AVENTURA INESPERADA (Corín Tellado)
Publicado en
diciembre 08, 2022
Todos los personajes y entidades privadas que aparecen en esta novela, así como las situaciones de la misma, son fruto exclusivamente de la imaginación del autor, por lo que cualquier semejanza con personajes, entidades o hechos pasados o actuales, será simple coincidencia.
ARGUMENTO
¿Vencerá su amor todas las dificultades?
Anne siente que tiene el mundo bajo sus pies. Vive ajena a los sufrimientos de quienes la rodean, y no muestra ni una pizca de sensibilidad. No hay nada que se le ponga por delante y siempre consigue lo que quiere, ante la preocupada mirada de sus padres, que no saben qué hacer con esa chica altiva y orgullosa. Algo inesperado cambia su vida bruscamente...
Esta historia se desarrolla en una familia rica y aristocrática, en un ambiente de lujo y poder, a caballo entre Londres y Nueva York.
CAPÍTULO I
—Querida Jane, no estoy distraído. Te escucho, pero... ¿Por qué? ¿Otro capricho? Estimo que en vez de ayudarla, lo que tenías que hacer era apoyar mi negativa. ¿Qué se le perdió a tu hija en Nueva York?
—No seas injusto, Leonard; Anne desea ver a su abuela.
—Hemos pasado juntos las Navidades, querida Jane, no hace de ello ni cuatro meses. Fui a buscar a tu madre en mi avioneta particular y la traje a Londres.
—Querido...
Lord Beresford hizo un gesto de impaciencia y fue a sentarse junto a su esposa.
—Jane, reconoce conmigo que Anne es una caprichosa.
—Tiene veinte años, Leonard.
—A esa edad tú estabas casada conmigo, ¿recuerdas?
—Eran otros tiempos, Leo.
—Los tiempos para el sentido común, son siempre iguales, querida mía. Nuestro hijo Gerald nunca perdió su buen sentido.
—No compares. Gerald tiene veintisiete años.
—Y Anne siempre será una criatura caprichosa y consentida.
—Bueno —se dolió la dama—, ya veo que no estás dispuesto a permitirla ese viaje a Nueva York.
—Cuando vosotras las mujeres os empeñáis —apuntó cansado, echando la cabeza hacia atrás y entrecerrando los ojos— es inútil disuadiros. Pero... reconoce conmigo que ese es un nuevo capricho de tu hija.
—¿Le das tu permiso?
—¡Pchs! ¿Qué puedo hacer si te conviertes en su aliada? Pero escucha, Jane, no olvides esto. Anne es una muchacha frívola y consentida. Altiva, desdeñosa. Para ella las miserias humanas carecen de importancia.
—Reconoce que tiene muy pocos años, que aún no sabe lo que es el dolor. La hemos educado como si fuera una princesa destinada a un trono.
—Eso es, y lo peor es que ella se lo ha creído.
—Es una rica heredera —adujo la esposa—. No te extrañe, pues, que sea como es.
—También tú eras una rica heredera y yo me enamoré de tu sencillez.
—No podemos esperar que todos los seres de este mundo sean iguales.
—En efecto, pero sí podemos esperar que se parezcan en ciertas cosas, que en vez de rebajar al ser humano, lo enaltecen. Le he presentado a Anne todos los muchachos importantes de la Corte. A todos pone tachas. Me pregunto dónde podrá Anne hallar al hombre que la guste, la convenga y la ame.
—Leonard, querido, aún es pronto.
—¿Y también es pronto para sus coqueteos?
—Querido...
—Es una coqueta, una soberbia, una...
—Mamá. ¿Dónde estás? —preguntó una voz femenina.
—Por favor, Leonard —pidió la esposa oprimiendo la mano de su marido—, no regañes mucho con ella.
—Para el caso que me hace...
—¿Dónde estás, mamá?
—Pasa, Anne —dijo la madre suavemente.
La joven entró en la biblioteca. Era una muchacha de estatura más bien alta, esbelta como un junco, de pelo rubio, con unos ojos azules grandes, rasgados, preciosos. Muy bien vestida, muy a la orden del día, muy dinámica, Anne Beresford atravesó la estancia, besó a sus padres y con un suspiro se dejó caer frente a ellos.
—¿Contra quién conspiráis?
Lord Beresford encendió un habano y lo mordisqueó nerviosamente.
—Papá —dijo la joven—, ¿qué hay de mi viaje?
—De eso estábamos hablando, Anne —intervino la madre.
—¿Sí? ¿Cuándo puedo marchar?
—¿Y por qué lo deseas?
—Papá —se creció la muchacha—, porque deseo hacer un viaje. ¿No es suficiente razón?
—Por lo visto consideras que todo cuanto tú deseas puedes hacerlo.
—Naturalmente. Empiezo a aburrirme en Londres.
—Cásate.
—¿Qué? ¿Has oído, mamá?
—Tu madre lo oyó. ¿No te atrae el matrimonio?
—Por Dios, papá, no seas absurdo.
—¡Anne!
—¿Qué ocurre, mamá?
—Más respeto a tu padre.
El caballero se puso en pie y dejó la estancia sin decir palabra. Iba malhumorado.
Anne se echó a reír y, con indiferencia altiva, exclamó:
—Está chapado a la antigua.
* * *
Lady Beresford se agitó en la poltrona. Se diría que en aquel instante, de buen grado hubiera abofeteado a su hija.
—Anne —exclamó—, tu padre no está chapado a la antigua, lo que ocurre es que no soporta tu altivez. Tú lo tachas de anticuado, y, no obstante, tu comportamiento como persona es soberbio, desdeñoso, como una dama del siglo pasado.
—Soy quien soy, ¿no?
—¿Y nosotros? ¿Qué somos nosotros?
—Bueno, mis padres. Pero no os comprendo.
—¿A quién comprendes tú que te contraríe?
—Mamá, por favor...
—Escucha. Anne. Quien no te comprende soy yo a ti. Por más que hago no lo consigo. ¿Y sabes por qué? Porque tampoco tú te comprendes a ti misma.
—Por Dios, mamá...
—No terminé. Vives en un mundo distinto, o tú crees, al menos que para ti lo es. Consideras que todos los seres de este mundo, incluyendo a tus numerosos pretendientes, han de ser vasallos tuyos. A veces pienso si has soñado alguna vez ser la heroína de una novela por entregas y te lo has creído.
—Mamá...
—Déjame terminar. Tu doncella es para ti un pobre gusanito inmundo, que despides, riñes, la admites de nuevo haciéndola un gran favor, y jamás te has detenido a pensar que es un ser humano como tú y yo.
—Naturalmente que lo he creído —protestó la joven—. Pero no olvido que es mi doncella.
—Y por serlo la pobre, tiene el deber de postrarse a tus pies.
—Naturalmente.
—¡¡Anne!!
—Bueno, mamá. Si yo soy quien soy, y ella es quien es, ¿por qué hemos de consideramos iguales?
—Porque todos somos hijos del mismo Dios.
—Mamá, no empieces ya.
—Anne, un día tendrás que recibir el escarmiento, y lo peor será que tendremos que sufrirlo también quienes te rodeamos.
—¿Has terminado, mamá? Yo os pedí que me dejarais pasar una temporada con la abuela, pero no os pedí un sermón a destiempo.
—Estoy pensando que tu padre tiene razón.
—¿Y qué dice?
—Que debieras casarte y saber lo que es la fatiga y el sufrimiento. Porque aun con ser quien eres, el matrimonio es una dura experiencia y tendrías que soportarla.
—¿Casarme? Ni que estuviera loca, mamá. ¿Me dais vuestro permiso para ir a Nueva York, o no me lo dais? De eso se trata únicamente.
—Tendrás que hablar de nuevo con tu padre, y procura no llamarlo absurdo. Tu padre es un hombre maravilloso. Procura encontrar en la vida un hombre como él.
—Cuando decida casarme, que no será tan pronto como tú crees.
—Hija mía, antes mencioné a tu doncella y me quedó por decir que a todos los seres que te rodean los avasallas. No pretenderás avasallar también a tu padre.
—Por supuesto que no avasallo a nadie. Hemos vivido en épocas diferentes. Cada uno debe conformarse con lo que es.
—¿Y quién crees tú, que es tu padre?
—Mi padre es una personalidad en la nación, y yo vuestra hija, por supuesto.
—De acuerdo. Mas pareces olvidar que además de ser una personalidad es un ser humano.
—Querida mamá...
—Querida Anne, no puedo decidir tu viaje. Ve a ver a tu padre a la City. Habla con él. Yo... no pienso estar presente, si es que te decides a esperar que regrese.
—¿No me echas una mano?
—Por supuesto que no.
—Mamá, ¿qué os hice para que os pongáis así?
—No se trata de nada determinado. Simplemente de tu modo de ser, que piensas que por ser tú, tienes derecho a todo.
—Es lógico, ¿no?
—Naturalmente que no. ¿Sabes una cosa, Anne? Nunca has recibido una contrariedad. Si un día la recibes, ¿qué ocurrirá?
—No la recibiré —rio poniéndose en pie y yendo hacia el ventanal—. Yo no soy mujer para las contrariedades. He venido a esta vida para satisfacer todos mis deseos.
—¡¡Anne!!
—¿Por qué te pones así mamá?
—Porque estás escupiendo al cielo y temo que te caiga en la cara.
—¡Bah!
—¿No temes a Dios, hija mía?
—No se trata de eso, mamá. Dios no tiene por qué castigarme. Nunca le hice daño. A los seres humanos no los temo. ¿Dices —añadió tras rápida transición, dejando a su madre estupefacta— que papá estará en las oficinas de la City?
—Sí. Pero te advierto que si no se lo pides humildemente, te quedarás sin viaje.
—Sé cómo conseguir las cosas de papá.
* * *
—Prepara mi traje azul, Mary —ordenó fríamente.
La doncella, que ya la conocía, se apresuró a obedecer.
—¿Terminas, Mary?
—Sí, sí..., sí señorita.
—Vamos, aprisa.
La ayudó a vestirse. Cuando salió, Mary aspiró hondo. La doncella de Milady asomó por la rendija de la puerta.
—Estás temblando, criatura —dijo desdeñosa.
—Es así...
—Márchate. ¿Sabes cuántas doncellas se marcharon de esta casa desde que ella regresó del pensionado? —sacó un cuaderno del bolsillo y lo ojeó—. Doscientas. ¿Qué te parece? Un buen récord, ¿eh?
—¡Oh!
—Tú eres muy tonta. Milady es una gran dama. Da gusto servirla, pero a esa...
—Es hija de ellos.
—No lo dudo, niña —rezongó la doncella de Milady—. Pero no se parece en nada a sus padres, ni siquiera al señorito Gerald.
—Esa no depondrá jamás su soberbia —dijo Mary tímidamente.
Anne, ajena a los comentarios de las dos doncellas, cuyo significado, la verdad, la tenía muy sin cuidado, llegó al garaje y pidió su coche.
Vivían en una avenida residencial, en un palacio de ensueño. En el garaje había tres chóferes y un mecánico. Al verla aparecer elegantemente vestida, dispuesta para salir, los cuatro hombres se pusieron firmes.
—¿Mi coche?
El chófer de la señorita se menguó.
—Estoy limpiándolo, señorita Anne —dijo tímidamente.
Era un hombre alto y fuerte, de espléndida talla y parecía natural que frente a la joven se convirtiera en un pobre hombre. Ella lo miró desdeñosa y exclamó:
—Lléveme usted en el de Milady. Tengo prisa.
Uno de los hombres que permanecían allí, firme y callado, dio un paso al frente.
—Tendré que llevarla yo, señorita —dijo humildemente—. Soy el chófer de Milady.
—Cualquiera de ustedes. No me importa. Vamos, pronto.
Cuando el otro se alejó, los tres hombres se miraron.
—¡Estúpida! —gritó el mecánico.
—Es tan bella.
—Aunque fuera una Venus, demonio —replicó su chófer, que ya no parecía tan humilde ni tan menguado—. Al fin y al cabo todos somos humanos, ¿no?
—Para esa la Humanidad está de más.
—Ojalá la azote la vida. Entonces sabrá lo que es.
—A ciertas mujeres poderosas, que tuvieron la suerte de nacer en cunas de oro, la vida no las azota jamás.
—Sí, posiblemente. Por eso me dan cien patadas en el estómago cuando pienso cómo fue el mundo organizado, y cómo se organiza ahora. Puaf. A vuestro trabajo, muchachos.
* * *
Tropezó con Gerald a la entrad de las grandes oficinas.
—¿Está papá?
—En una reunión. No podrás verlo ahora.
—Tendré que verlo.
—Ahora no.
—Hasta luego, Gerald.
Este la asió por un brazo.
—Te digo que no, Anne. Papá preside una reunión muy importante. Los periodistas están ahí fuera, esperando...
—No me interesa. Papá tendrá que escucharme.
La mano de Gerald apretó fuertemente el brazo de su hermana.
—No pensarás que esto es una broma, ¿eh? Se trata, ya te lo digo, de algo muy importante.
—Tengo que decirle a papá que mañana me voy a Nueva York.
—Si lo interrumpes para decirle eso, no conseguirás tu deseado viaje a Nueva York, te lo advierto. —Tiró de ella—. Ven a tomar algo conmigo. Quedé con papá en que me buscaría en el bar.
—No.
—Pero, Anne...
—¿No te digo que deseo verlo ahora mismo?
—Eso es. Y puesto que lo deseas, no puedes esperar.
—Ya sabes que de esperas yo no entiendo.
El hermano no soltó el brazo. La miró un instante.
—Oye, Anne, me estoy preguntando qué será de ti si un día tropiezas con una persona dispuesta a oponerse a tus caprichos. Alguien que te frene.
—¿A mí?
—Por supuesto.
—Vamos —rio desdeñosa—, no seas absurdo. A mí no habrá nadie que consiga doblegarme.
—El amor, ¿no?
—Amor..., ¿y qué es eso?
—Yo lo sé. Estoy enamorado. Te advierto que es algo... sublime.
—Eres un sentimental.
—Como gustes. Hasta que te enamores, no sabrás lo que es la obediencia, la sumisión, la ternura, la felicidad.
—Antes que ser tan cursi —desdeñó— prefiero morir.
—Cómo escupes al cielo. Un día te caerá en la cara.
—También lo dice mamá. Bueno, suelta mi brazo, o te llevo a rastras conmigo.
La soltó.
—Allá tú, ¿eh? Ten por seguro que si interrumpes la reunión, papá no te permitirá ir jamás a Nueva York. Esto ya es cuestión de conciencia. Si vas...
—Iré.
—No me extrañaría nada que papá te despidiera delante de sus socios. Y no sería nada elegante. Reflexiona un momento. Recuerda la última vez que lo interrumpiste...
Ella dio un paso al frente sin hacerle caso. En aquel instante los periodistas rodearon a los señores que salían. Entre un grupo de estos vieron a su padre y se dirigieron hacia él.
—Papá...
—Anne, ¿qué haces aquí?
—He venido a verte.
—Vamos, pues.
La asió del brazo y salieron juntos. Gerald se les reunió y dijo al oído de su hermana:
—Has tenido suerte que la reunión terminaba. De lo contrario no te hubieras salido con la tuya.
—¿De qué se trata, Anne?
—De mi viaje a Nueva York.
—¡Ah!
—¿Me das tu permiso?
—¿Y por qué? ¿Qué deseas hacer en Nueva York?
—Cambiar de ambiente. Le prometí a la abuelita que iría a verla esta primavera.
—Está bien.
—Pero ¿la dejas, papá?
El caballero miró a su hijo. El auto corría calle abajo, y los tres en su interior guardaron silencio por espacio de varios minutos.
—No me gusta enfrentarme con tu hermana, Gerald —dijo de pronto el caballero—. A decir verdad, me molesta contrariar a las mujeres.
—Así consentís vosotros a Anne.
—La vida se encargará de enseñarla algunas cosas que a nosotros se nos olvidan. ¿No es cierto, Anne? —preguntó un sí no es burlón.
La joven se alzó de hombros.
—Todo lo sé.
—¡Oh! ¿Has oído, papá?
—Naturalmente. Ojalá sea así.
—¿Sabes por qué desea marchar, papá?
—Tú qué sabes, Gerald.
—Yo sé, Anne. Frecuento los mismos lugares que tú y sé que el hijo de lord Clement, Raymond Clement, te pretende. Y tú deseas quitártelo de en medio del mejor modo posible.
El caballero se interesó.
—Ray es un buen partido, Anne.
—No me interesa, papá. Pero no le hagas caso a Gerald. No se trata de eso. ¿Puedo salir en el avión de esta noche?
—Como quieras.
—Papá, no debías dejarla.
—Naturalmente que la dejo. Allá ella y su abuela.
Anne miró a su hermano y sonrió burlonamente, como diciendo: «¿Lo ves? ¿Te das cuenta cómo no hay nada ni nadie que se me resista?».
II
Un montón de periódicos yacían sobre la mesa de centro. En un rincón del salón, lady Beresford sollozaba. No lejos de ella, Gerald y su prometida contemplaban absortos el cuadro formado por su madre, los periódicos y lord Beresford, quien paseaba la estancia de un lado a otro, muy pálido, las manos crispadas tras la espalda y un brillo de lágrimas en sus ojos.
—Papá —susurró Gerald—, detente ya, por favor.
—No puedo, hijo mío —miró a su esposa y de súbito fue hacia ella, la besó en la frente y la acarició el pelo—. Jane, no llores más. Hay cosas que Dios ordena así...
—Es nuestra hija, Leonard.
—Sí, querida. Es nuestra hija, o era nuestra hija. ¿Qué podemos hacer para evitar este desastre?
—Ella se empeñó —intervino Gerald—. Se diría que iba hacia la muerte sin remisión.
—Cállate, Gerald —ordenó el caballero—. No agites más a tu madre.
—Perdona.
La dama alzó el rostro bañado por las lágrimas y preguntó con acento tembloroso:
—¿No hay esperanzas, Leonard? ¿Es que no queda ni la más pequeña?
—Nada, por desgracia. No hubo supervivientes. Se cree que el avión cayó al mar. No hay restos de él.
—¡Dios mío!
—Ha sido en un lugar tan extraño —añadió el caballero derrumbándose en una butaca junto a su esposa y asiendo cariñoso la mano de esta— que no queda ni la más leve esperanza de hallar los restos del avión y los pasajeros. No ha muerto solo nuestra hija, Jane. Han muerto muchas personas más.
La dama ocultó el rostro entre las manos y sollozó desgarradoramente. Lord Beresford, tan personal, tan dueño de sí mismo, tan masculino, y, sin embargo, hubo de llevar el pañuelo a los ojos para secar las lágrimas que afluían a ellos.
—Papá —dijo de pronto Gerald— ¿y si fuéramos nosotros a volar por esos lugares con nuestra avioneta?
—Hijo mío, lo que no hicieron los técnicos en la materia, no podemos hacerlo nosotros. No hubo supervivientes. Lee todos los artículos de la Prensa. Han volado sobre el lugar donde se cree ocurrió el accidente, durante tres días. No hay ni rastro. Y aunque hubiera supervivientes los hubiera tragado el agua.
—Pero... tal vez podamos ver algo.
—No se ve nada.
—Ve, Leonard —pidió la esposa con ansiedad—. Solo cuando tú me digas que no queda nada de Anne lo creeré.
—Querida..., es una búsqueda inútil. Ya te he dicho lo que me indicaron en la compañía. Has oído tú misma al director, has oído a los técnicos que volaron sobre el lugar...
—Sí, sí, pero tú no has ido.
Se puso en pie.
—Iré. No quisiera infundirte esperanza alguna. Pero puesto que lo deseas, iré. Vamos, Gerald.
Este besó a su madre y puso la mano en el pelo de su prometida.
—Marta, quédate a su lado. Nosotros tal vez no podamos regresar en todo el día de mañana. Habla con tus padres y diles que acompañas a mamá.
—Ve tranquilo, Gerald.
Los dos hombres se dirigieron al garaje.
—Es como un castigo del cielo, papá.
—No digas eso, Gerald.
—Es la verdad. La soberbia de Anne la empujó a salir en ese avión.
