UN LARGO VIAJE PARA MATAR A RICHARD NIXON (Orson Scott Card)
Publicado en
mayo 25, 2022
Siggy no era un asesino ni tenía ilusiones de grandeza. Sus pocas ilusiones eran de felicidad. A los treinta años renunció a un buen empleo de artista gráfico y salió al mundo, reduciendo sus ingresos, su prestigia y sus tensiones. Compró un taxi.
—¿Quién conducirá este taxi, Siggy? —preguntó su madre. Era una alemana de la vieja escuela, bien criada y desdeñosa de la servidumbre.
—Yo —respondió tímidamente Siggy.
Soportó la filípica que recibió, pero desde entonces su única fuente de ingresos fue el taxi. No trabajaba todos los días, pero cuando tenía ganas de trabajar, de salir del apartamento o de ganar algún dinero, salía a recorrer Manhattan con el taxi. Mantenía el coche inmaculado. Brindaba un servicio excelente. Se divertía a más no poder. Y cuando regresaba a casa se sentaba ante el bastidor, o con papel en las rodillas, y se dedicaba al arte. No era muy bueno. Su talento era más apropiado para las ilustraciones comerciales. Ante cualquier cosa más difícil que una ilustración para un envase de golosinas, Siggy estaba fuera de su elemento. Nunca vendió ninguna pintura. Pero no le importaba. Le gustaba lo que hacía y le gustaba lo que era.
También su esposa, Marie. Ella era francesa, él era alemán; se casaron y se mudaron a Estados Unidos en vísperas de la Segunda Guerra Mundial, llevando a sus familias, y vivieron un matrimonio exquisitamente feliz durante ambas carreras de Siggy. En 1978, a los cincuenta y siete años, Marie murió de un infarto, y Siggy sacó el taxi y condujo once horas sin recoger un solo pasajero. A las cuatro de la madrugada decidió regresar a casa. Seguiría viviendo. Y antes de lo que esperaba, otra vez fue feliz.
Nunca había soñado con conquistar el mundo ni con enriquecerse, ni siquiera con acostarse con una estrella de cine ni una prostituta de lujo. Así que no estaba en su naturaleza imaginar cosas imposibles. Quedó bastante sorprendido cuando lo escogieron para salvar a su país.
Ella era un hada madrina de Disney, y apareció en el sueño más descabellado que Siggy había tenido.
—Tú, Siegfried Reinhardt, eres el feliz ganador de un deseo —dijo, con voz parecida a la de la mujer de Magic Carpet Land la última vez que llamó para ofrecerle una limpieza gratuita de sus alfombras.
—¿Uno? —preguntó Siggy en el sueño, pensando que las hadas madrinas eran más generosas.
—Y puedes elegir —respondió el hada madrina—. Puedes usar el deseo para ti o puedes usarlo para salvar a tu país.
—Mi país se va al cuerno y necesita todos los deseos que le concedan —dijo Siggy—. Por otra parte, yo no necesito nada que ya no tenga. Así que opto por mi país.
—Muy bien —respondió el hada, y se dispuso a marcharse.
—Espera un momento —dijo Siggy en su sueño—. ¿Eso es todo?
—Has pedido un deseo para salvar Estados Unidos, y eso obtuviste. Lo cual es un derroche de un excelente deseo, a mi entender, pues hace treinta años que este país no vale un scheisse. Trata de no desquiciar las cosas, Siggy. Este asunto de los deseos es un auténtico lío, y tú eres un tipo bastante simplón. —El hada se fue, Siggy despertó y el sueño se le quedó grabado en la memoria de un modo muy especial.
«Es una locura —pensó, echándose a reír—. Me estoy volviendo viejo, Marie me hizo ver demasiadas películas de Disney, estoy demasiado solo». Pero, aun sabiendo que era descabellado, no podía olvidar el sueño.
«¿Y si realmente me conceden el deseo? —pensaba—. Una sola cosa que se pudiera cambiar para que este país fuera más feliz. ¿Cuál será?».
—¿Qué hay de malo en este país? —replicó su madre, revolviendo los ojos y meciéndose en su silla de ruedas. Nunca había tenido una mecedora, y lo compensaba meciéndose en cualquier otra silla—. Pues todo.
—Pero una cosa, madre. Una cosa que pueda repararse.
—Es demasiado tarde, nada puede repararlo. Todo comenzó con él. Si existe la reencarnación, ojalá se reencarne como mosca para que yo pueda aplastarla. Ojalá se reencarne como boca de riego, para que se meen en él todos los perros. —La madre de Siggy era muy fina en alemán, pero en inglés era grosera. Siggy se preguntó una vez más por qué su madre aún seguía viva a los noventa y dos años cuando su delicada y sensible Marie había muerto.
—No seas grosera, madre.
