LA NOCHE QUE LLOVIERON ESTRELLAS
Publicado en
febrero 14, 2022
Detalle del cuadro "Guarida de ciervos a orillas del arroyo de Plaisir Fontaine", por Courbet.
Reproducción autorizada por el Louvre.
Capacidad de asombro y gratitud, sentido de vida y contento; he ahí un legado inapreciable que, no obstante, está al alcance de todo padre para dejarlo a sus hijos.
Por Arthur Gordon (condensado de "Guideposts").
UNA NOCHE de verano, en una cabaña a orillas del mar, un niño de pocos años sintió que lo levantaban de la cama. Todavía medio adormilado, oyó a su madre murmurar algo sobre lo tarde de la hora, y a su padre reír. Luego se sintió en los brazos de su padre, que con la rapidez de un sueño bajó los escalones del porche y lo llevó a la playa.
En las alturas, el cielo resplandecía, tachonado de estrellas. "¡Mira!" exclamó su padre. E increíblemente, mientras lo decía, una estrella se movió y, con una estela de fuego dorado, surcó relampagueante los sorprendidos cielos. Y antes de que se desvaneciera aquella maravilla saltó de su sitio otra estrella, y luego otra, y otra, y se precipitaron hacia el bullente mar.
—¿Qué es eso? —musitó la criatura.
—Estrellas fugaces —explicó el padre—. Vienen todos los veranos en ciertas noches de agosto. Me pareció que te gustaría verlas.
Eso fue todo; apenas un vistazo inesperado a algo fantástico, misterioso y bello. Pero, ya otra vez en la cama, el niño se quedó largo tiempo con la mirada clavada en la obscuridad, embelesado por el conocimiento de que alrededor de la apacible morada la noche estaba impregnada de la silenciosa música de las estrellas que caían.
Han transcurrido ya algunos decenios, pero aún recuerdo aquella noche, porque yo era el dichoso niño de siete años cuyo padre creía que para un muchachito una nueva enseñanza práctica era más importante que una noche de sueño ininterrumpido. Por supuesto que en mi niñez tuve los juguetes usuales, que por cierto ya olvidé. Lo que sí recuerdo es la noche que llovieron estrellas, el día que viajamos en un furgón de cola del ferrocarril, aquella vez que quisimos despellejar al cocodrilo, o el telégrafo que hicimos y que funcionó. Recuerdo la "mesa de los trofeos" que teníamos en el vestíbulo de casa, donde nos alentaban a exhibir las cosas que encontrábamos, tales como pieles de serpiente, conchas marinas, flores, puntas de flecha y cualquier objeto raro o bonito.
Me acuerdo de los libros que me dejaban al lado de la cama, que ensancharon mi horizonte y a veces cambiaron mi vida. Una vez mi padre me dio Zuleika Dobson, la clásica novela de Max Beerbohm sobre la vida de los estudiantes de la Universidad de Oxford. Me gustó y se lo dije. "¿Por qué no te propones estudiar allí?" me contestó, como quien no quiere la cosa. Pocos años después, con suerte y una beca, allí estudié.
Mi padre tenía, en altísimo grado, el don de abrir nuevas puertas para su hijos, de conducirlos a regiones de espléndida novedad. Ese sutil arte de agrandar el mundo de un niño no requiere forzosamente mucho tiempo. Se precisa sólo hacer más a menudo cosas en unión de los hijos en vez de hacerlas por ellos o para ellos. Una amiga mía lleva lo que llama "El libro del ¿Por qué no?", en el que garrapatea toda especie de ideas excéntricas e interesantes, tales como: "¿Por qué no llevar a los niños a la estación de policía a que les tomen las huellas dactilares?"; "¿Por qué no ir a una granja y tratar de ordeñar una vaca?"; "¿Por qué no dar un paseo en remolcador?"; "¿Por qué no seguir a la draga que limpia el río, en busca de dientes fosilizados de tiburón?" Y así lo hacen.
Un día le pregunté de donde sacaba aquellas ideas. "¡Bah! ¡No sé!" contestó. "Pero de niña viví con un encantador tío viejo que no tenía nada que hacer y..." Y le abrió nuevos horizontes, como los abre ella ahora para sus hijos.
Además de nuestro padre, también nosotros teníamos una tía extraordinaria que era un genio cuando se trataba de improvisar cosas para matar el tedio cotidiano. De pronto nos preguntaba: "¿ Puedes ponerte cabeza abajo? Yo sí". Y, sujetando la falda entre las rodillas, se ponía de cabeza. O decía: "Vamos a ver, ¿qué haremos esta tarde?" Y contestaba su propia pregunta: "Vamos a empeñar algo". O "Al otro lado del pueblo hay una quiromántica. Vamos a que nos diga la buenaventura". Siempre había una nueva expansión, siempre se nos abría delante una puerta mágica, siempre teníamos otra inesperada aventura que compartir. Ese era precisamente el concepto básico: compartir.
Junto con estas exploraciones encontrábamos pequeñas revelaciones de carácter imprevisto que no podían menos de dejar su huella en nuestra impresionable mente. Recuerdo que, en una ocasión, nuestra aventurera tía nos llevó a montar en un pony muy espantadizo. Mi hermano, después de que lo tiró tres veces, se quejó lloriqueando de que era muy difícil sostenerse en aquel inquieto animal, a lo que contestó tranquilamente mi tía: "Si fuera muy fácil, no tendría gracia". Una mera frase accidental, pero que ha quedado grabada en nuestros corazones.
Por naturaleza, los niños son inquisitivos y les encanta hacer cosas nuevas. Pero por sí solos no pueden encontrar esas cosas; alguien tiene que escogérselas. Hace años, cuanlos Niños Catedráticos asom
(falta una parte de la hoja de la revista)
cansar, y mientras estaban sentados en silencio, se acercaron a beber una cierva y su cervatillo. "Vi las caras de mis pequeños" dijo, "y de pronto me pareció estar contemplando y sintiendo todo aquello por primera vez: la rumorosa quietud del bosque, la bruma sobre el agua, la gracia y delicadeza de aquellos bellos animales, la afinidad de todas las cosas vivas. Duró sólo unos segundos, pero comprendí que la felicidad consiste tan solo en percibir la belleza y armonía de la vida y que, por tanto, no es necesario luchar y esforzarse por alcanzarla. Y, en mi fuero interno, me dije: Recuerda este instante, presérvalo cuidadosamente en tu mente, porque algún día tendrás necesidad de sacar de él fuerza y consuelo". A la vez que daba a sus hijos una nueva enseñanza, ese hombre también había abierto una puerta para sí mismo.
Un amigo mío, siquiatra, afirma que hay dos tipos básicos de seres humanos: los que consideran la vida un privilegio y los que la ven como un problema. Los del primer tipo son entusiastas, dinámicos, inmunes a la adversidad, y se yerguen ante las dificultades. Los del otro tipo son recelosos, vacilantes, retraídos y egoístas. Para el primer grupo, la vida está llena de esperanzas e interés; para el segundo, es una emboscada latente. Y mi amigo agrega: "Dígame qué clase de infancia tuvo, y le diré a cual de los dos grupos es probable que pertenezca".
El verdadero propósito de tratar de abrir nuevas puertas para los niños no consiste, pues, en divertirlos o distraernos nosotros mismos, sino en crear en ellos actitudes ávidas y emprendedoras frente a la exigente y complicada tarea de vivir. Este es, seguramente, el más precioso legado que podemos dejar a la generación venidera: no dinero, ni casas ni bienes materiales, sino la capacidad de admirarse y de agradecer, de sentirse vivos y felices. ¿Por qué no nos esforzamos más para conseguirlo? Probablemente porque, como dijo Thoreau, nuestras vidas van disipándose poco a poco en detalles. Porque hay ocasiones en que no percibimos, o no tenemos la abnegación o la energía necesarias.
Y, no obstante, para aquellos de nosotros que nos preocupamos por lo que pueda ser de nuestros hijos, el problema siempre está presente. Ninguno de nosotros lo ataca por completo, pero las oportunidades se presentan una y otra vez. Han transcurrido muchos años de mi vida desde aquella noche de la lluvia de estrellas; la Tierra sigue girando, el Sol sale y se pone, la noche aún extiende su manto sobre el inmutable mar. Y el año próximo, cuando llegue agosto con sus estrellas fugaces, mi hijo tendrá siete años.