—Era su destino.
—¿Crees en verdad que no hay esperanzas?
—Ni una muy remota, hijo mío —dijo con desaliento—. Los técnicos aseguran que el avión, tras estrellarse junto a las rocas, cayó al mar y desapareció; No quedó de él ni una pequeña muestra. Fue en un lugar tremendo, peligrosísimo.
—¿Y cómo fue?
—No se sabe. Se supone que pretendió remontar la montaña. Calculó mal y se estrelló en ella, cayendo luego a la profundidad del abismo. No se incendió. Simplemente se hundió en las aguas. Y mi hija, mi pobre hija...
—Cállate, papá.
—Da orden al piloto que tenga la avioneta preparada. No llegaremos allí hasta el amanecer.
* * *
El gran palacio de los Beresford se hallaba lleno de gente. Lady Beresford no pudo salir aquella mañana de sus habitaciones y su esposo, su hijo y la prometida de este, recibieron a los amigos y conocidos que desfilaron por el palacio para dar el pésame.
Todos los periódicos, con grandes titulares, relataban lo que se suponía del accidente. Nombraban a los pasajeros. Entre ellos figuraba, en grandes caracteres, el nombre de Anne Beresford, hija del conocido aristócrata y financiero, lord Leonard Beresford y su esposa lady Jane.
Enumeraba las virtudes de la joven, sus preciosas cualidades y todas las cosas que se dicen de una persona fallecida, aunque haya sido un demonio de maldad.
Lady Beresford tenía los periódicos desplegados ante ella y los leía con las lágrimas nublando sus hermosos ojos. Su esposo penetró en la estancia.
—Jane —le dijo suavemente—, no te martirices más. Las cosas hay que tomarlas con resignación.
—Era nuestra hija.
—Sí, querida. Pero ha muerto.
—¿Y si no ha muerto, Leo, y anda perdida por esos lugares?
—Querida, ni lo pienses. El mecánico, el piloto, Gerald y yo, nos hemos jugado las vidas por hallarla. Hemos volado intensamente por las laderas de la montaña, incluso rozamos el agua y nos internamos por lugares verdaderamente abruptos y peligrosos. No hay rastro del avión ni de nadie.
—¡Dios mío, mi pobre hija!
—Recuerda que han muerto otros ochenta más.
—Ella era mi hija.
—No seas egoísta, Jane —dijo enérgico—. No olvides que en otros ochenta hogares lloran como tú.
—¡Oh, Leonard!
—Cálmate, querida.
—Si pudiera, Leo, si pudiera...
—Tienes que poder.
—No olvidaré a Anne jamás. Tan llena de vida, tan... bonita, tan joven... Ella que confiaba tanto en el futuro de su vida.
—Todos confiamos, querida Jane, y nos olvidamos de que la muerte puede sorprendemos en cualquier instante.
—Por favor, Leo, no aumentes más mi desesperación. Me siento...
—Sé cómo te sientes.
—¿De verdad no hay ni una pequeña esperanza? —preguntó de nuevo con voz trémula.
—Yo creo que no. De todos modos los técnicos reconocen el lugar en avión todos los días.
—¿Y por qué, Leo? ¿Por qué?
—¿Por qué, qué?
—¿Por qué tuvo que ocurrir ese accidente yendo mi hija en el avión?
—Porque era su destino.
—¡Dios mío, qué destino más cruel!
—Jane, tenemos la casa llena de gente —se impacientó el aristócrata—. Tengo que atenderlos.
—Ve, querido, y perdona que no pueda ayudarte. No estoy para nadie. Cuando llegue mamá de Nueva York que suba en seguida.
* * *
Un señor muy elegante, muy serio, hablaba con lord Beresford.
—Temo que no quede ya ni la más ligera esperanza.
—¿Cómo ha sido?
—No lo comprendemos. En la base de control no se oyó nada alarmante. Volaban bien a las quince horas. Se esperaba la última llamada a las veinte. No se oyó. No nos alarmamos. Suele ocurrir cuando los aviones remontan ese lugar. El lugar del accidente sin duda.
—¿Y si el accidente ocurrió en otro lugar y no en el que nosotros suponemos?
—No, no, milord. El accidente tuvo lugar en el sitio indicado, o sea, donde hemos dicho por donde usted voló durante horas interminables. ¿Qué podemos hacer nosotros? Aún tengo volando sobre el lugar los aviones de inspección. Ha sido horrible. Es la primera vez que no quedan restos del avión ni supervivientes.
—¿Y si se han engañado?
—No cabe duda alguna.
—Está usted muy seguro.
Ambos hablaban en un rincón del salón lejos de la gente que durante todo aquel día visitó a los aristócratas. El director de la Compañía hizo un gesto resuelto y extrajo de la cartera un papelito.
—Mire usted.
—¿Qué es eso? —y le tembló la voz a lord Beresford.
—Un trozo de la banda.
—¿Cómo?
—De la banda del avión. Esto fue hallado cerca del lugar donde suponemos se estrelló el avión. Estaba prendida entre las ramas.
—¡Dios del cielo!
—¿Comprende ahora?
—No podré decírselo a mi esposa. Ella querría tener una pequeña esperanza toda la vida.
—Pues sería mejor que se la desvaneciera. Vivir con una esperanza engañosa no es vivir.
—Ciertamente —se lamentó el caballero—. Pero la evidencia es horrible.
—¿Ve usted esto? —le mostró un papel—. Ochenta personas en total han perdido la vida en esta catástrofe. Aún me quedan muchos hogares por visitar. Hogares de los que han desaparecido personas importantes y queridas. Hombres de gran inteligencia, glorias de la patria. Periodistas de gran renombre. Uno de ellos muy importante para la nación. Hijos de familia, como la suya. Parejas que efectuaban su viaje de novios y se habían casado aquella mañana. Padres que iban a verse con sus hijos a Nueva York. Colegiales que regresaban del colegio definitivamente, y gozosos volvían a sus hogares... —hizo un gesto de impotencia—. Como ve, milord, todos lloran hoy como nosotros.
—Sí, lo comprendo. Pero ella, Anne era mi hija.
—Todos dirán igual cuando mis representantes los visiten.
—Ciertamente.
—Lo siento milord. He de dejarle. Le ruego que transmita mis respetos a Milady.
—Gracias.
* * *
—Mamá...
—Hija mía, no hay más remedio que resignarse —dijo la distinguida anciana, de rostro pálido y cabellos blancos—. Anne era tu hija... Pero hay otras muchas madres que lloran como tú. Hemos de ser humanos y piadosos para juzgar estas cosas.
—Pero ella, Anne, era la mía.
—Sí, si, hija sí.
Dominaba el deseo de llorar. Para ella Anne tenía muchos defectos, pero era su nieta preferida. Y si bien reconocía sus defectos, admitía que la culpa de aquellos no la tenía la joven, sino sus padres, que no la educaban bien.
Ella conocía a Anne como nadie. Sabía que bajo su soberbia había un gran corazón. Claro que este nadie supo hallarlo. Ella sí.
—Mamá...
—Deja de llorar, Jane —pidió enérgica—. ¿Acaso crees que yo no daría gritos de buena gana? Pero me contengo. Hay cosas que no tienen remedio; esta es una de ellas.
—Soy muy desgraciada, mamá. Mi única hija, mi pequeña Anne...
—Cálmate, hija mía, cálmate. Vas a conseguir que pierda el control de mis nervios.
Penetró en la estancia lord Beresford.
—Hola, hijo.
La besó en el pelo.
—¿No has conseguido aún que Jane se calme, mamá?
—Siempre fue demasiado sensible.
—Este caso hay que tomarlo tal como es. No tienes más remedio.
Volvió el rostro a un lado. En sus ojos de hombre brillaba una lágrima, pero la anciana hizo como que no la veía.
—No has tenido miedo a venir en avión —dijo lord Beresford, como si pretendiera alejar de la mente de su esposa lo ocurrido.
—Nunca hay dos accidentes seguidos, Leo —dijo la anciana comprendiéndolo—. Fue un viaje tranquilo.
—¿Qué tiempo hacía en Nueva York?
—Regular. Mejor aquí.
—¿Piensas estar con nosotros mucho tiempo?
—¡No sé cómo podéis hablar con esa indiferencia —gritó lady Jane— después de lo sucedido!
—Querida, hay que ser más razonable. Lo ocurrido ya no tiene remedio.
—Quisiera estar sola.
Lord Beresford asió a la anciana por el brazo.
—Vamos, mamá. Necesitas descansar. Estarás rendida.
—Sí.
Salieron juntos.
—Mamá...
—Llévame a mi aposento, Leo —y con ansia contenida—: Yo también necesito estar sola. Deseo llorar... —apretó los labios—. Ha sido horrible. Jane es demasiado egoísta en esto. Cree que solo ella siente el dolor.
* * *
—¿Qué lugar es ese? —preguntó obstinadamente por centésima vez en aquellos cuatro días, lady Beresford.
—No te angusties más, Jane —dijo su madre—. Sea el que sea... ya no tiene remedio.
—¿No podría haber supervivientes y estar perdidos por esos lugares angostos?
—Sí, mamá, podría pero no los hay.
—¿Y si los hubiera, Gerald?
Intervino el caballero:
—Nadie sabrá jamás lo ocurrido. Fue el accidente más extraño de cuantos ocurrieron en la historia de la aviación.
—No te pregunto eso, Leo —susurró con un hilo de voz—. Lo que digo es si habrá en ese lugar algún superviviente.
—Aunque lo hubiera —continuó de nuevo Gerald— no podría salvarse jamás. No es fácil volver a la civilización. Los bosques son inmensos y por el otro lado está el mar. Dentro de esos bosques y terrenos salvajes hay pantanos, mamá. ¿Te das cuenta? Tierras movedizas que tragarían a quienes intentaran cruzarlas.
—¡Gerald!
—Perdona, papá. Hay que desvanecer las esperanzas de mamá. Engañándola no conseguiremos nada.
Se hallaban los cuatro en el salón después de la comida. Agitados y silenciosos permanecieron unos instantes, después de las últimas palabras de Gerald.
Lady Beresford sollozaba ahogadamente. La anciana se cubría los labios. Lord Beresford se puso en pie y de pronto exclamó:
—¡No quiero oír hablar más de eso!
—Leonard, era nuestra hija.
—Y ya no existe —murmuró desolado—. Ya no existe, Jane, por mucho que te empeñes en lo contrario.
—Si hay mar, montes y tierras movedizas —susurró desesperadamente—, también puede haber lugares donde vivan los que salvaron la vida. Y el solo pensamiento de que Anne, tan personal, tan caprichosa, tan delicada, se vea en un trance así...
—No se verá, Jane —se impacientó su esposo—. Ha muerto como los demás. Métete eso en la cabeza.
—¿Y si se quedó allí sola?
—¡No!
—Gerald...
—No, mamá, no lo sueñes siquiera. Y si amabas a Anne, no la desees esa suerte.
—¡Dios mío!
—Es mejor mil veces que haya muerto a que haya quedado allí viva y sola.
—Por favor —intervino la anciana— que no se hable más de esto. Tengo que volver a Nueva York esta tarde, y prefiero creer que todos quedáis tranquilos.
—¿Tranquilos, mamá? —gritó la hija—. ¿Tranquilos después de lo ocurrido?
—Las cosas que manda Dios, Jane, hay que admitirlas con resignación. Te lo ruego, hija mía.
Se inclinó sobre ella y al besarla sus lágrimas se unieron.
—Estás llorando, mamá —susurró lady Beresford angustiada.
—Tú... —sorbió las lágrimas—. Tú... tienes la culpa, Jane.
—Perdóname.
—Prométeme que serás valiente.
—¡Dios mío!
—No me iré tranquila si no me lo prometes.
—Te lo prometo.
—Gracias, hija.
Por la tarde, cuando Gerald y lord Beresford despedían a la anciana en el aeropuerto, esta susurró:
—Leo..., ¿y si, en efecto, quedara Anne viva en ese lugar infernal?
—No, mamá. No digas eso...
—Te ruego, Leo, que de vez en cuando cojas tu avioneta y des una vuelta por ese lugar. Al parecer la Compañía ya ha desistido.
—Ayer fue el último día.
—No lo olvides tú.
—Es de todo punto imposible que alguien se salvara allí.
—Eso creemos, pero si ella...
—No, abuela —gritó Gerald aterrado—, no es posible que Dios dé tal castigo a nadie.
—Gerald —se asombró la dama—, ¿es que crees que tu hermana merecía un castigo?
—Uno sí, pero no tan horrible.
III
Carl Redding se hizo cargo de la situación en un Instante. Estaba habituado a ciertas cosas, había sido paracaidista durante la guerra, luchó en Corea y conocía el peligro y las situaciones críticas. Su cerebro, habituado a trabajar a velocidad supersónica, luchó en aquel instante tan breve, casi como un soplo, buscando una rápida solución. No era fácil hallarla. El rostro de la azafata les dijo a todos claramente que la situación era crítica. «Abróchense los cinturones. Vamos a tratar de amarar en el mar».
Carl miró hacia el fondo, Rocas, montes y un mar embravecido. Pensó con la velocidad del rayo: «Nunca podremos amarar en el mar. Antes se estrellará el avión».
En torno a él hubo gritos de temor. Él, como buen inglés, frío y calculador, no se puso el cinturón de seguridad. «Será una atadura inútil». «Silencio, silencio», impuso la azafata, pálida como un cadáver. Los pasajeros no la oían. Rígidos en el asiento, trataban de mantenerse serenos, si bien los gritos de los más impresionables produjeron un súbito desconcierto. El avión se agitaba. Tocaba tierra o mar, o lo que fuera. Carl se puso de un salto en pie, y sin mirar a parte alguna atravesó el avión y se lanzó al vacío. Tras él la azafata trató de contenerlo, pero Carl tenía apego a la vida y sabía lo que aquel desastre inminente sin duda alguna, podía significar. Era un nadador perfecto, había practicado todos los deportes. Fue escalador, patinador, alpinista, boxeador, nadador y hasta campeón de judo. Por tanto, aquel salto al vacío era para él algo muy vulgar y corriente. Por el aire pudo buscar una postura cómoda cuando el avión, produciendo un ruido ensordecedor, se estrellaba en las próximas rocas.
«Tengo que salvarlos», pensó Carl nadando fuertemente hacia el lugar donde el avión se deslizaba hacia el agua con todos los pasajeros dentro. Mas cuando llegaba al lugar del desastre, el avión se perdía entre las aguas. Carl, con desesperación suicida, buceó una y otra vez. Pudo sacar a un niño. Comprobó que estaba muerto. A un anciano. Igualmente estaba muerto. A una joven rubia, elegante, que también creyó muerta y depositó al lado del anciano y el niño. Ya no pudo hacer más por sus compañeros de viaje, puesto que el avión se había incrustado en el fondo, entre unas rocas. Era inútil intentar hacer algo por ellos.
«Veremos, pensó con su sangre fría habitual, lo que ahora puedo hacer por mí».
Nadó desesperadamente hacia las rocas y jadeante se sentó junto a los cadáveres. Alzó la mirada. «No es fácil, pensó, que lleguen a dar con este lugar. Tendré que ver la forma de salir de aquí. ¿Las rocas? ¿Escalarlas?».
No lo creía posible. Tal vez no fuera difícil escalarlas, pero sí llegar a un lugar civilizado.
Suspiró. Hacía frío. Se frotó las manos una y otra vez. La situación era crítica en extremo. Cierto que en cualquier otra ocasión de su vida se vio en situaciones difíciles. Como corresponsal de guerra en Corea, pasó lo suyo, pero... Posiblemente fuera aquella la primera vez que veía oscura la salvación.
—Bueno —se dijo en voz alta—, aquí no queda ni rastro. Tengo tres cadáveres en torno a mí. Tendría que enterrarlos o arrojarlos al mar, tendré asimismo que armarme de valor. No conozco estos parajes, pero... sí puedo observar que son peligrosos, y de los cuales no será nada fácil salir.
Percibió un gemido. Se puso en pie como impelido por un resorte.
—¡Cielos! —exclamó—. La joven parece vivir.
Se inclinó hacia ella. Frunció el ceño. ¿No era un rostro conocido? Rubia, muy hermosa...
—Demonio —susurró—, la hija de lord Beresford. Estamos listos. ¿Qué hago yo con esta mujer?
La muchacha empezaba a echar espuma por la boca y la nariz. Comprendió al momento. La levantó por los pies, la sacudió, luego la depositó en las rocas, la hizo la respiración artificial, y, rendido, la dejó tendida en las rocas como inerte.
Puesto en pie oteó el horizonte. Luego miró los bosques. «No conozco estos lugares mas será preciso que haga una incursión por aquí. Hay que armarse de valor y lograr salir de este laberinto».
Miró de nuevo los tres cuerpos que tenía tendidos juntos a sí. El chiquillo, de unos cinco años, estaba muerto. El anciano, inmóvil, despedía un hilillo de sangre por la boca y nariz.
—Horrible —susurró con amargura—. He pasado por momentos de verdadera desesperación, pero jamás me vi en un trance como este. Es preciso hacer algo.
Fieramente, con un valor indescriptible, cargó con el anciano y bajó de las agudas rocas. Atravesó el llano y buscó dónde enterrarlo. No era fácil. Carecía de herramientas. Disponía solo de sus manos. Depositó el cadáver en el suelo, sobre la húmeda tierra, a pocos metros del mar, y regresó por el niño. Al cabo de dos horas los dos yacían bajo la húmeda tierra.
* * *
—¿Qué hago yo con esta muchacha inconsciente? No puedo darla calor ni nada que la reanime.
Se quitó la chaqueta y la tapó. Ella vestía un rico abrigo de visón y estaba descalza. Sin duda perdió los zapatos al salir despedida del asiento. Lo que no se explicaba era cómo había podido salir a la superficie envuelta en el rico abrigo de pieles. Se alzó de hombros. No era momento para pensar en detalles.
Al fondo las rocas formaban como una especie de cueva. Se unían en la cúspide, formando un hueco oscuro y húmedo. La hierba junto a aquel lugar, lejos del mar, estaba seca y amarillenta. Arrancó alguna, la llevó a la cueva, y formó una especie de lecho. Regresó, cargó con el cuerpo de Anne Beresford. Sonrió. «Bonito espectáculo cuando abras los ojos, muchacha. Tus caprichos, tu... altivez...».
Se alzó de hombros. ¿Quién no conocía en Londres a la orgullosa joven?
«Veremos —pensó penetrando en la cueva— cómo salimos de aquí. No tengo ni idea. Aun si estuviera solo... Pero con esto...». La depositó sobre la hierba, la tapó con su chaqueta y salió de nuevo.
Por espacio de una hora recorrió el contorno. Muy pálido, el ceño fruncido, estático a veces, Carl Redding comprobó, al cabo de unos momentos de concentración, que la situación era más que crítica.
—Posiblemente —dijo con helada voz— hubiera sido mejor morir como los demás.
Al otro extremo de las rocas la tierra era pantanosa. Había un bosque al otro lado, pero para llegar a él era preciso hacerlo de árbol en árbol, dado que la tierra movediza ofrecía un peligro inminente. El mar al chocar contra las rocas producía un ruido ensordecedor, haciendo daño a los oídos. Vagó de un lado a otro. Buscó en sus bolsillos un cigarrillo. Maldita sea, ni eso. Estaban mojados. El mechero no funcionaba. Miró a lo alto. Empezaba a oscurecer.
—Tengo hambre —gritó—. Tengo sed y unos deseos locos de fumar.
Apretó los labios. Regresó poco a poco a las rocas. Por lo pronto allí no hacia frío. Aunque el hueco que formaban las dos rocas al unirse despedía humedad, el resguardo de las corrientes marinas producía cierto calorcillo. Se sentó a la entrada sobre una piedra y trató de meditar. No era fácil hallar una salida ni fácil esperar auxilio. Posiblemente buscaran el avión siniestrado en el agua. Jamás podrían hallarlos allí, porque por muy bajo que volaran los aviones enviados en su busca, los riscos y la abrupta vegetación impedían toda visibilidad del interior de aquel lugar salvaje y casi desconocido.
