: «El que es feliz no debe buscar una felicidad mayor» —la miró un segundo, pues las curvas se multiplicaban—. ¿Qué es para ti la felicidad?
—Soy menos exigente que tú. «Cuéntese entre los dichosos, aquel que durante todo el día no le haya sucedido nada malo».
—En efecto. Tú y Eurípides os unís para definir una felicidad pasiva. Yo, o soy más sentimental, o quizá más ambicioso. No basta eso.
El auto entraba en una carretera vecinal, y bajaba una empinada cuesta.
—Yo soy feliz estando a tu lado —dijo él gravemente— y en ti cifro todas las aspiraciones de mi vida.
—¿Por qué? Es lo extraño.
—¿Qué te parece extraño?
—Que las cifres todas, cuando has vivido a mi lado durante años, y tuviste amores con cientos de mujeres.
—Eso no quiere decir nada en contra de mi felicidad presente.
—Prefiero no levantar una polémica de algo que ni tú ni yo podemos discernir. Pensemos que hace un sol hermoso, que estamos juntos porque así tiene que ser, y que, si bien no tenemos caballo, contamos con un auto que es muy cómodo.
Reía al hablar. Volvía a sentir aquella seguridad absoluta junto a él. Era de nuevo su amigo del alma. No había besos ni caricias, y esperaba que durante el resto del día se comportara con aquella misma seguridad amistosa, del hombre que no espera placeres sexuales junto a la mujer que estima.
El auto se detuvo y ambos saltaron al suelo.
—Es bello en verdad —dijo ella, ponderativa, mirando hacia el mar y luego hacia el pinar—. Nunca vi nada más bonito.
Había poca gente.
—Puedes ponerte el traje de baño en el interior del auto. Yo iré por ahí.
—¿Por dónde?
—No sé. Ya encontraré un rincón.
Se alejó con el traje de baño en la mano. Le sonrió a distancia.
—Me siento feliz, Susana —gritó—. ¿Qué tal te sientes tú?
Ella pensó que era cruel ser dichosa, pero contra todo y contra todos, lo era. En aquel instante no recordó con intensidad dolorosa a Anagali muerta, ni a Francis desolado. Estaba allí, en una playa perdida entre acantilados, porque en verdad, ella era joven y sentía unas súbitas ganas de vivir.
VIII
Se dio cuenta de que ella estaba como cohibida. La amaba demasiado para dañarla. Hizo como si no se fijara en su cuerpo. Pero se fijó. Aquel cuerpo bellísimo de Susana, envuelto en el maillot negro, produjo en él como una sacudida de ansiedad. Pero la amaba, y se hizo el firme propósito de no asustarla.
Se bañaron los dos, y nadaron de un lado a otro, con lo que Susana cogió confianza. Después tomaron el sol, con las manos entrelazadas, boca arriba, sintiendo al reluciente astro quemar sus cuerpos y sus rostros.
—Te vas a poner roja como un cangrejo.
—Pues no quiero. No hay nada más horrible que una mujer pelada.
—¿Permites que unte tu cuerpo con crema?
Ella parpadeó.
—No...
—No seas tonta. Déjame...
—No.
Pero supo que él iba a hacerlo. En efecto, se sentó en la arena y buscó el tarro en el bolso de ella.
—No, no, Ángel. Me pondré a la sombra, y asunto concluido.
—La brisa del mar quema. Has protegido tu rostro con esta crema, pero no la espalda.
—Te digo...
Le dio un empujoncito y ella quedó con la cara vuelta hacia la arena. Fue un momento de terrible tensión para los dos. Para él, porque iba a tocarla, para ella, porque no quería que la tocara. Pero lo hizo. Con mucha suavidad fue untándole la espalda y el cuello. Susana no respiraba. Sentía aquellos dedos suaves, como una caricia lenta y prolongada, que agitaban todo cuanto de sereno había en su ser.
Él detuvo la mano en la garganta y se inclinó hacia ella.
—Eres suave como...
—Por favor, Ángel.
—Tienes una piel que produce cosquillas bajo mi mano.
Ella no podía más. Aquellos dedos en su garganta le quemaban. Se puso de un salto en pie y echó el cabello hacia atrás, con su ademán maquinal, muy impulsivo, muy suyo.
Fijó la vista en el horizonte. El sol le hacía daño. Tuvo que abatir los párpados. Ángel, sentado en la arena con el frasco de crema entre los dedos, reía burlón.
—Siéntate aquí, impulsiva.
—No quiero.
—¿Porque te acaricié?
—Porque eres un fresco.
