Publicado en
febrero 09, 2022
La pesadilla de mi tía Eulogia eran los kilos de más, y para ser flaca como un espárrago, había probado todas las dietas... sin resultado.
Por Elizabeth Subercaseaux.
Como todas las mujeres que han pasado los 40 años, mi tía Eulogia tenía problemas para bajar de peso. Los kilos de más eran la pesadilla de su vida y a decir verdad le importaban mucho más que la flaca de la esquina. "Si yo fuera como un espárrago, estoy segura de que no me pasarían ni la mitad de las tragedias que me pasan", le decía a mi abuela. "Ay, hijita", contestaba mi abuela que de la vida ya lo había visto todo o casi todo, "conociéndote, sé que te quejarías aunque te convirtieras en gusano".
Lo cierto es que mi tía se la pasaba envidiando a una prima que tenía, huesuda y de piernas largas, y haciendo dieta para adelgazar. Las probó todas. La del repollo, la Atkins, la macrobiótica, la de Beverly Hills, la de la avena, la antidieta, la dieta de la Luna y la del bisté con huevo; también probó el ayuno de una semana y esa semana se deshizo, literalmente hablando, pero la próxima vez que se echó un plato de comida a la boca los kilos volvieron, como golondrinas y se instalaron en sus muslos y en sus caderas para siempre. Iba día por medio a un gimnasio y se torturaba trotando en una máquina, ejercitando los músculos en otra y pedaleando en una bicicleta estática que detestaba con toda su alma... Pero no había solución. "Yo nací para ser gorda", se lamentaba.
Un día decidió vestirse de negro porque así se veía más flaca.
—¿Quién se te murió ahora? —le preguntaba el pesado de Roberto, haciéndose el divertido...
Fue en esa época cuando mi tía se convirtió en experta en venenos; había tomado la firme determinación de acabar con Roberto si seguía burlándose de ella. Nunca había sido más infeliz que en esos tiempos. Y todo por unos miserables kilos de más.
—La vida está hecha de muchas cosas, hijita, —la animaba mi abuela—. ¿No te da vergüenza quejarte por los kilos cuando tienes tanto de qué alegrarte? ¿No te importa que en el resto del mundo la gente se esté matando, que en Africa los niños se mueran de hambre y que el SIDA sea una epidemia cada vez más peligrosa?
—No me importa nada, mamá, lo único que quiero es ser flaca como alambre y para siempre.
Hasta que un día, así porque sí, su suerte cambió de un plumazo. Mi tía Eulogia iba caminando por una calle del barrio alto de Santiago sin atreverse a mirarse en las vitrinas para no verse como un globo, cuando un hombre muy guapo se detuvo a su lado y así como quien no quiere la cosa, soltó:
—¿Qué santo ha muerto en el cielo que la Virgen va de luto?
—¿Qué? —preguntó mi tía Eulogia, asombrada.
—Le pregunto qué santo ha muerto en el cielo que la Virgen va de luto —dijo el guapo.
Mi tía lo miró con atención y entonces se dio cuenta de que el guapo era un ángel.
—Disculpe —dijo el ángel— tal vez me toma por un impertinente, pero no, no es eso, es que la encuentro muy bonita y he venido del cielo con un encargo muy especial de mi jefe.
—¿Su jefe?
—Sí, señora, mi jefe me ha enviado para que le haga entrega de una dieta ideal.
—¿Para adelgazar?
—Así es —dijo el ángel, sobándose las manos.
—¿Y cómo dijo que se llamaba su jefe?
—Bueno, usted debe saberlo muy bien, mi querida señora, es el único habitante del cielo —dijo, sonriendo.
La tía Eulogia lo miró con curiosidad.
—No estará hablando de Dios —aventuró.
—Precisamente, señora mía, de él estoy hablando.
—Y quiere hacerme creer que Dios anda perdiendo su tiempo con dietas para adelgazar —dijo mi tía apresurando el paso, porque el ángel estaba produciéndole una terrible desconfianza.
—Yo no quiero hacerle creer nada en especial —dijo el ángel, sin inmutarse—, simplemente cumplo órdenes, y mis órdenes son enseñarle a usted la dieta ideal.
—¿Aquí? ¿En medio de la calle? —preguntó la tía Eulogia.
—Bueno, no tiene por qué ser en medio de la calle. Podemos entrar en una cafetería, ¿qué le parece?
—A ver, déjeme ver si estoy entendiendo bien. Usted dice ser un ángel enviado por su jefe, y que su jefe es Dios y que Dios lo ha enviado a la Tierra para que me enseñe la dieta ideal. ¿Es eso?
—Eso mismo —sonrió muy complacido el ángel.
Creer o no creer, se dijo la tía Eulogia y decidió que le creería, total, ¿qué podía perder?
—Está bien, a una cuadra de aquí hay una cafetería. Vamos —le dijo, y se encaminaron hacia la esquina.