La joven se agitó. La miró un instante. Era muy bella. ¡Bah! En aquel momento de poco iba a servirle su belleza y su rango.
De súbito la muchacha se sentó sobre la hierba seca. Miró a un lado y a otro despavorida. Carl la contempló en silencio, esperando su reacción. No se dejó esperar demasiado. Anne trató de ponerse en pie, pero sus doloridos músculos se lo impidieron.
—¿Dónde..., dónde... estoy?
—En ningún salón de té —respondió Carl tranquilamente.
—¿Quién..., quién es usted?
Carl no se movió. Sentado sobre la piedra de cara a ella, esbozó una sonrisa.
—Hemos sufrido un accidente —dijo con su voz varonil, profunda y personal—. Usted y yo somos los únicos supervivientes.
—¿Y no pasó aviso a mi casa?
—Si, cómo no. Les llegará el cable dentro de irnos instantes.
—¡Ah!
Carl se echó a reír. En medio de su tragedia, la pretensión de la joven le causó cierta hilaridad.
—¿Por qué se ríe usted?
—Permítame que me presente —dijo—. Soy Carl Redding.
—No lo conozco —dijo ella desdeñosa—. ¿Qué ha pasado que no puedo moverme?
—Consecuencias de la respiración artificial.
Ella parpadeó.
—¿Quién me... me...?
—Yo.
—¿Usted? —y vibró de rabia.
Carl se puso en pie y sin hacerle caso salió de la cueva y buscó con la mirada un lugar en el cielo por donde escapar.
«Solo por el cielo o el infierno podremos escapamos —pensó—. Por la tierra y por el mar lo veo difícil».
* * *
Regresó una hora después. Buscó a la muchacha. Estaba tendida en la hierba, buscando el calor de su chaqueta y parecía profundamente dormida.
—Mejor para ella —pensó—. Aún no se hizo cargo de la situación. Posiblemente me llame cretino cuando se la dé. Mejor hubiera sido para los dos morir con los demás, aun teniendo que sufrir tan terrible muerte y agonía. Bueno, paciencia.
Rendida por el cansancio y la fatiga, Anne, aun sin comprender lo ocurrido, dormía felizmente. Carl se sentó al otro lado, extendió la hierba y se tumbó en ella. Al hacerlo, del bolsillo de la camisa salieron los cigarrillos. Se habían secado ya. El mechero dio chispa. Encendió uno y fumó con placer infinito. Todo le pareció más fácil. Tal vez pudieran salir de allí al día siguiente. Iban demasiadas personalidades en el avión para que la Compañía y las familias de las víctimas los olvidaran en aquel lugar.
Despertó al amanecer. De golpe recordó todo lo ocurrido y a su pesar se estremeció. La muchacha aún dormía. Carl lanzó sobre ella una breve mirada y salió casi corriendo, buscando algo en el cielo. Con el ruido del mar, el avión que volaba sobre ellos apenas si se oía. Carl se quitó la camisa y la blandió en el aire. Durante horas estuvo allí, agitando la camisa. Subió a las rocas y se encaramó en el pico más alto. Empresa vana. No era fácil que lo vieran. Las rocas, formando caprichosos montículos e infinitas y gigantescas aristas, confundían la figura masculina que desesperadamente agitaba la blanca camisa. Después el avión se alejó perdiéndose en la lejanía.
—Oiga, oiga. ¿Dónde está usted? —gritaba Anne en aquel instante desde la boca de la cueva.
Carl, sin responder, descendió. Se quedó plantado ante ella con el tórax desnudo, firme y estático.
—¿Han venido a buscarme? —preguntó ella anhelante.
Carl la contempló un instante. Como buen inglés se mantuvo firme e inmóvil. Pensó que aquella niña, de quien hablaban todas las revistas de moda, debía pensar que estaban viviendo una aventura novelesca. Tendría que hablarle claramente.
—¿No hay nada para comer? —preguntó la joven sin esperar respuesta.
Carl pasó ante ella y se sentó en la hierba. Extrajo los cigarrillos manchados de nicotina y la ofreció:
—¿Fuma?
—¿Eso?
—Es lo único que tengo, lo siento.
Encendió uno.
—Oiga, le hice dos preguntas.
Carl expelió una gran bocanada. Fumó con placer.
—Para las cuales —dijo tranquilamente— no tengo respuesta.
—Le pregunté —dijo ella airada— si no han venido a buscarme aún.
—Sí.
—¿Y qué hace usted que no les dice que estoy aquí?
—Vaya usted y dígaselo. Tal vez por tratarse de una dama le hagan más caso que a mí.
—No me interesan sus humoradas, mister...
—Redding —cortó él—: Y no son humoradas, miss Beresford.
—¡Ah! Me conoce usted.
—Por supuesto. No hay en Landres quien no la conozca.
—¿Y qué hace que no me saca de aquí?
Carl levantó indiferente la mirada.
—¿Por ser usted?
—Naturalmente.
—Temo que aquí su influencia no le sirva de nada.
—Le exijo más respeto.
Carl esbozó una tibia sonrisa. Aquella jovencita maleducada debía pensar que él era poco menos que uno de sus sumisos lacayos. La dejó en la creencia. Pero no se movió.
—Oiga, tengo hambre y sed, y deseo asearme.
—Pues pida que le traigan su desayuno.
—Me está usted faltando al respeto.
Carl se cansó de aquel juego de palabras inútil. Pero no se molestó en responder. De hacerlo tendría que propinarle una bofetada y por muy mal educado que estuviera, y por muy hombre que fuera al mismo tiempo, no tenía deseo alguno de enfrentarse con ella. La situación no era, ni mucho menos, para tomarla a broma. Salió y la dejó con la palabra en la boca.
* * *
De la cueva formada por las rocas hasta el agua en el fondo de la cual se había perdido el avión, había unas rocas tan altas, que protegían del frío y de la lluvia, e incluso de la espuma del mar que se estrellaba contra las rocas situadas en lo alto.
Allí se detuvo Carl de espaldas a ella, con el tórax descubierto, abiertas las piernas y con un cigarrillo en la boca.
—Óigame...
—No se moleste, mis Beresford —dijo sin volverse—. Hágase cargo de la situación y tenga valor para enfrentarla. Estamos... —se volvió lentamente hacia ella— perdidos aquí. ¡Aquí, entre este maldito laberinto del que no es posible salir, a menos que nos busquen con linterna!
—¿Qué dice?
Y Carl sintió a su pesar, cierta piedad.
—¿Qué dice usted?
—Que baje de las nubes. Se salvó usted por milagro. La verdad —añadió fríamente—, la saqué del agua creyendo que estaba usted muerta. Posiblemente de haber sabido que estaba viva, no la hubiera sacado.
—¿Qué dice?
—¿Es usted sorda?
—No puedo admitir que se burle usted de mí.
—Ojalá pudiera burlarme. Pero no estoy en situación de hacerlo. Ni sería correcto ni humano.
Anne, que aún no había comprendido del todo, pero que vislumbraba un gran peligro, dio un paso hacia adelante, apretó el visón en torno a su cuerpo y se estremeció.
—Mister...
—Redding. Pero si la resulta más fácil puede llamarme Carl.
—Óigame... —aspiró hondo—. No acabo de comprender...
—Se lo explicaré en breves palabras. Mientras usted descansaba, di unas vueltas por estos lugares rocosos —extendió el brazo señalando los abruptos picos que los rodeaban—. No es nada fácil salir de aquí, a menos que vengan a buscamos por este lado —y señaló el cielo—. Ya han venido y se fueron sin vemos.
—Usted —gritó ella perdiendo el control de sus nervios— tendrá que sacarme de aquí, puesto que fue usted quien me trajo. O si no, lléveme al avión.
—¿Sí? —rio a su pesar—. ¿Sabe usted dónde está el avión? Allí —y extendió el dedo hacia el fondo del agua—. Y aquí, cerca de sus pies, la tumba de los dos cadáveres que pude rescatar.
—¡No, no! ¡No! —gritó tapándose el rostro con las manos.
—Trate de tranquilizarse —pidió él sin ninguna convicción—. De nada la servirá desesperarse. Estamos solos, perdidos en este maldito bosque. Tenemos hambre y no hay comida, sed, y no hay agua, frío y no hay ropa.
—¡Cállese!
—Perdone. No trato más que de retratarle la realidad —dio un paso al frente—. Permítame que busque algo de comer.
—¡No se vaya!
—Volveré. No tema. Por aquí... —y su voz se enronqueció— no se puede escapar aunque uno quiera.
IV
Durante todo el día, Carl Redding entró y salió de la cueva sin mirar apenas a la joven, quien, sentada en la hierba de la entrada, parecía absorta, muy lejos de allí, sumida en dolorosas reflexiones. Indudablemente, ya conocía la situación, y esta, lejos de apaciguar su orgullo, lo acrecentaba sin medida. Desde primera hora, dos aviones volaron sobre ellos durante toda la mañana. Carl, sobre la roca, con la camisa blanca haciendo de bandera, estuvo una hora y pico, al cabo de la cual descendió y ya no volvió a preocuparse de los aviones que volaban sobre ellos y se alejaban sin verlos.
Anne ni siquiera se movió. Se diría que de pronto toda su energía se había derrumbado. Veía a Carl entrar y salir y no sabía lo que hacía. Al mediodía, cuando caía el sol a plomo, Carl llegó y puso ante ella unas frutas silvestres.
—Por ahora —dijo es lo único que puedo ofrecerle—. Coma si tiene apetito.
No contestó. Carl salió de nuevo.
Ella tenía un hambre feroz. Su orgullo en aquel instante no significaba nada. Comió las frutas o las devoró, porque a los pocos momentos no tenía ni una siquiera.
Se quedó inmóvil donde estaba. Al instante los aviones volaron sobre ellos nuevamente. Así durante tres días. Ella se mantuvo en un mutismo ofensivo, violento, pero a Carl le tuvo muy sin cuidado. Trabajaba sin descanso. Más inteligente que ella y más experimentado en situaciones de peligro, decidió trabajar, buscando la forma de vivir mejor, dentro de lo que la apremiante y difícil situación se lo exigía.
Al quinto día los aviones no aparecieron, y Carl decidió enfrentarse con la muda joven que comía las frutas que él la traía, y distante y ceñuda lo miraba rencorosa.
—Bueno —dijo apareciendo tras ella—, hice algunos descubrimientos.
Anne no respondió. Carl, con los pantalones arremangados, el tórax descubierto y el pelo enmarañado, se plantó ante ella y la miró fijamente.
—En primer lugar he descubierto que no moriremos de hambre.
Tampoco Anne respondió. Sentada en una piedra, miraba al suelo obstinadamente. Se diría que estaba sorda. Carl no se inmutó.
Era un hombre corriente y vulgar. Ni alto ni demasiado bajo. Un hombre sencillo, pero con una personalidad extraordinaria, de lo que ya se había dado cuenta la joven nada más abrir los ojos. Tenía el pelo negro, encanecido en los aladares. Los ojos grises y penetrantes, y contaría a lo sumo treinta y dos o treinta y tres años, aunque las arrugas que se formaban en torno a sus ojos le daban aspecto de más edad.
—Hay caza en los bosques —dijo inmutable—. Tengo buena puntería. Dispongo de piedras, como arma mortífera. Hay peces en el mar y cuando cese la marejada puedo bucear y sacar ropas del avión...
Esperó una respuesta. Anne no se movió ni alzó los ojos para mirarlo.
—Bien, necesito su ayuda. La he visto muchas veces retratada en las revistas de modas. Es usted una buena nadadora. Tendría que colaborar conmigo si desea sobrevivir —y un sí es no irónico añadió—: Siento que aquí no tenga criados.
Ella se dignó alzar los ojos. La mirada que dejó caer sobre él fue más que despectiva, desdeñosa.
—Lo siento, miss Beresford. Esperar que los aviones nos vean, es soñar con imposibles. Hice todo lo que humanamente se puede hacer. Posiblemente ya no vuelvan. Hemos de organizarnos aquí —dijo al cabo de un rato de silencio—. No sé el tiempo que podremos continuar aquí, o si tendremos que permanecer en este lugar toda la vida. De cualquier forma que sea, es preciso sobreponerse. Tendrá que ayudarme usted.
—No cuente conmigo.
Lo dijo con frialdad. Carl al pronto se quedó suspenso. Después alzóse de hombros y comentó:
—Como desee. Tendrá que sufrir las consecuencias.
Giró en redondo. El día para Anne se hizo interminable. Lo vio ir y venir sin descanso. Trajo leña, encendió el fuego al fondo de la cueva. El humo no permitía respirar. Entonces apagó aquel fuego y formó la hoguera a la puerta de la cueva, calentó agua, que trajo no sabía ella de dónde. Lo vio arrojarse al agua y aparecer con dos peces. Los preparó delante de ella y los cocinó. Los colocó en las hojas de una planta. Los puso delante de ella y, sin decir palabra, volvió a marchar. Regresó a media tarde, cargado con unos pájaros y frutas.
—Creo que por la manutención no debemos preocupamos —dijo.
Ella no respondió. Continuaba sentada sobre la hierba, con el abrigo de visón no lejos de ella.
—¿No come usted?
Tampoco respondió.
—Si no se adapta usted a las circunstancias, miss Beresford —indicó Carl filosófico—, y se entrega a la desesperación, pronto me veré obligado a enterrarla aquí con esos otros.
Delante de ella se comió el pez cocido sin sal. No estaba muy sabroso, pero había que adaptarse. En momentos peores se había visto. Al menos con respecto a alimentos, sí.
—Siento —dijo poniéndose en pie— no poder servirla con librea.
—Es usted un majadero.
—Lo siento. Buenas noches. Voy a dormir un rato. He trabajado mucho. Mañana si amanece claro y el mar está en calma, trataré de bajar hasta el avión.
* * *
La sintió acostarse. ¿Se habría comido el pez? Una mujer puede tener mucho orgullo y verse en una situación crítica como aquella. Hasta cierto punto aún tenía una disculpa su actitud retraída, toda vez que estaba sola con un hombre y desconocía los vicios y virtudes de aquel hombre, así como sus costumbres. Él no era un vicioso ni un canalla. Poco a poco ella se iría dando cuenta.
Pensó que ni por un momento vio lágrimas en sus ojos. La dominaba el orgullo. Mejor para ella. Tal vez no tuviera corazón. Posiblemente no lo tuviera. Conocía lo que se decía de ella... Sonrió desdeñoso. Cuando la sintió dormir, se levantó y buscó las hojas sobre las cuales había colocado el pez. Estaban vacías. Sonrió burlón.
Cuando Anne despertó se encontró sola. Tuvo un momento de depresión. ¿Qué podía hacer? Evocó su palacio, su doncella, sus padres y sus criados. Todo se mezclaba en su cerebro con una opresión dolorosa. Ella no creía merecer tanto castigo.
—Miss Beresford —gritó Carl desde lo alto de la roca—, venga usted. Quítese el abrigo y venga, por favor.
No se movió.
—¿No viene? Bien, mejor es tener por compañía a un hombre desconocido, que no tener nada.
Se estremeció. ¿Es que pensaba dejarla? Dio un paso al frente, pero se detuvo en seco. Carl gritó otra vez:
—Voy a bucear. Necesito algunas cosas del avión. Si no me ayuda, tal vez me quede en el fondo del mar.
—Quédese si lo desea.
—Maldito si lo deseo —gritó Carl desde lo alto de la roca—. Pero a usted, si eso ocurre, no va a irle muy bien.
No respondió; Se quitó el abrigo y lo tiró sobre la hierba. El sol calentaba. El mar no abatía sobre las rocas. Se encaramó a estas. Vestía un bello modelo de tarde, de firma cara. Estaba descalza. Con el pelo enmarañado tan rubio, y aquellos ojos azules y brillantes, Carl pensó que iba a perder un poco su femineidad. Pero no fue así.
—Voy a tirarme —dijo cuando la tuvo a su lado—. Usted no puede caminar descalza por aquí. Trataré de conseguir parte del equipaje.
—No preciso nada. Usted trate de salir de aquí, de regresar a Londres.
—Amiga mía, eso no está en mi mano, sino en el destino. Si Dios decidió que viviéramos aquí, tendremos que vivir, a menos que nos matemos. Y, la verdad, yo no soy de los que se desesperan fácilmente.
—¿Le parece poco lo que nos ocurre?
—Bueno, una aventura de vez en cuando es interesante —rio—. No se mueva de aquí. Usted recoja todo lo que yo pueda sacar del agua.
Como ella se estremeciera, añadió burlón:
—No tema, no pienso sacar cadáveres.
Trabajaron durante toda la mañana. Carl buscó una y otra vez. Sacó una maleta. El neceser de Anne, un maletín, una cartera y varias pequeñeces más.
—Todo habrá que secarlo al sol —dijo.
Ella, en silencio, se dirigió a la cueva, y entonces Carl fue bajando y subiendo hasta depositar todo lo rescatado, junto a la puerta de la cueva.
—Ahora —dijo pensativo— necesito una lata de gasolina. Bajaré de nuevo.
—¿Aún no se cansó usted? —preguntó desdeñosa.
Él la miró.
—Deponga su orgullo, miss Beresford. Aquí no estamos en un salón elegante.
—No admito que me reproche usted.
—Dios me libre —rio Carl—. Trato de hacerla entrar en situación.
No respondió. Carl regresó a la roca y se arrojó al agua. Al momento reapareció con una regular lata de gasolina. La depositó junto a lo demás y dijo:
—No puedo pasar sin fumar. Sin beber y sin comer aún puedo, pero sin fumar... Tengo aquí mi maleta. En ella llevo buenos habanos.
* * *
No habló con ella durante todo el resto del día. Se decidió a abrirlo todo. Puso más hierba sobre lo que hacía de cama femenina y la tapó con dos mantas. Luego preparó la suya. Más tarde se fue de caza con una escopeta que había extraído del avión y un cuchillo. Regresó cargado. Hizo la cena. Coció los pájaros y preparó la fruta silvestre.
—No está mal —dijo.
Como no obtuviera respuesta, no se preocupó en buscarla ni mirarla. Anne estaba en la piedra de la entrada; parecía muy lejos de él, con una desdeñosa sonrisa en los labios.
«Ya se la irá esa sonrisa —pensó—. Qué remedio la queda. Es endiabladamente guapa. Demasiado guapa —siguió filosofando— para estar tan solos. No sé en qué va a parar todo esto si Dios no lo remedia. No soy un tipo temperamental, al menos nunca pensé que lo fuera, pero uno no es de hierro. Y ese orgullo, esa mirada desdeñosa, Cristo, acucian al deseo de uno. Calma, mucha calma, Carl. No hagas un disparate del cual te arrepientas toda la vida».
* * *
Comieron en silencio.
—¿No fuma un cigarrillo? Aún los tengo rubios. Sucios, pero auténticos.
—No fumo.
—¡Ah!
La luna jugaba en torno a ellos. La pequeña hoguera, en la cual había hecho la cena Carl momentos antes, calentaba e iluminaba sus rostros. Anne seguía sentada en la piedra de la entrada. Carl en el suelo, apoyando la espalda en las rocas. Tenía una pierna encogida haciendo puente, y apoyaba el codo en ella y fumaba con deleite.
—Por lo que observo —dijo ella con su desdén habitual— está usted acostumbrado a situaciones parecidas.
—No por cierto. Pero uno tiene que adaptarse a las circunstancias. Y otra cosa, miss Beresford. Sé muy bien quién es usted y de la familia que procede, pero aquí... —hizo una gesto significativo—, como ve estamos solos y no existe la etiqueta. Por lo tanto, lo mejor es que seamos buenos amigos.
Ella pareció ponerse en guardia.
—¿Amigos?
—Demonio —rio Carl tranquilamente—, ya sé que soy un gusanito comparado con su opulencia. Pero aquí... somos iguales. Si algún día volveremos a la civilización, prometo que no la recordaré.
—No sé lo que quiere usted decir.
—Simplemente que tratemos de llevar esta situación del mejor modo posible. Yo no puedo buscar el sustento y a la vez cocinarlo. Tendremos que partirnos el trabajo.