Le asió el tobillo y ella se apartó. No había enojo en su ademán, sino turbación. Una turbación que jamás sintió junto a los hombres, y si bien nunca tuvo novio, sí tuvo amigos que le hicieron la corte. Muchos amigos, de los cuales siempre huyó, porque solo buscaban el placer del momento.
—Voy a bañarme otra vez —dijo de pronto.
—¡Si huyes de mi intimidad —gritó él, viendo cómo corría—, iré contigo!
Y corrió tras ella.
Fue una mañana deliciosa. A las doce y media se vestían.
—No te pongas esos zapatos —recomendó él—. Son muy incómodos.
—No sé dónde tengo los otros.
Ángel, ya vestido, tos buscó en la bolsa femenina. En seguida dio con ellos. Riendo, exclamó:
—Voy a ser un marido muy provechoso. Deja que te los ponga.
Susana, que se hallaba sentada junto al auto, con los pies descalzos hacia fuera, los recogió presurosa.
—Si serás tonta.
—Que no quiero, ea. Eres un fresco. Ahora me doy cuenta de qué te lo llamaba yo antes. Lo presentía ya.
—Apenas si me conoces en plan de novio.
Los dos enmudecieron, porque evocaron la escena del día anterior. Ella, por inquietud turbadora; él, porque sabía que existía aquella inquietud.
Silencioso, se inclinó y le agarró los pies.
—Ángel, no seas así.
—Cuando seas mi mujer —dijo, cachazudo, como si no diera importancia a sus palabras—, te vestiré.
—¡Ángel!
—¿Qué pasa? ¿Por qué gritas así? ¿He dicho alguna tontería?
—Nunca permitiré que me vistas.
—Y te desvestiré, y a cada prenda que te quite, te daré un beso.
—¡Oh, eres...!
La miró largamente, apoderándose de sus pies.
—Un fresco —susurró—. Un fresco con el que te diviertes.
—No me da la gana que me calces.
—Lo haré.
Ya lo estaba haciendo.
—Eres un soberano imperialista.
—Te haré feliz.
Ya estaban los dos zapatos puestos, pero aún no le había soltado los pies.
—Sube y marchemos; ¿sabes qué hora es?
—¡Bah!
—Suelta mis pies, te digo.
Por toda respuesta, Ángel elevó la mano hasta la pierna. Ella sintió como si miles de palpitaciones la agitaran. Se puso pálida y luego roja. Él susurró:
—Eres de una sensibilidad extremada.
No contestó. No podía en aquel instante. Se metió en el auto y se encerró en un absoluto mutismo.
Ángel se sentó ante el volante y puso el auto en marcha. Antes de soltar los frenos, murmuró:
—Perdóname. Ya sé que soy un novio demasiado impetuoso. Pero aún no te di un beso, y estoy rabiando por hacerlo.
Ella le miró tan solo, y Ángel, riendo, exclamó:
—No me lo digas, muchacha. Ya sé que soy un fresco. Un fresco demasiado apasionado.
* * *
Tomaron el aperitivo en Palermo, y luego, a las dos y cuarto se dirigieron a casa. Comieron con los padres, la hermana y el cuñado. Más tarde la llevó hasta la Provincia, y a media tarde, después de sostener una conversación casi incoherente, se dirigieron a Oviedo.
Don Bernardo no había llegado aún. Salía de su trabajo tarde, y luego pasaba un rato en el club, con los amigos.
—Siéntate, Ángel —susurró ella—. María te servirá café, mientras yo me cambio de ropa.
—Cuando estés casada conmigo...
—No lo digas otra vez.
—Tonta. Verás cómo te gusta que te la quite...
Ella huyó. Al rato, cuando ya Ángel Luis tomaba el café, hundido en una butaca, regresó sin arena, recién cepillado el cabello y vistiendo un modelo azul celeste, abrochado de arriba abajo.
—Siéntate a mi lado, Susana. ¿Sabes que hoy fue un día feliz?
—¿Es que lo has puesto en duda?
La miraba, embobado.
—Ven, siéntate aquí.
Susana lo hizo en una butaca enfrente. Ángel se levantó y dejó la taza sobre la mesa de centro que les separaba a los dos. Dio la vuelta a aquella y se sentó en el brazo del sillón que ella ocupaba.
—Susan... no te besé en todo el día.
—No te lo hubiera permitido.
Ocultaba la mirada. Se la hurtaba con afán. Él se inclinó y la asió por los hombros. Supo que iba a besarla. No se dio cuenta de que lo deseaba. Cuando él posó sus labios en los de ella larga, intensamente, Susana se estremeció. Pero no pudo o no supo apartarse.
Se oyó la voz de don Bernardo en el pasillo, y ambos se separaron con presteza. Él, burlón; ella, roja como la grana.
—Eres...
—Un fresco.
—Lo eres, sí.
