EL AYUDANTE DEL ASESINO (Hammett Dashiell)
Publicado en
septiembre 15, 2023
Un relato de Ciudad de pesadilla.
La placa dorada de la puerta, bordeada de negro, decía: Alexander Rush, Detective privado. Dentro, un hombre feo estaba repantigado en una silla, con los pies sobre un escritorio amarillo.
La oficina no era acogedora. Los muebles eran escasos y viejos, poseían la lamentable edad de los objetos de segunda mano. Un deshilachado cuadrado de alfombra de color pardo cubría el suelo. De una pared amarilla colgaba un certificado enmarcado que autorizaba a Alexander Rush a ejercer la profesión de detective privado en la ciudad de Baltimore, ateniéndose a ciertas reglas escritas numeradas en rojo. De otra pared colgaba el mapa de la ciudad. Bajo el mapa, una pequeña y frágil estantería abría hueco a su magro contenido: una amarillenta guía de trenes, un listín de hoteles aún más pequeño y callejeros y guías telefónicas de Baltimore, Washington y Filadelfia. Junto al lavabo blanco del rincón se alzaba un tambaleante perchero de roble, que sostenía un sombrero hongo y un abrigo negro. Las cuatro sillas de ha estancia no guardaban la menor relación, salvo su vejez. Además de los pies del propietario, la arañada tapa del escritorio contenía un teléfono, un tintero manchado de negro, un montón de papeles desordenados que hacían referencia a delincuentes escapados de ésta o aquella cárcel, y un cenicero gris que albergaba tanta ceniza y colillas de puros como podía contener un recipiente de esas dimensiones.
Una fea oficina..., cuyo propietario era aún más feo.
Tenía la cabeza cuadrada y en forma de pera. Demasiado pesada, ancha y de mandíbula contundente, se estrechaba al subir hasta el pelo entrecano, corto e hirsuto que brotaba encima de una frente estrecha e inclinada. Su tez era de un marcado rojo oscuro, su piel de textura áspera y cubierta de gruesas capas de grasa. Estas carencias de elegancia elemental no configuraban, en modo alguno, la plenitud de su fealdad. Le habían hecho algo a sus facciones.
Si mirabas su nariz desde cierta perspectiva, te parecía que estaba torcida. Si la observabas desde otro ángulo, te convencías de que no estaba torcida, sino de que carecía de forma. Al margen de lo que opinaras de su nariz, su color era indiscutible. Las venas habían reventado en mil hilillos que cubrían su superficie colorada con brillantes estrellas rojas, espirales y garabatos desconcertantes que parecían albergar un mensaje secreto. Tenía los labios gruesos y de piel dura. Entre el labio superior y el inferior apuntaba el brillo metálico de dos sólidas hileras de dientes de oro, la de abajo se superponíasobre la de arriba, de tan corta que era la abultada mandíbula. Sus ojos -pequeños, hundidos y de color azul claro- estaban tan inyectados en sangre que pensabas que sufría un fuerte resfriado. Las orejas explicaban una faceta de años pretéritos: estaban engrosadas y retorcidas, eran las orejas en forma de coliflor de un pugilista.
Un hombre feo de cuarenta y tantos años, repantigado en la silla y con los pies sobre el escritorio.
La puerta con placa dorada se abrió y otro hombre entró en la oficina. Unos diez años más joven que el del escritorio, era poco más o menos todo lo que no era el primero. Bastante alto, delgado, de piel blanca y ojos pardos, llamaría tan poco la atención en un garito como en una galería de arte. Su vestimenta -traje y sombrero grises- estaba limpia y bien planchada e incluso era elegante, de esa manera poco llamativa que constituye una especie de buen gusto. Su rostro también era discreto, algo sorprendente, si pensamos cuán cerca estaba de la apostura, de no ser por la delgadez de la boca, señal del individuo excesivamente precavido.
Dio dos pasos en la oficina y vaciló, mirando con los ojos pardos los míseros muebles y al propietario de mirada enfermiza. El hombre de gris pareció desconcertarse ante tanta fealdad. Sus labios esbozaron una sonrisa de disculpa, como si estuviera a punto de murmurar: «Disculpe, me he equivocado de oficina». Cuando por fin habló, dijo otra cosa. Avanzó un paso más y preguntó inseguro:
—¿Es usted el señor Rush?
—Servidor -la voz del detective era ronca, con una asfixiada aspereza que parecía confirmar el congestionado testimonio que daban sus ojos. Puso los pies en el suelo y señaló una silla con una mano roja y regordeta-. Tome asiento, señor.
El hombre del traje gris se sentó inseguro y erguido en el borde de la silla.
—¿En qué puedo ayudarle? — cacareó afablemente Alec Rush.
—Quiero..., deseo..., me gustaría... -no hubo modo de que el hombre de gris dijera algo más.
—Tal vez sea mejor que me diga cuál es el problema. En tal caso, sabré qué quiere de mí -sugirió el detective y sonrió.
Había amabilidad en la sonrisa de Alec Rush y era difícil resistirse. Es verdad que su sonrisa era una mueca horrible digna de una pesadilla, pero en eso consistía su encanto. Cuando un hombre de semblante afable sonríe, el beneficio es mínimo: prácticamente su sonrisa sólo expresa un rostro sosegado. Sin embargo, cuando Alec Rush distorsionaba su máscara de ogro de modo que de sus ojos encarnados y feroces y de su boca, brutalmente tachonada de metal, asomara como un disparate una alegre expresión amistosa, se trataba de una muestra alentadora y decisiva.
—Sí, me parece que será lo mejor -el hombre de traje gris se acomodó en la silla como si estuviera dispuesto a quedarse-. Ayer me encontré en Fayette Street con una..., con una joven que conozco. No la había..., hacía meses que no nos veíamos. En realidad, esto no viene al caso. Cuando nos separamos..., luego de hablar unos minutos..., vi a un hombre. Mejor dicho, salió de un portal y caminó en la misma dirección que había tomado mi amiga. Se me ocurrió que la estaba siguiendo. Ella giró por Liberty Street y él hizo lo mismo. Infinidad de personas toman ese camino, y la idea de que la estaba siguiendo me pareció tan delirante que la descarté y me ocupé de mis asuntos.
Pero no logré apartarla de mi mente. Me pareció que había algo sumamente decidido en los andares de ese individuo y, por mucho que me dije que era un disparate, la idea siguió rondándome. Por ll noche, como no tenía nada que hacer, di una vuelta en coche por el barrio donde..., donde vive la joven. Vi nuevamente al mismo individuo. Estaba en una esquina, a dos manzanas de la casa de mi amiga. Estoy seguro de que era el mismo hombre. Intenté vigilarlo, pero desapareció mientras yo buscaba aparcamiento. No volví a verlo. Éstas son las circunstancias. ¿Tendría la amabilidad de investigar este asunto, comprobar si él la está siguiendo, y por qué?
—Por supuesto -aceptó el detective, roncamente-. ¿No le dijo nada a la señora ni a ningún miembro de su familia?
Eh hombre de traje gris se revolvió en ha silla y miró la alfombra parda deshilachada.
—No, no dije nada a nadie. No quise, ni quiero, inquietarla o asustarla. Al fin y al cabo, quizá sólo sea una coincidencia sin importancia y..., y..., bueno..., no me gustaría... ¡Es imposible! Pensé que usted podría averiguar cuál es el problema, si es que existe algún problema, y resolverlo sin que yo tenga nada que ver con la cuestión.
—Tal vez. Recuerde que no he dicho que lo haré. Antes necesito más información.
—¿Más? ¿Quiere decir más...?
—Más información sobre usted y sobre ella.
—¡No hay nada más que saber entre nosotros! — protestó el hombre de traje gris-. Las cosas son exactamente como se has he contado. Podría añadir que la joven está..., que está casada, y que hasta ayer no la había visto desde el día de ha boda.
—Entonces, ¿su interés por ella es...? — el detective no concluyó la frase, dejando la pregunta en suspenso.
—Amistoso..., se trata de una vieja amistad.
—Ah, ya veo. Dígame, ¿quién es esta joven?
El hombre de traje gris volvió a ponerse nervioso, se ruborizó y dijo:
—Aclaremos las cosas, Rush. Estoy realmente dispuesto a decírselo y lo haré, pero no abriré la boca a menos que me diga que llevará este asunto. Lo que quiero decir es que no deseo comunicarle quién es esta joven si..., si no acepta el caso. ¿Lo hará?
Alec Rush se rascó la cabeza entrecana con un índice rechoncho.
—No lo sé -rezongó-. Es lo que estoy tratando de decidir. No puedo aceptar un trabajo que podría ir más lejos de lo previsto. Tengo que saber que cuento con su mejor disposición.
El desconcierto perturbó la claridad de los ojos pardos del hombre más joven.
—Jamás imaginé que usted... -se interrumpió y dejó de mirar al feo.
—Lo sé, no lo imaginó -una risilla escapó de la gruesa garganta del detective, la risilla de alguien a quien tocan en una zona antaño sensible. Alzó una mano enorme para impedir que su probable cliente se levantara de la silla-. Apuesto a que acudió a una de las grandes agencias y les contó su historia. No quisieron meterse, a menos que usted acharara los aspectos confusos. Entonces vio mi nombre por casualidad y recordó que hace un par de años me expulsaron del cuerpo de policía. Y se dijo para sus adentros: «¡Ésta es la mía, este tipo no será tan quisquilloso!»
El hombre de traje gris protestó con la cabeza, el gesto y la voz, pero su mirada denotaba que estaba avergonzado.
Alec Rush volvió a reír roncamente, y añadió:
—No se preocupe. Es una historia que está superada. Puedo hablar de política, de que hice de chivo expiatorio y de lo que quiera, pero mi expediente demuestra que la junta de comisarios de policía me puso de patitas en la calle por una lista de delitos que cubriría de aquí a Canton Hollow. ¡Ya vale, señor, acepto el encargo! Aunque parece falso, podría no serlo. Le costará quince dólares diarios más las dietas.
—Comprendo que suene raro, pero pronto averiguará que todo está bien -aseguró el hombre joven al detective-. Supongo que quiere un anticipo.
—Sí, digamos que cincuenta dólares.
El hombre de traje gris sacó cinco crujientes billetes de diez dólares de un billetero de piel de cerdo, y los dejó sobre el escritorio. Con ayuda de una pluma gruesa, Alec Rush se dedicó a hacer emborronadas manchas de tinta en un recibo.
—Déme su nombre -pidió.
—Preferiría no hacerlo. Recuerde que yo no debo figurar en esta historia. Mi nombre carece de importancia, ¿verdad?
Alec Rush dejó la pluma y miró a su cliente con el ceño fruncido.
—¡Vamos, vamos! — protestó afablemente-. ¿Cómo quiere que llegue a un acuerdo con un hombre como usted?
El hombre de traje gris dijo que lo lamentaba, incluso se disculpó, pero mantuvo su reserva con toda testarudez. No estaba dispuesto a revelar su nombre. Alec Rush protestó, pero se guardó los cinco billetes en eh bolsillo.
