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febrero 12, 2022
Capítulo 1
Estábamos haciendo realidad el sueño de Lily de vivir en una pequeña aldea de la costa de California. No se trataba de mi sueño. La verdad era que yo no tenía sueños y que robaba los de ella como un vulgar ratero. Siempre había querido escribir, pero nunca había sabido acerca de qué. Al final resultó que acabé escribiendo sobre asuntos técnicos, porque no tenían nada que ver con lo que llevaba dentro. Lily, por su parte, había deseado vivir en Cambria y convertirse en uno de sus singulares ciudadanos desde que sus padres la habían llevado allí cuando era niña.
Cuando salimos de la oficina del registro, la llevé a comer a Moonstone Gardens. Nos tomamos unas ensaladas y nos regodeamos con el postre de helado de limón y frambuesas. Lily habló de Monroe House, como se llamaba nuestra reciente adquisición. Una destartalada mansión victoriana de dos pisos que databa de principios de siglo, del siglo anterior a este, y que había sido transformada en albergue antes de que cayéramos bajo su aura, un aura bastante maltrecha, todo hay que decirlo. Se hallaba situada a medía manzana de distancia de Burton Way, en el East Village —Cambria está dividida en villages, al este y al oeste, Dios sabe por qué—, y el negocio había fracasado porque su ubicación quedaba ensombrecida por las tiendas de curiosidades y los restaurantes. Naturalmente, Lily tenía un plan para corregir semejante defecto. Lily rebosaba planes. Es la maldición de quienes están destinados a morir pronto.
—Pondremos un cartel en Main Street —había dicho entre cucharada y cucharada de helado de limón con frambuesas—, igual que The Brambles. Ya sabes, un cartel de esos que llaman la atención.
The Brambles era el establecimiento más famoso de Cambria, un restaurante de cuatro estrellas que tiempo atrás, cuando Cambria estaba pasando de ser una insignificante comunidad de mineros y leñadores a convertirse en una atracción turística, había conseguido ponerla en todos los mapas. Se trataba de una antigua vivienda reconvertida, como la mayoría de los negocios de mayor raigambre del pueblo, y tenía un cartel en la esquina de Main y Burton que no dejaba dudas respecto a su situación.
—Puede que no te dejen poner un cartel ahí —sugerí.
—Pues dejaron que The Brambles lo pusiera —replicó Lily.
—The Brambles es un sitio famoso. Monroe House, no.
—¡Nosotros lo haremos famoso!
—Lily, solo estoy diciendo que puede que nos cueste un poco convencer a la gente para que nos deje poner un cartel como el de The Brambles, eso es todo.
—¿Qué te parece el papel pintado del vestíbulo?
Así funcionaban las cosas con Lily: cualquier oposición era sistemáticamente arrollada o pasada por alto, y cambiar conversación resultaba una maniobra táctica. Ella sabía que no me gustaba el papel pintado del vestíbulo; en realidad, sabía que lo que no me gustaba era el papel pintado en general. Resulta anacrónico. El papel pintado del vestíbulo de Monroe House consistía en una sombría y deslucida representación de unas flores imposibles de identificar. Peor aún: había sido colocado recientemente por los anteriores propietarios, un error más en la larga lista de errores que los había llevado al fracaso.
—Es espantoso —contesté.
—Tiene personalidad.
—Sí, igual que los boxeadores sonados.
—Aun así, sigo creyendo que deberíamos poner papel pintado en toda la casa.
—Claro. Es tu hotel.
Hablando con precisión, el sitio era de los dos. Propiedad común. De todas maneras, el dinero para comprar Monroe House había salido del fondo de fideicomiso de Lily, la pequeña herencia que su abuelo le había dejado y que a duras penas había servido para pagar la compra del albergue. Era nuestro. Era de ella.
—¡También es tuyo! — protestó.
—Estupendo. ¿Me proporcionará esta ciudad alguna alternativa a las máquinas tragaperras?
—Papel pintado.
—Solicito derecho de veto. De lo contrario, el sitio lo decorarás tú sola.
—Papel pintado, pero uno más alegre.
Esa era Lily. «Más alegre.»
Nos habíamos conocido en Los Ángeles. Yo había nacido allí hacía treinta y cuatro años. Ella maquetaba los anuncios de la revista donde yo escribía y ocasionalmente editaba. Se convirtió en una estrella desde el día en que entró por la puerta y, a diferencia de la mayoría de las mujeres hermosas, toreó con gracia y elegancia los torpes intentos de sus compañeros varones de llevársela a la cama.
En aquella época, yo vivía con alguien y, siendo fiel por naturaleza, no me di cuenta de que lo nuestro se había terminado hasta que mi pareja se las arregló para que la descubriera montándoselo con otro tío. De haber tenido inclinación a la bebida, me habría arrojado de cabeza dentro de una botella y no habría vuelto a aparecer hasta al cabo de un mes; sin embargo, mi forma de enfrentarme al dolor es encerrándome y sustituyendo las frases por monosílabos y gruñidos. De algún modo, Lily se fijó en ello como nadie lo había hecho hasta ese momento y se esforzó por animarme: una cruzada en la que no recurrió ni a su cuerpo ni a su feminidad. Me hizo reír. Era una gran comediante, en el sentido físico de la palabra; y, como ya he mencionado, ingeniosa. También demostró tener gran empatía cuando finalmente me dijo:
«¡Pero bueno, Parker! ¿Quién quiere estar con una mujer que es capaz de montárselo para que la pilles con otro tío?».
En ese momento me percaté de varias cosas: una, que todos en la revista estaban al tanto del incidente, seguramente porque Nancy había deseado que lo supieran y porque trabajaba en Distribución; segundo, que la única persona con suficiente valor en toda la oficina estaba poniendo a prueba su relación profesional conmigo; y tercero, de verdad, ¿quién podía querer estar con una mujer capaz de ingeniárselas para partirle el corazón y romper con uno al mismo tiempo? Si hubiera tenido inclinación a la bebida habría tomado una Coca—Cola.
Una semana más tarde, pedí a Lily una cita. Me dijo que no.
—¿Estás saliendo con alguien? — le pregunté.
—Contigo, no —replicó sin animosidad.
Dos semanas más tarde le dije:
—¿Sabes? Al margen de lo que Nancy pueda decir, no soy mal tipo.
—No tengo ni idea de qué dice Nancy —repuso Lily—. Está demasiado ocupada follando, pero sigo sin querer salir contigo.
—¿Por qué no?
—Porque eres la única persona de la revista que me gusta.
Esa era la lógica de Lily.
Así pues, la campaña empezó. Las flores fracasaron enseguida. Lo intenté con el humor. Le dejé notas en su escritorio, correos en el buzón de su ordenador y le sonreí sin ninguna gracia masculina desde el otro extremo de la sala siempre que pude; me mantuve a cierta distancia y la contemplé con desdén mientras salía brevemente con un tipo de Contabilidad. Me puse pesado, lo cual no tiene excesivo mérito, es cierto, pero ahí quedó.
—¿Hay alguna manera de que consiga hacerte desistir? — me preguntó un día ante la máquina de café.
—No tengo la menor idea de a qué te refieres —le repliqué.
—Me estás poniendo de los nervios.
—¿Te refieres a que tienes algún tipo de problema mental?
—No. Te tengo a ti, según parece.
—Entonces deja que te invite a cenar.
—No, y ya has gastado la mitad del vaso medio lleno.
Tengo un rasgo conmovedor: no me doy por vencido. De no haber sido por mi encantadora sonrisa y mi indiferente encogimiento de hombros, haría tiempo que la policía me habría encerrado en algún lugar donde no pudiera dar la lata a nadie. Sin embargo, en esas pequeñas disputas siempre he mostrado mi mejor lado y mi mayor agudeza siempre que esta me venga de fuera como un rayo y yo haya podido pillarla.
Le dejé notas envueltas en papiroflexia, peces de papel con una broma dentro, pájaros con deposiciones chistosas. Recorté dibujos y dibujé algunos yo mismo y los dejé en el escritorio de Lily, ilustraciones de parejas en torpes, conmovedoras, simpáticas o simplemente absurdas situaciones que sugerían el éxtasis, lo embarazoso, lo adorable o lo encantador de lo que podía aguardarnos.
—De acuerdo —me dijo un día de mayo y con un tono de desesperación que me encogió el corazón—, saldré contigo; pero iremos a escote y solo a almorzar.
Así pues, a almorzar fuimos. El sitio lo escogió ella. Estores de plástico y mesas de plástico. Servilletas de papel. Demasiada luz y muy poca atmósfera. El vino de la casa consistía en té frío.
—Pensaba que te caía bien —le dije alzando retadoramente el mentón, otro de mis rasgos encantadores.
—Un almuerzo —me contestó—. Esto es lo que querías y eso es lo que tienes, así que no pidas más, tío.
«Tío», qué palabrita tan adorable. Las mujeres solían utilizarla cuando el mundo esperaba de ellas que dijeran cosas como «Súbete la bragueta y pórtate» o «Las manos, quietas». Yo las tenía quietas, a varios centímetros de las de ella.
—No —insistí con desacostumbrada sinceridad—, lo digo en serio. Pensé que te caía bien.
—No tengo intención de quedarme en Los Ángeles, Parker.
—¡Pues claro que no, caramba! — repuse—. Nadie de esta ciudad tiene intención de quedarse en Los Ángeles. Los Beach Boys se largaron, lo mismo que The Mamas and the Papas. ¿Acaso The Doors no están enterrados en algún sitio de París?
—Ese es Jim Morrison.
—Es lo mismo.
—No pienso quedarme aquí. Solo estoy resolviendo algunos asuntos; luego, me largaré.
—¿Ah, sí?¿Y...?
—Pues que no voy a liarme con nadie que vaya a quedarse en Los Ángeles.
Vaya, le gustaba más de lo que yo había creído.
—Lily, ¿qué te hace pensar que quiero quedarme en Los Ángeles? ¿Qué te hace pensar que no me importa una mierda —dije «importa una mierda» porque me pareció más varonil que «me importa un pito»— quedarme en Los Ángeles?
—Tienes tu trayectoria profesional.
—Lo que tengo es un empleo.
—Y tienes una casa pareada.
—No es más que un apartamento con pretensiones. Tiene una chimenea y una hipoteca. No significa nada.
Por un breve instante pensé que tenía envidia de mi casa pareada, como si dijera: «Yo solo soy una chica de apartamento mientras que tú eres un hombre con casa pareada. Venimos de clases distintas, Parker, y eso siempre será una distancia entre nosotros».
—Mira, Parker, dentro de unos meses recibiré una pequeña herencia —dijo con mucha seriedad—. Después de eso me iré a vivir a alguna pequeña ciudad. Allí pienso abrir un albergue. Ese es mi sueño. Eso es lo que deseo hacer. No puedo pretender que nadie deje a un lado sus sueños para perseguir los míos.
Pero, claro, en ese momento Lily no sabía que yo no tenía sueños, que no tenía ambiciones; nada salvo la mencionada casa pareada que mi anterior costilla había insistido en que comprara. Sin embargo, nada de aquello tenía la más mínima importancia porque no estaba pidiendo a Lily que se casara conmigo, ni siquiera que se convirtiera en mi amante. (Está bien, puede que le hubiera pedido precisamente eso si hubiese creído por un instante que podía salirme con la mía.) No. Solo estaba interesado en la chica como tal y en pasar el mayor tiempo posible con ella. Y así se lo dije.
—Mira, Parker, ahí está precisamente el problema. ¿Sabes cómo puedes averiguar si las cosas saldrán bien o no? — Lo cierto era que no lo sabía. Casi nunca he sabido ver cómo iban a acabar las cosas—. Bueno, pues yo puedo ver que si tú y yo, si nosotros... En fin, lo mejor será que las cosas no lleguen tan lejos.
Una mujer hermosa diciendo a un hombre que las cosas no deberían llegar tan lejos era como arrojar gasolina a un incendio forestal.
—Lily, no me importa quedarme en esta ciudad o en cualquier otra. De verdad. No me importa nada de nada. Para mí todo es como una broma, salvo tú. Tú no eres ninguna broma, de manera que supongo que eso significa que me gustas.
Lily se ruborizó, y yo también.
No recuerdo gran cosa después de eso. En algún momento la llevé a mi casa pareada —puede que fuera horas después o minutos, no me acuerdo—, y ella me dijo:
—No soy esa clase de chica.
No sé si lo he mencionado, pero Lily era una entusiasta de las películas antiguas. En cualquier caso, eso fue lo que dijo, y yo le respondí:
—De acuerdo. ¿Qué clase de chica eres entonces?
—Soy la clase de chica que antes de entregarse a un hombre quiere sentir que existe un profundo compromiso.
—Y ese compromiso, ¿lo sientes ya?
Lily meditó un momento la respuesta. Luego, me rodeó con sus brazos, me atrajo hacia ella y me acarició la boca con sus labios. Nos convertimos en amantes. A pesar de que están grabados en mi mente igual que hitos en una carretera, no entraré en los detalles; sin embargo, sí diré una cosa, y no se trata de sexo, sino de amor: la puerta del dormitorio de mi casa pareada se hallaba en un extremo de la habitación, donde yo había instalado la cama. Allí había yacido yo muchas veces y contemplado a distintas mujeres acercarse por el pasillo desde el cuatro de baño. Algunas me habían excitado considerablemente; otras, no. Todas habían sido mujeres a las que, por alguna inexplicable razón, yo había conquistado y llevado a casa. Aquella ocasión no era la primera ni la décima ni siquiera la vigésima que Lily caminaba por el pasillo hacia mí, desnuda como un animal en libertad.
Yo había llegado a conocer cada centímetro de ella, cada curva y rasgo, cada contoneo y estremecimiento. Las cejas de Lily eran más sexis que el cuerpo entero de cualquier otra mujer que hubiera conocido. Me sentía hipnotizado por su belleza, por su absoluta, exquisita y hasta dolorosa belleza. En ese momento se estaba acariciando el vientre con la mano y miraba algo de cerca, seguramente alguna marca que ningún hombre habría podido detectar desde unos metros de distancia. Entonces levantó la vista y vio la expresión de mi cara —que seguramente debía de ser algo parecido al temor reverencial— y se echó a reír. No fue una carcajada cruel, triunfante ni arrogante. Lily se reía de alegría ante el hecho de que alguien pudiera amarla tanto que su simple mirada pudiera llenar a esa persona de felicidad y asombro. Cuando llegó a la cama me revolvió juguetonamente el cabello y se deslizó bajo la sábana.
—Te ha dado fuerte, chico —me dijo.
Sí, me había dado fuerte.
Y a ella también.
Mantuvimos nuestro romance de oficina en secreto, al menos al principio. Luego, unos diez minutos después de haber entrado en la redacción tras nuestra primera cita, Joe Peralta, un colega, comentó:
—Te estás tirando a Lily, ¿verdad?
Saltaba a la vista que estábamos enamorados, y saltaba a la vista que iba a ser mejor que Joe tuviera cuidado con lo que decía cuando hablaba de mi chica. Esa noche, en casa de Lily (la variedad es la sal de la vida), ella me informó del mismo fenómeno: una de las chicas le había dicho:
—¿Qué, te has enrollado con Theo Parker?
Hay gente que es capaz de ver hasta las cosas más escondidas.
Una vez desvelado el secreto, nos volvimos audaces. Nos íbamos a comer juntos, por así decirlo. Una y otra vez nos escabullíamos para breves encuentros y pasábamos juntos todos nuestros ratos libres, de modo que aprendí algo sobre Lily, y ella algo sobre mí.
Sus padres se habían divorciado cuando ella tenía diez años y después habían muerto; el padre, en un accidente industrial cuando su hija tenía doce; la madre, de leucemia, cuando Lily cumplió los dieciséis. También había una abuela, persona hacia quien su nieta manifestaba sentimientos encontrados. A Lily la habían bautizado en su honor, aunque enseguida le adjudicaron el diminutivo para dejar el nombre completo —«Lillith»— a la matriarca de la familia. También había dinero. Lily nunca me dijo cuánto, y a mí no me importó lo bastante para preguntar. También había habido internados, Choate, Harvard y después un trabajo convenido donde la infortunada muchacha se había tropezado conmigo. Lily tenía diecisiete primos, todos de la rama materna de la familia. Y era la única heredera de Lillith.
Mi historia era sencilla. Mi padre, maquinista, se había jubilado en la misma ciudad donde había trabajado cuarenta años, Harbor City, un barrio—dormitorio de Los Ángeles (un barrio—aparcamiento sería una definición más exacta) donde se mató bebiendo después de tres años de aburrida inactividad. Mi madre era una asistente social (cuidaba a enfermos y ancianos) que con su trabajo ganó el dinero suficiente para enviarme a distintos internados toda mi vida, cosa que nunca le agradecí hasta que su anciano y gastado cuerpo fue enterrado en el Green Hills Memorial Park, en una pendiente situada a un centenar de metros de su marido. Mi hermano Danny era teniente coronel del ejército (yo solía hacerle la broma de costumbre, «mucho teniente y poco coronel»), y mi hermana Kate tenía cuatro chicos, tres de los cuales eran adictos a lo que una sociedad educada llama «sustancias controladas», el cuarto se había librado porque, extrañamente, era gay y tenía sus intereses en otra parte.
Si alguien ve cierta disparidad entre mis antecedentes y los de Lily, así era: no compartíamos las mismas raíces. Yo me aseguré de que lo entendiera, y eso a pesar de que mi sueldo en la revista superaba de largo tres veces al suyo (yo era casi diez años mayor que ella, me hallaba una década por delante en el escalafón y, de vez en cuando, incluso me iba a tomar una copa con el jefe, que me encontraba gracioso). A Lily no le importaba que sus internados miraran por encima del hombro a los míos, que ella se hubiera graduado con honores en Harvard y que yo me hubiera graduado a secas en la UCLA ni que cierta gente, su abuela sin duda, pensara que yo era un oportunista.
Yo era un oportunista. A mis ojos, Lily era toda mi oportunidad.
A Lily le importaban dos cosas: una, yo, Theo Parker; la otra, un momento en el tiempo que se había convertido en un sueño: en una ocasión, antes de que sus padres se separaran y cuando parecía que se amarían para siempre, la llevaron de vacaciones a un lugar llamado Cambria. Allí pasaron el fin de semana en un albergue, y fue un momento singular en la vida de Lily, un momento nunca repetido ni aproximado. Fueron felices en aquella diminuta aldea situada a lo largo de la soberbia costa de la California Central, donde la niebla del mar y el sol bailan juntos como los enamorados. Seguramente, debió de ser el pueblo el que hizo posible su felicidad y fue su distancia la que los destinó a todos a añorarlo.
De adulta, Lily había regresado a Cambria una y otra vez. Se instalaba cerca de donde había estado el viejo albergue (que había desaparecido mucho tiempo atrás, víctima de un incendio) y caminaba por las calles de la pequeña ciudad y por su maravillosa playa, donde una vez había recogido labradoritas. Su abuelo había dejado establecido para ella un pequeño fideicomiso cuya cantidad bastaba, por poco, para que Lily comprara y restaurara un viejo albergue como aquel en que se había alojado siendo niña. Aquel era el sueño de Lily, y Lily era mía.
—¿Y qué harás tú allí? — me preguntó.
—Trabajaré como tu recepcionista.
—Allí no habrá botones, Theo. — Ya no era Parker, sino Theo.
—Pues entonces prepararé el café del desayuno, haré que corran los pasteles, cocinaré...
Se echó a reír.
—No. No cocinaré.
—Tienes razón. No cocinarás.
—Pero haré las camas, podaré el seto, haré lo que sea con tal de estar contigo.
—Cariño, supondrá un bajón de categoría. Te estaré apartando de una vida de éxito.
—¿Éxito? ¿Yo tengo éxito?
—Sí, ¿no lo sabías?
No se me había ocurrido, pero si lo pensaba, sí, era un hombre de éxito: era propietario de un Mercedes que aún debía acabar de pagar, y de una casa pareada en Wilshire Boulevard que también tenía que acabar de pagar. Éxito, sí.
—Nada de eso me importa —le dije. Estábamos en la cama, desnudos y sinceros, sin nada que ocultar—. Lo abandonaré todo y te seguiré.
—No puedo permitirlo —me dijo cariñosamente, pensando más en mí que en ella—. No dejaré que lo hagas.
—Entonces tendrás que casarte conmigo —contesté—. Así me ocuparé de la dirección.
Esa noche, mientras Lily dormía encima de mí, con su aliento yendo y viniendo hacia mi cuello igual que las olas del mar, no se me ocurrió mejor futuro que pasarlo en sus brazos. Qué afortunado era por haber encontrado aquella mujer que me proporcionaba la certeza de que, cuando nuestros cuerpos hubieran dejado de ser jóvenes y el de ella hermoso, mucho después de que cualquier otro impulso aparte del de la vida nos hubiera abandonado, todavía seguiríamos juntos, y yo aún escucharía el mar en su aliento y contemplaría el cielo en sus ojos.
Necios. Éramos unos necios.
Cuando Lily hubo cumplido los veinticinco heredó setecientos mil dólares, lo suficiente para comprar Monroe House a un banco y disponerse a convertirlo en el albergue de sus sueños. Nosotros nos casamos durante el trayecto, saliendo hacia el norte de Los Ángeles. Había puesto en venta mi casa pareada y cambiado el Mercedes por un pequeño y ágil Mazda Miata limpio de deudas. La firma de la escritura estaba prevista para ese mismo día. Lily estaba loca de felicidad. Llevaba shorts y un suéter. Yo, lo mismo en versión masculina. Estábamos dejando atrás el mundo de las grandes empresas.
Tras firmar los papeles de la casa me la llevé a comer a Moonstone Gardens, un discreto y pequeño bistrot en la Coast Highway, en el extremo norte de Cambria, que ofrecía una vasta y famosa vista sobre el Pacífico. Nos sentamos en los jardines propiamente dichos y no en el piso de arriba, donde por las noches tocaba un grupo de jazz, y disfrutamos mientras la niebla corría y nos envolvía, primero a la altura de las copas de los árboles; después, bajando entre las patas de nuestra mesa. La bruma se estaba espesando.
—¿Por qué no nos vamos a dar una vuelta y subimos hasta Big Sur? — propuso Lily.
—Sí, quizá hasta el faro de Piedras Blancas —convine.
Acabábamos de conducir un trecho de cuatrocientos kilómetros, nos habíamos casado, firmado papeles ad nauseam y gozado de un almuerzo y una botella de vino. Además, teníamos una reserva en un hotelito de Moonstone Beach, donde confiaba tener a Lily y un sueño reparador.
Condujimos hacia el norte, más allá del pequeño castillo del señor Hearst. La carretera era de dos carriles —uno en dirección norte y el otro en dirección sur— y serpenteaba entre dunas y quebradas. La niebla se hizo más densa y se convirtió en un manto que todo lo envolvía. Lily se desabrochó el cinturón de seguridad y apoyó los pies en el salpicadero.
—Vuelve a ponerte el cinturón —le dije al tiempo que admiraba sus preciosas piernas.
Nunca llegué a ver el 4x4 que se metió en nuestro carril y se empotró de frente contra nuestro Miata matando a Lily y de paso sumiéndome en un coma de seis semanas.
Capítulo 2
—Tú has matado a mi nieta —me dijo Lillith cuando desperté.
No era la primera vez que recobraba la consciencia tras el accidente ni tampoco era ella la primera persona que veía desde que Lily había sido borrada de este mundo en un vehículo cuyo volante se hallaba entre mis manos. Pero podría haberlo sido: yo flotaba en un mar de anestésicos, deslizándome por un calendario desconocido, casi tan perdido como cuando estaba en coma.
Lillith tenía sesenta y muchos años; existía un incómodo parecido entre la mujer que quedaba, la decrépita escultura de una persona, y la Lily que yo recordaba. Los mismos ojos. Los mismos labios. Lillith había heredado sus otros rasgos del resto de sus antepasados: las mejillas y la frente, el inquietante ademán de su mentón, la forma de la cabeza. Contempló mi destrozado cuerpo como si el accidente no hubiera hecho lo suficiente con él. Tendría que haberme matado. No podía estar más de acuerdo con ella.
—Mea culpa —dije al cabo de un momento, sorprendido por lo áspera y cascada que sonaba mi voz.
—¿Qué? No lo oigo —repuso Lillith.
—He dicho que sí, que yo he matado a su nieta y que merezco morir.
Bueno, ahí estaba, ya lo había dicho. Estábamos de acuerdo. No quedaba nada más que añadir ni que hacer; a menos, claro, que hubiera introducido en el hospital, oculto en su bolso, algún instrumento homicida y que se dispusiera a utilizarlo en ese momento. Confié en que así fuera. Yo había matado a Lily. Su cuerpo había quedado prácticamente partido por la mitad mientras yo tenía los ojos en sus piernas en lugar de en la carretera. Oh, sí, el informe oficial decía que el conductor del 4x4 se había dormido al volante y que su vehículo había cambiado de carril y golpeado de lleno el Miata. Yo no tenía la culpa, pero todo eso no era más que la jerga oficial. Lily estaba muerta, y yo la había matado.
Lillith me miró fijamente durante largo rato. Al fin nos habíamos puesto de acuerdo en algo: yo era el responsable de la muerte de su nieta y merecía morir. Le había caído mal desde el momento en que me conoció, e hizo todo tipo de maniobras para que Lily me dejase como la clase de basura proletaria que era. Cuando eso no le dio resultado le retiró el afecto y la desheredó. De nuevo volvía a haber mucho dinero en juego, y de nuevo yo no pregunté cuánto porque no me interesaba.
—Nunca conseguirás un céntimo de su dinero —me dijo Lillith.
—Siempre puede gastarlo en contratar a alguien para que me asesine —repuse con mi ronca voz—. Mejor aun, ya que está aquí, ¿por qué no lo hace usted misma?
—¡Que te jodan! — espetó Lillith que, seguramente, era la primera vez que utilizaba esa palabra en su vida y también la última.
Dio media vuelta y se marchó. No iba a contratar a nadie para que me asesinara. Tampoco utilizaría una escopeta o un garrote para hacerlo ella misma porque en lo más profundo de sí, más allá de las formas y la etiqueta, Lillith sabía que yo amaba a su nieta más que a mi vida y que dejarme en este mundo sin ella era mucho más sádico que asesinarme. Y para mí, mucho, mucho más doloroso.
No entraré en detalles acerca de lo que le pasó a mi cuerpo. Baste con decir que, cuando el 4x4 chocó contra el frontal izquierdo del Miata, hizo girar el pequeño convertible. El segundo impacto mató a Lily. Después, las ruedas traseras del 4x4 pasaron por encima de su cuerpo agonizante que había sido arrojado fuera del coche. En cambio, yo quedé sujeto y protegido inicialmente por un airbag que impidió que mi cuello se partiera. Seis semanas después me desperté en un hospital de San Luis Obispo, sometido a tracción y sin visión de un ojo. Más tarde averigüé que estaba ciego de ese ojo, pero solo temporalmente, debido a una reciente operación para sujetarme la retina. El pelo me volvía a crecer (habían tenido que afeitarme la cabeza para la intervención craneal). Durante un tiempo vi doble, cosa habitual en los ojos que han pasado semanas sin ver sincronizadamente. Los dolores de cabeza siguen igual de recurrentes hasta el momento. Cuando por fin me puse en pie, los médicos descubrieron que mi pierna izquierda era dos centímetros y medio más corta que la derecha.
Naturalmente, no podía caminar. En realidad, tampoco quería. Lo único que quería era morirme.
Mi hermana Kate hizo el viaje desde Torrance cinco veces a lo largo de otras tantas semanas, y en un par de ocasiones llevó con ella a alguno de sus adictos a las drogas. Era un deber. Yo lloré, y ella se sintió incómoda porque nadie de mi familia me había visto llorar antes. Uno de mis sobrinos sonrió brevemente. No lo culpo.
Varios de mis amigos de la oficina se acercaron a verme una vez, y uno de ellos lo hizo en dos ocasiones. También vino mi ex—novia, de manera que después pudiera hacer correr entre sus amigos la noticia de mi ruinoso estado. Lo cierto es que, entre los amigos y los falsos amigos, ninguno me pareció muy interesante. No me divertían las anécdotas de la oficina ya que me había marchado de allí para estar con la mujer que amaba y ella estaba muerta.
La mayor parte del tiempo lo pasaba mirando por la ventana de mi habitación. Fuera, había un lago artificial de varios cientos de brazadas de extensión, y en mi mente me lanzaba a sus profundidades, tan profundamente que la luz del sol se desvanecía y me veía nadando cerca del centro de la tierra, nadando y escapando de lo que había hecho.
Y Lily... ¡Maldita sea!, Lily no me visitó en mis sueños ni permaneció en la cabecera de mi cama diciéndome que todo iría bien, diciéndome que ella se había ido a un lugar mejor; ni siquiera se sumó al reparto de mis pesadillas nocturnas. Fue así porque yo la había privado de su vida, se la había robado y le había arrebatado el único sueño que había acariciado. Intenté pensar en ella tal como la había conocido, una hermosa mujer de veinticinco años con quien había compartido la cama y de cuyos sueños me había adueñado porque yo no tenía ninguno propio.
Cuatro semanas después de haber salido del coma, fui trasladado a unas instalaciones de rehabilitación de Santa Bárbara. Una vez allí, nadie entró en mi habitación y dijo: «¡Salga de esa cama, señor. Va a ir a rehabilitación!». No. En vez de eso, dos tipos cuyos nombres nunca me molesté en recordar me llevaban todos los días a un gimnasio donde dos mujeres, cuyos nombres tampoco me molesté en recordar, me hicieron hacer cosas que lograron que mi cuerpo funcionara de nuevo. No como antes. No, nunca volvería a ser como el ágil Theo Parker del pasado. Me dieron un bastón. No tenía una empuñadura de plata con la cabeza de un lobo ni bajo ella un asta de roble auténtico; no obstante, aguantaba el peso de uno de mis lados. Empecé a caminar. Una mujer con una bata blanca me dio un programa y apareció todos los días para asegurarse de que lo cumplía; por lo tanto, caminé.
Un abogado amenazó con demandar a la compañía aseguradora del fallecido conductor del 4x4 (el hombre no llevaba puesto el cinturón y, cuando el airbag funcionó, salió disparado hacia la ventanilla del pasajero, que perforó con extraordinaria precisión). Sin embargo, y en contra del consejo de mi abogado, acepté la oferta de la aseguradora, una suma equivalente a la que Lily heredó el día en que la maté. La verdad era que me daba igual.
Más o menos una semana antes de que me dieran de alta, fui a ver a un asesor de pacientes externos que quería asegurarse de que habría alguien en casa que me vigilaría. Le mentí y le dije:
«Claro que sí, faltaría más. Estupendo».
Entonces, un día, me dejaron marchar. Los shorts y la camiseta que había llevado el día del accidente ya no eran apropiados y, además, estaban hechos unos zorros. De algún modo, mi maleta y la de Lily, que iban atadas a la baca de la tapa del maletero del Miata, se habían extraviado. Una sociedad de beneficencia me brindó lo esencial para vestir; un pantalón usado, una camisa y una cazadora cuya cremallera se rompió nada más subirla. Nadie me preguntó adónde pensaba ir. Se daba por supuesto que iría a algún sitio y que haría algo, que es lo que suelen hacer los seres humanos. Sin embargo, yo carecía de esos planes.
Los de recepción llamaron un taxi cuando vieron que ya llevaba media hora esperando en el vestíbulo, incapaz de tomar una decisión acerca de adonde debía encaminarme o qué debía hacer. Me metí en el taxi, y el chofer me preguntó: «¿Adónde?».
¿Adónde? ¿Qué me quedaba? La casa pareada había sido vendida y en esos momentos pertenecía a otro. Inesperadamente, no me habían ofrecido mi antiguo empleo en la revista, aunque tampoco me importaba. Habían contratado a una sustituta, una joven recién salida de Yale que era sensacional. ¿Qué me quedaba?
—A casa —contesté—. A Cambria. ¿Sabe dónde está Cambria?
Resultó que lo sabía. Me llevó a la estación de tren más próxima. Desde San Luis Obispo tomé otro taxi hasta Cambria y Monroe House.
Cuando ocurrió el accidente tenía algo más de cuatrocientos dólares en el bolsillo, dólares que el hospital me había guardado en la caja fuerte junto con la cartera y los papeles de la escritura que Lily y yo habíamos firmado. Pagué al taxista con parte de aquel dinero y me quedé un rato ante Monroe House, apoyado en mi anodino bastón de plástico y aluminio. Costaban entender qué había visto Lily en aquel desvencijado edificio de dos pisos que pudiera despertar en ella alguna alegría. A mí me resultaba imposible verlo.
Durante mis seis semanas de coma y los cuatro meses de rehabilitación, los tribunales habían designado un abogado para que representara los intereses de Theo y Lily Parker, y dichos intereses incluían Monroe House. Alguien había sido contratado para cuidar la propiedad, asegurarse de que estaba cerrada y limpia o de hacerla limpiar periódicamente. Yo sabía el nombre de la mujer encargada de la tarea, pero no podía recordarlo. Me constaba que tenía un número de teléfono y una dirección en algún lugar de Cambria, aunque tal información se me escapaba también. Lo más importante era que yo sabía que ella tenía la llave de la puerta principal, no yo.
Así pues, me senté en la escalera, dejándome caer en el peldaño superior con un gruñido, y apoyé el bastón en mis rodillas. En ese momento eran más de las tres de la tarde de un día fresco y neblinoso. La famosa niebla de Cambria ya no me parecía tan romántica. ¡Oh, Lily, cuánta luz aportabas a este mundo!
Examiné Monroe House, retorciéndome dolorosamente (y hallando cierto placer en ese dolor) para contemplarla en su totalidad. Un porche rodeaba la estructura por tres lados. La puerta de entrada era especialmente ancha y tenía cristales emplomados con cortinas de encaje por dentro. En lo alto, pero fuera de mi campo de visión (de todas maneras lo recordaba bastante bien del primer día que Lily y yo la visitamos, unas cuantas semanas antes de su muerte), había una serie de ventanas abuhardilladas que correspondían a otros tantos dormitorios. Tras las habitaciones había un vestíbulo, otra serie de cuartos que daban a la parte de atrás (que en realidad tenían mejor vista sobre un arroyo boscoso), una escalera que bajaba a una sala de estar a un lado y una cocina y un comedor al otro. En la parte de atrás había otras habitaciones que Lily había opinado que podían ser accesibles para los discapacitados. En total, ocho dormitorios; nueve, si se contaba la suite de los propietarios. Nosotros habríamos ocupado la suite de los propietarios.
Naturalmente, en su origen, Monroe House había sido una vivienda particular con solo cuatro dormitorios, un salón en la planta baja y un estudio en la de arriba. Había sido ampliada por los sucesivos propietarios que habían ido fracasando en el negocio hotelero.
Yo estaba dispuesto a quedarme sentado allí todo el día y toda la noche. La verdad era que estaba preparado para entregarme a una muerte lenta y justificadamente dolorosa en el porche, pero intervino una joven mujer. Se acercó a la portezuela de la valla de madera (que había sido añadida por aquello de dar una nota de carácter por los últimos y arruinados propietarios) y se llevó una sorpresa al verme sentado en los peldaños de la entrada.
—¡Oh! — exclamó dejando caer la bicicleta que empujaba.
Francamente, yo no contesté nada porque me importaba un bledo si la tierra se abría bajo sus pies y se la tragaba con bicicleta incluida.
—Lo siento, pero esto es propiedad particular —me dijo tras un momento para recobrar la compostura. Su vieja bicicleta, de mujer y pasada de moda, seguía a sus pies. Obviamente me había confundido con un turista despistado, como muchos de los que se dejaban caer por aquel romántico pueblo, que por alguna razón se había instalado en los peldaños de Monroe House.
—Pues yo soy el propietario —repuse sin gran convicción porque en mi interior sabía que se trataba de la casa de Lily y del sueño de Lily.
—¿Es usted el señor Parker?
—Sí, soy Parker, y puede olvidarse de lo de «señor». ¿Quién es usted?
—Me llamo Eleanor Glacy. Soy..., ejem..., el ama de llaves designada por el tribunal,
Eleanor «ejem...» Glacy era una mujer de unos veintitrés años, alta, delgada y vulgar. Su pecho no ofrecía ni la insinuación de una curva. Me acordé de que una vez, cuando yo tenía unos diez años, mi madre comentó a una vecina: «Allí va la pobre Joanne Hart. Dios le dio un par de pezones y poca cosa más». Mi madre podría haberse referido a Eleanor Glacy.
No obstante, y para ser sincero, Eleanor tenía unos ojos vivos e inteligentes, un cabello castaño bastante bonito sujetado por pasadores y un rostro alargado y enjuto que mejoraría con la edad. Sin bolsas. Su voz era su mejor arma: tenía un limpio y armónico tono de mujer.
—Usted es la encargada —dije al fin.
—Sí, señor.
—No soy ningún señor, y tampoco su jefe.
—Es su casa, ¿no es así?
—Suya es si la quiere. De todas maneras creo que, si nadie lo remedia, acabaré pasando ahí la noche. ¿Está en condiciones para que alguien duerma en ella?
—Desde luego —contestó levantando la bicicleta por el manillar—. Está completamente equipada. He hecho venir a una mujer de limpieza dos veces por semana para que la pusiera en condiciones. Lleva mucho tiempo desocupada.
Justo la clase de sitio que me iba.
—Pensaba que su trabajo era el de encargada.
—En realidad soy agente de la propiedad, señor Parker.
—Déjelo en «Parker» a secas.
—En Cambria hay mucho movimiento de alquileres en verano, alquileres de temporada, y alguien tiene que ocuparse de ellos. Eso es lo que hago en realidad.
—Ah.
—Bueno, lo que hago cuando no trabajo en la librería.
Sonrió humildemente, como si en realidad no hiciera ninguna de ambas cosas, sino que fuera una simple trabajadora que aprovechara lo que le fuera saliendo.
—¿También tiene una librería?
—Oh, no. Solo trabajo en una, en la librería Tiller, en el West Village. A tiempo parcial. Cuando lleve un tiempo en Cambria, señor Parker...
—Solo «Parker».
—Como quiera. El caso es que no tardará en descubrir que toda la gente de por aquí tiene dos empleos y, a veces, incluso tres. Es la única manera en que se puede salir adelante. Una economía pequeña, ya ve.
Dejó la bicicleta apoyada en la valla de madera y me ofreció una mano para ayudar a que me levantara de mi asiento en el último peldaño. Yo la miré fijamente y ella la retiró tímidamente.
—No lo ha entendido —le dije—. Estaba esperando las dos manos, no una.
Tiró de mí con ambas manos y me ayudó a ponerme en pie. A continuación, entramos en el sueño de Lily.
Estaba oscuro y húmedo. Sí, húmedo. La falta de luz del sol invita a la humedad. Eleanor abrió las cortinas, invitó a la claridad, pero esta se resistió. Había un pequeño mostrador de recepción y un salón donde se había servido el café y los bollos de desayuno cuando, en su momento, el sitio había funcionado como albergue. Permanecí en la puerta mientras Eleanor hacía lo que se suele hacer para dejar presentable un sitio.
Allí estaba aquel horrible papel pintado con flores del planeta Vulcano. Casi podía ver al señor Spock contemplándolas y añorando el mundo donde había nacido, siempre de un modo lógico, desde luego.
—Acogedor —comenté.
—Podría convertirse en acogedor con el toque adecuado.
«Con el toque de la mano de Lily, ahora fría», pensé.
—¿Ha vivido en esta ciudad toda su vida? — le pregunté.
—No. El año pasado me trasladé desde Fresno.
—¿Qué sabe usted de Monroe House?
—Bueno, no ha sido el más rutilante de los negocios —me contestó Eleanor eufemísticamente.
Se había situado detrás del mostrador, como si buscara un lugar defendible o eso me pareció, aunque también es posible que simplemente pretendiera ocultarse.
—La ubicación de la casa es un factor que hay que tener en cuenta —prosiguió—. Monroe House está fuera del recorrido principal. De todas maneras, esa parcela de ahí al lado forma parte de la propiedad y podría aprovecharse para hacer algo romántico con ella. No sé, quizá instalar un cenador o montar un jardín.
Esos también habían sido los planes de Lily.
—Este sitio huele mal —dije.
—Es solo olor a cerrado. Hace tiempo que las ventanas no se abren.
Subí por la escalera al piso de arriba. Eleanor me siguió, pero a cierta distancia y con una prudencia que me indicó que estaba al corriente del accidente y de la muerte de Lily. Santo Dios, aquel desastre me había convertido en un anciano.
Eché un vistazo a todas las habitaciones. Muebles Victorianos. Cortinas de encaje. Encantador. Horrible.
Luego fui al dormitorio principal, donde Lily y yo habríamos vivido nuestra vida, nuestra vida secreta y verdaderamente íntima.
—¿Qué es eso? — pregunté con voz repentinamente estrangulada.
Eleanor se puso a mi lado y vio la prenda. Era un picardías tendido encima del edredón de la cama como si fuera una especie de invitación, la promesa de las noches que habrían podido ser.
—¿Quién ha puesto eso ahí? — grité.
Eleanor no tenía idea.
Se trataba del salto de cama que Lily se había comprado para nuestra noche de bodas.
Capítulo 3
Eleanor se adelantó. Yo tenía saliva en los labios, la notaba, y también un martilleo en mi cerebro que era el doble de fuerte que mis habituales dolores de cabeza. Encontró las dos maletas en el otro lado de la cama. Las reconocí de inmediato. Eran nuestras, el equipaje que había atado con correas en la baca del Miata momentos antes de salir de Nueva York, hacía medio año de eso. ¿Cómo podían haber llegado hasta allí?
Eleanor las puso encima de la cama, al lado del picardías; primero, la maleta de Lily; luego, la mía. Alguien les había quitado el polvo durante aquellos meses. Se veía incluso el resto de un insecto cuya suerte había cambiado al toparse con el rápido Miata, seguramente en los alrededores de Ventura, antes de que Lily y yo hiciéramos un alto para casarnos o antes de que nos metiéramos en el atasco de tráfico de Santa Bárbara.
¿Cómo habían llegado hasta allí?
Cerré los ojos y retrocedí seis meses en el tiempo. Yo era joven, y Lily vivía. Estábamos almorzando en Moonstone Gardens. Reíamos y bebíamos el vino de la casa, dos recién casados que acababan de convertirse en propietarios de un inmueble. Aquello también había sido por insistencia de Lily, el casarnos antes de comprar Monroe House para que, de ese modo, fuera el sueño de los dos el que se hiciera realidad ese día.
¿Cómo habían llegado aquellas maletas hasta allí?
Alguien había tenido que sacarlas del coche y subirlas hasta el dormitorio, abrir la de Lily y sacar su salto de cama...
Cuando salimos de Moonstone Gardens ese día, ¿seguían las maletas atadas en la baca? Intenté recordarlo, retomar una imagen de mi encantadora Lily, con su top de punto y sus shorts; de mí, con mis bermudas y mi polo de tenis; de los dos, caminando del brazo por entre los árboles del aparcamiento, hacia el coche. Aunque estaba completamente a la vista, no me había fijado en la parte trasera del convertible, donde tenían que estar las maletas.
No. No podía recordarlo. Era un recuerdo perdido para siempre.
Sin embargo, sí me acordaba de que Lily se había excusado para ir al lavabo de señoras mientras yo me tostaba bajo el sol y la bruma. ¿Cuánto tiempo pasó entre que se marchó y volvió? ¿Cinco minutos? ¿Diez? ¿Un cuarto de hora? ¿Acaso los hombres contaban los minutos que las mujeres pasaban en los aseos atendiendo las misteriosas razones que las llevaban a ellos? ¿Cabía la posibilidad de que hubiera subido al Miata, conducido hasta Monroe House, descargado las maletas, subido con ellas, abierto la suya y sacado su salto de cama solo por amor hacia mí y pensando en sus planes para aquella noche y que después hubiera regresado a Moonstone Gardens sin que yo me diera cuenta? ¿Había cancelado nuestra reserva en el hotel de Moonstone Beach para poder dormir aquella misma noche en la casa de nuestros sueños?
—Puede que la patrulla de carretera encontrara la maleta aquel día y... —apuntó Eleanor no muy convencida.
—¿Y que después dejara el salto de cama a modo de pequeña broma? — repliqué ásperamente.
—Claro, ¡qué tonta! — dijo Eleanor.
—Lo hizo Lily —declaré.
—¿Su mujer?
Mi mirada le dio a entender lo estúpida que era. Apartó la vista.
—Acabábamos de casarnos. Iba a ser una sorpresa.
—¡Santo Dios, qué pena!
—Dios no es santo, Eleanor. Dios mata.
Pero, claro, había sido mía la mano en el volante, mía la aquiescencia a la petición de Lily de ir hacia el norte, a Big Sur, al faro de Piedras Blancas donde la carretera serpenteaba por el jardín del edén. En esas maletas estaban mis huellas y las de Lily. No las de Dios.
—¡Cójalas! — chillé.
—¿Qué?
—¡Que las coja! ¡Ahora mismo! ¡Sáquelas de aquí!
—¿Y qué hago con ellas?
—¡Me da igual! ¡Quémelas! ¡Regálelas! ¡Tírelas por un barranco, pero sáquelas de aquí ahora mismo!
Eleanor cogió las dos maletas y se encaminó hacia la puerta.
—¡Eso también! — le ordené refiriéndome al salto de cama. No quería tocarlo. No quería volver a verlo.
Ella dejó las maletas en la alfombra persa, se dio la vuelta y agarró el salto de cama con una mano. Mientras sus dedos se cerraban en torno a la prenda, vi a Lily vestida con él, tumbada en la cama, riendo mientras mis ojos la contemplaban; riendo de alegría por que estuviera tan obsesionado con ella que su cuerpo, su alma, su voz y sus pensamientos fueran capaces de provocarme estremecimientos de añoranza.
Estaba bastante convencido de que Eleanor regresaría una vez se hubiera llevado las maletas y la prenda de Lily, pero no lo hizo. Al cabo de una hora, cerré la puerta de la suite principal y descendí a la planta baja, donde localicé la habitación más pequeña de toda la casa y me derrumbé en su cama de matrimonio. Me sorprendió descubrir que estaba llorando, cosa que no había hecho en meses.
No supe cuánto tiempo había pasado hasta que finalmente me levanté y vi a Eleanor sentada en el sillón Victoriano que había al pie de la cama, con las piernas cruzadas, los brazos sobre sus inexistentes pechos, mirándome fijamente.
—Váyase —mascullé.
—Está usted durmiendo en mi cama —me dijo.
Al oír aquello me incorporé. ¿Su cama?
—Señor Parker... —empezó a decir.
—Déjelo en «Parker» a secas.
—Está bien, Parker. Quiero enseñarle unos documentos para demostrarle que todo lo que he hecho es legal y correcto.
En alguna parte debía de quedar algún vestigio de mi antiguo yo porque lo primero que se me ocurrió fue hacer una broma.
—Dudo mucho que tenga documentos para eso.
—Me refiero a lo tocante a mi residencia en Monroe House.
—¿Vive usted aquí?
—Sí. Desde hace dos meses. He estado pagando un alquiler. Eso me permite además vigilar la casa de cerca, coordinar las labores de reparación y mantenimiento y ese tipo de cosas.
Tendí la mano, y ella me entregó un fajo de papeles. Les eché un vistazo. Con la autoridad de la que había sido investido por el tribunal, el abogado encargado del caso había abierto una cuenta en el banco local. En dicha cuenta, Eleanor Glacy había depositado la suma de cuatrocientos dólares, doscientos por cada mes que había ocupado aquello, la más pequeña y menos cómoda de las habitaciones de un albergue dotado de alternativas mucho más amplias y confortables.
—¿Qué puede costar una de estas habitaciones? Estoy hablando por noche.
Eleanor se ruborizó.
—Bueno, si el establecimiento ofreciera desayuno y el habitual tentempié de queso y vino por la noche, si cambiara las sábanas con regularidad..., entonces yo diría que unos ciento cincuenta dólares la noche, puede que doscientos.
—Y, teniendo en cuenta todo eso, ¿a usted le parece que doscientos al mes son suficientes?
—Yo me lavo la ropa de cama y me limpio la habitación. Además...
—¿Nadie se ha quejado de la cantidad que paga al mes?
—La agente de la propiedad soy yo, señor Parker.
—«Parker» a secas.
—¡Cállese ya! Yo soy la agente de la propiedad y por lo tanto quien determinó la cantidad. Puedo compensarle por cualquier déficit. No se preocupe, haré las maletas y saldré de aquí antes de que... bueno, tan pronto como encuentre un lugar al que mudarme.
—¿Se refiere a un lugar de doscientos dólares al mes? ¿Hay algún sitio en Cambria que se pueda alquilar por doscientos dólares al mes?
Eleanor se ruborizó aún más. Claro que no lo había. De todas maneras, tenía la impresión de que yo —o mejor dicho, Lily— había recibido la cantidad justa.
—Olvídelo —le dije.
Eleanor reparó en que le había babeado la almohada mientras dormía.
—Digamos que estamos en paz —le propuse.
—Será mejor que no —contestó ella poniéndose en pie bruscamente—. Puedo instalarme con unos amigos hasta que... Bueno, hasta que encuentre un sitio que alquilar.
Me llevé una sorpresa cuando se levantó de golpe echándose hacia atrás y dejando caer la carpeta con los papeles. Eleanor se agachó instintivamente y empezó a recoger las hojas. Rápidamente lo dejó todo como estaba, los documentos múltiples debajo y los recibos encima. Observé su nuca mientras trabajaba y me fijé en la pulcra raya del cabello mientras me asombraba que alguien pudiera ser tan joven y estar tan solo allí, en la casa de Lily.
—Eleanor, por favor perdóneme —dije en un tono que parecía de auténtica contrición—. Estoy seguro de que usted es una persona honrada. No había tenido en cuenta los servicios que su condición de inquilina han aportado a Monroe House. Por favor, acepte mis más sinceras disculpas.
También es cierto que todavía no tenía ni idea de dónde habían sido enterrados los cuerpos y no quería que la única persona que lo sabía se marchara sin decirme dónde estaban. De acuerdo, tienen razón, a veces soy un canalla.
Pero entonces me di cuenta. Una parte de mí se interesaba lo bastante para que me disculpara ante una desconocida y evitar que se marchara. ¿Acaso estaría adquiriendo derechos de propiedad sobre Monroe House? Contemplé la habitación, aquellas «acogedoras» cuatro paredes victorianas con las espantosas cortinas de encajes y el sillón orejero salido directamente de una película de Charles Laughton.
Otros pensamientos acudieron a mi mente. Lily. La muerte. Mis manos al volante.
No.
—Está bien, me quedaré —me informó Eleanor.
—Mmm —mascullé.
—¿Tiene pensado abrir pronto el negocio? — me preguntó, aparentemente apaciguada por mi ruego de que se quedara.
—No tengo ningún plan —contesté—. Todavía.
—¿Tiene hambre?
La verdad era que sí.
Eleanor había abastecido la despensa para su propio uso y me preparó un sandwich de jamón acompañado de un vaso de leche. Luego, se sentó al otro lado de la mesa con el interrogativo rostro apoyado en las manos y me observó mientras comía.
—¿Tiene demasiada mostaza?
—No.
—¿Sabe?, Monroe House no puede competir con los demás albergues de la ciudad; y desde luego no con los de Moonstone Beach. Sin embargo, con las reformas adecuadas podría...
—¿Qué posibilidades tengo de venderla?
Jugueteó con los dedos encima de la mesa, los entrelazó y desentrelazó. Me fijé en que era una devoradora de uñas y que se las mordía hasta la raíz. La piel de sus manos se veía enrojecida y áspera.
—¿Tal como está ahora?
—Sin gastarme un céntimo.
—Ninguna —repuso sin pensarlo dos veces.
—¿Y si hiciera algún arreglo? — propuse—. ¿Y si por ejemplo cambiara el papel pintado y las cortinas?
—También debería cambiar los muebles. Están bastante nuevos, pero son pesados y deprimentes.
—De acuerdo —convine—, cambiando también los muebles. ¿Podría venderla entonces?
Eleanor lo meditó un rato y preguntó:
—¿Cuánto ha invertido hasta ahora?
Le expliqué que Lily había pagado la casa en su totalidad y en metálico hacía seis meses.
—¿Al contado? — inquirió, incrédula.
—¿Qué quiere que le diga? Mi mujer era una soñadora. Deseaba convertirse en la propietaria.
—¿Cuánto pagó?
Se lo dije.
Y se llevó tal sorpresa por la cantidad que se echó atrás en su silla, aunque contuvo el impulso de levantarse.
—¿Qué? ¿No hay forma de venderla? — pregunté.
—No. Ni siquiera con las reformas. — Meditó un momento—. Siempre puede donarla para fines caritativos por el valor de compra, pero no soy especialista en cuestión de impuestos, así que...
—Así que estoy jodido.
—¿Le apetece otro bocadillo? — me preguntó a modo de compensación.
—No —contesté—. El olor del jamón pasado por la sartén me ha quitado el apetito.
Sin embargo, volví a sorprenderme a mí mismo. Resultaba que sí me preocupaba que Monroe House se fuera a la mierda para siempre y que se llevara con ella hasta el último dólar que me quedaba.
De todas maneras, tenía el dinero del seguro por el accidente en la cuenta de un banco u otro. Tenía eso y Monroe House. Y según parecía también tenía algo que me motivaba.
Desconcerté a Eleanor cuando le dije que iba a ocupar la habitación frente a la suya. Era idéntica a la de ella, con la misma cama de matrimonio y el mismo orejero. Se hallaba lejos de la suite del propietario, donde las esperanzas de nuestra noche de bodas, la de Lily y mía, embrujaban el lugar y me embrujarían a mí para siempre.
—Puede cerrar con llave —le propuse.
—Sé cuidar de mí misma —me contestó cuando le expliqué que no podía instalarme en el piso de arriba y el porqué.
No tenía otra ropa para cambiarme, pero Eleanor encontró distintos restos abandonados por huéspedes anteriores. Entre ellos había todo tipo de prendas de hombre, todas limpias y guardadas desde hacía meses o años. Me duché, descarté los calzoncillos largos y la ropa interior de cualquier tipo —lo de llevar la ropa interior de otros, ya fuera recién lavada o contaminada de residuos nucleares, simplemente no me apetecía—, escogí un pijama y me arrastré bajo las sábanas y el edredón de la cama de matrimonio. Apagué la lámpara vidriera de imitación de la mesita de noche y me sorprendió la absoluta oscuridad que reinaba tanto dentro como fuera. Cambria contribuía poco a la contaminación lumínica de este mundo. Al cabo de un momento, mis ojos se aclimataron y distinguí los cajones de la cómoda, el orejero y los pies de la cama.
Oí a Eleanor preparándose para acostarse al otro lado del pasillo. Su cama crujió cuando se echó —según parecía, no era tan silenciosa como la mía—, e incluso escuché el «clic» de la lámpara cuando la apagó.
Rogué para que Lily acudiera a mí, pero no lo hizo, y el sueño no tardó en arrastrarme igual que las olas arrastran los barcos a la deriva.
Eran las tres en punto de la madrugada cuando oí el ruido.
Capítulo 4
No supe que había sido el ruido lo que me había despertado. Posiblemente lo hizo. O posiblemente yo me encontraba en un ciclo de sueño que hacía que mi mente se acercara a la superficie de la conciencia. Sin embargo, sí que oí el segundo ruido, y fue el de Eleanor abriendo la puerta de su cuarto.
Por la noche había encontrado una bata junto con mi heredado pijama. Me la puse en la oscuridad, encontré fácilmente el camino hasta la puerta y la abrí. Antes de haberlo hecho del todo vi el haz de la linterna de Eleanor recorriendo el suelo.
Ella se volvió al oírme, por un instante sobresaltada; luego, volvió a asumir su expresión habitual —una especie de mirada fija e indiferente— y volvió la vista hacia donde la linterna iluminaba.
—¿Qué pasa? — pregunté.
—¿No lo ha oído?
—¿Oír, qué?
No se escuchaba más que silencio.
—Vaya, puede que me esté volviendo loca de verdad —dijo ella.
Entonces lo oí. Era el más quejumbroso y siniestro gemido que había escuchado en mi vida. No se trataba realmente de un llanto, sino de algo mucho peor, un sonido parecido al de algo que agoniza pero no acaba de morir. Algo indescriptible.
—¿Qué es eso? — pregunté. Las palabras, bloqueadas en mi garganta escaparon por mi laringe igual que el aire de un globo.
Ella me miró con una expresión que me decía a las claras lo que opinaba de mi pregunta. Y de mí. Me lo merecía. Busqué el interruptor de la luz y lo accioné. Nada.
—¿Qué pasa con las luces?
—No funcionan —repuso Eleanor.
—Creía que hacía falta que hubiera una tormenta o algo así para quedarse a oscuras, ¿no?
—No es la corriente —añadió Eleanor tranquilamente—. Cada vez que se escucha este sonido, las luces dejan de funcionar. No sé por qué.
El gemido se hizo más fuerte. Me sentí presa del pánico, de un pánico irracional porque el miedo es el rostro de la nada.
—Es un animal, un animal herido —declaré.
—Pues lleva herido los dos meses que he dormido en esta casa, señor Parker.
No. No era un animal herido.
—¡Dios mío, suena espantoso! ¿Verdad?
Eleanor asintió con la cabeza. Desde luego, sonaba espantoso.
—¿De dónde proviene? — pregunté.
—De todas partes. De ninguna.
—¡Por amor de Dios, no irá a decirme que se trata de fantasmas!
—No le estoy diciendo nada.
—¡Déme eso! — ordené, cogiéndole la linterna de la mano. Tuve que pensármelo dos veces, pero guié a Eleanor por el pasillo hasta el vestíbulo. El gemido no aumentó de intensidad. Di a un interruptor: nada. Luego, a otro: nada. A una lámpara: nada. A la luz del porche: nada. En el exterior se veían las escasas y débiles luces de la pequeña ciudad que dormía. Obviamente, Cambria seguía teniendo fluido eléctrico porque las pocas farolas de la calle estaban encendidas. La niebla danzaba entre ellas como espectros en el cielo.
Me aparté de la puerta y dejé caer la cortina de encaje que había descorrido para echar una ojeada fuera.
—¿Con qué frecuencia ocurre esto? — pregunté a Eleanor.
—No pasa todas las noches —repuso en voz baja—, pero sí varias veces a la semana.
—¿Y durante meses?
—Por lo menos durante los dos meses que llevo aquí.
El gemido resonó de nuevo en la sombría casa y creí reconocerlo. «Dios mío, no dejes que esté en lo cierto», me dije.
—¡Lily! — grité y salí corriendo hacia la escalera.
—¡Parker! ¡No suba ahí! — llamó Eleanor antes de seguirme tan rápidamente como pudo. Sin embargo, a mí me empujaba una fuerza primitiva, la idea de que el espíritu de mi Lily había sido atraído por aquella maldita casa y vagaba por ella, llorando su pena por haber perdido su sueño y a su marido a manos de un destino cruel.
Llegué al rellano de la escalera justo cuando el gemido volvía a escucharse. Giré y me dirigí a la suite de los propietarios con el haz de la linterna danzando ante mí igual que una luciérnaga enloquecida. Giré el picaporte de la puerta y dejé que esta se abriera sola.
Todo estaba como lo habíamos dejado por la tarde. Ni una arruga en la colcha, ni una silla fuera de sitio. Sin embargo, hacía frío, mucho más frío que en cualquier otro lugar de la casa, el frío suficiente para hacer que nuestro aliento pareciera bruma escapando por nuestros labios.
Eleanor se detuvo detrás de mí y me puso una mano en el hombro de modo que cada uno estuviera seguro de que el otro estaba allí y era real.
—No proviene de aquí —dijo Eleanor.
—No.
—Pero está esto otro. Aquí suele hacer frío, más frío del normal.
—Lily... —dije con un hilo de voz.
Quién más podía ser sino Lily, tan perdida que había regresado al único lugar de la tierra que amaba de verdad.
—No puede saber que es ella —murmuró Eleanor.
Las luces se encendieron abajo.
—Se acabó —anunció Eleanor en voz baja—. Al menos por esta noche.
Presioné el interruptor, y la luz eléctrica bañó el cuarto. Había dejado de hacer frío. O al menos no hacía más que en otras partes de Monroe House.
Eran las cuatro menos veinte de la mañana. Eleanor puso un cazo al fuego en la cocina. Yo estaba sentado a la mesa, demasiado perplejo para decir palabra. Todavía tenía su linterna en la mano, de modo que me levanté para devolvérsela. Fue entonces cuando caí en la cuenta de que ella iba en camisón. Con las prisas del suceso se había olvidado de ponerse una bata. Pude ver a través de la fina tela, y como no quería ver a través de la fina tela, me quité la bata y se la puse encima de los hombros.
—Tenga —le dije—. De lo contrario cogerá frío.
Ella malinterpretó el gesto como una manifestación de cuidado y se envolvió en la prenda con una sonrisa de gratitud, ciñéndosela.
—¿Té o café? — me preguntó.
Una chica de su casa, esa Eleanor.
—Heroína —contesté.
—Me temo que en el azucarero no hay; pero yo tengo un poco de marihuana.
Por un momento pensé que estaba bromeando, pero un rápido vistazo a su expresión me avisó de lo contrario.
—Eleanor, está usted llena de sorpresas; pero, no, gracias. Café para mí. Con eso bastará.
Yo me estaba tomando la situación bastante bien porque ya no me la creía. Mientras había sucedido, mientras la casa había permanecido a oscuras por razones ajenas a toda lógica, y había sonado un gemido que era imposible que hubiera salido de una laringe humana, yo había estado dispuesto a creer hasta en lo peor. ¿Podía Lily haber regresado de la muerte para embrujar aquella casa?
—Parece como si nunca hubiera ocurrido —comenté.
—Una vez leí que la mente humana es incapaz de aceptar lo que piensa que es imposible. Bueno, al menos la mayoría no puede. Los sucesos fantásticos se descartan tan pronto como han pasado porque sencillamente no estamos equipados para aceptarlos.
—¿Cree que esta casa está embrujada?
—Sí.
—Yo creo que son las cañerías que están en mal estado —contesté.
—¿Y la luz que se va?
—Algún cable —rebatí con masculina certeza.
—O sea, que lo que hemos experimentado no es más que un problema de cañerías y cables, ¿no?
Me eché a reír.
—O un complot para hacer bajar el precio de Monroe House para que alguien la pueda comprar por mucho menos de lo que vale. ¿Está usted conspirando en mi contra, Eleanor?
Durante una fracción de segundo, ella se tomó la pregunta en serio. Luego, dejó la taza de café instantáneo ante mí con un golpe seco.
—¿Leche, azúcar?
—¿Bourbon? ¿Tenemos bourbon?
—No tenemos bourbon, pero yo tengo coñac.
—Servirá.
Sacó una botella del estante superior de la alacena y la dejó ante mí. Luego, cogió una bolsita de té de una lata, la sumergió en la taza de agua hirviendo y la puso junto a la mía sentándose a mi lado. Desde aquella madrugada nos habíamos vuelto lo bastante amigos para sentarnos el uno al lado del otro.
—¿Por qué llaman a esta casa Monroe House?
—Por el hombre que la construyó, un tal James Monroe. No, no tenía nada que ver con el presidente. Era un botánico que se instaló en Cambria con su familia a finales del mil ochocientos y construyó esta casa. En esa época, la finca era mucho más grande, unas cinco hectáreas.
En aquellos momentos, solo tenía media hectárea, con la casa situada en un extremo.
—¿Y qué fue de él?
Eleanor se encogió de hombros.
—No lo sé. Pero sí sé que su familia no vivió aquí mucho tiempo porque en 1905 Monroe House se convirtió en casa de huéspedes para los mineros que iban y venían. Más adelante, durante la Ley Seca, fue un antro de venta ilegal de alcohol. Luego, volvió a ser una casa de huéspedes y posteriormente el primero de muchos albergues.
—El nombre de Monroe House suena pomposo —comenté.
—Es su casa, Parker, puede llamarla como prefiera.
—Parker House —sugerí—. Y podríamos servir bollos.
—Que no fueran nada pomposos —añadió ella bebiendo un poco de té con un femenino sorbido.
Contemplé a Eleanor Glacy, aquella versión femenina de Ichabod Crane[1], cuyos pálidos y grises ojos me miraban con tanta franqueza que me desarmaban. Me sonrió comprendiendo la situación como solo las mujeres saben hacerlo cuando los hombres las ven tal como son. Yo seguía enamorado y añorando a Lily. Sí, seguramente para el resto de mis días, pero eso no me impedía contemplar otras mujeres, incluso a las poco atractivas.
—Eleanor —dije al cabo de un momento, rebuscando a toda prisa en mi mente algo que decir y tuteándola por primera vez—, llevas dos meses aquí conviviendo con ese fenómeno, ¿cómo es que no has salido corriendo?
—El alquiler es bajo —contestó ella con el sentido práctico de las mujeres que conservan las prendas pasadas de moda para ponérselas cuando nadie las ve—. Además, no empezó de golpe. Llegó gradualmente. Ha empeorado en las últimas semanas.
Yo no dije nada mientras por mi cabeza corrían preguntas acerca de lo desesperada que una persona tenía que estar para soportar un lugar embrujado. ¿Embrujado? Bueno, ella desde luego creía que lo estaba, y eso a pesar de que yo supiera que era imposible o de que me repitiera una y otra vez que no lo estaba.
