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agosto 03, 2022
Para mi abuelo, que no tenía pelos en la lengua, era una neurótica; para mi abuela, una niña sensible, pero para mi, la verdad es que mi tía Margarita era una mujer insoportable.
Por Elizabeth Subercaseaux.
A mi tía Margarita no le gustaba comer, no le gustaba bailar, se aburría en todas partes, la gente le parecía "agotadora", los teléfonos la sacaban de quicio, los niños la ponían nerviosa, los ruidos de la calle la enloquecían. Decía que ir al cine era una pérdida de tiempo, leer un libro le daba lata, comprarse ropa era un castigo, ir a la peluquería la enervaba, cuando asistía a un concierto le daba urticaria en los brazos, detestaba la música, juraba que los hombres olían a plátano y también le cargaba muchísimo hablar con sus hermanas.
—Esta niña es una neurótica —decía convencido mi abuelo.
—No, Demetrio, es sensible.
—Pero, mujer... ¿sensible a qué va a ser, si todo le carga?
—Al mal gusto del común de la gente —la defendía mi abuela.
Mi abuela siempre le buscaba el acomodo a las cosas, pero la verdad de las verdades es que mi tía Margarita, fuera cual fuera su diagnóstico, era insoportable.
—Y a usted, "mijita", ¿no le gustaría meterse a monja? —le preguntó mi abuelo un día, temeroso de que con ese carácter endemoniado que tenía, no encontrara novio jamás.
—¿Y qué voy a hacer en un convento?
—Conversar con Dios, pues, lo que hacen todas las monjitas.
—¿Y de qué vamos a hablar?
—Bueno, de las cosas del cielo, me imagino, de los problemas de los ángeles.
—Al convento se va cuando existe vocación, no cuando todo te da lata —intervino mi abuela.
Pero a mi abuelo se le había puesto entre ceja y ceja que el mejor lugar para mi tía estaba en el convento de las benedictinas, y consiguió una audiencia con la Superiora.
—Vas a ir tú solo. Yo no me meto en esta locura —dijo mi abuela.
Mi abuelo fue.
—¿Y se puede saber por qué quiere meterse a monja su hija? —quiso saber la Madre Superiora.
—No es que quiera meterse a monja, precisamente —dijo mi abuelo— lo que ocurre es que las cosas de este mundo le aburren soberanamente y yo he pensado que tal vez las cosas de Dios...
—¿Y usted cree que acá se viene por descarte? —preguntó la Madre Superiora, poniendo una cara de muy pocos amigos.
—No me lo tome a mal, sólo le pido que la ponga a prueba.
—Aquí tendrá que levantarse a las cuatro de la mañana, rezar hasta las cinco, luego tendrá que hornear el pan, rezar hasta las siete, servir el desayuno, asistir a la misa de ocho, lavar los cuartos de las otras monjas, asistir al coro, ponerse a pelar las papas del almuerzo, guisar el almuerzo, lavar los platos, asistir a la misa de las dos, leer la Biblia hasta las cuatro, cantar en el coro, servir la cena y dormir de pie. ¿Cree que le gustará?
—Estoy seguro de que le encantará —dijo mi abuelo—. Pero, ¿cuándo va a conversar con Dios?
—Mientras haga todas esas cosas, pues —dijo la monja.
—Ah —musitó mi abuelo y cuando llegó a la casa no dijo una palabra de su conversación con la monja. Se limitó a decirle a mi abuela que las puertas del convento estaban abiertas para Margarita. Cuando quisiera podía ir.
Y fue así como un jueves lluvioso, mi tía Margarita salió de la casa como una loca por el agua que caía sin piedad. Llevaba su maleta y su libro de cabecera. Nada más.
—¿Cómo le va, hija? —la saludó la Madre Superiora.
—Mal —dijo mi tía.
—Bueno, aquí le va a ir peor —dijo la monja, que no tenía paciencia para la gente neurótica.
—Se la dejo una semana —le dijo mi abuelo y se despidió rápidamente, antes de que la monja se arrepintiera.
Pasó la semana y mi abuelo regresó para saber cómo iban las cosas.
—Amigo mío, su hija es una maravilla —lo recibió la Madre Superiora.
Mi abuelo no podía creer lo que oía. ¿Una maravilla?, ¿la insoportable Margarita que gritoneaba a la Domitila, tiraba piedras a los transeúntes porque metían ruido con los zapatos, insultaba a las mariposas, no saludaba a sus hermanas y se la pasaba encerrada en su cuarto, porque no existía ningún ser humano con el cual valiera la pena relacionarse? ¿Una maravilla?
—¿De qué está hablando, Madre?
—De su hija, por supuesto. De la dulce Margarita nuestra.
—¿La dulce Margarita nuestra? ¿Y se puede saber por qué la llama así?
—Bueno, porque ella ha escuchado la voz de Jesús y quiere quedarse entre nosotras —dijo convencida.
—¡Pero usted podría haberme consultado! —gritó mi abuelo—. No es cosa de llegar y meterse a monja, así, no más, hay que esperar por lo menos un año, ¿no le parece? Yo se la dejé a prueba, no para siempre.
—Mire, no se agite sin necesidad, por favór—lo tranquilizó la monja—. Ahora le llamo a su Margarita y usted verá lo bien que se encuentra, lo feliz que está.
Al poco rato la monja apareció de vuelta con mi tía Margarita, quien efectivamente parecía otra. Estaba rozagante, con los ojos brillosos y el cabello cayéndole hasta los hombros, con un lindo brillo cobrizo.
—¡Pero qué te han hecho las monjas! —exclamó mi abuelo, sorprendido ante esta nueva hija que en la calle no hubiera reconocido.
—Las monjas no me hicieron nada —dijo Margarita— fue Jesús.
—Ah —musitó mi abuelo, doblemente impresionado— ya entiendo.
El asombro lo enmudecía... Al cabo de un rato, algo más repuesto, le preguntó a mi tía:
—¿Se te apareció?
—¿Quién?
—Jesús.
—No, no es que se me apareciera, papá, él viene todos los martes y los jueves.
Mi abuelo casi se desmaya.
—¿Y tú, lo ves?
Mi tía lo miró asombrada.
—¡Claro que lo veo! Bueno, lo veo y algo más —dijo, sonriendo.
—¿Se da cuenta de lo linda que la ha dejado Jesús? ¿Cómo la encuentra? —intervino la monja.
Fue entonces cuando mi abuelo cayó en cuenta de que allí había gato encerrado.
—Dices que viene los martes y los jueves... ¿y a qué viene?
—A cortar el pasto —dijo mi tía, entornando los ojos.
—¿Es el jardinero? —preguntó mi abuelo, con la respiración en suspenso.
—Es mucho más que un jardinero —repuso la monja—, es un artista. Es chino. Se llama Che-Chú, pero nosotras le decimos Jesús.
Mi pobre abuelo, que nunca entendió bien a las mujeres, fueran monjas o de las otras, abandonó el convento con una aspirina que le dio la Madre Superiora, y el corazón lleno de preguntas que nunca nadie contestó.
Mi tía Margarita y Jesús se casaron dos años más tarde y esa noche, frente al altar, cuando Jesús le respondió al cura: "Sí, quielo", mi abuelo se desmayó.
ILUSTRACIÓN: MARCY GROSSO
Fuente:
REVISTA VANIDADES, ECUADOR, OCTUBRE 16 DEL 2001