—Pero te gusta estar a mi lado.
Hablaba a media voz. Susana estaba como aturdida. Él, sarcástico, pero lleno de una ternura conmovedora que la joven no supo definir.
—Hola, muchachos —besó a su hija—. Habéis tenido un día magnífico —palmeó el hombro de Ángel—. ¿Te quedas a comer con nosotros?
—Se me baria muy tarde —consultó el reloj—. Vendré a buscar a Susana para llevarla a la playa.
—Como queráis.
Le palmeó de nuevo el hombro y dijo, yendo hacia la puerta:
—Voy a ver qué hace María. Me gusta comer pronto y poco. Hasta mañana, pues.
Se cerró la puerta tras él, e, inmediatamente, Ángel se acercó a Susana.
—Te estaba besando —dijo, muy serio, pero maravillosamente tierno—. Permíteme que siga.
—No. No quiero.
—Susana —y riendo la apuntó con el dedo—, que te gusta.
Enrojeció.
—Eres...
—Nos parecemos. ¿No lo sabías?
—Eres un cínico.
—Un cínico apasionado, que cifra en ti toda la ventura de su vida.
—Pero ¿por qué? ¿Por qué? Tú no me amas.
Él, después de besarla, la apartó de sí. Un poco nada más. La miró a los ojos largamente y ella, roja como la grana, abatió los párpados. Ángel, impulsivo, la besó en ellos y después la soltó totalmente.
Susana fue hacia la puerta. Se notaba su nerviosismo, su temblor casi ingenuo.
—Susana...
—Es... es tarde —susurró, de espaldas a él—. Papá querrá cenar...
—Oye...
—Te digo... que es tarde.
Él rio. Era una risita grata, íntima. Una risa que llegó a ella como una caricia.
—Hasta mañana, querida mía.
—Adiós —musitó ahogadamente.
Alargó la mano, buscando sus dedos. Ángel se los oprimió casi hasta hacerle daño.
—Vendré a buscarte a la hora de hoy.
Su voz era como un susurro. Ella no dijo nada. No podía decir nada.
Era muy extraño lo que le ocurría y no quiso preguntarse en qué consistía.
* * *
—Tiene una carta aquí —dijo María—. La trajo el portero hace un instante.
Susana regresaba de misa. Eran las diez y media. Ángel no tardaría en llegar. Hacía un día gris, amenazaba lluvia. Seguro que su novio se quedaría a comer y no bajaría a Gijón.
—Tiene el servicio en el comedor, señorita Susana —dijo María.
La joven asió la carta y, sin mirar, fue hacia el comedor. Se sentó y lanzó una breve mirada sobre la misiva. Se estremeció. Aquella letra la había visto ya. Dio la vuelta al sobre y quedó como paralizada.
—Francis —susurró—. Francis...
Pero no besaba aquellas sílabas al pronunciarlas. Las pronunciaba tan solo. De súbito, se miró a sí misma, sus manos serenas, la letra de Francis en el sobre que ya no temblaba entre sus dedos. ¿Qué le pasaba? Ella no podía amar a dos hombres a la vez. ¿A cuál de ellos amaba en realidad? Francis fue su único amor. O al menos lo creyó así. ¿Qué sentía por Ángel? ¿Por qué sus besos la turbaban y sus caricias la estremecían? ¿Y por qué, cuando se le acercaba, no podía... apartarse de él?
—¿Es que soy una mujer sexual?
No lo era. Jamás se había conocido como tal, y de pronto...
—Se le enfría el desayuno, señorita Susana.
Despertó.
—¡Oh, sí! —musitó bajísimo—. Sí...
Pero no tomó el desayuno. Rompió el sobre y empezó a leer.
Queridísima Susana:
Tras mucho buscar, he conseguido tu dirección. Perdóname si te molesta mi carta... No puedo dejar que pase un día más sin comunicarme contigo. Te necesito, Susana. Estoy... deshecho. Mis suegros se han llevado a la niña a Valencia. Yo me miro y me pregunto si merece la pena seguir viviendo. Por favor, permíteme que vaya a verte. Permíteme que te pida una vez más que te cases conmigo. Tú me has dicho que aún está caliente el cadáver de mi mujer. Cierto. Pero ella, si viviera, si pudiera observar imparcialmente nuestro amor, aprobaría nuestro matrimonio. Tú la has conocido... Era toda bondad, comprensión, ternura...»
Dejó la carta a un lado, dolida y triste.
—Cierto —murmuró entre dientes—. Cierto. Era toda bondad y ternura. No fui yo quien te privó de amarla. Cuando me conociste, ya no la amabas.
María apareció en el umbral diciendo:
—Don Ángel está aquí.
