¿QUÉ QUIERES DE MÍ? (Corín Tellado)
Publicado en
agosto 22, 2023
ARGUMENTO
—Cambiemos de disco. Oye, ¿no te ha seguido hoy el desconocido?
Marieu se echó a reír.
Era muy hermosa. Tenía el cabello negro y brillante peinado, a la moda, corto y ahuecado. Los ojos verdes, de un verde oscuro y penetrante, la boca más bien grande, firme el busto, erguido y arrogante. Esbelta, muy femenina. Vestía a la última moda y nadie al verla hubiera pensado en sus dos hijos, ni en su puesto de secretaria en una oficina.
—¿De qué te ríes?
—De tu pregunta. Sí, me siguió como todos los días. Desde que una mañana lo vi aparecer en la puerta del café.
CAPÍTULO I
Era la quinta o la sexta vez en el término de diez días que experimentaba aquella sensación. Abordó la boca del Metro e instintivamente miró hacia atrás. Allí estaba, a pocos pasos, con las manos en los bolsillos del gabán, el flexible calado hasta los ojos, erguido, esbelto e interesante.
Marieu Cienfuegos alzóse de hombros y bajó presurosa los escalones del Metro. Le hacía gracia que al cabo de tanto tiempo le intrigara la persecución de un hombre. Esbozó una sarcástica sonrisa. Indudablemente estaba habituada a la admiración masculina, pero le sorprendía que un desconocido abandonara el café cuando ella salía de la oficina y caminara tras ella por la calle, hasta que se metía por la boca del Metro. Allí lo perdía de vista. ¿Casualidad? Posiblemente.
Se mezcló con los viajeros agolpados en la plataforma a aquella hora del mediodía. Veía las escaleras del Metro antes de que el tren se pusiese en marcha. El desconocido no estaba allí. Como siempre, se había quedado en la calle helada o habría vuelto a su rincón del elegante café.
«Un curioso mirón —pensó—. No me agradan los curiosos mirones».
Llegó a su casa a las dos menos cinco. Introdujo la llave en la cerradura y en seguida oyó las voces de los muchachos.
—Mamá, mamá.
—Queridos míos.
Los alzó en vilo, uno en cada brazo. Eran dos ángeles. No había nada más grande ni capaz de llenar su corazón como aquellas criaturas.
—Marieu... —llamó una voz desde la cocina.
La joven, pues no tendría más de veinticinco años, se dirigió a la cocina con los niños en brazos.
—Buenos días, tía Lola.
—Hola, muchacha —y enojada, ordenó a los niños—: Dejad a mamá, ¿no veis que viene cansada?
Los niños, un niño de cinco años y una niña de cuatro, no la hicieron caso. Marieu se dejó caer en una banqueta y los niños permanecieron quietos en sus rodillas.
—Déjalos en el suelo, querida.
—Imposible, tía Lola. Hace más de cuatro horas que no me han visto. —Los besó apretadamente en las mejillas—. Mis tesoros, mis flores queridas.
—Te apasionas demasiado.
Marieu se echó a reír.
—¿Y tú? ¿No te enterneces? No te hagas la dura, tía Lola. Estos das trocitos de carne te enternecen tanto como a mí.
—¡Hum! —gruñó.
—¿No es cierto?
—Bueno..., ¿qué va a hacer una? Pero ellos ya han comido. Tú necesitas descansar un poco. Diré a Patricia que los acueste.
—No, no —protestaron los niños.
Marieu los contempló tristemente. Tenía unos ojos verdes, grandes, expresivos. Al mirar a los rostros infantiles, parecían brillar de modo diferente.
—Tenéis que dormir la siesta —susurró apretándolos sobre su pecho—. A las cuatro. Patricia os sacará un poco de paseo.
—Prefiero hacerlo yo. No me fío de Patricia. Ya tiene el pelo blanco y aún sueña con que aparezca cualquier día un galán para llevarla a la vicaría. ¡Estas mujeres que solo piensan en el matrimonio! Yo no me casé nunca —añadió mientras ponía la mesa— y vivo tranquila. Patricia —llamó. Y cuando acudió la criada, ordenó—: Lleve a los niños a la cama.
—Sí, señora.
—Mamaíta...
—Por favor, hijitos, id con Patricia.
Besó de nuevo a los niños y estos dócilmente siguieron a la muchacha de cuarenta años, que, según doña Patricia, todavía esperaba casarse.
* * *
Comían las dos frente a frente en el pequeño comedor próximo a la cocina.
—Haces un estofado de carne, tía Lola, que ni una cocinera profesional.
—Siempre fui cocinera. A tu abuelo le gustaba comer bien. Como tú, tuve la desgracia de perder a mi madre demasiado joven.
—Pero el abuelo no podía estar contigo mucho tiempo.
—Dos veces al año, o sea cuatro meses de descanso anuales que además pasábamos en la finca.
—Por eso le tienes tanto cariño a la finca y no te decides a venderla.
—¿De qué serviría el hacerlo? Gastaría el dinero en unos años y después a vivir al día. No, querida, hay que ser prácticas. Con la renta que me proporciona la finca, la pensión de mi padre y tu sueldo, nos defendemos bien.
—Todo por mí, tía Lola.
—No seas tonta. ¿Y para qué quiero yo la renta y la pensión? ¿Te has imaginado qué sería de mí si no fuerais tú y tus dos hijos?
—No sé qué sería de ti —susurró la joven viuda, tristemente—, pero sí me imagino lo que sería de mí, si tú no existieras.
—No te aflijas pensando en eso. Si yo no existiera, tú ya te arreglarías. Nadie es indispensable a nadie.
—Pero...
—Cambiemos de disco. Oye, ¿no te ha seguido hoy el desconocido?
Marieu se echó a reír.
Era muy hermosa. Tenía el cabello negro y brillante peinado, a la moda, corto y ahuecado. Los ojos verdes, de un verde oscuro y penetrante, la boca más bien grande, firme el busto, erguido y arrogante. Esbelta, muy femenina. Vestía a la última moda y nadie al verla hubiera pensado en sus dos hijos, ni en su puesto de secretaria en una oficina.
—¿De qué te ríes?
—De tu pregunta. Sí, me siguió como todos los días. Desde que una mañana lo vi aparecer en la puerta del café.
—¿Qué aspecto tiene?
—¡Bah! Ya sabes lo poco que yo me fijo en eso.
—No obstante, si hace diez días que te sigue, aunque solo fuera por curiosidad...
—Sí, ciertamente, la sacié. Es alto y delgado y tendrá unos treinta y siete años.
—¿Elegante?
—Mucho.
—¿Rico?
—¡Yo qué sé! Por su aspecto se diría que sí, mas ten en cuenta que hoy engaña mucho la gente. A mí también me creen una potentada, a juzgar por mi forma de vestir, y ya ves, soy una simple oficinista con apuros.
—No digas eso. Hemos sufrido mucho, pero gracias a Dios, ahora disfrutamos de paz y económicamente nos defendemos bastante bien. Entre mi renta, la pensión y tu sueldo, podemos considerarnos casi millonarios.
Por encima de la mesa Marieu alargó la mano y la dejó caer cariñosamente sobre los dedos de la solterona.
—Eres muy buena, tía Lola. Y quieres tanto a mis hijos...
—¿Y qué voy a hacer? Estaría bueno que no los quisiera. Los he visto nacer, niña.
—Otras ven nacer a sus sobrinos y no los aman.
—Esas no merecen el nombre de personas.
—Hay de todo. El egoísmo humano...
—Yo no soy egoísta. Ni tú tampoco. Ni consentiremos que lo sean tus hijos. —Y recordando a su hijo, preguntó—: ¿Fue Marcos al colegio?
—Naturalmente. Lo recogí yo cuando bajé a la tienda por azafrán. Le gusta el colegio. Después de estas Pascuas enviaremos a Lolita.
—¿No será muy pequeña?
—¡Qué va! Tiene que ir acostumbrándose.
—Eso es cierto.
Hubo un silencio. De pronto la solterona preguntó:
—¿No piensas volver a casarte?
—Por Dios, tía Lola.
—Supongo que no te habré hecho una pregunta absurda.
—Y tanto como me la has hecho. He querido a Marcos lo suficiente...
—Marieu..., no digas tonterías.
—Tía Lola...
—No estás hablando con una extraña. He vivido a tu lado desde que falleció mi hermana. Estaba junto a ti, cuando siendo casi una niña te casaste. ¿O es que lo has olvidado?
Como terminaron de comer y por lo visto a Marieu le molestaba aquella conversación, se puso de pie y dijo:
—Voy a descansar un rato a mi habitación.
La tía no la retuvo, pero minutos después entraba en la habitación de su sobrina y se sentaba junto al balcón en una butaca, no lejos del lecho donde Marieu descansaba.
* * *
—Marieu..., no quieras hacer un drama sentimental de lo que fue tu matrimonio.
—¿Y fue un drama? —preguntó Marieu, malhumorada.
Era cierto. Nada la sacaba de quicio y la ponía de tan mal humor, como el hablar de su esposo muerto y de su vida matrimonial. La solterona lo sabía.
—Fue una catástrofe estúpida —gritó tía Lola—, que provocó tu inocencia y mi poca autoridad.
—Tía, por favor, que acabamos casi trastornadas, cuando hablamos de esto.
—Hay que hablar. Bastante hice si respeté tu dolor durante estos años.
—Hace dos años que golpeas sobre mi dolor como si con ello te sintieras feliz.
—Me parece excesivo, y por eso golpeo.
Marieu esbozó una tibia sonrisa. Conocía lo suficiente a su tía para saber que esta la adoraba. Que la adoró siempre, pues la vio nacer y la crio como si fuera su hija. Pero... aquella manera de desenterrar viejos recuerdos la humillaba, la empequeñecía.
—Querida, no te empeñes en hacerme creer que fuiste feliz.
—¡Lo fui!
—Mentira. Una mujer no puede ser nunca feliz junto a un hombre que se gasta el dinero que sus padres le dejaron y busca mujeres fuera del hogar, mientras su joven esposa se muere de pena en casa, en una desesperada espera del regreso del esposo.
—Tía Lola, te prohíbo que hables de eso.
—¿Es que todavía eres tan mema que sigues pensando en que tu esposo te hizo feliz?
—Te lo ruego.
—No te escucho. Tienes que desterrar de tu corazón ese absurdo y saciar ese anhelo que nunca has satisfecho y que, no obstante, has deseado satisfacer.
—He sido feliz.
—¿Con sus gamberradas?
—He sido feliz.
—Mentira. El día que vinieron a decirme que Marcos se había estrellado en el auto. Dios me perdone, sentí una gran alegría. Muchas veces —añadió sin que la joven la interrumpiera— he pedido perdón a Dios por aquella súbita e irrefrenable satisfacción que experimenté ante su muerte. Espero que Dios me perdone, si bien tal vez no lo haga porque no estoy arrepentida.
Marieu se sentó en la cama y encendió un cigarrillo. Quedó ante su tía, sentada en el borde del lecho, y con las bonitas piernas colgando.
—Te quedó un hijo y otro en camino. Por fortuna fue poco tiempo de matrimonio.
—Tía, yo era demasiado niña entonces. Y prefiero recordar a Marcos con agrado.
—Eso es, y mientras lo recuerdas con agrado, otros hombres pasan por tu lado y no te enteras.
—No seas ilusa. ¿Crees que a mí me querría alguien con dos hijos? ¡Una viuda con dos hijos!
—Una viuda muy joven, muy bella, muy decente y muy bien educada. ¿Por qué no?
—Porque si, como tú te empeñas en asegurar, fui desgraciada en mi primer matrimonio, no pensarás que voy a ser feliz casándome otra vez.
—Nadie se cae dos veces en el mismo sitio. Si te casaras otra vez y te casarás, yo sé muy bien que serás feliz.
Marieu esbozó una tibia sonrisa.
—Mira, tía, te voy a decir una cosa para que no vuelvas a insistir sobre esto. No quiero creer en mi primer desengaño, porque prefiero conservar limpio el corazón. ¿Y sabes por qué? ¿Y para qué? Para amar de nuevo. Si me casara otra vez sería para amar mucho, y no es posible que eso ocurra odiando, porque me sería muy difícil hacer caso de las promesas de los hombres. —Con rabia añadió—: Cierto, no fui feliz. Mas si lo recordara constantemente, no volvería a incurrir en el mismo error. Por eso prefiero pensar que fui feliz, que el matrimonio me dio lo que una mujer puede anhelar. —Consultó el reloj—. Tengo que marcharme. Se me hace tarde.
Besó a su tía en el pelo, echó una mirada al espejo y salió poniéndose el abrigo.
Tía Lola suspiró.
II
Dejó la oficina a las seis en punto. Era una oficina de seguros muy importante. Se hallaba enclavada en una madrileña calle muy céntrica y elegante. Cruzó el portal y luego la calle.
Lo vio allí, donde todos los días. Se puso en pie al pasar ella y la siguió a distancia. Lo miró a través de un escaparate.
Sí, era un hombre elegante, de porte interesante. Vertía gabán azul marino, sobre un traje gris. El flexible era también azul. No pudo verle los ojos ni el pelo.
Indiferente, siguió caminando. La molestaba aquella persecución, y a la vez la halagaba. Claro que a ella la perseguían muchas veces, muchos hombres, pero jamás se le aproximaron. Y cierto día notó que no la perseguían, mas tuvo la certeza de que unos pasos, siempre los mismos, la seguían silenciosa y cautamente. Ella esbozó una divertida sonrisa. No le interesaban los hombres. Había sido desgraciada en su matrimonio, tenía razón tía Lola, aunque ella se empeñara en negar, había resultado demasiado cruel.
Marcos no fue precisamente un marido modelo. Fue un hombre joven, alocado y ambicioso... Bueno, aquello ya había pasado. Le quedaban dos niños. Los adoraba. Por ellos hubiera hecho lo que hiciera falta. Y a los niños, tan pequeños aún los pobrecitos, les hacía falta toda su ternura y todos sus cuidados.
Pensando en esto se detuvo en la boca del Metro. No advirtió que el hombre se detenía a su lado. Bajó despacio. El hombre iba a su altura. Entonces lo miró. Él esbozó una sonrisa, a la cual no correspondió la joven.
«Poseo poca experiencia con respecto a los hombres —pensó—, pero no me cabe la menor duda, este es un vulgar galanteador, que busca una amistad femenina...».
Bajaba las escaleras y se aturdió. Se le cayó el bolso. Sintió una rabia loca. Él pensaría que lo había dejado caer. Se inclinó, pero el hombre ya se le había anticipado.
—Tenga.
—Gracias.
Y siguió bajando cada vez más presurosa. Entonces el hombre la siguió y entró tras ella en el Metro.
Lo vio mejor, porque lo tenía frente a ella, firme y quieto. Tenía los ojos azules, muy azules. De un azul provocador en su rostro moderno y rasurado. Por debajo del sombrero se veía su cabello. Negro, salpicado de hebras de plata.
«Tendrá —pensó—, unos treinta y siete años. —Se fijó en su mirada fría y profunda, de hombre que ha vivido mucho—. Yo soy para él —siguió pensando—, lo que antes de mí serían otras mujeres. Pues se equivoca».
No le habló. Se lo agradeció, porque le hubiera contestado descortésmente. El Metro se detuvo y ella se apeó. El hombre la siguió. Esto le produjo una rabia incontenible y estuvo a punto de volverse y llamarle la atención. Pero hubiera sido absurdo que así lo hiciera toda vez que él no la molestó en absoluto.
Atravesó la calle y se metió en el portal de su casa. El hombre se quedó allí, mirándola absorto adentrarse y desaparecer en el portal.
Marieu entró en su piso. No oyó a los niños.
—¿Y la señora? —preguntó al entrar en la cocina a Patricia.
—Ha ido a pasear a los niños. No tardará en llegar.
En efecto. Se oyó en seguida la voz de la solterona regañando a Marcos. Sonrió con pena. Su tía reñía constantemente, y sin embargo, era un pedazo de pan. Sus hijos hacían de ella lo que querían. Incluso sacarles de paseo, pues ella sabía que tía Lola detestaba el frío y aquella tarde lo hacía de verdad.
—Aquí tienes a tus hijos.
—¡Mamá, mamaíta!
Los recogió en sus brazos. No había nada mejor, ni más puro ni más verdadero que aquella ternura infantil.
* * *
El desconocido salió del café. Instintivamente Marieu notó que aquella vez el hombre no iba a conformarse con seguirla. Y en efecto, se aproximó a ella y dijo cortésmente:
—Ayer perdió usted esta banderita.
Lo miró aturdida.
—No tiene importancia —contestó sin dejar de caminar—. Es la banderita de la Cruz Roja. Hoy no la necesito.
—Yo —dijo él acomodando su paso al de la joven— las guardo como recuerdo. Es absurdo, pero me hacen gracia.
—Yo, no.
—Por favor, permítame que me presente.
—Señor...
—Me llamo Ignacio Lavandera.
Pero siguió su camino. No le dijo su nombre, ni siquiera le dijo que la molestaba.
El desconocido no se inmutó. Acomodando su paso al de ella, añadió:
—Madrid a esta hora da la sensación de un hormiguero humano.
Marieu no contestó. Él continuó cortésmente:
—Es agradable caminar por Madrid con este frío y a esta hora de la tarde.
Tampoco contestó. La imponía un poco aquel hombre elegante, de mirada profunda que hablaba con un acento grato, bronco, muy varonil.
Llegaron a la boca del Metro y él se detuvo. Hizo un gesto como de impotencia y murmuró:
—Siento haberla molestado.
Fue como si la personalidad de Marieu despertara en un instante. Miró a su apuesto acompañante, esbozó una tibia sonrisa, pero no se atrevió a decir palabra.
Cuando se cerró la puerta del tren, miró hacia lo alto. Solo vio un poco de los pies del desconocido que decía llamarse Ignacio Lavandera.
—El desconocido —explicó cuando estuvo sentada junto a su tía— se llama Ignacio.
—¿Te habló?
Le refirió lo ocurrido.
No te fíes demasiado de esos que abordan a una en la calle.
—Ni gota.
—¿Cómo se apellida?
—Lavandera.
—Hay muchos Lavandera.
—No parece de aquí. Ponderó Madrid. Si viviera en esta ciudad no lo haría.
—Fue una forma como otra cualquiera de entablar conversación.
Le entró una risa loca.
—¿Por qué te ríes así?
—Porque me haces gracia. Cualquiera que te oiga pensará que has conocido a los hombres profundamente.