—Es posible que su reserva le favorezca, pero supondrá una sangría para su bolsillo -reconoció el detective al tiempo que se daba por vencido-. Supongo que, si no fuera legal, ya se habría inventado un nombre falso. Con respecto a la joven..., ¿quién es?
—La señora de Hubert Landow.
—¡Menos mal, por fin un nombre! A propósito, ¿dónde vive la señora Landow?
—Vive en Charles-Street Avenue -respondió el hombre de traje gris, y dio el número.
—¿Puede describirla?
—Tiene veintidós o veintitrés años, y es bastante alta, deportivamente esbelta, pelo castaño, ojos azules y piel muy blanca.
—¿Y eh marido? ¿Lo conoce?
—Lo he visto. Ronda mi edad, los treinta, pero es más corpulento que yo, se trata de un individuo alto, de hombros anchos, rubio y sano.
—¿Y qué aspecto tiene nuestro hombre misterioso?
—Es muy joven, no supera los veintidós años, y no posee una gran corpulencia, diría que es de talla mediana tirando a esmirriado. Es muy moreno, de pómulos altos y nariz grande. Hombros altos y erguidos en lugar de anchos. Camina con pasos cortos, casi remilgados.
—¿Cómo iba vestido?
—Ayer por la tarde, cuando lo vi en Fayette Street vestía traje marrón y gorra castaña. Supongo que anoche iba de la misma manera, pero no estoy seguro.
—Supongo que pasará por mi oficina a buscar los informes, ya que no sé dónde enviársehos -concluyó el detective.
—Desde luego -el hombre de traje gris se puso de pie y extendió la mano-. Señor Rush, le agradezco enormemente que haya aceptado mi encargo.
Alec Rush añadió que no se preocupara. Se dieron la mano y el hombre de traje gris salió.
El feo aguardó a que su cliente girara en el pasillo que conducía a los ascensores. Luego exclamó: «¡Ahora, señor mío!», se levantó de la silla, cogió el sombrero del perchero del rincón, cerró con llave la puerta del despacho y bajó corriendo la escalera de servicio.
Corrió con la engañosa y pesada agilidad de un oso. También había algo osuno en la soltura con que el traje azul se adhería a su cuerpo robusto y en la caída de sus hombros firmes, hombros en pendiente y de extremidades flexibles, cuya inclinación ocultaba buena parte de su volumen.
Llegó a la planta baja a tiempo de ver salir a la calle la espalda gris de su cliente. Alec Rush se paseó siguiendo su estela. Caminó dos manzanas, giró a la izquierda, recorrió otra manzana y torció a la derecha. El hombre de traje gris entró en las oficinas de un banco que ocupaba la planta baja de un gran edificio de despachos.
Lo demás fue coser y cantar. Dio medio dólar a un conserje y se enteró de que el hombre de traje gris era Ralph Millar, cajero adjunto.
La noche caía en Charles-Street Avenue cuando Alec Rush pasó, al volante de un modesto cupé negro, frente a las señas que Ralph Millar le había proporcionado. La casa era grande y estaba separada de las vecinas y del pavimento por pequeños sectores de jardín vallado.
Alec Rush siguió avanzando, giró a la izquierda en el primer cruce, hizo lo mismo en el siguiente y en el posterior. Durante media hora condujo el coche a lo largo de un camino de múltiples giros y cuando por fin aparcó en el bordillo, a cierta distancia pero a la vista de la residencia Landow, había recorrido hasta el último centímetro de vía pública de las inmediaciones de la casa.
No había visto al joven moreno y de hombros altos descrito por Millar.
Las luces se encendieron alegremente en Charles-Street Avenue y el tráfico nocturno ronroneó hacia el sur, en dirección al centro de la ciudad. El grueso cuerpo de Alec Rush se desplomó contra el volante del cupé mientras impregnaba el interior del coche con el humo acre de un puro y fijaba sus ojos pacientes e inyectados de sangre en lo que divisaba de la residencia Landow.
Transcurridos tres cuartos de hora percibió movimientos en el interior de la casa. Una limusina salió del garaje del fondo rumbo a la puerta principal. Apenas discernibles a esa distancia, un hombre y una mujer abandonaron la casa y se dirigieron a la limusina. El vehículo se internó en la corriente de tráfico que se desplazaba al centro. El tercer coche de la fila era el modesto cupé de Alec Rush.
Con excepción de un momento de peligro en North Avenue, en que el avasallador tráfico transversal estuvo a punto de separarlo de su presa, Alec Rush no tuvo dificultades para seguir la limusina. El vehículo dejó su carga frente a un teatro de Howard Street: un jovencito y una joven, altos los dos, vestidos de etiqueta y sin duda coincidentes con las descripciones que el cliente le había proporcionado.
Los Landow entraron en ha sala a oscuras, mientras Alec Rush compraba la entrada. Volvió a verlos cuando se encendieron las luces del primer intervalo.
Dejó su asiento en dirección al fondo de la sala y encontró un ángulo desde el que pudo observarlos durante los cinco minutos de descanso que aún quedaban.
La cabeza de Hubert Landow era pequeña en relación a su altura, y los cabellos rubios amenazaban a cada instante con escapar de un peinado artificial para formar rizos revueltos. Su cara, saludablemente rubicunda, era apuesta en un sentido musculoso y muy masculino, y no denotaba mucha rapidez mental. Su esposa poseía esa belleza que no es necesario describir. Sin embargo, su pelo era castaño, azules sus ojos y blanca su piel, para no hablar de que parecía uno o dos años mayor que el tope máximo de veintitrés que le había asignado Millar.
Durante el intermedio, Hubert Landow habló impacientemente con su esposa, y su brillante mirada era la propia de un amante. Alec Rush no logró ver los ojos de ha señora Landow. Notó que de vez en cuando respondía a las palabras de su marido. Su perfil no denotaba la menor ansia de responder. Tampoco daba a entender que estuviera aburrida.
En mitad del último acto, Alec Rush salió del teatro para situar su cupé en posición favorable a la partida de los Landow. Pero cuando salieron del teatro, ha limusina no los recogió. Bajaron por Howard Street y entraron en un llamativo restaurante de segunda categoría, donde una pequeña orquesta lograba ocultar, por pura voluntad, sus dudosas aptitudes musicales.
Después de aparcar cómodamente el cupé, Alec Rush buscó una mesa desde la cual vigilar a los sujetos sin llamar la atención. El marido seguía cortejando a la esposa con comentarios incesantes e impacientes. La esposa estaba apática, educada, fría. Apenas probaron los platos que les sirvieron. Bailaron una sola pieza, y el rostro de la mujer siguió tan impertérrito como cuando escuchaba las palabras del marido. Era un rostro muy bello, pero huero.
Los Landow salieron del restaurante cuando el minutero del reloj niquelado de Alec Rush apenas había iniciado el último ascenso del día, del punto en que el VI pasa al XII. La limusina estaba a dos puertas del local, y un joven negro con cazadora fumaba recostado en la portezuela. Los Landow volvieron a casa. Después de verlos entrar y de comprobar que la limusina se quedaba en el garaje, el detective volvió a dar vueltas por las calles del barrio en su cupé. No vio al joven moreno descrito por Millar.
Alec Rush volvió a casa y se acostó.
A las ocho en punto de la mañana siguiente, el feo y su modesto cupé volvían a estar apostados en Charles-Street Avenue. El elemento masculino de Charles-Street Avenue caminaba con el sol a la izquierda, en dirección a sus oficinas. A medida que la mañana envejecía y las sombras se tornaban más cortas y anchas, lo propio ocurría con los individuos que formaban la procesión matinal. La de las ocho en punto estaba formada por jóvenes delgados y de paso rápido; la de has ocho y media, no tanto; la de las nueve, aún menos, y la retaguardia de las diez no era predominantemente joven ni delgada y de paso más lento que vivo.
Aunque físicamente no pertenecía a una hora de las posteriores a las ocho y media, un dos plazas azul se llevó a Hubert Landow con la procesión de la retaguardia. Sus hombros anchos estaban cubiertos por un abrigo azul, su cabellera rubia con una gorra gris, e iba solo en eh coche. Alec Rush echó un rápido vistazo a su alrededor para comprobar que el joven moreno no circulaba por allí, y se dedicó a seguir el coche azul con su cupé.
Se internaron rápidamente en la ciudad y llegaron al centro financiero, donde Hubert Landow aparcó su dos plazas frente a una oficina de agentes de Bolsa de Redwood Street. La mañana se convirtió en mediodía algo antes de que Landow saliera y enfilara hacia el norte en su dos plazas.
Cuando perseguido y perseguidor se detuvieron una vez más, estaban en Mount Royal Avenue. Landow se apeó del coche y entró deprisa en un gran edificio de apartamentos. A una calle de distancia, Alec Rush encendió un puro y se acomodó en el asiento del cupé. Transcurrió media hora. Alee Rush volvió la cabeza y chavó la dorada dentadura en el cigarro.
A menos de seis metros del cupé, en la puerta de un garaje, pasaba el rato un joven moreno, de pómulos marcados y hombros altos y rectos. Tenía la nariz grande. Vestía un traje marrón, del mismo color que los ojos, que no parecían hacer caso de nada en medio de la delgada bocanada de humo azul que escapaba de la colilla de un lánguido cigarrillo.
Alec Rush se quitó el cigarro de la boca, lo estudió, sacó la navaja del bolsillo para recortar el extremo mordido, volvió a ponerse el cigarro en la boca y la navaja en el bolsillo y, a partir de ese momento, fue tan indiferente a lo que pasaba en Mount Royal Avenue como el joven que estaba a sus espaldas. Éste se adormeció en el portal. El otro dormitó dentro del coche. La tarde se arrastró lentamente hacia la una, hacia la una y media.
Hubert Landow salió del edificio de apartamentos y desapareció muy pronto en el dos plazas azul. Su partida no inmutó a ninguno de los dos hombres inmóviles, y menos aún sus miradas. Sólo después de un cuarto de hora, uno de ellos se dignó moverse.
En ese momento, el joven moreno abandonó el portal. Caminó calle arriba, sin prisa, con pasos cortos, casi remilgados. Cubierto con un sombrero negro, Alec Rush dio la espalda al joven, que pasó junto al cupé negro; quizá fue casual, pues nadie podía asegurar que el feo se había dignado mirar al otro desde que lo avistó por primera vez. El joven moreno miró con indiferencia la nuca del detective. Deambuló calle arriba hacia el edificio de apartamentos que Landow había visitado, subió ha escalinata y se perdió en su interior.
En cuanto el joven moreno desapareció, Alec Rush tiró el puro, se desperezó y encendió el motor del cupé. A cuatro manzanas y dos giros de Mount Royal Avenue, se apeó del vehículo y lo dejó cerrado y vacío delante de una iglesia de piedra gris. Regresó a Mount Royal Avenue y se detuvo en una esquina, a dos calles de la posición anterior.