Bruscamente, como si estuviera cometiendo un pecado mortal, cogió la carta y la ocultó bajo el mantel. Al segundo pensó que no estaba segura allí y la guardó en el pecho.
Después se puso en pie.
—Si no se ha desayunado, señorita Susana...
Se aturdió.
—Es verdad. Dígale a don Ángel que pase.
Ángel ya estaba allí, en el umbral, avanzando hacia ella con la sonrisa en los labios.
El recuerdo de la noche anterior acudió a ella, avergonzándola. Se tiñeron de rubor sus mejillas. Él, haciéndose el desentendido, avanzó, se sentó a su lado y asió sus dedos. Los llevó a la boca y, sin dejar de mirarla, dijo, ponderativo:
—Por la noche, por la mañana, a cualquier hora del día, estás guapísima.
—No me gustan los piropos.
—Los míos sí.
Susana afirmó sin abrir los labios, con los ojos y un breve movimiento de cabeza.
—He ido a misa —dijo al rato.
—Confesaste y comulgaste, como si lo viera.
—Sí.
—Vaya, y le contaste al cura lo de los besos. ¿Sabes que tengo ganas de casarme para que no compartas tus secretos con nadie?
—Se lo diré también.
—¡Ca! Las mujeres casadas sois muy listas. Y menos sinceras que las solteras —la miró, burlón, con ternura—. ¿No me llamas fresco? —y sin esperar respuesta, añadió—: Tengo que darte una noticia. Desde mañana... —hizo un gesto significativo—, tengo que producir.
—¿Trabajar?
—Exactamente. Me hospedaré en Oviedo. Papá me regala un «Seat» pequeño, y podré venir desde Mieres todos los días. Te advierto —añadió, sin permitirle hablar— que hay que precipitar la boda.
Se inclinó hacia ella.
—¿Es que no estás dispuesta a casarte conmigo? Si es así...
—¿Qué harías?
—Te raptaría.
—Loco —susurró.
La miró largamente.
—¿Sabes que me gusta que me llames así?
—Porque reconoces que lo eres.
La joven terminó de desayunarse y se puso en pie.
—¿Qué dices de la boda? —preguntó Ángel Luis, acercándose a ella y asiéndola por un brazo. La atrajo hacia sí—. Me gusta tu perfume. ¿Sabes que lo llevo impregnado en toda mi ropa, en mis manos, en mi pelo? Cuando llego a casa se burlan de mí. Mi cuñada me dice...
Guardó silencio. La miraba, arrobado.
—¿Qué te dice?
—No te lo puedo contar.
—Tienes que hacerlo...
Se inclinó y la besó largamente en los párpados. Ella se estremeció. Sintió las manos de Ángel en su cuerpo y se olvidó de la pregunta.
* * *
Fueron días en los que no quiso detenerse a pensar. Era feliz. Parezca o no extraño, ella era feliz. Los besos de Ángel, sus caricias cada vez más audaces, significaba todo para ella. Su bendita compañía, sus mimos, su ternura, eran como necesidades de cada día, de las que no podía en modo alguno prescindir.
Así fueron pasando los días. Durante ellos, más de una vez se preguntó qué le ocurría. No había dado respuesta a Francis. Nada le dijo a Ángel de él. ¿Obraba bien? ¿Estaba enamorada de Ángel? ¿La amaba él?
Aquellos besos... ¿no salían del fondo del alma del hombre? ¿Por qué no eran sinceros el uno con el otro? ¿Por qué, si él la amaba, si estaba dispuesto a casarse con ella por amor..., no se lo decía?
Habló de ello a su confesor.
—No conozco a tu novio, pero, tal como me lo retratas, cabe suponer que, en efecto, te ama.
—Nunca me lo dice.
—Pero te lo demuestra.
—A los hombres les es fácil demostrar que aman, aunque no amen.
—¿Y tú? ¿No tienes tú duda de la autenticidad de ese amor, y sin embargo, permites que te bese?
—Es mi novio —se defendió ingenuamente.
—Susana..., no seas infantil. Lo que me extraña es que no os amarais antes, si es que estáis conviviendo desde hace tantos años.
—Me voy a casar, padre. Lo hago dentro de una semana y aún no he visto claro en mí misma ni en él.
—Sinceraos.
—¿Provocar yo la explicación?
—Buscarla.
—No puedo.
—¿Quién te lo impide?
—No sé.
—Hay pocas mujeres como tú, Susana. Eres demasiado pura, pese a la realidad de vuestras relaciones. Cásate. No preguntes nada, si no puedes, y ya ocurrirá lo que tiene que ocurrir.
—¡Ocurrir!
—Sí.
—No le entiendo, padre.