—Mira, niña, que si bien quedé soltera, tuve mis precedentes en mi juventud.
—¿Muchos, tía Lola?
Ella se estremeció.
—Nada, algunos nada más. Pero no los bastante para tener experiencia. Te hablo así —añadió resignadamente—, porque conozco al género humano.
Le dio unas palmaditas en la espalda.
—Perdona. No debí de reírme.
—Al contrario, me gusta que te rías y tengas una ilusión.
—¿Ilusión por ese hombre?
—No. Una ilusión... ¿Qué importa de la clase que esta sea?
—A veces —susurró tristemente— se diría que posees una experiencia humana muy grande.
—Es la de haber vivido y sentido la felicidad en torno mío, sin que esta me rozara. Es muy triste la soledad. Yo... Bueno, ¿para qué voy a hablarte de mí?
—Me gusta.
—A mí me desagrada. Voy a preparar la cena de los niños.
—Siempre viviendo para los demás.
—Es una forma como otra cualquiera de ser feliz. ¿O crees que solo son felices los que viven para sí mismos? A la larga son los seres más desgraciados del mundo.
—Es posible.
—Sin dudarlo, niña. Un día se encuentran con la soledad acechándolos como una amenaza. Y después de la amenaza viene el verdadero peligro. Los que viven para los demás no sienten jamás la soledad. Los que viven para sí solos, llega un día en que esa soledad los abruma, los desconcierta, los estremece y los hace desgraciados. Se convierten en pobres seres errantes, sin meta ni razón para vivir. Voy a preparar la cena —dijo sin transición—. Lee un poco y olvídate de cuanto sea para ti motivo de preocupación.
* * *
Por las mañanas le agradaba ir a pie hasta la oficina. Siempre llevaba el cerebro ocupado en algo. Aquella mañana su mente batallaba acerca de lo que le dijera su tía la noche anterior. Ciertamente, tenía razón. Marcos vivió para sí mismo de tal modo, que ni siquiera le causaba dolor la decepción de la esposa joven e inocente, que lo esperaba angustiada e intranquila, pidiendo a Dios que el esposo no se olvidara durante toda la vida de la mujer que tristemente lo aguardaba.
Marcos se olvidó siempre. Tenía ciertas distracciones, que pagaba con el poco dinero que a Marieu le dejaran sus padres al morir. Su tía se lo decía siempre: «Te lo gastará todo y luego te abandonará». Marcos lo hubiera hecho así, pero Dios quiso que antes abandonara definitivamente este mundo.
Ladeó la cabeza, Le dolía pensar en todo aquello. Fue su primer y gran fracaso de mujer, pero no tuvo a quién hacer responsable de ello, excepto a Marcos, que no supo o no quiso hacerla feliz.
Su tía se lo advirtió:
«No te cases con ese joven. Está habituado a gastar sin tasa. Dilapidó la herencia de sus padres. Nunca podrá amoldarse a una vida familiar».
Era lo bastante niña para creer en el amor. Pero tenía razón su tía. Su tía siempre tenía razón, y no obstante, jamás tuvo un novio ni un simple hombre que se interesase por ella. ¡Pobre tía Lola! Había pasado por la vida sin pena ni gloria, sin conseguir una sola satisfacción y sin embargo, era una mujer feliz, porque tasaba la felicidad por la que sentían los que la rodeaban.
Llegó a la oficina. Instintivamente miró hacia el café. Junto a la cristalera no había nadie. El lugar del desconocido que decía llamarse Ignacio Lavandera estaba vacío.
Trabajó toda la mañana con ahínco, como siempre, pues ella durante las jornadas de trabajo se dedicaba intensamente a este. A su alrededor, los demás hablaban de fútbol, de películas, de las tardes en la sierra, deslizándose por la nieve.
Pensó:
«Yo no tengo nada que explicar, excepto lo que vivo junto a mis hijos y mi tía, y esto es tan monótono que causaría risa a los demás».
Por eso se encontraba al margen de aquellas conversaciones. Sentía sobre sí las miradas de algún empleado. Al principio esto le causaba temor y sobresalto. Más tarde fue habituándose. Y cuando alguno más atrevido la invitó a salir, y se negó con delicadeza y amabilidad, la miraron con respeto, pero nadie volvió a invitarla, si bien continuaban mirándola como una cosa imposible de conseguir.
Estaba rodeada de gente joven como ella, pero alegres, llenos de gustos vulgares, que se divertían con cualquier cosa. A veces pretendían introducirla en su conversación. Casi nunca lo lograban. Ella vivía absorta, sumida en lo suyo. Aquellos pasajes de la vida de sus compañeros no le interesaban. Sonreía únicamente, y esto, sin que ella se diera cuenta, le acercaba a ellos.
Jamás les dijo que era viuda. Ni creía que ellos lo supieran. La consideraban una hija de familia. Tal vez con un padre muy severo, que le prohibía salir en pandillas. Sonreía. Ella no conoció apenas a sus padres. Su madre falleció al traerla a ella al mundo. Solo conoció a su tía y a Marcos. Y mientras este vivió, habitaban en la finca de su tía, en un pueblo de Cáceres. Al fallecer Marcos, su tía dijo que era conveniente alquilarla e irse lejos. Lo hicieron así, y su hija, la pequeña Lolita nació en Madrid. Después se colocó en aquella oficina, y así transcurría la existencia rodeada de su breve familia, con el único consuelo del cariño de su tía y la ternura de sus hijos.
III
Esta vez ni siquiera la siguió. Se lo encontró cuando salía del portal del edificio en uno de cuyos pisos se hallaban instaladas las oficinas de seguros.
—Buenos días.
—Buenos días —respondió no hallando razón que la impidiera corresponder al correcto saludo.
—Esta mañana creí que iba a nevar —rio agradablemente.
—Es posible que aún nieve.
Caminaba junto a ella en dirección al Metro. Marieu no encontró motivos para mostrarse descortés, con un hombre que si bien era un desconocido y nadie le había presentado, se mostraba correcto y atento.
Pensó también que era absurdo que en pleno siglo veinte, en la época del torbellino de la nueva ola, ella pensara como una muchacha de la época pasada, con respecto a la presentación de un hombre. Pero la habían educado así. Y en el fondo, muchas veces se sentía descontenta de sí misma, por mostrarse complaciente con un hombre que nadie le había presentado, que ignoraba quién era ni de dónde venía.
—¿No tiene amigas?
—No —dijo.
Él se echó a reír quedamente. Le agradó aquella risa sonora y varonil, que denotaba al hombre de mundo. ¿Un vulgar conquistador? No lo era. ¿Un hombre rico con muchas horas de vuelo, que está de vuelta de todas partes y busca la forma de destruir el halo que rodea a una mujer decente? Posiblemente. Pero aun siendo ambas cosas, con ella perdía el tiempo. No era una mujer de mucha experiencia, pero tenía la suficiente para huir del peligro cuando este le acechaba tan a la vista.
—Siempre la veo sola.
—Sola voy y vuelvo.
—¿No le aburre la soledad?
—No. Si me aburriera buscaría compañía.
—Indudablemente.
No supo por qué, pero lo cierto es que esperó un piropo vulgar en aquel instante, mas no llegó. Esto, lejos de desagradarla, la satisfizo. El hombre no aprovechaba las ocasiones para decirle que le gustaba. Claro que si lo hubiera dicho, para ella su cortesía hubiera perdido muchos puntos.
Llegó a la parada del Metro y dijo:
—Buenos días, señor.
—Llevo la misma dirección.
—¡Ah!
Entraron juntos. En la plataforma había mucha gente. Era la hora de regresar a casa después de la primera jornada y nadie se resignaba a quedar en tierra. Se replegó contra una puerta, y él, a su lado procuraba amortiguar los empujones. Aquello también le gustó. Su corrección era tal, que hubiera complacido a la más exigente en aquellas cuestiones.
Ajeno a los que los rodeaban, el desconocido hablaba con ella. La miraba con aquellos ojos tan azules y centelleantes, y su acento, personalísimo y varonil, resultaba un atractivo más en su interesante persona. No era joven. Era un hombre sesudo, caballero y, sobre todo, muy señor. No lucia sortijas ni anillo de casado lo cual indicaba, o bien que se lo había quitado para su conquista, o bien que era soltero. El instinto le decía a Marieu que era esto último. Claro que a ella no le importaba. Era un hombre que conocía de paso y al que cualquier día dejaría de ver.
No habló de sí mismo ni de ella. Habló de Madrid, de sus encantos y de sus gentes, de su ambiente seductor.
Cuando el Metro se detuvo y ambos salieron, se despidió de ella, diciendo cortés:
—Creo que sabe usted cómo me llamo.
—En efecto.
Pero no dijo cómo se llamaba ella.
* * *
A la tarde él no estaba allí. Esto, no supo explicárselo, la decepcionó. Hacía más de diez días que, mañana y tarde, lo veía en el mismo sitio. Y de pronto, no verlo le causó como un pesar o una decepción.
Se alzó de hombros y no se dirigió a la parada del Metro. Tenía que hacer algunas compras. Había cobrado el sueldo aquel día y le agradaba gastarse la mitad en compras para ella, para tía Lola y sus hijos. A decir verdad, su sueldo lo empleaba siempre en cosas superfluas. Con la mitad del sueldo y la paga de tía Lola les sobraba para vivir.
Atravesó las calles madrileñas con andar elástico y seguro. Era muy moderna y aún lo parecía más por sus ropas. Mas, pese a su aspecto, no era lo que aparentaba su exterior. La habían educado con severidad y, pese a ser viuda, seguía manteniendo firmes las severas convicciones que la inculcaron desde niña.
A veces pensaba: «Estoy equivocada. Soy todavía joven y es triste vivir la vida tan vulgarmente». Pero no cambiaba. Conocía a otras viudas que se dejaban acompañar por los hombres y se divertían. Claro que cada uno medía la diversión y la felicidad desde un ángulo distinto. Ella era feliz, intensamente feliz, efectuando aquellas compras y llevándolas a casa. Y luego, allí, en la salita caldeada y cómoda junto a sus hijos y su tía, mirando con satisfacción sus propias satisfacciones. ¿Qué más podía pedírsele a la vida? ¿No era esta lo bastante generosa con ella y debía estarle agradecida? «Sin amor», decía una voz.
Entonces Marieu se alzaba de hombros y pensaba: «Ya lo he tenido. No fui feliz. Sentí una sensación extraña, indefinible, cuando supe que era viuda y estaba encinta».
No, no deseaba más amor, aunque su tía insistiera en que era joven y necesitaba un hombre que endulzara y acompañara su solitaria juventud.
Se pasó la tarde realizando compras. Llena de paquetes se disponía a tomar un taxi, cuando un auto negro de estilizada línea se detuvo a su lado.
—Señorita...
Se sobresaltó, pues no esperaba verlo en aquel momento. Ignacio Lavandera saltó del auto y fue ligero a su encuentro. Sin decir nada le quitó los paquetes de los brazos y los depositó en el auto.
—Pero... —balbució ella.
—Suba. La llevaré a casa.
—¡Oh, no, no se moleste!
—No es molestia, señorita. Es un placer.
—Le aseguro...
—¿Me desprecia? Por favor...
Subió. Le pareció ridículo despreciarlo.
Él se sentó al volante y el auto rodó calle abajo.
—No esperaba encontrarla aquí —dijo él suavemente—. ¿De compras?
—Sí.
—A todas las mujeres sin excepción, les agrada enormemente hacer compras. Yo diría que es lo que les agrada más en el mundo.
—Es lógico.
—Ciertamente —y sin transición—: ¿No acepta usted una merienda?
—No, gracias.
—¿Por qué?
—Me esperan en casa.
—¿El novio?
No pudo contener una carcajada. Él la miró complacido.
—Su risa —dijo— es como un rayo de sol en una tarde invernal.
—Es usted muy amable.
—¿Por qué se reía de ese modo?
—Me hizo gracia. Perdone.
—Al contrario. Me gusta que se ría. He pensado mucho en usted esta temporada.
—¿...?
—Bueno, en la expresión de su rostro. A veces parecía usted melancólica, otras feliz..., muy feliz. Le aseguro que es la primera vez que me detengo a examinar un rostro de mujer.
—Ya hemos llegado —le dijo por toda respuesta.
—¿No viene a merendar conmigo?
—Gracias.
—Lo siento.
Cortés, bajó del auto y, dando la vuelta a este, abrió la portezuela y la joven saltó al suelo. Él subió de nuevo y le entregó los paquetes.
—Adiós, señor, y gracias.
—Hasta mañana.
Marieu se perdió en el portal sin responder. Y el desconocido galán subió al auto y lo puso en marcha. En sus azules ojos no se apreciaba impresión delatora alguna.
* * *
—¿Quién era? ¡Caramba! —exclamó regocijada, recibiendo en sus brazos los paquetes—. ¿Un taxista?
—El desconocido.
—¿Ignacio Lavandera?
—El mismo, tía Lola.
—¡Hum! Lo he visto desde aquí. Casualmente estaba en el balcón esperando verte aparecer por la esquina de la calle, pues me parecía que te retrasabas.
—El día de cobro.
—Lo tenía en cuenta. De lo contrario, te habría estado esperando desde las siete.
Marieu ayudó a su tía a depositar los paquetes sobre una mesa.
—¿Y los niños?
—En la cocina con Patricia. Está dándoles la cena.
Marieu se dejó caer en una butaca y encendió un cigarrillo.
—Me cansé. Oye, tía, me estoy preguntando qué dirías de mí si no regresara hasta las diez.
—Que te habías muerto.
—Lo cual indica que deseas que me case, pero no concites que me divierta por ahí con amigos.
—Tú no eres de esas. Tú te casarás un día, indudablemente que lo harás, eres demasiado humana y demasiado joven. Pero nunca serás de las que salen a buscar marido a las cafeterías, los bares y los paseos.
—Ciertamente.
—Pero el que te quiera, ya vendrá a buscarte. ¿Dónde viste a ese?
—Me lo encontré en la calle. Se empeñó en traerme en su coche.
—Por lo que observo es un potentado.
—No me lo dijo, ni yo se lo pregunté, ni me interesa, tía. Es un hombre mayor.
—¿A qué llamas mayor?
—A tener por lo menos treinta y siete años. Ya tiene cabellos plateados en la cabeza.
—Esos son los que resultan mejores maridos. ¿Quieres encontrar otro como Marcos, de tu edad, que se pase la vida pensando en sus propias diversiones?
—Cállate, tía Lola.
—Perdona. No puedo remediarlo.
—¿Abrimos los paquetes?
No lo hizo. Se sentó frente a ella.
—¿No te gusta?
—¿Quién?
—Ese...
—¡Bah!
—¿Te habla de amor?
—Pero tía...
—¿Te habla?
—Claro que no. Si lo hiciera no le permitiría acompañarme.
—Es listo.
—¿Qué dices?
—Que no es tonto, niña. Conoce a las mujeres. Ya sabe la clase a la que perteneces tú.
—No te comprendo.
—Sabes muy poco de la vida, del amor y de los hombres.
—Me asombra que tú sepas tanto —se rio Marieu sin poderse contener.
La solterona no respondió en seguida. Se diría que meditaba la respuesta. Al rato, gruñó:
—Ya te dije el otro día que las mujeres no necesitan casarse ni quedar viudas para saber cosas de la vida y de los hombres. La soledad ayuda a la reflexión. Yo he reflexionado mucho, he leído más y he visto a mi alrededor grandes y pequeños desengaños.
—Vamos a cenar y no filosofes más.
—¿A esto llamas filosofía?
—¿Acaso no lo es?
—Bueno, entonces es que yo soy una filósofa y no lo he descubierto hasta hoy.
Marieu se puso en pie.
—Vamos a cenar, tía Lola, y deja las filosofías. Mi estómago está en los pies.
—¿No te invitó a merendar?
—Claro que sí.
—¿Lo ves? Eso entra también en el plan.
—¿Qué plan?
—Bueno, supongo que no serás tan tonta como para no saber que ese hombre no pierde el tiempo con una mujer que no le guste.
—¡Tía!
—Le gustas. Gustas a todos los hombres. Yo lo veo cuando voy contigo por la calle. Te miran de un modo...
—Tía...
Marieu hubo de reírse también.
IV
—Deberías tener amigas —dijo tía Lola un día—, te pasas la vida, o bien en la oficina o en casa. Deberías salir; sí, hija, sí, no me mires con esos ojos. Tienes veinticinco años y son demasiado pocos para que vivas como una vieja.
Marieu sonreía apenas. Tendida en un diván, con un libro entre las manos y un cigarrillo en los labios, parecía muy satisfecha de sí misma y muy a gusto.
—Marieu, ¿crees que digo un disparate?
Los niños irrumpieron en la salita de estar en aquel momento y se abalanzaron sobre su madre.
—Mamaíta...
—Mamá...
—Niños —reconvino la tía—, que molestáis a vuestra madre.
—Déjalos, tía Lola. Esto es lo más grande de mi vida. ¿Cómo pretendes que tenga amigas y salga de paseo teniendo esto aquí?
Los apretaba contra sí. Había en sus verdosos y bellos ojos, una dulzura indescriptible. Se notaba que la maternidad la dominaba y no tenía en la vida mayor ilusión que aquellos hijos.
Había nevado por la mañana y las calles madrileñas aparecían cubiertas por una espesa capa de nieve. Allí en el bonito piso de los Cienfuegos, no se sentía el frío del exterior, porque, aparte de la calefacción central, en la salita había una pequeña chimenea y tía Lola la mantenía encendida todo el día.
De los brazos de la madre, los niños pasaron a sentarse en un rincón de la salita y se dedicaron a sus juegos. La tía Lola y la sobrina se quedaron de nuevo la una sentada junto al diván y la otra tendida en aquel.
—No puedes dejar transcurrir la juventud de ese modo, Marieu —insistió la solterona impacientándose—. Hoy domingo tienes que salir.
—¿Y qué hay de interesante lejos de este piso, tía Lola?
—Por Dios, si eres una cría. Para una muchacha tan joven como tú, todo la que hay en la calle es interesante.
—Sí, para quien no conoce la vida, ni el desengaño, ni la amargura. Pero yo soy ya veterana en todas esas lides. Yo ya he vivido ya, tía Lola. Ya sé lo que es llorar.
—Pues debes aprender a reír. —Y bajando la voz preguntó—: ¿Qué hay de aquel hombre?
—¿Otra vez?
—Aquel coche no pertenecía a un don Nadie. Ese hombre es el que te conviene.
Marieu se puso en pie y de pronto se sentó frente a su tía.
—Oye —dijo con acento jocoso—. No creerás que estoy tan amargada como para ir a casarme con un viejo como ese.
—¿Viejo?
—Naturalmente. Tiene canas en la cabeza.
—Querida, hay hombres a quienes les salen canas a los veinte años.
—Ese ya tiene varias veces veinte años, mi querida tía Lola. ¿Qué te parece si cambiamos de conversación?
—Lo que me parece es que eres una exagerada. Un día dijiste que aparentaba unos treinta y siete. ¿Lo has vuelto a ver?
—No. Ni lo deseo. Hace una semana, concretamente desde la tarde que me trajo a casa en su coche, que no le veo en el café ni en ninguna parte. No le he visto, ni lo deseo.
—A ese paso, no te casas de nuevo.
—Dime, tía Lola, tú nunca te has casado. ¿Por qué ese empeño en que yo lo haga dos veces? Sabiendo como sabes, además, que no fui feliz precisamente en mi primer matrimonio.
—Nunca se cometen dos errores en una misma cosa.
Marieu encendió un cigarrillo y se tendió de nuevo en el diván. Sonrió. No podía enjuiciar los deseos de su tía con respecto a ella. La dama siempre tenía miedo de dejarla sola y desamparada con los dos pequeños. Súbitamente alargó la mano y acarició con ternura la de su tía.
—Hablemos de otra cosa, tía Lola, ¿quieres?
—Es tu porvenir lo único que me preocupa.
—Pues no temas por él. He vivido demasiado y con muchas penas en poco tiempo. Tal vez nunca te hayas dado cuenta de lo muy desgraciada que he sido porque jamás hablamos detenidamente de ello, porque jamás yo quise hablar, pero ahora sí te digo y te aseguro que lo fui mucho. ¿Qué te parece —añadió sin transición— si nos preparases la merienda?
—¡Hum! —gruñó tía Lola, pero obedeció diligente.
* * *
No, no experimentaba curiosidad ni inquietud alguna por la ausencia de aquel hombre. Para ella suponía uno más de los muchos que al pasar por su lado la miraban y la piropeaban. Tal vez el hombre llamado Ignacio Lavandera fuera más audaz que los otros, puesto que tuvo la osadía de presentarse él solo en plena calle, e incluso invitarla a subir a su automóvil, pero, aparte eso, no se diferenciaba en nada de los muchos que se cruzaban con ella en la calle, en el Metro o en la oficina.
Aquella mañana salió de esta y atravesó la calle sin mirar a parte alguna. Casi inmediatamente sintió un roce a su lado y la voz tan varonil que le decía:
—Buenos días, señorita.
Se detuvo en seco. Miró. Esbozó una tibia sonrisa.
—Buenos días.
—Es curioso —dijo él acomodando su paso al de la muchacha—, ni siquiera sé cómo se llama usted.
No se lo dijo. Marieu no era una experta en cuestión de hombres, pero sabía que a veces una simple sonrisa evita que una mujer hable.
—¿No me pregunta dónde he estado durante toda esta semana?
Alzóse de hombros. Él dijo quedamente:
—Es usted muy indiferente.
—¿Lo cree así?
—Lo demuestra ese leve encogimiento de hombros.
—No pretendería —replicó Marieu con suave ironía—, que me interesara por su ausencia.
Él hizo un gesto como diciendo: «¿Tendría ello algo de particular?». En voz alta objetó:
—No me la imaginaba soberbia.
—¿Cree en verdad que lo soy?
—Un poco, sí. Por favor —añadió sin transición—, permítame que la lleve a casa en mi coche. Lo tengo aparcado al otro lado de la calle.
No estaba dispuesta a aceptar. No le agradaba aquella amistad. No tenía razón de ser. No sabía nada de él. Ni qué hacía, ni de dónde venía, ni adonde pensaba ir en lo futuro. Por otra parte, a su lado experimentaba turbación, como si él, con su personalidad, su aspecto y su experiencia, adquirida a través de sus años y sus canas, la desasosegara. No, no era aquel hombre el más indicado para llevarla a casa y convertirse poco a poco en un acompañante asiduo.
—Se lo agradezco —rehusó amable— pero prefiero caminar.
—¿Con esta nieve?
—Tengo ahí el Metro.
—Se lo ruego, señorita... —y de pronto, añadió—: La invito a tomar el aperitivo.
—Gracias. No puedo aceptar.
Sonrió gentilmente y antes de que él pudiera evitarlo se perdió en la boca del Metro.
Se lo decía a su tía mientras comían.
—Yo de ti hubiera aceptado.
—¿Y para qué, tía Lola? No le interesa ni siquiera saber cómo me llamo. No habla de sí mismo, ni parece interesado en saber qué hago yo. Curiosidad, ¿sabes? Y me molesta la curiosidad de los hombres.
—Por algo se empieza.
—Tú solo ves un matrimonio a la vista.
—Es lo que se ve, ¿no?, cuando un hombre y una mujer simpatizan.
—Yo no simpatizo con él.
—El parece simpatizar contigo. Y es un hombre rico.
—¡Qué sabemos nosotras! Además, nunca me casaré por dinero. No pienso casarme otra vez, tía Lola, no tengo ningún interés. ¿Quieres no volver a hablar de mi presunto matrimonio?
—Está bien, está bien. Pero piensa en una cosa: lo maravilloso que sería tener un marido que saliera de trabajar para ti mientras tú te ocupabas únicamente de tus hijos en estos días helados en que las calles se cubren de nieve.
—Me gusta la nieve y la lluvia. ¿Qué sería de nosotros sin un estímulo en la vida?
—Puedes encontrar otra clase de estímulo.
—No hablemos más de ello. Yo te lo cuento todo y tú siempre sales con tus consejos referentes a mi nuevo matrimonio.
—Me preocupo por ti. Yo no voy a vivir siempre, querida.
Le dio unas palmaditas en la mejilla.
—Tú vivirás eternamente, tía Lola —susurró con ternura—. Dios te dejará a mi lado, y las dos juntas haremos de mis hijos un hombre verdadero y una mujer responsable y completa.
—¿Crees que si tuviera esa seguridad me habría preocupado tanto?
—Te hubieras preocupado igualmente.
La dama reflexionó. Y tras un silencio dio una cabezadita.
—Sí —dijo al fin—. Me hubiera preocupado porque sé lo que significa la soledad. Siempre te tuve a mi lado, Marieu. Siempre fuiste mi gran compañera, pero cuando te llegó la hora de casarte lo hiciste y yo me sentí muy sola. También tus hijos se casarán y tú serás como una sombra en lo futuro.
—Cállate —se rio la joven—. Aún está lejos mi sombra, querida tía Lola.
* * *
Lo vio al día siguiente y al otro y durante toda la semana. Ella pasaba ante la cristalera y él se limitaba a saludarla a través del cristal. El hecho de que no volviera a intentar acompañarla la desconcertó. Pero aún más la desconcertó su mirada, quieta, honda, que al fijarla en su cuerpo parecía desnudarla. Sí, eso era lo que tenía aquel hombre: una mirada aguda y desconcertante que la confundía. Un día decidió torcer por otro camino. Tomó otra calle. Y durante dos días no lo vio, pero al otro lo encontró recostado en la barra de la cafetería donde ella tenía que pasar.
Decidió cambiar de dirección. Era molesta aquella turbadora sensación que le producía la insistente y quieta observación del desconocido.
Uno de aquellos días, al pasar de nuevo ante el café, le vio al fin a la puerta de este y le salió al encuentro.
—Buenas tardes —saludó amablemente.
—Buenas tardes.
Caminó a su lado. No le pidió permiso. Se diría que actuaba de otro modo, tal vez más personal y seguro. ¿Qué pretendía de ella aquel hombre? ¿Amistad? ¿Una conquista amorosa? ¿Y quién era? Por su aspecto, por sus maneras y su aparente vida, un potentado. ¿O tal vez un simple empleado en buena posición?
—Las otras muchachas salen en grupos. Usted siempre sola. ¿No la abruma la soledad?
—Me gusta.
—Es raro que a su edad y con esa cara y ese cuerpo, no tenga novio.
—¿No le he dicho que me agrada la soledad?
—También a mí —se rio campechano—. Me gusta la soledad junto a una chica como usted. Bueno, no se enfade. Me ha mirado usted de un modo inquietante.
Marieu no respondió. Entró en el Metro y él la siguió con la mayor naturalidad.
Así empezó todo. Primero mirándola a distancia, después siguiéndola, más tarde invitándola a subir a su coche y por último cruzando la calle a su lado, como si tras pedirle permiso, ella se lo concediera. Nunca supo por qué se lo consintió. Pero lo hizo, y pasados quince días más, él, como un novio o un amigo entrañable, cruzaba la calle cuando la veía salir de la oficina y juntos se dirigían al Metro. Nunca más la invitó a subir a su coche. Se diría que le gustaba más cruzar la calle a su lado y mezclarse con los demás usuarios del Metro, como un simple empleado. A decir verdad, Marieu seguía ignorando si era un empleado o un potentado. Nunca se atrevió a hacer preguntas que pudieran ofenderle, y él, como si ambos se pusieran de acuerdo, tampoco se las hizo a ella.
Al principio sus conversaciones, si bien interesantes, carecían de intimidad. Notó, eso sí, que cuando un hombre la miraba en la calle, él se cerraba en sí mismo, se ponía incluso de mal humor, lo cual le demostró que era un celoso empedernido. Claro que ella no tenía por qué tener celos puesto que no eran novios, ni se hallaban en vías de serlo.
La tía le preguntaba:
—¿De qué habláis, si, como dices, no sois novios?
—De todo.
—¿No te ha dicho que le gustas?
—No.
—Marieu, no querrás hacerme creer que soy tonta.
—Te digo la verdad, tía Lola. Y lo curioso es que no me interesa que me lo diga.
—¿No te gusta a ti?
—Es un hombre respetuoso, atento, culto. Sabe hablar de todo, pero como hombre, la verdad, no pensé en él.
Y era cierto. La turbaba a veces, la cohibía, sobre todo cuando sorprendía su mirada, una mirada diferente a la que descubría cuando ella lo miraba. Era una expresión honda y absorta de cautela o acecho. Aquello le desagradaba. Pero nunca se lo dijo. De haberlo hecho, él hubiera mirado quizá con aquella indiferencia que a veces hacía daño y habría respondido:
«¿Pero la he mirado de algún modo?».
Un día él no estaba en el café y Marieu llegó a casa más temprano.
—¡Qué milagro!
—El tipo ese —desdeñó—. No estaba en el café.
—Bueno, por lo visto, le gusta jugar contigo.
—No. No somos novios, nada le ata a mí. Es lógico que desaparezca y aparezca cuando le dé la gana.
Pero dolía. No sabía por qué, pero dolía aquella súbita ausencia.
V
A las siete de la tarde, Marieu llegó a casa y se dejó caer en un sillón frente a su tía, con cierto desaliento. La solterona la contempló escrutadoramente.
—La rutina de la vida —exclamó la joven—. Todos los días hacemos las mismas cosas, vemos las mismas cosas, y así hasta el fin de la vida. —Se echó a reír, alzó los hombros y encendió un cigarrillo—. Bueno, es estúpido que me queje. —Sin esperar respuesta, gritó—: Marcos, Lolita, venid un momento.
Como si los niños se hallaran esperando la llamada, aparecieron casi simultáneamente en la puerta.
—Mamá —dijo Marcos corriendo hacia ella—, no te oímos llegar.
Los apretó contra sí. Por encima de sus cabezas miró a su tía.
—Es absurdo que me queje, ¿no?
—Según —objetó la dama—. A la vez que madre eres mujer, y si bien ellos llenan tu corazón de madre, queda otra parte reservada para tu femineidad.
—Me estás buscando recovecos, tía Lola. Siempre vamos a parar al mismo punto. ¿Por qué has de pensar eso? Una considera la vida una rutina estúpida, pero no es ni por ese trozo de corazón que tú indicas vacío, ni por falta de una compañía masculina que dé calor a mi vida. No, querida tía, lo que ocurre es que incluso a los más satisfechos de la existencia, de vez en cuando esta les parece absurda y rutinaria.
El teléfono sonó en aquel instante y tía Lola lo cogió.
—Dígame...
Se quedó boquiabierta. Tomó el auricular y murmuró:
—Es para ti, querida. Es un hombre.
—¡Qué extraño!
—Toma, toma.
—Dile que no estoy.
Tenía a los niños apretados contra sí y los miraba embelesada. La niña se colgaba a su cuello y Marcos a lo hombre, le cogía la mano y se la apretaba con las dos suyas.
—Yo no le digo eso —murmuró la solterona—. Toma, contesta.
Le alargó el auricular y Marieu no tuvo más remedio que cogerlo.
—Dígame.
—Señorita, tal vez no me conozca.
—No, señor.
—Soy Ignacio Lavandera.
—¡Ah!
—Pensará usted que estoy enojado.
—En modo alguno.
—¿No me ha echado de menos?
Marieu dudó en contestar. Tapó el auricular y susurró:
—Tía, llévate a los niños.
—¿Quién es?
—Ya te lo explicaré después.
Tía Lola cogió a los pequeños de la mano, salió de la estancia y cerró la puerta tras de sí.
—Señor Lavandera... —indicó brevemente—. ¿Y por qué iba a echarle de menos?
—Es cierto. Soy un estúpido. Dígame, señorita... —hubo una pausa como si esperara que ella le dijera su nombre. Marieu no se lo dijo—. ¿No podríamos salir juntos hasta la hora de cenar?
—Imposible, señor Lavandera.
—Por lo visto no le agrada mi nombre.
—¿Por qué lo supone?
—Jamás me ha llamado Ignacio.
Pensó que el tal Ignacio era más insinuante a través del teléfono. Decidió no responder a la alusión.
—Tengo mucho trabajo pendiente. Lo siento, señor Lavandera.
—Es muy extraña.
—Se lo parezco.
—Tal vez. Me gustaría conocerla más. ¿No le agradaría conocerme a mí?
—No..., no he pensado en ello.
—¿Tampoco me pregunta dónde estuve estos días?
—¿Y quién soy yo para hacerlo?
—La autorizo yo.
—Gracias.
—¿Me pregunta?
—No soy curiosa.
Sintió al otro lado un carraspeo.
—Por favor, salga un instante. La espero abajo.
—No puedo, señor Lavandera.
—¿Le soy antipático?
—¿Por qué? No, desde luego.
—¿Simpático?
—Nunca he reflexionado sobre ello.
—Está bien. Es usted muy esquiva y muy fría.
—Siento parecérselo, señor.
—Señorita..., me gusta usted.
Era la primera vez que se lo decía. Marieu consideró conveniente no darse por enterada.
—Buenas tardes, señor Lavandera.
—¿No desea continuar hablando conmigo?
—Tengo mucho trabajo pendiente.
* * *
Le extrañó que tía Lola no le hiciera preguntas. Pero a la hora de cenar, cuando los niños ya se hallaban en la cama, le espetó de golpe:
—A ese paso no conquistarás a ningún hombre.
—¿Cómo?
—Te oí.
—¿Qué?
—Por el teléfono de tu cuarto. No soy curiosa, pero ¡qué diablos!, en este asunto no me gusta quedarme al margen. Si me siento en la cocina con los niños, nunca hubiera sabido cómo te desenvolvías con ese tipo. Así pues...
—Dejaste a los niños con Patricia —cortó sonriente—, te dirigiste a mi alcoba, cogiste el teléfono y no te marchaste de allí hasta que yo colgué.
—Bueno, eso o algo parecido es lo que hice.
—Y de ahí deduces que soy una tonta que no sé conquistar a los hombres.
—Exacto.
—Es lo que me extraña, tía Lola.
—No me lo vuelvas a decir. Desde que insisto en que tienes que volver a casarte, me lo echas en cara todos los días. ¿Sabes que eso no está bien?
Se echó a reír.
—Es que por las lecciones amatorias que pretendes darme, se diría que en tu juventud fuiste una vampiresa.
—Fui una mujer que tuvo demasiadas preocupaciones. ¿Crees que no me pesa? Por esa razón siento que tú dejes pasar los mejores años de tu vida a lo tonto, sin pena ni gloria.
—Te olvidas de que yo estuve casada.
—¿Casada? Eso es lo que tú crees. Has tenido dos hijos por casualidad. No has hecho otra cosa que llorar y desesperarte en silencio, porque ni siquiera permitiste que yo penetrara en el santuario de tus pesares.
—Hablemos de otra cosa...
—¿Sabes lo que yo haría si estuviera en tu lugar?
—Me lo imagino. Dejarías a los niños con la tía y te irías de paseo con ese descarado desconocido. Pues yo no lo hago, tía Lola. ¿Quién es en realidad ese hombre? ¿De qué le conoces? ¿Crees que me gustará vivir y sufrir otro desengaño? Además, no siento nada por él.
—Pues, mira, hija, cuando te dijo que era Ignacio Lavandera, te tembló la voz. Tú no lo advertiste y él tampoco. Pero yo, que te conozco bien, vaya si lo noté.
—Eres una entrometida, tía Lola. Mis conversaciones telefónicas no deben ser motivo de curiosidad para ti.
La solterona se encogió de hombros.
—No es curiosidad, hija mía —se rio tranquilamente—, es ansiedad.
Marieu abrió mucho sus hermosos ojos.
—¿Ansiedad?
—Naturalmente. Ten en cuenta que ese desconocido llamado Ignacio Lavandera, que ya no es un desconocido, puesto que sabemos su nombre, puede ser un honrado padre para tus hijos y para ti un marido modelo, y sentí la ansiedad del temor.
—¿Temor? —preguntó sin comprenderla.
—Por supuesto. Eres tan de otro siglo que por mojigatería eres capaz de perderlo.
La joven emitió una sonrisa ahogada.
—Se diría —comentó— que has nacido ayer.
—Querida, he nacido a principias de este siglo. Y ya estoy harta de darte consejos. ¿Sabes lo que haré en el futuro? Viviré al margen de tus problemas.
Parecía enojada. Marieu le acarició la mejilla.
—Eres encantadora, tía Lola, pero, como te he dicho antes, demasiado entrometida. Prefiero que vivas al margen y me dejes en paz. Si algún día vuelvo a casarme, cosa que dudo, lo haré con un hombre que llene toda mi vida. —Empequeñeció los ojos y con ardor añadió—: Casarme por dinero, por comodidad, porque mis hijos tengan un padre o porque puedan medrar con el dinero de ese padre, no, nunca. He fracasado una vez, jamás volveré a fracasar otra, a menos que me vuelva loca y me dé la locura por buscar un marido a ciegas. Te diré la verdad, tía Lola, que un fracaso en una mujer es como una condena impuesta para toda la vida.
—¡Eres tan joven! —se lamentó la solterona.
—Lo soy, ciertamente. Y mentiría si dijera que no tengo ansias de ninguna clase. No. Quisiera amar mucho, infinitamente. Amar con el corazón y los sentidos hasta entontecerme. Pero no es posible. Si apenas curada de un desengaño cayera en otro, sería... horrible.
* * *
Sintió como una tentación y torció hacia la izquierda. ¿Cuánto tiempo hacía que no entraba en una cafetería? Tal vez años, pues mientras estuvo en el pueblo se dedicó a su hogar, supliendo con creces la presencia de su esposo que siempre estaba ausente de él. Y después sus hijos. Al trasladarse a Madrid, no tuvo tiempo. Aquella tarde, tras hacer unas compras decidió entrar en la cafetería que primero apareciera ante ella.
Gentil y bonita, Marieu sentíase más flexible aquella tarde. Aquella súbita reacción era una especie de desahogo. De pronto se daba cuenta de que, en efecto, como decía su tía, era joven, hermosa, vestía bien y con elegancia y los hombres la miraban.
Ello significaba que aún era, ante todo, una mujer con derechos y aspiraciones. Claro que, en realidad, todas sus aspiraciones se limitaban y sojuzgaban como delitos, por una razón que se negaba a confesarse a sí misma. Era viuda y tenía dos hijos. Dos hermosos hijos que constituían, a no dudar, la razón primordial de su vida.
Aquella tarde vestía un abrigo deportivo color azul marino. Bajo este un modelo rosa muy pálido y calzaba zapatos altos. Tenía el cabello tan negro y los ojos tan verdes que el contraste aumentaba su diferente y exótico encanto.
Empujó la puerta de cristales y penetró en la cafetería. No miró a parte alguna. Se acomodó en la barra y pidió una tacita de té.
—¿Siempre sola?
Se volvió como si la pincharan. Allí lo tenía sonriente, casi juvenil, sin sombrero y sin gabán. Parecía más joven, sí, más... ¿Cómo diría? Más moderno, pero seguía teniendo canas en la cabeza y ello le hacía más interesante.
—Buenas tardes, señor Lavandera —dijo todo lo serena que pudo.
Él dilató su sonrisa y de súbito, con ademán posesivo, que debía ser muy suyo, le asió del brazo.
—Venga —susurró—. Vamos a sentarnos en torno a aquella mesa. No puedo —añadió al notar el leve movimiento de ella— desperdiciar esta ocasión.
No tuvo valor o no pudo negarse, y fue dócilmente a su lado. Él la miraba quietamente de un modo que la desconcertó. Se diría que de pronto aquel hombre la analizaba de pies a cabeza y pretendía entrar en su otro «yo». Su mirada entre admirativa y ansiosa, y aquello la inquietó.
—La esperé inútilmente en el café frente a su oficina. ¿No fue usted al trabajo?
—Tenemos semana inglesa.
—Ya. Oiga, señorita... ¿No puedo saber cómo se llama?
—María Eulalia.
—Bonito nombre —la contemplaba con expresión indefinible—. Es curioso —añadió de pronto—. Salí de viaje. Estuve en Barcelona una semana y, ¿sabe usted?, la echaba de menos. —Como se aproximaba un camarero, pidió sin dejar de mirarla—: Un té y una cerveza. —Se alejó el camarero y él prosiguió—: Me di cuenta de que su compañía me hacía bien, la necesitaba. ¿Por qué no accedió a venir ayer conmigo?
—Estaba cansada.
—A su edad...
—Ya no soy una niña...
Y pensó en sus hijos. No se le ocurrió decir que era viuda. A decir verdad, no lo consideraba de suma importancia. Al menos para ella no lo tenía. Aquel hombre llamado Ignacio ignoraba la importancia que podía darle. También es cierto que no lo ocultó deliberadamente. Era algo que al salir de casa no formaba parte de su vida, porque no lo consideraba preciso. Aquellos dos hijos iban dentro de ella como algo natural y preciso para vivir, como algo que al salir de casa no formaba parte de su vida, hablar de ellos a un extraño le parecía como si traicionara su maravilloso mundo interior.
Por eso no los nombraba jamás. Tal vez en la oficina ni siquiera sospechaban que era viuda y tenía dos hijos. No era fácil suponerlo, dado que, con sus veinticinco años, parecía más bien una jovencita. Y lo era en apariencia, mas moralmente a veces se consideraba una vieja.
—¿Cuántos años tiene, María Eulalia? —preguntó él de pronto, como si penetrara en sus pensamientos—. Aún está usted en edad en que se le pueden preguntar los años sin pecar de incorrecto.
—Veinticinco.
—¡Dios santo! Es usted una criatura. ¿No me pregunta los que tengo yo?
—No me interesa, señor.
La miró cegador.
—A usted nunca le interesa nada. ¿Por qué es usted tan indiferente?
—¿Cree que lo soy?
—Lo es. Y ello... atrae más el interés de los que la ven, la escuchan y la contemplan.
Les sirvieron la cerveza y el té.
—Permítame —dijo él de pronto— que la invite a una sala de fiestas.
—No sé bailar.
—¿Que no sabe bailar?
—No.
—No es posible.
—Se lo aseguro. No he bailado en mi vida.
Pareció asombrarse. Súbitamente preguntó:
—¿Qué hizo usted desde que nació?
La joven se echó a reír. Consultó su reloj.
—Tengo que irme —dijo.
VI
—La acompaño.
—No se moleste.
—No seas ingenua, María Eulalia. Nunca hago cosas que me molestan, sino cosas que me encantan.
—¿Nunca se sacrifica?
—¿Y de qué me serviría sacrificarme?
—Es a veces una satisfacción tener que sacrificarse.
—No estoy habituado a ello. La verdad, no tengo espíritu de sacrificio. Tal vez se deba a que jamás hallé en la vida cosa alguna que me indujera a sacrificarme por ella. Una cosa, María Eulalia, una cosa que le voy a decir sin rubor, ni vergüenza. Nunca me enamoré. Y considero que el objeto más digno del sacrificio de un hombre es el amor de una mujer.
—Pues ya no es usted un niño.
—He cumplido los treinta y cinco años. Como ve, tuve tiempo más que suficiente para enamorarme. —Marieu se levantó y él la imitó—. Permítame que me ponga el gabán. Hace un condenado frío.
—Le repito que por mí no abandone este agradable rincón.
—Más agradable me resulta su compañía.
No respondió. Presintió que aunque se empeñara en lo contrario, aquella tarde él la acompañaría hasta su casa.
—La llevaré en mi coche. Lo tengo aparcado dos manzanas más allá.
—Me gusta caminar.
—Bien, pues iremos a pie. De ese modo podré estar a su lado un poco más.
Salieron a la calle. Con naturalidad la asió del brazo.
—¿A qué hora la veré mañana? —Y sin esperar respuesta, emitiendo una risita, añadió—: ¿No puedo tutearla?
Marieu alzó los hombros. No lo deseaba ni creía poder desearlo nunca. No le interesaba en ningún sentido, pero a su lado se sentía a gusto y se dejaba llevar por la corriente, puesto que torcerla por capricho hubiera sido ridículo.
—¿Puedo? —preguntó él nuevamente, sin penetrar en sus pensamientos.
—Puede.
—Gracias.
Era más alto que ella. Bastante más, pues Marieu, siendo tan bonita y tan atractiva, de estatura era más bien corriente, frágil de aspecto, muy fina. Junto al hombre que era Ignacio Lavandera, resultaba más frágil todavía, una cosa a quien Ignacio parecía proteger y amparar.
—¿A qué hora podré verte mañana? —preguntó él al cabo de un momento.
—¿Para qué?
—Para charlar. ¿No te gusta charlar con un hombre? ¿O es que tienes novio?
—Si tuviera novio no iría a tu lado.
—¿Por el novio o por ti misma?
—¿No crees que la pregunta es un poco absurda?
Él se echó a reír.
—Ciertamente, uno es absurdo a veces.
Marieu se quedó como cortada.
—Perdona —dijo Ignacio—. A tu lado me ocurre una cosa graciosa. No sé de qué hablar. Y es curioso, ¿sabes? Nunca me pasó con las mujeres.
—Será que me consideras incapaz de comprenderte.
—O todo lo contrario.
Empezaba a oscurecer. Hacía mucho frío y Marieu se levantó el cuello del abrigo.
—Mañana —dijo Ignacio— te llevaré al fútbol. ¿A qué hora puedo ir a buscarte? ¿Y dónde?
—Te aburrirás a mi lado.
—Al contrario —replicó serio—. Aun sin hablar, solo con llevarte a mi lado, te considero lo suficientemente interesante para ir entretenido. Recuerda aquello de que los silencios son a veces más elocuentes que las palabras.
—Según...
—¿No te resulto agradable?
—Eres un hombre desconcertante.
—¿Sí? ¿Por qué?
Se alzó de hombros.
—No lo sé. Me lo pareces.
Llegaban frente al portal. Marieu vivía en un edificio espléndido, en una calle céntrica. Acostumbradas a la casa de campo, amplia y rica, ni ella ni su tía se habrían habituado a vivir en un piso mezquino. Además, con la renta de la solterona, su pensión y el sueldo de Marieu podían pasar, y pasaban casi, como potentados.
—¿Hasta mañana, pues? —preguntó él asiendo su mano.
Se la oprimió cálidamente y Marieu sintió aquella turbadora sensación que la empequeñecía. Ignacio se llevó los dedos de la joven a la boca, y con suavidad le quitó el guante y los besó.
—Deja...
Aquel «deja» estremeció a Ignacio de pies a cabeza. La miró a través de la oscuridad, y ella retrocedió en silencio y se perdió en el portal.
Ignacio Lavandera gruñó:
—Empecé de broma, más bien por curiosidad, y hete aquí... cuidado. Ignacio, mucho cuidado.
* * *
Le extrañó mucho que su tía no le hiciera pregunta alguna. Ya en la cama, recordó aquellos instantes.
«Seguiré así. Iré mañana al fútbol. ¿Qué hay de malo en ello? Es un hombre interesante».
Dio muchas vueltas en la cama.
«¿Qué hay de malo en ello? No es que piense, como mi tía, que tengo que casarme otra vez. De hacerlo...». ¿Qué significaba para ella aquel hombre? ¿Qué le inspiraba?
Apretó los labios. Nada. No le inspiraba nada. La turbaba únicamente. Ningún otro hombre la había turbado, pero no se detuvo a pensar en ese detalle.
Pensó después en su tía. No le hizo preguntas y sabía positivamente que había llegado acompañada de aquel hombre. Recordó cuando empezó a cortejarla al que luego fue padre de sus hijos. Su tía le decía siempre: «Ese muchacho no te conviene». Al principio no replicaba. Un día que no se sentía de buen humor precisamente le respondió que era ella la que se iba a casar y que amaba a su futuro esposo. La dama juró que jamás le diría nada, y así fue. Tal vez ahora decidiera seguir el mismo método. Mejor. Ello evitaría muchas intranquilidades.
A la mañana siguiente, Marieu fue a misa con sus dos hijos. Llevándolos de la mano, escuchaba la cháchara infantil de los pequeños. Era como si, de pronto, todo su sufrimiento anterior tuviera una suprema justificación. Lo dio todo por bien empleado, sintiéndose con fuerzas para renunciar a su vida y a todas sus ansias de mujer, para aquilatar y vivir más intensamente aquel don que Dios le concediera en pago a su amargura.
Los llevó en su auto hasta el Retiro y a la hora de cerrar, los tres, felicísimos regresaron a casa, donde la tía soltera ya preparaba la mesa.
—Saldré con los niños por la tarde —dijo tía Lola—. A menos que tú dispongas otra cosa, hijita.
Era lo bueno que tenía. Jamás perdía su ternura, su suavidad. Marieu se preguntaba muchas veces por qué su tía no se había casado, siendo como era el prototipo de la mujer hogareña, discreta, cuidadosa, y no debió ser muy fea.
—Puedes llevarlos, tía.
—¿Tú qué harás?
—Saldré con Ignacio.
—¡Ah!
Solo eso. Ni una sonrisa suspicaz, ni una ironía ni una pregunta. Tía Lola era así. Mejor para las dos.
Patricia recogió la mesa y la señora preparó a los niños. Se hallaba Marieu en la salita cuando los tres entraron en aquella.
—¿A qué hora regresarás, querida?
—No lo sé, tía Lola.
Tenía a los niños apretados contra sí, mientras tía Lola hablaba y ella respondía. Los besaba y sobre los rostros infantiles susurró:
—Sed buenecitos.
—¿No te has vestido aún?
—Es pronto.
—Las tres y media. ¿A qué hora has quedado con él?
—Hasta las cinco no empieza el fútbol.
Besó de nuevo a los niños y a la tía. Los tres se fueron y Marieu encendió un cigarrillo. En cualquier otra ocasión habría cogido un libro y hubiera pasado el resto de la tarde sentada ante la chimenea. Desde hacía mucho tiempo, concretamente desde que se instaló en Madrid, no había salido de casa un domingo por la tarde.
«Me estoy volviendo frívola —pensó al mismo tiempo que se ponía en pie y consultaba el reloj—. ¿Por qué lo hago? Tal vez porque considero que tengo derecho a ello. No sé quién es ese hombre, pero por su aspecto, su charla y sus modales, parece ser que no he aceptado la compañía de un rufián, y por otra parte, ya no soy una niña para dejarme atrapar por un hombre de malas costumbres. Puedo tener un amigo, ¿no? ¿O acaso por ser viuda no tengo derecho a ello?».
No se le ocurrió pensar que jamás había sentido ansias de vivir su viudedad. Y lo curioso era que junto a Ignacio no pensaba en ello.
Se dirigió a su alcoba y procedió a vestirse. Se miró ante el espejo.
«Me siento rejuvenecer —se rio con suave ironía—, y lo curioso es que no sé por qué».
Se alzó de hombros. Buscó un traje beige de corte deportivo. Dio dos vueltas ante el espejo.
«Me favorece». Se amoldaba a sus redondas caderas, a su talle esbelto, al turgente busto, arrogante, casi audaz.
Pensó: «De pronto me estoy volviendo coqueta. Y lo sorprendente es que nunca lo fui».
Se pintaba poco. No lo necesitaba. Su bello y exótico rostro no precisaba de afeites. Unos polvos, una sombra en los párpados, un rabito que rasgaba sabiamente los bellos ojos y un leve color en los labios.
—Estoy correcta —susurró.
Y en aquel instante sonó la bocina en la calle. Se acercó al balcón. El auto de Ignacio Lavandera, negro y de estilizada linea, esperaba aparcado a pocos metros.
* * *
—Hola.
—¡Qué bella estás!
Se sentó junto a él. Ignacio empuñó el volante. Vestía de gris, como siempre, y sobre el traje un gabán azul marino. De pronto se preguntó quién sería aquel hombre. Con quién vivía, cuántas novias habría tenido en el transcurso de su vida. ¿Sería casado, viudo, soltero? Preguntárselo hubiera sido inútil. Si un día él deseaba contarle su vida, lo oiría, pero ella no le preguntaría nada. ¿Para qué? Era intrigante y casi bella la incógnita.
—¿Qué ves en mí para que me mires de ese modo?
Se agitó.
—La verdad, Ignacio, no te miraba.
—Pensabas.
—Puede que sí.
—¿No puedo conocer tus pensamientos?
—No tiene importancia.
—Tal vez para ti no la tenga.
—Oye, ¿sabes que eres muy acaparador?
—¿Por...?
—Esa pretensión de penetrar en los pensamientos de los demás es altamente significativa.
—Sí —confesó con voz diferente—. Reconozco que soy muy acaparador. Y si algún día me caso, seré un celoso insufrible.
—¡Pobre de la mujer que te toque en suerte!
—Y pobre de mí. La enfermedad de los celos es horrible. ¿Nunca la has sentido?
—No, nunca —mintió.
—Yo, sí. Y es curioso cómo y cuándo empecé a sentirlos.
—Si no estuviste enamorado... Me lo dijiste el otro día.
—En efecto, nunca estuve enamorado, y no obstante, sentí los celos. ¿Sabes cuándo? A los dieciséis años. Era un estudiante, un buen estudiante, pues terminé la carrera a los veintiséis.
No aclaró qué carrera, ni ella se lo preguntó. Hizo una pausa y aplastando las manos en el volante, continuó:
—Me enamoré, la primera y única vez en mi vida, de una estudiante como yo. La quería tanto, o creí quererla, que le hacía la vida imposible. Ella era muy coqueta y me hacía sufrir como un condenado a la horca. Aquello me hizo huir del amor. Cuando ingresé en la Universidad, ella desapareció de mi vida. Se fue a su casa. Al poco tiempo supe que se había casado. ¡Cielos! Los celos me torturaron durante años. Y lo curioso es que ya no la amaba.
—Pues no es razonable.
—Lo es. Dado mi modo de ser, lo es. Hasta que la vi de nuevo del brazo de su esposo no se me pasó aquel escozor que su recuerdo me producía. Por eso, María Eulalia, me parapeté contra el amor.
—¿Y a qué te dedicaste después?
—A ser hombre simplemente. A cortejar, a enamorar sin sufrir yo la grave enfermedad.
—Has sido cómodo.
—No —se rio—. He sido precavido.
—¿Y cómo te las arreglaste para huir del embrujo de las mujeres?
—Buscando la parte falsa y cómoda del amor. Comprando este y riéndome a la vez de mi prenda amatoria.
—No concibo la vida con falsedad.
—Si fueras hombre, la concebirías —frenó el auto—. Hemos llegado, amiga mía.
Aparcó el coche en una esquina, seguido de una hilera interminable y ambos se apearon, uno por cada portezuela. Cerró estas y se volvió a su encuentro. La asió del brazo y susurró:
—A ti... tengo miedo de amarte de verdad.
VII
Día tras día saliendo juntos. Sin una razón, sin saber por qué, como una exigencia imperiosa.
Se divertían juntos. Sus charlas eran en ocasiones particulares. Hablaban mucho y amigablemente unas veces. Otras se acaloraban, luego se reían de su apasionamiento. Así fueron conociéndose y así fueron habituándose insensiblemente el uno al otro.
Tía Lola, como había prometido, vivía al margen y cada noche, cuando Marieu llegaba, jamás preguntábale por su apuesto acompañante. A veces esta nombraba a Ignacio y la solterona ni siquiera sonreía.
Mas era evidente que le agradaban aquellas relaciones no precisamente porque Marieu volviera a casarse, sino porque de nuevo encontrara gusto a la vida y viviera.
Marieu empezó a darse cuenta de cómo era Ignacio a través de sus exigencias. Al principio las tomaba a risa. Pero un día, saliendo ambos de un café, un hombre se quedó mirando a Marieu y esta notó el desagrado de Ignacio.
—Te ha mirado.
—Bueno —se rio ella—. ¿Quieres que le pegue?
—Es que no tiene por qué mirarte de ese modo.
—Ignacio, no seas intransigente. ¿Qué culpa tengo yo?
—Tú le miraste a él.
—¡Qué absurdo eres!
—No lo hagas nunca más. Puedo romperle la crisma, y tú, ¿qué?
—Yo, tranquila —se rio.
—¿...?
—Vamos, Ignacio, por favor.
Él obedeció ceñudo. Más tarde, a solas consigo misma, Marieu reflexionó sobre ello. Resultaba inadmisible la acción de Ignacio. No eran novios, jamás hablaban de amor, y no obstante, Ignacio se comportaba como si fuera dueño y señor de ella. Pues no lo era. Cierto que a su lado se sentía feliz. ¿Por amor? No se analizó. Soslayó la peligrosa pregunta y continuó en el punto de partida de sus reflexiones. Ignacio era un hombre desconcertante. Tan pronto le besaba los dedos turbadoramente, como se marchaba sin darle las buenas noches.
«La mujer que se case con él —pensaba Marieu—, si es que se casa con alguna, tendrá sin duda mucha suerte. Será muy querida, muy respetada, muy feliz tal vez, pero será víctima de su propio amor».
Un día se lo dijo así.
Él la miró quietamente, con aquella expresión suya tan turbadora, que la intimidaba e inquietaba.
—¿Y no le gustaría a esa mujer ser una víctima?
—Claro que no.
—Estamos hablando de amor.
—Ni por amor le agrada a una mujer ser víctima.
—¡Qué sabes tú!
—Eres demasiado acaparador. Todo lo quieres para ti.
—¿Y no tengo derecho?
—Solo a uno.
—Dime cuál.
—Amar y ser amado.
—Es lo que pido.
—No. Pides una devoción tal, que el mundo con todos sus componentes ha de desaparecer para la criatura por ti amada. Y eso no es posible, porque toda persona, aun amando y siendo amada, tiene derecho a la libertad de su «yo».
—Querida, no profundices tanto. La materia del ser humano es un complejo de deseos inalcanzables o satisfechos. Si a mí me satisface poseer a la mujer en su todo, ¿quién puede evitarlo?
—La razón.
—No hay cosa más absurda que pedir razón en el amor.
Lo dejaba por imposible. Pero en el fondo le agradaba aquel modo de ser, entero y absoluto, sin concesiones ni falsedades. Él jamás engañaba. Y ella había sido tan engañada...
* * *
Llegó junto al auto y abrió la portezuela.
—Buenas tardes, Ignacio.
Este le mostró el reloj.
—¿Sabes cuánto has tardado?
—Lo siento.
—¡Lo sientes! —gritó malhumorado—. Me gusta que seas puntual. Es más, te lo exijo.
Se le quedó mirando asombrada. Hasta en aquello era exigente. Sí, ya le conocía bien. Pensó en sus hijos, a quienes había besado y mimado antes de salir. Por un instante pasó por su mente la idea de decírselo. Pero la desechó. ¿Para qué? ¿Qué le importaba a él?
—Mira, Ignacio —razonó suavemente—. Te portas como un tirano. Al fin y al cabo puedo hacer lo que me dé la gana, ¿no? Soy dueña de mi persona. No soy tu prometida ni tu novia.
El puso el auto en marcha. No la miró. Notó que sus mandíbulas se agitaban. Aquel hombre era muy diferente al otro que la seguía silenciosamente a través de la calle, desde la oficina hasta el Metro.
Sonrió, y como él permaneciera silencioso, puso sus dedos sobre los de él, que se crisparon en el volante.
—Ignacio, ¿no vas a deponer tu mal humor?
—¡Déjame! —gritó.
—Pero, Ignacio...
—Yo..., ya ves cómo soy, ¿no? No pensarás que paseo a una chica todos los días solo por el placer de contemplarla.
—No te comprendo.
—Tampoco querrás que te declare mi amor.
—No.
—¿No lo deseas?
—No. ¿Por qué habría de desearlo?
—¿Crees entonces que no te considero mi novia?
Marieu se agitó.
—Nunca pensé en eso.
¿No?
—No, y no me mires así. Conduce el auto con cautela. Vamos a estrellarnos, si no.
—A veces pienso que sería lo mejor —gritó malhumorado—. Siempre, desde los dieciocho años, escapé como un ladrón de una mujer determinada. Y hete aquí que...
—Estás hablando en clave.
—Estoy hablando bien claro. Te quiero. ¿Acaso tengo que decírtelo todos los días para que me creas?
—Prefiero que...
Cruzaban un paraje solitario. Ignacio frenó el auto en la cuneta y se volvió hacia ella. La miró hondamente. Había un deje de rebeldía y ansiedad en su voz, que sonó ronca y contenida:
—María Eulalia, estoy enamorado. Enamorado como la primera vez. Tú no sabes —se quejó— lo que yo he luchado en la vida para huir de este tormento.
—¿Tormento el amor?
—Para mí, sí, dado mi modo de ser. Te quiero para mí, deseo que seas mía, que vivas solo para mí, para mis deseos. Que yo viva para los tuyos.
Pensó en sus hijos. Fue una sensación fugaz, extraña, que la agitó. ¿Qué diría aquel hombre si supiera que ella nunca podría ser solo para él, porque otro hombre, que pasó por su vida como una nube tormentosa y fugaz, le dejó un recuerdo que jamás podría olvidar? Sus dos hijitos. Y por ellos Marieu hubiera dado la vida y siete vidas que tuviera.
Apretó los labios. Sentía la respiración de Ignacio agitada y ardiente, muy cerca de ella. Tuvo miedo. Sí, la pasión de aquel hombre que nunca conoció bastante hasta aquel momento, la asustó. Ella ansiaba amar y lo amaba. Lo amaba, sí, porque si no le hubiese amado, jamás habría salido con él dos veces seguidas y soportado sus exigencias. Pero aun amándolo, no podía entregarle toda su vida, ya que esta pertenecía a dos criaturas. Al menos, parte de ella, sí. Y además, ella no era mujer que amara con aquella pasión desmedida y aniquiladora. Era la suya una sucesión de ternuras infinitas, caricias verdaderas, pero no extremadamente fogosas.
—María Eulalia...
—¡Oh! —susurró—. Quita, quita...
—Quiero besarte, María Eulalia. Estaría besándote toda mi vida, y me parecería...
Lo apartó suavemente de sí. Miraba ante sí con fijeza.
Él la deseaba, la acaparaba, la vencía, pero un razonamiento se abría paso en su mente. No podría ser nunca su esposa. Ignacio era... demasiado absorbente. Jamás hallaría en él un hombre razonable, sino un ser avasallador, apasionado, ardiente como una llama. Una mujer como ella necesitaba alguien menos impetuoso, alguien que le proporcionara comprensión y paz.
—Querida...
—Volvamos a Madrid. Está oscureciendo.
—¿Lo ves? —gritó—. Estando conmigo, ¿por qué tienes que pensar en la hora?
—Ignacio, sé comprensivo. Tengo que pensar en la hora porque no eres tú el único ser de esta vida. Porque hemos de razonar.
—Estás a mi lado. ¿Acaso no te gusta estar a mi lado?
Le amaba y lo compadecía a la vez. Le amaba porque empezó a conocerlo sin darse cuenta, porque a medida que le conoció fue aquilatando su valor y su hombría, porque merecía ser amado y porque ella era una mujer al fin y al cabo y necesitaba su amor. Tenía razón su tía. Lo necesitaba tanto como la existencia. Y lo compadecía porque, dado su modo de ser, jamás podría hallar en la vida toda la adoración y entrega que deseaba, y porque además, aun con hallar todo eso, creería no haberlo hallado y sufriría.
Impulsiva, alzó la mano y asió el rostro que se inclinaba hacia ella. Fue como si a Ignacio Lavandera le agitara un vendaval. La apretó contra sí, la besó en la boca. De pronto, ella se oprimió contra él. Y casi en seguida Ignacio la soltó.
* * *
La miró cegador.
—¿Qué te pasa?
—A ti... te han besado otros.
—¡Ignacio!
Le apretó la muñeca hasta hacerle daño.
—Otros, sí. ¿Quiénes? ¿Cuántos?
—Pero...
—Di. ¿Quién? ¿O cuántos?
—No tienes derecho.
—Lo tengo. Te amo como un loco. No me preguntes cuándo empecé a quererte. No lo sé —se exaltaba al hablar. Su voz salía enronquecida—. No sé cuándo fue ni en qué instante empecé a necesitarte con frenesí. Sé que te necesito, que te ansío, que no lo puedo remediar, y de pronto..., veo..., veo que no es la primera vez que te besa un hombre.
—Tranquilízate, cariño.
—No me trates como a un crio —gritó—. Me descompone.
—Estás fuera de ti sin razón, Ignacio. ¿No lo comprendes?
—Solo comprendo —gritó exasperado, roncamente— que me siento destrozado.
Puso el auto en marcha. Marieu pensó que si en aquel instante le hubiera dicho que la había besado su marido, estrellaría el auto sin remisión. Apretó los labios.
Ignacio conducía a velocidad vertiginosa. Parecía que hubiese enloquecido de repente.
—Ignacio, tranquilízate.
—Te digo que no soy un niño.
—Jamás lo he pensado. Pero no tienes derecho a tratarme de ese modo.
—Te han besado otros hombres. Tú no sabes lo que eso significa para mí. Yo he creído ser el primero. Porque deseo ser el primero y el último en la vida de una mujer.
—Cuando se ama de veras, es el amor lo único que importa.
—No cuando has imaginado ser el primero en ese amor.
—¿Y no puedes imaginarlo aun por encima de la realidad?
—No soy un soñador —gruñó rabioso y ceñudo—. Soy un hombre...
—Un hombre demasiado exigente, demasiado acaparador, demasiado...
—¡Cállate!
—Sí, será mejor. No tienes derecho a tratarme así.
—Eres mía.
—No lo soy, Ignacio. No lo olvides. Aún no lo soy.
—Me amas.
—Sí.
—No podrás pasar sin mi cariño.
—Podré.
La miró asombrado.
Y de súbito sintió por Ignacio una ternura infinita. Aquella desilusión y asombro que leyó en sus ojos, la colmó de amor y piedad hacia él.
—Cariño, ¿por qué no eres más sencillo?
—¿Puedo serlo más?
—Mucho más. Esos complejos te hacen daño, y lo peor es que sufres y me haces sufrir.
—Me amas, me necesitas y puedes prescindir de mí.
—Todos podemos hacer esfuerzos. ¿Para qué tenemos la voluntad?
—Con amor, la voluntad es un mito.
Frenó el auto frente a su casa. Ella aún esperó oír su voz amante y comprensiva. Pero fría y ausente, cerró las manos en el volante y preguntó:
—¿Bajas o te quedas?
Marieu bajó sin decir palabra.
* * *
Al día siguiente fue a la oficina como todos los días. Ignacio no la esperaba. Permaneció en casa toda la tarde. No la llamó.
Tía Lola revoloteaba en torno a ella, dudando entre hacer preguntas o mantener su actitud habitual. Al día siguiente ocurrió lo mismo. Y así transcurrió una semana.
Tenía que compartir con alguien su inquietud. Tía Lola no preguntaba, pero ella necesitaba hablar.
Y aquella tarde, una semana después, dijo quedamente:
—Tía Lola, estoy enamorada.
VIII
Silenciosamente, la solterona se sentó a su lado. La asió de la mano, y si bien nada preguntó, su ademán era lo bastante elocuente para indicar a la joven que su tía la comprendía y ayudaba.
—Es... exigente, tía Lola, exigente, acaparador, absorbente, indomable.
—No..., no debes torturarte, querida.
—Hace una semana —apretó los labios y de pronto esbozó una sarcástica sonrisa—. Soy viuda y tengo dos hijos. No debiera salir sola con un hombre. Lo hice, me enamoré.
—Es lo normal.
—No lo es, tía. Ignacio es un hombre..., un hombre complicado.
—Pero le amas.
—Tal vez si fuera más vulgar le amaría más.
—No lo creas. ¿Qué os ha pasado?
Se lo refirió.
—Debiste decirle que eras viuda.
—¿Para qué? No volverá. No es hombre que soporte una sombra en el pasado de su esposa. El padre de mis hijos será siempre para él como una pesadilla. No, no es hombre para mí.
—Y le amas.
—Sí. Pero tenía que ser así. Es un hombre que hará pasar a su mujer momentos maravillosos, pero antes... la atormentará.
—Dichosos tormentos si son consecuencia de un amor incalculable.
Hubo de esbozar una sonrisa.
—No conoces a los hombres.
—Lo bastante para darme cuenta de lo que quieres decir.
—No volverá —se agitó—. Es duro. No tendrá piedad ni de él ni de mí. Es lo que hace cuando se enamora. No le será difícil, puesto que conoce la experiencia.
En aquel instante sonó el teléfono. Lo cogió Marieu.
—Dígame.
—Baja.
Le dio rabia. Debía considerarse un reyezuelo y creer a los demás sus vasallos. Pues no, ella no lo era. Respecto a ella, se equivocaba.
—No puedo.
—Te digo que bajes.
—Pero, oye, ¿quién te has creído que eres?
—Yo. Eso solamente.
—Muy distinto al caballero respetuoso que conocí junto al Metro.
—Déjate de suspicacias. Baja, te espero.
—No soy tu esclava, Ignacio. ¿Te haces cargo? No lo soy.
—No puedo pasar ni un minuto más sin verte —gritó.
—Ni bajo yo, ni subirás tú. Lo nuestro terminó. Lo diste tú por terminado hace una semana. Debes pensar que yo no soy un juguete.
—Eres una mujer —gritó impacientándose—. No creo que ser una mujer signifique tanto.
—Para ti tal vez no signifique nada. Para mí mucho.
—¡Baja! María Eulalia, ya no puedo más. Creo que me conoces algo.
—Te conozco lo bastante para pedirte que te vayas. Que huyas de ti mismo como huiste cuando te enamoraste la primera vez. Lo recuerdas, ¿no?
—María Eulalia, que estoy perdiendo la paciencia. Solo el suponer que puedas estar en brazos de otro hombre, me enciende la sangre y me entran ganas de asesinar a alguien. No quiero sufrir lo que he sufrido la primera vez. Te necesito, no vivo sin ti.
—Eso es, no renuncias a mí, pero tampoco renuncias a torturarme.
—Mi amor es así. Baja, te lo ordeno.
Colgó furiosa. ¿Qué se había creído? Le amaba, sí, pero no se sometería a sus exigencias. Nunca, jamás.
—Marieu...
Esta, pensativa, susurró:
—Es demasiado. No puedo soportar sus continuas exigencias.
—Pero te duele.
Apretó los labios.
—Como nunca creí que algo me doliera —dijo bajísimo.
* * *
Los niños irrumpieron en la salita y Marieu los apretó contra sí.
—Eso te priva de ser tú —dijo la tía.
—Esto es lo más grande en mi vida, tía Lola —dijo oprimiendo sus cabezas—. Sin ellos no lo concibo. Y lo curioso es que tampoco la concibo sin Ignacio.
—Y, no obstante, lo despides.
—Es mi deber.
En aquel instante sonó el timbre de la puerta.
—Voy a abrir —dijo tía Lola poniéndose prontamente en pie—. Patricia está ocupada en tu cuarto limpiando los cristales. ¿Sabes que el reuma me molesta? Cuando estoy sentada un rato, al ponerme en pie apenas si puedo moverme.
Sonó el timbre otra vez.
—¡Qué pesados! Debe ser la mujer que trae la manteca los sábados.
Los niños corrieron tras ella.
—Venid aquí, Marcos —llamó la madre.
Los dos niños, uno tras otro, penetraron de nuevo en la salita y fueron a sentarse en las rodillas de su madre.
Esta se hallaba besándolos, cuando una figura masculina se recortó en el umbral. Como si la impulsara un resorte. Marieu se puso en pie.
—Ignacio.
Él no pronunció una sola palabra. Miraba a la joven y luego a los niños, y una sombra extraña parecía cruzar sus ojos.
—Pasa —tartamudeó—. Pasa...
No se movió. Los dos niños lo miraban con creciente curiosidad. Fue el pequeño Marcos quien alzando sus inocentes ojos hacia el palidísimo rostro de su madre, preguntó:
—¿Quién es este señor, mamá?
Para Ignacio fue como si lo sacudieran. Marieu parpadeó. Fue hacia el niño, le puso una mano en el hombro y dijo en voz baja:
—Es un amigo, Marcos. ¿Quieres ir con la tía? Llévate a tu hermana. Ve, Lolita.
Dócilmente, los dos niños atravesaron la estancia y corrieron uno tras otro. Ignacio continuaba en la puerta, recostado en el marco, como si fuera una sombra de sí mismo.
—Bien, Ignacio —dijo ella, recuperando su sangre fría—. Pasa y toma asiento.
—Dos hijos —dijo él sordamente—. ¡Dos hijos! —Y con hiriente desprecio—: ¿Producto de un amor pecador, María Eulalia? —Y sin que ella respondiera, añadió con un desprecio que era dolor, aunque él creyera lo contrario—: Yo que te creí tan única, tan espiritual, tan honesta.
—No me ofendas, Ignacio. No..., no... —se mordió los labios—. No podría perdonártelo después.
—Perdonar... ¿Quién ha de perdonar? ¿Quién de los dos tiene que perdonar?
—Siéntate.
—No, muchacha. Ya... no sé a lo que he venido —emitió una risa ahogada—. Una vez más me siento —alzóse de hombros— decepcionado, solo estúpido, por haber creído en una ilusión fugaz e indefinible.
—Son hijos de mi marido, Ignacio —dijo sin alterarse—. Soy viuda.
—Viuda... —volvió a emitir una bronca risa que hirió dolorosamente los oídos de la muchacha—. Y no te atreviste a decírmelo.
—Te equivocas. No tenía por qué hacerlo.
—¿Que no tenías? ¿Cuándo y en qué instante reconoces tú tus deberes?
—No me hablaste de amor, nada me pediste hasta hace una semana. No sé nada de ti. Si eres también casado, viudo o soltero. Hace una semana me dijiste que me amabas. Y sigo ignorando todo tu pasado.
—No vas a reprochármelo ahora, María Eulalia. En realidad..., ya no merece la pena. Yo no te hablé de mí, tú no me hablaste de ti... Los dos nos conformamos con querernos. Tú no eres celosa, tú no vives angustiada. Tienes todo aquí. —Y mirando en torno—. Tu tía, según observo, tus hijos, tu pasado... Quédate, pues, con todo ello.
—No quise hacerte daño. No creí que te..., que te dolería tanto.
—Ya sabes cómo soy. Tal vez me consideres un estúpido. Sí, probablemente lo sea —hizo un ademán de impotencia—. No lo puedo remediar. Para amar a una mujer me considero una criatura. Es quizá mi mayor defecto.
—Me... —parpadeó bajo el fulgor de su mirada—. Me gusta tu forma de amar. Olvídame si puedes. Yo...
La contempló un instante, con ansiedad, con desesperación.
—Tú..., ¿me olvidarás?
—Lo intentaré.
Pasó ante él e intentó abrir la puerta. De súbito él la asió por la muñeca y la atrajo hacia sí. Al rozarla con su cuerpo, Marieu sintió aquella tentación de vivir, de olvidarse de todo en la indefinible mirada de los ojos masculinos.
—Tengo celos, sí Celos de todo. Si pudiera remediarlo... —Guardó silencio. De pronto susurró—: Viuda.
La soltó y se quedó jadeante ante ella. Parecía más atrayente que nunca, y en su quieta mirada leyó Marieu un incontenible dolor.
—Ignacio...
* * *
—Ojalá pudiera olvidarte —exclamó él con voz quebrada—. ¡Ojalá!
—Si te consuela verme alguna vez en el reducido y monótono marco de mi hogar, junto a mis hijos, ven por aquí. Si te soy odiosa, quédate donde debas y goza con los tuyos.
Ignacio no respondió. Al poco rato emitió una apagada risita.
—No tengo a nadie. —Y con rabia—: Te tenía a ti. Solo a ti. Desde el momento que te conocí... Cuando te vi allí, junto a la puerta de la oficina... Bueno —alzó los hombros con desdeñoso dolor—. Eso ya pasó —aspiró hondo—. Vivo en un hotel. Siempre en hoteles y balnearios. Como un perdido en el desierto de la vida. Es..., es grotesco, ¿verdad? ¿No te causa risa?
—Ignacio, te ruego que depongas tu ironía. Te juro que no quise hacerte daño. Al principio de conocerte no consideré necesario decirte... eso que acabas de saber. Después no lo consideré conveniente. Eso es todo. No lo hice por cazarte... No me interesa casarme de nuevo. Es más, nunca pensé hacerlo.
—No quieras aparecer ante mis ojos como una víctima.
—Nunca lo he pretendido. Si me conoces un poco, te habrás dado cuenta de que ni soy inocente ni ingenua, y creo en el amor como si nunca hasta ahora lo hubiera sentido.
—Y lo has sentido.
—Al menos lo viví.
Él apretó los puños.
—Y me lo dices.
—¿Engañarte? ¿Por qué? ¿Es que después de tener dos hijos puede una mujer engañar a un hombre?
—Cierto.
Dio un paso hacia atrás.
—Yo había soñado con un hogar, unos hijos tuyos y míos... Una vida única, nuestra, absorbente... Lo siento... Me costará mucho renunciar... No soy hombre voluble. Pagué el amor y lo obtuve. Ahora lo sentí. El amor, María Eulalia, tú debes saber lo que es, puesto que ha habido un hombre en tu vida, has tenido dos hijos de él... El amor es algo que igual que eleva y reconforta, derrumba y destruye.
—Nunca pensé que... pudiera hacerte tanto daño.
—No importa. Ya no importa nada —se echó a reír y su risa sonó amarga y dolorosa—. Poseo mucho dinero. Vivo de mis rentas. ¿No te parece divertido? Tengo cuanto quiero. Me faltabas tú...
Abrió la puerta.
—Adiós, Ignacio.
—Ojalá pudiera odiarte. U olvidarte al menos.
—Podrás. Has podido en otra ocasión y eras un niño. Hoy eres un hombre, y si tienes tanto dinero... seguirás comprando el amor.
—Pero no será el tuyo. ¿Y sabes lo más curioso? No podría hacerte mi amante aunque me lo pidieras.
—No te lo pediré —replicó Marieu dignamente.
—Lo sé. Te deseo —replicó agitado—. Te amo y te deseo, sí. Eres para mí... la única mujer. Pero no te admitiría por la puerta falsa. Jamás..., jamás podría tomarte.
—Adiós, Ignacio.
De pronto él cerró de nuevo la puerta. Muy despacio fue hacia ella. Se detuvo a su lado. Marieu sintió que se estremecía bajo el peso de aquella mirada, pero no se movió. Con brusco ademán, que quería ser grosero, pero que resultó casi delicado, la apretó contra sí.
—Déjame... —pidió ella.
—Hasta en la forma de decir «déjame» eres diferente.
La atrajo aún más hacia él. La miró a los ojos.
—Podíamos haber sido felices, María Eulalia. Dios de Dios, muy felices, sí. Pero...
La besó en la boca con ansiedad. Ella pretendió huir, pero no pudo. Los labios de Ignacio, hábiles y golosos la mantuvieron inmóvil. Primero la besó con rabia, después con ternura, luego con pasión, y después la soltó, la miró quietamente y dijo tan solo:
—Lástima. ¡Oh, sí lástima!
—Ignacio...
—Déjame huir. Ahora... te lo pido a ti. Si un día... deseo imperiosamente verte otra vez aquí, en tu mundo, junto a los tuyos...
—Ven.
—¿Me recibirás?
—Sí.
Ignacio huyó como si le persiguieran.
Ella se quedó quieta, estática, en medio de la estancia.
IX
Todos los días la misma pregunta: «¿Lo has visto?». Y la idéntica respuesta, formulada con aparente indiferencia: «No». Solo eso. Ni tía Lola pretendía alargar la conversación, ni ella, Marieu, lo deseaba.
Vivía para sus hijos, su trabajo y su hogar.
No obstante, a veces, daba largos paseos, entraba en una cafetería o simplemente subía a un taxi y rogaba con voz melodiosa: «Corra, corra usted». Se sentía como anonadada y cada día huía de la propia reflexión. Presentía que, de analizarse en una profunda reflexión meditativa, hubiera sacado una conclusión amarga, decepcionante.
Si lo amaba, si lo echaba de menos, si añoraba sus arrebatos de celos, sus hábiles besos, sus miradas... no lo sabía. No quería saberlo. Necesitaba vivir al margen de sí misma. Era una postura vaga pero cómoda y necesaria.
Agradecía a su tía aquel cerrado silencio. Únicamente la pregunta casi obligada de cada día: «¿Lo has visto?». Luego, cada una se dedicaba a su labor y las horas en la caldeada salita transcurrían sin monotonía porque los niños, jugando en torno a ellas, hacían preguntas que merecían respuestas, y mientras ambas se las daban, el pensamiento no se detenía.
—Hoy iré al cine con los niños —decía aquel domingo tía Lola.
—Ve.
—¿No nos acompañas?
—No.
—¿No piensas salir?
—Prefiero un libro y esta soledad.
—Patricia no volverá hasta mañana —dijo la tía—. Tendrás que prepararte tú misma la merienda.
—O no merendaré —se rio sarcástica—. No te preocupes por mí. Tú lleva a los niños al cine y entretenlos. Tras estar toda la semana estudiando, es lógico que un domingo se expansionen.
—En el cine del barrio proyectan una película infantil. Ya sabes cómo se entretiene Marcos con los caballos. A mí —se rio— también me gustan las películas.
Los niños ya listos para salir irrumpieron en la salita donde Marieu, tendida en un diván, fumaba un cigarrillo. Se incorporó al verlos y ambos corrieron a sus brazos. Los oprimió contra sí. Eran lo más grande, lo verdadero, lo único digno de ser querido en su vida. Besándolos una y otra vez, se preguntó a sí misma si valía la pena luchar de nuevo con un hombre y su amor, renunciando a aquella solitaria y reconfortante paz de su hogar, a aquella felicidad tranquila y sin alternativas que este le proporcionaba. No, no valía la pena. Era joven, sí, y tenía ansiedades. Ansiedades como cualquier mujer sin marido, que puede tenerlo y renuncia a él por evitar mayores complicaciones. Las doblegaba. Sus deberes de madre eran, o debían ser, superiores al amor que le inspiraba Ignacio. Sus hijos la necesitaban. Y por ellos, indefensos e inocentes, debía renunciar a todo lo que significara descuido de sus sagrados deberes.
—Mamá.
No lo oyó.
—Mamá —repitió el niño, gritando al ver que su madre no le contestaba.
—¿Qué, cariño?
—Te estoy hablando.
—¡Oh! Dime, mi amor.
—Ven con nosotros al cine.
—No, mi vida. Os espero aquí.
—Te traeremos caramelos —dijo angelicalmente la niña.
—Vamos, vamos —entró diciendo la tía—. Se nos hace tarde.
Los besó una vez más, y los niños, asidos de la mano de su tía, se alejaron llevando a aquella en medio.
Se tendió de nuevo en el diván. No, no podía condenar a Ignacio por su reacción. Era lógico. Cualquier otro hombre hubiera reaccionado igual, y tanto más él, que era absorbente y único para querer y exigir, reaccionó de esa manera. Pero ella tampoco tenía la culpa de ser viuda y tener dos hijos de su difunto marido.
Encendió un nuevo cigarrillo. Se tendió cuan larga era y poniéndose una mano detrás de la nuca se quedó ensimismada. Vestía una falda gris estrecha, que modelaba su cadera, un suéter de escote en pico, y asomando por este, lucía un pañuelo de variados y armoniosos colores. Se peinaba el negro cabello hacia atrás, y los verdes ojos tenían aquella tarde una sombra de intensa melancolía que parecía hacerlos más grandes. Calzaba chinelas.
En aquel instante sonó el timbre de la puerta, y sus pies casi desnudos se agitaron. ¿Quién se atrevería a molestarla en aquel instante en que deseaba como nunca la soledad?
Se puso en pie con pereza y atravesó el pasillo. Abrió la puerta.
* * *
—¿Tú?
Serio, grave, más delgado.
—Hola.
—Pasa y cierra la puerta. Estoy sola —dijo al momento—. Tal vez prefieras volver otro día.
Ignacio no contestó. Se quitó el gabán y lo colgó en el perchero. Se dirigió a la salita delante de ella. Sus pies parecían pesar. Había más canas en su cabeza. Pero seguía siendo arrogante, varonil, distinto...
—Voy a sentarme —dijo.
Y se hubiera dicho que se habían visto el día anterior o unas horas antes. Y hacía dos meses que Ignacio no aparecía por el café frente a la oficina ni en todo Madrid.
Se dejó caer en una butaca.
—Estoy hecho polvo —dijo de pronto.
—¿Quieres tenderte aquí?
—No gracias. —Y de repente preguntó—: ¿Cómo están tus hijos?
—Bien.
—¿Y tu tía?
—Bien. Se han ido al cine hace un rato. ¿Quieres que te prepare algo de comer?
Ignacio no respondió en seguida. Miraba a su alrededor y de súbito declaró:
—Se parece a ti.
Marieu se sentó en el diván y encendió un cigarrillo. Aparentemente estaba serena, pero los dedos que sostenían el cigarrillo temblaban perceptiblemente.
—¿No pensabas salir? —preguntó Ignacio sin pestañear.
—No.
Hubo un silencio.
—Espero que no te moleste que haya venido a visitarte.
—No me has molestado.
—Gracias, María Eulalia.
—No me has dicho quién se parece a mí.
—Tu casa, esta salita —miró en torno—. Es como tú, suave, acogedora. —Hizo una pausa—. Perdona, ya sabes que no soy un hombre amigo de elogiar. Pero...
—No te preocupes —se apresuró a decir Marieu—. Te conozco.
—¿Me conoces?
—Un poco.
Hízose otro silencio.
—¿No fumas? —preguntó ella.
Y a través de la mesa empujó su pitillera. Silenciosamente, Ignacio tomó esta, sacó un cigarrillo y lo encendió.
Expelió una gran bocanada de humo y se entretuvo en contemplar las ondulantes y caprichosas espirales que ascendían hasta el techo.
—Uno —exclamó de pronto, con ronco acento— se pasa la vida de hotel en hotel y se cansa. Me agrada tu hogar. Bueno —se rio sardónico—, pensarás que soy un sentimental.
—No es deshonroso serlo, ¿no?
—A mis años... —hizo un gesto ambiguo— es ridículo que de pronto... ¿No te canso?
—No.
—María Eulalia, quiero escapar de la verdad y no puedo. Te preguntarás qué es esta verdad. Simplemente es la vida que deseo vivir. La que no he tenido nunca. Yo, como cualquier ser mortal, soñador y humano, he pensado... —se alzó de hombros—, he pensado, si, en fundar un hogar y una familia. Es absurdo que al cabo de tantos años haya pensado en eso.
—Siempre se está a tiempo.
—Ciertamente —volvió a alzar los hombros—. ¿Qué hiciste durante este tiempo?
—Trabajar.
—Y vivir para tus hijos.
—Sí.
—No puedo reprochártelo.
—Es que no sería humano si no lo hiciera.
De pronto Ignacio se puso en pie y se apoyó en el ventanal. Permaneció allí, de espaldas a ella, con las piernas abiertas, el pitillo consumiéndose solo en la boca y los brazos caídas a lo largo del cuerpo.
—¿Puedes darme una taza de café? —rogó de repente.
La joven se puso en pie. Salió de la salita y regresó casi inmediatamente. Puso el servicio de dos cafés en la mesa, y como él continuara en la misma postura frente al ventanal y de espaldas a ella, lo llamó:
—Ignacio, tu café.
—¡Ah! Es cierto.
Se situó frente a ella. La miró. Marieu desvió los ojos. Aquella mirada de Ignacio la cohibió.
—¿No me echaste de menos? —preguntó él mientras azucaraba el café.
Marieu parpadeó.
—Te considero un buen amigo.
—¿No me guardas rencor?
—No.
—¿Por qué?
Lo miró. Al tropezar con la mirada masculina, bajó la suya rápidamente.
—¿Por qué había de guardártelo?
Guardaron silencio unos minutos. Fue él quien lo rompió:
—Está sabroso el café. ¿Lo has hecho tú?
—No.
—¡Ah!
* * *
Ignacio se repantigó en la butaca. Hubiera podido decirse que estaba dormido, pero de pronto su voz sonó ronca, impersonal:
—¿Le has querido mucho?
Marieu se sobresaltó.
—Lo bastante... —contestó fríamente— para casarme con él.
—Sabes a quién me refiero.
—Lo tienes clavado en la cabeza como una espina.
—Me conoces, sí.
No respondió. Otro silencio. Sin abrir los ojos, sin erguir la cabeza, Ignacio preguntó otra vez:
—¿Sentiste su muerte?
—Ignacio, te atormentas tú y me atormentas a mí.
—Hay tormentos necesarios.
—Este..., ¡no! Puedes venir aquí cuantas veces quieras. Te recibiré como a un amigo.
—No tienes amigos, María Eulalia.
—Te tengo a ti.
—Sabes muy bien que te amo —dijo roncamente.
—Pero no me lo volverás a decir.
—No.
—Por eso mismo. Ambos hemos de olvidar que pudimos ser felices.
—¿No me lo reprochas?
—No. Si fuera soltera, tal vez te lo hubiera reprochado. Soy viuda, tengo dos hijos. Tú no tienes la culpa de eso.
—No, no la tengo —dijo muy bajo—. Pero a veces... —se pasó los dedos por la frente— me asalta un loco temor. Que te cases con otro hombre.
—Eres muy egoísta.
—¿Te casarías?
—No —respondió sincera—. Seré tu amiga del alma eternamente.
—María Eulalia, sabes que yo no puedo ser tu amigo. Eres una obsesión para mí.
—Tendrás que acostumbrarte a considerarme una amiga y desecharme como obsesión.
Con brusquedad, Ignacio se puso en pie y fue a sentarse a su lado. La miró de muy cerca. Marieu sintió que el mundo se deslizaba a sus pies.
«Tengo que ser fuerte —pensó—. Este hombre es para mí como una llama que me enciende y abrasa con su propio fuego. Él lo sabe. Y yo le amo, pero tengo que ser fuerte. No puedo caer en la tentación. O todo, o nada. Y todo no puede ser jamás, dado su modo de ser, de pensar y sentir».
—María Eulalia, no voy a poder pasar sin tus besos.
—Tendrás que poder.
—Tú sabes que no será posible.
—Ignacio...
Él le cogió una mano y se la oprimió entre las suyas. Roncamente dijo:
—Y lo peor es que no deseo que caigas en la tentación de un pecado. Dirás que soy un ser raro —declaró con pesadumbre—. Lo soy.
—Vete, anda.
—No me pidas eso. Tendré que venir a verte a diario. Será... como un desquite a mi soledad.
—Si no fueras así...
—Pero lo soy. No puedo tolerar que...
—¡Cállate!
—¿Ves como duele? Me casaría contigo y surgirían las consecuencias el mismo día. No, querida. Pero permíteme que venga a tu casa, que te vea, que te escuche. Es una necesidad perentoria. Creo que sin esto... —hizo un gesto de impotencia—, no podría vivir.
—Vuelve mañana. Pero hoy, déjame.
—Es lo que me descompone. Ser así. ¿Crees que no sufro? ¿Crees que deseo ser así, como soy? Aquel frío del hotel, aquella aplastante soledad, aquel divagar solo, en mi alcoba regia, pero sin personalidad.
—Ignacio —se angustió—, no me digas eso. Nada puedo hacer por ti.
—¿Te casarías conmigo...?
—Si —replicó Marieu muy bajo, hurtándole los ojos—. Me casaría contigo.
Ignacio se puso en pie y le dio la espalda.
—Y yo contigo. Es la máxima aspiración de mi vida. Y aquel día, el día en que te hiciera mía, nos atormentaría la quemazón dé mis celos. No puedo hacerte tanto daño. Me conozco.
—Vete, Ignacio.
Él se dirigió a la puerta. Allí se detuvo y la miró.
—Volveré. Tendré que volver y será como hurgar en la herida de mi amargura cada día.
—Eres... demasiado exigente.
—Lo sé. Perdona, querida.
Cuando se cerró la puerta tras él, Marieu se dejó caer en el diván. Sentía deseos de gritar.
X
Los niños estaban acostados. Tía Lola regresó a la salita y encontró a Marieu tendida de nuevo en el diván, con la vista fija en el techo.
—Querida...
No se movió, pero sus labios dijeron bajísimo:
—Estoy aquí.
Tía Lola se sentó de golpe.
—¿Qué dices?
Se lo refirió todo.
—Me inspira pena —dijo la solterona cuando se extinguió la voz de la joven—. Es un hombre consigo mismo de forma brutal.
No respondió.
—Marieu, su visita te hizo daño.
La muchacha ladeó el cuerpo en el diván.
—Mucho —dijo tras un silencio—. Mucho, sí. Fue un consuelo, primero, y luego..., un dolor. Estoy... —le temblaba la voz— desconcertada.
—¿Le recibirías otro día?
—¿Y qué puedo hacer?
—Prohibírselo.
—No puedo. Sería... matarlo. Lucha consigo mismo y vive en una continua lucha, en una continua inquietud.
—¿Y tú? Si él desea un consuelo y lo encuentra en ti, ¿qué encuentras tú en él?
—Consuelo también, aunque te parezca extraño.
—En mis tiempos, esas cosas se ventilaban de otro modo.
—Los seres cambian con las épocas, tía Lola. Yo me siento...
—No me digas, lo sé.
—¿Lo sabes?
—Basta verte. Cuando me fui estabas triste, pero no angustiada. Ahora estás triste y angustiada. Si pudiéramos pasar una temporada en la finca... ¿Por qué no las vacaciones?
—No, no.
—¿Por él?
Se alzó de hombros.
—No huiré. Que huya él, si puede.
—Confiesas que no puede.
—Si juzgo por mí misma, sí.
—Pero no puedes juzgar por él. Ya te demostró que pensaba de modo diferente.
—Si bien todo nace en el mismo punto.
—Con alguna diferencia, querida.
—Tía Lola..., nunca pensé que una mujer viuda con dos hijos se enamorara así... —se pasó los dedos por la frente—. Nunca pensé... y sin embargo...
—Tú lo estás.
—Sí. Lo estoy. Es... —apretó los labios— como una penitencia. A él le ocurre igual.
—Y queréis escapar uno del otro.
—No escapamos. Nos separa un pasado.
—¿Qué quiere de ti?
Abrió mucho los ojos.
—¿Qué quiere de mí? —preguntó a su vez—. No lo sé. Sé, eso sí, que jamás olvidará el pasado. Es demasiado exigente y me quiere de verdad.
—No lo comprendo.
—Son complejos que tú, en efecto, no comprenderías.
—Yo veo las cosas de otro modo. Si hay amor uno se casa. Si no lo hay, uno se despide.
—En algunos casos, sí, tía Lola. En este, no.
—¡Qué seres más complejos sois los de ahora!
Marieu suspiró.
—Tengo sueño. Me siento cansada, como si de pronto me propinaran una paliza. Es absurdo.
—¿Qué es lo que te parece absurdo?
—Todo esto.
Abandonó el diván y apretó el cigarro, en el cenicero.
—Buenas noches, tía.
—Buenas noches, hija. No pienses demasiado. Como quiera que sea, las cosas han de ser como hubieran sido, aunque te empeñes en torcerlas o enderezarlas.
* * *
La esperaba junto a la oficina, sentado en su coche.
—Sube.
No titubeó. Sabía que tendría que hacerlo. Lo amaba, lo temía y lo deseaba.
Recostó la cabeza en el respaldo, y él puso el auto en marcha.
—¿Adónde quieres ir?
—Adonde tú digas.
—¿Te recostabas así... con él?
Se estremeció.
Para hablar de eso, no, Ignacio. No tienes derecho a torturarme.
Apretó los labios. Conducía el auto hacia las afueras. Se metió por la carretera de La Coruña.
—Me tortura el solo pensamiento de que tus labios hayan sido besados. Imagínate lo que sentiré ante el hecho evidente de dos hijos.
—Pertenece a un pasado que no volverá.
—¿Lo has sentido?
—Ignacio...
—Dí —insistió alterado—. ¿Lo has sentido?
—No tienes derecho...
—Dime. No quieras escaparte a esta verdad. Tú pudiste evitar la actual amargura. Si el día que te conocí me hubieras dicho: «Soy viuda y tengo dos hijos...».
—Me habrías seguido igual.
Él apretó de nuevo los labios.
—Sí —admitió con desaliento—. Tal vez te hubiera seguido. Eres, o fuiste desde el primer instante, como un imán. Tus verdes ojos..., tu boca, tu alma... Porque yo he visto tu alma, María Eulalia.
—Si la has visto...
—Sí —cortó—. La he visto. No soy hombre que se enamore tan solo de perfecciones físicas. Por ver tu alma corrí en pos tuyo. Creí, iluso de mí, que estabas allí esperándome para hacerme feliz, para recibir mi felicidad.
—Comprendo tu decepción, pero no debes ni puedes hacerme víctima de ella.
—Si pudiera remediarlo...
—¿Siempre has sido tan exclusivista?
—Siempre. Por eso sigo soltero y tan solitario.
—Y solo has tenido una novia.
—Una novia que fue una criatura cuando yo, a mi vez, lo era. Después hui. Me temía a mí mismo. A mi impetuosidad, a mi temperamento exigente, que no admite concesiones. Que no las hace. Temía sufrir y hacer sufrir a quien me amara. Escapé durante años... Y caí al fin. Me enfrenté con mi verdad. Y esta verdad nos hiere. ¿Comprendes, María Eulalia? Nos hiere, y es lo que me desespera.
Sintió pena. Por eso, impulsiva, rodeó su brazo con sus dos manos y lo apretó contra sí.
—Ignacio, seamos buenos amigos.
—No podemos ser amigos.
—Lo somos. No me decepciones.
Detuvo el auto junto a la carretera y se inclinó hacia ella. La asió por los hombros y la echó hacia atrás.
—María Eulalia —susurró desesperado—. ¿No comprendes? ¿No te das cuenta de que somos dos llamas? ¿No comprendes que un día ambos arderemos en el mismo fuego y luego nos despreciaremos? Necesito besarte. ¡Dios de Dios, lo haría a cada instante! Te metería dentro de mí y sería feliz, y luego... Sí —gritó desesperado—, y luego pensaría en el hombre que te poseyó, junto al cual fuiste feliz. Al hombre que le diste todo, tu vida, tu cuerpo, tu...
—Ignacio...
—Y no quiero besarte. No puedo besarte... Te besaría y te haría mía. Y tú, que me amas, no podrías negarte pues lo necesitas tanto como yo. Y después...
—Querido, sufres demasiado.
—¿Lo ves? Hasta esa dulzura tuya me hiere, porque imagino que antes se la has dado a otro.
Se apartó de él. Ignacio agitó los puños y golpeó el volante.
—Dejaré de verte —susurró—. Tengo que dejar de verte, porque si no es así..., un día te tomaré en mis brazos, no podrás desasirte y consentirás que te hunda.
—Vamos, cariño. Sé más razonable. Pon el auto en marcha y volvamos a Madrid. Sí, es cierto, un día yo te dije que, en efecto, no debíamos vernos de nuevo.
—Perdóname.
—Te perdono. Te perdonaría siempre. Cada día te comprendo más, te admiro más y te...
—Me amas más.
—Sí, Ignacio. Pero eso... hay que dominarlo.
—Y te conformas.
—Es mi deber de mujer, y tú que eres hombre te conformarás a tu vez.
* * *
Entró en la casa. Hacía dos días que no lo veía. La torturaban los celos. Jamás sintió aquello por su esposo. Se casó con él, como pudo haber ido a un festejo. Fue... una de tantas irreflexiones que se llevan a cabo en la juventud. Lo de ahora era diferente.
Atravesó el pasillo y al final de este se detuvo como si la clavaran en el suelo.
Oyó la voz de Marcos que decía:
—No, no, Ignacio. Esto no es así.
Penetró en la salita. El cuadro la paralizó. Lolita estaba sentada en las rodillas de Ignacio y este ayudaba a sus hijos a formar el tren eléctrico. Su tía se situó tras ella.
—¿Cuándo llegó? —preguntó quedamente.
—A media tarde. Merendó conmigo... Los niños han llegado del colegio con Patricia.
Atravesó la puerta.
—Buenas tardes.
Los niños corrieron hacia ella. Los ojos de Ignacio se alzaron.
—María Eulalia.
Con Lolita en los brazos y Marcos cogido a su falda, atravesó la salita y quedóse frente a Ignacio que, poco a poco, iba poniéndose en pie.
—He venido... —dijo como aturdido.
—Ya te veo.
—Tu tía me invitó a merendar.
—Está bien —acarició a su hijo y depositó la niña en el suelo—. Id con la tía a la cocina, cariños.
Los niños echaron a correr.
—Ignacio...
—No me digas nada.
—El otro día habíamos quedado...
—Sí, sí —se agitó—. Pero no puedo soportar la soledad del hotel.
—Cada vez que vienes te atormentas y me atormentas.
—Lo sé.
—Evítalo, pues.
¿Y tú?
—Yo soy mujer. Domino mis pasiones y mis deseos.
—¿Y tu amor?
—También —y con súbito indoblegable ademán, le puso una mano en el hombro—. Ignacio, eres incomparable, pero tú sabes...
Él asió aquella mano en el aire y se la llevó a la boca. La besó en las palmas y la joven sintió como si todo girara en torno a ella.
—Te toco —susurró Ignacio— y es como si te estremeciera un huracán. ¿Te das cuenta? ¿No piensas en lo que sería nuestro amor?
Enrojeció y retiró su mano.
—Yo lo supe desde un principio —confesó ahogadamente—. Quien parece ignorarlo eres tú.
—Tengo miedo.
—¿De no hacerme feliz?
—De no hacerte feliz ni serlo yo.
—Pero vienes aquí.
—Es algo... —hizo un gesto de impotencia— que no puedo evitar, que no puedo doblegar. Te tomaría en mis brazos.
—Ya sé que lo harías, Ignacio. Me lo dijiste una vez.
—Perdona.
—Te comprendo.
—¿Tú... no sientes lo mismo?
Se sentó a su lado y pidió:
—Dame un cigarrillo.
—¿Lo sientes? —insistió.
—Bien sabes que sí —susurró con voz ahogada—. Olvidémoslo.
—¿Hasta cuándo?
—Hasta que se te pase de nuevo y te haga comprender que los celos a un muerto son absurdos.
—Nunca.
—¿Lo ves?
—Tía Lola apareció en la puerta.
—Marieu, Ignacio cena aquí. ¿Tardaréis mucho en pasar al comedor?
—Cuando tú digas, tía Lola.
Esta se alejó.
—¿Cómo te ha llamado?
—Marieu.
—¿También él te llamaba así?
—¡Ignacio!
—Di.
—No. Me llamaba Eulalia.
—Y lo amaste.
—Vete, ¿quieres? Si vienes aquí es para que hablemos de cualquier cosa, excepto de nosotros mismos.
—Perdona. No te enojes.
XI
Para Ignacio Lavandera, que jamás, desde que tuvo uso de razón, comió en familia, por carecer de ella, aquella corta velada en torno a una mesa familiar, ante los guisos caseros de tía Lola oyendo la animada charla de los pequeños y observando la ternura que María Eulalia ponía en todas sus frases y actos para con sus hijos, lo emocionó, le produjo una sensación nueva, extraña, no supo si de ternura o de coraje o simplemente de celos. Comprendió, sí, que era algo que jamás había vivido, pues fue un niño solitario desde que tuvo conciencia de las cosas.
Sus padres, muertos demasiado jóvenes, le dejaron teniendo solo nueve años, en poder de un tutor, solterón, cargado de dinero y de ansia de vivir. Este señor, muerto hacía muchos años, le envió a un colegio y allí pasó él la mayor parte de su vida.
—Estás pensativo —observó Marieu cuando ambos pasaron a la salita.
Lo estaba. Pensaba en su existencia sin objeto. Emitió una sonrisa indefinible y paseó la mirada a su alrededor, como si le fuera grato grabar en su memoria cada objeto de aquel conjunto.
—Tienes unos hijos maravillosos —dijo sin responder—. ¿Se han ido a la cama?
—Tía Lola los está acostando.
—Es grato —susurró él de pronto— tener una tía que nos acueste y una madre que nos bese —soltó una risa sarcástica—. Te parecerá absurdo que a mis años diga eso.
—En este instante —replicó ella con suave ternura— no habla el hombre maduro sino el niño solitario que fuiste. Me da la sensación de que has crecido demasiado aislado.
Ignacio cruzó una pierna sobre la otra y se recostó en la butaca. La tenue luz que partía de una lámpara adosada a la pared lateral ponía destellos irreales en su grave rostro. Frente a él, Marieu lo observaba silenciosa. Se decía que de pronto estaba conociendo a aquel hombre, quien hasta entonces le había resultado una incógnita y un misterio.
—¿Nunca te hablé de mi pasado? —preguntó de pronto con un deje irónico, pero ella captó amargura en el breve acento de aquella voz.
—Me hablaste de tu primera novia.
—La única, excepto tú.
—Sí. Pero nunca de tu niñez y tu adolescencia.
—Temo enternecerte —se burló.
—Tal vez me enternezcas más si te callas.
—Perdí a mis padres demasiado pronto. A decir verdad, no los conocí. Crecí sin besos, sin mimos, sin halagos. Por eso, al soñar con un afecto pensé depositar en él toda el ansia y cariño de que carecía en mi niñez. Me dije a mí mismo que hallaría algo que fuera solo mío, que me perteneciera por completo. Algo tan único y exclusivo, que me compensara de todo el abandono y vacío que fue mi niñez. De tantas cosas como durante ella eché de menos. ¡Y eché demasiadas cosas!
—¿No tienes familia? —preguntó extrañada Marieu.
—Ni siquiera un primo lejano. Mi padre era diplomático español, mi madre austríaca. Al fallecer ambos quedé en poder de un hombre ya entrado en años, al que le agradaba la vida y sus diversiones. Me llevó a un colegio inglés y me visitaba dos veces al año. Al cumplir los quince años me trajo a España, me internó en un colegio y terminé el bachillerato. Más tarde pasé a la Universidad. Allí empecé a darme cuenta de mi soledad. Conocí mujeres. Terminé la carrera y poco después hice oposiciones a la diplomacia. Comprendí entonces que tenía demasiado dinero —se echó a reír con cierta amargura—. Fue lo peor que pudo ocurrirme. Tener dinero. Ya no creí ni siquiera en mí mismo. Fui destinado a Londres y empecé a vivir la vida. Por lo menos a saber lo que era la vida, las mujeres y las pasiones.
—¿Qué edad tenías?
—Veinticinco años, poco más o menos. Llevo diez años de hotel en hotel, de fiesta en fiesta. Rodeado de todo —alzóse de hombros— y solo.
—Creí que no trabajabas.
—Estoy disfrutando unos meses de vacaciones. A finales de la próxima semana me reintegro a la Embajada de Nueva York. He recorrido toda Europa y América. Espero poder detenerme algún día en alguna parte.
Ella solo pensó en aquellas palabras dichas con indiferencia: «A finales de semana me reintegro a mi Embajada en Nueva York». Como él guardara silencio, Marieu preguntó:
—¿Te pongo una taza de café?
La miró sin expresión definida.
—Tu casa no es suntuosa, y sin embargo... es algo para mí impresionante. Puede... —se rio aturdido— que abuse de tu bondad.
—No te preocupes, Ignacio. Dices que te vas a marchar a finales de semana —le falló la voz—. Recorrerás muchas casas mejores que esta en el futuro. Pronto te olvidarás.
Él no contestó. Al cabo de un rato rogó muy bajo:
—Si no te molesta, tomaré el café que me ofreciste.
* * *
Las voces de tía Lola y Patricia llegaban desde la cocina a la salita, poniendo en el ambiente una nota de quietud hogareña.
Ignacio bebía el café, a pequeños sorbos, escuchaba y contemplaba a Marieu, quien, frente a él bebía lentamente su café.
—Es muy extraño... ¿Cómo te llaman?
—Marieu.
—¡Marieu! —deletreó—. ¿Y él, cómo has dicho que te llamaba?
—Ignacio...
—Ya sé que me atormento sin necesidad. Ojalá —apretó los labios— pudiera remediarlo.
—Puedes si quieres. Olvídate.
—Son las doce —dijo por toda respuesta—. No debo abusar de tu hospitalidad, pero... —miró a su alrededor—. Esto es un hogar. Algo que nunca tuve y que de pronto echo de menos. Es absurdo, ¿verdad?
—Por el mundo encontrarás una mujer y un hogar.
Se puso en pie, fue hacia ella y se sentó en el brazo del sillón que ocupaba la joven. Sin decir palabra le pasó un brazo por los hombros y atrajo la cabeza hasta su rodilla.
—Ignacio.
—Como tú —dijo ahogadamente, inclinando su cabeza hacia la de ella— no existe otra mujer.
María Eulalia no se movió. Fijos los ojos en los de Ignacio, permaneció inmóvil como si una fuerza extraña y exigente la paralizara.
—Hay miles de ellas.
—Tú sabes que para mí... —la soltó con brusquedad y se puso en pie. De espaldas a Marieu, dijo roncamente—: Es muy tarde. Tengo que irme. Perdona que te haya robado tanto tiempo.
—A veces —susurró Marieu— eres un caballero demasiado cumplido. Otras...
Se volvió hacia ella de repente.
—¿Otras...?
—Me insultas veladamente, pero me insultas.
—Sí, soy como..., como soy. —Y de súbito con ansiedad preguntó—: Te compadeces de mí, ¿verdad?
—No es eso.
—Sí, me compadeces. No compartes mi modo extraño de ser y de pensar.
—Es que del modo que tú piensas, Ignacio, nunca serás feliz.
—Lo doloroso es que yo pienso en lo que me podría hacer feliz. Y anhelo la felicidad, como un hambriento un plato de comida.
Mientras hablaba se dirigía a la puerta. Se detuvo en el umbral y susurró con desesperado acento:
—Marieu, perdona. Sé que te hago daño, que a veces mis palabras son un insulto. Pero es algo que no puedo remediar. Y sin embargo, me odio por ello. Si existe algo en la vida que yo venere y admire, ese algo eres tú. Y ya ves, te ofendo aun consciente de mi veneración.
—Cállate, Ignacio.
La sombra de Marieu, proyectada en la oscuridad, tenía en aquel instante algo irreal. Ignacio no pudo contenerse y dio un paso hacia adelante. Permaneció en aquella semioscuridad frente a ella. Sus ojos se encontraron y fue como si una llama los quemara. No mediaron frases entre ellos. Ignacio la asió de la mano, tiró de esta, y el cuerpo de Marieu quedó insertado en el suyo. La dobló contra sí y buscó su boca. No pudo encontrarla. Temblando, Marieu retiró la cabeza y los labios de Ignacio quedaron pegados a su garganta. Lanzó un breve grito y trató de desasirse.
—Déjame..., déjame —suplicó con voz ahogada.
—No quiero ofenderte y lo hago —dijo él roncamente—. Es como si..., como si el dominio de mi inquietud me obligara. No me lo permitas. Tienes razón. Y no obstante... Dios del cielo, necesito besarte.
—Vete, cariño. Sé lo que te pasa.
—Un beso tan solo.
—Tú mismo dices...
—¡Oh, sí! Piensa que estoy loco, que soy un hambriento o que soy tu pequeño hijo...
Lo empujó blandamente y ambos quedaron juntos, el uno frente al otro.
—Marieu.
—Vete, cariño.
—Esa ternura...
—Renuncia a ella. Tienes que renunciar, dado tu modo de pensar y de sentir. Y ninguno de los dos podemos remediarlo. Sin duda me amas, yo también te amo, pero... algo nos separa, y no puedo reprochártelo.
—¡Dios mío! Marieu... Quisiera olvidar, quisiera ser de otro modo y no puedo...
—Es muy tarde. Ve...
Lo empujaba. De pronto, Ignacio asió las manos de Marieu, las oprimió contra su boca y dijo con voz helada:
—Perdóname una vez más.
* * *
—Querida...
La miró.
—Siéntate junto a mí, ti Lola.
—Tenéis que dejar de veros, Marieu. Sufrís demasiado los dos.
La muchacha se encogió de hombros.
—Es un hombre magnífico —siguió diciendo la solterona—, y sin embargo..., lucha de tal modo por ser feliz, que cuando se dé cuenta, resultará demasiado tarde para atrapar esa felicidad que ahora se le brinda.
—Pronto dejará Madrid —susurró la muchacha suavemente—. Yo... —apretó los labios—, le olvidaré. Él también me olvidará. Todo se olvida en la vida, máxime una mujer que no fue esposa y apenas novia.
—Olvidas que cuando se ama de verdad, no se olvida jamás.
—Tú sabes mucho de eso —se rio queriendo aparentar ironía.
La solterona frunció el ceño.
—Una tiene sentido común y cierta psicología.
—Tía Lola.
—Bueno, no te burles de mí. Estoy en lo cierto. Ni tú ni él olvidaréis. Y me siento un poco culpable de vuestra desventura.
En aquel instante sonó el teléfono. Lo alcanzó Marieu, segura de que era él.
—Diga...
—Estoy aquí, en mi hotel.
—Me lo imagino.
—Marieu, no volveré a verte.
—Es mejor.
—Me costará años de soltería. Tal vez el resto de mi vida.
—Los hombres olvidáis a la vuelta de la esquina.
—No lo sé lo que harán los demás hombres. Yo soy de los que no olvidan fácilmente. Tengo miedo de mí mismo, Marieu. Te amo. Bien sabe Dios que jamás amé a nadie de ese modo, con esa ansiedad, esta desesperación y este anhelo. Pero... temo hacerte desgraciada.
—Cálmate, acuéstate y duerme.
—¿Te has acostado tú?
—No.
—¿Qué haces?
—Estoy aquí.
—¿En qué piensas?
—Pero, Ignacio...
—Di, ¿en qué piensas?
—Eres acaparador hasta de los pensamientos de la mujer que amas.
—Si, es mi mayor defecto. Cuando quiero una cosa, la quiero toda.
—Eso es demasiado.
—Pero no para ti.
—Dada la... la situación, no.
—¿Le quisiste mucho?
—Le quise —dijo con súbita rabia— mientras fue mi novio. Le quise aún durante algún tiempo, hasta que comprendí que todo era falso y mezquino. No, Ignacio, no has tenido un rival como tú. Fue...
—¿Qué fue?
—Estúpido.
—¿Lo sentiste?
—Ignacio...
—Di, ¿lo sentiste mucho?
Con voz ahogada, gritó:
—No lo quise en absoluto, no lo sentí. No hizo nada para que lo sintiera. Fue... ya te lo dije, estúpido.
—Querida...
—Ahora, permite que cuelgue.
—Espera...
—Pero, Ignacio...
—Dios santo, mientras oigo tu voz me parece que eres mía, que te tengo a mi lado, que nada nos separa, que me besas y te beso.
—¿Lo ves? Te atormentas y me haces víctima de tus propios tormentos.
—Lo comprendo. A veces soy feliz, con una felicidad extraña y dolorosa, pensando que estás aquí. Alargo el brazo y te busco, y el vacío me deja paralizado.
—Acuéstate, querido.
—¡Querido! Me suena a campanillas, Marieu.
—No vuelvas por aquí. Empieza a olvidarme a partir de ahora.
—Sí... Gozaré a través de mí mismo, de esos pensamientos. Y, ¿sabes por qué? Porque tengo miedo de casarme contigo y hacerte muy desgraciada. ¿Te haces cargo, Marieu, de lo mucho que sufrirías?
—Me lo hago.
—¿Y no... quieres sufrir?
—No lo sé.
—¿No lo sabes?
—Por favor, cariño, duerme.
Colgó. Se quedó pensativa junto al teléfono. Tía Lola le puso una mano en el hombro y susurró:
—Vete a la cama. Os volveréis locos los dos. Y lo peor de todo es que ni uno ni otro tenéis la culpa. Él tiene miedo a no hacerte feliz. Tú no puedes exigirle que piense y sienta de otro modo.
Marieu no contestó. Muy despacio se dirigió hacia su cuarto.
XII
—Ignacio...
—Hola, tía Lola —saludó este, y con una sonrisa tímida añadió—: Soy un pelmazo, ¿verdad?
—Claro que no. Pasa, Marieu no ha llegado aún.
—¿Y los niños?
—Jugando en la salita.
Se quitó el gabán y el sombrero y los colgó en el perchero.
—Ayer le dije a Marieu que no volvería —susurró caminando a lo largo del pasillo y deteniéndose junto a la salita—. Pero no puedo resistir más. Este hogar y todos ustedes me llaman imperiosamente.
—No os comprendo —dijo tía Lola con franqueza—. Os queréis... y no os casáis. ¿Puedes decirme por qué?
—Soy muy celoso.
—De acuerdo. ¿Y de quién tiene celos?
—De... Bueno —se rio—. Se mofará de mí.
—Me estoy riendo de los dos desde que os conocisteis.
—Me lo imaginaba.
—Celos de un muerto —gritó tía Lola—. Es absurdo, además, ¿qué muerto? Ni siquiera dejó tras de sí una lágrima. Marieu las derramó antes, pero después... Ha sido un indeseable, y que Dios me perdone. Pasa a la salita —indicó—. Sois dos tontos. Tú por los celos, totalmente infundados y ella por soportarte.
—¡Ignacio! —exclamaron los niños a la vez—. Tenemos el tren eléctrico. Tienes que ayudarnos.
Se sintió reconfortado. Se olvidó de los gruñidos de la solterona y de sus celos, como decía ella, infundados. Como un crío más, se sentó en la alfombra y procedió a preparar el tren.
—Esta vez —dijo Marcos gozoso—, aunque venga mamá, no nos dejes.
Los miró con ternura. De pronto sentía que los deseaba. ¡Si fueran sus hijos! Eran de otro hombre. Claro que también eran hijos de Marieu, y puesto que el padre no existía... Sacudió la cabeza. Durante un buen rato, los tres, como si fueran un solo niño, se enfrascaron en el juego del tren. De cuando en cuando, Marcos preguntaba:
—¿Vendrás mañana?
—Sí.
—¿Y pasado? —preguntó ilusionada Lolita.
—Todos los días.
—Pero si te vas con mamá cuando ella llegue...
—Marcos —preguntó Ignacio haciéndose el enfadado—: ¿Acaso no te gusta que también entretenga a tu madre?
—Claro que sí, pero... nosotros te necesitamos.
—¿Me queréis?
—Sí, sí —saltó Lolita—. ¿Por qué no vienes a vivir con nosotros?
—¿Os gustaría?
—Claro.
—¿Qué dices tú, Marcos?
—Me gustaría lo mismo que a Lolita —y, a lo hombre añadió—: Estamos solos. Yo soy un niño. Aquí se necesita un hombre que nos proteja.
—Lo decía tía Lola el otro día —apuntó Lolita, como si fuera una mujercita.
—¿Y qué decía vuestra madre?
—Estaba muy triste.
—Si tú te quedas a vivir con nosotros, yo diré a mis compañeros del colegio que ya tengo papá. Todos tienen papá, menos yo, y eso me humilla.
—¡Muchacho!
Emocionado miraba al niño. Lolita dijo a su vez:
—También yo lo diré. Las compañeras me preguntan: «¿No tienes papá?». Y a mí me da pena.
Una figura juvenil, muy bella, se recortó en el umbral. Marcos gritó:
—Mamá.
Alegremente corrió hacia ella. Marieu miraba a Ignacio, quien, de pie, parecía cortado. «Es —pensó Marieu— como un niño grande. Hay que tener mucha paciencia con él. Quiere como un hombre y se comporta como un crío». Esto la enterneció. Sonrió tímidamente. Él, aún suspenso, correspondió a su sonrisa.
—¿No decías...?
—Sí —cortó él—, pero estoy aquí.
No respondió. Alzó en brazos a la niña, que también se le había acercado, y con ella se aproximó a Ignacio.
—Mamá, le decíamos a Ignacio que nos gustaría que viviera con nosotros.
—Muchachos...
—¿Hicimos mal, mamá?
—No queridos —le hurtaba los ojos a Ignacio, que los buscaba con ansiedad—. Ignacio no quiere saber nada de nosotros —depositó a la niña en el suelo—. Id con la tía. Yo tengo que hablar con Ignacio.
Los niños salieron corriendo y ellos se quedaron frente a frente.
—No debiste decirles a los niños que yo no quería saber nada de ellos.
—¿No es cierto?
—No lo es.
—Ven —dijo por toda respuesta—. Sentémonos junto a la chimenea. Hace un frío tremendo en la calle.
Los dos, sentados en el diván, huían de sus propias miradas. De pronto, Ignacio preguntó:
—¿Te atreverías?
—¿A qué?
—A casarte conmigo.
—Ignacio, ¿no sería mejor que te fueras a Nueva York y te olvidaras de todo esto?
—Sé que no podré olvidarlo. Necesito casarme contigo.
—Y después...
—Eso es lo peor —susurró reconcentradamente—. No sé lo que ocurrirá después.
—Me atormentarás...
—Sí, posiblemente. Te haré locamente feliz en unos instantes, y después te atormentaré. Y volveré a hacerte feliz y yo lo seré a tu lado y...
—Y después —cortó ella—, a atormentarme de nuevo.
—Es lo que no sé, Marieu. Tienes que arriesgarte.
—Una vez casada... no podré soportarlo. No quiero sufrir. Ignacio —susurró quedamente—. He sufrido mucho. Casarme de nuevo para vivir la ventura de tu amor es maravilloso. Pero luego...
—Tenemos que arriesgarnos.
Entonces lo miró. Ignacio también la miraba.
—Querida, ayúdame. Tal vez...
—Sí, tal vez seamos muy desgraciados.
—Si ambos nos empeñamos en ser felices...
—Dios mío, querido, yo me expondría, pero si tú no me ayudas..., ¿qué supondrá mi esfuerzo?
Le apretó las manos entre las suyas. Las llevó a la boca y las besó una y otra vez.
—Ignacio.
—Ayúdame. No puedo vivir sin ti. Y es curioso, tampoco sin tus hijos y los gruñidos de tía Lola.
—¿Y después?
—¡Después, después! ¿Qué importa el después, Marieu? Cuando te tenga en mis brazos y bese tu boca... —se agitó— me desprenderé de mis celos absurdos. Estoy seguro de que podré evitarlos.
—¿Y si no es así?
—Marieu, piensa en nuestro amor. Cuando lo estemos viviendo...
La atrajo hacia sí. La besó en la boca. Esta vez Marieu no huyó. Sintió los besos de Ignacio como brasas ardientes. Impulsiva, sin poder contener aquella ansiedad que era ternura, cariño, pasión y hasta deseo, alzó los brazos y rodeó el cuello de Ignacio oprimiéndolo contra sí. Fue como si a Ignacio lo sacudiese un vendaval. Con súbito anhelo la dobló contra sí y sobre su boca susurrante, dijo:
—Tenemos que casarnos, Marieu... Tenemos que hacerlo.
Ella no respondió. Tenía los ojos cerrados y parecía paralizada, transportada y anhelante al mismo tiempo.
XIII
Se casaron. Sin amigos, sin fiestas, como dos pobres novios. Y no obstante, Ignacio Lavandera era un conocido millonario, a quien deseaban cazar todas las jovencitas solteras de la capital.
Lo efectuaron a las nueve de la mañana en una iglesia cercana a la vivienda de Marieu. Tía Lola fue la madrina y un diplomático amigo de Ignacio, el padrino. Este se despidió de ellos, a la puerta de la iglesia, y tía Lola, con ellos dos, regresó en el auto de Ignacio a casa.
Los chiquillos se iban al colegio como todos los días, cuando ellos llegaron.
—Marcos —dijo Marieu apretando la mano del niño—, como tú y Lolita deseáis, Ignacio se quedará a vivir con nosotros.
—¿Como si fuera nuestro padre?
—Eso es —dijo Ignacio, atrayendo a los niños hacia sí.
Lo miraban arrobados. Marcos, con encantadora espontaneidad, lo besó dos veces. Lolita se colgó de su cuello e Ignacio hubo de alzarla en brazos.
—Vuestra madre y yo —dijo, y la voz le temblaba perceptiblemente— nos vamos de viaje dentro de unos instantes. Volveremos pronto, dentro de tres días. Y los cinco nos iremos a Nueva York.
—¿Dónde está eso? —preguntó la niña, maravillada.
—Muy lejos, cariño —respondió la madre.
—¿También irá tía Lola? —Por supuesto.
—¿Y Patricia?
—Si lo desea —apuntó Ignacio—, irá con nosotros.
Tía Lola lloraba silenciosamente.
—Ve tras ellos —susurró Marieu—. Y dile a Patricia si desea acompañarnos. Nosotros nos vamos. Estaremos de regreso dentro de tres días. Tenlo todo dispuesto.
—Marchad tranquilos —susurró tía Lola, emocionada—. Lo tendré todo preparado para cuando volváis. Es muy lejos, pero yendo con vosotros, como si es al fin del mundo. ¡Ah! Y vosotros no atormentaros. Quereros intensamente. Lo principal es lo que se vive. El pasado..., es como una nube que no deja tras de sí ni un átomo de humo.
EPÍLOGO
Sintió su amor. También sintió sus celos. Celos de todo y de todos.
«No mires a esos hombres, Marieu». «No camines así, Marieu». «Te miran mucho».
Ella se reía.
—Cariño, no seas tan susceptible. ¿Es que todavía no has comprendido que para mí solo existes tú?
Sí, ya lo había comprendido, pero aquella era una enfermedad que padecería mientras viviera. ¿El muerto? No, el muerto no le producía celos. Después de conocerla en la intimidad, de hacerla suya, no tenía tiempo para pensar en nada más.
Los besos de Marieu, sus caricias y su entrega eran como una bendición del cielo. A veces, ella se reía y murmuraba:
—Eres como un vendaval.
—A ti te gusta.
—Sí —se ruborizaba—, me gustas así.
—¿Y te ruborizas para decirlo?
Se ponía más roja aún. Y él la cogía en sus brazos y la besaba otra vez. Miles de veces al día. Era como una necesidad que causaba placer y dolor, una felicidad sin limites.
Tres días que no olvidarían jamás, ni uno ni otro. Tres días en los cuales se entregaron sin subterfugios ni engaños. Los dos se comportaron tal como eran. Ella descubría las pequeñas debilidades. Ignacio, sus vicios y sus pasiones desordenadas. Todo lo olvidó ante ella. Anheló como nada la dulzura de aquella mujer, su ternura indescriptible, sus ansiedades que junto a él se saciaban y se calmaban. Y descubrió al mismo tiempo sus pequeños defectos, defectos que suponían virtudes, dado lo mucho que se amaban.
Solo aquellos celos a destiempo, pero ella ya lo conocía bastante para, con una sonrisa y un mohín desarrugar el ceño de Ignacio y hacerle sonreír.
Al regresar a casa, le dijo él:
—Ya me has conocido.
—Como tú a mí.
—Marieu...
—Dime, mi vida.
—¿Soy tu vida en realidad?
—La duda me ofende. Lo fuiste desde el primer momento. Fuiste... todo lo que yo anhelaba en la vida. Lo que nunca tuve y con lo que siempre soñé.
Los niños jugaban al otro lado de la puerta. Ignacio se apoyaba en esta y de pronto cogió a Marieu en sus brazos, la levantó en vilo y la depositó en el canapé.
—Has sufrido mis celos —susurró—. Los has vivido.
—Y tú has vivido mi timidez.
—Cierto. Nos hemos vivido mutuamente.
Los niños gritaban al otro lado. Ni Marieu se enteró, ni Ignacio pudo enterarse, porque la estrechaba contra él, la besaba y la quería. La quería otra vez, una vez más, sí, después de tantas veces como la había querido y tantas como la querría aún.
—Papá —susurró Ignacio sobre la boca de su mujer—. Tendremos más hijos, Marieu. Tú lo deseas, ¿verdad?
Lo deseaba, pero en aquel instante no pudo decirlo.
Tía Lola, desde la cocina, llamaba a los niños.
Ignacio y Marieu se perdían en un mundo irreal, maravilloso.
F I N
Título original: ¿Qué quieres de mí?
Corín Tellado, 1963