JAMÁS PRIVEMOS A UN PERRO DE SU DIGNIDAD
Publicado en
septiembre 24, 2022
Por Margaret Lewerth (Condensado de "WOMAN'S DAY").
LA ÁUREA luz septembrina daba lustre a la mañana y el aire tenía la dulzura del verano que se resiste a partir. Silas, echado al lado de mi sillón, respiraba pesadamente, en el anonadamiento en que duerme el perro decrépito. Rítmicamente le subían y bajaban los costillares grisáceos, cálidos bajo mi mano. Le acaricié una de las entrecanas patas delanteras. Silas la encogió, lanzó un ronquido y se hundió más profundamente en su cama de sol.
La noche anterior habíamos tomado la dolorosa decisión. Nuestra cita estaba concertada para las 11 de la mañana. "¿Pero es que no comprendes?" me había dicho mi marido. "Será un acto de misericordia". Pero allí, sonriendo a la vista del viejo can que dormía junto a mí, me negaba a comprender. Todavía le queda tiempo, me dije. ¡Que no sea hoy!
HACÍA ya 15 años que Silas nos había tomado por amos. Los muchachos y los beagles nacieron para andar juntos, nos había dicho un amigo nuestro, muy conocedor de perros; y no tardamos en ir a ver una nueva camada de cachorritos. Nuestro hijo, de 11 años de edad, miraba maravillado aquella masa de carne, de color castaño y blanco, que se retorcía a sus pies. Uno de los cachorros se separó de los demás, llegó hasta nosotros, olisqueó uno de los delgados tobillos infantiles que asomaban bajo unos ya cortos pantalones bastos de algodón, y agitó la cola. El propietario de la perrera hizo una señal de asentimiento con la cabeza, y el chico alzó al perrito, que bostezó y se acurrucó, hecho un ovillo, soñoliento y confiado, entre los brazos del niño.
Silas llegó a casa en pleno verano, cuando las puertas constantemente abiertas le permitían darse el placer de salir a su antojo. Debimos renunciar desde luego a dos proyectos que habíamos trazado para el can.
Habíamos colocado la caja en que Silas debería dormir junto a la puerta de la cocina, donde, según pensó mi esposo, el beagle podría asumir inmediatamente sus obligaciones de perro guardián. Silas pensó en algo más íntimo. Apenas su primer gruñido llegó a oídos de nuestro hijo, éste fue por el animalito y lo instaló a los pies de su angosta cama, lo que Silas juzgó muy acorde con su gusto. De ese lugar se fue deslizando hasta la almohada, y de allí pasó a meterse bajo las mantas, entre las cuales durmió siempre hasta que su afectuoso compañero de cama, en el inevitable curso de su crecimiento, tuvo que marcharse.
El segundo de nuestros planes relativos a Silas era el de su adiestramiento.
—Silas no me hace caso cuando lo llamo —se quejaba el chico.
—Tardaremos 20 años en educarte a ti —le explicó mi marido—, ¿y esperas que un cachorrito aprenda en dos semanas?
—Ni siquiera se vuelve a mirarme —insistía nuestro hijo.
—Es cuestión de tiempo —le aseguró su padre—. Pero la educación de un perro es sencilla, a fin de cuentas.
Se empieza enseñándole con la ayuda de una cuerda de unos 15 m. de largo atada al collar del cachorro. A continuación echa uno a andar hasta el extremo de la cuerda para llamar luego al animal: "¡Ven!" Y se tira suavemente del perro hasta donde uno está; cuando llega se le recompensa con una galleta. Pero de lo que mi esposo tiraba invariablemente era de un collar que ya Silas se había sacudido. Para entonces el animalito iba trotando resueltamente, con el rabo en alto, hacia el campo abierto, siguiendo un rumbo norte-nordeste.
Saltaba a la vista que Silas era un perro muy listo. Asimismo, era un beagle decidido, obstinado... e insidiosamente encantador. Puertas adentro, reconocía los pasos de nuestro hijo por quedo que pisara, y era capaz de darse cuenta de que habían abierto la puerta del refrigerador o de que estaba yo sacando del horno la sartén con el asado. En estos casos, siempre oía y acudía. Puertas afuera, sin embargo, Silas no reconocía otro amo que su propia voluntad. Si se le llamaba, se volvía a mirar cortésmente, movía la cola y reanudaba su camino, atento solamente a su misión.
—¿Qué haremos? —preguntaba el niño.
—Debemos ser pacientes —decía mi marido—. Los perros tienen sus defectos, como la gente. No echamos a la calle a ningún ser humano imperfecto. Ya se corregirá cuando crezca.
Pero no fue así. Su actitud no podía ser más clara, y nosotros no dejamos de comprender qué indicaba: "No se molesten en llamarme; yo seré quien los llame". Esto le acarrearía no pocos disgustos.
Cierta fresca mañana de abril Silas desapareció. No era la primera vez, pero por lo general podíamos estar seguros de que volvería antes de una hora, con las patas y las orejas enlodadas, y con la cola y el ánimo enhiestos. En aquella ocasión, sin embargo, no regresó.