Eleanor rompió el silencio.
—¿Y tú? ¿Por qué no quieres que nadie te llame por tu nombre?
—Porque es un nombre feísimo.
—Theodore —dijo lentamente, paladeando las sílabas y dejando que las letras rodaran por su lengua—. Theodore. Figura en los papeles del tribunal. No es un mal nombre.
—Mi familia me llamaba Theo. Cosas de mi madre.
—¿Cómo? ¿A tu madre no le gustaba el nombre que te había puesto?
Sopesé si contarle la historia o no; pero, ¡qué demonios!, era una buena historia y, por desgracia, cierta.
—Mi padre era alcohólico. Mi madre estaba embarazada de mí. Él tenía el cheque de su sueldo. Ella lo quería, de modo que... le dijo que podía ponerme el nombre que quisiera con tal de que se lo endosara. Estuvo conforme y, tres meses más tarde, me ponían el nombre de Theodore Roosevelt Parker.
—Supongo que Rosey quedaba descartado; como nombre, me refiero.
—Eres una mujer cruel, Eleanor.
—¿Y qué hay de Ted? — preguntó.
—A nadie se le ocurrió —repuse—. Es cierto. Éramos una familia con poca imaginación.
La expresión de Eleanor me dijo que no creía una palabra de todo aquello.
—Pero Theo está bastante bien. «Theo Parker, abogado» o «Doctor Theo Parker». Por cierto, ¿a qué te dedicas?
—Escribo artículos sobre carburadores.
—¿Sobre carburadores? ¿Y no sobre inyección?
—De eso se ocupaba otro. Yo tengo cierta inclinación por los anacronismos.
Eleanor se echó a reír y dejó que sus ojos se pasearan por la habitación.
—Pues, bienvenido a casa, Parker.
Al llegar a la puerta de nuestras respectivas habitaciones, Eleanor se quitó la bata y me la devolvió mientras yo le entregaba la linterna de antes. Al ser hombre no pude evitar que mis ojos se entretuvieran en su camisón, y Eleanor se dio cuenta por primera vez de su estado de casi desnudez. Se puso muy colorada, me arrojó la bata y exclamó «¡Buenas noches, Parker!» antes de cerrar de un portazo en mis narices.
Una vez a salvo en mi cama, me invadió una sensación de bienestar porque sabía que lo que había ocurrido no podía haber ocurrido, que tenía que haber una explicación razonable para todo aquello. Me dormí enseguida, alrededor de las cuatro cuarenta, y por primera vez desde su muerte, Lily me visitó en sueños. Llevaba los mismos shorts y el top de cuando falleció, pero estaban tan limpios y planchados como la mañana en que se los puso. Su pelo, castaño, resplandecía lo mismo que sus piernas y brazos bronceados por el sol, sin una marca ni una mancha de sangre en ella. Se sentó a mi lado en la cama, y en mi sueño noté que el colchón cedía ligeramente bajo su peso. Me acarició el brazo hasta que en mi sueño me desperté y la miré.
—No fue culpa tuya, Theo —me dijo.
—Lo fue.
—No. El otro conductor se quedó dormido al volante. Tienes que dejar de reprochártelo.
—Lily, te echo de menos.
—He aprendido un secreto, Theo. Se trata del secreto que hace que la gente siga adelante, el que da sentido a la vida. Es este: amar una vez es amar para siempre. Me amarás toda tu vida y, cada vez que pienses en mí, yo estaré allí.
—Lily, te echo de menos —repetí.
—Estaba escrito que no iba a resultar, Theo. Tu destino se mueve en otra dirección ahora. Perdónate a ti mismo. Aprende a reír de nuevo.
Se levantó y fue hacia la puerta.
—Lily, no eres tú, ¿verdad? Tú no has embrujado este lugar, ¿no?
Pero desapareció, y un perro me despertó a las siete, ladrando en el jardín.
Capítulo 5
La gente del campo y de los pueblos se levanta temprano, de modo que encontré Monroe House vacía al salir de mi cuarto. Seguía habiendo aquel montón de ropa vieja donde escoger, pantalones caquis de pinzas, cortos para correr y sudaderas, manchados de tinta, de comida o simplemente manchados, pero limpios, planchados y guardados por alguien desaparecido tiempo atrás. Escogí un pantalón con la zona de las rodillas gastadas, una camisa discreta y zapatillas de tenis prácticamente iguales con calcetines igualmente distintos, uno blanco y el otro blanco roto. Cuando cerré la puerta del dormitorio y salí a la luz del día me sentía como un hombre mucho más nuevo de lo que me había sentido en los últimos seis meses.
Lily había acudido a verme la última noche y me había perdonado por haberla matado.
Llamé a la puerta de Eleanor y al no contestar nadie abrí y me asomé. La cama estaba hecha y los zapatos, dispuestos a un lado, en estado de revista; a ella no se la veía por ninguna parte. Miré la hora. Las ocho y veinte. Estaba claro que había salido para hacer lo que fuera que hacían todas las mañanas los agentes de la propiedad en Cambria.
Me arriesgué a echar una ojeada por la ventana de su cuarto y, al darme la vuelta para marcharme, vi su ropero. La verdad es que soy un fisgón y que me asaltó la curiosidad de ver lo que tenía colgado en su armario una mujer con una ligera minusvalía en el apartado del aspecto físico como Eleanor. Sin embargo, allí había poco: varios vestidos, algunos pantalones, blusas que eran tan lisas como el pecho de su propietaria e igualmente sosas. De repente sentí pena por que Eleanor Glacy no hubiera encontrado un hombre, ya que, al igual que todos los hombres, estaba convencido de que ese era el deseo definitivo de toda mujer. Pocas veces intuyo que soy un cretino, pero en esa ocasión se me ocurrió que bien podía serlo.
Dejé la puerta del ropero entreabierta y cerré la del dormitorio al salir. Oí que sonaba un teléfono y seguí su llamada hasta el salón, donde descubrí el aparato en un escritorio con persianilla. Antes de que tuviera tiempo de responder, oí: «Ha llamado a Fincas Eleanor Glacy. Si desea saltarse la larga lista de casas y apartamentos en alquiler para las vacaciones apriete el cero». Alguien apretó el cero.
—Hola Eleanor. Es solo para avisarte de que, al final, el ensayo de la boda de Pauline ha sido pospuesto. Así que, no hace falta que vengas esta tarde. Ella se encargará de hacer el turno. De todas maneras, el último libro de Janice Cromwell todavía no ha llegado.
Según parecía, en la librería donde Eleanor trabajaba a media jornada la consideraban un activo de escaso valor.
Fui a la cocina para prepararme algo de comer —más tarde reembolsaría a Eleanor el valor de lo consumido, si es que me acordaba de hacerlo— y me encontré una nota bajo el azucarero de la mesa.
Parker, tengo que ir a ver una casa de Moonstone Beach, pero si quieres esperar hasta las 9.00 h podemos desayunar juntos. Quiero hablar sobre lo de anoche.
Eleanor.
Un escalofrío me recorrió la espalda. ¿Acaso aquel espárrago andante de mujer —suponiendo que tal cosa existiera— me había echado el ojo? Yo seguía siendo una buena presa, al menos eso pensé al evaluarme. Cierto era que tenía una pierna más corta que otra, pero si se veía el vaso medio lleno en lugar de medio vacío lo que tenía era una pierna más larga que otra. Naturalmente, no contaba con un empleo ni con expectativas de tenerlo, pero era propietario de un negocio en quiebra donde me disponía a enterrar el dinero que me quedaba. Era igualmente cierto que había matado al amor de mi vida mientras conducía y tenía los ojos clavados no en la carretera, sino en sus piernas, que instantes más tarde serían picadillo y...
¡Basta ya!
Mi mente era del tipo Rorschach, y a veces me entretenía con aquellas pequeñas bromas intelectuales. Y a veces me conducían a donde no debían.
Sin embargo, no podía negarlo: me preguntaba si Eleanor había visto algo en mí que yo no quería que viera. Por un brevísimo instante imaginé a Eleanor en mis brazos, nuestros labios buscándose mutuamente, mis manos en su espalda, su pecho apretado contra el mío... y a mí preguntándome si sus pechos serían más pequeños que los míos.
—¿En qué estás pensando? — preguntó Eleanor al entrar en la cocina.
«Me estaba preguntando si tu cuerpo esconde más carnosidades y, de ser así, dónde las oculta», le dije. Bueno, no. No le dije eso.
—En nada —contesté en realidad.
—¿Hambriento?
—Famélico.
—Vaya, esa es una de esas palabras que ya no se oyen. «Famélico» —comentó Eleanor dejando la bolsa en la mesa—. No sé, Parker, pero me he fijado en que estás, ¿cómo decirlo?, un poco anticuado.
—Querrás decir que tengo un vocabulario rico. Soy escritor.
—Sí, pero escribes sobre cosas que la gente ya no utiliza, por ejemplo, carburadores —dijo mientras sacaba un paquete de huevos, beicon, pan y mantequilla.
—Solo pretendía ser gracioso —le dije.
—Será mejor que me avises la próxima vez que pretendas serlo.
—La verdad es que escribo sobre todo tipo de cosas. Se trataba de una revista de trucajes, así que había muchas oportunidades de escribir sobre... equipos obsoletos.
—¿Fue allí donde conociste a Lily?
Casi me había olvidado de Lily. Diez o quince segundos. Ahí es nada.
—Su familia es la propietaria de la revista. De hecho es la propietaria de todo un grupo editorial y de mucho más.
—Entonces, ¿eres rico?
—¿Yo?, no. Un yerno advenedizo, peor que divorciado, ahora.
Eleanor se puso a cocinar. Tortillas. Estaba claro que conocía cómo funcionaba una cocina, algo que la mayoría de las mujeres actuales han olvidado, del mismo modo que los gatos actuales han olvidado cómo cazar ratones. Ya saben, sus madres les han de enseñar, y hoy en día ya nadie les enseña casi nada, de modo que los ratones les repugnan tanto y son tan incapaces de atraparlos como nosotros. Sin embargo, Eleanor sabía de ratones. Eso estaba claro.
—Sabes cocinar —comenté.
—Vengo de una familia de cuatro hermanas. Tres son muy guapas, inteligentes y populares. Alguien tenía que darles de comer.
—¿Mamá no les daba de comer?
—Solo hasta que me enseñó a hacerlo. Pero los desayunos no son nada —repuso Eleanor—. Los desayunos son la segunda división. Hasta mis hermanas saben preparar desayunos, solo que lo suelen hacer a la hora de cenar, añadiendo una ensalada y vino tinto.
Allí no iba a haber ni ensalada ni vino tinto. Eleanor preparó dos tortillas de queso con beicon. Encima puso unas cosas verdes que yo no pregunté qué eran porque podía tratarse de un aderezo, pero no estaba seguro. Me las comí. Más tarde descubrí que se trataba de alcaparras.
—Los de la librería te han dejado un mensaje. Se ha pospuesto el ensayo de boda de no sé quién, de modo que irá a trabajar y tú tienes el día libre.
—¡Esa zorra! — exclamó Eleanor—. ¡Su hermana se va a casar tanto como yo!
Me mordí la lengua.
—Recurre a ese tipo de excusas para no tener que llamarme. Su abuela se ha muerto dos veces, y yo conozco a sus dos abuelas. Las dos gozan de una estupenda salud.
—¿Y el propietario de la tienda no se da cuenta?
—Ed Tiller no puede apartar la vista de sus tetas.
Ed Tiller necesitaría una brújula y un mapa para encontrar las tetas de Eleanor, pero seguí mordiéndome la lengua.
—¿Está buena la tortilla? — me preguntó Eleanor.
—¿Humm?
—La tortilla.
—Oh, estupenda. La estaba saboreando.
—¿Has notado el eneldo?
Asentí con una educada mentira. ¿Había eneldo en la tortilla? No. No lo había notado. Lo único que sabía era que estaba deliciosa y era diferente de cualquier otra tortilla que hubiera comido.
—Me gusta cocinar —declaró Eleanor con toda naturalidad—. Podría pasarme todo el día en la cocina.
—¿No es este el pueblo famoso por sus restaurantes? — pregunté—. Quiero decir que está The Brambles y The Sow's Ear y Moonstone Gardens. ¿No podrías...?
—No. Allí lo que tienen son chefs. Yo solo soy una cocinera.
—Ah.
La diferencia se me escapaba.
—De todas maneras, me gusta experimentar, probar cosas nuevas. Eso es algo que no se puede hacer cuando hay que ceñirse a un menú.
—Me dijiste que había algo de lo que querías hablar conmigo —sugerí desviando la conversación del tema de los desayunos.
Eleanor se mantuvo en silencio un momento, limitándose a mirarme.
«Vaya —pensé—, aquí viene. Esto no es más que el principio. Voy a tener que desengañarla a la primera. No he superado lo de Lily, puede que nunca lo supere. Simplemente, no somos compatibles. Eso, compatibles. Me gustan las mujeres que tienen aspecto de mujer, y está claro que Eleanor no es la clase de chica que..., que parece una chica.»
—Creo que Monroe House tiene fantasmas —dijo tranquilamente, sorprendiéndome con la cuestión—, pero no el de tu difunta esposa. Lily murió rápida e inesperadamente, es cierto, pero no...
—Pero no, ¿qué?
—Era una persona a la que amaban y que amaba a su vez. Eso es algo a lo que acompaña cierta paz. Lo que habita en esta casa... no es pacífico.
—Son las cañerías —dije yo.
—No, Parker. No son las cañerías.
—Entonces es el sistema eléctrico. Hay algún cortocircuito. Puede que algo pase con el contador. Quizá..., no sé... Quizá cuando se va la luz pasa algo que...
—Parker, esta casa está habitada por un espíritu. Ignoro por qué o cómo ha venido a parar hasta aquí, pero es algo vivo y algo diabólico.
Lo había dicho en serio: «Algo vivo, algo diabólico».
—Ese sonido que oímos anoche no quiere decir nada, y desde luego no es nada diabólico.
—Escucha, Parker: durante los dos meses que llevo viviendo aquí no solo he oído cosas.
—¿Qué quieres decir?
—También he visto cosas.
—¿Qué clase de cosas?
Eleanor untó una tostada con mantequilla y la recubrió de mermelada haciendo que me preguntara cómo era posible que siguiera tan delgada.
—No pienso decírtelo —contestó al fin—. Prefiero que las veas con tus propios ojos.
—¡Que me aspen!
—«Que me aspen.» ¿Lo ves? Esa es otra de esas expresiones que ya no se usan.
—Sí. Como el nombre de Eleanor, que ha sido de lo más popular desde que murió la señora Roosevelt.
Sin embargo, a Eleanor mi comentario no le importó lo más mínimo. Era como si yo le fuera irrelevante. Se levantó de la mesa y llevó los platos al fregadero.
—No estoy completamente anticuada, Parker. Si yo cocino, tú lavas los platos. Después te enseñaré un poco el pueblo en donde vives ahora.
Capítulo 6
Cambria consiste en realidad en una serie de aldeas entrelazadas igual que las cuentas de un collar. Está el East Village, el hogar de The Brambles y del Sow's Ear, dos de los restaurantes más famosos del pueblo. También está Lynn's, una nueva aportación que representa el extraordinario éxito de la familia Lynn con las frambuesas locales y lo que se puede lograr con ellas. Lo que empezó hace veinte años como un negocio secundario de la granja, Lynn's, incluye en estos momentos un restaurante frente al Sow's Ear además de una tienda de souvenirs donde se venden mermeladas y otros dulces. Esa zona es donde arrancó realmente el pueblo. Una arboleda de pinos (yo no lo llamaría «bosque») la separa de la Highway One, que cruza la campiña igual que un cuchillo cortando fruta madura.
Allí, en el East Village, es donde están también los viejos cementerios; el de Santa Rosa, reservado a los católicos, se halla situado en una loma que domina el asentamiento original. Una pequeña capilla monta guardia junto a los muertos, donde los visitantes son bienvenidos como en cualquier otro rincón del pueblo, lo que equivale a decir entrar directamente y ponerse cómodo.
Más allá de Bridge Street —una calle larga y estrecha que sale del East Village, donde empezó siendo una de las vías principales de la aldea, y que está rodeada de vegetación—, se encuentra The Cambria Community Cemetery. Allí, todo el mundo es bienvenido, vivo o muerto. Unos cambios recientes hacen que sea posible pasar con el coche y contemplar las lápidas que datan del siglo XIX. Allí se encuentran los apellidos de las familias fundadoras de la comunidad. Una vieja carreta de acarreo de madera, aparcada cerca de la entrada del camposanto, recuerda a los visitantes cómo eran los coches funerarios o, al menos, para qué servía el ir dando tumbos.
Luego, a kilómetro y medio por Main Street, está el West Village. Allí hay muchas tiendas de curiosidades, boutiques, agencias inmobiliarias, cafés y negocios diversos. Desde hace poco, ha empezado a competir con el East Village en materia de restaurantes. El Main Street Grill es lo más parecido que hay a uno de comida rápida y sirve las mejores hamburguesas del pueblo. El Cookie Crock es una tienda que se encuentra situada a igual distancia del East y del West Village, ubicada en un risco (y en parte oculta por este ya que se trata de un establecimiento demasiado moderno para un pueblo tan pequeño y singular), y es el único supermercado del lugar.
La Coast Highway y Main Street casi se cruzan en su extremo más occidental. Al otro lado de la Coast Highway se halla Moonstone Beach Drive, que en realidad es el Far West Village. Un par de docenas de hospedajes miran a una de las playas más bonitas del mundo, donde los troncos devueltos por el mar salpican una arena más hollada por las gaviotas que por los pies de los humanos y donde un amplio sendero serpentea suavemente por el terreno y proporciona acceso por igual a los deportistas y a los discapacitados.
Después están los vecindarios propiamente dichos, cada uno con su propio nombre y personalidad.
Naturalmente, todo eso ya lo sabía yo porque Lily me había llevado a visitarlos en sus relatos mucho antes de que yo pusiera el pie en el pequeño pueblo de Cambria. Desde luego, ella los conocía incluso mejor que los lugareños: no hay nadie más devoto que el converso. Lily amaba Cambria mucho más de lo que yo podría o llegaría a imaginar que otro pudiera hacerlo.
Obviamente, Eleanor no sabía nada de todo eso; y yo tampoco la disuadí de que me mostrara los lugares de mayor interés ni que me arrastrara a la cima del cementerio de Santa Rosa. Era cierto que, desde el alto que dominaba el pueblo, la vista hacía que la subida valiera la pena; de todas maneras, Cambria era más una idea que un ideal. En cualquier caso, seguía siendo un sitio encantador.
—¿Crees en la vida después de la muerte? — me preguntó ella.
Ingenuo comentario. Enterrada por su abuela en algún lugar en el este mientras yo yacía en coma, Lily se estaba convirtiendo en esos instantes en polvo. Durante un rato no dije nada.
—Creo que casi cualquier cosa es posible —repuse al fin.
—Eso es como decir que crees en todo —replicó Eleanor con un bufido.
No tenía misericordia con los idiotas la tal Eleanor.
—De acuerdo. Ahí va: nacemos, y es doloroso; crecemos, y es doloroso; amamos, y es maravilloso pero también doloroso; morimos o alguien cercano muere, y es doloroso. Ya está. Eso es en lo que creo.
—Tú no crees en nada, Parker —dijo en voz baja.
—Creer. Eso también es doloroso.
Nos hallábamos al este de la capilla, donde los panteones familiares estaban marcados por pequeños círculos de piedra o por oxidadas verjas. Algunos de ellos habían sido sustituidos por personas que nadie conocía mucho después de que quien conociera aquellos nombres se hubiera convertido a su vez en polvo.
—Me encanta este lugar —dijo Eleanor—. No sé por qué, pero los cementerios me parecen bonitos. La mayoría de la gente cree que son horribles o siniestros.
—Por favor, Eleanor, ¡si están llenos de muertos! — farfullé.
—No, Parker. Si acaso, tienen que ver con el amor. Mira allí.
Miré allí. Un tronco de árbol tallado en mármol. Era la cosa decrépita más bonita que había visto. En su momento, aquel tronco había tenido ramas y hojas, todas talladas del mismo bloque de mármol. En ese momento, lo único que quedaba era el tronco en sí. La fecha decía «1847». Había una inscripción, pero estaba escrita en un idioma extranjero que no pude identificar.
—Uno de los historiadores de la iglesia me lo tradujo —explicó Eleanor—. No me acuerdo de las palabras exactas, pero se trataba de un poema escrito para una esposa fallecida que había llegado de Suiza con su marido, que era ingeniero de minas. En otra época, en estas colinas hubo minas de mercurio, ¿lo sabías? El caso es que ella enfermó de algo que su sistema inmunológico no pudo resistir y murió. Entonces, su esposo encargó que tallaran el árbol en mármol, un árbol entero, Parker, con ramas y hojas, y escribió un poema para ella que decía que el amor que ambos sentían el uno por el otro era cualquier hoja de cualquier rama y que, mientras el árbol sobreviviera, su amor sobreviviría también.
Yo no era propenso a semejantes efusiones de sentimentalismo, y habría hecho algún chiste si se me hubiera ocurrido alguno, pero ninguno acudió a mi mente.
—Pues lo único que parece que queda es el tronco de un árbol —comenté.
—Pero sobrevive, Parker.
—El árbol es de mármol, Eleanor —señalé.
—Te estás perdiendo lo importante.
—Lo importante es el mármol, Eleanor —repliqué—. No la carne.
Eleanor se arrodilló frente al tronco de mármol. Me pregunté cuántas tormentas habrían azotado aquel tronco y aquella colina desde el día en que el ingeniero había dado descanso eterno a su encantadora esposa bajo tanto peso. Más abajo, en el pueblo de Cambria, los carromatos y los caballos habían dado paso a las bicicletas, a los coches y también, ¡maldición!, a los 4x4. En lo alto, los pájaros habían dado paso a los aviones, muchos de los cuales volaban tan alto que no eran más que diminutas balas plateadas surcando los cielos.
Ella tendió la mano y acarició con los dedos el detalle del tronco esculpido.
—Esto es en lo que creo, Parker —declaró solemnemente—. El amor que es capaz de gestos así no muere, no puede morir. No sé adonde vamos todos nosotros, si al cielo o al infierno o puede que al Valhalla o al bardo tibetano, donde nuestras almas aguardarán la reencarnación. Pero sé que van a alguna parte. La alegría que nace del amor no puede morir así como así.
Me pregunté entonces sobre Eleanor, sobre aquella solitaria mujer cuya familia la había convertido en una sirvienta y a cuya pandilla de amigos apenas se la oía, eso suponiendo que existiera; que hablaba sobre el amor como si fuera algo que conocía de cerca y de quien yo sospechaba que no lo había vivido en ninguna de sus manifestaciones.
—Lo de este árbol y el sentimiento con el que envuelve nuestras esperanzas —observé suavemente— fue un gesto magnífico.
«Como el pescado pasado de fecha», pensé, pero no lo dije.
Eleanor se mantuvo en silencio un rato. Luego, comentó:
—Esa cosa que hay en tu albergue, Parker, no es como esto. Está furiosa y se ha vuelto diabólica. Se ha apoderado de Monroe House.
Me la llevé del tronco de mármol. Almorzamos en Lynn's, a mi costa, claro, porque todavía tenía dinero y ¡qué demonios!
Después me quedé fuera, mientras esperaba a que Eleanor hiciera lo que sea que hacen las mujeres en los aseos (no me convencerán de que es lo mismo que hacen los hombres porque nosotros entramos y salimos lo antes posible), con mis ropas usadas. En ese momento, tal como he dicho, estaban limpias y recién planchadas, pero gastadas en algunas zonas. Tenía una mancha en la bragueta de mi pantalón, según parecía una mancha de pintura, aunque no habría podido jurarlo; y las mangas de la camisa eran un poco cortas. De todas maneras me las había bajado y abrochado porque el día era ventoso y fresco. Con mis zapatos ocurría un poco lo mismo: eran parecidos, pero no iguales, y tampoco los calcetines. Aun así, me dije que mi aspecto era presentable, especialmente tratándose de un pueblo.
Vi que un hombre me miraba. Tenía unos sesenta años, unas cejas hirsutas y era calvo. Estaba esperando para entrar en Lynn's (era la temporada turística y había cola en todos los restaurantes) y por alguna razón parecía incapaz de quitarme los ojos de encima. Me di cuenta de que pensaba que yo estaba mirando el interior del restaurante con cara de hambre cuando la verdad era que me habían dado de comer sobradamente y que lo único que esperaba era a que Eleanor diera por finalizado su ritual en el aseo (que quizá hubiera implicado incienso y el sacrificio de algún pequeño animal, puede que un pájaro). Fuera como fuese, el hombre hizo acopio de valor, caminó hacia donde yo me encontraba, me metió algo en el bolsillo de la camisa, dijo «Dios lo bendiga» y volvió a su lugar en la cola, de donde desapareció enseguida para entrar en el establecimiento.
Saqué el papel esperando encontrar algún folleto religioso o el teléfono local del Ejército de Salvación, pero ¡era un billete de cinco dólares! Estaba considerando las posibilidades de hacer carrera con aquello cuando apareció Eleanor.
—¿Qué? — preguntó malinterpretando mi expresión de asombro por que me hubieran pagado a cambio de un comentario sobre su aspecto.
—Nada —contesté al fin (si hubiera mencionado el asunto de la ropa, ella habría insistido en que me comprara algo nuevo, y yo no estaba de humor para ir de compras)—. Mejor nos vamos.
Eleanor tenía que ir a ver una casa en Moonstone Beach. Me quedé en su furgoneta de plataforma (nada de un 4x4, sino una Ford Ranger de lo más normal, sin accesorios de ningún tipo y en absoluto nueva) mientras ella entraba a inspeccionar una casita de la playa que estaba en alquiler. Volvió al cabo de un momento y apoyó los codos en la ventanilla del pasajero. El viento le agitaba la blusa y el pantalón. No sé si fue mi imaginación, pero ¿se había puesto colonia?
—Todavía no han arreglado la puerta del baño —me informó como si yo lo supiera todo de la puerta de ese baño—. ¿Te apetece dar un paseo?
Hacía una tarde preciosa. Primero fuimos por el paseo, esquivando turistas con idénticas intenciones. El paseo de Moonstone Beach está adquiriendo rápidamente fama mundial, y con razón, porque se desliza por campo abierto y proporciona un acceso civilizado a zonas desconocidas para la civilización. El musgo se aferra a los peñascos, y la espuma de las olas entra y sale de las charcas de la marea formando una sinfonía de agua en movimiento. Pasó una hora entera mientras deambulábamos en silencio, disfrutando de aquel maravilloso momento.
Un poco más tarde nos metimos por el camino que conducía a la playa pública, al sur del paseo, donde los troncos arrastrados por la marea proporcionan sitios donde descansar las posaderas, y donde el cielo y el mar hacen que cualquier precaución en ese sentido carezca de importancia. Nos entretuvimos allí una hora más sin que ninguno de los dos dijera una palabra sobre el poder del amor, el ser que habitaba en mi albergue o cualquier otra cosa. Al contrario, disfrutamos de la brisa marina que nos acariciaba el rostro suavemente, del baile de reflejos en la superficie del mar y nos dejamos arrastrar como gaviotas impulsadas por una corriente térmica.
Cuando finalmente comenté que era hora de marcharnos fue porque el aire marino y la hora me habían abierto el apetito de nuevo. Eleanor se ofreció a preparar una cena rápida para los dos. Yo acepté sin dudarlo. Uno de los platos fue de patatas y crema de leche; el otro, un filete acompañado de cebollitas y esas cosas silvestres que se suelen recoger en los paseos por el monte. Fantásticos los dos.
—El aire del mar te ha dado sueño —dijo Eleanor sencillamente.
Era cierto. Y eso que eran poco más de las nueve.
—Adelante —añadió, quitándose de delante a aquel blandengue reblandecido por la brisa marina—. Vete a la cama. Yo me ocuparé de los platos.
Así pues, hice lo que me decía. Fui lentamente hasta mi habitación, me lavé los dientes, me desnudé y me deslicé entre las sábanas de mi cama, donde el sueño me venció en cuestión de segundos.
Las horas pasaron sin que tuviera conciencia de ello. Durante ese tiempo, Eleanor fregó los platos, fue a su cuarto, se duchó, seguramente sacrificó otro pequeño animal en otro ritual de aseo del que los hombres nunca sabrán nada y se metió en la cama. Leyó tres capítulos de una novela de Stephen King, apagó la luz y se dispuso a dejarse arrastrar por el sueño, que llegaba galopando como el jinete sin cabeza.
Transcurrieron varias horas más.
Entonces, la puerta de la suite principal se abrió. Algo salió de allí. Hombre, mujer o espíritu; no sé lo que fue, pero sus ojos brillaban con un rojo resplandor, y se movía a una velocidad vertiginosa. Bajó por la escalera en un destello, dio la vuelta en el descansillo, se dirigió a mi cuarto, abrió la puerta de golpe y se abalanzó sobre mí con tal rapidez que lo único que pude hacer fue gritar antes de notar sus dedos, cuales garras, rodeándome el cuello.
Capítulo 7
—¡Despierta!
Pensé que estaba despierto. Pensé que estaba siendo estrangulado en mi propia cama. Pero estaba dormido. Había sido un sueño. ¡Dios mío, qué sueño! Real, tangible, epidérmico incluso.
Mi visión se aclaró, y vi a Eleanor sentada a mi lado. Su linterna estaba apoyada por la base, y el haz de luz apuntaba al techo. «Nos hemos vuelto a quedar a oscuras», pensé con sorprendente claridad en medio de la bruma que separa la vigilia del sueño. Eleanor tenía las manos apoyadas en mis hombros y me miraba fijamente a los ojos, como si buscara a un ser humano perdido en lo más profundo de ellos.
—Estoy bien —le dije.
—¡Y un cuerno!
—Estoy despierto. Me encuentro bien. He tenido una pesadilla, solo eso.
No le dije qué había sido. No quería poner ideas en su cabeza. Me soltó y se quedó sentada en un lado de la cama.
—Oí tu voz. Estabas gritando.
Había gritado. Recordaba haber gritado. Recordaba la puerta, abriéndose de golpe y al ser de mi sueño abalanzándose sobre mí para rodearme el cuello con sus garras. El sueño seguía ahí. Flotaba en la habitación igual que un resto de humo tras un incendio, un fantasma de madera, azulejos, tela y carne.
—Háblame del sueño —me ordenó Eleanor al ver mi expresión.
—No.
—De acuerdo, deja que lo adivine. ¿Era uno donde un ser sale de la habitación principal de arriba, con los ojos brillando como ascuas, y se lanza escalera abajo para irrumpir en tu cuarto y...?
—¿Tú has soñado lo mismo?
—Sí, pero solo fue el primero, Parker. Uno entre muchos.
«El primero.» Medité sobre eso un momento.
—¿La luz se ha vuelto a ir? — pregunté.
—Pues sí.
—Ah.
Nos quedamos sentados en la penumbra un minuto más mientras el humo se disipaba y mi mente se aclaraba. Oí en la cocina que el compresor de la nevera se ponía en marcha y comprendí que volvíamos a tener electricidad. Extendí la mano y encendí la lámpara de la mesita. El tímido resplandor de la linterna quedó anulado por la claridad. Eleanor la apagó.
Entonces vi su rostro con más nitidez. Llevaba un camisón de franela que la tapaba del cuello a los tobillos. No se había entretenido en ponerse una bata mientras corría a salvarme, pero no la necesitaba. Aquel camisón era tan impenetrable como las murallas de Troya. A pesar de todo, me pregunté qué sabía ella, qué había experimentado en aquella casa durante los meses y semanas previos a mi llegada.
—¿Es esto a lo que te referías cuando me comentaste que veías cosas? — le pregunté mientras recobraba la cordura bajo la luz de la mesilla.
Ella me miró largamente antes de responder.
—No. No me refería a esto.
—¿Ah, no?
—No quiero sugerir nada —dijo—. Ya lo descubrirás por ti mismo.
Aquella sí que era una idea reconfortante.
—Pues mira —proseguí—, se me ocurre que quizá podríamos anunciar esta casa no como albergue, sino como residencia encantada. «Venga a pasar la noche y disfrute de su pesadilla.» En lugar de «Cama y Desayuno», «Sobresalto y Cruasanes».
—Bueno, quizá sería mejor servir la cena primero —propuso Eleanor—. Así podríamos hacer que se cagaran de miedo.
—Caramba, Eleanor, a eso lo llamo yo un comentario de mal gusto.
—Ven conmigo —me ordenó—. Prepararé un poco de leche caliente y así podremos dormir el resto de la noche.
¿Leche caliente? No había oído que nadie tomara leche caliente desde que era niño, e incluso entonces se trataba de un tópico sacado de alguna vieja película que habían pasado en televisión.
—Funciona siempre —aseguró Eleanor—. Se acabaron las pesadillas.
Acepté con un encogimiento de hombros y aparté las sábanas para salir de la cama. Eleanor se quedó petrificada. Seguí la dirección de su mirada antes de caer en la cuenta de que me había ido a dormir desnudo, sin ningún tipo de ropa interior, como bien recordarán; al menos sin ropa interior mía. Miré a Eleanor antes de que ella me mirara a mí. Entonces, se puso nuevamente como un tomate y salió a toda prisa del cuarto.
Sin duda tenía que haber visto uno antes, aunque solo hubiera sido en las películas.
Se mantuvo en silencio después de que yo apareciera en la cocina vestido con mis ropas de refugiado y zapatos de la casa. Su bata resultaba igualmente práctica, a pesar de que pude distinguir bajo su faldón el camisón de franela.
—Te ruego que me perdones —me dijo mientras me servía leche caliente en la taza.
—¿Perdonarte? ¿Por qué?
—Por mirar.
—No ha sido nada, Eleanor. Puedo enseñártelo otra vez si te interesa.
—¡No te atreverás, Theo Parker!
—Mira, Eleanor, para ser una persona que disfruta señalando lo fuera de lugar que otros están, no pareces precisamente cómoda en tu circunstancia.
La leche humeó y dejó de moverse en su taza. Se sentó frente a mí, se la llevó a los labios, hizo una mueca y sopló para enfriarla.
—Es que soy tímida —me dijo.
—No. Lo que eres es sexualmente reprimida.
O hablábamos de eso o de lo que habitaba en aquella casa. El sexo supone un gran alivio en más de un sentido de lo normalmente aceptado. Es posible silbar mientras uno cruza un cementerio en plena noche, pero una buena historia verde funciona mucho mejor. Aunque, claro, lo que también ayuda es tener a alguien que escuche.
—No soy ninguna reprimida sexual —contestó Eleanor con más vigor del necesario.
—Pues eso o eres de la otra acera.
—¡No soy de la otra acera! — dijo en tono rebosante de frustración. Porque la frustración rebosa, ¿no? Acto seguido, se ruborizó. Seguramente acababa de recordar mi salto fuera de la cama—. No creo que el sexo sea un simple pasatiempo por naturaleza —declaró como si tuviera delante una batería de micrófonos. Aquello había sido un pronunciamiento ante el mundo.
—Eres virgen —concluí.
—¡No lo soy! — me espetó Eleanor como si reaccionara ante un insulto—. He tenido muchísimas oportunidades de mantener relaciones con hombres. Incluso podría seducirte para que tuviéramos relaciones ahora mismo.
—Mira, Eleanor, soy un hombre, lo cual significa que no hace ninguna falta que me seduzcan. Por lo tanto, eres virgen.
Me miró largamente, como si estuviera preparando alguna respuesta demoledora, pero al final dijo:
—Me estoy reservando. Estoy soltera, pero solo temporalmente, hasta que aparezca el hombre adecuado.
—Escucha, Eleanor, de verdad, no es asunto que me concierna.
—Pues no lo diría.
—Solo te juzgo por la manera como te comportas, y hasta este momento te has comportado como... —No tenía manera de evitarlo, por mucho que mi machismo pusiera mala cara cuando lo dijera—, como una valiente.
Ella me miró, sorprendida.
—¿Como una valiente?
—Has pasado meses en esta casa, de la que sigo afirmando que tiene un problema de cañerías o de sistema eléctrico, y los has pasado sola, enfrentándote a los ruidos, las pesadillas y todo lo demás. Yo no sé si sería capaz de aguantar tanto.
Lo cierto es que, tras la primera noche, yo me habría vuelto a Los Angeles y hablado con el agente inmobiliario de Cambria por conferencia.
—Soy de la opinión de que uno no debe ceder ante sus miedos.
—Exactamente —confirmé.
—Además, el alquiler era bajo y, por si fuera poco, los informes decían que tenías tendencias suicidas.
Aquello era una novedad interesante. ¿Suicida? ¿Yo? En fin, puede que sí.
—Y eso significa...
—Significa estar al cuidado de la propiedad a largo plazo, mientras el tribunal resuelve.
—Eso suponiendo que yo me quitara de en medio —sugerí.
—Sí, suponiendo que te suicidaras.
Volví a contemplar a Eleanor, a la dulce, inocente y virginal Eleanor durmiendo en la habitación frente a la mía durante meses y meses, esperando que me suicidara.
—Así pues, estabas apostando a favor de la posibilidad de que yo me suicidara y eso te permitiera mejorar tus posibilidades económicas.
—En ese momento ni siquiera te conocía, Parker —explicó.
—Pero, ahora que me conoces, no quieres que me suicide, ¿no es eso?
—Eso es.
Ambos bebimos la leche caliente.
—En fin... —suspiré.
—Te he llevado a ver mi árbol favorito —comentó a modo de disculpa.
—¿Te refieres al de mármol?
—Sí.
—En fin... —suspiré.
—Solo llevo a mis amigos para que vean ese árbol, Parker —dijo ella con total seriedad y añadió—: Y de mis sentimientos más íntimos solo hablo con mis amigos más próximos o con quienes creo que pueden llegar a serlo.
Tomé otro sorbo de leche.
—¿Cuántos sueños más hay? — pregunté al cabo de un momento.
—Bastantes.
—Sí, bastantes; pero ¿cuántos, Eleanor?
Empezó a contar con los dedos, hasta diez. Luego, fue subiendo.
—Y a pesar de todo —proseguí yo mientras contaba—, no te ha ocurrido nada y, sea lo que sea, nada te ha hecho daño, ¿no es así?
Dejó de contar.
—Eleanor...
—Dieciséis —murmuró—. Puede que diecisiete.
—Eleanor...
Durante un rato, no dijo nada. Vació el cazo de leche en su taza, llenándola hasta una tercera parte, y se sentó de nuevo sosteniendo el tazón entre las manos y con los codos apoyados en la mesa como si fueran los pilares de un puente.
—Hay un sueño que se repite con más frecuencia que los otros —dijo al fin.
—¿Y de qué va ese sueño? — pregunté.
—No pienso decírtelo.
—¿Por qué no?
—Es demasiado... personal.
—¿Te ha hecho daño?
Reinaba tal silencio en la estancia que creí poder oír el rumor de las olas rompiendo en Moonstone Beach, a medio kilómetro de distancia. Pero, lo más probable era que se tratara del viento. O de algo peor.
—¿Me prometes que no me mirarás lascivamente? — me preguntó.
Tenía lágrimas en los ojos. Se levantó, se desató la bata y la dejó caer en la silla. Luego, se agachó para coger el dobladillo del camisón de franela y lo subió. Se detuvo casi al final de los muslos. Allí se veían cuatro profundos moretones, los que ocasionarían unos dedos. Dos en cada muslo. La clase de moretones que dejaría un hombre que hiciera ciertas cosas y con cierta intención.
—Los veo —dije en voz baja.
Dejó caer el camisón.
—Cuando tienes estos sueños, ¿tú...?
Eleanor se puso la bata y se sentó.
—No resultan agradables —contestó con un hilo de voz antes de acabar la leche—. Acaban antes de que pase nada, y entonces yo me despierto, gritando por lo general.
—Cuéntame el sueño, Eleanor.
—No —me dijo.
La acompañé de vuelta a su dormitorio y la ayudé a quitarse la bata. Ella me miró por un instante con aire preocupado, pero yo le sonreí e hice un gesto displicente que indicaba que todo iría bien. Se metió entre las sábanas, y la tapé hasta la barbilla. A continuación me tumbé junto a ella, encima de la colcha. Durante un buen rato, los ojos de Eleanor permanecieron fijos en mí, pero al final se cerraron.
Una parte de mí deseaba creer que aquellas marcas no eran manifestaciones auto infligidas ni que la gente vivía después de muerta porque eso significaría que Lily estaría viva en alguna parte y que algún día, después de que yo muriera y Eleanor muriera, nosotros también viviríamos.
Entretanto, nada volvería a hacer daño a Eleanor. No mientras durmiera bajo mi techo.
Capítulo 8
Cuando me desperté, a la mañana siguiente, Eleanor ya se había levantado de la cama. Oí el correr de la ducha en el cuarto de baño. Me arrastré de debajo de los cobertores y de mi bata heredada —que de paso se había demostrado demasiado ligera para la tarea—, me la puse y me apoyé contra el marco de la puerta del lavabo.
—¿Has dormido bien? — pregunté.
—Como un muerto —contestó Eleanor. No era la expresión que yo habría escogido—. ¿Y tú?
—Bien.
—He preparado algo para desayunar, como compensación por haberte convertido en mi héroe —me dijo, e imaginé una leve sonrisa cruzando sus labios—. Pero esta mañana tengo que ir a trabajar a la librería. Te puedo prestar la furgoneta, si quieres.
—Eleanor, cuando empezaron a sucederte esas... cosas, ¿llamaste a un fontanero o a un electricista? — le pregunté.
El ruido de la ducha disminuyó hasta convertirse en un goteo. El agua escasea en Cambria, y es uno de los bienes más caros. Todas las duchas son del tipo de poca presión que se puede cerrar en la zona de cabeza cuando uno se enjabona. Se produjo un silencio mientras ella se frotaba.
—Sigues sin...
—Al contrario. Te creo, Eleanor, pero sigo opinando que, si vamos a buscar algún tipo de ayuda para eliminar esta... infestación, entonces será mejor que hayamos descartado antes unas cuantas posibilidades.
La ducha volvió a correr, pero solo un instante. Supuse que se estaría aclarando el jabón del cuerpo.
—Tengo un electricista. Se llama Tim Coake. Tiene un taller en Main Street, en el East Village.
—¿Y qué hay de las cañerías?
—¡Por amor de Dios, Parker, deja tranquilas las cañerías!
—Hemos de descartar todas las posibilidades.
—Se llama Alice Champlain.
—¿Has contratado a una mujer fontanero?
—¡Parker! — protestó.
—Está bien... Alice Champlain.
—Te daré su teléfono si puedo salir del baño sin tener que montar un numerito para ti.
—Vale. Estaré en la cocina —contesté.
Lo cierto era que antes pasaría por la ducha; pero, siendo un hombre y no necesitando rituales druídicos de ningún tipo, no creía que ella llegara primero a la cocina. Al final, resultó que sí, y lo hizo vestida con una bata diferente de la prenda de la noche anterior y con el cabello mojado aún pero peinado. Olía a vainilla, que es un olor que siempre me ha gustado.
—¿Te van bien unos huevos revueltos?
—Algún día serás una estupenda esposa para cualquier hombre —le dije, y se lo dije en serio, pero lo lamenté al instante.
—Parker, eres un machista de la peor clase —me espetó por encima del hombro mientras batía los huevos—, de la clase que no tiene ni idea de que lo es.
—Pero si fuiste tú la que dijiste que te gustaba cocinar —repuse a la defensiva.
—¿Muy hechos o poco hechos?
—¿Qué?
—Me refiero a los huevos.
—Poco hechos, pero no crudos.
Al cabo de un momento me ponía delante un plato de huevos con salchichas. Dos minutos después, se sentaba frente a mí con unos huevos al plato con salchichas. En el centro de la mesa había una bandeja con tostadas.
—Lo que hiciste anoche fue un bonito gesto —me dijo cuando tuvo la comida ante ella y no más tareas que hacer.
—Sí, señora.
—Parker, confío en ti. Quiero que lo sepas. Creo que Lily había conseguido un buen hombre.
¡Oh, oh! Ya volvíamos a las andadas. Tomé un bocado de los huevos.
—Si no te importa, te pediré prestada la furgoneta esta mañana y me iré a ver a Tim Coake y a Brunilda.
—Se llama Alice Champlain y es buena fontanera y buena persona, Parker. No la prejuzgues ni la ofendas.
—No lo haré. Lo prometo —respondí—. Eleanor, lo que has dicho de que confías en mí... Creo que sería de gran ayuda si me contaras lo que ha sucedido aquí.
Eleanor masticó y tragó. Masticó y tragó. Luego dijo:
—Mira, Parker, no soy como la mayoría de las mujeres. — Eso ya, lo sabía yo—. Me cuesta abrirme a la gente y me cuesta hablar de ciertas cosas.
—De acuerdo.
Para mí ya era suficiente.
—Pero es posible que quizá, algún día, te deje ver alguna cosa sobre mi vida y acerca de quién soy. Puede que entonces me abra...
La acompañé en la furgoneta hasta la librería Tiller, que estaba en el primer piso de un pequeño edificio de Main Street, Según me contó, la Tiller presentaba de vez en cuando a algún escritor local. Era posible que algún día yo tuviera un libro mío en su escaparate. Por alguna razón lo dudé. Eleanor llevaba pantalón y una blusa bonita además de unos zapatos del tipo que nadie utilizaría para remover estiércol. Tenía un aspecto agradable y pulcro, como si fuera la bisnieta delgaducha de Katherine Hepburn.
La fontanera había salido para atender una llamada, pero Tim Coake estaba en su taller. Ni más ni menos que recableando una lámpara hecha de madera de aluvión y que parecía tan vieja como... bueno, como la madera de aluvión. Me presenté como el propietario de Monroe House. Coake me miró sin acabar de creerlo. Aquella mañana me había puesto un pantalón un poco menos presentable que el del día anterior. Estaba limpio, desde luego, pero también manchado de un modo que daba a entender que su antiguo propietario había pretendido hacer una declaración sobre las manchas en general y las suyas en particular. A mi camisa le faltaba medio cuello. Desgarrado o arrancado, alguien se había creído capaz de volver a coser los trozos para formar una especie de prótesis en forma de cuello. ¿Quién era yo para cuestionar la pericia de aquel hábil pero desconocido sujeto? Igual que anteriormente, mis zapatillas de tenis casi hacían juego. Desgraciadamente, los calcetines no, porque, aunque de tono marrón, variaban.
—¿Usted es el propietario de Monroe House?
—Palabra de boy scout —contesté haciendo el correspondiente gesto con los dedos.
Si tenía en cuenta que nunca había sido boy scout y que mi palabra tenía un dudoso valor, el conjunto era una tomadura de pelo.
—No tiene usted pinta de ser propietario de gran cosa —contestó Coake; el bueno, directo y sincero de Tim Coake, que tenía cincuenta años o más, el pelo rubio claro y los hombros encorvados, cosa que habría podido recordarle si hubiera sido la clase de hombre que él era.
—Tengo entendido que tiene usted el contrato —le solté.
—¿Qué contrato?
—El de Monroe House. Para las cuestiones eléctricas.
—¡Ah, bueno! Si lo que quiere decir es que Eleanor Glacy me llama de vez en cuando para que le arregle algo, pues sí: tengo ese contrato.
Tim Coake se reía de mis pretensiones. A mí también me hacían gracia, pero no tanto como su aliento, que olía a depósito de garrafón recién rellenado.
—Ya —dije, cuando lo que había querido decir era «¡Puaj!».
—La instalación es antigua. El otoño pasado rehice todo el cableado del porche. Eso fue justo después de que aquella pareja comprara la casa y los muy idiotas se mataran en el faro de Piedras Blancas. — Hizo una pausa y creí que se había dado cuenta de quién era yo y de que se disponía a disculparse, pero no. Prosiguió—: O que alguien lo hiciera por ellos. Supongo que eso lo convierte a usted en el superviviente.
Medité aquellas palabras un momento mientras decidía si era mejor dar una patada en el culo a Tim Coake o seguir como tenía planeado. Seguí como tenía planeado.
—¿Qué más puede decirme de la instalación? — pregunté.
—Que es vieja —contestó.
—Aparte de eso.
—¿Qué significa «aparte de eso»? Es vieja y necesita que la renueven de arriba abajo; pero eso ya se lo dije entonces a la buena de Olive Oyl[2].
Tim Coake era la primera persona que había conocido en Cambria a quien me daban ganas de dejar plantado o de arrearle un puñetazo en la mandíbula y dejarlo seco. Me contuve, en parte porque no soy persona violenta y en parte porque siempre cabía la posibilidad de que fuera mi culo el que acabara rodando por el suelo.
—¿Es posible que la instalación eléctrica sea la responsable de que...?
Responsable, ¿de qué?, ¿de marcas de dedos en las piernas de una doncella? ¿De sueños en los que aparecía un ser de ojos inyectados y manos como garras que se lanzaba escalera abajo a por mi cuello?, ¿de la voz, de aquel terrible sonido en plena noche?
—Responsable, ¿de qué?
—No sé. De ruidos, por ejemplo.
—A ver, ¿cómo me ha dicho que se llamaba?
—Parker.
—Escuche, señor Parker —empezó a decir, y le permití que me llamara «señor Parker» porque aquel tipo no me caía nada bien—, todos, todos los que han vivido en este pueblo más de seis meses saben que Monroe House es rara. Puede que esté encantada, no lo sé. Puede que tenga duendes, tampoco lo sé. Lo que puedo asegurarle es que no hay nada en la instalación eléctrica que sea la causa de esos fenómenos. No tiene nada que ver con cables, señor Parker; a menos que estemos hablando de los cables de su cabeza.
Coake sacó una petaca de un bolsillo trasero y se vació buena parte del contenido en la boca. Pareció trastabillar ligeramente. Miré la hora. Eran las diez y treinta y siete. Ni siquiera era mediodía y Coake ya iba más cargado que un camión cisterna.
—Un día de estos volveré y le daré un escarmiento —le dije puesto que no iba a golpear a un hombre con las facultades disminuidas por el alcohol.
Coake estalló en una carcajada. La dignidad aconsejó que me marchara.
Alice Champlain resultó ser completamente distinta a como la esperaba. Soy un cerdo machista que apenas ha evolucionado de su condición de homo dieciochensis, lo reconozco; pero imaginaba que Alice tendría todo lo que se necesita para ser un hombre salvo la única cosa que lo confirma. Sin embargo, la verdad era que se trataba de una mujer menuda que no pasaba del metro sesenta, de cabellos de un rubio natural, bonitos ojos, agradable figura y una actitud hacia los desconocidos varones propia de una chica nada pretenciosa.
—¿Qué puedo hacer por usted? — me preguntó con una sonrisa y tendiéndome la mano.
Se la tomé y me sorprendí por lo pequeña que la tenía y también porque no tenía callos ni asperezas. Se la estreché.
—Me llamo Parker —le dije—, y soy el propietario de Monroe House.
Bueno, ya volvíamos a lo mismo: la ropa que llevaba no estimulaba la credulidad. ¿Cómo era posible que alguien con mi aspecto?, y bla, bla, bla...
—¿Se ocupa usted mismo del mantenimiento? — me preguntó Alice.
Bueno, desde el principio, esa habría sido la explicación lógica: ropa vieja para trabajar. ¿Cómo era que no se me había ocurrido?
—Sí —contesté quitándole importancia—. Dígame Alice, tengo entendido que hace trabajos de fontanería para nosotros, ¿no?
—Eleanor me llama de vez en cuando. Las cañerías son bastante viejas, señor Parker.
—«Parker» a secas, por favor.
—La verdad es que esa casa necesita que las pongan nuevas. El antiguo propietario se gastó una pasta en dejarla presentable de aspecto.
«Presentable», esa palabra casi encajaba. Presentable, puede que sí, en el planeta Vulcano.
—Las cañerías son muy antiguas —prosiguió Alice—. Es solo cuestión de tiempo que alguna reviente, incluso con los inviernos tan suaves que tenemos por aquí.
—Dígame una cosa, Alice, ¿las cañerías podrían ser la fuente de...?
—No —contestó ella de plano.
—¿No?
—Todo el mundo sabe lo de esa casa, señor Parker. Todo el mundo sabe que no ha funcionado como albergue por culpa de lo que vive allí o, al menos, de lo que va a visitarla de vez en cuando.
—¿Y las cañerías no...?
—No.
—¿Le ha dicho Eleanor...?
—No.
—¿No?
—Eleanor es buena persona, señor Parker; y, en términos generales, cae bien entre la gente de aquí. Pero es una mujer rara y no... —tuvo que buscar las palabras un momento— no es popular, así que no es probable que venga a contarme cosas porque no somos amigas. No salimos juntas.
—Vaya.
—No pretendo hablar mal de ella.
—No —repuse—. Claro que no. Si no sale con ella se debe a que es rara o porque...
—Mire, lo que pasa es que no tiene trato fácil con la gente. Eso es todo. Nunca se me ocurriría invitarla a Morro Bay para ir al cine, por ejemplo. Simplemente no se me ocurriría.
El turno de Eleanor acababa a las dos, de modo que fui a recogerla a la librería. Tiller era un hombre de más o menos mi edad y que pesaba la mitad que yo. Saltaba a la vista que estaba muy impresionado por una joven de unos veinticinco años, Sally, que era la sustituta de Eleanor y cuya boda había sido pospuesta varios días, privando de trabajo a mi amiga. Sally tenía buen tipo, aunque yo los había visto mejores. También tenía un rostro bonito, pero no era la clase de belleza capaz de aguantar bien el paso de los años. A los treinta y cinco, Sally tendría que recurrir a las blusas escotadas para llamar la atención de los hombres; más adelante, la situación se le complicaría.
Mientras subía la escalera, Eleanor me saludó brevemente con la mano y me lanzó una sonrisa. Estaba hablando con un cliente. Cuando este hubo hecho su compra, ella me acompañó al mostrador y me presentó a Tiller y a Sally, a quien no pareció desconcertar la elección de mi ropa. De hecho, se mostró más atenta de lo necesario, lo cual noté al recordar el comentario de Eleanor sobre lo que ocurría cuando aparecía algún cliente que Sally encontraba atractivo. Hice caso omiso de Sally, centré mi atención en Eleanor y me marché cogiéndola por el codo, en ademán posesivo.
¡Y qué demonios!, me la llevé a Morro Bay, a unos treinta kilómetros al sur, y fuimos a ver una película.
Capítulo 9
Volvimos a tiempo para cenar en el Sow's Ear, en el East Village. Era el restaurante favorito de Eleanor en Cambria, y enseguida comprendí por qué. Instalado en un espacio totalmente inapropiado para un restaurante, estrecho y de techo muy bajo, sus propietarios lo habían convertido en un tranquilo y pequeño bistró amueblado con diseños de American Arts Crafts. Entre sus especialidades estaba el pan, blanco o moreno, que servían recién horneado en moldes de barro, acompañado de la sabrosa mantequilla local. Nos instalamos en una mesa cerca de la chimenea, donde ardía un buen fuego. Ella pidió té y yo, café; durante un rato estuvimos charlando de la película.
Con aquella luz, Eleanor tenía un aspecto sorprendentemente encantador: su rostro se veía animado y lleno de una alegría que bordeaba la felicidad. Yo sabía que esa sonrisa la había puesto yo allí porque se me había ocurrido llevarla al cine a Morro Bay. Ella seguía vistiendo la misma ropa de trabajo de por la mañana, pero la suya era mucho más apropiada que la mía, que seguía atrayendo las miradas de los comensales más próximos.
—Necesitas ropa nueva —dijo Eleanor subrayando lo obvio.
—Soy excéntrico —contesté—, y a la gente le gustan los excéntricos.
—Me juego lo que quieras a que cuando ibas con traje te sentaban muy bien.
—Pues claro —repuse—. Era una verdadera monada.
—Déjate de bromas. Hablo en serio, Parker —dijo Eleanor a pesar de que la traviesa sonrisa de sus labios decía que no era cierto, al menos no del todo—. Eres un hombre bien parecido, ¿sabes?
—Ahora me toca a mí decir «déjate de bromas» —contesté con un gesto falsamente displicente de la mano.
—No. De verdad. Eres guapo. Y con eso no quiero dar a entender nada. — No, claro que no—. Pero tienes cierto aire a Cary Grant.
—No. Eso sí que no —protesté.
—La cara está bien. Puede que tengas las orejas un poco salidas y la boca demasiado grande, pero apenas, aunque se agita demasiado, ya sabes a qué me refiero.
—Eso me han dicho.
—Y también tienes un buen cuerpo. ¡De eso puedo dar fe! — No se ruborizó al decirlo, lo cual me sorprendió.
—Eleanor —dije muy serio—, has de saber..., has de saber que todavía estoy intentando superar lo de Lily y que ni siquiera se me ocurriría...
—Somos amigos, Parker —respondió ella de inmediato—. Eso ya lo sé.
Me miró fijamente a los ojos con una sonrisa que era el gesto de una amiga, sentada erguida y con los hombros hacia atrás, una postura de firmeza y confianza en sí misma.
—Sí —repuse—. Lo somos. Somos amigos.
—Entonces, supongo que puedo comentar a un amigo que es guapo —me dijo, y lo decía de verdad.
Yo era bien parecido. A sus ojos.
—Gracias, Eleanor.
—Pero sigues necesitando ropa nueva.
Pues sí.
Yo pedí un filete asado con salsa; Eleanor, calamares salteados, tres grandes filetes con salsa y un pastel que compartimos para postre, todo especialidades del Sow's Ear. A los dos la cena nos pareció deliciosa. En ese momento yo ya me había olvidado del título de la película que habíamos visto, de quiénes eran los actores o de qué iba. Eleanor, que miraba por la ventana viendo al ocasional paseante, se había puesto pensativa. Yo sabía lo que la preocupaba: íbamos a tener que regresar a Monroe House, pronto.
—¿Sabes? En el piso de arriba, frente a la suite de los propietarios hay una habitación con dos camas dobles. ¿Qué te parece? — sugirió.
—Me parece bien —murmuré.
—¿Qué piensas hacer, Parker? — me preguntó—. No me refiero a esta noche, sino al final.
¿Que qué iba a hacer? Eleanor podía marcharse cuando le apeteciera. De hecho, me preguntaba por qué no lo había hecho ya. En cambio, yo estaba obligado a quedarme con ese sitio y no tenía más opciones que abrirlo de nuevo. Lo cual significaba echar de allí a los fantasmas o lo que demonios fueran.
—Puede que acabe contratando un exorcista —comenté. Ya le había hablado de mi charla con el electricista y la fontanera. Monroe House reunía un largo historial de fenómenos inexplicados.
—Toda historia de fantasmas encierra un misterio —observó ella dando el último sorbo a su té—. Eso es algo que aprendí en una clase de literatura creativa. Pase lo que pase en Monroe House, es por alguna razón. Esa criatura tiene una historia. Si descubrimos cuál, puede que podamos obligarla a desaparecer.
No dije nada del uso de la primera persona del plural.
—De acuerdo.
—En este pueblo no faltan especialistas en historia. Quizá, deberíamos empezar por hablar con alguno —propuso.
Esa noche, Monroe House nos pareció especialmente oscura y poco acogedora. Eleanor se cambió para acostarse en su habitación y después se reunió conmigo en el dormitorio del piso de arriba, situado frente a la suite principal. No mostró ninguna timidez a la hora de entrar donde había un hombre esperándola, aunque ese hombre fuera su amigo, como ella había decidido que fuera. Cuando por fin traspasó el umbral comprobé que llevaba una tercera bata que todavía no había visto.
—Si te parece, te dejo un momento para que te metas en la cama —le propuse—. Luego, vuelvo y así puedes apagar la luz mientras yo...
Dejó caer la bata. Se había puesto un camisón parecido al primero que le había visto, corto, y bastante transparente. Estaba un poco nerviosa y no se entretuvo, sino que se metió directamente bajo las sábanas.
—De acuerdo, ya puedes apagar la luz —le dije.
—¡Por Dios, Parker, si llevas pijama!
Desde luego que llevaba pijama. Me quité la bata, me metí en la cama y apagué la luz.
Charlamos durante un rato en la oscuridad, y nuestras palabras fueron como piedras para cruzar un mar de sombras que todo lo invadía. Charlamos de las novedades del día, de una receta que quería probar, de por qué me había dedicado a escribir, todos ellos asuntos breves. Luego, tras un momento de silencio que creí que señalaba la antesala del sueño, ella comentó:
—Es como si este sitio tuviera aliento propio.
La oscuridad del dormitorio, de la casa; la oscuridad del mundo que nos rodeaba parecía respirar, inhalar y exhalar, como si estuviéramos descansando sobre el vientre de...
—Lo único que consigues con eso es asustarte —le dije sin mencionar para nada lo asustado que estaba yo.
—No. Lo digo de verdad —prosiguió ella—. Más de una vez me he quedado despierta por la noche, escuchando los sonidos que la casa solo parece hacer de noche.
—Todos los edificios hacen ruidos, especialmente los antiguos.
—Sí. Y este suena como si estuviera respirando.
—Puede que no sea la casa lo que estás oyendo —sugerí.
Pero Eleanor no dijo nada más, y no tardé en escuchar el ritmo pausado de su sueño, profundo y mesurado. Me quedé despierto unos minutos más sin oír nada; desde luego, no la casa. Después me dejé arrastrar a un oscuro lago y me sumergí en él a grandes brazadas para alcanzar el infinito fondo.
Cuando me desperté. Lily se hallaba de pie, en la puerta, sonriéndome. Iba vestida con los shorts y el top del día de su muerte. Creí que estaba soñando, pero ella me hizo un gesto diciéndome que no y que la siguiera.
Una vez fuera, en el rellano, le dije:
—Lily, eres un sueño.
Ella se dio la vuelta, me rodeó la espalda con sus preciosas manos y me atrajo a un beso que duró casi tanto tiempo como habíamos estado casados. Los labios de Lily tenían el sabor que solo ellos podían tener, su textura era dulce y también un territorio familiar que redescubrir. Noté que sus pechos se aplastaban contra el mío y el contacto de sus piernas con las mías a través del pijama.
—Lily, tú estás muerta.
—No hay muerte —me contestó—. Solo hay un ahora. Nosotros tenemos ese ahora, Theo. Nos pertenece.
Seguí a Lily escalera abajo, contemplando su hermosa espalda, sus largas, musculosas y femeninas piernas, las nalgas que más de una vez se habían sentado en mis palmas igual que en el asiento de una bicicleta, el frágil, casi imperceptible giro de su cuerpo en la cintura a cada paso que bajaba un peldaño.
Me llevó hasta mi dormitorio. Se quitó el top; luego, los shorts y me desnudó sin dejarme decir una palabra. Entonces tuve a Lily de regreso conmigo, la tuve en mis brazos y en mi corazón, amor y pasión expresados en un acto más antiguo que el lenguaje y un millón de veces más complejo que pareció durar para siempre. Y, cuando hubo acabado, ella se levantó de la cama y me contempló con un amor tan inquebrantable que se me llenaron los ojos de lágrimas.
Los gritos de Eleanor tardaron una eternidad en traspasar la neblina mientras Lily se desvanecía. Desnudo, me incorporé en la cama. Localicé el pantalón del pijama al pie del colchón y corrí escalera arriba.
Hallé a Eleanor retorciéndose en su lecho como si hubiera un hombre encima de ella que la estuviera violando. Pero no había nadie.
—¡Eleanor, despierta! — grité—. ¡Despierta, no es más que un sueño!
Ella siguió gritando.
Salté hacia la cama, solo para despertarla, para devolverla a la conciencia. Me puse a horcajadas. Eleanor tenía el camisón desgarrado y arremangado. Estaba prácticamente desnuda. Se despertó y me vio encima, cabalgándola, desnudo de cintura para arriba. Me lanzó un furioso manotazo con todas sus fuerzas que me arrojó a un lado mientras gritaba:
—¡No, No! ¡Quítate de encima, hijo de puta! ¡Sal!
Yo me puse en pie mientras ella encendía la luz de la mesilla, se escudaba tras las sábanas y se refugiaba en el rincón más alejado de la cama, mirándome como si en verdad nunca me hubiera visto. Yo era el que había intentado violarla, quien había traicionado su confianza.
—¡Sal de aquí! — chilló.
Regresé a mi dormitorio, donde hallé las sábanas... Las arranqué de la cama y las dejé en el cesto de la ropa. A continuación me aseé. Faltaba poco para que amaneciera. Me vestí, poniéndome varias capas para protegerme del frío, y me instalé en la mecedora del porche.
Un perro ladró en la distancia. De haber ocurrido cincuenta años antes habría visto las furgonetas de la leche haciendo su recorrido, repartiendo pan, mantequilla y leche. Pero aquella Norteamérica había desaparecido, naturalmente. El diario local, The Cambrian, se publicaba semanalmente y se enviaba por correo en lugar de ser entregado. Así pues, aquel refugiado que era yo se encontró solo, sin la esperanza siquiera de ver al chico de los periódicos, sentado en la mecedora del porche de un albergue de locos, si es que tal cosa puede existir.
Al cabo de un rato, distintos vehículos empezaron a circular por las calles, coches y furgonetas, incluso los perennes 4x4.
Oí que descorrían la cerradura y que la puerta de mosquitera se abría. Eleanor apareció ante mí vestida igual que un leñador, incluido el gorro con orejeras. Se había cambiado de camisón y aquel le llegaba hasta los tobillos bajo el grueso abrigo. Se envolvió en la prenda y se sentó ante mí, con las piernas recogidas como haría una señorita, y las suelas de las zapatillas hacia arriba.