—Es seguro que si esa explicación no surge antes de la boda, se presentará, sin duda, el día que os caséis. Por todo lo que me cuentas, he llegado a deducir que Ángel te ama. O por lo menos te necesita en su vida. ¿No me has dicho que, al poco de conocerte, cuando aún era estudiante que empezaba, te declaró su amor?
—Sí.
—No creo que lo hiciera por deporte.
—Es un hombre formal. Conmigo siempre fue íntegro e intachable.
—Una razón más para suponer que no es tu novio solo por entretenimiento.
—Eso no. Nos vamos a casar.
—Cásate, y cuando regreses del viaje de novios, si es que lo hacéis, ven a confesarte de nuevo. Es seguro que para entonces ya no tengas nada que decirme.
IX
Todos los días, cuando regresaba de Mieres, se lo decía: «Estoy poniendo el piso. A mi gusto. Ya sé que tú eres buena decoradora. Lo que no te complazca lo cambias después».
Aquel día llegó en un «Seat» flamante. La asió del brazo y la acercó a la ventana.
—Mira. Me lo regala mi padre.
—Muy bonito. Parece un juguete.
Él le mostró el reloj.
—Son las cinco. Nos da tiempo. Vamos hasta Mieres y verás la casa.
Se estremeció. Sola con él en una casa que iban a habitar los dos, una vez casados. Era demasiado. Le conocía. Ángel, tan pronto estaban solos, se convertía en una pavesa. Ardía junto a ella. Cuando solo era su amiga, no se imaginaba que él fuera así. Tan... viril, tan fogoso, tan acaparador. A veces, cuando se despedía hasta el día siguiente, después de estar unidos horas inimaginables, le dolían los labios de recibir sus besos. Unos besos cálidos, absolutos, definitivos. Unos besos que llegaban al fondo del alma y dejaban en ella como una ilusión que nunca se desvanecía.
Sí, era muy distinto este hombre de aquel muchacho dicharachero y confidente, que le contaba todas las pequeñas cosas que le ocurrían.
—¿En qué piensas?
—¡Oh!
Y le miró asustada.
Ángel se echó a reír, al tiempo de pasarle un brazo por los hombros y besarla largamente en la garganta.
—¿Qué haces? Va a vernos María.
—Comprenderá. Supongo que habrá tenido novio alguna vez.
—Pero me da vergüenza.
Reían los dos.
Él la llevó hacia el rincón de la salita y la miró profundamente a los ojos.
—No sé qué tienes hoy. Estás más guapa. Siempre estás guapa, pero hoy te brillan los ojos...
—Anda, vamos, pues.
—¿Sin darte un beso?
No. Sabía lo que para él suponía un beso. Empezaba, y sus manos se perdían en su cuerpo y la paralizaban. No. Iría a Mieres.
—Vamos. Es tarde.
—Tontina —rio él, yendo tras ella—. Tontina.
Qué diferente era todo a cuando eran amigos. Si a ella le dijeran que un día Ángel Luis iba a acaparar de tal modo su vida pasional, se hubiese reído. Y lo curioso era que ella no creía estar enamorada. La atraía, pero de qué modo. Y siendo ella como era, ¿cómo concebir que Ángel Luis pudiera acapararla? ¿Cómo era posible que se sintiera feliz bajo aquellos besos verdaderos, que a veces parecían robarle la vida? Ella, que se consideraba una mujer esencialmente espiritual. Ella, que jamás transigió con las confianzas de los hombres. Ella, que amó a Francis hasta el sacrificio, y jamás quiso ser besada. Y ahora..., aquellos besos, aquellas caricias pecadoras de Ángel Luis la enajenaban...
—Piensas en algo —dijo él quedamente—. Tu expresión se altera.
—En ti.
—¿En mí? ¿Por qué? ¿Qué piensas?
—En cómo has acaparado mi vida.
Él rio. Era su risa feliz, posesiva. La empujó hacia el auto.
—No olvides que nos casamos mañana.
—Sí.
—Hoy vamos a ver nuestro hogar —sentóse ante el volante—. Dentro de un año espero tener un «Fiat 1.500».
—Confórmate con vivir.
—¿No eres ambiciosa?
La miraba, entre cariñoso y burlón. Ella, impulsiva, extendió la mano y la oprimió sobre la boca masculina. Fue suficiente para que Ángel soltara el volante y apresara aquella mano con intensidad, oprimiéndola al mismo tiempo contra sus labios.
—Deja...
Sin soltarla, la miró a los ojos largamente.
—Empiezas tú, y después pretendes que te deje.
—Nos mira la portera.
—Como si nos mirara todo el vecindario.
Besó las manos femeninas en las palmas, una sola vez, prolongadamente, de tal modo que Susana quedó enajenada. Sus labios subieron brazo arriba. Estremecida, lo retiró.