Palidecía ya la luz vespertina y yo fingía distraerme cortando los brotes tempraneros de una capuchina, cualdo percibí unos débiles gemidos. Me puse de rodillas y descubrí a Silas, que estaba encogido bajo unos arbustos, con los ojos vidriosos a causa del dolor. Lo saqué de su refugio cuidadosamente. Estaba casi conmocionado, y tenía la cola, antes blanca en la punta y altivamente levantada, convertida en un muñón negro y lacerado.
"No se le ve ninguna otra herida", declaró el veterinario. "Así pues, no puede haberlo atropellado un auto, ni es posible que se haya peleado. Quizá se cogió la cola en la portezuela del coche de alguien que se lo quiso llevar... O habrá caído en una trampa. ¡Quién sabe...!"
Silas curó del rabo, que se le redujo a diez centímetros, y a la postre recobró hasta un centímetro de su antigua punta blanca. El perro aprendió a hacer vibrar su mutilado cabo, en vez de agitarlo, y cuando dormía lo recogía cuidadosamente debajo de sí. Pronto olvidó y aun perdonó a las malignas potencias (nunca llegamos a saber qué le sucedió) que le habían hecho daño.
El Sol había ido ascendiendo por el firmamento y caía ya de lleno sobre el provecto animal. Dormía Silas tan profundamente a mis pies que el rítmico palpitar de sus flancos era apenas perceptible. Le enderecé una de las leonadas orejas, ya descolorida, que al rayo del sol sentí cálida como la seda.
Tenía Silas unas orejas tan sensibles como obstinadas. El animal anunciaba la llegada del camión lechero mucho antes de que apareciera por el camino que corría a un costado de nuestra casa. Ya podía mi marido salir en el auto por la noche para asistir a alguna junta, que Silas continuaba dormitando con absoluta indiferencia. Pero que mi esposo no saliera en busca de un bocadillo nocturno, porque Silas, en la cocina, se incorporaba inmediatamente con las orejas enveladas. Por otra parte, sus impacientes ladridos daban comienzo antes de que el coche llegara al garaje.
Nadie podría explicarse cómo el perro presentía, ya desde antes de que el auto se pusiera en marcha, que mi marido traería algún manjar. Sin embargo, el secreto más impenetrable en la vida de Silas era el sexto sentido que tenía al tratarse de las visitas de nuestro hijo. El can andaba ya por los 12 años de vida, que en un beagle son ya muchos, cuando, cierta noche, nuestro hijo llamó por teléfono. "El sábado iré a casa, mamá", me dijo. Y tras un momento de vacilación, agregó: .".. Llevaré a una chica".
Ya antes el muchacho había ido a casa con alguna amiga suya, pero una leve vibración de la voz me hizo comprender que aquella sería diferente. El sábado por la tarde Silas se plantó al lado de la puerta, y ora se levantaba, ora se echaba con la cabeza apoyada sobre las patas delanteras. El perro llevaba allí una hora cuando entró la joven pareja.
La muchacha era encantadora, modesta y graciosa, y, además de una sonrisa viva y cordial, tenía unos ojos profundos y unas manos finas y sensibles. Mi marido y yo nos sentimos cautivados. Cuando tomamos todos asiento, para entablar conversación, el perro había desaparecido.
—¡Silas! —gritó nuestro hijo. Rió con aire cohibido, y ya incluyendo a la joven entre los miembros de nuestra familia, le dijo—: Has de saber que Silas nunca hace caso cuando se le llama. "No se molesten en llamarme; yo seré quien los llame", parece decir.
—¡Silas! —llamó la chica, con su clara voz musical.
Debajo de la silla que ocupaba la muchacha vimos salir a nuestro ya maduro beagle. El animal paseó la mirada en torno, meneó su breve cola y se echó a los pies de nuestra visitante, que le pasó las delicadas manos por las orejas, y el perro cerró los ojos. De esta sencilla y alegre manera se rindió Silas a la que en breve sería la esposa de nuestro hijo.
A medida que Silas crecía en edad, se mantenía más cerca de nosotros cuando íbamos de paseo. De vez en cuando algún conejo lo alejaba de nosotros, pero no más allá de un arbusto próximo, y ya el gato del vecino no llegaba a alterarle el pulso ni a hacerle probar los músculos. No obstante, cierta fría noche de noviembre (apenas hace un año, creo) oímos que Silas ladraba, reclamando, de modo inconfundible, que lo dejáramos salir. Faltaba poco para medianoche, pero mi marido se levantó de la cama y se dirigió al piso bajo. Fui a asomarme a la ventana, tiritando de frío, y desde allí pude ver que Silas salía al trote, mas no para dar un paseo por el jardín, como solía hacerlo, sino para lanzarse en línea recta y con algún fin determinado hacia el campo plateado.
—Más vale que te vuelvas a la cama —me dijo mi esposo—. Silas tardará en regresar. Hay luna; una luna propia para la caza. La mayoría de la gente no sabe lo que es eso, pero él sí.
A las 4:45 un ladrido penetrante rasgó la oscuridad. Mi marido se levantó de nuevo y bajó a abrir la puerta.
"¡Bien hecho, amigo!" le oí exclamar.