—¿Pretende usted que yo... ¡yo!... —recalcó— haga de criada?
—Pretendo solamente que colabore.
—Le ayudé a sacar las cosas del agua.
—No es suficiente. Aquí somos dos seres humanos. Su opulencia —hizo un gesto vago, como diciendo: «Qué estupidez»—, me importa un comino. Aquí ni usted es usted, ni yo soy yo. Somos dos seres que se necesitan mutuamente. Recuerdo además algo que me decía mi padre, cuando yo era un chiquillo estudiante. «No olvides, Carl, que el hombre ha de ganarse el pan con el sudor de su frente».
—¿Y bien?
—En estas circunstancias vamos a suponer que ambos somos hombres. Es mejor para usted y para mí.
—Óigame...
—Espere. Aún no terminé: Que nos hallen aquí, no lo espere ya. Desde hace una semana los aviones han dejado de volar sobre nosotros, lo cual quiere decir que nos dan por perdidos totalmente. Ambos deseamos vivir. ¿Cómo podemos lograrlo? Trabajando, buscando la forma de subsistir. Por tanto, ya lo sabe. Desde ahora... será usted un hombre más, con la única diferencia de que la reservo el trabajo mejor. Hacer la comida que yo le traiga.
—No lo espere. Yo no estoy habituada a eso.
—Pues habrá de habituarse —replicó Carl poniéndose en pie y desperezándose tranquilamente—. Yo nunca cacé pájaros, ni pesqué peces, ni me preocupé de las frutas silvestres, ni subí a los árboles a buscar cocos. Trabajé toda mi vida, pero en otros menesteres propios de hombres. Y no obstante, ya ve usted lo que hago ahora —la miró de modo indefinible—. Siento que se estropee las manos. Tengo entendido que siempre llamaron la atención las manos de Anne Beresford. Créame que lo siento.
Anne quedó temblando de rabia y orgullo herido. ¿Ella trabajar como una criada? Pero ¿qué se había creído aquel grosero? Ella allí, o donde fuera, era la hija de lord Beresford y obligarla a trabajar era un sacrilegio o poco menos.
No obstante, Anne aún era lo bastante inteligente para darse cuenta de que estaba a su merced. Y era peligroso desafiar a un hombre como aquel, que ni siquiera en el momento más crítico de su vida, perdía la serenidad. ¿Quién era aquel hombre? ¿Acaso un aventurero? ¿Pretendería un día abusar de ella? Se estremeció. Tendría que apoderarse de uno de aquellos cuchillos y si se sobrepasaba... lo mataría. Claro que no tenía motivos para pensar mal de él. Ni siquiera le dijo que era guapa, y ella sabía que lo era y mucho.
Lo sintió roncar y, muy despacio, se deslizó hacia su lecho formado por hierbas secas. Cerró los ojos. Dormiría sin desvestirse, expectante, dispuesta a saltar ante el menor, ruido sospechoso. La luna vertía sobre la entrada un poco de luz. Anne sintió angustia. ¿Estaría condenada a vivir así el resto de su existencia? No era posible. ¡Oh, no! ¡Eso no era posible!
Tan excitada se puso que, como si la impulsara un resorte, se sentó de golpe en la hierba.
—¿Qué la ocurre? —gritó Carl saltando a su vez.
Al verlo a través de la oscuridad, se hundió de nuevo en la hierba y se tapó el rostro entre las manos.
—Miss Beresford, ¿puedo ayudarla en algo?
La dio rabia, una rabia infinita, que él fuera amable hasta para eso.
—Miss...
La joven dio la vuelta sobre sí misma. Se acurrucó entre las mantas.
—Lo siento, miss Beresford. No tema usted nada. La defenderé...
—¡Cállese! —gritó sin poderse contener—. Y duerma.
—Perdone.
Y al instante lo sintió roncar de nuevo. Cuando despertó a la mañana siguiente, Carl no estaba por allí. Sobre la roca había un papel y escritas en él estas palabras:
Haga la comida. Ahí tiene lo poco que hoy he logrado.
V
Leyó por tres veces, quedando inmóvil ante la roca. Ella jamás había hecho de cocinera. No ignoraba la crítica situación porque estaba pasando. Sería del género tonto desconocerla o hacerse la desentendida. También sabía que allí, o hacía lo que decía aquel hombre, o de lo contrario se vería obligada a ayunar, y ella, por muy aristócrata que fuera, el estómago no entendía de distinciones ni abolengos. Desconocía a aquel hombre. Ignoraba cuáles eran sus sentimientos; mas de cualquier forma que fuese, el hombre, hasta aquel momento se había portado como un caballero y demostraba tener cierta delicadeza.
Al llegar aquí con sus pensamientos, se estremeció. Se preguntó, una vez más, en qué iba a parar todo aquello. ¿Qué harían sus padres? ¿La habrían dado por muerta? Miró en torno sin tratar de ocultar su desesperación. Hacerse la fuerte hallándose sola, sería absurdo. En un arranque de valentía o de lucha tal vez con sus temores, dio una patada en el suelo y decidió olvidarse de su situación y hacer algo. Empezó por sacar las ropas de la maleta y ponerlas al sol. En aquella parte llana, que formaba una breve explanada ante la boca de la cueva, el sol caía de plano, como un chorro de agua sobre un caldero puesto bajo su caño.
Sus primorosas ropas interiores, de una elegancia y finura escandalosas, las colocó sobre las rocas, con el fin de que se secaran pronto y ocultarlas nuevamente. Al rato se metió en el fondo de la cueva y se despojó del traje, por cierto estaba sucio y arrugado, y lo cambió por unos cómodos pantalones. Se peinó y ató el rubio cabello con una cinta. Buscó un espejo y con súbita coquetería se retocó el rostro. Ante su propio rostro reflejado en el diminuto cristal, se preguntó: «¿Cuántos días llevamos perdidos en este lugar? Ni siquiera lo sabemos. ¿Y si no nos encuentran jamás? Esperar que por nuestros propios medios podamos salir de aquí, es imposible. Jamás podremos volver a la civilización por esas peñas y esos bosques frondosos y esas tierras movedizas». Se estremeció.
«¿Qué haría yo en esta vida para merecer tal castigo?».
Con rabia ocultó el espejo en el maletín y salió al exterior vestida con ropas masculinas, haciéndola más femenina cuanto más masculinas eran aquellas.
El suéter que cubría su túrgido busto, le daba aspecto de sílfide. Sin mangas y escotado, dejando ver su piel tersa y morena, bajo aquel pelo rubio y brillante...
—Buenos días —saludó Carl parpadeando, fijos los ojos en su cuerpo arrogante.
Ella giró en redondo. Carl continuaba mirándola, pero ella supo leer en los ojos del hombre lo que este pensaba en aquel instante.
—Aquí tiene —dijo—. Peces, pájaros y frutas —hizo un gesto vago—. La verdad es que tendremos que conformamos. Esto no es Londres.
Ella no contestó. Lo miraba. Vestía un taparrabos negro, el busto descubierto delatando fortaleza, vigor. Era un hombre que, sin ser interesante, tenía un no sé qué que turbaba a la joven. Descalzo y con los cabellos pegados a la frente, apartando de ella la mirada, depositó su carga en el suelo y se dejó caer en la piedra junto a la boca de la cueva.
—Ya veo —dijo lanzando sobre ella una breve mirada indefinible— que se levantó usted más animada esta mañana. ¿Puedo hablarle claramente, miss Anne?
—¿Sobre qué?
—¡Oh! Sobre nuestra situación. Es usted una muchacha inteligente, sin duda. Creo que sabrá comprender.
—¿Comprender, qué?
—Sobre nuestra crítica situación. No hay muchas esperanzas de sobrevivir. Pronto llegará el invierno... El agua del mar azotará esta parte —hizo un movimiento hacia el interior de la roca—. Observará que ahí dentro... llega el mar.
—Ahora... —se le trabó la lengua— no entra.
—En invierno sí. Aún hay vestigios de la que entró el invierno pasado —de pronto se puso en pie—. ¿Permite que me vista? —y con ronco acento—: Perdone usted mi... —sé miró a sí mismo con sarcástica expresión—, mi indumentaria.
Ella no contestó. Carl se perdió en la cueva y tardó algunos momentos en salir.
* * *
Anne, sin poderlo remediar, esperó con mirada despectiva, que aquel hombre, del cual no sabía absolutamente nada, excepto que la salvó la vida, apareciera frente a ella de nuevo. Esperó recostada en la roca, con las manos tras la espalda y la mirada fija en la boca de aquella negra cueva que les hacía de hogar.
Carl reapareció al fin, enfundado en unos pantalones oscuros y una camisa azul marino por fuera del pantalón y abierta un poco por los lados. Venía descalzo y sus grandes pies morenos pisaban con fuerza la oscura tierra. Quedó en la boca de la cueva con las piernas abiertas, un pitillo entre los labios y las manos hundidas en los bolsillos del pantalón.
Se la quedó mirando quietamente. No hubo en sus ojos ni ternura ni admiración, sino, por el contrario, un hiriente sarcasmo. Ella bien lo notó, pero no hizo comentario alguno. Durante aquellos días había aprendido muchas cosas. Una de ellas, que de poco iba a servirle repetir quién era. Para aquel hombre, el nombre de su familia no significaba nada. Estaba segura que si ella fuera una pobre mendiga llegada a aquella situación por cualquier cosa, para el hombre sería exactamente igual. Aprendió también a aquilatar el valor de las cosas, de muchas cosas que en la abundancia no tenían valor alguno. Supo lo que era frío y hambre. Un hambre feroz y desesperada. Un frío que nunca creyó que podría existir. Un temor a morir en cualquier momento, que jamás sospechó. Ni su indiferencia, ni su raza, ni su orgullo de mujer, lograban dominar aquel pánico que la agitaba constantemente. Algo que ella jamás asoció a su vida, y, no obstante, estaba ahora viviendo. Supo eso y más aún. Pero antes se dejaría matar que mostrar ante el desconocido su debilidad de mujer.
—Bueno —exclamó Carl sacándola de sus pensamientos, y como si penetrara en estos—, lo esencial es que usted sea valiente.
Lo miró retadora.
—Nunca le demostré que no lo fuera.
—Ciertamente —murmuró Carl—. La admiro por ello. Pero ahora no es momento para tratar de eso. Si algún día volvemos a la civilización, escribiré una crónica sobre usted, y sus amigos le harán un homenaje.
—¿Es una broma?
—La verdad, no me parece momento apropiado para ello. No, no es una broma —y riendo de modo indefinible—: No soy burlón. Le decía, miss Anne, que aquí no podemos organizar nuestra vida. No sabemos el tiempo que permaneceremos aquí. Tal vez —se alzó de hombros— el resto de nuestra existencia. No es grata la conclusión, pero... He descubierto —añadió sin esperar respuesta— un lugar entre los bosques. Podemos alzar una cabaña. Nos llevará unos días o tal vez meses. Pienso que, a la vez que pasa el tiempo, nos distraeremos. Hay pinos por aquí, tengo hacha y martillo, y gracias a Dios había en el avión una caja de clavos de buena talla, que nos vienen a la maravilla para lo que pretendo.
—Quiere usted decir —tartamudeó Anne— que... no es fácil que vengan a buscarnos.
—Nada fácil.
—¿Y...?
—Sí, y podremos pasar aquí el resto de nuestra vida. Siento ser tan cruel, pero engañarla no conduciría a nada. Hice un almanaque en un árbol. Todas las mañanas hago una marca con mi navaja. Han transcurrido quince días desde que ocurrió el desastre. A este paso... —hizo un gesto significativo— pasará nuestra vida entera.
—Me moriré —susurró sin poderse contener.
—No lo crea. Nadie muere hasta que Dios quiere. No murió usted cuando ellos —y brevemente señaló el fondo del mar—. No es fácil que lo haga ahora, salvo que se interne en la llanura y se meta en las tierras movedizas. Tenga mucho cuidado sobre el particular. Cuando yo no esté cerca de usted, no se la ocurra salir a los alrededores. Bueno —añadió tras un silencio—, ¿qué decide? Yo solo no puedo exponerme a ese trabajo. Necesito que me ayude.
—¿Qué otra cosa puedo hacer?
La miró brevemente.
—No me parece que pueda hacer nada mejor —consultó el reloj—. Menos mal —dijo— que pude recobrarlo también y no se paró. Son las once de la mañana. Mientras usted hace la comida con todo eso que la traje, yo iré a cortar unos arbustos y a preparar el terreno para la choza.
—¡Yo no sé —gritó ella sin poderse contener— hacer comidas!
Carl, que ya iniciaba el paso hacia la llanura, se volvió, la miró de modo especial y dijo:
—No me obligue a pensar que es usted una criatura —y añadió malhumorado—: Tampoco yo hice comida jamás, y el primer pescado cocido que comió usted aquí, lo cocí yo.
Anne se sintió humillada y se mordió los labios. No supo por qué, pero la indignó o la menguó, que él la considerase una criatura. Carl se alejó con el hacha al hombro y ella movió airadamente las brasas del fuego.
* * *
Apenas si hablaban más que lo imprescindible. Organizaron el trabajo. Con troncos y ramas, Carl alzó la choza entre dos corpulentos árboles. Hizo dos departamentos y una especie de antesala, en la cual colocó la cocina formando esta con piedras. Al cabo de quince días, casi sin dirigirse la palabra, la choza en su estructura quedó terminada. Los detalles pensaba organizarlos Carl a medida que transcurriera el tiempo. El día que terminó su labor se quedó sentado ante la joven y exclamó:
—Siento haberla hecho trabajar tanto, Anne —no la llamó miss—, pero era necesario —y con súbito ademán le asió las manos y añadió—: Tan bonitas... y están estropeadas por mi culpa.
Anne las retiró con ademán brusco.
—No se preocupe —dijo ahogadamente— de mis manos.
Durante aquellos quince días, ella no hizo la comida. Todos los días, cuando llegaba la hora de comer, ella se alejaba, daba un paseo, y Carl, siguiéndola con la mirada, se alzaba de hombros, encendía el fuego y comía el pescado y los pájaros que había cazado y pescado al amanecer de cada día.
—Ahora —dijo él aquella mañana— tendrá usted que ocuparse de la cocina, Anne. Yo necesito todo mi tiempo para buscar comida para el invierno, suponiendo que lo pasemos aquí, y fortalecer la techumbre de la choza.
Ella no contestó.
—Siento que haya trabajado tanto, pero era necesario. Algún día, cuando vuelva a la civilización, si es que vuelve, podrá llamarme abusón con sus amigas.
—Si algún día vuelvo a la civilización —dijo ella—, cosa que empiezo a dudar, no tendré tiempo ni ganas de hablar de usted.
—Seré —ironizó Carl— un pobre objetivo para llenar su mente, ¿no es cierto?
—Por supuesto.
—¿No teme usted enamorarse de mí?
Lo miró aturdida. Carl reía tranquilamente, como si acabara de, decir la cosa más graciosa del mundo.
La joven le dio la espalda y murmuró entre dientes:
—Sería absurdo.
—Eso creo.
Y se alejó silbando.
Anne lo vio perderse entre la espesura y luego subir por las rocas, escalando estas con mucho esfuerzo. El cielo estaba azul y el mar tranquilo. Sintió como una súbita paz. Pero al momento odió aquella paz, aquel silencio y aquella choza, en la cual tendría que pasar tal vez el resto de su existencia. Esto la horrorizó.
Apartó de ello la mente y la centró en Carl. Un hombre extraño. Poco corriente. No sabía nada de él. ¿A dónde se dirigía en el avión siniestrado? ¿Qué misión era la suya? ¿Qué hacía en Londres? No tenía un nombre vulgar. Indudablemente no lo era. Hablaba con soltura, parecía extremadamente inteligente y se adaptaba a todo. Viéndolo trabajar, se diría que la situación le divertía.
Pero era, en medio de todo, un hombre respetuoso y correcto. De su corrección y delicadeza estaba segura. Inflexible en sus decisiones y con una personalidad agudizada en extremo. Mas..., ¿podía culparlo de irrespetuoso? No lo era. Jamás sorprendió en él una mirada de ansia o deseo.
«Será que no le gusto», pensaba alguna vez con cierta oculta humillación. Se llamaba estúpida, insensata. Rezaba para merecer el perdón. Quedaba más tranquila.
En aquel instante lo siguió con los ojos. Cayó en la cuenta de que todas las mañanas y todas las tardes, Carl se encaramaba en la roca y pasaba allí más de una hora. A veces lo sentía levantarse por la noche y lo seguía cautelosa y también lo veía subir a la roca, donde pasaba horas enteras, a veces hasta el amanecer.
—Hoy sabré qué hace allí —se dijo resuelta—. Esperar un barco, no creo. A esta costa no se aproximan los barcos.
Echó a andar y escaló la roca. Oyó un ruido sordo, extraño. Y asomó la cabeza. Allí, inclinado sobre un raro instrumento que parecía una radio destartalada, se hallaba Carl. Al sentir la respiración agitada de la joven, se puso en pie y quedó expectante ante ella.
* * *
—¿Qué hace usted? —preguntó Anne.
—Ya..., ya lo ve.
—No sé lo que es.
—Es la radio del avión —explicó a regañadientes—. Logré rescatarla, pero debe estar demasiado averiada. No soy capaz de ponerme en comunicación con nadie.
—¿Pretende usted...?
—Eso pretendo. Que esto funcione —le dio un empellón furioso—. Pero ya no creo que sea posible. Voy perdiendo las esperanzas —y bruscamente—: ¿Entiende usted algo de eso?
—En..., en absoluto.
—Tendremos que tener paciencia. Vamos, ¿hizo la comida?
—Lo seguí.
—Pues debiera ocuparse de lo suyo. En adelante yo no podré hacerla.
La asió de un brazo.
—Vamos.
—Me hace daño.
—Perdone.
La soltó y de un salto se arrojó al césped. La miró desde abajo.
—Salte usted. La recogeré en mis brazos. No tema —añadió viendo el gesto inconsciente de ella—, no pienso apretarla en ellos.
—No... —se sofocó—, no se lo permitiría.
—Procure no hacer un drama de una cosa tan simple. Estamos solos y somos un hombre y una mujer. Yo no respondo de mis malos pensamientos. Los tengo —añadió entre dientes—, pero uno no siempre puede ser dueño de su persona. Vamos, tírese.
—Apártese de ahí.
—Se matará.
—Lo prefiero.
—Es usted una bonita estúpida —y con desgana—: como quiera.
Y se alejó tranquilamente hacia la choza.
Anne apretó los labios. Bajar de las rocas, gateando, no era fácil. Bajar de un salto, peligroso. Pero tenía que hacerlo. Aquel hombre... Aquel hombre...
—Baje —gritó él—. Si no se tira no podrá bajar gateando.
Se lo advertía de espaldas. Anne doblegó su temor. Era demasiado orgullosa para admitir su ayuda después de oírlo. Cerró los ojos y dio un salto. Casi en el mismo instante, como un gamo, Carl dio otro hacia atrás y giró en redondo, quedando bajo ella, que llegaba por el aire. La recogió en sus brazos y la oprimió silenciosamente. Ella quedó como paralizada, dentro del breve círculo. Se encontraron sus miradas. Ella apartó presurosa la suya. Carl la soltó y dijo entre dientes:
—Si tardo un segundo más, se rompe la cabeza en el suelo.
—Tal vez hubiera sido mejor —dijo ella quietamente.
Carl no respondió. Se alejaba a paso largo, perdiéndose en la espesura. Ella no lo veía, y de haberlo visto se hubiera asombrado. Carl, tan hombre, tan enérgico, tan seguro de sí mismo, tenía los ojos brillantes y los labios fuertemente apretados. Nadie podría comprender la congoja, la rabia, el deseo y el coraje que sentía en aquel instante.
Anne, ajena a estos encontrados sentimientos que experimentaba el hombre, se acercó a la choza y por primera vez sin saber por qué, no puso reparos en preparar la comida.
VI
Si no fuera por el desmedido orgullo que doblegaba su congoja, Anne hubiérase echado a llorar desesperadamente. Ante ella tenía el fuego recién encendido por Carl, y sobre este una cacerola llena de agua. Puso a su alcance un plato de madera hecho a cuchillo por Carl, lleno de peces, y en otro plato similar al primero colocó los pájaros desplumados.
—Todo me sabe igual —susurró—, los peces, los pájaros, las frutas... Si me diera gusto a mí misma, hubiera saltado de nuevo sobre la roca y me lanzaría al agua para no resurgir jamás.
En medio de todo, aquellas personas que murieron sin salir del avión, que permanecían prisioneras bajo la inmensidad de las aguas, habían dejado de sufrir ya, y ella... Ella se sentía morir cada día. Además, aquel hombre que le era desconocido, que solo podía catalogar por sus acciones y estos les eran casi incomprensibles.
Se sentía menguada, absurda, en aquella situación ella, que siempre fue la niña mimada de su casa y la sociedad. Ella, que lo tuvo todo en la vida que lo despreció todo y lo consiguió todo, tal y como lo deseó.
Echó el pescado en el recipiente del agua. Menos mal que había una fuente y un manantial al otro lado de las rocas. Se preguntó qué sería de ellos cuando llegara el invierno. Y allí, en aquella parte glacial del terreno tendría que ser tan crudo como en la misma Siberia.
—No podré resistir el invierno aquí —susurró apretando los labios, haciendo inauditos esfuerzos para no llorar—. Me moriré antes de que llegue el invierno. Y si no funciona la radio del avión, es seguro que..., que nunca darán con nosotros, porque nos creerán muertos.
Los peces se cocían. Sin sal, ni grasas, aquello sabía a demonios, y, no obstante era lo que comían desde hacía un mes.
—Hace quince días que no me miro al espejo. Me lavo la cara y paso el peine por el cabello como una autómata. Yo que era la elegancia y la femineidad hecha mujer.
Tiró el agua y echó otra limpia. La puso al fuego. Echó los pájaros en el recipiente. Se apartó un poco y quedó ensimismada, recostada en la puerta.
—¿Dónde está él? ¿Y qué será de nosotros si esto se prolonga? Parece que huye de mí, y yo, la verdad, huyo de él. Todos los días al levantarme, me digo: ¿Qué ocurrirá hoy? Es como si tuviera una amenaza. Después de todo, es lógico que tenga miedo. No lo conozco de nada. Jamás oí su nombre en Londres. Puede ser un indeseable vestido elegantemente. O un aventurero haciendo el papel de caballero.
—¿Cómo va eso? —preguntó Carl reapareciendo de pronto.
Anne se estremeció a su pesar.
Carl depositó las frutas silvestres en el césped.
—He terminado el trabajo —dijo roncamente—. El último cigarrillo lo fumé esta mañana —quedó erguido ante ella y la miró largamente—. Es lo que más siento —añadió desviando los ojos y mirando a lo lejos, quedando de perfil ante ella—. Carecer de tabaco. Había perdido su aroma debido al contacto con el agua salada, pero al fin y al cabo era algo que echaba humo.
Ella no contestó. Carl hizo un brusco movimiento y alzó los hombros.
—Bueno, uno se habitúa a todo. —La miró de nuevo—. ¿Cómo va eso?
—Puede comer cuando quiera.
—Gracias.
Se sentó sobre una piedra y quedó con las piernas abiertas y las manos apoyadas en las rodillas. La barba le había crecido. Parecía un Robinson. La barba negra y rizada, le daba aspecto patibulario. Observando la expresión de ella y como si la comprendiera, dijo:
—Uno se habitúa a todo, ya se lo dije. Yo nunca uso navaja. En mi maleta conservo la máquina eléctrica, y aquí no me sirve de nada. Hay que tomar las cosas con filosofía, ¿no le parece?
—Mejor para usted si lo hace así.
—Ciertamente. ¿Me da la comida?
—Sí... Perdone. Se la daré al instante.
Comió el pescado y los pájaros cocidos. Luego con los dientes peló una fruta y con ella en la mano se alejó. No regresó hasta el anochecer.
* * *
La luz del día se había perdido entre las rocas, y allá a lo lejos, en la cinta descolorida del horizonte.
Anne se había puesto un vestido, pues los pantalones estaban demasiado sobados y hubo de lavarlos y ponerlos a secar extendidos en las rocas. Llevaba, pues, el vestido de hilo color cereza que sentaba maravillosamente a su belleza rubia. Mas delgada, el modelo estilizaba su figura, si bien ella no se daba cuenta. Calzaba chinelas y el rubio cabello lo había prendido en lo alto de la cabeza, despejando la nuca y el rostro. La luna, grande y redonda, asomaba su rostro bonachón por entre las rocas e iluminaba la parte central de la choza. Allí estaba Anne, altiva y rígida, acechando con sobresalto infantil los mil rumores del bosque y el golpear de las aguas en las rocas próximas. Así la vio él cuando llegó, y así sintió palpitar todo su cuerpo y sus pulsos hasta hacerle daño.
Él era un hombre. Y no veía más mujeres que aquella desde hacía varias semanas. Vivía en contacto con Anne y no deseaba perturbarla. Él conocía la magnitud del pecado de aquel imperioso y temible deseo, pero era un hombre.
Apretó los labios. No podía dejarse dominar por sus deseos. Reconocía que eran mezquinos, impropios de él, inglés y honrado además. Él no era un sádico, él era un hombre. Pero un hombre con sus pasiones, sus deseos y sus anhelos.
Apretó los puños y su voz sonó ronca al decir:
—Buenas noches.
—Buenas noches.
—Hace una noche espléndida en verdad.
—¿Cuánto tiempo llevamos aquí?
—Más de dos meses.
—Pronto llegará el invierno.
—Ciertamente.
Quedó apoyado en la puerta de la choza frente a ella. A través de la oscuridad la miró, y Anne leyó en aquella mirada un asomo de admiración. Desvió sus ojos y giró en redondo. Se apresuró a decir:
—Le..., le serviré la comida.
Carl no contestó. Se deslizó hasta el suelo y quedó sentado junto al marco de la puerta. Absorto pensó en sí mismo, pero de súbito apretó la cabeza y ahuyentó aquellos pensamientos.
—Tenemos lo de siempre —dijo ella entregándole el plato.
—Gracias.
Y lo tomó con ademán autómata.
—¿Usted no come? Nunca la veo comer.
—Qué remedio me queda.
La miró quietamente.
—La veo delgada.
—Me gusta la línea.
Súbitamente él dijo:
—La encuentro magnífica pese a todo.
—¡Ah!
—¿No se sienta? ¿No toma su plato?
Era la primera vez, en todo aquel tiempo transcurrido, que comían juntos y hablaban sin reservas, como dos buenos amigos. Ella sintió que necesitaba la compañía de aquel hombre, fuese quien fuese y viniera de donde viniera. Era un ser humano y ella otro, y ambos estaban solos. Así pues, asió su plato y se deslizó hacia la hierba. Quedaron los dos sentados uno frente a otro con el plato en las rodillas.
—No son muy elegantes —rio Carl con cierto humorismo, que ella desconocía en él—. Pero son platos. Si algún día volvemos a la civilización, será grato y hasta pintoresco explicar los detalles. No crea usted —añadió afablemente— que otros hubieran conseguido esto. Tenemos un techo bajo el cual descansar. Comida sin sal y sin grasa, pero sana. Apuesto a que nuestra sangre se purificó un buen porcentaje desde que estamos en estos lugares.
—Si ve las cosas así...
—Es que no puedo verlas ni aquilatarlas de otro modo. Sería demasiado desolador para los dos. He descubierto que somos dos seres de temple.
—No pensará que voy a soportar esto con su parsimonia.
—Eso espero. Ahora óigame, Anne, y perdone que suprima él tratamiento.
Ella no contestó.
—¿No... me lo permite? —preguntó quedamente, inclinándose un poco hacia ella.
—¿Permitirle qué?
—Suprimir el tratamiento.
—Puede hacerlo.
—Gracias. La decía..., ¿qué diría usted si supiera que tenía que pasar aquí el resto de su vida?
—No me importaría morir en este instante —dijo estremeciéndose.
—Y no obstante la vida es bella.
—¡Aquí... no!
—No está usted sola. Es joven, yo soy joven.
Ella, bruscamente, se puso en pie.
—Anne.
—Ya le dije —profirió con voz ronca— que preferiría morir.
—Estoy hablando en hipótesis.
—Ni aun así. ¿No lo comprende? —gritó con desesperación—. ¿No lo comprende?
—Sí —susurró quietamente—. Sí, creo que lo comprendo.
* * *
Pero no lo comprendía. No podía comprenderlo, porque era hombre, y allí, junto a ella, él empezó a saber algo que ignoró hasta entonces. Y aprendió a desear con todo su ser, y, no obstante, a doblegarse, cosa que jamás hizo en su vida en Londres.
Se hallaba de pie junto a la choza. Consultó el reloj, al cual todos los días daba cuerda para conocer la hora. Las doce de la noche. Sentía la acompasada respiración de Anne en su cuarto. A pocos pasos estaba el suyo. Se alejó de allí. Necesitaba huir de sí mismo. Él no era un pecador. Pero estaban solos y no había ni una pequeña esperanza de que un día los encontraran en aquel perdido lugar. Solo el aparato de telegrafía ofrecía una secreta esperanza y esta no era demasiado halagadora. Hacía diez días que continuamente subía a la roca a manipular en él, aunque hasta el momento sin resultado alguno. Y allí, a dos pasos... A dos pasos, sí... estaba una mujer. Una bella mujer que, como él, tenía que haber perdido la esperanza de regresar a la civilización. Y aquella mujer... él la deseaba como un loco. ¿Por el simple hecho de ser mujer y carecer de otras en aquellas soledades? No, no... Mil veces no. Estaba seguro, al menos se daba cuenta de ello en aquel instante, que otra mujer no hubiera despertado de aquel modo su deseo. Pero Anne Beresford tenía..., tenía algo distinto. Algo que despertaba pasión y ternura, y un deseo intenso de mimarla y contemplarla.
«Nunca me he enamorado —pensó—. Jamás me preocupó más de dos días una mujer determinada, y desde hace varios, vivo en un infierno. Y temo cometer un pecado y huyo de esos ojos de mujer y de su voz y...».
Del interior de la choza surgió un suspiro. Carl se estremeció de pies a cabeza y, dando un paso hacia atrás, se cuadró en el umbral.
—Anne... —llamó suavemente—. ¿Le pasa algo?
La joven se sentó en las mantas que la servían de lecho, con brusco sobresalto.
—¿Qué dice? ¿Qué hora es? ¿Qué hace usted ahí? ¿Por qué no duerme?
En silencio se deslizó hacia ella. Anne aún no comprendió. Quedó expectante sentada sobre las mantas y hierbas.
—Anne...
A Carl le temblaba la voz. Anne sintió que iba a morirse en aquel instante. Lo que tanto temió había llegado ya. Y estaba sola... Sola y junto a un hombre excitado y tembloroso. Fue a ponerse en pie. Pero Carl la sujetó por los brazos.
—Anne... estamos solos.
—¡Sí! —gritó ella desesperada—. Ya sé que estamos solos. Yo creí..., yo creí...
—Creíste que yo era de hierro.
—Carl...
—Dios mío, sé lo que te ocurre, sé lo muy odioso que te soy en este instante. Sé que me odiarás el resto de tu vida. Pero si estamos condenados a vivir así perdidos en este lugar... y somos jóvenes. Aún podemos ser felices...
Ella, espantada, se desprendió de él y gritó desesperadamente:
—No..., no lo esperaba de usted.
—Anne..., perdona, pero... no puedo soportar por más tiempo esta situación. Anne...
Ella quiso echar a correr, pero Carl la asió por la cintura. La dobló en su pecho y buscó su boca con ansiedad. La besó. Sabía lo que estaba haciendo. Sentía odio, desprecio hacia sí mismo, pero no podía contener aquella ansiedad, aquel anhelo, aquella súbita excitación.
—Anne... —susurró sobre su boca—, te amo. Dios del cielo, te amo como un loco.
Ella sentía en su boca el calor de los besos de Carl, y sintió a la vez el pecado que los dos iban a cometer. Hizo un sobrehumano esfuerzo y como loca se desprendió de él y echó a correr sin saber a dónde iba.
Del empellón, Carl había caído al suelo y quedó allí, derrumbado e inmóvil, un largo rato. De pronto, como si despertara de una terrible pesadilla, echó a correr tras ella. Toda su excitación se había desvanecido, y en su lugar despertaba el temor de un hombre consciente de lo peligroso de aquellas tierras movedizas que se tragaban a un ser humano sin ruido alguno, con un silencio maldito y mortal.
—Anne —gritaba sin dejar de correr—, Anne, deténgase. Perdone. No huya. Vuelva. Anne, Anne...
Sus gritos en la noche producían un extraño eco. Se prolongaban hacia el infinito y sonaban entre las rocas, larga y apagadamente.
—Anne..., Anne... —gritaba sin descanso, desesperadamente, con agitación, como si agonizara cada vez que el grito se extinguía y ella permanecía callada—. Anne, Anne... Vuelva, Anne. Perdone... La prometo... Anne...
Quedó jadeante, apoyado en el tronco de un árbol. Cada vez se alejaba más y más. Se diría que ya no le importaba por dónde caminaba: Caía y se levantaba pesadamente. Jadeaba y sus ropas empapadas se pegaban a su cuerpo. Las ramas de los árboles le azotaban el rostro. Sentía un sabor dulce en la boca y ya no era el sabor de la boca de Anne. Era algo viscoso y suave. Sangre sin duda, pensó, pero no se detuvo a comprobarlo. Necesitaba detener a Anne. Sacarla de aquel inminente peligro. Él sabía dónde empezaba aquel terreno movedizo, ella no sabía nada.
—Anne..., Anne...
Jamás, en todos los años de su vida, sintió tal amargura. Era como si un cuchillo le hurgara en el pecho intentando sacarle de él el corazón. Era como si su sangre se fuera perdiendo gota a gota y su cuerpo quedara poco a poco sin vida. Pero seguía caminando, cayendo aquí y levantándose nuevamente para seguir su desesperada búsqueda.
—Anne..., Anne...
De pronto sintió algo blando bajo sus pies. Notó después que aquella blandura se agarraba a sus piernas.
—Bien la amo —susurró—. Bien la amo.
Y quedó como desvanecido. De pronto reaccionó.
—¿Qué ocurre? —gritó—. ¿Qué ocurre? ¿Qué me pasa? ¿Dónde estoy?
La tierra cedía bajo sus pies. Sacudió la cabeza. Gotas de sudor la empapaban. Sintió frío y aquella sensación que se apoderaba de él, que lo hundía en el abismo de la nada. De pronto se dio cuenta...
—He caído... He caído... en un pozo movedizo...
Sus ojos desesperadamente buscaron dónde asirse. Halló una rama y se agarró a ella fieramente. La rama cedió y él quedó en el borde, hundiéndose lenta e inexorablemente.
—¡Anne! —gritó salvajemente—. Anne... He caído, estoy... hundiéndome... ¡Anne, auxilio!
En medio de aquella agonía y desesperación, esbozó una sonrisa dolorosa.
«No somos nada».
—¡Anne...! Anne..., auxilio...
Todo iba a terminar así. Ella si no se encontraba en una situación parecida a la suya, quedaría sola. Y jamás podría salir de allí. Ni podría cazar pájaros con piedras, ni peces con las manos, ni sabría gatear por los árboles y adentrarse en los bosques para conseguir el sustento.
—¡Anne! Me muero. Anne... ¡Me... hundo...!
Una figura despavorida surgió bajo el haz de luz que la luna proyectaba sobre el bosque.
—¡Carl! —gritó Anne—. Carl, ¿dónde estás?
—Aquí... Dame... Dame... la mano. Pon los pies apoyados en ese árbol y alárgala hasta aquí. No des un paso más, Anne —gritó observando que ella hacía ademán de inclinarse hacia el pozo—. Si lo das... moriremos los dos... Haz lo que te digo. Dame una rama, búscala, cuanto más larga mejor... Extiéndela hacia mí... Tú apoya los pies en el tronco del árbol...
VII
Minutos u horas, ni uno ni otro lo supieron jamás. Carl sentía en su cintura aquella sensación viscosa, que lo aprisionaba, que no le dejaba dónde agarrarse. La mano temblorosa de Anne extendía la rama, pero las manos de Carl, extenuadas, no podían alcanzarla.
—No llega, Carl —decía ella con una voz nueva, distinta. La voz de una persona que está a punto de enloquecer o arrojarse en los brazos de la muerte.
Y él, comprendiéndolo así, aspiraba hondo y decía persuasivo, con acento ronco y quedo:
—Calma, Anne, calma, pequeña. Ten mucho cuidado. Tus manos son delicadas y has de hacer fuerza con los pies... Apoya los pies en el árbol, y cuando yo alcance la rama...
—Te hundes, Carl, te hundes y yo no puedo soportarlo. ¡No puedo, Carl! ¡No puedo!
—Querida, no pierdas la serenidad. Mucha calma. Alarga la rama... Así, un poco más...
La rama caía a varios centímetros de las manos de Carl y se escurría porque él no tenía dónde hacer fuerza para impulsarse hacia la orilla y coger así la rama.
—Carl..., si tú te mueres...
—Cállate, Anne. Ten un poco de calma. Domina tus nervios. Solo es preciso que yo alcance la rama y tú no la sueltes y hagas fuerza sobre el troncó del árbol. Otra vez, Anne, otra vez... Haz un pequeño esfuerzo. O busca una rama más larga.
—¡Te estás hundiendo! —gritó ella como un alarido—. Te llega a la cintura, Carl. Cuando pase un poco más ya no podré...
—Por Dios, Anne... Ten calma, domina tus nervios.
¡Dominar sus nervios! ¡Como si pudiera! Nunca creyó en su vida de niña mimada que aquella situación la estuviera reservada. Ya no pensaba en su orgullo, en su exclusivismo y vanidad. En aquel momento amaba a todos los hombres como si fueran ella misma. Sintió que el sudor corría por su frente, empapaba sus cabellos, caía sobre sus ojos cegándola. Y al mismo tiempo un frío aterrador paralizaba su sangre en las venas.
—Otra vez, Anne —pidió él roncamente—. Alarga la rama.
Ella hizo un esfuerzo inaudito y la rama cayó al alcance de los dedos de Carl. La asió con fuerza.
—No la sueltes, Anne —gritó desesperadamente—. No la sueltes. Apoya los pies en el tronco del árbol. Agárrate fuertemente a él. Yo voy a tratar de alcanzar la orilla.
Ella apretó los labios y sujetó la rama con todo su ser, como si de su esfuerzo dependiera su vida y la de Carl y la de toda la Humanidad. Carl empezó a moverse. El movimiento era lento, apenas perceptible, pues la tierra podía más que él. Se adhería a su cuerpo como garras poderosas. Un esfuerzo inaudito y continuó en el mismo lugar.
—¡Carl! —gritó ella—. ¡Carl!
—No te alarmes, Anne —dijo él con intensidad—. Domina tus nervios.
—Es que no puedes.
—Podré... Tú mantente firme. No sueltes el tronco ni la rama. Si sueltas una de ambas cosas, entonces sí, ya no habrá fuerza humana que me saque de aquí.
Dé nuevo empezó a moverse. De pronto gritó:
—Anne, no sueltes. Voy a hacer el último esfuerzo.
Lo hizo así y logró dominar la tierra viscosa, deslizándose hacia la orilla. Los dedos de Anne, heridos a causa del esfuerzo, mantenían firme la rama, como si esta fuera su propia alma y la obligara a trazar el destino de su vida.
De pronto la rama crujió. Anne lanzó un grito y Carl gritó ansiosamente:
—¡No te muevas! Estoy llegando a la orilla.
—Se ha roto la rama. Se ha roto...
—Aún no, Anne... Aún no. Estalló, nada más.
Siguió sujetando. Cerró los ojos haciendo un esfuerzo inaudito. De pronto sintió que la rama ya no hacía fuerza en sus manos. Dio un grito desgarrador.
—Carl...
—Estoy aquí —dijo Carl con un hilo de voz—. Estoy aquí, Anne.