Esperó media hora más hasta que el joven moreno apareció. Alec Rush compraba un puro en un estanco con escaparate de cristal cuando el otro pasó a su lado. El joven subió al tranvía en North Avenue y encontró asiento. El detective subió al mismo tranvía en la parada siguiente y permaneció de pie en la plataforma trasera. Alertado por la significativa inclinación hacia adelante de los hombros y la cabeza del joven, Alec Rush fue el primer pasajero en bajar en Madison Avenue y el primero en subir a otro tranvía que se dirigía hacia el sur. También fue el primero en apearse en Franklin Street.
El joven moreno se dirigió en línea recta a una pensión de esa calle al tiempo que el detective se apoyaba en el escaparate de una tienda de la esquina especializada en maquillaje para actores. Allí estuvo hasta las tres y media. Cuando el joven moreno salió a la calle, echó a andar -mientras Alec Rush le pisaba los talones- hasta Eutaw Street, cogió el tranvía y viajó hasta Camden Station.
En la sala de espera de la estación, el joven moreno encontró a una joven que lo miró torvamente y preguntó
—¿Qué demonios estuviste haciendo?
Al pasar junto a ellos, el detective oyó el enfadado saludo, pero la respuesta del joven fue susurrada, y tampoco volvió a oír una sola de las respuestas de la joven. Hablaron cerca de diez minutos, de pie, en un extremo vacío de la sala de espera, de modo que Alec Rush no pudiera acercarse a ellos sin llamar la atención.
La muchacha se mostraba impaciente, porfiada. El joven parecía darle explicaciones, tranquilizarla. De vez en cuando gesticulaba con las manos castigadas pero hábiles de un buen mecánico. Su acompañante se mostró más afable. Era baja y cuadrada, parecía escuetamente tallada a partir de un cubo. Como era de prever, su nariz era corta y el mentón cuadrado. Superado el enfado inicial, ahora se veía que poseía una cara alegre, un rostro vivaracho, belicoso y bien irrigado que anunciaba a bombo y platillo una vitalidad inagotable. Ese anuncio estaba presente en todos sus rasgos, desde las puntas animadas de su corta cabellera castaña hasta la posición enraizada de sus pies sobre el suelo de cemento. Vestía ropa oscura, poco llamativa y cara, pero no la lucía con donaire pues colgaba desaliñadamente aquí y allá, sobre su cuerpo macizo.
El joven asintió enérgicamente en varias ocasiones, se tocó la visera de la gorra con dos dedos descuidados y salió a la calle.
Alec Rush lo dejó partir sin seguirlo. Fue detrás de la joven cuando ésta se encaminó lentamente hacia las puertas de hierro de la estación, avanzó junto a la taquilla del equipaje y salió a la calle. Aún la seguía cuando la muchacha se unió al grupo de compradores de las cuatro de la tarde en Lexington Street.
La joven fue de compras con la entusiasta actitud de alguien que no tiene preocupaciones. En los segundos grandes almacenes que visitó, Alec Rush la dejó ante un mostrador de encajes mientras él avanzaba, tan rápida y directamente como podía en medio de los animados clientes, en dirección a una mujer alta, de hombros gruesos, canosa y vestida de negro que parecía esperar a alguien junto a la escalera.
—¡Hola, Alec! — saludó la mujer cuando el detective le tocó el brazo y sus ojos vivaces contemplaron con verdadera alegría la tosca cara de Rush-. ¿Qué haces en mi territorio?
—Tengo una mechera para ti -murmuró-. La chica fornida, vestida de azul, junto al mostrador de los encajes. ¿Sabes de quién te hablo?
La detective de la tienda echó un vistazo y asintió.
—Sí, Alec, muchas gracias. ¿Estás seguro de que es una ratera?
—¡Venga ya, Minnie! — se quejó y su voz ronca soltó un gruñido metálico-. ¿Me crees capaz de darte un dato falso? Tomó el camino del sur con un par de prendas de seda y es harto probable que a estas alturas tenga algunos encajes.
—Hmmm, hmmm -masculló Minnie-. Entendido. En cuanto pise la accra estaré a su lado.
Alec Rush volvió a rozar el brazo de la detective.
—Me gustaría seguirla -explicó-. ¿Qué te parece si le pisamos un rato los talones y averiguamos qué trama antes de cazarla?
—De acuerdo si no nos lleva todo el día -aceptó ella.
Cuando la joven fornida y vestida de azul abandonó la sección de encajes y los grandes almacenes, los detectives la siguieron, la acompañaron al interior de otra tienda y aunque quedaron demasiado rezagados para comprobar si estaba robando se dieron por satisfechos con vigilarla. De esa tienda salió la joven, se dirigió a la parte más sórdida de Pratt Street y entró en una misérrima casa de tres plantas dividida en varios pisos amueblados.
A dos manzanas de distancia, un policía giraba en la esquina.
—Vigila el edificio mientras voy a buscar al uniformado -ordenó Alec Rush.
Al regresar con el policía, vio que la detective de la tienda aguardaba en el vestíbulo.
—Primer piso -informó Minnie.
A sus espaldas la puerta permanecía abierta y permitía entrever un oscuro pasillo y el pie de la escalera cubierta por una gastada moqueta.
En el sombrío pasillo apareció una mujer delgada y desaliñada, con un arrugado vestido de algodón gris, que preguntó quejumbrosa al tiempo que avanzaba:
—¿Qué buscan aquí? Tengo una casa decente. Quiero que sepan y que comprendan que yo...
—En el primer piso vive una chica fornida de ojos oscuros -cacareó Alec Rush-. Muéstrenos cuál es su puerta.
La cara delgada de la mujer se convirtió en infinitas líneas de sorpresa y sus ojos mortecinos se ensancharon como si confundiera la aspereza de la voz del detective con la brusquedad de las grandes emociones.
Tartamudeó algo y recordó la primera regla de la administración de una pensión sospechosa: no te interpongas nunca en el camino de la policía.
—Les mostraré la puerta -aceptó, se levantó con una mano la falda arrugada y los guió escaleras arriba.
Sus dedos delgados golpearon la puerta cercana a la escalera.
—¿Quién es? —preguntó una voz femenina indiferentemente seca.
—La casera.
La chica fornida y vestida de azul, ahora sin sombrero, abrió la puerta. Alec Rush encajó su enorme pie para impedir que la cerrara al tiempo que la casera decía:
—Aquí la tienen.
—Tendrá que acompañarnos -afirmaba simultáneamente el policía.
—Querida, nos gustaría entrar y hablar contigo -apostillaba Minnie.
—¡Dios mío! — exclamó la joven-. Creo que están cometiendo un lamentable error.
—En absoluto -dijo Alec Rush con voz ronca, dio un paso al frente y mostró su espeluznante sonrisa amistosa-. Vayamos a un sitio donde podamos conversar.
Con un simple movimiento de su desgarbada osamenta, un paso para aquí y medio paso para allá, y girando su fea cara hacia éste y hacia aquélla, Alec Rush guió a su antojo al pequeño grupo, despidió a la avinagrada casera e hizo pasar a todos a las habitaciones de la chica.
—Recuerden que no sé de qué va ha cosa -dijo la chica cuando llegaron a la sala, una estrecha habitación donde el azul luchaba con el rojo sin llegar a ser violeta-. Es fácil llevarse bien conmigo y si le parece que éste es el sitio adecuado para hablar de lo que usted quiere hablar, ¡adelante! Pero si confía en que yo suelte el rollo, tendrá que espabilarse.
—Raterías, querida -dijo Minnie y se inclinó para palmearle el brazo a la chica-. Trabajo en Goodbody’s.
—¿Supone que he birlado algo? ¿Ésa es ha cuestión?
—Sí, exactamente. Claro que sí, eso es -Alec Rush no dejó lugar a dudas.
La muchacha entrecerró los ojos, hizo morritos con los labios pintados de rojo y miró al feo de soslayo.
—Estoy de acuerdo -anuncié-, siempre que Goodbody’s quiera hacerme cargar con las culpas... así podré ponerle un pleito por un millón cuando fracase. No tengo nada que declarar. Lléveme a la comisaría.
—Hermana, ya te llevaremos a la comisaría -aseguró el feo afablemente-. Nadie te sacará del apuro. Dime, ¿te molesta que eche un vistazo a tu casa?
—¿Tiene algún papel firmado por un juez en el que diga que está autorizado?
—No.
¡Entonces no echará ni una ojeada!
Alec Rush rió entre dientes, se metió las manos en los bolsillos del pantalón y deambulé por las habitaciones, comprobando que había tres. Salió del dormitorio portando en la mano una foto en un marco de plata.
—¿Quién es? — preguntó el detective a la chica.
—Averígüelo si puede.
—Es lo que intento -mintió Alec Rush.
—¿No es más que un incompetente! — se enfureció la chica-. ¡Sería incapaz de encontrar agua en el océano!
Alec Rush rió con ronca alegría. Podía darse ese lujo. La foto que tenía en la mano era de Hubert Landow.
El ocaso rodeaba la iglesia de piedra gris cuando el propietario del cupé abandonado regresó al coche. La chica fornida -dijo llamarse Polly Vanness- fue fichada y encerrada en una celda de la comisaría de Southwestern. En su piso aparecieron cantidades ingentes de mercancías robadas. Aún llevaba encima la cosecha de esa tarde cuando Minnie y una matrona de la comisaría la registraron. Se había negado a hablar.
El detective no mencionó que conocía al sujeto de la foto ni habló del encuentro de la chica con el joven moreno en la estación de tren. Ninguna de las cosas aparecidas en su vivienda esclareció esas cuestiones.
Como había cenado antes de regresar al coche, Alec Rush puso rumbo a Charles-Street Avenue. Al pasar frente a ha residencia Landow, vio encendidas las luces de costumbre. Algo más lejos giró el cupé para que apuntara hacia el centro y aparcó junto al bordillo, en una zona oculta por los árboles, desde la que divisaba la casa.
Se hizo noche cerrada y nadie salió ni entró en casa de los Landow.
Unas uñas golpearon el cristal de la ventanilla del cupé.
Divisé a un hombre. En la oscuridad no se podía decir nada sobre él, salvo que no era corpulento y que debía de haberse acercado sigilosamente desde la parte posterior del coche para que el detective no se apercibiera de su presencia.
Alec Rush extendió la mano y abrió ha portezuela.
—¿Tienes fuego? — preguntó el hombre.
El detective titubeé, le ofreció una caja de cerillas y dijo:
—Sí.
El hombre encendió un fósforo e iluminé su cara morena y joven, de nariz grande y pómulos altos: era la misma persona a la que Alec Rush había seguido esa tarde.
Sólo el joven moreno dio señales de haber reconocido al detective:
—Suponía que eras tú -dijo llanamente mientras acercaba el fósforo encendido al cigarrillo-. Tal vez no sepas quién soy, pero te conocí cuando formabas parte de la policía.
—Sí -el ex sargento de la Brigada de Detectives no dio el menor tono a su ronco monosflabo.
—Aunque no estaba seguro, me pareció verte esta tarde entre el gentío de Mount Royal -prosiguió el joven, que subió al cupé, se sentó junto al detective y cerró ha portezuela-. Soy Scutthe Zeipp. No soy tan famoso como Napoleón, de modo que tampoco pasa nada si jamás has oído mi nombre.
—Sí.
—iÉsa es la cuestión! Si se te ocurre una buena respuesta, cíñete a ella -súbitamente el rostro de Scuttle Zeipp se convirtió en una máscara broncínea bajo el brillo del cigarrillo-. Bastará con que des la misma respuesta a la próxima pregunta. ¿Estás interesado en los Landow? Sí -añadió burlándose roncamente de la voz del detective. Otra calada iluminé su rostro y las palabras salieron envueltas en humo, a medida que se extinguía el brillo de la colilla-. Supongo que querrás saber qué hago merodeando. No es un secreto. Te lo diré. Me han dado quinientos pavos para que me cargue a la chica... dos veces. ¿Qué te parece?
—Ya te he oído -respondió Alec Rush-. Cualquiera que sabe hablar puede soltar una sarta de tonterías.
—¿Una sarta de tonterías? Ya lo creo -reconoció Zeipp alegremente-. También es una tontería cuando el juez dice «Ahorcado hasta que muera y que Dios se apiade de su alma». Muchas cosas son pura cháchara, pero eso no les impide ser reales.
—¿Sí?
—¡Sí, hermano, sí! Escúchame bien: esto va de regalo. Hace un par de días me visitó cierta persona con una oferta de alguien que me conoce. ¿Te das cuenta? Esa cierta persona me preguntó cuánto quería por carganne una zorra. Pensé que mil eran suficientes y lo dije. Le pareció excesivo. Quedamos en quinientos. Recibí doscientos cincuenta y el resto a cobrar cuando se enfriara la historia Landow. No estaba mal por tratarse de una cosa fácil... una bala a través de la portezuela del coche, ¿eh?
—Venga ya, ¿a qué esperas? — preguntó el detective-. ¿Quieres convertirlo en una travesura fantasiosa... matarla el día de su cumpleaños o un festivo?
Scuttle Zeipp chasqueó los labios y, en medio de la oscuridad, hundió un dedo en el pecho del detective.
—¡Ni soñarlo, hermano! ¡Parece que pienso más rápido que tú! Escucha: me guardo los doscientos cincuenta de adelanto y vengo a reconocer a fondo el terreno para no toparme con algún imprevisto. Mientras fisgoneo, encuentro a otra persona que hace lo mismo. Esta segunda persona me tantea, pero yo soy muy listo y la suerte me sonrió. Fue directo al grano. ¿Sabes qué me preguntó? ¡Quería saber cuánto cobro por cargarme una zorra! ¿Sería la misma que la otra quería cargarse? ¡Te aseguro que sí! No soy tonto. Cobro doscientos cincuenta pavos más y recibiré mucho más cuando termine la faena. ¿Me crees capaz de hacerle algo a la bella Landow? Si lo creyeras, serías un imbécil. Ella es mi seguro. Si vive hasta que yo destape la olla, será más vieja que tú o que la bahía. Por ahora me han dado quinientos. ¿Hay algún problema en rondar la zona y esperar a que aparezcan otros clientes que no la quieren? Si dos quieren comprarle eh billete para sacarla de este mundo, ¿por qué no más? La respuesta es afirmativa. Y apareces tú, que también estás fisgoneando. Esta es la historia, hermano, mira, degusta y toca.
En la oscuridad del interior del cupé reina el silencio varios minutos, hasta que la áspera voz del detective pregunté con escepticismo:
—¿Quiénes son los que quieren quitarla de en medio?
—¿Estás loco? — lo reprendió Scuttle Zeipp-. Te estoy contando la historia, pero no pienso dar nombres.
—¿Y para qué me la cuentas?
—¿Para qué? Porque de alguna manera estás en el medio. Si nos estorbamos, ninguno obtiene beneficios. Si no aunamos esfuerzos, el chanchullo se irá al carajo. Ya he ganado quinientos con la Landow. Eso me pertenece, pero un par de hombres que saben lo que se hacen pueden recoger mucho más. Eso digo. Te propongo que compartamos a partes iguales todo lo que podamos obtener. Pero ¡no te daré los nombres de mis personas! No me molestaría delatarlas, pero no soy tan rata como para decirte quiénes son.
Alec Rush farfullé y planteé otra pregunta ambigua.
—Scutthe, ¿por qué confías tanto en mí?
El asesino a sueldo rió sagazmente.
—¿Por qué no? Eres un buen tipo. Sabes aceptar un beneficio si te lo ofrecen. No te echaron de la pohi por ser tan inocente. Además, en el caso de que quisieras traicionarme, ¿qué podrías hacer? Te será imposible demostrar todo lo que te he contado. Ya te dije que no pretendo que la mujer sufra el menor daño. Ni siquiera estoy armado. Pero eso son tonterías. Tienes la cabeza bien puesta y conoces el paño. ¡Alec, tú y yo podemos conseguir un pastén!
Volvió a reinar el silencio hasta que el detective habló lenta y reflexivamente:
—En primer lugar, tendríamos que averiguar los motivos por los que tus personas quieren acabar con la chica. ¿Sabes algo?
—Nada de nada.
—Por lo que has dicho, entiendo que las dos son mujeres.
Scuttle Zeipp se mostró indeciso.
—Sí -admitió-. Pero no me preguntes nada sobre ellas. En primer lugar, no sé nada y, en segundo, no soltaría prenda aunque lo supiera.
—Sí -cacareó el detective como si comprendiera la retorcida idea de lealtad de su compañero-. Si son mujeres, cabe la posibilidad de que este rollo tenga que ver con un hombre. ¿Qué opinas de Landow? Parece un tío guapo.
Scutthe Zeipp se incliné y volvió a hundir un dedo en el pecho del detective.
—¡Alec, has dado en el blanco! ¡Es posible, ya lo creo que podría ser por eso!
—Sí -reconoció Alec Rush mientras manoseaba las palancas del coche-. Saldremos de aquí y nos mantendremos alejados hasta que yo he haya echado un vistazo.
El detective paro el cupé en Franklin Street, a media manzana de la pensión hasta la que, por la tarde, había seguido al joven.
—¿Quieres apearte aquí? — pregunté.
Scutthe Zeipp miró de soslayo y de forma inquisitiva el desagradable rostro del hombre mayor.
—¿Por qué no? — respondió el joven-. De todos modos, eres un adivino de primera -se detuvo con la mano en la portezuela-. Alec, ¿trato hecho? ¿Vamos a medias?
—Yo diría que no -Alec Rush le sonrió con horripilante afabilidad-. Scuttle, eres un buen chico y si surge alguna ganga recibirás tu parte, pero no esperes que haga causa común contigo.
Zeipp entrecerró los ojos y sonrió hasta mostrar una dentadura amarillenta bien emparejada.
—Maldito gorila, serías capaz de venderme y yo te... -se burló de la amenaza y su rostro moreno volvió a adoptar una expresión joven y despreocupada-. no te saldrás con la tuya. No me equivoqué al decidir que compartiría tu suerte. Lo que tú digas irá a misa.
—Sí -confirmé el feo-. Manténte alejado de la residencia hasta que yo te avise. Ven a verme mañana. Busca las señas de mi despacho en el listín. Hasta pronto, chico.
—Hasta pronto, Alec.
Por la mañana Alec Rush se dedicó a investigar a Hubert Landow. En primer lugar fue al Ayuntamiento y echó un vistazo a los libros grises donde se anotan todas las licencias matrimoniales. Averiguó que Hubert Britman Landow y Sara Falsoner se habían casado hacía seis meses.
El apellido de soltera de la chica enturbió los ojos inyectados en sangre del detective. El aire escapó ruidosamente por sus fosas nasales aplastadas. «¡Sí, sí, sí!», dijo casi para sus adentros, con tanto ímpetu que un delgado pasante que estaba a su lado y consultaba otros expedientes lo miró asustado y se apartó.
Al salir del Ayuntamiento, Alec Rush fue con el apellido de soltera de la novia a las redacciones de dos periódicos en las que, tras estudiar los archivos, compró un montón de diarios de hacía seis meses. Los llevó a su oficina, los abrió sobre el escritorio y puso manos a la obra con la tijera. Después de recortar y descartar el último había sobre su escritorio un grueso fajo de recortes.
Alec Rush los ordenó cronológicamente. Encendió un puro, acomodó los codos sobre el escritorio, se sujetó la fea cabeza entre las palmas de las manos y se puso a leer una historia que la gente de Baltimore aficionada a la prensa había conocido medio año atrás.
Depurada de comentaroos impertinentes y digresiones, la historia era básicamente la siguiente:
Jerome Falsoner, de cuarenta y cinco años, era un solterón que vivía solo en un piso de Cathedral Street, y que disfrutaba de una renta más que suficiente para asegurar su bienestar. Era un hombre alto pero de constitución delicada, tal vez a causa de una indulgencia desmedida en los placeres para un fisico que, en principio, no era muy fuerte. Era muy conocido, al menos de vista, por todos los noctámbulos de Baltimore y por aquellos que frecuentaban hipódromos, garitos y reñideros clandestinos que, de vez en cuando, operan fugazmente en los sesenta kilómetros de zona rural que separan Baltimore de Washington.
Una tal Fanny Kidd, que como tenía por costumbre se presentó a las diez en punto de la mañana para limpiar la casa de Jerome Falsoner, lo encontró tendido boca arriba en la sala, mirando con los ojos muertos un punto del techo, un punto brillante que reflejaba la luz del sol... que la reflejaba en el mango metálico de su cortapapeles clavado en el pecho.
La investigación policial demostró cuatro hechos:
En primer lugar, Jerome Falsoner llevaba muerto catorce horas cuando Fanny Kidd lo encontró, lo que situaba su asesinato alrededor de las ocho de la noche anterior.
En segundo lugar, las últimas personas que, por lo que se supo, lo vieron vivo, fueron Madehine Boudin, una mujer de la que había sido íntimo, y tres amigos de ella. Lo vieron vivo entre las siete y media y las ocho, o menos de media hora antes de su muerte. Se dirigían a una casa de campo a orillas del río Severn y Madehine Boudin dijo a los demás que quería ver a Falsoner antes de partir. Los demás se quedaron en el coche mientras ella tocaba el timbre. Jerome Falsoner abrió la puerta y la mujer entró. Salió diez minutos más tarde y se reunió con sus amigos. Jerome Falsoner la acompañó a la puerta y saludó con la mano a uno de los hombres que viajaba en el coche, Frederick Stoner, que apenas conocía a Falsoner y que estaba relacionado con la oficina del fiscal del distrito. Dos mujeres que charlaban en la escalinata de la casa de enfrente también vieron a Falsoner y la partida de Madeline Boudin y sus amigos.
En tercer lugar, la heredera y única pariente directa de Jerome Falsoner era su sobrina Sara Falsoner que, por un capricho del azar, contraía matrimonio con Hubert Landow a la misma hora en que Fanny Kidd descubría el cadáver de su patrón. Sobrina y tío apenas se trataban. Se demostró concluyentemente que la sobrina -durante unos pocos días las sospechas de la policía se centraron en ella- había estado en casa, en su apartamento de Carey Street, desde las seis de la tarde de la fecha del asesinato hasta las ocho y media de la mañana siguiente. Su marido, a la sazón su prometido, había estado con ella desde las seis hasta las once de la noche. Antes de ha boda, la chica había trabajado como taquígrafa en el mismo banco donde prestaba sus servicios Ralph Millar.
En cuarto lugar, dos días antes del asesinato Jerome Falsoner, que no poseía un carácter que pudiera considerarse tranquilo, había discutido con el islandés Einer Jokumsson en una casa de juego. Jokumsson lo había amenazado. El islandés -un individuo fornido y grueso, de pelo y ojos oscuros- desapareció de su hotel, dejando el equipaje, el día que se descubrió el cadáver y desde entonces nadie le había visto el pelo.
Después de leer minuciosamente el último recorte, Alec Rush se meció en la silla y miró el techo con pensativa expresión de monstruo. Luego se enderezó, consultó el listín y decidió marcar el número del banco donde trabajaba Ralph Millar. En cuanto supo el número cambió de idea.
—No importa -dijo por el auricular y llamó a Goodbody’s.
Cuando se puso, Minnie le contó que Polly Vanness fue identificada como Polly Bangs, detenida dos años atrás en Milwaukee por ratería y condenada a dos años de cárcel. Minnie añadió que esa misma mañana habían puesto en libertad bajo fianza a Polly Bangs.
Alec Rush colgó y revisó los recortes hasta encontrar la dirección de Madehine Boudin, la mujer que había visitado a Falsoner poco antes de su muerte. Las señas correspondían a Madison Avenue. Allá lo llevó su cupé.
No, la señorita Boudin no vive aquí. Sí, había vivido aquí, pero se mudé hace cuatro meses. Tal vez ha señora Blender, del segundo piso, conozca sus señas actuales. La señora Blender no las sabía. Estaba enterada de que la señorita Boudin se había mudado a un edificio de apartamentos de Garrison Avenue, pero suponía que esas no eran sus señas actuales. Al llegar a la vivienda de Garrison Avenue, Alec Rush averiguó lo siguiente: la señorita Boudin se había mudado hacía un mes y medio... a un sitio de Mount Royal Avenue. Nadie sabía el número.
El cupé trasladó a su feo propietario a Mount Royal Avenue, hasta el edificio de apartamentos que el día anterior habían visitado Hubert Landow y, a continuación, Scuttle Zeipp. En portería preguntó por Walter Boyden, pues pensaba que vivía allí. El portero no tenía noticias de Walter Boyden. Sin embargo, el 604 estaba ocupado por la señorita Boudin, que se apellidaba B-o-u-d-i-n y vivía sola.
Alec Rush abandonó el edificio y volvió a montar en su coche. Entornó sus ojos enrojecidos y coléricos y asintió satisfecho trazando con el dedo un pequeño círculo en el aire. Después regresó a su oficina.
Volvió a marcar el número del banco, pidió que le pusieran con Ralph Millar y lo hicieron en seguida.
—Soy Rush. ¿Puede venir inmediatamente a mi oficina?
—¿Qué pasa? Por supuesto. ¿Cómo... cómo...? Sí, voy para allá.
La sorpresa que transmitía la voz de Millar a través del teléfono había desaparecido cuando llegó a la oficina del detective. No hizo ninguna pregunta relativa al hecho de que el detective conociera su identidad. Aunque hoy vestía traje marrón, llamaba tan poco la atención como ayer de gris.
—Pase y siéntese -lo recibió eh feo-. Señor Millar, necesito unos datos.
La delgada boca de Millar se tensé y frunció el entrecejo con terca reserva.
—Rush, pensé que habíamos acharado ese punto. Ya he dije...
Alec Rush miró a su cliente con afable aunque aterradora exasperación.
—Ya sé lo que me dijo -lo interrumpió-. Eso fue en el pasado y ahora estamos en el presente. El asunto se está desenredando y apenas veo lo suficiente, de modo que puedo liarme en esta historia si no estoy alerta.
Encontré a su hombre misterioso y hablé con él. Tenía razón, seguía a la señora Landow. Según cuenta, lo contrataron para matarla.
Millar se levanté de un salto y se incliné sobre el escritorio amarillo, aproximando su cara a la del detective.
—¡Dios mío! Rush!, ¿qué ha dicho? ¿La quiere matar?
—Vamos, vamos, tómelo con calma. No la matará. Creo que no tiene la menor intención de matarla, pero asegura que le pagaron para cargársela.
—¿Lo ha detenido? ¿Ha encontrado al hombre que lo contrató?
El detective bizqueó con los ojos inyectados en sangre y estudió la expresión apasionada de su cliente.
—A decir verdad, no he hecho ni lo uno ni lo otro -respondió serenamente cuando acabó de estudiarlo-. En este momento la joven no corre el menor peligro. Puede que el muchacho me engañara o me dijera la verdad, pero sea como fuere no me habría contado nada si hubiese tenido intención de actuar. Yendo al fondo del asunto, señor Millar, ¿quiere que el muchacho sea detenido?
—¡Sí! Mejor dicho... -Millar se apartó del escritorio, se dejó caer flojamente en la silla y se tapó la cara con manos temblorosas-. ¡Dios mío, Rush, no lo sé!
—Exactamente- confirmó Ahec Rush-. Ése es el meollo. La señora Landow es la sobrina y la heredera de Jerome Falsoner. Trabajaba en su banco. Se casó con Landow la misma mañana en que apareció el cadáver de su tío. Ayer Landow visitó el edificio donde vive Madeline Boudin. Fue la última persona conocida que estuvo en casa de Falsoner antes de que lo asesinaran. Y su coartada es tan irrecusable como la de los Landow. El hombre que dice que lo contrataron para matar a la señora Landow también visitó ayer el edificio donde vive Madehine Boudin. Lo vi entrar. Lo vi reunirse con otra mujer. Esta última es una ratera. En su vivienda encontré una foto de Hubert Landow. El moreno sostiene que lo contrataron dos veces para matar a la señora Landow... lo contrataron dos mujeres, ninguna de las cuales sabe que la otra también lo hizo. No quiso decirme quiénes son, pero no era necesario.
La voz ronca cesó y Alec Rush cedió la palabra a Millar. Durante un rato Millar permaneció mudo. Su mirada era desesperadamente desmesurada y perdida. Alec Rush alzó una manaza, la cerró hasta formar un puño casi perfectamente esférico y golpeó el escritorio con suavidad.
—Éstos son los hechos, señor Millar -añadió-. Es un buen embrollo. Pero no se preocupe, si me cuenta lo que sabe, desenredaremos la madeja. Si no habla... ¡no cuente conmigo!
Aunque a duras penas, Millar encontró palabras con las que expresarse:
—¡Rush, no puede abandonar! ¡No puede dejarme a mí... a nosotros..., a ella..., a todos en la estacada! No es... Usted no será capaz de...
Alec Rush meneó su fea cabeza en forma de pera para resaltar lentamente su determinación.
—Aquí tenemos un asesinato y Dios sabe qué más. No me gusta jugar con los ojos vendados. ¿Cómo puedo saber cuáles son sus intenciones? O me dice lo que sabe, absolutamente todo, o más vale que contrate a otro detective. Es mi última palabra.
Ralph Millar entrelazó los dedos, apretó los labios contra los dientes y suplicó al detective con expresión de acoso.
—No lo haga, Rush -imploré-. Ella aún corre peligro. Aunque esté en lo cierto cuando dice que ese hombre no la atacó, tampoco está a salvo. Las mujeres que lo contrataron pueden apelar a otro matón. Rush, tiene que protegerla.
—¿Sí? En ese caso, usted tendrá que ser explícito.
—¿Tendré que ser...? Sí, Rush, hablaré. Le diré todo lo que quiera saber. Pero prácticamente no sé nada o casi nada más que lo que usted ya ha averiguado.
—¿La joven trabajaba en su banco?
—Sí, en mi sección.
—¿Y dejó el puesto para casarse?
—Sí. Mejor dicho... No, Rush, la verdad es que la despidieron. Fue una injusticia pero...
—¿Cuándo ocurrió?
—El día antes de... el día antes de su boda.
—Explíquese.
—Tenía... Rush, antes tendré que explicarle su situación. Sara es huérfana. Ben Falsoner, su padre, tuvo una juventud disipada... tal vez no sólo su juventud tuvo esas características, pues estoy convencido de que todos los Falsoner están cortados con el mismo patrón. Sea como fuere, Ben discutió con su padre, el viejo Howard Falsoner, que lo borró del testamento, pero no del todo. El viejo esperaba que Ben se enmendara y, en tal caso, estaba decidido a dejarle algo. Lamentablemente confió en su otro hijo, Jerome. El viejo Howard Falsoner redactó un testamento por el cual la renta de sus bienes iba a parar a manos de Jerome en vida de éste.
Jerome debía mantener a su hermano Ben según considerara adecuado. O sea que tenía libertad absoluta para disponer de los bienes. Podía dividir la renta a partes iguales, pasarle una miseria o no darle nada, según la conducta de Ben. A la muerte de Jerome, los bienes se dividirían a partes iguales entre los nietos del viejo. En teoría, era un acuerdo sensato, pero en la práctica no lo fue porque estaba en manos de Jerome Falsoner. ¿Lo conoció? Bien, era la última persona a la que se podía confiar un arreglo de esta naturaleza. Ejerció su poder hasta las últimas consecuencias. Jamás pasó un céntimo a Ben Falsoner. Hace tres años murió Ben y la chica, su única hija, ocupó la posición del padre con respecto a los bienes del abuelo. Su madre ya había muerto. Jerome Falsoner jamás le pasó un céntimo. Ésta era su situación cuando hace dos años entró a trabajar en eh banco. No fue agradable. Sara tiene, por lo menos, un toque de la temeridad y la excentricidad de los Falsoner. Y allí estaba: heredera de cerca de dos millones de dólares, ya que Jerome nunca contrajo matrimonio y ella es la única nieta, pero sin ninguna renta salvo su salario, que no era muy alto. Contrajo deudas. Supongo que en ocasiones intentó ahorrar, pero apretarse el cinturón resultaba doblemente desagradable al pensar que dos millones de dólares estaban a la vuelta de la esquina. Al final, los altos cargos del banco supieron que estaba endeudada. De hecho, uno o dos cobradores se presentaron en la oficina. Como trabajaba en mi sección, tuve el desagradable deber de advertirla. Se comprometió a pagar sus deudas y a no contraer nuevas y supongo que lo intentó, pero no tuvo mucho éxito. Nuestros jefes están chapados a la antigua, son ultraconservadores. Hice todo lo que pude por salvarla, pero fue inútil. No querían una empleada que estaba endeudada hasta el cuello.
Millar hizo una pausa, miró tristemente el suelo y prosiguió:
—Tuve la desagradable misión de tener que comunicarle que sus servicios ya no eran necesarios. Intenté... Fue espantosamente desagradable. Ocurrió el día antes de su boda con Landow. Fue... -hizo otra pausa. Como si no se le ocurriera nada más, Millar repitió-: Sí, ocurrió el día antes de su boda con Landow -volvió a mirar tristemente el suelo.
Alec Rush, que durante el relato había permanecido inmóvil como la escultura monstruosa de una antigua iglesia, se inclinó sobre el escritorio y preguntó con voz ronca:
—¿Quién es Hubert Landow? ¿A qué se dedica?
Ralph Millar negó cabizbajo.
—No lo conozco. Lo he visto pero no sé nada de él.
—¿Y la señora Landow nunca lo mencioné? Quiero decir, ¿nunca habló de él mientras fue empleada del banco?
—Es posible, pero no me acuerdo.
—¿Y entonces no supo qué pensar cuando se enteró de que ella se había casado con él?
El hombre más joven lo miró con sus ojos pardos y aterrados.
—Rush, ¿adónde quiere llegar? No pensará que... Sí, como acaba de decir, me sorprendí. ¿Adónde quiere ir a parar?
—La licencia matrimonial fue entregada a Landow cuatro días antes de la boda, cuatro días antes de que apareciera el cadáver de Jerome Falsoner -respondió el detective, haciendo caso omiso de la angustiada y reiterada pregunta de su cliente.
Millar se mordió una uña y, desesperado, meneó la cabeza.
—No sé adónde quiere ir a parar -murmuró con el dedo en la boca-. Este asunto es realmente desconcertante.
—Señor Millar, ¿no es verdad que usted tenía con Sara Falsoner una relación más amistosa que con cualquier otro compañero de trabajo? — la voz del detective retumbé en la oficina con su ronca insistencia.
El joven levantó ha cabeza y miró a Alec Rush..., sostuvo su mirada con ojos pardos obstinadamente firmes.
—La verdad es que pedí a Sara Falsoner que se casara conmigo el día que dejó su puesto -respondió quedamente.
—Sí. Y entonces ella...
—Y entonces ella... Supongo que la culpa fue mía. Fui torpe, tosco, lo que le parezca. Sólo Dios sabe lo que Sara pensó: que le pedía que se casara conmigo por compasión, que intentaba imponerle el matrimonio despidiéndola cuando sabía que estaba hundida hasta el cuello en deudas. Pudo pensar cualquier cosa. De todas maneras, fue..., fue desagradable.
—¿Quiere decir que no sólo lo rechazó sino que... hmmm... que se mostró desagradable?
—Eso es lo que estoy diciendo.
Alec Rush se recosté en la silla e hizo nuevas muecas grotescas alzando sinuosamente un ángulo de su boca de labios llenos. Sus ojos enrojecidos estaban perversa y reflexivamente clavados en el techo.
—Lo único que podemos hacer es visitar a Landow y contarle lo que sabemos -concluyó el detective.
—¿Está seguro de que...? — objetó Millar indeciso.
—A menos que sea un actor extraordinario, está muy enamorado de su esposa -declaró el detective con absoluta certeza-. Y eso es suficiente para que tenga sentido contarle esta historia.
Millar seguía dubitativo.
—¿Está seguro de que es lo más sensato?
—Sí. Debemos contar esta historia a una de estas tres personas: él, ella o la policía. Creo que él es la opción más atinada, pero la decisión está en sus manos.
El joven asintió contrariado.
—Está bien, Pero no necesita contar conmigo, ¿verdad? — inquirió repentinamente alarmado-. Puede manejar las cosas de modo tal que yo no me vea involucrado. ¿Comprende lo que quiero decir? Ella es su esposa y resultaría muy...
—No se preocupe. Le cubriré las espaldas -prometió Alec Rush.
Sin dejar de doblar la tarjeta del detective con los dedos, Hubert Landow recibió a Alec Rush en la sala lujosamente amueblada del primer piso de la casa de Charles Street Avenue. Estaba de pie -alto, rubio y juvenilmente apuesto- en medio de la estancia, frente a la puerta, cuando entró el detective gordo, canoso, machacado y feo.
—¿Quería venne? Pase y tome asiento.
La actitud de Hubert Landow no era comedida ni campechana. Era exactamente la actitud que cabe esperar en un joven que recibe la visita inesperada de un detective con tan mala traza.
—Sí -declaró Alec Rush mientras se sentaban en sillas enfrentadas-. Tengo algo que comunicarle. No llevará mucho tiempo, pero parece un disparate. Puede o no que sea una sorpresa para usted, pero es muy serio, Espero que no piense que le estoy tomando el pelo.
Hubert Landow se echó hacia adelante con expresión de profundo interés.
—No se preocupe. Lo escucho.
—Hace un par de días seguí a un hombre que podría estar relacionado con un trabajo que me interesa. No es trigo limpio. Mientras lo seguía descubrí que se interesaba por sus asuntos y los de su esposa. Les ha pisado los talones tanto a usted como a ella. Ayer pasó el rato delante del edificio de apartamentos de Mount Royal Avenue que usted visitó, y luego entró personalmente.
—¿Qué demonios pretende? — se enfureció Landow-. ¿Cree que se trata de...?
—Espere -aconsejó el feo-. Espere a oír toda ha historia, luego me dará su opinión. Salió del edificio de apartamentos y se dirigió a Camden Station, donde se encontró con una joven. Hablaron un rato y más tarde ella fue detenida en unos grandes almacenes,., por ratera. Se llama Polly Bangs y ha cumplido condena en Wisconsin por eh mismo delito. Tenía una foto suya en el tocador.
—¿Mi foto?
Alec Rush asintió plácidamente en la cara del joven que se había puesto de pie.
—Su foto. ¿Conoce a Polhy Bangs? Es una chica fornida, gruesa y pesada, de unos veintiséis años, pelo castaño y ojos pardos... de aspecto pícaro...
El rostro de Hubert Landow denotaba un profundo desconcierto.
—¡No! ¿Qué demonios hacía con mi foto? — inquirió-. ¿Está seguro de que era mi foto?
—No estoy absolutamente seguro, sino lo bastante como para no necesitar confirmación. Tal vez usted la ha olvidado o ella vio su foto en alguna parte y se la quedó porque le caía bien.
—¡Qué disparate! — el rubio se rebeló ante este piropo y se ruborizó tan vívidamente que a su lado la tez de Alec Rush era casi incolora-. Tiene que existir algún motivo racional. ¿Ha dicho que la detuvieron?
—Sí, pero ha salido en libertad bajo fianza. Permítamne proseguir el relato. Anoche el matón del que le hablé y yo estuvimos charlando. Afirma que lo contrataron para matar a su esposa.
Hubert Landow, que había vuelto a sentarse, se incorporó de manera tan brusca que la madera crujió ásperamente. Su cara, de color carmesí unos segundos antes, se puso blanca como el papel. En la estancia se percibió otro sonido distinto al del crujir de la silla: debilísimos jadeos amortiguados. Aunque el rubio no pareció oírlos, Alec Rush desviò unos instantes sus ojos inyectados en sangre y miró fugazmente una puerta que se cerraba al otro hado de la estancia.
Landow volvía a estar de pie, se inclinaba junto al detective y hundía los dedos en los hombros sueltos y musculosos del feo.
—¡Esto es horrible! — clamaba-. Tenemos que...
Se abrió la puerta que el detective había observado unos segundos antes. Apareció una joven bella y alta: Sara Landow. Su revuelta cabellera de color castaño enmarcaba un rostro muy blanco. Sus ojos parecían muertos. Avanzó lentamente hacia los hombres con el cuerpo echado hacia adelante, como si se protegiera de un vendaval.
—¡Hubert, es inútil -su voz sonó tan muerta como sus ojos-. Será mejor que lo afrontemos. Se trata de Madehine Boudin. Ha descubierto que asesiné a mi tío.
—¡Calla, cariño, calla! — Landow abrazó a su esposa e intentó serenarla posando una mano en su hombro-. No sabes lo que dices.
—Sí que lo sé -se zafó del abrazo de su marido y ocupó la silla que Alec Rush acababa de dejar-. Se trata de Madehine Boudin y tú lo sabes. Y ella sabe que maté a tío Jerome.
Landow se volvió hacia el detective y estiró ambas manos para sujetar el brazo del feo.
—Rush, no haga caso de lo que dice -suplicó-. Ultimamente no se encuentra bien. No sabe lo que dice.
Sara Landow rió con lánguida amargura.
—¿Así que no me he encontrado bien últimamente? — preguntó-. Es verdad, no me encuentro bien desde que lo maté. ¿Cómo podría estar bien después de lo que hice? Usted es detective -clavó sus ojos vacíos en Alec Rush-. Arrésteme, he matado a Jerome Falsoner.
Con los brazos en jarras y las piernas separadas, Alec Rush la miró severamente pero no dijo nada.
—¡Rush, no puede hacerlo! — Landow volvía a tirar del brazo del detective-. Hombre, ni lo intente. ¡Es absurdo! Usted...
—¿Donde encaja Madeline Boudin? — inquirió la voz ronca de Alec Rush-. Ya sé que era amiga de Jerome pero, ¿por qué quiere acabar con la vida de su esposa?
Landow vaciló, pasó el peso del cuerpo de un pie al otro y respondió muy a su pesar:
—Era la amante de Jerome y había tenido un hijo de él. Cuando se enteró, mi esposa insistió en pasarle una renta. Fue por este asunto por lo que ayer la visité.
—Sí. Volvamos a Jerome. Si no recuerdo mal, usted estaba en el apartamento de su esposa, con ella, cuando lo mataron, ¿no es así?
Sara Landow suspiró con desanimada impaciencia.
—¿Es necesario hablar de todo esto? — preguntó con voz baja y fatigada-. Yo lo maté. Nadie más lo hizo. Nadie más estaba presente cuando lo maté. Lo acuchillé con el cortapapeles después de que me atacara, gritó «¡No lo hagas! ¡No lo hagas!», se puso a llorar y cayó de rodillas. Huí corriendo.
Alec Rush paseó la mirada de la muchacha al hombre. La cara de Landow estaba húmeda de sudor, tenía los puños blancos y su pecho subía y bajaba agitado. Habló con voz tan ronca como la del detective, pero no tan alta.
—Sara, ¿puedes esperar aquí a que regrese? Sólo estaré fuera un rato, no más de una hora. Espera y no hagas nada hasta que vuelva.
—De acuerdo -aceptó la chica, sin mostrar curiosidad ni interés-. Hubert, te repito que no servirá de nada. Debí decirlo desde el principio. No sirve de nada.
—Espérame, Sara -rogó y ladeé la cabeza hacia la oreja deforme del detective-. ¡Rush, por amor de Dios, quédese con ella! — susurró y abandonó deprisa la estancia.
La puerta principal se cerró violentamente. El motor de un coche ronroneó, alejándose de la casa. Alec Rush se dirigió a la chica:
—¿Dónde está el teléfono?
—En la habitación contigua -respondió sin apartar la mirada del pañuelo que retorcía con los dedos.
El detective franqueó la puerta por la que había aparecido la joven y descubrió que daba a la biblioteca, en uno de cuyos ángulos estaba el teléfono. Al otro lado de la estancia, el reloj marcaba las cuatro menos veinticinco. El detective se acercó al teléfono, llamó a la oficina de Ralph Millar, preguntó por él y, cuando se puso, le dijo:
—Soy Rush. Estoy en casa de los Landow. Venga inmediatamente.
—No puedo, Rush. ¿Acaso no comprende mi...?
—¡Y un huevo! — se enfadó Alec Rush-. ¡Venga de inmediato!
La joven de los ojos muertos, que seguía jugueteando con el dobladillo del pañuelo, no alzó la mirada cuando el feo regresó. Ninguno habló. De espaldas a la ventana, Alec Rush consultó dos veces el reloj con mirada furibunda.
De la planta baja llegó el débil tintineo del timbre. El detective cruzó la estancia hasta la puerta del pasillo y bajó la escalera principal con pesada rapidez. Ralph Millar, cuyo rostro parecía un campo de batalla en el que combatían el temor y la turbación, estaba de pie en el vestíbulo y tartamudeaba algo ininteligible ante la criada que le había abierto la puerta.
Alec Rush apartó bruscamente a la sirvienta, hizo pasar a Millar y lo acompañó a la planta alta.
—Dice que mató a Jerome -murmuró al oído de su cliente mientras ascendían por la escalera.
Aunque Ralph Millar se puso temerosamente pálido, no mostró la menor sorpresa.
—¿Estaba enterado de que ella lo mató? — preguntó Alec Rush.
Millar hizo dos intentos por hablar, pero no emitió sonido alguno. Habían alcanzado el rellano del primer piso cuando exclamó:
—¡Aquehla noche la vi por la calle, caminando en dirección al domicilio de su tío!
Alec Rush bufó molesto y dirigió al joven hasta el lugar en el que se encontraba Sara Landow.
—Landow ha salido -explicó apresuradamente-. Tengo que irme. Quédese con ella. Está muy perturbada... es capaz de hacer cualquier cosa si la dejamos sola. Si Landow regresa antes que yo, pídale que me espere.
Antes de que Millar pudiera expresar la confusión que demudó su rostro, ya habían franqueado la puerta y entrado en la sala. Sara Landow levantó la cabeza. Se puso de pie como guiada por una fuerza invisible. Se irguió en toda su altura. Millar se quedó junto a la puerta. Se miraron cara a cara, como si ambos fueran presa de una fuerza que los unía y de otra que los repelía.
Alec Rush bajó torpe y silenciosamente la escalera y salió a la calle.
Al llegar a Mount Royal Avenue, divisó en seguida el dos plazas azul. Estaba vacío frente al edificio de apartamentos donde vivía Madehine Boudin. El detective pasó de largo y aparcó el cupé junto al bordillo, tres manzanas más abajo. Apenas había frenado cuando Landow salió corriendo del edificio, subió a su coche de un salto y se largó. Condujo hasta un hotel de Charles Street. El detective lo siguió.
Una vez en el hotel, Landow se dirigió directamente al salón escritorio. Estuvo media hora inclinado sobre una mesa, llenando hoja tras hoja con palabras escritas deprisa, mientras el detective permanecía en un ángulo apartado del vestíbulo, detrás de un periódico, y vigilaba la salida del salón escritorio. Landow salió con un abultado sobre en el bolsillo, abandonó el hotel, cogió su vehículo y condujo hasta las oficinas de un servicio de mensajería de St. Paul Street.
Estuvo cinco minutos en la mensajería. Al salir ignoró el dos plazas aparcado junto al bordillo y caminó hasta Calvert Street, donde abordó un tranvía en dirección norte. El cupé de Alec Rush se deslizó detrás del tranvía. Landow se apeó en Union Station y se dirigió a la taquilla. Acababa de pedir un billete de ida a Filadelfia cuando Alec Rush le palmeó el hombro.
Hubert Landow se volvió lentamente, con el dinero del billete aún en la mano. El hecho de reconocer al detective no alteró su cara de guapo.
—Sí, ¿qué quiere? — preguntó friamente.
Con su fea cabeza, Alec Rush señaló la taquilla y el dinero que Landow tenía en ha mano.
—No debería hacerlo -opinó- con voz ronca.
—Aquí tiene su billete-dijo el empleado a través de la ventanilla enrejada.
Ninguna de las personas les prestó la menor atención. Una mujer rolliza, que llevaba un vestido rosa, rojo y violeta, empujó a Landow, lo pisó y se adelantó en dirección a la taquilla. Landow retrocedió y el detective lo siguió.
—No debió dejar sola a Sara -declaró Landow-. Está...
—No está sola. He llamado a alguien para que la acompañe.
—¿No será...?
—No es la policía, si eso es lo que supone.
Landow caminó lentamente por el largo vestíbulo de la estación y el detective lo siguió a corta distancia. El rubio se detuvo y miró directamente a la cara del otro.
—¿Por casualidad está con Millar? — inquirió.
—Sí.
—Rush, ¿trabaja para Millar?
—Sí.
Landow se paseé de un lado a otro. Cuando llegaron al extremo del vestíbulo, preguntó:
—¿Y qué pretende ese cabrón?
Alec Rush encogió sus hombros gruesos como ramas y guardó silencio.
—¿Y usted qué quiere? — preguntó el joven con cierto malestar, mirando cara a cara al detective.
—No quiero que deje la ciudad.
Landow encajé esas palabras con eh ceño fruncido.
—Si insisto en partir, ¿qué hará para impedírmeho?
—Puedo acusarlo de complicidad en el asesinato de Jerome.
Volvió a reinar el silencio hasta que Landow se decidió a hablar.
—Escuche, Rush, trabaja para Millar, que en este momento está en mi casa. Acabo de enviar una carta a Sara a través de un mensajero. Deles tiempo para que la lean, telefonee luego a Millar y pregúntele si quiere o no retenerme.
Alec Rush negó decididamente con la cabeza y respondió:
—No es mi estilo. A mi juicio, Millar está demasiado enamorado como para que yo tome en serio lo que diga por teléfono de este asunto. Volveremos a su casa y hablaremos.
En este punto fue Landow quien se plantó:
—¡No, no volveré! — miró con fría deliberación la fea cara del detective-. Rush, ¿puedo comprarlo?
—No, Landow. No se confunda a raíz de mi apariencia y mi historial.
—Me lo imaginaba. — Landow miró al techo y luego sus pies. Expulsó aire bruscamente-. Este no es un sitio adecuado para conversar. Busquemos un lugar tranquilo.
—Podemos charlar en mi coche -sugirió Alec Rush.
Una vez instalados en el cupé del detective, Hubert Landow encendió un cigarrillo y Alec un puro.
—Rush, esa Polly Bangs de la que habló es mi esposa- comenzó el rubio sin preámbulos-. Me llamo Henry Bangs. Le será imposible encontrar mis huellas dactilares. Cuando hace un par de años detuvieron a Polly en Milwaukee y la condenaron, vine al Este e hice buenas migas con Madeline Boudin. Formamos un buen equipo. Ella tiene un cerebro privilegiado y debo reconocer que, si alguien piensa por mí, soy un excelente trabajador.
Sonrió al detective y se señaló la cara con el cigarrillo. Alec Rush vio que una oleada carmesí iluminaba el rostro del rubio hasta quedar sonrosado como el de una tímida colegiala. Bangs rió y el rubor comenzó a esfumarse.
—Éste es uno de mis mejores trucos -explicó-. Es fácil si tienes dotes y te mantienes en forma: te llenas de aire los pulmones e intentas expulsarlo mientras le cortas el paso a la altura de la laringe. ¡Para un tramposo es una mina de oro! Rush, le sorprendería saber la cantidad de gente que confia en mí después de que les dedico uno o dos rubores. Madeline y yo nos consagramos al dinero. Ella tiene sesera, valor y un aspecto atractivo. Salvo cerebro, tengo de todo. Hicimos un par de operaciones, una estafa y un chantaje, y entonces Madeline se topé con Jerome Falsoner. Al principio pensábamos extorsionarlo, pero cuando Madeline descubrió que Sara era su heredera, que tenía muchas deudas y que se llevaba mal con el tío, dejamos de lado el plan inicial y decidimos explotar esa vela. Madeline se las ingenió para que alguien me presenlara a Sara. Me mostré simpático y me hice el pazguato, el joven tímido y enamorado.
»Como le he dicho, Madeline tiene la cabeza bien puesta. Jamás dejó de usarla. Me pegué a Sara, le envié bombones, libros y flores, la llevé al teatro y a cenar. Los libros y las obras de teatro formaban parte del plan de Madehine. En dos de los libros se hacía alusión a que el marido no puede prestar declaración contra la esposa y a que ésta no puede testimoniar en contra del marido. Una de las obras de teatro abordaba el mismo tema. Así sembramos la idea. Pusimos otra semilla con mis sonrojos y mis palabras entrecortadas... convencimos a Sara, mejor dicho, dejamos que descubriera por sí misma que yo era el peor mentiroso del mundo.
»Sentadas las bases, empezamos a desplegar el juego. Madeline sostenía una buena relación con Jerome. Sara estaba cada vez más endeudada y la ayudamos a contraer unas cuantas deudas más. Nos ocupamos de que una noche asaltaran su apartamento... fue un ladrón llamado Ruby Sweeger, quizá lo conozca. Ahora está en chirona por otro golpe. Ruby se llevó todo el dinero que Sara tenía y casi todas las cosas que podría haber empeñado en caso de tener dificultades. Luego tocamos a varios acreedores, les enviamos cartas anónimas en las que les decíamos que no confiaran en que se convirtiera en la heredera de Jerome. Eran cartas absurdas, pero cumplieron su propósito. Un par de acreedores enviaron cobradores al banco.
»Jerome recibía trimestralmente la renta de sus bienes. Tanto Madeline como Sara conocían las fechas. Un día antes del cobro, Madeline azuzó a los acreedores de Sara. No sé qué les dijo, pero surtió efecto. Acudieron en tropel al banco y, en consecuencia, al día siguiente Sara cobró dos semanas y fue despedida. Nos encontramos cuando salía..., por casualidad... Sí, claro, llevaba toda la mañana vigilándola. Dimos un paseo y a las seis de la tarde la dejé en su apartamento. En la puerta encontramos más acreedores frenéticos y dispuestos a abalanzarse sobre ella. Los eché, representé al muchacho magnánimo y le hice todo tipo de tímidas ofertas de ayuda. Como era de prever, las rechazó. Vi que una expresión de determinación demudaba su rostro. Sara sabía que en esa fecha Jerome recibía el cheque trimestral. Decidió ir a verlo y exigirle que, por lo menos, pagara sus deudas. Aunque no me dijo a dónde iba, lo noté claramente pues, como imaginará, era la señal que estaba esperando.