—Lo siento —dijo—. Ya sé que no has sido tú quien ha intentado... violarme.
—Cuéntame el sueño, Eleanor.
Ella no dijo nada durante un rato. Luego:
—Es un hombre corpulento. No le veo la cara, al menos no con claridad. Me arranca el camisón, solo que nunca está roto cuando me despierto. Es solo en el sueño. Entonces me separa las piernas, pero yo empiezo a gritar, me despierto y él desaparece.
—Los morados...
—Sí, los morados —repitió—. Los morados son reales, Parker.
—Podrían tener un origen psicosomático —sugerí.
Ella se puso a temblar.
—S...S...Sí, puede —convino.
—Pero, esta vez tu camisón sí estaba desgarrado.
—Pensé que habías sido tú, que tú lo habías hecho al intentar despertarme o algo así.
Meneé la cabeza.
—Yo no.
—Pues, entonces, no sé —me dijo.
Me levanté y estreché a mi amiga entre mis brazos. La mantuve así durante un rato, hasta que ella empezó a llorar. Yo también podría haber llorado, pero esa mañana hacía demasiado frío, de manera que opté por llevármela del porche y entrar dentro, donde me enteré de que la chaqueta de leñador pertenecía al ropero del vestíbulo. Nos retiramos hasta la cocina.
Preparé agua caliente, una de mis especialidades, y ella se tomó una taza de té mientras yo sorbía un café instantáneo con leche y sacarina. Me quité varias capas de ropa. El tiempo pasó.
—Supongo que no ha funcionado, ¿no? — dijo Eleanor al cabo de un momento.
—¿A qué te refieres?
—A lo de dormir en la misma habitación. Ha ocurrido igualmente. El sueño ha sucedido de todos modos.
Entonces le conté lo de Lily. Todo. Se lo conté todo salvo el acto en sí, incluso lo de las sábanas manchadas.
—¿Manchadas, por quién? — preguntó.
—Por mí —contesté—. Solo por mí. Ella no estaba allí. Está muerta, Eleanor.
—Entonces, ¿fue un sueño?
—Un sueño muy real. Seguí a Lily fuera de nuestro dormitorio, Eleanor. La seguí hasta mi cuarto, donde juraría que Lily y yo hicimos el amor.
Eleanor lo meditó largamente.
—Cualquier cosa que habite en esta casa, está claro que te sedujo para que salieras del cuarto y poder atraparme —dijo con un estremecimiento.
—Puede ser —contesté—. Quizá esa cosa nos quiere a los dos. Quizá es que simplemente le parecí un cómplice más complaciente.
—No te entiendo.
—Tú eres doncella, ¿no? — le pregunté—. Eres virgen, ¿verdad?
Eleanor asintió. No era necesario que dijera nada más.
—Ese fantasma quiere ser el primero contigo.
Capítulo 10
Ya habían dado las nueve cuando por fin hicimos algo de verdad.
Los repetidos cafés y tés habían aportado cierto alivio, y el sol, que brillaba a través de la ventana de levante de la cocina también era un consuelo. Pero también estaba la cuestión principal, que exigía tiempo para pensar sobre ella.
—¿Y un sacerdote? — sugirió Eleanor.
—¿Te refieres a un exorcismo?
—Sí.
—Católico, no —dije yo.
—¿Te refieres a la casa?
—No. A mí. ¿Y tú?
—No. No mucho, por no decir nada, la verdad. Mi familia es bastante flexible cuando se trata de religión.
—¿Y el departamento de parapsicología de la universidad? — propuse.
Llamamos y descubrimos que el sistema universitario local no tenía fondos presupuestarios que pudiera malgastar en departamentos de parapsicología.
—¿Y qué me dices de algún médium famoso? — indicó Eleanor.
Llamé a la emisora local que tenía un programa sobre entrar en contacto con los muertos, pero no pude pasar más allá de una serie de filtros donde me hicieron más preguntas de las necesarias y por razones que se me antojaron sospechosas. Eleanor también llamó a un programa de la competencia, con idéntico resultado.
Tomamos más té y más café.
—Bueno, una cosa está clara —dije durante un respiro dentro de una pausa—, y es que esta ha sido la última noche que pasas en Monroe House.
—No —repuso Eleanor—. No pienso marcharme.
—Pues claro que te marchas.
—No —aseguró.
—Eleanor, después de lo que te ha pasado...
—Fue un sueño, Parker.
—Tenías la camisola desgarrada.
—El camisón —me corrigió—. Una camisola es lo que nos ponemos las mujeres cuando queremos excitar a los hombres. Además, tú estarás ahí para protegerme.
—No se puede decir que eso haya funcionado.
—Bueno, pero la próxima vez estarás prevenido.
—Eleanor —dije con calma para no delatar mi ira ni mi frustración—, algo ha intentado arrancarte la ropa y puede que también hacerte daño.
—Alguien ha intentado hacerme daño, lo reconozco, Parker. En cuanto a lo de mi ropa, estoy empezando a pensar que ha sido psicosomático. No sé, es posible que tengas cierta inclinación por las mujeres delgadas y que entre la confusión y tus prisas por ayudarme, tú...
—¿Me estás diciendo que es posible que haya sido yo quien te ha arrancado la ropa?
Ella sonreía porque era un buen chiste y, porque en secreto, le complacía pensar que podía haber sido cierto.
—Vale, pero esta noche no la pasarás en esta casa —dije con firmeza.
—En eso tienes razón. Tengo que asistir a una boda en Fresno.
Se levantó, fregó su plato y su taza (yo no tenía plato porque soy un hombre de verdad, ¡por favor!) y los dejó en el escurridor.
—¿En Fresno? — pregunté.
—Mi hermano Dougie se casa mañana. La cena y el ensayo son esta noche. Yo soy una de las damas de honor.
—¿Haces de dama de honor en la boda de tu hermano? ¿No va eso en contra de la tradición?
—La novia de Dougie tiene cuatro hermanos y los ha acompañado a todos.
—¿Y tú tienes tres hermanas? — Iba a ser un intercambio: tres hermanos por tres hermanas.
—Ahora lo has entendido, Parker —me dijo en tono que pasó del puramente informativo al íntimo cuando añadió—: Tengo que pedirte un favor.
¡Oh, oh! Me iban a reclutar.
—Todas mis hermanas salen con alguien.
—¿Es que en tu familia ya nadie cree en el matrimonio?
—Te agradecería mucho que me acompañaras. No como mi pareja, desde luego. De todas maneras, no te preocupes, creen que soy lesbiana.
—¿Creen que eres lesbiana?
—Se trata de una larga historia —replicó—, y de una bastante graciosa. Ya te la contaré alguna vez. Pero si me pudieras acompañar, solo como amigo, no me sentiría tan sola.
«No me sentiría tan sola.» Aquella chica iba a arrancar de mí, hasta la última brizna de compasión.
—¿Y no voy a tener que hacer nada?
—Solo sentarte en el banco de una iglesia y después tomarte un trozo de pastel y charlar, algo que sé que te gusta hacer.
—Pero no tengo ropa que ponerme —le dije.
¡Toma ya! Jaque mate. Volvía a ser libre.
Eleanor salió a toda prisa y volvió al cabo de un instante con mi traje azul. Estaba claro que había abierto mi maleta —la maleta que Lily había hecho el día en que nos casamos, el día en que compramos aquella horrible casa, el día en que su cuerpo resultó tan malherido por la goma rodante que fue borrada de este mundo— y sacado el traje.
Me levanté y me marché.
Salí de la casa y vi que hacía un día espléndido para caminar.
Paseé por Main Street, desde el East Village hasta el West, curioseé en las tiendas de curiosidades y eché un vistazo en las galerías de arte. Compré un anillo de estaño y un tintero con tapa de bisagra para mi escritorio, por si alguna vez llegaba a tener alguno o me daba por ponerme a escribir de nuevo. Para cuando regresé a Monroe House era media tarde. Eleanor estaba sentada en los peldaños del porche con mi traje azul en las rodillas. Debía de haber llorado hacía un buen rato porque solo quedaban los restos secos de las lágrimas, como los ríos secos de Marte.
—Hola —me dijo.
—Está bien, iré —anuncié—. Toma. Un anillo de estaño. Siempre he querido conocer Fresno. Dicen que uno no ha vivido de verdad hasta que ha estado en Fresno y comido una pasa. Nunca me han hecho mucha gracia las pasas, ¿sabes?, porque son iguales que las cagarrutas de conejo y... Bueno, siempre me ha preocupado la posibilidad de que alguien en la fábrica de pasas haya podido cometer un error.
—Lo siento.
—La verdad es que no es tan grave —le dije—. Al final siempre puedo optar por no probar las pasas.
—Te casaste con este traje, ¿verdad?
—En el juzgado de Ventura. Nos cambiamos en los lavabos, antes y después.
—Caramba, lo siento, Parker.
—Yo también, maldita sea.
—No puedes acompañarme. Lamento habértelo pedido.
Me senté en la mecedora, a su lado. Sostenía el traje por los hombros, como si hubiera una persona dentro de él, y me hizo gracia. Aquella Eleanor era una chica curiosa.
—¡Qué demonios! — exclamé—. No es más que un trozo de tela.
Y lo cierto es que no era más que eso.
Así pues, aquella tarde nos fuimos a Fresno con la furgoneta, dejando Monroe House cerrada a cal y canto, no para mantener fuera a los ladrones, sino para dejar dentro lo que hubiera dentro. Encontré una vieja maleta —una honrada imitación de una de verdad fabricada en los años setenta, abandonada en el albergue sin duda por una cuestión de buen gusto— y la llené con mi ropa. Sí, mi ropa, la que tenía y me ponía antes de que Lily muriera. Pantalones, calzoncillos, esas cosas. Y también el traje azul. Mi viejo equipaje, una bolsa de viaje de cuero color Burdeos era demasiado memorable para arrastrarla por ahí, de manera que la dejé en el armario de objetos perdidos del porche de servicio.
Eleanor condujo mientras yo le daba animada conversación. Me di cuenta de que no me escuchaba cuando puso la radio y sintonizó una emisora de música country. Yo sabía que detestaba la música country, de modo que apagué la radio y dije:
—Está bien, me callaré.
Después de eso, solo hubo líneas discontinuas y sombras sobre el asfalto.
El ensayo de boda iba a tener lugar en una iglesia baptista de un barrio periférico de Fresno. Cuando llegamos al aparcamiento ya estaba lleno. Eleanor, como mujer pragmática que era, maniobró y dejó la furgoneta entre un árbol y unas barras de hormigón colocadas para impedir que un contenedor de basura se desplazara. Hacía rato que el sol se había puesto y también hacía rato que llegábamos tarde. Sin embargo, hicieron sitio a Eleanor entre tres de las mujeres más guapas que yo había visto en mi vida, mujeres del tipo y con la clase de Lily; de no haber estado tan obsesionado con su recuerdo, podría haber reconocido que incluso un poco más guapas y todo.
Primero, estaba Carla. Con sus veintisiete años, era la mayor. Tenía un cabello rubio que había pertenecido a la familia durante generaciones, estoy seguro. Carla tenía una belleza que trascendía la juventud. Incluso de mayor seguiría siendo una belleza, con sus limpios y verdes ojos de entonces y después, con sus marcados hoyuelos y una barbilla que era firme y remataba todo lo que había por encima. Su figura era redonda donde tenía que ser redonda, y estrecha donde casi ninguna lo es.
—Te presento a mi amigo, Parker —dijo Eleanor a Carla.
—Hola, Parker —repuso Carla con una voz que era toda crema y caramelo, con un punto añadido de miel porque somos Dios y no vamos a ser tacaños con Carla, ¿no?
—¿Qué tal, Carla? — saludé—. Encantado de conocerte.
Después, estaba Della, que era un par de centímetros más baja que Carla pero igualmente guapa. Della tenía el pecho algo más grande, aunque también podía deberse al sujetador que llevaba, pero ¿quién sabía eso sino Della y el propio Dios? Sus hoyuelos no eran tan marcados como los de su hermana, su cabello algo más oscuro y sus ojos más claros. Estaba que tiraba de espaldas y, según aprecié gracias al ojo que los hombres desarrollan con el tiempo, aunque puede que sin tanta agudeza como yo, Della estaría fenomenal en biquini. Y, si había alguien lo bastante afortunado, incluso mejor con menos.
—Encantado de conocerte, Della —dije mientras le estrechaba la mano y notaba el punzante roce de sus cuidadas uñas.
—Caramba, esto si que es una sorpresa. Bueno, lo mismo digo, Parker —contestó ella.
Luego, estaba Cissy, que a sus veintidós años era la más joven. Cissy era la más menuda de las cuatro, con una complexión menos rotunda que sus hermanas, pero infinitamente más generosa que la de Eleanor. También era rubia cuando Eleanor era castaña, tenía los ojos de un azul verdoso cuando los de Eleanor eran marrones, y una piel pálida y suave, como sus dos hermanas mayores.
Todo aquello, según comprendí, daba respuesta a muchas preguntas.
Las chicas volvieron a su ensayo de boda, y yo me senté en uno de los bancos junto a la madre de Eleanor, Ella, que era igual de guapa que sus hijas pero con el doble de años. No vi mucho de Ella en Eleanor y me pregunté si realmente a Eleanor la habían bautizado en honor de aquella mujer. Ella era agradable y una maestra en la charla intrascendente.
—Dígame otra vez, señor Parker, ¿a qué se dedica usted?
—Llámeme «Parker» a secas —la corregí—. Antes escribía en una revista de coches. Ahora soy el propietario de un albergue a donde nadie quiere ir.
—¿Y cómo es eso? — me preguntó.
—Porque mi difunta esposa me lo legó.
—No. Me refiero a por qué la gente no quiere ir... —Entonces se interrumpió—. ¿Su ex esposa, ha dicho?
—«Ex», no. Difunta. Ha muerto.
—¿Quiere decir que estaba casado, casado con una mujer?
—Sin duda.
Aquella información debía ser debidamente procesada, de modo que Ella se quedó sentada en silencio durante un rato, con las manos en el regazo, mientras el sacerdote, un joven de unos veinticinco años, jugaba a hacer de director desde el púlpito. Lo cierto era que se trataba de una boda bastante lujosa, con comunión incluida (¿baptistas?) además de ceremoniales varios que no reconocí, incluyendo a modo de efectos especiales el descenso desde el techo de un arreglo floral. Cómo era posible, ¿no había globos ni se soltaban palomas? La madre de Eleanor interrumpió mis contemplaciones.
—Perdone, señor Parker, pero no sé si me he equivocado, ¿no es usted gay?
—Soy alegre —le respondí con la mejor de mis sonrisas—. A menudo soy feliz. También he tenido momentos de éxtasis; pasajeros, pero los he tenido. Pero lo que se dice gay, no. No lo soy.
—Pues nosotros pensábamos que... dado que la mayoría de los amigos de Eleanor son gays, usted también...
—Eso me parece muy extraño —le dije—, porque conozco a todos los amigos de Eleanor y no creo que ninguno sea gay, aunque debo reconocer que nunca ha salido el tema.
Vi que Ella asimilaba aquella nueva información. Algo ocurría, sin duda, algo ocurría con su hija que ella ignoraba. Algo...
—Mi hija es lesbiana, señor Parker —me dijo en un tono que denotaba absoluta certeza.
—Pues eso sí que es raro —repuse—, porque nunca me lo ha mencionado, ni una vez, ni siquiera cuando hemos estado en la cama juntos.
Ella se levantó y cruzó la iglesia en busca de su marido, que se hallaba con el padre del novio intercambiando chistes. Eleanor vio la reacción de su madre y supo que yo había hecho algo que la había provocado. Me miró, y yo le devolví una sonrisa donde se leía: «¿Quién, yo?».
El padre de Eleanor —cuyo nombre era Billy, según supe después—, que no había demostrado el suficiente interés en el acompañante masculino de su hija para acercarse y que se lo presentaran, escuchó lo que su mujer fue a decirle y se encaminó hacia mí antes de que ella lo estropeara.
—Hola —dijo en tono forzado y tendiéndome la mano—, ¿debo entender que es usted el amante de mi hija?
—¡Billy! — protestó Ella.
—No, no pasa nada —repuse yo—. Viniendo de un padre es una pregunta legítima. Puedo imaginarme algún día haciendo la misma pregunta.
¡Y una mierda!
Me disponía a cruzar un Rubicón. Eso lo comprendía. Lo que había empezado como una inocente intrusión por mi parte se estaba convirtiendo en algo más que eso. No tenía ningún derecho a decir aquellas cosas, pero estaba claro que Eleanor constituía una perfecta desconocida para su propia familia. Quiero decir que no era como si hubiera irrumpido en una acogedora unidad familiar. Aquella gente pensaba que su heterosexual hija era lesbiana, y yo sabia que no era así. Existía una buena razón para que Eleanor fuera la persona más aislada que había conocido, sin amigos de los que yo tuviera noticia y con una familia cuyos miembros parecían salidos de un festival bávaro, mientras que saltaba a la vista que ella venía de otro molde. No sé, pero me daba la impresión de estar defendiéndola.
—Tiene todo el derecho del mundo a no contestar —dijo Ella en respuesta a mi silencio.
—Está bien, escuchen —repuse al fin—. No me siento cómodo hablando de nuestra vida privada ni de lo que hacemos en la intimidad de nuestro dormitorio, ¿entienden a qué me refiero?
Tanto padre como madre estaban perplejos y me miraban como si acabara de soltar un horrible pedo en mitad de la iglesia y me hubiera identificado como el autor de la ventosidad diciendo: «¡Mirad, he sido yo». Proseguí:
—No sé si me entienden. A mí no me incumbe lo que usted y su mujer hacen en el dormitorio, ¿verdad? De todas maneras me parece que estoy en lo cierto, creo que no me equivoco si supongo, y yo diría que es algo que uno puede suponer de la mayoría de las parejas, que ustedes dos comparten el mismo dormitorio, ¿no es así?
—Sí —dijo Ella.
—En efecto —confirmó Billy, aunque el tono de «en efecto» no fue del todo firme.
—Pues Eleanor y yo —declaré— también compartimos un dormitorio.
Capítulo 11
Después de eso, el ensayo transcurrió deprisa. Vi algunos grupos de gente discutiendo silenciosamente al otro lado de la sala: el sacerdote y el padre de Eleanor por una parte, Ella y su hijo, Dougie, por la otra. Las tres hermanas habían formado un corro, igual que un equipo de jugadoras de fútbol americano que necesita una última carrera para ganar, y hablaban entre ellas y me miraban como si yo fuera el defensa rival. Eleanor pudo zafarse un momento de sus obligaciones, lo bastante para arrastrarme hasta el vestíbulo de la iglesia y preguntarme:
—¿Qué has hecho?
—Nada —contesté—. Solo les he dicho la verdad.
—Mi madre acaba de lanzarme una de sus miradas que dicen: «Tengo que hablar contigo».
—Bien. Probablemente hace mucho que era necesario.
Pero entonces la llamaron de nuevo porque hacía falta que se pusiera a la izquierda, segunda en la fila de damas de honor, tan parecida al resto como un huevo a una castaña.
Fuimos caminando sin decir palabra hasta el restaurante, donde se iba a celebrar la cena del ensayo y donde alguien, seguramente la madre de la novia, siguiendo el consejo de la madre del novio, había colocado las tarjetas con nuestros nombres en la segunda y más pequeña mesa, donde iban a comer los niños pequeños.
—¡Es un error! — gritó Carla como si acabara de descubrir una segunda falla de San Andrés—. ¡Han puesto a Eleanor y a Parker ahí!
Entonces colocó nuestras tarjetas para que nos sentáramos entre Carla y su pareja y Della y su pareja. Cissy intercambió su tarjeta con la de su pareja para quedar al lado de Della, y Carla hizo lo mismo para sentarse a mi lado. Los padres de Eleanor se situaron enfrente, de manera que entre todos formaron una feliz familia Glacy. Y yo en medio.
Al final, el sacerdote y su esposa acabaron sentados a la mesa de los niños, junto con un variopinto conjunto de adolescentes y adultos secularizados. El sacerdote tuvo que levantarse de su mesa y acercarse a la nuestra para hacer su presentación, lo cual estuvo bien porque la familia Glacy no estaba escuchando.
—Entonces, decidme chicos —comentó Ella mirándonos desde el otro lado de la mesa e inclinándose hacia nosotros—, ¿dónde os conocisteis?
—En mi albergue embrujado —contesté y seguí con mi filete Salisbury acompañado de unas patatas francamente buenas. Las judías verdes estaban un poco demasiado cocidas, pero nada había quedado lo bastante duro para impedirme responder con la boca llena.
—¿Su albergue embrujado? — preguntó Billy—. ¿Se trata de una pequeña concesión al sentido del humor?
—No. Existe de verdad —informé—. Tiene fantasmas. Uno, al menos. No estamos seguros.
Todos miraron a Eleanor, que tenía la vista fija en su plato como si estuviera sopesando la posibilidad de reproducir allí mismo los frescos de la Capilla Sixtina con trocitos de carne y patata.
—¿Y entonces os enamorasteis? — preguntó Cissy.
Eleanor me fulminó con la mirada. Una mirada que conocía bien: la mirada de Jack el Destripador.
—Bueno, no es tan sencillo —contesté—. Tomaré tarta crujiente de manzana —dije al camarero que pasaba a pesar de que el postre no se servía aún y de que él no me lo había preguntado.
—Pero yo creía... —dijo Billy—. Todos creíamos... En realidad, desde el instituto... Eleanor, tú nos habías hecho creer que eras lesbiana.
Ya había sido dicho. Eleanor levantó la vista del infierno llevando en ella su íntimo resplandor.
—¡Papa! ¡Yo nunca he dicho que fuera lesbiana!
—¡Tampoco dijiste que no lo fueras! — farfulló Ella.
La expresión que Eleanor dirigió a su madre decía que su madre era idiota y tonta; lo cual, probablemente, la retrataba con acierto. Me comí los restos de mi filete Salisbury y llamé al camarero.
—El señor me dirá —repuso este.
—Mire, este filete Salisbury estaba..., en fin, de maravilla. Me preguntaba si no le quedará por ahí otra ración.
Billy dejó su plato encima del mío con un sonoro «clinc».
—No se preocupe —le dije al camarero. El plato de Billy estaba intacto, y la comida todavía caliente.
—¡Y durante todos estos años nos has hecho creer que...! — dijo Billy, que se interrumpió de repente porque acababa de caer en la cuenta de algo que lo golpeó con la violencia de un guante de acero. Se sentó en su pequeña silla plegable y me miró como suele hacerlo un hombre que admira a otro—. Usted... Usted la ha convertido, ¿no? — me preguntó.
—Yo nunca dije que fuera lesbiana —anunció Eleanor a todos los presentes—. Fue Della la que dijo que yo lo era porque nunca tuve mucho éxito en el instituto y no logré salir con nadie.
—¡Maldito cabronazo! — rugió Billy—. ¡Ha de ser usted un pedazo de...! ¡Un pedazo de hombre!
No vi motivos para negarlo. Me limité a comer un poco más de filete y a sonreír con aire de complicidad.
—No lo entiendo, Billy —dijo Ella—. ¿Qué quieres decir con eso de «convertido»? Una lesbiana es una lesbiana, ¿verdad?
—Verdad —terció Cissy.
—Caramba, no. Eleanor nunca..., nunca tuvo a nadie con quien comparar eso. Eso es todo. — Al decir aquello, la voz de Billy bajó de volumen de manera que solo una docena de los asistentes a la cena pudo oírlo—. Solo las otras chicas parecían interesadas en ella, de manera que nosotros dimos por hecho que ella se había... ¡No sé cómo decirlo!, ¿acostumbrado? Eso es, acostumbrado a... ¡Bueno, a eso que ya sabéis!
Las patatas estaban francamente buenas, como no suelen estarlo en ocasiones así, y tenían un agradable toque de mantequilla.
—Pero, entonces —siguió diciendo Billy—, Parker la vio. Puede que fuera un desafío, no lo sé. El caso es que él le dio lo que todo hombre de verdad puede dar a una mujer. Y no estoy hablando solo de sexo. Estoy hablando de actitud. Estoy hablando de masculinidad. ¡Estoy hablando de...!
—¡No soy lesbiana! — aulló Eleanor.
Todos los comensales de la mesa, y también los de las mesas vecinas dejaron de masticar, de moverse o de parecer aburridos y volvieron sus ojos hacia nosotros, el sector Glacy de la mesa.
—Dejadme que os aclare esto ahora mismo —dijo Eleanor poniéndose en pie—. No soy lesbiana. Nunca he sido lesbiana. Soy una mujer heterosexual. ¿Vale?
«Pues claro.» «Desde luego.» «Me parece fenomenal.» «¡Qué bien!», fueron los comentarios y los gestos que corrieron por las mesas.
—¡Eleanor, siéntate! — siseó Ella—. ¡Te estás poniendo en ridículo!
Eleanor tomó asiento.
—Y si no ha habido nadie aquí que creyera que yo no era lesbiana ha sido porque tú, papá, Della, Carla, Cissy e incluso Dougie habéis dicho a todo el mundo que sabíais que yo era lesbiana cuando resulta que no lo soy.
—Lo está desmintiendo —dijo Carla—. Se da cuenta de que ha asumido una postura equivocada todos estos años y ahora pretende desmentir lo que este hombre ha hecho por ella...
«Este hombre» era yo.
—... al convertir a una... —prosiguió Carla, que prudentemente se calló cuando vio que Eleanor estaba a punto de echársele encima.
—Devolver a la normalidad a un homosexual declarado es un acto de divina caridad —declaró el sacerdote, que había buscado refugio en la mesa de los niños, donde estos (y puede que algunos de ellos estuvieran destinados a ser gays) habían desencadenado una buena pelea—. Todos queremos desde hace años a Eleanor y rezamos por ella.
—¿Ha...habéis rezado por mí? — balbuceó la aludida.
—Pero Dios ha tenido la sabiduría de enviar a un hombre —dijo al sacerdote—, un hombre al que ha dotado de virtudes masculinas suficientes para...
Cissy se levantó.
—¡No se puede convertir a una lesbiana en una persona normal! — afirmó con irritación.
—¿Y tú cómo lo sabes? — preguntó Ella, dubitativa.
—¡Porque yo sí soy lesbiana! — informó Cissy que, acordándose de su pareja, se volvió brevemente hacia ella y le dijo—: Vaya, lo siento, Steve.
No había besos en la puerta para Steve, y tampoco moteles de una gran cadena.
Cuando la cena hubo acabado, Carla y Della me llevaron a un rincón y nos lo pasamos estupendamente charlando y..., bueno, sí, coqueteando. Fue casi como ver doble, aunque Della era un poco más menuda y Carla tenía más hoyuelos. Las dos creían que yo era algo especial porque, se diga lo que se diga, es imposible borrar de golpe un montón de años creyendo que otra es lesbiana. Yo había cogido a su hermana y la había convertido en mujer, en una mujer heterosexual, circunstancia que a sus ojos resultaba redundante si no se tenía en cuenta la confesión de Cissy. También había que contar con la competitividad entre hermanas, lo cual convertía a Eleanor en más atractiva que si no hubiera sido mi pareja. Mientras charlábamos de asuntos sin importancia y nos reíamos, mientras les explicaba la posición de Eleanor como supervisora de mi albergue entre otras propiedades y el modo en que nos conocimos y que sí, que había realmente una presencia siniestra, un fantasma en aquel lugar, empecé a imaginar qué aspecto tendrían las dos desnudas porque —y en esto, amigos, me apoyaréis— soy un tío y eso es lo que hacen los tíos.
Entonces ocurrió que desvié la vista hacia el otro lado de la sala, donde Cissy, su madre y Eleanor mantenían una acalorada conversación, y crucé la mirada con ella. Y su mirada me dijo que ya me mataría después, pero que dejara de coquetear con sus hermanas. Yo me limité a sonreír porque, en realidad, no había hecho nada malo, sino que me había limitado a decir la verdad en todo momento y estaba disfrutando de la compañía no de una, sino de dos mujeres realmente guapas.
Cuando estuvimos en la furgoneta de Eleanor, ella puso marcha atrás, pasó por encima de la barra de hormigón que mantenía en su sitio el contenedor de basuras, metió bruscamente primera y salió del aparcamiento haciendo chirriar los neumáticos.
—Supongo que no querrás dormir con otra media docena de tíos en casa de mi padre —me preguntó.
—¿Qué quieres decir con eso? — pregunté a mi vez.
—Les dije que estaríamos más cómodos en un motel que tú pagarías —me contestó—. Les dije...
Pero, de repente, allí estaba Ella, de pie ante la furgoneta y al lado de su vehículo. Eleanor se detuvo, y yo bajé la ventanilla.
—No te olvides de tu prueba del vestido —dijo a su hija—. Es a las nueve.
—Allí estaré. Sube la ventanilla, Theo.
—¿Theo? — preguntó Ella.
—«Parker» es su apellido. En realidad su nombre es «Theo»
—La verdad es que prefiero «Parker» —dije.
—¡«Theo»! ¡Qué nombre tan encantador! — exclamó Ella.
En serio, lo dijo con una exclamación.
—Sube la ventanilla, Theo —me ordenó Eleanor—. Nos vamos.
Subí la ventanilla, y ella puso una marcha.
—No hace falta que te pongas desagradable —le dije.
Eleanor me miró por un instante con una expresión que decía: «En estos momentos eres el ser más repugnante de la tierra».
Pagué por dos habitaciones de motel comunicadas por sus respectivas puertas. La del lado de Eleanor estaba cerrada. Llamé, pero al cabo de un rato desistí. Encendí el televisor y saqueé el minibar en busca de una tableta de Toblerone y unas galletitas saladas. Ella entró alrededor de las diez y media y se sentó en mi cama. Llevaba su camisón, corto, escueto, liviano, y no parecía importarle. Era como si yo me hubiera convertido en uno de sus amigos gays, eso suponiendo que los tuviera.
—Dame chocolate —me ordenó.
Le lancé lo que me quedaba de la tableta de Toblerone.
—Míralo de esta manera —le dije—. Tus padres ya no creen que seas lesbiana. Tú no eres lesbiana, lo cual no está mal, ¿no? Cissy ha salido del armario y resulta que ella sí lo es, lo cual tampoco está mal, ¿no? Así pues, ¿dónde está el problema?
—En que creen que eres la encarnación de Hércules y Sansón —me dijo Eleanor—. ¡Creen que eres Superman!
Bueno, podían creer lo que les diera la gana.
—Creen que eres tan jodidamente varonil que mis tendencias lesbianas se desmoronaron ante ti y tu trompeta. Me refiero a la trompeta de Gabriel —añadió para asegurarse de que yo no malinterpretaba sus palabras—, a que es como si te hubieras paseado ante mis murallas haciendo sonar tu... ¡Mierda! ¡Te creen tan macho!
—Eleanor, escucha, yo solo...
—¡Y no creas que no me fijé en cómo mirabas a mis hermanas!
¿Acaso detectaba yo un atisbo de celos en su tono?
—Son unas chicas muy guapas. Lo que no habría sido normal es que no las mirara.
Eleanor sopesó mi argumento. En efecto, había crecido oyendo precisamente lo guapas que eran sus hermanas, lo bonito que tenían el cabello y los ojos, lo estupenda que era su piel y sus demás atributos.
—Sí, son unos estupendos ejemplares femeninos —admitió alegremente—, esa Carla, ¡menudo cuerpazo tiene!
—¡Eleanor!
—Lo sé porque las he visto al natural —prosiguió Eleanor—. Unas formas perfectas, más redondas que profundas y con unos pezones de esos que miran a las estrellas.
—Eleanor, Carla es tu hermana —le recordé, disgustado por el rumbo que tomaba la conversación, y al mismo tiempo interesado.
—Y Della también tiene tipazo. Es un poco más pequeña que Carla, de manera que lo compensa poniéndose un Wonderbra. De todas maneras, las tiene perfectas —prosiguió mientras se levantaba de la cama y caminaba hacia la entrada que comunicaba nuestras habitaciones con el dedo índice apuntando hacia la constelación de Orion—. Y los suyos también miran a las estrellas.
—No está bien que las hermanas hablen así las unas de las otras —le dije.
—¿Por qué no? Durante casi diez años han dicho a todo el mundo que yo era lesbiana.
—No es lo mismo.
—En cuanto a Carla, tiene un culo perfecto, y sus piernas... Mantiene todo su cuerpo bronceado, estoy segura de que te habrás fijado. Della, en cambio tiene miedo de que el sol la perjudique, y su culo es lo que llamarías... —Ahí tuvo que pensar un momento—. Bueno, tú dirías que tiene un tren de aterrizaje extrafuerte. De todas maneras, está bien redondeado.
En ese instante, Eleanor sonreía de oreja a oreja porque, por primera vez desde que nos conocíamos, comprendía que yo era un tío, un tío normal que respondía ante las mujeres como los tíos siempre han hecho y siempre harán. Me apetecía ver a Carla y a Della en pelotas y de un humor bien dispuesto, y ella lo sabía.
Teóricamente, claro.
—Y la cuestión es, Theo —murmuró al llegar a la puerta—, la cuestión es que podrías conseguir a cualquiera de las dos porque ellas pensarán que te están robando de mi lado.
Cerró dando un portazo y echó el cerrojo.
Llevándose de paso mi chocolate.
Capítulo 12
La boda resultó encantadora. En todo este tiempo no he mencionado a la novia, que también era encantadora si uno pasaba por alto el resquicio que tenía entre los dientes de delante y que le daba un aire a Terry Thomas. Me refiero al difunto actor inglés Terry Thomas. Adelaid —aunque la llamaban Addie— no tenia el mismo bigote que Terry desde luego, ni tampoco su aspecto cómico. Era guapa, de verdad.
Su vestido era de seda blanca y encajes, con un corpiño que le llegaba hasta el cuello y le dejaba casi toda la espalda al aire. Desgraciadamente, Addie estaba muy nerviosa y le había salido un especie de sarpullido en la espalda que ni siquiera abundante cantidades de maquillaje pudieron disimular. También le salió bajo los brazos, que el vestido le dejaba al descubierto cuando ella tenia que sostener el ramo.
Por razones como esta, Lily y yo nos casamos en un juzgado.
En esos momentos, Eleanor había adoptado una actitud más civilizada hacia mí. Al fin y al cabo, yo no había intentado sabotear nada. Mi único propósito había sido hacer subir sus acciones en la bolsa de su entorno familiar, y lo había logrado. Seguía siendo la menos atractiva de las Glacy, y eso incluía a los dos varones de la familia, Billy, el padre, y Dougie, el hermano. Si embargo, se había convertido en una mujer plenamente heterosexual, y eso, en Fresno, significaba mucho.
Por desgracia, Cissy había reaccionado a su accidental salida del armario cortándose el pelo de un modo radical y poniéndose piercings que habrían pasado inadvertidos sin el adorno, me refiero a los agujeros. Según parecía, no había dormido bien y le habían salido bolsas bajo los ojos. Se había puesto pantalones bajo el vestido de dama de honor (Ella me lo dijo), pero el maldito vestido era demasiado largo y nadie vio nada.
El sacerdote, Bob Ratchett (no me enteré de su nombre hasta esa mañana), dirigió una buena ceremonia, mucho menos ostentosa de lo que me había temido. Las flores descendieron de las alturas abrazando a los novios en un semicírculo de capullos. Los ángeles cantaron (seis de las mejores voces del coro de la iglesia, según me contaron) para el momento de la foto (unos veinte minutos, para ser más exactos) tras lo cual todos nos retiramos al Elks Lodge, que estaba un poco más abajo, en la misma calle, y donde a Dios no le importó si nos servían licores o no.
En total había unos doscientos invitados. Eleanor y yo nos perdimos casi inmediatamente en la marea de sudorosa humanidad.
—Nada de comentarios sarcásticos, Parker —me dijo utilizando mi nombre preferido de nuevo. Todos los demás se habían quedado con el diminutivo «Theo» que Ella se había ocupado de divulgar; de modo que, hasta que consiguiera salir de allí por piernas, iba a ser «Theo» para todo el mundo.
—No tengo comentarios sarcásticos que hacer —dije a Eleanor, que, debo añadir, tenía bastante buen aspecto. Sus hermanas le habían dado algunos consejos sobre cómo maquillarse, y hasta puede que incluso se los hubieran aplicado ellas mismas, que consiguieron resaltarle los labios, ojos y pómulos. El vestido había sido cortado para que pareciera que tenía pecho y cintura, y su piel, que era una de sus mejores características, aún se veía mejor bajo una ligera capa de polvos. También olía agradablemente, aunque no a vainilla, mi olor favorito.
Della me echó el lazo la primera. Se abrió paso por entre el gentío igual que un destructor a toda máquina a través de las olas hasta donde yo estaba haciendo cola para pedir una libación.
—Eleanor, no te importa si te tomo prestado a Theo, ¿verdad? Será solo un momento. Te lo devolveré en un abrir y cerrar de ojos, y en buen estado. Te lo prometo.
Eleanor ocupó mi lugar en la cola porque también ella necesitaba beber algo. Entretanto, Della me condujo a una estancia privada y cerró la puerta tras ella. Por muy guapa que Eleanor estuviera, y que conste que ya se lo había repetido varias veces, no había manera de que pudiera competir con Della, que bien podía ser la mujer más atractiva que hubiera tenido a mi lado. Se tomó su tiempo, mirándome de arriba abajo como si fuera el toro premiado que acabara de comprar para que hiciera de semental, antes de decir:
—Solo quería decir...
—Tú dirás.
—¡Solo quería decir que estoy boquiabierta!
—¿Sí?
—Nunca pensé que Eleanor... Entiéndeme bien, me refiero a que todos queremos a Eleanor. Pero es demasiado empollona y no le importan un pito ni la ropa ni el maquillaje ni ninguna de las cosas que contribuyen a que una mujer sea... más mujer. Además, Dios no la ha dotado...
—¿De atributos femeninos?
—La pobre es más plana que una tabla de planchar —declaró Della tristemente, y me resultó curioso que las dos hermanas se hubieran referido a sus respectivos pechos con tan pocas horas de diferencia—. ¡Pero eso, tú ya lo sabes! — añadió Della.
Todo el mundo lo sabía, anoté para mis adentros.
—Y nunca, en mis más desatados sueños —prosiguió—, sabes que la queremos aunque a veces no lo parezca, la creí capaz de conquistar a un hombre tan...
—¿Varonil? — sugerí.
—No. No es eso —repuso Della—. Me refería a alguien tan... normal. Eso es, tan normal como tú.
—¿Normal?
—No quiero decir que no seas un tío guapo, porque lo eres.
—Gracias.
—Yo te encuentro muy atractivo.
—Bueno es saberlo.
—Lo que quiero decir es que, para ella tú eres algo que está a su alcance en lo que a pareja se refiere.
—¿Lo estoy?
—Absolutamente. Por eso sé que se trata de amor y no de alguna especie de pasión fugaz como la que sienten la mayoría de los hombres cuando te miran. No te imaginas la cantidad de hombres que se me quieren calzar solo por mi figura. He de tener mucho cuidado.
Hacía rato que se me había pasado el disgusto cuando me habían insultado al llamarme «normal», y en ese momento sentía verdadera curiosidad por el punto de vista de Della.
—Decías que has de tener mucho cuidado —dije, animándola a continuar.
—Sí. Ven mi cuerpo, pero nada más. No me ven a mí. Sin embargo, en tu caso, tú ves a Eleanor tal como es porque, francamente, no tiene un cuerpo que valga la pena mirar. Aunque siempre he dicho que de cara no está mal. ¿Verdad que no está mal de cara?
—No. No está mal —respondí secamente.
—Me refiero a que no tiene que soportar hoyuelos y esas cosas. Tiene una cara limpia, igual que muchas modelos.
Lo cierto era que no lo había pensado, pero sí: Eleanor tenía un rostro franco, despejado en el sentido terrenal de la palabra.
—A la gente siempre le ha costado apreciar a Eleanor por lo que es; sin embargo, para mí está claro que vosotros dos estáis enamorados. No sé si me entiendes, pero creo que nadie puede echar las miradas lascivas y las sonrisitas que os echáis vosotros y no estar enamorados, ¿no?
No contesté, pero Della debió leer la respuesta en mi cara que, desde mi punto de vista, tenía que parecer perpleja.
—Por lo tanto, quería darte las gracias —me dijo Della rodeándome con los brazos y abrazándome como si fuera un íntimo de la familia y sin que tener su pecho aplastado contra el mío fuera digno de mención por la misma razón.
Me di cuenta de que era sincera y que no estaba intentando ligarme —detalle que no dejó de decepcionarme ligeramente—, y me conmovió el hecho de que realmente quería a su hermana y se alegraba por ella.
Cuando se apartó, vi que se le había estropeado el maquillaje y que tendría que ir y arreglarlo o rellenarlo o hacer lo que suelen hacer las mujeres con los polvos y las cremas. Salió de la estancia y me quedé a solas un momento antes de que Carla entrara. ¡Caray, qué difícil era distinguir una hermana de otra!
Bueno, había un modo.
—¿Hay más en tu casa como tú? — me preguntó, coqueta.
—Rompieron el molde al hacerme —contesté.
—¡Qué pena! — dijo—. Los hombres mayores, especialmente los distinguidos y cojos, siempre me han gustado.
Se refería a mi bastón y a mi cojera, a mi pierna más corta o a mi pierna más larga, si lo prefieren. Me encogí de hombros tristemente.
—En fin —añadió Carla—, supongo que Eleanor te necesita más que yo. De todas maneras, tienes que ser una fiera de amante.
¿Negarlo? ¡Ni hablar!
—Mira, en realidad no he venido para ligar contigo —prosiguió Carla—. La verdad es que ni siquiera debería coquetear porque eres la pareja de mi hermana lesbiana... Bueno, la pareja de mi otra hermana lesbiana y quiero que ella sea feliz.
—Es una gran chica.
—¿Lo crees? — Carla no parecía del todo convencida—. No sé, siempre ha sido un poco rara, pero eso ya lo sabes.
Aquella me parecía la oportunidad idónea para enterarme de lo que quisiera sobre Eleanor, mi amiga Eleanor.
—Bueno, no estoy seguro. ¿A qué te refieres?
—No sé, pero fue la primera Glacy que compró un vibrador, y eso que es la tercera de los hermanos.
—¿De verdad?
—Decía que era para el hombro, que tenía mal una vértebra o algo así.
—¿El hombro?
—Se metía en el baño con el aparato y se pasaba horas dándose masajes.
—¿En serio?
—Pero Della y yo sabíamos lo que hacía en realidad. Ahora que lo pienso, creo que incluso Cissy llegó a intuirlo.
—Ah —repuse intentando aparentar la normalidad propia de alguien a quien le están contando los detalles de las preferencias masturbatorias de una amiga.
—Y también leía esos libros... —En fin, todos sabíamos que Eleanor era muy leída—. Su favorito era Delta de Venus, de Anaïs Nin. Todos creíamos que era una especie de novela; pero, un día, Della nos leyó unos de los capítulos y todas acabamos leyéndolo. ¡Es un libro de sexo!
—¿Ah, sí?
—Y tampoco salía con nadie. No tuvo ni un novio, ni uno durante todo el instituto.
—¿Realmente era tan poco agraciada?
Carla sopesó la pregunta.
—Nunca me pareció que fuera fea. Solo distinta. Era alérgica a los perfumes, ¿sabes?, de modo que a veces se ponía un poco de vainilla, que huele bien. Y también era alérgica a la mayoría de los cosméticos de la época. Ahora son todos hipoalergénicos. No obstante, Eleanor se las ha tenido que apañar sola toda su vida. Hay una razón, y sospecho que sabes cuál es.
Sí, sospechaba cuál era.
—¿Te refieres al crucero de amor de tu madre?
Carla se echó a reír.
—Sí, un «crucero de amor», ¡esa es buena!
Estaba claro que le costaba decirlo. Así pues, como yo carecía de sus escrúpulos y no temía invadir la vida privada de los demás, pregunté:
—¿Quién es en realidad el padre de Eleanor?
—Era el sacerdote de la iglesia donde íbamos en aquella época —repuso Carla—. Ahora se ha trasladado, a Nebraska, creo, lo cual equivale a una especie de penitencia. Mi padre solía beber y armar unas broncas tremendas. Trataba a todos fatal y a nuestra madre peor. Ella necesitaba otra cosa, y ese sacerdote se la dio. Eso fue todo.
Un obsequio oportuno es un obsequio bien recibido. Así pues, Eleanor fue bautizada con ese nombre en honor a su madre, un gesto de entrega o puede que una manera de ratificar un orgullo que no existía en realidad. Eleanor: Ella.
—Eleanor lo sabía —prosiguió Carla—, porque ellos decidieron no ocultarlo. Tuvieron a Cissy para demostrar que su matrimonio era fuerte, y desde entonces lo ha sido. Sin embargo, Eleanor ha estado colgada toda su vida. Nunca ha sido guapa como las otras chicas Glacy, ni tampoco popular. ¡Diantre, nunca ha sido una Glacy como nosotras!
La pobre Carla no veía el otro lado de la cuestión, pero existía un «otro lado» que alguien de fuera como yo podía ver claramente: Eleanor era mucho más inteligente y profunda de lo que jamás llegarían a ser las tres hermanas juntas.
—Siempre ha tenido problemas a la hora de relacionarse —dijo Carla finalmente—. Los tenía con los chicos que le pedían para salir, con las amigas en el instituto, incluso con nosotras. Pero ahora te tiene a ti, Theo. Ha encontrado un hombre que la amará por lo que ella es y no por lo grandes que tiene las tetas o lo estupenda que está en bañador.
No dije nada porque me sentía como un ladrón en casa ajena.
—¿Me harías un favor? — pedí a Carla.
—Claro.
—¿Te importaría enviarme al cura? No, no te imagines cosas: Es solo que me gustaría hablar con él y no de matrimonio.
El hombre apareció diez minutos después. Le pedí que tomara asiento y le expliqué lo de mi albergue. Se lo conté todo, le hablé de Lily, de Eleanor y también de la cuestión del sexo que parecía subyacer en todo el asunto.
—Pero son sueños, ¿no es eso? Me está hablando solo de sueños, ¿no?
—Hasta el momento, sí. Salvo los ruidos. Y creo que estos pueden tener una explicación lógica.
—Un exorcismo es cosa de la Iglesia católica —me dijo el sacerdote Bob.
—Eso tengo entendido.
—Supongo que podríamos bendecir el lugar, pedir al Espíritu Santo que expulsase a los demonios, aunque eso sería más propio de las iglesias fundamentalistas.
—Lo único que pido, por el momento, es que venga usted y pase una noche en el albergue, conmigo.
—¿Que pase la noche en una casa encantada?
Estaba claro que aquello no le parecía la mejor idea del mundo al sacerdote Bob.
—Yo estaría con usted —añadí.
—¿Y Eleanor?
—No. Eleanor, no. Creo que es posible que ella sea la fuente del problema.
Capítulo 13
Hay gente que bebe un poco. Hay gente que bebe mucho. Algunos de los primeros se emborrachan como cubas. Algunos de los segundos no muestran el menor síntoma. Eleanor pertenecía al primer grupo y quiso intentar incorporarse al segundo. A medida que la recepción fue trascurriendo, se fue emborrachando cada vez más con distintos brebajes hasta que al final parecía un pato mareado.
Yo, por mi parte, consumí grandes cantidades de bourbon con el único resultado de que necesité mi bastón un poco menos.
En un momento dado de la reunión, Eleanor se puso en pie ante los celebrantes y declaró no solo que no era lesbiana, sino además que era virgen. Los allí reunidos, especialmente los del otro lado de la mesa —el lado de la novia— quedaron tan estupefactos que un manto de silencio se abatió sobre la sala hasta que yo me puse en pie y empecé a aplaudir. Eleanor no tardó en recibir una cerrada ovación.
Naturalmente, solo yo y unos pocos escogidos sabíamos que había tenido contacto carnal con uno, y es posible que hasta con toda una serie de plátanos de plástico activados con pilas. Pero no importaba, nadie tenía por qué enterarse.
Cuando Eleanor empezó a divertirse y proclamó a los cuatro vientos que estaba dispuesta a perder su virginidad con cualquier afortunado de entre los asistentes, decidí que había llegado el momento de marcharse. Antes de eso, Billy y Ella se me acercaron para preguntarme sobre el asunto de la virginidad de su hija, pero yo me limité a menear la cabeza y sonreírles asegurándoles que su querida hija les estaba tomando el pelo.
Así pues, me puse al volante de la furgoneta. Paramos una vez para poner gasolina y otra para vomitar. Cuando llegamos a Cambria, Eleanor estaba sobria pero mareada y quejumbrosa.
—Por favor, dime que no...
—Has vivido una vida de virtud, Eleanor. Alguna vez tenías que pifiarla —le dije.
—¡Pero, delante de toda esa gente...!
—Sí. Y tu imagen ha cambiado. De eso puedes estar segura.
—Cissy me dijo que tendría que haber seguido siendo lesbiana.
—No me cabe duda de que ese es el punto de vista de Cissy.
—¡Pero si he proclamado a los cuatro vientos que era virgen!
—No hay de qué preocuparse. He dicho a todo el mundo que he llenado todos y cada uno de tus orificios corporales con todas las partes puntiagudas y protuberantes de mi cuerpo, incluyendo los codos y los lóbulos de las orejas.
—Dios mío, estaba tan borracha...
Aquello sí que no merecía mayores comentarios.
Pasé Cambria y San Simeón y seguí conduciendo, remontando la costa hasta Vista Point, uno de esos lugares al lado de la carretera donde uno puede detenerse para contemplar el paisaje. Era la una de la madrugada de una noche sin luna que hacía que las estrellas llenaran el firmamento igual que un manto. Detuve la furgoneta y me apeé. Eleanor me imitó unos segundos más tarde con paso todavía inseguro y aferrándose con ambas manos a la portezuela del pasajero.
—¡Qué bonito está el cielo! — dije casi en un susurro.
—¿Te montó Della algún numerito? — preguntó Eleanor.
—Tus hermanas te quieren más de lo que imaginas —le contesté.
—¿Y Carla?
—Me contó lo del vibrador —le dije, pero no entré en detalles—. Me dijo que siempre habías estado muy aislada, incluso desde pequeña. También que todos te quieren.
—¡Que nos queremos unos a otros! — me escupió Eleanor como si yo hubiera sugerido lo contrario.
No dije nada, pero señalé las estrellas. Ella las observó.
—Sí. Preciosas —dijo.
Seguía vestida con el traje de dama de honor que estaba manchado por el lamentable incidente de hacía un rato, cuando por poco no había conseguido sacar la cabeza a tiempo por la ventanilla. Nuestras maletas se encontraban en la furgoneta. Tropezó y estuvo a punto de caer al acercarse a la plataforma de carga. Encontró su bolsa y la abrió.
—Voy a cambiarme de ropa, así que no mires.
—Eso no puedo prometértelo —le contesté sonriendo.
—¡Pero si ni siquiera me encuentras atractiva! — exclamó arrastrando las palabras.
—Eres una mujer muy hermosa, Eleanor Glacy, y no puedes estar segura conmigo porque soy un hombre.
Intentó bajarse la cremallera del vestido en la espalda, la bloqueó y acabó quitándoselo por la cabeza. Prácticamente no llevaba nada puesto, al menos nada en la parte de arriba. Se inclinó, se quitó los zapatos y los arrojó a la plataforma junto con el estropeado vestido que se suponía que solo se iba a poner una vez. Sacó un pantalón, se subió la cremallera, se ajustó el cinturón y volvió a rebuscar en la bolsa en pos de una camiseta.
Yo vi todo eso, brevemente, en el espejo retrovisor de la puerta del pasajero, pero aparté la mirada y volví a fijarme en las estrellas. Eleanor había encontrado una camisa de franela y se la había abrochado mal, dejando un faldón más corto que el otro. Luego, rodeó la furgoneta para ir a mi encuentro. Llevaba en la mano un par de zapatos de suela blanda que me entregó.
—Si no te importa...
Se sentó en el vehículo mientras yo, como si fuera su príncipe, le ponía los calcetines y los zapatos y le ataba los cordones. Cuando se incorporó le abroché de nuevo la camisa, empezando por arriba. Ella me contempló anhelante, como si yo me dispusiera a detenerme en cualquier botón, a desabrocharlos todos y a tomarla allí mismo.
Fue una posibilidad que cruzó por mi mente.
De haber tenido ella el cuerpo de Carla o Della, mis dedos nunca se habrían acercado tanto a su pecho sin intención sexual alguna. Dado el caso, sus diminutos senos fueron rápidamente engullidos por la tela mientras le abrochaba la camisa.
Cuando acabé me di cuenta de que me había estado mirando todo el rato.
—Ahora lo sabes, ¿verdad? — me preguntó.
—¿Lo del vibrador? Sí. Lo de las horas que pasabas en el baño dándote masajes en la espalda, también.
—Mis hermanas tienen los ojos azules; yo, marrones. Mis hermanas tienen grandes...
—Sé que eres bastarda. Tu familia te quiere, Eleanor.
—Mi madre me quiere —me espetó—. Soy hija de mi madre, pero papá no es mi padre, y mis hermanas lo son solo a medias.
—Eso no importa.
—Sí importa.
—Ahora no importa porque todos sois mayores y eso pertenece al pasado. Tu padre te quiere. Probablemente no tanto como quiere a las otras, pero así son las cosas del corazón con la gente, Eleanor, y no puedes culparlo por eso. De hecho es un milagro que te quiera, un verdadero milagro.
Caminó hasta una gran piedra, de esas con las que las autoridades habían bordeado las áreas escénicas para evitar que los coches caigan al mar o se estrellen contra las rocas del fondo, y se sentó. La furgoneta seguía con las luces encendidas y el motor en marcha, de modo que lo apagué y me repantigué encima del capó porque estaba caliente. Eleanor no sentía el frío ni lo sentiría durante un rato porque el alcohol que llevaba en el cuerpo le hacía de calefactor.
—¿Qué edad tenías cuando te lo dijeron? — le pregunté.
Sinceridad. Tenía un amigo que había sido adoptado. Durante esa época se creía que la sinceridad era mejor que el consuelo, de manera que a sus padres adoptivos les aconsejaron que le explicaran lo antes posible que él no era su hijo biológico. Lo hicieron cuando tenía seis años, y nunca se recuperó.
—A los siete —repuso.
Casi.
—¿Y cómo te lo plantearon?
—Me dijeron que ellos dos habían hecho a Dougie, a Carla y a Della, pero que entonces estuvieron separados un tiempo y que mamá y aquel hombre, cuyo nombre nadie pronunciaba debido a su profesión, me hicieron a mí. Me contaron que después volvieron a estar juntos y que entonces hicieron a Cissy. No importaba que papá no hubiera colaborado en hacerme a mí porque me quería igual y siempre sería mi papá. No está mal, ¿no?
—¿Tus padres se separaron durante un tiempo?
—No. Yo descubrí quién era mi padre a los doce años. En aquella época, él había dejado nuestra iglesia y se había trasladado a otra. Él y mi madre tuvieron una aventura que les duró un par de semanas, antes de que el sentimiento de culpa venciera al padre McDonald y se lo confesara todo a su mujer. Mis padres se hicieron baptistas después de eso.
—¿Has intentado alguna vez hablar con él?
—Una. Por teléfono.
—¿Y cómo fue?
—Me dijo que yo era el fruto del pecado y que tenía que ir a la iglesia todos los días para rezar para que mi cuerpo y mi alma no recibieran la condenación eterna por culpa de lo que mi madre y él habían hecho.
—Conciso. No precisamente compasivo, pero conciso.
—No todo en este mundo es una broma, Parker.
—Al contrario, Eleanor, querida Eleanor. Casi todo lo es.
—Mira Parker, me han machacado durante toda mi vida —me dijo—. Yo era la hija fea y la hija bastarda porque, de un modo u otro, la gente se enteró. Mis padres eran muy sinceros y rectos con las cosas, con el perdón y todo eso, de Dios y de la comunidad.
La estupidez es inherente a la condición humana. No hacía falta que lo dijera. Hay cosas que son del dominio general y todos sabemos.
—A veces, los chicos del instituto me pedían para salir, solo Dios sabe por qué; pero yo era incapaz de decirles que sí. Creía que se debía a mi condición de bastarda, ya sabes lo que se dice sobre «llevar el sí en la sangre». Mi madre no había sabido decir no, así que quizá lo mismo era cierto en mi caso.
—Eleanor, las chicas dejaron de decir no hace mucho.
—Te estoy hablando de sentimientos, ¿vale? Hasta los hombres saben lo que es eso, ¿o no?
—Vagamente —contesté—. Sigue.
—Yo me sentía sucia y, a veces, que no valía nada. Intenté matarme en tres ocasiones. Nadie te mencionó eso, ¿verdad?
Me incorporé, me deslicé del capó y me puse en pie. Su familia había hablado de homosexualidad e infidelidad, pero por algún motivo había olvidado mencionar que su hija y hermana había intentado quitarse la vida.
—No —contesté al cabo de un momento—, nadie me dijo nada sobre eso.
—Estuve un tiempo siguiendo una terapia —prosiguió—. Llegué a la conclusión de que si me alejaba de ellos, si me construía mi propia vida..., entonces mi situación mejoraría. Así pues, vine y me instalé en Cambria.
—¿Y las cosas han mejorado?
Eleanor sonrió un instante.
—Sí. La verdad es que han mejorado. Conozco a mucha gente del pueblo. Todos han sido agradables conmigo salvo ese electricista, el señor Coake, que según parece es desagradable con todo el mundo.
Bien, ya no tenía que tomarme los desplantes de Coake como algo personal.
—No tengo muchos amigos... todavía, pero estoy aprendiendo. De hecho, he conseguido que seas mi amigo, ¿no, Parker?
—Como un hermano de teta —repuse.
—De ese modo uno puede quitarse los problemas de encima, resolverlos o lo que sea.
A fuerza de hablar de todo aquello, ella misma había salido de la depresión y también había conseguido disipar casi por completo los efectos de la borrachera. Tras ella, la olas del mar rompían contra la costa con magnífico estruendo. Solo teníamos las luces del aparcamiento para guiarnos; pero, por encima de nuestras cabezas, las estrellas eran realmente esplendorosas.
—Solo hay una cosa —dije cuando Eleanor se puso en pie y contempló la bóveda del cielo.
—¿Qué?
—Te voy a echar de casa.
—¡Eso no es justo, Theo!
Volvía a ser «Theo». Pensé que lo mejor sería que me acostumbrase.
—Mira, Eleanor, si resulta que ocurre algo sin estar tú, pues estupendo: vuelves cuando quieras y sigues dejando que esa casa te aterrorice.
—¿Y si no pasa nada?
—Entonces, eso indicará, no diré que demostrará, pero sí indicará que tú eres la causante del fenómeno.
—Theo...
—Escúchame. Voy a hacer venir a vuestro sacerdote, puede que a uno o dos diáconos. Entretanto, puedes coger una habitación en el Bluebird de Main Street. Sus precios son razonables y el sitio es pintoresco. Hasta es posible que te lleve al Sow's Ear para...
—¡No es justo!
—Haremos que vengan a dormir otras personas, puede que a alguien de fuera del pueblo y que no tenga ideas preconcebidas sobre el sitio. Mientras tanto, tú puedes dormir en cualquier otra parte. Si alguien pasa la noche en esa casa sin que ocurra nada, entonces... Escucha, Eleanor, se sabe que ciertas mujeres que no han llevado una vida sexual activa han sido las responsables de que se produjeran... No sé, fenómenos extraños.
—¿Estás hablando de telequinesia? ¿No es eso algo que se da cuando la mujer es una niña y no una mujer hecha y derecha?
—Sí y sí, pero tratemos este asunto racionalmente —dije y al instante lamenté haberlo dicho porque sugería que ella no estaba hablando con racionalidad—. Tú tienes unos antecedentes sexuales poco frecuentes...
—¡Pero si no tengo antecedentes sexuales!
—Estás pasando por alto lo del vibrador —dije.
—No todo es para tomarlo a broma, Theo.
—De acuerdo, tienes razón —repuse—. Escucha, Eleanor, sé que durante los últimos meses has convertido ese siniestro caserón en tu hogar, pero tenemos que probar lo que te he dicho, ¿vale?
Estuvo de acuerdo cuando empezó a tiritar.
Capítulo 14
Llegamos a Monroe House alrededor de las tres de la mañana. Los dos estábamos tan cansados que Eleanor fue directamente al baño para cambiarse mientras yo me quedaba en el pasillo y me ponía un pijama desechado. Me pregunté si habría alguien que todavía utilizara pijama, pero hacía demasiado frío para que me entretuviera con ese tipo de preguntas y llamé a la puerta del dormitorio.
—Tu lesbiana reconvertida ya se ha metido en la cama —me respondió Eleanor.
Entré y la encontré con los ojos cerrados ya, tapada con la manta hasta la barbilla y fingiendo dormir profundamente.
Fui a la otra cama y apagué la luz. Sostuve un breve debate conmigo mismo sobre las ventajas de equipar todas las habitaciones con unos de esos dispositivos que permitían apagar las luces desde el lecho con solo dar una palmada. Sin embargo, la oscuridad privó de sentido tales consideraciones y me quedé dormido casi al instante.
La esfera luminosa del reloj de la mesita de noche que separaba ambas camas indicaba que eran las cuatro cuando empezaron los estremecedores gemidos. Eleanor ya se había incorporado. La miré, y ella puso mala cara y dijo:
—No sé si me olvidé de mencionar que lo tenía programado.
Salí de debajo de las sábanas, pero no me levanté, sino que me quedé sentado en el borde de la cama confiando en que el ruido cesase. Aumentó. Eleanor se acercó y se sentó junto a mí. Se había puesto unos calzoncillos boxer que yo recordaba haber visto en el cesto de la ropa usada y una sudadera con la inscripción COAST UNION XL, lo cual me pareció bastante encantador hasta que me di cuenta de que ella no había tenido tiempo de ducharse desde el pequeño incidente de la carretera, cuando había vomitado, y que no había querido ponerse su propia ropa.
Cogí la linterna de la mesita. Eleanor ya tenía la suya en la mano.
El ruido se hizo terrible, casi tan fuerte como un grito y tan doliente como un canto fúnebre. Las paredes parecían estremecerse con él. Miré a Eleanor, pero ella me hizo un gesto negativo. No. Aquello era algo nuevo.
Nos aventuramos hasta la puerta, y la abrí. Fuera, más allá del radio de acción de las débiles linternas, Monroe House estaba oscura como boca de lobo, y el sonido era el doble de fuerte. Salí. Eleanor me siguió.
Comprobé las luces. Nada. Dirigí la linterna escalera abajo, hacia la entrada del vestíbulo y la cocina. Nada se movía, salvo mi mano, que debo reconocer que temblaba un poco.
—Viene de ahí dentro —dijo Eleanor.
Tenía la linterna apuntada hacia la puerta del dormitorio principal. La apagó. Un rojizo resplandor surgía por debajo de la puerta.
—Vuelve a encenderla —le ordené. Ella presionó el interruptor, y un débil haz dibujó un círculo de luz en la madera.
Me quedé un momento donde estaba, sopesando la situación.
—¿A qué esperas? — me preguntó Eleanor.
Eso sí que era una pregunta. Podía imaginarme a Napoleón enfrentándose a ella en Waterloo o a Nimitz en Midway.
—¡Por Dios! — exclamó adelantándose y cerrando la mano en torno al picaporte.
Se detuvo con expresión de sorpresa.
—¿Qué ocurre? — pregunté.
Ella retiró la mano, y la mía ocupó su lugar. El tirador estaba helado, literalmente congelado. Lo hice girar y empujé la puerta hasta abrirla. El gemido se había convertido en un rugido tan alto que nos habría costado oír lo que nos decíamos, eso suponiendo que hubiéramos tenido algo que decirnos.
El resplandor surgía del vestidor, cuya puerta estaba abierta de par en par. Había alguien allí.
Probé con el interruptor de la pared con el mismo resultado: nada.
Eleanor dio un paso adelante para tener mejor ángulo de visión sobre el ropero. Yo también había pensado en hacerlo, pero mi mente, curiosamente, estaba centrada en otras cosas: pensaba en Lily y en cómo había amado aquella casa, aquella habitación, aquel vestidor, aquel vestidor tan grande; lo bastante grande para dar cabida a toda su ropa, a sus zapatos y a sus sombreros (sí, sombreros); pensaba en cómo los sueños adquieren sustancia, no solamente mediante el esfuerzo, sino haciéndose tan reales en la mente de cada uno que acababan adquiriendo virtualidad en el mundo de lo real. Y, mientras pensaba todo eso, recordaba nuestra primera noche juntos, en cómo me hizo sentir su cuerpo apretado contra el mío, y en cómo me hacía sentir aún cuando pensaba en él. Recordé sus olores, el natural y el artificial, el de su cabello y su piel, el maravilloso sabor de sus labios y su lengua. Recordé lo mucho que había amado a Lily y cuánto seguía amándola cuando salió del vestidor.