—Soy estadounidense, tengo los papeles, puedo ser grosera. Mil novecientos sesenta y ocho. Ese año todo se fue al demonio.
—No puedes culpar a un hombre por todo.
—¿Qué sabes tú? Tú conduces un taxi.
—Un solo hombre no cambia tanto las cosas.
—¿Y qué me dices de Adolf Hitler? —preguntó triunfalmente su madre, palmeando los brazos de la silla mientras se mecía—. ¡Adolf Hitler! ¡Un solo hombre! Igual que Richard Nixon. Ojalá su maquinilla de afeitar tenga un corto circuito y le fría la cara.
Aún se reía maldiciendo a Nixon cuando Siggy se marchó. «Hada madrina —se dijo—. ¿Para qué necesito un hada madrina? Tengo a mamá».
Pero el sueño no se disipaba. El hada madrina seguía aleteando, revoloteando en el borde de todos sus sueños, diciendo sin palabras: «Apresúrate a tomar una decisión, Siggy. Las hadas madrinas somos gente ocupada, y estás desperdiciando mi tiempo».
—No insistas —decía Siggy—. Trato de ser prudente.
—Tengo otros clientes, por favor.
—Me enfurece que los productos de mi imaginación sean insistentes. Tengo un deseo, quiero usarlo bien.
Al despertar, se sintió avergonzado de tomar al hada madrina tan en serio en sus sueños.
—Sólo es un sueño —se dijo. Pero aun así, comenzó a recabar datos.
Realizó una encuesta. Llevaba una libreta en el taxi, y preguntaba a la gente:
—Por curiosidad, ¿cuál es el peor problema de este país? ¿Qué es lo que usted cambiaría si pudiera?
Había pocas sugerencias, pero siempre aludían a Richard Nixon. «Todo empezó con Nixon», decían. O bien: «Es Carter. Pero de no ser por Nixon, nunca habrían elegido a Carter».
—Son los sindicatos que impulsan la subida de precios —dijo una mujer. Y luego, al cabo de una reflexión—: Si Nixon no hubiera desquiciado las cosas, aún tendríamos cierto control sobre el país.
Y no sólo el nombre reaparecía, sino que la gente lo decía con odio, con desprecio, con miedo. Era una palabra cargada de emoción. Sonaba maligna. Decían Nixon como si dijeran escoria o araña.
Una noche Siggy se quedó a estudiar los resultados de la encuesta, sin poder salir del taxi porque sus pensamientos lo aturdían. Estoy loco, pensó, pero sus pensamientos lo ignoraron y continuaron zumbando. En el fondo de oían las risitas del hada madrina. Richard Nixon, decían sus pensamientos. Si había un solo deseo, se debía usar para eliminar a Richard Nixon.
«Pero demonios, yo lo voté», dijo Siggy en silencio. Mejor dicho, se proponía decirlo en silencio, pero las palabras resonaron dentro del taxi.
—Yo lo voté. Y a veces creí que hacía las cosas bien.
Sintió cierta vergüenza al pronunciar estas palabras. No eran los sentimientos que hacían que un taxista ganara buena fama entre sus pasajeros. Pero recordaba el momento triunfal en que Nixon dijo a los norvietnamitas Que te den por el culo y los bombardeó hasta llevarlos por última vez a la mesa de negociaciones. Y la arrolladora elección que impidió que ese loco de Dakota del Sur entrara en la Casa Blanca. Y el viaje a China, y el viaje a Rusia, y la sensación de que Estados Unidos era tan fuerte como cuando Roosevelt era presidente y Hitler recibió una patada que le metió el trasero en el gaznate. Siggy lo recordaba, recordaba esa cálida sensación, recordaba que se enfurecía ante los ataques de la prensa.
Y al fin Nixon se derrumbó y resultó ser tan cabrón como decían los periódicos.
Y la sensación de traición que había sentido en 1973 lo sofocó de nuevo, y Siggy dijo «Nixon», y dentro del taxi su voz sonó más venenosa que la de sus pasajeros.
Si algo andaba mal en el país, comprendió Siggy, era Richard Nixon. Aunque tuviera simpatizantes. Pues había traicionado a sus simpatizantes, y no había aplacado a quienes le odiaban, y mientras tanto estaba en California alimentando un odio que era más fuerte que el odio por la compañía telefónica, los sindicatos, las compañías petroleras y el Congreso.
«Desearé que se muera», pensó Siggy. Y en su mente oyó los aplausos del hada madrina.
—Expresa tu deseo —invitó.
—Todavía no —dijo Siggy—. Tengo que ser justo.
—Y una porra. Expresa tu deseo, que estoy ocupada.
—Primero tengo que hablarle —dijo Siggy—. No puedo desear su muerte sin darle una oportunidad de defenderse.