* * *
—Pasa.
Lo hizo con cierto recelo. Ya le encantó el jardín, que se extendía en torno al chalet. Las escalinatas de mármol negro, el vestíbulo, no muy grande, que formaba un salón de recibo.
—¿Qué te parece?
—Muy... muy bonito.
—Pero no te quedes aquí, cariño. Tienes que verlo todo.
Empezaba a oscurecer. Ella dijo:
—Enciende las luces.
—¿Para qué? Aún se ve.
Apenas si vio nada. Le siguió, estremecida de emoción y temblorosa, por aquella soledad demasiado cautivadora. Todo era bello. Todo era de un gusto depurado. Ni ella, con ser decoradora, podría hacer nada mejor. La cocina, el comedor, el salón, las alcobas...
—Esta para cuando tengamos un niño.
Bendijo la falta de luz, que impedía que su rostro quedara a la vista de él.
—Y esta es nuestra alcoba —y como si quisiera quitarle importancia, añadió—: ¿Sabes que no podremos estar más de una semana de viaje de novios?
—Ya.
—Me conceden ese permiso, en consideración a que me voy a casar. Casi todos los ingenieros, una vez terminan su carrera, piden esa semana de permiso —hablaba sin cesar, yendo de un lado a otro, como si pretendiera disipar la turbación que imaginaba en ella—. Cuando me presenté al ingeniero jefe, me miró, se echó a reír y preguntó: «¿No se casa usted?». Me quedé un poco cortado. «Sí —dije—. ¿Por qué lo sabe?». Él se echó a reír nuevamente y respondió: «Nadie me lo ha dicho, desde luego, pero como todos los hacen...» —y como ella no hiciera comentario alguno, le pasó un brazo por los hombros y se inclinó para mirarla a los ojos—. ¿Qué te pasa? Estás muy callada. ¿No te gusta tu nuevo hogar?
—Mu... mucho.
—¿Por qué estás así?
—¿Cómo... estoy?
—No sé —la atrajo hacia su pecho—. Muy calladita.
—Miro y te escucho.
La cercó por la cintura.
—Es tarde, Ángel...
Sonrió y le alzó la barbilla con el dedo.
—Mírame’. Así... Estás temblando.
—Es que... es muy tarde.
—¿No quieres que te bese?
—Es... tarde... —repitió, obstinada.
Ángel emitió una risita suave, íntima. Ella ya le conocía. Sabía que la besaría hasta dejarla inerte, que la acariciaría hasta hacerla sentir rabia de su debilidad.
En efecto, la dobló contra sí y empezó a decirle cosas, muchas cosas bellas que ella ya no oía, porque estaba, como él, ardiendo en aquella llama.
—Es... tarde.
—Sí.
—Pero no te mueves.
—Te beso.
—Ángel...
—Deja que te bese, Susana. Es... como una necesidad del espíritu y del cuerpo.
Sus caricias se hacían demasiado audaces. Dio un paso atrás, y él, riendo, gruñó:
—Tonta, más que tonta. ¿No voy a ser tu marido mañana?
Susana ya estaba en la puerta, roja como la grana. Nunca pensó que un hombre pudiera dominarla de aquel modo. Un hombre que, además, fue su mejor amigo y en quien nunca vio un posible marido.
Pues iba a serlo. Y lo extraño era que ella deseaba que lo fuera.
* * *
Don Bernardo les vio escapar. Era Ángel quien tiraba de ella. Los demás se divertían. El padre de Susana fue tras ellos y les alcanzó en la puerta.
—Un momento —llamó—. ¿No merezco una despedida?
Los dos se volvieron. Susana, preciosa con aquel modelo de calle de firma cara. El primer regalo con su marido.
Ángel, sonriente, burlón y cariñoso a la vez. Tenía entre las suyas una mano de la joven y tiraba de ella.
—Nos vamos, papá —susurró, agitada.
El caballero sonrió.
—Ya lo veo.
—Si empezamos a despedirnos —gruñó Ángel Luis— no terminaremos en toda la tarde.
Miró el reloj y añadió a modo de disculpa:
—Son las siete. Tenemos que llegar a Valladolid con día.
—Idos, idos —y emocionado—: Trátala bien, Ángel.
Besaba a su hija. Luego abrazó al muchacho. Este le dijo al oído:
—Tengo que tratarla bien, porque ella es toda mi vida.
Volvió a asir los dedos de Susana y tiró de ella. Subieron al auto. El caballero alzó la mano.
—Adiós, papá. Dentro de una semana estaremos aquí.
—No tenéis prisa. Disfrutad, hijos míos. Nunca podréis hacerlo como ahora.