Pero la Lily que salió del vestidor era una Lily post mortem, la Lily de la mesa del forense. Según me dijeron, había sufrido amputación de una pierna; recordaba vagamente a un médico diciéndomelo mucho después, mucho después de que su cuerpo hubiera sido reducido a cenizas y enterrado en Maryland. En ese momento, Lily tenía las dos piernas en su sitio, pero vi claramente el terrible tajo que señalaba por donde le habían arrancado la derecha. Su ropa estaba hecha jirones, sus shorts y su top. Tenía sangre por todas partes. Su piel estaba lívida y se veía moteada de manchas de un gris marmóreo allí donde la sangre se había asentado. Lo recordaba de alguna lectura.
El cráneo de Lily tenía un golpe, un hundimiento en el lado izquierdo, y la sangre le había corrido por la cara, cubriéndosela casi por completo. En ese momento, solo sus verdes ojos parecían intactos porque los tenía abiertos y me miraba fijamente con ellos. No cojeó —como hacía yo— cuando avanzó lentamente hacia mí. Se movía sin impedimento una vez muerta, y aquel terrible gemido, el doliente y horrísono aullido que sonaba como una orquesta a todo volumen, surgía de su boca, abierta.
Tenía los brazos extendidos, como se suele representar a Jesucristo cuando parece invitar al mundo entero a abrazarlo; salvo que en ese caso Lily tenía una mano rota por la muñeca y totalmente vuelta del revés. Giró al llegar al extremo más alejado de la cama y siguió acercándose.
—Parker... —dijo Eleanor con un deje de excitación, como si la acabara de morder un hombre lobo.
No se me ocurrió nada que decir. No me parecía apropiado hacer presentaciones. Lo único que tenía en la cabeza era que yo le había hecho todo eso a Lily, que no solo la había matado y mutilado su cuerpo, sino que también había colaborado a mantenerla allí, en aquel maldito albergue, con mi decisión de quedarme y mis improvisados planes de restaurarlo.
—Parker... —repitió Eleanor.
—Lily... —repuse yo.
Lily pasó ante Eleanor como si ella no estuviera allí. El aullido seguía y aun subió de intensidad, como sí aquel cadáver estuviera cantando. Extendió los brazos hacia mí y deseé que me tocara. Deseé que me hiciera pagar por lo que le había hecho. Deseé verme limpio de nuevo, ungido por la sangre del justo castigo. Al mismo tiempo, también estaba muerto de miedo y paralizado.
Las manos de Lily —la mano recta y la mano torcida— me buscaron, y yo no hice nada. Bueno, sí, empecé a llorar. Eso es. Empecé a llorar por lo que habíamos perdido aquel día en la carretera, cerca del faro de Piedras Blancas, en una curva, cuando Lily apoyó los pies en el salpicadero, y yo me deleité con sus maravillosas piernas.
Los dedos de Lily me buscaron. El gemido era como un aullido, como un vendaval. Sus ojos estaban tan abiertos y brillantes que resplandecían. Permanecí donde estaba, aguardando lo inevitable.
Entonces, Eleanor se interpuso, y vi que una expresión de duda cruzaba por el rostro de Lily.
—¡No es para ti! — le gritó al fantasma.
Su voz era tan insignificante al lado de aquel bramido que casi no la oí. Sin embargo, la segunda vez lo repitió con más fuerza, a gritos:
—¡No es para ti!
Lily lanzó el brazo de la muñeca rota y golpeó a Eleanor en la cara, tirándola al suelo. Se disponía a dar un paso más, pero Eleanor se interpuso de nuevo, con el labio sangrante. ¿Cómo había podido ser?, me pregunté, ¿acaso los fantasmas eran corpóreos? Eleanor chilló con todas sus fuerzas:
—¡No es para ti! ¡NO ES PARA TI!
El espectro intentó golpearla de nuevo, pero su brazo se quebró y salió volando por la habitación. Eleanor se mantuvo en su sitio mientras la rabia y la duda se dibujaron en la expresión del fantasma antes de que este se desvaneciera y ella se desplomara en el suelo.
Durante un largo momento no supe qué hacer. En el cuarto reinaba un absoluto silencio. La única claridad provenía de las dos linternas que habían caído y cuyos haces giraban como locos en el suelo del dormitorio principal. Entonces oí gemir a Eleanor y me arrodillé a su lado. Se hallaba inconsciente.
La tomé en brazos y la llevé al dormitorio que compartíamos, donde la envolví con una manta. Luego, bajé a toda prisa y salí al porche, donde me senté con ella en la mecedora y la abracé hasta que el sol empezó a calentarnos. Eleanor estuvo inconsciente un buen rato, y su labio tuvo tiempo de hincharse antes de que lograra abrir los ojos, sonreír y decir:
—No ha estado mal, ¿eh?
En realidad, y por culpa del labio tumefacto, sonó más como «o ha eftao mal, ¿uh?». Eleanor había sido golpeada por un fantasma.
El fantasma de mi difunta esposa.
—Eres toda una valiente.
—Fí, lo fé. Forfrendente, ¿no?
No sé qué se apoderó entonces de mí, pero me incliné y la besé en los magullados labios. Y así me quedé, igual de grotesco que su hinchada boca, acariciándoselos suavemente con los míos. Cuando me separé, ella tenía los ojos cerrados, como si hubiera estado intentando experimentar lo que era recibir un verdadero beso de mí.
Siendo el burro que era y que soy, no se me ocurrió ponerle una bolsa de hielo en el labio; pero ella sí lo sugirió, de modo que fui a buscar unos cubitos que metí en una bolsa que a su vez envolví en un trapo. Estaba sentada cuando regresé, con el suéter donde ponía COAST UNION XL asomando por debajo de la manta. Se aplicó el hielo de inmediato.
—¿Toafía creef que foy la caufa de todo efto? — me preguntó.
Yo no estaba preparado para responder a eso. Pensé que seguramente no; pero, de verdad, si uno juntaba todas las piezas, ella había sido la única persona que había experimentado manifestaciones físicas: los moretones de las piernas y el labio tumefacto. Quizá Eleanor fuera una especie de proyector psíquico que creara los sonidos y las imágenes y las hiciera parecer reales.
Por otra parte, tampoco me gustaba pensar que Lily pudiera ser un fantasma lleno de odio y resentimiento hacia mí, incluso aunque me lo mereciera.
—No creo que fuera ella —dijo Eleanor al cabo de un momento, como si me hubiera leído el pensamiento—. Yo diría que se trata de la casa.
—Desde luego no era la Lily que yo conocí en vida. Ella no habría sido más capaz que tú de hacerme daño.
Eso la hizo sonreír. Lo reconozco, podría habérmelas arreglado sin aquella sonrisa. Cualquier poli que hubiera pasado por allí en aquellos momentos me habría detenido por maltratar a una mujer.
—Ferá la cafa —dijo—, pero lo haremof a tu manera. Me trafladaré.
Capítulo 15
Más tarde, cuando el sol ya estaba alto en el cielo, Eleanor y yo volvimos a la habitación principal. Encontramos la puerta del vestidor cerrada, como lo había estado los días anteriores, y sin ningún rastro de los sucesos de aquella madrugada. No se veían brazos arrancados por ninguna parte ni sangre ni nada parecido. Nos invadió cierto nerviosismo cuando vimos una solitaria gota de sangre; pero enseguida comprendimos que debía pertenecer a Eleanor, cuando había sido golpeada.
Si es que había sido golpeada.
Eleanor seguía llevando los calzoncillos boxer y el suéter con la inscripción COAST UNION XL; el pelo recogido en una cola de caballo, y los pies descalzos. Tenía un aspecto endiabladamente encantador. Se dio cuenta de mis miradas. Eso la hizo sonreír; y a mí, dejar de mirarla.
—¿Cuándo vendrá el padre Bob? — quiso saber.
—Esta tarde, con una furgoneta llena de voluntarios.
—¿Y cómo piensas alimentar a toda esa gente? — me preguntó, tan práctica como siempre.
Yo hice un gesto de indiferencia. Estaba dispuesto a comprarles platos preparados en los distintos restaurantes del pueblo. Si algo había en Cambria era abundancia de restaurantes.
—Pues entonces yo vendré y les prepararé desayuno, comida y cena —me dijo.
—Esto es solo un albergue de dormir y desayunar —le recordé.
—Si vas a pedirles que pasen la noche en una casa embrujada, lo menos que podemos hacer es alimentarlos como es debido.
Otra vez la primera persona del plural.
—Muy bien, gracias —contesté.
A primera hora de la tarde de ese mismo día, conduje a Eleanor hasta el Bluebird Motel de Main Street e hice un trato de reciprocidad con ellos a cambio de habitaciones libres cuando abriéramos. Se mostraron muy considerados, pero qué demonios, estábamos fuera de temporada.
El padre Bob llegó alrededor de las cinco y media al volante de una furgoneta Astro que contenía dos diáconos, un joven sacerdote que tenía un aspecto demasiado joven para parecer nada y la líder del coro, una mujer llamada Mildred. Mildred era muy atractiva, tenía menos de treinta años y era el quinto miembro de su familia y la cuarta generación de una línea de Mildred, pero todos la llamaban «Millie». Así me la presentaron y así le estreché la mano.
Cuando estuvimos todos reunidos alrededor de la mesa de la cocina, les expliqué lo que nos había ocurrido tras la boda, cuando Eleanor y yo volvimos a Monroe House. Aquella había sido la primera manifestación donde se había producido un contacto físico. El padre Bob decidió enseguida que Millie durmiera con Eleanor, y yo estuve de acuerdo.
No entré en detalles sobre qué fenómeno había tenido lugar en qué habitación y envié al padre Bob a dormir a la suite principal; luego, repartí a los demás en el resto de las habitaciones. Yo me quedé en el cuarto con las dos camas y mentí al decirles que no era donde Eleanor y yo dormíamos normalmente. Jugamos a cartas en la cocina hasta casi las nueve y, después, cada uno se retiró a su aposento.
A las seis de la mañana fui despertado por Eleanor, que se sentó en el borde de mi cama vestida con una camisa de franela y vaqueros. Había vuelto a meter mano en el cesto de la ropa usada. Estaba claro que yo había establecido una costumbre.
—¿Ha ocurrido algo durante la noche? — me preguntó.
—Nada que recuerde.
—Iré a preparar el desayuno —me dijo poniéndose en pie con una sonrisa—. Haré bollos de canela.
Cuando entré en la cocina, Millie y Eleanor estaban riéndose y charlando sobre algo que había sucedido en la iglesia años atrás. Me sorprendió lo natural que parecía. En ese momento nadie habría dicho que Eleanor era rara.
El padre Bob y los dos diáconos fueron los siguientes en aparecer, seguidos unos minutos más tarde por el sacerdote joven cuyo pelo estaba de punta como si no hubiera tenido tiempo de peinárselo. Llevaba uno de esos cortes de pelo que lo único que necesitan es que uno se lo aplaste al levantarse.
—¿Y bien? — les pregunté.
—Yo he dormido como un bebé —contestó el padre Bob.
—Este sitio es agradable de verdad —comentó el diácono Jones (no el ex jugador de fútbol, sino el otro)—. Estoy seguro de que a mi señora le gustaría.
El diácono Mueller dio la vuelta a una silla y se sentó al estilo John Wayne.
—Yo he soñado algo raro —informó—, pero Nuestro Señor Jesucristo le dio una patada al maldito diablo y me volví a dormir tan tranquilo.
Incluso alguien como el padre Bob tuvo que alzar los ojos al cielo al escuchar aquello. Mis ojos lo que hicieron fue encontrarse con los de Eleanor. Y lo que vieron fue tristeza porque en ese momento incluso ella tenía que admitir que cualquier cosa que sucediera en Monroe House estaba relacionada de algún modo con su persona. Lo sentí por ella. Lo sentí por mí.
El grupo de sacerdotes dio una vuelta por el pueblo. Hicieron fotografías de todo, fueron a comer a Lynn's donde yo invité (y donde de paso me llevé a la apesadumbrada Eleanor para que no tuviera que cocinar). Después nos citamos en el Black Cat, uno de los restaurantes más nuevos de Cambria, donde invité a todos a cenar. El costo total del experimento fue... Bueno, ¡qué más da!
En algún momento entre Lynn's y el Black Cat, Eleanor y yo nos encontramos solos en la furgoneta.
—La última noche no significa nada —me aseguró.
—No, pero sugiere algo, ¿no crees?
—¿Qué piensas hacer?
—Quiero que te traslades con carácter permanente.
Ella no dijo nada durante un rato. Simplemente se quedó mirando hacia delante, hacia Leffingwell Landing, el punto donde los barcos que llegaban de San Francisco solían descargar sus cargamentos mucho antes de que la carretera de Big Sur estuviera acabada. Los chicos de la iglesia estaban posando en la orilla para hacerse fotos.
—No quiero marcharme —dijo al fin en voz queda.
—No es más que una casa de huéspedes —contesté—. No es más que madera, pintura y moho.
—Tú tampoco quieres que me vaya.
—Pues claro que no quiero que te vayas.
—Hemos formado un equipo.
—Me gusta pensar que así ha sido.
—¿Quién cocinará para ti?
—Compraré Poptarts, Raisin Bran, Cheerios...
—No. Me refiero para los huéspedes, cuando vuelvas a abrir.
Aquella era la primera vez que oía eso. Eleanor quería ser la cocinera de Monroe House. ¡Maldita sea! Tendría que haberme dado cuenta. No había permanecido durante meses en una casa llena de fantasmas —e incluso puede que los hubiera llevado ella— sin un buen motivo. Quería un empleo.
—De acuerdo. El empleo es tuyo —le dije—, pero no puedes quedarte en la casa por las noches.
Sin embargo, no era suficiente,
—Crees que he sido yo quien ha embrujado tu casa, Parker; pero no ha sido así, créeme.
El padre Bob regresó a la furgoneta acompañado por sus compañeros de iglesia y nos fuimos a cenar todos al Black Cat.
Nos despedimos del grupo en el porche de Monroe House. El padre Bob, a quien yo empezaba a apreciar de verdad porque no se lo tomaba más en serio que los demás, se inclinó para susurrarme al oído:
—Deberías casarte con esa chica, Theo. — Me seguían llamando «Theo» gracias a que Eleanor se lo había dicho a su madre—. Deberías casarte con ella porque está hecha para amar a un solo hombre, y salta a la vista que ese hombre eres tú. Yo pondré por mi parte la iglesia y el sacerdote gratis.
La penitencia de los pecados era una boda con descuento, al menos con el padre Bob. Me hice el sueco. Nos reímos y nos despedimos. La furgoneta enfiló hacia Fresno. Cuando me di la vuelta para volver a la casa, Eleanor estaba sentada en la mecedora del porche. Me senté a su lado.
Al cabo de un rato me dijo:
—Yo pertenezco a este lugar, contigo.
—Eleanor, apenas nos conocemos.
—No es verdad. Estás loco por mí. Todo el mundo lo ve.
—Si te refieres a los chicos de la iglesia es porque eso es lo que les hemos dicho: que estamos juntos.
—Soy yo la que ve que estás loco por mí —aseguró Eleanor—. Puedo percibir esas cosas, Parker. Los hombres solo se enteran de lo que sus tripas les dicen, pero las mujeres captamos las cosas en un nivel mucho más profundo.
Sonreí. Sucedía que yo también lo creía, al menos hasta cierto punto. De todas maneras, no era el momento de reconocerlo.
—Lo siento, cariño —y fue un «cariño» en versión descafeinada, como el que uno usaría al hablar con un niño y no del tipo con implicaciones sexuales—, de verdad, de verdad que lo siento, pero has pasado tu última noche en Monroe House.
—Entonces, lo mejor será que recoja mis cosas —dijo en tono monocorde.
—Sí. Será lo mejor.
Se levantó y entró en la casa. Yo me quedé sentado en la mecedora, oyendo sus crujidos y contemplando los vehículos que de vez en cuando entraban y salían del aparcamiento de The Brambles, que era visible en la distancia desde el porche. Sabía que iba a echar de menos a Eleanor en el caso de que ella decidiera no aceptar el puesto de chef en Monroe House. Tenía la impresión de que, si se quedaba, no tardaríamos en darnos a conocer y adquirir fama en el pueblo. Puede que incluso pudiéramos ampliar y crear un verdadero comedor al lado de la puerta lateral. Eleanor era una cocinera magnífica.
Pero si decidía volver a Fresno o marcharse a cualquier otro sitio de la costa, la echaría sinceramente de menos porque ella estaba en lo cierto: nos habíamos convertido en un equipo, éramos colegas, amigos del alma.
Al cabo de un rato me di cuenta de que Eleanor ya tendría que haber bajado y me sentí repentinamente preocupado por ella. Fuera cual fuese la conexión que tuviera con la casa, quizá esta no quisiera que se marchara. Podía...
Entré y subí la escalera corriendo, llamándola por su nombre, y casi tropecé con las dos bolsas que había dejado en la puerta de nuestra habitación. Eran las de ella, pulcramente embaladas.
—Eleanor... —la llamé, golpeando la puerta con los nudillos.
—¿Sí? — contestó.
—¿Estás bien?
—Puedes entrar, Parker.
Giré el picaporte y entré. Había una lámpara encendida, la de la mesilla entre las dos camas. Ella estaba sentada en la suya y sostenía una toalla de baño con la que se cubría pero sin envolverse. Por eso vi que no llevaba sostén (no creo que lo usara nunca) ni bragas. Estaba desnuda y tapada por la toalla.
—Eleanor, ¿qué significa esto? — dije con lo que, retrospectivamente considerado, me pareció cómica sinceridad.
—Pasa, Parker.
Cerré la puerta tras de mí.
—Todo lo que poseo —me dijo—, está en esas bolsas de ahí fuera. Esta toalla es tuya. ¿Quieres que te la devuelva?
No dije nada. No se me ocurría nada que decir. Mi pregunta, «qué significa esto», seguía resonando en mis oídos.
—Tú crees que yo soy la causante de lo que sea que está ocurriendo aquí —declaró poniéndose en pie. La toalla osciló ligeramente, primero a la derecha y después a la izquierda—. Y crees que, porque no he sido capaz de... desnudarme ante otra persona, porque soy virgen hay cierta energía que..., en fin, ya sabes...
Lo sabía.
—No estoy completamente en mis cabales, Parker. He estado loca toda mi vida; pero, por primera vez me doy cuenta. Ahora veo las cosas con claridad. Te quiero, Parker. Te quiero, y... —¿Cuándo habían empezado a fluir aquellas lágrimas? No recordaba haberlas visto. Supongo que tenía los ojos fijos en la toalla a pesar de que me repetía que no era atractiva, que no era más que una chica alta y flaca con un rostro vulgar—... sé que tú me quieres. Lo sé por la forma en que me miras a veces, como si hubiera algo en mí que yo no puedo ver y que solo puedes ver tú. ¿No es precisamente eso lo que significa el amor, poder ver algo en la otra persona que solo uno es capaz de ver?
—No lo sé —contesté—. Mi secreto es que soy idiota y paso por ser listo.
—Si resulta que yo soy la responsable de que esta casa esté embrujada, si estoy proporcionando energía a los fantasmas a través de mi virginidad, entonces no quiero seguir siendo virgen. — Dejó caer la toalla poco a poco. No fue de golpe, sino que se convirtió lentamente en un montón arrugado en el suelo, y ella quedó completamente desnuda ante mí—. Quiero que mi primera vez sea contigo. Si después de eso quieres que me quede, me quedaré. Si quieres que me vaya, pues eso haré.
Sin embargo, yo apenas prestaba atención a aquellas palabras porque me preguntaba cómo era posible que hubiera considerado vulgar a esa mujer, o demasiado flaca, o demasiado alta. Su rostro era angelical en su sencillez, sincero, abierto; y contemplar su sonrisa, algo emocionante. Su cuerpo era delgado, ciertamente, pero poseía una feminidad que hacía que sus hermanas parecieran..., no sé..., vacas. Todo en Eleanor era sutil, cada forma y perfil, cada curva y recodo de su cuerpo resultaba grácil y encantador.
Seguía llorando. ¿Cómo la había hecho llorar? Era algo que no podía permitir. Corrí hacia ella y la estreché en mis brazos mientras le decía que no llorara más, que por favor dejara de llorar.
—Esto es maravilloso, Parker —me dijo—. Es increíble, pero, por favor, ¿querrías hacerme el amor? Llevo mucho tiempo esperando que ocurra y me gustaría ponerme manos a la obra.
Me aparté y vi la sonrisa de su rostro.
No hace falta que sepan el resto.
Capítulo 16
No todos los hombres se acuestan con una virgen. Eleanor mostró gran curiosidad por la anatomía masculina.
—¿Te duele si hago esto? — me preguntó.
—No.
—¿Y esto?
—No.
—¿Y esto?
—¡Ay!
—Entonces, supongo que no se le puede hacer un nudo, ¿no?
—Pues no.
Hubo otras cuestiones.
—¿Por qué no podemos hacerlo otra vez?
—Porque ya lo hemos hecho tres veces.
—¿Y?
—Pues que no soy una máquina, Eleanor. Solo tengo un tanto para ponerme en marcha y funcionar, y gracias a Dios se ha puesto en marcha y funcionado.
—¿Y hasta cuándo? — Aquella pregunta iba en serio.
—No sé, quizá hasta mañana.
—¿Hasta mañana?
—Eleanor, habrá un mañana, ¿vale?
Estaba sentada en la cama, desafiando a Dios a que la obligara a vestirse. Me miró como si yo fuera una atracción de Disneylandia que acabaran de cerrar por mantenimiento. Sonrió y se echó a reír.
—¡Gracias! — exclamó—. ¡Gracias, Parker! No me ha dolido apenas, solo la primera vez y después...
La besé, en parte para que se callara, en parte para silenciar sus quejas a Dios sobre mi cuerpo y en parte porque no había sentido eso hacia una mujer, hacia ninguna mujer, desde...
Desde Lily, que llevaba muerta ocho meses, siete días y no sé cuántas horas. Lo he olvidado.
—Parker —me dijo con expresión de sorpresa—, ¡ya no soy virgen!
Me levanté y me duché; pero, cuando salí, ella seguía desnuda, divina y sutilmente desnuda, sentada sobre sus piernas en la cama y contemplando la noche de Cambria por la ventana.
—¿No tienes frío? — le pregunté.
—No pienso vestirme nunca más.
—¿Cómo?
—Voy a vivir en plena naturaleza y a pasearme por el mundo desnuda y hermosa. Soy hermosa, ¿verdad, Parker? Tú lo ves, ¿no?
—Igual que una gacela —le dije—. Veo tus músculos flexionarse cada vez que te mueves.
—Antes creía que tenía que ser como mis hermanas.
—Vacas. Vacas todas ellas —le aseguré.
—¡Pues las quiero, Parker! — protestó antes de soltar una risita y añadir—: Quiero a todas y cada una de esas vacas, pero la verdad es que creía que tenía que ser como ellas, que todo tenía que menearse y saltar y que tú debías tener algo a lo que sujetarte o algo que sostener.
Me senté a su lado. A pesar de que habíamos pasado horas haciendo el amor, seguía oliendo maravillosamente y su piel resultaba maravillosamente cálida. Cuando hube interrumpido el abrazo, me tumbé de espaldas.
—No puedes ser hermosa y estar asustada, Eleanor.
—Todo el mundo tiene miedo —me contestó mi desnuda filósofa—. No todo el mundo es valiente.
No pude contenerme. La abracé durante un rato y le di calor. Me abrí la bata y nos calentamos el uno al otro. Luego le dije que se diera una ducha o durmiera sola. Se fue alegremente a la ducha.
Me tumbé en la cama donde había dormido solo —que estaba sin deshacer por nuestros juegos— y me pregunté si la liberación de la reprimida energía sexual de una virgen sería suficiente para liberar Monroe House de los fantasmas que pudieran embrujarla o si mi traición a mi difunta esposa la llevaría a clamar venganza sobre mí, venganza por algo mucho peor que un simple error al volante como era traicionarla con otra mujer.
Cuando Eleanor regresó seguía desnuda, pero se había hecho un turbante en el cabello con una toalla. Me reí al verla. No tenía ni un gramo de grasa innecesaria en su cuerpo, solo ágiles músculos y suave piel. Dio saltos por la habitación durante un momento, examinando lo que había encima de la cómoda y un calendario cuyas hojas estaban más de tres meses atrasadas hasta que al fin se apoyó contra uno de los pilares de la cama.
—Bueno, ¿me voy o me quedo? — me preguntó.
—¿Cuándo?
—Esta noche. Para siempre.
¿Qué se contesta a una mujer desnuda?
—Esta noche, te quedas. El «para siempre» ya lo veremos.
—Y si nuestro pequeño problema ha desaparecido, ¿podré ser el chef cuando vuelvas a abrir?
—Sí.
—¿Y vivir en el establecimiento?
—Sí.
—¿Y reclamar al propietario día y noche?
—Eleanor, deberías ponerte algo encima.
—Bueno —dijo tras un momento de inspección—. ¿Y no hay ninguna norma inquebrantable sobre el número de veces en una misma noche?
—¡Eleanor, por favor!
Sí, nuevamente.
No quiso dormir en la habitación de las camas gemelas, de manera que nos trasladamos al cuarto del ala este, que tenía una cama grande. Dormimos abrazados, primero de un lado y después del otro. Cuando me desperté, ella ya estaba levantada y se tapaba hasta la orejas con la colcha.
—Parker, ¿sabes qué ocurrió anoche?
—Sí —contesté—, que no se ha oído ni un susurro.
Con aquello me refería a que no se habían producido ruidos ni manifestaciones fantasmagóricas de ningún tipo.
—Ah, ya, eso... Sí —repuso Eleanor.
—¿Qué pasa? — pregunté.
—Que estoy en la cama con un hombre —contestó en voz baja.
—Sí. Conmigo —le dije.
—Y estoy desnuda bajo estas sábanas.
No se me ocurrió nada que responder a eso. Desde luego que estaba desnuda como un pollito bajo aquellas sábanas. Almacenados en mi cerebro, y fácilmente recuperables, había un montón de recuerdos de horas de una Eleanor desnuda en la habitación de arriba. Horas.
—Bueno, ¿qué opinas del papel pintado? — le pregunté cambiando de tema con la esperanza de que eso la tranquilizara.
—Es horrible —me dijo agitándose bajo las sábanas.
Al menos estábamos de acuerdo en eso.
—¿Y crees que necesitamos papel pintado?
—Parker, esto es un albergue. Necesitas papel pintado. Ahora, volviendo al otro tema... Estoy desnuda bajo estas sábanas.
Suspiré.
—Pues sí. Recuerdo haberte arropado. Hemos dormido juntos y desnudos toda la noche. Yo tampoco llevo nada puesto.
Aquella información solo hizo que sumarse a su desencanto.
—Parker, anoche yo estaba... muy confundida. Me refiero a que tú ibas a echarme, y yo...
—Eleanor, ayer te contemplé durante horas en tu gloriosa desnudez. Te hice el amor y tú me hiciste el amor. ¿Dónde está el problema?
—Hay mucha luz aquí dentro.
—¿Sí?
—Quiero decir que anoche me viste bajo una luz especialmente favorable. Yo había puesto la lámpara al mínimo y...
Retiré los cobertores de golpe, dejándola al descubierto. De acuerdo, no fue un gesto considerado ni sensible, pero sí eficaz porque nada más contemplarla desnuda a mi lado, ella debió ver mi expresión de embeleso y sonrió. La vi incorporarse, dándome la espalda, y ponerse de pie. Nuestras ropas se habían quedado arriba. Se dirigió hacia la puerta.
—Gracias a ti, tengo que darme otra ducha —dijo mientras salía al pasillo.
Y fue en el pasillo donde Eleanor Glacy, ex virgen y tan exhibicionista como una monja de clausura, se topó con Lillith DeMay, la querida abuela de Lily, quien —junto con su secretaria, Linda Hull, y su abogado, Abel Gorman— había entrado en Monroe House por la puerta principal, que estaba abierta, y se hallaba detrás del mostrador a punto de hacer sonar la campanilla para llamar al servicio.
Capítulo 17
Después de que Eleanor soltara un grito y regresara corriendo a nuestra habitación, la envolví en una de las sábanas de la cama, como si fuera una túnica romana. Acto seguido, subió a vestirse mientras, con idéntico atuendo, yo salía a enfrentarme con la Abuela de Hierro.
—Lillith —la saludé—, no podías haber venido en un momento más oportuno.
No contestó, pero me miró de arriba abajo como si yo fuera un esclavo de la época de los romanos y ella fuera a comprarme para enviarme a trabajar en las minas de estaño de la antigua Britania.
—Esta es mi secretaria, Linda Hull —dijo al fin.
Linda era una mujer de unos cuarenta años, vestida de modo casi idéntico al de la Abuela de Hierro, con un traje de chaqueta gris, falda en lugar de pantalón y zapatos igualmente grises. Parecía sinceramente divertida por la desdichada reacción de Eleanor a su llegada y, desde luego, por mí.
—Y este es mi abogado, Abel Gorman —prosiguió Lillith dando por concluidas las presentaciones.
¡Ay, ay! Ya sabía para qué había venido.
Me los llevé a la cocina y me hice un lío con la cafetera mientras Lillith echaba chispas y sus acompañantes esperaban tras sus sillas a que su jefa tomara asiento. Eleanor entró al cabo de unos segundos, vestida con una falda larga y una blusa estampada (¿cómo era posible que no me hubiera fijado antes en lo femenina que era?), y tomó el mando de la situación.
—Por favor, siéntense todos. El café estará listo enseguida; y el desayuno, en veinte minutos.
—Ya hemos desayunado en el hotel —dijo Lillith.
—Pues entonces, panecillos —afirmó Eleanor, que no estaba dispuesta a dejarse avasallar por nadie en su cocina—. Y, Parker, ¿por qué no te vistes?
—Sí, Theo —terció la Abuela de Hierro ásperamente—, ¿por qué no nos privas del placer de tener que contemplar tu extraño físico, mmm?
Así pues subí, me permití el lujo de una ducha y volví a bajar veinte minutos después vestido con mi traje azul y listo para la batalla.
El malvado trío estaba sentado a la mesa del desayuno, frente a Eleanor, que los miraba fijamente. Me uní a ellos tras ponerme una taza de café. Eleanor intentó levantarse para servírmela, pero yo se lo impedí.
—Puedo yo solo —le dije.
—Te defiendes bien con el bastón —comentó Lillith.
—Gracias —contesté sentándome ante ella.
—Puede que ya no lo necesites.
—Anomalías en la columna —contesté—, un problema de desvío, equilibrio, ese tipo de cosas. ¿Qué te trae al bonito pueblo de Cambria?
—He venido a ver mi propiedad —contestó.
Vaya, vaya...
Lillith miró a su abogado, que intervino en el acto.
—Señor Parker, hay algunos asuntos que nos gustaría aclarar.
—¿Los hay?
—Sí. Referentes a la mañana del accidente.
—La recuerdo claramente —dije rememorando un diálogo de la película Casablanca: «Tú ibas de azul; los alemanes, de gris»—. Adelante.
Gorman rebuscó entre los papeles de su maletín y sacó un documento que creí reconocer. Yo había hecho una declaración en el hospital, unas semanas después del accidente. Los tribunales tienen un nombre para eso: «declaración jurada».
—Bien, según su declaración —dijo pasando las hojas—, usted y la difunta señora Parker salieron de Los Angeles aquella mañana alrededor de las ocho. ¿Es correcto?
—Sí.
—Y contrajeron matrimonio en Ventura, a las nueve y media.
—En efecto.
—Después de eso siguieron viaje de inmediato y llegaron a Cambria a las dos de la tarde, ¿sí?
—Sí.
—Hay una pregunta que nos olvidamos de hacer: ¿pararon a desayunar?
—Sí. En el muelle de Santa Bárbara. Estoy seguro de que por alguna parte está el recibo de la tarjeta de crédito.
—¿De tu tarjeta o de la de ella? — preguntó Lillith.
Las implicaciones de semejante pregunta no pasaron inadvertidas a nadie de los presentes. Yo me limité a tomarla como una simple pregunta.
—Creo que Lily cogió la factura, pero podría estar equivocado.
—Entonces, según su testimonio, usted y la recién casada señora Parker se dirigieron al despacho de Cambria Shores Escrow y firmaron los papeles de compra de esta casa. ¿Es así?
—Así es.
—La compra de esta propiedad se inició con el apellido de soltera de la señora Parker, de manera que hubo un retraso mientras los papeles se modificaban para que reflejaran su nuevo apellido de casada..., y el de usted, claro.
—Sí. Hubo un retraso —contesté—. Puede que se debiera a esa razón. Yo firmé los papeles con nuestro apellido de casados, el mío.
—Entonces, siempre según su declaración, usted llevó a la señora Parker al Moonstone Gardens Restaurant para tomar algo.
—Sí.
—Después condujo hacia el norte por Coast Highway, donde ocurrió el desgraciado accidente en que su esposa halló la muerte y usted sufrió graves heridas. ¿Es correcto?
Eleanor me dio un pisotón antes de que yo pudiera responder y tomó la palabra.
—No. La señora Parker había planeado una sorpresa: volvieron a esta casa y —Eleanor me miró— consumaron el matrimonio.
—Entonces, ¿por qué teníais una reserva hecha en el Sea Otter Inn de Moonstone Beach? — preguntó Lillith.
Eleanor me pisó con más fuerza aún.
—Bueno, Theo me contó al poco de venir que uno de sus más queridos recuerdos de... era...
—Pero ¿se puede saber quién es usted? — preguntó Lillith.
—Soy la persona designada por el tribunal para cuidar de esta propiedad. Me llamo Eleanor Glacy.
—¿Y su trabajo incluye también «cuidar» del supuesto propietario? — escupió la vieja.
Eleanor lo meditó unos segundos —«pues sí»— antes de contestar:
—El señor Parker y yo nos hemos hecho amigos.
Linda Hull, la secretaria de Lillith miró hacia otro lado y sonrió.
Yo no me sentía cómodo teniendo que mentir acerca de haber mantenido relaciones sexuales con mi esposa tras haber firmado los papeles de la casa. Legal o no legal, no me gustaba ensuciarla con aquella mentira. Por otra parte, sabía cuál era el deseo de Lily en el momento de su muerte: que aquel lamentable montón de maderos y pintura fuera nuestro; y, en su ausencia, mío. También sabía que había en juego mucho más que un insignificante albergue. Conocía demasiado bien a la Abuela de Hierro, aunque solo fuera de oídas, para saber que, de lo contrario, no se habría dignado entrar en aquel chiquero.
—Esto, evidentemente, tiene que ver con las propiedades de Lily —dije mientras notaba que Eleanor retiraba lentamente el pie de mi zapato—. Se me ocurre que usted al final no desheredó a su nieta cuando ella se casó conmigo, o simplemente puede que no tuviera tiempo de hacerlo. No estoy seguro. También puede ser que hubiera otros fideicomisos de los que Lily no supiera nada y que no pueden anularse. Hay otros activos, ¿no?
—¡No hemos venido aquí a responder a tus preguntas! — espetó Lillith—. Tu abogado...
—No tengo abogado. Al menos, ya no. Lo despedí tras el acuerdo con la aseguradora.
—Entonces, permítame que le sugiera que se busque uno, señor Parker —dijo Gorman haciendo caso omiso de la furibunda mirada de Lillith—. Las propiedades de su difunta esposa suman un todo considerable. No puedo decirle cuánto porque, francamente, nadie lo sabe con exactitud. Es algo que cambia de día en día. Acciones, bonos, cosas así.
El silencio que se hizo se podía cortar con un cuchillo. Ojala hubiera reinado un silencio así en Monroe House todas las noches. Aunque, si lo pensaba bien, me bastaba con el silencio que había habido la noche anterior, después de que Eleanor y yo dejáramos nuestros juegos.
—¿Qué me dice, señor Parker? — me preguntó Gorman al cabo de un momento.
—Que no quiero nada —le dije.
Eleanor me dio una patada por debajo de la mesa.
—Todo lo que quiero es este albergue. Del porqué, no tengo ni idea, pero lo quiero. Puede que se deba a que lo compramos juntos. En cualquier caso, le firmaré el documento que le dé la gana cediendo las propiedades de Lily a su pariente más cercano que... Deje que lo adivine, seguramente será usted, Lillith, ¿no?
—Sí, yo —contestó ella—. Y no, no firmarás una cesión.
—Para explicarlo en términos legos, señor Parker —intervino Gorman—, usted no puede desviar la propiedad antes de que se complete el período probatorio. Luego, podrá hacer una donación o lo que quiera a la señora DeMay. Sin embargo, existen repercusiones fiscales que afectan a ambos, impuestos que reducirán considerablemente el valor de la propiedad.
—¡Tú no consumaste el matrimonio! — ladró la vieja—. ¡Por lo tanto, el matrimonio no es vinculante, y por lo tanto lo de Lily me pertenece! ¡Incluyendo esta..., esta..., horrible casa! ¡Dios mío, el papel pintado es opresivo!
—Puede que esto la sorprenda, Lillith; al menos, eso deseo, pero Lily y yo ya follábamos como conejos mucho antes de casarnos y...
—Eso carece de importancia —intervino Gorman—. En esos momentos su condición era de simples amantes, lo cual no vinculaba la titularidad de ninguna propiedad; sin embargo, como marido y mujer en un régimen patrimonial común...
—¡Usted no puede demostrar que el matrimonio no se consumó! — exclamó Eleanor.
—Está la cuestión de la cronología —dijo Gorman. ¿Saben? Es mala cosa cuando la persona que mejor nos cae en una negociación es el abogado de la parte contraria—. Se trata de definir en qué momento salieron de Moonstone Gardens.
—Mire, hubo una licencia matrimonial —dije yo—. Hubo una ceremonia. Hubo un juez. Dudo que la consumación haya de figurar, aunque no lo consumáramos, cosa que en realidad hicimos.
—Alguien puede pensar que no, señor Parker —contestó Gorman secamente—, pero la verdad es que hay precedentes que apoyan lo contrario. Para volver al asunto que nos ocupa: se trata de definir en qué momento salieron ustedes de Moonstone Gardens.
«Definir en qué momento», «definir en qué momento»... Recordé que había habido una camarera y el gerente, los dos muy agradables, a quienes les dijimos por separado que éramos recién casados. Pagamos la cuenta... ¿Nos sellaron la factura? No, un momento, yo pagué la cuenta mientras Lily iba al cuarto de baño, aunque, en realidad, cogió el coche para dejar las maletas en Monroe House, así que...
—La verdad es que vinimos aquí a echar uno rápido —dije.
—¡No tuviste tiempo!
Desde luego, Lillith sabía qué era «uno rápido».
—Usted no conocía a su nieta —le contesté—. Era maravillosa, pero también impredecible. No importa. Mire, Gorman, lleve este asunto a los tribunales y fúmese un puro. Si gana, pues que Dios se la bendiga. Si pierde, mande el cheque a esta dirección.
—Búsquese un abogado, señor Parker —repuso mientras volvía a guardar los papeles y se disponía a la guerra.
—No le pago para que dé consejos gratis —le dijo Lillith.
—Miren, me encantaría sentarme a charlar con todos ustedes —les dije—; pero, como pueden ver claramente, hasta que no hayamos cambiado el papel de la pared esto estará cerrado. Además, tengo aquí a mi nueva amante y no creo que le apetezca seguir de brazos cruzados, no sé si me entienden.
Eleanor se puso radiante al verse proclamada como mi amante ante toda aquella gente.
—¡Deshonras la memoria de Lily! — lanzó la Abuela de Hierro—. ¡Es demasiado pronto! ¡Deberías guardar el luto!
—¡Escúcheme bien, vieja desgraciada —le solté—, yo guardaré luto por Lily hasta el día en que me muera! ¡No se moleste en cerrar cuando salga!
Cuando nos quedamos solos en la cocina, Eleanor me dijo:
—Lamento haberte dado un pisotón.
—Me alegro de que lo hicieras. Me mantuvo despierto.
—Gracias por decirle que somos... pareja.
—Lo que dije fue que somos amantes.
—Sí, a eso me refería —repuso Eleanor, que se retorcía ligeramente ante mí, igual que una gata enroscándose en los tobillos de alguien.
—Eleanor...
—No lo hemos hecho todavía en esta habitación —susurró—. En la cocina, no.
Yo estaba empezando a adelgazar.
Ocurre algo curioso cuando nos enamoramos por primera vez. Piénsenlo. Somos una persona distinta, un adulto recién hecho y derecho. Y de repente, todo ese problemático, peludo y con frecuencia intrusivo equipo con el que Dios —o la naturaleza— nos ha dotado cobra pleno sentido. Lo compartíamos. Durante breves intervalos conseguimos hacer muy feliz a la persona que nos gustaba. Y, entretanto, lográbamos verla por primera vez tal como era de verdad. Abierta. Sin dobleces. La vida cobraba sentido.
Liberar esa energía y entregársela a nuestro amante también nos cambia en otros sentidos. En su caso, Eleanor floreció: no más vestidos largos, sino que tomó prestados los vaqueros del cesto de la ropa vieja, les cortó las perneras y arremangó lo que quedaba hasta que casi se le podía ver el... Bueno, el caso es que los dejó muy cortos. También empezó a anudarse las camisas por encima del ombligo, al estilo caribeño, dejando al aire su plano y musculoso vientre. Asimismo, empezó a utilizar barra de labios y unos ligeros polvos de maquillaje.
Y la gente empezó a murmurar. Yo oí parte de lo que decían.
—¿Qué le ha pasado a esa chica?
—¿Quién la ha transformado?
—¿Sabes? No me había fijado hasta ahora, pero está bastante bien, ¿no te parece?
—¡Caray, mira esas piernas! (Esto salió de boca de un quinceañero.)
También empezó a caminar de un modo distinto, con una especie de contoneo, o quizá un paso alegre sería una forma más precisa de decirlo. Ya no miraba siempre hacia el suelo. Sonreía, y eso me hacía sonreír a mí también. Y, como ustedes saben, sonreír hace que los demás sonrían, de modo que en Cambria hubo un montón de tipos sonrientes cuando, en realidad, la gente de allí ya sonreía bastante más que en otras partes.
Mi persona no tenía demasiada responsabilidad en todo aquello. Sí, es cierto, yo era el objeto de su pasión; pero, la verdad era que el cambio había estado siempre allí, esperando la ocasión para producirse. Yo fui solo el afortunado hijo de puta que dio la casualidad que estuvo cerca cuando sucedió.
Y sí, maldita sea, tengo que reconocerlo: me enamoré. De nuevo, y por completo.
Capítulo 18
Nos olvidamos de la Abuela de Hierro y sus argucias legales y nos dispusimos a disfrutar del verano. Caminar por la playa me resultaba difícil —mi bastón se hundía en la arena y me hacía perder el equilibrio—, de modo que me quedaba en la parte más alejada de la orilla, donde el terreno era más compacto y rara vez recibía el contacto del mar. Sin embargo, Eleanor disfrutaba corriendo por el borde del agua, saltando y bailando entre la espuma de las olas que rompían mientras sus nuevos y cortos cabellos brincaban como ninguna otra parte de su joven cuerpo podía. Le había comprado un traje de baño amarillo que se pegaba a su delgada anatomía como una segunda piel. Tenía un aspecto magnífico con él, y en más de una ocasión me comentó, maravillada, que alguien se le había acercado.
«Pues escoge», le decía yo siempre. Tienes a este viejo lisiado o a ese joven estupendo.
La muy tonta siempre me prefería.
Escoger el bañador había sido una aventura en sí misma porque Eleanor, con su recién descubierta sexualidad, quiso comprar el biquini más pequeño y escueto de la tienda. Hay una cosa que no he comentado antes, y es que Cambria no es la clase de pueblo para un biquini. Hay otros, más al sur —Seal Beach, Huntington Beach, por ejemplo—, donde la gente está en celo todo el año (eso de «estar en celo» fue una expresión que aprendí de Eleanor). No, Cambria es más un sitio de bañadores de una pieza; de manera que, cuando ella sostuvo los biquinis en el aire desde el otro lado de la tienda para mostrármelos —uno, dos diminutos trozos de tela entre los dedos; el otro, dos trozos aún mas pequeños—, yo dije que no con la cabeza.
—¿Y por qué no?
—Pues porque no creo que eso te cubra la palma de la mano, de manera que lo otro...
—¡Pero, tú dijiste que era...! — Tuvo que bajar la voz—. Tú dijiste que era sexy.
—Oh, sí.
—Y que tengo un cuerpo perfecto.
—Perfecto en todos los sentidos.
Sonrió.
—Entonces, ¿por qué no lo enseño un poco?
—Eleanor, eres administradora de fincas en un pueblo pequeño donde todo el mundo sabe y rumorea sobre todo el mundo.
Ella lo meditó un momento.
—Puede que consigas más negocios de los hombres —añadí—, pero perderás un montón de las mujeres.
Ella siguió pensándolo mientras yo examinaba las perchas de los bañadores de una pieza.
—¿Tiene alguno de estos de su talla? — pregunté a la dependiente.
La mujer echó una ojeada a Eleanor.
—Cariño —le dijo—, hay mujeres que se matarían por tener, un tipo como el tuyo. ¡Nunca se es lo bastante rica ni se está lo bastante delgada! — Y con un guiño de complicidad desapareció; en la trastienda.
Eleanor se quedó la talla más pequeña, cosa que le ocasionó un pequeño problema en el largo, pero que ella casi agradeció porque podía enseñar un poco más. Por otra parte, le iba perfecto.
Al cabo de unas semanas de haber empezado nuestro romance me di cuenta de que Eleanor había reprimido durante años toda una serie de apetencias y deseos. Como, por ejemplo, cuando una noche me propuso:
—Vayamos a nadar desnudos.
Regresábamos en coche de Big Sur, no lejos del lugar donde Lily yo habíamos tenido el accidente, pero en dirección opuesta. Allí, la costa es abrupta, rocosa y de difícil acceso salvo en unos pocos lugares, entre los que se encuentran los miradores panorámicos.
—¡Allí, allí! — me dijo, señalando una zona de estacionamiento libre.
Aparqué porque Eleanor ya estaba desnuda, aunque mi intención era convencerla para que volviera a ponerse la ropa. Sin embargo, antes de que pudiera abrir la boca, ella había abierto la puerta y corría por el sendero que conducía a la pequeña playa.
Cogí mi bastón, saqué una linterna de la guantera y la seguí tan rápidamente como pude, con lo cual conseguí tropezar y casi caerme un par de veces. La encontré jugando al gato y al ratón con las olas, corriendo hacia ellas y retrocediendo cuando se le acercaban. Y también riendo, claro.
—¡Eleanor! — la llamé con un toque de irritación en la voz porque me sentía cansado y lisiado y porque desnudarme en público era algo que había descartado hacía más de una década.
—¡Ven, ven, ven! — me dijo ella conteniendo un escalofrío porque no quería darme argumentos para que no participara de su aventura. Me desabrochó los botones mientras yo me los abrochaba hasta que comprendí que era una batalla perdida porque el bastón me estorbaba. Cuando me hubo bajado los calzoncillos y ordenado que diera un paso adelante para quitármelos de los tobillos, yo ya estaba resignado. De acuerdo, y también un poco excitado por mi amiga la sirena. Entonces, una voz de hombre nos interrumpió.
—Hace buena noche para un chapuzón.
Eleanor soltó un grito y echó a correr sendero arriba, hacia el aparcamiento, donde vio que entretanto se habían detenido otros cuatro turismos para contemplar el espectáculo de la luna llena. Se metió en la furgoneta y se vistió a toda prisa.
—Compréndalo —comenté a modo de explicación y dirigiéndome a la rústica voz surgida de las sombras—, hasta hace poco era virgen.
La brisa del mar no era nada fría, y me sentí bastante tonto corriendo a ponerme la ropa.
—Sí —me contestó—. Yo también conocí a una así. Me casé con ella y en mayo hará dos años que la enterré. ¡Maldita sea!
Distinguí su perfil, su caña de pescar, algo que ardía —un cigarrillo o puede que un puro— pero a lo que no daba chupadas.
Me puse los calzoncillos tras sacudirlos para quitarles la arena. Luego, hice lo mismo con el pantalón.
—Yo también enterré a mi primera mujer —le dije.
—¿Enfermedad?
—Accidente de coche.
—Ah, el bastón. Ya entiendo.
No me molesté en ponerme los zapatos ni los calcetines, sino que metí los segundos en los primeros. Me puse la camisa de franela.
—Hay que aferrarse a los momentos como este —dijo la voz.
Le calculé unos sesenta y cinco años, puede que setenta, y también una salud delicada.
—No siempre será una arpía —añadió— ni usted tendrá que cargar con ella.
—No es ninguna carga —repuse.
—No —rio el otro—. Esa no.
—¿Viene usted a menudo por aquí? — le pregunté.
—Deseo morirme aquí, pero hasta el momento no he tenido suerte.
Lo entendí. O, al menos, creí entenderlo. Yo mismo había estado a punto de morir y, durante un tiempo, la muerte me había parecido preferible a la vida. Cobarde que soy.
—Lamento haber tardado en hablar —me dijo cuando me volví para marcharme—, pero es que ella estaba tan preciosa que me sentí orgulloso de ser persona y hallarme en su presencia. Dígaselo.
—Buena suerte —le contesté.
—Algún día ocurrirá.
De vez en cuando, vuelvo por ese lugar, pero él no está. Ignoro si tuvo suerte y si la muerte se lo llevó o no.
Cuando llegué al mirador, completamente vestido salvo por los zapatos y los calcetines, encontré a Eleanor en la furgoneta. Estaba abrochada hasta el último botón y sentada muy correctamente, con las manos en el regazo y la espalda muy erguida, como si se dispusiera a pasar un examen. Me senté al volante, pero no encendí el motor.
—¿Por qué has tardado tanto? — me preguntó.
—He tenido una agradable conversación con ese tipo.
—¡Pero si se disponía a mirarnos mientras nos lo montábamos! — repuso con cierta irritación.
—No. Y, de haberlo hecho, habría mantenido la boca cerrada —repuse. Luego, le conté lo que aquel hombre me había dicho acerca de que, estar en presencia de una belleza como ella, le había hecho sentirse orgulloso de ser persona. La mirada de Eleanor se ablandó.
—¿Y qué estaba haciendo allí?
—Pescando. Muriendo, puede que de cáncer, puede que de soledad. De algo.
—¡Pobre hombre!
Volví a la carretera antes de que ella empezara a llorar.
—Yo no soy así —me dijo al cabo de un momento—. Quiero decir que no lo soy ni lo era antes.
—¿Quieres volver?
—No —repuso en voz baja—. No. Theo, tú me quieres, ¿verdad?
Sí, ahí estaba otra vez el «Theo». Y se suponía que tenía que gustarme.
—Sí. Te quiero —contesté sin alzar la voz—. Y a veces me siento orgulloso de hallarme en presencia de semejante belleza.
—No siempre seré bella.
—Oh, sí. Lo serás.
Hicimos un trato.
—Restauraremos Monroe House juntos. Yo trabajaré gratis, pero tú me garantizas que después me contratarás durante un año como chef. ¿Acordado?
—Eleanor, puede que no llegue a haber una Monroe House. Cabe la posibilidad de que la Abuela de Hierro nos la arrebate.
—Pues, entonces, que así sea.
Me tendió la mano y yo se la estreché.
Hacía un mes que las noches no se poblaban de fantasmas, un mes sin molestias ni trastornos de ningún tipo. Nos trasladamos al dormitorio principal, dormimos como lirones —eso cuando no nos dedicábamos a hacer aquello que hacen los lirones cuando no duermen— y disfrutamos de la vida en el campo. Compré un par de máquinas limpiadoras de vapor, empezamos a quitar el papel pintado del primer piso y descubrimos que había distintas capas de un papel cada vez mejor hasta que llegamos al más antiguo, uno fresco y muy bonito. Por desgracia, estaba condenado a desaparecer también.
Al final, resultó que Eleanor tenía un gusto estupendo cuando se trataba de la composición de interiores. Además de escoger papel nuevo, redistribuyó los muebles, compró e instaló cortinas nuevas y dispuso las cosas para que desde las camas de los dormitorios se disfrutara de mejores vistas. Retiramos todos los muebles falsamente antiguos y montamos un tenderete en la puerta. Empezamos la búsqueda de antigüedades; pero, sinceramente, nuestro presupuesto no daba para amueblar todas las habitaciones de Monroe House con auténticas antigüedades, de modo que nos lanzamos a la compra por catálogo con el pequeño iPod de Eleanor. Nuestras falsas antigüedades llegaron embaladas en sus cajas, y las apilamos en el cobertizo de las calesas.
Ah, sí: el cobertizo de las calesas. Me había olvidado de mencionarlo. Auténtico, construido en la misma época que la casa, tenía espacio dentro hasta para seis calesas. Había habido una época en que la gente podía alquilar una calesa con tiro simple o doble, dependiendo de la cantidad de fuerza animal que necesitara, y salir a pasear por unos campos que, en la actualidad, se hallan a escasos minutos de distancia de Main Street. Seguramente se había tratado de un negocio secundario, porque Monroe House no había sido construida para acomodar huéspedes. En el interior seguía habiendo un par de calesas, una de ellas con las ruedas intactas, cosa que despertó distintas ideas en mi mente.
Pero, la más importante, la que todavía no había compartido con Eleanor porque no quería asustarla, consistía en convertir Monroe House en un sitio para ir a cenar. Seguiría siendo un albergue, pero por las noches se transformaría en restaurante. Había sitio para ampliar el comedor, y la cocina era suficientemente grande. De todas maneras, no se lo mencioné porque asustar a Eleanor sí que me asustaba.
Una noche me desperté, y Eleanor no estaba. Su lado de la cama era un valle de sábanas desiertas. Los cobertores habían sido apartados, y sus zapatillas habían desaparecido. Miré hacia el baño, pero no vi ninguna luz bajo la puerta. Me levanté, me calcé, encontré mi bata en el respaldo de la butaca, cerca de la cama, y llamé:
—Eleanor...
Abrí la puerta y salí. Vi una forma al pie de la escalera.
—Eleanor...
—Aquí, abajo —contestó.
Encendí el interruptor. Nada.
—Cuidado al bajar —me dijo.
Bajé despacio, una pierna, después la otra y después el bastón hasta que llegué a su altura, y ella desplazó su pequeño trasero para hacerme sitio.
—Se ha ido la luz —le dije.
—No. Ha regresado.
Comprendí que no se refería a la luz.
No dije nada durante un buen rato porque había estado seguro, puñeteramente seguro de que, fuera lo que fuese lo que había habitado en la casa, se había marchado.
—Puede que no sea más que la instalación —sugerí.
—He oído el gemido —me informó Eleanor—. Ha sido lo que me ha despertado.
—Yo no he oído nada.
—No. Es que era más bajo, disimulado. Ya no era potente. Resultaba casi sutil.
—¡Maldita sea! — exclamé.
—Y también la he vuelto a ver.
Un escalofrío me recorrió la columna. «Oh, no, Lily; no vengas a perseguirme.»
—Se quedó al pie de la cama —prosiguió Eleanor—, mirándome, mirándonos a los dos con ojos de ira. Esa es la palabra, «ira».
—¿Era Lily?
Eleanor meneó la cabeza.
—No lo sé. El mismo color de cabello y la misma piel; pero la ropa no cuadraba. Era antigua y oscura.
—¿Y viste todo eso?
Eleanor hizo un gesto de negación.
—No lo vi directamente. Se trataba de un sueño. Entonces, ella abrió la boca, y oí el gemido. En ese instante me desperté y seguí oyéndolo, pero no cerca, sino como si viniese de la escalera, de modo que fui a investigar.
El valor de Eleanor me asustó.
—No quiero que vayas sola a ninguna parte —le ordené—. No mientras ocurren estas cosas.
—Ya no puede alimentarse más de mí, Theo —me dijo mientras me miraba—; pero, ¿qué vamos a hacer?, ¿decir a la gente que no puede venir con la novia?, ¿que no se admiten vírgenes ni niños emocionalmente perturbados?
—No. Claro que no.
—La gente vendrá, y cuando lo haga despertará a lo que duerme aquí y entonces ocurrirán cosas malas.
La rodeé con el brazo. Estaba temblando. A nuestra endotermia le cuesta un montón mantener el calor. Apoyó la cabeza en mi hombro, y noté que una lágrima me caía en la solapa.
—Tenemos que derrotar esa cosa, Theo —me dijo—. Esto va a ser nuestro hogar y nuestro medio de vida. Tenemos que derrotarlo.
—Alguien tiene que saber algo —aseguré—. Tú dijiste que todas las historias de fantasmas se basan en un misterio. Alguien tiene que saber algo.
Capítulo 19
La luz volvió alrededor de las cinco. Desayunamos café y unos bollos recién hechos que Eleanor preparó en la mesa de la cocina. Yo bajé papel y lápiz.
—¿No les has puesto azúcar por encima? — pregunté al ver los bollos sin cobertura.
—Estás engordando —me contestó—. Mejor sin el glaseado.
—¡Eleanor! — protesté.
Durante un tiempo, había perdido peso; pero, a partir de cierto momento, las habilidades culinarias de Eleanor superaron sus demandas de mí, de manera que sí: me estaban saliendo michelines.
—Además, un hombre que no es capaz de hacer su trabajo no sirve para nada —dijo con burlona seriedad.
—Es culpa tuya —repuse—. Por tu forma de cocinar.
—Pues no comas tanto —me contestó revolviéndome el cabello. Olía a vainilla. Durante un tiempo no me había fijado, pero su olor a vainilla provenía de los pasteles que hacía, no de un perfume—. Bueno, ¿qué tenemos?
—Vamos a hacer una lista de los fenómenos. ¿Alguna idea?
—Bueno, la luz siempre se va cuando aparece. Puede que el fenómeno se alimente de la red.
Escribí: «Se va la electricidad. ¿Obtiene energía de la red eléctrica?».
—Y prefiere visitarnos en nuestros sueños —añadí, pensativo.
—Hacerse corpóreo requiere energía —repuso Eleanor.
—Energía que tú le proporcionabas con tus emociones reprimidas.
—Es cierto que reprimía algunas cosas, pero no estoy segura de que fueran mis emociones —bromeó.
Escribí: «Aparece en sueños».
—Sin embargo, a veces los sueños se convierten en realidad al despertar —añadió—. El ejemplo lo tenemos en los moretones de mis piernas o en la vez que intentó arrancarme el camisón.
—Y no te olvides de la doble de Lily que te golpeó.
Escribí: «Deja rastro real, tangible. Puede hacer daño físicamente».
—Y hay dos, un hombre y una mujer —añadí.
—¿Cómo lo sabes?
—Aquella cosa que salió del vestidor del dormitorio principal no era Lily. ¡Dios, mío, al menos espero que no lo fuera!
—No lo era —afirmó Eleanor.
—Pero era una mujer, y la cosa que te atacó era sin duda varón.
Eleanor se hallaba tras de mí, mirando mis notas en el papel.
Escribí: «Dos fantasmas: uno, hombre; el otro, mujer».
—No estoy segura de que sea alguno de los dos sexos —comentó al cabo de un momento—. No estoy segura de nada de eso, Theo.
—¿No estás segura de que sea un fantasma?
—De lo que no estoy segura es de saber qué es un fantasma —contestó después de pensarlo—. Lo único que sé es que, cualquier cosa que habite en esta casa, nos odia y utiliza las más poderosas de las emociones humanas contra nosotros. Utilizó mi aislamiento, mi insatisfacción y mis deseos sexuales reprimidos para provocar... lo que sucedió. Y ahora que gracias a ti —me abrazó por detrás— se ve privado de todo eso, saca su energía de donde puede.
—Quizá podamos acabar con él.
—¿Cómo?
—Cortando la luz unos días. Podemos largarnos a Monterrey, dejar que se extinga.
—Tengo un montón de cosas en la nevera.
—Podemos llevarlas a casa de los vecinos.
—Theo, eres el propietario de esto ¿y todavía no sabes que lo que tienes es una cámara frigorífica?
Pues no. No lo sabía.
—Puedo pedir a alguno de los restaurantes que nos alquile una de sus neveras. ¿Hay mucha cosa?
—No. No mucha —contestó Eleanor dejándose caer en mi regazo con una sonrisa—. Más de lo que cabría en un congelador doméstico, pero si alguno de los restaurantes nos hace sitio...
The Brambles tenía sitio. Ni siquiera nos cobraron. Cortesía profesional para cuando abriéramos.
Corté la luz a las dos y treinta y siete minutos de la tarde del jueves; pero, en vez de dirigirnos a Monterrey para una escapada de fin de semana, Eleanor tuvo otra idea: fuimos en busca de los conocedores de la historia local.
Empezamos con la Cambria Historical Society y su propietaria, la señorita Clagg, una mujer de solemne y recatada apariencia. A Cambria no le faltaban especialistas en historia, ya fueran profesionales o aficionados de toda la vida. Sin embargo, la mayoría de las historias se encuadraban en el género levítico, ya saben: «Fulano y zutano empezaron tal o cual asunto, y abrieron una ferretería y esto y lo otro, y se trasladaron a San Luis Obispo y se casaron, y compraron una franquicia de Starbucks y esto y lo otro». Cuando explicamos a la señorita Clagg lo que andábamos buscando, esta respondió:
—Ah, lo que ustedes buscan es material escandaloso. Aquí no documentamos ese tipo de cosas, ¿saben? Somos una organización cívica.
Sin embargo, nos dio algunas referencias donde nos contaron algunas historias.
—Durante la Ley Seca hubo un asesinato múltiple allí —nos contó Delilah Sykes.
La señorita Clagg nos había enviado a Delilah, que vivía en una casa un poco más allá de Bridge Street, que como ustedes recordarán es la calle que conduce al principal cementerio del pueblo. Se trataba de una casita encantadora con un solo dormitorio y una sala de estar del tamaño de una postal. Delilah nos sirvió un té en una tetera tapada con un cobertor muy cuco. Entonces me di cuenta de que las coleccionaba y que los estantes estaban llenos de teteras. Incluso encima del televisor había alguna.
—Si no recuerdo mal, fueron siete personas —añadió Delilah hablando de Monroe House—. En la cocina, abatidas a tiros.
—¡Dios mío! — exclamó Eleanor.
—Sí, el peor asesinato en la historia de Cambria —prosiguió Delilah soplando su té.
No pude evitar fijarme en que la dentadura postiza le silbaba.
Cuando mencionamos la historia de aquel asesinato a Chester Colt, que vivía entre los abetos, en una cabaña de madera bastante nueva, nos dijo:
—¡Bah! Tonterías, de la primera palabra a la última.
La cabaña de Chester estaba cubierta de fotos de excursiones de caza, de hijos y nietos, de viejos coches que había tenido, con su difunta esposa en África, Europa y Asia e incluso alguna de ella con un joven Chester a su lado en lugar de detrás de la cámara. En esos momentos estaba solo. Por todas partes se veían montones de ropa y de otras cosas que nos abstuvimos de investigar, y también reinaba cierto olor —no un hedor, realmente—, pero sí la clase de olor que una mujer hubiera sabido eliminar y un hombre de la generación de Chester, no.
—Nadie fue asesinado en Monroe House durante la Ley Seca —continuó diciendo. Era alto y delgado, y la piel le colgaba por todas partes—. Lo que hubo fue un tipo que se cayó por la escalera de atrás y se partió el cuello. Eso ocurrió a finales de los treinta o puede que en los cuarenta. No sé. Lo he olvidado. El caso es que, cuando le hicieron la autopsia, descubrieron que le habían disparado seis veces a lo largo de su vida, cada vez en un momento distinto. Cómo llegaron a esa conclusión es algo que no sé, pero lo cierto es que el tipo había sobrevivido a todos los disparos. Puede que la historia del asesinato arranque de ahí. Lo que sí hubo fue una violación.
Eleanor y yo intercambiamos una mirada.
—La verdad es que es una historia bastante buena, si es que les interesa escucharla.
¿Acaso pensaba Chester que habíamos ido a verle por otro motivo?
—Había una mujer muy guapa. La mujer más guapa del pueblo —empezó a relatar Chester mientras encendía su pipa—. Hasta yo la recuerdo, y eso que no era más que un crío. Se trataba de una de las hermanas Leicester. — Lo pronunció «Leister»—. Ustedes seguramente no habrán oído hablar de la familia Leicester. En su momento fue muy importante, pero se marchó de la ciudad después de lo ocurrido. En aquella época, una violación era un crimen de mujeres. En fin, lo cierto era que estaba muy solicitada porque era realmente guapa. No me acuerdo de cómo se llamaba. Pongamos que fuera Marie. El caso es que se acabó escogiendo un pretendiente antes que a otro, a decir de algunos porque tenía más dinero. Tampoco me acuerdo de su nombre; puede que Paulson o Rawlins. No sé. La cuestión es que el tipo llegó de Morro Bay, donde era capitán de un barco de pesca y alquiló una habitación en Monroe House mientras cerraba el trato.
Chester se detuvo, como si acabara de decir algo horrible, pero Eleanor le sonrió y lo animó a continuar.
—Bueno, pues el otro tipo, el que había perdido, tampoco sé su nombre así que podemos llamarlo Mike, siguió el coche de bodas de los recién casados manteniéndose a una distancia prudencial para no ser visto y comprobó que entraban en Monroe House. Entonces, decidió esperar.
»Entretanto, arriba, Paulson y Marie se retiraron a sus habitaciones. Entonces no era como ahora, que uno tiene el baño y el aseo en el mismo dormitorio, ¿no?
—En efecto.
—Bueno, pues en aquellos días no era así —nos dijo Chester con una sonrisa para demostrarnos lo mucho que habían cambiado las cosas—. Entonces, los cuartos de baño eran comunes y solían estar al final del pasillo. Yo estuve en Monroe House hace unos años, pero ya no me acuerdo. Volviendo al asunto: Marie pidió a Paulson que saliera al porche a fumar un cigarrillo mientras ella se preparaba para el lecho nupcial. Paulson bajó, encendió un cigarro y salió a dar un corto paseo. En algún momento del recorrido, Mike le salió por detrás y lo golpeó con un objeto contundente. La cosa tiene su guasa, pero con una dama presente, es mejor dejarlo estar. Lo cierto es que lo dejó sin sentido.
»A partir de este punto, solo contamos con el testimonio de Marie. Según ella, como era recatada, había apagado la luz y se había metido en la cama para esperar a su marido. Mike se metió en la habitación y, puesto que Marie no dijo nada; él, tampoco. Simplemente se limitó a desnudarse y a hacerla suya. Posteriormente, ella argumentaría que estaba a oscuras y que no sabía que no se trataba de su marido, razón por la que no opuso resistencia. No hubo prendas medio rotas ni nada de eso.
»Más tarde, ya de madrugada pero antes de que amaneciera, Paulson, Rawhns o como diablos se llamara, apareció y avisó al sheriff. Entre los dos irrumpieron en la habitación de Monroe House y encontraron a Marie y Mike profundamente dormidos después de haber pasado toda la noche entregados el uno en brazos del otro.
La historia resultaba tan absurda que Eleanor y yo nos echamos a reír.
—No. No se rían, porque el asunto tuvo un triste final —dijo Chester—. Aunque pueda parecer gracioso a primera vista, Mike fue detenido por violación aunque nunca dejó de insistir en que Marie lo había invitado a entrar porque echaba de menos a su ausente marido. Mike sostuvo siempre que Marie le dijo que opinaba que Paulson era un cobarde por no haberla hecho mujer, y que por eso lo invitó para que lo hiciera en su lugar, cosa que él hizo. Mike nunca llegó a ser juzgado.
»Por su parte, Paulson se convirtió en el hazmerreír de la comarca y no pudo soportar la situación. O bien él había sido un imbécil o su esposa, una puta. Así pues, ella fue una puta de la que se divorció de inmediato,
»La familia de Marie también le dio la espalda. Eran los propietarios del principal comercio del pueblo, y aquella era una época en que la gente expresaba sus opiniones con la cartera. ¡Qué demonios!, la gente estaba convencida de que Marie se había comportado como una vulgar puta. Así pues, Marie se quedó sola, sin un céntimo y con una fama que soportar. Ya se imaginarán cómo acabó. En San Luis Obispo había un conocido burdel y, aunque Marie era una católica cumplidora, unos meses más tarde vendía su cuerpo para no morir de hambre. Y puesto que era famosa, la mayoría de los hombres de la comarca, entre ellos todos sus antiguos pretendientes, pasaron por allí y pagaron los cinco dólares que les daba derecho a tener aquello que, de otra manera, no habrían podido conseguir en su vida.
El silencio se apoderó de la habitación salvo del rumor de la chimenea. Chester golpeó la pipa en el hogar de ladrillo y la vació de cenizas.
—¡Qué historia tan horrible! — exclamó Eleanor.
Chester soltó una risotada.
—Lo es.
—¿Y qué fue de ella? — pregunté yo.
—Se marchitó —repuso Chester—. La belleza es lo primero que se marchita, ¿no? Murió de algo menos de diez años después, no sé si de drogas o bebida. ¿Quién sabe? Bueno, ¿qué les parece? — nos dijo señalándonos con la pipa—. ¿A que es una buena historia de fantasmas?
Más tarde, Eleanor y yo comparamos nuestras notas en el White Water Inn de Moonstone Beach.
—¡Menuda historia la de Marie! — dije riendo.
—No tiene gracia —me contestó Eleanor—. En aquella época, las mujeres no tenían mucho donde elegir, y a la pobre Marie le robaron cualquier posibilidad de hacerlo.
—¿Tú crees que es ella el fantasma que habita en Monroe House?
—No.
—Bueno, pues entonces están los gángsteres abatidos en la cocina.
—Ese episodio se habría hecho famoso, igual que la matanza de Chicago el día de San Valentín —comentó.
—Bueno —repuse yo con cincuenta kilos de cálida mujer entre mis brazos—, pues no hay más candidatos en la lista.
—No. Pero sí quedan más «historiadores» que interrogar.
Capítulo 20
El teléfono sonó poco antes de las diez de la noche, una hora en que la mayoría de los habitantes de Cambria estaban durmiendo en sus camas con las luces apagadas y las persianas bajadas. Era la señorita Clagg, la directora de la Cambria Historical Society. Eleanor contestó, pero la voz de la señorita Clagg me llegó con claridad.
—Lamento llamar tan tarde —se disculpó.
—No pasa nada —repuso Eleanor—, todavía estamos levantados.
—Confío en que los nombres que les di les fueran de alguna utilidad.
—Lo fueron. Especialmente, Chester.
—Sí. Es un buen narrador de historias, ¿verdad? — comento la señorita Clagg—. Bueno, no quisiera entretenerles más de lo debido, pero tras su visita estuve pensando y me acordé de que tenemos varias cajas con objetos diversos que nos dejó uno de los antiguos propietarios de Monroe House. No sé cuál. Las cajas ya estaban aquí cuando yo llegué. El caso es que las he encontrado y, dentro de una de ellas, había un diario que, según parece, perteneció al propietario original, el que construyó la casa, John Monroe.
Nada más colgar, Eleanor utilizó sus largas y delgadas piernas para empujarme fuera de la cama. Yo me había limitado a indicar que podíamos acercarnos y recoger las cajas con el diario al día siguiente, pero Eleanor estaba tan interesada que lo quería sin demora.
Ella llevaba pijama y bata; pero, dado que yo iba a ser quien saliera a buscar las cajas, insistí en vestirme y en hacerlo con varias capas de ropa. Fuera estábamos casi a cero grados, y soplaba un fuerte viento del océano. La señorita Clagg vivía en una casa de dos plantas que miraba hacia el mar desde una arboleda de abetos de Liemert States, en el lado montaña de la carretera. Las luces del porche se encendieron tan pronto como nuestra furgoneta (la furgoneta era nuestra del mismo modo que nuestra era Monroe House) enfiló el camino de acceso. La puerta se abrió y apareció la señorita Clagg abrigada con una gruesa bata de franela y zapatillas forradas. Las cajas estaban ya en el porche.
—No se quede fuera, por favor, que hace frío —le dije mientras recogía los bultos sobre los que descansaba el diario—. ¡Y gracias!
—Buenas noches, señor Parker —me contestó amablemente antes de retirarse dentro.
Las luces del porche siguieron encendidas hasta que me hube puesto al volante tras dejar las cajas en la plataforma de la furgoneta. Entonces entregué el diario a Eleanor.
Mientras yo conducía, sus dedos lo recorrieron como si se tratara de una auténtica reliquia sagrada. La luz de la cabina revelaba que era un diario de época, con las tapas de loneta decoradas con filigranas doradas: la clase de libro diario que podría haber sido comprado en cualquier papelería de principios del siglo pasado. Eleanor hojeó las páginas, que eran finas y estaban en perfecto estado, como sí hubieran sido fabricadas recientemente. La luz era demasiado débil para que pudiera leer, pero ella me señaló enseguida unos dibujos de plantas rodeados de texto. Tuve que apartar el libro de mi vista o de lo contrario habríamos acabado empotrándonos contra un árbol.
Nada más llegar al White Water Inn, Eleanor se apeó sin darme tiempo siquiera a aparcar debidamente y se precipitó hacia la puerta de la habitación sin darse cuenta de que yo tenía la llave.
Me llevó mi tiempo dejar la furgoneta en la plaza de aparcamiento, apagar el motor, bajarme y cerrarla mientras Eleanor se impacientaba ante nuestra habitación.
—¡Vamos, Theo!
—Ya voy, ya voy —dije caminando lentamente.
Me empujó a un lado cuando abrí y se precipitó dentro. Yo volví a ponerme el pijama mientras Eleanor examinaba el diario.
—¿Y bien? — pregunté.
Ella leyó la hoja de guarda: «Diario personal del doctor John T. Monroe, botánico». La siguiente línea decía: «Expedición de la National Geographic Society a la cuenca amazónica, 1898».
—Interesante, ¿no?
—Sí. Muy interesante.
Eleanor pasó las páginas que habían sido utilizadas y que abarcaban la mitad de las hojas disponibles. Luego, lo repitió cuando me quité las zapatillas y me reuní con ella en la cama.
—Mira —me dijo—, el hombre fue dibujando toda una serie de plantas a lo largo del diario.
—Sí —le aclaré—. En aquella época, la fotografía estaba en sus inicios, y todo buen botánico debía saber dibujar correctamente los elementos de su trabajo.
—Tienes razón —me contestó en tono indiferente mientras seguía hojeándolo—, pero tiene una pésima letra.
Le cogí el diario de las manos y volví a la primera página. La mano de Monroe era firme y meticulosa, como cabría esperarlo de un victoriano o un eduardiano, fuera lo que fuese en 1898. Pasé a las primeras anotaciones y me encontré con todo lo contrario: la letra era diminuta y comprimida, y el texto se hacía aún más difícil de leer porque la humedad tropical había hecho que la tinta se extendiera. A pesar de todo, me pareció reconocer en aquellos garabatos algo más que la habitual escritura.
—Esto no parece una escritura normal —dije a Eleanor—. Yo diría que se trata de taquigrafía.
—¿Taquigrafía? ¿Quién la utiliza todavía?
—En algunos despachos de ejecutivos y también en los tribunales, pero en el siglo XIX era toda una novedad que hacía furor. Como si fuera el software más avanzado para escribir. Muchos victorianos, especialmente en los ámbitos científicos, utilizaban la taquigrafía. De hecho, había distintos tipos de taquigrafía que competían entre sí.
—¿Cómo sabes todo eso? — me preguntó Eleanor.
—Nunca pude dormirme en clase.
—Entonces, tendremos que averiguar qué tipo de taquigrafía es y hacerla traducir.
Cerré el libro, lo dejé encima de las cajas que estaban por abrir —y de las que nos ocuparíamos al día siguiente—, puse otro tronco en la chimenea y volví a la cama con Eleanor. Los dos estábamos cansados. Me dormí con sus dedos acariciándome el hombro y no soñé ni una sola vez con el doctor John Monroe ni con su casa.
Lo que ocurrió lo dedujimos después y debió de ocurrir más o menos de esta manera: mientras dormíamos en el White Water Inn de Moonstone Beach, un autoestopista llamado Phil Becker salió de Los Angeles rumbo a alguna parte. El conductor que lo había recogido lo llevó hasta Cambria, donde el hombre se encontró nuevamente perdido al pie de una carretera, a las dos de la madrugada. Estuvo caminando un rato hasta que vio una casa a oscuras, sin ningún tipo de luces, ni en el porche ni en las ventanas de la planta baja o el primer piso. Seguramente debió de llamar a la puerta para comprobar si había alguien; cuando nadie respondió, rompió uno de los vidrios emplomados y descorrió el pestillo.
Más tarde, encontramos algunas de las habitaciones patas arriba, la nevera abierta, lo mismo que la cámara frigorífica. Seguramente Becker había buscado algo de comer. Encontró un poco de pan en una de las paneras —a Eleanor le gustan los objetos arcaicos y tiene cuatro— y devoró toda una bolsa de pan de molde, rebanada a rebanada. También dio con el armario de las bebidas, partió la cerradura y se bebió una de las botellas de coñac Napoleón.
Encontramos que el dormitorio principal, nuestro dormitorio, también había sido saqueado. Becker utilizó una de las linternas que por razones obvias teníamos en las mesillas de noche para alumbrarse mientras registraba las cosas de Eleanor y las mías sin encontrar nada que valiera la pena robar. Eso debió de enfurecerlo porque hizo trizas una de las faldas de Eleanor, una de las viejas y largas hasta los tobillos, y lo dejó todo tirado por el suelo.
Pasaron un par de días antes de que regresáramos de Moonstone Beach, que se encuentra a pocos cientos de metros de distancia, y descubriéramos su cuerpo en la escalera. Becker estaba espatarrado como una marioneta medio rota, con la boca abierta y la piel lívida y moteada allí donde la sangre se había asentado, y con los ojos muy abiertos de sorpresa y terror.
La autopsia que le practicaron posteriormente en San Luis Obispo reveló que había muerto de un ataque al corazón.
Becker tenía veinticuatro años.
Capítulo 21
A la mañana siguiente, mientras nos estábamos preparando para el día, Eleanor y yo nos turnamos para examinar el contenido de las cajas de Monroe. Al menos en una ocasión durante las décadas anteriores alguien había llevado aquellas cajas de un sitio a otro porque en ellas habían pegados anuncios de productos como Breezy Soda y Uncle Albert Palmade, productos que, según me parecía, habían dejado de fabricarse en los años treinta.
La más grande contenía una foto de un hombre acompañado de una mujer y un niño. A juzgar por la ropa que llevaban, la imagen había sido tomada en algún momento de finales del siglo XIX o comienzos del XX. También había instantáneas —logradas seguramente con una primitiva cámara Kodak—, principalmente de la mujer y el niño cogidos de la mano o de pie en la acera y despidiéndose con la mano de un modo que hacía que esta apareciera borrosa. La mujer era muy guapa y, con un cambio de vestuario, habría podido encajar sin problemas en Cambria. Había una fotografía del hombre, que seguramente se trataba de Monroe, pero carecía de anotaciones al dorso que indicaran su identidad; en ella aparecía de pie, más o menos en el mismo sitio, sosteniendo en brazos al niño cuyas regordetas piernas y atuendo hablaban por sí solos de un género y una clase pertenecientes a una época pasada y prácticamente olvidada.
También había un receptáculo con los negativos fotográficos de distintas plantas.
La caja más pequeña albergaba cartas de personas desconocidas que trataban de acontecimientos igualmente ignorados. Había un diploma de la Universidad de Boston, John Monroe se había doctorado allí en botánica en 1893. Otro certificado (una rareza en aquellos tiempos) indicaba que Lila Bonny Monroe había nacido el 22 de febrero de 1895 de padres Monroe, John y Celia. Se me ocurrió entonces que el nombre de «Lila» guardaba cierto parecido con el de «Lily».
Había distintos libros de botánica, un ejemplar de poesía de Shelley (Ozymandius), otro sobre educación de los hijos (Discipline, era el título de uno de los primeros capítulos), dos juguetes de cuerda —un Coldstream Guard y un soldado de la Unión— que seguían funcionando (imaginé que se trataba de posibles juguetes de la infancia de Monroe, no de su hija); y, curiosa pero no sorprendentemente, distintas muestras de papel pintado. Aun así, Monroe House no había conseguido un papel decente.
En el fondo de la caja más pequeña había un plano de construcción de Monroe House. Lo doblé con cuidado y lo devolví a su sitio en el orden pertinente.
—Probablemente, esto es todo lo que queda de ellos —dije a Eleanor por encima del ruido de la ducha.
—¿Qué? — gritó.
—Ya te lo diré cuando salgas —contesté. Pero no llegué a repetírselo porque, cuando salió del baño, tenía sus propias ideas que deseaba compartir.
—Me gustaría acercarme a la librería —me dijo refiriéndose a la librería Tiller, donde había trabajado—. Puede que se trate de un tipo corriente de taquigrafía.
—Ya puedes rezar para que no se la inventara él —comenté—. Los victorianos solían hacerlo.
Ella me lanzó una mirada como si hubiera mordido una manzana llena de gusanos.
En total, entrevistamos a una docena de personas a lo largo de tres días, en su mayoría nonagenarias, aunque hubo una que afirmaba tener ciento tres años. Reunimos toda clase de historias, ninguna realmente compatible con el fenómeno al que nos enfrentábamos. De todas maneras, Eleanor se lo pasó estupendamente porque le gustan las personas mayores del mismo modo que también le gustan las cosas antiguas y las antiguas costumbres. Es muy leída y apasionada y también se mostró muy considerada y respetuosa con los sentimientos de aquellos ancianos.
Yo me dormí un par de veces.
Una historia hablaba de cierto oro de la época de la Ley Seca enterrado en Monroe House. Retrospectivamente, era una tontería, desde luego, pero en aquellos momentos me mantuvo despierto. El problema con las historias orales es que cambian según se van transmitiendo, a veces de un modo sutil pero que hace imposible que alguien que no las conozca desde el principio pueda reconocerlas. Por eso, a medida que se difunde y antes de que alguien se dé cuenta ya tenemos un aquelarre de brujas bailando desnudas frente a Monroe House, que fueron descubiertas y lapidadas hasta que murieron o quemadas vivas, eso suponiendo que hubiera suficiente leña disponible. Sea como fuere, el valor de la Historia con mayúsculas es el de haber sido escrita en el mismo momento en que ocurrían los acontecimientos; y si existen discrepancias, estas se corrigen con la mayor brevedad posible.
El único punto en el que todas aquellas personas —y la mayoría eran mujeres porque es un hecho (y puede que una bendición) que los hombres se mueren antes y las dejan solas— coincidieron fue en que había algo maligno en Monroe House. Una de las ancianas nos dijo:
—Yo tengo siempre huéspedes que vienen del sur de California. Como pueden ver, no tengo sitio para todos porque esto es pequeño; pero, nunca, jamás he recomendado a ninguno de mis clientes que pasaran la noche en Monroe House.
—¿Y por qué?
—Pues, porque todo el mundo sabe que hay algo maligno en ese lugar.
—¡Estupendo! — exclamé mientras salíamos de la última entrevista—. No solo tenemos mala fama como albergue, sino que también somos conocidos como los depositarios del diablo en Cambria. Deberíamos procurar que eso saliera anunciado también en las Páginas Amarillas.
Eleanor había hecho comprobaciones en la librería Tiller, y los manuales que tenían sobre taquigrafía no se correspondían con la variante utilizada por Monroe en su diario. Así pues, puso en marcha su iBook, buscó en internet información sobre taquigrafía y encontró un sitio dedicado íntegramente a sus distintas variantes, alguna de las cuales se remontaba a cientos de años atrás, y les envió una pregunta. La operadora del portal respondió que, a cambio de una cantidad, echaría un vistazo al escrito; y yo acompañé en la furgoneta a Eleanor hasta el pueblo donde escaneó varias páginas del diario y las envió por correo electrónico a la experta en taquigrafía.
Como habíamos hecho las maletas con antelación, conduje la furgoneta hasta casa. Eleanor fue la primera en bajar, entrar y encontrarse con el cuerpo de Phil Becker espatarrado en la escalera. Ni siquiera gritó. Simplemente se acercó hasta donde yo estaba intentando cargar con las cuatro maletas a la vez y me dijo:
—Hay un hombre muerto ahí dentro.
Por alguna razón, yo tampoco me sorprendí. Llamé al Cambria Volunteer Constabulary (en realidad, ese es el nombre tradicional. Quien conduce el coche patrulla en la actualidad es el sheriff del condado) y una ayudante de este se presentó en menos de dos minutos.
Eleanor y yo la esperamos sentados en la mecedora del porche. Sombríos.
—Sí, cadáver —nos informó la ayudante Cathy Nielson—. La luz se ha ido. ¿Lo sabían?
—Nosotros la desconectamos —le expliqué.
—Entonces es que acaban de volver de unas largas vacaciones, ¿es eso?
—Hemos estado fuera tres días.
—Caramba, he oído hablar de tacañería, pero esto... —dijo Nielson mientras se dirigía a su coche para llamar a los distintos departamentos que debían hacerse cargo del cuerpo.
—Pobre hombre —dijo Eleanor.
Aquella era una de sus frases fetiche. Un perro abandonado podía dar lugar a un «pobre perro»; una mujer inválida, a un «pobre mujer»; y un cadáver despatarrado en nuestra escalera, a un «pobre hombre».
—Ese «pobre hombre» forzó la entrada —observé yo.
—Eso no quiere decir que tuviera que morir por ello —me contestó Eleanor.
—Yo no he dicho nada de una muerte justa —repuse todavía sombrío y empezando a irritarme—, pero tiene una de nuestras botellas de coñac en la mano y restos de pan en...
—Pues que le aprovechen —dijo Eleanor.
—Sí, ahora.
—Además, es que ha sido mala suerte. Mira que pasar por aquí justo cuando nos habíamos marchado y...
Nos miramos.
«Mira que pasar por aquí justo cuando nos habíamos marchado.»
—Acuérdate de que cortamos la luz, Eleanor.
—¡No puede ser! — exclamó ella.
—¿Y si resulta que esa cosa tenía hambre? — le pregunté—. ¿Y si resulta que se estaba muriendo de hambre? No tenía una fuente de energía de la que nutrirse, así que... ¿Y si de alguna manera atrajo a ese desgraciado y lo sedujo para que entrara y se sintiera como en casa?
Lo pensé un momento. Sin energía eléctrica estaría disipándose, desvaneciéndose en la nada. Nosotros habíamos sido testigos de lo mismo a una escala mayor cuando ese ente se había visto privado de la energía de Eleanor.
—Está claro que lo mató de un susto —dije casi al mismo tiempo que Eleanor.
—¡Theo, eso quiere decir que está vivo realmente! — exclamó Eleanor.
—Vivo y hambriento.
Unas horas después, el forense de San Luis Obispo, la sede del condado, se llevó los restos de Phil Becker de nuestro albergue. Bueno, no todos los restos. Eleanor abrió las ventanas de par en par. A mí no me pareció que oliera especialmente mal (solo habían sido tres días, y hacía fresco), pero ella insistió. Luego limpiamos la mancha que Becker había dejado en la alfombra, no durante los días posteriores a su muerte, mientras se descomponía, sino al morir. La mancha era formidable. Al final, acabamos enrollando la alfombra y dejándola en el cobertizo para disponer de ella más tarde.
Empezó a oscurecer. Encendí un quinqué y después varios más mientras Eleanor, tan práctica como siempre, se acercaba al Cookie Crock para comprar algo que comer. De ese modo nos tomamos unos sandwiches con Coca—Cola light a la luz de los quinqués.
—A la salud de Phil Becker —brindé alzando mi vaso.
—Lo siento, Phil —añadió Eleanor entrechocando el suyo.
—Bueno —dije—, este sitio ha matado a alguien.
—¿Y cómo sabemos que no lo ha hecho anteriormente?
—Buena pregunta —respondí.
—De todas maneras, nos estamos precipitando en nuestras conclusiones. Sí, puede que a Becker lo haya matado del susto algún tipo de... manifestación, pero no podemos estar seguros de que existe una relación entre el hecho de que Becker forzara la entrada y que esa cosa lo convenciera para entrar.
Eleanor tenía razón.
Esa noche dormimos abrazados igual que niños aferrándose a su madre, cada uno confortado por la presencia del otro y confiando en que, fuera lo que fuese que moraba en nuestro albergue, no nos haría daño.
A la mañana siguiente, después de darle algunas vueltas, se me ocurrió una prueba para comprobar si Monroe House atraía a sus víctimas para que entraran. Saqué un par de sillas de lona del cobertizo mientras Eleanor iba a buscar hielo al Cookie Crock y llenaba una nevera con refrescos y otros comestibles. Monté unas sombrillas en el césped y las sillas debajo. Luego, nos sentamos y esperamos.
La mañana fue pasando.
Eleanor leía una novela de Stephen King. A Eleanor le gusta Stephen King. Yo, una de Tom Clancy. Cuando uno termina cualquiera de sus libros tiene la sensación de haber hecho algo.
Llegó la primera hora de la tarde. Y pasó.
Entonces, a media tarde, vimos un halcón planeando sobre Monroe House.
—¡Mira ese animal! — se entusiasmó Eleanor—. ¡Es precioso!
El pájaro se mantuvo en el cielo, planeando y planeando, durante una hora y veinte minutos. De vez en cuando, nos protegíamos los ojos y alzábamos la vista y nos maravillábamos de que pudiera sostenerse igual que una cometa, pero sin cuerda que lo sujetara.
—Deberíamos prevenirlo —sugirió Eleanor cuando se hizo evidente que no iba a marcharse.
—Tierra llamando a halcón, tierra llamando a halcón —dije—. Ha sido localizado por el radar enemigo.
—La casa lo matará —comentó ella.
—¿Tú crees?
El halcón se mantuvo en el aire otra media hora, hasta que finalmente se lanzó en picado, como si fuera a cazar un ratón en el tejado de Monroe House. Se estrelló con un graznido, rebotó hasta un canalón y de allí cayó al suelo.
—Halcón abatido —dije yo.
Eleanor, que se sentía culpable, no respondió.
Una hora más tarde, una ardilla se lanzó a la carrera hacia el sótano. Otra la siguió.
La tarde estaba avanzada, pasaban cuatro refrescos del mediodía, y Eleanor ya no podía seguir contemplando cómo los animales se precipitaban hacia su muerte.
—Theo, tenemos que volver a conectar la electricidad.
—¿Y dejar que esa cosa viva?
—Sí, dejarla vivir, darle la energía justa para mantenerla con vida hasta que se nos ocurra algo.
—No —contesté intuyendo que el miedo que esas formas inferiores de vida generarían no sería suficiente para mantenerla con vida.
—¡Theo, estamos matando a todos esos animales! — dijo Eleanor levantando la voz.
—Eleanor, no hay bastantes animales en Cambria para mantener con vida esa cosa —le contesté—. No hay bastantes...
En ese momento, George, el perro del vecino, un gran labrador, saltó a nuestro jardín desde la calle. Eleanor le había tomado cariño, y el animal la correspondía. A mí, los animales siempre me han dejado frío a menos que me los haya encontrado cocinados y en un plato, pero aprecio a la gente que los aprecia porque intuyo en ellos algo que a mí me falta. Eleanor vio a George y se arrodilló enseguida para acariciarlo. Sin embargo, el animal pasó trotando a su lado en dirección a Monroe House.
—¡George! — gritó Eleanor echando a correr tras el perro.
Yo me levanté también y fui en su busca, pero George era demasiado veloz para nosotros. El perro corrió a meterse bajo el suelo del porche. En aquel lado, era demasiado estrecho para mí, pero Eleanor se deslizó entre las maderas y la tierra y se arrastró en pos de George.
Yo entré corriendo en la casa y bajé al sótano por la puerta del vestíbulo.
El sótano estaba lleno de animales muertos —pájaros, conejos, ratones y otros perros— y Eleanor había entrado por uno de los estrechos ventanucos y aterrizado en medio de aquellos cadáveres putrefactos mientras intentaba sujetar a George.
Agarré al perro por el collar y me lo llevé hacia la escalera. George se resistió, e incluso intentó morderme lazándome un par de dentelladas a los tobillos. Procuré no prestarle demasiada atención.
—¡Sígueme! — grité a Eleanor.
De haber podido elegir, ella habría preferido que yo ayudara al perro antes que a ella; pero, siendo la mujer curtida que era, se puso en pie en medio de la carnicería y me siguió.
Nos refugiamos en el cobertizo, donde cerré con llave mientras buscaba una cadena con la que atar a George. Eleanor, que iba vestida con shorts y una camisa anudada a la cintura estaba sucia de la cabeza a los pies con los restos putrefactos del sótano. Sollozaba y jadeaba mientras intentaba aspirar bocanadas de un aire que no hediera a muerte.
—Ven aquí —le dije acercándola a un caño.
Tardé un minuto en conectar la manguera, pero la rocié a toda presión. Durante todo el rato, mientras se limpiaba el cuerpo de los restos muertos, Eleanor no dejó de repetir:
—¡Conéctala! ¡Conéctala, maldita sea! ¡Theo, vuelve a conectar la electricidad!
Pagué el servicio de emergencia y antes de dos horas volvíamos a tener luz.
Capítulo 22
Ya había oscurecido cuando volvió la luz. Entramos en la casa y nos sentamos a la mesa de la cocina. Eleanor preparó café y después, cuando el calentador se hubo llenado, subió a darse una larga ducha. Entretanto, yo me quedé leyendo un número atrasado de The Cambrian y me enteré de que nos habíamos perdido una representación de Muerte de un viajante en el Pewter Plow Playhouse, el teatro local. Poco después, Eleanor bajó envuelta en su bata. No cruzamos una palabra durante más de una hora.
Entonces, se me ocurrió:
—Mira, tenderemos una carpa sobre la casa y la cubriremos —le expliqué—. De ese modo, nada podrá entrar y nada podrá salir. Luego, desconectaremos la corriente.
—¿Cubrirla? ¿A qué te refieres?
—Como si fuéramos a fumigarla.
Eleanor no dijo nada durante unos minutos.
—¿Estás dispuesto a correr ese riesgo? Me refiero a que no sabemos qué hay en este lugar, a que no sabemos cómo «llama» a la gente, a los animales para que entren, ¿no?
—Poco importará si no pueden entrar.
—Y nosotros, ¿qué hacemos? ¿Montamos guardia fuera durante un par de semanas para asegurarnos?
—No podrá entrar nada, Eleanor —le aseguré—. Asegurarán la carpa al suelo. Estos montajes están pensados para retener sustancias venenosas.
Eleanor no se mostró convencida.
—Necesitamos un experto —declaró.
Aquello era el equivalente de la vieja discusión entre hombres y mujeres acerca de preguntar una dirección. Las mujeres están más predispuestas a poner su fe en los demás, a buscar el consejo del experto, mientras que los hombres se fían más de sus propios recursos y sí, a veces se pierden o se pegan un tiro en el pie.
—Ya intentamos consultar con un experto —respondí, refiriéndome a nuestras furtivas llamadas a ciertos programas de televisión.
—Puedo buscar en internet —propuso ella.
—Eso podemos hacerlo los dos. Yo buscaré una empresa dedicada a la desratización que nos salga barata.
Esa noche, un extenso vacío se interpuso entre nosotros en nuestra cama doble; y, por primera vez desde el comienzo de nuestra relación, Eleanor se acostó con el camisón puesto en lugar de alegremente desnuda. Permanecimos tumbados en la oscuridad durante un largo rato antes de que yo dijera:
—Eleanor, no soy responsable de la muerte de Phil Becker.
Silencio.
—Eleanor...
—Sí. Lo eres —contestó con un hilo de voz—. Y yo también.
—No teníamos manera de saberlo...
—¡Pero si nos tumbamos bajo una sombrilla, Theo! — me gruñó—. Nosotros; sí, nosotros, fuimos espectadores de una matanza. Y en cuanto a Becker, brindamos sobre su cadáver mientras comíamos y bebíamos, como si su muerte no tuviera ninguna importancia. Y la tuvo, Theo. La tuvo.
Por primera vez, me vi privado de su corazón, de su aliento y del calor de su cuerpo, y la eché de menos.
Localicé una empresa dispuesta a cerrar toda la casa bajo una carpa durante dos semanas por un precio muy razonable. Por su parte, Eleanor se puso en contacto con una médium de la bahía de San Francisco y con un profesor de estudios paranormales del Occidental Collage de Los Ángeles, interesados ambos en investigar nuestro fenómeno, pero con la condición por parte de la médium de poder escribir un libro sobre el tema.
Yo me avine a posponer la alternativa de la cobertura de la casa mientras los dos «expertos» estuvieran manos a la obra; pero, demasiado orgulloso para asumir la frialdad de Eleanor, trasladé mis cosas a la habitación con la cama doble.
Una noche, tarde, cuatro días después de que George hubiera estado a punto de sucumbir a la casa, volví a oír el gemido y salí al rellano, donde me encontré a Eleanor sentada en la oscuridad, al pie de la escalera.
—Ten cuidado al bajar —me avisó.
El sonido salía de todas partes y de ninguna. Me senté al lado de ella y vi que llevaba uno de sus nuevos camisones de satén y nada más, de modo que le di mi bata.
—No. Tú la necesitas más —me contestó.
No dije nada. Apenas le había dicho nada durante días porque detestaba que me rehuyera, detestaba perder a la mujer a quien amaba.
—Se ha vuelto a ir la luz —me dijo Eleanor, refiriéndose al fenómeno como si fuera un suceso natural.
—Querrás decir que la está consumiendo —añadí yo.
—Lo que sea.
—¿Por qué crees que lo hace solo en plena noche? Me refiero a lo de la luz.
—No lo sé —contestó ella—. ¿Crees que puede tener otra fuente de energía durante el día?
—¡Pues sí! ¡Sí! La energía solar. Chupa del sol. La carpa lo matará. Espera y verás.
—Theo, me prometiste que esperarías.
—Y eso haré. Al menos hasta que los expertos hayan tenido su oportunidad —le contesté.
No quedamos en silencio, salvo por el gemido, que se fue debilitando hasta que, al fin, desapareció.
Las luces del vestíbulo se encendieron.
Nos miramos el uno al otro. Eleanor tenía un aspecto insomne y ojeroso. Puede que yo también. Nos dimos la vuelta juntos y subimos los peldaños, aunque ella tuvo que esperarme a mí y a mi bastón. Una vez arriba, me tomó del brazo y me condujo hasta el dormitorio principal, donde me quitó la bata y ella, el camisón.
—Necesito el calor de tu cuerpo, Theo —me dijo metiéndose bajo las sábanas. Yo la seguí después de tirar mi ropa por el suelo—. Necesito que me abracen —susurró.
La sinergia de nuestros cuerpos nos hizo entrar en calor enseguida. Ella lloró un momento, y yo no le pregunté por qué. No habíamos tenido nada que ver con la muerte de Phil Becker; en cuanto a aquellos animales, el montón de restos putrefactos del sótano —que ya habíamos retirado— demostraba que la casa había estado complementando su dieta durante meses, puede que años. A pesar de todo, Eleanor se había tomado su papel en el asunto como algo personal; lo cual nos conduce a otro comentario acerca de las mujeres, o al menos sobre la mayoría de ellas, y es que se trata de seres que dan vida en lugar de tomarla. Si fuera necesario, realmente necesario, yo sería capaz de matar a alguien sin pensarlo dos veces. Sin embargo, la mayoría de las mujeres funcionan con la dinámica contraria. «Pobre hombre», había dicho Eleanor de Becker; «pobre perro» o «pobre mujer» había dicho de otros menos afortunados que ella a los que había visto mientras su vida seguía adelante. Las mujeres que no poseen esa dinámica de vida o las que la suprimen para poder parecerse a los hombres y ser más competitivas frente a ellos pierden más de lo que ganan.
Aquella mañana, antes de salir de la cama, Eleanor me deseó. No hará falta que diga que a mí me pasó lo mismo con ella. Hicimos el amor y yo solté alguna de mis gracias para que se riera.
No quería que saliera de la cama, no quería interrumpir el contacto con su piel, con sus labios, con sus ojos. Y cuando por fin ella se hurtó de la cama, no dejé de contemplar su adorable cuerpo y su desnuda sonrisa hasta que ella acabó arrojándome una almohada y corrió a la ducha.
Por la tarde, llegó la primera de nuestros «expertos», madame Ouspenskaya. De acuerdo, su apellido no era Ouspenskaya, sino Henderson, y tampoco se refería a sí misma como «madame», pero yo ya estaba dispuesto a rechazar cualquier cosa que pudiera decir. No era más que un impedimento para mi gran plan, la carpa, la formidable maniobra que nos libraría para siempre de lo que fuera que moraba en nuestro albergue.
Instalamos a Janice —pues ese era su nombre y el que nos insistió en que utilizáramos— en uno de los dormitorios de la planta baja donde acabábamos de instalar el nuevo papel pintado y los muebles. Era un cuarto agradable que daba al césped de la entrada y a parte del porche.
—¡Oh, qué bonito es! — dijo nada más entrar y fracasando en percibir la maligna presencia que acechaba en Monroe House—. Parece nuevo.
—Lo acabamos de redecorar —le explicó Eleanor.
—¿Llevan tiempo juntos los dos? — preguntó Janice. A mí me pareció una pregunta aparentemente inofensiva, pero puede que le resultara de utilidad para sus posteriores galimatías.
—Solo unos meses —repuso Eleanor—. Yo trabajaba como administradora de fincas mientras él pasaba unas vacaciones en estado de coma, pero se despertó y ahora no soy más que su concubina.
El sentido del humor de Eleanor empezaba a parecerse al mío.
—¡Qué romántico! — comentó Janice como si Eleanor le hubiera dicho que éramos recién casados.
—La verdad es que somos bastante felices y lo seríamos más de no ser por esta casa.
—Pero si no es más que una casa —dijo Janice—, piedra y madera. Lo que dos personas tienen entre ellos cuando están enamoradas, eso sí que es importante. — Y casi de corrido añadió—: Y ese lavamanos, ¿también es nuevo? No había visto ninguno igual.
Tenía una filigrana roja a lo largo del borde de la pila y grifos a juego. Naturalmente, era nuevo.
—Es retro —dije yo—. Victoriano, pero con desagüe.
Eleanor acompañó a Janice Henderson mientras esta recorría la propiedad y yo me quedaba jugando un solitario en el pequeño Mac de Eleanor y perdía todas las manos al intentar espiar su conversación.
—¡Oh, este es un punto caliente! — dijo Janice.
Y desde luego que lo era. Había hecho el comentario en el dormitorio principal.
—Aquí también percibo algo —comentó en el pasillo, entre los dos dormitorios de arriba.
Sin embargo, no bajó más que cuatro peldaños antes de llegar al sótano, detenerse, decir algo negativo, volver arriba y cerrar la puerta. Allí abajo seguía oliendo un poco, con moho o sin él. «Seguro que es el olor», me dije.
Janice también notó algo en la cocina, lo cual no era la mejor de las alternativas porque a Eleanor le encantaba la cocina, trabajaba en la cocina y preparaba la comida en la cocina, una comida que desempeñaba un papel importante en mi percepción de lo que significa calidad de vida.
Conversaron igual que un par de conspiradoras, como si la casa pudiera escucharlas, y yo me levanté y, fingiendo disgusto, salí a columpiarme a la mecedora como un niño de pantalón corto.
Aquella noche, durante la cena, Eleanor contó a Janice Henderson todo sobre la casa, incluyendo los meses que había pasado en ella antes de que yo llegara y lo que le sucedió. Yo le había aconsejado que no lo hiciera, que dejara que la médium y el profesor de estudios paranormales descubrieran sus propios fantasmas, le dije; pero Eleanor prefería asegurarse de que conocieran la historia completa y supieran a qué se enfrentaban.
—¿Y usted era virgen? — preguntó Janice con genuina sorpresa.
Eleanor se agitó en su asiento, jugueteó con su plato de carne asada moviendo los trozos de carne con el tenedor y asintió.
—Sí. Bueno, es que no estaba preparada para...
—¿Y cuántos años tenía?
—Veintitrés.
—Y, después de eso, ¿le pareció que la casa se tranquilizaba?
Eleanor hizo un gesto afirmativo mientras me lanzaba una mirada que decía: «Ni se te ocurra meterte en esta conversación».
—Bueno, no me extraña —comentó Janice.
Eleanor prosiguió con la historia, sobre cómo regresó el fenómeno, aunque a un nivel mucho menor; sobre cómo al final nos habíamos dado cuenta de que robaba energía eléctrica para sobrevivir, sobre nuestra decisión de cortarle la luz y cómo el pobre Phil Becker había muerto y nosotros lo habíamos encontrado y descubierto que la casa atraía a sus presas para alimentarse de ellas.
—¿Había oído usted algo parecido? — le preguntó Eleanor.
Janice consideró la pregunta un momento y después alzó el plato para pedir una segunda ración de asado, que su anfitriona le sirvió gustosamente. Janice se concentró en cortar unos trozos de carne y al final dijo.
—Parece como si estuviera vivo.
—Sí —contesté—. Eso parece.
—Pero los fantasmas no están vivos. Son energía, y no sabemos de qué manera renuevan esa energía; sin embargo, como norma, no matan para consumir.
Yo empezaba a apreciar a Janice. Es cierto que era una médium que le gustaba tocar y palpar, pero tenía la cabeza sobre los hombros.
—A ver si me entienden, nosotros matamos seres vivos, los ingerimos, los digerimos y transformamos su materia en energía. Esto de ustedes, por cierto, ¿cómo lo llaman?, esta entidad parece estar haciendo lo mismo.
—Yo hace tiempo que lo llamo «Ralph» —dije con mi mejor sonrisa—. Eleanor prefiere otros nombres, pero no los mencionaremos en la mesa.
—Y además es inteligente —añadió Janice.
Naturalmente, nosotros sabíamos desde hacía tiempo que era inteligente porque reproducía a gente que conocíamos y lo hacía bastante bien; pero oírlo confirmado en boca de Janice nos impresionó a los dos. Cruzamos una mirada que no pasó inadvertida a la médium.
—¿Qué saben de la historia de esta casa? — preguntó.
Eleanor le habló de Monroe y del diario que no habíamos podido descifrar porque estaba escrito en taquigrafía.
—¿Puedo verlo?
Janice pasó media hora examinando el diario, tan incapaz como nosotros de descentrar su contenido, y maravillándose ante los detallados dibujos de Monroe con sus plantas y flores de la cuenca amazónica.
—También hay fotografías —le dije yo—. Negativos, en realidad.
Sin embargo, Janice no mostró interés en ellos y cerró el diario de repente.
—Puede que ocurriera después —nos dijo—. Cualquier cosa que le haya ocurrido a este lugar, bien pudo suceder después de que los Monroe se marcharan. — Entregó el diario a Eleanor, que lo guardó en la caja más grande—. Y ahora, la pregunta del millón: ¿resulta seguro dormir en esta casa?
Eleanor y yo tardamos un momento en dejar de mirarnos.
—Necesita mucha energía para... materializarse —contesté—. En estos momentos se encuentra bastante débil. Aun así, puede que intente darle un buen susto. Eso es algo que tiene que saber.
Tal como pudimos apreciar, aquella noticia no le hizo la más mínima gracia, pero Janice tampoco rechazó la tarta de melocotón que Eleanor sirvió a continuación y que, desgraciadamente, no me dejó probar.
En plena madrugada, bastante antes del amanecer, oí un grito, un «¡AAAGH!» que surgía del piso de abajo, seguido de un «Lo siento, no pasa nada. ¡Estoy bien!». Eleanor ni se inmutó y siguió durmiendo, yo me di la vuelta y me sumergí de nuevo en el sueño. Más tarde, Janice nos explicó que había visto los faros de un coche barrer la pared de su dormitorio desde la calle y que había pensado que... Bueno, uno tendría que meterse en el cerebro de Janice para averiguar qué había creído ver, pero seguro que no resultaba agradable.
Capítulo 23
—¿En serio? — me preguntó Tom McCorkindale cuando me encontré con él en su coche ante Monroe House, una vez le hube explicado en pocas palabras toda la situación—. ¿Me está diciendo que de verdad se come perros, gatos y demás?
—«Comer» puede que no sea la palabra adecuada; pero, desde luego, mata, y creemos que lo hace con la intención de absorber algún tipo de energía electro biométrica.
Yo estaba buscando los aparatos. En las películas de Spielberg, los especialistas en fenómenos paranormales solían aparecer al volante de furgonetas rebosantes de artefactos de medición electrónica. Sin embargo, McCorkindale había llegado en un Volkswagen escarabajo último modelo con dos bolsas de viaje de piel en el asiento trasero. Llevaba un polo de golf, pantalón de pinzas y gafas de sol que se había subido sobre la frente. Aparentaba unos treinta años y era lo que Eleanor, posteriormente y para mi disgusto, definiría como «palpitante», la clase de hombre que provocaba palpitaciones.
—¿Qué es eso de la energía electro biométrica? — me preguntó.
—Ya sabe, fluido, fuerza, electricidad, todo eso —repuse.
Tom sonrió. Sí, estaba tratando con aficionados.
—¿Y por qué cree que...?Ah, sí, por la luz que se va en plena noche, durante los gemidos. — Tom hizo un gesto de asentimiento para sí, mientras meditaba sobre aquello—. Pero eso plantea la pregunta de por qué en plena noche... Ya, la luz del sol —dijo alzando la cabeza para contemplar el tejado de Monroe House—, claro.
—Claro.
—Pero ¿cómo la absorbe, a través de las paredes? ¿Me está sugiriendo que su casa es un organismo vivo?
—No descarto ninguna teoría —le dije—, pero aquí fuera estoy empezando a broncearme. Si no le importa, me está empezando a salir una calva aquí arriba que es sensible a...
Así pues, entre los dos llevamos sus muy alemanas y muy caras bolsas de viaje a la casa.
—¿Tiene aquí dentro todo su equipo? — le pregunté.
—¿Qué equipo?
—¿No ha traído usted medidores para controlar, no sé, las cargas eléctricas, la temperatura y esa clase de cosas?
—¡Oh, eso! Sí, solía utilizarlo, pero el inconveniente surgió cuando descubrí que los aparatos se leían los unos a los otros. Ya sabe a qué me refiero: uno recogía el campo magnético del otro y así sucesivamente. Además, nos dimos cuenta de que las casas están rodeadas por su propia carga eléctrica. Los cables de las paredes, los electrodomésticos, todo eso acababa por inutilizar los instrumentos de medida. Ahora disponemos de ciertos monitores controlados a distancia desarrollados por la CIA y que se venden en el mercado; podría haberlos traído, pero para eso habría sido necesario que el decano de la facultad firmara un montón de papeles, ya sabe, gastos de capital y esas cosas. Así pues, supongo que la respuesta es «no».
—Nosotros hemos llamado a una médium —le comenté como si acabara de decirle que habíamos sustituido los colchones de la casa por montones de estiércol.
—¿Ah, sí? ¿A quién?
—A Janice Henderson.
—¡Oh, Jannie! ¿Verdad que es un encanto?
—¿Son ustedes amigos?
—Nos conocemos. Es una de las médiums más sensatas que corren por ahí —dijo McCorkindale y añadió con un hilo de voz—: Ya sabrá usted que la mayoría de la gente como ella tiene algún tornillo flojo.
Bueno, puede que semejante actitud no fuera de desdén hacia todos los médiums, pero ya era algo.
Instalamos a Tom en el cuarto de enfrente al de Janice, que era idéntico y había sido renovado por Eleanor y por mí hasta los grifos del lavamanos, que tenían un motivo azul en vez de rojo.
—Vaya, qué bonito —dijo Tom—. ¡Mire ese lavabo!
Eleanor me había dicho que los lavamanos definirían las habitaciones.
También esa mañana, un joven que conducía un viejo Volkswagen escarabajo se detuvo en la acera. Dejó el motor en marcha, fue a paso ligero hasta la puerta principal, llamó y, cuando yo me asomé y dije «¿sí?», me preguntó:
—¿Theodore Parker?
«Ay, ay —pensé—, esto seguro que es cosa de la Abuela de Hierro.»
—¿Theodore Parker...? Mmm..., ¿Theodore Parker...? Sí, creo que así se llamaba el tipo que murió aquí la semana pasada. ¿No lo leyó en el Cambrian?
—Sí, claro —contestó el joven dejando a mis pies un grueso sobre—. Está servido, amigo.
Mientras Eleanor, Janice y Tom se contaban historias de cosas que hacían ruidos misteriosos por las noches, yo hojeé las casi sesenta páginas de jerga legal, de las que no comprendí ninguna salvo la primera, donde se decía que la Abuela de Hierro me demandaba por apropiación de la inconmensurable herencia de Lily.
—Voy a necesitar un abogado —comuniqué a los sentados a la mesa—. Lástima que nuestro fantasma no lo sea. ¡A él sí que lo contrataría!
Arrojé los papeles al rincón y me uní a la conversación.
Después, avanzada la tarde, oímos unos golpes en la puerta. Salí a abrir nuevamente después de haber pensado en enviar a Eleanor; pero, qué demonios, yo ya «estaba servido», por lo tanto, ¿qué más podía salirme mal? En el porche se hallaba Abel Gorman, el músculo legal de la Abuela de Hierro, acompañado por una mujer que supuse sería su ayudante; unos treinta años más joven, guapa y portadora de unos de esos caros maletines.
—¡Abel, qué coincidencia! — lo saludé—. Acaban de «dejarme servido».
—¿Esta mañana? Vaya, pues entonces llegamos justo a tiempo.
No los invité a entrar, sino que permanecí de pie donde estaba y esperé. Los segundos pasaron. He visto mi ración de mujeres abogadas. Aquellas cuyos músculos de la boca no se han atrofiado y son, por lo tanto, capaces de esbozar una sonrisa escasean. La sonrisa de la que tenía delante dejó al descubierto una hilera de dientes perfectos, unos labios perfectos y consiguió hacerme girar levemente la cabeza hacia la izquierda para mirarla a los ojos, que eran claros, de un azul pálido, y limpios como agua de lluvia. Su cabello era rubio y su traje, gris. (Llevaba una falda, y no pantalón, a la altura de las rodillas que revelaba unas bonitas piernas.)
—Señor Parker, mi bufete ya no tiene como cliente a la señora DeMay.
—¿Ah, no?
—Rompimos cualquier vínculo profesional con la señora DeMay hace ya varios días; para ser exactos, después de nuestro último encuentro, tras la reunión que tuvimos con usted aquí, ¿la recuerda?
Oh, sí. La recordaba. La mujer empezó a manifestar incomodidad por mi forma de mirarla, de modo que recoloqué los ojos en sus órbitas y me volví hacia Abel.
—¿La Abuela de Hierro lo despidió por portarse decentemente conmigo y con mi socia?
—No. Lo cierto es que nuestra relación se rompió por otro motivo y la iniciativa partió de nuestro bufete. ¿Podemos pasar?
De repente me di cuenta de que estaba siendo grosero. Abrí la puerta mosquitera, y entraron.
—Le presento a Laura Karczek, una de nuestras asociadas.
Karczek se pronunciaba «car—check».
Estreché la mano de Laura. Era cálida y suave al tacto, pero tenía una firmeza que decía «soy una mujer competente».
—Encantado, señorita Karczek.
—Puede llamarme Laura —dijo librándome de formalidades.
A la vista de mi estado de obnubilación, Abel aceptó el papel de anfitrión.
—Laura, te presento a Theo Parker. El señor Parker fue durante un breve período el nieto político de la señora DeMay.
—Lamento lo que le ocurrió, señor Parker —dijo Laura, y supe por su tono, su lenguaje corporal y por la franqueza que emanaba de sus limpios ojos azules que realmente era sincera respecto a mi pérdida.
—¿Hay algún sitio donde podamos hablar? — preguntó Abel.
La cocina quedaba descartada.
—Tengo una médium y un profesor especialista en asuntos paranormales conferenciando con Eleanor —les anuncié. Ellos aguardaron a que me explicara mejor, y yo me pregunté si no les había explicado ya demasiado—. La semana pasada encontramos un hombre muerto en esta casa.
—¿Un hombre muerto?
—Allí —dije señalando la escalera mientras miraba a Laura—. Llevaba muerto varios días.
—¿Cómo? ¿Y usted no se había dado cuenta?
—Oh, no, no —les dije—. Nos habíamos ido de Monroe House durante unos días y habíamos desconectado la luz para poder así... matar al fantasma.
—¿Matar al fantasma? — El tono de Abel empezaba a delatar inquietud. Era un tipo legal, la clase de hombre sencillo y avieso, para quien los fantasmas no habitaban este mundo salvo como estratagema ante un tribunal.
—Esta casa está embrujada, Abel —le dije mientras los conducía al salón, donde los hice sentar, a Laura en el sofá redondo (una idea de Eleanor, la del sofá redondo, y muy buena), y a Gorman en el de dos plazas—. ¿Puedo ofrecerles algo para beber?
—Cualquier cosa con burbujas —me dijo Abel.
—¿Tiene coñac? — preguntó Laura—. Ha sido un largo trayecto y todavía tengo los ojos fijos en la línea de la carretera. Me duele la cabeza.
Le ofrecí aspirinas o Tylenol, pero me dijo que con el coñac le bastaría.
Una vez en la cocina, hice saber a Eleanor que teníamos abogados en el salón y que se preparara para acudir en mi ayuda con algo cargado.
Cuando volví con una bandeja con un 7—Up y una copa con coñac, Laura se había abierto la chaqueta dejando al descubierto una bonita blusa con encajes en la pechera. Gorman también se había abierto la chaqueta, pero ¿a quién le importaba eso? Les entregué sus bebidas y me senté en el butacón (una reliquia de antes de las reformas).
—Han hecho un buen trabajo con este lugar —comentó Gorman—. Ya no es tan siniestro como antes, fantasmas y embrujos aparte, claro.
—Gracias. El mérito es principalmente de Eleanor.
Laura me interrogó con la mirada.
—Dígame, Theo, aparte del agente de la propiedad designado por los tribunales, Eleanor ¿qué es? ¿Una buena amiga?
—Nuestro dormitorio está en el piso de arriba, saliendo de la escalera a la izquierda —contesté. Ignoro qué se apoderó de mí y me llevó a expresarlo en tan audaces términos, pero ella reaccionó como si le acabara de explicar que había ido a comprar leche al supermercado.
—Escuche, Theo, deje que se lo explique —intervino Gorman—. Me veo constreñido por la ley y la ética a representarlo en la defensa contra la señora DeMay y su inevitable contra demanda.
—¿Mi inevitable contra demanda?
—Sí, naturalmente, la que se basa en la angustia que le causaron las acusaciones de la señora DeMay y su intento de quitarle lo que, según los principios de la ley y de la rectitud moral, es de su propiedad.
—¿Acusaciones?
—También me veo obligado a compartir con usted lo que en esos momentos era información privilegiada resultante de la relación entre abogado y cliente. Laura, aquí presente, testificará que no la he puesto al corriente de los detalles del caso. Ella ha conseguido cierta información sobre el caso durante el curso de su labor normal en el bufete de Kriegel, Gorman y Stein; también ha escuchado ciertas conversaciones ante la máquina del café y cosas por el estilo, aunque ninguna de esas informaciones puede calificarse de confidencial o privilegiada.
—No —confirmó la aludida—. En absoluto.
—No obstante —prosiguió Gorman—, siendo la buena abogada que es, Laura se ha enterado de que varios de sus antiguos colaboradores en L'il Deuce Coupe Magazine declararán que la razón que lo llevó a usted a contraer matrimonio con Lily DeMay fue el dinero. Uno de ellos puede que llegue a declarar que usted le habló de la posible muerte de Lily DeMay y de lo que eso significaría en caso de que llegara a heredarla.
Las ramificaciones de aquellas palabras resonaron atronadoramente en mi cabeza. Yo no había conversado con nadie sobre el dinero de Lily, y tampoco sobre la propia Lily, salvo para comentar lo afortunado que era por ser ella... Bueno, la verdad es que no había entrado en el detalle de por qué me consideraba afortunado. Pero entonces comprendí bruscamente el modo en que aquellas conversaciones podían haberse malinterpretado. Era del dominio público que Lily DeMay pertenecía a los DeMay de los DeMay; es más, estoy seguro de que más de uno había intentado ligársela por ese motivo. El hecho de que estuviera como un tren seguramente había ayudado —cosa que por unos momentos me llenó los ojos de lágrimas porque ella había sido joven, hermosa y risueña momentos antes de morir—. Pero ¿cuáles habían sido sus palabras? «Tú eres el único de aquí que me gusta.»
¿Acaso algunos de los rechazados que habían intentado conquistarla por las mismas razones de las que me acusaban estaban dispuestos a declarar en mi contra?
Entonces, se me ocurrió la peor de las situaciones posibles,
—¡No se le habrá ocurrido a nadie demandarme por asesinato!, ¿verdad? — pregunté con un par de decibelios de más en la voz.
Mi exclamación silenció toda charla en la cocina. Un momento después, Eleanor hizo acto de presencia y se sentó en la mesita de al lado de la butaca.
—No, por favor. Permita que se lo explique —repuso Gorman.
—Soy Eleanor Glacy —dijo Eleanor presentándose a Laura.
—Yo soy Laura Karczek, socia de Abel. — Se estrecharon las manos.
—A nadie que pueda tener importancia o que esté en su sano juicio se le ocurriría sugerir siquiera que usted mató o intentó matar a su esposa —dijo Abel—; pero sí escuchará acusaciones de que usted presumió de las ventajas económicas de su matrimonio y de que especuló con la posibilidad de heredar mucho dinero en caso de que ella muriera.
—En aquel momento yo no tenía ni idea de que existiera «mucho dinero» de por medio —les dije—. Lily mencionó una herencia que iba a recibir de su abuelo. La cantidad iba a ser justo la suficiente para permitirle comprar este establecimiento. Tanto es así que entraba en nuestros planes pedir un crédito hipotecario para conseguir el dinero que nos permitiera renovar la casa.
—Bueno, tal como dije en nuestra primera reunión, nadie sabía cuánto dinero iba a heredar Lily. De todas maneras, por razones legales y fiscales, ninguna de las cuales me atañe porque no soy especialista en derecho tributario, Lillith había establecido un fideicomiso de hierro para su única nieta, un fideicomiso que contenía varios millones de participaciones de la cartera DeMay, además de bonos y metálico. Lillith intentó variarlo cuando su nieta le anunció que pensaba casarse con usted y comprar esta casa. Los planes de Lillith a largo plazo apuntaban a que su nieta se hiciera cargo de la compañía, cosa que obviamente Lily no deseaba hacer.
—¿De cuánto dinero estamos hablando? — pregunté.
—Si no recuerdo mal, usted se ofreció a devolverlo —repuso Abel con una leve sonrisa.
—Mi ofrecimiento sigue en pie —contesté—. ¿De cuánto dinero estamos hablando?
—Una estimación...
—Y solo es una estimación —terció Laura.
—... andaría por unos cincuenta mil millones.
—Puede que unos cien mil millones —añadió Laura.
—O incluso unos doscientos mil —concluyó Gorman—. No lo sabemos.
Entonces quedó claro lo que Abel Gorman y su bufete —Kriegel, Gorman y Stein— querían de mí. Deseaban representarme porque, si ganaba, me convertiría en el heredero legal de la Abuela de Hierro. También estaba claro que, al margen de cualquier jerga legal, aunque Laura Karczek actuaría de abogada cara a la galería, sería Gorman quien dirigiría el espectáculo.
—¿Puede esa mujer ganar el caso? — pregunté.
—Tal como mencioné en nuestra primera reunión, hay precedentes que apoyan su tesis del matrimonio no consumado.
—¡Pero si lo consumaron! — intervino Eleanor.
—Sí, bueno. Esa es una cuestión debatible. Además, está su intención. ¿Se casó usted con ella con el propósito de matarla después? No sabemos, no tenemos forma de saber qué pretende hacer Lillith ni si va a sobornar a alguien para que testifique. Mi intuición me dice que este asunto se va a poner feo y que acabará siendo del dominio público.
—¿Y qué hay de nuestra posición?
—Bueno, como usted ha dicho, tuvieron su licencia matrimonial, tuvieron su ceremonia y tuvieron su juez. Todo eso me parece bastante consistente. Si yo fuera el abogado de la parte contraria, y que conste que lo fui, dirigiría mis ataques contra usted, a los detalles legales, a lo que se conoce como «agujeros de la ley». ¿Se firmaron debidamente todos los documentos?, ¿estaba todo debidamente cumplimentado?
—Puedo proporcionarle todo lo que tengo.
—No es necesario —intervino Laura—. Se trata de material archivado para el dominio público. Me hice con todos los papeles el jueves.
—En este momento —terció Abel mirando a su asociada—, no representamos a...
—Quedan contratados —les dije.
—Entonces está la cuestión de los gastos. Contingentes o por anticipado.
—¿Qué porcentaje se llevará su bufete en el caso de contingentes?
—La mitad.
—Pues por anticipado —contesté con más rapidez de la necesaria—. Les extenderé un cheque.
A partir de ese momento, Laura se quedaría con nosotros unos días para interrogarnos, a mí y a Eleanor, con el fin de averiguar con exclusivo propósito legal qué clase de personas éramos y abrirnos una ficha. No hacía falta que me dijeran que la circunstancia de que hubiera mediado tan poco tiempo entre la muerte de Lily y mi relación con Eleanor no ayudaba precisamente a nuestra causa.
Asigné a Laura la última de nuestras habitaciones renovadas, una que estaba en la parte de atrás, junto a la cocina cuya ventana miraba a los bosques de abetos que nos separaban de la Pacific Coast Highway, cuyas veloces líneas discontinuas le habían provocado tanto dolor de cabeza en su trayecto desde Los Ángeles.
Le dejé la maleta encima de la cama mientras ella se quitaba la chaqueta. Vi que tenía manchas de sudor bajo los brazos también en que se daba cuenta de que yo me fijaba.
—Necesito asearme un poco —me dijo—. Me pongo nerviosa en situaciones nuevas. Ha sido un largo día, y Abel insistió en que condujera yo porque él tendría que hacerlo de regreso.
—Largo camino.
—Theo... ¿Te puedo llamar «Theo»?
—Prefiero «Parker» —le contesté. Si me llamaba «Parker» sería la única en hacerlo.
—¿Esta casa está realmente embrujada?
—Mucho, realmente —le contesté—. ¿Crees en los fantasmas, Laura?
—No sabría decirlo.
—Pues, entonces, deja tu tarjeta encajada en el marco de la puerta —le sugerí—. A los fantasmas, los abogados les dan unos sustos de muerte.
Capítulo 24
Volví a la cocina y me encontré a Eleanor sentada a la mesa, sola. Las cajas de Monroe se hallaban apiladas encima. Obviamente, había informado a Tom, nuestro científico particular, sobre el diario cuyo contenido nadie era capaz de descifrar. Estaba dando pequeños sorbos a un vaso de vino tinto y mirando por la ventana de la cocina el pino que bloqueaba parte de la vista al terreno desierto donde habíamos pensado construir el cenador y el jardín.
—¿Estás bien? — le pregunté.
—Sí —contestó con voz queda.
—¿Dónde está nuestro equipo?
—Los he enviado a pasear por East Village, para que vean el paisaje.
—Hace un día agradable —comenté.
—Sí.
—Estás pensando en todos esos millones, ¿no?
—Sí.
—Es un montón de dinero.
—Sí.
—Y tú crees que lo cambiará todo —le dije.
—Sí.
—Supongo que es posible —comenté—. Tanto dinero puede llegar a poseerte.
Me serví un vaso de té helado y me senté a su lado. Iba vestida con shorts. Últimamente parecía que se los ponía siempre, incluso cuando hacía un poco de frío, porque yo y otros le habíamos dicho que tenía bonitas piernas. Iba vestida con shorts y con una de mis camisas de botones, una azul, cuyos faldones le caían por delante y por detrás.
—Podríamos viajar —dijo al cabo de un largo momento—, eso suponiendo que siga habiendo un «nosotros».
—Pues claro que habrá un «nosotros», Eleanor —le aseguré sin estar completamente seguro.
—Laura es muy guapa —comentó, y después, como si quisiera equilibrar la balanza, añadió—: Y Tom también está de palpito.
—¿De «palpito»?
—Sí, es de los que te dan palpitaciones. Es lo que solíamos decir en el instituto. No sé por qué me he acordado.
—Ah.
—Con tantos millones —prosiguió Eleanor sin apartar la vista de la ventana sin vistas y sin haberse dignado mirarme todavía— podrías hacer prácticamente lo que te diera la gana.
—Desde luego.
—Y... tener a quien quisieras.
Le puse la mano en el brazo. Lo tenía extrañamente frío, y no reaccionó con mi contacto.
—Hay personas a las que puedes comprar —le dije—, pero a otras es imposible.
—Sí, pero siempre las puedes seducir —repuso Eleanor volviéndose y sonriéndome como si pretendiera seducirme (y vaya si lo logró).
—Tienes razón —convine—. Lo cambia todo.
—Resulta difícil confiar en los demás. Resulta difícil confiar en uno mismo —me dijo—. Sí, Theo, lo cambiaría todo.
—¿Dudas de mí? — le pregunté.
—No estoy loca —contestó Eleanor—. Yo también tengo sentimientos.
Como no podía soportar la conversación de la cocina, fui a la alacena, encontré una botella de nuestro mejor coñac —una de esas donde, Dios sabe por qué, pone «V.S.O.P.»—, una copa limpia y lo llevé todo al cuarto de Laura. Pensaba que su dolor de cabeza podía continuar y que otro trago la aliviaría. Su puerta estaba abierta. La había dejado abierta o se había abierto sola —sí, recuerdo que esa puerta tenía tendencia a abrirse sola si no la cerraban bien—, y ella estaba deshaciendo la maleta. Se había puesto una combinación. Por lo arrugada que estaba, vi que no era una recién planchada, sino la que había llevado en el viaje desde Los Ángeles.
Mirón que soy, me quedé contemplándola, con la botella de coñac en una mano y la copa balón en la otra. Se había soltado la rubia cabellera, que le colgaba por la espalda, y, mientras se agachaba para sacar de su maleta tal o cual prenda, sus muslos y nalgas se contraían y relajaban. La combinación era del tipo que dejaba parte de la espalda al descubierto. Era muy sexy, y empecé a pensar en lo que me había dicho Eleanor, que los millones lo cambiaban todo.
Se me ocurrió que podría tener a Laura y después despacharla. Sí, sopesé la palabra, «despacharla».
Podría tener cualquier mujer que se me antojase, negra, asiática, rubia, morena, pelirroja...
—Parker...
Laura se había dado la vuelta y me había visto de pie, en el umbral, con la botella y la copa en las manos. No estaba molesta por que yo la hubiera visto en ropa interior, puede que porque se había dado cuenta de que ya no la miraba a ella, sino a todas las mujeres que vendrían después, a los aviones que podría comprarme, a los yates para navegar por el Mediterráneo, todo lo que podría hacer con miles de millones de dólares.
—Parker...
—¿Qué? ¡Oh, perdón! Se me había ocurrido que quizá te apetecería tener esto en la habitación por si vuelve el dolor cabeza.
La vi intrigada por mí, seguramente porque estaba acostumbrada a que los hombres la miraran y, claramente, no era eso lo que yo había hecho; al menos, ya no. Me cogió la botella y la copa antes de que se me cayeran de las manos.
—Gracias. Es muy amable de tu parte, pero, como puedes ver, en estos momentos estoy... ocupada.
—Sí. Ya lo veo.
—Pensaba darme una ducha.
—Buena idea.
Cogió la puerta con ambas manos y empezó a cerrarla lentamente.
—Lo siento —me disculpé—. La puerta estaba abierta y...
—No pasa nada, Parker. Ya veo que no eres de esa clase de hombres.
—No.
—Pero eso no me hace estar más vestida.
—No, claro que no.
—Nos veremos a la hora de la cena.
—De acuerdo.
La puerta se cerró, correctamente esa vez. Me quedé allí unos minutos pensando no en el bonito cuerpo de Laura, o en la intimidad que acababa de entrever, ni siquiera en lo que Eleanor me había dicho, sino en lo que unos millones eran capaces de provocar y en cómo lo cambiaban todo.
Durante la cena, Eleanor y yo fingimos ser hábiles relatando historias de fantasmas.
—¿Queréis decir que es posible que esta noche oigamos o veamos algo? — preguntó Laura.
Saltaba a la vista que la idea la intrigaba más que asustarla. Aunque, claro, éramos cinco a la mesa y Eleanor había vivido en aquella casa durante más de cinco meses. Por lo tanto, tenía que ser segura, ¿no?
—Es bastante probable —repuso Eleanor—. Cuando se produce, suele ser entre las dos y las tres de la madrugada.
—Es mejor que tengáis la linterna en la mesita de noche —les indiqué—, o también bajo la almohada para encontrarla fácilmente en la oscuridad.
—Theo se está poniendo en plan dramático —dijo Eleanor—. Si estáis preocupados, encended los quinqués y dejad la llama al mínimo. Hay uno en cada habitación.
—A juzgar por lo que Theo y Eleanor nos han descrito, no creo que se trate de un fantasma —dijo Janice.
—Estoy de acuerdo —convino Tom—. Se comporta más como un ente corpóreo, como una criatura que necesita sustento.
Hasta ese momento, yo no veía demasiadas diferencias entre ellos dos, entre el científico y la médium.
—En cualquier caso —prosiguió Tom—, siempre existe la posibilidad de que lo que estamos presenciando, suponiendo que realmente estemos presenciando algo —añadió para mantener cierto distanciamiento profesional—, sea el eslabón que falta entre un fenómeno psíquico y la ciencia pura y dura. ¿Qué pasaría si descubrimos que, cuando la gente muere, sigue viviendo por otros medios y absorbiendo energía a través de algún tipo de ósmosis en lugar de hacerlo mediante un proceso digestivo?
—¿Y por qué aquí? — preguntó Janice—. Existen miles, decenas de miles de casos de embrujos debidamente documentados; la mayoría de ellos, inexplicables. ¿Por qué la respuesta iba a presentarse aquí de forma espontánea?
Eleanor había preparado una cena estupenda, pero yo percibía que no estaba de humor para disfrutarla. Sus ojos me habían estado evitando toda la noche, y se había puesto un vestido —ceñido en la cintura con un ancho cinturón— que parecía salido de una pintura de Renoir, además de zapatos de grueso tacón. Laura llevaba vaqueros, un grueso suéter y botas. El contraste no podía ser mayor.
Tom tomó otro bocado de filete Wellington y masticó mientras reflexionaba.
—Los apagones intermitentes no son nada raro en otros casos, pero aquí demuestran estar vinculados con lo que sea ese ente. Tenemos el hombre que murió, los animales que han sido atraídos al pozo...
—Al sótano —lo corregí.
—Llámalo como quieras —prosiguió Tom—, pero el caso es que por primera vez tenemos una conexión entre un fenómeno y sus necesidades vitales. ¿Por qué los fantasmas se apoderan de los sitios y los embrujan, suponiendo que realmente lo hagan? — añadió protegiendo nuevamente su categoría profesional al no admitir su existencia—. Los trastornos emocionales siempre han estado asociados a los embrujos. Los asesinatos, las palizas, la añoranza, la sexualidad reprimida... Y ahora, la electricidad.
La conversación se estaba volviendo demasiado vulgar para Laura, que se inclinó hacia delante mirando a Eleanor, al otro extremo de la mesa.
—Me cuesta creer que hayas conseguido permanecer virgen hasta los veintitrés. ¿Cómo lo conseguiste?
El comentario no iba en serio, naturalmente. Lo que Laura decía era que a ella le habría resultado imposible reprimir su sexualidad tanto tiempo; pero Eleanor, la parte de Eleanor que la había hecho ser virgen y la había aislado y sumido en el desprecio a sí misma, seguía habitando en su interior con la fuerza suficiente para dejarla petrificada.
En lugar de olvidarse del comentario y no hacer más daño, Laura intentó remediarlo.
—No sé, pero yo no habría podido. A los dieciséis entré en una fase en que me pareció que perdía el control. Me volvían loca los chicos y nunca tenía bastante.
Eleanor se puso en pie. La expresión de su rostro lo decía todo.
—Lo siento —murmuró Laura.
Eleanor se fue a la cocina y apagó la luz.
Yo me disculpé y la seguí. La encontré reclinada contra el fregadero, llorando con la cara hundida entre los brazos cruzados.
—¿Qué pasa conmigo? — me preguntó.
—Nada —respondí—. No pasa nada contigo.
—Estoy hecha un lío, Parker —me dijo utilizando aquel nombre por primera vez desde hacía meses—. Estoy simplemente hecha un lío.
La rodeé con mis brazos. Ella intentó soltarse, pero yo mantuve el abrazo. Al cabo de un momento, dejó de resistirse y me aceptó como si yo fuera una especie de abrigo y empezó a sollozar sin reservas. La dejé que lo hiciera hasta que se le acabaron las lágrimas y respiró como si yo la hubiera exprimido del todo.
—Te quiero, Eleanor —le dije—. Y también quiero a Lily y siempre la querré. Pero ahora te quiero a ti y no quiero ni pensar en cómo será el día en que no estés. Es igual que un día sin Lily. Tú haces que duela mucho menos, pero sigue doliendo.
Ella se volvió. Estaba oscuro; y su rostro, rodeado de sombras.
—Yo no valgo tanto como Lily, Parker —me dijo—. No soy tan guapa como ella ni tan inteligente ni tan graciosa ni tan aguda.
—Eres una mentirosa —le contesté plenamente convencido.
Hundió en mi hombro su rostro empapado de lágrimas. La seguí abrazando durante casi una hora. Cuando por fin regresamos al comedor, nuestros invitados ya no estaban. Oí risas en el porche y dije a Eleanor que subiera a acostarse mientras yo me ocupaba de ellos, pero pasó junto a mí, abrió la puerta mosquitera y salió. La seguí.
—Os pido disculpas —dijo a todos. Laura estaba apoyada en la baranda, mientras que Tom y Janice compartían la mecedora—. A veces me porto como una nenita. ¡Vaya! «Nenita». Creo que no utilizaba esa palabra desde que estaba en el instituto —rió.
Laura se apartó de la baranda y fue a darle un abrazo.
—He sido una imbécil, Eleanor —le dijo—. Una mujer sabe cuándo es el momento y cuándo no. Por desgracia para mí, pasé por una fase golfa a los dieciséis que he lamentado desde entonces. Por lo tanto, imagino que estaba intentando quedar bien a costa tuya. La verdad, es que la rara y fuera de lugar soy yo, no tú.
Fue un buen gesto, y Eleanor le devolvió el abrazo. Vi claramente que llegarían a ser amigas.
¡Maldición!
Bah, lo decía en broma.
Eleanor y yo acompañamos a Laura a su habitación. Encendí el quinqué y se lo dejé al mínimo de manera que el cuarto quedaba bañado por un suave resplandor dorado.
Tom ya había cerrado la puerta de su habitación cuando pasamos delante. Llamé, le pregunté si necesitaba algo; pero él me contestó:
—¡Vete! ¡Estoy en pleno conjuro!
La puerta de Janice estaba entreabierta. Nos asomamos.
—¿Todo bien? — preguntó Eleanor.
Janice se había puesto el pijama más estrafalario que yo había visto en mi vida: a cuadros de la cabeza a los pies y acampanado en los tobillos. Se lo había comprado en la India, según nos dijo.
—Perfectamente. Esta vez prometo no despertar a nadie si veo los faros de un coche reflejándose en la pared.
Yo me había olvidado de mencionar el incidente a Eleanor. Le hice un gesto indicándole que se lo explicaría luego, y nos marchamos.
Arriba, una vez en nuestro dormitorio, el que había sido escogido por Lily y el destino, hice lenta y delicadamente el amor a Eleanor y le pedí que se casara conmigo.
—Ya veremos —me contestó sin mostrar sorpresa alguna ante mi petición.
—¿Qué es lo que «ya veremos»? — le pregunté.
—Lo bien que sabes satisfacerme.
Pero, más tarde, mientras yacía junto a mí; mientras mi aliento fluía sobre su hombro y el de ella sobre mi pecho, me susurró:
—Si, Theo Parker. Me casaré contigo.
Luego, ambos nos dormimos.
Capítulo 25
Aquella noche, después de despedirse de Theo y Eleanor, Laura se preparó para acostarse. Como mujer eficiente que era —y debido a otros compromisos relacionados con los límites de espacio—, había metido en la maleta una camiseta extra—grande para utilizarla a modo de camisón. Sin embargo, prefirió dejarla para la noche siguiente. Laura tenía un problema a la hora de manchar la ropa, especialmente debajo de los brazos.
Dejó encendido el quinqué, pero redujo la llama hasta casi apagarla. La habitación quedó sumida en sombras, pero no lo bastante impenetrables para impedirle encontrar el camino del baño en caso de necesidad. Se metió bajo las sábanas, se tapó hasta la barbilla y se quedó escuchando los rumores de la casa.
Laura nunca había dormido en una casa supuestamente embrujada, y lo cierto era que estaba un poco asustada. Allí había fallecido un hombre; cierto que de un ataque al corazón, pero no por eso estaba menos muerto. Se consideraba una persona racional y se había abierto camino en la universidad de derecho gracias a una pequeña beca y sirviendo mesas. La gente con frecuencia la prejuzgaba porque no parecía una chica salida de un barrio obrero de Milwaukee. Pero eso era.
Pasó una hora y todavía no se había dormido. Oyó a Eleanor y a Theo haciendo el amor en el piso de arriba, algo imposible de no escuchar con el ruido de fondo de la casa reducido prácticamente a cero. También oyó a Janice Henderson roncando en la habitación contigua con un ritmo suave y regular. El cuarto de Tom McCorkindale se encontraba frente al de ella, al otro lado del pasillo. Ningún sonido salía de allí. En la vecina cocina, la nevera zumbaba, y su sonido resultaba reconfortante.
Ya que el sueño no llegaba, optó por repasar mentalmente los detalles del caso de Theo Parker y, después, a la gente que había conocido ese día. Tom era guapo y estaba disponible, aunque quizá fuera gay. Pensó que Theo tenía cierto aire misterioso, pero los hombres que están a punto de heredar miles de millones de dólares pueden permitirse ciertas licencias en ese aspecto; también tenía la impresión de que la relación entre él y Eleanor no estaba del todo consolidada, como el cemento que no ha acabado de secarse. Theo se sentía atraído hacia ella —de eso se daba cuenta—, pero no como persona, sino simplemente como una mujer rubia, de ojos azules y con buen tipo. De los dos hombres de la casa, él era el mejor parecido y quizá también el más inteligente; sin embargo, no dejaba de parecerle un poco retorcido. Eleanor le caía bien, y no tuvo más remedio que admitir que había puesto en marcha con ella uno de sus peores rasgos: el de hacer quedar mal al prójimo para destacar ella. Era algo que ya había hecho anteriormente y que procuraba controlar. Eleanor no se había merecido aquel trato y... Bueno, ya se había reprendido lo bastante. Había que vivir para aprender.
Alrededor de la una de la madrugada oyó pasos en el pasillo. Pensó que quizá se tratara de Tom, que no podía dormir y que salía al porche para fumar o para hacer lo que fuera que hicieran los hombres en aquella época en que la costumbre del tabaco estaba en declive; quizá solo saliera en busca de una bocanada de aire fresco.
Laura era consciente de su atractivo y de que, a veces, su aspecto llamaba innecesariamente la atención. También sabía que no hacía falta ser atractiva para atraer atenciones indeseadas. Por eso se mostraba prudente. Cuando Laura solo tenía nueve años, su hermana había sido víctima de una violación. La habían metido en un coche en las calles de Milwaukee, donde dos hombres la violaron repetidamente antes de dejarla tirada como si fuera basura, dos horas después, en un parque, viva, pero desnuda y traumatizada para el resto de su vida. Desde entonces, su hermana no había podido mantener una relación estable con ningún hombre y había seguido soltera hasta la fecha.
Para Laura, su padre salvaba a la gente. Su padre era fuente de toda sabiduría. Cuando años más tarde, al tener edad para saber lo que significaba el aspecto físico de una violación, ella le había preguntado sobre lo ocurrido a su hermana, su padre le dijo:
—Laurie —él la había llamado «Laurie» toda su vida, hasta el día en que murió, hacía cuatro años de eso—, el sexo vuelve locos a los hombres, aunque no suele hacer lo mismo con las mujeres. Supongo que las mujeres tienen otras cosas que hacer, además de esa. Pero los hombres no ven a la pequeña persona que hay aquí dentro. — Y entonces le dio un par de golpecitos con el dedo en la frente para que ella supiera a qué se refería—. Lo único que ven es lo que hay fuera.
»Estás empezando a crecer y es hora de que lo sepas. Ellos ven tu cuerpo, el color de tu pelo o incluso que tienes una bonita sonrisa. Ven todo tipo de cosas, grandes y pequeñas. — Se echó a reír—. Por ejemplo, los codos. Me encantan los codos de tu madre. Me han vuelto loco hasta el día de hoy. Da igual, el caso es que ven tus piernas o tu trasero, y ven todas esas cosas antes de verte a ti. Así pues, la cuestión está en ser paciente. Tienes que esperar porque, al final, hasta el más idiota de los hombres verá a través de todas esas cosas y te contemplará tal como eres. Si no les gustas entonces, todo lo demás habrá carecido de importancia; al menos, a largo plazo. El aspecto de una mujer es un poco como los gallardetes que cuelgan en las tiendas de coches usados; ya sabes, se bambolean en la brisa y son de brillantes colores, todos distintos. Todos dicen «¡Mírame!»; pero, en realidad, tienen poco que ver con los coches que hay debajo.
—¿Y eso qué tiene que ver con Kathy?
—Pues que hay distintos niveles de locura —le contestó él.
—Pero, papá, ¡si estuvieron a punto de matarla!
El comentario endureció las facciones de su padre. Su intención había sido apartarla del abismo, pero allí estaban, mirando de frente la locura que había estado a punto de arrebatarles un ser querido. Laura era apenas lo bastante mayor para comprender lo que podía empujar a la gente, a hombres y mujeres por igual, hasta los actos más extremos. Su cuerpo apenas había empezado a perfilarse como una figura.
—El sexo, combinado con otras cosas como el odio, la humillación o la ira puede hacer que ciertas personas se pasen de la raya. Esos hombres no son individuos del tipo «hoy voy a cometer una locura», sino que están realmente locos, y que Dios me ayude si alguna vez pongo la mano encima de uno, porque me lo cargaría. Ahora vete a jugar y recuerda lo que te he dicho.
Laura se olvidó de las palabras de su padre durante la época del instituto, cuando los locos de los chicos lo único que deseaban era magrearle las tetas o el culo; o después, cuando había tenido sexo con ellos, y ellos la habían dejado a un lado como quien busca un coche usado e, insatisfecho, pasa a la siguiente tienda. Pero, al final, Laura Karczek se había acordado de que su belleza no era más que un gallardete, que no era importante en sí misma, y corrigió el rumbo de su vida.
Se convirtió en abogada. Al principio para perseguir a los malos —puede que incluso a los violadores—, pero después simplemente para ejercer una profesión. Laura Karczek era una mujer práctica.
Los pasos se detuvieron. Las manos de Laura, que ella había mantenido en los costados, subieron hasta aferrar el borde del cobertor. El corazón se le aceleró, por ansiedad, no por miedo; pero, entonces, los pasos se reanudaron, lentamente, como si no quisieran despertar a nadie. Laura lo interpretó como una señal de consideración. A esa hora de la noche se podía oír caer una aguja en el otro extremo de la casa.
Intentó pensar en otras cosas. Que Abel le hubiera confiado el caso suponía un cambio importante. Cierto, él y el resto de los socios tomarían las decisiones importantes; pero, por motivos legales y de apariencia, ella representaría al bufete ante los tribunales aunque alguno de los socios se mantuviera en segundo plano. Llevaba dos años trabajando con ellos como subalterna en un montón de casos y había tenido la desgracia de encontrarse con la señora DeMay en un par de ocasiones. La idea de derrotar ante los tribunales a aquella mujer le producía una clara satisfacción. La posición de la parte contraria era endeble, por decirlo suavemente.
Los pasos sonaron más cerca en el pasillo, encaminándose no hacia la puerta principal y el porche, sino más allá del cuarto de Janice, hacia el suyo. La idea de que ella pudiera ser el destino de un hombre cuyos zapatos hacían crujir el suelo le provocó un inmediato escalofrío. Era nueva en aquel lugar y estaba desnuda bajo las sábanas. De repente dudó de si podría llamar pidiendo ayuda. Eso último fue sencillamente miedo, como cuando en un sueño uno cree que no se puede mover hasta que finalmente descubre que sí puede. Pero el miedo era real.
Laura Karczek consideró las distintas posibilidades: una, se trataba de Tom o de Theo que se comportaban como unos locos. Si así era, lo que la preocupaba era su desnudez, porque cuando una se hallaba desnuda resultaba más complicado inculcar sensatez en un hombre. De todas maneras, la puerta estaba cerrada con llave. Recordaba haber corrido el pestillo y haber comprobado un par de veces el tirador. Además, tampoco podía imaginar a ninguno de esos dos hombres intentando violarla. Tom casi no le había prestado atención en toda la noche, aunque lo había sorprendido en un par de ocasiones mientras él le miraba los pechos. Gallardetes, sí. Por otra parte estaba Theo, que aquella tarde se había quedado mirando no a ella, sino a través de ella, con la botella y la copa en las manos. ¿Era esa la locura a la que se había referido su padre? ¿Iba a tener que enfrentarse a Theo Parker, su cliente? Laura no estaba dispuesta a rendirse sin luchar.
Los pasos se acercaron. En ese momento, no debían de estar a más de medio metro de su puerta y reducían la distancia. Laura pensó en saltar de la cama, correr al cuarto de baño y gritar pidiendo ayuda, pero no sabía si en el baño había cerradura; en cambio, sí sabía que la puerta del dormitorio la tenía porque lo había comprobado. Además, si iba a enfrentarse con alguien, prefería hacerlo en un sitio donde tuviera espacio suficiente para maniobrar.
Su padre le había dado algo más que un consejo, eso no lo olvidaba, y aquello le dio valor para mantener el tipo o para jugárselo, porque de eso se trataba en realidad.
Los pasos se detuvieron ante su cuarto, y ella vio entonces un leve resplandor filtrándose por debajo de la puerta. Fuera quien fuese, ¿había encendido un cigarrillo? Entonces se le ocurrió la absurda idea de que en California no se podía fumar en los lugares públicos. De todas maneras, no parecía el reflejo de la llama de una cerilla, sino un resplandor anaranjado.
Entonces, la puerta se abrió bruscamente. El pestillo no corrió, el picaporte no giró. Simplemente, la puerta giró sobre sus goznes revelando la imponente figura de un hombre de pie en el umbral. No se trataba de Tom ni tampoco de Theo, sino de alguien mucho más corpulento, alguien con un cuerpo trabajado, un hombre al que sería difícil enfrentarse y rechazar.
El hombre fue hacia la cama. Laura le vio los ojos, los de un loco. Incluso en la oscuridad distinguió lo rojos que eran, inyectados en sangre y brillando con maligna intención. Iba a violarla, a hacer añicos los gallardetes y a matar a la persona que había detrás.
Laura lo observó acercarse. El corazón le latía con tanta fuerza que todo su cuerpo se estremecía con él en la cama. Aun así, siguió sin moverse. ¿Podría hacerlo? Era una pregunta para la cual no tenía respuesta. Mil veces se había preguntado qué haría en caso de que alguien intentase hacerle lo que habían hecho a Kathy, su hermana mayor, y siempre se había visto reaccionando; sin embargo, aquel hombre se estaba acercando a la cama donde yacía desnuda, y ella seguía preguntándose si sería capaz de moverse.
Capaz de emitir un sonido.
Cuando el hombre tendió los brazos para echársele encima, Laura Karczek apartó las sábanas justo lo suficiente para dejar al descubierto el regalo que su padre le había hecho para su décimo octavo cumpleaños —un Lady Smith—Wesson.357 Magnum— y empezó a disparar. No hubo advertencia previa, no suplicó ni intentó negociar, sino que vació el cargador en aquella bestia, empujándola con cada balazo hacia la puerta. Hasta que la oyó desplomarse con un golpe sordo.
Capítulo 26
Estaba bajando a toda prisa la escalera cuando me di cuenta de que iba desnudo: Eleanor y yo habíamos hecho el amor y después nos habíamos dormido. Los disparos nos despertaron. Me di la vuelta para volver a subir cuando Eleanor me lanzó una bata y pasó a mi lado corriendo mientras bajaba y se anudaba su peinador.
Cuando llegamos al cuarto de Laura vimos a Janice de pie en el umbral de la puerta. Tom apareció de inmediato detrás de nosotros. La luz se había ido, naturalmente, y los haces de las linternas danzaban en el pasillo. Accioné el interruptor del pasillo para asegurarme de la falta de electricidad; luego, entré en el dormitorio y encontré a Laura sentada en el borde de la cama, con las sábanas enrolladas alrededor de la cintura y desnuda de ahí para arriba, recargando un revólver.
—¿Qué ha ocurrido? — le pregunté.
—Alguien ha intentado violarme y lo he matado —dijo en un tono calmado que indicaba que estaba cualquier cosa menos calmada.
—Laura, cariño —intervino Janice—, suelta esa pistola.
Eleanor pasó a su lado, cerró la puerta lo suficiente para que nadie pudiera asomarse y entonces se dio cuenta de que yo estaba dentro.
—Será mejor que salgas —me pidió.
No dije nada y me limité a salir. Pasaron varios minutos mientras inspeccionaba los impactos de bala en la pared del pasillo: seis, en fila, de derecha a izquierda, como si los disparos hubieran mantenido una cierta progresión.
—De acuerdo, ya podéis entrar —nos avisó Eleanor.
Janice, Tom y yo entramos y encontramos a Laura sentada donde antes. Tenía el revolver en la mano. Hizo girar el barrilete, lo encajó y lo deslizó bajo las sábanas. Se había puesto unos vaqueros y una camiseta.
—¿Quién ha sido? — preguntó como si fuera un personaje de Policías de Nueva York después de haber abatido a un criminal. Tom y yo intercambiamos una mirada—. ¿Y bien? — preguntó para repetir a gritos—: ¿Quién ha sido?
Nadie supo qué responder.
—Habrá algo que lo identifique, ¿no? — insistió Laura levantándose de la cama y encaminándose hacia el pasillo, donde no había ningún cuerpo a la vista—. ¿Dónde está? ¿Acaso se ha escapado arrastrándose? — Accionó el interruptor, pero la luz se había ido. Me arrancó la linterna de las manos y fue por el pasillo. Fue entonces cuando me di cuenta de que tenía la pistola en la mano—. ¿Qué pasa con la maldita electricidad en esta casa? — aulló como un animal enfurecido.
—Laura... —empecé a decir en voz baja, no fuera que se diera la vuelta bruscamente y me vaciara el cargador encima—... Laura, ya te hablamos de que...
Entonces oímos el gemido. No fue ni mucho menos tan débil como el de la última vez, sino potente y fuerte. Sonó allí mismo, a mi lado, por todas partes.
La luz volvió, y el gemido cesó bruscamente.
—Theo —me llamó Tom desde el dormitorio.
Dejé gustosamente el pasillo a cargo de la División Blindada Ligera Janice y me retiré al interior del cuarto. Tom estaba inspeccionando una serie de agujeros de bala en la pared. Los mismos que yo había visto desde el otro lado.
—Mira aquí —me dijo.
Había sangre en la pared, salpicaduras.
—Chicos —avisé—. Venid a ver esto.
Eleanor encendió la luz de la habitación, lo cual acentuó el contraste de las manchas con el dibujo de flores del papel pintado que ella y yo habíamos colocado apenas una semana antes.
—¿Lo veis? — exclamó Laura apuntando insistentemente con el cañón del arma—. Había un hombre, y yo le disparé.
No cabía preguntarse si le había acertado. Lo único que cabía preguntarse era quién podía recibir aquellos disparos y sobrevivir. Naturalmente, la respuesta decía que nadie.
A menudo me había preguntado por qué la gente suele refugiarse en la cocina en momentos de crisis, y esa mañana descubrí la razón. La mesa de una cocina es un artefacto estupendo para apoyarse en él. Aguanta el café, aguanta la leche, aguanta a la gente que se apoya en ella con los codos y el rostro hundido entre las manos.
—Bueno —dijo Tom—. Lo reconozco, este lugar está embrujado.
—Había un hombre —insistió Laura—. Ese hombre intentó violarme, y yo le disparé.
—No, cariño —dijo Janice, que en realidad era la que estaba más despierta de todos nosotros y la que pensaba con mayor claridad—. Puede que intentara violarte, pero yo lo dudo. Lo que sí ha intentado es hacerte daño. De eso estoy segura. Sin embargo, la cuestión es si se trataba de un hombre. Yo no lo creo.
—Pues explícame las manchas de la pared —pidió Laura—. Deja que lo pregunte de otra manera —añadió dejando que interviniera su faceta de abogada—. ¿Puedes explicar las manchas de la pared como de otra cosa que no sea sangre humana?
—A mí me lo parecen —dijo Eleanor—. Yo también le habría volado las pelotas.
Aquella era una faceta de mi futura esposa que me resultaba desconocida.
—No le ha volado las pelotas, cariño —intervine—. A juzgar por los agujeros de bala de la pared, debió de acertarle repetidamente en la zona del pecho y hacerlo retroceder. Eres buena tiradora, Laura.
—Letal —contestó sin levantar la vista de su taza de café.
—Hay algo que estamos pasando por alto —dijo Janice, que estaba tomando helado. No sé por qué, pero comer helado a las dos de la madrugada se me antojó perverso—. Él está intentando comunicarse.
Interesante comentario.
—¿Él? — preguntó Laura—. ¿Quiere decir eso que reconoces que existe un «él»?
—Bueno, puede que llamarlo «eso» fuera más exacto —contestó Janice—, pero, cualquier cosa que haya aquí, llamadlo «fantasma» o como queráis, el caso es que puede adquirir entidad corpórea y hacer daño de verdad.
—Eso ya te lo habíamos contado —intervino Eleanor.
—Sí, pero no suelo creer a los aficionados —contestó Janice—. Lo siento, pero es que, luego, hemos escuchado ese horrible gemido, como si esa cosa nos hubiera dado un susto y quisiera llevarse el mérito.
—¿Un fantasma ególatra? — aventuró Tom.
—Era un hombre —insistió Laura.
—Sin embargo, no hay rastro de sangre —comentó Janice.
—¿Cómo que no? ¡Pero si la pared está llena de salpicaduras! — protestó Laura con visible irritación.
—Suponiendo que esté intentando comunicarse, ¿qué puede estar queriendo decirnos? — preguntó Tom bostezando en mitad de la pregunta.
Aquello me hizo sospechar que Tom era de los que necesitan sus buenas ocho horas de sueño, ni más ni menos. Curioso rasgo tratándose de un cazador de fantasmas.
—Está intentando decirnos «No os metáis conmigo» —dije, respondiendo a la pregunta de Tom—. Ya he intentado matarlo antes, y eso es lo que voy a hacer.
Todos salvo Laura estaban al corriente de la historia, pero nadie creyó que fuera el mejor momento para ponerla al día.
Seguía teniendo la pistola metida en la cintura de los vaqueros. Intenté resistirme a la tentación de mirarle los pechos, que obviamente no llevaban sujetador bajo la camiseta. Eleanor me sonrió cuando aparté la vista.
—Este es un tema que quería haber planteado antes —comentó Janice—. ¿Qué derecho tienes para matar esa cosa?
—El derecho que me da que esté en mi casa.
Ahí lo tienen. El derecho del propietario.
—Pues, entonces, no te importará que haga las maletas —me contestó.
—Mata a la gente —intervino Eleanor.
—Puede. Pero también puede que solo diga «¡buuu!» y que la gente se muera por su cuenta.
Tom alzó su taza como si quisiera proponer un brindis.
—Pues, entonces, confiemos en que no te haga «¡buuu!» a ti.
—Estoy de acuerdo con Theo —contestó Janice haciendo caso omiso al comentario de Tom—. Nos está diciendo que no lo molestemos. Ha utilizado grandes cantidades de energía para hacerse corpóreo y poder entrar en el cuarto de Laura. No sé qué hubiera pasado si ella no hubiera tenido la pistola, puede que la hubiera asesinado, pero las balas que traspasaron su realidad física tan costosamente mantenida fueron suficientes para lograr que se desvaneciera, aunque después le quedara energía suficiente para reírse de nosotros.
—Voy a matarlo —anuncié—, aunque solo sea en memoria del desgraciado de Phil Becker.
—¿Quién es Phil Becker? — preguntó Laura.
—El tipo que murió de un ataque al corazón.
Laura se sacó la pistola de la cintura y la depositó en la mesa.
—Becker tendría que haber llevado una pistola primero y haber preguntado después.
Conociendo la forma de actuar del ente y sabiendo que, tras haber gastado toda su energía, esa noche ya no nos molestaría más, Tom y Eleanor se fueron a dormir. Janice, Laura y yo nos quedamos en la cocina, consumiendo grandes cantidades de carbohidratos.
—Bonita pistola —dije a Laura.
—Mi padre me la regaló cuando cumplí los dieciocho. Quería regalármela antes, pero habría sido ilegal. — Yo la interrogué con la mirada, y ella continuó—: Mi hermana había sido brutalmente violada, de modo que mi padre regaló una pistola a todas sus hijas y les enseñó a disparar.
—¿Y nunca resultó herido por esas armas ningún inocente?
Nos miramos a los ojos con el asunto de la pistola de fondo.
—Todavía no —me contestó.
—La gente se mata todos los días en accidentes de coche, y no por ello prohibimos los automóviles —comentó Janice. Entonces cayó en la cuenta de lo que acababa de decir, se acordó de Lily y de cómo había muerto y se disculpó—: Lo siento, de verdad. Me parece que estoy cansada.
—No pasa nada.
—Era un hombre —dijo Laura, reafirmando su convicción de que no había sido un espíritu lo que había invadido su dormitorio.
—Entonces, ¿dónde se ha metido? — pregunté.
—No lo sé —respondió Laura—. ¿Esta casa no tiene un pasadizo, alguna puerta oculta?
Deseé que Eleanor no se hubiera ido a la cama porque me habría gustado preguntárselo. Mi experiencia con Monroe House era demasiado limitada.
—No lo sé, pero podemos mirar.
Encendí las luces del pasillo y después las de todas las habitaciones adyacentes al tiempo que dejaba abiertas sus puertas. Luego, me puse de rodillas y empecé a buscar, dando golpecitos aquí y allá con los nudillos, esperando oír algún sonido que delatara la presencia de oquedades o materiales extraños. Laura me imitó y se concentró en el suelo de madera.
—¡Santo Dios! — exclamó Janice, exasperada y engullendo otra cucharada de helado.
Recorrí toda una pared y después la de enfrente buscando algún tipo de escondrijo. No tenía por qué ser muy grande ni ocupar demasiado espacio. En realidad, no estaba buscando nada porque no había nada que buscar.
—¿Acaso habéis tenido en cuenta, mis intrépidos detectives, que no hay rastros de sangre en el pasillo? — preguntó Janice, que añadió—: Si uno le mete seis balas de un Magnum.357 en el cuerpo a un hombre se supone que habrá dejado un rastro de sangre, ¿no? Eso suponiendo que no lo haya partido por la mitad.
Me di cuenta de que Janice estaba poniendo a Laura de los nervios. Ella necesitaba creer en que había existido un violador y en que había logrado abatirlo de un tiro entre los ojos o en donde fuera que le enseñaran a uno a disparar.
Fulminé a Janice con la mirada. Ella se encogió de hombros, salió y fue a husmear al cuarto de Laura. Nosotros proseguimos con nuestra infructuosa búsqueda hasta que oímos la voz de la médium que nos llamaba.
—Chicos, será mejor que echéis un vistazo a esto.
Me puse en pie, ayudé a Laura a incorporarse (y de paso me fijé en la oscilación de sus pechos. Soy un tío, qué le voy a hacer), y entramos en el dormitorio.
Janice estaba examinando los seis agujeros de bala. Las salpicaduras de sangre habían desaparecido. Los orificios estaban limpios, y el papel se veía seco y desgarrado alrededor; la cola con la que lo habíamos pegado aparecía granulada.
—Esto es lo que suele pasar con los ectoplasmas —dijo Janice acabando el helado—. Hoy están y mañana han desaparecido.
Nos quedamos en la cocina hasta casi las cuatro, cuando Janice anunció que se iba a dormir, se levantó y salió. Yo me levanté también, pero Laura se quedó en el sitio.
—¿No estás cansada? — pregunté.
Inteligente pregunta. Claro que estaba cansada.
—Me quedaré sentada un rato más.
Uno no puede disparar una pistola mientras duerme. Era evidente que estaba muerta de miedo.
—Mira, si quieres puedes dormir con nosotros. Con Eleanor y conmigo —aclaré.
—Disculpa, ¿qué?
—Arriba, tenemos una cama plegable en el armario del vestidor —le aclaré—. No tengo más que sacarla de allí. Ya está hecha.
—Es muy amable por tu parte.
—Y si en plena noche me pongo cachondo, no te preocupes. Eleanor me lleva muy corto de correa.
Rió a pesar suyo.
Saqué la cama plegable del armario, abrí la puerta que daba a nuestra suite, encendí la luz y la metí dentro mientras Laura me seguía. Eleanor se agitó, medio dormida, en nuestra cama.
—¿Qué pasa? — preguntó.
—Laura dormirá con nosotros, cariño —le expliqué.
No creo ni que llegara a abrir los ojos. Se hundió en la almohada.
—Vale —farfulló—. Empezad sin mí.
—Ya ves —dije a Laura mientras desplegaba la cama—, he conseguido estropearle el sentido del humor. Hace apenas unos meses habría insistido en ser la primera.
—Muy gracioso —repuso Laura.
—Una cosa más —le dije poniéndome serio—. Se acabaron los tiros. Si pasa algo, pide ayuda. Estamos aquí mismo. ¿De acuerdo?
—De acuerdo.
—De hecho, me sentiría más cómodo si me entregaras tu...
—Ni hablar.
—Vale.
No llevaba nada bajo la bata, de modo que saqué un pijama de la cómoda y fui al baño a cambiarme. Cuando salí, Laura se había acostado ya. Sus vaqueros y la camiseta descansaban en el respaldo de una silla cercana. Supuse que el revolver estaría escondido allí y les eché un vistazo mientras me metía también en la cama, la cama donde estaba mi prometida, y apagaba la luz.
—Buenas noches, pistolera —dije a Laura.
—No sé si mencioné, Theo, que desde el primer momento en que te vi supe que tenías una mente retorcida.
—Pues yo no sé si te mencioné que cuando te presentaste tardé casi cinco minutos en mirarte a la cara y... ¡Ay!
Eleanor. La correa.
Capítulo 27
Me eché a reír.
—No. En serio —dijo Janice—. Ese ente, sea lo que sea, está intentando comunicarse, y creo que nosotros deberíamos prestar atención a lo que quiere decirnos.
Estábamos tomando café y bollos en el comedor. Eleanor sonreía mientras iba llevando los distintos productos de la cocina. Casi parecía que Monroe House se hubiera convertido en el albergue que pretendía ser, y ella fuera su directora. Para mí, era un misterio que semejante idea pudiera despertar tanta satisfacción. Estaba empezando a pensar que vivir en Los Ángeles no estaba tan mal después de todo. Sí, era una ciudad superpoblada, llena de pandillas, y el tráfico era un atasco las veinticuatro horas del día; pero, caramba, uno no se topaba con fantasmas.
Aquella mañana, Eleanor me acorraló cuando salí de la ducha y me sonrió maliciosamente mientras me agarraba —el qué, no lo diré— y me decía:
—Puedes mirar y coquetear todo lo que quieras, pero toca lo más mínimo y verás qué pasa con esto.
Era su respuesta a las inocentes bromas de la noche anterior con Laura.
—¡Eleanor, cuánta violencia! Sabes que solo me estaba divirtiendo —contesté.
Ella me besó largamente, tan largamente que tuvimos que darnos otra ducha, juntos esa vez.
En ese momento, mientras la observaba depositando en la mesa los bollos que eran su especialidad y preguntar a Tom, Laura o Janice si les apetecía esto o aquello, no pude evitar acordarme de la mañana y de la advertencia que me había hecho con burlona seriedad. Aunque, ya que lo pensaba, quizá no había sido tan burlona.
—Oye, Theo... —me dijo Janice.
—Prefiere que lo llamen «Parker» —intervino Eleanor—. No sé por qué. Nunca he conocido a un hombre más egotista.
—Será mejor que no le quites ojo de encima —dijo animadamente Laura—. Es un verdadero sabueso.
Se había recuperado de su encuentro con el ectoplasma de la noche anterior y parecía encontrarse bien. Se estaba tomando una taza de Earl Grey con un terrón —no dos— mientras comía lentamente una rebanada del pan de dátiles horneado por Eleanor como si de un manjar se tratara y ella tuviera todo el tiempo del mundo para saborearlo. Así es como ciertas mujeres conservan la figura.
Eleanor me sirvió un café solo y una tostada. Punto. No me quedó más remedio que aprovechar sus idas a la cocina para robar unas rebanadas de pan y engullirlas a toda prisa.
—Oye, Theo... —repitió Janice.
—Perdona. Estaba pensando en comida y en mujeres, cosa que suele ocupar toda mi atención.
—Hablaba de comunicación, de que está intentando comunicarse.
—Sí. Y sé lo que nos está diciendo: «No me fastidiéis».
—Janice es capaz de canalizar —terció Tom—. Eso es lo que intenta que comprendas.
Nadie dijo nada durante unos segundos. Hacía más de diez años que no oía la palabra «canalizar» utilizada en semejante contexto. Quince o veinte años antes había hecho furor, lo mismo que en el siglo XIX, cuando se conjuraron todo tipo de fantasmas e incluso se llegó a fotografiar alguno. Entonces, muchos fotógrafos habían recurrido a burdos trucajes de doble exposición para sobreimpresionar a familiares o para añadir borrosas figuras con aspecto humano tras los participantes de las sesiones.
—¿Pretendes montar una sesión? — le pregunté.
—Sí, si no te importa.
Importarme... Importarme... ¿Me importaba? ¿Quería realmente entrar en contacto con lo que fuera que tenía embrujada Monroe House? La respuesta más inmediata era que no. Aquella bestia había agredido a Laura la noche anterior y maltratado a Eleanor más de una vez en sus sueños pero con la fuerza suficiente para dejarle marcas en la espalda; había hecho salir del vestidor a una difunta Lily francamente real para que... ¿Para que me matara? ¿Habría sido capaz de matar a Laura? ¿Había intentado realmente matar a Eleanor?
—Desde luego, Janice, monta una sesión —le dije—. Me interesaría saber qué quiere.
—Creía que habías dicho que ya sabes lo que quiere —me preguntó Eleanor en uno de sus escasos momentos de inactividad.
—Sí. Lo que quiere es alimentarse. Escucha, Eleanor, antes de que yo llegara a Monroe House, ¿pensaste alguna vez que esa cosa tenía intención de matarte o de causarte algún daño físico?
—Daño, sí que me hizo.
—No. Me refiero a algo peor, puede que a matarte.
Eleanor sopesó la pregunta unos instantes.
—No lo sé.
—Desde luego, estabas aterrorizada —proseguí— y a medida que los sueños progresaban...
—¿Sueños? ¿Qué sueños? — preguntó Laura.
—Enseguida te lo contaremos —le dije y me volví hacia Eleanor—. A medida que los sueños progresaban empezaste a sufrir moretones en las piernas, tenías la sensación de que desgarraban la ropa. El terror fue en aumento, ¿no?
—Sí. Supongo que sí.
—La primera vez que tú y yo vimos que... —Busqué la palabra adecuada—, que se hacía tangible, cuando Lily, la Lily muerta salió del vestidor, yo no sabía que me haría daño. Me refiero a que estaba aterrorizado, desde luego, pero yo...
—A mí también me hizo daño, Theo. Acuérdate —me dijo Eleanor suavemente.
Era cierto, había tenido los labios tumefactos durante horas.
—Sí, pero tú me protegiste. Te interpusiste entre esa cosa y yo, entre yo y el terror. Te interpusiste entre él y su objetivo.
—¿Qué quieres decir? — preguntó Tom, que llevaba toda la mañana muy callado.
—Nosotros bebemos leche, ¿verdad? — pregunté—. ¿Y matamos la vaca?
—También comemos filetes —repuso Tom.
—Exacto. Obtenemos nuestro sustento de distintas maneras.
—Aquel hombre quiso violarme anoche —intervino Laura—. Violarme y después matarme. Lo sé.
—¿Cómo lo sabes? — preguntó Tom.
—No te preocupes del cómo. Lo sé.
—Laura, por favor... —tercié.
—Mi hermana mayor, Kathy, fue violada cuando yo era una niña... ¿Qué otra cosa podría haber querido?
Cogí sin disimulo un trozo de pan de dátiles. Eleanor me vio hacerlo y frunció el entrecejo. ¡Estaba tan bueno!
—A ver, repasemos. Eleanor estaba metida en problemas relacionados con el sexo y la autoestima —expliqué mientras sus ojos me atravesaban—. Lo siento, cariño, pero no tenemos más remedio que hablar de ello. Yo pensé que se debía a que era virgen —nueva mirada fulminante—, pero ahora creo que pudo haber algo más en juego. Cuando yo llegué, me sentía tan culpable por lo de Lily, por haber matado a Lily en aquel accidente, que yo... —No pude acabar la frase porque lo cierto era que seguía obsesionado con lo que había hecho, por haber apartado la vista de la carretera y haberme fijado en sus piernas. Si hubiera reaccionado con la debida rapidez al ver el 4x4...
—Theo...
—Disculpadme. La verdad es que estaba emocionalmente tan hecho polvo por la muerte de mi esposa que sin duda debí aportar mi ración de forraje para la vaca. Y la vaca me exprimió hasta la última gota. Primero, el sueño en el que Lily me perdonaba y que tuvo el efecto de hacer que me olvidara de Eleanor y la dejara desprotegida. Luego, en la suite, cuando la muerta Lily salió del vestidor y Eleanor me defendió.
Cuando dije que Eleanor me había defendido, Laura la obsequió con una sonrisa, creo que de respeto, por habérsela jugado por mí.
Maldita sea, iban a hacerse amigas.
—Después, vino lo de Laura —proseguí—, que sigue traumatizada por la violación y casi asesinato de su hermana. Laura, ¿me permites hablar abiertamente de lo que pienso de ti?
Ella rió. Mis opiniones no le importaban lo más mínimo y así era exactamente como debía ser. Me hizo un gesto con la mano: «Adelante».
—Laura es una mujer muy competente y motivada, una abogada sensata que no tiene miedo de enfrentarse con nadie.
—Y a la que pueden asustar como a cualquiera —añadió ella.
—Ayer, cuando le llevaba un poco de coñac a su cuarto, por si no lo saben es lo que toma para el dolor de cabeza, la vi a través de la puerta mientras se cambiaba. Estaba en ropa interior y...
—Era una combinación —explicó Laura a Eleanor, cuya respuesta fue una expresión de «ah», como si las combinaciones no contaran porque tenían mucha tela.
—Lo que quiero decir es que no te sobresaltaste, no fuiste corriendo a taparte con algo ni me ordenaste que saliera de allí. Simplemente, con mucha amabilidad, hiciste que me marchara.
—No te entiendo —repuso Laura—. ¿Qué tendría que haber hecho?
—Bueno, no sacaste un revolver y me disparaste.
—Theo, no entiendo lo que quieres decir.
—Anoche, tras el incidente, estabas pálida de rabia al tiempo que paralizada de terror.
—Sí.
—Lo que quiero decir es que todos somos lo que somos debido a lo que nos ha ocurrido en esta vida. Las experiencias de Eleanor con su padre y su familia la llevaron a tener mala opinión de sí misma, a no confiar en su sexualidad y a...
—Detalles —interrumpió Eleanor—. Demasiados detalles.
—Lo siento —me disculpé—. En cuanto a mí, yo sentía que había matado a mi esposa en un momento de despiste, y lo sigo sintiendo, aunque en un nivel menor. Laura ha vivido con el brutal hecho de que su hermana fue violada y maltratada. Laura se convirtió en alguien a quien semejante cosa no podría ocurrirle, ni de día ni de noche. Pero aquí, en esta casa, cada uno de nosotros...
—Nos ha ordeñado —dijo Tom—. Convierte todo eso en electricidad.
—¿Qué? — exclamó Janice—. ¿Electricidad?
—O puede que no sea electricidad —prosiguió Tom, entusiasmado—. Quizá la electricidad no sea más que un medio de intercambio. Esa cosa utiliza las emociones, las más poderosas generadas por nuestras experiencias del pasado, y las utiliza, las devora. Y cuando no tiene a seres humanos cerca, atrae animales.
—Solo que ellos no pueden proveerla de lo que necesita —dije yo—. Es entonces cuando pasa de la leche a los filetes.
—Os recuerdo a todos que anoche metí seis balas del calibre tres cincuenta y siete en el cuerpo de lo que, a mis ojos, parecía un hombre. Si ese hombre no era un hombre, ¿por qué tenía que cobrar cuerpo?
Aquella era una buena pregunta.
—Porque... —respondió Eleanor lentamente—, porque iba a violarte de verdad, Laura. Has levantado tal coraza a tu alrededor que la única manera que tenía de traspasarla era adquiriendo corporeidad y haciéndote lo que más temes. Su intención era tomarse el vaso de leche y también el filete.
—No sabemos lo que este ser quiere realmente —dijo Janice poniendo la nota discordante—. Todo lo que se ha dicho aquí no son más que conjeturas.
—Muy bien —le contesté—. Tengamos nuestra sesión de espiritismo. De todas maneras, no creo que haya una verdadera coincidencia de mentes. Al fin y al cabo, el granjero y la vaca rara vez se sientan juntos a la mesa.
Tom me preguntó si podía enseñarle el pozo donde había encontrado los cuerpos de los animales muertos. Llamarlo «pozo» suponía utilizar una palabra inadecuada ya que el suelo del sótano era llano a pesar de que, en alguna parte cerca del centro de la casa se producía una ligera depresión que no pasaba de unos treinta centímetros. No lo había hecho excavar, y después de haber retirado los restos y cubierto la zona, profundizar me había parecido carente de sentido.
Mientras bajábamos los peldaños, Tom me dijo:
—No te engañes, Theo. Janice va en serio, si es que eso es posible —añadió con una risotada.
—Lo tuyo se llama distanciamiento profesional —contesté.
—Bah, ahora es casi una costumbre; pero, así es como uno conserva sus credenciales en el seno de la comunidad científica. Escepticismo. Uno ha de mostrarse escéptico incluso ante la coliflor que ponen para cenar. Lo cierto es que los científicos son la gente más temerosa que he conocido. Se mueren de miedo por que su credibilidad profesional pueda ser puesta en duda por alguna teoría que quizá, puede, es posible que crean conceptualmente cierta.
—Si no puedes atacar la teoría, ataca al teórico.
—Exacto, pero eso mantiene a raya el fraude —dijo Tom mientras se agachaba al pasar bajo una viga de madera—. Todo eso del ver y tocar es imposible de demostrar porque no se puede reproducir a placer, pero eso no significa que no exista. He visto a Janice hacer cosas realmente raras.
—¿Como qué?
—Como hablar en albanés o en un dialecto extrañísimo. La grabé y me lo llevé a la universidad para hacerlo analizar.
—¿Hacía de «canalizadora» de un albanés muerto?
—Eso parece.
—¿Y eso no es prueba suficiente?
—Eso prueba que puede que su tía hablara albanés o que ella lo aprendiera de una amiga en el instituto o que cogiera algunas grabaciones de la biblioteca y aprendiera lo suficiente para engañar a los profes más ingenuos.
—Algunas cosas no pueden ser demostradas.
—Exacto. Algunas cosas no pueden ser demostradas —prosiguió Tom agachándose en el círculo donde yo había ordenado que echaran tierra—. Toma por caso la foto de un ovni; no es más que un trucaje fotográfico. Ahora encuéntrame un fragmento de platillo volante y resultará que no es más que un metal inclasificable que acabará olvidado en un rincón.
—¿Se ha hecho eso?
—Desde luego. Todas las universidades importantes tienen un armario lleno de cosas así. Una vez vi un trozo de metal que no podía quemarse. Lo llevamos a una planta de tratamiento de metales, ya sabes, donde endurecen metales más blandos envolviéndolos en carbón y calentándolos. Aquella cosa se tragó todo lo que le echaron, más de tres mil grados, y salió sin un arañazo; pero esa es otra historia. Mira, Theo, la cuestión es que hay algunos aspectos a los que la ciencia rehúsa enfrentarse. La verdad es que le da miedo enfrentarse a ellos. Por desgracia, esas son las cosas que me interesan. Mira este pozo de aquí.
—No es ningún pozo. No tiene más de treinta centímetros de profundidad.
—No lo has hecho excavar, ¿Verdad?
—Pues no.
—Mí olfato me dice que ahí abajo hay un pozo de unos tres o cuatro metros de profundidad.
—¿Qué te hace pensar eso?
—La descomposición acelerada que provoca la degradación del suelo y su hundimiento.
—No te entiendo.
—Hablo de digestión —dijo Tom.
Capítulo 28
—Lo que ocurre con los fantasmas —dijo Tom mientras caminábamos por el césped ante Monroe House, suponiendo que se pueda llamar «césped» a lo que teníamos en ese lugar donde escaseaba el agua—, al menos lo que me interesa a mí es la pregunta de por qué aparecen. Parte de ese asunto ya lo hemos hablado, los traumas de la vida, y todo eso; pero no es eso lo que me interesa.
Un halcón sobrevoló Monroe House. Una visión premonitoria. ¿Estaba siendo atraído o simplemente mostraba curiosidad por un tejado que aún no había marcado? ¿Acaso los pájaros marcaban el terreno y eran territoriales a su manera? Pero el ave acabó alejándose hacia Moonstone Beach agitando las alas para remontar los bosquecillos y las colinas que había de por medio.
—Lo que me interesa —siguió diciendo Tom cuando volví a mirarlo—, no son los fantasmas en sí, suponiendo que sean fantasmas —añadió con una sonrisa burlona—, sino el mecanismo de esa forma de vida. ¿Cómo se sustentan? ¿Comen? ¿Defecan? ¿Son lo que llamamos manifestaciones ectoplásmicas su equivalente a la defecación?
—Janice mencionó algo de ectoplasma la otra noche —dije yo.
—Bueno, lo que sugirió es que las salpicaduras de sangre que vimos en la pared eran cierta forma de ectoplasma, el material que los fantasmas crean o que de alguna manera producen, lo que les confiere corporeidad, entidad material.
—Pero ¿para que iba a necesitar un fantasma dotarse de carne, de materia que pudiera acabar salpicando una pared?
Tom reflexionó unos instantes.
—Mi teoría es que pretendía mantener un contacto sexual completo con Laura, eyaculación incluida.
Me detuve. Tom siguió caminando sin darse cuenta de que me había dejado atrás y se dio la vuelta.
—¿Sorprendido? — preguntó.
—Pues sí.
—Las apariciones de fantasmas que incluyen corporeidad son realmente infrecuentes —añadió—. Quiero decir infrecuentes con mayúsculas; pero, cuando ocurren, pueden ser algo muy feo.
—Define «feo».
—Muerte, desfiguración, violación y destrucción, a veces a gran escala. Hay constancia de unas apariciones en Atlanta, a finales del siglo XIX... Sí, ya sé que se trata del sur y que nadie en su sano juicio se lo tomaría en serio, pero el caso acabó con cincuenta personas muertas durante seis noches.
—Cómo... ¿Por qué acabó?
—Nadie lo sabe, pero se produjo un incendio que redujo a cenizas la mayor parte del barrio, incluyendo aquella casa. Puede que estuviera relacionado.
Seguí caminando con Tom a mi lado.
—Janice no puede ayudarnos con esto, ¿verdad?
—Lo dudo.
—Pero ¿y si se trata del espíritu de un minero muerto o, pongamos por caso, el de uno de los rancheros...?
—No creo que se trate de ningún espíritu. Más bien me parece una forma de vida. En mi opinión, la mayoría de las apariciones de fantasmas son variantes de esta forma de vida.
—Explícate.
Salimos de la propiedad y nos encaminamos por Burton Drive, donde estaban las tiendas que vendían cristales y libros sobre pociones y demás tonterías que la gente suele comprar. Me pregunté si habría alguna relación, si la espiritualidad, aquel pequeño pueblo costero y el ser de la casa podían estar remotamente relacionados.
—Al principio no estaba seguro —repuso Tom—. Y sigo sin estarlo; pero, si tenemos en cuenta que el tipo que construyó esta casa era botánico, entonces encaja. ¿Has oído hablar de esa planta, la Venus Atrapamoscas, la que atrapa y devora insectos? Bueno, pues resulta que hay todo un rosario de plantas de ese tipo, pequeñas, grandes, más grandes... Su digestión es lenta porque las plantas no tienen intestinos, al menos como los conocemos. Con frecuencia desprenden un olor dulzón que atrae a sus presas hacia ellas. Es entonces cuando cierran las mandíbulas y capturan los insectos.
—No veo la relación.
—Creo... —Me regaló una de sus sonrisas de «soy científico» y se corrigió—: Mejor dicho, mi teoría es que en algún lugar de tu casa hay una planta. Es posible que su especie, y sigo teorizando, haya empezado como una Venus Atrapamoscas hace millones de años, atrayendo a sus presas con su olor o puede que con un sonido, ese gemido que hemos oído, que en estos momentos no sería más que un vestigio inútil. Es posible que esta especie empezara a adaptarse de un modo que la diferenciara de otras plantas consumidoras de proteínas. Y también teorizo que, a modo de mecanismo de defensa, ha ido desarrollando una forma de inteligencia distinta a la nuestra.
—¿Bajo la casa?
—Un mecanismo de defensa. Podía estar oculta fácilmente tras una roca o en el subsuelo; pero ha de tener una forma de atraer a sus presas. También ha de ser omnívora, como nosotros, capaz de comer cualquier cosa. La verdad es que creo que esta especie es incluso más omnívora que nosotros. Me da la impresión de que es capaz de vivir, aunque solo sea durante breves períodos de tiempo, alimentándose de la luz solar igual que sus congéneres, comiéndose cualquier criatura de base proteínica y convirtiendo energía emocional en alimento.
—¿Has visto alguna planta así?
Nos detuvimos ante una pequeña tienda llamada Moonstones, donde se vendía una preciosa artesanía de cristal. Rayos de luz surgían de su interior por el sol que se reflejaba en los objetos que se exhibían en el escaparate.
—No. No he visto ninguna planta así.
—Entonces, no es más que una teoría como otra, ¿no es eso? — le dije.
—Pero creo que te la puedo demostrar —repuso Tom—. En tu casa.
—¿De qué modo?
—¿Te acuerdas de nuestra conversación cuando llegué? Hablamos de cómo la casa absorbe energía durante el día y durante la noche la toma de la corriente eléctrica. ¿Te acuerdas de esa conversación?
—Sí.
—¿Y de que dije que lo hacía desde el tejado?
—Sí.
—Bien, pues entonces tiene que haber algo, unas raíces, unas parras, algo de esa planta que trepe hasta el tejado.
—¿Dónde? No hemos visto nada de eso. En Monroe House ni siquiera crece la hiedra.
—Por las paredes —contestó Tom con una sonrisa—, entre las paredes. Y, seguramente, el lugar más fácil para encontrarlas será en el pequeño aguilón que hay encima de la entrada.
Cuando regresamos a la casa no dijimos nada a nadie. Cogí un martillo de sacar clavos de la caja de herramientas y junto con Tom me dirigí a la escalera plegable del techo del pasillo, que daba acceso a la buhardilla. El polvo cayó en forma de bolas y como lluvia cuando la desplegamos. Subimos rápidamente y la recogimos una vez arriba.
El sol se filtraba por entre las rendijas de los postigos. Había marcos de mosquitera y cristales, y resultaba bastante civilizado. Tom se dirigió hacia la parte de delante de la casa, caminando despacio por la tablazón. Yo lo seguí con prudencia. Cualquier reparación saldría de mi bolsillo.
El pequeño aguilón no era más que un añadido, un simple cajón vertical, pero las paredes estaban hechas de yeso y tablero. Típico de las construcciones antiguas.
—Déjame ver el martillo —me pidió Tom cuando se hubo situado entre las dos paredes, haciendo fuerza con las piernas.
—¿Qué vas a hacer?
—Esto es una pared doble, Theo. Voy a ver qué hay en medio.
—¿Cuánto piensas romper? Bueno, da igual. Toma. — Le entregué el martillo y me aparté al acordarme de que los constructores de aquella época con frecuencia utilizaban amianto como elemento de cohesión y como aislante ante el fuego.
Tom empezó a dar golpes con la afilada doble punta de la herramienta. Tuvo que martillar varias veces antes de poder traspasar la tablazón y arrancar un trozo. Lo dejó caer al suelo.
Durante unos segundos no dijo nada. Luego, me hizo un gesto para que me acercara.
No tuve que ponerme de puntillas para verlo. Era una parra. Una parra gruesa como el brazo de un hombre, con hojas que se veían verdes y sanas a pesar de que allí no había manera de que les llegara la luz del sol.
—Aquí tienes mi planta —anunció Tom.
Tenía que ser enorme. Las ramificaciones debían recorrer las paredes, las habitaciones, los cuartos de baño y la cocina y trepar hasta el techo. Sí, enorme.
Tom sacó una navaja de bolsillo.
—¿Qué vas a hacer? — le pregunté.
—¿A ti qué te parece? Voy a cortar una muestra.
—¡No! ¡No lo hagas! No sabes si...
Pero la hoja se dejó cortar sin oponer resistencia.
—Ojala hubiera cogido una bolsa hermética —dijo Tom—. Toma, sujeta esto mientras corto unas pocas más.
La hoja cayó lentamente al suelo, y yo la observé con fascinado espanto porque sabía que aquella punta del dedo que acabábamos de cortar no había pasado inadvertida a su propietaria.
Tom cortó más muestras, principalmente hojas pero también una sección del tronco de la que manó una sustancia blanquecida cuyo olor dulzón apestaba.
La planta no se movió, como yo había esperado, ni golpeó ni fustigó a Tom o a mí; sencillamente se quedó quieta y permitió que aquellas manos humanas la cortaran, que es lo que las manos humanas han hecho con las plantas desde siempre. Entonces se me ocurrió que aquella cosa quizá no fuera tan terrible, que al fin y al cabo solo era una planta, algo que crecía de la tierra igual que el trigo, el maíz o los arbustos espinosos. Nosotros habíamos conquistado la naturaleza, ¿por qué no íbamos a hacer lo mismo con aquella cosa inmóvil?
Tom se apartó.
—Esto es el extremo de la parra, el final. No creo que a partir de aquí crezca más de unos treinta o cuarenta centímetros. Ahora es de día, de modo que se estará alimentando; por lo tanto, anda ocupada.
—¿Se puede mover?
—Me has pillado —repuso Tom con una sonrisa—. Pero una cosa está clara: los tipos del laboratorio de horticultura estarán analizando estas preciosidades mañana por la mañana. FedEx, allá vamos.
Tom redactó un detallado e—mail que envió con su IBM Thinkpad a través de una de nuestras líneas telefónicas. Cogió prestadas varias bolsas herméticas de la cocina —no dijimos palabra a nadie de todo aquello— y lo acompañé a la oficina de correos de Bridge Street que también se ocupaba de los paquetes de FedEx.
—Hay algo que me preocupa —le dije—. Sigo pensando en el ataque que sufrió Laura. ¿Para qué iba a querer esa cosa eyacular en ella?
—Desde luego, no por razones de reproducción. No se ha adaptado tanto, no —contestó Tom pasándose el sobre con las muestras de una mano a otra—. Creo que se trata de una planta inteligente, puede que más inteligente que nosotros en algún sentido. Durante su evolución habrá aprendido cómo piensan sus presas. Mira, por esto pueden darme el premio Nobel, ¡de verdad!
—Tom...
—Ah, sí, la violación... Bueno, lo que creo es que intentó reproducir una violación hasta sus más pequeños detalles.
—¿Reproducirla por la reacción de Laura o simplemente porque le gustó la idea?
—No te entiendo.
—¿Nos aterroriza para procurase alimento o simplemente por placer?
Estábamos haciendo cola en la oficina de correos. Teníamos gente delante y una persona detrás.
—No veo qué importancia pueda tener eso —contestó Tom.
—Tom, el terror es una cosa; el sadismo, otra.
—Sigo sin ver qué importancia puede tener —me dijo—. Esa cosa estaba creando su intervención más terrorífica hasta el momento y la más detallada, y después iba a matarla. La motivación me parece irrelevante.
Cuando regresamos, Tom fue a la sala de estar para hacer algunas llamadas. Yo reuní a todo el mundo en el porche y les conté lo ocurrido. Laura se enteró de que la criatura había intentado violarla y matarla, quitarle la vida tal como ella había temido que se la quitaran desde niña.
—Puedo llevarte con el coche hasta San Luis Obispo, donde podrás coger el primer tren que pase con destino a Los Ángeles —le comenté.
Se había puesto una cazadora de aviador cortada a propósito para que realzara su femenina figura. Se la levantó ligeramente y nos dejó ver la culata del Magnum 357.
—No pienso marcharme a ninguna parte —declaró.
—Laura, escucha, voy a cerrar esta casa. Voy a hacerla cubrir y fumigar. Voy a desconectar la luz y matar a esa cosa.
—¡No! — intervino Janice—. No. Por lo menos permitidme que tengamos nuestra sesión.
—Puedes montarte tu sesión en la universidad con las muestras que hemos cortado.
—Mira Theo, según parece, lo que tienes entre las paredes de esta casa es una planta. No sé qué clase de planta puede ser, pero no se trata de un fantasma, no tiene nada que ver con fantasmas ni produce nada que un fantasma pueda aprovechar. Los fantasmas son restos de seres humanos que han vivido, no la proyección de un nabo gigante.
—Lo siento, Janice —dijo Tom saliendo y dejando que la puerta mosquitera se cerrara tras él—, pero tus fantasmas no pintan nada, al menos en este asunto.
—Yo creo que deberíamos seguir adelante con la sesión —dijo Laura.
—Y yo también —añadió Eleanor, lo cual significaba que también contaba con mi voto afirmativo aunque solo fuera por proximidad. Tendríamos nuestra sesión.
—Yo también voto a favor —dijo Janice en tono triunfal—. Eso suma tres votos. Mayoría.
—Tú no cuentas, Janice —replicó Tom—. Esta casa es de Theo, aquí presente. ¿Tú qué dices, Theo?
—Eleanor, cariño —le pregunté con mi mejor falso acento irlandés—, si digo que no, ¿me harás sitio esta noche en esa cama tuya?
—No —contestó—. Esta noche, no; y puede que ninguna otra.
—Pues entonces tendremos sesión.
Capítulo 29
Janice recomendó que esa noche tomáramos una cena ligera, cosa que para mí implicaba que cabía la posibilidad de que acabáramos vomitando hasta la primera papilla durante nuestra pequeña reunión con los muertos. Sin embargo, ella lo descartó.
—Uno piensa mejor cuando no tiene el estómago tan lleno —me dijo, lo cual me pareció curioso porque iba en contra de mi experiencia.
Fuera como fuese, Eleanor preparó, esa vez con la ayuda de Laura como pinche, una ensalada que acompañó de varios aderezos y de jamón y pavo asado picado servido aparte para los chicos. Aviso de antemano que no nos quedamos con hambre.
Después de la cena, Tom y yo nos retiramos al porche con unas cervezas sin alcohol. Eran las únicas que teníamos porque, aunque yo estaba más sediento de cerveza que un bávaro, hacía tiempo que Eleanor había decidido que debíamos comer y beber menos y hacer más ejercicio. Eleanor se había hecho con el control de mi cuerpo en más de una deliciosa manera, un acto de posesión que me lleva a hacer otro comentario acerca de las mujeres que nos rodean:
Una vez nos hemos emparejado —lo cual equivale a decir que nos hemos conectado varias veces de nuestra particular manera— ellas llegan a la conclusión de que nunca nos separaremos y que permaneceremos unidos. Más adelante, si se «hacen» hijos o si «los hijos llegan», como se prefiera, y puesto que estos han permanecido unidos a ellas durante la gestación, ellos también les pertenecerán. Todo lo que se relacione durante el tiempo suficiente con esa vagina se convierte en elemento de su propiedad, elemento en el que ellas no llegan a ver a un ser humano con sus propios derechos de territorialidad. Las mujeres deberían colocar un letrero que avisara: «TODO LO QUE ENTRE O SALGA DE AQUÍ SE CONVERTIRÁ EN PROPIEDAD DE...».
Aun así, nos tomamos nuestras cervezas y disfrutamos del silencio, el maravilloso silencio que es uno de los tesoros de Cambria.
—¿Conoces ya a la mayoría de la gente de la zona? — me preguntó Tom.
—Pues te conozco a ti, a Janice, a Laura, conozco a una fontanera, a un electricista dipsómano, a la mujer que tiene la tienda de comestibles y... Ah, y también conozco al cartero.
—Caramba, eres una fiera haciendo amistades —comentó Tom.
—La gente no deja de presentarse para conocerme —expliqué—. Cambria está lleno de gente amistosa. La cuestión es que yo sigo con el chip de Los Ángeles, de modo que no consigo acordarme de sus nombres ni de lo que hacen. Ya sabes, en Los Ángeles uno no se acuerda nunca de esas cosas. Allí, tus amigos viven en Torrance, Burbank o Santa Monica y son todas amistades profesionales basadas en intereses compartidos. No se trata nunca del vecino que vive enfrente.
—Como he dicho —insistió Tom—, eres un tipo de lo más sociable.
—Sí, seguramente así soy yo.
—En cambio, supongo que Eleanor conocerá a todo el mundo.
—En realidad, es al revés. Todo el mundo la conoce. Antes era muy tímida.
—¿Con esas piernas?
Fulminé a Tom con la mirada.
—Es solo un comentario elogioso —aclaró.
—¿Tú crees que es guapa?
—Desde luego.
—Sí —añadí—. La verdad es que a mí me parece que está estupenda, pero cuando la conocí no me lo pareció.
—Eso es algo que depende de cómo se presenten las mujeres.
—¿Te refieres a Laura, por ejemplo?
—Sí. Tiene una estupenda presentación: buenas piernas, buenas tetas; pero estar con ella debe de ser como montar un potro salvaje —dijo Tom riendo—. Además uno tendrá que hacerlo todas las noches, una y otra vez, porque ese potro no va a querer que le quiten la silla.
—¿Ese qué? — preguntó Laura.
Estaba en la puerta mosquitera, con las palmas apoyadas en la tela y dispuesta a abrirla, cosa que finalmente hizo. Tom y yo nos dimos la vuelta y la miramos como dos colegiales a los que hubieran pillado con la bragueta abierta. ¡Arriba cremalleras!
—¿Cómo has dicho? — preguntó Tom haciéndose el despistado.
—Te he oído —repuso Laura—, y tienes razón salvo en una cosa: ninguno de vosotros dos, vaqueros, aguantaría lo suficiente encima de esa silla.
—Estoy seco —anunció Tom mostrando la botella de cerveza vacía y entrando en la casa.
Laura se sentó conmigo en la barandilla y contempló la noche.
—Lo siento, hablar de mujeres es una de las cosas más divertidas que hay —le dije—. Solo le gana...
—Sí, nosotras también lo hacemos con los hombres —comentó ella—. Que si este tío podría, que si tú crees que ese otro no sé qué... Sí, nosotras también lo hacemos.
—Lo sé. Alguna vez he espiado conversaciones así.
—No entiendo cómo llegaste a pensar que Eleanor era vulgar —comentó, con lo cual descubrí que había estado más tiempo del que yo creía en la puerta. Ella también había fisgado—. Tiene el tipo de una modelo y una cara preciosa.
—Pues también me gusta lo que hay dentro —observé.
—Claro. Casi no tiene pecho, pero eso es algo que gusta a ciertos hombres.
—¡A este sí!
Por alguna razón, los dos nos echamos a reír igual que un par de experimentados veteranos.
—Además tiene sentido del humor —añadió Laura—. Un poco como tú, lo que pasa es que tú eres un tío y eso te quita gracia.
—Resulta curioso cómo el sexo se entromete en todo.
—Sí. El hecho de que los hombres deseéis tiraros a todas las mujeres con las que os cruzáis, eso sí que se entromete en todo.
—Eso no es verdad —protesté—. Nunca he sentido la menor atracción hacia la Abuela de Hierro.
Lo cierto era que resultaba difícil imaginar a Lillith DeMay manteniendo relaciones sexuales con nadie, teniendo hijos o siquiera siendo joven. Pero yo era un tipo que usaba bastón, cuyo cabello había empezado a encanecer (el estrés, sin duda) y que se daba cuenta de que ya no era la persona que había sido.
—¿Y qué piensas de Tom? — le pregunté.
—Pues que no creo que Tom sea la clase de tío capaz de aguantar en la silla —repuso Laura con una carcajada—. La verdad es que no estoy segura de que a Tom le interese siquiera subirse a la silla.
¿Tom, homosexual? Si lo pensaba bien... Pero qué sabía yo.
—¿Tienes novio, Laura? — le pregunté.
—Soy abogada —me contestó—. ¿Has conocido a alguna abogada que lo tuviera? En fin, puede que algún día me haga juez. — No entendí el chiste, de modo que no me reí—. Nos pasamos el día en los tribunales y las noches preparándonos para comparecer en los tribunales; y nos relacionamos con hombres cuyas esposas se ocupan de recogerles la ropa en la lavandería y de prepararles la cena; pero, lo que ellos desean de nosotras es hacernos lo mismo que pretenden hacer a la parte contraria que se sienta en la sala. ¿Entiendes la situación? Si lo pienso detenidamente, es cierto que conozco algunas mujeres abogadas que tienen marido; una de ellas está casada con un patrullero de carreteras, pero creo que es ella la que está casada, no él. También conozco otra casada con un jardinero. ¡En serio, es él quien va a la lavandería y calienta la cena de ambos en el microondas! Pero ¿qué me dices de ti?
¿Yo? Bueno, hasta hacía poco no era más que un solterón empedernido en cuya nevera solo había cervezas y refrescos y cuya cama estaba más vacía que llena. Entonces había aparecido Lily, las seis semanas de coma, los meses y meses de rehabilitación y...
—Este año me he enamorado dos veces —contesté en voz baja—, así que supongo que debo de estar en época de maduración o de florecimiento o algo así, no sé.
—Eso es algo que veo en Eleanor. Has marcado una diferencia en su vida. Además, me lo ha contado. ¿Qué me dices de Lily?
—Mismos sentimientos, distintos colores.
—¿Sigue estando en la cama contigo?
¡Vaya! Aquello sí que era una pregunta curiosa. Sin embargo, lo cierto era que durante un tiempo Lily me había acompañado a la cama; o, mejor dicho, en mi cama había habido un agujero donde ella solía dormir. Eleanor había llenado aquel agujero y lo había hecho suyo.
—Ya no —le contesté—. Al principio, sí, y durante bastante tiempo; pero Eleanor...
—Está loca por ti —me dijo Laura.
—Pues, entonces es que está loca de verdad.
—¿Asustado por la sesión?
—No. ¿Por qué debería estarlo?
—Porque Eleanor estará allí —contestó Laura—. Y puede que Lily aparezca también.
Llevaba un rato en el porche, a solas, cuando oí que Janice me llamaba. Al entrar me di cuenta de que Tom y Laura habían estado hablando porque estaban sentados juntos y ella sonreía por algo que él acababa de decir, pero no con su sonrisa de chica dura, sino abiertamente. Eleanor había dejado una silla libre para mí, al lado de ella, desde luego. Me senté. Janice estaba a mi izquierda.
—Las luces —dijo.
Eleanor depositó un candelabro sobre la mesa y encendió tres largas velas; luego, apagó las luces de la sala. A pesar de todo, quedaron otras encendidas, pero débiles y distantes: en la cocina y en el pasillo de arriba.
—Creo que debería decir algo sobre cómo funcionan estas cosas y lo que podéis esperar —dijo Janice—. Yo soy una canalizadora blanca, lo cual significa que cambio un poco mientras me hallo en trance. Sí, Laura, se trata de un trance. Te he visto alzar los ojos al cielo.
—Lo siento.
—No pasa nada —continuó Janice—. Intentaré establecer contacto con cualquier forma espiritual que se halle presente. Puede que alguno de vosotros vea algo más que a mí canalizando esos seres. De hecho, puede que alguno de vosotros los vea. No os asustéis. No es más que gente que ha fallecido.
Aunque saltaba a la vista que no creía una palabra, Tom no dijo nada,
—Necesito que alguien haga de guía —dijo Janice—. Tom, tú has hecho esto antes.
¿Tom había hecho antes de guía para Janice, Tom el científico?
—Que conste que no creo en nada de todo esto —advirtió a los presentes.
—Tanto mejor.
Tom asintió.
—Cogeos de la mano —nos ordenó Janice.
Sí, como si yo no lo hubiera visto venir. A mi derecha se encontraba Eleanor; luego, Tom, Laura y Janice, que me sostenía la mano izquierda.
Durante un buen rato no ocurrió nada, y pensé seriamente en retirar la mano del círculo para rascarme la nariz. Justo entonces, la cabeza de Janice cayó hacia atrás. Pasaron unos segundos.
—Di cómo te llamas —ordenó Tom.
Janice empezó a mover la cabeza hacia delante y hacia atrás; primero, lentamente; después con mayor fuerza y velocidad mientras decía:
—¡No hay forma de salir! ¡Maldita sea, no hay forma de salir!
—Dinos cómo te llamas —ordenó Tom sin alzar la voz.
—Becker —repuso Janice con voz profunda. No era una voz masculina, pero sí más grave de lo normal en ella—, Phil Becker. ¿Dónde estáis? ¿Dónde estáis? ¡No hay forma de salir de aquí!
—¿Dónde estás, Phil?
—¡Estoy en la casa, tío! ¡Estoy en la maldita casa!
—¿Por qué tienes miedo?
—¿Que por qué tengo miedo? ¿Que por qué tengo miedo, gilipollas? ¡Mira! ¡No tienes más que mirar!
—No podemos verte, Phil. Tendrás que explicárnoslo.
—¡En la escalera! ¿Es que no lo veis en la escalera? ¡Pero si está en la jodida escalera!
—¿El qué?
—Mi cuerpo. ¡Oh, Dios, no! ¡Por favor, no, no! ¡No estoy...!
Janice se quedó inmóvil.
Eleanor me miró en busca de apoyo, pero yo hice un gesto de encogimiento de hombros: había visto mejores efectos especiales en las películas. Laura sonrió al otro lado del círculo de manos entrelazadas. La situación parecía una tontería, pero al mismo tiempo algo serio. Evidentemente, la muerte de Phil Becker era algo conocido por todos los que estábamos a la mesa.
La cabeza de Janice volvió a caer hacia atrás. Empezó a hablar en español. Por suerte, Laura dominaba el idioma y habló.
—Soy abogada y trabajo en Los Ángeles —dijo tomando el relevo de Tom, que la miró con expresión interrogadora.
Janice siguió hablando en español, y Laura tradujo.
—Dice que es una sirvienta, que limpia las habitaciones. Duerme en la zona de servicio, que es el cuarto que yo ocupo ahora. Durmió allí anoche. Un hombre se presenta en su puerta. Es tarde. Ella no conoce a ningún hombre. Tampoco ha hecho amistad con los huéspedes. No tiene novio... ¡Pare! La puerta no está cerrada con llave. Ninguna de las puertas lo están. Está entrando... ¡Pare! ¡Deténgase! ¡Deténgase! ¡La está violando! Es... ¡Oh, Dios mío!, creo que sí es... ¿Qué aspecto tiene? Sí, alto, con... ¡Sí!
Laura rompió el círculo al ponerse en pie mientras empujaba la silla hacia atrás haciéndola chirriar en el suelo de madera.
Janice abrió los ojos en el acto.
El silencio se apoderó de la estancia mientras Laura miraba profundamente en su interior.
—Ya ha matado antes —dijo en voz queda, como si percibiera los hechos por primera vez—. Lo ocultaron todo. La doncella volvió a México, según dijeron. Pero hubo otros. Un huésped de San Francisco enterrado bajo la casa. Un hombre de Chicago, otro de Connecticut, dos hermanos de Alemania, asesinados uno tras otro; una niña pequeña, de unos seis o siete años, estrangulada por ese hombre, estrangulada, ¡estrangulada!
Sujeté a Laura y me disponía a zarandearla, como hacen en las películas, pero algo en los ojos de Eleanor me hizo comprender que lo que Laura necesitaba era que la consolaran. Así pues, la estreché entre mis brazos y le dije que todo iba bien, que todo iba bien y que todo pasaría. Mientras se lo decía, ella prosiguió:
—También hubo un hombre de Paso Robles, asesinado. Y otra mujer, con su marido, en su noche de bodas. Y después, el hombre del accidente del tractor; y el atropellado por el tren...
—¿Accidente de tractor? — preguntó Tom—. ¿Qué accidente de tractor? ¿Qué tren?
—Y un accidente de coche en la Highway número uno: dos niñas pequeñas y sus padres. La madre se decapitó con el parabrisas. Y también la anciana enferma de cáncer, y otra de enfisema, y el hombre de los ataques al corazón y...
Eleanor le arrojó un poco de agua al rostro, y Laura calló en el acto.
—Theo... —dijo Lily.
Me aparté lentamente. Laura se despertó en mis brazos y miró a Eleanor.
No cabía duda de que Lily estaba dentro de ella. Su rostro había adquirido los rasgos de Lily, y su voz era la voz de Lily.
—Theo, ¿me oyes? — preguntó.
Durante un segundo que me pareció una eternidad, escuché lo que me pareció el eco de Lily disipándose igual que un fantasma en la sala en penumbra.
—Sí, Lily —le contesté.
—Theo, la bestia nos tiene —dijo a través de la boca de Janice—. Nos tiene a todos. Tienes que matarla. Theo, por favor, mátala.
—Pero, Lily, ¿cómo...?
—Mátala, Theo. Si me quieres, mátala. — Y con un último y lastimero grito añadió—: ¡Libéranos!
Capítulo 30
—¡Os vais a marchar! — grité a Tom—. ¡Os vais a marchar ya! ¡Haced las maletas! ¡Aquí no duerme ni un alma esta noche!
—Pero, Theo, ¡piensa! Piensa cómo es posible que un ser haga todo eso, accidentes de tractor, muertes por cáncer, la gente muriéndose de ataques al corazón lejos de aquí.
—Esta noche aquí no duerme nadie —le repetí mientras en mi cabeza resonaba la voz de Lily. Estaba decidido a matar aquella cosa. Iba a retorcerle el pescuezo sin que me importara si era animal, vegetal o mineral.
Eleanor se llevó a Laura al rincón, rodeándola con los brazos, y las dos se sentaron en el sofá.
—Ha sido como si... —balbuceó Laura—. Ha sido como si lo viera con mis propios ojos, como si viera los asesinatos, las muertes a lo largo de los años; con diferentes propietarios pero todos tomando las mismas decisiones, protegiendo sus inversiones.
—¿Qué me dices del accidente de tractor? — preguntó Tom.
—Sí, ese también. Ocurrió en una granja situada en el acantilado, cerca de lo que hoy es East Village.
—Has hablado de cáncer y de ataques al corazón.
—Sí.
—Pero no estaban relacionados con esta casa.
—No. ¡Sí, pero no! — farfulló Laura—. No puedo explicarlo. ¡Están todos aquí! ¡Todos ellos!
—Está apoderándose de las almas, Theo —me dijo Eleanor—. De algún modo, no sé cómo, también captura las almas.
—¡Demuestra que el alma existe! — gritó Tom—. ¡Demuéstralo!
—¡Es un ser maligno! — chilló Janice, que había permanecido sentada en la mesa, donde todos nos habíamos reunido minutos antes—. ¡Es un ser maligno y hay que matarlo!
—Ve a hacer las maletas, Tom. Esta noche no dormirás aquí.
—¡Escuchadme! — gritó—. ¡Escuchadme un momento! Esta es la primera vez, la primera de verdad que tenemos pruebas sustanciales, sustanciales del tipo ver y tocar, del origen de las leyendas de fantasmas. ¡Comprobación, tío! ¡Pruebas!
—Mátalo —dijo Laura—. Mátalo porque si ahora mismo te caes muerto por la razón que sea, esa cosa se apoderará de ti, Theo. Se apoderará para siempre.
—Mira, señorita abogada —replicó Tom en tono burlón—, puedes irte buscando habitación en algún hotel cercano porque yo no pienso...
—¿Buscar habitación en un hotel? ¿Tú estás loco? Lo que voy a hacer es largarme de este condado ahora mismo —contestó Laura, que acto seguido salió a grandes zancadas para hacer las maletas.
—Tiene razón —intervino Janice—. El alcance de este ser es importante. No sé cuánto, pero yo no me iría como mínimo a Morro Bay, solo por si esta noche me daba un ataque al corazón.
Eleanor se enroscó en mis brazos igual que un gato y me susurró al oído:
—Por favor, Theo, mátalo. Mátalo para que puedan descansar en paz.
Tom no me dijo una palabra mientras metía sus bolsas alemanas de piel en el Volkswagen. No había asfalto donde pudiera quemar los neumáticos, pero en cambio levantó una nube de polvo que me acompañó hasta que regresé a la casa.
Laura depositó su maleta en el vestíbulo y dio un abrazo a Eleanor. Me acerqué y también me abrazó a mí.
—Chicos, cuidaos mucho el uno al otro. Ha sido divertido dormir con vosotros.
Las cejas de Janice se alzaron visiblemente.
—Oh, cállate —le dije.
Ella rió. Sus maletas ya estaban en la puerta.
Acompañamos a Laura hasta la furgoneta de Eleanor, dejamos el equipaje en la parte de atrás, y ella subió al asiento del pasajero. Me puse al volante.
—Iré a San Luís Obispo para que Laura tome el tren allí y volveré. Como mucho, tardaré hora y media —dije a Eleanor.
—Tendré listas nuestras cosas para cuando regreses —contestó.
—Quédate con Janice —le advertí.
—Y con la pistola —añadió Laura, que le había entregado el Magnum tras darle una rápida lección de cómo apuntar y disparar. En mi opinión, no le iba a servir de nada; de todas maneras, Laura se quedó más tranquila, y debo admitir que yo también.
Laura cogió el tren de las diez y cuarto hacia Los Ángeles, y yo regresé a Monroe House al cabo de una hora y cuarto. Encontré a Eleanor y Janice sentadas en el capó del coche de la médium bebiendo café. Prometimos seguir en contacto con Janice, y ella nos recordó el libro que pretendía escribir —eso sí, con nuestra ayuda— y se marchó en dirección norte, hacia San Francisco.
En cuanto a nosotros, buscamos alojamiento en Morro Bay.
Me entristeció saber que aquella noche un hombre murió en Cambria. De cáncer. Me habría gustado poder dirigirme a las autoridades y explicárselo todo, pero sabía que habría sido inútil. Nunca me habrían creído. Me consolé pensando que aquel ser no se apoderaría de él por mucho tiempo.
Por nada de tiempo.
La empresa de fumigaciones llegó el jueves. Cubrieron toda la casa y empezaron a inyectar veneno en el acto.
Entretanto, mandé que cortaran la luz. De hecho, insistí para que los de la compañía desconectaran las líneas que conectaban la casa. No quería que hubiera ningún tipo de conexión. No me importaba tener que pagar más adelante por la reconexión, si es que resultaba necesario. Hice desmontar la parabólica e incluso retiré las bombillas, las pilas de las linternas y cualquier cosa que pudiera mantener una carga residual.
—¿Estás segura de que no... comerá? — me preguntó Eleanor.
Yo sabía a qué se refería.
Me convertí en el chiflado de Cambria. Contraté hombres y mujeres para que rodearan la casa con redes. Seis personas por turno, cuatro turnos al día, veintidós dólares la hora. Tenían que atrapar cualquier animal que intentara colarse por debajo de la carpa sujeta con estaquillas. Y también debían impedirse mutuamente la entrada. Pensaron que me había vuelto loco, pero hice que una competidora de Eleanor, otra agente de la propiedad les pagara en metálico todos los días. No quería que nada ni nadie se acercara a Monroe House. También hice vallar temporalmente la propiedad.
La primera semana que la casa permaneció bajo la carpa recibí una llamada de Tom desde el Occidental College.
—Las muestras están todas mal —me dijo.
—¿Cómo mal? — pregunté. Cómo era posible que unas muestras estuvieran mal.
—Están descompuestas. Se han convertido en polvo. No queda nada para ser analizado. Tengo que volver.
—La casa está clausurada. La hemos cubierto y estamos metiendo veneno en cantidades industriales, siete veces la dosis normal que la Agencia de Protección del Medio Ambiente prescribe para una casa de esas dimensiones. Todo lo que hay allí dentro tiene que estar muriéndose.
—Theo, por favor, ¡no sabes lo que haces!
Tom volvió a llamar después de que nos hubiéramos trasladado temporalmente a una casa alquilada de Los Osos, cerca de Montana de Oro, uno de los parques estatales mas pequeños y bonitos, una zona de acantilados que componen una de las costas más espectaculares del mundo. Estaba separado de la Coast Highway por un bosque de eucaliptos cuyas sombras se extendían igual que dedos por encima de la carretera y llegaban hasta el parque. Debo decir una cosa de Tom: era persistente.
—Theo, escucha —insistió—, puedo enviar a un equipo con máscaras para respirar, incluso con trajes de protección biológica. Solo tomaremos unas pocas muestras.
—No —le repetí y colgué.
No quería que aquella planta pudiera sobrevivir de ningún modo, eso suponiendo que la planta fuera el origen de lo sucedido. Lo quería todo bien muerto, incluyendo a los propios muertos.
Eleanor y yo recorrimos las colinas y los estuarios al sur de Morro Bay y los caminos hacia el norte. Nos pusimos de cara al viento del mar y dejamos que nos acariciara el rostro y nos agitase los cabellos y la ropa como si viviéramos en un anuncio de televisión, y también que nos hiciera pensar. Hay algo ineluctable en el mar y su movimiento que proporciona solaz. Todas las cosas pasan ante el perpetuo movimiento del mar, nada se le puede enfrentar y desde luego, ningún horror. En sus eternamente recompuestas facetas se halla el ADN de la existencia, de la buena y de la mala.
Janice nos siguió llamando con regularidad desde San Francisco. Estaba sufriendo unos terribles sueños recurrentes como resultado de su experiencia durante la sesión. Algunas de las cosas que Laura había vivido habían pasado a formar parte de su memoria, cosas que no había visto entonces pero que, en esos momentos, percibía claramente: muertes, muchísimas muertes. Janice incluso estaba acudiendo a un terapeuta, cosa que me pareció sorprendente porque nunca había pensado que una médium pudiera consultar a un psiquiatra. A pesar de todo, siempre que llamaba parecía de buen humor y minimizaba su reacción ante las pesadillas. Según sus palabras, «lo llevaba bien».
Justamente entonces se tomó un frasco entero de Seconal y dejó este mundo.
Un vecino halló nuestro número en una libreta al lado del teléfono de Janice y nos llamó. A su vez, nosotros llamamos a Laura para comunicarle la fatal noticia. Llegó para acompañarnos al funeral. La casa que habíamos alquilado tenía cuatro dormitorios, más que suficientes para invitados. Laura apareció acompañada por un hombre, Dave Stewart, un carpintero. Los oímos haciendo el amor desde tres dormitorios de distancia.
—¡Uau! — exclamó Eleanor cuando Laura alcanzó el clímax—. Realmente, lo ha tenido.
Pero Dave se marchó al día siguiente, y Laura mencionó algún tipo de compromiso de trabajo, una ampliación que Dave estaba haciendo en Holmby Hills. De todas maneras, no se podía decir que formaran pareja, y eso a pesar de que la noche anterior habían sonado como si lo fueran.
Fuimos en coche a San Francisco para asistir al funeral de Janice. Recorrimos las colinas y los valles de Big Sur a Monterrey en el Ford Taurus de alquiler de Laura y después el centenar de kilómetros finales hasta la ciudad.
Janice había dejado instrucciones para que sus restos fueran incinerados y sus cenizas esparcidas en el mar, de manera que el velatorio tuvo lugar en un bar de Embarcadero. El sitio ya estaba muy lleno cuando llegamos, poco antes del mediodía. Naturalmente, no conocíamos a nadie, y tampoco nos reconoció nadie. Nos sentamos en un reservado situado en la parte trasera del bar, frente a un paisaje de espaldas humanas.
Un hombre llamado Dennis Crim se hizo con el control de la situación tras presentarse a los asistentes. Crim era alto y delgado, con una cola de caballo en su calva cabeza. Dijo que era uno de los amigos de Janice y que esta le había pedido que hablara por ella llegado el momento. Durante la siguiente media hora, Crim repasó su vida, sus dos matrimonios, la muerte de su hijo nonato y los triunfos y los desengaños de su vida personal y profesional. Yo observé a Laura mientras Crim hablaba. Tenía la mirada tan perdida, tan hundida en el respaldo de escay del asiento de delante que pensé que lo fundiría.
—Como todos vosotros sabéis, los últimos meses de vida de Janice fueron difíciles —dijo Crim—. Janice me pidió que os pidiera disculpas a todos en su nombre, en especial a los que exigió cosas fuera de lo corriente, a las mujeres a las que traicionó de hecho o intención, a los hombres a quienes pidió... más de lo que tendría que haber pedido. Me dijo que había actuado así empujada por la desesperación y que en realidad no había sido ella la que hizo esas cosas.
Eleanor se inclinó hacia mí.
—¿A qué cosas se refiere?
Yo le hice un gesto indicando que no tenía ni idea. Laura apartó la mirada antes de que pudiera trasladarle la pregunta.
—Janice os pide que celebréis lo bueno que hubo en su vida —prosiguió Crim—. A pesar de que le puso fin por su propia mano y voluntad, en las instrucciones que me dejó me decía que su vida había estado llena de cosas buenas. Me pidió que nos acordáramos de esas cosas buenas, y eso haremos.
Crim pidió a los presentes que salieran a hablar de los buenos momentos que habían compartido con Janice. Nosotros tres permanecimos sentados. Más tarde, me acerqué a Crim y le pregunté qué había querido decir al hablar de las mujeres a las que Janice había traicionado y de los hombres a quienes había pedido demasiado. Él me observó un instante antes de contestarme:
—Supongo que, si usted no fue víctima de nada de eso, es un asunto que no le incumbe.
Tenía gracia, Crim había parecido mucho más accesible entre la multitud.
Durante el viaje de vuelta, Eleanor preguntó a Laura si sabía a qué se había referido Crim en su discurso.
—No —contestó mirando hacia el mar, más allá de su propio reflejo en el cristal.
Laura se marchó al final de la semana, después de haber pasado horas charlando con Eleanor mientras yo me dedicaba a mis cosas y me dejaba ver lo menos posible. Su última noche en nuestro domicilio temporal fue tranquila. Parecía distante, en especial con Eleanor.
Yo seguí visitando regularmente Cambria. La gente bromeaba conmigo sobre mis precauciones relativas a mi proyecto con Monroe House. Me conformé de buen grado con pasar por ser el excéntrico y rico (al menos eso creían ellos) propietario que había contratado a la gente del pueblo para hacer una tontería.
Mis Irregulares de Monroe House, como gustaba llamarlos Eleanor, atraparon docenas de ardillas, zarigüeyas, codornices, pájaros de toda clase, varios ciervos e incluso un puma intentando entrar en la casa. Al principio, soltaron a los animales, pero estos siguieron volviendo, de modo que acabamos montando una especie de zoológico con jaulas para retenerlos. Naturalmente, había una ordenanza en contra de semejante iniciativa y tuve que contratar a un abogado para que solicitara una autorización que fue concedida mientras se resolvía ante los tribunales. Mi esperanza radicaba en que la vista quedara fijada para cuando el permiso ya no fuera necesario.
Seguí con la fumigación. Los camiones siguieron llegando cada tantos días y descargando su veneno. Varios de los vecinos se quejaron, aunque no estoy seguro de por qué; desde luego, no se podía oler nada. Puede que fuera por los Irregulares que acampaban alrededor de Monroe House día y noche. Fuera como fuese, ofrecí una compensación a los vecinos de mi propio y menguante bolsillo (recuerden que estaba litigando contra la Abuela de Hierro y representaba una constante merma de mis recursos), y estos aceptaron.
¿Me había vuelto loco? Sí, me había vuelto loco.
—Tiene que estar muerta, Theo —me dijo Eleanor—. Tienen que estar muerta. Llevamos así dos meses.
Un mes más tarde:
—Ya se han cumplido tres meses, Theo. Tiene que estar muerta. Nada puede sobrevivir con tanto veneno encima.
Autoricé un mes más.
Fue entonces cuando el abogado de la Abuela de Hierro se presentó con una orden del juez para que desistiera. Ella tenía un derecho de retención sobre la propiedad, y yo la estaba perjudicando, tanto físicamente como en su reputación. De todas maneras, que un establecimiento cerrado pudiera tener «imagen pública» es algo que se me escapaba. Llamé a Abel, y él me aconsejó que pusiera fin a todo aquello. Lo cierto era que creía que me había vuelto loco. Al fin y al cabo, una fumigación es cosa de días, no de meses.
En consecuencia, pagué a mis Irregulares por última vez, hice que retiraran la valla y que desmontaran la carpa. Eleanor y yo nos plantamos nuevamente —y por primera vez desde hacía tres meses y medio— ante Monroe House.
—Parece estar igual —me dijo, supongo que maravillándose por el hecho de que la pintura no se hubiera desconchado o las ventanas no se hubieran derretido tras tres meses saturando de veneno el lugar.
—Sí —repuse—. Está igual.
Soltamos a los animales, que huyeron en todas las direcciones como internos de una prisión cualquiera. El puma y el lince fueron devueltos al California Wildlife Department.
Cuando fue totalmente seguro entrar en la casa, cogí un martillo de carpintero y subí directamente a la buhardilla. Eleanor insistió en acompañarme. Le mostré el lugar donde había estado la parra. Había desaparecido, no quedaba ni rastro. Utilicé el martillo en otras paredes de la casa, en la buhardilla; abajo, en el dormitorio principal y en el salón, en los dormitorios del piso de abajo, en la cocina y en la zona de servicio del porche. Nada. Ni una parra. Nada de nada.
Acto seguido, Eleanor me acompañó al sótano. La tierra con la que había cubierto el pozo seguía allí, un círculo blancuzco. Fui hacia donde estaban los cimientos de la casa y cavé, primero con el martillo y, después, con una pala. Nada. Fui al otro lado y volví a cavar. Nada. Seguí cavando agujeros hasta que Eleanor me quitó la pala de las manos y me pidió que subiera.
Fuera, apoyado contra la furgoneta, contemplé Monroe House.
—Está muerta —reconocí—. Ha muerto. Por fin ha muerto.
—Sí, ha muerto.
—Lo mismo que Monroe House —añadí—. A partir de ahora, será Lily's House. Eso suponiendo que estés de acuerdo, claro.
No sabía qué reacción esperar. Supongo que esperaba que lo aceptara, que dijera «muy bien, ponle el nombre de la mujer fallecida cuyo puesto solo he ocupado después de que la incineraran. Eso es, ¡ponle su nombre y vete al cuerno!». Sin embargo, Eleanor rió en un alegre gesto de reconocimiento de que, fuera lo que fuese que hubiera embrujado nuestra casa y a nosotros, ya no estaba.
—Sí —me dijo—. Lily's House. Me gusta.
Maldita sea. En ese momento amé a Eleanor más que en cualquier otro momento. Deseé poder aplacar su sed, convencerla de que era realmente hermosa, tan hermosa como sus hermanas, tan encantadora como Laura, más guapa incluso que Lily, la mujer más guapa que había conocido. Pero supe que nunca sería así. Existe en todos nosotros un ansia que no puede ser saciada o, de lo contrario, nos marchitaríamos y moriríamos.
Pero, ¡maldita sea! La amaba.
Capítulo 31
Cuando habíamos abierto la puerta principal de Monroe House tras nuestro regreso, antes de que entráramos y yo fuera a buscar el martillo, nos encontramos un pequeño paquete que los de FedEx habían dejado en algún momento entre el instante en que nos marchamos y llegaron los fumigadores. Iba dirigido a Eleanor Glacy. Dentro había un libro fotocopiado y una nota del experto en taquigrafía junto con una factura por un valor de setecientos dólares.
Nos retiramos al sol mientras Eleanor leía la nota.
—La taquigrafía de Monroe se llama Octavian Standard —me dijo antes de hojear las páginas del libro fotocopiado. Se trataba de una reedición de principios de los años treinta de un libro inglés que databa de finales de 1880. El experto de Eleanor lo había fotocopiado en la Biblioteca Central de Los Ángeles, donde se guardaba en la sección de libros raros.
—Bueno, ya podemos descifrar el diario de Monroe —contesté con escaso entusiasmo.
Monroe House se alzaba ante nosotros con su intruso morador muerto —porque estaba muerto, ¿no?— y descifrar el diario de Monroe se me antojaba parecido a caminar entre los muertos. En esos momentos lo que deseaba era seguir adelante, no ir hacia atrás. Por la expresión de Eleanor vi que pensaba igual.
—Sí —convino—. Ya podemos empezar.
Llevábamos una semana en Lily's House haciendo planes cuando Abel Gorman me llamó.
—¿Ya tenemos fecha para el juicio?—le pregunté.
El ruido que hacían los carpinteros, los pintores y los albañiles resultaba ensordecedor. A pesar de que, técnicamente hablando, yo me encontraba en quiebra, habíamos decidido seguir adelante con nuestra idea de restaurar la vieja Monroe House y convertirla en lo que una vez había sido (o en lo que nosotros suponíamos que había sido). Iba a tener un estilo victoriano, sí; pero menos recargado, menos oscuro, con toques más delicados y colores más alegres. Eleanor lo había planeado todo, hasta el último detalle.
—Tenemos noticias —me dijo Abel—. Según parece, Lillith cayó fulminada anoche mientras asistía a un concierto. Sufrió una hemorragia cerebral. Ha muerto.
La noticia de la muerte de Lillith fue una completa sorpresa. Para empezar, nunca había creído que estuviera realmente viva. Simplemente la había visto como una fuerza negativa en este mundo, como un viento malo; aunque desde luego había sido muy malo y muy activo.
—¿Y eso qué repercusiones tiene en el caso? — me oí preguntar mientras pensaba en las locas actitudes de aquellas personas cuyos seres amados siguen acompañándolos incluso después de haber muerto: «¿Cómo voy a explicárselo a Lily».
—Su heredero es un primo. Ella ha dejado buena parte de sus bienes a varias organizaciones benéficas, pero principalmente a la DeMay Foundation. No tengo ni idea de a qué se dedica, pero creo que tiene que ver con la educación de mujeres sin medios o algo así. Pero ahora viene la parte graciosa o extraña, según se mire: acabo de recibir una llamada del primo. Quiere hacer un trato.
—¿Qué clase de trato?
—El heredará no sé cuánto. Muchos millones. Según mis estimaciones, el valor de los bienes de Lily, que ahora son tuyos, es de unos mil setecientos millones de dólares. De todas maneras, tiene razón en una cosa: con la ayuda de un buen abogado puede tener ese dinero paralizado durante más de diez años.
—¿Qué clase de trato? — repetí.
—Diez millones en un cheque una vez se haya verificado el testamento.
La sierra mecánica del pasillo hacía tanto ruido que me veía obligado a gritar. Me aparté del teléfono y vociferé:
—¡Eh, chicos! ¡Dejadlo estar un momento! Esta llamada es importante. ¿Vale?
Los dos carpinteros que la manejaban se encogieron como diciendo «Como quieras, tío. Tú pagas», y salieron al porche a descansar.
—No irás a recomendarme que acepte un trato así, ¿verdad?
—Mira, Theo, en este momento, tus gastos de representación legal con nosotros están por los... —Lo oí rebuscar entre sus papeles—. Sí, dos coma seis millones.
—¿Qué? ¿Cuánto has dicho?
—No soy barato, Theo. Además, tengo un montón de socios trabajando en esto. Estamos preparando una defensa en toda regla de tus activos, así pues, no creo que...
—Vale, vale. ¿Cuánto crees que ese tío estará dispuesto a soltar?
—Él es de la opinión que el dinero debería quedarse en la familia.
—Yo soy familia, y más cercana que él.
—Sí, pero por matrimonio.
—Dame una cifra, Abel.
—La mitad.
La mitad. La mitad de mil setecientos y pico millones. Eso hacía ochocientos millones, redondeando. ¡Ochocientos millones!
—Ofrécele quinientos millones —dije caballerosamente, como si tuviera la más mínima idea de lo que significaban quinientos millones.
—Bueno, desde luego le ofreceré algo menos, pero quiere conservar los negocios de la familia, especialmente el grupo editorial. Es probable que no desee liquidar tu parte o ponerla en el mercado demasiado deprisa porque eso puede hacer bajar el precio. Ya te aviso de que no te llevarás una cantidad importante en metálico, Theo —me dijo Abel como si yo me dispusiera a comprar la Estatua de la Libertad en dinero contante y sonante.
—¿Cuánto líquido calculas?
—No sé, puede que unos veinte millones.
Me eché a reír.
—Lo suficiente para pagar a Abel Gorman y todo su equipo.
Fue el turno de reír de Gorman.
—Bueno, sí.
—De acuerdo. Mantenme al corriente.
Volví a llamar a los carpinteros que estaban en el porche porque el tiempo era oro y el oro de Lily seguía corriendo.
Conseguí un permiso de obra que nos permitió ampliar el comedor hacia el este donde un cenador y un nuevo jardín harían las delicias de los futuros comensales. A Eleanor le había gustado mi idea de que Lily's House se convirtiera en la competencia de The Sows Ear, The Brambles y The Hamlet at Moonstone Gardens. Ella no estaba segura de poder estar a la altura de aquellos establecimientos, de modo que empezó a buscar un chef al que fichar. No me importó porque sabía que ella me prepararía al menos un plato al día y quizá incluso más porque cocinar era lo que más le gustaba hacer.
Y no sé si atreverme a mencionar esto: Eleanor ya no estaba tan delgada como antes. Pasaba ampliamente de los veinte y, aunque seguía siendo una jovencita, ya no era una quinceañera. Sus caderas se habían ensanchado visiblemente; y su vientre, que seguía liso como una tabla, había adquirido una redondez más femenina. Además, sus pechos empezaban a demandar un sujetador, al menos en ciertos momentos y en función del modo en que vistiera. Sus piernas seguían siendo largas y delgadas, pero su rostro se volvía más ovalado, como el de sus hermanas.
Decidimos que abriríamos en mayo, al comienzo de la temporada turística, y que nos casaríamos una semana después ante nuestros amigos y familiares reunidos en Lily's House, la nueva atracción de Cambria.
No le dije nada de la muerte de Lillith ni de la oferta a su heredero; al menos, no enseguida. Hablar de dinero la trastornaba, como si aquellas cantidades fueran a volverme loco y a empujarme a abandonarla. Yo tenía pensado poner Lily's House a su nombre una vez el testamento hubiera quedado verificado y cerrado el trato con el primo de Lily. De todas maneras, teniendo en cuenta las leyes de California, la propiedad siempre pasaría a sus manos si algo me ocurría.
Por las noches, cuando los carpinteros y los pintores se habían marchado, nos instalábamos en una rutina casi de pareja casada. Yo veía a los Dodgers en el satélite o una película de estreno en el canal de pago. Había comprado una televisión de plasma de alta definición que Eleanor miró con desdén. Sin embargo, no tardó en hacerse adicta a ella tanto como yo, especialmente a las películas. Salíamos a cenar fuera casi todas las noches, siempre a restaurantes distintos para ver la oferta de la competencia. También bailábamos en el nuevo salón al son de los CD que poníamos en el equipo de música, solos ella y yo en la penumbra, mientras su vestido susurraba al apretar su nueva figura contra mí.
—¿Sabes? Aquí todavía no lo hemos hecho —le sugerí juguetonamente.
Aunque nuestra vida sexual no había disminuido, sí había pasado la fase en la que todas las habitaciones, todas las dunas y todas las situaciones debían ser satisfechas en una experiencia romántica compartida.
—Me vas a arrugar el vestido —dijo imitando perfectamente a Claudette Colbert en Un marido rico.
—Sí —contesté—, y puede que también el peinado.
¿Acaso podía ser mejor?
Pero había veces en que hablábamos del asunto, de la casa, de lo que había habido en ella y de lo que había hecho antes de que yo la matara. ¿Realmente se había apoderado de todas aquellas almas, de la fuerza vital de la gente que moría en Monroe House o cerca de ella, y por lo que sabíamos, incluso más lejos, como de los que habían muerto cerca del faro de Piedras Blancas?
—¿Tú qué opinas, Theo? ¿Qué crees que era?
—No lo sé.
—¿Satán? ¿Un demonio?
—No, pero... No lo sé.
—Pero era maligno. Mató a toda aquella gente y...
—No sé lo que era, Eleanor. Lo único que sé es que Lily me pidió que matara a ese ser y eso hice.
Pero ¿había liberado realmente a Lily? ¿Tenía forma de asegurarme? Con Janice fuera de este mundo, no conocíamos a nadie en quien pudiéramos confiar para que nos lo confirmase. Porque, a ver, aquella cosa estaba muerta, ¿no? Yo la había matado tras meses de inyectar veneno en la casa, después de haberla privado, de electricidad y de cualquier otro tipo de alimento. ¿Acaso había podido sobrevivir de algún modo? ¿Se trataba realmente de un ser vivo?
Aquel horror, la posibilidad de que siguiera con vida de algún modo resultaba demasiado espantosa para ser tenida en cuenta.
Sí. Tomé precauciones. Hice venir una cuadrilla y excavamos el pozo lleno de cadáveres (de los cuales no todos habían sido animales, y no, no informé a las autoridades, aquella casa era Lily' House y no tenía intención de manchar su reputación con los horrores de Monroe House). A unos ocho metros de profundidad hallamos una caverna, pero dentro de ella no había nada Descubrimos túneles de unos treinta a sesenta centímetros de diámetro que en su día habían albergado raíces. Pero habían desaparecido. Solo quedaba polvo. Lo hice rellenar todo con cemento, camión tras camión que vaciaron su carga en el sótano, una cantidad mucho mayor de la que habría hecho falta para poner cimientos nuevos. Después, hice que colocaran una gran losa de hormigón donde antes había habido un suelo de tierra.
Fuera lo que fuese, estaba muerto.
Y Lily estaba libre, junto con todos los demás. Tenía que ser así. Tenía que estar libre.
Eleanor empezó a llevarse el diario a la cama y a descifrarlo. No sé cuándo tomó la decisión de hacerlo, y tampoco si era necesario. Me sorprendió, pero no dije nada. Me limité a quedarme en mi lado de la cama leyendo el último libro de Tom Clancy mientras Eleanor se sentaba con la espalda apoyada muy recta contra el cabezal, con una libreta y un bolígrafo a un lado, las fotocopias del manual de taquigrafía al otro y el diario en el regazo.
—¿Algo interesante? — le pregunté tras varias noches de aquel nuevo ritual.
—John Monroe tuvo que ser el hombre más aburrido del mundo —me contestó.
—Estás empezando desde el principio, ¿verdad? — A pesar de todo, me había dado cuenta—. ¿Y por qué no...? — Cogí el diario y pasé las páginas hasta llegar al final de los garabatos de Monroe y donde empezaban las hojas en blanco—. ¿Por qué no te saltas la paja?
Eleanor me lanzó una mirada que habría podido fundir una piedra. A pesar de todo, empezó a descifrar el diario desde el final, y yo volví a Tom Clancy.
Una noche, justo antes de irnos a la cama, recibí una llamada telefónica. Era Laura. Noté cierta vacilación en su tono. Había bebido, pero no estaba borracha. Ninguna de sus palabras sonaba arrastrada. Estaba en la estación de tren de San Luis Obispo.
—¿Cómo marcha el negocio? Pensé que os apetecería tener un huésped.
En mi afán de restaurar Lily's House había perdido la pista de Laura y me sorprendió descubrir que Eleanor también.
—Claro. Esta vez te daremos una habitación diferente. ¿Qué te parece?
—Me da igual —repuso Laura riendo—. Sigo yendo armada.
Fuimos a buscarla con el coche sumidos en un silencio desacostumbrado hasta que comenté:
—Hacía tiempo que no sabíamos nada de ella.
—Sí —contestó Eleanor.
—Pensaba que vosotras dos seguíais manteniendo el contacto.
—Bueno, sí. Así fue durante un tiempo.
—Supongo que habrá estado muy ocupada. Que alguien quiera convertirse en abogado es algo que no me cabe en la cabeza.
—¿Abel no te lo dijo? — preguntó Eleanor.
—¿Decirme, qué?
—Que la despidió.
—¿Que la despidió? ¿Y por qué?
—Fue a trabajar borracha; o, al menos, bebida. Al principio se mostró muy resentida. Ya sabes, llamaba y se quejaba de Abel, del trato que le había dado; en fin, de todo.
—¿Cuándo fue la última vez que hablaste con ella?
—No lo sé, Theo. Seguramente hará meses.
—¿Meses? — Estaba perplejo. Aquellas dos mujeres habían estado tan unidas como si fueran hermanas—. ¿Cómo, has dejado que pasaran meses y no la has llamado?
—Su teléfono estaba desconectado. Le escribí algunas cartas, pero me las devolvieron.
—¿Por qué no me lo dijiste? — pregunté.
—Estabas muy ocupado.
—Nunca estoy tan ocupado.
—Mira, Laura ha cambiado, ¿vale? — me espetó Eleanor—. Por eso no he seguido en contacto con ella. Se ha vuelto, no sé..., siniestra.
—¿Siniestra? ¿Cómo?
—Ya lo verás.
Laura se encontraba sentada en un banco, fuera de la estación, con una sola bolsa entre las botas. Se había puesto una chaqueta de pana encima de una camiseta y vaqueros. Parecía que llevaba tiempo sin lavarse el pelo, y cuando extendió los brazos para darme un abrazo le olí las axilas, un olor penetrante que recordaba haber notado el primer día, en su cuarto, cuando iba en combinación. No me pareció que en ese momento llevara una.
—¿Cómo estás, niña? — le pregunté.
—Como nunca, papá, como nunca —contestó.
Percibí el olor a whisky en su aliento, ¿Southern Comfort, quizá?
Ella dio un beso a Eleanor e hizo un comentario elogioso sobre sus kilos de más. Quizá ya pudieran compartir la ropa, ¿no? Cogí su bolsa y nos dirigimos a la furgoneta, donde la eché en la parte de atrás.
—¿Cuándo piensas comprarte un coche para ti solo, Theo? — me preguntó con fingida desaprobación.
—Este lo he heredado. Propiedad compartida.
—Sé que os vais a casar. ¡Eso es fantástico!
—La semana que viene —contestó Eleanor—. Te enviamos una invitación, pero...
—Sí. He pasado un tiempo en Wisconsin. Mi madre murió.
¿Qué puede hacer uno cuando un amigo hecho y derecho nos dice que su madre ha muerto? La estreché nuevamente y le dije:
—Lo siento, chica.
Eleanor hizo lo mismo.
—No pasa nada —repuso Laura—. Murió de repente. ¿Cómo puede uno prever una cosa así?, me refiero al momento en que llegará la hora. Mira que morir a media frase...
—¿A media frase?
—Sí. Estaba preparando un pastel y se desplomó.
Abrí la puerta del pasajero esperando que Eleanor ocupara la plaza de en medio, pero fue Laura la que subió primero, lo cual significaba que yo tendría que aguantar su olor todo el camino. Eleanor se sentó al lado de la ventanilla mientras yo daba la vuelta al vehículo y me ponía al volante.
Volvíamos a circular por la Highway One cuando Laura sacó el tema.
—Abel me despidió hace unas semanas, pero creo que eso ya lo sabéis. — Lo cierto era que yo no lo había sabido hasta ahora, pero no importaba—. Por lo tanto, no tenía prisa por volver. Además, me olvidé de pagar el alquiler, de modo que cogieron todas mis cosas, las guardaron, me enviaron una factura y devolvieron todo mi correo.
—Puedes quedarte con nosotros el tiempo que quieras —le dije.
Vi un destello en la mirada de Eleanor. Había dicho lo que no debía.
—Gracias, chicos. Sabía que lo entenderíais.
Tres días hacía seis meses. Nos habíamos conocido tres días hacía seis meses.
Eleanor dijo que estaba cansada y se fue directamente a dormir. Llevé la maleta de Laura a la habitación que había sido de Tom, situada en el lado opuesto de la casa donde ella había dormido la primera vez. Dejé la bolsa encima de la cama, encendí la luz del baño y me disponía a salir cuando noté la mano de Laura en mi brazo.
—Theo —me dijo—, si no te importa, tengo un dolor de cabeza terrible.
—¿Coñac? — le pregunté—. ¿O prefieres algo más fuerte?
—El coñac ya casi no me hace efecto. ¿Tienes un poco de bourbon?
—Enseguida te lo traigo.
Cuando volví, la luz del cuarto estaba apagada. Solo quedaba encendida la del lavabo. Pensé que estaría dentro aunque la puerta del dormitorio se veía abierta; y el ventilador, en marcha.
—Laura... —llamé.
—Aquí. — Se hallaba al otro lado de la cama, entre las sombras. Acababa de quitarse los vaqueros. La chaqueta y la camiseta formaban una pila encima del colchón—. Un momento —me dijo. Se quitó el sujetador, se bajó las bragas y fue hasta la puerta donde yo me encontraba con la botella de bourbon y el vaso en la mano. Me llegó su olor, mientras me decía que no con el dedo—. Theo, chico malo. Puedes mirar todo lo que quieras, pero no tocar.
Yo no tenía ninguna intención de tocar. Hacía días que aquel cuerpo no tomaba un baño, quizá más. Me cogió la botella y el vaso y volvió a sumirse en las sombras como si yo no estuviera allí. Ya tenía lo que deseaba, y para ella mi importancia se había reducido a cero.
Siniestra. Se había vuelto siniestra.
Capítulo 32
Toda su ropa estaba sucia. Toda. Eleanor se la cogió a la mañana siguiente y bajó al nuevo sótano, donde habíamos instalado una lavadora y una secadora industriales, y la puso a lavar. Laura seguía siendo demasiado grande para llevar la ropa de Eleanor. Sus sujetadores estaban mojados, y los de Eleanor quedaban descartados. Como me dijo ella después, se podía ver más de Laura si esta se ponía una falda de Eleanor que si se la quitaba, de manera que le prestó una de mis camisas tejanas con bolsillos en el pecho y un par de vaqueros anchos que, aunque justos, le entraban.
También le sugirió que se diera una ducha. Además, le llevó una botella de champú para asegurarse de que se lavara la cabeza. La primera vez que Eleanor pasó por la habitación, la botella de bourbon estaba medio llena; la segunda, tres cuartos vacía. Yo le dije que no había nada que pudiéramos hacer a menos que no pudiera tenerse en pie por culpa de la borrachera.
También le expliqué el episodio de la noche anterior, y los labios de Eleanor se fruncieron un poco más. Algo había pasado entre ellas, algo había ocurrido meses atrás, a través del teléfono o puede que tras el funeral de Janice, cuando las dos se habían mostrado frías la una con la otra y se habían distanciado. Fuera lo que fuese, Eleanor no se lo había perdonado. Yo sabía que no me correspondía meter la nariz porque se trataba de un asunto entre amigas. No era que tuviéramos secretos entre nosotros, sino que no insistíamos en contárnoslo todo. Ese es el secreto de las relaciones humanas que funcionan.
Durante el desayuno, Laura pareció la de siempre. Ya no olía, lo cual estaba bien, y su pelo estaba tan precioso y rubio como antes, un poco húmedo, pero libre de enredos. Incluso bajo mi camisa, sus tetas seguían siendo exuberantes. A pesar de todo, su aspecto era totalmente presentable.
Eleanor le sirvió un desayuno digno de una leñadora: tortitas, huevos y beicon. Yo me conformé con una tostada y un descafeinado. Eleanor seguía opinando que me sobraban unos kilos.
Según vi, también seguía impacientándose, de modo que decidí intervenir.
—Laura, cariño, ya sabes que te queremos; pero, ahora dinos qué demonios te ha ocurrido.
Laura se sorprendió ante lo directo de mi pregunta.
—Bueno, yo... he tenido algunos problemas con la bebida —confesó—, pero no tenéis que preocuparos. Estoy yendo a Alcohólicos Anónimos.
—Uno no puede beber y seguir visitando Alcohólicos Anónimos —dije yo.
—La verdad es que me estoy tomando un pequeño descanso, pero pienso volver.
—¿Cuándo?
—Después de mi próxima copa —declaró con firmeza y con una sonrisa que decía que era consciente de estar engañándose a sí misma—. ¿Queréis que me marche?
—No —repuse—. Todavía no.
Mi mirada le dijo que yo sabía algo de los borrachos y que si era necesario su precioso culo acabaría arrastrándose por el asfalto que acabábamos de poner ante Lily's House.
—De acuerdo —contestó.
—Come —le ordenó Eleanor, y todos nos reímos. Bueno, solo Laura y yo.
—No. Ella tiene razón. Me gustaría hablar contigo antes de que oscurezca. La comida ayudará.
—Bueno, ¿No eres tú el experto? — repuso Laura comiendo.
—Mi padre me enseñó bien. — La razón de que no fuera un gran bebedor era el bueno de mi padre—. Ya bebías cuando viniste aquí por primera vez, pero entonces lo tenías bajo control.
—En Alcohólicos Anónimos te enseñan que la bebida es algo que nunca tienes totalmente bajo control.
—Ya sabes a qué me refiero —repuse.
—Desde esa noche —dijo Laura mirando al techo, hacia los recuerdos— no estoy segura de lo que significa controlar.
—Yo maté esa cosa —le dije.
Laura soltó una risa burlona.
—¡Caramba, el gran matador de monstruos!
—Es cierto. La mató —le dijo Eleanor con más énfasis del que me habría gustado—. La mató de hambre. ¡Acabó con ella!
—Bien. Es un consuelo saberlo. El viejo ladrón de almas está muerto porque un escritor cojo lo ha matado. No sé vosotros, pero yo me siento aliviada. Sí, aliviada. Ya no voy a tener que preocuparme nunca más por las pesadillas. ¡Pam! ¡Desaparecidas de golpe!
Durante unos instantes fuimos incapaces de articular palabra. Laura siguió metiéndose comida en la boca como si fuera una interna que supiera que, si no comía, alguien comería por ella. Apenas masticaba.
—¿Has hablado con Tom últimamente? — me preguntó.
—No desde hace tiempo.
—Tom no es gay —dijo con la sonrisa de quien lo sabe—. No es ningún semental, la verdad, pero tampoco es gay.
No había nada que decir a eso.
—Mientras follábamos, Tom me hizo una pregunta. ¿Te has hecho tú esa pregunta, Theo? Es una pregunta bien sencilla.
—¿Cuál?
—Si se trataba de algo vivo, ¿cómo sabes que solo había uno?
Cuando hubo acabado con la botella de bourbon, Laura me pidió la llave del armario de las bebidas. Se lo abrí, y ella desapareció en su habitación cerrando de un portazo con una botella por estrenar bajo el brazo.
Eleanor y yo salimos a la veranda. En ese momento, al porche lo llamábamos «veranda», del mismo modo que a Monroe House la llamábamos Lily's House y del mismo modo que habíamos cambiado el nombre a otras cosas que en sí mismas no habían cambiado en absoluto. Nos sentamos en uno de los dos balancines nuevos. El viento agitaba las ramas de los árboles, y la niebla se enredaba en lo alto de las copas. Era un maravilloso día típico de Cambria.
—Más de esos seres... —dijo Eleanor al cabo de un rato.
—No lo sabemos —repuse.
—Dijiste que lo habías matado.
—Tom dijo «infrecuente con mayúsculas».
—¿Refiriéndose a...?
—A esos fenómenos. Esos embrujos son infrecuentes con mayúsculas —le dije.
—¿Y él qué sabe?
Ahí nos topábamos con la verdad. En efecto, ¿qué sabía Tom? Nada. Tom no sabía nada. Yo no sabía nada. Ninguno de nosotros sabía nada, nada en realidad.
—Lo localizaré.
—De acuerdo.
—Contrataremos profesionales. Gastaremos dinero. Si existen esos seres, los encontraremos.
—¿Qué dinero?
Le conté el trato que había sobre la mesa, los ochocientos millones de dólares en activos y los veinte en metálico.
—¿Cuándo pensabas hablarme de eso? — me preguntó entonces Eleanor.
—Sé que es un asunto que te pone muy nerviosa, cariño —le dije.
—Te perderé —me contestó.
—¿Ves a qué me refiero? Escúchame, Eleanor, no vas a perderme.
—Theo, tú eres de los que miras a todas las mujeres con las que te cruzas e imaginas cómo será hacerlo... Con tanto dinero y tanto poder, tú...
—Te quiero. Es cierto que el sexo vuelve locos a los tíos, pero conmigo no es más que un juego, una broma. No voy a dejarte ni a engañarte.
Eleanor se volvió para mirarme y clavó sus ojos en los míos.
—¿Quieres saber qué fue lo que pasó entre Laura y yo? Pues que me pidió permiso para acostarse contigo. Solo una noche. Me dijo que lo necesitaba. Me dijo que te necesitaba solo una noche. Yo me quedé de una pieza, Theo, y cuando le dije que no, ella propuso que quizá un trío...
No dije nada durante un rato. Lo sabía. Desde luego que sabía que podía tener a Laura, y Laura sabía que yo podía tenerla; pero la cuestión estaba en que Laura sabía que no podía tenerme.
¿Millones de dólares?
No. Eso no.
¿O sí?
Me fui a pasear. Me compré una revista en Cambria Drugs y una hamburguesa con patatas fritas en Lynn's; luego, caminé hasta el cementerio de Santa Rosa y me quedé contemplando el árbol de Eleanor, el árbol de mármol que un hombre había mandado esculpir en memoria de la mujer que amaba. Me pregunté si también el Devorador de Almas se habría apoderado de la de ella al morir, si la habría atrapado al vuelo igual que una mariposa y si se la habría quedado con Dios sabe qué propósito.
¿La había liberado también cuando maté a la cosa que crecía bajo Monroe House?
Me pregunté sobre Janice y su suicidio. ¿Por qué había puesto fin a su vida? Pero ¿acaso esa pregunta tenía respuesta en los casos de suicidio? ¿Y las pesadillas? Recordé que nos había contado que sufría pesadillas, pero no de qué tipo. Pesadillas. Laura también tenía pesadillas.
Regresé a paso vivo a Lily's House y fui directamente al cuarto de Laura. La puerta estaba cerrada con llave y me rechazó como si fuera una pared de piedra. Tenía miedo de lo que pudiera encontrar dentro, de modo que, cobarde que soy, llamé a Eleanor para que viniera con la llave maestra. A los pocos segundos se la arrancaba de la mano y abría la puerta de golpe.
Laura había corrido las cortinas, de modo que estaba oscuro. Estaba tumbada en la cama, desnuda, con la botella vacía a su lado.
—No deberías verla en este estado —me dijo Eleanor.
—Debemos ponerla de pie —propuse.
Tiré de ella hasta acercarla a un lado de la cama y la sujeté por debajo de los brazos.
Eleanor cogió una bata.
—Será mejor que la vistamos un poco.
Le metimos los brazos por las mangas y le anudamos el cinturón. Eleanor cogió a Laura por un brazo, yo por el otro y entre los dos la llevamos al cuarto de baño.
—Métela en la ducha.
La sentamos en la bañera. Me disponía a quitarle la bata, pero Eleanor me retuvo.
—Déjalo —me ordenó mientras abría el agua fría—. Vete. Ya te he dicho que a ella no le gustaría que la vieses así.
Volví al dormitorio y me senté en la cama. Oí a Laura toser mientras la ducha la rociaba, la oí vomitar dos veces y, al cabo de un momento, una tercera.
—¡Maldita sea! — oí que exclama Eleanor. Puede que dijera «maldita seas», pero con el ruido no habría podido asegurarlo. Me levanté y paseé por el cuarto. Era incapaz de quedarme quieto. Leí las citas del calendario de la pared: «En este día, George Washington firmó...». Incluso retrocedí unos meses jugando a adivinar la historia: ¿Sabía esto? ¿Sabía lo otro?
Vi la única y mísera bolsa de Laura encima de la cómoda, ni la mitad de llena que la primera vez que había venido, cuando era toda una señora abogada y una pistolera y no tenía miedo de nada ni nadie. La bolsa estaba abierta. Dentro había unas cartas. Cartas de Janice. ¿Para qué iba a querer Janice mandarle cartas? Tenía la clara impresión de que no se caían bien.
Empecé a leerlas.
«No sé —había escrito Janice en una—, pero tengo la impresión de que ha mantenido una especie de relación simbiótica con nosotros y con los animales de la tierra desde el principio de los tiempos. Nosotros nos llamamos la especie dominante, pero...»
En otra decía: «Yo también tengo esa sensación, pero ya se me ha pasado la oportunidad de hacer algo así. Tuve mi última regla hace cuatro años. No sé lo que haría si siguiera siendo fértil; si creyera, quiero decir. Si creyera, supongo que me quedaría embarazada. Buscaría un hombre cuyo aspecto me agradase o uno cuya personalidad o intelecto me interesaran y haría que me dejara embarazada».
En una tercera: «¿Son nuestros sueños nuestros de verdad? Algunos escritores hablan de que las ideas flotan por ahí, pero ¿es cierto? Yo tengo sueños que sé que no pueden ser míos, sobre ventas de terrenos, ¡por amor de Dios! O sueños sexuales que no tienen nada que ver conmigo. Sin embargo, sigo soñando con ellos. ¿Son míos? ¿Es esto lo que está ocurriendo?».
Y así seguía.
—¡Por favor, no! — farfulló la voz de Laura en el lavabo.
—¡Quédate ahí, zo...! — Pero Eleanor se contuvo y evitó convertirse en aquello que más odiamos de nosotros mismos, en la mezquina, egoísta y furiosa criatura de nuestro pasado evolutivo—. ¡Laura, tienes que quedarte ahí! ¡No estás en condiciones de...!
—¡No!
Oí un golpe y corrí al baño. Eleanor la había empujado cuando intentaba salir de la ducha y Laura había caído en el cesto de la ropa sucia. Allí yacía encogida, protegiéndose con los brazos y mirándome con los ojos de la criatura que acabo de mencionar.
Siguió vomitando durante un buen rato, hasta que al final solo le quedaron arcadas. Alrededor de las siete tomó algo sólido que vomitó rápidamente en la alfombra del salón. Se había puesto su tercera bata y seguía yendo desnuda bajo ella, pero ni Eleanor ni yo la mirábamos cada vez que se le abría. En esos momentos había dejado de ser nuestra amiga y se había convertido en nuestra paciente.
—Necesito una copa —dijo.
Fui a buscar una botella.
—¡Theo, no...! — protestó Eleanor.
—A menos que tome un poco entrará en estado de shock —le contesté mientras cogía una botella. Le serví una pequeña cantidad de whisky que ella apuró de un trago. Tendió el vaso pidiendo más.
—Primero, comer. La bebida, después.
—¡Joder, no! — protestó.
Preparé unos bocadillos de queso caliente, y se comió la mitad de uno a pequeños pellizcos. Luego, le serví otra copa y le dije que tendría que conformarse con eso durante un rato.
El primer trago ya había empezado a hacerle efecto. Se sentó en el sofá de dos plazas recogiendo las piernas y cubriéndoselas con la bata de un modo que casi parecía recatado.
—Bueno, ahora que ya estáis al corriente de lo mío, ¿qué me decís de vosotros?
Eleanor no abrió la boca. El deseo de Laura de acostarse conmigo la había distanciado de su amiga, posiblemente para siempre.
—La Abuela de Hierro ha muerto —dije.
Laura aplaudió con entusiasmo pero con cuidado de no derramar la copa que había dejado en el brazo del sofá.
—¡Me alegro por ti! Eso significa cientos de miles de millones para el pequeño Theo.
—Estamos negociando con los herederos. En cualquier caso no serán cientos de miles de millones —repuse.
—Bueno, pues pongámonos de luto y ¡qué demonios!, brindemos por eso.
—Tú y Janice os carteabais antes de que muriera —le dije.
—Sí, y tiene gracia porque, a primera vista, Janice y yo no nos caímos bien.
—Pero eso cambió.
—Desde luego que cambió.
—Las dos sufríais pesadillas, ¿verdad?
—¿Puedes darme más?
Miré el reloj antiguo que acabábamos de comprar y que daba la hora en el rincón.
—Dentro de veinte minutos —contesté.
—Pues no diré más hasta entonces —replicó Laura, volviéndose hacia Eleanor, que estaba sentada a mi lado en el sofá con su mano en mi rodilla, un gesto suyo que decía «esto es mío y no te atrevas a tocarlo»—. Oye, Eleanor, déjalo estar ¿quieres? Tu marido simplemente me parece un buen tío. Seguramente él tampoco lo habría conseguido, pero yo estaba dispuesta a intentarlo.
—¿A intentar qué? — preguntó Eleanor.
—Que me metiera un crío en la barriga —repuso Laura con una risotada—. ¿No te lo había contado? He decidido ser mamá.
—¿Qué?
—Oh, no os dejéis engañar por esta nimiedad del alcohol. Seré una madre estupenda... tan pronto como pueda encontrar al tío que pueda realizar la hazaña.
—Janice mencionó que, de haber sido capaz, a ella también le gustaría quedarse embarazada —comenté—. ¿Por qué crees que lo decía?
—¿Y esa copa?
—Diecisiete minutos.
—Pues te contestaré dentro de diecisiete minutos —dijo Laura que, a pesar de todo, sonreía, puede que por la sorpresa ante si misma o por la ironía de la situación—. Mira, ya sabes que he tomado píldoras anticonceptivas la mayor parte de mi vida adulta. Me atizaba una de esas todas las mañanas para poder acostarme con quien me diera la gana cuando me diera la gana sin tener que preocuparme de maternidades ni de abortos. Pero según se ha visto, no hacía falta. Me he acostado con... ¿Joder, con quién no me habré acostado? Creo que con todos los tíos que se han cruzado en mi camino salvo Theo, aquí presente. Me he acostado con taxistas, camareros... Dos, tres, cuatro, una vez hasta con siete tíos en una misma noche. Pero nada. Nada de bebés en la barriga de Laura. Oye, no me vendría mal si me la rellenaras —dijo vaciando los dos dedos de whisky que le quedaban.
Miré el reloj. Doce minutos.
—No.
—¿No consultaste con un ginecólogo? — preguntó Eleanor.
—Con varios. Todos me dijeron que soy fértil y que debería estar fabricando niños en serie.
—Puede que sean los hombres.
Laura soltó una carcajada.
—Eso es lo que siempre decimos nosotras, ¿no? Son los tíos. ¡Malditos sean! No pueden preñarnos, cobran más que nosotras y creen que pueden acostarse con cualquier tía que se les ponga a tiro; sin embargo, nosotras hemos de serles fieles porque todos sabemos quién es nuestra madre, ¡pero solo los más listos saben quién es su padre! ¡Menuda mierda!
—Solo quería decir...
—Cientos de tíos —dijo Laura y lo decía en serio—. Me he acostado con cientos de tíos.
Sonó el tictac del reloj y todos observamos el péndulo oscilar de un lado a otro.
—¿Cuánto tiempo falta, Theo? Por favor, cuánto.
Faltaban cinco minutos. Le rellené el vaso de todos modos.
—¡Gracias, gracias, gracias! — dijo antes de vaciar el vaso de un solo trago, los cuatro dedos completos que le había servido. Echó la cabeza hacia atrás de un modo que me recordó la noche de la sesión, cuando Janice cayó en trance.
—Janice soñaba que el ser iba por ella, todas las noches, que la violaba y le hacía un hijo —dijo Laura al cabo de un momento—. Eso mismo es lo que sueño yo todas las noches.
Capítulo 33
—¿Y te los crees? — preguntó Eleanor—. No son más que sueños.
Laura respiró hondo y dejó escapar el aire entre los dientes.
—¿Creer? ¿Creer? ¿En qué creo? Creo que por cada gota de lluvia que cae crece una flor. Creo que...
—¡Yo también he tenido esos sueños! — dijo Eleanor inclinándose hacia delante y desafiando a Laura—. Los tuve cuando llegué a esta casa y viví aquí, sola, ¡sola!, durante meses antes de que Theo llegara. ¡Sí, los he tenido! ¿Y qué?
Yo sabía que ella había soñado que la violaban, que había dicho haber visto cosas, cosas que no estaba dispuesta a contarme. Sin embargo, esa pesadilla de violación, concepción y nacimiento nunca me la había mencionado en toda su extensión.
—Ah, sí, la historia de la pobre virgen. Ya me acuerdo —contestó Laura despreciándolo como algo inferior a lo experimentado por ella—. No sé, puede que no resulte tan vivido si no se tiene nada con qué compararlo.
—¡No es más que una pesadilla! — rugió Eleanor—. ¡No te acuestas con todos los tíos que se te cruzan ni intentas quedarte embarazada por culpa de una simple pesadilla!
—Puede que tú no —repuso Laura—. Puede que tú tampoco te suicidaras por haberte quedado sin óvulos y, a pesar de todo, ese ser siguiera sin dejarte en paz. Quizá no seas lo bastante mujer, ¡lo bastante hembra para que esa cosa se interese por ti!
Laura sabía que aquel interruptor existía y lo había apretado a conciencia. Eleanor se levantó y le cruzó la cara de una bofetada, con todas sus fuerzas. Salté para contenerla, pero su mano se me escapó por los pelos en el segundo golpe. Conseguí detener el tercero. Eleanor cambió a la mano izquierda y la abofeteó por tercera vez, abriéndole el labio con el anillo de compromiso.
Al fin logré sujetarla y arrastrarla de regreso al sofá. Me interpuse entre las dos.
Laura reía.
—¡Cómo pegas, hermana! — dijo, y por su forma de decir «hermana» supe que en el fondo quería a Eleanor, la quería como a una hermana, aunque nada de eso importara ya.
—Es el alcohol quien habla —intervine yo.
—¡Y una mierda! — rió Laura—. Pero supongamos que así sea —añadió tendiendo el vaso—. El alcohol quiere hablar.
Al cabo de un minuto retiró el vaso. El silencio pesaba como una losa en la habitación. Eleanor se retorció para soltarse. Intenté retenerla, pero se puso en pie y se apartó.
—Solo voy a dar un paseo —me dijo—. ¡Pero ni se te ocurra tocarla, Theo!
Yo sabía a qué se refería al decir «tocarla». Oímos la puerta principal cerrarse de un portazo, pero no el ruido de sus pisadas en la gravilla que solía haber en la entrada. El nuevo asfalto que habíamos hecho poner amortiguaba sus pasos.
—Vaya —dijo Laura—. No ha ido mal, ¿no?
—Deberías buscar ayuda psiquiátrica —le contesté.
—Janice la buscó. Durante un tiempo la tuvieron encerrada, ¿lo sabías? En contra de su voluntad, además. — Se limpió la sangre del labio con un extremo de la bata—. Así de mal se había puesto la cosa. Ya ves, iba por ahí persiguiendo a hombres veinte años más jóvenes que ella. ¿Leíste esa carta?
—No.
—Puede que esté en mi bolso. Quemé algunas, las peores, las que demostraban claramente que se había vuelto psicótica y que no tenía remedio. Estoy hablando de una mujer de cincuenta y siete años que hacía tiempo que había pasado la menopausia y que intentaba quedarse embarazada para que un monstruo no... —Se detuvo un momento y repasó sus palabras, pensó lo que me estaba diciendo—. Creo que porque estuvimos psíquicamente unidas cuando yo tuve aquellas visiones, cuando vi a todas aquellas personas muertas durante la sesión de espiritismo, eso la llevó a creer que podía...
—Necesitas ayuda psiquiátrica.
—No. De verdad que no, Theo —repuso Laura tendiéndome el vaso—. Lo que necesito de verdad es una copa o algo duro de verdad que me deje preñada y me convierta en no aceptable, como Eleanor.
—Eleanor no está embarazada.
—No he dicho eso —replicó agitando el vaso ante mis narices—, simplemente que no es aceptable. Él no la quiere por la razón que sea; de lo contrario ya la habría tomado.
—Yo lo maté, Laura.
—Oh, sí, tú, ¡el gran matador de vampiros! — dijo con vocecilla infantil—. Por qué no me sirves otro trago, ¿mmm?
Le llené la copa, hasta el borde. Ella se la llevó a los labios y le pegó unos lengüetazos igual que una presa en su bebedero, saboreando el líquido antes de que apareciera el tigre y le arrebatara la vida.
—Gracias, Theo.
—¿Qué puedo hacer por ti, Laura?
Pareció pensarlo durante un momento. Bebió un sorbo y, después, otro. Luego, dijo:
—Podrías dejar que me quedase un tiempo. No tengo dinero, Theo. No gano un céntimo y me lo he gastado todo viajando por ahí, de modo que no puedo pagarte. Pero te estaría muy agradecida si me pudieras dejar una habitación durante un tiempo.
—Creo que lo podremos arreglar.
—No. Tienes que arreglarlo tú. Eleanor no querrá verme por aquí. No creo que quiera verme nunca más. No la culpo.
—Puedes quedarte.
—De acuerdo. Gracias. — Bebió un poco más—. Y también podrías darme un poco de whisky porque es la única cosa, ¡la única!, que hace que esos sueños no tengan importancia. No los impide, no hace que desaparezcan, pero sí logra que carezcan de importancia.
Le entregué la botella.
—Te daré más cuando me lo pidas.
—Bien, bien —repuso metiéndosela entre las rodillas.
—Lo siento —le dije al cabo de un momento—. Lamento que te estés muriendo.
—Todos morimos —contestó Laura—. Morirse es la parte fácil. Es después, eso sí que es duro.
Me quedé sentado con ella otros diez minutos. Sus ojos se fueron cerrando mientras notaba los efectos del alcohol extendiéndose por su cuerpo. Luego, se levantó, dejó caer el vaso vacío en el sofá y fue hacia la puerta del salón. Estaba un poco bebida, pero ni la mitad de lo que lo estaría en media hora. Se le notaba en su forma de andar, ligeramente vacilante. Se dio la vuelta y sonrió.
—Dime, vaquero —dijo desatándose el cinturón de la bata y dejándola caer al suelo—, ¿estás seguro de que no quieres comprobar cuánto tiempo aguantas encima de la silla? — Para subrayar su comentario ladeó la cadera y se dio un azote en la nalga. Dios mío, no me gustaba pensarlo, pero Laura seguía siendo Laura. Su figura seguía siendo perfecta. Era una rubia natural que... Bueno, no entraré en detalles. Me excitó—. Quién sabe, puede que seas distinto a los demás. Quizá tú puedas sembrar mi campo. ¿Cómo sería ese niño, eh, Theo? ¿Qué aspecto tendría? Se parecería a mí pero saldría con el cerebro de su padre o al revés? — Cimbreó el cuerpo, borracha. Sus pechos se agitaron, y sus caderas ondularon.
Hice todo lo humanamente posible para permanecer sentado.
—No —contesté.
Ella asintió al cabo de unos segundos y se irguió mientras sostenía la botella en una mano y cogía el tirador de la puerta con la otra.
—No pasa nada —dijo—. De todos modos, ya estoy jodida.
Acto seguido desapareció por el pasillo.
Yo seguía sentado en el sofá, pensando, cuando Eleanor regresó una hora después. Vio la bata tirada en el suelo e imaginó lo que había ocurrido.
—¡Esa zorra! — masculló mientras se encaminaba al dormitorio de Laura.
—No te molestes —le dije—. En estos momentos ya estará inconsciente.
La oí acercarse a la puerta de Laura y llamar. Oí que la puerta se entreabría. Oí el silencio. Al cabo de un instante, Eleanor volvía a estar junto a mí, furiosa, pero controlando su furia.
No intercambiamos una palabra durante bastante rato.
—Antes de que se suicidara, Janice se dedicaba a... ¿A qué? ¿A ir de pesca por los bares? Supongo que sí. No lo sé. Intentaba quedarse embarazada, ¡Janice, que ya había pasado la menopausia!
—¡Qué locura!
Desde luego.
Pasaron unos momentos antes de que Eleanor preguntara:
—Theo, ¿tú, no...?
Me limité a mirarla, y ella apartó la vista.
—Va a morir —le dije—. Hoy, mañana o el mes que viene. Sobria o bebida, Laura es una mujer muerta.
—Deberíamos conseguirle ayuda profesional.
—No quiere ayuda profesional, Eleanor.
—Podríamos internarla en algún centro —propuso.
Se trataba de una idea que nacía de la compasión. Al menos, eso quise creer.
—No serviría de nada. Tampoco le sirvió a Janice. La hospitalizaron a la fuerza y no le sirvió de nada.
—Nunca me lo dijo —repuso Eleanor, sorprendida.
Después de todas las llamadas telefónicas, de las horas conversando de eso y de lo otro, en ningún momento le había dicho Janice que dedicaba su tiempo a recorrer los bares en busca de un tío que la dejara embarazada cuando eso era una imposibilidad científica; tampoco que la habían ingresado en un hospital para desequilibrados mentales; y aún menos que pensaba suicidarse porque todo aquello carecía de sentido.
—Laura se quedará aquí el tiempo que quiera —anuncié.
—¡No!
—Sí, Eleanor.
—¡Acabará seduciendo hasta al maldito jardinero!
—No si la mantenemos lo bastante borracha.
—Theo, dar alcohol así a alguien es un acto criminal.
—No es muy distinto de la Toracina que le meterían en vena si la ingresáramos, salvo por la circunstancia de que será su mano la que maneje esa jeringa. — Cogí las manos de Eleanor y la obligué a mirarme a los ojos—. Ahora quiero que vengas conmigo. Vamos a buscar esa pistola suya y a esconderla en alguna parte. Di que sí.
—Sí, Theo —repuso.
—Y cuando te pida la botella, tú se la darás. Di que sí.
—Sí.
—Vale, y...
—Theo...
—¿Qué?
—La semana que viene te casarás conmigo y nos iremos a Hawai de luna de miel como teníamos planeado. Pero, cuando volvamos, quiero que esa zorra salga de aquí. Me da igual adonde vaya. Alquílale una habitación en alguna parte, llama a sus parientes para que vengan, me da igual, pero la quiero fuera de nuestra vida. ¿Vale? Esta vez te toca a ti decir que sí.
Lo pensé un momento. A diferencia de lo ocurrido con Eleanor, Laura no había intentado arrebatarme nada. Estaba perdida en un mar de locura. Le buscaría un lugar, un lugar apartado de mi dulce e insegura esposa.
—Sí —dije.
Eleanor dio un paso y me abrazó. Por primera vez en nuestra vida juntos, en cualquier actividad física, ya fuera trabajando, haciendo el amor o ejercicio, por primera vez percibí un olor característico emanando de su cuerpo. Era el olor del miedo.
—Tengo algo que enseñarte —me dijo.
Capítulo 34
Me llevó arriba, a nuestro dormitorio, y cuando llegamos yo mostraba lo que solo podría describirse como una «sonrisa de comerse las orejas». Esperaba una aventura romántica. Por qué esperaba eso de una mujer que era cualquier cosa menos ella misma es algo que no sé. Atribuyanlo a la vanidad masculina o a preocupaciones sexuales. Eleanor cerró la puerta, vio mi sonrisa, suspiró, me cogió de la mano y me llevó al escritorio que había frente a la ventana y que miraba a la parte delantera de la casa. Me hizo sentar, abrió el cajón, sacó el diario de Monroe junto con su versión descifrada y lo dejó todo encima de la mesa.
—He estado trabajando —me dijo en voz baja—. Con todo lo que ha estado sucediendo, ha sido una buena terapia.
—¿Y qué has encontrado?
—Una vez descifradas las últimas entradas —dijo extrañamente concentrada y callada—, pude retroceder y transcribir el momento en que hizo sus descubrimientos iniciales. Ahora lo tengo todo ordenado.
—¡Eleanor!
—Adelante —me dijo—, lee.
Un momento después, oí que la puerta se cerraba.
6 de agosto de 1898
Tumulto en el puente. Subo. El cielo resplandece de un color rojo, y los grandes árboles de la orilla del rio presentan un marcado contraste contra el fuego y el humo. Un marinero que medía la profundidad con la sonda se ha quedado inmóvil y mira fijamente el cielo. Me pregunto si la jungla estará en llamas, si el fuego puede llegar hasta el río y abrasarnos en una tormenta de fuego.
Pregunto al capitán Crétien si estamos a salvo. Me responde en un inglés de fuerte acento francés que eso cree. Dicen que su conocimiento del portugués es todavía peor que el del inglés. Crétien opina que lo que estamos viendo no es un incendio incontrolado. Entonces, ¿qué es? Lo sabremos pronto, dice Crétien.
Nuestro vapor de palas da la vuelta a un recodo del río y en ese momento lo vemos. Varios cientos de indígenas rodean un árbol, gritando y arrojando leña a su humeante tronco. El árbol se resiste a arder. Las llamas danzan a su alrededor, sus ramas prenden, las hojas se queman y el fuego se extingue. Más allá del solitario árbol, varias hogueras proporcionan combustible para el fuego.
Pregunto a Crétien qué están haciendo esos indígenas. Él sugiere que sigamos avanzando hasta el siguiente poblado y da la orden. Le pregunto de qué tiene miedo. Me contesta que los indios son peligrosos, que están poseídos de una fiebre aniquiladora.
¿Hacia un árbol?
Doy contraorden.
Amarramos el barco en la orilla del río, más arriba de donde arden las hogueras, y después caminamos hasta el lugar. Crétien ha hecho que nos acompañen seis hombres de la tripulación armados con fusiles. Él lleva al cinto, igual que un vaquero, una automática del calibre 45. Una vez entre los indígenas, que no nos prestan la menor atención, enviamos a Julien, nuestro intérprete para que encuentre a alguien que hable con nosotros. Julien no encuentra a nadie dispuesto entre los indios, pero sí a un marinero que contempla desde lejos la situación con expresión sombría. Nos enteramos de que lleva allí varios meses, después de caer por la borda de un barco que remontaba el río, y de que está dispuesto a hablar a cambio de que lo llevemos de vuelta en nuestro barco. Julien sigue teniendo que hacer de intérprete. Luis Araulo solo habla portugués.
Julien nos informa de que los indígenas están matando (esos nativos son cristianos solo de nombre, de modo que la traducción no es exacta, nos advierte Julien) el «Árbol del Diablo».
Yo le pregunto por qué están matando el Árbol del Diablo.
Julien empieza a traducir antes de que Luis haya acabado de hablar. Los indígenas creen que ese árbol roba las almas. Puede que «almas» no sea la palabra exacta. Han visto... caminar a madres, a padres y a niños que habían muerto.
Pregunto a Julien qué tiene que ver el árbol. Me contesta que se trata de un conocimiento ancestral. Los indígenas no saben por qué, pero es una costumbre. Si encuentran ese árbol, los muertos caminan. Entonces matan el árbol y los muertos dejan de caminar.
Me tomo un rato para estudiar el árbol. Me resulta desconocido y diferente a cualquier otro que haya visto. No se parece a ninguna de las familias de árboles brasileños, no es una arecácea ni una apocinácea ni una crisobalanácea. En realidad no parece en absoluto un árbol: es demasiado tupido cerca de la base, donde las ramas están lejos de la luz del sol. Sus ramas parecen... No sé sí debería decirlo o escribirlo, pero parecen extrañas y repulsivas.
Le digo a Crétien que quiero un ejemplar de esa especie y le ordeno que negocie con el jefe de la tribu. Ambos me miran como si me hubiera vuelto loco. Crétien me dice que los indios están matando a su enemigo, ¿acaso quiero ponerme de su parte? Insisto en que tengo que conseguir un ejemplar. Los marineros parecen inquietos. Tras pensarlo un momento, Crétien dice que no. Yo insisto. Alzo la voz. Crétien saca la pistola, ordena a los marineros que me cojan y me lleven al barco.
De vuelta en el vapor, mientras nos disponemos a partir, Julien me dice que Luis Araulo sabe dónde hay otra planta como esa. Está río arriba, y es lo bastante pequeña para desenterrarla. Ahora que estamos a salvo a bordo, Crétien vuelve a mostrarse amistoso. Julien, Luis y yo vamos a verlo a la timonera. Le digo que Luis sabe dónde hay otra planta. Veo que la posibilidad de llevarnos una de esas plantas ante las mismas narices de los indígenas le preocupa. En contra pesa el argumento de los contratos para las futuras expediciones para la National Geographic Society, contratos que yo puedo anular de un plumazo.
Crétien se aviene con tal de que lo hagamos rápidamente.
Crétien fondea el vapor a siete kilómetros del gran fuego cuyo resplandor y humo todavía vemos por encima de las copas de los árboles. Crétien, seis tripulantes, Julien, Luis y yo nos abrimos paso tierra adentro. Luis estaba en lo cierto. Tropezó con aquella especie mientras caminábamos. Incluso allí, donde todas las especies son extrañas, esa es la más extraña de todas. La planta tiene poco más de un metro de altura y se parece mucho a la otra que arde al otro lado de la selva, pero no tiene brotes que hayan empezado a crecer hacia el techo de la jungla. Parece más un matorral que un árbol. Es más ancho que alto y frondoso.
Ordeno a tres marineros que traigan sus palas y empiecen a cavar. Permanezco tras ellos mientras les voy dando instrucciones. Les digo que no corten las raíces, sino que caven alrededor. La planta no me sirve si se muere. Julien traduce mis palabras mientras Crétien observa con aire sombrío el resplandor rojo del cielo.
Los hombres dejan las raíces a la vista. Les ordeno que paren y me meto en la pequeña excavación para acabar de retirar la tierra con las manos. Los hombres se apartan para fumar. Hundo mis dedos en la tierra, la aparto, la saco fuera del agujero. Sigo excavando. Entonces, toco algo, algo indescriptible. Frío, frío como el mármol. Algo terrible, algo espantoso. Quito la tierra. Lo veo claramente entonces y me echo hacia atrás gritando «¡Oh, Dios mío!». Me arrastro fuera del hoyo.
Crétien, junto a los hombres que fuman un poco más lejos, me pregunta si me encuentro bien.
Miro el fondo del agujero. Es horrible. No entiendo cómo ha podido llegar hasta allí. No debería estar allí. No tiene sentido.
Crétien vuelve a preguntarme si me encuentro bien. Algunos de los hombres se dan la vuelta y avanzan unos pasos para acudir en mi ayuda. Conozco a esos hombres. Comparados con los indígenas, son civilizados; pero si ven lo que hay enredado en las raíces, saldrán corriendo y abandonarán el ejemplar.
Me pongo en pie. Miento y digo a Crétien que he visto un ciempiés enorme y que me he asustado.
Crétien se echa a reír; y los demás, también.
Vuelvo al agujero. Me arrodillo al lado de aquella maraña, tan cerca que la huelo. Huele a podrido. Cojo tierra de los lados del agujero y lo tapo.
Llamo a los hombres y les digo que las raíces son más extensas de lo que habíamos pensado. Les digo que ensanchen el área excavada y que mantengan las raíces cubiertas. Hago que vayan a buscar más madera para una caja más grande.
No lo saben. No deben saberlo.
Dejé de leer. Fuera, Eleanor estaba jugando con George, el perro. En la calle, más abajo, tres chicos en bicicleta se llamaban unos a otros. Una leve brisa agitaba las cortinas. El cielo estaba azul y limpio de nubes. Mi corazón seguía latiendo rítmicamente. Todo estaba como debía estar.
Me volví y acabé de leer la hoja de papel amarillo.
29 de septiembre de 1898
Celia se ha sorprendido de verme regresar a casa meses antes del fin previsto de la expedición, pero ha estado encantada con mi regreso a pesar de que la casa no está terminada del todo. Tengo que resolver el asunto con la National Geographic Society, desde luego, pero estoy seguro de que cuando se anuncie la nueva especie verá las cosas de un modo muy distinto.
Me he llevado el espécimen al sótano y lo he sacado de la caja yo solo. A pesar de que el sótano está por acabar (y ahora no se acabará hasta que yo haya concluido), me proporciona una zona de trabajo idónea. Las ventanas están situadas a nivel del techo y proporcionan la luz solar suficiente para que la planta esté contenta. Además, el sitio es de lo más reservado.
4 de noviembre de 1898
No comprendo de qué modo se extiende. Sí, está la cuestión de la simbiosis, pero el mecanismo, el maldito «cómo» se me escapa. La mayoría de las plantas necesitan de las otras especies para propagarse y hacerlo de un modo pasivo y mutuamente provechoso, como por ejemplo, las abejas y las flores. Esto es de lo más extraño.
17 de noviembre de 1898
¡Noticias! Esta semana me llevé a Celia y a Lila a pasar la semana a San Francisco. Cuando volvimos, descubrí que la planta había atravesado la mesa con sus raíces y que las había hundido en el suelo de tierra. Seguramente, la mesa estaba podrida por acción del agua; de todas maneras, es extraordinario.
28 de noviembre de 1898
He descubierto que las ramas de la planta son sensibles a la proximidad de las personas; no mucho, desde luego, pero si uno se acerca lentamente, las ramas se contraen.
Nota: el sistema de raíces se está haciendo más fuerte cada día que pasa. ¡Extraordinario! La planta parece adaptarse a su entorno. En el Amazonas crecía hacia lo alto para competir con los otros árboles por el sol. Aquí, se extiende por la tierra.
22 de diciembre de 1898
Hoy hemos enterrado a Lila. He tenido que sostener a Celia durante todo el trayecto por Bridge Street. Celia ya no es la misma. Rezo para que se recupere. Después del nacimiento de Lila, ella no quería tener más hijos, pero ahora...
30 de diciembre de 1898
La mesa se ha derrumbado en algún momento entre ayer por la mañana y hoy. Ahora, la planta descansa en el suelo de tierra, con las raíces a la vista, retorcidas y enmarañadas bajo ella. No queda nada a la vista de aquel espantoso rostro. Sigo sin saber más sobre cómo funciona su ciclo de vida.
14 de enero de 1899
Celia ve fantasmas. No se ha recobrado de la muerte de Lila. La semana pasada, la señora Parsons murió, y Celia asegura que la ha visto de pie en nuestro dormitorio esta mañana. Hablaré de esta situación con el doctor Sorrenson a la primera oportunidad.
23 de enero de 1899
Ahora es Lila. Celia me ha dicho que ha hablado con Lila, que solo quería correr como si estuviera viva. Mi mujer tiene problemas para conciliar el sueño y se ha trasladado a otro dormitorio. Ya no hacemos... Se muestra distante conmigo.
En el laboratorio, la planta se ha adaptado a su nueva ubicación como si siempre hubiera estado allí. Las raíces están desapareciendo bajo el suelo. Su tamaño es el doble de lo que era en el Amazonas y eso que, por contraste, el clima de Cambria es frío, húmedo y poco adecuado para las especies tropicales.
3 de febrero de 1899
Me he despertado por un fuerte ruido que provenía de algún lugar de la casa. He salido del dormitorio y me he encontrado a Celia de pie en el rellano de la escalera. Estaba desnuda. Le hablé como si aquella fuera la más normal de las situaciones. Le dije que sin ropa se resfriaría. Me miró como si yo fuera algo extraño, no humano, no su esposo. La llevé de regreso a su cuarto y la acosté.
19 de febrero de 1899
Celia ha venido esta noche a mi cuarto cuando hacía rato que me había dormido. Nunca la había visto así. Se comportaba como un animal, impaciente, visceral y brusca, e iba sucia. La decencia me impide dejar constancia de lo que le ha sucedido a ella y a nosotros.
15 de marzo de 1899
Esta noche he encontrado a Celia en el laboratorio. Las circunstancias son horrendas, indescriptibles. No me atrevo a relatarlas. La devolví a su cuarto. Ahora sé que ese ejemplar que traje del Amazonas es la causa de todos los sucesos extraños que han ocurrido tras mi regreso. Tengo que matarla, pero me enfrento a un dilema: no puedo quemarla como hacían aquellos indígenas porque la casa podría arder con ella. Si es necesario, lo haré, pero esta noche empezaré con un simple veneno.
Tiene que alimentarse.
Aquella era la última anotación.
Encontré a Eleanor instalada en la mecedora del porche, con las piernas recogidas y leyendo un libro de recetas. Me senté a su lado.
—Supongo que no tenemos ni idea, ¿verdad? — le dije.
—Empieza por aquí, Theo —me contestó enterrando el rostro en mi pecho—. Tengo miedo en todas partes; así pues, empecemos aquí, en Cambria.
Capítulo 35
—No sabemos una mierda —dijo Tom.
Esa tarde yo había alquilado una avioneta para que me dejara en el aeropuerto de Long Beach, y nos hallábamos en un bar a un par de kilómetros del campus; el tipo de establecimiento con suelo de linóleo, paredes paneladas con madera artificial y lleno de neones de anuncios de cerveza.
—Sí —contesté—. Eso ya me lo dijiste en su momento.
—No sabemos cómo se reproduce, no sabemos nada de sus necesidades climáticas, no sabemos si se reproduce de forma asexuada o si la polinizan los insectos ni si...
—Ya vale —lo interrumpí. La cerveza la servían de una jarra que Tom había pedido según su gusto y era horrible.
—Podríamos haber averiguado todo eso —aseguró Tom clavándome el dedo en el hombro—, podríamos saberlo todo de esa cosa, ¡pero tú tuviste que cargártela y matarla!
—Pues es tu día de suerte, Tom —le dije mientras abría el maletín donde estaba la versión descifrada del diario de Monroe y los negativos sacados de sus efectos personales donde quizá hubiera imágenes de la planta. Tom leyó el diario mientras yo pedía un refresco y me tragaba un frankfurt para empapar la cerveza bebida.
—¡Mierda! — exclamó al fin.
—Puede que haya más.
—Recuerdo habértelo dicho.
—Muy bien, la pifié —reconocí—. Mi difunta esposa me pidió que matara esa cosa, de modo que la maté. La maté una y otra vez para asegurarme de que estaba bien muerta; y ¿sabes algo, Tom? Volvería a hacerlo porque esa especie debe ser exterminada.
—Me temo que hemos perdido la oportunidad, ¿no crees?
—¿Has intentado contactar con el gobierno?
—He sido el hazmerreír de todas las agencias gubernamentales de Washington —contestó soltando la tensión acumulada con un suspiro—. He perdido cualquier credibilidad que hubiera llegado a tener. Ojala hubiera tenido esto a mano cuando empecé mi recorrido —dijo blandiendo el diario de Monroe—. Ahora me va a costar Dios y ayuda que vuelvan a recibirme. Nadie va a querer financiar una investigación sobre una planta que es la fuente del mito de los fantasmas, que captura las almas como si fueran mariposas y que...
—¿Cuánto costaría? — le pregunté.
—¿Que cuánto costaría el qué?
—Localizar esas plantas, clasificarlas y exterminarlas.
—Millones.
—¿Cuántos para empezar?
—Millones.
—¿Aceptas cheques?
—No quiero dejarla aquí sola —dijo Eleanor.
—No le pasará nada.
Nos estábamos vistiendo para la fiesta previa a la boda que para mi sorpresa, en estos momentos incluía a los hombres ¿Cómo nos habíamos metido en aquel lío de sentarnos mientras abríamos regalos y las mujeres exclamaban «¡oooh!» y «¡aaah!» y los hombres deseaban estrangular algún animal pequeño peludo? De acuerdo, yo era el novio, de modo que no me que daba más remedio que estar allí, pero mi dinero estaba junto a reducido contingente: dos tíos, pensé, puede que uno gay y casado con un mostacho.
—Podría prender fuego a la casa —protestó Eleanor.
—Pero si no fuma, cariño. Así es como se incendian las casas, no fumando, sino descorchando botellas de whisky barato.
—Eso es malgastar buena mercancía con ella —replicó a la defensiva.
Oh sí, aquel era otro motivo de discusión: Eleanor había encargado una caja del bourbon más barato que se podía encontrar, todo para Laura. Según me explicó, para ella no supondría ninguna diferencia porque lo utilizaba como sedante. Yo intenté explicarle lo contrario: el alcohol barato la pondría enferma más deprisa, más a menudo y con resultados más caros. Guardé bajo llave la caja de bourbon barato y llevé a Laura una botella del mejor que tenía, tal como había hecho la noche de su llegada.
—Te gusta —me reprochó Eleanor, con lo cual quería dar a entender: «La deseas y por eso la tratas mejor de lo que se merece». Yo no estaba dispuesto a reconocer que, cada vez que había visto a Laura —que por aquel entonces iba casi permanentemente desnuda— me había excitado; de todas maneras, mi preocupación por ella no tenía implicaciones sexuales. Laura no era más que un alma perdida, igual que Lily hasta que yo la había liberado (porque, Dios mío, por favor, ¿verdad que la había liberado?), igual que Eleanor cuando me encontró sentado en los peldaños de la entrada de Monroe House, con el bastón apoyado en las rodillas. Un alma perdida.
—Podríamos buscar a alguien para que se quedara con ella.
—No. No le pasará nada.
—¿Y si intenta suicidarse?
—¿Laura? La única forma como Laura puede morir es disparando.
—Theo, por favor.
—No.
Capítulo 36
Cuando Laura se despertó, Monroe House estaba a oscuras y en silencio. Para ella siempre sería Monroe House, no Lily's House, por mucho que tuviera muy poco en común con lo que había visto la primera vez. Era donde había comenzado el horror: Monroe House.
Laura siempre se había sentido prisionera de su condición de mujer. No se trataba de que envidiara a los chicos ni que deseara ser como ellos: simplemente sabía que eran las mujeres las que acababan pagando las facturas de aquello que los hombres compraban. Su cuerpo era una máquina de hacer niños; sus pechos, fábricas de leche; sus ijadas, plataformas de carga. Las mujeres eran máquinas de hacer críos; pero los hombres, no. Ellos tenían ese órgano que a veces los llevaba de cabeza; pero, para ellos, las consecuencias de hacerse una paja en campo abierto o de una noche de amor frenético eran las mismas; el paisaje vería evaporarse el semen con la salida del sol, y la chica se encontraría con nueve meses de mareos matinales y veinte años de entrega y dedicación a criar un ser humano.
No. No era justo.
Sin embargo, también disfrutaba del poder que su sexo le confería, porque donde había cargas también existía poder. Lo chicos preferían correrse dentro de ella antes que hacerlo en algún paraje olvidado de la mano de Dios. Sí, tenía poder sobre ello y había aprendido la forma de utilizarlo.
Pero, en esos momentos, ese poder se volvía en su contra porque en lo único que pensaba era en copular. Su único pensamiento era concebir. Se estremecía con la idea, tanto que incluso le dolía. Había llegado a un punto en que era como el muchacho que se masturbaba en un campo solitario para aliviar la necesidad. Estaba...
Caliente. Como si estuviera cachonda. No se trataba de eso, desde luego, porque a pesar de que llevaba meses acostándose con cualquier hombre que se le pusiera a tiro, lo que realmente deseaba era aquella criatura; lo que anhelaba con todas sus fuerzas era el ser que Theo había aniquilado.
Esa noche, ella le había vaciado el cargador entero de su Magnum encima porque el ser se disponía a violarla. Pero desde entonces, Laura se había visto iluminada por la verdad, por la dolorosa verdad de que lo necesitaba. Lo necesitaba aunque tal necesidad la llevara a odiarse. Sí, se trataba de violación porque el violador le había hecho desear que la violaran. ¡Qué locura!
La casa estaba a oscuras y en silencio. Theo y Eleanor debían de estar durmiendo. No. Se había ido a alguna parte. Theo le había preguntado incluso si le apetecía acompañarlos. Sí, a una fiesta de novios en casa de Eleanor. Ella se había reído porque estaba desnuda cuando Theo se lo había propuesto y porque no se había bañado desde... ¿Qué más daba si se bañaba o dejaba de hacerlo? Desde luego, se convertiría en la comidilla de la fiesta, pensó, la rubia natural, desnuda y sucia.
Laura salió de la cama y fue al baño, donde se sentó e hizo sus necesidades. Al acabar no se molestó en limpiarse. No quería parecer atractiva. Lo cierto era que le daba igual; pero, de no haber sido así, se habría untado todo el cuerpo de heces. Intuía que aquella cosa se estaba acercando y haría cualquier cosa para atraerlo.
Sí, tenía intención de matarlo porque era el peor de los violadores, porque la obligaba a desearlo. Porque la hacía anhelarlo.
Ella no era así. Laura nunca había sido así salvo por un breve período durante la adolescencia, y tampoco hasta ese extremo. Le urgía arrimarse, frotarse contra algo, lo que fuera.
«Dios mío —pensó—, quizá debería morirme. ¡Me he vuelto como un animal!»
Pero se vengaría. Cuando esa cosa llegara, ella se la cargaría como había hecho la primera vez.
Y después se frotaría contra algo, contra lo que fuera.
A las tres de la madrugada, la colmena empezó a elaborar su miel. No se trataba de una colmena de verdad, y lo que preparaba tampoco era miel de verdad. El ectoplasma era mucho más difícil de conseguir que la miel y mucho más precioso. La colmena sabía que tendría que dedicar todos sus recursos, todo lo que poseía para construir al hombre; pero eso haría porque se hallaba sometida a un imperativo sexual.
Su otro hermano había muerto, pero antes de morir había transferido la mayor parte de sus conocimientos y trucos a aquella criatura. Allí estaba el granjero, la madre decapitada con sus hijos y su marido muertos en el accidente de la Coast Highway; el pobre hombre que había muerto de cáncer que Theo había creído, había confiado en que liberaría hacia la luz o hacia donde fuera que se dirigirían las almas cuando murió el hermano. Todos ellos y miles, decenas de miles más. El proceso de transferencia había sido largo y tedioso y, al final, algunos de los trucos se perdieron, junto con parte del conocimiento. Pero no todo. Desde luego que no todo.
Además, el tiempo se acababa. La colmena había crecido del todo y ya no podía crecer más. Existían barreras naturales que se lo impedían —ubicación, disponibilidad de agua y alimento—, pero también barreras genéticas. El tamaño llevaba aparejado el riesgo de ser descubierto, y eso podía significar la muerte, una muerte como la del hermano. Había llegado el momento de preparar la miel.
La forma sería la de un hombre que había vivido en el siglo XIX. La suya era un alma que formaba parte de la colmena, única y atormentada, sí; pero también aliada y dispuesta a colaborar. Era una bestia de metro noventa. Se le permitiría tomar a la mujer, pero moriría en el proceso de ser reabsorbido por la colmena.
De haber habido algo vivo en las cercanías, aparte de árboles y matorrales, el sonido que hacía la colmena al elaborar el ectoplasma podría haber sido oído. Pero no. No había nada. Los animales supervivientes habían escapado.
Al cabo de una hora, el hombre estuvo terminado. Parecía que iba vestido, pero se trataba solo de apariencia, de un mero añadido a la elaboración ectoplásmica. En realidad se trataba de energía, pura energía que empezó a disiparse casi de inmediato.
Pero no demasiado deprisa.
Laura estaba sentada en el orejero de al lado de la cama, avergonzada. Se había sentado a horcajadas encima de la vacía botella de bourbon y se había frotado con ella para aliviar la necesidad, la incesante urgencia. Le había ayudado. Durante un minuto, puede que dos, se había sentido libre de ello; pero ya había regresado y ella estaba sentada y lloraba mientras consideraba la posibilidad de repetirlo.
Pensó en que quizá podría quitarse la vida. Janice lo había hecho, pero con la ayuda de unas píldoras que había ido acumulando durante meses. Pero Laura no tenía píldoras, todo lo que tenía era bourbon, y con eso solo conseguiría desmayarse antes de matarse bebiendo. Ya lo había hecho antes.
Estaba la pistola, el regalo de su padre. La tenía escondida en el fondo de su bolsa, la bolsa que no había utilizado en semanas porque no necesitaba ropa. La encontró en el armario y rebuscó en su interior, pero la pistola no estaba. La pistola había desaparecido.
¡Theo! ¡Maldito Theo! No solo la había privado de cualquier medio de liberarse, de quitarse de encima aquella espantosa necesidad de fornicar; sino también de defenderse.
¡En la cocina había cuchillos! Salió del cuarto dando un portazo y corrió por el pasillo hacia la cocina, donde se apoderó del cuchillo más grande y afilado que pudo encontrar.
Fue entonces cuando oyó el sonido. Fue un sonido extraño, un «pop» seguido de un tintineo de cristales; distante pero acercándose. Laura corrió a la puerta principal y apartó la cortina de la ventana. Fuera había bruma, y las farolas de la calle parecían llamas de cerilla. Entonces volvió a oír el ruido y vio que una farola se apagaba. Lo oyó de nuevo, y otra farola se extinguió. Comprendió entonces que lo que estaba viendo era la farola anterior que se apagaba porque la luz viajaba más deprisa que el sonido. ¿Qué podía estar ocasionando...?
Entonces lo vio. Era el mismo bruto, el mismo que ella había matado meses atrás. Había vuelto, y el ardor que Laura sentía entre las piernas le decía qué había vuelto a buscar.
—¡No! — gritó.
En su interior seguía habitando un vestigio de la abogada y de la tiradora que había sido, de la mujer que se sentía orgullosa de su familia y de sí misma; en ella seguía habitando la certeza de que era la encarnación del amor que su padre y su madre habían sentido el uno por el otro, la certeza de que era fruto de su mutuo deseo, que había heredado los ojos y la sonrisa de uno, el cabello y la complexión del otro. Y allí estaba, anhelante, deseosa —¡que Dios la perdonara!—, impaciente por follar con aquel ser, con aquella innombrable e inhumana criatura.
La hoja del cuchillo reflejó alguna luz distante y, durante una fracción de segundo brilló con la promesa de su capacidad. Laura no tenía más que pasar su filo, primero por una muñeca y, después, por la otra y estaría muerta antes de que esa cosa llegara.
Apoyó la hoja en su muñeca izquierda, pero un nuevo sonido la distrajo. Miró afuera. La criatura estaba más cerca, y Laura comprendió que a medida que se aproximaba iba absorbiendo energía del sistema de alumbrado. Estaba ahorrando la suya. La estaba reservando para ella. Reservándola para...
Volvió a contemplar el cuchillo. Ese ser la mataría de todos modos, ¿no? Ya era una mujer cadáver; pero, y si... ¿Y si su alma, la energía generada por su cuerpo y mente era capturada por aquella criatura después de que la hubiera matado, igual que a Lily?
«¡Maldito Theo! — pensó—. ¡Maldito mil veces por haberme quitado la pistola!»
Pero tenía el cuchillo. Tendría que buscar el momento propicio, el momento exacto, cuando el deseo de aquel ser lo distrajera.
Laura corrió a refugiarse en su cuarto.
Se tumbó en la cama. Las sábanas estaban limpias. Theo había insistido en darle sábanas limpias todos los días a pesar de que no quisiera ducharse. Escondió el cuchillo bajo una de las almohadas. Cuando la criatura, llevada por el deseo, se le echara encima, ¡la mataría! La castraría, pero si no podía, le clavaría el cuchillo en el corazón una y otra vez. Se acordó de las salpicaduras de sangre en la pared del otro cuarto, la noche en que lo mató por primera vez. Durante unos momentos había sido un hombre de carne y hueso, con sangre de verdad y un corazón de verdad.
La puerta principal se abrió. Laura no la oyó, pero notó una fresca brisa recorrerle el sudoroso cuerpo. Sabía que estaba en la casa y se acercaba, y en ese preciso y exacto instante se dio cuenta de que enloquecía, de que necesitaba frotarse contra algo, de que necesitaba la liberación que le aportaba. Intentó masturbarse, pero estaba demasiado mojada porque había dejado la botella mal puesta. El ser que se aproximaba la distrajo, de modo que se detuvo e intentó controlarse.
El sonido de los pasos en el suelo de madera fue acercándose. Esa vez la puerta estaba abierta, así que primero vio su cabeza y sus hombros; luego su torso. No se detuvo en el umbral, sino que siguió avanzando, con los ojos igual de brillantes que la primera vez. Laura cerró la mano alrededor del mango del cuchillo. ¡No iba a rendirse sin luchar!
Pero el deseo ardía en su interior.
«¡Oh, Dios mío! ¿Por qué me siento así?», se preguntó. Lo deseaba. Lo deseaba de verdad. Aquella criatura la satisfaría, saciaría su ansia, la liberaría del dolor, la angustia y la humillación en que había caído. Vio que estaba erecto. Era algo enorme, mayor de lo que había visto jamás. Y eso la excitó.
Su mano se afirmó en el cuchillo. ¡Podría hacerlo! ¡Sí, podría! Lo haría y saldría corriendo de allí porque él acabaría matándola a pesar de todo y entonces también le pasaría aquella otra cosa horrible, lo mismo que había ocurrido con Lily y con los demás a lo largo de décadas, a lo largo de siglos de vida prolongada de un monstruo moribundo que se la pasaba a otro más joven que a su vez volvía a pasarla. Una vida sin fin, la humanidad atrapada y envilecida en manos de una especie desconocida. Laura no podía con aquella idea. Cualquier otra, sí, ¡pero aquella...!
El ser no la agarró por los hombros. No intentó besarla. No le susurró nada al oído. No bromeó ni le dijo lo guapa que era. No, sus manos la agarraron por las rodillas y le dieron la vuelta. Por un instante, Laura perdió el cuchillo, pero no tardó en encontrarlo.
Las manos de la cosa se le deslizaron muslos arriba. El ser se los sujetó entre el índice y el pulgar y le abrió las piernas. «Me va a dejar marcas», pensó Laura demencialmente, como si al día siguiente fuera a ponerse un vestido corto y todo el mundo del pueblo pudiera enterarse de que su amante la había abierto de aquel modo. Sabía que algunos hombres lo hacían a propósito, como si así pretendieran dejar su huella en la cima de la montaña. «¡Yo lo logré!» El ser le separó las piernas tanto como pudo.
Laura lo olió. No olía a hombre. Olía a hongos, a champiñones, a algo húmedo y neutro. Su piel era irregular. No se trataba en absoluto de la piel de una persona, sino de una mala imitación. No obstante, aquella cosa estaba dura y la tenía enorme. «Si se frotara contra mí —pensó Laura—, solo con que se frotara un poco yo podría...»
Entonces lo acuchilló. Falló por completo el bajo vientre, pero le hundió la hoja en todo el pecho. El ser retrocedió, sorprendido por que ella lo agrediera. Laura apenas vio el dorso de la mano que se le echaba encima. La golpeó con letal precisión en la mejilla y la empujó hacia atrás en la cama mientras el cuchillo salía despedido en la oscuridad. Laura quedó aturdida mientras la cabeza le daba vueltas. Entonces comprendió que el ser estaba dentro de ella.
Se corrió al instante.
Aquello no tenía nada que ver con hacer el amor. No se trataba de sexo en el sentido habitual de la palabra. Era algo mucho más primitivo, carente de la gentileza del contacto entre personas. Sufrió (no había palabra que lo definiera mejor) un nuevo orgasmo antes de que el ser se corriera por primera vez. Ella siguió golpeándolo con todo lo que tenía, un torrente de golpes que surtieron el mínimo efecto.
Notó en sus entrañas la potencia de su eyaculación, como si de un puñetazo se tratara. El ser no se detuvo ni su empuje disminuyó tras la explosión de lo que le había metido dentro. Siguió empujando.
Al cabo de un momento se oyó un sonido, un sonido distante surgido de lo más profundo del interior de Laura, un sonido más distante del animal en que se había convertido y más próximo a Laura Karczek, abogada, hija y amiga, amante e inteligente. Se dio cuenta de que se trataba de su propia voz que gritaba «¡Sí! ¡Sí! ¡Más! ¡Sí!». Y se sintió avergonzada de sí misma, de su especie, de su breve y patética existencia de la cual sabía que no tardaría en llegar a su término.
La situación se prolongó durante lo que parecieron horas, y Laura siguió sintiéndose excitada, liberada, vuelta a excitar y vuelta a liberar una y otra vez hasta que notó que la criatura empezaba a desfallecer. Creyó que se pondría blando, pero no fue así. Simplemente se derrumbó en el suelo.
Ella se quedó tumbada en la cama varios minutos, incrédula por el hecho de que su ansia, el insaciable deseo de entre sus piernas y tras su frente hubiera desaparecido. Al cabo de un rato se tocó para ver qué había puesto en ella el ser. Parecía savia, savia de árbol.
No estaba muerta.
Pero el ser sí. De hecho, ya no estaba presente. Se había convertido en una especie de perfil de un hombre con escasos relieves de sustancia blanca y gelatinosa tendida en la alfombra.
Laura se dejó caer de espaldas. ¿Qué había ocurrido? Se sentía cambiada. La locura había pasado. Ya no pensaba en el sexo ni en los hombres. A decir verdad, se preguntaba por qué lo había hecho. No eran importantes. Pertenecían al pasado.
Al cabo de un rato se puso de pie. La savia le corrió por las piernas, pero más lentamente que si fuera semen. Fue al baño y encendió la luz. Se miró en el espejo y lo que vio le hizo dar un respingo. Llevaba encima la mugre de varios días, puede que semanas de sudor y suciedad acumuladas. Su cabello era una completa maraña. Tenía moretones en los muslos, tal como había imaginado, dos en cada pierna. Aparte de eso, parecía estar bien.
Se lavó y se metió en la ducha.
Una hora más tarde, había ordenado la habitación, cambiado las sábanas, limpiado el baño, recogido las toallas y los cobertores y los había dejado en el cesto del armario.
Gracias a Eleanor, su ropa estaba limpia. Se puso unas bragas, un sujetador, vaqueros y una blusa; también su cazadora de piloto, que era su prenda favorita. Tomó prestado el secador de pelo de Eleanor. Su permanente, aunque débil, seguía funcionando y le proporcionó una cascada de rizos que ondulaba al mover la cabeza. Hacía tiempo que había tirado todos sus perfumes, así que tomó prestados los de Eleanor, regalos que ella no usaba por culpa de sus alergias.
Llamó un taxi a Morro Bay y convenció al chofer de que su viaje hasta Cambria sería ampliamente recompensado. A continuación, cogió todo el dinero que había en la caja, tras el mostrador, y dejó una nota que decía:
Gracias por cuidar de mí en estos momentos de dificultad. Ahora ya estoy bien. He comprendido lo que estaba mal y me dispongo a corregirlo. Me llevo este dinero, seiscientos dólares, pero estad seguros de que os lo devolveré.
Eleanor, te pido perdón. Me he portado como una loca. Theo, gracias por respetar a esta vaquera cuando ni ella misma se respetaba. Os quiere.
Laura
Eleanor no volvió a saber nada de ella.
Capítulo 37
El taxi remontó con dificultad la abrupta y empinada colina. Difícilmente se podía llamar carretera a semejante camino, y difícilmente se podía llamar taxi a aquel vehículo. Laura iba en el asiento trasero, incómodamente sentada con la enorme barriga sobresaliendo entre sus encogidas piernas. Vestía una falda larga y una blusa lo bastante amplia para acomodar sus crecidos pechos; pero también la cazadora de piloto que ya no se podía abrochar, pero que le iba bien de hombros y brazos.
Cuando el taxi llegó al final del camino, ella dio unos golpecitos en el hombro del chofer.
—Es aquí —le dijo.
—¿Aquí?[3]
—Sí, aquí.
Laura sacó un fajo de billetes e intentó contar el importe previamente pactado del viaje, pero al final entregó el fajo al hombre para que cogiera lo que quisiese.
—Pero, aquí no hay nada, señora —comentó el conductor hablando en inglés con fuerte acento.
—Voy a reunirme aquí con mi marido —le contestó Laura en español.
—Pero, pero... —protestó el taxista haciendo gestos que decían «¿cómo puede ser?»—, ¡si aquí no hay nada!
Laura se apeó trabajosamente del taxi. Luego, hizo un gesto al taxista indicándole que volviera a la ciudad.
—¡Váyase, váyase! No me pasará nada.
El hombre se encogió de hombros, dobló los billetes que sumaban el importe del trayecto —en realidad el doble de lo pactado, pero ¿qué iba ella a saber?— y se los metió en el bolsillo del pecho. Metió marcha atrás haciendo rascar los engranajes, dio la vuelta y enfiló camino abajo frenando para no estrellarse en el fondo del precipicio.
Laura lo observó marchar. Cuando el vehículo remontó la siguiente loma y desapareció tras la pendiente, observó lo que la rodeaba. Allí donde miraba solo veía desolación, pero no le preocupó. La criatura de sus entrañas le dio una patada, y ella rió mientras se acariciaba el vientre.
—Tranquilo —le susurró—. Ya va.
Empezó entonces a subir hacia la cima. Le habían dicho que en alguna parte había una cueva donde a veces la gente se refugiaba de los elementos. En su parte más profunda tenía un agujero de apenas un metro de hondo. Aquel agujero sería un buen sitio para descansar.
La gestación había durado cuatro meses. De algún modo lo había sabido, había intuido que no sería larga. Había hecho sus planes, tomado dinero prestado de Theo y conseguido un pasaporte; y también había soñado sueños. Luego, había cogido un avión rumbo a Chile. De eso hacía una semana. Al llegar había organizado un viaje al interior, donde la gente era reservada y tan inocente e ingenua como lo había sido en el pasado en Estados Unidos. En un sitio así podría florecer. Lo sabía.
El ascenso se le hizo penoso. El vientre la estorbaba y estuvo a punto de caer más de una vez. Empezaba a anochecer cuando halló la cueva y se dejó caer en la entrada con un gruñido. Estaba hambrienta, pero había llevado comida con ella, proteínas, salchichas de frankfurt que devoró directamente del envase. Luego, se durmió.
En algún momento durante la noche rompió aguas. No tenía importancia salvo como indicador, como vestigio del proceso de concepción humano. El tibio líquido que se le derramó por las piernas la despertó. Quedaba poco tiempo. Se arrastró al interior de la cueva, cuya embocadura era lo bastante amplia para permitir que una persona se pusiera en pie. Dentro, el techo descendía hasta un metro y medio de altura; luego, a un metro veinte, más adelante hasta solo uno. A partir de ese punto volvía a ensancharse. Palpó el borde del agujero con los dedos y se partió una uña contra el canto afilado de una piedra.
El dolor se hizo más intenso. Faltaban escasos minutos para el nacimiento. Laura se dejó caer en la oquedad.
El dolor se volvió insoportable. Sé levantó la falda y se la recogió en la espalda sin saber lo que iba a suceder, aunque tampoco lo necesitara. Su respiración se intensificó. Inhalaba el aire y lo exhalaba según un método que había aprendido tiempo atrás, con una amiga mientras asistía a clases de Lamaze. Naturalmente, tampoco eso era necesario.
Dio a luz antes del amanecer. Sintió que la invadía la alegría y rió de felicidad.
Seguía con vida cuando florecieron los tallos.
—Mi bebé... —Los acunó mientras empezaba a morir. Tras ella, los brotes se abrían paso hacia arriba, hacia su columna vertebral, y hacia abajo, hacia el fértil suelo. El proceso tardaría varios días en completarse.
Al cabo de una semana, la parte física de Laura había muerto. Su retoño la devoró y consumió su cuerpo buscando nutrientes. Quedó muy poco de la mujer que en su momento había hecho que los hombres se volvieran y que se había enfrentado sin miedo a los jueces y a sus colegas de profesión. Quedó la cabeza, el cráneo, sí; pero el cerebro era un pedazo demasiado apetitoso para no devorarlo. Sus pies quedaron colgando. Y sus manos. Y sus huesos.
Después circularon historias acerca del fantasma de una gringa, una misteriosa mujer que llevaba una cazadora de piloto de la Segunda Guerra Mundial y cuyos rubios y ensortijados cabellos ondeaban cuando caminaba por las colinas que rodeaban el poblado, en especial cuando la niebla cubría las tierras altas. Según contaban, era muy bella. A veces, no decía nada; pero en ocasiones, contadas, abría su preciosa boca y de ella surgía un estremecedor gemido, el escalofriante aullido de un alma extraviada que se alzaba con el viento de las montañas y se perdía entre los peñascos.
Los niños que habían contado historias de aquella mujer la volvieron a ver cuando se hicieron mayores, pero ella no había cambiado.
Posteriormente, muchos comentaron que los más viejos se le habían unido.
En ocasiones, los más jóvenes se le unían también.
Laura era la colmena. La colmena era Laura.
Y muchos más.
Capítulo 38
La fiesta previa a la boda fue tan mala como me temía. Al principio todo fue «¡oooh!» y «¡aaah!»; pero, después, me serví una copa y me dediqué a estudiar a las mujeres presentes, en especial a las hermanas de Eleanor. He de reconocer que me he hecho otra opinión de ellas. Desde luego, desde un punto de vista tirolés son de lo más atractivas; ya saben, hoyuelos, amplias sonrisas y escotes y pantaloncitos de cuero. Lo que quiero decir es que eran adorables, pero ¿querrían ustedes pasar más de una hora en su compañía?
Eleanor llevaba días bastante callada, y se mostraba más como había sido antes; pero en la fiesta estuvo bella, simpática y radiante. A mí me entraron ganas de ir hasta ella, levantarla del sofá donde estaba rodeada de papel de envolver regalos y plantarle un beso de los húmedos en toda la boca, cosa que hice mientras sus hermanas y demás amigas reían disimuladamente y nos gastaban bromas acerca de que Eleanor quizá tuviera mejores cosas que hacer que perder el tiempo abriendo regalos. Era verdad, pero qué le íbamos a hacer...
Billy, el padre de Eleanor que además se había convertido en mi amigo, se había visto arrastrado a aquella situación, así que nos retiramos a la parte de atrás de la casa donde se había instalado una especie de porche. Tenía cerveza en una pequeña nevera y me ofreció una, pero yo la rechacé porque ya llevaba varios whiskys encima, lo cual no era mi costumbre.
—¡Mujeres! — comente—. Uno no puede vivir con ellas pero tampoco sin ellas.
—Sí, claro.
Se sentó en un sofá amarillo (de un verde amarillento, la verdad sea dicha y del estilo de la época de Starsky Hutch), puso los pies en alto y se desabrochó el botón de la cintura del pantalón.
—La de mierda que nos hemos tenido que tragar.
—Ya.
—¿Sabes? Tú has marcado toda la diferencia.
—¿Ah, sí?
Ahí llegaba: el sermón del futuro suegro al futuro yerno.
—La has convertido en una mujer. Nunca pensé que...
Sí, un día eran flacuchas, torpes y tímidas y, al día siguiente se habían convertido en Cindy Crawford.
—Nunca pensé que un día llegara a ser tan guapa —dijo Billy en lo que era un sincero cumplido porque Eleanor no solo no era resultado de sus carnes, sino la hija de una aventura de su mujer con otro hombre. Tenía sus buenas razones para no quererla, pero de algún modo había conseguido educarla lo mejor que había podido e incluso quererla a pesar de que había sido siempre el patito feo de la casa.
—Es de las que florecen tarde —repuse.
En realidad, mis pensamientos estaban con Laura porque me preguntaba si Eleanor no había tenido razón al decirme que no tendríamos que haberla dejado sola. Laura había caído a través de la red que todos creemos que nos protege de los infiernos, había caído igual que una rama en una trituradora, y esta la había devorado. ¿Qué había sido de la tiradora, la mujer capaz de enfrentarse al mismísimo diablo si hacía falta?
—¿Sabes? Es cierto que todos creíamos que Eleanor era lesbiana —me dijo Billy.
—No pensarás volver a sacar ese asunto, ¿verdad?
—No. No. Es por otra cosa —contestó Billy—. Lo que pasaba era que no nos comunicábamos con ella. Eleanor no intimaba con nosotros. Siempre estaba escondida tras un libro. Cuando el pecho no le salió la llevamos al médico. No, no te rías. Lo hicimos. Creíamos que podía ser hermafrodita o algo así, pero el médico nos dijo que era físicamente normal y que algunas chicas tenían menos.
Iba a levantarme para ir a mear cuando Billy añadió:
—Después de eso, Eleanor no me dirigió la palabra durante seis semanas. No hablaba con nadie.
—Mira, Billy, le dijisteis la verdad antes de que pudiera asimilarla —le comenté confiando en que mis palabras no fueran igualmente ciertas en su caso—. Eleanor no necesitaba saber que su madre había tenido una aventura y que su padre no era el mismo que el padre de sus hermanas y hermano.
—Sí, supongo que fuimos muy torpes con eso.
—Tampoco fue de ninguna ayuda que sus hermanas tuvieran todas unas tetas capaces de alimentar a todo un continente...
—¡Oye!
—... mientras que ella podía desnudarse de cintura para arriba y pasar por un chico.
—Pues ahora empieza a parecer...
—Sí, ha ganado unos kilos. Escucha, Billy, tengo que ir a vaciar.
—Sí, desde luego.
—Hiciste lo mejor que pudiste. ¿Quién podría haber hecho más?
—Tú lo hiciste —dijo Billy mientras yo me detenía en la puerta para escuchar su última observación—. Tú lograste que se abriera, que adquiriera confianza en sí misma. Tú eres mejor parecido que cualquiera de los tíos con los que han salido sus hermanas. También tienes más carácter. Quiero decir que Eleanor tiene que haber tenido algo todo este tiempo que nosotros no hemos sabido ver.
—Eso es algo que ocurre a menudo —contesté—. Muchas cosas de esta vida permanecen ocultas.
La boda fue... Bueno, fue bonita. Hubo montones de flores que no sé ni cómo se llamaban, y entre Eleanor y sus hermanas decoraron Lily's House de arriba abajo. Yo hice que Tom fuera mi padrino porque estaba disponible, y la mayoría de mis conocidos seguían viviendo en Los Ángeles, a cuatrocientos kilómetros de Cambria, que en esos momentos ya se había convertido en mi hogar.
Tom y yo volvíamos a ser amigos. Supongo que una donación de un millón de dólares es capaz de conseguir ese tipo de cosas. Me dijo que estaba encima de otro asunto, puede que de otra planta en la zona. Me dijo que no había forma de localizarlas, que no había manera de identificarlas desde el aire, de modo que estaba recurriendo a las leyendas y las historias locales para situar posibles focos. La idea se la había dado Eleanor cuando ella le había mencionado que los habitantes de Cambria creían que Monroe House era un sitio maligno, un lugar que había que evitar en lo posible. Tom había encontrado una casa con una reputación similar al sur del pueblo, una granja que cada cierto tiempo cambiaba de propietarios. Había conseguido permiso para excavar, y si conseguía dar con la planta podría tomar muestras y congelarlas al instante para evitar que se descompusieran. De ese modo quizá consiguiera averiguar cómo encontrarlas desde el aire.
—¿Cuántas crees que puede haber? — le pregunté.
—Probablemente no abunden, pero ¿qué sabemos? Las historias de fantasmas están por todas partes. Las manifestaciones físicas son menos frecuentes pero tampoco nada excepcional. De todas maneras, está en la naturaleza humana exagerar las historias para hacer que asusten. De modo, que la respuesta a tu pregunta es que podría haber decenas de miles, millones.
—Caray, no creo que tengas fondos suficientes para financiar una operación a tan gran escala —le dije.
—No importa. Si puedo documentar y demostrar la existencia de una planta que vive como parásito de la raza humana me lloverá más dinero del que pueda manejar, ¡por no hablar del premio Nobel!
Tom empezó a excavar en la granja cuando Eleanor y yo nos marchábamos de luna de miel.
Pasamos una semana en Kuai, en una playa desierta por donde corrimos desnudos entre las olas y donde Eleanor me pidió que fuera el padre de sus hijos. Ella deseaba formar una familia y, aunque yo no veía la necesidad de niños —supongo que además de ornamentales son progresivamente más caros—, dije que desde luego. Abandonó definitivamente las píldoras anticonceptivas y me planteó exigencias que me recordaron a nuestras primeras semanas juntos. Hicimos el amor en la arena, entre las olas, aquí y allá, en todas partes. Nunca la había visto tan feliz.
Una noche de luna llena, salimos a nadar juntos; ella, una criatura ligera y hermosa cuyos andares eran los saltos de una gacela; yo, un león cojo que intentaba alcanzarla. Sin embargo, en el agua nos convertimos en uno y, aunque no éramos más que dos seres humanos, frágiles, y temporales como el chisporroteo de una cerilla en el mar de los tiempos, conseguimos realizar la mayor magia de este mundo: todos mis ancestros, desde el primer vertebrado que se arrastró fuera del agua hasta mi querida madre, cuya tumba no he vuelto a visitar pero cuyo amor me acompañará para siempre, se encontraron con los ancestros de ella. Eleanor concibió a cien metros de la costa, con sus piernas y brazos enroscados a mi alrededor.
—¡Sí, Theo! — jadeó una vez concluido descansando la cabeza en mi hombro—. ¡He concebido! ¡Hemos hecho un niño!
Algunas mujeres saben esas cosas, no me pregunten cómo. Flotamos entre las olas como dos corchos arrojados al océano con el destino como compañero.
No dije nada a Eleanor de la llamada de Laura. Por primera vez desde la sesión de espiritismo me pareció que sonaba cuerda. Sin embargo, necesitaba dinero para empezar de nuevo. Le hice una transferencia por valor de veinte mil dólares y le dije que la aceptara como regalo por haberse puesto bien. Ella se echó a reír y me dijo que se encontraba perfectamente pero que gracias de todos modos.
Para cuando regresamos a Lily's House, Tom ya había localizado la segunda planta bajo la granja. Reunió información suficiente para demostrar que se trataba de una nueva especie; sin embargo, demostrarlo ante el escepticismo de la comunidad científica iba a llevar su tiempo. Le insistí en que, entretanto, la matara. Eso hizo.
Hay ocasiones en las que me parece ver a Lily aquí, en nuestro albergue que también es restaurante y que lleva su nombre. Me parece verla en la entrada, por el pasillo o saliendo por la puerta; pero sé que se trata de mi imaginación.
Lily está muerta.
En todas partes menos en mi corazón.
Fin
[1] Protagonista de la novela corta de Washington Irving La leyenda de Sleepy Hollow. (N. del T.)
[2] Olivia, la mujer de Popeye, en referencia a su delgadez. (N. del T.)
[3] En español en el original. (N. del T.)