Siggy había planeado viajar solo. ¿Quién comprendería su propósito, cuando ni siquiera él lo entendía? No contó a nadie adónde iba. Sólo sacó quinientos dólares del banco, se metió en el taxi y arrancó. Nueva Jersey, Pennsylvania; cogió la carretera 1-70 y decidió, qué diablos, 1-70, era bastante directa, ésa era su carretera. Paró en Richmond, Indiana, para ir al lavabo y comer algo, y decidió pasar la noche en un motel barato.
Hacía años que no pasaba la noche en un lugar desconocido. Sintió fastidio; las cosas estaban fuera de lugar, las sábanas eran toscas y ásperas, y faltaban los objetos que le evocaban a Marie y la felicidad. Durmió mal (pero, gracias al cielo, sin el hada madrina) y cuando salió por la mañana comprendió que estaba más solo de lo que pensaba. No estaba acostumbrado a conducir sin charlar. No estaba acostumbrado a conducir sin que le pagaran.
Así que recogió a un viajero que esperaba en una rampa. Era un chico —aunque se considerase un hombre— de poco más de veinte años. Pelo largo, pero más limpio que el de esos vagos roñosos, y podría charlar con él. Y si había algún problema, Siggy siempre llevaba un gato junto al asiento, aunque nunca sabía qué haría con él, ni cuándo. Le daba seguridad. La suficiente como para detenerse a recoger al chico.
Siggy abrió la portezuela mientras el chico se acercaba corriendo.
—Oiga —dijo el chico, apoyándose en el coche—. No necesito un taxi, sino un viaje gratis.
—Como todos —sonrió Siggy—. Soy de Nueva York. En Indiana, doy viajes gratis. Estoy de vacaciones.
El chico asintió y entró. Siggy arrancó y pronto estuvo en la autopista, conduciendo a ochenta kilómetros por hora. Puso el control de velocidad y echó un vistazo al chico, quien miraba por la ventanilla con semblante sombrío.
—¿Adónde vas? —preguntó Siggy.
—Al oeste.
—Hay muchos oestes en el mundo. Dondequiera que vayas, siempre hay más oeste hacia el oeste.
—Al final han puesto el mar, y me paro antes de mojarme, ¿vale?
—Yo voy a Los Ángeles —dijo Siggy.
El chico no respondió. Obviamente no le gustaba hablar. Bueno. Muchos clientes preferían el silencio, y Siggy no se oponía. Bastaba con que alguien respirase dentro del coche. Daba una sensación de legitimidad. Estaba bien conducir mientras hubiera alguien más en el coche.
Pero esto no podía continuar siempre, comprendió Siggy. Había recogido al chico pensando que iría hasta St. Louis o Kansas City. Luego el chico bajaría y Siggy quedaría solo de nuevo. Tendría que parar a descansar de noche, tal vez en Denver. ¿Pensaría el chico que la habitación de motel formaba parte del viaje?
—¿De dónde eres?
El chico pareció despertar, como si se hubiera adormilado con los ojos abiertos. Mirando pasar Indiana.
—¿A qué se refiere con de dónde?
—A lo contrario de adónde. Pregunto dónde naciste, dónde vives.
—Nací en Rochester. Creo que no vivo en ninguna parte.
—Rochester. ¿Cómo es Rochester?
—Yo vivía en un vecindario de la Mafia. Todos mantenían los jardines pulcros y nadie robaba las casas.
—¿Muchas fábricas?
—La Kodak y la Xerox. Hay mucha mierda en el mundo, y Rochester existe porque permite copiarla. —El chico lo dijo con amargura, pero Siggy se echó a reír. A fin de cuentas tenía su gracia. El chico sonrió.
—¿Qué vas a hacer en California? —preguntó Siggy.
—Hallar un sitio donde dormir y encontrar trabajo.
—¿Quieres ser actor?
El chico miró a Siggy con desprecio.
—¿Actor? ¿Como Jane Fonda? —Lo pronunció como si fuera veneno. Ese tono de voz le resultaba familiar. Siggy decidió probar suerte con El Nombre.
—¿Qué opinas de Richard Nixon?
—No opino —dijo el chico.
Entonces, en un impulso descabellado, sabiendo que podía echarlo todo a perder, Siggy espetó:
—Voy a liquidarlo.
—¿Qué? —preguntó el chico.
Siggy recobró el juicio, al menos en parte.
—Voy a entrevistarlo. En San Clemente.
El chico rió.
—¿Para qué quiere entrevistarlo?
Siggy se encogió de hombros.
—No le permitirán acercarse. ¿Cree que quiere ver a gente como nosotros? Nixon. —Y allí estaba. El tono de voz. El desprecio. Siggy se tranquilizó. Estaba haciendo lo correcto.