El auto se perdió en la calle y los padres de Ángel Luis aparecieron junto a Bernardo.
—Se han ido —manifestó este—. Les he cazado cuando escapaban.
—Déjalos. Nunca he conocido una pareja que más deseara estar sola. Vamos a continuar haciendo los honores a los invitados —miró a su consuegro—. ¿No has sido muy espléndido con esta boda?
—Puede que sí, pero piensa que es mi única hija, que la caso rica, y que, aunque no le deje dote, Ángel Luis la querrá igual.
Rieron los tres.
Del auto, allá al final de la calle, ya no se veía nada.
* * *
—Pero... ¿adónde vas?
La miró, cegador.
—A pasar nuestra noche de bodas en nuestra casita de Mieres.
—Ángel...
—¿No... quieres?
Quería. Se daba cuenta de que quería todo lo que deseara él. Ni Francis ni nada de este mundo suponía lo que Ángel Luis para ella. ¿Cuándo se dio cuenta? ¿Acaso se enamoró de él desde un principio? Recordó la recomendación de Ángel Luis: «No te enamores, muchacha». ¿Y él..., la amaba él, o era solo atracción física?
Una angustia inexplicable empezó a roerle las entrañas. Ella no podía permitir que Ángel Luis se adueñara de su vida y de su ser, sin saber... lo que él sentía por ella.
El chalet se divisaba ya. Ángel parecía de pronto muy formalito, incluso algo circunspecto.
Estacionó el auto ante la casa y descendió. Ella lo hizo por la otra portezuela. Le temblaban un poco las piernas.
Eran las ocho y media algo pasadas. El sol se había metido ya, y empezaba a oscurecer.
—Esta vez —rio él, asiéndola de la mano y cogiendo con la otra el paletín— tendremos que encender las luces.
Se sentía muy cohibida. Ya en el interior, Ángel soltó su mano y preguntó:
—¿Quieres tomar algo?
—No.
—¿Vamos a comer?
—Pero si ya hemos comido.
—Es verdad.
¿Qué le pasaba a Ángel Luis? No parecía muy satisfecho de estar a solas con ella. Eran marido y mujer, y aún no la había besado. ¿Por qué la miraba de aquel modo, entre pensativo y dudoso?
—Ven, Susana. Hemos de hablar los dos un rato. ¿Quieres que vayamos a nuestra habitación?
—¿Por... qué allí?
—No sé. Considero que es el lugar más apropiado. Intimo, acogedor...
Caminaba ya con el maletín en la mano. Ella le seguía en silencio. ¿Qué les pasaba? ¿Por qué Ángel Luis, de pronto, era como un amigo del alma, nada más?
Entraron uno tras otro. Ángel depositó el maletín en el suelo y se acercó a la mesita de noche. Encendió una luz portátil. La estancia, que tenía las persianas bajas, apenas si se iluminó con una luz muy tenue.
—Así estamos bien... —manifestó, quedando de pie ante ella—. Ahora quiero hacerte una consideración, Susana. Me creo en ese deber. Nos hemos casado hoy —añadió, sin que ella, un tanto asombrada, le interrumpiera—. Tal vez lo hayamos hecho un poco a lo loco. Hemos sido buenos amigos, entrañables amigos. Nos lo hemos contado todo, mutuamente. Después... nos comprometimos. Hoy es nuestra noche de bodas. Sé que tú no me amas —Susana frunció el ceño—. Yo voy a confesarte que te amo.
—¿Y por qué supones que yo no te amo? Me he casado contigo.
—Ya. Pero eso solo no es una razón —se notaba que hacía esfuerzos para no reír, felicísimo, pero ella nada observó—. Yo no quiero forzarte a nada —susurró suavemente, inclinado hacia ella, y dominándola con su estatura—. Si tú me lo pides, Susana, me iré al cuarto de los huéspedes. Te amo demasiado para... forzarte.
—Estás loco.
Se había alterado. Él, riendo, preguntó:
—¿Qué te pasa?
—¿Me estás tomando el pelo, Ángel? ¿Qué mujer crees que soy? ¿Supones que he soportado tus besos, tus caricias, solo por complacerte?
—¿Qué me dices, mi vida?
—Que eres un ganso.
—Bobita...
Ya al tenía entre sus brazos. Ella se estremeció. Se oprimió contra él, y alzó el dogal de sus brazos, rodeando el cuello de su marido.
—Eres...
—Calla, mi vida.
—Eres un acaparador embustero.
—Verás, soy un hombre que tú no has conocido hasta ahora.
—Absorbente.
—A ti te gusta.