* * *
Anne Beresford no se acordaba de haber llorado. Ni siquiera de pequeña guardaba un recuerdo sobre ello. Y, no obstante, en aquel momento ocultó la cara entre las manos y no pudo dominar los sollozos que parecían salir de lo más profundo de su ser. Él no pudo pedirle que callara. Extenuado por los esfuerzos realizados, tendido en la hierba, lleno de barro, las piernas inmóviles, quedó como desmayado, como si le faltara vida. A su lado, Anne, sentada junto a él, que permanecía tendido en la hierba bajo el foco de luz que vertía la luna en aquel lugar, sollozaba ahogadamente. Estuvieron así un largo rato. De pronto él se movió. Con un esfuerzo sobrehumano se sentó junto a ella y dijo quedamente:
—No nos debemos nada, Anne... Yo te salvé la vida, tú me la salvaste a mí. Y cállate, por favor, cállate, y regresemos a la choza. Han sido..., han sido demasiadas emociones en pocas horas.
Trató de ponerse en pie, pero cayó de nuevo junto a ella.
—Estoy... un poco débil —dijo con una sonrisa forzada—. Pero pasará... Pasará pronto. Deja de llorar, Anne —y de súbito—: Nunca te vi llorar. Me da la sensación de que has llorado pocas veces.
—Tan pocas —dijo ella quedamente, hipando— que no las recuerdo.
—Es bueno llorar.
—Yo siempre lo consideré propio de seres débiles.
—No hay cosa mejor que la debilidad de una mujer. Quien dijo debilidad, dijo femineidad. Vamos, Anne, ponte en pie y dame la mano.
—Toda la culpa de esto la he tenido yo.
—¡No! —gritó enérgico—. Ni tú ni yo, tal vez. La ha tenido la Naturaleza. Vamos, Anne, que yo vuelva a ver en ti a la joven fuerte y decidida, que no se detiene ante nada.
—Me asusto.
—No debes asustarte. Todo peligro... pasa... Te aseguro que nada ocurrirá en adelante.
¿Lo decía por lo ocurrido en el interior de la choza? Ella, temblando, se puso en pie y extendió la mano.
—Tendré que apoyarme en ti, Anne —dijo él quedamente—. En este instante me siento agotado.
Apoyado en ella atravesaron los dos el claro del bosque. Silenciosos, como si de pronto se conocieran en aquel instante y, además, temieran ser culpables de algo, llegaron a la cabaña.
—Te herviré un poco de agua —dijo ella solícita.
Se tuteaban, y ni uno ni otro se dieron cuenta.
—No te preocupes, Anne. Ya me siento mejor. Llegaré hasta el lago y me lavaré.
—Ya lo harás mañana.
—No puedo tenderme entre las mantas con está suciedad. Tú... —apretó los labios— duerme tranquila.
—¿Tranquila sabiendo que no estás aquí?
—Vuelvo en seguida.
Se diría que ambos, en particular ella, había olvidado lo ocurrido horas antes en aquel mismo lugar. Y era así, en efecto. Con respecto a ella, sí; con respecto a él, ya era otra cosa. Carl era lo bastante hombre como para segur sintiendo igual, pero algo había cambiado en él. El temor al pecado, a la humillación de ella, a lastimarla, y la amaba demasiado para eso.
Nunca, jamás, aunque pasaran miles de años allí, volvería a dejarse dominar por los sentidos. Si ella, en un arranque natural de temor o ansiedad lo buscaba, lo encontraría. Pero pedírselo él, nunca, jamás. Lo había decidido así, cuando cerca de la muerte vio con claridad la verdad de las cosas. Lo decidió así y así lo cumpliría.
—Vuelvo al instante, Anne.
—Voy contigo.
—No. El lago está lejos de las tierras movedizas. No temas, no me ocurrirá nada.
—Es que tengo miedo a quedar sola.
—Pues ven.
Cruzaron juntos el claro y, al llegar al borde del pequeño pozo que ellos llamaban lago, la luna brillaba sobre él. Carl se detuvo.
—Voy a arrojarme vestido. De este modo me lavaré yo y se limpiará la ropa.
Lo hizo así. Se santiguó. Había conseguido hacerse dueño nuevamente de sus músculos y estos se agitaban en el agua con soltura. En silencio regresaron a la choza. Ella esperó fuera. Él se cambió de pantalón y camisa. Reapareció otra vez.
—Menos mal —dijo— que no se paró el reloj. ¿Sabes qué hora es? Las cinco de la madrugada. Ve a dormir.
—Buenas noches. Carl.
—Buenas noches, Anne.
* * *
Aunque parezca extraño, ni uno ni otro recordaron lo ocurrido en la choza. Todos los días, como dos buenos amigos, pues las tormentas entre los dos habían desaparecido, comentaban lo sucedido entre las tierras movedizas, pero las causas que motivaron aquella huida por el bosque, no la recordaron jamás.
Transcurrieron los días. A veces ambos se lanzaban al bosque, y mientras él desde un árbol tiraba piedras a los pájaros, ella los recogía, ocultándolos en el cesto que para tal menester había hecho Carl con ramas secas de árbol. Otras veces, mientras él buceaba, ella esperaba en la orilla y recogía los peces que Carl iba pescando. Regresaban contentos. Apenas si hablaban de sí mismos, como si ambos temieran tocar aquel tema tan personal que podía unirlos más.
Eran buenos amigos. Jamás, en la civilización, ella tuvo amigo más entrañable, que aquel Carl Redding, caballeroso, varonil, personal y amable. ¿Si ella recordaba alguna vez lo ocurrido en la choza cierta noche? ¿Si recordaba aquel beso ardoroso y acaparador que rozó sus labios un instante? Pues sí, pero como él, doblegaba aquel recuerdo e intuía que él jamás lo recordaría y mucho menos volvería a intentar un acto igual.
Así transcurrió todo el verano. El sol caía a plomo sobre aquella parte del bosque perdida entre las rocas y cerca del mar.
A veces, por las noches, se sentaban ambos en el césped, cerca de la puerta de la choza y hablaban de cosas sin importancia. Del tiempo, del día que volvieran a la civilización, de los muertos que reposaban en el avión, atados a sus asientos, y que ya serían solamente esqueletos. De muchas cosas intrascendentes, que no guardaban relación con ninguno de lo dos. Otras veces ella se retiraba temprano y Carl quedaba allí, sumido en sus propias reflexiones, solo y desesperado, dominando sus sentidos y su corazón y diciéndose a sí mismo que no podía perder el control de sus nervios. Para él, que era hombre y amaba, era poco menos que insufrible aquella situación, pero se dominaba, porque comprendía que dado el carácter de ella, su rebeldía ante el amor, sería una catástrofe y una crueldad perder aquella buena y sana amistad que los unía.
A veces despechado se preguntaba: «¿Pensará que no soy hombre? ¿Me considerará una momia?».
No lo consideraba así. Le agradecía su postura. Ella también tenía su inquietud, despertada más bien por la terrible soledad y la compañía del hombre. Se preguntaba alguna vez: «¿Lo amo? ¿Qué me ocurre? Casi no siento la angustia que esta situación me produjo al principio y no me acuerdo de la civilización».
Hacía más de dos meses que no llovía y el sol caía tan a plomo y con tal fuerza, que a veces cuando Carl se alejaba buscando el sustento por los bosques, ella se iba al lago y nadaba de un lado a otro.
Carl recordó aquella noche que hacía más de dos meses y medio que no subía a lo alto de la roca a manipular en el aparato de radio.
—Mañana —le dijo aquella noche a Anne— iré a dar unos cuantos golpecitos a la radio que tengo colocada en lo alto de aquella roca.
—¿Desde cuándo no la tanteas?
—Desde el día que tú la descubriste. No merece la pena. El agua la estropeó.
Ambos estaban sentados en el césped, cerca de la puerta y cara a la luna. De pronto ella, echándose a reír comentó:
—¿Sabes que te acostumbraste pronto a no fumar?
—No digas eso, demonio. Me cuesta un gran esfuerzo. Cuando llegue a Londres...
—Pero ¿tienes esperanzas?
—Nunca las pierdo. ¿Sabes lo que haré? Lo primero fumarme seis habanos seguidos.
Ella se echó a reír.
—Yo fumaba bastante, y sin embargo..., nunca te pedí un cigarrillo.
—Por orgullo.
—No. Porque estaban mojados y secados al sol, y me producían asco. Cuando regrese a Londres, si regresamos —añadió con nostalgia—, fumaré de nuevo. ¿Y sabes lo que pienso que haré además de fumar un cigarrillo? Pedir un pollo asado con sal.
—Tal vez para entonces ya no te agrade la sal.
Quedaron silenciosos.
—Carl —dijo ella al cabo de un rato—, ¿no te espera nadie en Londres?
—¿Cómo?
—Bueno, dirás que soy una entrometida. Si no hablas de ti será porque no te interesa.
—En efecto, no me interesa hacerlo. Y no porque tú no lo sepas, sino porque pienso que...
—¿Tu... esposa?
—Soy soltero.
—¿Quién te espera? ¿Acaso tu novia?
—No tuve novia jamás.
—Pues ya no eres un crío.
—Tengo treinta y cuatro años. No soy un crío, en efecto, pero siempre me dije: «El día que tenga novia me caso con ella». Y nunca encontré una mujer a mi gusto.
—Serás demasiado exigente.
—Tal vez. ¿Y a ti? ¿No te espera un novio?
—Mi vida era del dominio público. Si me conociste nada más verme, ya sabrás lo que hacía en Londres.
—Sí.
—¿Tienes muy mal concepto de mí?
Él se puso en pie con brusquedad y dijo de espaldas a ella:
—Será mejor que te acuestes.
Silenciosamente ella se retiró.
* * *
Se dirigían a la choza después de una mañana cazando. En el saco de junquillos llevaban unos cuantos pájaros. Carl lo cargaba al hombro.
—¿No quieres decirme el concepto que te merezco? —preguntó ella de pronto.
Carl se detuvo. Ambos estaban tostados por el sol como jamás habían soñado estarlo. El pelo de ella trenzado en lo alto de la cabeza, la hacía más esbelta y gentil. Carl la miró y ella, que encontró sus ojos, se ruborizó y desvió la mirada. Pensó: «Cuánto he cambiado. Si mis amigos de Londres supieran que me ruborizo, se reirían de mí. ¿Por qué no volvió a repetirse aquella escena?».
—Tengo un buen concepto de ti, Anne.
—¿El mismo de antes?
—Mejor. El de antes no favorecía nada —de pronto emparejó con ella y le asió una mano. Anne se estremeció—. Querida, tus manos...
Ella trató de soltarse.
—¿Qué tienen mis manos?
—Tan finas, tan delicadas... Y están destrozadas por el trabajo.
—¡Bah!
—¿No te molesta?
—¿El perder la estética de mis manos? No, en absoluto.
—Si fuera hace unos meses...
—Hace unos meses yo era una muchacha demasiado absurda. ¿Sabes que pienso que una lección así debíamos de recibirla todos?
—Cuando volvamos a la civilización, si es que volvemos... pensarás como antes.
—¿Lo crees así?
—Estoy seguro de ello. Lo malo se olvida pronto. Lo que no se olvida nunca es lo bueno.
—¿Tú qué hacías en Londres?
—Escribir.
Se detuvo en seco.
—Soy periodista.
—¡Ah!
Lo miraba con creciente curiosidad.
Él se echó a reír.
—¿Es que pensaste que era un barrendero?
—No —se aturdió, recobrando la mano que él aún oprimía entre las suyas—. Eso no lo pensé. Pero tampoco te asocié al mundo de la Prensa.
—Iba a Nueva York a hacer un reportaje importante.
—¿Cómo firmas?
—Red.
—¿Red? ¿El famoso Red?
—Bueno —rio cachazudo—, de famoso no tengo nada. Tal vez fue un poco original y la gente me dio una fama que no merezco. —Y tras rápida transición añadió—: Tengo hambre y aún hemos de cocinar esto.
—Es verdad...
Y ambos, silenciosos, se dirigieron a la choza.
VIII
Amaneció un hermoso día. Anne se levantó muy temprano. Pasó junto al camastro de Carl y sonrió quietamente. Carl, sobre la paja, vestido y con las botas puestas, dormía plácidamente. Ella también dormía vestida. Era una norma que ambos, sin ponerse de acuerdo habían implantado desde un principio.
Al pasar a su lado. Anne esbozó una sonrisa. «A qué situación hemos llegado... Y lo curioso es que ambos nos conformamos con nuestra suerte, sin sublevarnos».
Salió al exterior. El panorama, con ser simple y estar harta de verlo todos los días, la impresionó. El mar, de un azul transparente, apenas si se movía. El sol empezaba a salir e iluminaba las rocas con un tono plomizo y brillante y a la vez matizado de oro. Y al otro extremo, el bosque tenía un tono policromado bajo los débiles rayos del sol que empezaba a nacer.
«Jamás —se dijo Anne dirigiéndose al lago con toalla y jabón— he visto nada parecido. Cierto que nunca me levanté con el alba».
Cruzó el claro y se detuvo ante el ancho pozo que ellos calificaban de lago. Se inclinó sobre el agua y mojó la cara.
«Cuando termine esta pastilla de jabón —pensó— la basura cubrirá nuestra piel».
Sintió como un conato de amargura. A decir verdad, pocas veces la invadía aquella sensación. Se había resignado con su suerte. Cosa extraña en ella, dado su carácter alocado y caprichoso, pues era evidente que allí, por lo que fuera, empezó a adquirir la sensatez que jamás tuvo. Era curioso, sí, muy curioso.
—¡Buenos días, Anne! —gritó Carl llegando al lago.
Ella se incorporó aún con el rostro mojado y abrió la boca en una amplia sonrisa. Tal vez fuera absurdo, pero lo cierto es que se sentía feliz. Pensando en esto alzó una ceja, como interrogándose a sí misma. ¿Cómo era posible que se sintiera feliz en aquellas circunstancias?
—Hace una espléndida mañana, Anne —exclamó Carl tras ella.
—En efecto. Se respira un aire verdaderamente puro, ideal.
—Voy a bañarme.
Se quitó los pantalones y quedó enfundado en un taparrabos negro. Sin esperar la respuesta de la joven se lanzó de cabeza y nadó de un lado a otro con satisfacción.
—Tírate, Anne —dijo braceando cerca de ella.
La joven secó el rostro y las manos y sacó un peine del bolsillo.
—Voy a acicalarme un poco. Carl. Tú disfruta del agua.
—Estás muy guapa, Anne —rio él con naturalidad—. No precisas arreglarte.
—Al menos permíteme que me peine el cabello.
—¿Sabes que esa coleta te favorece?
—Pues si tuviera tijeras ya la hubiera cortado. A ti —rio— no te favorece la barba.
—Es que la tengo abandonada —comentó Carl alegremente, sin dejar de nadar—. Tú verás el día que encuentre la forma de construir unas tijeras y cortármela a mi gusto.
—Nunca perderás el humor —trenzó la coleta, la envolvió en lo alto de la cabeza. Guardó los utensilios de aseo y giró en redondo—. Voy a encender el fuego.
—Desde mañana —gritó él radiante— ya no podremos apagarlo más. Habrá que mantenerlo encendido, pues no tengo piedras y no funciona el mechero.
—¡Oh!
—Pero no te preocupes, Anne. Ya nos arreglaremos.
Por un instante el rostro de la joven se contrajo. Pronto acabarían el jabón. Ya se habían acabado las piedras de mechero, las ropas se rompían... ¿Qué ocurriría cuando cesaran los días de calor y empezara a llover en aquellos lugares, tan solitarios e ignorados que ni siquiera figuraban en la geografía universal?
—Anne... —llamó él como si adivinara su pesimismo.
—Dime, Carl.
—No te aflijas, ¿eh? Tú no te preocupes por nada.
La joven se alejó sin responder. Y Carl salió del agua y se frotó fuertemente con una toalla. Su rostro al mirar a lo alto no expresaba optimismo ni mucho menos. Se sentía deprimido, anulado. Su paciencia tocaba a su fin. No solo por terminar las piedras de mechero, sino por muchas otras cosas mucho más importantes que lo mantenían en vilo...
* * *
Huía de ella, y para que Anne no se percatara de ello, ponía el pretexto de la comida, y como ella se ofrecía a acompañarlo, Carl decía que el calor era tan sofocante que lo mejor era ocultarse de él.
Así, aquella tarde, en su vagar por el contorno, subió a la roca y quedó absorto, sentado junto al aparato de radio. No entendía gran cosa de todos aquellos chismes, pero durante la guerra de Corea había manejado uno y pudo salvar su compañía por medio de una llamada de auxilio lanzada en momentos definitivos.
Se sentó frente al aparato. El sol caía a plomo sobre las rocas, y el aparato crujía escandalosamente de vez en cuando. «Está reseco, pensó. Lleva aquí más de dos meses sin tocarlo».
Quedó absorto, contemplando quieta y silenciosamente aquellos botones y clavijas, pero sin tocar nada, sin ánimos para ello. Su pensamiento estaba hacia dentro, hacia aquella lucha interior que lo corroía día a día.
Estaban solos, sin ninguna esperanza de vida lejos de allí. Ella, Anne, ya no se sublevaba. Ya no era aquella niña altiva y fría, que lo miraba con desdén y a la vez con recelo. No, era una muchacha sencilla, razonadora, llena de vida... Apretó los labios. Él la amaba. La amaba como un loco. Al fin y al cabo, era hombre, y Anne era la única mujer. No sería hombre si no la amara y la deseara a la vez. Y desde aquella noche fatídica... no se atrevió a tocarla. Algo le detenía, como una fuerza sobrehumana, cuando extendía la mano para hacerlo, cuando abría la boca para decirla: «Estamos solos y vamos a morir aquí cuando llegue el invierno, porque no podremos resistir el frío, el viento y las lluvias. Y te amo. Vivamos, pues. Vivamos estos pocos días que nos quedan. Permíteme que te bese y te enseñe a vivir algo que aún ignoras».
Apretó las sienes con desesperación. No podía hacer eso. No podía, porque de hacerlo, dejaría de ser el amigo del alma, el compañero de infortunio, el protector. Solo sería un hombre azotado por el deseo, y ella una mujer dominada por la fuerza viril del compañero.
Automáticamente conectó la radio. Tenía que doblegarse. Era su deber. Ella nunca podría saber que él..., que él era un hombre como los demás. Tal vez lo considerara muy tonto o muy estúpido.
La radio emitió un ronco sonido. Carl dio un salto. Y se pegó a ella con ansiedad. La radio funcionaba. Era extraordinario. ¿Tal vez el calor? ¿Quizá se había secado y debido a ello...?
Empezó a proferir palabras, a conectar y desconectar. Con febril ansiedad esperó. Se oyó una voz lejana. Cambió las pilas. Las puso al revés de como estaban. Al instante la voz se hizo ensordecedora. Bajó el volumen. Le temblaban los dedos. Pegó la cara al micro y empezó a hablar. Calló y esperó. Nadie respondió a su mensaje. La voz daba la situación de un barco y luego la de un avión. Pedía respuesta.
—¡Dios del cielo! —susurró—. Conseguiré que me oigan. Necesito saber dónde estamos. Necesito explicar nuestra situación.
Volvió a hablar, a lanzar un angustioso mensaje. Con nerviosismo esperó. Nada.
—¿Qué puedo hacer? ¿Qué puedo hacer?
—Carl, ¿dónde estás?
De un salto se incorporó, dejando el aparato conectado. Bajó presuroso. No podía decirle nada a ella. Sería darla esperanzas que luego, tal vez, no tendrían fundamento.
—Carl, ¿qué hacías allí arriba?
—Contemplaba el mar.
—Está bellísimo. ¿No vamos a pasear?
—Sí, sí, claro.
Pasearon distraídos toda la mañana. Carl parecía ausente, pensativo, lejos de ella. Anne no se dio cuenta.
—Mientras cuece esto —dijo una vez ambos en la choza— voy a buscar un poco de fruta.
—Ten cuidado, hace mucho calor.
La miró quietamente.
—¿Por qué me miras así?
—Me pregunto, Anne, qué harías, si yo te faltara.
—Dios del cielo —susurró estremeciéndose—. Me moriría.
—Si algún día regresamos a Londres, estoy seguro que no te acordarás de mí.
—No lo sé.
La simple respuesta lo desconcertó. Claro que no se acordaría de él. Su mundo era muy distinto...
Se apartó de ella y volvió a las rocas. La voz tenue continuaba dando situaciones de barcos y aviones. Cambió la palanca y susurró:
—Estamos desamparados. Somos supervivientes del avión caído al mar cerca de...
Cambió la palanca. La voz contestó:
—Explíquese mejor...
Quedó blanco como el papel, enrojeció casi inmediatamente y después, nerviosamente, habló de nuevo. Había logrado ser oído. Aquello podía tener un fin próximo. Aquel terrible suplicio moral y físico, podría acabar aquel mismo día o al día siguiente.
Logró ser oído con precisión. No le preguntaron nombres. Solo la situación geográfica. La dio, aunque no perfecta. «Iremos a buscarlos», dijo la voz.
Bajó en dos saltos. Primero pensó decirlo. Después se mordió los labios y no dijo ni una palabra.
Si venían por ellos, como les habían prometido, ella lo vería. Entretanto no podía darle esperanza alguna.
* * *
Anochecía. Sentada en el césped junto a la puerta, Anne contemplaba abstraída el firmamento. A su lado, de pie, mirando a un lado y a otro, ora al cielo, ora al mar, Carl parecía la estampa de la doblegada ansiedad.
—¿Te ocurre algo, Carl?
—No, no —la miró—. ¿Por qué?
—Me da la sensación de que estás inquieto.
—Figuraciones tuyas.
—¿Cuántos meses llevamos aquí, Carl?
—No lo sé, Tengo señalados los días en el tronco de un árbol.
—¿No te habrás olvidado de alguno?
—No. Es lo primero que hago todos los días por la mañana. Trazo una raya en el tronco... Creo que van ciento veinte rayas.
—Cuatro meses y pico... Pronto llegará el invierno ¿no?
—Sí, muy pronto.
—¿Crees que podremos resistirlo?
—Seguro. Recuerda lo que dijo Solis: «Es más fácil contar las arenas del mar y las estrellas del cielo que los grados de sufrimiento que puede soportar el corazón humano».
—Me..., me asustas.
—Hay que resignarse.
—Sí, es muy fácil decirlo. ¿Te resignas tú?
—¡Bah!
—Siéntate a mi lado, Carl.
Se negó sin palabras. Sentarse a su lado... No podía. Ya no podría contenerse por mucho tiempo. Si se sentaba y la rozaba un poco, tendría que tomarla en sus brazos y decirla... Decirla lo mucho que la amaba. Lo mucho que estaba sufriendo...
—Carl, se diría que me odias.
Se volvió en redondo y la miró.
—Anne..., no digas eso —pidió suavemente—. No lo digas nunca.
—Apenas si hablas conmigo. Buscas siempre un pretexto para marchar, para dejarme sola.
Apretó los puños. De espaldas a ella parecía petrificado.
—Carl.
—Cállate, Anne.
—¿Me huyes?
—¿Qué dices? ¿Qué dices?
—Estoy demasiado sola y triste, Carl. Si tú me faltas...
—¡Cállate!
Fue tan frío e imperioso aquel mandato que Anne, poco a poco, fue poniéndose en pie y quedó ante él. Lo tocó en el brazo. Carl giró en redondo y quedó frente a ella dominándola con su estatura.
—Anne —dijo temblorosamente—, Anne...
Ella dio un paso atrás. ¿Comprendió? Muy pálida, temblorosa, no sabía qué hacer.
—Anne..., tú sabes... Vivo en el infierno. ¿Es que no te has dado cuenta? ¿Es que no lo ves? ¿Es que crees que soy hombre de hierro? Soy de carne, Anne. De carne sensible y ardiente. ¿Es que aún no has comprendido?
Como paralizada, Anne lo miró suplicante.
—Te admiro, Carl. No hagas que... deje de admirarte.
—¡Dios del cielo!
Dio un paso hacia ella y se detuvo.
—Carl..., perdóname.
—¡Oh! Calla, calla. No comprendes. No puedes comprender estas ansiedades de los hombres.
—Por favor, Carl.
—Vete... o permíteme que me vaya yo. Necesito... —pasó los dedos por la frente—, necesito..., no sé lo que necesito. No debo..., no debo saberlo.
Se alejó y Anne, muy pálida, poco a poco se dirigió a la choza. Se tendió en el montón de hierba seca y ocultó el rostro entre las manos. No sabía lo que sentía. Si desesperación o alegría. Algo que le producía dolor en el pecho.
«Me siento..., me siento...».
Apretó los labios. No supo el tiempo que estuvo así, con la cara crispada, obsesionada por aquel pensamiento. Lo oyó llegar mucho tiempo después y tenderse en el montón de paja, lejos del suyo.
—Perdona, Anne —dijo suavemente—. Perdóname.
Ella no respondió. Desde el fondo de su corazón, le perdonaba. Jamás había tenido nada contra él, porque lo ocurrido aquella noche quedaba tan lejos y tan olvidado que recordarlo de nuevo hubiera causado una herida.
Él no volvió a pedir perdón. Lo oyó dar vueltas y más vueltas y al amanecer se levantó y salió de la choza.
La vida se estaba poniendo demasiado difícil. Aturdida ella se preguntaba qué podía hacer para detener aquel destino que corría hacia ella amenazadoramente.
«Estamos solos, pensó, y tal vez nunca volvamos a la civilización. Y él me necesita y yo... Tal vez también lo necesite a él. Es horrible... horrible...».
Ocultó el rostro entre las manos y sollozó.
* * *
Se durmió cuando empezaba a clarear el día. Oyó, como venidas de muy lejos, voces lejanas. Pensó: «Estoy soñando. Me parece la voz de papá. Qué absurdo».
Las voces se aproximaban. El ruido de un motor zumbaba como si se hallara sobre su cabeza.
—¡Anne! —oyó gritar junto a ella.
Primero no supo qué hacer. De pronto dio un salto al tiempo de abrir los ojos.
—¡No!
—¡Hija mía!
—Dios mío... ¿Estoy..., estoy soñando?
Se tambaleaba. Lord Beresford la tomó en sus brazos. Tras él Gerald no sabía si llorar o reír. El grupo formado por los tres impresionaba.
—No podemos detenernos más —gritó una voz desde fuera.
—¿Qué ocurre? ¿Qué ocurre? —preguntó ella aturdida—. ¿Qué hacéis aquí? ¿Por qué estáis aquí?
Se agarraba a las solapas de la chaqueta de su padre y su hermano y reía feliz.
—¿Y Carl? ¿Dónde está Carl? ¿Qué ha sido de él?
—Calma, querida —susurró su padre atrayéndola hacia sí y besándola en la frente una y otra vez—. Ya nos dijo mister Redding que nada te había dicho con respecto al aparato de radio. Él logró comunicar con la estación de radio permanente y controlaron la llamada. Me avisaron en seguida. No dijo quiénes eran los supervivientes. Pero tu hermano y yo decidimos venir con el helicóptero que se disponía a rescataros. Dios del cielo, cuando tu madre y tu abuela sepan que eres tú..., que estás viva...
—Milord —gritó una voz desde fuera—, tenemos que marchar.
—Vamos, Anne, vamos, querida mía.
Salió entre los dos hombres. Vio el helicóptero, que aún permanecía en el aire, volando en torno a ellos. De él pendía una escala, a la cual se agarraba Carl.
—Carl —llamó ella.
Este se volvió.
—Hasta pronto, Anne.
—No..., no me has dicho nada.
—No lo consideré prudente, Anne. Podría darte esperanzas de algo que nunca sería una realidad.
Trepó por la escala y se perdió en el aparato. Este se remontó.
—¿Y nosotros? —preguntó ella aturdida, aun sin darse cuenta de lo que pasaba.
—Tenemos otro al otro lado de las rocas.
—Vaya a por él, Jim. Le esperamos aquí.
Al instante los cuatro trepaban hacia el segundo helicóptero, que remontó los aires en seguimiento del otro.
—Nunca olvidaré —susurró ella mirando hacia la choza, que se empequeñecía por momentos— este lugar...
IX
Lady Jane lloraba y reía a la vez, a la vista de los periódicos de la mañana. Lord Beresford fumaba un habano, y Gerald contemplaba a sus padres satisfecho.
—¡Pobre Anne! —decía este último—. ¡Qué modo de dormir!...
—No te extrañe, después de cuatro meses sin dormir en un lecho verdadero.
La abuela, que había llegado la noche anterior para ver a su nieta, permanecía callada en un rincón de la sala. Lady Jane hablaba por los codos. Después de tantos meses de angustia, tener allí a Anne... ¡Dios del cielo! Era esa una ventura que no esperaba recibir en la vida. Su hija, su querida hija...
—¿Quién era el hombre que estaba con ella? —preguntó suavemente la anciana.
Los tres la miraron un poco asombrados. ¿Quién se acordaba de aquel hombre en tales momentos de emoción? Como si leyera la pregunta, la anciana exclamó con la misma suave entonación:
—La emoción tiene un límite. Se os pasará y después empezarán las preguntas, que aturdirán a Anne...
—¿Preguntas? ¿Qué preguntas? ¿No es bastante que ella haya resucitado? Porque para nosotros es como si saliera de su tumba.
—Ciertamente. Pero la realidad se impone, Leonard.
—No te comprendo, mamá —intervino la hija.
—Los periodistas —y los señaló— hablan hoy del asunto. Lo hacen con emoción, con alegría. Mas también comentarán...
—¿Comentar?
—Tiene razón la abuela, papá —intervino Gerald—. Hay que tener en cuenta que Anne estuvo cuatro meses sola con un hombre.
—Ta, ta —exclamó desdeñoso el caballero—. Ningún periódico de Londres se atreverá a hacer un comentario de esa índole. Por otra parte, hoy en día, la convivencia entre hombres y mujeres no ofrece peligros de ninguna clase.
—¿Porque es tu hija?
—Gerald, no seas suspicaz. Porque es así. Además..., aquí tenemos a Anne —añadió yendo a su encuentro—. Ella nos dará una explicación.
La joven, bellísima, con el pelo largo desparramado por la espalda, enfundado en una bata de casa muy elegante, hizo su aparición y besó uno a uno a todos sus distinguidos familiares.
La abuela pensó: «Esperemos que se le haya ido la soberbia». La madre se dijo: «Su mayor defecto es esa mirada entre desdeñosa y altiva que siempre ostentó». El padre reflexionó: «Demonio, pues es verdad. ¿Qué ocurrió entre estos dos durante estos cuatro meses?». Gerald, por su parte, no hizo comentario mental alguno.
—¿Qué debo explicar, papá? —preguntó Anne sentándose frente a los suyos. Y al ver los periódicos añadió—: ¿Hablan mucho de mí?
—Todos.
Se alzó de hombros.
—¿Y de Red?
—¿Red? —preguntó el padre.
—Sí, Carl Redding.
Se miraron unos a otros.
—No dirás que era Red quien te acompañaba en el destierro.
—Lo era.
—Pero si Red es un periodista famoso.
—Lo sé, papá.
El caballero tomó los periódicos. Desplegó uno de ellos.
—Claro —rio— lo dice aquí. Solo nos fijamos en ti. Le hacen una interviú a Red y dice que escribirá una serie de artículos narrando su odisea.
—¡Ah! —exclamó Anne. Y quedó ensimismada.
Nadie se atrevió a hacerle preguntas. Apenas si tuvieron tiempo de hablar con ella, porque una hora después empezó a recibir visitas. Sus amigos, sus pretendientes, los periodistas... Durante una semana, Anne no tuvo apenas tiempo ni para ella misma.
—¿Esto no acabará nunca? —exclamó un día, una semana después de su llegada a Londres—. Que me dejen en paz, papá. Dilo así.
—¿No te agrada la publicidad?
—En absoluto, papá.
Se miraron uno a otro. En cualquier otra ocasión, Anne se hubiera burlado de la Prensa y sus amigos, pero no se preocuparía. Le gustaba la espectacularidad.
Al cabo de aquella semana, los padres y la abuela hablaban entre sí.
—Ha cambiado.
—Y la favorece el cambio —dijo la dama.
—Los periódicos no cesan de hablar de ella, y ella no parece interesada. Antes la encantaba la Prensa y lo que esta decía de ella.
* * *
Todos los días, durante aquella primera semana, permaneció en casa, y lo primero que preguntaba a su doncella al levantarse, era si se había recibido algo especial para ella.
La doncella la entregaba la correspondencia, los ramos de flores, los telegramas. Ella lo miraba todo abstraída y a la mañana siguiente hacía la misma pregunta.
Aquella tarde bajó al salón dispuesta a salir. Elegantísima, muy bonita, muy esbelta, muy gentil, con el rubio cabello trenzado y vuelto en lo alto de la cabeza, parecía más personal, más atractiva y distinguida que nunca.
—¿Vas a salir?
—Sí.
—¿Sola?
—Pues sí.
—Oye, Anne —dijo su abuela—, pienso marchar uno de estos días. Antes me gustaría conocer a ese hombre que permaneció contigo cuatro meses en aquel lugar...
—No lo he visto, abuela.
—Qué extraño, ¿no?
—¿Por qué?...
—No sé —rio mansamente—. Me extraña que después de cuatro meses... En fin.
Intervino la madre, que no era tan inteligente como la anciana.
—¿No sales con Raymond Clement, hija? Te llamó varias veces por teléfono esta mañana. No te has puesto al teléfono ni una sola vez.
—Si no la gusta, Jane...
—¿Cómo no, mamá? Es uno de los mejores partidos de Inglaterra.
—Tal vez a Anne no le interesa matrimoniar con un buen partido. ¿Verdad, querida?
Anne alzóse de hombros. Besó a las dos damas y sin responder se alejó.
Hubo un silencio.
—¿Qué piensas. Jane?
—No lo sé, mamá. Me da la sensación de que Anne no es mi hija —como observara asombro en su madre, añadió—: Quiero decir, que siente, piensa y obra de modo diferente.
—¿Y eso te disgusta? —preguntó suspicaz.
—En modo alguno. Me maravilla. La oí esta mañana hablar con la doncella. No tienes ni idea, mamá, de la suavidad de su voz.
—Lo sé.
—¿Lo sabes?
—La oí ayer. Para Anne la vida es algo muy distinto de lo que era hace unos meses. No hay mal que por bien no venga.
—¿Adónde fue ahora?
—No lo sé.
—¿No te extraña que ese hombre..., me refiero al que pasó con ella cuatro meses...?
—Ya sé a quién te refieres.
—¿Qué crees que habrá pasado entre los dos, mamá?
—Jane, no seas absurda. Dada la personalidad de Red y la de tu hija, no pudo ocurrir nada extraño. Pero es raro, en efecto, que él no la haya enviado por lo menos un ramo de flores.
—¿No se habrán hecho amigos? Y me pregunto, mamá, qué dirán por ahí. Cuatro meses de convivencia con un hombre, en un lugar en el que no había más que ellos dos...
—Termina, Jane. Ya observo que tienes mucha imaginación.
—Han vivido en la intimidad. Por muy alejados que vivieran uno del otro, esa convivencia era peligrosa. Leonard me explicó cómo era la choza. La construyeron ellos. Él la salvó la vida.
—¿No le dio las gracias tu esposo?
—Naturalmente. Al día siguiente se presentó en el periódico del cual Red es redactor jefe. Dice Leonard que es un hombre muy serio, con una gran personalidad. Lo recibió en su despacho y le dijo que todo lo que había hecho por nuestra hija, era su deber. El deber de cualquier hombre en sus mismas circunstancias. A lo cual contestó Leonard que estaba dispuesto a hacer por él lo que le pidiera.
—¿Y qué contestó Red? —preguntó la abuela suspicazmente.
—Fue lo que asombró a Leo —contestó lady Jane—, que contestara con tanta dignidad.
—Aún no me has dicho qué contestó.
—Que no necesitaba nada. Que nunca lo había necesitado. No preguntó por Anne, ni le dio las gracias por el ofrecimiento.
—Ya.
—¿Tú qué piensas?
—Pues mira, te diré la verdad. Creo que tu esposo creyó que se trataba de un mercader, y se encontró con un caballero.
—Algo parecido dijo Leo. Estaba disgustado consigo mismo.
* * *
Le dijeron la dirección por teléfono. Subió a su coche y atravesó Londres como una exhalación. Se detuvo ante una casa de veinte plantas. En el décimo le habían dicho. Subió en el ascensor y llamó a la puerta.
Le abrió una muchacha, muy bonita, muy bien vestida.
—¿Qué desea?
—¿Carl Redding?
—Sí, aquí vive, pero no está en casa.
—¿No... podría esperarlo?
—Pues no sabemos a la hora que vendrá. Pero si quiere pasar...
¿Sería la esposa de Carl? ¿La habría engañado este y estaría casado? No. A Red lo conocía todo el mundo. No podía estar casado e ignorarlo ella.
—Pase, si quiere.
Pasó.
—Soy su hermana, ¿sabe? —dijo Berta Redding con sencillez—. Usted es —añadió alegremente— la señorita que estuvo con Carl en aquel lugar.
Se ruborizó.
—Sí.
—Mamá se alegrará de conocerla. Venga, venga por aquí. Mamá —llamó—, tenemos una visita.
Caminaba tras Berta. Observaba la casa. Era elegante, lujosa, puesta con gusto. Tenía un olor a hogar diferente del suyo. Se le parecía a Carl...
—Mamá...
Tenía ante ella a una dama bajita, de sencillo porte, de expresión cariñosa. «Se parece a Carl», pensó.
—¿La conoces, mamá?
—Claro que sí. Es usted la señorita Beresford.
—Sí, señora. ¿Les... —le tembló la voz— habló Carl de mí?
—Carl habla poco. Casi nunca tiene nada que decir. Pase, pase por aquí. Estaba en la salita, ¿sabe usted? Me gusta hacer punto. Hago jerseys para los niños de Berta. La conozco a usted por los periódicos.
—¡Ah!
Y sintió como una súbita desilusión. ¿Qué hacía ella allí, en realidad? ¿Qué buscaba? Si Carl no se molestó ni en nombrarla..., ¿por qué ella era tan tonta que lo buscaba? Carl dijo que la amaba. O por lo menos lo demostró. Claro que tal vez todo fuera fruto de la soledad. Allí, en Londres, en la civilización, quizá todo fuera diferente para Carl. En cambio para ella...
—Tome asiento. Tomará el té con nosotras. No sé sí podrá usted ver hoy a Carl —siguió diciendo la sencilla y amable dama—. Apenas si viene por aquí. Es muy cariñoso, pero hay que entenderlo y tomarlo tal como es. Además viaja mucho, ¿sabe? Y como tiene un piso de soltero...
De modo que no vivía con ellas. Era, por lo visto, un independiente. Claro, debió suponerlo. Tenía treinta y cuatro años. Sí, un hombre solo e independiente que no se adaptaría al hogar fácilmente.
—Berta —continuó la dama—, pídenos el té antes de que lleguen tus hijos. —Y mirando a Anne—: Han salido con la nurse, ¿sabe usted? Son dos gemelos preciosos.
Anne se consideró en el deber de mirar a Berta.
—Pues es muy joven —dijo.
—Se casó a los dieciocho años —explicó la dama—. Ahora tiene veintidós. Todo lo contrario de Carl. Este hijo mío me tiene siempre preocupada. No hay forma de hacerle comprender que el matrimonio es la perfección del hombre.
—Tiene demasiados amigos —opinó Berta suavemente, al tiempo de servir el té—. Lo miman demasiado las mujeres.
—Yo creí —dijo Anne con un hilo de voz— que vivía aquí. Pregunté la dirección al periódico.
—Son todos unos tunantes —rio la dama suavemente—. Cuando piden la dirección de mi hijo, dan esta, suponiendo que libran a Carl de un compromiso. Ya sabe usted cómo son los hombres.
No sabía mucho de hombres. Creyó saber antes de ocurrir aquello, pero después... Además Carl estaba presentándose bajo una personalidad nueva para ella, desconocida. Esto la inquietó. ¿Estaría ella enamorada de Carl? Apretó los labios como si pretendiera alejar la respuesta.
Tomó el té con las dos mujeres, y como los niños llegaran casi inmediatamente, Anne se consideró en el deber de ponerse en pie.
—¿Ya se marcha? ¿No volverá por aquí?
—Sí, sí, otro día.
Berta le alargó una tarjeta.
—Aquí tiene la dirección del piso de Carl, por si quiere verlo.
—Muchas gracias.
Se despidió de ellas y bajó en el ascensor, no supo si decepcionada o entristecida. ¿Qué podía hacer? ¿Cómo reaccionar?
* * *
No pudo decir cómo atravesó de nuevo Londres y se detuvo ante la casa donde Carl Redding tenía su piso de soltero. Lo cierto es que, al verse allí, subió como un autómata al ascensor y se encontró en el decimoctavo piso.
Llamó a la puerta. Abrió el mismo Carl.
—¡Tú! —exclamó al verla.
—Hola —dijo Anne con sencillez.
—Querida, pasa, pasa. Me encuentras en mangas de camisa. Perdona...
Abrió la puerta de par en par, y Anne, con la misma simplicidad cruzó el umbral.
—No te esperaba, Anne.
—Por lo visto —dijo ella entrando en la salita que él la indicaba— tú no te asombras de nada.
Lo miró. Estaba distinto. Muy elegante. Rasurado, muy bien vestido, pues en aquel instante se ponía la americana impecable, de buena firma, correctamente peinado. El moreno de su piel no era ya tan acentuado, pero no por ello le restaba atractivo.
—¿Por qué me miras así, Anne?
—A decir verdad no te veo. ¿Es que no pensabas verme de nuevo?
—Verás, tú vives en un mundo de película. He leído cuanto se dijo de ti. Me... asombró.
—¿Por qué?
—No sé —se alzó de hombros—. Tal vez porque me pareció que después de los apuros pasados, no te agradaría que hicieran una comedia espectacular de ello.
—Apenas si me enteré.
—Toma asiento, Anne.
—No, no. Solo he venido a ver cómo estabas, puesto que tú no te preocupabas de decirlo. Estuve en casa de tu madre.
—¡Oh!
—¿Te disgusta?
—Pues verás... No me parece un marco apropiado para ti.
—¿Te has propuesto ofenderme?
Anne se dirigió a la puerta.
—En efecto. Pero da la casualidad de que somos los mismos.
—Según se analice el caso. Allí eras una chica indefensa. Aquí eres una personalidad.
—¿Y tú? —preguntó con tremendos deseos de llorar.
—Hombre, yo también me siento otro.
Anne se dirigió a la puerta.
—Ya lo veo —dijo—. Ya lo veo.
Él fue hacia ella y la asió por un brazo.
—Anne.
La joven dio un tirón y siguió caminando.
—Anne..., ¿qué te pasa?
—Nada, siento haberte molestado.
—Escucha, Anne —ella ya abría la puerta—. Te invito a comer conmigo.
—¡No!
—Pero, Anne...
—Perdona que haya venido. Es verdad... He sido estúpida.
Se marchó sin que él pudiera retenerla. Al cerrarse la puerta tras ella, Carl Redding apretó los labios y dijo entre dientes:
—Casi es mejor así. Soñar con imposibles es absurdo en un hombre como yo.
X
—Leonard. ¿No notas nada raro en nuestra hija?
El caballero fue a sentarse junto a su esposa y tomó las dos manos femeninas entre las suyas.
—En efecto, querida, noto en Anne algo maravilloso. Ha cambiado. No queda en ella nada de aquella muchacha soberbia, egoísta y fría, que, aun sin participártelo a ti, me tenía muy disgustado. Anne es ahora una mujer excepcional. Bella majestuosa, pero sensata, pensadora y humana. ¿Y sabes por qué? Pues porque vio la muerte muy de cerca, porque pasó hambre y sed, y porque aprendió a comprender la miseria humana.
—Todo eso lo sé, querido. Pero el que nosotros lo sepamos no evita que Anne sufra, sea la comidilla de la sociedad por negarse a salir con sus amigas, y se pase la vida encerrada en su cuarto.
—La sociedad —apuntó desdeñoso lord Beresford— no concibe que una joven brillante, que lo tiene todo para ser feliz, no lo sea.
—No te comprendo.
El caballero consultó el reloj.
—Tengo que dejarte, querida. He de asistir a una reunión y se me hace tarde.
—Me agradaba hablar de Anne.
—No te preocupes. Nuestra hija sabrá encontrar la felicidad que necesita. Y no será preciso que intervengamos nosotros.
—Sigo sin comprenderte.
El aristócrata esbozó una tibia sonrisa. Besó a su esposa en la frente y dijo antes de enderezarse:
—Gerald se nos casará muy pronto. Anne también lo hará. Una vez nos dejen solos, haremos un viaje alrededor del mundo, los dos, como si fuera nuestra segunda luna de miel.
—Me encantará, Leo, pero, dime, ¿con quién se casará nuestra hija si no sale de casa? ¿Con Raymond Clement?
—Querida, ten un poco más de imaginación. Raymond es muy poco hombre para la mujer que es hoy Anne.
—Si tiene muchos millones, Leo. Si es uno de los nombres más poderosos de Inglaterra.
—Sí, querida, sí —rio divertido, observando la simplicidad de su esposa—. Es que a nuestra hija no la interesará tanto dinero y tanto nombre. Anne se conformará con un hombre más vulgar, pero más hombre.
—Me intrigas, Leonard.
—Adiós, querida. Hasta luego.
Se alejó el caballero y casi inmediatamente una doncella apareció en el umbral.
—¿Qué ocurre, María?
—Llaman a la señorita por teléfono, Milady.
—Pásale la comunicación.
—Es que no está en su alcoba.
—¿Quién la llama?
—Mister Redding.
—¿Mister Redding? —silabeó—. No lo conozco. ¡Ah! —exclamó al instante—. Me suena ese nombre. Creo que es... Espere, María, yo contestaré. Puede retirarse.
La doncella desapareció y lady Beresford asió el auricular.
—Dígame.
—¿Anne?
—Soy su madre.
—¡Oh, perdone! Perdone usted, lady Beresford.
—Mister Redding, celebro mucho hablar con usted para expresarle todo lo agradecida que le estoy por lo mucho que hizo por mi hija.
—No tiene importancia, Milady —replicó Carl amablemente, con su acento de voz tan varonil—. A decir verdad hice por Anne lo que hubiera hecho por cualquier mujer que la tocara vivir conmigo aquel infortunio.
—Pero es que esa cualquier mujer dio la casualidad que era mi hija, y eso no podemos olvidarlo. Dígame, mister Redding, ¿tendría inconveniente en comer esta noche con nosotros?
Carl pareció desconcertarse.
—¿Me oyó usted, mister Redding? Se lo suplico.
—Milady...
—Si se niega me sentiré muy ofendida.
—Pero es que...
—Hasta la noche, pues —cortó, temiendo que él se negara.
—Está bien. Acudiré.
—A las nueve y media. Comemos más tarde, pero me agradará en extremo hablar con usted, ya que mi hija nunca se decide a referirme con detalle la odisea.
—De acuerdo.
—No faltará, ¿eh?
—Le prometo que no faltaré. —Y sin transición—: ¿No podría hablar con Anne?
—No sé dónde se hallará metida. No sale de casa, ¿sabe usted? Yo no sé qué la pasa a esta criatura. Desde aquello... ha cambiado mucho. Antes pasaba los días fuera, ahora se pierde por la casa, y como esta es tan grande, cuando se la busca nunca aparece. ¿Por qué no llama usted más tarde?
—Gracias, cuando aparezca dígala que llamé yo, por favor, y añada que la espero donde el otro día...
—¡Ah! —se maravilló la dama—. ¿Es que salen ustedes alguna vez?
—No olvide usted —rio Carl un sí es no burlón— que pasamos juntos y solos, cuatro meses.
—¡Ah!
—Hasta la noche, pues, Milady.
—No falte, ¿eh?
—Se lo prometo.
Al momento apareció Anne en el salón.
—¿Dónde te habías metido, querida? Te llamó Carl por teléfono.
Anne se estremeció.
—Me puse yo al teléfono. Debe ser un chico estupendo.
—Lo... lo... lo es.
—Le invité a cenar esta noche.
—¿A... a... ceptó?
—¿Tienes catarro, Anne?
—No, no. ¿A... aceptó?
—Naturalmente. Me dijo que te esperaba donde el otro día. Yo no sabía que os veíais.
Solo se habían visto en el piso y no fue precisamente una entrevista muy cordial... ¿La esperaba allí? ¿Allí?
—¿Es que salís juntos, Anne?
—Pues... sí...
—Claro —rio la dama, como si no comprendiera hasta aquel instante—. Ya sé por qué tu padre habla tan eufóricamente. Estáis uno enamorado del otro, ¿verdad?
—Lo estoy yo de él, mamá —rezongó Anne malhumorada—. No sé si él lo estará de mí.
—¡Qué tontería! Naturalmente que lo estará. Acude a la cita y lo sabrás.
—Por lo visto, para ti y para papá, es natural que nos casemos.
—Que os améis y os caséis, querida.
—Carl no es rico.
—Ta, ta... ¿es que solo es feliz el que tiene dinero? Por supuesto que no. Es feliz quien se ama y se comprende, querida. El dinero es algo accesorio.
—Mamá...
—Pero ¿qué te pasa?
—Me haces tan feliz...
—Qué sensiblera te has vuelto —rio la dama emocionada.
Anne la besó por dos veces y salió corriendo.
* * *
Antes de pulsar el timbre apretó los dedos. ¿A qué grado de ansiedad había llegado ella para encontrarse en aquel estado? Si cuatro meses antes la dicen que se enamoraría de un hombre y llamaría llena de ansiedad a su puerta, se habría reído. Y, no obstante, allí estaba, llamando a la puerta del piso de soltero de Carl Redding.
La abrió el mismo Carl.
—Anne...
—He venido.
La asió del brazo.
—Ya te veo. Pasa.
—Dirás que soy...
—Maravillosa.
—¿Porque he venido?
—Porque eres tú. Ven, vamos a tomar algo en la salita —la pasó un brazo por los hombros con naturalidad y la acarició la garganta. Anne se estremeció. Él la oprimió contra sí y dijo—: Te enseñaré la casa. Es totalmente masculina.
—¿Recibes muchas visitas femeninas? —dijo entre dientes.
Carl se echó a reír.
—Soy un hombre soltero, querida. He de tener mis compensaciones.
Anne se desprendió y quedó erguida ante él. Por un instante se miraron intensamente. Carl, con prontitud y cierta brusquedad que ella no pudo evitar, la atrajo hacia sí, la oprimió contra su cuerpo y dijo roncamente:
—No me mires de ese modo, Anne. Sabes muy bien lo que siento. Lo que me inspiras. Lo que doblegué con ansia para no caer en el pecado y arrastrarte en la caída.
La apartó un poco para mirarla. Ella dijo jadeante, apasionadamente:
—Deberías conocerme ya. Sabes, o debes saber, que soy exclusivista. Lo quiero todo o nada.
—Querida...
—Lo sabes, Carl. Ahora suéltame.
Por toda respuesta, él la echó la cabeza hacia atrás, la miró a los ojos y muy despacio fue inclinando su cabeza hasta pegarla a la de ella.
—Anne, la verdad —susurró— yo no sé cómo eres tú. Lo estoy sabiendo ahora y me gusta que sea así. Me gusta que lo seas. Si no lo fueras, no te amaría como te amo.
—Me amas... —susurró desfallecida.
—¿Acaso lo has dudado? Nunca podrás saber lo que yo he sufrido en aquel lugar. Nunca podrás saberlo, Anne.
La oprimía contra sí, con febril ansiedad. Ella, impulsiva, con aquella espontaneidad que la caracterizaba, alzó los brazos, rodeó su cuello y pidió quedamente:
—Bésame como aquella vez. Bésame, Carl.
El famoso periodista perdió un poco su compostura. La oprimió contra sí. La besó en la boca, y creyó que jamás podría desprenderse de ella. Fue una escena conmovedora, indescriptible, porque ambos se conocieron en aquel instante. Habían convivido durante cuatro meses en aquel solitario lugar, y, sin embargo, fue allí donde el uno se encontró al otro, donde se conocieron como eran realmente. Aquellos besos hábiles de Carl fueron para ella la máxima revelación, y la respuesta de Anne fue para Carl la confesión maravillosa de la pureza e inocencia de aquella.
—Carl...
—Déjame besarte otra vez y mil veces.
—Tenemos que ser... —le temblaba la voz— muy formales, Carl.
—Querida...
—Ven, vamos a sentamos allí, junto a la chimenea —y de pronto, desprendiéndose de él susurró intensamente—: ¿No amarás a otra mujer, Carl?
La asió por el brazo y volvió a prenderla en su pecho.
—Tú sola, y bien lo sabes. Los hombres —añadió con los ojos fijos en los de ella— vivimos todos los días una aventura distinta. Cuando somos solteros, cuando no amamos... Pero un día nos enamoramos de verdad y somos lo bastante escrupulosos y fieles al sentimiento verdadero, para huir del tópico vulgar de una aventura sentimental. Yo soy de esos —la besó en los ojos—. Yo soy de los hombres que no pueden decir «te quiero» a una mujer, amando de verdad a otra.
—El otro día...
—No me hables de eso. Cuando te vi aparecer por aquí, cuando luego Berta y mamá me dijeron, y tú misma, que habías estado allí... Me sentí muy desgraciado. Creí que venías a verme por caridad.
—¿Caridad tú?
—Podía inspirártela.
—No seas absurdo. Tú nunca inspirarás caridad. Eres de los hombres tan vigorosamente fuertes, espiritual y materialmente, que puedes inspirar miedo, pasión, ternura, pero nunca caridad.
Se perdía en sus brazos. Al hablar. Carl la besaba una y otra vez, y en cada beso ella descubría una nueva experiencia maravillosa.
—Dime —pidió él al cabo de un rato—, ¿qué sentiste allí?
—¿Dónde?
—En aquel lugar.
—Quiero pasar allí la luna de miel.
—Dios del cielo, no me atrevía a pedírtelo. Pero el frío...
—Venceremos al frío. ¿Qué sentí? No lo sé. Sé únicamente que al transcurrir los días, no sentía deseos de salir de allí, y cuando abría los ojos por las mañanas, en aquellos amaneceres maravillosos, y veía tu lecho de paja desierto, me sentía feliz. Con una felicidad que nunca supe explicarme.
—Era esta...
—Sí —susurró—. Esta...
* * *
—De modo —exclamó lord Beresford— que deseáis casaros.
—Eso es.
—¿Tú qué dices, Jane?
—Que hacen bien. Lo extraño sería que no se amaran, después de haber vivido juntos durante cuatro meses. Son completos los dos, jóvenes, bien parecidos, yo diría que bellos. ¿Quién podría evitar el chispazo?
—Menos mal —rio maliciosa la abuela— que ese chispazo no prendió fuego.
—Abuela...
—Perdona, hija.
Estaban todos reunidos. No faltaba la madre de Carl, ni su hermana, ni el esposo de esta. Gerald, su novia, la abuela y los padres. Todos en el gran salón burlándose un poco de los dos enamorados que no podían disimular su amor.
—Carl te lleva unos cuantos años, Anne —se burló su hermano—. ¿No temes que un día te canses de él?
La joven oprimió el brazo de Carl y lo miró hondamente a los ojos.
—Jamás podré cansarme de amar a Carl.
—¿Y tú, Carl? —preguntó la madre de este.
—Dios del cielo. ¿Queréis tomarnos el pelo? Vamos, Anne, dejémosles que se burlen unos de otros. Tú y yo vamos a tocar a cuatro manos el piano.
—La boda —preguntó lord Beresford—, ¿cuándo será?
—Pasado mañana —replicó Carl terminantemente—. Y nos prestarás tu helicóptero.
—¿Qué?
—Vamos a pasar la luna de miel a aquel lugar perdido en la geografía.
—Estáis locos...
Carl asió a Anne por la cintura.
—¿Oyes, mi vida? Dicen que estamos locos.
—Qué saben ellos.
Y ambos salieron riendo.
* * *
El helicóptero voló durante varios minutos, buscando donde tomar tierra. Lo consiguió entre las rocas, en una explanada formada entre estas y la choza. Saltaron los dos.
—Carl...
—Nuestra residencia de recreo, Anne —rio Carl mirándola intensamente—. Pero ahora hace frío.
—Yo no lo siento.
—Mejor para los dos. Ayúdame a transportar todo esto a la choza. Estaremos aquí un mes. Voy a empezar a hacer rayas en el árbol.
—¿Como antes?
—Con gran diferencia, niña —rio burlón—. Esta vez no correré tras ti ni me hundiré en las tierras movedizas. Eres mi esposa.
—¿Sabes lo que quedó diciendo papá?
—Me lo imagino. Que estamos locos. Pues no lo estamos. Somos dos seres felices, que buscan la soledad para amarse intensamente. Anne —añadió—, o te haces cargo de lo que yo voy sacando del helicóptero, o te tomo en mis brazos y dejo que esto se pudra.
—Te ayudo.
Ella vestía cómodos pantalones y un suéter negro que perfilaba su busto maravillosamente. Carl la miró.
—Marido —exclamó ella burlona—, si sigues mirándome...
—No puedo mirarte ahora. Tengo mucho que hacer. Después te miraré, Anne. No lo olvides.
Ambos se echaron a reír. Durante un buen rato se dedicaron a trabajar. Él sacaba todo lo que llevaban en el helicóptero, cajas de galletas y latas de conserva Botellas, dos colchones de goma, que luego tendría que inflar. Mantas, latas de petróleo y dos maletas.
—No me explico cómo este aparato pudo con todo.
—Todo —rio ella— no pesa nada.
Según él sacaba, ella lo tomaba en sus manos, y cuando terminó fueron llevando cosa por cosa a la choza. La primera vez se detuvo en el umbral. Quedó allí envarada, emocionada. Allí había vivido momentos de verdadera angustia, y momentos de una alegría intensa inexplicable. Se la explicó después, al llegar a Londres y transcurrir los días y no ver a Carl. Llegó a amar a aquel hombre con verdadera locura, hasta el punto de no sentir grandes reparos en buscarlo donde estuviera.
—¿Te quedas ahí, Anne?
—Ya voy.
—Te estoy esperando.
—Sí, sí, pesado.
—No empieces ya a llamarme pesado, Anne. Si aún no empezamos a vivir, nos casamos esta mañana y ya empiezas con los tópicos vulgares de todas las mujeres...
—No grites tanto —pidió burlona, regresando de nuevo a su lado.
—Fíjate cómo inflo los colchones.
—Magnífico.
—Tú lleva todo eso.
—¿Ya me sacrificas, Carl?
—Recuerda que cuando llegamos aquí por primera vez... nos convertimos en compañeros. Trabajamos por igual.
—Pero ahora somos marido y mujer.
—No me lo recuerdes, Anne —gritó Carl— porque sí lo dices otra vez, dejo esto.
—Es que deseo que lo dejes, Carl —rio Anne con coquetería—. Si el día de nuestra boda ya me abandonas.
—¿Qué? ¿Qué dices?
—Eso.
—Maldita sea...
Y corrió hacia ella, la levantó en vilo y se dirigió a la choza.
—Nunca me digas eso, mi amor. Será lo que nunca podré olvidar, que eres mi esposa. Que soy tu dueño, que...
No terminó. Entrando en la choza con su preciosa carga, quedó paralizado, como si la emoción le impidiera dar un paso más.
—Carl...
—Amor mío...
La besaba. O se besaban, mejor dicho. Y allí, en la explanada, quedaba el helicóptero y en el césped los utensilios para pasar aquel mes.
Carl y Anne supieron, en aquel instante, que, para ser felices, no necesitaban conservas, ni galletas, ni cacharros...
Fin
Título original: Aventura inesperada
Corín Tellado, 1963