Pasaron las horas y los Estados. Cruzaron Illinois, y atravesaron el Mississippi en St. Louis. No tan ancho como Siggy esperaba, pero aun así era muchísima agua. Luego Missouri, demasiado extenso y demasiado aburrido. Y como era aburrido, siguieron charlando. El chico tenía una amargura de un kilómetro de largo, y no había modo de evitarla. Siggy optó por ser él quien hablara, y como el chico escuchaba y mascullaba algo de vez en cuando, todo parecía bien. Estaban pasando frente a letreros que prometían que Kansas City era la gloria cuando Siggy habló de Marie. Recordó cosas de ella. Que le gustaba el vino, un vicio francés que Siggy adoraba.
—Cuando se achispaba un poco —le dijo al chico—, se le agrandaban los ojos. A veces lagrimeaba, pero aun así sonreía. Erguía la barbilla y estiraba el cuello. Como un venado.
Tal vez el chico se estaba hartando de la conversación. Tal vez le molestaba oír hablar de una pareja feliz.
—¿Y dónde cuernos ha visto un venado, taxista de Manhattan? —rezongó—. ¿En el zoológico?
Siggy no quiso ofenderse.
—Ella era como un venado.
—Por lo que usted dice, más bien debía parecer una jirafa. —El chico torció la boca en una sonrisa de satisfacción, como si hubiera obtenido una victoria. Y lo era. La paciencia de Siggy se había agotado.
—Estamos hablando de mi esposa. Falleció hace dos años.
—¿Y a mí qué? Me importa una soberana mierda. ¿Quiere llorar? ¿Quiere ponerse sentimental? Pues hágalo en silencio, por Dios. Sea considerado con el prójimo.
Siggy mantuvo los ojos en la carretera. Sintió un aguijonazo en el estómago. Por un instante le temblaron las manos, y aferró el volante. Luego esa/sensación se disipó y su curiosidad se reavivó.
—Oytí, ¿por qué estás tan enfadado?
—¿Enfadada? ¿Quién dice que estoy enfadado?
—Hablas con enfado.
—¡Yo hablo con enfado!
—Sí, pensé que querrías contármelo.
El chico rió socarronamente.
—¿Qué, el asiento se reclina? ¿Se transforma en diván? Moví el pulgar porque necesitaba un viaje. Si necesitara psicoanálisis, movería otro dedo, ¿se entera?
—Oye, está bien. Tranquilo.
—No estoy nervioso, imbécil.
El chico aferró el picaporte con tal fuerza que Siggy temió que la portezuela se arrugara como papel metálico y se desprendiera del coche.
—Lo siento —dijo al fin el chico, mirando hacia adelante. No soltaba la portezuela.
—Está bien —respondió Siggy.
—Me refiero a su esposa. No soy así. No es mi costumbre burlarme de la esposa muerta de los demás.
—Entiendo.
—Y usted tiene razón. Estoy enfadado.
—¿Conmigo?
—¿Con usted? ¿Qué es usted? Una hormiga. Una de los doce millones de hormigas de la ciudad de Nueva York. Todos somos hormigas.
—¿Por qué estás enfadado? —Siggy no pudo resistirse a sumar cifras a su lista—. ¿La inflación? ¿Las compañías petroleras? ¿Las centrales nucleares?
—¿Qué es esto? ¿Una encuesta Gallup?
—Tal vez sí. Mucha gente se enfurece por las mismas cosas. ¿Las centrales nucleares?
—Sí, las centrales nucleares.
—¿Quieres que las cierren?
—Claro que no, idiota. Quiero construir un millón. Quiero construirlas por todas partes, y al contar tres volarán todas y borrarán este maldito país.
—¿Estados Unidos?
—De un mar merdoso al otro.
De nuevo silencio. El coche entero parecía temblar con la furia de ese joven. Siggy sintió tristeza. Miró de soslayo el rostro del chico. No tenía muchos años. Tenía algunas marcas de acné, la barba era bastante rala. Siggy trató de imaginarle la cara sin barba. Sin furia, sin el exceso de drogas y alcohol. La cara cuando era infantil e inocente.
—No puedo creerlo —dijo Siggy—. Te miro y no puedo creer que alguien te haya querido.
—Nadie le pide que lo crea.
—Pero no es posible. Alguien te enseñó a caminar. Y a hablar. Y a andar en bicicleta. Tuviste padre, ¿eh?
El chico asestó un puñetazo en la guantera, que se abrió con estrépito. Siggy se sobresaltó, se asustó. El chico no demostraba dolor, aunque había dado un golpe tan fuerte como para romperse un dedo.
—Oye, cuidado.
—¿Yo debo tener cuidado? ¿Usted me dice que tenga cuidado, imbécil? —El chico cogió el volante y dio un tirón. El taxi viró hacia otro carril. Detrás de ellos un coche hizo chirriar las llantas y tocó bocina.
