Publicado en
enero 22, 2022
A mi padre y a mi hijo mayor,
que me prestaron el nombre.
La libertad es el reconocimiento de la necesidad.
Karl Marx
—Pero, ¿qué es lo que hay que hacer? — Estar en el suelo —dice Anne—. Estar en el suelo, sobre esta arena, en medio de la brisa y con la cabeza vacía; o andar y verlo todo, o hacer cosas, hacer casas de piedra para la gente, darles coches, luz, todo lo que todo el mundo pueda tener, para que ellos puedan no hacer nada también y permanecer en la arena, al sol, y tener la cabeza vacía, y hacer el amor a las mujeres.
Boris Vian
FILO: Cuento, máquina o aparato que se hace creer a la víctima que sirve para fabricar dinero. Delincuente que hace un cuento para estafar, ladrón que hace el cuento en el trabajo de otario. Dinero propio utilizado por el traficante de drogas para comprar las mismas. Simpatía, festejante, novio.
Comisario Gral. (R) Adolfo Rodríguez,
Lexicón
Primera parte
Doble filo
1. Marcela cumple 27
Marzo 1996
I
Esa noche tuvo un sueño erótico con su padre. Estaba recostada en el sillón que tenía en su habitación de soltera. Estaba desnuda, pero envuelta en una especie de mortaja o sábana. Su padre se acercaba y la besaba en la boca. Ella le tocaba los hombros y los sentía fuertes debajo de una camisa a cuadritos, igual a casi todas las camisas que él usaba. No pasaba nada más pero la sensación primigenia de placer se convertía en un sentimiento desagradable. Al despertarse recordó el beso, sus manos en los hombros, la camisa y las sensaciones.
Se quedó una hora más en la cama, lo suficiente para oír a Raúl levantarse sigilosamente, para que ella no lo notara. Le dio un poco de lástima su marido, por todos los cuidados que se tomaba para no hacer ruido. En la cocina iba y venía, encendía el fuego, abría la heladera. Finalmente apareció, prendió la luz de la habitación y ella entreabrió los ojos para acostumbrarse a la claridad.
—Que los cumplas feliz...
Sobre la bandeja que traía, además del café, el jugo, el pan del día anterior, el fiambre y la manteca, había un florerito con un jazmín. Ella puso su mejor rostro de sorprendida y él buscó algo en su maletín. Sacó una bolsa prolijamente plegada. Era el regalo: un juego de ropa interior. No era la primera vez que le regalaba bombachas, corpiños o medias. A él le gustaba comprarle ese tipo de ropa, ir a los negocios, hablar con las vendedoras. Se sentía contento, seductor, comprando y regalando ropa interior. No abusaba de las circunstancias, no compraba ropa digna de un pornoshop sino bombachas y corpiños sencillos, cómodos, lindos. Era un conocedor. A ella le encantó ese juego celeste, no tenía ninguno de ese color. Inmediatamente se le cruzó por la cabeza que no le había venido el periodo. Si estaba embarazada le crecerían los pechos y la panza y no podría usar esa ropa durante bastante tiempo. Le agradeció con un abrazo y un buen beso. Cuando terminaron de besarse se le habían pasado las ganas de decirle que tenía un atraso y que tal vez, esta vez sí, estuviera embarazada. En cambio, le dijo:
—Soñé con vos.
II
No estoy gorda, estoy deforme, se dijo mientras se miraba en el espejo del placard. En los últimos años había engordado cinco kilos y ella sentía que se le habían acumulado casi todos en la espalda. Es como si tuviera un par de tetas en la espalda, se dijo a la vez que hacía un esfuerzo por verse. Estaba perdiendo la cintura, las piernas también habían engordado y los pechos estaban como siempre, levemente caídos. Parecían haber encontrado su posición hacía un par de años y no habían seguido cayendo. Se mantenían en un equilibrio conmovedor que la reconciliaba con esa parte del cuerpo que siempre odió. Primero porque le crecieron cuando todavía era una nena, después porque ese crecimiento se detuvo en un punto que no lograba despertar aullidos masivos de los hombres, como ocurría con sus mejores amigas. Luego, cuando notó que los hombres igual se abalanzaban sobre ellos sin preocuparse por el tamaño, descubrió que su pecho izquierdo era más chico que el derecho. Desde entonces siempre temió que alguien lo notara. Era un secreto que no compartía ni con sus amigas ni con Raúl y que pensaba llevarse a la tumba. Más tarde odió sus pechos cuando vio que comenzaban a caer. Pero cuando esa caída anunciada se detuvo, por primera vez en veintiséis años (ahora veintisiete) se reconcilió con sus pechos.
Decidió no estrenar el regalo de Raúl. Lo guardaría para una ocasión más especial. Quizás a la noche, si es que veía que había onda para hacer el amor, o al día siguiente, o el martes, o el miércoles. Tal vez Raúl se sentiría excitado cuando la viera con su ropa interior nueva. Ya hacía una semana que no tenían sexo. Con esa cuestión había ocurrido lo mismo que con los pechos. El ritmo de las relaciones había ido bajando lenta pero inexorablemente hasta detenerse en un punto. Hacía más de un año que se mantenía en una vez por semana, con leves variaciones hacia los diez días y rara vez hacia los cinco. Cuando era adolescente y leía que los matrimonios tenían sexo una vez a la semana le parecía la muestra más acabada de la destrucción de la pasión, del triunfo de la rutina y la indiferencia. Se habría matado si le hubieran dicho que algún día, ocho años más tarde, ella también tendría sexo cada siete días. Y se hubiera reído mucho si alguien ahora le dijera que lo suyo era una sexualidad pobre. No lo sentía así. Simplemente los días pasaban, había que trabajar, descansar, ver la tele y cada tanto disfrutar del sexo. No veía nada de malo en eso.
III
Cargaron en el auto las gaseosas, el vino, el agua, salamín, queso, un paquete de papas fritas, servilletas de papel, un cuchillo grande y un termo con agua caliente. Antes de pasar a buscar a los padres de ella se detuvieron en una panadería y compraron un kilo de pan felipe, ocho figazzas para los choripanes y dos docenas de facturas.
Raúl había puesto la radio a un volumen que a ella le molestaba. No por el sonido alto en sí mismo sino porque lo veía como un gesto adolescente de Raúl, como si ése fuera todavía el auto de su padre, el viejo Falcon con el que salían a pasear casi diez años antes, cuando recién comenzaban a salir. Él, entonces, ponía la radio a todo volumen cuando la llevaba a su casa, feliz de haberle acabado en la ropa o en la boca. Extrañamente, cuando comenzaron a tener sexo de manera más completa, Raúl comenzó a sintonizar esas radios melosas, con locutoras de voces aterciopeladas y cerebros vacíos. Muchas veces ella pensó que la razón por la que habían cortado aquella vez había sido para no tener que seguir soportando ese momento de radio FM.
Al igual que en ese primer periodo de su primer noviazgo, en los últimos meses Raúl había vuelto a la radio a todo volumen. Ella no sabía si interpretarlo como un patético retorno a la adolescencia. Como su interés por entrenarse casi a diario para jugar en el equipo de rugby de su club.
Habían dejado de salir cuando los dos tenían veinte años y ella comenzaba el segundo año de la carrera de Letras. Al poco tiempo se puso de novia con un compañero de la facultad pero no funcionó. Pasó por una etapa levemente promiscua, con más histeriqueos que concreciones, hasta que terminó de novia con un diseñador gráfico. Con él salió casi dos años y aunque la relación parecía destinada a consolidarse, todo quedó en la nada. El diseñador era un inmaduro poco interesado en constituir una pareja sólida y poco dispuesto a trabajar duro por crecer. Para colmo, en los últimos días de su relación, el novio había entrado en cierto delirio paranoico que los había terminado de alejar.
Tachado el diseñador, como en una telenovela, se volvió a cruzar con Raúl en un semáforo que ella intentó cruzar en rojo. Él venía en su nuevo auto comprado con el dinero ahorrado gracias a su trabajo en la compañía aseguradora. No la atropelló y la invitó a tomar un café. Era todo lo contrario a su ex más reciente: trabajaba, ahorraba, se comportaba como un hombre y su único vicio eran los partidos de rugby. En menos de un año se casaron y seguían juntos casi cuatro años después. Ella había abandonado la carrera de Letras cuando apenas le faltaban cursar seis materias y dar dos finales. Cada año soñaba con volver a Filo pero nunca reunía las fuerzas suficientes para anotarse de nuevo, algo que seguramente a Raúl no le iba a gustar nada. Los años que había pasado en la carrera conformaban para él un período negro en la historia de ella, algo que quería olvidar.
IV
Casi no se hablaron durante el viaje, salvo para chequear si llevaban todo lo acordado. Raúl hizo algún comentario irónico sobre la calidad de la carne que su cuñado compraría y ella no le contestó porque seguramente tenía razón. Su hermano y su cuñada acostumbraban a comprar una carne grande y grasosa. Su hermano insistía siempre en ser él el encargado del asado y dejaba lo demás librado a ella y a sus padres. Hasta un par de años antes el asado era tarea de su padre pero un día su hermano lo reemplazó. Ella no recordaba cómo había sido pero sucedió. Tampoco hubo quejas o comentarios. Y su hermano disfrutaba haciendo el asado, con su vaso de vino al lado de la parrilla y sintiéndose lo que pudo haber sido y no era: un hombre de campo.
En cambio su padre era, o había sido, un auténtico hombre de campo, de esos que se levantan a las dos de la mañana para ordeñar a las vacas, que desayunan con mate y pan y queso, que salen con el lucero a trabajar la tierra y que se acuestan, como las aves, al comienzo de la noche.
Ella no se acordaba nada del campo y era muy probable que su hermano, apenas un año y medio mayor, tampoco tuviera recuerdos de esos primeros años de infancia, cuando vivían en Gálvez, antes de que su madre convenciera a su padre de dejar esa vida y trasladarse a Buenos Aires.
Su madre no era del campo pero casi: era del pueblo que estaba apenas a unos cinco kilómetros. Era hija del farmacéutico de Gálvez. Había conocido a quien iba a ser su esposo en un baile y para horror del farmacéutico (que soñaba con ver a su hija casada con un abogado o un médico o, al menos, con un comerciante próspero del pueblo) se pusieron de novios y se casaron dos años después, cuando ella se recibió de maestra normal.
Se fue a vivir al campo pero nunca se acostumbró: ni a los horarios, ni al aislamiento, ni a las faenas con las que se encontró: darle de comer a los animales, limpiar el establo, armar las facturas, sacar el agua del aljibe. Por eso, cuando apareció la oportunidad de entrar a trabajar en una fábrica de cerámicos en Barracas, gracias a un primo que era jefe de operarios en esa empresa, ella lo convenció, para cambiar de vida. Vendieron las pocas hectáreas que les quedaban, la casa tipo colonial que alguna vez había sido el casco de una estancia, los animales y las herramientas. Con el dinero se compraron una casa con un gran jardín en Floresta. Su padre dejó de ser un hombre de campo y se convirtió en un hacendoso obrero que ascendió lentamente en la escala de cargos de la empresa. Cuando todavía le faltaban tres años para jubilarse, era subjefe de la sección menos calificada. Su madre pudo también ejercer, como maestra primero y luego como inspectora escolar. Y los dos hermanos crecieron como lo que eran: chicos de ciudad.
V
Se sintió una estúpida cuando, en medio de una canción de Phil Collins que le recordaba la fiesta de su casamiento, distraídamente se encontró acariciándose el vientre. ¿Era el instinto de madre o su imaginación enferma? Sus propias caricias le recordaron el sueño y una vez más las sensaciones placenteras se mezclaban ya no con la culpa que había sentido en la cama sino con el ridículo. Tengo veintiséis años, un cerebro de quince y ojeras de cuarenta, se dijo mientras intentaba mirarse en el espejo retrovisor de su puerta.
Vio a su padre media cuadra antes de llegar, de pie en la puerta de la casa con un bolso y una heladera de telgopor, como un chico ansioso esperando la llegada del micro que lo llevara a la excursión. Tenía puesta una camisa a cuadritos azules y grises. Ella sacudió la cabeza.
Su madre debió oír el auto porque salió antes de que se detuvieran. ¿O estaría espiando escondida detrás de la puerta? Con su madre nunca se sabía.
—Llegan tarde —acusó mientras le sacaba el bolso de la mano de su marido. Él le dio un beso a Marcela y le acarició el pelo.
—Feliz cumpleaños —le dijo.
—Pensé que se iban a olvidar —se quejó ella.
Su madre la miró levemente ofendida.
—Es que tu padre no tiene nada en qué pensar y se acuerda de todo. Yo, hija, tengo la cabeza en mil cosas —la abrazó, le dio un beso sonoro—. Feliz cumpleaños, feliz cumpleaños.
La radio seguía pasando esa música que ella había decidido odiar para llevarle la contra a Raúl. Ninguno de los cuatro hablaba. ¿En qué estarían pensando?, se preguntó. Raúl estaría resolviendo discusiones imaginarias con alguno de sus clientes de la aseguradora, vendiendo millonarios seguros y convirtiéndose en el empleado del mes. O tal vez estaría pensando en alguna de esas putas que tenía por compañeras, chicas dispuestas a todo con tal de vender un seguro. Aunque seguramente a él sólo le histeriqueaban con sus minifaldas y su ropa ajustada. Se guardarían para los clientes o para los jefes. Pobre Raúl, babeándose detrás de ellas.
Y su madre tal vez había dejado de lado sus preocupaciones por arreglar el frente de la casa o sus mortificaciones porque su marido se iba a jubilar con una cifra de hambre. Tal vez estaba pensando en cómo era ella misma veintiséis años atrás, cuando todavía era joven y amaba a su marido y tenía una hija recién salida de su vientre y creía que la vida le sonreiría: que su esposo iba a triunfar lejos de ese campo que ella odiaba, que iban a tener dinero y que sus dos hijos iban a ser los mejores, los más bellos y más inteligentes. ¿Qué sentiría su madre si le decía que ahora ella estaba embarazada? Hacía más de dos años que con Raúl se habían propuesto tener hijos pero sus periodos menstruales se repetían religiosamente. Muy pocas veces se atrasaba y nunca tanto tiempo como hasta ese día. Durante un año hicieron el amor creyendo que ese polvo era el que iba a darles un hijo y ella trataba de recordar cada caricia, cada gemido. Pero un año después ya se había hartado de memorizar momentos que se habían convertido en un ritual repetido, no carente de placer aunque sí de sorpresa o de expectativa, las dos sensaciones que tanto había disfrutado en otros tiempos. Y lo que más bronca le daba eran los años anteriores, esos años en que se habían cuidado por temor a quedar embarazada sin desearlo. Píldoras y preservativos estúpidamente gastados.
¿Y su padre? ¿Se estaría acordando de ella bebé? Seguro que no porque en eso habría estado pensando cuando se despertó y recordó que era su cumpleaños. Ahora pensaría, como debía hacer siempre, en el campo. En esa tierra de la que lo habían arrancado para instalarlo en una fábrica que debía agotarlo, debía hacerlo sentir un pobre hombre a la deriva, golpeándose contra las máquinas y los demás operarios. Se estaría acordando de las vacas que ordeñaba, de las facturas hechas con los cerdos faenados, de los caballos que se acercaban a su llamado, de las gallinas que huían a su paso.
Y ahora, como quien ofrece un par de aspirinas a un adicto a los fármacos, iban a festejar el cumpleaños de ella a una especie de estancia, un campo para gente de ciudad, un simulacro que para ellos no debía tener ninguna diferencia con un campo de verdad pero que su padre (siempre agradecido, siempre dispuesto a soportar su destino) debía ver cómo una copia infiel.
VI
—Pensé que iban a llegar para tu cumpleaños de treinta. ¿No habíamos quedado a las doce? — su hermano ya había puesto la carne al fuego y el vaso de vino tinto estaba vacío. Su cuñada acomodaba la mesa con unos mantelitos individuales de hule que Marcela odiaba. Siempre odió el kitsch, desde mucho tiempo antes de que en la facultad le enseñaran el kitsch como un valor. Nunca le había encontrado la gracia a esas flores en los manteles, a los angelitos de los calendarios o a esas novelas argentinas en que las mujeres tejían en punto cruz mientras hablaban de cualquier cosa.
Pero sobre todo, odiaba a su cuñada a quien conocía bien, mejor de lo que la conocía su hermano. Había sido novia del mejor amigo de Marcela de la adolescencia. Era de esas chicas absorbentes, esponjas de amor que chupan el alma de sus parejas. Difícil ver a alguien más enamorado que a esa clase de mujeres: llaman a sus novios con las expresiones más edulcoradas, hablan de ellos con una pasión que hace sentir un témpano a sus interlocutores, parecen vivir por los ojos de sus parejas y son terriblemente celosas. Celosas de las otras mujeres, de los amigos, de los familiares, hasta del club de fútbol del que el novio es hincha. Pero llega un día en que se cansan o cambian de objeto de deseo. Así hizo su cuñada. Un día dejó a su amigo y se puso de novia con su hermano. Casi termina en tragedia porque su amigo tomó pastillas en un patético intento de suicidio y su hermano intentó pegarle a su vez en un par de reuniones en las que se cruzaron. El resultado fue que Marcela terminó perdiendo a su amigo (cada vez resultaba más difícil verse sin que surgiera el tema de su cuñada) y su hermano se convirtió en la muestra más acabada de la estupidez masculina siguiéndole el jueguito de apelativos azucarados, de miradas apasionadas hasta para pasarse el salero, de no poder despegarse ni un segundo.
La mesa de madera cubierta de mantelitos de hule estaba a la sombra de unos árboles y bastante alejada de las otras mesas de esa estancia para gente de ciudad. Era el último día del verano de 1996. Ya no hacía el calor de los días anteriores. El fresco que se dejaba sentir adelantaba el otoño que comenzaba. Había nubes pero el sol era más poderoso y alguien que se hubiera tirado una hora bajo cielo abierto se habría bronceado como en los mejores días de ese verano lluvioso y ciclotímico.
Su cuñada no era ciclotímica, siempre resultaba insoportable. Mientras acomodaba la mesa tarareaba una canción de Montaner, su hermano la miraba con el arrobo de un adolescente enamorado y, lo que era mucho peor, su madre sonreía satisfecha. He ahí, pensó Marcela, la hija que su madre hubiera querido tener: una mujer enamorada que tararee canciones de Montaner. Ella escuchaba a Paco Ibáñez, al cuarteto Cedrón, a Piazzolla.
Marcela había traicionado a su madre doblemente. Primero por haber elegido Letras en vez de seguir Magisterio, con lo buena maestra que habría salido. Y cuando su madre se había resignado a que su hija siguiera una carrera a la que asistía tanta gente inconveniente, la volvió a traicionar al abandonar los estudios antes de terminarlos. Pero un día iba a sorprender a su madre, iba a sorprender a todos. Iba a volver a estudiar Letras. O iba a quedar embarazada, tal vez ya lo estaba, tal vez un hijo estaba creciendo en sus entrañas y todo iba a ser distinto.
VII
—¿Vieron los caballos que hay en el establo? — dijo con tono excitado Raúl que venía de una recorrida por el establecimiento y de pagar la estadía—. Después de comer me voy a subir a uno. ¿Te animas, Pablito? Vos que sos hombre de campo me imagino que también, ¿no? ¿Y usted, Jorge? ¿Se prende?
—No creo, ya estoy viejo para montar a caballo.
—Vamos, don Jorge, que no se diga. Un hombre de campo como usted no se va a amedrentar con estos matungos.
Su padre le sonrió, parecía dispuesto a agredirlo con una ironía pero se contuvo. Su nuera le estaba sirviendo vino y su hijo llegaba con la parrilla crepitante. El asado estaba listo.
Se sirvieron las ensaladas, comieron los chorizos inevitablemente grasosos, la morcilla vasca (menos Marcela que también odiaba las pasas de uva en la morcilla), los chinchulines a los que les faltaban unos minutos de parrilla para estar bien secos, el vacío jugoso y las costillas poco carnosas. Había vino, soda, agua mineral sin gas (cuándo no, su cuñada) y gaseosa (ella y Raúl).
Si la pareja de su hermano y su cuñada siempre resultaba empalagosa, ese día lo era peor que nunca porque se sonreían y se hacían gestos cómplices, como si tuvieran un as oculto en una manga. Eso la ponía más nerviosa y terminó pagando los platos rotos Raúl al que le contestó mal un par de veces. Raúl se había enojado con ella y si no se lo manifestaba más abiertamente era porque ese día festejaban el cumpleaños.
Después de la comida, las mujeres levantaron la mesa y limpiaron los platos en las piletas comunitarias. Su madre sirvió el café y sacó una torta de ricota que, a la sazón, era la torta con velitas. Le cantaron, las sopló, pidió tres deseos (un hijo varón sanito —no se dio cuenta que ahí ya pedía tres cosas—, fuerzas para volver a inscribirse en Letras y que sus padres no se enfermaran) y todo volvió a la normalidad de un día de estancia. Su madre se sentó a la sombra a leer la revista del diario. Su cuñada y su hermano fueron hacia la derecha, hacia donde estaban los caballos y ella agarró del brazo a su padre y se lo llevó hacia la izquierda, donde estaba el lago. Raúl los siguió.
El campo era más grande de lo que hacían parecer las instalaciones, más acordes a las de una chacra que a una estancia de la oligarquía. Tenía un chiquero con varios chanchos, un establo con tres vacas y un ternero, un gallinero no muy grande superpoblado de aves, un lago con patos y peces enormes de colores y un bosque de árboles añejos. No estaba nada mal. Raúl se había atrasado tratando de atraer, como si fueran palomas, la atención de unas gallinas. Su padre y ella se quedaron frente al chiquero. Ella lo había notado un poco ausente, tal vez algo nervioso, pero no sabía descubrir la causa. Tampoco se animaba a preguntarle abiertamente. Él le contó por qué los chanchos tenían un aro en el hocico y cómo hacían en Gálvez para separar a las crías de sus madres.
—Estaría bueno tener un campito por lo de la tía Ana —lo alentó ella.
—Sí, pero un campo es mucho trabajo y yo ya no estoy para esos trotes.
—Pablo y Raúl te pueden ayudar.
—Pablo y Raúl —repitió y se rieron—. Tu hermano no sabe diferenciar un ternero de un novillo. Y tu marido...
—Es muy hacendoso, está dispuesto a aprender.
—Seguramente.
Le gustaba ir del brazo de su padre. Era una costumbre bastante nueva, que había adoptado después de casada y que la hacía sentir cómplice de su padre. O la hacía sentir que lo salvaba de las maquinaciones que contra él podían preparar los demás integrantes de su familia, especialmente su madre.
Esa caminata le recordaba otra que habían compartido un par de meses atrás. Cuando él le insistió en que hiciera aquello que le gustaba, que si quería estudiar literatura no se resignara.
—¿Vas a volver a la facultad?
—Todavía no sé.
Caminaron hacia donde estaban los caballos. Raúl los alcanzó y se cruzaron con su hermano y su cuñada.
—Che, Raúl, no te recomiendo esos caballos. Los más mansos se los llevó un contingente de turistas y los que quedan son un poco chucaros.
—Son unos matungos. Yo aprendí a andar a caballo con un tío en San Vicente y te aseguro que monté en pelo caballos más salvajes que esos.
—Vos sabrás.
Raúl entró al establo donde estaban los caballos y ellos dos se quedaron afuera, viendo a unos nenes jugando con un perro y un pony. Un par de minutos más tarde apareció Raúl montado en un ejemplar blanco que emitía un resoplido inquietante. Raúl iba tieso arriba del caballo.
—¿Todo bien? — le preguntó su padre al verlo.
—¿Estás bien, Raúl? ¿No es peligroso?
—Nada que ver, tengo que tomarle la mano. Amansarlo un poquito pero viene bien. Lo voy llevar a campo traviesa.
Y se fueron a paso lento, como contenido, bestia y jinete, hacia el lado del campo, al costado del bosque.
—Mira, hija —le dijo como continuando una conversación anterior y como si estuviera dispuesto a hablar claramente—. La vida no es fácil.
—Eso ya lo sé, pa.
—Vos sabes que yo siempre trabajé para darles lo mejor a ustedes tres.
—Eso nadie lo pone en duda, ni siquiera mamá. Además sabemos que esa fábrica no es tu lugar favorito y que preferirías estar en Gálvez.
—Además de eso, hay cosas de mi trabajo que no sabes. Que no sabe ni tu madre.
—Qué querés decir.
—En los últimos meses ocurrieron algunas cosas en mi trabajo que no conté para no molestar a tu madre. Para que ustedes no se preocupen.
—Me estás preocupando, ¿qué pasó?
—Me echaron.
—¿Te echaron?
—Hace siete meses hicieron una reducción de personal y me echaron.
—¿Pero entonces cómo hiciste todo este tiempo con todo? ¿Cómo haces para traer plata a casa?
—Tengo otro trabajo. Es largo de explicar y algún día te voy a contar todo. Pero ahora quiero que sepas que ya no trabajo más en la fábrica.
No se habían dado cuenta de que su hermano y su cuñada los estaban llamando alegremente a los gritos. Tuvieron que dirigirse hacia ellos que estaban al lado de su madre.
—Hija, esto te lo cuento porque sé que puedo confiar en vos y porque no puedo seguir ocultándoselo a todos, pero ni una palabra a tu madre ni a nadie, por favor.
—Por supuesto, pa. Pero yo quiero que estés bien.
—Y estoy bien, no te preocupes.
Llegaron a donde estaban los demás y su madre dijo:
—Me parece que vamos a tener que ir al almacén de la estancia y comprar una botella de champagne o de sidra.
¿Por su cumpleaños? ¿No sería demasiado?
—Acá, Pablo y Adriana tienen algo que anoticiarles. Su cuñada puso su mejor sonrisa, miró a Pablo con el amor de siempre y los miró a ellos con el rostro iluminado:
—Estoy embarazada. Pablo y yo vamos a ser papás. Difícilmente Marcela pudiera describir qué dijo su madre o cómo reaccionó su padre porque en su mente se hizo un vacío como después de un golpe en la nuca. Sólo atinó a reírse y todos entenderían que se reía de felicidad pero se reía porque le resultaba sumamente divertida la situación. Su cuñada estaba embarazada. ¿No era para revolcarse de la risa? ¿Y Raúl, dónde estaba Raúl?
—¿Y Raúl? — preguntó su madre—, ¿dónde está Raúl, que hay que contarle esta hermosa noticia?
Raúl estaba a unos cincuenta o sesenta metros de ahí, donde comenzaba el bosque. Estaba quieto montado a caballo, movía las riendas pero no movía los pies. El caballo no avanzaba ni retrocedía, parecían una estatua ecuestre. Lo llamaron. Él apenas los miró, no quería sacar la mirada de la nuca del animal. Se acercaron unos metros y le preguntaron qué le pasaba.
—No quiere moverse, no puedo hacerlo mover —exclamó aterrado. No atinaba a nada y mucho menos a bajarse. Fue su padre el que se acercó al animal, tomó la rienda con una mano y le acarició el final del cuello con la otra.
—Bajá tranquilo que yo lo tengo.
Raúl apoyó una mano sobre el hombro de su suegro y se bajó. Las piernas se le aflojaron levemente cuando tocó el piso.
—Hay que devolverlo al establo —pidió con un tono culposo.
Su padre no dijo nada, se montó sobre el caballo y también se quedó unos segundos quieto pero su quietud era distinta, era la quietud de quien vuelve a vivir en un instante un episodio de su vida que se ha repetido cientos de veces pero hacía años que estaba olvidado. Finalmente agitó las riendas, golpeó sus piernas contra el lomo del caballo y salió al galope hacia las caballerizas. Cabalgaba seguro entre los árboles, esquivando mesas, caminantes y sobrellevando las irregularidades del camino. Marcela pensó que su padre cabalgaba como sólo saben cabalgar los héroes.
Fue en esos segundos que ella sintió tres cosas.
Primero: Que su padre era mucho más que ese hombre apocado que había visto noche tras noche en la mesa familiar.
Segundo: Que ella también debía, finalmente, tomar las riendas de su vida.
Tercero: Que una gota imperceptible y atroz bajaba hacia su bombacha. Se estaba indisponiendo. Buscó con la mirada el bolso donde siempre llevaba sus toallas femeninas y los tampones.
Su padre había entrado en las caballerizas. Raúl caminaba hacia ellos con la cabeza gacha. Ella no lo esperó. Fue hacia su cartera tratando de recordar dónde estaban los baños. Tenía ganas de llorar pero no lo hizo. Evitó el llanto tomando una decisión. Iba a volver a Filo. Salvo a su padre, iba a sorprender a todos, seguramente.
2. El hombre del banco
Septiembre 1995
I
Esa mañana había tormenta con una fuerte sudestada. Jorge Simone viajaba sentado en el último asiento individual del colectivo 97. Miraba la lluvia que caía como dardos sobre la gente, los edificios y los autos. Jorge Simone no lo sabía pero eran sus últimos minutos de una vida normal, de una vida que se repetía con la tranquilidad que da una rutina segura. Si lo hubiera sabido se habría encogido de hombros y no hubiera hecho nada para torcer el destino. Se dejaba arrastrar por las circunstancias como la lluvia se deslizaba entre los pliegues de la ropa o los marcos de las puertas.
Tenía puestas sus botas de lluvia y el piloto azul marino que usaba siempre que llovía y con el que protegía la bolsa en la que llevaba la vianda con el almuerzo. Son datos insignificantes y, sin embargo, muestran hasta qué punto ese día Simone estaba dispuesto a continuar con su vida habitual. Pero el jefe de personal ya lo esperaba para darle la noticia que iba a cambiar definitivamente su rutina. El jefe de personal era la misma persona que él había visto entrar a la fábrica como cadete catorce años atrás y que trataba a Simone con un respeto que no mantenía con el resto de los empleados. Lo trataba de usted y evitaba mirarlo a los ojos. Y esa vez, más que nunca.
No habló de un despido sino de un retiro voluntario, de la necesidad de achicar personal, de lo conveniente que le era a alguien como él un arreglo económico. Le seguirían pagando medio sueldo durante dos años.
—Es mucho más de lo que recibiría si lo despidieran —le mintió con poco convencimiento.
Simone firmó los papeles que le ofrecieron. Le parecía que era la manera más rápida de terminar esa conversación incómoda. Pero se sintió desorientado y por primera vez molesto cuando el jefe de personal le dijo que no era necesario que fuera a cambiarse para trabajar, que podía volver a su casa.
Salió de la fábrica sin ver nada de lo que ocurría alrededor, sin despedirse de nadie, sin notar a los demás empleados administrativos que lo estarían mirando con lástima. Ni se le ocurrió reclamar el equipo de mate que tenía guardado y que usaba todas las tardes en los veinte minutos de descanso. Salió a la calle y lo único que vio fue esa lluvia blanca pero de un blanco sucio, sobado, manoseado por el roce con esa ciudad gris que se mantenía impasible ante su desconcierto.
Las calles estaban inundadas pero eso no era un problema, tenía sus botas. Caminó en línea recta, bordeó el Parque Lezama y siguió derecho sin detenerse. Ya sabía que no iba a volver a su casa, que no iba a presentarse ante su mujer y decirle que lo habían despedido. Eso no lo iba a hacer ni ese día ni nunca. Caminaba en línea recta sin dirigirse a ningún lado.
En cambio atinó a entrar en un mercado municipal que estaba antes de llegar a la avenida Independencia. Cuando dejó la lluvia atrás sintió por primera vez el cansancio de esa caminata, de las gotas golpeándolo sin piedad. Miró las frutas, los pescados, los cortes de carne; pensó en su mujer, en la heladera con freezer que pagaban en cuotas, en los arreglos del frente que ella quería hacer. Se sintió débil, quería sentarse. Al final del mercado había un barcito de mala muerte, unas pocas mesas destartaladas y una barra improvisada detrás de la cual alguien leía un diario. Se sentó, dudó en qué pedir y se decidió por un vaso de vino blanco. Después se arrepintió porque él no tomaba alcohol durante el horario de trabajo y su mujer se iba a dar cuenta de que había estado bebiendo. Se tranquilizó pensando en que todavía faltaban muchas horas para volver a casa y además, muy probablemente, ella lo saludaría con un gesto a la distancia.
Los minutos transcurrían con la lentitud de un embotellamiento. Se fue del mercado sin haber estado ni una hora. Caminó hasta Plaza San Martín y allí dobló hacia Retiro. Se le cruzó la idea de tomar un tren, uno de esos trenes que él miraba pasar cuando era chico y se iba con su zaino hasta las vías, todas las tardes a las cuatro. Ese tren que soñaba tomar algún día para conocer un mundo distinto al campo. Ahora quería hacer el camino inverso. Ahí, parado frente a la estación de tren, con sus botas pesadas y su piloto empapado, soñaba con tomar un tren que lo devolviera al campo, a esa vía que apenas se alejaba de los maizales, a la montura de su caballo zaino. Incluso se acercó a la ventanilla de ventas y preguntó cuánto salía un pasaje para Gálvez. El dinero que tenía encima no le alcanzaba, si no, tal vez, su historia hubiera sido distinta. Se echó en un banco de la estación y así, sentado, se fue quedando dormido, levemente dormido, mientras creía escuchar el ruido de las máquinas de la fábrica.
Ahí mismo, cobijado de la lluvia que no se detenía, comió el almuerzo que traía de su casa: media tortilla de papas, un pan felipe y una manzana. En un bar de la estación se tomó un café con leche y cuando ya faltaba bastante menos para el horario de salida de su trabajo, comenzó a desandar el camino que había hecho. Volvió sobre sus pasos y llegó a la puerta de la fábrica en el mismo momento en que salían los operarios. Un compañero de sección fue el primero en verlo y se dirigió hacia donde él se había detenido. Otros compañeros iban notando su presencia y también iban a su encuentro.
II
Lo quisieron llevar a un bar pero él no quiso. Se despidió de ellos con tristeza, con la pálida promesa de que se verían al menos una vez al mes, cuando Simone fuera a cobrar su medio sueldo.
Llegó a su casa y, como lo había imaginado, su mujer no notó nada. Se pegó una ducha para hacer entrar en calor el cuerpo, húmedo de soportar todo el día la lluvia. Comieron viendo la tele, hablaron de Marcela y de Pablo, hicieron los habituales comentarios sobre la realidad nacional y él le dijo que notó que se estaba tapando la bañera, que en el fin de semana, cuando tuviera un poco de tiempo, iba a limpiar el desagüe para que no se juntara más agua.
Se sentía raro. No tenía ganas de contarle a su mujer lo que le había ocurrido ese día y que influía, invariablemente, sobre los dos. Pero tampoco se sentía culpable por ocultarle esa información. Era como si lo que sucedía en el trabajo correspondiera a su esfera más privada y sobre la cual no debía dar ninguna explicación. De la misma manera que jamás había traído un problema laboral a su casa, tampoco veía la obligación de hablar de esto. Ni con ella, ni con sus hijos que ya se habían independizado hacía rato. Para Simone, sólo se presentaban dos problemas: qué hacer a lo largo del día y cómo conseguir el medio sueldo restante.
Sabía que conseguir trabajo, a su edad, le iba a resultar imposible. No tenía sentido ponerse durante horas en una fila para pedir empleo cuando nada iba a conseguir. Había un motivo más que ni siquiera él se animaba plantear: no sabía pedir trabajo. Nunca lo había hecho. El empleo en la fábrica se lo había conseguido un primo de su mujer que ya había fallecido y antes... bueno, en Gálvez todos lo conocían y ahí trabajaba en su chacra.
Para el tema del dinero tenía por delante casi treinta días ya que recién cobraría la mitad del sueldo el mes siguiente. Su primer problema, entonces, iba a ser qué hacer durante las horas en las que iba a estar en la calle.
A la mañana siguiente, el clima seguía igual. Llovía con una fuerza injustificada, parecía a propósito, para complicarle más aún su situación.
Tomó el colectivo de siempre en la esquina de Pórtela y Eva Perón, antes de llegar a la autopista. No pensaba en nada, miraba la lluvia como la había mirado el día anterior pero susojos eran otros. Sus ojos buscaban aunque no supiera qué ni para qué.
En algún momento debía bajarse. No podía seguir hasta Hernandarias y Pinzón como lo hacía cada vez que iba al trabajo. Finalmente decidió bajarse unas paradas antes, en Olavarría y avenida Patricios. Caminó por Patricios y repitió el recorrido del día anterior. Volvió a entrar en el mercado y después de recorrerlo volvió a sentarse en la misma mesa que en la víspera y se pidió un vaso de vino blanco. Esta vez se detuvo más tiempo en todo. Comenzaba lentamente a tomarle el ritmo a ese deambular por la ciudad. Llegó a Retiro bastante después del mediodía y ya tenía realmente hambre. Comió la milanesa y el huevo duro que llevaba mientras miraba la llegada y la partida de los trenes. Cuando quiso darse cuenta ya era hora de volver a su casa. Ni siquiera tenía tiempo para repetir el camino hasta Barracas, así que buscó la parada del 50 y se fue directamente desde Retiro. Iba con la tranquilidad del que ha cumplido dignamente con la jornada de trabajo.
III
La mañana siguiente fue muy distinta. Había salido un sol de invierno que incluso en su palidez teñía todo de colores vivos. Simone se sintió contagiado por el cambio de clima y lo vivía como un día de fiesta.
Esta vez decidió bajarse bastante antes sin saber muy bien dónde estaba. A pesar de vivir en la Capital hacía más de veinte años, aún había zonas que no conocía bien y en las que su sentido de la orientación se confundía irremediablemente. Once, Boedo y Almagro eran barrios en los que él nunca podía moverse despreocupadamente como sí ocurría con Floresta, Liniers o Mataderos e incluso Barracas. Se bajó en Boedo u Once. Caminó sin rumbo hasta que se cruzó con una plaza y decidió descansar ahí. Se sentó en un banco que estaba desocupado y se dedicó a contemplar el mundo que giraba alrededor de ese banco: los paseadores de perros, los chicos que andaban en bicicleta o se subían al tobogán, los estudiantes de secundaria que se hacían la rata, las mujeres que leían libros o carpetas, los viejos que charlaban entre ellos y los que eran como él, gente solitaria sentada en esos bancos de madera esperando simplemente que el día se escurriera.
Al día siguiente buscó nuevamente la plaza y después de mucho andar, de perderse y volver a ubicarse, dio con ella. Cuando la vio aparecer a la vuelta de una esquina sintió una alegría inesperada. Como si supiera que ése iba a ser su lugar a partir de ahora. Su segundo hogar.
El banco que había ocupado el día anterior estaba vacío. La gente lo descartaba ante los otros bancos y lo dejaba como última opción porque era el que estaba más cerca de la vereda, es decir de la calle. Enfrente había unos edificios torre con algunos locales comerciales y con un agente de seguridad privada que vigilaba la cuadra. Desde ese banco se veía más la mole de cemento que los pajaritos de los árboles y por eso la gente prefería otros lugares para descansar. Simone se apropió de ese banco. Le tomó cariño y cada día que pasaba ahí le tomaba más afecto.
Con los días aprendió a reconocer a los visitantes habituales de la plaza y muchos, a su vez, ya lo reconocían a pesar de que nadie hacía un solo gesto de saludo. Compartían las horas silenciosamente.
De a poco el interés por la plaza fue decayendo y se dedicaba más a mirar a los edificios de enfrente, las ventanas que se abrían y cerraban, los clientes de los negocios de la planta baja, el agente de seguridad que se movía lentamente de un costado al otro de las torres.
No necesitaba tener reloj para saber la hora porque esos edificios eran un aparato cronométrico perfecto. A las nueve salía siempre del brazo una pareja treintañera, a las diez la chica del kiosco salía a poner un cartel de propaganda en la vereda, a las once llegaba el paseador de perros con cuatro animales y salía quince minutos después con nueve. A las doce y cuarto llegaban los chicos de la escuela, a las doce y media salían de sus casas los escolares del turno tarde y a la una menos cuarto cerraba el quinielero su local para irse a almorzar. A la una cerraba el local de computación y no abría hasta las tres. A las dos menos cuarto, el quinielero estaba de vuelta. Levantaba la cortina metálica y volvía a abrir su negocio de quiniela y lotería.
Todos tenían su rutina y él también se hizo la suya. A las once y a las dos de la tarde se levantaba del banco y caminaba tres cuadras, hasta el bar Los amigos. Se tomaba un vaso de vino blanco a la mañana y un café con leche a la tarde. A la segunda semana de repetir sus visitas, el mozo lo llamaba «don Jorge».
Mientras contemplaba el mundo también pensaba. Pensaba en el dinero que le hacía falta para cubrir el sueldo habitual. Pensó en buscar una excusa para pedirles prestada plata a sus dos hijos. También podía recurrir a Ofelia, una solterona que había sido compañera suya de la fábrica desde el día en que entró a trabajar ahí. Se había jubilado el año pasado y seguramente no iba a tener problemas para prestarle el dinero. Eso le pareció lo mejor. La semana siguiente iría a verla.
IV
Si Jorge Simone había cambiado de vida a partir del anuncio que le había dado el jefe de personal, ahora, una vez más, su vida estaba por atravesar un camino de no retorno. El responsable sería Alberto «Pajarito» Gómez, una persona a quien todavía no conocía y que había pasado muchos años de su vida en cárceles y comisarías.
El día que Jorge Simone y Alberto «Pajarito» Gómez se conocieron, el sol brillaba más que nunca. Era una especie de primavera anticipada que todos querían aprovechar en la plaza. Cuando Simone llegó, su banco estaba ocupado, algo inusual no sólo por la ubicación del asiento sino porque a esa hora había muy poca gente por ahí. Dio una vuelta alrededor del lugar y cuando volvió ya no había nadie. Ocupó su banco con la satisfacción de haber recuperado algo que le pertenecía.
Pajarito llegó a la plaza casi al mediodía. Venía caminando a paso vivo las últimas cuatro cuadras y había casi corrido las tres anteriores. Se había subido a punguear en un colectivo 132 y por poco no terminó preso nuevamente. Cuando estaba por sacarle la billetera a un tipo joven, de traje, que se movía por el interior del colectivo con la irresponsabilidad de llevar los bolsillos abiertos, cuando ya tenía el cuero de la billetera frotándose con la yema de sus dedos, el tipo se dio cuenta. Lo empujó y comenzó a pegarle al grito de «hijo de puta, te voy a matar». El resto del pasaje, en principio, no reaccionó, lo que le dio a Pajarito un margen para tratar de zafar de la locura desatada en el tipo. El chofer abrió la puerta en el mismísimo momento en que los demás pasajeros descubrían que Pajarito era un vulgar ladrón y comenzaban a avanzar peligrosamente hacia él. Se tiró del vehículo y fue una suerte que nadie lo siguiera.
Igualmente corrió y levemente fue aflojando el paso. En el desbande final había conseguido manotearle la billetera al tipo que le había dado las trompadas. Caminando revisó lo que había: un poco de plata, unos documentos que podía vender y no mucho más. Ni siquiera una tarjeta de crédito. Cuando encontraba tan poca plata en una billetera no se enojaba, le daba lástima, ganas de regresar sobre sus pasos y devolvérsela a su dueño. Pero había que estar loco para hacer algo así y él no lo estaba.
Se guardó la plata y los documentos en el bolsillo derecho del pantalón y tiró el resto en un cesto de basura. Se acomodó su saco marrón, que apenas se había arrugado en la pelea. Del bolsillo derecho sacó una boina y se la puso. Se estaba quedando pelado y el frío le pegaba duro en la cabeza. La boina le daba el aspecto de un abuelo bueno, de un empleado ferroviario jubilado hacía un mes. A medida que se acercaba a la plaza disminuía su paso y sentía el peso de los golpes y de la caminata forzada en todo su cuerpo. Unos años atrás, golpes así no los hubiera ni siquiera notado. Era hora de descansar.
Se sentó en el banco de Simone. En ese lugar ya se sentía seguro. Se aflojó y sintió el bienestar de estar sentado en una plaza debajo del sol y mirando hacia la nada.
Simone había hablado muchas veces con la gente que se sentaba distraídamente a su lado. Esta vez, hizo un comentario sobre el pronóstico del tiempo y Pajarito emitió un monosílabo. Después Simone insistió señalando algo sobre los paseadores de perros y Pajarito contestó con un gruñido. En seguida, se arrepintió de tratar tan mal a la única persona que había intentado ser amable con él en ese día y, por qué no decirlo, en semanas enteras. Pajarito dijo algo sobre las adolescentes que pasaban delante de ellos con su corto uniforme y esta vez fue Simone quien contestó con una palabra ininteligible.
Pajarito buscó algo simpático para decir y descubrió en la vereda de enfrente la agencia de lotería.
—Ese sí que es un negocio que da mucha plata —le señaló el local—. Yo dejé fortunas en negocios como ése.
Jorge Simone movió afirmativamente la cabeza. Se sentía a gusto hablando con ese desconocido, así que le siguió la conversación y agregó algo sobre el local de enfrente, de su experiencia como observador del movimiento de esos lugares y de esa gente. Una frase nimia y casi sin sentido, dicha sólo para mantener abierto el canal de comunicación entre esos dos extraños, pero que lo iba a llevar a un mundo mucho más desconocido que el mundo de los desocupados.
—Mire, usted no sabe lo fácil que sería robar en ese negocio.
3. Puán 480
Abril 1996
I
Tengo que cambiar de actitud, se dijo mientras bajaba las escaleras de Puán 480, esquivando a los que venían en sentido contrario y que iban a sus clases de las siete de la tarde. No puede ser, se dijo, que siempre me enganche con minas de Filo. Le costaba eludir a la masa de alumnos que subían: además de su habitual mochila repleta de cosas que nunca usaba, llevaba una bolsa enorme atiborrada de libros.
Santiago Pazos venía de un práctico de Literatura del Siglo XIX y se dirigía a Boquitas Pintadas, el bar del subsuelo de la Facultad de Filosofía y Letras. Allí iba a estar esperándolo Marina, su flamante ex novia. La pelea definitiva había ocurrido el sábado anterior pero las cosas venían mal desde hacía rato y todo había empeorado cuando Santiago decidió inscribirse en algunas materias de Letras porque quería retomar la carrera.
—No lo hagas —le habían gritado a coro sus amigos de la revista—, es un error. ¿Para qué querés terminar la carrera? Y además, la mitad de los profesores te deben odiar y la otra mitad no te conoce.
No le hizo caso a sus amigos. Soy un personaje de Racine, se dijo casi llegando a la planta baja, todos me adelantaron mi destino y no les hice caso. No tendría que haber vuelto por esta facultad de mierda.
Pero Santiago iba a volver porque siempre volvía a Filo. Era la segunda vez que retomaba y si dejaba ese cuatrimestre iba volver al año o un lustro después, pero siempre iba a estar en ese lugar que amaba y odiaba en partes iguales. Y además estaban las chicas de Letras, nunca iba faltar alguna que le complicara la vida.
Santiago no pensaba confesarlo pero este segundo retorno a la facultad no tenía tanto que ver con su interés por las novelas rusas o los poemas japoneses como con Marina. Tenía unos celos terribles de ella, no tanto por los hombres que podía conocer en la facultad (un lugar menos peligroso que cualquier bar de la avenida Santa Fe) sino por lo que pudiera aprender ella y que él no supiera.
Marina y Santiago se habían conocido casi un año atrás en la fiesta aniversario de la V., la revista cultural en la que él escribía. Ella era una estudiante de Comunicación cansada de su carrera, buena lectora y con ganas de escribir en algún medio cultural. Él exageró sus contactos con la revista y le habló de todos los libros que había leído. A las cinco de la mañana, tal vez cansada de escuchar tanta enumeración de obras y autores, Marina accedió a que la besara. Así consiguió que se callara la boca. Pero Amor ya había lanzado su flecha y ese beso se convirtió en un noviazgo revelador para ambos. Para ella, porque descubrió que su vocación no era el periodismo sino la literatura. En el siguiente cuatrimestre cambió de carrera y se anotó en Letras. Por su parte, Santiago descubrió que podía convertirse en el tipo más celoso de la Tierra. Cuando se encontraban, él podía estar más atento al bolso de ella (a los libros que llevaba y que él no le había recomendado) que a su nuevo juego de ropa interior. Y no era que no le interesara la ropa interior de Marina, muy por el contrario, pero no podía reprimir las ganas de cruzarle un cachetazo cuando descubría, escondido en el fondo de su cartera, el último libro de César Aira.
—¿Quién te lo dio? — preguntaba como un macho latino ante la prueba indiscutible de que su novia no era virgen.
Ella inventaba excusas, trataba de calmarlo, de llevarlo a territorios más amorosos pero él ya estaba perdido para siempre. Se había anotado en Letras para tenerla más a mano, para poder controlar sus lecturas y, ya que estaba, a los compañeros con los que se juntaba. Poco le faltó para que se inscribiera en las mismas materias pero una pequeña brizna de lucidez y del sentido del ridículo le aconsejó que se anotara sólo en una materia en común, Literatura Latinoamericana. No era menos cierto que las otras tres en las que ella se había inscripto eran Latín I, Literatura Argentina I y Gramática, tres materias que Santiago ya tenía aprobadas.
Llegó a Boquitas y la buscó con la mirada. Ella estaba sentada casi en el fondo del enorme salón. Tenía un café sobre la mesa, fumaba y leía. Recién descubrió la presencia de Santiago cuando él le tocó el hombro para saludarla. Ella levantó la vista como si viniera de un mundo muy lejano. Pero no tan lejano como para desviar la cara a tiempo cuando él atinó a darle un rápido beso en los labios y ella puso la mejilla. Tres gestos en menos de un par de segundos (interés por la lectura antes que la expectativa de su llegada, despreocupación manifiesta en la mirada de viajera o de dormida y beso en la mejilla) para ponerlo a Santiago en su lugar y ya ir ganando la pelea por puntos.
Él tiró su mochila sobre una silla vacía, se sentó en otra y dejó la bolsa de libros en el piso, al lado de él. Con voz que intentaba ser tranquila, le preguntó:
—¿Qué lees?
—¿Ya empezamos?
—Veo que estás tomando café con edulcorante Hileret, veo que fumas cigarrillos Marlboro y simplemente quiero ver qué lees. Mi interés es por las marcas.
Sin decirle nada le mostró la tapa del libro. Se trataba de La. cultura popular en la Edad Media y en el Renacimiento de Mijail Bajtin.
—Ah, sí. No está mal, un poco viejo pero su teoría de la risa es interesante.
—Qué suerte que consideras que no está mal porque Bajtin debe estar temblando por temor a tus opiniones.
—¿Ya empezamos?
Y sí, habían empezado.
II
¿Hay algo más aburrido que corregir parciales o trabajos prácticos? En el mejor de los casos repiten lo que el profesor o algún libro ya dijeron antes y en el peor son balbuceos ininteligibles casi ajenos al lenguaje humano. Y después estaba la letra, descifrar esos jeroglíficos que parecían desafiar al alfabeto latino. A Lucrecia, corregir parciales o trabajos prácticos le daba asco, un rechazo físico que la dejaba de cama y, a veces, con fiebre. Su única manera de seguir adelante era pensar que ya faltaba poco para el próximo concurso de cargos. Iba a dejar su puesto de Jefa de Trabajos Prácticos para ser Profesora Adjunta de la Cátedra de Literatura Latinoamericana. Eso si ganaba el concurso, pero no le quedaban dudas de que iba a ganar. Ella sentía que corría con ventajas.
Se acomodó en un sillón de la sala de profesores. Tenía casi dos horas por delante para corregir esos putos parciales. Lo mejor en estos casos era guiarse por los prejuicios y el instinto. Eso le iba a servir para poner la nota sin preocuparse demasiado por el contenido de esas hojas. Le bastaba recordar las caras, las posturas físicas de sus alumnos, su actitud frente a la materia para ponerles una nota. Nota de concepto, se dijo y no le pareció una actitud reprochable.
A los cuarenta minutos y mientras trataba de descifrar la letra de un alumno, bastante inteligente por cierto, que insistía en citar a un ensayista mexicano que ella desconocía (¿o sería una trampa y ese autor no existía?, siempre había que estar atento a estas posibles zancadillas) se dio cuenta de que necesitaba un poco de cafeína en la sangre. Pensó en ir hasta Sócrates, su bar desde los tiempos de estudiante, pero había refrescado y no tenía ganas de caminar una cuadra, así que bajó al subsuelo a pesar de que no le gustaba ir a bares iluminados con luces tan blancas como Boquitas.
Iba a pedir un café doble y una medialuna de grasa. No había comido nada desde el mediodía y no iba a cenar hasta casi medianoche así que era mejor que comiera algo. Buscó con la vista una mesa vacía y casi se le caen todos los parciales al suelo cuando descubrió en una mesa del fondo a Santiago. Estaba de espaldas a ella pero necesitaba mucho menos que eso para reconocerlo. ¿Qué estaría haciendo en la facultad? ¿Habría venido a visitar a alguien? Imaginó el peor escenario posible: que estuviera cursando y que se hubiera anotado en Latinoamericana. Al menos en su práctico no estaba, pero si estaba haciendo la materia era capaz de aparecerse el día que a ella le tocaba dar el teórico. En el mejor de los casos le iba a hacer preguntas que no sabría responder. ¿Cómo zafaba si se acercaba en el descanso a saludarla delante de todos los compañeros de la cátedra?
La espalda de Santiago en ese asiento del fondo del bar le pareció,un mal augurio para el próximo concurso de cargos. Estuvo a punto de suspender el café y la medialuna e irse a refugiar a la sala de profesores pero decidió comportarse como una mujer adulta. Buscó una mesa alejada de Santiago y también del posible trayecto que podía recorrer para salir del bar. Se sentó, le hizo el pedido al mozo que volvió a los pocos minutos. Tomó el café y comió la medialuna leyendo el trabajo de un alumno con una concentración desmedida en la hoja. Aunque cada tanto levantaba la vista y controlaba a Santiago que seguía ajeno a los ojos que se le pegaban en la espalda.
Ella no entendía por qué pero Santiago sacaba libros de una bolsa que tenía a un costado en el piso y se los iba pasando a la chica que tenía sentada enfrente. Después ella hizo lo mismo con otros libros que él guardaba en la bolsa. ¿Qué sería ese intercambio de libros? ¿Estarían canjeándolos? ¿Sería su nuevo trabajo? Mejor no averiguar. No meterse en nada que tuviera que ver con Santiago. El círculo entre ellos se había cerrado hacía ya muchos años y no tenía por qué volver a abrirse de ninguna manera, ni siquiera con esa actitud condescendiente de los sentimientos que era la amistad con un ex. Es cierto que ya no lo odiaba como creyó odiarlo años atrás y hasta lo admiraba secretamente por las pavadas que escribía y que le recordaban al Santiago que ella había conocido, cuando era capaz de indignarse hasta la ofensa si alguien decía que Tolstoi era mejor que Dostoievski o si alguien se animaba a afirmar que Virgilio era algo más que un poeta cortesano. Recordaba que Santiago decía que lo único bueno que había escrito Virgilio eran Las Bucólicas y que La Eneida era el primer ejemplo lamentable del marketing cultural al servicio del Estado. De un día para otro (tal vez influido por las malas compañías de sus amigotes) había puesto toda esa energía para hablar de literatura argentina. Y esa pasión literaria se había convertido en una postura literaria, algo mucho menos interesante y más banal.
En el fondo se moría de ganas de que él la reconociera leyendo esos parciales y la viera como era: una profesora ocupada. Total, en el bar no había ningún compañero de cátedra ni nadie que después se convirtiera en testigo de cargo.
III
Leyó: «Capítulo VI: Del donoso y grande escrutinio que el cura y el barbero hicieron en la librería de nuestro ingenioso hidalgo». Pero no se podía concentrar. Había llegado una hora antes del práctico de Literatura Española del Siglo de Oro y se había ido al bar del subsuelo a leer el capítulo del Quijote que iban a analizar esa noche. La lectura del Quijote precisa de un ambiente tranquilo, acogedor y solitario. Está de más decir que Boquitas Pintadas no era el lugar adecuado para llevar a cabo tan magnífica tarea.
Dejó de lado la edición de Clásicos Huemul (a cargo de Celina Sabor de Cortázar e Isaías Lerner) y se puso a hojear unos volantes y panfletos que le habían dado al entrar en la facultad. Paseó la vista por el bar y recién ahí lo vio, de espaldas pero también podía ver su perfil derecho. Ese tipo que estaba sentado en el rincón del extremo izquierdo del bar era Santiago. Marcela se acordaba muy bien de él.
Marcela y Santiago se habían conocido en el segundo cuatrimestre del '90. Ella se había peleado casi un año antes con Raúl y venía de cortar una relación breve y poco digna de ser recordada con un compañero de Lingüística. A Santiago lo conoció en el práctico de Griego I. Cursaban a las diez de la mañana y él llegaba inevitablemente tarde. Molestaba a todos tratando de averiguar qué se había dado en esa primera media hora y al final de la clase terminaba pidiendo los apuntes que el compañero de al lado había tomado porque no hacía a tiempo ni de actualizarse ni de seguir a la profesora. Marcela le tomó cariño enseguida y él pareció descubrirlo porque comenzó a sentarse al lado de ella y a pedirle sus apuntes. Después de un tiempo, era ella misma la que le guardaba un asiento a su lado y tomaba nota de la clase con mayor claridad para que él no se perdiera nada.
Tanto ir a la fotocopiadora juntos comenzaron a tratarse con más confianza. Algunas veces habían ido a tomar un café a Boquitas y la conversación abandonaba los temas griegos o de las demás materias para avanzar por territorios más interesantes. Los dos supieron que el otro no tenía novio y la atracción parecía mutua.
Como ninguno de los dos tenía clase hasta la una de la tarde, los días primaverales se iban hasta Parque Chacabuco y se sentaban en el pasto a comer un sandwich, una porción de tarta o una fruta. Todo iba bien salvo por una cosa: Santiago no daba el paso siguiente. Ella lo miraba con ojos arrobados para demostrarle su interés y que el camino hacia ella venía despejado pero él no avanzaba, se quedaba en la frase elogiosa, levemente histérica, dirigida a su persona.
Pero lo que no hacía Santiago al mediodía lo hacían otros compañeros de noche. Marcela por entonces cursaba dos materias vespertinas, Literatura Francesa y Teoría Literaria II. Un tipo que le llevaba como diez años la invitó a ir al cine después de haber compartido una única charla en Platón en una mesa junto a otra gente que cursaba Teoría. La llevó al Cosmos a ver El espejo de Tarkovsky y si no se durmió fue porque estaba con todos los sentidos puestos en su compañero que, después de un café en un bar, le declaró su más profundo amor apasionado. Acto seguido, la quiso llevar a un albergue transitorio. Ella se negó esa vez pero no la siguiente cuando fueron a la Sala Leopoldo Lugones a ver una película de Fernandel.
La actividad sexual con su compañero no había estado mal pero dejaron de verse por dos razones: ella no soportaba su gusto cinefilo y porque después de haber cogido, el tipo, con lágrimas en los ojos, le confesó que era casado. Pero se estaba por separar.
Con leves variaciones de cinefilia y estado civil, la situación se repitió con otros compañeros. Mientras tanto seguía tomando apuntes para Santiago, charlaban muchísimo (ella, obviamente, evitaba contarle sus historias vespertinas y nocturnas) y miraban a los que practicaban Tai Chi en Parque Chacabuco. Pero el encantamiento que había sentido por Santiago se había ido convirtiendo poco a poco en una especie de rechazo.
Cuando el cuatrimestre llegaba a su fin y compartían tal vez el último mediodía en Parque Chacabuco, él le dio un beso en la boca. Ella respondió al beso con pasión y cuando sus bocas se separaron dijo lo que Santiago merecía que le dijeran por tarado:
—Ya es tarde.
El cuatrimestre terminó, no se hablaron ni se vieron en todo el verano y a los pocos meses ella conoció a su novio diseñador gráfico dando por terminada su saga de experiencias sexuales con estudiantes de Letras. Con Santiago se cruzaron alguna vez en los pasillos y unos cuatrimestres más tarde se enteró por un compañero que lo conocía que él había abandonado la carrera. Después fue ella la que dejó Letras y ahora estaban allí los dos, como cinco años atrás. Salvo que estaban en mesas separadas, él le daba la espalda e intercambiaba libros con una chica. Y ella ya no era aquella chica a la búsqueda de nuevas sensaciones, sino una mujer casada a la que le faltaban pocas materias para recibirse y tal vez muy poco tiempo para quedar embarazada y convertirse en toda una madre. Ellos dos ya no eran los de entonces. Era necesario que ella se lo repitiera para que le quedara claro.
Marcela abandonó definitivamente la lectura del escrutinio de la librería del Quijote para no perderse un gesto de Santiago. Si la suerte estaba de su lado, él iba a pasar por delante de ella cuando se fuera del bar y seguramente la iba a reconocer. Al fin y al cabo, ella tanto pero tanto no había cambiado en esos años.
IV
Marina y Santiago se habían citado en Boquitas después de la última gran discusión, para poner fin a ese noviazgo. Así se lo hizo saber ella por teléfono la noche anterior y no quería que se encontraran después del práctico de Literatura Latinoamericana para que el encuentro no se extendiera más tiempo del necesario. Santiago, en un rapto de enojo y buscando herir donde más podía doler, le dijo que estaba bien pero que quería que le devolviera todos los libros que le había regalado. Lo que no esperaba era que ella le pegara donde más le dolía. Le dijo que estaba bien pero que él llevara los que ella le había regalado a su vez. Y ahí estaban, entregándose libros como si intercambiaran rehenes.
A él le tocó primero entregar los suyos. Empezó por aquellos que no le interesaban mucho: una biografía de Gala, Las lágrimas de Eros de Bataille y Los diez días que conmovieron al mundo de Reed.
—La verdad es que el libro es poco conmovedor. Me gustó más la película.
Después venían los que le dolían un poco más.
—Acá está la Antología de Ernesto Cardenal: «Al perderte yo a ti tú y yo hemos perdido:/ yo porque tú eras lo que yo más amaba/ y tú porque yo era el que te amaba más./ Pero de nosotros dos tú pierdes más que yo:/ porque yo podré amar a otras como te amaba a ti/ pero a ti no te amarán como te amaba yo».
—Qué significativo que el único poema de Cardenal que te sepas es justamente el que aparece como póster o señalador en cualquier librería.
—Acá tenes la antología de humoristas norteamericanos, Señas de identidad de Goytisolo, El tiro de gracia de Yourcenar, total el tiro de gracia ya me lo diste, esta traducción poco feliz del Tom Jones.
—Si vos no sabes inglés, ¿cómo podes opinar de una traducción que encima es de un texto de otro siglo?
—No sé inglés pero sé de literatura. Estoy loco pero cuando el viento sopla del este sé diferenciar una garza de una paloma. Y esta traducción es una mierda. Te lo puedo asegurar. Llévate El mundo es un pañuelo de David Lodge. Acá está Poeta en Nueva York de García Lorca, Larva de Julián Ríos...
—Ese no te lo regalé yo.
—¿No? ¿Estás segura? ¿Y entonces quién pudo haber tenido el mal gusto de regalármelo? Bueh, no importa, llévatelo igual.
—Estás loco. No lo quiero. Estamos acá para devolvernos los libros y vos me regalas este libro que decís que es una porquería encima. No soy tu basurero.
—Los escritos costeños de García Márquez, gracias porque aprendí mucho, y El caso Satanowsky de Walsh. Ya está. Acá los tenés.
—Faltan La hora de la Estrella de Clarice Lispector y los diarios de Pavese.
—Acá tenés. Dame los míos.
—Fíjate: están todos. Sin embargo Juan vivía de tu ídolo Alberto Vanasco, Prontuario de tu querido Viñas, La espuma de los días de tu amado Boris Vian, Triste solitario y final de tu guía espiritual, Modéralo cantabile de tu cbérie Duras, Primer amor y últimos ritos de McEwan, Una dama neoyorquina de Dorothy Parker, la antología del Centro Editor de Poesía argentina de los '50, La reina de las nieves, de Elvio, 62'/Modelo para armar y la Antología de Pessoa. ¿Falta algo?
—No sé, no me acuerdo. No llevo un inventario de lo que regalo.
—Esto es absurdo.
—Es estúpido.
—Vos lo quisiste.
—Lo dije para que lo discutiéramos y viéramos qué era lo más conveniente. No para que llegáramos a esta situación patética. Falta que me devuelvas las cartas que te escribí y la hacemos completa.
—Nunca me escribiste una carta. Mira, me parece que lo mejor es que cada uno se quede con los regalos del otro.
—No me parece mal si eso te sirve como vacuna para inmunizarte con la mala literatura argentina que lees.
—No empieces.
—No empiezo. ¿Y nosotros?
—Y nosotros nada. Me tengo que ir a mi clase. Este es el fin, Santiago. Ya lo hablamos.
—Es cierto, ya lo hablamos.
—¿Te quedas?
—Me quedo a leer Larva.
Marina le dijo chau y ni siquiera le dio un beso en la mejilla. Santiago se quedó mirando el pocillo vacío de café. En ningún momento se dio vuelta. No se imaginaba que sobre sus espaldas estaban concentrados cuatros ojos que tensamente esperaban que se diera vuelta y caminara hacia donde estaban ellas. Pero ya eran las nueve. Lucrecia tenía que dar uno de sus dos prácticos de Literatura Latinoamericana y Marcela debía ir a tomar su clase de Literatura Española. Como si estuvieran de acuerdo, las dos se pusieron de pie a la vez y subieron en fila india por la escalera hacia sus aulas. Santiago seguía de espaldas sin saber que a derecha y a izquierda lo habían esperado el pasado y el futuro. Pero de qué le servía eso si el presente le dolía. Mierda, cómo le dolía.
4. Simone cambia de oficio
Septiembre 1995
I
Primero creyó que era una broma. Después, ante la insistencia, fue él quien tuvo que decir que lo suyo no era más que un comentario gracioso, dicho al pasar. Pero el otro insistió. Simone pasó de la confusión al miedo. Para él, que nunca se había traído ni un tornillo de la fábrica, la idea del delito le producía tanto rechazo como temor. Había leyes y había que respetarlas. No le tenía miedo a la cárcel sino a la acusación de delincuente, de ladrón.
—No soy un ladrón —le dijo.
—Yo sí —le respondió el otro.
Era la primera vez que Simone estaba hablando con un delincuente. De chico, su padre y sus tíos habían conseguido atrapar a un par de cuatreros que, junto con otros cómplices, asolaban los campos de Gálvez. Los encerraron en una habitación a la espera de la policía del pueblo. Él y un primo se subieron al techo y espiaron por la claraboya a los dos ladrones. Él los miró detalladamente: la cara, el pelo, el cuerpo, las manos, los pies, las posturas que tomaban en el piso de esa habitación desnuda. Simone se asustó: esos hombres no se diferenciaban de su padre o su tío. Esa falta de diferencia lo persiguió por siempre. Sin ir más lejos, este hombre que se presentaba como Pajarito no parecía un delincuente. Incluso vestía mejor que él, con ropa más nueva y de mejor confección. Si los detuvieran tal vez lo llevarían a él y dejarían a Pajarito en libertad.
El otro insistía y preguntaba. A qué se dedicaba, qué hacía en la plaza, si iba seguido. Simone le dijo la verdad, le habló del despido, de sus veintipico de años en la fábrica, de su negativa a mostrarse en su casa como un hombre sin trabajo, de su rutina en esa plaza. Era la primera vez que le contaba a alguien lo que le venía sucediendo en esas semanas y sintió que por fin se sacaba un peso de encima. Recién en ese momento, mientras conversaba con este hombre que hasta hace pocos minutos no existía en su vida, se dio cuenta de cuánto había necesitado hablar del tema con alguien.
No existía pero de pronto pasó a ser la única persona que pertenecía a su nueva vida. La única que conocía sus problemas y sus decisiones. Pero en un momento, como si se hubiera cansado de sus confesiones o de persistir, Pajarito dijo:
—Bueno, me voy.
Se puso de pie, se acomodó la ropa y agregó:
—Pero mañana voy a volver a insistirle.
II
Al día siguiente Simone le prestó más atención que nunca a la agencia de lotería. La explicación que le había dado a Pajarito de lo fácil que resultaría robar ahí le parecía cada vez más sólida.
La agencia permanecía cerrada de una menos cuarto a dos menos cuarto. Contaba con una persiana metálica que no bajaban al mediodía porque en la cuadra había un guardia de seguridad que vigilaba el complejo de edificios y negocios. Pero el agente a la una se retiraba al interior de uno de los edificios y permanecía hasta la una y cuarto, incluso hasta la una y veinte. Debía almorzar con el portero. La puerta de la agencia de quiniela tenía una cerradura simple, para él era como si estuviera sin llave. En la fábrica había un par de máquinas que se habilitaban por medio de una cerradura que las destrababa. Nadie nunca vio la llave de esas cerraduras. Simone había creado una ganzúa que funcionaba de maravilla. Era una especie de navaja suiza que se abría una vez que se la metía en la cerradura, adaptándose a su forma. No había más que girar para que el mecanismo cediera. Él se había hecho una copia de esa llave maestra para tener en la casa. La había probado en distintas puertas y siempre había funcionado perfectamente.
—¿Vigilando nuestro negocio? — Pajarito se había aparecido por atrás y él se sintió en falta. Negó que estuviera mirando el local de quiniela e inventó una historia de unos vecinos del edificio del medio. Pajarito no insistió y, contrariamente a lo que había dicho al despedirse el día anterior, no volvió a hablarle del robo.
Ya era la hora de la comida, así que Simone abrió su tupper, sacó las milanesas y el huevo y le ofreció a Pajarito compartir su almuerzo. Para su sorpresa, Pajarito aceptó con gusto. Le dio una milanesa, un pan y medio huevo que comió con ganas. Al terminar de comer se quedaron en silencio, mirando la vereda de enfrente. Justo llegaba el quinielero a abrir el local. Simone pensó que saldría otra vez el tema, pero en cambio Pajarito preguntó:
—Dígame, don Jorge, ¿no se quedó con hambre? — No mucho —volvió a mentir.
—Venga, lo voy a llevar a un lugar adonde me dan crédito. Primero se negó. Le parecía una locura ir con ese hombre a cualquier parte y además ya iba siendo la hora de ir a Los amigos a tomar su café con leche. Pero, por otra parte, no tenía ganas de que Pajarito se fuera y lo dejara solo. Terminó aceptando. Caminaron más de diez cuadras y llegaron a una fonda que también funcionaba como bar y pizzería. Adentro había sólo hombres comiendo y un televisor encendido mostraba las noticias.
El plato del día era pollo a la cacerola. Pajarito pidió un pingüino de litro de vino tinto y soda. Simone tomó un solo vaso porque no quería tomar más alcohol. Comió el pollo como si ese día no hubiera almorzado y después Pajarito pidió dos cafés. Prendió un cigarrillo y se desparramó en la silla. Simone sabía que en cualquier momento iba a comenzar a insistirle con el asalto.
—En una semana cumplo cincuenta y ocho años —le dijo dejando de mirar la tele para poner los ojos en él—. Cincuenta y ocho años. Nunca maté a nadie. Muy pocas veces usé armas de fuego para un trabajo. Le digo algo: si bien estoy en esto desde que era chico, no soy un buen profesional. En total estuve como quince años preso. Es mucho, ¿no? Conozco Olmos, Batán, Caseros. Y eso que no le cuento las comisarías para no apabullarlo. Me agarraron muchas veces. La cana es más inteligente de lo que uno cree.
—¿Siempre roba en negocios?
—En sentido estricto, nunca. Mire, si fuera un boga le diría que yo no robo. Hurto, estafo. En los últimos años me dedico casi exclusivamente al interior de los colectivos. Es un trabajo bastante tranquilo siempre y cuando no lo descubran. Digamos que es un trabajo de bajo riesgo en comparación a otros del ramo.
—Así que es carterista. — Usted no es de Buenos Aires, ¿no?
—Viví hasta los treinta y dos en Gálvez, un pueblito chico de la provincia de Buenos Aires, cerca de La Pampa.
—Conozco. Yo soy de Junín. Mi abuela paterna vendía telas a negocios de otros pueblos y recorría toda la zona en micro y me acuerdo que una de sus paradas era Gálvez.
Le ofreció otro café pero Simone no quiso. Llamó al mozo y le pagó a pesar de lo que había dicho sobre el crédito que tenía en el negocio. Simone se ofreció a pagarle la mitad pero Pajarito lo desechó con un gesto.
—Ya que estamos le voy a confesar algo. O mejor dicho, le voy a aclarar algo. En muchas oportunidades trabajé en equipo. De a dos siempre es más fácil aunque si lo agarran le dan la misma cantidad de años a cada uno, no dividen. Trabajé con hombres inteligentes y con bestias arriesgadas. Con gente fría y con tipos que les temblaba la voz todo el tiempo. Así que no se haga a la idea de que es el primero ni que esto es excepcional porque para mí es tan rutinario como era su trabajo en la fábrica.
Salieron juntos de la fonda pero Pajarito no lo acompañó a la plaza. Simone comenzó a caminar hacia su banco pero sintió ganas de perderse, de no volver a ese lugar, de animarse a desafiar a su nueva vida. Por un momento pensó que su mujer, la fábrica y el banco eran la misma cosa. O distintas caras para una misma función: eran el ancla que lo ataba a una realidad que él no quería, de la que debía zafar a pesar de sus años y de la situación complicada. O mejor, justamente, por sus años y por su situación debía ser capaz de dejar la seguridad del barco anclado para dedicarse a navegar.
Y por encima de todas estas reflexiones había una circunstancia acuciante: se acercaba fin de mes y todavía no había ido a ver a su antigua compañera de trabajo para pedirle plata prestada. Por eso, el temor de dar un paso hacia el mundo del delito de pronto se vio absolutamente relegado ante la perspectiva de no tener que pedirle plata a nadie para cubrir el medio sueldo que le iba a faltar.
Esa tarde, apenas llegó a su casa, fue al tallercito para buscar su llave maestra. Ahí estaba, en el cajón de las herramientas chicas. Probó en distintas cerraduras y en todas funcionó correctamente. La guardó en un bolsillo de la campera.
Fue inútil que al día siguiente la llevara para mostrársela a Pajarito porque ese día no apareció. ¿Se habría arrepentido? Volvió a su casa con un enojo y una sensación de frustración tan grande que por primera vez en años su mujer le preguntó si estaba todo bien en la fábrica. Él le dijo que sí, que estaba todo bien.
El jueves lo vio venir a Pajarito por la vereda de los edificios de enfrente. Simone se alegró y estuvo tentado de hacerle gestos con los brazos para que lo viera. Obviamente, Pajarito ya lo había reconocido.
Tenía la tranquilidad de siempre y olía a agua de colonia. Se sentó a su lado y encendió un cigarrillo mientras perdía la vista en la vereda de enfrente. Sin tampoco mirarlo, Simone dijo:
—Los viernes es el día que mejor trabaja por la mañana. Es cuando más clientes entran. Tendríamos que hacerlo un día viernes.
—O sea, mañana.
—O el otro viernes.
—¿Qué le parece mañana?
III
Pajarito llegó a las nueve. Se saludaron con un gesto serio. Simone se sentía como en un país extraño o en una cena de gala. No sabía cómo comportarse y le daba vergüenza preguntarle a Pajarito si estaba todo bien. Sólo se animó a preguntarle qué llevaba en el bolso que traía en la mano.
—Otro bolso.
—¿Adentro del bolso tiene otro bolso?
—Más exactamente una mochila. Es un poco femenina porque delante tiene una rosa y un corazoncito, pero si quiere yo me quedo con la mochila y usted carga el bolso.
A las diez Simone le preguntó si lo acompañaba al bar a tomarse un vaso de vino.
—Ni se le ocurra. Hoy nada de alcohol. Si quiere vamos a tomar un café o una Coca.
Simone obedeció como un chico encontrado en falta. No se animó a llevarlo al bar Los amigos así que terminaron en otro boliche similar. Se tomaron el café casi sin hablar. El estilo de Pajarito parecía ser el de hablar lo menos posible. Eso le gustaba a Simone, a quien siempre le molestó esa gente que habla todo el día del trabajo que hace. En un momento, sin embargo, cuando ya habían terminado el café y Simone miraba por la ventana y Pajarito encendía un cigarrillo y se desarmaba en la silla, en ese momento, como si de pronto se acordara de algo que siempre fue muy evidente pero nunca se nombró, Pajarito le preguntó:
—¿Y el negocio de computadoras?
Simone pareció no entender la pregunta.
—El negocio de computadoras que está casi al lado de la agencia de loterías, ¿también cierra al mediodía?
—Cierra un poco más tarde, a la una y vuelven a abrir cerca de las cuatro.
—O sea que cierra justo cuando se va el policía.
—Sí, pero es más complicado.
—¿Una cerradura más compleja?
—No, la cerradura debe ser casi igual. Lo que no sé es si ese negocio tiene alarma. Además entre la agencia y ese local está el kiosco en el medio que no cierra al mediodía.
—Lo del kiosco lo pensé por la agencia, pero la verdad es que no creo que salgan a ver quién abre el local de al lado. En todo caso, es el único riesgo que corremos. Mire, hagamos esto. Puede haber dos tipos de alarmas: de esas que suenan ahí mismo y las que están conectadas a la policía o a los servicios de vigilancia. Si es la primera nos vamos a dar cuenta enseguida. Nos damos media vuelta y caminamos como caballeros alejándonos del ruido.
—Me parece muy arriesgado.
—Mire, tenemos menos de quince minutos para movernos. En vez de diez minutos, dediquemos siete u ocho a la agencia y probemos tres o cuatro minutos en la casa de computación. Si tiene alarma conectada, la policía va a tardar más de ese tiempo.
—¿Le parece?
—Estoy seguro.
IV
Cuando volvieron a la plaza pasó algo que cualquiera, incluso Simone que no era nada supersticioso, hubiera tomado como un signo negativo: el banco estaba ocupado por una pareja de adolescentes. Se quedaron a diez metros de la pareja mirándola perplejos. Simone propuso suspender la acción pero Pajarito le contestó que no era necesario.
—Espéreme acá.
Se acercó a la pareja. Le dijo algo y los chicos se pusieron de pie. El muchacho buscó algo en los bolsillos y se lo pasó a Pajarito. Era el documento. Pajarito lo miró de los dos lados y se lo devolvió. La chica parecía dar explicaciones, los dos estaban muy serios. Pajarito les dijo algo más y los chicos se retiraron. Le hizo un gesto a Simone para que se acercara.
—Le voy a decir algo: los adolescentes son los seres más crédulos del mundo. Sobre todo cuando están enamorados. Esos dos no se ratean más por un buen tiempo. Hoy ya hice mi buena acción del día.
A la una menos cuarto, el quinielero cerró su negocio y se fue. Ninguno de los dos hizo ningún comentario pero el corazón de Simone comenzó a palpitar más fuerte. A la una, el agente de seguridad entró en el edificio y el empleado de la casa de informática cerró la puerta del local. «Vamos», dijo Pajarito poniéndose de pie. Simone apretaba fuertemente la llave maestra que llevaba en su bolsillo derecho. Pajarito se puso de costado a la puerta. Simone introdujo la llave en la cerradura y desencadenó la maravillosa mecánica que producía el efecto de abrir la puerta. No falló. Entraron. Pajarito cerró la puerta tras de sí y abrió el bolso. Tomó la mochila de dibujos femeninos y se la pasó a Simone. Fue a la caja registradora, sacó el dinero y lo guardó dentro del saco. Vio una cédula de identidad y también la agarró. Buscó algo más pero no encontró nada lo suficientemente valioso y pensó que lo mejor era reservar los bolsos y el tiempo para la casa de computadoras.
—Cinco minutos, vamos. Hasta tenemos tiempo de ir a tomar un café y volver.
Cruzaron delante del kiosco mirando hacia la plaza y Simone pidió a Dios que el kiosquero no los estuviera observando. Volvió a introducir su llave maestra en la cerradura y una vez más funcionó. En el momento que se abría la puerta esperó el sonido de la chicharra pero no se oyó nada. Pajarito repitió la acción sólo que lanzó una exclamación de satisfacción al sacar la plata de la caja registradora. Había una terminal de tarjetas de crédito, la desconectó y le dijo a Simone que la metiera en la mochila. Los movimientos de ambos intentaban parecer lentos y naturales, como el de personas que están cambiando la decoración del lugar. No había que llamar la atención de alguien que justo pasara por la puerta del negocio.
Pajarito cargó en su bolso dos computadoras laptop y algunas cajas de insumes de informática. Le hizo llenar a Simone todo el espacio que quedaba en la mochila con esas cajas que él no sabía qué contenían pero que eran livianas, como si adentro tuvieran sólo papeles. Si una alarma había sonado en la policía o en un servicio de seguridad ya estarían por llegar. Debían apurarse.
Cuatro minutos más tarde cruzaron nuevamente la puerta, siguieron derecho y atravesaron la plaza. Pajarito lo llevó a mano izquierda y al pasar por una parada de colectivos coincidieron con uno al que estaban subiendo pasajeros. Ellos también se subieron. Tenían que alejarse de la zona lo más rápido posible: Al llegar a la avenida 9 de Julio bajaron y caminaron hacia la parada de otro colectivo. Simone se animó a preguntarle:
—¿Adonde vamos?
—A un lugar tranquilo adonde podamos ver qué traemos en estos bolsos.
—Le pido un favor: me cambia la mochila por el bolso.
—Mire que pesa, ¿eh?
—No importa.
Se subieron a otro colectivo y se bajaron un par de cuadras antes de llegar a Plaza Constitución. Doblaron por una calle en donde varias prostitutas esperaban a sus clientes y a pocos metros de un albergue transitorio entraron a un hotel familiar llamado Plaza C.
En la recepción había un adolescente que ni los miró. Se limitó a darle la llave a Pajarito. Subieron por una escalera hasta el segundo piso. Ya no era necesario que Pajarito le dijera qué lugar tranquilo era ése pero igual se lo aclaró:
—Acá vivo yo.
Entraron a una habitación que tenía una cama matrimonial, un armario, un sillón, dos sillas y una mesa de madera. El cuarto era amplio, los muebles parecían lustrosos, la cama estaba hecha y no había ropa tirada por ningún lado. Se veían unas pantuflas al lado de la cama y sobre ella, una toalla y un toallón. En la mesa había un florerito con flores y en la pared, presidiendo la cama, un Sagrado Corazón de Jesús. Lo invitó a sentarse en una de las sillas y le dijo que ya volvía. Se arrepintió:
—Mejor venga conmigo. Seguro que usted también tiene ganas de orinar. Venga que le digo donde está el baño.
Cuando volvieron se sentaron frente a frente. Pajarito se abrió el saco y fue poniendo el dinero sobre la mesa. De un lado, la plata de la agencia, y del otro, la del negocio de informática. También puso el documento que había tomado en la agencia.
—Ciento quince pesos de la agencia y setecientos treinta y ocho de las computadoras. Esto hace un total de ochocientos cincuenta y tres pesos. ¿Qué me cuenta? ¿Vio que teníamos que ir a la casa de computadoras?
Abrió el bolso y la mochila y sacó de ahí las laptop y las cajas.
—¿Vio estas cajas? Son partes de computadoras y estos maletines son computadoras portátiles. Todo esto vale mucho más que esta plata. Si me espera, en un par de horas convierto estos cachivaches en dinero.
Se levantó, fue hacia el placard y sacó una botella de ginebra y dos cepitas.
—Me parece que podemos brindar, ¿no? Vamos, don Jorge, cambie esa cara. No me diga que se arrepiente.
—No, discúlpeme. Creo que todavía no se me pasa el miedo. No me arrepiento. Le puedo asegurar que si no fuera por el miedo podría decir que estoy feliz, si cabe la palabra.
—Cabe, cabe. Yo también me siento hoy feliz. Hicimos un buen trabajo. A ver, digamé, ¿qué nos cocinó la patrona?
—Pollo al horno con papas.
—Mire, a la dueña de este hotel no le gusta que coman en las piezas pero hoy vamos a hacer una excepción. Comamos ese pollo que debe estar riquísimo y después lo invitó a un bodegón de unos amigos que está a un par de cuadras de acá.
Comieron el pollo y lo acompañaron con un par de copas de ginebra. Simone se sentía levemente mareado. La voz de Pajarito le llegaba con una dulzura que alimentaba su tranquilidad:
—Hay algo que no hemos hablado pero que se cae de maduro, mi amigo —le dijo Pajarito—: ni usted ni yo podemos volver por esa plaza.
A Simone se le transformó el rostro. Ni siquiera cuando lo echaron del trabajó miró así al jefe de personal.
—No es tan grave. Le voy a decir algo: estuve pensando mucho en usted estos días y me parece que no puede andar todo el día en la calle. ¿Qué va a hacer si llueve? ¿Se va a meter en un cine o en un shopping? Yo tengo una idea: alquílese una habitación acá, en este hotel, la dueña es una persona muy agradable, ya va a ver, una gallega realmente encantadora. Se alquila una habitación y se queda acá las horas que pasaba en la plaza. Cuando quiere sale a pasear o salimos a buscar alguna actividad como la de hoy. Plata para pagar la pensión no le va a faltar.
—No me veo haciendo de nuevo lo que hicimos hoy.
—El tiempo es más sabio que usted y yo. Dejemos que el tiempo haga su trabajo. ¿Pero no le parece bien lo de la pensión?
¿Por qué no? ¿Por qué no disfrutar de esa nueva vida que hasta ahora sólo era un padecimiento? Todo parecía realmente una locura pero Pajarito sabía convertir la propuesta más delirante en una realidad simple y conveniente. No se imaginó un lugar mejor para estar que ese hotel.
Bajaron hacia la recepción donde ya estaba la dueña pasando una franela con limpiador de madera al escritorio.
—Estimada Paquita, le presento a mi amigo, don Jorge Simone. Le estuve mostrando el establecimiento y ha quedado encantado. Quiere tomar una habitación aunque desde ya le aclaro que la va a ocupar sólo de día porque necesita un lugar donde estar mientras desarrolla su actividad profesional.
Paquita le dio la mano y le sonrió. Quería ser amable con alguien que había quedado encantado con su hotel.
—Con todo gusto. Tengo una habitación un poco más pequeña que la de don Alberto, con una cama simple y sin sillón.
—Mi amigo va a estar muy bien allí.
—¿Y cuál es su oficio?
Pajarito dudó un segundo, como si no hubiera previsto esa pregunta obvia. Simone se acordó de su hija Marcela que estudiaba literatura y antes de que Pajarito contestara por él dijo:
—Soy escritor.
5. Chico Cosmo
Abril 1996
I
«¿Por qué hay hombres que sólo piensan en sexo?» La frase era el título de la nota que Santiago había ido a entregar a la revista Cosmopolitan. Ciento veinte líneas de su delicada prosa dedicadas a desmenuzar las razones del monotemático pensamiento masculino. Aunque para ser exactos, quien firmaba la nota no era Santiago sino Roxana Rosenthal. El secreto mejor guardado del mundo que iba de Puán 480 a los kioscos de revista de las avenidas Corrientes y Santa Fe: Roxana y Santiago eran la misma persona. Un secreto que solamente conocía la jefa de redacción de Cosmopolitan, al fin y al cabo la responsable de que Santiago deviniera en Roxana. Hacía ya un año que su entrada principal de dinero provenía de artículos, informes y reseñas que hacía para la edición argentina de Cosmopolitan.
Había comenzado como un juego por el que le pagaban: en vez de hacer notas desde una visión masculina debía ponerse en la piel de una mujer y escribir sobre las diferentes sensaciones del orgasmo múltiple y vaginal, el sexo durante el embarazo, el sexo durante la adolescencia, sobre las conveniencias e inconveniencias de mentir el orgasmo, el sexo durante el climaterio, la sexualidad de las mujeres profesionales, sobre los mejores métodos para retener al hombre amado, las conveniencias e inconveniencias de los hombres casados, el sexo después del parto, el sexo después de los 60. Es decir, sobre todos los temas que interesaban a las mujeres.
Había comenzado como un juego y había terminado como una adicción. Necesitaba escribir desde su piel de Roxana tanto como ocultarlo. Nadie sabía que Roxana era él, ni los amigos de la V., ni sus otros amigos, ni sus amigas más amigas, ni sus novias pasadas, ni sus compañeros de la facultad. Lo más tonto de todo es que si lo hubiera confesado, en la revista cultural por ejemplo, se habría ganado el respeto de más de un irrespetuoso por ese amor a priori a todo lo que fuera bizarro, decontracté y confusamente relacionado con el sexo.
Porque al fin y al cabo, Santiago se había convertido, en apenas un año, en un especialista en sexualidad femenina, un cartógrafo del punto G, un buceador del orgasmo múltiple, un defensor de los ovarios, un agrimensor del monte de Venus, un moralista que reivindicaba ya no la frente bien alta sino el culo y las tetas en elevación.
El día del juicio final, cuando Dios, hombre al fin, le reprochara haberse vendido a las mujeres por treinta dineros, él podría decir, esta vez sí con la frente bien alta, que en ninguno de sus artículos, en ningunas de sus celebres columnas, entregó un solo dato, una sola pista, sobre el mundo masculino en serio. Se limitó a repetir los prejuicios de las mujeres, dijo sólo lo que querían oír y no lo que realmente era. Jamás se fue de boca (a pesar de la cantidad de notas y consejos que dio sobre sexo oral) sobre temas como el hombre que miente sus orgasmos, las divergencias entre el concepto de fidelidad y la vida real del varón, o de lo que realmente pensaban los hombres sobre casi todas las mujeres.
Algún día Santiago se iba a animar e iba a decir la verdad. Sí, señores. Cuando sus lectoras le preguntaran:
«¿Qué es lo principal que las mujeres tendrían que saber sobre los hombres?»
Diría:
«Un hombre se niega con firmeza a que espíen su conversación consigo mismo.» A la pregunta:
«¿Qué quieren los hombres realmente?»
Respondería:
«Un trato claro.»
Si alguna mujer insistía:
«Me siento humillada y expuesta por mis necesidades y deseos, incluso cuando hay reciprocidad. ¿Cómo puedo enfrentarlo?»
Él iba a decir la verdad:
«Te sentís humillada y confundida de todos modos. No confundas el tema con tus necesidades y deseos.»
«¿Tiene que haber democracia en las fantasías sexuales? Me encanta maniatar a mi novio pero no quiero que él me ate.»
«Ya estás maniatada.»
«¿Es posible estar locamente enamorada de más de una persona a la vez?»
«Es posible estar enamorada de más de una persona a la vez pero no "locamente enamorada".»
Y a pesar de estar un año metido en la piel de Roxana sólo había conseguido aprender una cosa sobre las mujeres: que ellas están profundamente metidas en un esquema de pensamiento centrado alrededor de la noción de compromiso.
II
Después de arreglar con la jefa de redacción las notas para el siguiente mes (ella quería que Roxana se animara a hablar de otros temas femeninos como moda o estrellas de cine y le ofreció hacer un par de notas que Santiago no rechazó: los lápices labiales de las famosas y las nuevas técnicas de maquillaje), pasó por administración para retirar su cheque. Fue en la sala de recepción que la vio. Casi se le cae de la mano lo que llevaba: el último ejemplar de cada una de las Cosmopolitan argentina, brasileña y norteamericana.
La vio allí sentada con sus piernas cruzadas y su mirada japonesa de miope concentrada en la pared de enfrente. Tenía puestos unos anteojitos que nunca le había visto, llevaba el pelo negro atado y su ropa hacía pensar en alguna empresaria italiana o neoyorquina. Pero lo que más le chocó era que iba maquillada. Se acercó tratando de controlar el corazón que se le escapaba por la boca. Dijo su nombre y el tono no salió tembloroso sino torpemente voluptuoso:
—Lucrecia.
Ella lo miró y sus ojos japoneses se abrieron como los de una heroína de manga.
—Santiago, qué sorpresa.
Se puso de pie y se besaron en la mejilla. Santiago sintió que se moría cuando olió el perfume de siempre. ¿Por qué uno no podrá morder al otro cada vez que tiene ganas?
—¿Qué haces acá? No me digas que venís a comprar la colección completa de Cosmopolitan.
Ella sonrió pero en realidad tragaba saliva.
—No, tontito, vengo porque... en fin., necesitaban alguien para corregir y como soy medio amiga de alguien de acá me pidieron que les diera una mano. Nada demasiado serio ni que me quite mucho tiempo. ¿Y vos? ¿Sos una de las autoras que escriben notas y firmas con seudónimo?
—Sí, claro, soy Roxana Rosewelt o como se llame. No, tontita. Me pidieron un informe sobre literatura femenina. No creo que me lo publiquen porque no lo van a entender pero me lo pagaron, que es lo importante.
—Bien que te gustaría escribir con nombre de mujer. Siempre fuiste un poco rarito.
—Antes no decías eso.
—Lo de rarito siempre lo dije.
—¿Estás instalada acá?
—Volví hace dos años.
—¿Doctora?
—Doctora en letras por la Universidad de Navarra.
—¿Y te volviste del Opus Dei?
—Para nada. Hice mi tesis sobre Arlt y Mariano José de Larra.
—Suena interesante. ¿Te casaste? ¿Tenes hijos? ¿Estás embarazada?
—No, no y no.
La chica de recepción llamó a Lucrecia y le dijo que podía pasar. Si hubiera podido, Santiago le hubiera clavado un cuchillo por interrupirlos.
—Bueno, nos vemos.
—Y yo volví a Filo.
Ella sonrió con una sonrisa tan neutra que le fue imposible sospechar qué le estaría despertando a Lucrecia el hecho de que él hubiera vuelto a la facultad.
—Qué bueno.
Le dio un beso en la mejilla y entró en la redacción de Cosmopolitan. Santiago se dio vuelta y fue en busca del ascensor o del hueco del ascensor. «Necesito urgente una cerveza», se dijo.
III
Viñas mostró a sus alumnos un ejemplar del cuento «Esa mujer» de Rodolfo Walsh y dijo:
—Esto es literatura.
Dejó pasar un segundo dramático y levantó su otra mano. Tenía un ejemplar de la novela recientemente aparecida Santa Evita de Tomás Eloy Martínez y con su voz de trueno bíblico dijo:
—Esto es marketing.
Santiago meneó imperceptiblemente la cabeza. A pesar de ser un seguidor de Viñas y un detractor público de Martínez no estaba para nada de acuerdo con lo que se había dicho. Tomó notas mentales para una posible notita sobre el asunto. ¿Se animaría a pegarle en una nota, aunque fuera levemente a Viñas, y sobre todo para reivindicar a TEM? Si lo hacía debía quedar muy en evidencia que su crítica no tenía nada que ver con el amor. La palabra amor se le cruzó con el consultorio sentimental de Cosmopolitan y le costó volver a concentrarse en las luminosas diatribas de Viñas.
A decir verdad. Santiago no estaba cursando Literatura Argentina I pero tenía el estúpido temor de que Viñas dijera algo genial y Marina lo escuchara y él no. Así que fue a la clase teórica y se sentó relativamente lejos de ella que lo vio y lo miró seria, debía estar muy molesta y lo mejor era no averiguar hasta qué punto llegaba su molestia.
A esa hora tenía que estar en un teórico de Latinoamericana pero no le interesaba: los teóricos después aparecían publicados. Salió unos minutos antes de que terminara la clase de Viñas. Tenía un práctico de Siglo XIX a las nueve pero antes pensaba cruzar a Sócrates a tomar una cerveza y a comer un sandwich. Con suerte se cruzaba con Ramiro o José y los arrastraba hacia el bar.
Al llegar a la planta baja se acordó de que no había comprado las fotocopias de Nabokov sobre Dostoievski que iban a ver en la clase de Siglo XIX. Fue entonces primero al CEFyL a comprar las fotocopias, así las hojeaba mientras se tomaba una Quilmes.
En el CEFyL había bastante cola. Ya se estaba arrepintiendo y pegando la vuelta para poner proa hacia Sócrates cuando la divisó en la misma fila pero bastante más adelante. En principio no la reconoció porque le había mirado el culo y no era algo que recordara especialmente de ella, aunque viéndolo en ese momento, Santiago se dio cuenta de muchos errores que había cometido en su vida. Por ejemplo, no haber registrado convenientemente ese culo. Sí en cambio recordaba perfectamente su cabello castaño oscuro y largo que terminaba en unos rulos que ella declaraba naturales pero que una compañera insidiosa había acusado de peluquería.
Pasó por delante de los que estaban entre ella y él. Le tocó el hombro y todavía mucho tiempo después Santiago diría a quien quisiera escuchar que en ese contacto sintió todo lo que iba a ocurrir en los días posteriores. Sus dedos apoyados unos segundos en su pulóver de lana pudieron palpar una energía especial, similar a la que se percibe cuando se pasa la mano por el lomo de un libro que siempre quisimos leer y que finalmente encontramos en una librería de ocasión. Dijo su nombre: Marcela. Ella lo miró y le sonrió. Su sonrisa duró varios segundos como si no se acordara su nombre o no le salieran las palabras. Al final dijo «Santiago» y agregó
—No me digas que me vas a pedir para fotocopiar los apuntes.
IV
Marcela tenía un práctico de literatura española a las nueve pero aceptó ir a tomar algo con Santiago. Fueron a Sócrates y para alegría de Santiago no se cruzaron ni con Ramiro ni José ni con ninguno de esos seres molestos que cuando ven dos compañeros en una mesa, se incorporan sin pedir permiso. Santiago, por ejemplo, siempre que podía hacía lo mismo.
Primero hablaron de las materias que estaban cursando. Coincidían en una sola, en Latinoamericana, aunque estaban en prácticos distintos. Justo la materia que estaba cursando con Marina. ¿Y si se cambiaba de práctico, dejaba los desplantes de Marina y se iba con Marcela? Imposible a esa altura del cuatrimestre. Cada práctico tenía programas distintos y tampoco la locura de empezar a leer todo de nuevo. Cuando la gaseosa de Marcela y la cerveza bien fría estuvieron servidas, aún permanecía en la punta de sus dedos la sensación que se había desencadenado cuando le tocó el hombro. Ella le contaba algo del Quijote y él seguía pensando en lo que ella le despertaba. Se le cruzaba la Marcela de cinco años atrás pero no podía recordar que tuviera tan buen culo. ¿Cómo pude olvidarme?, ¿cómo pude no darme cuenta?, se preguntaba mientras la miraba a los ojos con su sonrisa más obsequiosa.
—Así que no hiciste nunca Española II ni Teoría II.
—No, prefiero las materias que se dan en idiomas comprensibles.
—Y en Latinoamericana estamos en prácticos distintos así que no vas a tener excusas para pedirme los apuntes.
—Por eso no te preocupes. Mi especialidad son las excusas.
¿Por qué a los hombres les gusta tanto recordar y a las mujeres no? Tranquilamente podía ser tema de una próxima nota para Cosmopolitan. Salvo la referencia a que él le pedía sus apuntes de griego, Marcela parecía no estar dispuesta a hablar de aquellos meses en los que habían compartido horas de charlas y de visitas al Parque Chacabuco. Cada alusión a aquellos días era ignorada por Marcela, como sí le molestara el recuerdo. Al fin y al cabo, pensaba Santiago, nada había sido tan terrible y después de cinco años bien podrían verlo con cierto condescendiente cariño. A él le gustaba recordar los buenos momentos con las chicas de otros tiempos, tanto como las formaciones de los equipos de Boca o de la selección: el Boca del Toto Lorenzo, el Boca del '81 con Maradona y Brindisi, el Boca del '92 del Maestro Tabárez con el gran Roberto Cabañas de 9, incluso podía acordarse de otros equipos como el Argentinos de Borghi, el Independiente de Alfaro Moreno (que le cagó el torneo del '84 a Boca por un injusto sistema de puntaje) y sin ir tan lejos, el Vélez de Bianchi. Se acordaba de esos equipos como de las historias amorosas de sus amigos, marcaban hitos y se podía volver a esos momentos con la felicidad del recuerdo. Pero las mujeres no sólo no memorizaban una puta formación futbolera sino que jamás querían recordar con un ex o con un testigo privilegiado y masculino las historias de amor pasadas. Si era capaz de encontrarle el lado positivo a esta actitud absurda, bien podía ser una nota para Cosmo.
La cerveza y la gaseosa ya habían desaparecido y ahora tomaban un café mientras la facultad perdía puntos como tema de conversación. Ninguno comentó que ya era hora de estar en sus respectivos prácticos sino que siguieron hablando. Ella le preguntó si seguía en la V. y él le dijo que sí, quiso saber si la leía y ella le confesó que no pero que guardaba los primeros números que él le había regalado. Él le contó que ahora tenía una sección fija y que ya no escribía tantos artículos largos. Exageró: dijo que era muy popular en la facultad y que su nombre se había convertido en mala palabra para casi todos pero que algunos se sentían reivindicados por los comentarios que hacía en esa sección. Y qué hacía, preguntó ella. Él hizo un gesto con las manos como buscando la expresión adecuada que definiera su trabajo. Pensó decir «hago crítica literaria» pero le pareció demasiado formal, «denuncio iniquidades», demasiado creído; «me subo a la fama de los otros», demasiado autocrítico; «grito como aquel rey, que la literatura argentina está desnuda y encima se la están culeando unos cuatro o cinco aprovechados, para colmo aburridos», demasiado largo y levemente obsceno. Después de mover los brazos varios segundos, encontró la definición que más lo satisfacía:
—Qué hago. Pongo sangre donde otros pusieron tinta o agua.
Marcela y Santiago habían conseguido recuperar en esa charla en Sócrates la calidez de sus diálogos pos—clases de Griego. Ella le contó que ahora estaba desocupada y que había estado trabajando en un colegio como preceptora, después como redactora de informes en un estudio de marketing y finalmente había entrado en el departamento de Relaciones Humanas de una empresa de productos de belleza pero que no terminó de ajustarse al estilo de esa multinacional. No tener trabajo le preocupaba mucho. No era como su padre, a quien lo habían echado del trabajo y se las había ingeniado para conseguir otro enseguida. Él le preguntó cómo hacía para sobrevivir. Esta pregunta se la hizo ochenta y cinco minutos después de que él le tocara el hombro con la punta de sus dedos. Ochenta y cinco minutos tardó ella en decirle que se había casado. Sólo le tomó veinticinco segundos referirse a ese tema y no volvió a él. Un excelente síntoma en una mujer casada.
Con una excusa estúpida, Santiago le tocó la mano tratando de ver si volvía a sentir la electricidad en sus dedos. No sintió ninguna descarga eléctrica pero ella tenía una mano suave que daba ganas de continuar la caricia por el brazo, el antebrazo, el hombro y cuando pensaba seguir imaginando el recorrido de su mano por el cuerpo de ella, Marcela hizo la segunda referencia a su marido en aquella noche.
—Va a ser mejor que cruce. Raúl me va a pasar a buscar con el coche y no me parece muy conveniente que me vea salir del bar.
—Explícale que todo lo que sabes de literatura lo aprendiste en las mesas de los bares.
—No es verdad. Pero no niego que hoy me ilustraste debidamente sobre autores que ni conocía.
—Es mi forma de seducir chicas. Les hablo de literatura y piensan que escondo una doble personalidad de perverso sexual. No falla.
—Bueno, cruzo. ¿Te quedas?
—No, mejor voy a comprar los apuntes porque vos no me vas a fotocopiar los tuyos.
Se despidieron en la entrada de la facultad. Ella se quedó allí y él se fue hasta el CEFyL sin intención a esa altura de comprar ningún apunte. Simplemente no quería ver el momento en que ella se metiera en el auto de su marido. Mientras subía la escalera con el único sentido de gastar la energía acumulada en esas dos horas, se cruzó con Ramiro que venía del práctico de Siglo XIX.
—¿Qué haces acá? No viniste al práctico.
—No, surgió un contratiempo llamado Sócrates.
—Forro, me hubieras avisado y me iba con vos. Estuvo un plomo la clase.
Con Ramiro tomaron por Puán hacia Rivadavia para ir a la parada de colectivo. Iban a ir a tomar una cerveza y a comer algo pero en Palermo, fuera de la zona de influencia de la facultad. Después de cruzar Alberdi a las corridas, Santiago, que hablaba de fútbol con Ramiro pero que iba pensando en el encuentro en Cosmopolitan con Lucrecia, las miradas hirientes de Marina y la electricidad y el culo y el marido de Marcela, tomó a Ramiro del hombro y le dijo:
—Vos que escribís poesía, a ver si me contestas esta pregunta: ¿es posible estar locamente enamorado de más de una chica a la vez?
Ramiro lo pensó varios segundos. Muy seriamente le contestó:
—Es posible estar enamorado de más de una chica a la vez pero no «locamente enamorado».
6. Simone en la pensión
Octubre—noviembre 1995
I
Le gustaba su habitación. Era mucho más chica que la de Pajarito, no tenía un sillón pero sí una pequeña mesa y dos sillas. Y tenía algo que la volvía especial: una ventana que daba a la calle. Simone podía pasarse horas mirando por esa ventana de la misma manera que antes lo hacía desde el banco de la plaza. El paisaje era, en cambio, muy distinto y perturbador: había prostitutas esperando a los clientes, hombres titubeantes que se les acercaban, autos que se detenían para llevárselas, parejas que entraban al albergue transitorio que estaba casi enfrente. Un mundo definido por el sexo que él siempre había ignorado, que había sospechado que existía en algún lugar lejano, como los harenes de los jeques árabes, pero que no pasaban por su vida, ni siquiera lateralmente. Y ahora él estaba ahí, tan cerca como para identificar a las chicas, incluso reconocer a algunos de los clientes y a algunas parejas habituales del hotel por horas.
El viernes del primer trabajo, Simone volvió a su casa con dinero suficiente para aparentar por lo menos dos meses que seguía en la fábrica, además le sobró para pagar por adelantado el mes de la pensión. Ese fin de semana se le hizo largo a pesar de la visita de sus hijos y de que dedicó gran parte del tiempo a pintar las paredes del patio. Estaba nervioso porque no tenía mucha idea de cómo presentarse el lunes en la pensión ni mucho menos cómo comportarse a lo largo del día, como si no tuviera derecho del todo a hacer lo que quisiera en su habitación.
Como le había ocurrido la segunda vez que había ido a la plaza, en esta segunda visita al hotel se perdió. Se bajó del colectivo una parada antes y dobló en una calle en la que creía estaba la pensión. La calle era casi igual a la otra, había prostitutas, un albergue transitorio, algunos negocios de mala muerte y un kiosco de revistas en la esquina. Simone no conocía muy bien Constitución y empezó a tomar por calles que le resultaban cada vez más extrañas. Desembocó en la plaza, tomó por Lima y trató de recordar en dónde se habían bajado la vez anterior. Finalmente, encontró la calle y el cartel que anunciaba «Hotel Plaza C».
Una mujer terminaba de baldear la vereda. En la recepción estaba doña Paquita que lo saludó con una sonrisa. Lo llevó a su pieza, le mostró dónde estaba el baño de ese piso, le dio la llave y antes de retirarse le dijo que si quería podía desayunar. Que estaba incluido en el pago y podía hacerlo hasta las diez de la mañana. Si iba a almorzar en el hotel tenía tiempo hasta las once para reservar un lugar. Después de esa hora ella no se responsabilizaba de que hubiera comida al mediodía. El precio del almuerzo era realmente económico.
Iba a preguntar por Pajarito pero no se animó. Ella tampoco lo sometió a ningún interrogatorio y era una suerte, porque él no habría podido avanzar demasiado sobre su mentira de que era escritor. No tenía ni idea de cómo se comportaba un escritor. No sabía si tenía que mostrarse con lápices en la mano y un cuaderno o qué debía hacer.
Se quedó solo en su pieza. Contempló cada mueble, cada adorno que por unas horas al día iban a formar parte de su vida. Se sacó la campera y la acomodó en una silla. Fue hacia la ventana, levantó la cortina y se abrió ante sus ojos un paisaje inesperado. No era lo mismo caminar por esa calle que contemplarla desde ese segundo piso.
A la media hora alguien golpeó la puerta. Era Pajarito que iba vestido con su traje habitual pero tenía unas zapatillas blancas relucientes.
—Fíjese qué bien invierto nuestro dinero —dijo señalándose los pies—. Y vamos a desayunar que las medialunas se terminan rápido.
No había nadie en el comedor. La misma mujer que había visto baldeando la vereda les estaba sirviendo el café y la leche. Pajarito le explicó que a la hora del desayuno se veían pocas personas porque el tiempo para tomarlo era más bien amplio. En cambio, los residentes del hotel se reunían a almorzar. Igualmente no eran muchos porque la mayoría salía a trabajar y no volvía hasta la noche. Simone se sintió aliviado al saber que no iba a convivir con mucha gente.
—Dígame una cosa. ¿Usted sabe o se imagina qué debería hacer? Acuérdese que dije que era escritor.
—Sí y me sorprendió. Es más, hasta yo me creí que usted escribía y no me lo había dicho.
—Tengo una hija que estudia literatura y cosas así.
—Yo me imagino que un escritor no hace nada, escribe. Así que enciérrese unas horas en su pieza y si alguien le pregunta algo diga que está escribiendo, o pensando, y listo.
Cuando terminaron el desayuno, Pajarito le preguntó a la mujer que los atendía qué había en el almuerzo. Había milanesa con papas fritas. Le dijo entonces que los anotara para comer.
II
A los pocos días, Simone conocía a la perfección los movimientos de la pensión Hotel Plaza C. Pajarito tenía razón: la gente con la que se iba a cruzar era poca. El propio Pajarito, después del primer día, no se quedaba todo el tiempo en el hotel sino que se iba sin que Simone supiera adonde. Esos días comía en su pieza (algo que supuestamente estaba prohibido pero que nadie respetaba demasiado). Su esposa seguía preparándole la vianda y él seguía respetando su almuerzo. Jamás había tirado la comida que traía de su casa, le hubiera parecido una locura. A veces la compartía con Pajarito y luego se iban a almorzar al comedor de la pensión o Pajarito lo invitaba a algún boliche del barrio.
Entre los pensionistas que él veía a menudo se encontraba un muchacho que entraba a trabajar a las tres de la tarde, una madre con su hijo de pocos meses (a veces se lo oía llorar en el mismo piso en que estaba Simone), el dueño de un kiosco de la misma cuadra (que no vivía en la pensión pero la usaba para comer) y una chica formoseña que almorzaba en el lugar los martes y jueves. Cada tanto aparecían visitantes ocasionales que se mostraban una vez y después no se los veía más.
Muy rara vez Simone salía a dar una vuelta. No le gustaba ese barrio con tanta gente, con tantos colectivos peinándole la nuca, con tantos chicos que vagaban sin saber qué hacer con sus vidas, con tantas prostitutas que se acercaban indiscretamente a él y que debía esquivar atropelladamente. Se sentía más seguro en su pieza observando por la ventana. Las caminatas por el barrio fueron reducidas casi a sus salidas con Pajarito que se movía ajeno e inmune a los inconvenientes de esa parte de la ciudad.
De a poco fue enterándose más de la vida de sus vecinos. La mamá del bebé tenía un esposo que trabajaba todo el día y a quien sólo se lo veía en el desayuno muy temprano. La chica de los martes y jueves era empleada doméstica y esos dos días trabajaba sólo medio día. Doña Paquita había enviudado a fines de los '80 de un gallego que había tenido bares y restaurantes antes de comprar ese hotel.
A él también ya lo conocían. Todos sabían que no dormía allí y que era escritor. Lo miraban con mucho respeto, tal vez porque era el mayor de los presentes, tal vez por el oficio inventado.
III
El día que le tocaba cobrar su medio sueldo en la fábrica fue para allá directamente desde su casa. Hacía poco más de un mes que no repetía ese camino y un cosquilleo lo acompañó durante todo el viaje en colectivo. Llegó al mismo tiempo que los demás operarios que se le acercaban a saludarlo y abrazarlo. Todos le preguntaban si había encontrado algo y él les decía que sí, que había encontrado algo. Incluso las empleadas de administración lo trataron cariñosamente cuando le dieron su medio sueldo.
Pero más allá de los abrazos, del buen recibimiento, de su genuino entusiasmo por volver a ver a sus compañeros de décadas en algunos casos, no pudo evitar sentir que él ya no formaba parte de toda esa gente, que estaba en otro sitio y por primera vez se alegró plenamente de haber sido despedido porque eso lo había lanzado hacia un lugar al que nunca había imaginado llegar.
Cuando ese día entró en la pensión sabía que estaba donde debía estar. En el mejor lugar para un hombre como él, como le había dicho Pajarito.
En la pensión se convirtió muy pronto en un personaje popular porque ayudaba a resolver gratuitamente problemas domésticos. A doña Paquita le había arreglado la tapa del horno de la cocina industrial (ella quiso pagarle y como él se negó, no le cobró el almuerzo de una semana), a la madre del bebé le arregló el cochecito de paseo y a la chica formoseña le hizo funcionar un secador de pelo.
La chica formoseña se llamaba Ana y era de Clorinda. Una tarde de jueves le contó que había venido a Buenos Aires para trabajar y hasta ahora sólo había conseguido horas como empleada doméstica. Ana le dijo que seguía buscando trabajo para atender un negocio pero que no conseguía y que si la situación seguía así muy probablemente se volvería a Formosa o se iría a alguna otra ciudad como Rosario o Córdoba.
En otra ocasión, Ana salía del baño y tenía los ojos enrojecidos de haber llorado. Simone le preguntó que le pasaba y ella le dijo que nada, que no se preocupara por ella. Él insistió y ella comenzó a llorar. Se tomaba el entrecejo con los dedos pulgar e índice y su rostro cobrizo se ponía colorado. El la tomó del hombro y la llevó a su pieza. Ni por un momento se le cruzó la idea de que ella podía tomarlo a mal. La hizo sentar en una silla y fue a buscarle un vaso con agua. Cuando volvió, ella ya había dejado de llorar. Él le preguntó nuevamente por la causa de su llanto y ella le dijo que se sentía desanimada. Que todo era más difícil para ella mientras que otras podían trabajar en lo que les gustaba, o podían estudiar y ella, que había terminado el secundario, debía conformarse con limpiar casas.
Simone le dijo que era joven y sana y que si no se dejaba desanimar por la adversidad iba a conseguir todo lo que deseaba. Que el secreto era no dejarse caer. Le preguntó por su familia en Clorinda y ella le contó que tenía cinco hermanos menores. Ella tenía 25 años y muchas ganas de vivir en una casa con patio. Su papá era albañil y a veces tenía que hacer veinte o treinta kilómetros para ir hasta algún trabajo.
Ella ya estaba mucho mejor. Tomaba sorbitos de agua y le sonreía. Quiso saber si le gustaba ser escritor y él le respondió que sí, que a veces era difícil, pero que le gustaba. Le preguntó si toda la vida había soñado con ser escritor y él le dijo que no pero que eso no le importaba ahora.
—¿Y qué cosas escribe?
Simone dudó un momento antes de responderle:
—Historias camperas. Historias del campo.
—¿En serio? A mí me encanta el campo, en Clorinda casi que vivimos en el campo. ¿Por qué no me cuenta alguna historia de esas que escribe?
Esta vez fue a pedirse un vaso de agua para él y a hacer tiempo. Con suerte, Ana se cansaría y se iría a su habitación o le cambiaría el tema de conversación. Pero cuando volvió con el vaso, Ana seguía ahí, sentadita, esperando muy seriamente una historia del campo. Simone se sentó frente a ella.
—Había una vez dos hermanos que se habían casado con dos hermanas y vivían en una casa grande que en otra época había sido el casco de una estancia. Ahora estos dos hermanos apenas tenían unas pocas hectáreas para trabajar. Se levantaban todos los días a las dos de la mañana y no paraban de labrar la tierra y de cuidar los animales. Sus mujeres hacían las faenas de las casas y los cuatro se alegraron cuando ellas quedaron embarazadas. Pero cuando nacieron los niños, la esposa de uno de ellos murió. Fue tan grande la pena de su esposo que no le importó su hijo recién nacido. Su hermano le dijo que su mujer se haría cargo de alimentar y cuidar al bebé. Pero el viudo estaba tan dolido que acusó a su hermano de sus males. Dijo que se iba a ir con su hijo y que le dejaba todo, que no quería tocar nada que tuviera que ver con él y con su esposa. Subió unas pocas pertenencias al sulky, tomó a su hijo recién nacido y se fue. Nadie supo nada más de ellos.
Simone se calló. Ana lo miraba y en sus ojos había algunas lágrimas pero él no estaba seguro si eran resabio de su llanto anterior o si realmente estaba conmovida por su historia. Él arqueó las cejas para indicarle que la historia había terminado.
—Usted debe ser un gran escritor —le dijo finalmente—. Nunca voy a poder olvidar lo que me contó. Gracias, gracias por todo.
Le dio un beso en la mejilla y se fue rápidamente hacia su habitación mientras Simone sentía dos cosas extrañas: la culpa de haberle mentido y un hondo placer desconocido.
IV
Ese día Pajarito lo había llevado a comer a una parrilla del barrio. Pidieron un asado completo y Simone lo comió con desconfianza. Seguía creyendo que el mejor asado era el que él hacía. Sin embargo, las achuras no estaban tan mal.
—No me gusta mezclar el placer gastronómico con los negocios, pero tenemos que hablar —le dijo Pajarito mientras comía su flan con crema.
Simone se puso a la defensiva, como si supiera que ese momento, ineludiblemente, iba a llegar.
—Yo no vuelvo a robar.
—Mire, Simone, de vago no se puede vivir. Cada tanto hay que hacer algo. Discúlpeme que lo ponga en palabras así pero yo salgo todos los días a ver qué surge. Ojo, quiero que me entienda y que no lo tome a mal, pero usted, digamos, la tiene más bien fácil.
—Yo, Pajarito, nunca le pedí que se preocupara por mí.
—Es cierto, y yo le debo mucho porque gracias a usted estos dos meses ni siquiera me subí a un colectivo para trabajar.
Terminó su flan, tomaron café y pidió la cuenta. A la salida le pidió que lo acompañara. Simone no se negó y fueron hasta Retiro. Ahí tomaron un tren y se bajaron en Vicente López. Hablaron muy poco en el viaje. En realidad, tuvieron sólo un diálogo en serio que a Simone lo dejó perturbado.
—Le voy a decir algo. Mejor dicho: le voy a confesar algo. No suelo hablar de estas cosas pero supongo que usted, además de hombre, es un caballero y no va a andar repitiéndolo en la pensión.
Simone lo miró.
—Creo que me estoy enamorando. A mi edad, a nuestra edad, puede ser grave. Sobre todo cuando uno se enamora de una chiquilina como es Ana.
—¿Ana?
—Le digo algo: yo no soy ningún viejo verde. Siempre he andado con mujeres de mi edad. Yo sé que es una niña y yo un viejo pero no lo puedo evitar. Es una chica fantástica.
—Bueno, doña Paquita también es una señora fantástica.
—Ahí tiene. Doña Paquita es la mujer ideal. Trabaja, tiene su propio negocio, es alegre y tiene formas, digamos, agraciadas a pesar del paso del tiempo. Pero Ana es distinta a todas las mujeres que conocí. Es tan débil, tan necesitada de ayuda y a su vez tiene esa fuerza, en los ojos. ¿Usted la miró a los ojos?
—Hmm... no me acuerdo.
—Entonces no la miró, si no se acordaría.
Se bajaron en Vicente López y caminaron muchas cuadras hasta encontrar el lugar al que lo quería llevar Pajarito: una plaza. Pero no era una plaza como la anterior. Ahí no había edificios ni negocios. Casi todas eran casas elegantes. Antes de pisar la plaza, Pajarito lo hizo andar por una de las veredas.
—¿Qué nota?
—No sé, dígamelo usted.
—Mire cada casa que pasamos. Todas tienen el cartelito amarillo de seguridad privada. Es un sistema que hace que a los pocos minutos tenga aquí policías de todos los colores. Pero no se asuste, no lo voy a hacer correr como un desaforado. Mire esta casa.
No era de las más elegantes pero tenía su prestancia. Era una de las pocas que no tenía el cartel de seguridad.
—Gente confiada. Mire, nos sentamos en ese banco y esperamos. Es cuestión de averiguar los ritmos. Encontrarle el punto flaco si lo tiene. Es cuestión de observar.
Se sentaron en un banco que quedaba casi paralelo a la casa. Simone no se animó a decírselo pero siempre había llevado consigo su llave mágica. No porque pensara usarla sino como una especie de talismán o de testigo de lo que le ocurría en su nueva vida.
—Yo mañana lo acompaño para que no se pierda pero va a ser mejor que nos turnemos. Usted vigila hasta la tarde y yo sigo luego. ¿Qué le parece?
Simone no dijo nada.
V
Lo que más le molestaba de la situación era tener que ir a ese lugar lejano y abandonar su refugio en la pensión. Sentía necesidad de cruzarse con Ana. Trataba de no pensar y sólo atinaba, en diálogos imaginarios, a reprocharle a Pajarito que se hubiera fijado en una chica como ella, justamente en ella, a la que él había ayudado a olvidar sus penas.
Además no le gustaba esa plaza de barrio fino. La gente no era igual a la de la otra plaza y hasta había algunos que lo miraban con cierta desconfianza. Se sentía sinceramente ofendido. Con ganas les hubiera dicho: «¿qué me mira? ¿cree que soy un ladrón o qué?».
En la casa vivía un matrimonio con dos hijos pequeños y también había una mucama. A las nueve menos diez salía el marido en su auto y, según lo testeado por Pajarito, no volvía hasta las ocho de la noche. La mujer salía en otro auto a las once y regresaba pasadas las cuatro de la tarde. A las doce y cuarto salía la empleada con los chicos hacia la escuela. Ella regresaba a la una y veinte y los chicos a las cinco y media. La casa quedaba vacía durante una hora al mediodía. A Simone le alegró ver que la hora coincidía con el horario en que habían hecho el trabajo anterior. Si hubiera sido por él lo habría hecho al tercer día pero Pajarito quería ser más cuidadoso. Pusieron por fecha el día viernes, igual que la otra vez.
El viernes llegaron cada uno por su lado, primero Simone y a la media hora él. Pajarito se veía exultante, como yendo a una fiesta. Llevaba su bolso y Simone sabía que adentro había otro.
—¿No me nota distinto?
—Lo noto.
—Es el amor.
A Simone, un cuchillo en el pecho le hubiera dolido menos. Pajarito continuó:
—Anoche, después de la cena, hablé con Ana. Siempre nos quedamos hablando en la sala de estar, incluso después de que doña Paquita se va a dormir. Bueno, yo le expresé mi amor, lo que sentía por ella.
—¿Y ella?
—Me dijo que era lo más hermoso que le había dicho un hombre. ¿Qué me cuenta?
—¿Qué quiere que le diga? Un hombre con suerte.
—Ojalá. Mala suerte ya tuve mucha en el amor.
—No pareciera.
—Mire, antes de que naciera Ana, bastante antes, en una milonga conocí a una mujer por la que hubiera cambiado de vida.
—¿Y qué pasó?
—No sé. Ella ya tenía dos hijos. Terminó desapareciendo de un día para otro de la milonga y de mi vida. A veces me pregunto qué pensaría realmente ella de mí para que me dejara de manera tan, digamos, drástica.
—Y mañana va a la milonga de nuevo pero con Ana.
—La invité a bailar tangos. Ella me dijo que no sabe bailar y yo le dije que bastaba con dejarse llevar. Aceptó. Mañana es mi gran día.
—Siempre y cuando.
—¿Siempre y cuando?
—Siempre y cuando hoy no terminemos presos.
7. Literatura Latinoamericana
Abril 1996
I
A veces decía que vivía en Boecio, otras veces decía que vivía en Once y a veces, cuando se ataba a la verdad del catastro municipal, decía que vivía en Balvanera. Santiago vivía en Sánchez de Loria y Belgrano, a once cuadras de San Juan y Boedo, a nueve de Plaza Miserere, a veinticinco del Estadio Tomás A. Ducó, a nueve de la vieja facultad de Filosofía y Letras de la calle Independencia y a treinta y una de Puán 480. A veces también decía que vivía en un dúplex y no faltaba a la verdad. Alquilaba un pequeño departamento de dos ambientes que tenía la gracia de contar con dos auténticas plantas: abajo, la cocina, el baño y el living y en el piso superior, la habitación. Vivía allí hacía tres años y tenía ganas de seguir en ese lugar pequeño y cálido.
A la mañana siguiente del encuentro con Marcela, sonó el portero eléctrico. Era su madre que aparecía sin llamar previamente. Algo muy típico en ella considerar que sus hijos debían poder recibirla siempre.
Su madre no venía sola, la acompañaba el hermano menor de Santiago, Julián, un preadolescente de doce años por el cual sentía una especial predilección, tal vez porque le recordaba al chico un poco nerd que él mismo había sido. Pero mientras Santiago se había refugiado en historietas y libros, su hermano se guarecía en la computadora. Vivía dentro de la pantalla. Santiago pensaba, con orgullo, que algún día su hermanito sería un auténtico hacker.
A decir verdad, Julián no era exactamente su hermano sino su medio hermano. Tenían distintos padres. Y lo mismo ocurría con Eva y Lucio. Su madre había tenido cuatro largas parejas estables. Tuvo un hijo con cada una de ellas. El mayor era Lucio, luego venía él, después Eva y mucho después Julián, que era el hijo de la vejez. Su madre se había separado del padre de Julián cinco años atrás y hacía tres que tenía un nuevo noviazgo (ésa era la palabra que ella usaba) que en otro momento hubiera hecho temblar a los hermanos mayores con la posibilidad de la incorporación de otro niño a la familia.
—Santito, tengo que pedirte un favor.
Cuando su madre lo llamaba «Santito» ya sabía que algo grave ocurría, pero si encima le estaba pidiendo un favor debía ser muy pero muy importante el desastre. Ella fue hacia donde estaban los vasos, tomó uno, buscó hielo y se sirvió un whisky. Que se emborrachara nunca era el problema mayor.
—Me peleé con Alberto y creo que me voy a separar.
Santiago la miraba silencioso y quieto. No atinaba ni a parpadear.
—Creo no, ya me separé. No quiero vivir más con él. Ayer discutimos y decidimos que cada uno seguía su vida por separado, así que le dije que anoche era la última noche que dormíamos bajo el mismo techo.
—¿Y él se fue? — preguntó con una leve esperanza a pesar de que ya sospechaba la respuesta.
—Hijo, yo tengo mi orgullo. Yo fui la que lo dejó. Esta mañana hablé con Julián y le dije: «Vamos a ir a vivir un tiempo a lo de tu hermano».
Julián se había desparramado en un sillón y miraba a su madre y a su hermano como si se tratara de una mala comedia televisiva.
—¿Acá o a lo de Lucio?
—Lo pensé bien. Me voy a quedar acá. De todas maneras, no quiero molestarte mucho tiempo, pienso rotar yendo a los departamentos de tus hermanos. Pero esto hasta que encuentre un lugar no muy caro adonde irnos Julián y yo.
—¿Y por qué pensaste comenzar tu rotation por este depto?
—Porque no me equivoqué cuando te puse Santiago: sos un santo.
II
Escribió dos artículos para Cosmopolitan con frases como «Revlon Outrageous, en tono beige: el favorito de Claudia Schiffer» o «Ante todo la base y el polvo, luego el necesario toque de rubor para resaltar los pómulos y darle un aporte mínimo de iluminación». Después, se puso a escribir las notas pendientes para la V.
Sintió que ya había hecho su buena obra del día así que se fue del departamento antes de que volvieran su madre (vaya uno a saber de dónde) y su hermanito Julián (del colegio). La presencia de su madre y su hermano, si bien no era una maravilla, tampoco estaba resultando tan horrible. Julián casi no molestaba: o veía televisión o usaba la computadora. De hecho, Santiago estaba aprendiendo muchas cosas con él, incluso Julián le había prometido conseguir los datos de una cuenta de Internet si él compraba un módem.
Su madre había repuesto la botella de whisky que se había tomado y además había llenado la heladera y cocinaba cada tanto alguna comida rara, menús indios, pastas con salsas exóticas, carnes de animales en extinción (o al menos eso suponía Santiago). Santiago y Julián dormían en la pieza y su madre en el living. Muchas veces ella se iba y no volvía hasta la madrugada pero siempre era la primera en levantarse y después de mucho tiempo, Santiago volvió a saborear un desayuno caliente en su casa.
Santiago comenzó a sospechar que esta nueva separación de su madre servía más que nada como una excusa para ponerse en función de madre, sobre todo con él y, seguramente, con Lucio, los dos mayores a los que casi había abandonado en manos de su abuela gallega. Eran los tiempos en que su madre había comenzado la relación con el papá de Eva, la pareja que más años le había durado. Eran tiempos de militancia y su madre se dedicaba más a las reuniones clandestinas que a la crianza de sus hijos mayores. Todo cambió al poco tiempo del nacimiento de Eva. La ruptura de su madre y su pareja coincidió con los momentos más duros de la dictadura militar del '76. Se separaron, él se fue al exilio y ella se fue con sus hijos a vivir hasta el '82 a Monte Maíz, un pueblo del sur de Córdoba donde vivían unos primos de su madre. Vivían en realidad en el campo, a cuatro kilómetros del centro de Monte Maíz.
Abandonó el departamento sin cruzarse con nadie y fue a Filo. No tenía clases hasta dos horas más tarde, pero había quedado en encontrarse con Ramiro que le quería pasar o leer unos poemas que había escrito en esos días.
Con Ramiro se sentía una especie de Virgilio que lo llevaba a recorrer el infierno de las letras nacionales. Lo había conocido en el práctico de Siglo XIX, tenía ocho años menos que él y escribía poesía como él también había hecho a su edad. Desde un primer momento le había caído bien y cuando se enteró de que en un trabajo sobre el teatro de Georg Büchner había escrito que sus personajes experimentaban la soledad con la misma expectativa que sentía Navarro Montoya ante un tiro penal se dio cuenta de que eran del mismo palo, literario, futbolero y bostero. Lo había contactado con varios integrantes de la V. No había conseguido que le publicaran sus poemas, al menos por ahora, pero sí que le ofrecieran hacer una nota sobre el dadaísmo y el Berlín de los años veinte.
Desde las escaleras que daban a Boquitas Pintadas, descubrió a Ramiro sentado a una mesa del fondo, leyéndole a una chica los papeles que tenía en la mano. Debían ser sus poemas. La chica estaba sentada junto a él. A medida que Santiago se acercaba podía ver mejor: la chica que seguía muy interesada la lectura de los poemas era Marcela.
Apretando los dientes y sonriendo se acercó a la mesa, se saludaron, se sorprendieron de que los tres se conocieran y Santiago experimentó un odio profundo cuando vio la mirada irónica de Ramiro ante la explicación de que Marcela y él se habían conocido en la facultad hacía más de un lustro. Sobre todo cuando sin que viniera a cuento de nada Ramiro agregó: «yo entonces estaba en segundo año». Parecía que su papel era jugarla con Marcela de chiquito y de poeta. Marcela y Ramiro, en cambio, se habían conocido unas semanas atrás en el práctico de Latinoamericana.
—Me leyó unos poemas que le van a publicar en tu revista.
Son muy buenos.
—No es mía la revista, yo sólo escribo.
—Ojo, todavía no me confirmaron que los vayan a publicar. El director me dijo que le habían gustado mucho pero que los trabajara un poco más. Esta es la versión nueva. Vamos a ver si ahora lo convenzo.
—Y de paso levantas el nivel de la revista —dijo ella con la intención obvia de maltratar a Santiago.
—No creas —improvisó Santiago sin saber qué decir después—. Trabajamos duramente para mantener el nivel bajo y, coherentemente con esta política, es casi seguro que le vayan a publicar los poemas a Ramiro.
—Bueno, chicos, los dejo. Tengo que ir a comprar unos teóricos.
Santiago dejó que los saludara y cuando ya estaba saliendo hizo como que se acordaba de algo, la llamó y fue hasta donde estaba ella. Quería hablar unos segundos sin que lo escuchara Ramiro.
—¿El miércoles que viene también vas a faltar a tu clase de Española?
—No creo. Estoy faltando mucho.
—¿Y cuándo voy a poder disfrutar de tu charla?
—No sé.
—¿No querés que vayamos a almorzar a Parque Chacabuco?
—Me trae malos recuerdos. No por vos. Por otras cosas.
—¿Y si vamos al Mesón Orensano?
—Al mediodía se me complica... pero puede ser el viernes a las tres acá o en Sócrates.
—Dale, en Sócrates a las tres.
Volvió a la mesa en la que Ramiro leía su propia poesía con una pasión obscena. Santiago pidió un café doble y un pebete de cocido y queso.
—Una chica encantadora esta Marcela —dijo Ramiro—. Y muy inteligente, en el práctico es de las que más participan.
—Después de vos, obviamente.
—Un poco veterana pero interesante. Quedamos en vernos en el próximo teórico de Latinoamericana.
Santiago aprovechó que tenía un pedazo de sandwich en la boca para emitir un gruñido ambiguo. Ramiro cambió de tema.
—Che, ¿viste que el Diego juega el domingo contra Estudiantes?
Buscó alguna frase hiriente, terminante, que pusiera las cosas en claro pero no se le ocurrió nada. Con el tono del que dice algo definitivo le dijo:
—Escúchame bien: cada día soporto menos el fútbol. No soporto a la gente que habla de fútbol todo el día como si eso fuera importante.
Ramiro se volvió a concentrar en sus poemas. Con una birome tachó unos versos mientras Santiago masticaba lentamente pero sin pausa su sandwich. «Hoy el sandwich tiene el sabor de ratas asustadas» leyó Ramiro y Santiago no sabía si lo tenía escrito o si lo estaba improvisando o si quería burlarse de él o simplemente agredirlo.
III
Como las clases teóricas de Latinoamericana se grababan y luego se publicaban, no solían concitar la presencia de muchos alumnos. Cuando Santiago llegó, unos diez minutos antes de la hora, había una decena de alumnos y seguramente no iban a ser más de treinta cuando comenzara la clase. No estaban todavía ni Marcela ni Ramiro pero sí Marina que se había ubicado en la segunda fila. Se saludaron con un gesto. A él le hubiera gustado acercarse y saludarla con un beso pero no iba a arriesgarse a un desplante de su última ex novia así que siguió de largo y se fue a sentar en las últimas filas.
Unos minutos más tarde entraron Ramiro y Marcela. ¿Se habían encontrado de casualidad camino al aula o se habían citado en algún otro lado para ir juntos a la clase? No lo vieron y se sentaron a un costado de la cuarta fila. Los tortolitos no quieren ser molestados. Santiago rogó tener poderes malignos en la mirada que iba a concentrar en la nuca de Ramiro.
No le duró mucho la mirada ensañada en el pelo ruliento de Ramiro porque la entrada de Lucrecia le hizo olvidar de todo lo demás. Porque fue Lucrecia la que atravesó la puerta, pero no siguió hacia los asientos de los alumnos sino que se quedó del otro lado del escritorio, al lado de los profesores de la cátedra.
Por un momento, Santiago pensó que era víctima de alucinaciones. No sólo porque se había cruzado dos veces en diez días con Lucrecia sino porque se había cruzado con dos Lucrecias distintas. La chica que había visto en Cosmopolitan podía pasar por una ejecutiva neoyorquina. Esta que estaba delante del pizarrón vestía un jean sencillo, un pulóver negro de cuello alto y no llevaba una gota de maquillaje. O se estaba volviendo loco, o Lucrecia lo estaba siguiendo por todo Buenos Aires mutando según el lugar adonde se lo iba a encontrar.
Alguien de la cátedra explicó que la clase de ese día la iba a dar Lucrecia Beni, jefa de trabajos prácticos de la materia. El tema de ese teórico iba a ser «La literatura de viajes en la obra de Gómez Carrillo». Lucrecia fue presentada como una especialista en la obra de Gómez Carrillo y ella comenzó a hablar, primero tímidamente pero a medida que entraba en tema fue ganando en seguridad y comenzó a florearse con datos y citas que reproducía de memoria sin necesidad de recurrir a ningún apunte.
Santiago también tardó varios minutos en acomodar la visión de Lucrecia en esa clase con las demás partes de la realidad. Cuando lo consiguió sintió cierto orgullo. Ese orgullo se convirtió en un horrible estado nervioso por el temor a que ella se equivocara, o se quedara callada, o hiciera algo que arruinara la clase. Lucrecia, en cambio, se mostraba cada vez más segura y ganadora hablando de las geishas que Gómez Carrillo había conocido en Tokio. No tenía por qué preocuparse.
Marina tomaba apuntes de todo lo que Lucrecia decía. Santiago tenía ganas de acercarse y decirle: esa profesora que ves ahí y que vos respetas tanto fue mi novia entre 1986 y 1989, vos nunca vas a ocupar el lugar de ella en mis recuerdos. En cambio, Ramiro y Marcela no copiaban nada, incluso cada tanto se acercaban para decirse cosas al oído. Santiago sentía el impulso de ponerse en el medio, tomarlos por el hombro y decirles: ustedes dos, maleducados que nunca llegarán a estar del otro lado del escritorio, sepan que esa chica que está ahí fue mi novia y que el primer libro de Vargas Llosa que leyó se lo regalé yo.
Santiago ya no escuchaba los conceptos elogiosos de Lucrecia sobre Gómez Carrillo, cuando vio que la mano de Ramiro se levantaba. Lucrecia se detuvo y le cedió la palabra.
—Discúlpame pero te quería hacer una pregunta. Vos decís que Gómez Carrillo fue un precursor latinoamericano en relatar la sexualidad de otros culturas pero creo que te estás olvidando de la obra del mexicano Alvaro Portillo que escribió sobre el sexo en la cultura maya y también está el poeta peruano Pablo de Balmaceda que a fines del siglo pasado escribió sobre los harenes en Marruecos.
Muy probablemente nadie se había dado cuenta porque el cambio no era evidente a simple vista pero Lucrecia había entrado en un territorio de duda del que le iba a resultar difícil salir si se seguía hundiendo en él. Y la acotación larguísima de Ramiro iba a culminar con el hundimiento de la seguridad de Lucrecia y su clase iba a terminar en un fracaso. Él no podía permitir que pasara eso así que sin pensarlo dos veces, sin saber quiénes eran Portillo y Balmaceda, sin haber leído jamás a Gómez Carrillo, antes de que Lucrecia contestara algo que pusiera en evidencia su desconocimiento y sin pedir la palabra, dijo en voz bien alta:
—Me parece que Gómez Carrillo fue el primero que estudió en serio como escritor la sexualidad oriental. Los dos autores que vos nombraste hacen referencia a la sexualidad en otras culturas de una manera que yo calificaría de antropológica. Pero referirse a algo no es estudiarlo. Porque si vamos a eso hasta Colón en sus cartas hablaba sobre cómo curtían los indios.
Algunos se rieron por la última referencia, Ramiro puso cara de resignación y Lucrecia miró a todos con cara de «duda respondida» y siguió el hilo de su clase sin volver a ser interrumpida.
Cuando terminó la clase, Santiago dudó en acercarse a saludar a Lucrecia. Marina lo saludó de lejos y se fue. Él se acercó a Ramiro y a Marcela. Ramiro le preguntó:
—¿Realmente te parecen antropológicos los ensayos de Balmaceda?
—Como dicen los griegos, en parte sí y en parte non.
Salieron del aula. A pocos metros se había detenido Lucrecia que hablaba con dos alumnos. Marcela y Ramiro la saludaron.
—Es nuestra profesora de prácticos.
—Qué chico es el mundo. Yo fui su novio.
—Me estás jodiendo —dijo Ramiro.
—¿En serio saliste con Lucrecia? — preguntó Marcela—. ¿Ella es la chica de Filo que te había hecho sufrir un montón?
Él no contestó porque Lucrecia le estaba haciendo señas para que se acercara. Abandonó a Marcela y Ramiro y se acercó a su ex.
—Parece que nos vamos a ver seguido.
—Gracias por tu acotación.
—No es nada. Vos te lo mereces. ¿Tenes algo que hacer ahora?
—Sí, tengo una reunión.
—¿Con un muchacho?
—Dije reunión, no cita. Igual es muy largo de explicar.
—Podemos ir a tomar un café un día de estos. ¿Venís mañana?
—Vengo el viernes. ¿Te parece a las tres?
—¿No puede ser a las cinco?
—Tengo otra reunión a las seis pero puedo llegar un poco más tarde. ¿En Sócrates?
—No, mejor en Platón.
IV
Viernes, mediodía.
Se había pasado toda la mañana con Julián frente a la computadora. Habían llevado temprano el CPU a una casa de computadoras para que le instalaran un módem y habían vuelto felices al departamento. Los dos le pidieron a su madre que dejara a Julián faltar a la escuela y ella no se negó. Dijo que iba a cocinar. Se fue a hacer algunas compras y no volvió hasta el mediodía. Julián, después de probar distintas cuentas, había encontrado una que le permitía conectarse a Internet y cuando se abrió por primera vez la página del Explorer, Santiago sintió que entraba en un mundo de aventuras ilimitadas. Pero no dejaba de ser raro que su guía por ese mundo nuevo fuera su hermano más chico.
Su madre llegó con bolsas y paquetes de todos los tamaños. Santiago estaba más atento a la pantalla que a lo que ocurría en la cocina. Sin embargo, notó que su madre estaba más seria de lo habitual. Se había servido un whisky, le pidió a Santiago que pusiera algo de música brasileña y se puso a cocinar. Se la notaba tensa.
A la una de la tarde en punto los llamó a comer. Abandonaron la página de Expedientes X y se sentaron expectantes. Su madre ya había puesto la mesa, el vino tinto para ella y la gaseosa para sus hijos.
—Encontré una señora que cría conejos así que le encargué uno y aquí está: conejo con ciruelas.
Julián puso cara de asco. A pesar de ser el que más convivía con su madre, no se acostumbraba nunca a sus recetas y con gusto hubiera cambiado las comidas maternas por unos combos de McDonald's. Santiago probó el conejo.
—Tiene un sabor raro pero muy rico. ¿Qué tiene?
—Uf, no muchas cosas. Un conejo, obviamente, ciruelas, panceta, pasas de uva, vino tinto, vinagre, manteca, una cucharada de jalea, especias y creo que nada más.
Santiago repitió la porción y Julián apenas pudo con la suya dejando pedazos de conejo escondidos debajo del arroz. Antes de que terminaran de comer, su madre se levantó y fue a la cocina. Santiago fue tras ella y le preguntó si le pasaba algo. Ella movió afirmativamente la cabeza.
—Tu hermano.
Santiago habló en un susurro:
—¿Qué pasa con Julián?
—Tu otro hermano, Lucio. Hablé por teléfono y me dijo que no podíamos ir a su casa porque su novia se fue a vivir con él y están haciendo refacciones y no sé qué otras excusas puso.
—¿Y Evita?
—Evita vive con dos amigas a las que se sumaron dos más que se quedan un mes. Además son muchas chicas para ir con Julián que es chico pero ya entiende todo.
—¿Y entonces?
La mamá le acarició la cara.
—¿Nos podemos quedar un tiempo más?
Le dijo que sí. No iba a echarla y mucho menos a Julián, pero iba a hablar con el turro de Lucio. Santiago tuvo el pálpito de que su madre no se iba a ir más de su departamento.
V
Viernes, 15 horas.
Llegó unos minutos antes que ella. Trató de imaginar el diálogo que iban a tener pero le fue imposible, no podía prever ni dos frases aunque sí tenía claro que él iba a quemar las naves esa misma tarde, a no ser que descubriera que ella no tenía ningún interés en él. Y aunque fuera así, también tenía que ir con las piernas hacia delante para quebrar cualquier jueguito histérico similar al de cuando se conocieron. «Ya es tarde», le había dicho ella la única vez que la besó. Y después desapareció de su vida de manera tan absoluta que muchas veces dudó de que la escena del beso hubiera ocurrido. Más de una vez se había encontrado recordando a Marcela y del fondo de su pensamiento surgía la sensación de que esa chica podría haber sido muy importante en su vida.
—Qué serio que estás. ¿En qué estás pensando? No la había visto llegar. Era un tarado, justamente la gracia de estar antes era verla entrar, observar su cuerpo en perspectiva.
—En vos.
—Ah, bueno, si estás así de serio cuando pensás en mí es porque no te traigo buenos recuerdos.
La charla fue derivando en trivialidades. Sin embargo, Santiago tenía todos los hilos tendidos para empujar la conversación hacia un territorio más comprometido. Él mismo le sacó el tema de su matrimonio. Ella medía muy bien las palabras, ni hacía una apología de su vida matrimonial ni tampoco dejaba espacio para que él entendiera que estaba harta de su marido. O tal vez él creía que ella medía las palabras y esa ambigüedad era verdadera, es decir que tampoco ella tenía mucha idea de qué decir de su relación con Raúl. — ¿Y con Marina te vas a arreglar?
—Imposible. Ya fue. Fue bueno mientras duró, no me llames, yo te llamo.
—¿Seguís enamorado de Lucrecia?
—Objeción, su pregunta es capciosa y prejuiciosa. ¿Qué es ese «seguís»?
—Objeción nada, al menos en nuestras vidas anteriores a comienzos de esta década vos seguías enamorado, se te notaba, vivías hablando de ella. Creo que me conozco todos los detalles de su vida mejor que la mía. Al menos hasta entonces. Y ahora es mi profesora. Es increíble.
—Del '92 para acá pasaron muchas cosas. Y además esa categoría de «enamorado» me parece muy adolescente.
—El otro día, después de la clase, se te veía tan entregado.
—¿Y Ramiro? ¿Ya te enamoró con sus poemas?
—No te digo que podría ser mi hijo porque sería faltar a la verdad. Es inteligente, atento y lindo, pero es un nene.
Santiago, que había escrito para Cosmopolitan un artículo titulado «Cómo responder con ambigüedades a preguntas sobre el hombre de tus sueños» y otro artículo que rezaba «Las ventajas de una pareja mucho más joven», sabía que Marcela le mentía cuando ponía como dato en contra la extrema juventud de Ramiro. Además, una mujer nunca usaba la palabra «lindo» en un contexto como éste si no estaba interesada en él. Si así fuera hubiera dicho «lindito».
Tal vez lo hizo para desviar la atención puesta sobre Ramiro, pero Marcela le empezó a hablar de un tema que la preocupaba y mucho: su padre.
—Lo echaron del trabajo como hace siete meses.
—Algo me dijiste la otra vez. Debe estar muy deprimido.
—No, se lo ve bien. Pero no le dijo a nadie que lo echaron. Se buscó otro trabajo y siguió con la farsa de que continuaba con su trabajo anterior. La única que lo sabe soy yo. Me lo dijo en mi cumpleaños.
—Bueno, pero si consiguió trabajo a su edad es un ídolo.
—Hay cosas muy raras. Si consiguió otro trabajo, ¿para qué seguir ocultando su situación? Le bastaba decir eso: que lo echaron pero que consiguió otro laburo.
—Es cierto, es raro.
—Y otra cosa más. Hace unos días más o menos me llamó mi mamá para decirme muy feliz que a mi viejo lo habían ascendido en el trabajo y que le habían aumentado el sueldo. Yo me quedé de una pieza, no dije nada ni le pregunté a él cuando lo vi en el fin de semana. De hecho, lo felicité por el ascenso y el aumento, y él me agradeció de manera formal, como si el diálogo que habíamos tenido aquella vez nunca hubiera existido.
—Y a él, ¿cómo lo ves?
—Eso es lo más loco de todo. Casi te diría que se lo ve feliz. Al menos se lo ve con una fuerza que antes no tenía. Me pregunto si andará en algo raro. Y la verdad es que no sé qué hacer.
—Si querés que averigüemos o hagamos algo, contá conmigo.
Ella puso cara de agradecida y él vio el pie perfecto para decir su monólogo.
—Yo sé que la otra vez ocurrió algo muy extraño y nunca pudimos concretar eso que empezaba a desprenderse de nuestros encuentros. Y también sé que sos una mina casada, con su historia resuelta y que maldita gracia te debe causar que te metan en problemas. Pero hay dos cosas que quiero decirte. Una: que después de esta charla no te escapes. Dos: volver a verte me hizo sentir que entre vos y yo hay una historia inconclusa o una historia nueva que deberíamos vivirla. Durante todos estos años tuve la sensación de que aquella vez en que me dijiste que era tarde estaba perdiendo a una mujer que era muy importante de mi vida. Ahora que te volví a encontrar, siento que vos seguís siendo esa chica que le puede dar un sentido a todas las pavadas que hago, que pienso o que deseo. Ojo, no quiero que te sientas ni mal, ni presionada con todo esto pero sólo quiero que sepas, cada vez que nos vemos, que te cruzas conmigo en un pasillo, en un aula o en un bar, cada vez que por error o por aburrimiento te encontrás pensando en mí, quiero que sepas que ese tipo que estás viendo o en el que estás pensando está muy enganchado con vos.
VI
Viernes, 17 horas.
Llegó diez minutos tarde y con la cabeza llena de Marcela, de su silencio difícil de descifrar. Al menos no había salido corriendo, sabía qué juego estaba jugando él y ahora la pelota la tenía ella. ¿Iba a volver a desaparecer? Esta vez no había habido beso. Pero había sido la primera vez desde que se habían conocido que hablaban claro. Al menos él.
Lucrecia ya estaba ahí y tal vez para mortificarlo le dijo que no había podido atrasar su reunión de las seis así que se iba a tener que ir en cincuenta minutos.
Hablaron de su trabajo en la cátedra de Literatura Latinoamericana. Ella le contó de sus aspiraciones a conseguir el puesto de Profesora Adjunta en el próximo concurso. Él la puso al tanto de lo que hacía en la V. y ella le dijo que la había leído varias veces, especialmente sus notas. La revista no le gustaba porque le parecía muy creída, muy pedante. Santiago no supo si estaba calificando la revista o si estaba proyectando en la publicación lo que pensaba de él. Le preguntó por Arturo Roversi, el acaudalado profesor de Latín que se había convertido en su novio inmediatamente después de que ellos cortaran. Arturo era un tipo de bajo perfil en la facultad pero muy reconocido en varias universidades europeas. Ella le dijo que se habían ido a vivir juntos a España cuando a ella le salió el doctorado allá. Que después se separaron y él se instaló en Toledo y luego en Bologna con un cargo muy importante. Se casó con una italiana y se volvió a la Argentina. Tuvo también dos hijos. Santiago no lo decía pero odiaba a Arturo. Siempre sintió, aunque no fuera exactamente así, que Roversi se la había robado, con su sonrisa de hombre de vuelta de todo, su sabiduría clásica, su dinero y sus contactos en las universidades europeas.
Después le preguntó por Paola, una compañera que era la mejor amiga de Lucrecia. Ella le contó que se habían dejado de hablar hacía varios años, que Paola malinterpretaba todo y que además siempre apuntaba al fracaso. Ahora era ayudante de Literatura Argentina pero no iba a llegar a nada. Lucrecia le dijo que le gustaría pasarse de cátedra, ir a parar a Literatura Argentina II pero no como una ayudante como era Paola en la cátedra de Viñas. Y que ya había comenzado a trazar algunas líneas en esa dirección. Había conseguido colaborar en Punto de vista haciendo bibliográficas.
Detrás de las explicaciones claras sobre su relación con Arturo, su enemistad con Paola y su amor epígono por Sarlo, había como una historia paralela que Lucrecia callaba pero que hablaba mucho más de ella que sus palabras. Santiago debía poder reconstruir esa historia paralela si quería entender muchas cosas que habían ocurrido y que los habían alejado.
Habría llegado a alguna conclusión rápidamente si ella no se hubiera tenido que ir. Aunque antes tenía un regalo para él. Buscó en su bolso y sacó la desgrabación de una clase teórica.
—Espero que no te moleste que esté subrayada por mí.
El teórico estaba amarillento por los años. Tenía un poco más de una década. En el borde superior derecho tenía el logo de SiM apuntes. La fecha decía «31 de marzo de 1986». Era la primera clase de Literatura Argentina I, era la primera clase de David Viñas de regreso a la facultad después de su exilio durante la dictadura militar, era la primera clase de la carrera a la que Santiago había concurrido y era la clase en la que había conocido a Lucrecia, su novia durante los siguientes casi tres años. La misma mujer que ahora era profesora y que le regalaba un regreso al pasado. Un tentador regreso a esos tiempos de felicidad inocente, cuando todo estaba por hacerse y el mundo era una promesa o un acertijo que ya iban a resolver ellos dos juntos. Locamente enamorados. Locamente enamorado.
Podía amar a dos chicas a la vez. Incluso a tres. Pero locamente enamorado, después de Lucrecia, ni siquiera de una sola.
8. Simone en problemas
Octubre 1995—abril 1996
I
—Vamos —dijo Pajarito, cuando la empleada y los chicos ya no se veían. Cruzaron la calle y con paso firme fueron hacia la puerta. Simone sacó su llave que manejaba con una tranquilidad única. Tardó unos segundos más de lo habitual hasta que la puerta terminó cediendo. Entraron y vieron un living enorme. Se enfrentaban con un problema que no habían tenido en los negocios: era difícil encontrar el dinero. Por todos lados se veían cosas de valor (televisores, muebles, objetos de decoración) pero la mayor parte no entraba en los bolsos.
Buscaron en la pieza del matrimonio y debajo de la ropa de cama Pajarito encontró seiscientos dólares. En la mesa de noche había unos anteojos que parecían costosos y en un alhajero encontraron unos dijes, un par de anillos y una cadenita, todos de oro. La otra habitación era un estudio. Ahí había una chequera, un reloj de escritorio, un cortapapel de plata, unas lapiceras de marca y una caja de habanos. Había varios cuadros en la pared y también una biblioteca enorme. Pajarito movió los cuadros y encontró lo que sospechaba:
—Una caja fuerte. Para esto su llave no nos va a servir. Vamos a ver cómo tengo las manos y el oído.
Pajarito comenzó a buscar la combinación. Mientras tanto, Simone no hacía nada, excepto mirarlo, y eso lo estaba poniendo más nervioso que nunca. Para calmarse paseó la vista por los lomos de los libros. Se acordó de Ana, de lo que le había dicho Pajarito y la cólera tomaba cuerpo como la lava dentro de un volcán. Pero también se acordó de su hija que solía pasar la mano por los libros de la misma manera que él lo hacía con un caballo. Su hija amaba los libros. Sin pensar demasiado, tomó uno de la biblioteca y lo guardó en la mochila. No había terminado de acomodarlo cuando Pajarito dijo «bingo» y abrió la puerta de la caja fuerte.
—Papeles, más papeles y, sí señor, plata.
Repartió el dinero en los bolsillos internos y externos de su saco pero no le alcanzaban. Le pasó parte de los billetes a Simone que los guardó en su campera. A pesar de haber encontrado más dinero de lo esperado, Pajarito parecía preocupado. Simone también lo estaba. Un sexto sentido, un instinto de supervivencia que avisaba los peligros se había desencadenado en ellos. Sin decírselo, los dos sospechaban que algo no estaba saliendo bien. Al llegar al living descubrieron que el plan había fallado: cara a cara con ellos, en medio de ese ambiente lustroso, con los rostros desencajados y los cuerpos congelados por el miedo, se encontraban la empleada doméstica y dos chicos pequeños.
—Por favor, no nos hagan nada, por favor —decía la empleada sin siquiera notar que ninguno de los dos hombres llevaba armas.
—Tranquila, señora, llévese a los chicos a la cocina y no salgan de ahí.
Sin quitarles las miradas de encima, la mujer y los chicos se metieron en la cocina. Ellos aprovecharon para salir a la calle. Doblaron en la esquina y Simone sintió que las piernas no le respondían, como en los sueños.
—Fuimos unos tarados —dijo Pajarito—, tendríamos que haberlos atado. Seguro que ya llamó a la policía y en unos minutos nos van a estar buscando por todo Vicente López. ¿Sabe qué? Mejor vamos a abandonar estos bolsos. Ella les habrá dicho que teníamos bolsos. Además, están buscando a dos personas. Es preferible que vayamos para distintos lados.
Pajarito sacó del bolso las joyas y se las guardó en el bolsillo del pantalón. Simone abrió su mochila y extrajo el libro.
—¿Para qué quiere un libro?
—La policía no va a andar buscando a alguien que lleva un libro en la mano.
A Pajarito le pareció un buen motivo y no insistió. Le indicó que caminara dos cuadras más a la derecha y que ahí tomara el primer colectivo que pasara. Que se veían en la pensión. Simone le hizo caso y unos minutos más tarde estaba arriba de un colectivo 60. Para su tranquilidad, el colectivo iba hasta Constitución y no se perdería. En el trayecto, Simone pasó del terror de ser detenido al miedo de que lo detuvieran a Pajarito. Al fin y al cabo, él ya estaba a salvo en el colectivo y Pajarito debía andar todavía por ese barrio.
Llegó al Hotel Plaza C sin haber tenido ningún problema. Doña Paquita lo saludó efusivamente porque hacía una semana que no iba por ahí.
—Encima encandila a jovencitas con sus historias de escritor y después ellas andan preguntando: «¿Y don Jorge? ¿Qué pasa que no viene don Jorge?».
Él le consultó por Pajarito y ella le dijo que había salido temprano y no había vuelto. Simone subió a su habitación y una vez ahí se sacó de los bolsillos la plata y la dejó junto al libro. Cuarenta minutos después apareció Pajarito.
—Me retrasé a propósito porque si llegaba primero y no lo encontraba creo que me daba un patatús.
Vació sus bolsillos y puso todo sobre la mesa.
—Una buena cosecha. Lo que no entiendo es por qué volvieron la mujer y los pibes.
Había mucho más dinero que la vez anterior. El suficiente para vivir varios meses sin preocuparse.
—Lo que más lamento es haber perdido los bolsos. Creo que me traían suerte.
Guardaron el dinero y Pajarito propuso ir a tomar algo fuerte para festejar. Simone no quería salir, tenía todavía el miedo en el cuerpo. Así que Pajarito fue a buscar la botella de ginebra a su pieza.
—Por nosotros y por el amor —dijo Pajarito levantando su copa.
—Por nosotros —repitió Simone.
II
A Simone le gustaba el tango. Sólo recordaba haberlo bailado alguna que otra vez en los bailes de Gálvez, cuando todavía era soltero. Después, nunca más. Le gustaba escucharlo. Tenía sus cantantes favoritos, Gardel por supuesto y además Martel (cuando cantaba en la orquesta de De Ángelis), Alonso, Maida, Podestá y las orquestas de Canaro, de Caló, de Pugliese. A él nunca se le hubiera ocurrido ir a bailar a una milonga y eso le resultaba más extraño en Pajarito que su vida de delincuente.
Él tenía unos casetes con tangos, así que el sábado, mientras se demoraba armando unos estantes en el galpón, se puso a escucharlos. Trataba de imaginarse la milonga, a Pajarito y a Ana bailando, pero le costaba verlos. En realidad, le costaba imaginar situaciones que él creía imposibles. Prefería los pensamientos concretos, claros, reales: los estantes, los casetes, la música sonando en el grabador. En ningún momento Simone pensó que tenía celos de Pajarito. No había espacio para algo semejante si de por medio había una chica más joven que su hija. Se concentró en su trabajo y los tangos, poco a poco fueron difuminando los pensamientos sobre Ana y Pajarito a la vez que se le hacían más nítidas las veces que de joven había bailado en Gálvez.
El lunes, Pajarito no apareció en todo el día. Cuando Simone ya volvía para su casa se cruzó en el pasillo con Ana. Ella lo saludó con el afecto de siempre. No se daban un beso, ni tampoco la mano, hacían un gesto con el cuerpo y se sonreían. Ése era el saludo afectuoso en la pensión, el saludo cordial consistía simplemente en un movimiento de la cabeza hacia abajo. Salvo doña Paquita, que saludaba a todos afectuosamente, los demás reservaban ese saludo a muy pocos.
—¿Lo voy a ver mañana? — le preguntó ella.
—Yo voy a estar, como siempre.
—No, ya sé, le digo porque quisiera hablar con usted.
Estuvo tentado de preguntarle si había habido algún problema con Pajarito pero prefirió callarse, no mostrar que estaba al tanto de su salida nocturna.
Cuando a la mañana siguiente golpearon la puerta de su pieza, pensó que era Ana pero ahí parado estaba Pajarito. No sonreía, estaba serio como si detrás suyo tuviera a un oficial de la policía federal. En la mano traía una botella de ginebra.
—¿Le sirvo?
—Un dedito, como siempre. ¿Quiere mate?
—Por mí, paso.
Se acomodaron en las sillas frente a frente como si estuvieran en un bar. Ese rostro grave, casi desconocido para Simone, lo alegraba. El día anterior había tenido miedo de ver cruzar la puerta a un Pajarito ganador, sonriente y jactancioso de sus —triunfos amorosos. En cambio, estaba ahí sentado como un hombre cavilante, ni siquiera había brindado al tomar el primer sorbo de ginebra.
—El sábado la llevé a Ana al Club Fulgor de Villa Crespo. ¿Lo ubica?
—La verdad que no.
—No importa. El sábado es el día de las parejas en el tango, ¿lo sabía?
Simone negó con la cabeza. Pajarito siguió con su explicación:
—Claro, los sábados van las parejas, y los jueves o viernes uno va solo. Le digo algo, hay dos situaciones terribles: ir solo a la milonga un sábado o estar acompañado el viernes. Yo por eso ando más por la milonga los días de semana que el sábado aunque he tenido mis parejas tangueras, milongueras de ley. A usted le debe gustar más el folklore, ¿no?
—Me gustan las dos cosas.
—Me gustan las dos cosas... De eso quería hablarle, sobre gustos dobles.
—No entiendo.
—Ya va a entender. Le sirvo otro dedito. Escuche: el sábado fuimos al Club Fulgor y la llevé a la pista varias pasadas. Que la mujer no sepa bailar nunca es un problema porque uno la lleva. Lo importante es eso: que se deje llevar por su compañero y que no sea dura y fría como una heladera. Bueno, Ana se dejaba llevar como la mejor. Tiene el tango en la sangre, yo me doy cuenta de eso con los primeros pasos. Bueno, después de varios tangos, nos sentamos. Yo pedí un vino y le dije si quería una gaseosa o algo así pero no, me dijo que iba a tomar vino. No tomamos mucho, apenas una botella y yo fui el que más tomó así que descartemos que estaba borracha. Volvimos a bailar y la verdad es que sentirla tan cerca me emocionaba, qué quiere que le diga. Tenía un perfume especial. No esas fragancias fuertes que se huelen en los colectivos los sábados a la noche. No, era un aroma sutil que para olerlo había que estar cerca como estaba yo. Por un momento pensé que ese perfume se lo había puesto especialmente para mí. Y quién sabe, por ahí fue así. Bueno, a la madrugada salimos del club y me animé, la atraje hacia mí y la besé. Ella cerró los ojos. Besaba como bailaba el tango, se dejaba llevar. En fin, no le voy a contar los detalles pero nos volvimos en un taxi y ella en vez de ir a su pieza vino a la mía.
—Lo felicito.
—No se apure que esto no terminó ahí. Después de pasar lo que tiene que pasar, me quedé dormido. Cuando me desperté, pensé que todo había sido un sueño, pero no, ella seguía ahí, fiel como un perro. Estaba despierta, al lado mío. Le tomé la mano y le pregunté si se sentía bien. Me respondió que no con la cabeza. Le pregunté si se arrepentía de lo que habíamos hecho. Y volvió a negar. «No es eso, usted es un hombre atractivo», eso lo dijo ella, lo de «atractivo» fue cosa de ella. Y entonces por qué se sentía mal. «Porque a usted lo quiero pero creo que estoy enamorada de otro hombre». «¿Y él no te da bolilla?», le pregunté. «Él no lo sabe.» «Seguro que es algún señorito de las casas donde trabajas», le reproché, bastante herido en mi orgullo. «Para nada», me contestó mirando al techo. «Creo que estoy enamorada de don Jorge», me dijo y fin de la conversación. ¿Qué me cuenta? Estoy seguro de que usted ni se lo imaginaba.
III
Simone había comenzado tomando un dedito de ginebra y a esa altura ya se había bebido toda una mano. Estaba mareado pero no borracho. Podía distinguir perfectamente cada cosa a su alrededor y se sentía con una lucidez única. Sólo tenía que ir hasta el baño, hacer pis y lavarse la cara. La habitación se movió un poco cuando se puso de pie. Pajarito se había ido una hora antes con la misma seriedad que traía al llegar.
El agua en la cara lo despejó. Por suerte todavía faltaban seis horas para volver a su casa más los cincuenta minutos de viaje. Volvió a la habitación y pensó en almorzar para quitarse el gusto de la ginebra. Sacó la vianda y separó la ensalada de remolacha y papa del cuarto de pollo. Le dieron náuseas. Dejó la comida en la mesa y se recostó. Se quedó dormido. Cuando se despertó todavía sentía náuseas. Tardó unos segundos en darse cuenta de que en una silla estaba sentada Ana.
—Llamé varias veces y no se despertó. Como no estaba cerrado con llave entré porque siempre se va a las cinco y diez y no quería que usted se fuera sin hablar conmigo.
—¿Qué hora es? — preguntó a la vez que se levantaba y mil agujas se le clavaban en la nuca.
—Las cuatro —dijo Ana sin mirar ningún reloj—. No tocó la comida.
Simone fue nuevamente al baño y volvió a lavarse la cara con agua fría. Se miró en el espejo y vio su mirada de miedo. ¿Estaba asustado de la chica que lo esperaba en la pieza? ¿Cómo podía ser tan idiota?
Ella seguía sentada como la vez anterior, cuando le pidió que le contara una historia. Él se sentó del otro lado de la mesa y esperó a que ella hablara.
—Usted no se imagina lo difícil que es mi vida. A veces pienso que mi vida va a ser siempre gris, lavando la ropa y los baños de los demás. Míreme las manos, tóquelas, están ásperas y arrugadas. Uso guantes pero igual se me arruinan. Cuando tenga treinta años voy a parecer de cuarenta y cuando tenga cuarenta voy a parecer una abuela.
—Yo estoy seguro de que no vas a trabajar siempre en esto.
—Cuando conocí a Pajarito hace como ocho meses me di cuenta que era una persona distinta. Me miraba con respeto, me escuchaba, se preocupaba por mí. Usted no sabe lo importante que es para una persona como yo que alguien se interese por cómo se encuentra una. En estos meses se convirtió en la persona más cercana. Conocí algún muchacho, salimos, no funcionó. Bah, me dejó al mes. Y me pasé un mes llorando y fue Pajarito el que estaba ahí para cuidarme, para consolarme. Creo que si seguí llorando por el chico que me dejó fue para que Pajarito siguiera atento a mí. Necesitaba más eso que un novio. Estuve a punto de decirle lo que me pasaba con él pero no me animé, pensé que me iba a tomar por una tonta o por una cualquiera, no sé. Y después apareció usted, tan parecido y tan diferente a Pajarito. Usted también era atento a su manera. Y el día que me habló, que me contó sus historias de escritor, sentí algo acá, algo que me apretaba el corazón. ¿Me entiende?
—Mira, hija, yo creo que estás mezclando dos afectos distintos. Vos te sentís agradecida por cómo Pajarito o yo te tratamos pero eso no es el cariño que se deben un hombre y una mujer. En todo caso se parece al cariño entre padres e hijos. Y además está la cuestión de la edad. Pajarito y yo tenemos casi la misma edad aunque reconozco que por la vida que llevó cada uno, él es mucho más juvenil. Igualmente cualquiera de los dos podemos ser tu padre.
—En eso no tiene razón. Pero no importa.
—Además tenés que saber que yo no soy escritor. Es una historia larga, no soy escritor.
—A mí me gustó la historia que me contó.
—Sí, pero un escritor no cuenta historias, escribe y escribe y publica libros. Yo no sé nada de eso. La que sabe de eso es mi hija que estudia literatura y cosas así.
—¿Le puedo pedir algo? ¿Me va a seguir contando historias aunque no sea escritor?
IV
Si Simone hubiera tenido que dividir en distintas etapas su vida en el Hotel Plaza C, hubiera podido decir tiempo después que con aquella charla había comenzado la segunda y penúltima parte. Era el final de la primavera y un verano pegajoso ya se dejaba sentir en todas partes. La habitación de Simone era fresca aunque igualmente el aire cálido y denso se colaba por la ventana y el ventilador no siempre traía algo de frescor.
Por suerte para él, Pajarito no se había aparecido con ningún trabajo nuevo. La plata que habían sacado de la casa de Vicente López les daba un buen margen de tranquilidad. Igualmente, Pajarito solía salir a la mañana y a veces no se lo veía por períodos bastante largos. Cuando esto ocurría, Simone temía que hubiera caído preso o que se hubiera metido en problemas. Si era verdad que se había pasado la mitad de su vida en la cárcel, no sería raro que lo volvieran a atrapar.
Pero siempre volvía a aparecer. Tampoco le había vuelto a hablar de Ana. No le había vuelto a hablar detenidamente, como al pasar le decía que tal sábado había ido con ella a la milonga. Nada más, un hecho objetivo, tal vez la intención de jugar limpio, de ser sincero.
La llegada del verano traía para Simone un problema: las vacaciones. En su antiguo trabajo le correspondían treinta y cinco días de descanso. Pensaba «tomarse» el mes de enero así que a mediados de diciembre le avisó a doña Paquita que iba a suspender el alquiler de la habitación por un mes. A nadie le pareció raro que se tomara vacaciones, incluso había otros que iban a hacer lo mismo aunque ninguno por tanto tiempo.
Los últimos días de diciembre estuvieron cargados de ese nerviosismo y esa tristeza que invaden siempre a las fiestas. Simone iba a pasar el 24 y el 31 con su mujer, sus hijos y sus yernos. El 30 de diciembre era sábado así que la despedida de Simone fue el viernes 29. Doña Paquita había preparado patitas de cerdo al escabeche y pollo rotisado con ensalada rusa. En la comida se habló sobre todo del festejo que preparaban para el 31. Pajarito había encargado en una panadería que le hicieran media res de cordero y doña Paquita insistía en lo sabrosas que iban a estar las ensaladas sorpresa que iba a preparar Ana. Simone escuchaba todo con el secreto deseo de estar ahí con ellos.
Simone tenía pocas cosas en su habitación y las dejó en el cuarto de Pajarito. Ana observaba todo más molesta que triste. Desde aquel día que ella le contó lo que sentía se había establecido una intimidad placentera y limitada a conversaciones en su pieza, en el living o durante algún almuerzo. Ella le contaba de sus proyectos, de que el año siguiente pensaba ponerse a estudiar algo, de los trabajos que iba a buscar y que no le daban. Algunas veces, en la habitación de él, sólo ahí, ella le pedía que le contara una historia y él repetía su rutina, iba al baño, volvía, se acomodaba y trataba de recordar algún episodio vivido o escuchado en Gálvez. Una vez se había animado a más y había empezado a contarle la historia de un hombre que se había quedado sin trabajo y que le tenía miedo a la humillación pero que en la plaza de un banco había aprendido a descubrir el sentido de una vida sin sentido. Esa vez, y sólo esa vez, ella no le hizo ningún comentario de su historia, se retiró seria de la habitación. Al día siguiente le acercó un chocolate envuelto en un papel que decía «gracias». Nada más.
El último día de Simone en la pensión antes de sus vacaciones Ana se mostraba casi enojada. Lo miraba desafiante, como buscando que él dijera algo que a ella le molestara para poder estallar.
Ella le preguntó si se iba de vacaciones y él respondió afirmativamente. Si con su esposa, y él dijo sí. Nunca habían hablado de su mujer ni de su otra vida. Ella le contó que iría a visitar a sus padres a Formosa. También le dijo que había comenzado a tomar clases de tango y que estaba yendo a bailar también los jueves y viernes. Simone se acordó de la teoría de Pajarito sobre los días para ir a la milonga acompañado o solo y le preguntó:
—¿Vas sola?
—Claro —le dijo y poco faltaba para que agregara «¿y qué, cuál es el problema?».
Pero cuando se despidieron Ana le dio un abrazo largo y cálido. Él le acarició la cara. Después Pajarito también lo despidió con un abrazo. Un abrazo distinto al de Ana, aunque no carente de emoción.
V
Simone y su esposa fueron a pasar quince días a la costa. Él llevó su caña de pescar y ella varios libros que le pasó su hija. Desde las vacaciones del año anterior que no estaban tanto tiempo juntos, aunque para Simone había pasado mucho más de un año en su vida. O mejor dicho: había pasado una vida y estaba en otra. Por momentos, tenía que hacer un esfuerzo para entender qué hacía en ese lugar con esa mujer. No era que no la hubiera amado. De hecho, todo lo que había realizado en su vida había sido por amor aunque todos pensaran que se dejaba manejar por ella. No señor. Él la había querido y siempre había luchado duro por conseguir todo lo que ella deseaba. Y además estaban sus hijos. Pero en ese caso habían sido ellos los que se habían bajado de su vida, que habían hecho su propia historia independiente de los padres. A Simone y a su esposa ahora sólo les quedaba observarse y quererse, cada uno desde su propio mundo. Él, es cierto, nunca había querido contarle que lo habían despedido y ahora, a la distancia, ese detalle le parecía trivial, intrascendente, como si lo importante estuviera en otra parte, en aquel banco de la plaza o en la cama de su habitación en el Hotel Plaza C.
No pensaba en Pajarito o en Ana. O tal vez sí aunque no era una cuestión de desear estar con ellos sino la frustración de no poder ser lo que realmente era. ¿Pero qué era él? ¿Un ladrón, un simple ladrón escruchante? No, no pasaba por ahí la respuesta. Era algo mucho menos evidente y circunstancial y que le costaba definir. Robar no lo hacía feliz, pero gracias a los trabajos con Pajarito había sentido algo muy parecido a la felicidad. Tal vez todo se redujera simplemente a eso, a perseguir la felicidad, aunque sea robando, aunque sea mintiendo a su esposa que cada vez pertenecía menos a su vida.
Los últimos días de vacaciones fueron más amenos porque aparecieron su hija y su yerno que estaban recorriendo la costa con el auto. Una tarde, Marcela y él fueron a caminar por la playa cuando caía el sol. ¿Por qué se sentía emocionado? ¿Por qué tenía ganas de ser sincero con ella? Todavía no era tiempo, aunque en ese momento tuvo la certeza de que si alguien iba a conocer su otra vida, esa persona iba a ser su hija. Le preguntó por sus estudios de literatura y ella lo miró sorprendida.
—Yo me acuerdo que cuando fuiste a tu primera clase de la facultad me dijiste que era el día más feliz de tu vida ¿Ya no te interesa más la literatura?
Claro que le interesaba pero su vida había cambiado. Desde que se había casado con Raúl había tenido que adaptarse a una nueva forma de entender muchas cosas. Él movió la cabeza negativamente.
—Haces mal.
Ella se quedó callada. Después de un par de minutos le dijo que deseaba ser madre. Que por un hijo tal vez sí tenía sentido dejar todo.
—Me parece que son dos cosas distintas. Podés tener un hijo y estudiar lo que te gusta.
Ella le dio la razón y dijo que pensaría bien lo que iba a hacer ese año que apenas había comenzado.
VI
Su regreso al Hotel Plaza C fue con toda la gloria. Había una alegría genuina en los viejos residentes de la pensión. Él también estaba feliz y hasta había llevado dos cajas de alfajores para repartir entre los comensales del mediodía. Para Pajarito tenía un regalo especial: dos botellas de caña de facturación casera. Abrieron una botella y llenaron dos copas. Degustaron esa caña como si fuera un cognac francés y llegaron a la misma conclusión: «está buena».
Ana no estaba. Había salido temprano a trabajar así que no la vería hasta la hora de irse. Simone pensó que no tenía sentido hacerse el distraído y entonces le preguntó a Pajarito por ella.
—Está bien. Le entró el bichito del tango. Ahora me la cruzo los jueves y viernes en La Viruta o en el Club Almagro. Me saluda con una sonrisa. Yo no la saco a bailar y ella tampoco espera que la saque. Y no sabe lo bien que está bailando. Los muchachos la buscan para bailar más de una vuelta. Los sábados los guarda para mí. Vamos juntos al Estrella o al Fulgor y nos bailamos todo.
Se sirvieron otra copa de caña. Volvieron a degustar en silencio. Después Pajarito agregó.
—Pasó por una mala experiencia. Fue a buscar trabajo por un aviso clasificado y era para chica de departamento privado. ¿Entiende? Para prostituta. Parece que el tipo la maltrató de palabra, no le hizo nada, eso fue lo que me juró ella, porque si le hacía algo ese tipo, le aseguro, no cuenta el cuento. Estuvo mal varios días pero la milonga tiene eso, le hace olvidar los males de este mundo. Usted tendría que venir a milonguear un día.
Unos minutos antes de que Simone se volviera a su casa, apareció ella. Como si descubriera una nueva traición de él, le dijo:
—Está bronceado.
—Tomé un poco de sol.
Ella hizo un gesto incomprensible que podía ser de fastidio o de amonestación y él se sintió culpable. Le dijo que había traído alfajores y que doña Paquita le había guardado algunos.
—Gracias, pero engordan.
—No seas tonta, a tu edad no se engorda por comer un alfajor.
—A tu edad, a tu edad, usted está obsesionado con la edad. Se fue a su pieza sin siquiera saludarlo. Si lo que quería era enojarlo, lo había conseguido.
VII
El verano iba llegando a su fin. De a poco, Ana había vuelto a ser la que era aunque no exactamente igual: se la veía más suelta, más segura de sí. Como si Pajarito o el tango le estuvieran dando una personalidad más fuerte. Eso no lo terminaba de convencer y él mismo había ido cambiando con respecto a ella. La buscaba más y hasta se permitía hacer algunos chistes sobre su gusto por el tango. A veces la llamaba Malena, o Milonguita, o Mamboretá, o Negracha y una vez, cuando le dijo «ya no sos mi Margarita, ahora te llaman Margot», ella lo miró bien a los ojos y le dijo:
—Yo no fui su Margarita, nunca fui suya —y se fue con su ya habitual desplante.
Con el fin del verano también comenzaba a terminar la segunda etapa de Simone en el Hotel Plaza C. Había signos confusos aunque muy fuertes que indicaban que algo estaba cambiando. El día del cumpleaños de su hija se había animado a decirle que lo habían echado del trabajo. No había avanzado más, ni siquiera le había dado a entender lo de los robos, ni tampoco le había dado el libro que guardaba para ella. Además, ese día también se enteró que iba a ser abuelo. Su hijo le daría un nieto y eso, necesariamente, volvía a cambiar su horizonte.
Ese tarde también había vuelto a cabalgar. Una cabalgata breve y sin problemas sobre un caballo apenas chucaro y había vuelto a sentir en su cuerpo unas vibraciones que tenía olvidadas.
Después de la charla con su hija, del anuncio del nacimiento de su primer nieto, Simone caminaba a otro paso, cabalgaba en un caballo imaginario que lo iba a llevar irremediablemente a un destino buscado.
Cada uno de los episodios importantes de la nueva vida de Simone ocurría los días viernes. Ese viernes de mediados de abril llegó a la hora de siempre a la pensión. Pasó parte de la mañana mirando por la ventana a las prostitutas, a las parejas que entraban y salían del albergue transitorio, a los simples transeúntes que aceleraban el paso como si estuvieran en una zona de peligro. Desayunó con Pajarito que se iba al hipódromo de Palermo. Ese día, por primera vez en muchos años, se había olvidado la vianda en su casa. Almorzó normalmente con doña Paquita, el vecino del kiosco y la mamá con el bebé. Se sorprendió cuando en medio de la sopa vio a entrar a Ana.
—Un trabajo menos —dijo solamente y se sentó en su lugar habitual. Comió con ellos mientras Simone la observaba porque estaba seguro de que si se había quedado sin trabajo se pondría mal en cualquier momento. Nadie preguntó nada. Muy rápido se aprendía en la pensión a no hacer preguntas que el otro no quería responder.
A medida que iban terminando de comer, los demás se iban yendo. Quedaron ellos dos solos y doña Paquita que arreglaba el comedor.
—¿Te echaron?
—Sí, pero no es tan grave. Ahí iba sólo los viernes. Ya voy a encontrar alguna otra casa.
—Y si no, hija —le dijo doña Paquita—, me ayudas a mí que necesito siempre una persona y te apañas hasta que encuentres otra cosa.
Se quedaron unos minutos más, acomodando miguitas sobre el mantel. Doña Paquita les trajo un té, algo que estaba fuera del menú habitual. Lo tomaron en silencio y al terminar el suyo, Ana se paró. Simone hizo lo mismo y le dijo si no quería acompañarlo a su pieza.
Se sentaron como siempre frente a frente. Él la observaba con compasión y ella evitaba mirarlo. Parecía estar por echarse a llorar. Daba golpecitos sobre la mesa y repitió que no era una casa importante, que era fácil reemplazarla.
No podía mantenerse sentada. Se puso de pie y como no sabía qué hacer, ahí parada frente a Simone sentado se dirigió a la ventana y se puso a observar la calle como lo hacía él siempre.
—Lo que más bronca me da es tener que preocuparme por pavadas. Me siento una estúpida —dijo mirando hacia fuera. Simone se acercó y vio sus ojos brillosos. Le acarició la cara como hubiera acariciado a su hija ante un problema similar.
Cuando se quiso dar cuenta ella lo estaba besando en la boca. Una boca blanda y húmeda que chocaba contra su boca de piedra. Unos brazos débiles y nerviosos que querían abrazar su cuerpo de hombre mayor, de alguien que alguna vez había sido un hombre de campo.
Ella lo fue empujando hasta la cama y le desprendió su camisa a cuadritos que fue a parar al piso. Ella se sacó su vestido, los zapatos y la ropa interior. Él cayó sobre la cama y ella se subió arriba de él mientras le desabrochaba el pantalón. Si Simone hubiera tenido que acordarse de una sola cosa de aquel día recordaría por siempre el contacto de sus manos con la piel desnuda de Ana, sus manos acariciando la piel de Ana.
9. La comedia humana
Mayo 1996
I
Se supone que vinimos a trabajar. Punto uno: respetemos el trabajo. Al entrar por primera vez a la Facultad de Filosofía y Letras escuché: «Vinimos aquí a enseñar cosas que, eventualmente, no sirven para nada». Esto lo oí hace muchos años. Nosotros vamos a intentar en nuestro proyecto de trabajo enseñar cosas que sirvan. No se trata de una formulación utilitaria, pero teniendo en cuenta el contexto en que estamos es notorio, obvio, que no nos podemos dar el lujo, en la Facultad de Filosofía y Letras de 1986, de enseñar cosas que no sirvan para nada. Sobre todo porque eso implica, por otra parte, entender a la literatura como decoración.
Lógicamente, previsiblemente, ese enunciado que me inquietó hace varios años, como decía, al ingresar a la Facultad de Filosofía y Letras, es todo lo contrario de lo que queremos hacer nosotros. Pero se conecta con una serie de elementos vinculados a esta Facultad, precisamente con su fundación. Ustedes sabrán que se fundó en 1896 y que uno de los fundadores fue Miguel Cañé a quien ustedes conocen a través de un texto más o menos aterciopelado que es Juvenilia. En 1896 la facultad estaba en la calle Viamonte y se fundó diciendo, entre otras cosas, que la enseñanza de las lenguas clásicas, fundamentalmente del griego y del latín, servirían para conjurar el virus lingüístico que portaban nuestros abuelos, es decir, el virus del impacto inmigratorio. Una actitud de tipo espiritualista en el '46 (cuando se enseñaban en la Facultad cosas que no servían para nada, ademán espiritualista). En 1896, la fundación se fundamentaba como un ademán de conjuro respecto de una inmigración que comenzaba a inquietar, desde ya en términos lingüísticos, pero en especial en términos políticos. Cañé, además de ser una persona vinculada al Consejo de la Facultad, en 1896 era senador nacional y es correlativa de la Facultad, de su creación, la Ley de Residencia de 1902, la 4144, que ya no se promulga ni se postula como conjuro de los ademanes lingüísticos de los inmigrantes, esto es, de los anarquistas, de los socialistas de entonces, sino que lisa y llanamente se postula la expulsión del país. Esa es la Ley de Residencia, en la cual tuvo especial participación Cañé. Desde ya que esto puede parecer alejado del tema que hemos elegido para el trabajo, que es Mansilla y Una excursión a los indios ranqueles. Pero en esos mismos años, en 1907, Mansilla escribe su último libro, Un país sin ciudadanos, cuyo eje fundamentalmente es la reiteración de esa inquietud frente a una clase peligrosa. Lógicamente que esa clase peligrosa estaba formada por los inmigrantes que habían sido convocados a partir de 1853 por la Constitución que dice «todos los hombres de buena voluntad», y esto es la buena voluntad liberal; cincuenta años después de Caseros, del 52/53, ésta había llegado a sus límites, esto es, que la fundación de la Facultad, la Ley de Residencia y el último libro de Mansilla están señalando los límites de tolerancia de la conciencia burguesa. Esa serie de medidas de tipo administrativo—literario, es decir, estos tres actos que señalamos eran hitos de sobreviviencia. Estaban inquietos por algo sobre lo que vamos a trabajar en Una excursión..., que son los otros, la otredad, la opacidad del otro. ¿Quién es ese otro que me inquieta? Hablo desde la transparencia del poder a la opacidad del otro. Eran tan opacos los indios de 1870 para Mansilla como los inmigrantes, socialistas, anarquistas en el 1900. La opacidad no entraba en el monopolio intelectual que decían poseer estos gentleman; correlativamente, todo lo que no entrase dentro de esa racionalidad, debía ser eliminado.
II
Por el rabillo del ojo vio que había subido una viejita, así que Santiago interrumpió la lectura de la clase teórica de Viñas y le cedió prestamente su asiento a la anciana. Lo bueno de viajar parado es que uno puede dedicarse sin problemas a pensar. Viajar parado puede ser más efectivo que pensar en el baño. Así le ocurría a Santiago a quien, de las dos o tres ideas que había tenido en la vida, dos se le habían ocurrido viajando parado en ese colectivo 103.
La lectura de Viñas le recordó a Lucrecia. Su gesto («su ademán», diría Viñas) escondía algo más que el reconocimiento por haberle salvado, de manera heroica, su clase de literatura latinoamericana.
¿Había cambiado Lucrecia en estos años? A primera vista, la respuesta era sí. No físicamente, en siete años no había cambiado nada. A él le parecía ver a la misma chica que había conocido diez años atrás en aquella clase de Viñas. Al menos de cara estaba igual y a Santiago no le costaba mucho imaginarse que debajo de la ropa de profesora aplicada o de secretaria ejecutiva se escondían las mismas virtudes anatómicas. No era lo físico, al menos en este momento de elucubración, lo que a él le importaba.
La teoría que tenía Santiago era más arriesgada: si bien la Lucrecia estudiante hacendosa del '86 estaba a años luz de esta profesora inquieta de los '90, en la realidad, no había cambiado nada. Simplemente había ido hacia donde quería. Tenía un camino que transitaba con la misma seguridad con la que el colectivero hacía su recorrido. Esa chica del '86 era ya la doctora en Letras queriendo ocupar la mayor cantidad de espacios dentro de la facultad, dentro de la Academia.
¿Y él? ¿Había cambiado? A primera vista, su respuesta hubiera sido no. Porque había seguido siendo el mismo. El mismo irresponsable, defendiendo las mismas ideas, repitiendo las mismas pavadas sobre la literatura argentina. Pero si lo pensaba bien, justamente por estar igual, al menos en el plano de la facultad, había cambiado. Donde en el '86 había un chico descontrolado ansioso de quemar etapas, leerse todo, absorber todo, impugnar todo, ahora había un tipo que había reemplazado la pasión por la ironía, el insulto anarquista por el juicio moralista, la mirada ansiosa por los ojos entornados de quien ya nada espera. Se había convertido en un crítico literario. C'est triste ça.
Llegó a su casa y dejó de lado las reflexiones autocríticas para acordarse de que tenía por delante más de un mes en compañía de su madre y su hermanito. Había hablado con Lucio, su hermano mayor, quien se lavó las manos con su habitual capacidad para borrarse en los momentos más críticos. También había hablado con Eva pero sólo había conseguido que su hermanita se condoliera de su situación y le prometiera sacar a pasear a la madre y al hermano una tarde de esas, como si esa fuera la solución del problema.
En la casa estaba sólo el hermano conectado a Internet. Pensó en la cuenta de teléfono y se dijo: «no me tengo que preocupar, debo disfrutar del momento, todo va a empeorar». Se sacó las zapatillas, prendió el televisor y se puso a ver lo primero que se cruzaba ante sus ojos. Le tiró una de las zapatillas por la cabeza a su hermano que le preguntó si se estaba volviendo loco o estaba menopáusico. Santiago le dijo que se dejara de joder con Internet, que el teléfono lo pagaba él. Julián le contó que estaba por conseguir un tablón de anuncios donde había números de tarjetas de crédito, que si quería las podía usar para comprarse lo que quisiera afuera del país y compensar los minutos que le gastaba de teléfono. Santiago no lo dijo pero pensó que su hermanito en cualquier momento iba a terminar preso en un instituto de menores. Al segundo de desconectarse de Internet, sonó el teléfono.
—¿Santiago?
—Sí, ¿Marcela?
—Yo sé que te sorprende que te llame. Te lo pregunto rápido: ¿nos podemos ver?
III
Las madres quieren a todos sus hijos por igual pero, aunque no lo reconozcan, siempre tienen sus hijos favoritos. Celia no podía evitar que eso le ocurriera con Santiago y con Julián. No es que no quisiera a Lucio y a Eva, los amaba más que su vida, pero los dos eran personas que podían sobrellevar su existencia sin mayores problemas. Tenían mucha personalidad, demasiada tal vez, se parecían a sus respectivos padres.
En cambio, Santiago se parecía a ella. Era tan maduro en su inmadurez. Toda la vida sería un chico peleador enamorado de la chica inconveniente. Igualito a ella que en treinta y cinco años de vida amorosa siempre se había cruzado con el hombre equivocado, algo sumamente encantador.
No veía la hora de volver al departamento de su hijo. Tenía sed, muchas ganas de tomar un trago. En otro momento hubiera entrado a un café y se hubiera pedido un buen whisky importado. Pero debía racionar cada peso que gastaba porque la plata se iba a acabar rápido. Aunque ésa tampoco era la razón para no ir a un bar. En realidad, se sentía deprimida. Había salido a buscar trabajo y la búsqueda había terminado en fracaso. Lo peor de todo era que no había concurrido a ofertas laborales aparecidas en los clasificados, sino que había recurrido a sus viejos amigos, la mayoría ex militantes, algunos reconvertidos en empresarios, otros fieles a sus principios de siempre. Ninguno le había podido conseguir nada.
Le quedaba el campito. En el peor de los casos podía vender la chacra de Córdoba. Tenía unas pocas hectáreas que arrendaba a sus primos para que sembraran maní. El arrendamiento no le daba mucha plata, sin embargo, le permitía vivir parte del año cuando compartía gastos con su último ex. Durante un tiempo el papá de Julián le había pasado dinero, pero desde que ella se había puesto nuevamente de novia se había dado por ofendido y no había aportado más. Sí, la solución era vender el campito.
Celia lo había comprado por una cuestión afectiva, casi como una forma de agradecimiento. En 1977 la vida de todos ellos corría serio peligro. La dictadura militar ya había hecho desaparecer a algunos compañeros de ella y de su pareja, y las noticias que le llegaban eran cada vez más atroces. Para colmo, la relación entre ella y su novio estaba agotada y ni siquiera la presencia de Eva que recién tenía un año había permitido salvar la pareja. Él le propuso irse los cinco al exilio. Tenía posibilidades de conseguir trabajo en España pero ella se negó por dos razones: no se quería ir y, además, le hubiera resultado casi imposible conseguir la autorización de los padres de Lucio y Santiago para sacar a los chicos del país.
Él decidió irse. Cuando un grupo de tareas fue a buscarlos a la casa en la que habían estado viviendo durante los últimos dos años y que habían dejado por seguridad seis meses atrás, los tiempos se aceleraron. Ella y los chicos vivieron un tiempo breve en el altillo de un edificio de oficinas en pleno microcentro. Vivían encerrados casi sin poder salir para no llamar la atención. Sólo podían hacerlo en los horarios habituales de oficina y nunca los fines de semana.
Ella sabía que tarde o temprano los podían encontrar. Tenía que buscar una solución y se acordó del primo que vivía en el campo, en Córdoba. Subió a toda su familia en un micro, incluso a su mamá, la abuela que había criado a Lucio y a Santiago, y se fue hacia Monte Maíz. El viaje en micro fue para ella un interminable momento de tensión nerviosa. Estaba aterrada ante la idea de que detuvieran el ómnibus y se los llevaran. Nada de eso pasó en la ruta, y llegaron sanos y salvos al campo del primo.
Celia recordaba haber llorado durante horas pero no por el sufrimiento pasado, ni por el temor, sino de emoción ante el afecto de esa gente. El primo, su esposa, sus hijos, incluso los jornaleros que concurrían a trabajar a ese campo, los trataban con una consideración apabullante. A ella, a su madre y a los chicos les ofrecieron una casita que quedaba a doscientos metros de la casa principal. Jamás les faltó la comida, la ropa y el abrigo. Y, lo que era más importante, le consiguieron diversas labores (administrar la compra de insumes, negociar el pago con los grandes silos), que ella hacía feliz de poder trabajar.
Pasaron allí los años más difíciles de la dictadura. A pesar de que en Córdoba la represión era tan dura como en Buenos Aires, ellos parecían encontrarse inmunes en el campo y en el pueblo cercano. Santiago y Lucio comenzaron a concurrir a la escuela del pueblo y durante cuatro años nadie los molestó. Celia, finalmente, terminó enamorándose de un pequeño empresario del pueblo, un fabricante de chacinados con negocios en la Capital. Un día él le propuso vivir juntos. Ella se llevó consigo a sus tres hijos. Su madre había muerto un año atrás y estaba sola con los chicos. El empresario decidió mudarse a Buenos Aires y, como la dictadura había comenzado su retirada, ella no dudó en volver. Al poco tiempo quedó embarazada y nació Julián, su último hijo.
Además de ser su pareja, Celia se había convertido en la mano derecha de su esposo así que su puesto privilegiado le permitió en algunos años ahorrar una buena suma de dinero y en vez de comprarse un departamento en la Capital, decidió invertir el dinero en unas hectáreas que vendían sus primos. En parte, las había comprado porque a sus primos en ese momento no les estaba yendo tan bien económicamente y ella vio la oportunidad de devolverles algo de tanto que le habían dado.
En los últimos diez años, sólo había ido tres o cuatro veces a ese campo que tenía una casa tipo colonial, un granero, galpones, gallinero, chiquero y muchos más espacios vacíos y abandonados.
Llegó al departamento y se encontró con sus dos hijos tirados en el sillón mirando la tele. Santiago abrazaba a su hermano y los dos comían del mismo paquete de papas fritas. Casi sin mirarla le dijeron que en un rato llegaba Eva para almorzar con ellos. Celia se olvidó de los problemas de esa mañana, trató de grabarse en la retina la imagen de sus dos hijos despatarrados en el sillón y se dirigió a la cocina para improvisar un menú digno de tamaña familia.
IV
Tenía una lapicera en la mano y el cuaderno sobre la cama. Ramiro estaba arrodillado en el piso e intentaba enhebrar dos versos seguidos sin demasiada suerte. Quería dedicarle un poema a Marcela y siempre le pasaba lo mismo. Cuando escribía pensando en alguien que le gustaba, los versos le salían horribles.
Sus primeros poemas los había escrito para su primera novia, una chica de segundo año cuando él estaba en tercero del Colegio. Hasta ese momento, la literatura no le interesaba mucho sino el fútbol y el tenis. Se la pasaba jugando con los amigos a la pelota o al tenis y además se compraba revistas deportivas y miraba todo el tiempo ESPN tratando de entender las reglas del béisbol y el fútbol americano. Su amor por el deporte era un gesto de rebeldía contra su padre que era traductor y contra su madre que era escritora de literatura infantil. Toda la vida le habían regalado libros, en la casa había libros en todos pero en todos los ambientes y podía faltar la gaseosa en la rnesa al mediodía pero jamás iba a faltar un nuevo libro.
Sin embargo, su primer amor le devolvió el amor genético por la literatura y no sólo se puso a escribir malos poemas de amor sino que volvió a leer con la misma pasión que lo había hecho a los nueve años. La chica pasó y el fervor por los libros quedó, al punto que decidió estudiar, como su madre, Letras. Sus padres estaban tan felices que le prometieron que no iba a necesitar trabajar mientras estudiara. Además, como premio extra, podía usar el auto siempre que quisiera. Sus padres no creían en el trabajo no intelectual y preferían que su hijo se dedicara a la literatura, a la investigación académica, incluso a la crítica literaria. Pero él no quería ser profesor de literatura, ni investigador ni crítico, sino simplemente poeta.
Insistió con los versos pero nada le salía lo suficientemente romántico, o voluptuoso, o apasionado como para conmover el corazón de una mujer (ya estaba hablando como Santiago, era una mala señal). Al final escribió:
Aún
no ha caído
el ángel
que pueda vencer
mi infierno.
Le gustó el poemita. Le puso de título «Teología I», cerró el cuaderno y feliz tomó su bolso y su raqueta para ir al club y ver si algún socio de Ferro quería jugar al tenis.
V
Mordía, mordía todo. Si alguna vez iba a llenar esos formularios en los que piden señas particulares ella iba a poner: «muerdo». Mordía los lápices, se mordía las uñas, mordía los huesos de pollo y no hubo hombre que no se quejara durante el sexo oral con ella. Intentaba evitarlo pero las ganas de morder eran más fuertes. Sobre todo a los hombres.
Había leído un artículo de Cosmopolitan, en el que decía que los travestís chupaban mejor que las mujeres. En realidad, decía «succionar» pero esa palabra siempre le había resultado desagradable. «Chupar» era más linda, aunque ella mordía. La nota de Cosmopolitan decía que las mujeres tienden a usar los músculos faciales de la masticación mientras que los travestís usan los músculos de la mímica. Era una cuestión de fuerza. Ese artículo la había dejado más tranquila aunque nada decía de su obsesión por morder todo lo que se le cruzara.
Ahora, por ejemplo, mordía la punta de una lapicera. Acababa de cortar la llamada telefónica y sólo atinó a morder la lapicera con la que segundos antes dibujaba en el anotador de la mesita del teléfono. Había juntado coraje, había dejado de lado los teóricos de Latinoamericana que estaba estudiando y lo había llamado a Santiago. Era una locura. Santiago iba a creer que ella quería acostarse con él y su intención no era ésa. Eso también lo había leído en otra nota de Cosmopolitan que se llamaba algo así como «Diez señales que los hombres toman por deseo de sexo». Llamar por teléfono porque sí y hacer, a continuación, una cita para encontrarse sin que hubiera argumentos laborales o estudiantiles estaba considerada como la señal número uno. Tenía que dejar de leer Cosmopolitan.
Entonces, ¿si no buscaba sexo qué era lo que estaba buscando al llamar y al citar a Santiago? ¿Charlar con un amigo? Tal vez sí, ¿por qué no? Lo que estaba necesitando sin duda era un cambio de aire, un poco de oxígeno que le permitiera aclarar las cosas.
Por un lado, estaba su relación con Raúl. Cualquiera pensaría que ella estaba harta de su matrimonio y no era cierto. Simplemente sucedía que se había hundido en esa relación, los dos se habían convertido en una sola persona, como había dicho el cura, y esa falta de perspectiva no le permitía observar cuánto lo quería y lo necesitaba. Tenía que poder desprenderse ya no de Raúl sino de esa relación homogeneizadora en la que su personalidad se había difumado.
Los únicos momentos en que se sentía ella misma era cuando se perdía entre las líneas de un libro. No importaba las circunstancias ni los lugares, ni si contaba con un lápiz para subrayarlos o si debía memorizar el número de página de algún párrafo memorable. Entre libros, volvía a ser la Marcela de siempre, la que no variaba por más que cambiasen sus tetas, sus reacciones, sus estados de ánimo. No podía dejar de sentirse un poco adolescente cuando lo ponía en palabras: con el único hombre que podía compartir esa sensación de dicha que le despertaban los libros era con Santiago. Estudiantes de Letras había muchos pero Santiago siempre encontraba las claves para acceder a los generadores de su felicidad: ese mundo privado donde sólo había libros, frases certeras, etimologías cuya revelación era tan sensual como descubrir un cuerpo hermoso.
Tal vez debía esperar o no, pero debía andar con cuidado. El retirar no es huir, ni el esperar es cordura cuando el peligro sobrepuja a la esperanza, y de sabios es guardarse boy para mañana, y no aventurarse todo en un día. Eso no lo había leído en la Cosmo sino en el «Capítulo XXIII» de la Primera Parte del Quijote.
VI
Empezó por Capricornio, al fin y al cabo era su signo. Escribió: «Tenes que ser más frontal, ya no sirve de nada andar a medias tintas. No trates de hacerte la amiga ni adoptes una actitud maternal. Que te vea como una mujer. Hacéselo notar. Sorpresa: un viejo amor vuelve a aparecer y te hará replantearte cosas». Bien, no estaba mal. Era legible. No era tan terrible como se imaginaba, incluso era divertido. Ella sabía que no podía ponerse a pedir de entrada un espacio mayor. Y hacer el horóscopo de Cosmopolitan no era el peor de los trabajos. Hasta la obligaba a ser ingeniosa. También le habían pedido que se buscara un buen seudónimo (ella tampoco, ni loca, quería figurar en ninguna parte con su filiación verdadera). A ella le gustaba su nombre de guerra: Señorita Lu. «El horóscopo de la mujer actual por la Señorita Lu». No estaba mal y encima la paga era buena.
A decir verdad, no lo hacía tanto por el dinero sino porque estaba convencida de que no debía descuidar su relación con los medios de comunicación. La visión académica, alejada de los medios masivos, era obsoleta. Las intelectuales norteamericanas y europeas hacía rato que tenían claro que podían convivir las dos cosas y que incluso esos dos mundos se ayudaban mutuamente. ¿O Camille Paglia o Susan Sontag conseguirían tanto espacio en las universidades si no fuera por su presencia en revistas y periódicos extra académicos? Pero igual tenía que andar con cuidado porque los profesores de la UBA seguían en sus frascos de formol. No se salvaban ni los más progres.
Ella quería hacer carrera académica en la Argentina pero, también quería ser conocida en Estados Unidos y en Europa. Ella sabía que era un camino lento y qué mejor que empezarlo en una revista subsidiaria de otra norteamericana. Empezaría escribiendo horóscopos bajo el nombre de Señorita Lu pero no iba a parar hasta ver su firma al lado de la de Camille Paglia en Cosmo, en Details o en Harper's Bazaar.
Releyó el horóscopo que había escrito y lo corrigió. Donde decía «Un viejo amor vuelve a aparecer y te hará replantearte cosas», puso «una pareja de otros tiempos reaparecerá donde menos la esperas e intentará complicarte la vida». Ahora sí, estaba mejor.
VII
Debes estar preparado para fracasar en muchísimos intentos pero valdrá la pena en el momento que logres hackear tu primer sistema. Debes tener en cuenta que estarás tratando de entrar a un sistema para únicamente conocerlo y dominarlo, mas no para dañarlo o modificarlo. Si alguna vez te dijeron que es mejor armonizar con la naturaleza que modificarla entonces aplica esto a tus experiencias como hacker. Ten cuidado, no seas flojo y limpia tus huellas antes de abandonar un sistema al que hayas entrado con la cuenta de otra persona. Estas son las recomendaciones más importantes:
I. No dañes intencionalmente «ningún» sistema.
II. No alteres ningún archivo excepto los necesarios para asegurar que nadie pueda detectarte y asegurar futuros accesos (Caballos de Troya, alterar Logs, y cosas así son necesarias para sobrevivir el mayor tiempo posible dentro de un sistema).
III. No dejes tu nombre (o el de otra persona), handle —nick— o número telefónico en ningún sistema.
IV. Ten cuidado con quien compartes información.
V. No des a conocer tu número telefónico a nadie sin importar qué tan k—rad parezcan ser. Esto incluye SYSOPs de BBS. Si necesitas algunos datos para ser validado consíguete una revista de moda donde gente busca correspondencia con otras personas y utiliza los nombres que ahí encuentres.
VI. No intentes hackear computadoras del gobierno o de la compañía telefónica si eres principiante.
VII. No uses C0D3Z (PBX's) más de lo necesario. Si los usas por mucho tiempo serás sorprendido. Punto.
VIII. No temas ser paranoico. Recuerda que «estás» haciendo daño a un administrador. No te lastimará tener tu disco encriptado o enterrar tus notas en el patio:—)
IX. Nunca pongas nada en BBS sobre algún sistema que estés hackeando, tampoco uses sus sistemas de correo electrónico sin encripción. Recuerda que el típico SYSOP lee todos los mensajes de su sistema en su afán de sentirse dios (es por eso que es el SYSOP de un BBS).
X. No tengas miedo de preguntar. Para eso están los hackers avanzados, no esperes que todo sea contestado pero vale la pena intentar.
XI. Finalmente tendrás que hackear, no importa lo que hagas ni cuánto tiempo te la pases en BBS de hackers o compartas información con otros, algún día tendrás que realmente empezar a hacerlo. Los mejores lugares para empezar a hackear son las universidades y colegios donde los admins son jóvenes y creen que sus sistemas son invulnerables lo que paradójicamente los hace vulnerables.
Julián leía los consejos de The Mentor como si estuviera frente a un texto divino. Se sentía como Moisés cuando Dios le entregó las tablas y le dictó algunos capítulos de la Biblia. Buscó por el departamento alguna revista femenina donde sacar algún nombre real. Por suerte, Santiago parecía coleccionar Cosmopolitan. Se fijó en el staff y le gustó como sonaba el nombre «Roxana Rosenthal», no sabía por qué pero le causaba gracia. Iba a usar ese nombre como nick cada vez que tuviera que validarse en un sistema. Ahora sólo tenía que buscar uno donde comenzar a practicar sus conocimientos. The Mentor aconsejaba comenzar con una universidad o un colegio. Tenía que ponerse en campaña para buscar un lugar para que RoxiRos comenzara su carrera de espía cibernético.
VIII
¿Había hecho mal en citar a Marcela en ese bar de Santa Fe y Pueyrredón? Estaba tan cerca de la vieja Facultad de Filosofía y Letras que cualquiera hubiera podido sospechar que lo suyo era un regreso al lugar del crimen con una nueva víctima. Si lo pensaba bien, y teniendo en cuenta lo ocurrido últimamente, no le extrañaría ver a Lucrecia entrar en el bar o que ella fuera una de las mozas.
Pero Santiago no había elegido ese bar por su cercanía a Marcelo T. de Alvear 2230, decrépito edificio que contuvo la sabiduría de Santiago entre 1986 y el primer cuatrimestre de 1988, sino por razones mucho más pedestres: ese bar estaba estratégicamente cerca de dos albergues transitorios. Uno que casi no parecía un telo, discreto, chiquito (acogedor sería la palabra si no se prestara a confusiones) que quedaba en Mansilla y Pueyrredón. Otro rnás típico aunque también más lujoso que quedaba en Charcas y Anchorena. Porque si ella lo había llamado sin motivo y le había propuesto encontrarse y no para hablar de la facu o por algún trabajo, entonces era porque quería coger y esta vez no iba a ser él quien retrasara el momento epifánico. Así que tenía dos telos a mano: uno por si pintaba la onda tímida, no me animo, cómo voy a ir a un hotel, y la otra por si venía onda llenar jacuzzi y carnaval carioca.
Marcela había comenzado a retrasarse. Santiago sacó el teórico que tenía en la mochila y retomó la lectura que había abandonado en el colectivo. Ni se acordó (pero debería haberlo hecho) de que ese teórico de Viñas se lo había regalado Lucrecia.
IX
En 1930 se funda la Academia Argentina de Letras. Se trata, igual que esta Facultad, como lo podemos verificar, de dos instituciones beneméritas a las que estamos intentando darles un giro en sus posibilidades expresivas. La Academia Argentina de Letras se funda también para detener esa corruptela de la lengua que se venía señalando por lo menos desde 1896. Uno de los fundamentos que pone el general Uriburu para formar la Academia Argentina de Letras son las novelas de Roberto Arlt, es decir, las novelas que se hacen cargo de toda una dimensión inquietante del lenguaje, es decir, lo popular, lo barrial, lo hospitalario.
Para quienes estamos enterados de la historia argentina durante el período del radicalismo clásico, del 1916—1919 al 30; si en 1927 se está realizando una reunión de la Liga Patriótica argentina en Santa Cruz, es porque allí se está realizando una denuncia de la sublevación de los obreros en los años 20—21. ¿Se va advirtiendo?: la fundación de la Facultad, 1896—1902, Ley de Residencia, Semana Trágica en el '19, represión de los obreros en la Patagonia, 1931, Uriburu, fundación de la Academia de Letras, Roberto Arlt. ¿Se entendió la secuencia?
10. Mi amigo Simone
Abril—mayo 1996
I
Simone soñó que se iba a morir. A medianoche iba a estar muerto. Él le decía a su mujer que al día siguiente no iría a trabajar aunque no le contaba por qué. Después se tiraba en su cama y aparecía Marcela que le preguntaba si se sentía mal. Él reconocía que sí, que le dolían las piernas. Su hija comenzaba a masajearle las pantorrillas, luego sus manos empezaban a deslizarse más arriba, pero ya no era Marcela sino Ana. Estaba cubierta con una mortaja. Sin embargo, él podía ver el cuerpo desnudo de Ana debajo de esa tela. Él miraba ese cuerpo y escuchaba que ella decía: «te queda sólo media hora». Era la voz de su hija.
Una vez despierto, el sueño siguió persiguiéndolo y no se pudo sacar la sensación de que se iba a morir a medianoche hasta que llegó a la pensión. En vez de ir para su habitación, se dirigió directamente al comedor. La asistenta de doña Paquita le sirvió el café con leche. A los diez minutos apareció Pajarito. Si se sorprendió de verlo tan temprano en el comedor no lo dijo. Fue y se sentó al lado de él. A Simone no le hubiera extrañado que Pajarito fuera a desayunar a esa hora para no cruzarlo. Últimamente lo evitaba sutilmente, no era que se escondiera o no hablara con él pero aprovechaba cualquier excusa para pasar el menor tiempo posible juntos.
—Anoche tuve un sueño que todavía que me sigue dando vueltas. Soñé que me iba a morir.
—No se preocupe, entonces va a vivir cien años.
—No soñé que me moría sino que me iba a morir, así que eso de los cien años por ahí no corre.
Desde el momento en que Ana se había vestido y se había ido de su pieza, Simone estuvo obsesionado por un pensamiento: si debía decírselo o no a Pajarito. Había una cuestión de honestidad que lo llevaba a pensar que debía contárselo pero también le parecía una actitud jactanciosa, como si estuviera relatando una conquista amorosa. Ese viernes no llegó a verlo y el fin de semana pensó más en él que en lo que había ocurrido con Ana. No se animaba a pensar en ella, ni siquiera se animaba a recordar el cuerpo de Ana.
El lunes fue directamente a la pieza de Pajarito. No quiso darle muchas vueltas. Le contó lo ocurrido el viernes entre Ana y él. Que él se veía en la obligación de ponerlo al tanto porque como amigos que eran no quería engañarlo.
—Además usted siempre fue sincero conmigo y no puedo menos que comportarme de la misma manera.
—Bueno, ¿qué quiere que le diga? Siempre me imaginé que sucedería. Ella siempre habla de usted. Mire, no espere que le diga que la noticia me hace feliz.
—No, por supuesto, no quiero mortificarlo.
—Quédese tranquilo, no me mortifica. Supongo que ella es la que tendrá la última palabra. A mi edad no me puedo dar ciertos lujos como querer ser el que decide.
A Ana la vio cuando ya estaba por retirarse de la pensión. Se cruzaron en la salita de la entrada. Ella lo saludó como siempre y le pidió si podía subir unos segundos a su pieza. Él pensó en negarse, sin embargo tampoco quería llamar la atención de doña Paquita que estaba en la recepción. Aceptó y subieron. El había estado ahí algunas veces, no muchas porque era más común que ella fuera a su cuarto. Sus habitaciones eran similares en cuanto a tamaño pero, mientras que la de Simone tenía una ventana desde la que se veía la calle, la de Ana daba al pulmón de manzana, un pulmón por el que llegaba poca luz y que dejaba ver edificios grises y sucios que merecían ser demolidos. Ella había decorado su pieza de manera muy femenina. Era evidente que ahí vivía una mujer: dos muñecos de peluche sobre la mesa, carpetitas sobre la cómoda, cuadros en la pared con dibujos y sentencias sobre la amistad, algunas revistas acomodadas en una pequeña biblioteca.
Simone creyó que era su obligación hablar primero, explicar lo ocurrido el viernes anterior, pero ella no lo dejó. Le preguntó si se sentía bien, como si lo hecho unos días atrás hubiera podido tener consecuencias físicas negativas. Como él negó sentirse mal ella continuó y le dijo que se sentía muy feliz. Que independientemente de lo que él decidiera hacer, ella era feliz porque había estado con la persona a la que quería y respetaba. Él trató de hacerle entender que era una locura, que en su otra vida —porque él tenía otra vida— tenía una esposa, una hija mayor que ella y esperaba su primer nieto. Ella insistió en que no le molestaba que tuviera otra vida si en ésta la tenía a ella. Y él no llegó a contestar porque el beso de ella llegó a su boca antes de que le salieran las palabras.
II
Hasta ese momento, Simone había aceptado cada cambio en su vida con tranquilidad. Ni el despido, ni los robos, ni las rutinas en la plaza y el hotel le habían despertado una inquietud profunda. Esto era diferente. No podía incorporarlo como algo más porque era algo único: una entrega milagrosa que él seguramente no merecía pero que se estaba llevando a cabo. Había conocido algo distinto y ni su mente ni su cuerpo podían asimilarlo con rapidez. Tardó varios días hasta permitirse pensar en Ana, en sus besos, en sus caricias. Y tardó todavía más en descubrir que había empezado a necesitar su compañía como no necesitaba nada más en la vida. Empezaba a sentir que por ella estaba dispuesto a todo. Salvo a traicionar su amistad con Pajarito.
Ninguno de los dos quería saber qué pasaba entre Ana y el otro. Simone estaba al tanto de que Pajarito y ella seguían yendo a bailar los sábados. Pajarito debía sospechar que los encuentros entre él y Ana se habían repetido (porque en caso contrario él se lo habría dicho, el silencio no hacía más que remarcar la continuidad de los hechos). Pero ni Simone ni Pajarito hicieron nada para interferir la relación del otro.
Simone comenzó a comportarse distinto, no sólo en la pensión (donde ya se comentaría a sus espaldas su relación con Ana) sino en la casa. Le costaba disimular su estado de felicidad y agitación. Incluso un día no se le ocurrió mejor excusa para justificar ese estado que decir que lo habían ascendido en el trabajo y que le aumentarían el sueldo. Lo del ascenso no le parecía tan inapropiado ya que él sentía que había sido ascendido en la categoría de ser humano: ahora era un hombre con deseos y miedos.
Lo del sueldo era una locura. Básicamente porque el dinero del asalto cometido en Vicente López se estaba acabando. De modo que esta vez fue él quien le planteó a Pajarito la necesidad de hacer un nuevo trabajo.
—Es cierto, tenemos que hacer algo.
Pajarito quedó en buscar algo aunque no creía que pudiera ser un caso similar a las veces anteriores. Él tenía los suficientes contactos como para atacar en otros frentes. Le pidió que lo esperara unos días y así elegir lo más conveniente para los dos.
III
La etapa final de Simone en el hotel Plaza C ya había comenzado. Desde el momento en que Ana lo besó se sucedieron los meses más placenteros y, a la vez, los más inquietos de toda su estadía en la pensión de doña Paquita. Fueron también los meses menos rutinarios. ¿Alguna vez había sentido por una mujer los mismos sentimientos que ahora le despertaba Ana? ¿Había amado de esa manera a su esposa y tal vez lo había olvidado?
No había rutina porque nunca se sabía bien cuándo aparecía Ana ni tampoco se sabía cuándo iba a cruzarse con Pajarito. Y además, por primera vez desde el despido en la fábrica, sentía temor de ser descubierto. Antes le daba igual quedar expuesto o, al menos, no le despertaba ningún temor, bastaba con seguir las reglas del horario y de la comida. Ahora sentía miedo de que algo o alguien rompiera el hechizo en el que estaba inmerso.
En esos meses había salido dos veces con Ana a caminar. Habían salido rápido de esas cuadras pobladas de prostitutas y parejas esquivas, habían tomado más lentamente por Plaza Constitución y habían cruzado la parte final de la avenida 9 de Julio. Tomaron por Brasil ya lejos de la pensión. Nadie, obviamente, se fijaba en ellos o, en todo caso, algún tipo se fijaría en ella, nada fuera de lo normal. Hablaban de nada y de todo. A Ana le gustaba plantearse grandes dudas sobre el sentido de la vida y Simone intentaba, con honestidad, incluso con humildad, contestar a sus dudas.
Por Brasil llegaron al Parque Lezama y él se acordó de esa calle que recorrió los dos primeros días en los que estuvo sin trabajo bajo una lluvia atroz. Se sentaron en un banco del interior del parque y él le contó lo del despido, de su decisión de no decir nada en su casa, de la lluvia, de su caminata sin sentido, del bar del mercado en el que había descansado, de las horas en estación Retiro. Le relató simplemente eso, ni siquiera llegó a decirle de la plaza, del banco, de cómo había conocido a Pajarito. Ella no preguntaba. Mejor dicho, no hacía preguntas que obligaran a Simone a avanzar en la historia, sí le pedía detalles, detalles en los que él ni siquiera había pensado en su momento: si le dolían las piernas de tanto caminar, cómo era el mercado, o si hacía frío en la estación de trenes. Ella también le pidió que la llevara a ese bar. Caminaron hasta el mercado. A pesar de que todo estaba exactamente igual, Simone tuvo la impresión de que habían pasado siglos desde la primera vez que estuvo en ese lugar. Sintió mucha pena por ese Simone que se había sentado ahí, sin siquiera saber bien cómo pedir un vaso de vino. Ana, a su vez, le contó de sus esfuerzos por conseguir trabajo. Que todas las mañanas libres acudía a algún aviso clasificado pero que nadie la tomaba. Debía resignarse a seguir limpiando casas.
La salida más rara de esas semanas ocurrió un jueves al mediodía. Extrañamente, Pajarito se había dejado ver desde la mañana. Habían ido juntos a la habitación y compartieron, como hacían siempre antes, la milanesa, el tomate y el huevo que Simone llevaba en la vianda. Cuando terminaron, Pajarito le propuso ir a comer a la fonda de Santiago del Estero y Garay. En la recepción, mientras Simone hablaba con doña Paquita y Pajarito miraba indiferente hacia la calle, entró Ana que venía de su trabajo matinal de los jueves. Entró y doña Paquita, como si imaginara el comienzo de una tragedia, hizo silencio. Simone se dio vuelta y la vio a Ana ahí parada a la vez que Pajarito ponía su mejor cara de nada. Ana se vio en la obligación de decir algo y preguntó:
—¿Se van a almorzar?
—Sí, estamos saliendo —le dijo Pajarito—. Venite con nosotros que vamos acá nomás.
Así fue cómo los tres salieron juntos del hotel Plaza C mientras doña Paquita los miraba con más temor que amonestación. Iban los tres silenciosos, tal vez avergonzados y tal vez con ganas de no estar ahí o de que uno de los otros dos no estuviera.
Era el primer día de frío de ese otoño y la fonda había aprovechado para poner buseca como plato del día. Pajarito le preguntó a Ana si le gustaba el mondongo y ella le dijo que sí. Pidieron tres platos de buseca y vino tinto de la casa, un pingüino de litro con vino La Quebrada.
Los platos humeantes de buseca llegaron rápido y comieron con voracidad. Tal vez era el efecto de comer algo sabroso, o tal vez eran los efectos del pingüino que se había vaciado, lo cierto es que de a poco comenzaron a aflojarse y charlaban sin tiempos muertos. Sobre todo Pajarito y Ana, Simone estaba más callado aunque eso era lo habitual. Eran tres amigos disfrutando de una buena comida.
IV
Para el cumpleaños de su hijo hicieron un asado en su casa. Simone ya lo había decidido. Ese día iba a darle a su hija el libro que tanto había guardado. Lo veía como una manera más de acercar a su hija a la vida que estaba llevando.
Después del asado, de la torta y el café, su hijo y su yerno se dispusieron a ver por la tele un partido de Los Pumas. Su yerno depositaba una pasión desmedida en los partidos de rugby y si no hubiera sido el cumpleaños de su cuñado seguramente hubiera ido a la cancha de Ferro a verlos jugar. De la misma manera seguía a su equipo, Pucará, sábado o domingo por medio, más el tiempo que se dedicaba a entrenar y a jugar rugby con los amigos.
Su esposa y su nuera, que ya comenzaba a tener panza de embarazada, lavaban los platos. Hablaban animadamente y Simone creyó notar que dejaban afuera de la charla a Marcela. Le fastidiaba que su mujer fuera tan poco comprensiva con su hija. Sabía que su esposa no sentía un cariño fervoroso por su nuera. Si se reía tanto con ella y se mostraba tan interesada en sus comentarios, era sobre todo para molestarla a Marcela. Ella siempre quiso controlar la vida de todos, pero su hija se le escapaba de las manos. La complicidad que exageraba con su nuera era el modo que utilizaba para reprender a Marcela, para hacerle notar cuál era el camino que ella también debía seguir.
Marcela estaba terminando de barrer. Cuando vio que se desocupaba, Simone la llamó y la llevó al galpón. Le dijo que tenía un regalo para ella, un libro. Sacó un sobre y se lo dio. La sonrisa que ella tenía al saber que le estaba por regalar algo se transformó en una expresión de enorme sorpresa cuando vio el libro.
—¿Cómo conseguiste este libro?
Simone temió que el libro «dijera» cosas que pusieran a Marcela en la pista de su actividad y que en su ignorancia no se hubiera dado cuenta.
—Me lo dio un compañero de mi nuevo trabajo.
—¿Un compañero? ¿Pero por qué te dio este libro?
—Le dije que tenía una hija que iba a ser escritora...
—Yo no voy a ser escritora, papá.
—...y entonces me lo trajo y me lo regaló. Yo sé que lo vas a disfrutar.
Ella levantó la vista de la tapa y con un tono en el que se notaba la preocupación, le preguntó:
—¿Y en qué estás trabajando, pa?
Le contó que un conocido le había conseguido un trabajo en una pequeña fábrica de puertas. Que él se dedicaba a las cerraduras. Marcela quiso saber por qué no le decía esto a su madre, si al fin y al cabo tenía trabajo y sería más cómodo para él mismo. Él le confesó que para ser sincero no sabía por qué lo hacía pero que era muy probable que pronto hablara con ella. Marcela le preguntó por qué había inventado también lo del ascenso. Él le explicó que le habían aumentado el sueldo en su nueva labor y que le pareció la mejor manera de justificar ese aumento. Que al fin y al cabo le estaba dando una alegría a su madre con esa noticia. Ella le dijo que lo que más le importaba en el mundo era que él fuera feliz.
—Yo lo soy, hija, lo soy.
Pajarito no había venido con ninguna propuesta nueva de trabajo y la situación económica de Simone comenzó a complicarse. Ya no le quedaba resto para completar lo que tenía que llevar a su casa y para pagar la pensión. Sin embargo, un día, Pajarito se apareció y le dio plata como para cubrir los gastos del mes.
—Tómelo como un préstamo a cuenta de nuestra próxima actividad.
Como Pajarito no conseguía nada, Simone pensó en salir él por su cuenta a buscar plazas, bancos y con paciencia iba a descubrir algún lugar para usar su llave mágica. No le importaba que ya estaban llegando los días fríos. Él estaba dispuesto a soportar el mal tiempo nuevamente.
Pero no fue necesario que hablaran seriamente del tema una vez más. Ni siquiera que Simone saliera a recorrer las plazas de Buenos Aires en busca de bancos estratégicos.
Era un viernes. Una vez más era viernes. Simone llegó como siempre. Se cruzó con Ana que ya estaba desayunando en el comedor a pesar de que los viernes desayunaba más tarde porque no trabajaba. Le preguntó que hacía tan temprano en el comedor. Ella le dijo que estaba nerviosa, que más tarde tenía una reunión de trabajo para atender un negocio de ropa interior femenina en una galería. Que tenía que encontrarse con la pareja dueña del negocio en el bar que estaba dentro del hall central de la estación Constitución.
Simone no desayunó con ella porque los viernes había vuelto a desayunar con Pajarito. Le deseó suerte y se fue para su pieza.
En su habitación se sacó la campera y se puso a observar por la ventana a la gente que andaba por ahí. Quince minutos más tarde vio salir a Ana, cruzar la calle y dirigirse a la estación de trenes. Diez minutos más tarde (diez irreversibles minutos más tarde), Pajarito golpeó la puerta.
—Entre, Pajarito —le indicó dejando de observar por la ventana sin saber que no iba a volver a mirar nunca más desde ese lugar.
Pajarito entró y lo saludó con su habitual gesto de afecto. Eran los últimos quince minutos de Pajarito y Simone en la pensión de doña Paquita.
11. Ya no hay tiempo que perder
Mayo 1996
I
Miró el techo y descubrió su cuerpo desnudo. El suyo y el de Marcela, más pequeño, levemente más blanco, un brazo de ella cruzando su pecho y tomándole un hombro, el cuerpo de ella pegado a su cuerpo, formando una figura que le gustaba: Marcela de costado remarcando su doble curvatura, la de las tetas y la del culo, un cuerpo hermoso para mirar. Ella se acurrucaba en él, no se daba cuenta de que él la miraba y que esa necesidad de recorrer su cuerpo en el espejo era para Santiago tan importante como las caricias o los besos. Los hombres seguimos haciendo el amor después de haberlo hecho, pensó Santiago, en cambio las mujeres se conforman con el coito, pensó o trató de pensar unos segundos antes de quedarse dormido.
Santiago nunca había podido comprobar la shakespeareana frase de que el momento más oscuro de la noche era el previo al amanecer. No porque le faltara noche sino porque siempre le pareció que de la noche al día se iba en degradé, de lo más oscuro hacia lo más claro. En cambio, sí había podido comprobarlo en el terreno amoroso: nunca había estado más lejos de tener sexo con Marcela que unos minutos antes de tener sexo con Marcela.
La cita en el bar podía definirse como un fracaso. Él había seguido leyendo el teórico de Viñas y cuando apareció Marcela estaba en plena lectura. Ella lo saludó sonriente y le preguntó qué leía. Sin medir consecuencias, él le respondió y ella inició un interrogatorio sobre Lucrecia. Él, idiotamente, se enganchó mal a contarle por enésima vez en la vida la historia con su ex, el noviazgo de casi tres años, la traumática pelea final, el descubrimiento atroz de que Lucrecia estaba de novia con Arturo Roversi (Marcela lo conocía a Roversi a pesar de no haber hecho clásicas y porque había salido hacía poco tiempo en las noticias policiales), el viaje de Lucrecia a Europa para estudiar, un par de cartas intercambiadas llenas de reproches, un viaje de él a Europa en que la buscó y todo terminó mal. La culpa también era de Marcela que preguntaba y preguntaba y él contestaba y contestaba. Habló del encuentro en la facultad y a punto estuvo de contarle del encuentro en la revista. Cuando terminó su confesión compulsiva, el resultado era: un Santiago agotado de hablar y una Marcela crispada, nerviosa, bebiendo de a sorbitos continuos su té. Él se dio cuenta de que algo no andaba y puso en marcha el plan B que siempre había que tener listo y que consistía en decirle que la veía muy linda. Pero ese plan era tan eficaz como poner un delantero cuando ya se va perdiendo cuatro a cero: como mucho se puede hacer el gol del honor pero ni siquiera se puede pensar en empatar. Para colmo, a él no se le ocurrió nada mejor que decirle que ahora estaba más linda que antes y agregó «estás como más...» y buscó la palabra: «más pulposa, más exuberante», dijo pensando en el culo de ella que había visto en la fila de los apuntes. Y ella, en vez de entenderlo como una baboseada de él —y por lo tanto digna de respeto— le contestó: «sí, estoy más gorda». Él quiso despejar la confusión y le dijo: «no digas pavadas, no estás más gorda, estás igual que siempre». «O sea», concluyó ella, «que estoy gorda como siempre.» Él intentó una teoría sobre las mujeres flacas que se creen gordas y dijo que formaban parte de una secta paranoica.
Para bien de los dos, en ese momento hubo un choque en el cruce de las dos avenidas entre un colectivo 152 y un taxi. Se armó tal escándalo y ruido de bocinas y de sirenas que estuvieron por unos minutos concentrados en el suceso. Cuando volvieron a la charla, él intentó encarrilarla por el terreno amoroso. Le preguntó por el marido con la esperanza de que se enganchara a hablar unos cuantos minutos y así compensar su monólogo sobre Lucrecia, pero no hubo caso. Ella respondió todo con monosílabos. Ante la derrota evidente, Santiago hizo lo que cualquier equipo de fútbol argentino hace cuando está por quedar eliminado en la Copa Libertadores: salió a bajar muñecos con la pierna bien alta. Marcela fue expulsando uno a uno a los jugadores y, cuando él finalmente tiró el golpe fatal, se suspendió el partido. La patada alevosa de Santiago fue preguntar: «¿Vos propusiste que nos encontráramos para maltratarme? ¿No te parece que estás exagerando con la histeria?».
En principio, la frase le valió dejar la propina más grande en muchos años. Porque ella se puso de pie, tomó sus cosas y comenzó su retirada mientras él le hacía gestos desesperados al mozo para que se cobrase. Como el mozo no se dignó a verlo, dejó simplemente el billete sobre la mesa sin esperar el vuelto. Alcanzó a Marcela en la puerta y le pidió perdón. Él creía que tenía razón, pero le pareció que pedir perdón podía facilitar la relación futura con Marcela. Además si no lo hacía entonces iba a tener que hacerlo al otro día, o a la otra semana: siempre iba a terminar de la misma manera.
Ella no dijo nada. Caminaron por Pueyrredón en silencio hacia Marcelo T. de Alvear y él comenzó una larga explicación de cómo en su vida siempre había hecho el gesto equivocado. Le recordó nuevamente aquel día en que se besaron. Le repitió que desde entonces él había pensado que ella era la mujer que le podía haber dado un sentido a su existencia y que ahora cuando la encontró casada se maldijo por su mala suerte. Le preguntó si ella, después de aquel beso, no había pensado alguna vez en él. Ella reconoció que sí. Santiago le preguntó si había pensado alguna vez en él como una persona con la que hubiera valido la pena haber vivido algo. Y ella le confesó que sí, que alguna vez ella también creyó que entre ellos dos había una comunicación especial, que se entendían distinto, que compartir libros y películas con él era maravilloso, que la conocía mejor que muchas otras personas. Ante la posibilidad de que la conversación derivara en el marido y el sentido de la fidelidad, Santiago decidió soltar las últimas amarras y volvió a besarla. La besó cinco años más tarde después de su primer y único beso.
Estaban en la calle, besándose, amparados por un cartel de propaganda apagado y por la mala iluminación de Avenida Pueyrredón. Fue un beso largo, con mucho trabajo maxilar, con los dos cuerpos tensos por la situación y el lugar. Cuando se separaron, él se apuró a decir:
—Te pido una cosa: no me digas que es tarde porque no lo podría soportar.
Y antes de que le contestara, la volvió a besar.
Terminaron en el hotel de Mansilla, besándose y tocándose en el ascensor, sin separarse ni medio centímetro mientras buscaban la habitación, abrían la puerta, tiraban sus pertenencias al piso y caían en la cama para seguir besándose y tocándose.
Hicieron el amor con un descontrol inconsciente, ese descontrol que obliga a perder varios minutos al intentar vestirse porque siempre la ropa queda en el lugar menos indicado. Él tenía preservativos en el bolsillo interior de la campera y los fue a buscar al lado de la puerta donde había caído la prenda. Apuró el paso por las ganas de besarla y porque siempre se sentía ridículo caminando desnudo con una erección.
Se besaban, se olían, se acariciaban con más torpeza que habilidad, él perdía su mano por la nuca de ella y enredaba sus dedos en el pelo y se lo tiraba, ella dejaba una estela de su saliva desde debajo de la oreja hasta la punta del hombro. Él bajó sus dos manos y le acarició largo rato el culo mientras ella le mordía el límite entre el hombro y el cuello.
Cuando volvieron en sí, la cama se había corrido casi un metro y en la radio, que hasta entonces no habían escuchado, sonaba una canción de Ricardo Arjona. Marcela se estiró para apagar la radio y recién ahí Santiago reparó en los espejos de la habitación que le permitían descubrir el cuerpo de Marcela desde todos los ángulos. Quería verla de todas las maneras posibles, mirarla hasta pulverizarse los ojos.
Cuando se volvieron a besar y a acariciar y a oler y a penetrar, él se dio cuenta de algo: estaba en una cama con una mujer casada. Esa mujer que lo acariciaba y lo besaba y lo mordía, era una mujer casada, una mujer que tenía otro tipo que no se enteraría de esa historia. Era una sensación rara. Lo calentaba. Le agregaba un componente erótico y trasgresor que las chicas solteras no tenían. Casi se podría decir que esa segunda vez la penetró con la alegría y la excitación que le despertaba el estado civil de ella.
II
Le gustaban los hombres inteligentes, sobre todo cuando eran altos y lindos. Hubo una época en que se conformaba con que fueran altos y lindos o de contextura fibrosa, pero ahora había vuelto a las exigencias de su primera juventud en la que sólo le interesaban los hombres inteligentes; los otros solamente la perturbaban.
Se estaba volviendo decididamente vieja. Se estaba ablandando, no físicamente todavía pero sí afectivamente. Unos años antes le hubiera jurado una guerra sin tregua a alguien que hubiera estado a punto de arruinarle la clase como había hecho su alumno Ramiro Meijón con su teórico de Latinoamericana. Pero ahora, mientras corregía su parcial, lo recordaba con simpatía y se conformaba con ponerle dos puntos menos de los que se merecía.
Otra señal de que estaba envejeciendo era que Ramiro le gustaba. Por Dios, era su alumno y era un niño, le llevaba como mínimo ocho años, ¿en qué estaba pensando? A ella siempre le gustaron los hombres más grandes que ella. Había andado con tipos que le llevaban casi veinte años, pero nunca con muchachitos que estaban saliendo tardíamente de su adolescencia.
Había algo particularmente atractivo en Ramiro: su cuerpo de jugador de fútbol americano no se condecía con su actitud intelectual. Por otra parte, tenía una contextura física de gimnasta y los tics de un poeta tuberculoso decimonónico. Una combinación imposible. Pero irresistible para ella. ¿Resistiría? Si estuviera en una universidad norteamericana y la descubrieran (o el alumno la denunciara) sería el final de su carrera académica y hasta podría ir presa. En la UBA si se enteraban sería mirada con desprecio por sus colegas, perdería su concurso para profesora adjunta y al año siguiente, nuevamente profesora de práctico, tendría a diez varones sentados en la primera fila de su clase. En cualquier lugar del mundo, un cerebro como el suyo diría «no». No, Lucrecia, ni lo pienses.
Sin embargo, no podía dejar de pensar. Quería avanzar en la corrección de parciales pero se había detenido morosamente en el trabajo de Ramiro. Eso le pasaba por llevarse los parciales para corregir en la cama. Siempre le pasaba lo mismo: o le daba sueño o se excitaba, cualquier excusa era buena para no corregir.
Dejó los parciales sobre la mesita de luz y se acostó boca abajo. Se imaginaba atada a esa cama, así como estaba, boca abajo y vestida con ese camisón celeste un poco ridículo y nada sexy que se le levantaba hasta el culo; estaba atada y apenas podía moverse, apenas podía levantar su cuerpo para que su mano derecha se ubicara bajo el vientre; su brazo izquierdo caía al costado de su pierna y ligeramente podía rozar su camisón para tratar de subirlo; su brazo derecho tampoco podía moverse demasiado y la única que tenía verdadera autonomía era la mano derecha que ya había pasado la línea del ombligo, no se había interesado en su vello púbico y bajaba sin prisa pero sin pausa hacia su clítoris; con un movimiento circular, sus dedos, salvo el pulgar, comenzaron a independizarse de ella, ya no formaban parte de su cuerpo sino de otro: las piernas levemente separadas, el cuerpo tenso, no sólo se sentía atada a esa cama sino que detrás suyo alguien, un hombre sin rostro, la miraba y se masturbaba como ella; las piernas se le juntaron, el pulgar junto con el índice tomaron posesión del clítoris mientras el dedo medio apenas la penetraba; su cuerpo se tensó aún más y sintió las contracciones de su vagina —podía sentirlas en sus dedos húmedos—, su cuerpo crispado se elevó de la cama rompiendo las ataduras al tiempo que desaparecían junto con el hombre sin rostro y ella abría los ojos: apenas a unos centímetros, descansaban los parciales que ya no corregiría esa tarde.
III
Muchas veces se había preguntado qué sentiría una mujer que le fuera infiel a su marido o qué sentiría ella, concretamente, si le fuera infiel a Raúl. Nunca imaginó que llegado el momento iba a estar así, como se encontraba al llegar a su casa.
Había llegado más tarde de lo debido pero no pensaba dar ninguna explicación. Raúl ya había llegado, había pedido una pizza que descansaba fría sobre la mesa. Ella se lamentó de la situación y fue a calentar la pizza en el horno. Él no parecía enojado, apenas sí molesto por la pizza fría. Cuando estuvo de nuevo caliente, la sirvió en los platos y tomaron una cerveza mientras miraban un programa de televisión.
Marcela fue al baño y se olió el cuerpo: a pesar de que se había bañado en el hotel todavía podía sentir el olor de Santiago. Se volvió a bañar, se lavó la cabeza pero no se cambió la ropa interior. Ese juego de bombacha y corpiño que le había regalado Raúl era el fiel testigo de lo que había ocurrido unas horas antes.
Cuando salió del baño, Raúl ya se había acostado y miraba una película. Ella no se puso su remera de dormir sino que se sentó a horcajadas de su marido y comenzó a besarlo. Le sacó el bóxer y ella misma, sin juegos previos ni muchas caricias, hizo que Raúl la penetrara. Apoyó sus manos en los hombros de él y lo cabalgó hasta que vio en su rostro las pruebas del orgasmo de Raúl. Entonces ella también acabó, una vez más en ese día. Le dio un largo beso en la boca. Había cogido con dos hombres distintos en un solo día y se sentía maravillosamente bien. Se acurrucó junto a Raúl y se quedó dormida mientras oía las voces que provenían de la televisión.
IV
Había alquilado una película pornográfica y la adelantaba en busca de alguna escena que le resultara más excitante. Tenía la puerta convenientemente cerrada y su habitación quedaba lo suficientemente lejos del resto de la casa como para saber que sus padres no lo molestarían. La película pornográfica se llamaba Chocolate bot y mostraba a negros con blancas y a blancos con negras pero nunca a negros con negras ni a blancos con blancas. Las situaciones eran todas similares: rápido desnudamiento, escena de sexo oral, penetración vaginal ella abajo y él arriba, penetración vaginal ella en cuatro patas y él por atrás, acabada de él sobre la espalda de la chica. Una de las pocas situaciones originales era una chica rubia más bien menudita con dos negros que la penetraban a la vez. Una escena lo suficientemente excitante para acabar, pero su mente se iba de la película y se calentaba más con el recuerdo de Marcela, incluso con el de su profesora Lucrecia —o creyendo descubrir en la actriz porno los rasgos de ellas dos— que con los gritos de la chica rubia. Cuando acabó, al mismo tiempo que el negro que lo hacía sobre la espalda de la rubia, se sintió bastante ridículo por haber pensado en Lucrecia o en Marcela cuando, sin duda, la rubia de la película estaba mucho más fuerte.
V
Se tomó el 68 en Pueyrredón. El traqueteo del colectivo acentuaba el dolor. Su cuerpo se movía con los baches de la ciudad y sentía que se le clavaban agujas desde la nuca hasta los dedos de los pies. Su encuentro con Marcela era uno de esos momentos que iba a recordar en la vejez, incluso después de ser víctima del Mal de Alzheimer. Pero más allá de lo vivido hacía un rato, el cuerpo le dolía sin atenuante. En un momento, Marcela lo había puesto boca abajo y comenzó a besarlo. Y esos besos comunes se convirtieron en mordidas, los dientes de ella clavándose en su piel. No dejó parte de su espalda, de su culo, de sus piernas y de su pie sin ser mordidos. Y esas mordidas habían sido dadas bajo los efectos anestésicos de la calentura. Ahora, en frío, comenzaban a doler en toda su dimensión. Y encima, el 68 y los baches de la ciudad no le tenían nada de piedad.
VI
Vio por el rabillo del ojo que alguien se le acercaba. Levantó la vista y ahí estaba Ramiro con su aspecto de chico perdido. Ella lo saludó sin invitarlo a sentarse. Dos mesas más allá había unos profesores de Literatura Argentina que la conocían y además estaba esperando a una compañera de cátedra. Ramiro llevaba una mochila sobre su hombro derecho y tenía un libro en la mano izquierda.
—Toma, es para vos —le dijo dándole el libro—. Son los ensayos de Balmaceda.
—Epa, el famoso Balmaceda, ¿me lo prestas?
—No, no. Te lo regalo. Son muy interesantes y no se consiguen fácilmente porque fueron editados en Perú y acá no llegaron. Yo lo tengo porque mi papá trabaja para algunas editoriales peruanas.
—¿Tu papá es escritor?
—Traductor.
Lucrecia se detuvo unos segundos a observar la tapa del libro pero siguió sin invitar a Ramiro a que se sentara. Él la saludó y se fue a sentar a otra mesa. A los diez minutos se paró y volvió a acercarse a Lucrecia que seguía leyendo unas fotocopias.
—Discúlpame que te joda.
—No, para nada, decime.
—¿Sabías que en Nicaragua se hizo un documental sobre la vida de Gómez Carrillo?
—Algo —dijo ella que no tenía idea y que prefería ser ambigua.
—Bueno, la revista Film organiza un ciclo de cine centroamericano y el jueves a las nueve de la noche pasan el documental de Gómez Carrillo en el cine Metro. Yo voy a ir a verlo. Pensé que tal vez te podía interesar ir.
—Ah, bárbaro, si me hago tiempo voy.
Él volvió a su asiento e intentó ponerse a estudiar. Como no se podía concentrar se puso a corregir un poema que había escrito el día anterior. Era un poema más bien flojito que lo había titulado «Oficio IV» (tenía otros tres con el nombre de «Oficio») pero tenía un versito final que le gustaba: «Voy de la nada hacia lo que no existe».
VII
Cuando Julián tenía cinco años, Santiago lo sorprendió con un truco de magia: le hacía elegir una carta y sin mirarla le decía, al segundo intento, qué carta era. Por más que Julián ponía todo su empeño no podía darse cuenta de cómo su hermano era capaz de adivinar la carta que él había elegido. Le llevó un año entender el burdo truco. Cuando descubrió la verdad, se prometió que algún día él iba a sorprender a su hermano mayor. Ahora estaba a punto de cumplir con su promesa.
Después de muchos intentos frustrantes, Julián había conseguido entrar en algunos sistemas. Como bien aconsejaba The Patrol, los más fáciles eran los universitarios. Había entrado en el sistema de la facultad de Ingeniería y después entró en Filosofía y Letras. Así pudo saber que su hermano tenía veintidós materias aprobadas y que ese cuatrimestre se había anotado en tres materias. Había tenido un parcial de Literatura Latinoamericana y se había sacado un ocho. La fecha de la nota era la de ese mismo día por lo que era muy probable que todavía su hermano no lo supiera. Le iba a dar una linda sorpresa.
VIII
Se encontraban en la facu o en bares cercanos a albergues transitorios. Así había continuado la relación entre Marcela y Santiago después del último encuentro. En la facu, charlaban; en los bares, se apuraban porque no tenían mucho tiempo que perder. No iban a otros lugares juntos aunque habían estado a punto de ir a ver una película.
Marcela le había comentado que la revista Film organizaba un ciclo de cine centroamericano y que daban un documental sobre Gómez Carrillo. A Santiago en principio le había parecido una buena idea hasta que se enteró de que la película se la había recomendado Ramiro a Marcela. Incluso le había tirado alguna onda de ir ellos dos solos, le había contado Marcela para que Santiago fuera enojándose en su interior como un volcán con lava. Ni loco iba a ir a ver ese documental de mierda. Fin de la conversación.
Lo más increíble era que él tenía un departamento y que no lo podía usar porque lo tenía repleto de parientes. Él le contó a Marcela su triste realidad pero ella lo tomó a broma. No le molestaba tener que ir a hoteles. No dejaba de resultarle un poco extraño que nunca hiciera algún comentario sobre la posibilidad de ser descubierta entrando a un telo. La podía ver algún familiar o algún amigo del marido; ella nunca parecía preocupada al respecto.
En la facultad, muchas veces no se aguantaban y se iban a las escaleras del fondo, en donde estaban los baños, para poder besarse. Mantenían en general un perfil bajo, pero no les importaba que algún estudiante los viera apretando en los rincones de la facultad.
Había noches que se volvía sola y otras en las que la iba a buscar el marido. Cuando esto ocurría, Santiago se quedaba dando vueltas dentro de la facultad porque no quería verla irse con él. No sentía celos sino una profunda angustia por tener que dejarla ir con otro, con un tipo que no la merecía porque seguramente no sabía valorarla con justicia. Le hubiera gustado llevarla a su departamento y leerle poemas de Vanasco o de José Emilio Pacheco, o ver juntos en video las películas de Betrand Blier.
Los días en que ella se iba en colectivo, él la acompañaba hasta Rivadavia. Iban sin tomarse de la mano pero caminaban tan pegados que cualquiera hubiera supuesto que eran hermanos siameses. En la parada, él la acariciaba disimuladamente y ella una vez se había acurrucado unos segundos en su pecho.
IX
El documental había sido un plomo pero la jornada muy provechosa. Se encontraron en el cine. Había apenas una veintena de personas, menos que las que iban a los teóricos y por suerte no había nadie de la facultad que ella conociera. Eso la distendió y le permitió disfrutar de la presencia de Ramiro. Cuando la película terminó, se imponía ir a un bar pero ella ya había decidido cruzar el Rubicón así que usó alguna excusa medio tonta para llevarlo a su departamento. Él aceptó y en su mirada o en sus palabras no había ninguna brizna de ironía ni ningún gesto que revelara que se hubiera dado cuenta de cómo venía la mano. «Lo estoy engatusando», pensó Lucrecia y la idea le pareció fascinante: abusar sexualmente de ese chico romántico y musculoso.
Una vez en su departamento le preguntó qué quería tomar. Él le dijo que cualquier cosa. Ella tenía una botella de cognac y él aceptó. Mientras ella sirvió las copas, Ramiro se dedicó a recorrer la biblioteca. Eso no fallaba nunca. Los muchachos como Ramiro podían mirarle las tetas o el culo, pero una vez que entraban a su departamento iban como atraídos por un imán hacia la biblioteca y ponían su mirada más apasionada en buscar un libro leído que les había cambiado la vida, o cruzarse con una edición rara, o encontrar un libro inhallable que a ellos les gustaría poseer, casi tanto, o tanto, o más, que el cuerpo de ella. Y a ella le gustaban esos hombres que introducían sus manos en los estantes de la biblioteca con la misma dedicación y ganas que lo hacían en los orificios de su cuerpo.
Se acercó a él con las copas servidas. Ramiro había sacado de la biblioteca la edición de Lumen de España de El uso de la palabra de Mario Trejo y le leyó: «La noche puede durar y durará todavía/ el alba es oficio de sobrevivientes». Sin abandonar el libro fue a sentarse al sillón individual que había en el living y que ella había heredado de sus padres. Le daba pequeños sorbitos a su copa de cognac y buscaba poemas de Trejo. Lucrecia, en cambio, tomaba tragos más largos y más espaciados en el tiempo. Lo miraba y pensaba qué iba a hacer con ese chico ahí. No había muchas posibilidades.
—Trejo es uno de mis poetas favoritos. Es el más rico en lenguaje de la generación del '50. Escucha esto. Se llama «Para partir, para llegar»:
También aquí se quiso huir
Dejarlo todo atrás
Reanudar el silencio
Desbaratar una copiosa primavera
Pasar por alto algo más todavía
Pero muchos años han pasado por este poema
Con muertes y orgasmos
Amores y guerras
Soledad y dictadores
El tiempo es una paciencia
Largamente presentida
Y elástica
Ya no hay tiempo que perder
En mitos y melancolías
Ya no es tiempo de perder.
Lucrecia había tomado una decisión. Había algo que quería hacerle a ese chico sentado en el sillón, un sillón que alguna vez había ocupado un lugar en el living mucho más grande de su casa paterna. Ya estaba vieja para jugar algunos juegos de seducción o para esperar que él se animara a besarla. Así que se acercó sigilosamente a él se arrodilló, le sacó el libro de su mano derecha y el cognac de su mano izquierda. Se acomodó entre sus piernas y muy suavemente, para que no se espantara, le desabrochó el cinturón, el botón del pantalón y le bajó el cierre. Buscó con su mano dentro de la ropa interior y encontró lo que estaba buscando en plena erección. La tomó con sus manos y se la llevó a la boca. Comenzó a chuparla con dedicación y ahínco y acompañaba sus lamidas con un movimiento masturbatorio de su mano derecha. Pensaba tomarse todo el tiempo del mundo, así que levantó la vista para mirarlo. Desde esa perspectiva parecía todavía más grandote y más joven. Su cara era una conjugación de sorpresa, placer y miedo, sobre todo miedo de que ella dejara de hacer lo que estaba haciendo. No lo iba a defraudar, volvió a chuparlo mientras sentía que crecía en ella una calentura que le duraría varios días por más sexo que tuviera esa noche.
Con su mano izquierda le acarició la espalda y él puso las manos en su cabeza. Se dio cuenta de que él estaba por acabar porque comenzó a emitir una especie de rugido y hacer un leve movimiento de cadera. Ella aceleró la boca y la mano, y él acabó en su boca, en su cara, en su pantalón y en el sillón que alguna vez su padre había usado para ver la tele.
X
Como militantes en la clandestinidad, fijaban la cita siguiente en cada encuentro. Él, obviamente, no la llamaba por teléfono. Marcela tampoco, por eso se sorprendió cuando esa tarde escuchó su voz del otro lado de la línea. Parecía nerviosa y él pensó que había pasado algo con el marido, pero enseguida ella le aclaró que no. Que quería hablarle de otra cosa. Quedaron en verse esa misma tarde en Sócrates.
En el bar ella le dijo que estaba preocupada por su padre. Más preocupada que nunca. Que el sábado había sido el cumpleaños de su hermano. Hicieron un asado en la casa y el padre la llevó un momento aparte. Le regaló un libro.
—Salvo que sea la última novela de Aira, no veo nada grave en que te regale un libro.
Marcela ni lo escuchó. Buscó en su bolso, sacó el libro en cuestión y se lo dio en la mano a Santiago, ni siquiera se animaba a apoyarlo en la mesa por temor a mancharlo.
—Ah mierda, no es cualquier cosa.
—La primera edición de Fervor de Buenos Aires. La auténtica. Pero eso no es nada. Fijate la dedicatoria.
Santiago abrió el libro y leyó con ojos incrédulos.
—Es el ejemplar que el Cieguito le dio a Lugones. Querida, vendámoslo y nos vamos a vivir con el dinero al Caribe.
—Entendé, Santiago, este ejemplar único me lo dio mi papá que todavía cree que estudio Letras porque quiero ser escritora, que no tiene ni idea de quién es Borges, ni quién es Lugones, ni la diferencia entre una primera edición y la edición del domingo.
—Pero yo escuché hace poco hablar de este libro. — Eso es lo que me preocupa. Salió en los diarios. Y fue por el otro ex novio de Lucrecia. Por Arturo Roversi. Le entraron a robar, se llevaron todo el dinero, joyas, amenazaron a la mucama y a los hijos y se robaron un solo libro. Fervor de Buenos Aires dedicado a Lugones. Mi viejo dice que se lo dio un compañero de trabajo. Pero no le creo. Me parece que está metido en problemas.
—Sí, parece grave. Pero peor hubiera sido que te hubiera regalado el último libro de Aira.
XI
Una vez había tenido la oportunidad de serle infiel a Marcela pero no lo había hecho, había dejado pasar la oportunidad porque no quería problemas. Había sido con una chica nueva del trabajo que se había convertido en su protegida y parecía que ella estaba dispuesta a pagar con su cuerpo tanta dedicación y protección de su parte. Él no quiso, se hizo el tonto. A los pocos meses se enteró de que la chica se había convertido en la amante del gerente regional y que a ella la trasladaban a otra sucursal como directora de cuentas especiales, un cargo mejor que el suyo.
Nunca le había gustado que Marcela estudiara Letras. Siempre le había parecido un ámbito donde no existían los códigos que regían para el resto de la humanidad o, al menos, de la gente civilizada. Cuando habían comenzado a salir ella todavía no estudiaba y se separaron a los pocos meses de que ella entrara a la facultad. Después, cuando volvieron a estar juntos y decidieron casarse, ella abandonó la carrera sin que él le dijera nada en especial. Siempre había tomado esa renuncia a Letras como un gesto de amor hacia él.
Cuando decidió volver a la carrera, él no tenía argumentos demasiado sólidos para oponerse. La dejó hacer a pesar de que en el fondo sospechaba que ocurriría algo que iría, necesariamente, en contra de la pareja.
Él era celoso, es cierto, pero nunca había llegado al punto de desconfianza en el que se encontraba ahora. Ella estaba rara, distraída y el hecho de que en las últimas semanas hicieran el amor mucho más seguido que tiempo atrás más que una prueba de su amor hacía él le parecía un motivo más de sospecha. Había algo raro y él lo iba a descubrir.
Esa noche habían quedado en que ella volvía sola a casa. Él estacionó el auto en la esquina de Puán y Hortiguera. Desde ahí podía observar la entrada de la facultad casi sin ser visto, amparado en la oscuridad. Finalmente, ella salió, iba en compañía de un muchacho, uno de esos compañeros que tenía y que vivían escribiendo poemas o haciendo cosas igual de absurdas. Puso el motor en marcha y esperó a que llegaran casi a Alberdi para ir despacio detrás de ellos.
Marcela y el compañero no se desprendían. Iban juntos a paso lento por Puán y así, pegados como hermanos siameses, llegaron a la parada de Rivadavia. Él detuvo el auto a cincuenta metros. Desde ahí podía verlos perfectamente. Ver la mirada divertida de ella, los ojos de baboso de él. Podía ver todo aunque nunca imaginó que iba a ver lo que vio. Marcela paró el colectivo y antes de que llegara a la parada, el compañero apoyó una mano en la cintura de ella y la besó en la boca. Ella se subió al colectivo y desde los escalones del vehículo le dedicó un último saludo.
Él podía hacer como que no había visto nada. También podía ir a su casa y hacerle una escena a Marcela. Optó por otra variante. Siguió al tipo que se tomó otro colectivo y luego caminó unos metros hasta llegar al edificio donde vivía en la calle Sánchez de Loria. Podía haber bajado del auto y golpearlo, pero quería algo más elaborado, más profesional, más cruel.
Ahora también sabía donde vivía. Iba a hablar con tres o cuatro compañeros de su equipo de rugby. Tres o cuatro amigos en los que se podía confiar plenamente y a los que podía contarles el infierno en el que estaba. Ellos lo entenderían. Aceptarían su propuesta y hasta la considerarían una decisión justa. Ese tipo se iba a arrepentir de andar con mujeres casadas. No le iba a alcanzar una vida para arrepentirse de haberse metido con su esposa.
12. La huida
Mayo 1996
I
No corrían para no llamar más la atención pero iban a paso vivo, casi sin tocar el suelo. Salieron del hotel sin saludar a nadie, cruzaron la calle, doblaron y se dirigieron hacia la plaza para atravesarla. «Apúrese», le decía Pajarito a pesar de que los dos iban al mismo ritmo.
Pensar que unos momentos antes, un par de minutos atrás, estaban tan tranquilos a punto de disfrutar del desayuno preparado por doña Paquita. Bajaban hacia el comedor cuando Pajarito, que generalmente evitaba hacer referencia a Ana, le preguntó por ella. Simone le contestó que había ido a ver un trabajo. Pajarito no sabía nada. Simone le contó que tenía que encontrarse con unas personas en el bar del hall central de la estación Constitución. Que las había conocido mientras hacía la cola para un trabajo, que le habían ofrecido un empleo mucho mejor y que por eso iban a encontrarse en el bar de la estación. Pajarito se detuvo en seco.
—¿En serio me lo dice?
Por supuesto que se lo decía en serio. Pajarito lo tomó del brazo y en vez de llevarlo hacia el comedor, lo empujó hacia la puerta a la vez que le preguntaba cuánto tiempo hacía que se había ido. Simone creía que diez o quince minutos, no mucho más. Pero por qué le preguntaba, qué estaba pasando.
—Ana está en peligro, don Jorge, tenemos que salvarla.
Con el aliento entrecortado por la casi corrida, Pajarito fue más explícito.
—Conozco muy bien a la policía de la zona, conozco a los pungas de acá y a cada oficial que pasa a buscar la recaudación diaria.
—¿Y cuál es el peligro, le van a robar la billetera?
—Ojalá. Mire, la policía de esta comisaría también tiene otros negocios con otras brigadas. Con Estupefacientes, ¿entiende? No, no entiende. ¿Sabe lo que es plantar droga? ¿Plantarle la droga a alguien?
La agitación apenas le permitía hablar pero igual se las ingenió para explicarle: elegían gente joven, desocupada, por lo general en las filas de gente que buscaba trabajo. Les decían que tenían algún laburito para ellos, absolutamente legal y que para arreglar los detalles tenían que ir a determinado lugar, por lo general un bar muy concurrido. Ahí el supuesto empleador, que era un policía de civil, en un momento dado le decía que iba hasta el baño. Al lado le dejaba un bolso. Cuando se iba, aparecía la policía de uniforme, oficiales de civil de Estupefacientes y hasta las cámaras de televisión. Abrían el bolso y adentro había droga, mucha droga. Detenían a la persona que ingenuamente estaba buscando un trabajo y el policía a cargo del operativo explicaba cómo habían desbaratado a una peligrosa banda.
—¿Me entiende?
—Ojalá se equivoque y sea un trabajo en serio. Ya habían llegado a la estación, se detuvieron en la entrada por Brasil para tomar aire y mirar dónde estaba el bar. Pero Pajarito no sólo buscaba el bar.
—No me equivoco, don Jorge, este lugar está lleno de ratis de civil. Venga por acá.
Recorrieron la estación hasta el hall central, a treinta metros de ellos estaba Ana sentada con un hombre que le hablaba. Estaba sentada derechita, atenta a lo que le decían. Tenía un café frente a ella. En ese momento, el hombre le dijo algo y se puso de pie. Seguramente le había dicho que iba al baño.
—Escúcheme, acá me conocen todos y no hay tiempo. Vaya a la mesa, sáquela a Ana y llévesela para... vaya para el lado del Borda, ¿lo ubica? Nos encontramos en la puerta del manicomio.
Simone le hizo caso sin preguntar nada. Como si su ojo comenzara a acostumbrarse a ver policías de civil o como si se hubiera vuelto paranoico, le pareció que por la entrada de General Hornos venían unos policías hacia la mesa. No había llegado ahí todavía cuando sintió a sus espaldas que Pajarito gritaba:
—Cuidado, un carterista, allá, cuidado, un carterista
—Pajarito no sólo había gritado sino que había empujado a un tipo que había salido corriendo. La gente que vio la escena se puso también a gritar y dos hombres grandes tiraron al piso al carterista que se escapaba. Un tipo se acercó a Pajarito.
—¿Te volviste loco, Pajarito?
—En serio, oficial, es un carterista y le había robado a esa viejita.
—Ya sé, pelotudo, ¿pero te volviste loco?
Se había armado un verdadero infierno, con gente que le pegaba al carterista, policías que iban hacia el lugar y hasta el policía de civil que hablaba con Pajarito debió acercarse porque ahora querían pegarle a los policías que intentaban salvar al carterista.
Ajeno a lo que ocurría a su espalda, Simone llegó a la mesa. Ana lo miró sorprendida.
—Vamonos de acá —la tomó del brazo y la hizo poner de pie. Ella no atinó a decir nada pero el rostro descompuesto de Simone sirvió para aterrarla y para que le hiciera caso. Él agarró la campera y el bolso que estaban sobre la otra silla. La llevó atropelladamente entre la multitud que salía de todas partes. Presentía que la policía venía detrás de ellos y la hizo correr algunos metros, dieron vuelta por detrás de las boleterías y vio una entrada de subte, bajaron por ahí y sin detenerse cruzaron por el corredor de negocios y llegaron al otro extremo de la estación. Simone dudó entre sacar dos pasajes o salir de ese lugar. Le pareció que si entraba en el subterráneo lo iban a encontrar en cualquier estación así que la empujó hacia otra escalera que llevaba a la superficie. Por suerte, esa salida estaba sobre la calle Lima. Tomaron hacia el sur y se alejaron paralelos a las vías del tren. Ella le preguntó qué pasaba pero él no podía hablar, no tenía aire. Si hablaba no caminaba. Le hizo una seña indicándole que tuviera paciencia.
Fueron por la calle Paracas hasta Olmos y ahí tomaron Carrillo. Llegaron al Borda y se detuvieron a descansar a la altura del paredón. Simone recuperó el aire y le explicó lo poco que sabía.
Pajarito tardó quince minutos en aparecer.
—Se complicó la salida. Había más policías que gente. ¿Vieron que estaban los de un noticiero? ¿No vieron nada? Pobre el punga, va a salir en todos los canales. Eso le pasa por laburar arreglado con la cana.
Pajarito los hizo caminar una cuadra y con su habitual método los hizo subir al primer colectivo que pasaba.
—Hasta Pompeya no paramos, amigos.
Contó de nuevo lo que le tenían preparado a Ana. No se había equivocado en lo más mínimo. El colectivo semivacío con su andar ronroneante les transmitía una rara calma, la seguridad de estar a salvo ahí arriba, sentados en el último asiento. Simone aprovechó el momento y le devolvió la campera y el bolso a Ana.
—Este bolso no es mío, lo tenía el tipo.
—A ver, déme —le dijo Pajarito. Abrió el bolso, miró su contenido, primero se quedó callado, buscó la frase correcta y dijo.
—Le voy a decir algo, don Jorge: usted acaba de dar el golpe del año. O si lo quiere, el golpe del siglo. Usted acaba de birlarle a la Policía Federal argentina, Brigada de Estupefacientes, un bolso lleno de cocaína. No sé si felicitarlo o darle mi pésame.
—¿Usted me habla en serio?
—Tan serio como le puedo asegurar que este bolso quema.
—Lo tenemos que devolver.
—Claro, y les explicamos que lo llevamos sin querer del circo que armó la cana. Hasta por ahí nos dan una medalla y todo.
—¿Y entonces, qué hacemos?
—¿Usted no quería hacer un trabajo nuevo? Bueno, ya lo hicimos. Eso sí: ahora hay que bancarse lo que viene.
II
Bajaron al azar al llegar a la avenida Vélez Sarsfield, mucho antes de lo que había dicho Pajarito. Fueron a un bar. Pajarito pidió un vaso de vino blanco, Simone una soda y Ana una gaseosa. Pajarito puso el bolso en la silla vacía y ninguno de los tres podía sacarle la mirada de encima.
—A esta altura se deben haber dado cuenta de todo —dijo muy serio Pajarito.
—¿Dado cuenta de qué?
—Parecen idiotas y lo son, pero tienen instinto. Ya se habrán dado cuenta de que yo estaba con la chica y el tipo que se llevó la droga, o sea, con ustedes.
—¿Le parece?
—Estoy seguro. Saben quién soy y dónde vivo. Ya deben haber ido a la pensión. No puedo volver por ahí.
La tranquilidad que habían conseguido en el colectivo se iba esfumando lenta pero inexorablemente y se convertía en un estado de angustia creciente. Había que hacer algo aunque no tenían claro qué. Al final quedaron en que Ana y Simone iban a ir a la pensión para ver si podían regresar todos o, al menos, retirar sus cosas de ahí. Pajarito los iba a esperar en el café Carlos Gardel de Independencia y Entre Ríos y se iba a quedar con el bolso.
Ana y Simone se bajaron del colectivo dos cuadras antes de llegar al Hotel Plaza C. Al llegar a la esquina simularon mirar la vidriera de un negocio. Simone no tenía la experiencia de Pajarito para detectar policías pero no debía haber nadie que hubiera observado mejor que él esa cuadra. Reconoció a las prostitutas de siempre, a los vendedores ambulantes, a algún cafishio de visita. Había un par de hombres parados cerca del hotel Plaza C que no conocía y calculó que debían ser policías. Entrar en la pensión era como meterse en una ratonera.
A Simone se le ocurrió una idea. Tomó del brazo a Ana y la llevó por esa cuadra hasta el albergue transitorio que estaba enfrente de la pensión. Una vez que traspasaron la puerta, Simone no supo qué hacer. Era la primera vez que entraba a un hotel alojamiento y no conocía los códigos de ese lugar. Además estaba el temor de que le dijeran algo por estar con una chica que le llevaba tantos años. Ana pareció entender la actitud dubitativa de Simone y al oído le dijo que pidiera una habitación. Se acercaron a la recepción y del otro lado un hombre con cara de nada le preguntó qué tipo de habitación quería. Ana se había quedado un paso atrás pero al escuchar la pregunta contestó antes de que él dijera nada.
—Queremos una habitación que dé a la calle.
El recepcionista se quedó mirándola, como si a ella no le correspondiera hablar aunque en realidad debía estar pensando en el pedido porque le dijo:
—Le aclaro que las ventanas no se pueden levantar. Está prohibido.
En el mejor de los casos, debía creer que estaba ante un dúo exhibicionista.
—No importa. Nos gusta sentir los ruidos de la calle —dijo ella y el hombre les dio una llave.
—Habitación 201, a la derecha está el ascensor. Me abona a la salida.
Todo estaba en penumbras y era exactamente como Simone se había imaginado que debía ser ese hotel cada vez que miraba la fachada desde su habitación. Sólo le sorprendía el olor a desinfectante.
En cambio, la habitación sí que lo sorprendió, con sus espejos y sus luces de colores. Detrás de unas cortinas estaba la ventana que daba a la calle. Como les había dicho el conserje, estaba cerrada pero por las hendijas de la persiana se podía observar la vereda de enfrente y especialmente la pensión.
Mientras miraban por la ventana, Simone sintió que Ana lo tomaba de la cintura. Le gustaba sentirla cerca, pegada a su cuerpo. Por un momento consideró que tal vez ella querría acostarse con él en ese lugar. Al fin y al cabo, ese hotel era para parejas. A él también le hubiera gustado besarla pero esta vez sentía que si lo hacía iba a estar traicionando a Pajarito que lo esperaba en un bar y que desesperaría si ellos tardaban en llegar.
Simone confirmó que esos hombres estaban vigilando, ya no le quedaban dudas. No podían entrar en la pensión. En el cartel del Hotel Plaza C, debajo del nombre, estaba el número de teléfono. Ana lo memorizó y fue a llamar por teléfono. Pero cuando levantó el tubo, apareció del otro lado la voz del recepcionista.
—¿Cómo puedo hacer para llamar por teléfono?
—La llamada tiene un costo de un peso.
—Está bien, ¿pero cómo hago para llamar?
—Corte que le doy una línea.
Ana cortó y al segundo sonó el teléfono, cuando atendió se escuchaba el sonido del tono. Marcó el número de la pensión y atendió doña Paquita.
—¿Doña Paquita? Habla Paulina, la chica de la limpieza.
—¿Paulina? ¿Qué...? Ah sí, ¿qué tal, hija?
—Bien, estoy enferma así que no voy a poder ir a trabajar hoy.
—Qué lástima porque hoy te necesito mucho. Estuvo la policía y anduvo revolviendo algunas piezas así que hay mucho para arreglar.
—Qué cosa... Este... Ahora que me acuerdo... Hoy estuve en la carnicería a la que usted va siempre...
—¿La del mercado?
—Exactamente, y la señora me dijo que tenía el pedido de asado que le hizo. ¿Lo puede ir a buscar ahora?
—Bueno, hija, no te preocupes que voy para allá a buscar la carne.
—Adiós y gracias.
Simone la miraba. Ana cortó y más para ella que para Simone dijo «nos espera en el mercado». Salieron del hotel antes de estar media hora ahí. Simone pagó la habitación que salía el triple de lo que salía en lo de doña Paquita un día completo con desayuno.
Fueron hasta el mercado y se quedaron dando vueltas alrededor de la carnicería. Al rato apareció doña Paquita que llevaba una bolsa de hacer las compras.
—Hijos, ¿qué sucedió? ¿Por qué los está buscando la policía?
—Estamos en problemas, doña Paquita, pero no tenemos la culpa.
—Me imagino, hija, me imagino. En realidad vinieron a buscar al señor Pajarito. Eran cuatro hombres de paisano. Me dijeron que eran de la policía aunque ni me mostraron una credencial. Me hicieron llevarlos a la habitación y dejaron todo patas para arriba. Después me preguntaron si conocía a una chica con tus características y hasta me dieron tu nombre. Y también me preguntaron por un hombre con la forma suya, don Jorge. Le dije que no creía conocerlos. Se fueron como vinieron, con esa cara amenazante.
Definitivamente, no podían volver. Simone no tenía casi nada en su habitación pero Pajarito y Ana tenían todo lo que poseían. No podían sacar las cosas sin que los policías de la cuadra se dieran cuenta. Le explicaron a doña Paquita que, al menos por unos días, no podrían volver por el hotel. Que en todo caso la iban a llamar nuevamente para que ella retirara algunas cosas de la habitación de Pajarito y de Ana.
—Solamente, le quiero hacer una pregunta. Usted no es escritor, ¿no?
—No.
—Siempre me lo imaginé. ¿Qué te decía yo, Ana? Que este hombre no era escritor. Tiene manos de hombre que trabaja. En cambio, Pajarito tiene manos de escritor, de carterista o de partero. Pero tampoco creo que sea partero.
III
En el bar los esperaba Pajarito. No le gustó nada lo que le contaron.
—En unas horas van a saber quiénes son ustedes.
—De mí, saben el nombre y el apellido porque se los había dado al tipo que me había ofrecido trabajo.
—¿Le dijiste que vivías en la pensión?
—No, no me preguntó.
Quedaron en que Ana y Pajarito se irían a alguna pensión de barrio, bien alejada de Constitución. Él conocía una por Villa Crespo pero igualmente la plata que tenían los tres era muy poca para durar varios días, eso sin contar con que tampoco tenían ropa para cambiarse.
—Vamos a tener que deshacernos rápido de esto —dijo Pajarito señalando el bolso.
Ese día, el bolso se lo llevaba Simone y que al día siguiente verían qué hacían. Simone les recordó que el día siguiente era sábado. Entonces esperarían hasta el lunes para verse. Acordaron encontrarse en un bar de Corrientes y Scalabrini Ortiz. Simone les dio su número de teléfono por las dudas. Que lo llamaran si había algún problema. Que a esta altura creía más importante la seguridad de ellos que ocultarle a su familia lo que sucedía. Ana lo miró interrogante. Pajarito dijo:
—Yo voy a aprovechar estos días para hablar mucho con nuestra amiga. Creo que le tenemos que contar nuestra historia, la suya y la mía. Si me permite, yo le cuento todo. Ah, y una cosa más: ¿me puede traer algo de ropa suya el lunes? Una muda de ropa interior, una camisa, medias y un abrigo. Usted es más grandote que yo pero igual me las arreglo. Prefiero eso a tener que andar con la ropa de varios días. ¿Puede ser?
IV
Los últimos meses, a Simone los fines de semana se le hacían larguísimos y ese fin de semana se le estiró de manera increíble. Si hubiera tenido la dirección de la pensión en donde estaban, el sábado se hubiera acercado a verlos. Se preguntaba si esa noche habrían ido a la milonga o si se habían quedado en la habitación. Con gusto hubiera cambiado su papel con Pajarito. Le hubiera encantado tener que estar con Ana, así, juntos, solos, unidos por las circunstancias de manera tan férrea.
Ese viernes, cuando llegó a su casa, no estaba su esposa por lo que pudo esconder tranquilo el bolso en el galpón. Ahí no iba nunca su mujer. Antes de guardar el bolso, lo abrió, miró los paquetes prolijamente doblados. No podía creer que todo eso fuera droga. Kilos y kilos de droga que debía tener en su casa. ¿Tenía miedo? No, pero no podía dejar de sentirse perturbado con ese bolso cerca.
El domingo fueron a comer los hijos a su casa. Estuvo tentado de hablar con Marcela pero una vez más no se animó. Ella también parecía interesada en hablar con él aunque tampoco le preguntó nada.
A la noche cenó solo con su esposa. Los domingos cenaban temprano. Por lo general comían algo frío o una sopa, una cena liviana que compensara los descontroles gastronómicos del mediodía. Ya habían cenado cuando sonó el teléfono. Atendió su esposa y muy seria preguntó quién le quería hablar, después le dijo que ya le pasaba con él.
—Es un tal Pajarito.
Tomó el teléfono y escuchó por primera vez la voz de Pajarito a través de la línea. Se lo escuchaba muy lejos, como si estuviera dentro de un submarino. Se percibían también otras voces y muchos ruidos. Debía de estar en un bar.
—¿Don Jorge? Disculpe que lo moleste, la cosa está complicada. Hay varias novedades y todas son malas. Llamé a una persona que es mi habitual distribuidor del material que consigo. Me dijo que ni me apareciera porque me habían estado buscando.
—Qué increíble —dijo cuidando las palabras, su mujer estaba a dos metros y escuchaba todo lo que él decía. Por suerte no podía escuchar lo que le comentaba Pajarito.
—Y hay algo peor. ¿Vio el noticiero?
—No.
—Menos mal. Entraron unos supuestos ladrones a la pensión de doña Paquita. Se llevaron dinero, los registros y revolvieron las habitaciones. No una, sino todas. No mataron a nadie pero esa gente es capaz de bajar a doña Paquita si se enteran de que les mintió.
—¿Y qué se puede hacer al respecto?
—Con doña Paquita, nada. Rezar por ella. También puede ser que la dejen tranquila al darse cuenta que no tiene nada que ver. Y nosotros, don Jorge, ¿qué quiere que le diga? Me parece que estamos en peligro. Por las dudas, nos vamos a otra pensión con Ana. Nos vemos mañana.
Cortó, su mujer lo miraba como pidiendo una explicación.
—Se murió un compañero de trabajo. Lo asaltaron y lo mataron.
—Qué terrible. Yo no sé adonde está la policía cuando se la necesita.
—Es cierto. Dónde está la policía.
El lunes Simone salió sin que su esposa lo viera. Llevaba el bolso con cocaína y otro con ropa para Pajarito. Ya estaban en el bar cuando él llegó. Pajarito tenía el diario donde se comentaba, en pocas líneas, el asalto a la pensión.
Se les hizo largo el día, no sabían qué hacer y sólo Pajarito parecía activo haciendo algunas llamadas telefónicas. A esa altura, todo el mundo del delito sabía que Pajarito se había hecho de un bolso que pertenecía a la policía.
—Hay un par de tipos dispuestos a comprar igual. No los asusta la policía aunque tampoco quieren problemas. No me quieren ver ni pintado. Ah, y la descripción de ustedes dos la tienen hasta los boy scouts así que va a ser mejor que nos mostremos poco y nada. Le voy a decir una cosa: siento que estamos en un callejón sin salida.
—¿Y si tiramos el bolso? — preguntó Simone.
—Es una posibilidad pero no resolveríamos todos los problemas. Yo quisiera esperar un día más para ver si podemos colocar esto en algún lado y hacernos del dinero que necesitamos. Así que le pido que guarde el bolso de nuevo en su casa.
Esta vez fue Pajarito el que le dio los datos de dónde estaban parando. Llegó a su casa a la hora de siempre. Pasaba algo raro. Había movimientos extraños. Por un momento se asustó aunque después se dio cuenta de que los movimientos se debían a que estaban su hijo y su nuera. Lo único que esperaba era que no le preguntaran nada por el bolso que llevaba en la mano.
Entró a la casa y encontró a su nuera llorando. En cambio, su hijo y su esposa lo miraban serios. En realidad, en la mirada de su esposa había mucho más violencia que seriedad.
—Hoy me hiciste quedar como una estúpida. Te llamé por teléfono al trabajo porque tu hija es una basura, se parece mucho a vos. El marido la echó de la casa y me llamó para decirme que tu hija le metía los cuernos descaradamente con un compañero de la facultad. Ella vino llorando acá y me dijo que era verdad. Yo la reté y se enojó y se fue llorando como vino. Te llamé al trabajo y me entero de que hace meses que no trabajas más. ¿Qué hiciste todo este tiempo? ¿De dónde sacas la plata? ¿Me podes decir? Sos una mierda —le dijo y en un ataque de nervios se le tiró encima para rasguñarlo y golpearlo. El no se defendía, el hijo trató de detener a su madre mientras la nuera lloraba más fuerte como si la que tuviera los problemas fuera ella.
Él no estaba tan shockeado porque hubieran descubierto lo de su despido como por lo de su hija. El marido la había echado de la casa, su mujer la había maltratado y ella se había ido. La única persona que en ese momento él necesitaba estaba en una situación casi peor que la de él. ¿Qué podía hacer? Fue el hijo el que tomó la decisión por todos.
—Mejor va a ser que te vayas. Ya hiciste mucho daño para que sigas haciendo sufrir a mamá y a todos nosotros.
Le hubiera tenido que dar un cachetazo. Su hijo se merecía un golpe y su nuera llorona, otro. Ubicarlos en la realidad, en el lugar que ellos ocupaban en el mundo. Pero ese cachetazo hubiera tenido sentido en otro momento, no en ése, con Pajarito y Ana aterrados en una pensión, y su hija en problemas en algún lugar, sola o acompañada de otro hombre, de ése con el que había engañado a su yerno. Sin decirles nada, pasó a la pieza, tomó algo de ropa, en el galpón eligió algunas herramientas, pocas, no muy pesadas. Eso era todo lo que él necesitaba de esa casa. Guardó todo en un bolso y se fue ante la mirada censora de su hijo, el llanto de su nuera y los insultos de su mujer.
Tenía que encontrar a su hija. Había un solo lugar donde podía ubicarla. En la Facultad de Filosofía y Letras. Sabía que estaba cerca de Primera Junta. No le iba a resultar difícil.
13. Juguetes rabiosos
Mayo 1996
I
¿Ustedes creen que yo entré a la Facultad de Filosofía y Letras para convertirme en estos despojos de crítico literario? ¿Que ése era mi objetivo? Están muy equivocados. Yo me anoté en la carrera de Letras por la misma razón que vos, por la misma razón que todos nosotros: porque nos gustaba leer por sobre todas las cosas, porque escribíamos o queríamos animarnos a escribir, porque cuando veíamos en cine la adaptación de un libro siempre sospechábamos que la novela debía ser mejor, porque nos encantaba pasar tardes enteras, noches maravillosas, mañanas llenas de sol o de lluvia en compañía de García Márquez, de Patricia Highsmith, de Bocaccio o del Cieguito, porque nosotros éramos a los que nuestros amigos miraban con desconfianza cuando en las vacaciones de la adolescencia llegábamos a la playa con un libro de Dostoievski, porque no podíamos salir de casa si no llevábamos una novela en la mochila o en la campera, porque nos doblábamos como contorsionistas para averiguar qué catzo estaba leyendo el tipo que iba sentado delante nuestro en el colectivo, porque cuando alguien nos preguntaba qué queríamos que nos regalaran pedíamos siempre un libro, porque sentíamos que nuestro corazón se aceleraba si nos cruzábamos en algún lugar con alguien del sexo opuesto con un libro en la mano que nos había gustado, porque sabíamos quién era Sartre y que los escritores cogían mucho, y vivían muchas aventuras, y tenían opinión sobre todo, y ponían el pecho a las balas y podían escribir los versos más tristes en cualquier momento. Por eso entré a estudiar Letras.
II
El texto continuaba con una historia más concreta: cómo Santiago había hecho el CBC en el '85, la llegada a la facultad al año siguiente, la primera clase de Viñas, algunos chismes sobre Teoría y Análisis Literario I con Pezzoni y Panesi, la represión policial en una clase pública de Lingüística en el segundo cuatrimestre.
El artículo se lo habían pedido en la V. Hartos de que siguiera pegándole a todo escritor argentino que anduviera publicando (salvo dos o tres excepciones), le habían pedido que escribiera unas memorias sobre su paso por la facultad en la segunda mitad de los años ochenta, a ver si así, al menos, se dejaba de molestar. En principio, a Santiago le había gustado la idea pero una vez escrito, el resultado no le convencía. Tal vez porque después de un primer párrafo más o menos convincente, se había dedicado, una vez más, a criticar a sus profesores y no iba a lo realmente interesante en esos años que era su ciclotímico noviazgo con Lucrecia.
Releía en la computadora lo escrito y le producía náuseas. Salvó el texto pero con ganas de borrarlo y le cedió su lugar en la silla a Julián que quería conectarse a Internet. Su hermanito habló como quien no quiere la cosa.
—Che, Santi, te felicito, te sacaste un ocho en Literatura Latinoamericana.
Santiago lo miró sin entender. Julián insistió y él le preguntó cómo sabía qué materia cursaba y si se estaba dedicando a hacer vaticinios.
—Vení, mira.
Santiago se acercó a la pantalla y vio unos listados que no entendía demasiado hasta que reconoció su nombre y al lado un «8».
—¿Qué es esto?
Julián no cabía en su cuerpo.
—Esto es mi primer sistema, el primero al que puedo ingresar de manera completa. Son tus notas, hermanito. ¿Querés que te ponga un diez?
—¿En serio me decís? Para, boludo, te van a descubrir y vas a ir preso.
—Imposible, inventé un usuario de nombre femenino que puede modificar todo lo que quiera y que es imposible de rastrear. Pero para ser sincero, la recomendación de los que entienden es que no hay que modificar nada. Pero si querés te puedo poner un diez.
—No te puedo creer. ¿Y podes leer todo lo que quieras?
—Lo que esté en el sistema, sí.
Entonces le pidió que buscara las notas en esa misma materia de Ramiro y Marcela. Unos segundos más tarde estaban viendo las notas del práctico de Lucrecia. Los dos también tenían un ocho. «Qué raro —pensó Santiago—, si Ramiro me dijo que le había ido como para un diez. Es un creído, seguro que lo dijo para presumir con Marcela.»
—¿Te puedo pedir que modifiques una nota? Una sola nota. A ese Ramiro ponele un dos.
III
¿Por qué le había mentido? No, en realidad, no había querido mentirle sino explicarle algo que era muy importante para él. Pero dijo:
—Me avergüenza decirte esto pero soy, era, virgen, casi virgen bah, no exactamente.
Lucrecia había abierto los ojos como un buho mientras se limpiaba la boca.
—¿En serio sos virgen?
Bueno, en realidad no era virgen. En su pasado sexual había algunas chicas pagadas y tres chicas levantadas en sucesivos veranos y que lo habían llevado a la playa, a un auto y un departamento poblado de otras parejas, sucesivamente, aunque no habían sido más que la calentura del momento. Al día siguiente se olvidaban mutuamente. Lo que él le quería decir era que se trataba de la primera vez que estaba teniendo sexo en serio (si es que a una fellatio se la podía definir así) con una chica, en fin, con una mujer, que le despertaba un sentimiento que podía definirse como amor. Dio una muy tartamudeada explicación que intentaba aclarar estos puntos pero Lucrecia parecía dispuesta a no incorporar ningún dato y quedarse con la primera frase.
—Así que eras virgen —le dijo con la sonrisa que tiene un gato después de haberse comido el ratón. Él trató de empezar de nuevo la explicación, ella tomaba su cognac y lo miraba sin escucharlo. Lo llevó a la cama y lo desnudó. Ella lo miró con ojos extasiados, se sacó la ropa y dejó a la vista un cuerpo de tetas generosas. Tenía la piel cálida y perfumada. Y cómo besaba. Ni en esas circunstancias podía dejar de pensar en términos literarios. Siempre se había imaginado una especie de Julian Sorel pero ahora se daba cuenta de que era Andras Vajda y que, finalmente, había encontrado la mujer madura para dejarse caer en sus brazos.
IV
¿Hay algo peor que recibir malas noticias en estéreo? Así le había ocurrido a Santiago. Primero fue Lucrecia. Se habían encontrado de casualidad en Boquitas y se la había llevado a Platón. Estaba muy linda con sus anteojos y su ropa de bajo perfil. Le gustaba más ahora que cuando se la cruzó en Cosmopolitan. Se parecía a la chica que había compartido con él la almohada en oscuros hoteles de la ciudad, cuando todo estaba por hacerse. Santiago debía cuidarse de la nostalgia como de una enfermedad venérea. Su salvación era Marcela, sin duda. Aunque le resultaba muy atractivo pasearse por los abismos de la seducción que le despertaba su ex. Hubiera dado diez años de su vida por una hora con ella en una cama.
¿Eso era amor? Probablemente sí, pero también estaba dispuesto a dar veinte años de su vida por media hora con Pamela Anderson y jamás se le hubiera ocurrido decir que eso era amor.
En fin, treinta años de vida menos por una hora y media. Iba a morir joven, no lo dudaba.
—Yo sé que me voy a morir joven —dijo—. Soy un poeta maldito, un intelectual víctima de la incomprensión general, un escritor genial que no va a dejar obra de ficción. Yo sé que me van a llorar.
—Tus acreedores te van a llorar. Y los integrantes de la Comunidad Homosexual Argentina.
—¿Sabías que estoy escribiendo mis memorias? Las voy a publicar en la revista.
—¿En Cosmopolitan?
—No, tontita, en la revista cultural, ésa que te pone la piel de gallina y les hace doler los huevos y los ovarios a tus amiguitos de la academia.
—Le podes poner de epígrafe una frase de Woody Allen que es perfecta para vos: «Me separé de mi primera mujer porque era tan infantil que me hundía los barquitos de la bañera».
—Muy gracioso. Prefiero el chiste del comienzo de Annie Hall.
Lo bueno de encontrarse con una ex es que uno puede perderse mirándola a los ojos sin tener que dar explicaciones. Así estaban ellos y pasaban de las películas a algún libro o algún autor que habían descubierto. Santiago quería evitar hablar de la carrera académica de Lucrecia porque sabía que no iba a poder contenerse y le diría lo que realmente pensaba de la facultad, de los profesores de las cátedras progres, de los arribistas, de los loros que repetían lo que decían los cuatro tarados de turno que manejaban los suplementos culturales y así sucesivamente. Mejor hablar de temas personales. Así que le contó lo de Marcela. Desde que se habían conocido en Griego I hasta la locura actual, de mujer casada y marido rugbier. Siempre se había sentido cómodo hablando con Lucrecia y ahora le contaba esta historia con cierto placer morboso, no porque imaginara que ella podía tener celos, muy lejos de eso, sino porque le demostraba que él estaba vivo, que había vida después de ella.
—Ay, Santi, cómo te gustan los problemas. Bah, yo no puedo hablar. Voy a ir presa por perversión de menores.
—El que se acuesta con chicos, ya sabes.
—Sí, sabes que sí. Pero no lo puedo evitar. Este chico me pegó fuerte. En Estados Unidos iría presa por acoso sexual.
—¿Qué? ¿Es alumno tuyo?
—Ajá.
—¿Del práctico de Latinoamericana?
—No te tendría que contar.
—¿Lo conozco?
—Ajá.
—Se me ocurre una persona pero no creo.
—Sí, es él. La otra vez me habló como una hora de vos. Te admira, sos una especie de padre putativo y nunca tan válida la palabra.
—¿El... idiota de Ramiro?
—No es ningún idiota.
—Es... casi tira tu carrera por la borda. Se cree que sabe de literatura.
—En eso es como vos, por eso te admira.
—Tendría que haber dejado que te hundiera en el teórico con esa pregunta pelotuda que te hizo.
—Es un niño. Perdónalo, yo ya lo perdoné.
V
Lo llamó a Ramiro con la excusa de tomar un café pero en realidad quería verle la cara. Se encontraron en Palermo, en El Taller. Tomaron un par de cervezas y los dos coincidieron en lo mismo: estaban intentando escribir narrativa. Tanto para Santiago, habituado al género del brulote, como para Ramiro, que escanciaba versos, el género narrativo les resultaba lleno de problemas que discutieron con detenimiento digno de temas más científicos. Después discutieron de los poemas de Gabriel Said (Santiago no los había leído pero no se lo dijo, le parecía un detalle menor a la hora de tomar posición sobre un escritor) y de las novelas de Paul Auster. «Un escritor menor sobrevalorado por los amantes del colirio» definió Santiago y aclaró que lo del colirio era «por esos críticos que ponen los ojos en blanco ante cualquier pelotudo.» Entonces Ramiro le pidió que le nombrara algún novelista norteamericano vivo que no estuviera sobrevalorado. «De Lillo» respondió Santiago. «Empieza todas las novelas como un príncipe y las termina como un mendigo», dijo Ramiro. «Vonnegut», Santiago. «Una mala copia de Fresan», Ramiro. «Donleavy», Santiago. «No coordina los tiempos verbales, grave problema en un escritor», Ramiro. «David Leavitt», Santiago. «Los gays me agotan», Ramiro. «Hurbert Selby Jr.», Santiago. «No lo leí», Ramiro. «Cómo que no lo leíste, Última salida a Brooklyn es la mejor novela que leí en años.» «Santiago, a vos te gusta Stephen King y nunca leíste a Faulkner. Sos un tipo poco serio.» «Déjate de boludeces y sigamos, Joyce Carol Oates.» «Es mujer, no cuenta.»
—Es cierto, en eso estamos de acuerdo. Y hablando de mujeres, ¿le seguís leyendo poemas a Marcela?
—No, pero tenía ganas de leerle el comienzo del cuento que estoy escribiendo.
—Qué casualidad, yo también le voy a leer mi cuento.
—Pobre chica, lo digo por los dos.
—¿Vos sabías que Marcela está casada?
—Sí, hice mis averiguaciones. Y con un rugbier. Son tipos peligrosos. Menos peligrosos que un comisario, pero jodidos al fin. ¿Ustedes dos tienen onda, no?
—Digamos que sí.
—Es una chica muy interesante.
—Mmmsí, por supuesto.
—Che, hay algo que te tengo que contar y es que estoy teniendo una historia con Lucrecia.
—Con Lucrecia, mira vos.
—Sé que ustedes fueron novios hace como mil años y que no hay nada entre ustedes ahora.
—¿Eso te lo dijo ella?
—Eso me lo dijiste vos, pelotudo, una noche acá enfrente, en Crónico.
—Cierto.
—Igualmente me sentía como en la obligación de decírtelo.
—No tenés ninguna obligación.
—Si te sirve de algo te digo que ella habla de vos bastante. Bastante mal, pero habla.
—No me tiene por qué servir para nada. Es una mujer libre. Un poco mayor para vos.
—Es que leí a Stephen Vizinczey. A ver si te suena esto: «Que los señores mayores eduquen a las púberes. Para nosotros, la libertad de las mujeres mayores».
—Sos un hijo de puta, no te podés acordar de eso.
—No, no me lo acuerdo. Hoy justo agarré el número 5 de la revista y estaba tu comentario de En brazos de la mujer madura.
—Sos un hijo de puta. Un día me vas pegar un tiro por la espalda citando un poema mío.
—Si vos no escribís poesía.
—Es cierto.
VI
En la mitad del. camino de la vida, me encontré en una selva oscura podría decirte, brujita, pero hace rato que perdí la recta vía y no me interesa recuperarla. Ya lo sabes, genia maligna escapada de alguna noche de las mil y una: años, décadas, siglos estelares en los que esta boca perdió la recta vía. Si estuvieras acá te pondría de espaldas, bajaría mi mano por tu cuerpo desnudo y haría alguno que otro chiste: la recta vía. Mutatis mutandis: de las mil noches y una noche me tocó el papel de Sherezade. Contarte historias, embriagarte con las palabras, con las frases certeras, precisas, que esperas de mí. Una historia por noche, para que tu cuerpo se descubra y cuente su propia historia, la única posible, lo demás es silencio, el resto es literatura.
El que va por literatura, vuelve empalabrado. A ver si te gusta más: la que se acuesta con estudiantes de Letras, odiando las palabras se levanta. Como si las palabras o las historias de alguien pudieran encerrar alguna verdad secreta, un sentido a todo esto, alguna certeza. Error: no hay secretos, no hay historias, sólo tu cuerpo agitándose, tu cuerpo que se quiebra en el placer de la carne. Estoy harto de las palabras, sólo quiero la presencia de tu piel, acariciar tu cuerpo, recorrerlo con las yemas de mis dedos, con la humedad de mi serpiente insomne, y quedarme con la eternidad de tu carne. Amén, brujita, amén.
El asunto es sencillo: Eros y Thánatos. Amor y odio, vida y muerte. Nada nuevo: todo principio, toda intención, todo lleva en su esencia su contrario, la carga de su destrucción. A esto súmale las palabras del viejo zorro de Cervantes: en todo hay cierta inevitable muerte. En todo.
Y tu cuerpo derribó todas las máscaras, acabó con todos los rostros, dejó al aire las sonrisas de las calaveras. La única verdad, descubro recién nel mezzo del cammin, se esconde entre tus piernas.
Con mi lengua creo una gramática de tu cuerpo. Tomo tu saliva como Cristo el vino de la última cena. Me bebo tu cuerpo como la última voluntad de un condenado a muerte, miro tu cuerpo como un muerto contemplaría este mundo antes de entrar al infierno. Perdido en la selva oscura te observo, te toco, te recorro.
VII
Demasiado descriptivo, poca narración, demasiadas imágenes afanadas, demasiadas citas literarias, algunas palabras horribles («empalabrado», una vergüenza para el idioma español). Referencia a Sherezade: quemada. Referencia a Eros y Thánatos: quemada. Comparación con Cristo: ridícula. «Amén, brujita, amén», y dale con Cortázar que total nadie se da cuenta. Y lo peor, el tonito de experiencia propia que quedaba tan berreta.
Con todo el campo que hay en la horticultura, yo vengo a dedicarme a escribir, se dijo. La narrativa no es para mí, concluyó y se fue a servir un trago de alguna bebida alcohólica más o menos literaria.
VIII
En el fondo, Lucrecia estaba aterrada. Había estado enamorada varias veces aunque nunca había perdido el control de la situación. Ahora tampoco, al contrario, podía decir que su relación con Ramiro era una experiencia más sexual que de otro tipo y sin embargo no podía evitar el miedo de que la atracción que le despertaba el muchacho terminara convirtiéndose en algo que le jugara en contra. Una especie de venganza del destino y de algunos hombres del pasado. Y ese año debía andar con pie de plomo si no quería dar un paso en falso en su carrera en la Facultad. Ya bastante tenía con su trabajo en la revista. ¿Qué diría en su próximo horóscopo de Capricornio la Señorita Lu? «Cuídate de los pendejos porque te queman el mate», un lenguaje no apropiado para Cosmopolitan. Cada vez que lo desnudaba, cada vez que montaba sobre él o cada vez que lo empujaba suavemente hacia el centro de su cuerpo no dejaba de pensar: «era virgen y ahora es mío». «El poeta deportista es mío», pensó y sintió ganas de tenerlo a su lado en ese momento.
IX
En ese momento, Ramiro sacaba 40—15 a punto de ganar el tercero y definitivo set. Le gustaba jugar al tenis de noche, bien tarde, con luz artificial y con las demás canchas vacías. Era difícil encontrar compañero de juego, ese día justamente había un flaco que podía hasta las once. Era casi la hora de terminar y todo indicaba que coincidiría con el final del partido. Primer saque y a la red, segundo saque débil, el flaco fue a buscarla a la red, él la esperó en el fondo y mandó un revés paralelo profundo que dio por terminado el match. Se saludaron en la mitad de la cancha y el flaco se fue porque se le hacía tarde. Ramiro en cambio fue a ducharse, feliz porque había ganado el partido. A las once y cuarto de la noche salió de las instalaciones del club Ferro. No había llevado el auto porque le gustaba caminar las quince cuadras que lo separaban de su casa.
X
Santiago se quedó comprando unos apuntes y salió de la facultad a eso de las once. Había caminado unos metros por Rúan cuando se le acercó un tipo. Pensó que le iba a pedir fuego pero no.
—Tengo que hablar con vos. Soy el marido de Marcela.
¿Qué se hace en esos casos? Si se aparece el marido de tu amante, se presenta tranquilamente y quiere hablar con vos, ¿qué le vas a decir? ¿Que no tenés nada de que hablar? Es posible pero a Santiago no se le ocurrió. Más bien le tocó por el lado de la culpa y hasta estaba dispuesto a pedirle disculpas por haberlo convertido en un cornudo. Había imaginado la situación de cruzarse con el marido estando con Marcela, aunque nunca había pensado que él lo iba a encarar un día en el que estuviera solo. Santiago estaba tan aturdido que incluso cuando Raúl lo llevó hasta el auto no se negó. Ni siquiera cuando, mientras se subía, descubría que en el asiento de atrás había dos tipos más. Especie de clones del marido de Marcela. Tipos con el pelo muy corto, camperas caras y un aspecto muy saludable. No pensó nada malo, sólo que iba a tener dos testigos de un diálogo con un marido engañado.
Raúl puso en marcha el auto.
—A mí me costó mucho construir una pareja con Marcela. Desde que nos casamos no nos separamos más.
—Me parece que yo no soy el mejor interlocutor para estas historias.
—Callate, por favor. No tenemos hijos pero somos una familia. Y yo sabía que estudiar Letras iba a terminar haciéndole daño.
Al llegar por Puán hasta Rivadavia, dobló a la izquierda. Hizo unas pocas cuadras y dobló a la derecha, después tomó por Donato Álvarez y llegó a la avenida Avellaneda, por donde dobló otra vez. Los dos acompañantes de atrás iban absolutamente callados.
—Yo la quiero pero esto que me hizo es imperdonable. Sobre todo, con un tipo como vos.
—Me parece que no estás viendo las cosas correctamente. Es una cuestión de elecciones y de sentimientos. Nunca nadie quiso joderte a vos.
—¿Cómo es tu nombre?
—Santiago.
—Callate, Santiago.
Por Avellaneda pasaron delante de la cancha de Ferro y doblaron en la esquina de la cancha, por la parte de atrás de la sede del club. A poco más de cien metros terminaba la calle en un paraje oscuro que daba a las vías del Ferrocarril Sarmiento. Al ver la oscuridad de la calle solitaria, Santiago se dio cuenta de que lo esperaba algo muy negro.
Raúl paró el motor. Se bajó, dio la vuelta y abrió la puerta del lado de Santiago.
—Bajá.
¿Y qué podía hacer? Se bajó a la vez que se abrían las puertas de atrás y también descendían los acompañantes. Por un momento, Santiago consideró saltar sobre la oscuridad de las vías y salir corriendo pero no tuvo tiempo. La primera trompada de Raúl fue a la boca del estómago y se quedó sin aire, ni un poquito de aire para gritar. Ahí se prendió uno de los acompañantes que le tiró una trompada a la cara. Raúl repitió el uppercut al estómago y se hubiera caído al piso doblado en dos si el otro acompañante no lo hubiera tomado de las axilas para que los otros dos le pegaran muy a su sabor.
El comienzo de la escena siguiente no lo vio porque estaba con los ojos cerrados esperando desmayarse para no tener que soportar los golpes. El ruido que escuchó era absurdo. Como una raqueta chocando contra un cuerpo y un grito al estilo Kwai Chang Caine. Abrió los ojos y vio a Raúl girando con cara de dolor, y atrás, raqueta en mano, jogging azul y pelo mojado, a Ramiro. El que lo tenía por las axilas lo soltó y eso le permitió caerse lentamente al piso. Cuando ese tipo intentó llegar a Ramiro, recibió un raquetazo en la cara. Ramiro manejaba la raqueta como un maestro Shaolín maneja el nunchaco.
—Hijos de puta —gritó Ramiro con los dientes apretados y alguien a unos cien metros gritó también algo. Raúl le metió una patada a Santiago y le dijo «ya te voy a agarrar». Los tres se subieron al auto y desde su interior alguien volvió a amenazar: «no te voy a dejar vivo, sorete». Dio marcha atrás el vehículo y retomó por Avellaneda. Ramiro se acercó al sangrante Santiago que le preguntó:
—¿Vos jugás tenis o haces taekwondo?
—Las dos cosas. No podía dejar que atacaran a un valiente.
—¿Qué haces acá a esta hora y disfrazado de John McEnroe?
—Ya lo dijo el genio de Lodge: el mundo es un pañuelo. Esto te pasa por hablar mal de los escritores argentinos. Seguro que te los mandó Sabato.
Santiago sangraba por la boca y por una ceja. Intentaba hablar pero le salía un gruñido, como un quejido interminable. Al final pudo decir:
—El que me puteó es el esposo de Marcela.
—Si fuera mi esposa, yo te metía un tiro.
—Ramiro, te quiero decir algo: te puse un dos en Literatura Latinoamericana.
Y Ramiro pensó que Santiago deliraba.
XI
Caminaron hasta la avenida Avellaneda. Ramiro lo llevaba casi en brazos porque Santiago no podía realizar ningún movimiento correctamente. Se subieron a un taxi y Ramiro le propuso ir al hospital. Santiago se negó, le dijo que lo llevara a su casa. Pero Ramiro lo convenció de ir a la suya. Sus padres iban a saber entender.
En la casa no había nadie. Sus padres habían salido a cenar y no volverían hasta bien entrada la noche. Ramiro buscó hielo, dos pastillas de ibuprofeno y le sirvió un whisky. Santiago, tirado en la cama de Ramiro, apenas podía hablar, así que debió juntar fuerzas para decirle que llamara a Marcela y le avisara que estaba en peligro. Ramiro le hizo caso, pero nadie atendió el teléfono. Lo tranquilizó a Santiago diciéndole que el marido de Marcela seguramente sólo quería desquitarse con él, pero que a ella debía quererla y no le haría nada malo. Lo mejor sería esperar hasta la mañana siguiente.
XII
Había sido tan abrupto y distinto a como lo había imaginado. Se había acostado temprano y sin embargo no se podía dormir. Cerca de medianoche llegó Raúl que comenzó a dar vueltas por los pocos metros del departamento. Ella hizo de cuenta que dormía, algo le decía que había algún problema pero tal vez era su sentimiento de culpa.
A la hora, más o menos, Raúl se acostó. Ella respiraba pausadamente para parecer dormida; se daba cuenta de que tampoco él podía dormir. Tenía el cuerpo de Raúl a treinta centímetros: no se animaba a tocarlo, ni siquiera se animaba a moverse.
A la mañana siguiente la despertó el ruido de perchas corridas en el ropero. Raúl estaba tirando la ropa de ella sobre la cama.
—¿Qué estás haciendo?
—Estoy sacando tu ropa. No quiero que haya nada que tenga que ver con vos. Quiero que te lleves todo lo tuyo.
—¿Estás loco, Raúl, qué te pasa?
Raúl se detuvo y la miró a los ojos. ¿La veía a ella o sólo veía rojo?
—A mí no me engañas más, turra de mierda. ¿O crees que no te vi con tu amante, con ese Santiago?
Marcela se quedó muda y Raúl volvió a tirar la ropa sobre la cama con más fuerza todavía. Ella se había sentado y lloraba en silencio. Hubiera querido explicarle que lo que había hecho no era contra de él. Pero no dijo nada. Se vistió, fue al baño a lavarse la cara y a hacer pis. Lloró mirándose al espejo y se sintió sola.
Puso ropa en un bolso, agarró un par de libros y los apuntes de las materias. No podía llevarse todo. Tomó la valija y acomodó los libros que más le importaban. Sintió que abandonaba a su suerte a los libros que se quedaban en la biblioteca. Cargó algunos más pero la valija ya pesaba demasiado.
Raúl estaba en la cocina, de pie, miraba hacia la pared y le daba la espalda. Ella agarró el bolso y arrastró la valija que apenas podía levantar. Al pasar por la puerta de la cocina dijo «me voy». Él, sin mirarla, le gritó: «todos se van a enterar que sos una puta, me las vas a pagar».
En la puerta se dio cuenta de que casi no tenía plata encima. Tampoco se hubiera sentido bien llevándose algo del dinero que había en el departamento. Paró un taxi y fue hasta la casa de los padres. Bajó y le dijo al taxista que esperara. Llamó a su madre y le pidió que pagara el taxi. La madre pagó. Estaba seria, muy seria y ni se ofreció a ayudarla a llevar el bolso y la valija.
—Me separé de Raúl —le dijo cuando estuvieron adentro de la casa.
—No te separaste, te echó. Ya me llamó y me explicó todo. No puedo entender cómo pudiste hacerle algo así.
Error, error, ¿qué le estaba diciendo la madre? Esas no eran las palabras correctas, las palabras que ella había ido a buscar a la casa de sus padres. A su hogar.
A diferencia de lo que había hecho con Raúl, Marcela se defendió de los ataques. Le dijo que no entendía nada, que nunca había entendido nada, que lo único que le interesaba era controlar a los demás. Marcela lloraba y la madre la miraba con furia aunque ni siquiera amagaba a darle un cachetazo. Mantenía el control. Siempre era la que mantenía el control, la que manejaba la situación en los momentos más complicados. Nunca perdía su rostro de inspectora de escuela.
Marcela se levantó de la silla, tomó sus cosas y ser fue sin saludarla. No había taxis por esa calle así que tuvo que arrastrar la valija hasta la avenida Eva Perón. Llegó a la parada del 103 y decidió ir hasta la facultad. No quería llamar a Santiago, no quería que la viera así, como un presente griego. Se bajó en Emilio Mitre y Bonifacio, caminó como pudo las tres cuadras hasta el edificio de Filosofía y Letras. Se sentía ridícula yendo a la facultad con los bolsos pero no tenía ningún otro lugar adonde ir. Se acercó a la fotocopiadora de la entrada. El muchacho que atendía a la mañana la conocía. Le pidió que le cuidara un rato la valija y el bolso y él no tuvo problemas.
Cuando se encontró sin nada en los brazos se sintió más sola que nunca. Fue primero para el bar; a esa hora había muy poca gente. Le hubiera gustado cruzarse con Ramiro. Subió al primer piso y se paseó por los pasillos con la esperanza de encontrarse con alguien que pudiera ayudarla. Tuvo una especie de iluminación y se dirigió hacia la sala de profesores. No se había equivocado. Ahí estaba Lucrecia que leía un libro y tomaba apuntes. Lucrecia levantó la vista y la vio bajo el marco de la puerta. La saludó con una sonrisa, le hizo un gesto de que entrara y se acercara. La sonrisa de Lucrecia se fue transformando en un rictus de preocupación cuando vio que Marcela se acercaba llorando.
Se paró y la abrazó. Marcela lloraba cada vez más débilmente y Lucrecia le preguntó qué le pasaba. Cuando Marcela iba a empezar a contarle, Lucrecia le dijo que mejor fueran a un bar para estar más tranquilas.
El aire fresco de la calle le hizo bien y mejor le hacía sentir al lado suyo a Lucrecia. No dejaba de resultarle extraño que terminara contando su intimidad a una profesora de la facultad. En una mesa de Platón le contó lo que había sucedido en su vida esa mañana y también cómo había llegado a esa situación. Lucrecia se cuidó de decirle que ya sabía que andaba con Santiago. En cambio, le dijo:
—No te preocupes, te venís a vivir conmigo hasta que puedas resolver tu situación.
Marcela puso unas tibias objeciones. Lucrecia insistió y le aclaró que desde que había vuelto de Europa vivía sola y que no tenía ningún problema en compartir su departamento el tiempo que ella necesitara. Había algo que debía decirle:
—Esto parece un confesionario pero es bueno que lo sepas ahora: estoy teniendo una historia con Ramiro.
Fueron hasta el departamento de Lucrecia para dejar las valijas. Era un departamento bastante amplio con dos ambientes muy cómodos. Un living grande en donde había un juego de tres sillones, un televisor, un equipo de música, reproducciones de cuadros en las pocas paredes en las que no había bibliotecas, y libros por todos lados. La cocina también era amplia, incluso tenía una mesa que hacía las veces de comedor diario. En la habitación había una cama matrimonial, una cómoda antigua y una alfombra mullida. Tanto las ventanas del living como de la habitación daban a una plaza y por atrás aparecían los edificios de la ciudad. Almorzaron juntas unos fideos al roquefort que preparó Lucrecia y después volvieron las dos a la facultad porque tenían clase. Lucrecia le ofreció plata pero ella no quiso. Había pensado que tal vez volvería al departamento que había compartido con Raúl y se llevaría más libros, ropa y algo de plata. Y si no, si Raúl ya se había guardado todo, le pediría plata a su padre. Se acordó de él y volvió a preocuparse por su destino, por los secretos que escondía, que lo alejaban de toda la familia, salvo de ella. Dónde estaría en ese momento, se preguntaba mientras subía las escaleras de la facultad. No se imaginaba que su padre estaba muy cerca de ahí.
Segunda parte
Vidas sin reglas
14. Simone conoce a Santiago
I
Queda una ansiedad, un temblor, una vaga nostalgia. Algo estaba ahí, quizá tan cerca. Y ya no hay más que una rosa en su vaso, en este lado donde a rose is a rose is a rose y nada más.
Julio Cortázar, Último round
Primero tenía que avisarle a Pajarito y a Ana lo que había ocurrido en su casa. Ahora él estaba tan en la calle como ellos. Si no fuera porque tenían a toda la Policía Federal buscándolos, hasta le hubiera resultado una situación agradable.
Llamó por teléfono a la pensión y cuando preguntó por Pajarito le cortaron. Volvió a llamar, preguntó primero por el nombre del hotel: era el número correcto; después preguntó por Pajarito y le volvieron a cortar. Llamó por tercera vez y la voz del otro lado reconoció la suya porque antes de que preguntara algo le dijo que ahí no estaba más Pajarito y que dejara de molestar.
No sabía qué hacer. Andaba con dos bolsos, uno con ropa y algunas herramientas, y otro con cocaína. Repasó en su memoria los bares que habían frecuentado Pajarito y él. Estaba seguro de que Pajarito lo esperaba en algún bar de la ciudad. Pajarito y Ana. Si bien era cierto que con Pajarito habían estado en muchos boliches, con Ana, los tres, habían estado en uno solo en Garay y Santiago del Estero.
Llegó al bar con la sensación de que entraba en una zona peligrosa. Miró hacia adentro y los vio a Pajarito y a Ana sentados muy serios. Se les iluminó el rostro a los dos cuando lo vieron. Pajarito llamó al mozo y pagó antes de que se acercara Simone.
—Vamonos de acá que estamos en un barrio prohibido.
Se subieron a un colectivo. Ana se sentó en un asiento individual y ellos se sentaron juntos. Simone había empezado a comprender que en los colectivos era donde estaban más seguros, era un territorio protegido al que no llegaba ningún peligro.
—Me imaginé que nos iba a venir a buscar.
—¿Y no se sorprende de que haya aparecido hoy en lugar de mañana a la mañana?
—Llamé a su casa y su mujer me insultó. Entendí todo al instante. Yo lo llamaba para contarle que nos habíamos ido de la pensión. Cuando volvíamos con Ana al hotel noté que había unos autos estacionados en la puerta que eran de la policía de civil. Así que llamé y pedí por mi habitación. Me cortaron. Nos habían encontrado. ¿Se da cuenta del peligro? Ya no hay hotel adonde podamos ir a parar porque a las pocas horas vamos a tener un auto de la policía en la puerta. Le digo algo: estoy confundido.
—Mire, Pajarito, yo sé quién nos puede ayudar.
II
Se despertó con la boca reseca y náuseas. Se movió y pudo sentir cada uno de los doscientos seis huesos que tenía.
—Me voy a morir —dijo, pero la voz le salió tan rara que parecía decir «me voy a Madrid».
—Vos no te vas a ningún lado —le dijo Ramiro—. En la cocina hay café y más Ibupirac. También hay una botella de whisky pero no te recomiendo el whisky en ayunas.
—Me salvaste la vida.
—La amistad de los poetas es lo mejor de la poesía, Alberto Vanasco dixit.
—Te voy a pedir que no me recites nada.
—Lástima, porque te escribí un poema.
—Ay, estás más trolo que Perlongher. Me duele todo. ¿Dónde está el baño?
—Escucha: «Yo, por el contrario, he visto a los mejores espíritus de mi generación salvarse milagrosamente de la locura y de la infamia, del alcohol y de las drogas, de la estupidez y del suicidio, del olvido y de la incertidumbre y de todas las otras plagas que de vez en cuando acaban con nosotros».
—Ese poema es de Vanasco, boludo.
—Intertextualidad. Escucha: «Los he visto salvarse entre el amor y el desprecio, entre el arrojo y la indiferencia, asidos al marxismo y al psicoanálisis, a las mujeres y a los libros, en noches inexplicables, en días velocísimos, esforzados en escuchar el latido apagado de la tierra, el estrépito de la sangre, las estridencias de los sueños».
—Se llama «Hurra».
—«Los he visto en plazas incendiadas, en los muelles abandonados aunque no para siempre, en las escalinatas del Congreso, en Lavalle a la salida de los cines y en redacciones desbastadas, los he visto en sótanos repletos de humo y de palabras, en cuartos desmantelados y en celdas fraternales.
»Los he visto salvarse de la soledad y del cinismo: pero pienso que si alguien se salva es para algo.
»Los sigo viendo ahora, un poco pálidos de porvenir, cuadrados de mandíbulas, flacos de ocasiones, empedernidos en su tiempo, dura, inexorablemente inclinados hacia la vida.» ¿Qué te parece?
—Muy lindo, ya lo conocía. Me estoy meando. ¿Dónde está el baño?
III
Cuando llegó al departamento casi no sentía dolor. Le habían hecho bien esas pastillas que le había dado Ramiro. Antes de entrar practicó su mejor sonrisa para que no se asustaran: tenía hinchados el labio superior y una ceja, y su aspecto general era el de un boxeador que había perdido por paliza. Abrió la puerta y el primero que lo vio fue su hermano que había levantado la vista de la computadora. Pegó un grito como si estuviera viendo a Freddy Kruger. Santiago le hubiera dado con gusto un golpe en la cabeza, pero había decidido mantener su sonrisa. Su madre salió de la cocina y su cara se transformó en horror.
—¿Qué te hicieron, hijito?
—Nada, una paliza. Ya estoy bien. No tengo ningún hueso roto ni heridas internas. Lo más grave es lo que están viendo.
La madre le revisó la cara milímetro a milímetro. Analizó cada herida, cada moretón y concluyó:
—Te voy a preparar una copa de vino caliente con especias que es bárbaro para dolores y heridas —le dijo y se fue para la cocina.
—Cómo le habrás dejado los puños a esos tipos —dijo el hermanito.
—Con vos tengo que hablar. Ya entras a Filo y le devolvés la nota a Ramiro, la nota que cambiamos. — Imposible, no puedo. — ¿Cómo que no podes?
—No sé, no puedo entrar a ningún sistema. Estoy haciendo algo mal.
—Mira, enano, mejor que puedas y que le pongas un diez a ese tipo porque es el que me salvó la vida.
—The Patrol tiene razón, no hay que tocar nada. Voy a ver qué puedo hacer. Lo que puedo hackear es el username y el password para entrar al sitio de Playboy. Si te interesa, es tuyo.
—¿Hay algo de Jenny McCarthy?
—Hay.
—Después hablamos.
IV
Encontrar la Facultad de Filosofía y Letras les costó más de lo que Simone creía. Se habían bajado en Primera Junta y tardaron más de media hora en ubicar la vieja fábrica reciclada. Había mucho movimiento de gente joven que entraba y salía.
En realidad, Simone no estaba seguro de encontrar a su hija ese día en la facultad. No sabía qué días iba ni tampoco en qué horario cursaba. Se preguntaba si ella estaría anímicamente en condiciones de ir a estudiar. Entraron al edificio como un profano pondría los pies en La Meca. Ninguno de los tres se sentía cómodo en ese ambiente de gente fervorosa y tan joven. Ni siquiera tenían idea de si se podían quedar ahí o si sólo podían entrar los estudiantes.
—¿Qué hacemos, don Jorge? ¿Preguntamos a alguien?
—¿Vos qué opinas, Ana?
—No sé, es mucha gente para que se conozca entre sí. ¿No habrá alguna oficina que indique donde estudia cada alumno?
Ana se acercó a un muchacho y le preguntó si había una oficina así. El muchacho dudó y después de pensarlo un buen tiempo dijo que el único lugar que podría a llegar a saber, pero que él creía que ni siquiera ahí, era la oficina de alumnos en el primer piso y ya había cerrado.
Pajarito propuso ir al bar de enfrente y esperar hasta que ella saliera. Simone, en cambio, tenía miedo de que hubiera otra salida y de que no pudieran verla. Se quedaron ahí parados. Simone les dijo que se fueran a un bar, que él se quedaba observando, pero ni Ana ni Pajarito quisieron irse. Estaban en esas especulaciones cuando Simone divisó a su hija subiendo una escalera desde el subsuelo. Venía con otra chica parecida a ella y con un muchacho que tenía la cara golpeada. Muy a pesar suyo, se le llenaron los ojos de lágrimas. Se contuvo. Cuando la abrazó no lloró, pero ella sí.
V
Santiago había llegado a la facultad unas horas antes. Sabía en qué aula debía estar Marcela y fue directamente. La vio sentada en primera fila tomando apuntes. Ella lo descubrió en la puerta y poco faltó para que gritara como su hermano. Dejó el cuaderno y salió a su encuentro.
—¿Qué te pasó? — le dijo a la vez que le tocaba suavemente la cara.
Él le contó lo ocurrido, la aparición providencial de Ramiro y de cómo los rugbiers se fueron sin terminar su faena. Marcela había dejado de escucharlo y sólo se permitía tocarle la cara y acumular odio contra Raúl. Ni siquiera acusó recibo sobre el hecho de que Ramiro le hubiera salvado la vida.
Ella le dijo que Raúl la había echado de la casa. Santiago le propuso ir al bar. Marcela agarró sus cosas y se fueron a Boqui—tas Pintadas.
Cuando llegaron a la planta baja, ella lo tomó de la mano. Era la primera vez que se tomaban la mano en un lugar que no fuera el pasillo de un albergue transitorio. Y si la vida adquiría sentido con un gesto, con una caricia, esa mano en su mano llegaba para decirle a Santiago que todo estaba bien: que no importaban ni la paliza, ni los años perdidos, ni los desencuentros si eso culminaba en poder bajar al subsuelo de Filo de la mano de ella.
Marcela insistió en saber qué había pasado y él volvió a contarle la historia pero quería quitarle dramatismo. Había sobrevivido sin ningún hueso roto y, en cambio, le habían dado una historia para relatar desde entonces hasta que se muriera. Insistió en el papel heroico de Ramiro aunque temía que valorizarlo demasiado le jugara en contra. Al fin y al cabo ese desgraciado se estaba curtiendo a Lucrecia, la mujer que alguna vez lo había rechazado a él para siempre.
En cambio, Santiago se limitó a saber lo que Marcela quería contarle de su separación. Ella no entró en demasiados detalles.
—¿Vas a volver?
—Me echó, qué voy a volver.
—En mi depto está mi familia pero te podes quedar.
—No, eso lo resolví —hizo un silencio, Santiago sospechó algo raro, ¿iría a la casa de Ramiro?—. Hoy me encontré con Lucrecia y me ofreció que me quede en su casa por un tiempo.
Bastaba que uno pensara algo malo para que ocurriera algo peor.
—¿Con Lucrecia? ¿Estás loca? ¿Están locas?
—Santiago, no tiene nada de malo.
—Es mi ex.
Santiago argumentó que la actitud de Lucrecia formaba parte de sus manejos típicos para controlar la vida de todos. Hasta llegó a decir que andaba con Ramiro porque era su amigo. Para cambiar de tema, Marcela le comentó que no tenía plata, que no sabía qué hacer. Si volver a su departamento o llamar más tarde a su casa y hablar con su padre.
—¿Qué hiciste con el libro que te regaló tu viejo?
—Lo tengo en un bolso en lo de Lucrecia.
—¿Y vos decís que tenés problemas de guita?
—¿Qué querés decir?
—Plata, hacelo plata. Con ese libro tenemos para vivir seis meses y nos sobra para comprarnos los seis tomos del diccionario de Corominas.
—¿Vos querés que vaya presa? Todo el mundo sabe que es robado.
—Yo te puedo asegurar que un coleccionista no te va a denunciar y te lo va a pagar muy bien.
—Es un regalo de mi papá.
—Tu viejo te lo regaló sin tener idea de lo que te daba. Si lo que te interesa es el libro, yo te compro la edición de Emecé y listo.
Tal vez hubieran seguido discutiendo al respecto unas cuantas horas más si no hubiera aparecido en ese momento Lucrecia. Venía cargada de carpetas y con el rostro cansado. Cuando lo vio a Santiago con el rostro lastimado puso la cara de horror a la que él ya se estaba acostumbrando.
Lucrecia amagó a irse y dejarlos solos, pero Marcela insistió en que se quedara. Era más de lo que Santiago estaba dispuesto a soportar. Creía que Lucrecia podía tirar abajo su relación con Marcela. Le gustaba estar con Lucrecia y le gustaba estar con Marcela, aunque juntas no sumaban sino que iban restándose mutuamente.
Cansado de la situación insistió en salir de la facultad. Marcela le dijo que estaba muy cansada y que prefería irse con Lucrecia al departamento porque quería bañarse y acostarse temprano. Lucrecia se apuró en invitarlo y él se apuró todavía más en rechazar la invitación. Igualmente las iba a acompañar hasta la parada del colectivo.
Subieron a la planta baja. Era la hora de intercambio entre los alumnos que salían de sus clases y los otros que entraban. Como en esas películas donde el contexto queda fuera de foco y sólo una figura se ve nítida, así Marcela vio a su padre, su rostro flaco, vestido con su campera de corderoy, levemente encorvado, con un bolso en la mano. Tardó unos segundos en tomar conciencia de que la visión no se ajustaba al lugar en el que se encontraban. Por un momento pensó que su padre se iba a poner a llorar. Lo vio débil y le vinieron ganas de abrazarlo. No sabía lo que pasaba aunque lo presentía. Los detalles eran una banalidad.
VI
Había protagonistas y personajes secundarios. Los protagonistas estaban en el centro de la escena y se abrazaban. Detrás de Simone estaban Pajarito y Ana; detrás de Marcela, Lucrecia y Santiago. A esa altura del abrazo o de las circunstancias, los cuatro restantes ya sabían que formaban parte de la misma historia. Eran como los padrinos de un duelo o de una boda, personajes secundarios pero sin los cuales la ceremonia no puede seguir.
Como si recibieran la orden de un director teatral los cuatro dieron un paso hacia donde estaban Marcela y Simone.
—Ellos dos, Pajarito y Ana, son dos personas muy importantes en mi vida. Los conocí después de que me echaron de la fábrica y si no fuera por ellos me habría hundido o seguiría muerto en vida. Ahora los tres estamos en problemas. Es una historia larga. O mejor dicho, son varias historias que culminan en una. Pero ahora nuestro mayor problema es que no tenemos dónde ir y...
Santiago los convenció para seguir charlando en su departamento y ver ahí qué hacían. Propuso tomar un par de taxis, pero Pajarito insistió en tomar un colectivo. Lucrecia no sabía qué hacer pero Marcela le pidió que los acompañara. Los seis se subieron al 103 y viajaron callados hasta llegar al departamento de Santiago.
—Yo vivo solo —contó al subir por el ascensor como para llenar los silencios que se producían— aunque en estos momentos están viviendo temporalmente mi madre y mi hermano menor. Igualmente no nos van a molestar para hablar. Acá vamos a estar tranquilos.
Abrió la puerta. Su hermano estaba viendo la tele y su mamá leía una novela que había tomado de su biblioteca.
—Hola, vengo con gente, ma.
Pasaron Marcela, Ana, Lucrecia y Simone que se iban acomodando uno muy cerca del otro en ese living diminuto. Todos saludaban con un gesto a su madre que les respondía de la misma manera, salvo con Lucrecia. La madre la miró sorprendida y ella le respondió con una sonrisa. Se habían visto algunas veces hacía muchos años atrás, cuando Lucrecia salía con su hijo. Santiago le hizo un gesto a Pajarito para que pasara y él a su vez, caballerosamente, le cedió el paso. Santiago insistió y Pajarito se resignó a pasar. Santiago no había cerrado la puerta cuando oyó la voz de su madre unos cuantos decibeles más alto de lo esperado.
—Pajarito, ¿qué haces acá?
—Celia, ¿sos vos, Celia? Sos vos.
Y como en una mala película, la mamá de Santiago se dio media vuelta y se dirigió a la cocina, mientras Pajarito se tomaba el pecho y caía desmayado o le pasaba algo razonablemente parecido.
15. Haciendo negocios
I
—Esto ya dejó de ser una cuestión tuya, ahora es de todos nosotros.
Habían tomado mucha cerveza Guinness. Muchísima. Y aunque estaban acostumbrados a la cerveza (la única bebida alcohólica que tomaban) ya había más de uno que estaba mareado, de modo que cuando Rodrigo I dijo que era un problema de todos, Rodrigo II y Gonzalo IV movieron afirmativamente la cabeza pero en realidad era un rictus, un estertor de sus cabezas llenas de alcohol. Gonzalo II mostró, por enésima vez en esa noche de viernes, su herida de guerra.
—Este corte —dijo señalándose debajo del ojo izquierdo —me lo voy a cobrar.
—¿El tenista sería amigo de él o un tipo que pasaba? — preguntó Gonzalo III.
—Eso es lo de menos, la culpa es de ese Santiago así que ahora es contra él y no sólo por Raúl —insistió Rodrigo I.
—Miren, muchachos, yo ya no quiero saber nada. Hoy la eché del departamento y no quiero saber nada de nadie.
—Despertá, Raúl, despertá. Ese tipo te cagó la mina, te cagó la vida, los hijos que pudiste tener, el futuro, te arruinó todo, se la mandó a guardar y vos te conformas con los dos golpes que le dimos —dijo Rodrigo I.
—Y eso que a Rodrigo no le pegaron como a mí, miren cómo tengo el ojo —Gonzalo II se señaló otra vez la cara.
—Sabemos dónde vive. Hay que ir a buscarlo —dijo Rodrigo I. — No va a ser la primera ni la última —dijo Gonzalo I—. ¿Se acuerdan del gronchito de Pirámide?
—Una cucaracha, la pisamos como se merecía —rememoró Gonzalo II.
—Por eso, Raúl, esto no lo podemos dejar así —dijo Rodrigo I.
—Conmigo no cuenten. Vayan ustedes —Raúl llamó a la moza y le hizo el gesto de una vuelta más de Guinnes para todos.
—Que vengan los que quieran, yo voy —dijo Rodrigo I.
—¿Y si se aparece de nuevo José Luis Clerc? — preguntó Gonzalo III.
—Esta vez no va a haber sorpresas. Nosotros vamos a llevar bates de béisbol. Tengo suficientes en casa para todos nosotros —dijo Rodrigo I.
—¿Y le vamos a pegar hasta que sangre y se retuerza de dolor? — preguntó con una sonrisa golosa Gonzalo II.
—Lo vamos a batear hasta que no respire.
—Home rome! —gritó Gonzalo III y todos se rieron menos los que ya estaban apoyando su cabeza sobre las cascaras de los maníes.
II
Santiago corrió a buscar un vaso de agua mientras Simone le abría la camisa y los demás lo apantallaban, salvo Celia que se había refugiado en la cocina. Santiago le pasó el vaso a Julián que se lo pasó a Marcela que se lo dio a Simone que intentó hacérselo tomar a Pajarito.
Volvió a la cocina. Su madre, absurdamente, se había puesto a lavar unos vasos. Él se apoyó contra la heladera y esperó. Sabía que no tenía que preguntar nada.
—Ese hombre es Pajarito.
—Ya lo sé, es amigo de don Jorge, el papá de Marcela.
—Hijo, me vas a matar de un ataque al corazón. Me traes sin avisar a Lucrecia y acto seguido lo haces aparecer a Pajarito.
—Lucrecia vino en carácter de amiga de Marcela.
—Marcela es la chica casada con la que andas.
—Se separó.
—Y es amiga de tu ex novia.
—Es alumna de ella y se hicieron amigas o algo así.
En ese momento entró Julián con el parte de guerra.
—El hombre se está recuperando. Pero repite «Celita, Celita» con voz trágica.
La madre se secó las manos.
—Es un actor. Siempre le gustó hacer tragedias. Anda, mi amor, anda y después contanos qué hace.
Julián salió raudo hacia el living a cumplir con su misión.
—A Pajarito lo conocí hace como veintipico de años, después de separarme de tu padre, en unos carnavales de Comunicaciones. A los dos nos gustaba bailar tango. Nos veíamos todos los sábados en el Salón Rodríguez Peña y para mí era un orgullo que el mejor bailarín guardara todos sus pases para mí. Pero la milonga era lo único que compartíamos. A él no le gustaba hablar de su vida y, cuando yo sugería vernos en otro lugar, él ponía excusas. Así pasamos más de un año. Un día conocí al papá de Eva y decidí dejar la milonga. Ni me despedí de Pajarito. Él jamás me había pedido una dirección ni un teléfono, ni me había dado ningún dato suyo. Lo nuestro eran el arrastre con voleo, el ocho y no mucho más. Pero yo me había ilusionado con que fuera más.
En eso volvió a entrar Julián.
—El señor ya está recuperado. Abrió los ojos y tomó bien el agua.
—¿Y qué hace ahora, corazón?
—Lo mismo que los demás, están callados escuchando lo que vos decís.
III
Había demasiadas cosas para decirse y demasiada gente. Sólo Celia y Pajarito parecían dispuestos a hacer públicas sus explicaciones y se pusieron a hablar delante de todos. Marcela y su padre, en cambio, salieron a la calle. Los intimidaba la presencia de tanta gente alrededor. Caminaron por las calles aledañas. Marcela fue la que habló primero. Le contó de Santiago pero sin entrar en demasiados detalles. Su padre tampoco los pidió.
A su turno, Simone le confesó sus robos, su sociedad con Pajarito y su relación con Ana. Eran demasiados datos para Marcela. Imposible asimilarlos todos. En su cabeza había espacio nada más que para Ana. No podía dejar de sentir cierta furia al pensar a su padre con esa chica. Él podía robar, mentir, estafar, incluso podía engañar a su madre pero ella sentía que al haber incorporado a esa chica a su vida la había traicionado también a ella. Apenas escuchó a su padre cuando le contó el episodio en el hall central de Constitución.
Volvieron al departamento de Santiago. Todos parecían estar esperándolos con ansiedad. Lucrecia se puso de pie.
—Resolvimos dividirnos —dijo Santiago—... Los varones nos quedamos en este departamento y las mujeres van a pasar la noche a lo de Lucrecia. Esto por hoy, mañana vemos cómo seguimos.
—Espero que sigamos vivos —dijo Julián, que estaba enojado por la cantidad de gente que había en el departamento y porque no lo dejaban tranquilo para poder seguir profundizando sus conocimientos sobre sistemas informáticos.
IV
De usar la computadora, ni hablar, ni siquiera ver televisión. Estaban todos muy cansados como para estirar demasiado esa sobremesa. En el sofá iba a dormir Simone. A Pajarito le hicieron una cama en el suelo con almohadas y almohadones. Julián y Santiago iban a dormir en la habitación de la planta alta.
—¿Me podes decir qué hacemos con estos viejos yéndonos a dormir tan temprano? — dijo Julián cuando llegó arriba.
—No jodas, Julián, crece. No se puede estar todo el día con la maquinita.
—No se puede ver tele, no se puede hacer nada. Me aburro y no tengo sueño.
—¿Por qué no haces como yo y lees un libro?
—No me gusta leer, me aburre.
—Juliancito querido, miralo de esta manera. Esos señores de ahí abajo, además de que uno puede ser mi suegro y el otro pudo ser el padre de un hermano que no tuvimos, además de todo eso, nos están ofreciendo la oportunidad de vivir una aventura. Hoy es la noche previa a esa aventura y si hubieras leído Enrique V de Shakespeare sabrías que en las jomadas previas a la gran batalla se vive una tensa espera. Y no una espera maricona, quejosa, polleruda, infantil como la que estás planteando vos. Así que, querido Julián, yo voy a ir hasta la biblioteca y te voy a elegir un libro que sé que te va a gustar. Lo escribió un amigo mío y es muy bueno. Te pones a leerlo mientras yo releo Enrique V y los dos disfrutamos de una tensa espera. ¿Te parece?
—Ok, traelo.
Santiago se levantó de la cama y fue hasta la biblioteca de abajo. Volvió con un ejemplar de El sistema de huida de la cucaracha, de Gonzalo Carranza. Julián lo agarró, miró el libro, y antes de ponerse a leer durante dos horas, comentó:
—Tiene nombre de jugador de rugby.
V
Lucrecia había preparado té para las cuatro. También había puesto unas galletitas en la mesa pero ninguna las había probado. Marcela miraba el departamento con admiración y algo de envidia: pósters de museos de arte moderno, sillones de estilo, luces dicroicas en todos los ambientes y hasta un desayunador al estilo americano.
Mientras las demás terminaban su té, Lucrecia se levantó y fue a la habitación. Apareció con unas sábanas y frazadas.
—Este futón es de dos plazas y la cama del cuarto también. Así que con esto nos arreglamos.
Fue a abrir el futón. Marcela y Ana se apuraron a ayudarla. En cambio Celia se quedó en su silla, mirándolas a las tres con una sonrisa levemente irónica. Lucrecia volvió a la habitación y apareció con dos camisones, uno celeste de corte clásico y otro más adolescente, blanco con dibujos.
—Fijate, Ana, cuál te gusta más. Son los dos horribles.
—Por mí no hay problema.
—Ella es un poco más menuda que vos —dijo Marcela.
—Justamente, tengo ropa de cuando era menuda como ella para usar tu generosa terminología. O sea, Ana, ropa que ya no me entra y que a vos te va a ir bárbara así que ahora fíjate qué camisón querés y mañana vemos el resto.
Ana y Lucrecia terminaron de armar la cama en el futón. Ahí se iban a quedar Ana y Celia. En la habitación iban a dormir Lucrecia y Marcela. Después de que Celia fuera a cambiarse de ropa al baño, Marcela hizo lo mismo, se puso su remera larga de dormir y luego entró a la habitación. No dejaba de resultarle perturbador tener que compartir la cama con la que había sido la novia de Santiago. Lucrecia parecía no ser consciente de la situación o no le interesaba para nada. No se había ido a cambiar al baño sino que se había quedado en bombacha y corpino mientras acomodaba en el placard la ropa de cama que había sacado de más. Marcela, ya acostada en la cama, no podía dejar de mirarla, de pensar que Santiago alguna vez había tocado y besado esas tetas y ese culo que ahora Lucrecia exhibía ante ella. Cuando terminó de acomodar la ropa en el placard, se sacó el corpino y buscó el camisón que había dejado en una silla. Lo dio vuelta porque estaba del revés y cuando iba a ponérselo encontró la mirada de Marcela sobre sus tetas. Ni Marcela pudo disimular su mirada ni Lucrecia disimular que la había descubierto.
—Discúlpame, estaba pensando en que vos habías sido novia de Santiago.
Lucrecia se sonrió pero se había puesto colorada. Marcela también sentía que se estaba poniendo roja.
—No sé qué estarías pensando, te aclaro que entonces todo era un poco más menudo y más alto —dijo y Marcela se rió. En realidad se rió para que pareciera que se ponía colorada de la risa.
Lucrecia se metió en la cama. Apagó la luz del velador y se acomodó dándole la espalda. Marcela iba a leer aunque le pareció que a Lucrecia tal vez le molestaría la luz encendida, así que también apagó su velador y se acomodó primero boca arriba y después de costado, mirando hacia la espalda de Lucrecia. Era su primera noche sin Raúl, la primera de todas las noches que estaría sin él. Porque estaba segura de no querer volver. Quería dormirse pero no podía, pensaba en Raúl, en las cosas que les habían pasado, en el hijo que no habían tenido, en Santiago, en todo lo que tenían para compartir, se imaginaba viejita, a su lado, sentados en mecedoras, leyendo cada uno un libro y Santiago moviendo la cabeza negativamente y listo para decir algo en contra de algún escritor argentino; pensaba en Raúl y en todas las atenciones que tenía con ella, en las veces que se habían quedados despiertos hablando del hijo que querían tener y que invariablemente terminaba con un polvo; pensó que hubiera sido mejor haber tenido un hijo por más que ahora lo hubiera llevado como un problema, porque con un hijo le hubiera quedado algo de su relación, en cambio así, en diez años o tal vez en menos, Raúl iba a ser sólo un recuerdo evanescente. Había que tener un hijo con cada hombre, como la mamá de Santiago. Si Lucrecia y Santiago hubieran tenido un hijo, ese nene tendría ahora seis años, iría a la primaria y ellos dos se seguirían viendo al menos una vez a la semana y hablarían del nene y estarían juntos en las fiestas patrias y demás actos de la escuela; no tendrían que buscar excusas estúpidas como ahora para encontrarse en el Boquitas Pintadas; ella se veía viejita con Santiago aunque tal vez no llegaran a viejos juntos, tal vez se separaran al año o a los diez años de estar en pareja y en veinte años también sería un recuerdo, tan pasado como lo iba a ser Raúl, a no ser, claro, que tuvieran un hijo, un hijo con Santiago, eso estaba bueno; y dónde estaría Raúl, durmiendo solo o emborrachándose con sus amigos, cómo pudo hacer lo que hizo, cómo pudo ser tan violento; con Santiago podían durar muchos años a no ser que Lucrecia se metiera en el medio porque si ella volvía a fijarse en él, Santiago iba a correr como un perrito a olerle la cola; esa era la imagen: Lucrecia era una perra; estaba durmiendo con una perra que tenía a todos los perros de la facultad calientes detrás de ella; ¿le había mostrado las tetas a propósito, se había paseado en bombacha para que le viera el culo?, a la perra le gustaba jugar con fuego; se merecía que ella estirara la mano y la tocara, que estirara una mano y le tocara una teta, le masajeara una teta y ahí sí, Lucrecia no iba a saber qué hacer; si estiraba el brazo iba a alcanzar su cuerpo, no era difícil pasar la mano por debajo del camisón y encontrarse con su piel cuidada con cremas importadas; ¿alguna vez Santiago y Lucrecia habían deseado tener un hijo?, ¿tenía razón Santiago cuando le dijo que Lucrecia manipulaba a la gente?, ¿se desnudó para manipularla?, ¿la eligió como compañera de cama porque quería manipularla?, ¿qué diría Lucrecia si ahora acortaba los treinta centímetros que las separaban?, eso era lo que tenía que hacer, acercarse, tomarle las tetas o meterle una mano entre las piernas y decirle al oído «conmigo no vas a jugar, perra»; no iba a jugar con ella como jugaba con Santiago o con Ramiro o como Ana lo hacía con su padre y con el otro hombre, ellos también eran perritos y Ana una perra, callada y tímida como eran las perras más perras, con esa cara de nada hasta cuando estaban en celo; Santiago y Ramiro se dejaban vencer por el cuerpo de Lucrecia, por la actitud de ese cuerpo ante los otros cuerpos; ella sabía muy bien cómo hacía Lucrecia para tener a los perritos alrededor de ella, mordiéndose hasta matarse para tener el derecho de poder montarla; y ella, ahora, la tenía ahí, después de haber terminado su show de bombacha Caro Cuore y tetas todavía altas y generosas, generosas como tetas de nodriza, como las tetas de esas actrices italianas de los años cuarenta. Tenía que acercar su mano, apretarle las tetas, pelliscárselas hasta hacerle doler.
Marcela fue moviendo su brazo sobre la cama, lo arrastraba como una víbora, igual de silenciosa. Llegó a donde comenzaba el cuerpo de Lucrecia, tocó levemente la tela de su camisón y se quedó dormida así, casi tocándola.
VI
A la mañana siguiente, Celia se fue temprano del departamento. Dijo que iba para el mercado a comprar lo que necesitaba para cocinarles a todos ese mediodía.
Las tres chicas llegaron al departamento de Santiago cerca de las doce. Marcela había hecho otro descubrimiento y era que Lucrecia tenía auto. No solía usarlo los días de semana pero sí los sábados. Ana se probó la ropa de Lucrecia y le quedó perfecta. Ante el éxito del talle, Lucrecia le ofreció un par de vaqueros ajustados, un vestido, remeras, juegos de ropa interior, un pullóver, calzado vario y una campera de jean. Se puso un vaquero, una remera de manga larga, unas chatitas y la campera. Cuando se vio en el espejo y se miró la cola dijo que quedaba muy caderona. Lucrecia se rió y le dijo que no se preocupara, que a ninguno de los presentes en la casa de Santiago les iba a molestar.
Celia ya estaba en el departamento de Santiago y había comenzado a cocinar. Julián miraba un partido de pelota vasca que daban en el canal de la televisión española y Santiago, Pajarito y Simone permanecían sentados alrededor de la mesa. Parecían estar terminando una larga conversación, tenían ese rostro cansado de haber discutido y revisado cientos de detalles hasta perder el sentido del conjunto.
—Usted no, Simone, esta vez déjeme hacer las cosas como yo creo que deben hacerse.
—Yo opino lo mismo que Pajarito —dijo Santiago.
—La cuestión es que no me vean a mí ni a usted que, no tanto como a mí, pero ya lo tienen visto.
—A mí no me conocen y no va a haber problemas. No va a haber problemas, ¿no?
—No debería haberlos. Yo ya hablé con ellos y me dijeron que si les mandaba a alguien de confianza, el negocio se hacía. Son gente de palabra y hacen esto seriamente. De todas formas, lo mejor va a ser que tengas apoyo, digamos, logístico. Necesitaríamos un auto y otra persona.
—Yo estoy con auto —dijo Lucrecia.
—Discúlpame, muchacha —la corrigió Pajarito—, sin intención de ofender al bello sexo, lo que necesitamos es un hombre.
—Yo tengo una persona de confianza que tiene auto.
—Entonces, llámalo y decile que venga, así le contamos los detalles.
Santiago llamó por teléfono a Ramiro y le pidió que fuera a su departamento. Que había un trabajo sucio para hacer que seguramente le iba a interesar. Ramiro le preguntó si iba a haber de nuevo golpes, así llevaba la raqueta y él le dijo que sí, que podía haber golpes.
—Si me hablas en serio entonces en vez de la raqueta llevo el nunchaco que es más efectivo.
—¿Lo sabes manejar?
—¿No sabes que soy cinturón marrón?
—Mira si me voy a estar fijando en la ropa que llevas.
Cortaron con la promesa de Ramiro de estar ahí en menos de una hora. Celia se asomó y dijo que pusieran la mesa, que casi estaba listo el lenguado «a la Paimpolaise».
—Yo creo que lo que están por hacer es una locura —dijo Ana.
—Va a estar todo bajo control —dijo Santiago.
—El muchacho que va a venir, Simone y yo vamos a estar vigilando para que todo salga bien.
—Los van a liquidar a los cuatro —dijo Marcela.
—Acá llega la comida —interrumpió Celia. Marcela seguía alterada y ya estaba por insistir con su idea cuando Lucrecia la tomó del brazo y en voz baja le dijo que se calmara. En voz más baja todavía le dijo que comiera rápido. Su voz fue casi inaudible cuando dijo «nosotras vamos a estar ahí para cuidar a estos irresponsables».
Sonó el timbre, era Ramiro. Santiago bajó a abrir y el muy sádico no le avisó nada sobre toda la gente que estaba reunida en su departamento, así que cuando entró y vio a Lucrecia y a Marcela y a tantas otras personas se puso muy serio.
—No te preocupes, mientras comemos el lenguado que hizo mi vieja te explicamos todo. Vení que te presento. A las dos que están ahí ya las conoces. Ahora le dicen Pili y Mili.
—¿Phili y Lili? — preguntó Ramiro que no había visto las películas de Palito Ortega, pero que no se perdía ningún capítulo de Rugrats.
El lenguado «a la Paimpolaise» se hace de la siguiente manera: se cortan en crudo los filets de cinco lenguados grandes. Se los pone en una olla en la que se habrá preparado un fondo de cocción con rodajas de panceta, zanahorias cortadas en juliana, tomates frescos y cebollas levemente verdes. Cuando los lenguados ya están medio cocinados se añaden unos 400 gramos de champiñones. Se sirven con coliflor gratinado.
16. Las chicas superpoderosas
I
Ramiro buscaba alguna cámara escondida que le demostrara que esa reunión no era más que una broma para un programa de televisión. Pero no era broma. Pajarito definió los detalles.
Santiago sería el encargado de llevar el bolso con el material. Esa noche, Ramiro, Simone y él lo llevarían en auto, estacionarían a unos metros del lugar, de la mano de enfrente, y desde ahí vigilarían que no ocurriera nada raro. Pajarito insistía en que la gente era confiable y que no iba a haber complicaciones. El encuentro sería un videoclub llamado Dexter. Ahí lo estaría esperando un tal Indio, un pelilargo con trencitas y barba, que era, a la sazón, el que también atendía el video. Lo haría pasar a la parte de atrás del local, adonde seguramente iban a estar otros dos tipos que verificarían si en el bolso estaba todo lo prometido. Ya sabían la calidad y el peso porque eran datos que habían circulado desde el día que se les había «perdido» el bolso a los de Estupefacientes. Se fijarían en la cantidad y acto seguido le darían otro bolso lleno de plata. Pajarito le recomendó a Santiago que no perdiera tiempo contando el dinero porque esa gente no ponía nunca un peso de menos, ni un billete falso. Que saludara con un gesto y saliera rápido aunque sin correr hacia el auto. Desde que salían del departamento hasta que volvían no deberían pasar más de cuarenta y cinco minutos.
Además, Pajarito dio otras indicaciones: esa noche Celia descansaría y las chicas tendrían que encargarse de comprar en una rotisería un par de pollos para los nueve comensales. También un par de botellas de champagne para festejar. Pajarito estaba en todos los pormenores.
Apenas terminaron de almorzar, Lucrecia les dijo a Ana y a Marcela que la acompañaran. Ya en la calle, Lucrecia le preguntó a Marcela si tenía prejuicios en contra de los militares.
—Prejuicios no tengo, tengo convicciones.
—Bueno, entonces por unas horas metete las convicciones en un lugar cómodo. Vamos a ir a ver a un militar.
—¿A un militar? — preguntó Ana.
—A un teniente coronel retirado.
Fueron en el auto de Lucrecia hasta Vicente López. Pasaron por delante de una plaza y Lucrecia les señaló una casa:
—Ahí vive un ex mío, Arturo Roversi. Tiene hijos, esposa, una mucama y seguramente perro.
—Arturo Roversi —repitió en voz baja.
Siguieron unas diez cuadras más y llegaron a un lugar de casas de dos o tres plantas protegidas por muros o por rejas altísimas. Se detuvieron en una casa que no hacía ostentación de la mansión que se escondía detrás de esas paredes. En la entrada había una cámara que filmaba a las visitas recién llegadas. Lucrecia tocó el timbre y un minuto después apareció un señor alto y canoso vestido como un lord inglés de entrecasa. Abrió la puerta y abrazó a Lucrecia.
—Qué alegría verte, hija, venís tan poco últimamente.
—Ufa, pa, sin reproches.
—Sin reproches. ¿Y estas bellas señoritas?
—Son amigas mías y necesitan tu ayuda.
—¿Mi ayuda?
—Ellas, yo no. Necesitan que les enseñes a usar un arma de bajo calibre.
—Obviamente, vos siempre fuiste mejor tiradora que tus hermanos. Pasen, tomamos algo y después vamos al polígono.
—Mi papá llama polígono de tiro a una habitación que está cruzando el jardín del fondo. No saben lo felices que están los vecinos.
II
Una cosa era andar por la calle y cruzarse con una patota golpeando a un tipo y que ese tipo resultara amigo tuyo, y otra muy distinta era ir a meterse en problemas a propósito. ¿Por qué iba a enredarse en esa trama de ladrones inexpertos, traficantes de drogas, canas enojados y chicas enloquecidas ante la posibilidad de una aventura? Ramiro se preguntaba por qué tenía que agregarse a ese equipo más parecido a Los desconocidos de siempre que a los agentes de Misión imposible. Y él tenía una razón para decir sí, una razón que le costaba reconocer y que nadie, al menos ese día, le podría hacer confesar ni ejerciendo la violencia física: él iba a decir que sí por Marcela. Porque si Marcela tenía sus afectos en esa historia, entonces él quería ser parte de ella. Quería estar cerca de ella aunque le doliera verla con Santiago, aunque no dejara de sentirse culpable ante Lucrecia.
III
Lucrecia puso un CD de Iggy Pop en el auto a un volumen bastante alto. Lo suficientemente alto como para que Marcela se acordara de Raúl cuando ponía esa música melosa bien fuerte. Pero Iggy Pop era distinto y hasta ella se sentía como excitada ante la experiencia que habían pasado y repetía con la Iguana: «I'm so fucking alone, I'm so fucking alone, okey okey this is me, okey okey this is me».
Habían estado casi tres horas en la casa del padre de Lucrecia. Las había llevado al fondo de un parque con árboles y una piscina. Realmente era un polígono de tiro con sus dibujos de siluetas y los círculos de los tiros al blanco. El padre trajo varias armas distintas y auriculares para protegerse del ruido. Lucrecia había rechazado el suyo porque le gustaba parecer que manejaba todo ese mundo con soltura.
Antes de enseñarles concretamente a tirar, el padre de Lucrecia les contó que había sido instructor en el Colegio Militar y que les iba a decir lo mismo que les decía a los cadetes. A continuación habló durante media hora de las responsabilidades de alguien que tiene un arma e insistió en que se necesitaban varias clases para poder usarlas adecuadamente. Ellas escuchaban tratando de parecer interesadas.
Cuando llegó el momento de la verdad, Marcela se había puesto algo nerviosa. ¿Estaba haciendo lo correcto? Que ahora tuviera un arma en sus manos y disparara entusiastamente sobre la silueta de hombre formaba parte de ese estado inverosímil en el que se había inmerso desde el momento en que Raúl la había echado de la casa.
Lucrecia disparaba con la soltura que dan muchos años de práctica. La sorpresa la proporcionó Ana. Desde su primer disparo demostró saber pararse, colocar el cuerpo y tirar con una puntería superior a Lucrecia.
—Yo sabía disparar con rifle. En Clorinda íbamos a cazar con mi papá y mis hermanos.
A las cinco de la tarde abandonaron el polígono y fueron a un jardín de invierno en donde una empleada había servido el té para cuatro, con escones, tostadas, dulces, una torta de chocolate y sandwiches de miga.
Las tres comieron como si no conocieran la palabra dieta. En un momento, Lucrecia se retiró con su cartera y volvió a los quince minutos. Marcela pensó que estaba indispuesta pero después, en el auto se enteró de qué había ido hacer.
—Abrí mi bolso —le dijo a Marcela mientras cruzaban la General Paz.
—¿Y estas armas?
—Son pistolas.
—¿Te las dio tu papá?
—Las tomé prestadas de su estudio; tiene tantas que no se va a dar cuenta. Igual pienso devolvérselas la próxima que vez que lo vea. Ahora va a ser mejor que las guardemos en la guantera.
—Chicas, me parece que hay algo que no va —dijo Ana—. Ustedes dos tienen zapatos, medias y pollera. Creo que si hay problemas, la ropa les puede jugar una mala pasada.
Decidieron ir primero al departamento de Lucrecia. Ahí se cambiaron. Las tres estaban ahora con vaqueros y calzado bajo. Marcela se puso su campera de cuero rojo y Lucrecia otra campera de jean teñida de verde.
—Ahora sí —dijo mientras se miraba al espejo y las miraba a las otras—. Los Ángeles de Charlie ya están listos.
IV
Pajarito había prohibido las bebidas alcohólicas hasta después de la venta. Santiago intentó justificar el whisky diciendo que el alcohol templaba los ánimos y que ellos lo necesitaban. Pajarito argumentó que lo que templaba los ánimos era el convencimiento de estar haciendo las cosas correctamente y eso era justo lo que ocurría con ellos. Pajarito extendió la prohibición alcohólica a todos los presentes, incluso a Celia que se quería servir un trago. Aunque tal vez esta rigidez de principios de Pajarito era simplemente para hacerla enojar a Celia que había ido con su cartera a la pieza a tomar tranquila de una petaca que siempre llevaba encima.
A las nueve menos cuarto, las chicas se pusieron de pie.
—Nosotras nos vamos a comprar la comida.
—¿No es un poco temprano?
—No importa, así estamos de vuelta antes que ustedes. Cualquier cosa, si se enfría calentamos en el microondas.
—Yo no tengo microondas.
—No importa.
Cinco minutos después, Pajarito se puso el saco y Simone, Ramiro y Santiago sus camperas respectivas. Ramiro guardó el nunchaco sin mucho convencimiento:
—El nunchaco no va a servir de nada.
—Pibe, los curas andan con una cruz hace miles de años y no les ha ido tan mal. Llévalo que te va a hacer sentir más seguro.
Santiago subió a saludar a la madre. Se había dormido con la petaca vacía a su lado. Le dio un beso tratando de no despertarla. Bajó y le dio un beso a Julián que estaba serio sentado en el sillón. Tomó el bolso con la droga y salieron los tres en fila india.
V
—Tengo ganas de fumar —dijo Lucrecia—. En la guantera hay un paquete de cigarrillos. ¿Alguna tiene fuego?
Y las tres se rieron al ver que tenían fuego, tres armas de fuego pero ni un encendedor. En la guantera Marcela también había encontrado un paquete de chicles Beldent. Las tres se pusieron un chicle en la boca y en el auto se sentía el ruido de sus mandíbulas masticando.
—¿Y si pones música bajito? — propuso Ana.
—Algo ad hoc —dijo Marcela.
—La marcha fúnebre —dijo Lucrecia.
Justo en ese momento aparecieron las cuatro siluetas. Ellas estaban estacionadas sobre la calle Sánchez de Loria, casi a setenta metros de la esquina donde había dejado el auto Ramiro. Pusieron el motor en marcha.
VI
—Pásame otra cerveza —dijo Gonzalo II, Rodrigo IV le dio una, la destapó y puso mala cara—, ya está natural. Qué horrible la cerveza caliente.
—Los ingleses la toman natural —dijo Rodrigo II.
—Allá es otro hemisferio y hace más frío. Te tomas una cerveza helada y se te congelan los huevos —dijo Gonzalo I.
Estaban desde hacía más de una hora en el auto estacionado a unos treinta metros del edificio donde vivía Santiago. Estaban seguros de que ese sábado Santiago saldría en algún momento. Estaban dispuestos a quedarse hasta la madrugada si era necesario. Habían llevado veinte latas de Guinness y si hacían falta más podían comprar cualquier otra cerveza en un kiosco del barrio.
—Ese que va ahí. El del bolso —dijo Gonzalo II—. Ése es Santiaguito.
—Che, ¿el otro no es el tenista? — preguntó Rodrigo II—. ¿Y los viejos esos?
La idea original era pegarle con los bates de béisbol ahí mismo, en la puerta de la casa, pero tardaron más de lo debido en dejar las latas de cerveza y tomar cada uno de los cuatro sus respectivos palos.
—Se metieron en ese auto.
—Los seguimos y donde se baje le dejamos los huesitos hecho puré.
—Qué lastima que Raúl se lo vaya a perder.
VII
Las chicas vieron cómo arrancaba el auto de Ramiro y cruzaba la avenida Belgrano. En principio no habían tomado en cuenta el otro auto que salió detrás. Pensaron que se trataba de una casualidad que las favorecía porque ocultaba el auto de ellas. Pero cuando Ramiro dobló por Moreno y el otro auto aún se mantenía detrás, se dieron cuenta de que algo raro estaba pasando.
—Es la policía —se animó a decir Lucrecia y ya estaban definitivamente convencidas de que iban a tener que entrar en acción.
VIII
Llegaron a las nueve en punto. «DEXTER» decía el cartel luminoso del video ubicado sobre Díaz Vélez en el barrio de Almagro. Estacionaron en la mano de enfrente, casi a la altura de la puerta de entrada. Pajarito vio detrás del mostrador al Indio, que él creía un hippie y que en realidad era un rastafari. No había ningún cliente. Cobraban muy caro el alquiler de las películas para espantar a la gente y poder usar el negocio para otras actividades.
—Allá está el Indio, el hippie —dijo Pajarito—. Anda y en menos de diez minutos tenés que estar de vuelta.
—Tené cuidado —le dijo Simone.
Ramiro le pegó suavemente en un hombro. Santiago tomó el bolso y se bajó. Esperó que pasaran los autos y cruzó la avenida hacia el videoclub.
IX
Pararon a menos de cinco metros del auto en el que iba Santiago y también ellos podían ver desde ahí perfectamente la entrada del video. Vieron cómo Santiago se bajaba con un bolso, cruzaba y se metía en el local.
—El pelotudo fue a alquilar una película.
—Seguro que una porno para verla con la putita.
Santiago se había acercado al que atendía y hablaba con él.
—Odio a los rastas. Me dan unas ganas de cagarlos a pinas...
En lugar de tomar una película, Santiago pasó al otro lado del mostrador y se perdió en el interior del negocio.
—Mira vos, resultó amigo del rasta. ¿Qué hacemos? ¿Esperamos a que salga o matamos dos pájaros con los mismos golpes?
—Por ahora, esperemos.
X
Por primera vez en todo el día, Santiago se sentía tranquilo. Al cruzar la avenida lo habían abandonado los nervios y caminaba seguro con el bolso en la mano. Sintió que estaba preparado para ese tipo de actividad, para negociar con el rasta el pago de la merca, aunque el arreglo de dinero ya se había hecho y él era un simple intermediario.
En la entrada había afiches de Cuatro habitaciones y de Abierto hasta el amanecer. Entró y se dirigió hacia el rasta.
—¿Indio? Vengo de parte de Pajarito.
—¿Qué haces? Vení, pasa.
Le hizo dar la vuelta y atravesar la puerta trasera. Era una habitación amplia con unos muebles que parecían más abandonados que funcionales: un sofá cama, una mesa, unas sillas y dos tipos que imponían respeto con sólo verlos. Santiago les entregó el bolso. Sacaron todos los paquetes aunque desarmaron sólo uno. Tenían una balanza y rudimentario laboratorio. Santiago quería concentrarse en las pruebas que le hacían a su mercadería pero estaba demasiado fascinado con los gestos de esos dos delincuentes profesionales.
—Todo ok, flaquito. Acá tenés —y le alcanzaron un paquete envuelto en papel madera.
—Si no les molesta, voy a abrir el paquete y voy a guardar la plata en los bolsillos de la campera.
—Hace lo que quieras, mientras no se te rompan los bolsillos.
Por suerte la campera era amplia y podía guardar un elefante adentro. Jamás en su vida había visto tanta plata junta y ahora la tenía guardada en sus bolsillos. Los tres delincuentes lo miraban hacer y los cuatro a la vez cambiaron de cara cuando se sintieron pasos en el video club. Pasos que no se quedaban en el salón de venta, sino que avanzaban hacia donde estaban ellos.
XI
Las chicas habían parado a más de setenta metros. Tenían que hacer esfuerzos para ver los dos autos porque había otros estacionados en el medio. Marcela sugirió bajarse y avisar a Pajarito y compañía que un auto los había seguido y que debía ser de la policía. Lucrecia no estaba de acuerdo, creía que era mejor esperar a que se desencadenaran los hechos para actuar porque si se adelantaban iban a quedar en evidencia y en el caso de ellas, eso significaba perder toda eficacia de acción. A Marcela le llamaba la atención la claridad táctica de Lucrecia y se preguntaba si lo había aprendido de su viejo milico.
—Además —dijo Lucrecia—, hay algo que no me cierra. ¿Qué hacen los canas en un auto tan chico e importado? No es el tipo de autos que uno imagina de la policía de civil.
—¿Y si en vez de policías son otros ladrones que se quieren quedar con la droga? — preguntó Ana.
—¡Miren! — dio el grito de alarma Marcela. Del auto habían salido cuatro tipos, cada uno llevaba algo en la mano, no se llegaba a distinguir si eran armas o palos—. Ay, Dios, no veo bien pero me parece que conozco a uno de ellos. Es Gonzalo, el mejor amigo de Raúl.
—Éramos pocos y parió la abuela —dijo Ana.
XII
La cerveza se había acabado y también se acababa la paciencia. Además ahora no era sólo contra ese tal Santiago sino que también querían la peluca del rastafari. Aguantaron un minuto más pero ya había muchas ganas de ir a mear y de ir a pegar.
—Dejémonos de joder, vamos, pasamos al fondo y les damos a los dos putos.
—¿Y qué hacemos con los tres que están en el auto?
—Si bajan y vienen a la fiesta, les damos también a ellos —los otros tres estuvieron de acuerdo.
XIII
Como Simone y los otros estaban atentos a la puerta, no los descubrieron sino cuando entraron al video. No los habían visto salir del auto de atrás de ellos y Ramiro los reconoció enseguida.
—Son los que le pegaron a Santiago el otro día.
—¿Y qué hacen acá? Van a arruinar todo. Pibe, me parece que vas a tener que usar el cachivache que trajiste.
—¿Y nosotros? — preguntó Simone.
—Improvisamos. Crucemos.
XIV
Cuando los rugbiers abrieron la puerta de la habitación, uno de los dealers ya había sacado un arma y le disparó al primero que entró. Santiago instintivamente se alejó de la línea de fuego, reculó y se fue hacia un costado. Al ver que caía uno de ellos, los tres patovicas restantes se tiraron como fieras sobre los tres traficantes. Pesaban más de cien kilos pero tenían la agilidad de una bailarina y en un par de saltos habían roto la cara del rasta de un golpe como si fuera una piñata, hundido el estómago de un traficante y desnucado al otro, sin que ninguno de estos dos hubiera podido disparar nuevamente. El rugbier herido tirado en el piso se quejaba. Tenía una bala debajo del hombro. El rasta emitía un ruido raro y la sangre le brotaba por la boca como un arroyo espeso.
Los patovicas vieron el bolso de la droga. Uno lo abrió, tomó un paquete y lo desarmó. Los ojos se le salieron de las órbitas, acercó un dedo y dijo:
—Muchachos, todo este bolso está lleno de merca.
—No jodas.
—En serio.
—Así que el puto este vende droga.
El rugbier tomó el bolso y se lo colgó al hombro, se acercó al traficante que había disparado, le dio una patada en el estómago y agarró su arma. Los otros dos rugbiers, olvidando a su amigo herido que gemía cada vez más fuerte, se dirigieron hacia Santiago en el preciso instante en que por la puerta aparecieron Pajarito, Simone y Ramiro que lanzó un grito parecido al de una grulla en celo.
—Miren —dijo uno de los rugbiers—, Karate Kid y los maestros ninjas.
—José Luis Clerc —dijo otro—. Qué suerte que viniste —y abandonó el rumbo que lo llevaba a Santiago para dirigirse hacia Ramiro que movía el nunchaco.
Pajarito extrajo de su saco una navaja y dio un par de pasos achicando su distancia con el que se acercaba a Ramiro. Simone lo siguió con las manos limpias.
XV
Fueron las chicas las únicas que se dieron cuenta aunque ya tarde. Ni Ramiro ni Pajarito ni Simone ni los patovicas se habían fijado en un auto parado en la mano de enfrente, casi llegando al video club. Adentro había dos tipos que, cuando vieron a Pajarito entrar en el video, se bajaron y se dirigieron también hacia allí.
Las chicas se habían repartido las pistolas, las habían guardado en el bolsillo exterior de la campera y habían bajado del auto. Sin embargo, no habían podido evitar ser mujeres y por lo tanto el movimiento que había comenzado cuando los rugbiers se bajaron de su vehículo, recién se completó cuando los dos desconocidos entraron al video club. En el interín se repartieron las armas (había una que Lucrecia quería para ella y por error se la había dado a Ana así que pidió que se la cambiara), revisaron los cargadores, se preguntaron si estaban listas y se les trabó la puerta al salir porque Lucrecia las había cerrado con el cierre centralizado y se había olvidado de quitar el seguro.
XVI
El patovica había quedado a un metro de Pajarito cuando entraron los dos policías de civil con armas en las manos.
—Qué mierda pasa acá —dijo uno al descubrir a cuatro tipos muertos o heridos tirados en el piso, uno con un revólver y un bate de béisbol, otros dos con bates, uno con un nunchaco, otro con un arma blanca y dos más desarmados. Los que estaban de pie se quedaron quietos.
—¡Carajo, quietos! — gritó el otro innecesariamente porque todos se habían quedado congelados. El único que se movía era uno de los traficantes tirado en el piso que estaba recuperando la conciencia y se movía por el suelo como si buscara algo.
El rugbier que tenía el bolso con la droga apuntaba a uno de los tipos recién llegados.
—Ese bolso es nuestro, así que bajá el arma o sos boleta —dijo el policía de civil sin sacarle el arma y la vista de encima al patovica, el otro cana apuntaba al resto del grupo—. ¿Este también es amigo tuyo, Pajarito? — le preguntó sin mirarlo.
—Sí —dijo Pajarito sabiendo que los rugbiers la iban a pasar peor si pasaban como amigos suyos.
—Miralo a Pajarito, mexicaneándole la merca al Indio. Eso no se hace. Me parece que te falta para jugar en las grandes ligas.
—Por lo menos ya tienen los palos de béisbol —dijo el otro cana.
—Yo no estoy con esos putos y déjanos salir o te bajo yo a vos —dijo el patovica armado.
—¿Ustedes? — preguntó el cana—. Me parece que los vamos a liquidar a todos para no hacer diferencias.
Nadie las había sentido llegar pero estaban ahí: pistolas tomadas con las dos manos, brazos extendidos, piernas levemente abiertas y el cuerpo un poco hacia delante. Ahí estaban las tres chicas apuntando.
—¡Bajen el arma o los quemamos a todos! — dijo Lucrecia con la misma voz que usaba para discutir con sus alumnos.
El efecto sorpresa siempre es importante y no había dudas de que todos estaban sorprendidos porque hasta se había callado el rugbier herido. Las miraban y no sabían si estaban ante algo serio o si era parte de una alucinación colectiva. Tres chicas en jeans, con camperas roja, verde y azul que barrían con sus armas las cabezas de todos, incluidos a sus propios amigos.
Sin embargo, uno de los presentes no estaba fascinado ante el show femenino. Era el traficante tirado en el piso que finalmente había encontrado lo que estaba buscando entre su sangre: un revólver. Con lo que le quedaba de fuerza pegó un salto y desencadenó la tragedia final.
Le disparó al rugbier armado que por reflejo tiró sobre el cana pero el disparo apenas lo rozó. El policía le devolvió la gentileza con tres tiros al pecho. Ahora quedaban dos patovicas medio muertos en el piso y dos de pie. Uno de estos dos aprovechó la confusión y le pegó con el bate de béisbol al otro policía haciéndole volar el arma por los aires y lo remató con un buen palazo. Un cana menos.
El otro patovica que quedaba de pie le pegó un golpe al traficante que había disparado y lo sacó definitivamente de circulación. El rugbier no había terminado de acomodarse el bate de béisbol cuando recibió un tiro del policía y cayó como cae un cuerpo muerto.
Tres traficantes fuera de circulación, tres patovicas gorgoteando sangre en el piso, un policía que ya no respiraba. El único cana que quedaba pensaba disparar al único rugbier sobreviviente. Sin embargo, el patovica ya se había tirado encima del policía y le había dado un golpe en la cara y otro en la pierna. Cómo había aparecido Simone en el medio nadie lo supo explicar pero se había interpuesto entre el cana a punto de ser liquidado y el rugbier a punto de dar su golpe de gracia. El empujón que Simone le pegó hizo que el bate se moviera en el aire. El rugbier cambió de objetivo y antes de terminar con el policía decidió reventar de un golpe a Simone. Mientras esto ocurría, las chicas apuntaban con sus armas de aquí para allá, como si fueran micrófonos. Una bala salió de esas armas. El rugbier estaba por pegarle el golpe a Simone cuando Ana le disparó al estómago y le pegó en la pierna haciéndolo caer hacia atrás.
La sangre olía más fuerte que la pólvora. De los diez cuerpos que había tirados en el piso, sólo dos parecían tener posibilidades de llegar a la siguiente Navidad: uno de los policías y Simone que simplemente se había caído y la ciática lo retenía en el piso. Pajarito se acercó, lo ayudó a levantarse y después fue hacia al policía herido. Sólo se sentían los gemidos de los rugbiers heridos y los gritos de Marcela llorando que repetía «lo matamos, lo matamos». Santiago y Ramiro fueron hacia donde estaban las chicas. Ramiro tiró su nunchaco al suelo y Santiago abrazó a Marcela tratando de calmarla. Ana no dejaba de apuntar al único policía consciente.
—Pajarito —le dijo el cana—, sos hombre muerto. Tu amigo me salvó la vida... por eso te aviso que vos y tu amigo son hombres muertos. Te la tienen jurada. Pajarito movió la cabeza afirmativamente y no dijo nada.
—Yo si puedo te la hago fácil, palabra —siguió diciendo el policía—. Déjame el bolso con la merca, llévate la guita si querés y yo no vi a ninguno de estos perejiles. Ahora haceme un favor, en la campera del Negro está el teléfono, dámelo para que llame a los muchachos. Y vayanse ya, vos y tu amigo rájense de Buenos Aires si quieren llegar a más viejos de lo que son.
Pajarito fue hasta el otro cana, buscó en su campera y sacó el teléfono celular. Se lo dio al policía que seguía en el piso sin poder incorporarse. A continuación, Pajarito fue hacia donde estaban sus amigos: —Vamos que en un minuto esto va a estar lleno de ratis.
Los seis salieron corriendo y cuando pasaban por el video, Lucrecia se detuvo un segundo mientras los demás atravesaban la puerta. Sólo quedaban ella, Ramiro y Santiago que la esperaron. Fue hacia la góndola de los estrenos y agarró una película.
—Dale, boluda, vamos —dijo Santiago.
—Vidas sin reglas —dijo Lucrecia mostrándoles la tapa de la película de Danny Boyle que se llevaba.
Ya estaban en la calle cuando Ramiro dijo:
—El título original es mejor: A Life less ordinary. Se tendría que llamar Una vida menos ordinaria.
Lucrecia lo escuchaba como si estuvieran en una mesa de Sócrates o de Boquitas Pintadas. Ese diálogo a Santiago le resultó mucho menos real que lo ocurrido dos minutos antes. Y a pesar de las circunstancias y de que ya estaban todos en sus autos y mientras salían a toda velocidad, Santiago —que no sabía inglés— se imaginó en esa esquina de videoclub diciendo de manera definitiva:
—«Ordinary» no se traduce como «ordinaria» sino como «común». El título correcto sería «Una vida menos común».
17. Camino, campo, lo que sucede, gente
I
Se metieron rápidamente en el edificio. Tenían miedo de ser vistos, o de que alguien los hubiera seguido, algo imposible porque habían salido del video corriendo, se habían metido en los autos y habían arrancado a toda velocidad, adelante Ramiro y detrás Lucrecia. Los demás ocupantes de los autos miraban hacia atrás viendo si los seguía alguien, pero no vieron a nadie.
Ya habían pasado los abrazos y los llantos. La madre de Santiago había preparado café y servía tacitas que Julián repartía entre los recién llegados. La botella de whisky se terminó más rápido que el café.
—Todo salió perfectamente como no lo habíamos planeado —dijo Pajarito—. La conclusión es que estamos todos vivos y que acá el muchacho tiene la campera llena de plata.
Los nueve estaban casi silenciosos, como velando a un muerto sobre la mesa que rodeaban. Julián rompió el silencio para preguntarle a las chicas:
—¿Qué trajeron de comida?
—No tuvimos tiempo —dijo Ana.
—¿Qué estuvieron haciendo? — insistió Julián.
—Mira, Julián —dijo Lucrecia—, vos mejor que calladito calladito llames a una pizzería y hagas un pedido.
Fue Celia la que se dirigió al teléfono y marcó un número que había en el anotador. Pidió tres pizzas grandes, una a la brasileña, otra veneciana y una especial de mariscos. Los que estaban atentos al pedido se miraron extrañados y Santiago le gritó que también pidiera una grande de muzzarella y jamón. La madre lo miró con cierto desprecio y agregó esa pizza al pedido. También pidió cinco cervezas y dos cocas de litro y medio.
—Deja, Celia, no te preocupes —dijo Pajarito—, paga la campera de tu hijo.
II
Nadie se quejó de las pizzas raras y no dejaron nada, ni siquiera la fainá que había venido de regalo. La comida los había puesto de mejor humor.
De a poco y sin saber muy bien por qué, Pajarito se fue convirtiendo en el centro de atención. Los demás preguntaban y él respondía como si fuera un gurú.
—¿Qué va a pasar con los patovicas?
—Los que sobrevivan van a ir presos. Van a necesitar un muy buen abogado para que no les den por lo bajo veinte años o más. Les digo algo: esos no molestan más a nadie.
—¿Y a los que le íbamos a vender el bolso?
—No sé si sobrevive alguno y si es así, no va a pasar nada. No van a ir presos, ni tampoco van a salir a buscar ni la plata ni la droga.
—¿Y la policía?
—¿Ven? Esos son los únicos complicados. Aunque no para ustedes. Todos ustedes pueden ir tranquilos a renovar la cédula o a preguntarle la hora al vigilante de la esquina que no va a haber problema. La complicación es para mí sobre todo y, en menor medida, para don Jorge.
—¿Por qué ustedes dos sí corren peligro?
—El asunto es así: los delincuentes y la policía somos una gran familia. Cuando algún delincuente traiciona la confianza de la policía ese tipo es hombre muerto. Para ellos, yo los engañé con mi show en Constitución y creen que lo hice para quedarme con la droga. Quieren vengarse de los dos que les quitamos el bolso. Si quieren ver algo positivo en todo esto sepuede decir que los que nos buscan son todos de Capital y como mucho de la provincia de Buenos Aires, y que las condenas se olvidan en un par de años. Total, lo importante es que recuperaron su mercadería.
—¿Y entonces?
—¿Y entonces qué, jovencita?
—¿Qué van a hacer? No van a poder quedarse ni en este departamento ni en ningún otro de la Capital.
—¿Qué vamos a hacer, don Jorge?
—No sé, Pajarito.
Se quedaron todos en silencio. Había que buscar una salida para ellos, sin embargo a nadie se le ocurría cómo resolver la cuestión. Hasta que habló Celia.
—Bien, ordenemos esto. Las chicas y Ramiro vayan a hacer las valijas a sus casas. Vos, Santiago, ármate un bolso con tu ropa que vamos a pasar un par de días afuera. Nosotros, un par de días, y Pajarito y don Jorge, si quieren, más tiempo.
—¿A dónde vamos? — preguntó Lucrecia.
—Nos vamos al campo.
III
En el auto de Ramiro iban Simone, Pajarito, y Celia. Unos metros más atrás, en el auto de Lucrecia viajaban Marcela, Ana, Santiago y Julián. Los baúles iban llenos de bolsos y valijas. Más que un grupo de evadidos huyendo de la Policía Federal argentina parecían una familia numerosa dispuesta a pasar un fin de semana en las afueras.
Tomaron la ruta 8 a las cuatro de la mañana. Habían decidido salir inmediatamente, apenas con el tiempo suficiente para juntar la ropa y para guardar la plata en un bolso más seguro que la campera de Santiago. Ninguno tenía ganas de pasar una noche más en Buenos Aires ni mucho menos de irse a dormir después de lo que había vivido. Preferían estar en vela, incluso Ramiro y Lucrecia, que eran los únicos que iban a manejar hasta llegar a Monte Maíz, en la provincia de Córdoba, el lugar en donde estaba el pequeño campo de Celia y el de sus primos.
Cuando todavía estaban en el departamento de Santiago, Pajarito dijo que debían dividir el dinero entre todos en partes iguales.
—¿Se volvió loco? Ese dinero es suyo, de don Jorge y de Ana.
—Santiago tiene razón.
—Mire, Pajarito, esto lo hicimos por ustedes tres. Y no hay discusión al respecto.
—Yo con que me hayan pagado la pizza y las cervezas estoy hecho.
—Y yo me traje una película del video.
—Y yo tengo un libro que me dio papá que vale tanto como lo que vendieron, así que más no podemos pedir.
Pajarito insistió un buen rato y, sin embargo, no pudo torcerles el brazo.
La noche era todavía oscura pero estrellada. Casi no había autos en la ruta, sólo camiones que cruzaban a toda velocidad. Celia contó detalles de los años vividos en el campo durante la dictadura. Si había sobrevivido a esa persecución, