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agosto 23, 2023
Sección de libros.
Por Cassie Brown y Harold Horwood (condensado del libro de Cassie Brown en colaboración con Harold Horwood).
El gran desastre de los cazadores de focas de Terranova en 1914.
Fueron a los campos de hielo de Terranova por la mísera cantidad pagada a un cazador de focas. Y un buen día los tripulantes del Newfoundland advirtieron, horrorizados, que estaban irremediablemente perdidos en un mundo de hielo interminable y de paralizantes tormentas de nieve. "No creo que quede ninguno para contar el caso'', dijo uno de ellos en el momento más amargo de aquella prueba; y si no hubiera sido por el valor de unos pocos, tan trágica predicción se habría cumplido.
NO HA sido propicia la naturaleza para Terranova. Rodeada por el hostil Atlántico Norte y atacada por la helada corriente ártica, la isla se levanta yerma e inhóspita de un mar frígido y gris. No hay aquí corriente alguna del Golfo que dé calor a su escabroso litoral; y pocos son los hombres que de su magro suelo logran sacar el sustento. Durante muchas generaciones los habitantes de esta región han dependido principalmente de lo que les proporciona el mar.
La naturaleza, por el contrario, sí ha sido generosa para con el mar. La plataforma continental de la isla (los Grandes Bancos), es la pesquera más rica del mundo. Después de 1610, cuando se estableció la primera colonia permanente de la isla, empezaron a llegar colonos del occidente de Inglaterra, de Francia, de Escocia y de Irlanda, todos hombres de mar, y los asentamientos crecieron con el tiempo y se fueron ensanchando.
Durante dos siglos aquella gente, que sólo confiaba en sí misma, vivió casi enteramente en el sur de la isla, donde se estableció Saint John's, la ciudad principal. Luego, a medida que la población se fue extendiendo hacia el norte a principios del siglo XVIII, descubrió un recurso más: ¡las focas! Millones de ellas, que flotaban frente a la parte norte de la isla, tendidas sobre la masa de hielo que anualmente arrastraban las corrientes marítimas hacia los Grandes Bancos.
A principios de marzo de cada año paren las hembras cientos de millares de cachorros, que nacen todos sobre el hielo en el término de una semana; y, como descubrieron los colonos pioneros, estas jóvenes focas, gordas y de piel blanca, eran presa fácil, puesto que sus padres por lo general no se quedaban para defenderlas. Como los cachorros no sabían nadar todavía, sencillamente permanecían donde estaban, mientras que los hombres, avanzando a trompicones sobre el hielo, los mataban con un golpe en el hocico. No sería muy "deportivo" esto de matar así a las indefensas crías cubiertas de blanco vellocino, pero tal pensamiento no tenía cabida en el ánimo de un hombre hambriento a quien aguardaba en la costa una familia que también estaba hambrienta.
A mediados del siglo XIX llegaban a 13.000 los habitantes de Terranova que salían a la caza de focas y recogían anualmente más de medio millón de pieles, en una temporada que se medía por semanas, no por meses. Los comerciantes de Saint John's se enriquecían y vivían en grandes mansiones, y mandaban a sus vástagos a las mejores escuelas de Inglaterra; pero los hijos de los cazadores mismos no sabían siquiera lo que era una escuela. A la edad de diez años ya pescaban en botes con el padre, y a los 14 se habían convertido en hombres sabedores de que sólo podrían esperar un trabajo duro e incesante y una pobreza amarga hasta el fin de sus días. Poco dinero de verdad verían en su vida, puesto que siempre estaban endeudados con el comerciante local, que les otorgaba escasamente el crédito indispensable para alimentar y vestir a su familia durante los meses de invierno.
En consecuencia, deseaban vehementemente ir a la caza de focas. Bien sabían lo que les esperaba: un viaje rudo, largos días de un trabajo sucio y sangriento sobre movedizas capas de hielo que se rajaban y podían ceder bajo su peso, o desprenderse y alejarse flotando para arrastrarlos hasta la helada oscuridad y la muerte... Todo eso lo sabían, y a pesar de ello los cazadores acudían alegremente a Saint John's para ofrecerse como voluntarios, para competir, en realidad, por el derecho a una plaza en las embarcaciones que iban "al hielo". Esta era su mejor oportunidad de ganar dinero.
Y así, en el crudo invierno de 1914, los hombres dejaron su hogar en los alrededores y acudieron a Saint John's, ansiosos de engancharse para la cacería de focas. A los habitantes de la ciudad les parecieron extraños: mal vestidos, con ropa burda y raída, las piernas metidas en toscos pantalones hechos de piel de foca, en botas de cuero crudo, o también de piel de foca, saco de arpillera terciado al hombro y cuchillo de desollar colgado al cinto. Antes de que partieran para la cacería, se habían reunido casi 4000 hombres.
"Hace mal tiempo..."
EL VAPOR Newfoundland se iba abriendo paso por entre el hielo de la bahía de Saint John's el 9 de marzo de 1914. Era un viejo buque de madera y hacía 42 años que surcaba los mares, los últimos cuatro al mando del capitán Westbury Kean, de 29 años de edad.
No se puede decir que Wes Kean estuviera enamorado de su barco. Para decirlo llanamente, era una cuba, un vejestorio, con potencia insuficiente, demasiado largo y demasiado angosto para maniobrar en una extensión de hielo sin peligro de que se partiera por la mitad. Pero su capitán era joven, no había ganado fama todavía, y el año anterior había hecho en ese buque una buena pesca.
A más de la natural aspiración juvenil de alcanzar éxito, Wes tenía un incentivo: su padre, Abram Kean, o el capitán Abe, como se le llamaba generalmente, era el comodoro de la flota pesquera, célebre ya a los 59 años de edad y en posesión de sin igual fama como cazador de focas. Sus enemigos lo acusaban de intolerancia, de rudeza y cruel desprecio de la vida humana, especialmente la de los pescadores y cazadores humildes. Pero ninguno se atrevía a decir tales cosas en su austera presencia, ni había otro marino que pudiera mostrar un historial tan brillante.
Wes Kean recaló en Wesleyville, en el extremo nordeste de Terranova, para recibir a bordo al resto de su tripulación. Allí encontró que los "viejos lobos de mar" desconfiaban del tiempo. Ya se llamaba a aquel "el invierno de las tormentas" y casi cada semana llegaban informes de buques perdidos en alta mar con toda su tripulación.
En cambio los cazadores de focas se mostraban optimistas, como siempre. Año tras año; cada uno esperaba que su barco encontraría a la "manada principal", como llamaban a la gran aglomeración de focas. Desde luego, ya en 1914 el mundo sabía que las grandes manadas del pasado se habían extinguido. En años inmediatamente anteriores la recolección anual de "pieles blancas" apenas había pasado por término medio de 200.000 unidades. Pero también sabían todos que, cuando un buque "se quemaba en la manteca" (es decir, se detenía justamente en el centro de la manada principal), era la oportunidad de ganar muy buen dinero.
El Newfoundland zarpó de Wesleyville el 12 de marzo; el reglamento prohibía que los nuevos buques de casco de acero salieran antes del día 13. Los de madera podían zarpar de su último puerto (por ejemplo, Wesleyville) un día antes. Sin embargo, a las 10 de la mañana del 14 de marzo Wes pudo ver que se acercaba el buque de su padre, el Stephano, seguido del resto de la flotilla de acero. A mediodía tanto el Stephano como el Florizel, mandado por su hermano mayor Joe, ya lo habían dejado atrás.
Wes hubiera querido cambiar mensajes con los otros buques, pero el Newfoundland no tenía telégrafo inalámbrico. Convencidos de que no se justificaba el gasto, los propietarios de la embarcación ordenaron retirar el equipo. Wes había comentado esto con su padre, y ambos convinieron una señal.
"Westbury, hijo mío", le había dicho el Viejo, "ven lo más cerca de mí que puedas, y cuando lleguemos a las focas yo te lo indicaré levantando la cabria de popa". Este tipo de convenios entre individuos de la familia Kean no se consideraba censurable, aun cuando trabajaran para empresas competidoras.
Sin embargo, viendo alejarse al Stephano hacia el noroeste, Wes pensó con tristeza que, cuando su viejo barco alcanzara otra vez al veloz rompehielos, la mayor parte de las focas ya estaría en las bodegas de la nave de su padre.
Oficialmente la temporada se abría el 15 de marzo, y ya en el día de San Patricio (el 17) los barcos de acero se encontraron metidos en una masa de hielo tan espesa que cuatro de ellos, incluyendo al Stephano, tuvieron que abrirse paso con dinamita. El 20, finalmente, todos los buques, con excepción del Newfoundland y otros dos, encontraron las focas. Aquel día el Beothic mató 5000 y el Stephano 6000, pero pasaban los días sin que se encontrara la manada principal... y en cuanto al Newfoundland, no parecía por ninguna parte.
El Newfoundland había quedado apresado en el hielo y Wes con el paso de los días se desesperaba. La temporada para cazar a las "pieles blancas" duraba a lo sumo tres semanas, ya que, transcurrido ese tiempo, los animales se iban al mar abierto y se perdía la oportunidad de hacer un viaje lucrativo.
Por fin el 27 de marzo el hielo se aflojó lo suficiente para que el Newfoundland pudiera abrirse camino hacia el noroeste, y pronto se encontró entre una manada pequeña de pieles blancas. "¡A cazarlas!" ordenó Wes.
En pocos minutos habían matado unas 20 focas, que era todo lo que había. Al capitán se le acabó la paciencia. Sabía que tenía que haber focas en los contornos, y entonces, arrimando el Newfoundland al borde de la masa de hielo, ordenó a los cuatro turnos de guardia que desembarcasen. Se dirigieron al noroeste alejándose del buque y pronto desaparecieron entre los picachos y montículos de hielo. Antes del anochecer estaban de regreso arrastrando unas 300 pieles. Sin duda se estaban acercando.
Pero aquel mismo día, allá lejos, hacia el sudoeste, se incubaba una tormenta terrible.
Una enorme zona de alta presión, con su centro cerca de Bermudas, estaba alimentando vientos en un vasto movimiento giratorio de derecha a izquierda, hacia el golfo de México, de donde un aire caliente y húmedo corría hacia el norte. Al mismo tiempo, una segunda zona de alta presión empujaba aire frío y seco sobre Manitoba y entraba en territorio de los Estados Unidos. Entre los dos sistemas se formaba una profunda zona de baja presión, un remolino de aire caliente cargado de humedad que, contrayéndose sobre sí mismo y absorbiendo centenares de kilómetros cúbicos de aire, y agua suficiente para inundar medio continente, componía un embudo que giraba con lentitud e iba ascendiendo y extendiéndose.
Otra zona profunda de baja presión formada frente a la costa de Labrador, estaba enviando otra erupción de aire húmedo a la estratosfera, absorbiendo vientos del océano para remplazar la masa de aire ascendente. Los bordes de esta tormenta llevaron mal tiempo hasta la bahía de Notre Dame, situada en el sur de Terranova. El Florizel informó: "Hace mal tiempo... Ha nevado todo el día... No podemos ver ningún otro barco".
Mientras tanto, la tormenta que se desataba sobre el centro de los Estados Unidos se desplazaba hacia el este...
Viento del este
LA NOCHE del 30 de marzo Wes Kean cenó de mal humor. Aquella mañana había avistado por fin los barcos mandados por su padre y su hermano, y quiso la suerte que por la tarde el Viejo, escudriñando el noroeste desde la cofa de su buque, descubriera focas directamente al frente. Yacían en una fila de 700 u 800 metros de ancho que se extendía varios kilómetros de norte a sur. El hielo parecía hervir de animales. Aquella era la gran manada que tan diligentemente había buscado el viejo Kean desde hacía más de una semana. Fiel a su palabra, izó la cabria de popa para advertir a su hijo.
A éste la noticia le causó poca alegría, pues los mamíferos se encontraban demasiado lejos para que la tripulación del Newfoundland pudiera aprovecharlos, y el barco otra vez estaba atrapado por el hielo. Las probabilidades de llegar hasta las focas parecían muy escasas.
Después de la cena, Wes se retiró a la cámara para reflexionar en la situación, y allí encontró al contramaestre Thomas Dawson, que estaba tomando un jarro de té antes de entrar de guardia.
—Mi padre me ha dado esta noche la señal de que hay muchas focas —comentó Wes.
—Sí, parece que la tripulación del Stephano se está quemando en la manteca, capitán.
—Tom, si no podemos avanzar esta noche, mañana los muchachos se verán obligados a ir a pie hasta el Stephano.
Dawson asintió con un movimiento de cabeza. No era una noticia alarmante. Muchos de esos hombres habían recorrido distancias mayores sobre el hielo.
—Mi padre les dirá adónde deben dirigirse —continuó Wes—. Si hay muchas focas, pasarán ustedes todo el día cazándolas, y estarán demasiado lejos para regresar aquí. Así pues, dos cuadrillas subirán a bordo del Stephano y las otras dos irán al Florizel para pasar en él la noche.
—Está bien, capitán.
Dawson estaba seguro de que Abe y Joe Kean aceptarían a los tripulantes del Newfoundland sin la menor objeción.
El Sol se levantó en un cielo de color rojo sangriento. Era el último día de marzo y ya se respiraba en el ambiente la suavidad de la primavera. Ocho o diez kilómetros al noroeste del bloqueado Newfoundland las pieles blancas ladraban y desde las 5 de la madrugada el Florizel, el Bellaventure y el Stephano habían desembarcado gente sobre el hielo.
Repasando sus planes de la víspera, Wes pensó en sus jóvenes cabos de cuadrilla. ¿Cómo se desempeñarían a semejante distancia del barco? Él se sentiría mucho más tranquilo si George Tuff dirigiera la cacería.
Tuff, a la edad de 32 años, tenía ya 17 de experiencia como cazador de focas, pero, siendo primer oficial, le correspondía dirigir las operaciones de a bordo y no tenía que desembarcar con las cuadrillas. Tuff no quitaba el ojo del catalejo, el cual asestaba hacia los buques que quedaban al noroeste. Observó que la extensión de hielo que los separaba estaba ya llena de gente, señal segura de que se encontraban entre una gran manada de focas.
—No habrá dificultad en ir a pie hasta allá, capitán —aseguró Tuff—. Yo he andado muchas veces distancias mayores en el hielo.
—¿Quieres decir que te encargarías de dirigir las cuadrillas?
—Sí, con mucho gusto, capitán. Westbury Kean dejó escapar un suspiro de alivio.
—George, irás derecho al Stephano —le dijo—. Allí te enterarás exactamente de dónde están las focas. Mi padre te lo dirá. No te puedo dar órdenes sobre lo que debes hacer allá. Lo dejaré a tu criterio. En caso de que tengan que pasar mucho tiempo entre las focas, pernoctarán a bordo del Stephano.
Algunos viejos experimentados, observando el Sol velado, notaron con disgusto reflexiones gemelas de luz amarillenta, como soles menores, uno a cada lado. "Perros solares", declaró el jefe de maniobras en el hielo, Stephen Jordan. "Nunca son de buen agüero".
Pero la mayor parte de los cazadores de focas tenían cosas más importantes en que pensar. De la cubierta de madera del Newfoundland se empezaba a desprender vapor de agua bajo los rayos de sol, y varios de los marineros se despojaban de sus gruesas chaquetas y suéteres, y los iban a guardar en las literas. Con un tiempo así, la caminata en el hielo haría que los hombres entraran en calor.
Bien provisto de todo, hasta de anteojos para la nieve, Tuff inició la marcha, y pronto el ruido y la confusión cesaron al seguirle en fila sus compañeros para acometer la serpenteante caminata sobre los témpanos. Tuff era previsor. Una vez en el hielo, determinó el rumbo con la brújula, y además ordenó a los tripulantes que habían estado trabajando en las carboneras, que al pasar junto a las agujas de hielo las frotaran con sus guantes, ennegrecidos por el carbón, para así marcar su camino.
El hielo no era sencillamente una capa llana, tendida sobre la superficie del mar. Muy lejos de eso. Todos los años, a medida que la masa helada se movía hacia el sur, fuertes vientos la estrechaban más y más contra las costas; y cuando la presión era demasiado grande, bloques enormes se pandeaban, se rompían y se levantaban del mar, y con ello formaban "serranías de presión", como pequeñas cadenas de montañas. En medio de éstas se encontraban témpanos de hielo que se habían "embalsado", esto es, que se habían amontonado unos sobre otros. Éstos, aun cuando también constituían formidables obstáculos, eran más fáciles de superar; y, según como estuviera el tiempo, se encontraban extensiones de hielo flotando libremente, donde los hombres tenían que pasar saltando de un bloque a otro sobre agua abierta.
"¡Cobardes!"
PARA Cecil Mouland, joven de 20 años, lo mismo que para su primo Ralph y otros varios amigos, la excursión era maravillosamente emocionante. Iban a pasar la noche en el distante Stephano, el mejor rompehielos del mundo. A estos muchachos, oriundos de una pequeña ensenada en la bahía de Notre Dame, la perspectiva les parecía más que halagüeña.
Cecil, muchacho alegre y jefe de su grupo, estaba perdidamente enamorado de una joven maestra de escuela llamada Jessie, a quien había prometido matrimonio. Su abuelo le había dado buenos consejos: "Cecil", le dijo, "si te llegas a ver atrapado en el hielo, no olvides mantener la cara en continuo movimiento. Masca alguna cosa constantemente, de esa forma no se te congelará el rostro".
El joven no pensaba dejarse atrapar en el hielo, naturalmente, pero como tampoco hubiera querido volver al lado de Jessie después de haber perdido algunas partes de la cara por congelación, tomó en serio el consejo que le había dado su abuelo y llevaba consigo varios trozos de tabaco de mascar.
Él y sus amigos iban en mitad de la larga fila formada por más de 160 cazadores de focas que avanzaban serpenteando entre los hielos. Aquel era el hielo más escabroso que habían visto, y a lo largo de toda la fila se iban abandonando disimuladamente las pesadas astas de banderolas que se usaban para señalar las pilas de focas muertas. Los cazadores conservaban los arpones, claro está, pues nadie sería capaz de avanzar por semejante hielo sin la ayuda de estos garfios; en cambio, las astas les parecían leña inútil.
Hacia las 10 de la mañana la fila iba bien extendida, con Tuff a la cabeza, habiendo dejado tras sí una estela de agujas de hielo ennegrecidas y astas abandonadas. Todavía era bastante dificultoso el avance, y ya el cielo aparecía oscurecido por la neblina. Alguien expresó la opinión de que amenazaba mal tiempo.
La intranquilidad que algunos habían sentido desde el comienzo se manifestaba ya abiertamente. El jefe de maniobras sobre el hielo, Stephen Jordan, dijo a su amigo William Evans. que al amanecer había visto los perros solares y un oscuro banco de nubes en el horizonte, y agregó:
—Los perros solares nunca traen cosa buena y el banco de nubes anuncia viento del este.
—Es verdad —contestó Evans—. Regresemos al buque.
—¿Regresar ? No sé...
A Jordan no le pareció mal la idea, pero reflexionó que él era jefe de maniobras, además de que adelante iban su hermano menor, Tom, y dos sobrinos.
Muy pronto la idea de regresar a la embarcación empezó a circular abiertamente. Habían andado seis kilómetros y medio sobre el hielo más escabroso del mundo y todavía se encontraban a muchos kilómetros del Stephano, que navegaba lentamente hacia el noroeste. Alcanzar a un barco que se alejaba podría ser cuestión de todo el día, y además no parecía que hubiera focas. "¿Qué demonios estamos haciendo aquí?" se empezaban a preguntar unos a otros.
Tobias Cooper, pescador de la bahía de Bonavista, fue el primero que se dio media vuelta para regresar al Newfoundland. William Evans se le unió inmediatamente. Entonces Jordan tomó una decisión: su hermano y sus sobrinos tendrían que arreglárselas solos. En cuanto a él, giró también sobre los talones para regresar, y vio con inquietud que el buque estaba envuelto en un móvil manto de bruma que ocasionaba caprichosas visiones.
Burlas y gritos de "¡Cobardes!" se oyeron al iniciarse la retirada, pero, en definitiva, 34 hombres emprendían el regreso.
Al ampliarse la brecha entre los dos grupos, otros muchos vacilaron, y hasta los jóvenes comenzaban a perder el valor, viendo que sus mayores, hombres de más experiencia, se mostraban tan intranquilos; pero Cecil Mouland no toleraba siquiera la idea de volver atrás. "Eso es una cobardía", declaró.
A las 10:40 el capitán Abram Kean, a bordo del Stephano, vio que los tripulantes del Newfoundland trataban de alcanzarlo y ordenó virar en redondo. Llamó a gritos al jefe de cocina y le mandó preparar comida para todos.
"Los recogeremos, les daremos algo de comer y los llevaremos adonde está la manada de focas que dejamos a babor", explicó al segundo de a bordo.
Mientras tanto, la tormenta barría la región central de los Grandes Bancos, levantando furiosos vientos en su avance. Unas pocas ráfagas cayeron sobre Saint John's, y luego, de modo asombrosamente repentino, toda la ciudad quedó envuelta en una rabiosa ventisca. Sobre la masa de hielo que se extendía a 150 kilómetros al norte de Saint John's empezaron a caer los primeros copos de nieve.
"¡Todos afuera!"
EL Stephano no se detuvo. Kean se limitó a disminuir la velocidad de manera que los hombres del Newfoundland pudieran alcanzarlo y agarrar los toscos palos del costado que hacían las veces de escala. Ágiles como monos, los cazadores de focas treparon por ellos y saltaron sobre la borda. El capitán Kean tenía prisa. Después de unos minutos, el Stephano viró de nuevo y empezó a navegar al occidente para evitar un sólido saliente de hielo. Los marineros condujeron a los del Newfoundland bajo cubierta.
En el comedor del capitán, George Tuff se quitó sus anteojos para la nieve y saludó al patrón. Mientras tomaba la comida que le sirvieron, ambos entraron en materia. Tuff informó a Kean acerca de las dificultades que había tenido el Newfoundland desde que salió de Wesleyville y sobre la lamentable ausencia de focas.
—Bien, hijo mío —le dijo el Viejo—, yo dejé una manada pequeña de 1400 a 1500 que ustedes pueden cazar y le he dado instrucciones a mi primer oficial para que nos dirijamos a ese lugar mientras tu gente come. Navegaremos hasta el punto donde anoche clavamos una bandera para marcar el sitio. Será una buena guía para ustedes. Allí estarán tres kilómetros más cerca de su propio buque que cuando yo los recogí, y podrán regresar a él antes de que caiga la noche.
Esto era algo totalmente inesperado. ¿Volver a su propio barco? Tuff venía confiado en que él y su gente pasarían la noche a bordo del Stephano, pero al parecer el Viejo no pensaba lo mismo. Tuff sabía muy bien que los subalternos nunca se oponían a las ideas del patrón, así que contestó:
—Está bien, señor. El capitán Wes me dijo que no me podía dar instrucciones, pero que hablara yo con usted, y que usted me diría adónde ir por las focas.
—Así lo haré, George.
Tuff siguió a Kean al puente. El barco había bordeado el saliente de hielo sólido, virando a este y oeste para evitar los témpanos peligrosos. El tiempo era todavía suave, aunque empezaba a tornarse más crudo, y la nieve se había hecho más abundante y limitaba la visibilidad. En vano George buscaba con la vista al Newfoundland.
—¿Dónde está nuestro barco, capitán Kean?
—Allá está, George, directamente al sudeste —indicó el Viejo.
A pesar de todo, Tuff no lo veía. ¿Sería por haber traído los anteojos para la nieve toda la mañana? El Viejo le preguntó a voces a su segundo, Fred Yetman, que estaba en la cofa del vigía:
—Fred, ¿ves la bandera que dejamos aquí ayer?
—Allí está, capitán. Allí, por la amura de babor.
En efecto, en la dirección indicada y en el cuadrante sudeste, una banderola del Stephano, izada en su asta, ondeaba al viento, visible aún a través de la nieve.
Puesto que ningún otro barco había tocado en aquella región, el capitán Kean y su primer oficial estaban completamente convencidos de que aquella era la bandera que ellos habían clavado la víspera. No sabían que esa misma mañana, más temprano, habían plantado en esa zona una segunda bandera y no la habían retirado. Abram Kean llevaba a los tripulantes un kilómetro y medio más al occidente de lo que se imaginaba.
"¡Todos afuera!" gritó George, y se dirigió a cubierta dando prisa a su gente para que saltara por la borda. Fue él uno de los primeros en encontrarse sobre el hielo. Se arrojaron banderas y arpones a todo correr y luego saltaron los cazadores. Iban de buena gana, confiados en que el primer oficial Tuff habría hecho los arreglos del caso para su seguridad. Todos esperaban regresar y pasar la noche a bordo del Stephano, hermoso y grande.
Tuff observó con inquietud creciente que la nieve se espesaba cada vez más. Se dirigió al Viejo:
—Parece que va a haber mal tiempo, capitán.
—Mi barómetro no anuncia temporal, George —contestó el Viejo desde cubierta—. Avanza al sudoeste unos tres kilómetros, sigue la huella de las focas muertas que yo dejé y encontrarás unas 1400 bestias. Mátalas y regresa con tu gente a tu propio barco.
Los cazadores que estaban ya en el hielo y oyeron las palabras del capitán sintieron una gran intranquilidad. Murmuraron entre ellos: "Jamás llegaremos al Newfoundland esta noche", pero nadie alzó la voz contra el. omnipotente capitán Abram Kean.
El camino de regreso
CECIL Mouland y unos 130 cazadores del Newfoundland vieron desaparecer la popa del Stephano entre los remolinos de nieve y muchos de ellos sospecharon por primera vez que no regresaría. Desconcertados, rodearon a Tuff, con quien se enzarzaron en una violenta discusión, pues varios eran de opinión que debían volver inmediatamente al Newfoundland. "Si tenemos que andar hasta el buque, no hay tiempo de matar focas", opinó uno de ellos.
Pero Tuff había recibido órdenes muy claras de su propio capitán: pedir instrucciones a Abram Kean y obedecerlas, y eso era lo que se proponía hacer. Ordenó a sus hombres formar y seguirlo hacia el sudoeste. Quedaban cinco horas de luz diurna; el Stephano los había llevado tres kilómetros más cerca de su barco (o así lo creían), y por tanto tendrían tiempo para matar algunas focas y regresar al Newfoundland antes de anochecer.
De mala gana y con muchos rezongos los cazadores formaron en fila, y no habían andado un kilómetro y medio cuando dieron de manos a boca con las pieles blancas. Tuff no esperaba encontrarlas antes de recorrer por lo menos el doble de esa distancia. ¿No significaría esto que por un error los habían desembarcado demasiado al occidente, más lejos del Newfoundland de lo que ellos creían? ¡Imposible! Y Tuff desechó la idea.
"¡Estamos entre las focas, muchachos!" le gritó a su gente. "¡A matarlas y a clavar banderolas!"
Pero en realidad no había muchas focas, de manera que continuaron hacia el sudoeste unos 100 metros más, y encontraron otra manada, también pequeña. Entonces Tuff se detuvo, indeciso. El viento comenzaba a soplar con fuerza y la nieve a espesarse más, señales todas que anunciaban una verdadera ventisca. George había cerrado los oídos a las quejas y murmuraciones de sus compañeros, pero ahora empezaba a reaccionar... y dijo:
—Tendremos que abandonar la cacería y buscar nuestro buque.
—Tardaremos seis horas en regresar —gruñó un cazador.
—¿Cómo vamos a encontrar ahora al Newfoundland? —preguntó otro de los hombres.
Tuff explicó: El capitán Abe había dicho que su nave estaba al sudeste del lugar donde los había desembarcado. Habían avanzado menos de un kilómetro y medio al sudoeste. Si ahora caminaban en dirección estesudeste, encontrarían la senda que esa misma mañana habían transitado, en un punto a no más de 1500 metros de distancia del Newfoundland. Era muy sencillo orientarse.
Tuff se dirigió al contramaestre Dawson: "Póngase usted a la cabeza de la gente, Thomas; siga rumbo estesudeste hasta que encuentre el camino que transitamos esta mañana. Yo me quedaré con los que vienen a la zaga para ver que no se retrasen demasiado".
El tiempo empeoraba por momentos y la nieve empezaba a amontonarse cuando los últimos de la larga columna iniciaban la marcha. A pesar de la tormenta, estaban de buen humor. Todavía el frío no era muy intenso y posiblemente la nieve se convertiría en lluvia. Eran entonces aproximadamente las 12:45 de la tarde.
Anduvieron cerca de dos horas, y súbitamente se vieron, no ya en medio de una nevada común, sino envueltos en una borrasca desatada que se les venía encima rugiendo desde el sudeste. Con todo, entre el ruido de la tormenta se oyó el grito de Thomas Dawson: "¡Aquí está el sendero!"
El júbilo se adueñó de los cazadores del Newfoundland. Ya sólo tendrían que desandar lo andado. Pronto estarían a bordo vaciando ollas de té caliente. Creían que su barco se encontraría a no más de kilómetro y medio de distancia, y como todavía les quedaban unas dos horas de luz y contaban con un sendero bien marcado, la tarea sería juego de niños, aun en medio de la ventisca.
Pero habrían andado apenas otros cien pasos cuando recibieron la más desagradable sorpresa: al lado del sendero encontraron una banderola roja con el número 198. Ésta pertenecía al Stephano, y todos recordaban haberla visto aquella mañana cuando se encontraban por lo menos a seis o siete kilómetros del Newfoundland.
—¡Por Dios Santo! ¿Estás seguro de que es la misma?
—Sí, el mismo número.
—¡Según eso, no volveremos a bordo!
Entonces sí que cundió la alarma. Todos estaban cansadísimos. Vapuleados por la borrasca, y aún tendrían que andar por lo menos cuatro horas más sobre uno de los peores campos de hielo del mundo.
¿Sería posible que el capitán Abe Kean se hubiera equivocado de bandera? Se confirmaban las sospechas de Tuff, despertadas por primera vez cuando apareció la manada de focas mucho antes de lo que había predicho el Viejo.
"Bien, muchachos", dijo Tuff gravemente. "Parece que el capitán Kean nos ha llevado más al oeste de lo que creía. Pero nada ganamos con lamentarnos. Por lo menos hemos encontrado el sendero".
Ninguno de ellos pensó en pasar allí la noche, aun cuando disponían de pieles de foca que podrían quemar, carne del mismo animal para comer, bloques de hielo y nieve húmeda para construir un refugio. El grupo emprendió la marcha en dirección al Newfoundland sin murmurar, aunque todos sabían que no llegarían antes de que cayera la noche.
MIENTRAS tanto, en la escuelita del Ejército de Salvación, en Doting Cove, muy al norte de Saint John's, la joven prometida de Cecil Mouland atendía a su diario quehacer de dar clase a los chicos. Desde el mediodía la nevada había sido fuerte y a eso de las 3 de la tarde una súbita ventolera abrió la puerta con un estruendo que alarmó a toda la clase. Jessie sintió un escalofrío y corrió a cerrarla, y en ese instante le pareció ver ante sus ojos el rostro alegre de Cecil. Trató de concentrarse otra vez en sus lecciones, pero la cara de su novio no se apartaba un instante de su pensamiento, lo cual la llenaba de sobresalto. Por más que se esforzaba, no podía alejar a su prometido de su ánimo.
HACIA el norte el Florizel y el Stephano habían continuado la cacería por la tarde, pero al empeorar el tiempo empezaron a recoger a su gente. Algunos tripulantes del Florizel estaban más cerca del Stephano, y viceversa, de modo que Joe Kean convino en recibir a los de su padre si éste hacía lo mismo con los suyos.
Era muy entrada la tarde cuando el Stephano y el Florizel se reunieron para cambiar tripulaciones. Desde el puente, haciendo bocina con las manos, Joe gritó a su padre:
—¿Qué hay de la tripulación del Newfoundland?
—Todo está bien —le contestó Abe Kean mientras levantaba la mano derecha.
Joe aceptó con alivio la seguridad que le daba su padre.
A BORDO del Newfoundland el viento aullaba entre el aparejo, y las cuadernas crujían contra el hielo. Los 34 cazadores que habían decidido regresar llegaron al buque sin incidentes y fueron recibidos por Wes Kean con una andanada de denuestos. Después, bajo cubierta, la disminuida tripulación, congregada en torno a una marmita que emitía nubecillas de vapor con el aroma de té amargo, comentaba la suerte de los compañeros a quienes habían abandonado.
—El capitán dice que están a bordo del Stephano —comentó alguno.
—Sí, eso es lo que él dice —murmuró Stephen Jordan—, pero yo sospecho que están todavía en el hielo, y con ellos mi hermano menor y mis dos sobrinos.
También el contramaestre John Tizzard estaba intranquilo. Ya entrada la tarde se dirigió a la cámara y dijo a Wes Kean:
—Esta es una verdadera borrasca, capitán. No se ve uno la punta de la nariz. ¿Hago sonar la sirena?
—No hay necesidad —contestó Wes—. Todos los nuestros están a bordo del Stephano; pero si usted quiere, tóquela dos o tres veces. Tizzard interpretó literalmente las palabras del capitán Wes, y la sirena sonó dos veces, con varios minutos de intervalo.
Perdidos
EL VIENTO y las corrientes empezaron a hacer estragos en el hielo. Los bloques más pequeños giraban y circulaban de una parte a otra, desplazando el sendero y haciendo muy difícil seguirlo. La nieve, aunque copiosa, no se amontonaba mucho, pues estaba demasiado húmeda; sin embargo, en algunos lugares los cazadores se hundían en ella hasta las rodillas y la marcha resultaba verdaderamente fatigosa.
A retaguardia de la columna, William Pear, cazador inexperto, empezó a quedarse atrás y al fin se desplomó en la nieve. Tuff ordenó hacer alto y ayudó a Pear a reincorporarse a la columna, pero no bien habían reanudado la marcha cuando el pobre hombre volvió a retrasarse. La luz diurna moría con alarmante rapidez. Nuevamente se detuvo la marcha por orden de Tuff.
"Dos o tres voluntarios se quedarán conmigo y con el enfermo", dijo. "Los demás sigan hasta el Newfoundland para pedir ayuda. Necesitaremos una camilla".