—¿Estás loco? ¿Quieres que nos matemos? Enfádate, estropea el coche, pero no hagas eso —gritó Siggy con furia, y el chico se quedó quieto, temblando, con ojos desorbitados. El coche que había tocado la bocina se les acercó por la derecha. El conductor gritaba algo por la ventanilla abierta. Tenía la cara demudada de rabia. El chico alzó el dedo medio. El hombre le devolvió el gesto.
Y de pronto el chico bajó la ventanilla.
—Oye, no me crees problemas —dijo Siggy.
El chico lo ignoró. Soltó una retahíla de insultos por la ventanilla. Siggy aceleró, tratando de alejarse del otro coche. El conductor del otro coche se mantuvo al lado, devolvió los insultos.
El chico sacó un revólver del bolsillo, un arma grande y amenazadora, y la apuntó por la ventanilla al conductor del otro coche. El hombre se aterró. Siggy pisó el freno, pero lo mismo hizo el otro conductor, y siguieron paralelos.
—¡No! —gritó Siggy, acelerando, dejando atrás al otro coche. El chico retrajo el arma y se la apoyó en las rodillas, aún amartillada, el dedo aún en el gatillo.
—¿No está cargada, verdad? —preguntó Siggy—. Es una broma, ¿verdad? ¿Por qué no quitas el dedo del gatillo?
Pero era como si el chico no oyera. Como si no recordara los últimos minutos.
—Quería saber si tengo padre, ¿eh? Sí, tengo padre.
En ese momento a Siggy no le importaba si el chico había nacido en un tubo de ensayo. Pero era mejor que hablara del padre y no que anduviera blandiendo ese revólver.
—Mi padre —prosiguió el chico— se pasa la vida tratando de vender máquinas Xerox, y poniendo anuncios en las revistas cuando se venden poco.
Cruzaron la frontera y entraron en Kansas. Siggy esperaba que el episodio del revólver no se denunciara más allá del límite estatal.
—Mi padre nunca me enseñó a montar en bicicleta. Fue mi hermano. Mi hermano murió en la guerra del señor presidente Nixon. ¿Sabía?
—Eso fue hace mucho tiempo —comentó Siggy.
El chico lo miró glacialmente.
—Fue ayer, mequetrefe. No creerá en esos calendarios, ¿eh? Todo mentiras, para que creamos que está bien olvidar. Tal vez su mujer murió hace años, señor taxista, pero creí que usted la amaba un poco más.
El chico miró el revólver, todavía amartillado, todavía listo para disparar.
—Pensé que lo había dejado en casa —dijo sorprendido—. ¿Qué hace aquí?
—¿Cómo voy a saberlo? —preguntó Siggy—. Hazme un favor, baja el percutor y ponlo a buen recaudo.
—Vale —dijo el chico, pero no hizo nada.
—Oye, por favor. Me asustas con esa cosa.
El chico agachó la cabeza sobre el arma.
—Déjeme salir —pidió—. Déjeme salir.
—Oye, venga, guarda el revólver, no tienes que salir. No me enfadaré, sólo guárdalo.
El chico lo miró con lágrimas en los ojos, mojándose las mejillas.
—¿Cree que traje el arma por casualidad? No quiero matarle.
—¿Entonces por qué la traes?
—No sé. Por Dios, hombre, déjeme salir.
—Tú vas a California, yo voy a California.
—Soy peligroso.
Claro que eres peligroso, pensó Siggy. Claro que sí. Y soy un maldito tonto por no dejarte bajar sin pensarlo un instante. En la próxima rampa de descenso le diré que se largue.
—No para mí —dijo Siggy, preguntándose por qué no sentía más miedo.
—Para usted. Soy peligroso para usted.
—No para mí. —Y Siggy comprendió por qué se sentía tan confiado. Era el hada madrina, sentada dentro de su cabeza.
—¿Crees que permitiré que te pase algo, dummkopf? —preguntó el hada en silencio—. Si estiras la pata antes de expresar tu deseo, me echarás a perder la vida. Tan sólo el trámite burocrático llevaría años.
Estoy loco, pensó Siggy. El chico está chiflado, pero yo estoy loco.
—Sí —dijo al fin el chico, bajando despacio el percutor y guardándose el arma en el bolsillo de la chaqueta—. No para usted.
Viajaron un rato en silencio, mientras las praderas se achataban y el cielo se achataba aún más y el sol perdía brillo detrás de las nubes grises.
—Conque Richard Nixon —dijo el chico.
—Aja.
—¿De veras cree que nos dejarán acercar?
—Yo me encargaré de ello —dijo Siggy. Y comprendió que las hadas madrinas podrían cumplir los deseos de modos desagradables. ¿Desear su muerte? ¿Yo deseo la muerte de Nixon y este chico se pudre en la cárcel por matarle? Ojo, hada madrina, advirtió. No dejaré que me engañes. Tengo un plan, y no dejaré que me engañes para que perjudique a este chico.
—¿Tienes hambre, hijo? —preguntó Siggy—. ¿O puedes aguantar hasta Denver?
—Puedo aguantar —dijo el chico—. Pero no me llame hijo.
Hacía calor en Los Ángeles, pero refrescó en cuanto Siggy se acercó al mar. Estaba cansado. Estaba acostumbrado a conducir, pero no un recorrido tan largo. En cierto modo las autopistas eran descansadas: no había tráfico, no había que adivinar dónde aparecería el coche de la derecha al cabo de unos minutos. La gente prestaba atención a los carriles. Y continuaban sin cesar, kilómetro tras kilómetro, hasta que creías estar quieto mientras la carretera y el paisaje se desplazaban. Al fin Los Ángeles había llegado hasta él, y el paisaje se detuvo esperando a que él actuara. San Clemente. La casa de Richard Nixon. Fue fácil encontrarla, como si conociera el camino. El chico, que se había dormido en los últimos cientos de kilómetros, despertó cuando Siggy paró el taxi.
—¿Qué? —preguntó con voz soñolienta.
—Sigue durmiendo —dijo Siggy, apeándose del coche. El chico también se apeó.
—¿Estamos aquí?
—Sí —dijo Siggy, dirigiéndose a la entrada.
—Tengo que mear —dijo el chico, pero Siggy no se detuvo. El chico lo siguió, corrió un poco, lo alcanzó, murmuró—: Mierda, ¿no puede esperar un momento?
Había hombres del servicio secreto por doquier, pero la locura de Siggy ya era absoluta. Sabía que no podían detenerlo. Tenía que conocer a Richard Nixon, y lo conocería. Había aparcado a buena distancia de la mansión, y entró como si tal cosa, con el chico pisándole los talones. No trepó cercas ni hizo nada extraordinario. Cruzó la calzada, rodeó la casa y se dirigió a la playa. Nadie lo vio. Nadie le llamó. Los agentes del servicio secreto siempre le daban la espalda o estaban ocupados con otra cosa. Tendría su charla con Richard Nixon. Usaría su deseo.
Y llegó adónde el agua acometía contra la arena, penetrando cada vez menos en la playa a medida que bajaba la marea. El chico lo acompañaba. Siggy miraba la casa, pero el chico miraba a Siggy.
—Pensé que nos pillarían —dijo—. No puedo creer que hayamos entrado.
—Sssh —respondió Siggy—. Sssh.
Siggy se sentía tan nervioso como una virgen en su noche de bodas, con más temor que ganas. ¿Y si Nixon opina que soy un imbécil?, pensó. No era preciso preocuparse. En ese momento Nixon salió de la casa, bajó a la playa y se detuvo en la orilla, mirando el mar. Estaba solo.
Respirando hondamente, Siggy se le acercó. La arena le resbalaba bajo los pies, y cada paso parecía desviarlo de su camino. Perseveró y se acercó a Richard Nixon. Era ese rostro y esa nariz: la cara sombría y maligna de las caricaturas de Herblock y también la cara esperanzada y vigorosa del hombre que Siggy había votado tres veces.
—Señor Nixon —digo Siggy.
Nixon no se volvió. Sólo preguntó:
—¿Cómo ha llegado aquí?
Siggy se encogió de hombros.
—Tenía que verle.
Nixon se volvió sonriendo. Siggy miró los ojos de Nixon y luego miró al chico por encima del hombro. El chico se había detenido a sus espaldas.
—Hemos venido a matarle —dijo el chico.
Metió la mano en el bolsillo donde traía el revólver, y Siggy sintió pánico. Pero la voz del hada madrina lo tranquilizó.
—No te preocupes —le dijo—. Tómate tu tiempo.
Así que Siggy sacudió la cabeza, y el chico frunció el ceño pero no disparó. Siggy se volvió hacia Nixon. El ex presidente aún sonreía, entornando los ojos, pero sin demostrar temor. Siggy sintió un instante de satisfacción. Éste era el Nixon que había admirado, el hombre de gran coraje físico que en Venezuela y Perú había afrontado turbas de comunistas sin alterarse.
—No serían los primeros —observó Nixon.
—Oh, pero yo no deseo hacerlo —dijo Siggy—. Tengo que hacerlo, por nuestro país.
—Ah. —Nixon asintió comprensivamente—. Hacemos las cosas más desagradables, ¿verdad? Por nuestro país.
Siggy sintió una punzada de alivio. Nixon comprendía, lo cual facilitaba las cosas.
—Tiene usted suerte —dijo Nixon—. Esta vez he venido solo. Para despedirme. Me iré de aquí. Mañana me habré ido. —Sacudió la cabeza ligeramente—. Bien, adelante. No puedo detenerle.
—Oh —dijo Siggy—. No voy a dispararle. Sólo tengo que desear que muera.
A sus espaldas el chico soltó un jadeo. Y Nixon suspiró. Por un instante Siggy pensó que era decepción. Luego comprendió que era alivio. Nixon volvió a sonreír.
—Pero no hoy —continuó Siggy—. No basta con desear que lo asesinen hoy, señor Nixon. Ni que usted muera en la cama o en un accidente. El daño ya está hecho. Así que tendré que hacerle morir en el pasado.
El chico gruñó.
Nixon asintió sabiamente.
—Creo que eso será mucho mejor.
—Creo que lo mejor será que usted muera poco después de prestar el juramento para su segunda gestión. En 1972, antes de que estallara el escándalo Watergate, después de que obtuviera un tratado de paz con los vietnamitas y después de su arrolladura victoria electoral. Entonces un asesino lo liquida, y usted se convierte en un héroe y una leyenda mayor que Kennedy.
—¿Y todo lo que sucedió después? —preguntó Nixon.
—Quedará cambiado. No se ensañarán con usted una vez que haya muerto. Será un recuerdo agradable para todos. Casi todo el odio se disipará.
Nixon sacudió la cabeza.
—Usted dijo que su deseo debía beneficiar a nuestro país, ¿verdad?
Siggy asintió.
—Bien, si me hubieran asesinado, Spiro Agnew sería presidente.
Siggy lo había olvidado. Spiro Agnew. Qué zángano. No había modo de que eso beneficiara al país.
—Tiene razón —convino Siggy—. Así que tendrá que ser antes. Poco antes de las elecciones. Será igualmente bueno entonces. Usted encabezaba las encuestas.
—Pero entonces George McGovern será presidente —objetó Nixon.
Cada vez peor. Siggy comenzó a vislumbrar las dificultades de cumplir con esta responsabilidad. Todo lo que modificara tendría consecuencias. ¿Cómo podía aliviar los problemas del país si los aumentaba con cada cambio?
—Y si me hace morir en mil novecientos sesenta y ocho, tendrá que escoger entre Spiro Agnew o Hubert Humphrey —añadió Nixon—. Tal vez tenga que desear que yo gane en mil novecientos sesenta.
Siggy lo consideró con mucho cuidado.
—No —dijo—. Eso sería bueno para usted. Hubiera sido mejor presidente de no haber tenido esas malas experiencias. ¿Pero nos habría llevado a la Luna? ¿Habría limitado tanto la guerra de Vietnam?
—La habría limitado más. Habría ganado en 1964.
Siggy sacudió la cabeza.
—Y habría entrado en guerra con la China comunista, y el mundo hubiera sido destruido, y millones hubieran muerto. Opino que en 1960 ganó el hombre indicado.
Nixon se entristeció.
—Entonces quizá deba desear que yo pierda todas las elecciones en que me presenté. Excluyame del Congreso, de la vicepresidencia. Permítame ser un vendedor de coches de segunda mano. —Y sonrió extrañamente.
Siggy tocó el hombro del ex presidente.
—Tal vez deba hacerlo —dijo, y a sus espaldas el chico gruñó de nuevo.
—Pero no —prosiguió Nixon—. Usted quería salvar el país. Y con excluirme del gobierno no se gana nada. Si no hubiera sido yo, habría sido otro. Igualmente hubiera existido un Richard Nixon. Yo no hubiera estado allí si no me hubiesen querido. Si Richard Nixon no hubiese existido, lo habrían inventado.
Siggy suspiró.
—Pues no sé qué hacer —dijo.
Nixon se volvió para mirar el mar.
—Sólo hice lo que querían que hiciera. Y cuando cambiaron de opinión, se sorprendieron de lo que yo era. —La playa estaba fría y húmeda entre las olas. En la brisa de tierra adentro soplaba el aire de Los Ángeles, y la playa olía a viscosidad y vejez—. Tal vez no haya ningún deseo que pueda salvar al país. Tal vez usted no pueda hacer nada.
El chico gruñó con tal intensidad que Siggy se volvió para mirarlo. Para su sorpresa, el chico ya no estaba de pie. Estaba sentado en la arena con las piernas cruzadas, las manos entrelazadas sobre la nuca. Le temblaba el cuerpo.
—¿Qué pasa, hijo? —preguntó Nixon con voz preocupada.
El chico alzó los ojos con una expresión de furia y dolor.
—Usted —dijo con voz trémula—. Usted puede llamarme hijo.
Nixon se arrodilló en la arena penosamente, como si le doliera la pierna, y tocó el hombro del chico.
—¿Qué pasa, hijo?
—Mataron a su hermano en Vietnam —dijo Siggy, como si eso explicara algo.
—Lo siento —dijo Nixon—. Lo siento muchísimo.