El ángel pidió un pastel de moras y un chocolate batido con crema y la tía Eulogia, un vaso de agua mineral sin gas. Su última dieta para adelgazar prohibía el café, el té, las bebidas de dieta, la leche y el queso, cualquier tipo de licor, todas las carnes, los pescados azules, blancos y rojos, los huevos, las verduras rojas y naranjas, las hojas verdes, la fruta, el cordero, el pan y la mantequilla, los cereales y, por supuesto, el arroz y las pastas y todos los dulces del planeta. Lo único que podía ingerir era, en realidad, agua mineral sin gas con una rodaja de limón sin cáscara. Nada más.
—¿Eso nada más va a pedir? —le preguntó el ángel, compadeciéndose de ella.
—Es que estoy a dieta —dijo la tía Eulogia bajando los ojos, avergonzada de su "comida.
—Bueno, bueno, vamos a ponerle punto final a su calvario, señora mía, pídase un buen pan con mantequilla y un café con leche, porque vamos a comenzar a hacer la dieta ideal y ya verá como entre mi jefe y yo la tenemos convertida en un tallo de perejil en menos de un mes.
—¿Está hablando en serio? ¿Comiendo pan con mantequilla? —los ojos de mi tía se habían abierto como platillos voladores.
—Así es, pan con mantequilla, pero ya verá, mi querida señora, que al cabo de poco rato haciendo la dieta ni siquiera el pan con mantequilla le apetecerá.
—Bueno, enséñeme —rogó mi tía.
Y entonces el ángel le explicó que todas las mujeres del mundo cometen el error de creer que sin comer o comiendo solo vegetales van a adelgazar, cuando la verdad de las verdades era que su jefe había dispuesto otras normas muy distintas de esas para mantener el peso ideal y, por supuesto, la buena salud.
—¡No me diga! ¿Y cuáles son las normas? —preguntó mi tía, empezando a dudar de que el personaje que tenía frente a ella fuera realmente un ángel.
—Es una sola norma —dijo el ángel— pensar, usar la cabeza, ejercitar las neuronas, alimentar la mente.
—A ver, explíqueme mejor, que no le entiendo.
—Las mujeres —empezó el ángel— creen que para adelgazar hay que ejercitar el cuerpo hasta el cansancio y no comer, cuando lo que hay que hacer, en realidad es ejercitar la mente y comer de todo. Mi jefe me lo ha dicho y usted, señora mía, no podrá negar que mi jefe sabe más que usted, que yo y que todos los mortales e inmortales nacidos y por nacer.
¿Ejercitar la mente? ¿Cómo se hacía eso? ¿Y el jefe decía que había que pensar para perder kilos? ¡Pero qué revolucionario! Le preguntó al ángel si podía ser un poco más claro y él entonces le explicó la "dieta", paso a paso. Al abrir los ojos, en la mañana, se debía partir ejercitando las neuronas, un ejercicio muy simple: contar desde la ventana de su pieza todos los árboles que viera en la calle y después las flores que viera en su jardín. Siempre desde la ventana. Luego venía el desayuno. Y el desayuno consistía en una taza de té, un huevo cocido, una manzana orgánica y dos tostadas de pan de trigo con mantequilla y mermelada hecha en casa. Mientras se lo comía, debía pensar en algún filósofo antiguo, Aristóteles, por ejemplo, y si pudiera, debía leer algunos de sus párrafos. En el almuerzo, que consistía en comer lo que le diera la gana, podía ser un plato de lentejas con una ensalada, debía pensar en lo hermosa que era alguna música, como la de Beethoven y escucharla mientras saboreaba su comida. Sin olvidar un vasito de vino, que esta era parte fundamental de la dieta. Y después de almorzar, era bueno leer algún párrafo de El Quijote de la Mancha o dar comienzo a la lectura de Madame Bovary. Y a la hora de la cena, que consistía en un buen pedazo de carne a la parrilla, con una papa asada y ensalada de tomate con lechuga y cebolla, o de lo que más le gustara, debía pensar en el significado más profundo de las cosas, en la suerte que ella tenía de haber nacido mujer y no de ser hombre, como el pobre de Roberto, quien tenía sobre sus hombros la tremenda carga de mantener a toda la familia. Luego debía invitar a Roberto a tomarse un aperitivo. Y de noche, cuando solo el silencio los rodeara y la luna estuviera colgando en el medio del cielo, debía hacer el amor con él, lentamente, como si el tiempo nunca estuviera destinado a terminar...
—Y yo le aseguro, señora mía, que si sigue todas mis instrucciones al pie de la letra, al cabo de un mes habrá perdido para siempre esos kilos que le estorban —dijo el ángel y emprendió el vuelo dejando a mi tía boquiabierta.
ILUSTRACIÓN: MARCY GROSSO
Fuente:
REVISTA VANIDADES, ECUADOR, JULIO 05 DEL 2005