»Me despedí y la esperé frente al edificio donde vivía, en Franklin Square, hasta que la vi salir. Busqué un teléfono, llamé a Madeline y le comuniqué que Sara se dirigía al piso de su tío.
La colilla quemé los dedos de Landow. La soltó, la pisé y encendió otro cigarrillo.
—Rush, es una historia interminable que pronto concluirá -se disculpó.
—Amigo, siga hablando -pidió Alec Rush.
—Al hablar con Madeline supe que en su apartamento había gente, gente que intentaba convencerla de que fuera a una fiesta campestre. En ese momento Madeline decidió acompañar a sus amigos, pues le proporcionarían una coartada aún mejor de la que había pensado. Les explicó que necesitaba ver a Jerome antes de partir, de modo que la llevaron en coche a casa de Jerome y esperaron mientras Madeline lo visitaba.
»Llevaba una botella de coñac con droga. Sirvió un trago a Jerome y le contó que había conocido a un nuevo contrabandista dispuesto a vender unas doce cajas de ese coñac a precio razonable. El coñac era lo bastante bueno y el precio lo bastante tentador como para que Jerome creyera que Madeline se había presentado en su casa para pasarle un buen dato. Pidió que transmitiera su pedido al contrabandista. Luego de cerciorarse de que el cortapapeles de acero estaba perfectamente visible sobre la mesa, Madeline se reunió con sus amigos y arrastró a Jerome hasta la puerta para que ellos vieran que estaba vivo. Después se fueron.
»Ignoro qué metió Madeline en el coñac. Si me lo dijo, lo he olvidado. Se trataba de una sustancia poderosa... entiéndame, no era veneno, sino un estimulante. Sabrá a qué me refiero cuando conozca el resto de la historia. Sara debió llegar al piso de su tío diez o quince minutos después de la partida de Madeline.
Dice que, al abrirle la puerta, su tío tenía la cara roja y encendida. Era un hombre débil y ella una joven fuerte aunque, en este aspecto, hay que admitir que no le temía ni siquiera al mismo diablo. Sara entró y le reclamó el pago de sus deudas aunque no estuviera dispuesto a pasarle una pensión.
»Los dos son Falsoner y la discusión debió de volverse áspera. Además, la droga influía en Jerome y ya no le quedaba voluntad para resistirse a sus efectos. La agredió. El cortapapeles estaba sobre la mesa, como Madeline lo había dejado. Jerome era un fanático. Sara no es de las que se refugian en un rincón y dan grititos. Agarró el cortapapeles y se lo clavé. Al ver que su tío caía, dio media vuelta y huyó.
»Como la seguí inmediatamente después de hablar con Madeline, me encontraba en la entrada de la casa de Jerome cuando Sara salió disparada. La detuve y me confesó que acababa de matar a su tío. Le pedí que esperara en la puerta mientras entraba a comprobar si estaba muerto. La llevé a su piso y expliqué mi presencia en la puerta de la casa de Jerome diciendo, con mi actitud ingenua y torpe, que temía que cometiera una locura y que me había parecido mejor no quitarle ojo de encima.
»Cuando llegamos a su apartamento, Sara estaba totalmente dispuesta a entregarse a la policía. Señalé el peligro que corría y sostuve que, como tenía deudas, como había ido a ver a su tío para pedirle dinero y como era su única heredera, seguramente la declararían culpable de haberlo asesinado con premeditación a fin de hacerse con el dinero. La convencí de que se burlarían de su historia sobre la agresión y la considerarían un camelo sin base alguna. Estaba tan embotada que no fue difícil convencerla. El siguiente paso fue sencillo. Aunque no sospechara concretamente de ella, la policía la investigaría. Por lo que ambos sabíamos, yo era la única persona cuyo testimonio podía condenarla. Aunque yo le era leal, ¿no era también el peor mentiroso del mundo? ¿Acaso la mentira más leve no hacía que me pusiera del color del banderín de las subastas? Dos de los libros que le había regalado y una de las obras de teatro que habíamos visto apuntaban al modo de salvar esa dificultad: si me convertía en su marido, no podría prestar declaración en su contra. Nos casamos a la mañana siguiente, con la licencia que llevaba en el bolsillo desde hacía casi una semana.
»Y ahí estábamos. Me había casado con Sara. En cuanto se resolvieran los asuntos de su tío, recibiría un par de millones. Parecía imposible que se salvara de la detención y la condena. Aunque nadie la hubiera visto entrar o salir del piso de su tío, todos los hechos apuntaban a su culpabilidad, y el absurdo camino que yo le había hecho seguir daría al traste con su posibilidad de sostener que lo hizo en legítima defensa. Si la ahorcaban, los dos millones acabarían en mis manos. Si la condenaban a una larga estancia en la cárcel, al menos me encomendarían el manejo del dinero.
Landow dejó caer la segunda colilla y la pisó. Durante unos segundos permaneció con ha mirada perdida.
—Rush, ¿cree en Dios, la providencia, el destino o cualquiera de estas cosas? Ya sabe. Cada uno cree en algo. Escuche y se sorprenderá: jamás detuvieron a Sara, nunca sospecharon de ella. Al parecer, un finlandés o sueco tuvo una disputa con Jerome y lo amenazó. Supongo que, como no podía explicar su paradero la noche del asesinato, decidió esconderse en cuanto supo de la muerte de Jerome. Las sospechas de la policía se centraron en él. Obviamente, investigaron a Sara, pero muy por encima. Nadie la vio por la calle y sus vecinos, que la observaron entrar conmigo a las seis y no la vieron salir y volver o no lo recordaron, aseguraron a la policía que estuvo toda la tarde en casa. La policía estaba demasiado interesada en eh finlandés desaparecido como para indagar en los asuntos de Sara.
»Volvíamos a estar en una situación imposible. Aunque había dado el braguetazo, no tenía cómo entregar su parte a Madeline. Esta propuso que de momento dejáramos las cosas como estaban hasta que se aclarara la sucesión. Luego daríamos el chivatazo a la policía con respecto a Sara. Cuando se resolvió lo del dinero, surgió otro problema. Fue obra mía. Yo... yo... bueno, quería que todo siguiera como estaba. Entiéndame, no tuvo nada que ver con los remordimientos de conciencia. Simplemente pasó que... que convivir con Sara era lo único que me importaba. Ni siquiera lamentaba lo hecho porque, si no lo hubiese hecho, jamás la habría tenido.
»Rush, ni siquiera sé si hago bien en decírselo, pero incluso ahora no lamento nada. Podría haber sido distinto..., pero no lo fue. Tuvo que ser así. He tenido estos seis meses. Sé que he sido un majadero. Sara nunca fue para mí. La conseguí por un crimen y una trampa y me aferré a la absurda esperanza de que algún día me vería... me vería tal como yo a ella. En el fondo, siempre supe que era inútil. Existía otro hombre, el bendito Millar. Ahora que se sabe que estoy casado con Polly, Sara es libre y espero que... espero... Madeline se desesperé porque no pasaba nada. Le conté a Sara que Madeline había tenido un hijo con Jerome y accedió a pasarle dinero. Para Madeline no fue suficiente. No se trataba de una cuestión sentimental. Quiero decir que no era que sintiera algo hacia mí, sólo le interesaba el dinero. Quería hasta el último céntimo que pudiera conseguir y no le bastaba con el tipo de acuerdo que Sara estaba dispuesta a aceptar.
»Con Polly pasó lo mismo y quizás un poco más. Creo que me quiere. Ignoro cómo dio conmigo cuando salió de la cárcel de Wisconsin, pero imagino cómo se representé la situación. Yo estaba casado con una ricachona. Si la mujer moría, abatida por un bandido en un intento de atraco a mano armada, yo tendría dinero y Polly tendría dinero y a mí. No la he visto, ni siquiera me habría enterado de que está en Baltimore si no fuera por usted, pero sé que su mente sigue discurriendo por esos derroteros. La idea del asesinato también se le pudo ocurrir a Madeline. Le había dicho que no estaba dispuesto a hacerle el viaje a Sara. Madeline sabía que si seguía adelante por su cuenta y le endilgaba a Sara el asesinato de Falsoner, yo echaría a perder el chanchullo. Pero si Sara moría, yo heredaría el dinero y Madeline cobraría su parte. Así estaban las cosas.
»Rush, no me di cuenta hasta que usted me lo dijo. Me importa un bledo lo que opine de mí, pero es la pura verdad que ignoraba que Polly o Madeline querían cargarse a Sara. Bien, esto es todo. ¿Me seguía cuando fui al hotel?
—Sí.
—Lo suponía. La carta que escribí y envié a casa explica lo que acabo de decirle, cuenta toda la historia. Pensaba escapar, dejando limpia de cargo y culpa a Sara. Es inocente, no hay duda, pero ahora yo tendré que asumir la situación. Rush, no quiero volver a verla.
—Me hago cargo. Supongo que no quiere volver a verla después de haberla convertido en asesina.
—No es así -protestó Landow-. No asesinó a nadie. Olvide contárselo, pero lo incluí en la carta. Jerome Falsoner no estaba muerto, ni siquiera agonizante cuando entré en su piso. Tenía el cortapapeles clavado en el pecho, pero a demasiada altura. Yo lo maté, hundí el cortapapeles en la misma herida, pero empujando hacia abajo. ¡Para eso entré, para asegurarme de que estaba en el otro mundo!
Alec Rush alzó sus ojos feroces inyectados en sangre y contempló absorto la cara del asesino confeso.
—Es mentira, pero me parece correcto -comentó finalmente con voz ronca-. ¿Está seguro de que quiere ceñirse a estas palabras? Bastará la verdad para dejar limpia a la chica y tal vez para evitar que lo ahorquen.
—¿Qué importancia tiene? — preguntó el joven-. Estoy acabado. Más vale que demuestre la inocencia de Sara tanto ante sí misma como ante ha ley. No tengo salida y, ¿qué le hace una mancha más al tigre? Ya le he dicho que Madeline tenía la cabeza bien puesta. Su inteligencia me abrumaba. Era capaz de guardarse un as bajo la manga para sorprendemos... para arruinar a Sara. No le costaba nada burlarse de mí. Yo no podía correr más riesgos.
Rió ante la fea cara de Alec Rush y con un ademán algo teatral hizo sobresalir unos centímetros el puño de la camisa por debajo de la manga del abrigo. El puño tenía una mancha marrón húmeda.
—Hace una hora maté a Madeline -dijo Henry Bangs, alias Hubert Landow.
Fin
Tema original: The assistant murderer