El chico apartó la mano de Nixon.
—¿Cree que eso importa mucho? ¿Cree que con sentirlo cambia las cosas?
Era evidente que esas palabras herían a Nixon. Se estremeció como si lo hubieran abofeteado.
—No sé qué más hacer —murmuró.
El chico tendió las manos y le cogió las solapas del traje, obligándolo a encorvarse para mirarle la cara.
—¡Puede pagar! —gritó—. Puede pagar y pagar y pagar…
Los labios y dientes del chico casi tocaban la cara de Nixon, y Nixon parecía patético e indefenso, con salpicaduras de la saliva del chico en las mejillas y los labios. Siggy miró y comprendió que nada que hiciera Nixon podía pagar por todo ello, ni devolvería al chico lo que había perdido. Comprendió que Nixon no se lo había arrebatado. No lo había arrebatado, no podía devolverlo, era tan víctima como cualquier otro. ¿Cómo podía Siggy enderezarlo todo con un solo deseo? ¿Cómo podía siquiera equilibrar la balanza?
—Piensa, bobo —dijo el hada madrina—. Se me está agotando la paciencia.
—No sé qué hacer.
—Menos mal que tenías un plan —masculló ella con desdén.
El chico aún gritaba y Nixon lloraba en silencio. Las lágrimas se unían con las salpicaduras de saliva, como aceptando, como haciéndolo unánime.
—Deseo —dijo Siggy— que todos le perdonen, señor Nixon. Que todos los habitantes de este país dejen de odiarle, poco a poco, hasta que todo el odio se disipe.
El hada madrina bailaba en la mente de Siggy, agitando la varilla mágica y bañándolo todo de color rosa.
El chico dejó de gritar y soltó a Nixon; miró intrigado los ojos húmedos del viejo.
—Lo siento por usted —dijo de todo corazón.
Siggy ayudó al chico a levantarse y ambos echaron a andar, dejando a Nixon en la playa. El mundo era color de rosa y Siggy rodeó al chico con el brazo y ambos sonrieron. Enfilaron hacia el taxi. Siggy vio que el hada madrina se alejaba volando hacia el noreste de San Clemente, dejando una estela de estrellas.
—Díbidi dábidi bu —gorjeó antes de esfumarse.
Fin
Apostilla del autor
Título original: A Cross-Country Trip to Kill Richard Nixon. Primera edición en Chrysalis 7, editor Roy Torgeson (Zebra, 1979).
Tengo una vena perversa que me hace decir, cuando está de moda odiar a alguien: «¿No hay otro modo de encarar este asunto?». El odio norteamericano hacia Richard Nixon durante los setenta me fastidiaba, porque era totalmente desproporcionado. En ningún momento distorsionó ni amenazó la constitución de Estados Unidos tanto como sus dos predecesores inmediatos; más aún, éstos pertenecían a su misma escuela política y eran vivos ejemplos de que un político puede ser muy ruin y sin embargo llegar a presidente. Mi conclusión —y aún creo en ella— fue que Richard Nixon era odiado por sus creencias, y aunque no las comparto, siento igual desprecio por los hipócritas que lo atacaron en nombre de la «verdad». Pienso ante todo en Benjamin Bradlee, uno de los «héroes» de Watergate, quien derrocó a un presidente en nombre del derecho del público a saber la verdad; el mismo Benjamin Bradlee que, como periodista, tenía pleno conocimiento —según algunos informes, era cómplice— de los adulterios constantes de John Kennedy en una época en que el público jamás lo habría elegido de haber conocido esa característica. La vida política de Gary Hart nos indica que los tiempos no han cambiado tanto. Parece que el pueblo no tenía derecho a saber la verdad sobre un candidato a presidente cuyas opiniones Bradlee aprobaba. El pueblo tenía derecho a saber sólo cuando Bradlee odiaba al candidato y sus opiniones.
Aun así, las manos sucias de los verdugos políticos de Nixon no lavan las del ex presidente; hizo lo que hizo y fue lo que fue, y siento que ocupara la Casa Blanca. No obstante, en los setenta me perturbaba la virulencia del odio hacia ese hombre. No era Nixon quien envenenaba el país; nos hería el odio hacia Nixon. Ese odio se estaba volcando hacia cualquiera que se interesara en la función pública; ahora pienso que la falta de respeto por la función pública, desde ambos lados del escándalo Watergate, destruyó la presidencia de Jimmy Cárter, tal vez el hombre más decente y altruista que haya ocupado ese cargo desde Herbert Hoover. Dios sabe que nuestro sistema rara vez lleva a gentes altruistas a ocupar altos puestos en Estados Unidos.
Así que escribí un cuento sobre la curación. No perdonando a Nixon, pero sin acusarlo más allá de sus verdaderas culpas. Una visión de cómo sanar a Estados Unidos.