Sí. Le gustaba. Sintió los labios masculinos en los suyos, robándole la vida. Cerró los ojos. Era maravilloso estar así, bajo el poder pasional de Ángel Luis, y pensar que era suyo, que ninguna otra mujer podría quitárselo jamás.
Ángel tiró de ella. Se dejó llevar. Cayeron los dos.
—Loco.
—Me amas.
—Con toda el alma, Ángel, mi loco impetuoso. Con toda el alma, y si tuviera dos, con las dos te querría.
* * *
Don Bernardo les miró con arrobo. Susana aún parecía más bella. Y Ángel Luis, un gigante retozón que miraba a su mujer como si ella fuera un tesoro del que dependía su vida.
—No ha sido mucho una semana —se lamentó el caballero—. ¿Dónde habéis estado?
Los dos se miraron. Ángel, riendo, preguntó:
—¿No tienes algo para darnos de comer?
Don Bernardo frunció el ceño.
—Pero ¿de dónde venís, muertos de hambre?
—El hambre nos echó —rio Ángel, pasando un brazo por los hombros de su mujer—. Venimos de..., ¿se lo decimos, Susana?
Ella apresó la mano que descansaba en su hombro, y rio también. Era su risa alegre, cristalina. Era risa de mujer franca y feliz, que no deja oculto pesar alguno.
—Díselo, loco queridísimo. Díselo.
—Pero... —rezongó don Bernardo—. ¿Fuisteis al Congo?
—Fuimos a nuestro hogar, y no supimos salir de allí hasta que nos echó el hambre.
El padre abrió mucho los ojos.
—¿Queréis decir que estuvisteis todo este tiempo sin comer?
—Caray, caray, papá —rio Susana—. No tanto, que tenemos dos estómagos muy sanos. Comimos lo que había... Y como para hoy no quedaba nada, hemos venido...
—Sois dos locos.
—Dos locos enamorados, Bernardo —advirtió Ángel, mirando a su mujer largamente.
—Diré a María que os prepare algo —se dirigió a la puerta. Ya en el umbral se detuvo—. Es verdad, Susana, se me olvidaba. Anteayer ha venido un hombre a visitarte.
Los dos se miraron.
—¿Un hombre? —preguntó Ángel, malhumorado—. ¿No le has dicho que se había casado?
—Sí. Y pareció afectarle mucho. Nunca vi un hombre tan abatido...
«Francis —pensó ella—. Seguro que era Francis».
—¿No..., dijo cómo se llamaba, papá?
—Sí. Me lo dijo antes de notificarle yo que te habías casado. Después quedó como paralizado, y me preguntó el nombre de tu marido. Se lo dije, y contestó al rato, con desaliento: «Debí suponerlo. Estaban formados uno para el otro».
—Muy galante —rezongó Ángel—. ¿Cómo dijo que se llamaba?
Susana se colgó de su brazo y se empinó sobre la punta de los pies.
—¿Para qué preguntas? Ya lo sabes.
La miró a los ojos largamente.
—¿Te duele?
—Tonto...
—¿Te duele?
La apresaba por los hombros con intensidad. ¿Cómo podía preguntarle aquello, él, él precisamente, que había vivido a su lado la mayor locura pasional del siglo, en aquella casita inolvidable?
—No me da la gana de responder —se enojó ella—. Preguntarme eso... tú, tú precisamente.
Se alejaba de él. Ángel fue rápidamente tras ella y la alcanzó en el rincón del saloncito. La oprimió contra la puerta y gruñó:
—Aquí te besé por primera vez.
—Eres un ganso.
—Un ganso que te vuelve loca.
Sí, era cierto. La volvía loca. Se preguntaba cómo era posible que ella pensara, ni por un instante, amar a otro hombre que no fuera él.
Sonrió. Le pasó los brazos por la espalda y se oprimió contra él.
—Lo sabes...
—Sí, mi amor.
—Sabes que sin ti...
—No concibes la vida.
—No la concibo.
—Voy a besarte...
—Tus besos para mí son...
Él ya sabía lo que eran. Aplastó su boca sobre la de ella. Los labios femeninos se diluyeron dentro. Perdieron un poco el sentido los dos, hasta que un significativo carraspeo les devolvió a la realidad.
Se separaron, turbadísimos, Don Bernardo gruñó:
—¿Es que no habéis tenido bastante con vuestra casita? —y burlón añadió—: María os servirá en seguida algo para saciar vuestra hambre material. De la espiritual... estaréis saciados.
—No te burles de nosotros, papá.
—El nombre de aquel sujeto era Francis. ¿Le conocéis?
Los dos sonrieron, mirándose largamente.
El pasado quedaba lejos. El presente había que vivirlo, y ellos sabían hacerlo.
F I N
Título original: No te enamores, muchacha
Corín Tellado, 1964