Sidney Jones, uno de los cabos de cuadrilla, se encargó del grupo principal que se dirigía al buque, pero era imposible avanzar con rapidez. No podían ver nada, y los cazadores se apartaban del sendero con frecuencia cada vez mayor.
Los bloques pequeños se hundían bajo el peso de los caminantes, y muchos de ellos sintieron en las piernas la siniestra caricia del agua de mar helada, que se les colaba entre las botas de cuero. Uno de los jóvenes amigos de Cecil, Art Mouland, tuvo peor suerte aún: se hundió hasta la cintura. Sus gritos de angustia despertaron a Cecil de una especie de estado hipnótico en que había caído. Él y otro compañero sacaron al muchacho del agua y lo tendieron sobre un bloque de hielo. Estaba empapado hasta los huesos y tiritando de frío y de choque. Dio unos pocos pasos tambaleantes y en seguida, poco a poco, se fue quedando atrás. Cecil, cuya razón había volado nuevamente al mundo de la fantasía, no se percató, hasta mucho después, de que Art ya no los seguía. Jamás lo volvieron a ver.
La fuerza del viento aumentaba y hacía que les doliera la cara. El aire enfriaba cada vez más; la nieve, que ya no era pegajosa, se arremolinaba libremente y tapaba el sendero que debían seguir.
De pronto los que iban adelante se estremecieron al oír la sirena de un buque.
"¡Griten, mukhachos", ordenó Jones. "¡Griten lo más alto que puedan!"
Todos hicieron bocina con las manos y gritaron a una en medio de la tormenta: "¡Ah, del Newfoundland!"
Sólo les respondió el prolongado y lóbrego aullido del viento.
Siguieron andando, aguzando el oído, esperando a cada momento ver la negra sombra del buque entre la tormenta. Transcurridos algunos minutos, volvió a oírse la sirena en algún lugar del cuadrante sudeste.
Y súbitamente se encontraron en un desierto sin huellas. Todas las señales del sendero habían desaparecido, cubiertas por la nieve. Jones gritó a Dawson que el sendero se había perdido, y Dawson y sus exploradores anduvieron de un lado a otro buscando en vano las señales que los habían guiado hasta entonces. Nada encontraron.
Hundidos hasta la rodilla en la nieve, rodearon a Tuff, cuyo grupo se les había reunido. Él les dijo simplemente: "Estamos perdidos. Tendremos que pasar la noche sobre el hielo".
Se apagaban los últimos, débiles destellos del día, y no era posible seguir buscando el sendero. Casi todos hicieron frente a la situación con valor. Se dividieron en tres grupos y cada uno ocupó un témpano grande, a corta distancia uno de otro para poderse comunicar. "A construir refugios todo el mundo", fue la orden.
El preparar refugios, por sencillos que fueran, era una tarea monumental para aquellos hombres exhaustos. Tenían que cortar los montecillos de hielo con los arpones hasta reunir suficientes trozos sueltos para edificar una pared rudimentaria, y cubrirla luego con nieve de manera que sirviera como resguardo contra el viento.
En el grupo de Arthur Mouland (éste, hombre mayor, no era pariente del amigo desaparecido de Cecil) sólo un puñado de cazadores hacía débiles esfuerzos para llevar bloques de hielo al lugar que él indicaba. Irritado, Mouland insistió:' "¡Todos a traer hielo para levantar una pared!" Y sin contemplación los obligó a poner manos a la obra, de suerte que después de un tiempo largo habían levantado una pared de nueve metros de longitud que corría de un lado a otro del témpano. Los hizo trabajar hasta que la muralla rebasó sus cabezas en unos 30 centímetros, y sin embargo no estaba todavía satisfecho.
"Está bien", les dijo, "pero ahora hay que doblar los extremos hacia adentro". Los hombres refunfuñaron, pero obedecieron.
En los otros dos témpanos, en cambio, suspendieron la labor cuando la muralla llegó, a la altura de los hombros, pues los cazadores se negaron a seguir trabajando. Tras encender fogatas, echaron mano de sus míseras raciones: galletas para la mayoría, avena y pasas o una lata de melaza para unos pocos.
Abrazados en la muerte
LAS MURALLAS de hielo sólo proporcionaban a los cazadores un abrigo parcial, y el tiempo empeoraba. El viento viró de este a norte silbando sobre la masa de hielo y aumentando el sufrimiento que el frío y la humedad causaban a los cazadores. Éstos se agrupaban en torno a las débiles fogatas hechas de las pértigas, tratando de calentarse; pero poco a poco se consumió el combustible y el fuego se apagó. El viento, el frío y una oscuridad absoluta tornaron a enseñorearse de aquel desolado paraje.
Era ya casi medianoche cuando el aire cálido que había generado toda la furia de la tormenta condensó finalmente su humedad y una lluvia torrencial reemplazó a la nieve. Cayó un helado aguacero que los caló hasta los huesos.
Se arrimaron más unos contra otros para protegerse y calentarse mutuamente, pero las dos murallas que llegaban sólo a la altura de los hombros no podían mantenerlos ni siquiera parcialmente secos. Sólo los del grupo de Arthur Mouland tenían un verdadero refugio. Su muralla era firme y sólida, si bien bajo sus pies la nieve se había vuelto aguanieve y les calaba las botas.
Hubo una conmoción en el grupo. "¡A moverse, muchachos, tenemos que hacer ejercicio para entrar en calor!" Con gran esfuerzo y a empujones empezaron a andar en círculos, arrastrando los pies, y tan cansados que apenas se daban cuenta de que se movían; cada pie les pesaba una tonelada.
Llovió más de una hora, y luego el tornadizo viento cambió al nornorueste, la temperatura descendió a nueve grados C. bajo cero y el agua se congeló en pedrisco. El efecto refrigerante del viento generó condiciones equivalentes a 30 grados C. bajo cero, y la empapada ropa que vestían los cazadores se convirtió entonces en hielo.
"¡Muévanse! ¡No dejen de moverse!" era la orden, pero muchos ya no tenían fuerzas suficientes para mantenerse en pie. El hielo les formaba costra en la ropa, en las cejas, en la barba; las enguantadas manos eran terrones inmanejables que habían perdido toda sensibilidad. Para seguir moviéndose se necesitaba una voluntad de acero. Era mucho más fácil dejar que la insensibilidad se apoderara de las extremidades y del cerebro.
Jesse Collins, veterano cazador de focas, se erigió en jefe. En su témpano era él a quien volvían los ojos los jóvenes, más bien que a Tuff. "No se den por vencidos, muchachos, sigan moviéndose", ordenó Collins. "Alisten los arpones".
Los jóvenes entendieron lo que él quería. Todos hacían los movimientos de preparar cuerdas y arpones, y entonces Jesse les ordenó arrojar sus armas imaginarias sobre la borda de sus imaginarios botes, y luego cobrar la cuerda mano sobre mano. Con gran seriedad, todos ellos obedecían.
—¿Han cogido algo, muchachos?
—No, Jesse, nada.
—Pues a ensayar de nuevo.
Una y otra vez hicieron los ademanes de arponear alguna presa, pero el juego al fin los fatigó, y Jesse Collins rugió para hacerse oír contra el áspero viento.
—Es hora de desfilar, muchachos.
Formaron en fila y marcharon alrededor del témpano, no tan rápidamente que se les agotaran las fuerzas, sino con pausado movimiento, casi arrastrándose, lo suficiente para mantener la circulación de la sangre.
Aterido y exhausto, el joven Cecil Mouland todavía recordaba el consejo de su abuelo. Constantemente masticaba tabaco, pues no era cosa de presentarse ante su prometida con la cara quemada por el frío.
Interminable pareció aquella noche terrible, y los que todavía tenían el uso de sus sentidos sufrieron lo indecible. Pero en los tres témpanos se habían dado pruebas de gran valor durante las horas que precedieron al amanecer. Hombres demasiado exhaustos para atender a sus propias necesidades ayudaban a sus compañeros. Danzaban, boxeaban y luchaban; animaban, rogaban y sacudían a los que se dejaban caer sobre el hielo. Pero a pesar de tantos esfuerzos, las primeras luces del alba revelaron muchos cuerpos inertes, entre ellos los de Edward Tippett y sus dos hijos. Durante la noche Tippett había estrechado contra sí a sus muchachos y, con un brazo protector alrededor de cada uno, hizo cuanto pudo para preservarlos del frío. Al amanecer lo encontraron con los brazos congelados sobre los cadáveres de .sus hijos, unidos a él en la muerte. Parecían estatuas sólidamente esculpidas en hielo, de pie, en un abrazo permanente, mientras la nieve se arremolinaba en torno de ellos.
Motivo de lágrimas
CUANDO aclaró el día, los hombres empezaron a moverse sobre los témpanos buscando inútilmente un abrigo mejor. No podían ni pensar en marchar en busca de su buque entre la nieve que los cegaba; mantenerse vivos y en pie era ya bastante milagro.
¿No acabaría aquello jamás? Nevadas de proporciones de tormenta los envolvían en un mundo helado y blanco. Los muertos estaban parcialmente sepultados, y a veces alguno de los vivos, al patear un montículo de hielo con el ánimo de devolver la vida a sus piernas, descubría horrorizado que había pateado un cadáver congelado. El viento, el hielo y los remolinos de nieve agotaban la resistencia de los sentidos, insensibilizaban el espíritu y entorpecían la mente. El hambre aumentaba los sufrimientos.
Pese a lo terrible de su situación, los mantenía vivos la seguridad de que toda la flota andaría explorando la extensión de hielo en busca de ellos. Persistía la viva esperanza de que en cualquier momento aparecería un buque avanzando entre los témpanos flotantes. Era un sueño, pero los sostenía.
La mayor parte de los que conservaban la vida lo debían a Arthur Mouland y a Jesse Collins. El témpano sobrecargado de Dawson, por el contrario, era un cementerio. Pequeños montículos blancos lo cubrían de uno a otro extremo, y de cada uno sobresalía una bota, una mano, una pierna en grotesca actitud. Los sobrevivientes que encontraban semejante espectáculo retrocedían horrorizados.
Por fin cesaron las nevadas, pero el viento helado seguía soplando sin misericordia, y continuaba apilándose la nieve. Los rostros estaban ampollados y purpurinos por la quemadura del hielo. Finalmente Ralph Mouland se dio por vencido y se dejó caer sobre el hielo.
—No puedo más, Cecil —dijo.
Cecil sacó con mano torpe un pedazo de galleta.
—Come un poco —lo instó.
Pero Ralph no tenía fuerzas suficientes para hincarle el diente.
—Te lo daré mascado —insistió Cecil Mouland.
Mordió un trozo de galleta, lo masticó hasta tenerlo suficientemente descongelado, y pasó el bocado blando a la boca de su primo. De esta manera le dio a Ralph fuerza bastante para levantarse del suelo trabajosamente y seguir.
En un momento dado Cecil se encontró cara a cara con el primer oficial Tuff y le dijo:
—Vaya, capitán George, ¿qué piensa usted de todo esto?
Esto era lo más que el genio del joven Cecil podía permitirle a manera de acusación.
—Muchacho —le contestó Tuff—, no creo que quede ninguno para contar el caso.
—Pues yo no pienso morir —replicó Cecil, cuya imaginación evocaba la figura de Jessie, y se alejó arrastrando consigo a Ralph, que le seguía resignado.
Pasado el mediodía y escudriñando el horizonte entre una y otra nevada, Tuff creyó distinguir el Newfoundland a sotavento. Acompañado de un par de voluntarios emprendió al punto la marcha en aquella dirección, pero apenas habrían avanzado unos cien metros cuando los sorprendieron vientos huracanados que los hicieron errar impotentes en el hielo hasta que llegaron al abrigo de un saliente congelado. Para no perecer se estuvieron allí, pues era imposible avanzar contra el viento y tratar de volver a su propio témpano. Por fin, el viento se echó un poco, lo que les proporcionó buena visibilidad en unos tres kilómetros a la redonda, y Tuff trepó a un montículo de hielo para buscar el Newfoundland. No había ningún barco a la vista.
A media tarde el cielo despejó un poco y el Sol asomó entre las nubes con tanta fuerza que lastimaba los ojos. Con nueva esperanza, George Tuff escudriñó el horizonte, y su voz atravesó el aire frío: "¡Estamos salvados! ¡Un vapor se dirige hacia nosotros!"
En efecto, a unos pocos kilómetros al noroeste se divisaba entre los remolinos de nieve un gran barco de acero, el Bellaventure. Navegaba al azar cazando familias dispersas de focas, pero venía en dirección hacia ellos.
Acompañado de Jesse Collins, Tuff se dirigió inmediatamente hacia el buque, que calculaba estaría a unos tres kilómetros de distancia. Al mismo tiempo, Arthur Mouland, cuyo témpano estaba más próximo al barco, lo había visto también y con su primo Elias Mouland se encaminó a su vez al Bellaventure.
Cuando Tuff llegó al témpano de Mouland, la distancia que lo separaba del buque (que ahora parecía haberse detenido) era algo más de un kilómetro y medio. En verdad, Arthur y Elias Mouland, por su parte, estaban ya tan cerca del Bellaventure que podían distinguir a un individuo situado junto a la borda, pero habían encontrado hielo suelto hallándose todavía a 400 o 500 metros del buque y tuvieron que detenerse, pues para acercarse más les habría sido preciso nadar.
"Por lo menos estamos suficientemente cerca para hacerles señas", dijo Arthur. Conservaba todavía su arpón y Elias llevaba una bandera del Newfoundland envuelta al cuello. Arthur tomó la bandera, la amarró al arpón y empezó a agitarla vigorosamente desde la cima de una aguja dé hielo. Elias, en otro montículo, agitaba los brazos. Ambos gritaban; pero el implacable viento se llevaba sus voces.
El Bellaventure, de costado a ellos, desesperantemente cerca, estaba desembarcando gente en el hielo, pero del otro lado. Nadie parecía mirar en dirección de los dos hombres que, frenéticos, trataban de llamar la atención a los de a bordo. El gran barco viró luego en redondo, les volvió la popa y se alejó. Había dejado atrás a tres cazadores que estaban ahora a menos de medio kilómetro de allí, separados por el mar, pero éstos ni una sola vez se volvieron a mirar en dirección de los dos hombres perdidos y desesperados. Arthur y Elias se quedaron mirando sin esperanza al Bellaventure, que se alejaba hacia el norte y desaparecía como un incorpóreo fantasma entre los remolinos de nieve.
Observando aquella escena desde el témpano de Mouland, Tuff comprendió por primera vez que nadie los estaba buscando. Nadie sabía que estuvieran perdidos en el hielo. ¡Podrían morirse todos sin que alguien tuviera la menor sospecha de que faltaban!
Cuando ya había perdido toda esperanza, Tuff avistó por fin al Newfoundland. Estaba a unos seis kilómetros y medio de distancia, todavía preso en el hielo. Disponiendo aún de unas dos horas de luz del día, reanudó resueltamente la marcha con un grupo pequeño de compañeros. El viento helado les acuchillaba las espaldas y el hielo era muy crudo. Tuff, con la prisa que tenía, varias veces calculó mal el paso y cayó en el agua, pero ya esto de mojarse le parecía un incidente sin importancia, apenas una pequeña incomodidad.
Avanzaron tres kilómetros. El Sol moría y las probabilidades de que los vieran desde el buque se habían esfumado. "No importa", dijo Tuff. "Mientras el buque mantenga las luces encendidas no nos costará trabajo llegar hasta él".
Pero en ese instante el Newfoundland, vomitando grandes nubes de humo negro, empezó a navegar alejándose de ellos. ¡Había ocurrido lo imposible! Después de haber permanecido tanto tiempo preso en el hielo, al fin había quedado libre, justamente cuando ellos necesitaban a vida o muerte que no se moviera. Nadie a bordo vería ese grupito de hombres a tres kilómetros a babor. El rumbo que el barco llevaba no lo llevaría cerca de los cazadores, muertos o moribundos, que estaban sobre los témpanos. Aquello era el fin. George Tuff se sentó en el hielo, dejó caer la cabeza entre las rodillas y lloró amargamente.
El canto fúnebre del viento
SI LA primera noche en el hielo fue una pesadilla, la segunda fue un tormento. Varios hombres perdieron la razón, empezaron a ver visiones y a oír voces; algunos se sumieron en la insensibilidad total, mientras que otros se volvieron locos de atar y murieron. Unos pocos se echaron al agua desde los hielos flotantes y desaparecieron para siempre. Pero la voluntad de vivir seguía siendo invencible en los que continuaban moviéndose sobre los témpanos de hielo bajo la luna helada. Se tambaleaban y hacían eses en una danza fantasmal: congeladas caricaturas de hombres.
El hambre y la sed aumentaban sus sufrimientos. Un hombre, desesperado por beber algo caliente, se abrió las venas de la mano con su cuchillo de desollar, bebió su propia sangre y luego se tendió a morir sobre el hielo.
El indomable Jesse Collins parecía estar al fin totalmente agotado. Había urgido, rogado y forzado a otros hombres menos aptos que él para que se mantuvieran con vida. Ahora parecía que no le quedaba nada con que salvarse a sí mismo. "No lograremos sobrevivir hasta el amanecer", le dijo a un amigo, y en seguida cayó de rodillas para hacer las paces con Dios. Otros habían rezado, habían muerto y habían quedado convertidos en grotescas estatuas congeladas en actitud orante, pero Jesse no fue uno de ellos. Haciendo acopio de fuerzas, se levantó con renovados ánimos.
Cecil Mouland no había dejado de moverse durante dos días con sus noches. Hasta esa noche mantuvo siempre en la mente la imagen de Jessie, su joven prometida. Ahora empezaba a ver otras cosas. Una vez, ante sus ojos incrédulos, se le apareció el Newfoundland, que se acercaba a él sin ruido. "¡Vamos,muchacho! ¡Vamos a su encuentro!" gritó a su primo Ralph; pero en seguida recobró sus facultades y no vio en torno más que los hielos desiertos. Mucho después Cecil imaginó que él mismo y Ralph llamaban desesperadamente a una puerta para que los dejaran entrar. La visión se esfumó. El joven Cecil Mouland estaba dando golpes en una aguja de hielo.
El frío increíble no cesaba, y la mayor parte de los sobrevivientes deliraban. Unos, diciendo que "se iban a acostar en su cama", se tendían en el hielo y morían apaciblemente; algunos expiraban sentados o de pie; otros cantando; otros más andando, y sus cuerpos se congelaban en mitad de un paso.
La noche continuaba. Era un largo canto fúnebre del viento penetrante y del frío implacable que nunca terminaría. Era un infierno. Continuaría por siempre, y ellos seguirían viviendo eternamente aquella agonía.
La luz del día puso a la vista un montón de muertos. La mayoría de los que quedaban con vida no tenían fuerzas para moverse. Muchos vagaban a ciegas, pues habían perdido la vista, mientras que otros apenas llegaban a distinguir los objetos a pocos pasos de distancia.
Al amanecer, Arthur Mouland, aún relativamente vigoroso, divisó al Stephano, al Florizel, al Bellaventure y al Newfoundland. La fuerte helada había unido los témpanos de hielo unos con otros y sería más fácil avanzar.
"Creo que lo mejor será dirigirnos a nuestro propio barco", dijo a Tuff. "Parece que está preso en un bloque de hielo".
Tuff veía ya muy poco, pero aún podía andar. Él, Mouland y otros cazadores hicieron acopio de sus últimas fuerzas y se prepararon para la marcha final. Mouland escogió el camino más fácil, prefiriendo seguir por una abierta extensión en donde podrían verlos desde el buque. Pero a menos de medio kilómetro del Newfoundland Tuff ya no pudo más. "Tengo que descansar", murmuró, y se desplomó sobre el hielo.
Mouland trepó a un montículo de hielo y desde allí alcanzó a ver el buque. Hizo señales agitando los brazos, pero nadie le contestó. En seguida le llamó la atención un ligero movimiento.
—¡Allí hay una foca! —gritó a Tuff— ¡Una sola foca!
—Tú tienes el arpón, Arthur —contestó el primer oficial roncamente—. ¡Mátala!
Mouland avanzó, mató a la foca y les llevó el corazón y un poco de carne a los demás. Los otros, hambrientos, la devoraron.
—¿Cómo te sientes ahora, George? —preguntó Mouland.
—De primera, Arthur. Creo que puedo llegar hasta el buque.
Tuff todavía lograba verse sus propios pies, pero más allá no distinguía nada. Dos compañeros lo tomaron cada uno por un brazo y continuaron la marcha hacia el Newfoundland.
EL Newfoundland estaba otra vez preso en el hielo. A la primera luz del alba Wes Kean vio un puñado de hombres a bordo del Stephano. ¿Dónde estaban los del Newfoundland? Casi involuntariamente volvió el catalejo hacia la extensión de hielo; y allí, al sudoeste, divisó al grupito encabezado por el cabo Arthur Mouland.
Wes quedó petrificado por la impresión. Esos hombres (la idea le golpeó como un martillazo) habían pasado sobre el hielo ¡dos días con sus dos noches!
"¿Qué ha hecho mi padre?"
"¡Dios Mío!" Wes Kean casi se cae por correr al puente. Entró en el cuarto de bitácora y sacó una bandera. No era suficiente. Necesitaba una bola negra (la señal internacional de desastre) para izarla encima de la bandera; pero en el Newfoundland no había señal para pedir socorro. Vio un cubo de carbón y le pareció que era suficientemente negro. Corriendo a las drizas de la bandera, izó el cubo y la enseña uno junto a la otra. Luego voló a buscar al oficial de navegación Charles Green. Con voz histérica el capitán le dijo: "¡Green!... ¡Mi gente!... ¡Dios mío! ¡Algo espantoso ha ocurrido!"
La tripulación, alertada, se dedicó al instante a reunir el equipo de salvamento: mantas, ron, comida, marmitas de té caliente, leña. Al saltar sobre el costado de la nave, los marineros aparecían tan pálidos como su capitán, fija la mirada en el grupito que se acercaba sobre el hielo con paso vacilante.
A bordo del Stephano un marinero informó al capitán Abe de que el Newfoundland había enarbolado una señal de socorro. "Que vayan dos hombres a ver qué pasa", ordenó Abe Kean. Dos cazadores desembarcaron sobre el hielo y a todo correr se pusieron al habla con el Newfoundland.
—¿Qué ocurre? —gritaron.
—¿Hay gente mía en el Stephano? —preguntó Wes Kean a su vez.
Se hizo una pausa pavorosa.
—No, capitán —le contestaron—. Estuvieron a bordo el martes, pero desembarcaron otra vez a las 12 del mismo día.
—¡Dios mío! ¡Están perdidos! —se lamentó Wes.
Los dos mensajeros emprendieron el regreso a toda velocidad con la trágica noticia.
EL GRUPO de salvamento encontró a Arthur Mouland, a Tuff y a los otros, quienes les informaron lo que debían hacer para encontrar a los que todavía no estaban a la vista. Stephen Jordan acercó ansiosamente su rostro a Mouland:
—¿Qué ha sido de los hombres de mi familia, Arthur?
—Todos han muerto —le contestó Mouland bruscamente.
Al subir a bordo los sobrevivientes, Wes Kean se volvió al cazador de focas John Hiscock, comentando:
—John, esto es horrible.
—Sí, es horrible... Si usted hubiera tocado la sirena, o si el capitán Abe no nos hubiera hecho salir de su buque, nunca habría ocurrido esta tragedia.
Viendo ante sí aquellos rostros sombríos y acusadores, Westbury Kean exclamó:
—¿Qué ha hecho mi padre?
Mientras tanto, unos tripulantes del Bellaventure, el barco más cercano, encontraron y recogieron a otros sobrevivientes. Los salvadores casi no daban crédito al cuadro que se ofrecía a su vista: rostros hinchados y ampollados, ojos bordeados de hielo que miraban torpemente, muchos de ellos privados de la vista por el viento cortante. Más de un duro cazador de focas dejó correr las lágrimas mientras atendía a su obra de misericordia. Algunas víctimas murieron cuando les daban alimentos.
Para los del Bellaventure fue una impresión terrible. Tratando de dar un poco de coñac a los sobrevivientes, los veían expirar en sus brazos. A los que no estaban ocupados asistiendo a los vivos, se les ordenó localizar a los muertos y tenderlos en el hielo de modo que el barco pudiera recogerlos a todos en seguida. Así pues, lo mismo que las focas que tantas veces habían amontonado, fueron apilados unos sobre otros los cadáveres de los cazadores congelados. En algunos casos hubo necesidad de cortar el hielo con herramientas para desprender un cuerpo atrapado.
Cecil Mouland y su primo Ralph vivían aún. A este último, como a la mayor parte de los sobrevivientes, fue preciso llevarlo en camilla. Cecil llegó al barco por su propio pie con la ayuda de dos hombres, pero cuando lo estaban haciendo subir a bordo empezó a fallarle la vista. Danzaban frente a sus ojos brillantes puntos de color y debieron conducirlo a la cámara, donde alguien le puso sobre los ojos dos medias naranjas. El ardor que el joven sintió fue intenso y las lágrimas corrían por sus mejillas, pero el remedio casero surtió su efecto y recuperó rápidamente la vista.
El Bellaventure llegó por fin al lugar del desastre, navegando lentamente hasta los frágiles refugios que los cazadores habían construido. Los del barco empezaron a izar con las grúas los cadáveres congelados y a depositarlos sobre la escotilla de la bodega de proa. Una vez que ésta quedó totalmente cubierta de cuerpos, se colocó una segunda hilera, y luego la tercera.
Cuando terminaron de izar a bordo el último cadáver y de conducir a la cámara al último sobreviviente, la cuenta arrojó 58 muertos y 34 vivos. Estos últimos sufrían ahora terribles dolores al empezar a descongelárseles las extremidades. El capitán Robert Randall pasaba entre ellos mudo de lástima.
Mientras tanto los otros buques, el Stephano y el Florizel, también recogieron aquí y allá algunos sobrevivientes y más cadáveres.
AL DÍA siguiente, hacia la mitad de una mañana gris, el Stephano llegó hasta el Newfoundland y el capitán Abe subió a bordo. Si padre e hijo tenían cuentas que arreglar, lo hicieron en privado. Cuando se les unió el Bellaventure a eso de las 11, el viejo capitán se mostraba más adusto que de costumbre. Al pasar a bordo del Bellaventure llamó a lista, marcando los nombres a medida que los tripulantes respondían, y contando los sobrevivientes y el número conocido de muertos. Al final dijo:
—Faltan ocho.
—No los encontrará usted, capitán —contestó uno—. Muchos se volvieron locos y se tiraron al mar. Han desaparecido para siempre.
—Tenemos 69 cadáveres y faltan ocho hombres —dijo el capitán después de hacer algunos cálculos—. Transmita esa información por telégrafo inalámbrico a Saint John's.
En seguida los capitanes regresaron a sus respectivos barcos, y a los turnos de guardia del Stephano se les ordenó prepararse para continuar la cacería. Los tripulantes habían creído que todos los buques escoltarían al Bellaventure a Saint John's ¡Continuar la cacería! ¿Qué clase de hombre era capaz de dar semejante orden?
Los demás buques también reanudaron la interrumpida cacería, pero al lunes siguiente el Stephano se encontró en dificultades. Cuando el capitán Abe ordenó a las cuadrillas desembarcar, uno de los hombres, el cazador Mark Sheppard, se negó a obedecer. Echando chispas por los acerados ojos azules, el viejo capitán rugió:
—¡Te apuntaré en el libro de bitácora, si tienes el valor de darme tu nombre!
El apuntar a un hombre en el cuaderno de bitácora equivalía a privarlo de paga por el viaje y a que se le pusiera en la lista negra.
—Valor me sobra —contestó Sheppard dando un paso adelante.
Entonces, para cumplir con las formalidades del caso, el Viejo le hizo la pregunta de rigor:
—¿Por qué se niega usted a cumplir con su deber?
—Después de lo que he visto en este desastre, debido a negligencia de su parte, considero que usted no es competente para velar por mí.
El capitán Abe rugió de cólera. Nadie se había atrevido hasta entonces a hablarle en ese tono ni a poner en duda su capacidad. Mark Sheppard agregó:
—No me sorprendería que su carrera como capitán haya concluido.
"Causa de fuerza mayor"
EL INSTITUTO de Marinos de Saint John's, donde pusieron la capilla ardiente, hervía de actividad con la llegada de los ataúdes de madera que llevaban los enterradores. La vista de tantos féretros, cubiertos de paño negro, causaba escalofríos a la multitud que estaba congregada en la calle principal.
Al empezar el crepúsculo, el Bellaventure, con la bandera a media asta, pasó silenciosamente por el canal y atracó en el muelle. Médicos, enfermeras y trabajadores voluntarios subieron a bordo, y a los heridos más graves los desembarcaron en camilla. Los demás se dirigieron por su pie y en medio de murmullos de compasión al Instituto de Marinos, donde se les administraría tratamiento.
Luego fueron desembarcando, uno por uno, a los muertos congelados, con las extremidades rígidas y extendidas. En un depósito de cadáveres improvisado en el sótano del Instituto les cortaron la ropa para desprenderla, y pusieron los cuerpos en agua caliente para poder descongelarlos.
Los sobrevivientes hicieron su terrible narración a la prensa en términos simples y claros. Poco significaba para ellos que estuvieran llegando al puerto muchos mensajes de condolencia, encabezados por uno firmado por el Rey y la Reina de Inglaterra. Habían estado en un verdadero infierno y en todos sus relatos destacaba el hecho de que Abram Kean los había desembarcado sobre el hielo, lejos de su.propio buque y en momentos en que se desataba una borrasca terrible.
El lunes 6 de abril el Evening Telegram de Saint John's comentaba gravemente: "Se plantea el interrogante de si al capitán Abram Kean se le debe considerar moralmente responsable por la gran pérdida de vidas entre los cazadores destacados por el Newfoundland. ¿Cometió un error de apreciación al hacerlos salir de su buque para que regresaran al propio, que estaba a varios kilómetros de distancia?... ¿En qué se basaba para esperar que seguiría haciendo buen tiempo hasta que aquellos tripulantes llegaran a su barco?... Se ha informado que, en el momento en que estos hombres desembarcaron del Stephano, amenazaba mal tiempo. Caía una ligera nevada y el cielo estaba negro, anunciando una tempestad inminente. ¿Es esto cierto? La investigación lo dirá".
En las investigaciones (porque fueron dos) los sobrevivientes culparon abiertamente a Abe Kean. También culparon a Tuff por no haber hecho con el viejo capitán Kean los arreglos necesarios para que los recogieran a bordo.
En el banquillo de los acusados Abe Kean asumió una actitud de santa indignación y su relato fue totalmente distinto de cuanto dijeron los cazadores de focas. Insistió en que había tomado medidas y dado instrucciones, lo que contradijeron casi todos los demás testigos. Negó todas las acusaciones y declaró que su único error había sido de compasión, es decir, el haber recibido a bordo a los tripulantes del Newfoundland y haberles dado de comer. Si no hubiera hecho caso de ellos, afirmó, se habrían vuelto a su buque por propia cuenta y habrían llegado a bordo a buena hora.
De los tres comisionados que rindieron informe sobre el desastre, dos declararon que el capitán Abram Kean había cometido "un grave error de juicio" al hacer desembarcar a los hombres en el hielo al comienzo de una fuerte borrasca.
El tercer comisionado estuvo en desacuerdo y dijo que nada habría podido evitar el desastre, sobrevenido "por causa de fuerza mayor".
El único resultado de importancia que se obtuvo de la investigación fue una enmienda a la ley relativa a la caza de focas, en virtud de la cual en adelante todos los buques estarían obligados a llevar telegrafía sin hilos. El "Fondo permanente de desastres marinos", que fue otra consecuencia de la catástrofe, pagó una miseria a los sobrevivientes baldados y a las viudas y huérfanos. Fuera de esto, las empresas que habían enviado a tantos hombres a la muerte no fueron condenadas a pagar ni un solo céntimo por daños y perjuicios.
Muchos tripulantes del Stephano no quisieron volver a embarcarse jamás con el capitán Abe, pero el episodio no arruinó la carrera del Viejo. Después del desastre siguió cazando focas durante 20 años, y en 1934 lo condecoraron con la Orden del Imperio Británico por haber matado un millón de ellas: más que cualquier otro cazador en la historia.
LA MAYORÍA de los 55 sobrevivientes quedaron más o menos baldados de por vida, pero muchos volvieron a hacerse a la mar y algunos regresaron a los hielos. George Tuff siguió cazando focas durante diez años más, hasta que, como decía su mujer, "se gastó como una máquina vieja" y se jubiló. Wes Kean llegó a sobresalir como capitán de rompehielos y de buques de vapor. Murió en Long Island (Nueva York) en enero de 1974.
Cecil Mouland recuerda claramente cómo fue su regreso a casa : "El día que llegamos a puerto, Jessie no quiso salir a recibirme al muelle. Seguramente temía hacer una escena en público, llorando y lamentándose. De manera que tomé mi maleta y me fui a casa de mi madre. Allí estaba Jessie con todos los demás".
"Todo el mundo lloraba. Les habían dicho que yo había muerto, y cuando supieron que vivía, el golpe fue demasiado para ellos... Y yo les dije: ¡A callar todos! No más lágrimas. Hoy es un día de alegría".
Muchos han sido los días de alegría para Cecil Mouland de entonces acá. Él y Jessie se casaron en el otoño de 1915. En su viaje de bodas, recorriendo en un vapor la costa norte de la bahía Bonavista. Los habitantes de las comunidades por donde pasaban salían a darles la bienvenida disparando armas de fuego, pues su historia de amor y el heroísmo de Cecil sobre los hielos eran bien conocidos en toda aquella costa.
Vivieron felices hasta la muerte de Jessie, ocurrida en 1969. Hoy, en 1a ancianidad, Cecil Mouland vuelve el pensamiento a aquellos dos días y noches terribles, y recuerda con profundo agradecimiento la sabiduría del consejo de su abuelo y la oportuna posesión de aquellos trozos de tabaco de mascar.
"DEATH ON THE ICE", © 1972 POR CASSIE BROWN Y HAROLD HORWOOD.
ILUSTRACIONES: TOM BJARNASON