Siguió un rato de silencio, y poco después llegó hasta mí el olor de carne de un alimento canino puesto a calentar. Oí claramente que Silas acudía corriendo, jubiloso. A las 5 de la mañana mi esposo estaba preparando el desayuno a nuestro trasnochador beagle y le hablaba en tono no sólo de aprobación, sino incluso de orgullo.
—¡Ese perro es formidable! —me dijo al volver a nuestra habitación— ¡Sí que supo aprovechar la noche!... ¡Y a sus años!... —y mi marido sonreía.
El beagle, que dormía al rayo del sol, se agitó levemente, alzó la cabeza y la dejó caer de nuevo. El camión lechero se había detenido, y el hombre que lo conducía entre-chocaba sus botellas alegremente.
—Me parece que el amigo Silas se ha olvidado de mí —comentó—. ¿Cómo está?
—Está... está muy bien —repuse, con voz insegura. Y sin poder remediarlo, le pregunté—: ¿Sabé usted qué hora es?
—Pasan ya de las 10.
Nunca había visto un sol más brillante, ni un cielo más azul. Dentro de una hora aquel día de oro palidecería. Una hora más, y... ¡No! ¿Qué derecho teníamos de privar a criatura alguna del tiempo que se le hubiera asignado en esta Tierra; de privarla de la luz? Y sin embargo, la noche anterior, precisamente...
El viento y la lluvia se habían abatido sobre la casa la noche anterior. Silas se había levantado, haciendo un penoso esfuerzo para salir afuera. Pero no se había vuelto hacia la puerta como acostumbraba hacerlo. En vez de ello, se volvió hacia la pared, con expresión de ciego.
—¿Lo dejaremos salir? —pregunté a mi esposo.
—Si se lo impidiéramos, no comprendería el porqué —me replicó mi marido—. ¡Vamos, Silas!
Abrió la puerta, y una ráfaga de húmedo viento frío hizo volverse al animal.
Con una leve sacudida de la corta cola, Silas se perdió en las sombras de la noche.
Su ladrido no tardó en anunciarnos su regreso. En el umbral, Silas tropezó, recobró el equilibrio... y volvió a tropezar. Corrimos a ayudarlo a entrar. Sin embargo, el perro no se echó, como siempre. Se mantenía en pie dentro del círculo de luz de la lámpara; las patas le temblaban y con los débiles ojos parecía mirar a lo lejos.
Mi esposo lo observaba atentamente. "¿Qué pasa, Silas?" Pero el beagle permanecía inmóvil. "¡Silas!"
El can volvió la cabeza, pero hacia otra parte, como si estuviera oyendo un eco lejano.
—Para mañana estará mejor —logré decir, a pesar del nudo que sentía en la garganta. ¿Pero acaso no había dicho yo lo mismo el día anterior, y una semana antes, y hacía dos semanas?
—Llamaré al veterinario —repuso con calma mi marido.
—¡No! —grité— ¡Todavía no!
Silas seguía en pie, tembloroso, ajeno a nosotros y a la habitación que tan bien conocía. Le alargué la mano y lo llamé por su nombre. Silas no me oyó ni me vio.
—¿Te das cuenta? —me dijo mi esposo, con voz ronca— Ya no puede oírnos. La vida es ya una carga para él, y nadie puede ayudarlo a sufrirla.
—¿No bastará con que lo hagamos dormir?
—Eso es justamente lo que él quiere, y es lo último que podemos hacer por su bien. ¡Dios mío! —agregó mi marido con emoción—, ha sido leal a nosotros durante 15 años, y no vamos a abandonarlo ahora...
Cuando mi esposo volvió, tras hablar por teléfono, llevaba consigo una manta en la que envolvió a Silas. El animal pasó la lengua, en roja y rápida caricia, por la firme y amistosa mano, y se quedó dormido. Por encima de la confiada cabeza alazana, la mirada de mi esposo se cruzó con la mía.
Son las 11. Mi marido hizo levantarse a Silas y le puso la raída traílla. El perro echó a andar pesadamente tras él. Junto a la portezuela del coche, el fatigado animal se volvió a mirarme. En un instante evoqué la borrosa figura de un cachorrito incapaz de estarse quieto. "No se molesten en llamarme; yo seré quien los llame..." Y Silas y mi marido se alejaron.
El reloj de la cocina martillaba su insistente tic-tac. Acudieron a mi memoria las palabras de un amigo' nuestro: "Jamás privemos a un perro de su dignidad. Decidamos su suerte, por cariño".
Y con esto hallé alivio en el llanto. Derramé lágrimas no sólo por el perro cuyos bien cumplidos años debían llegar a su fin. No sólo por una casa en que ahora faltaría la alegre bienvenida que el animal nos daba, como ya faltaba la voz de un niño y el silbido de un muchacho. Fueron también lágrimas de gratitud por mil humildes goces; por tantos breves y exquisitos instantes de profunda belleza, tan fugaces e iridiscentes como los reflejos de la luz en el agua. Y también por tantos dones de amor y lealtad de que había disfrutado yo con Silas.
Y también porque necesitaba desahogar mi pena.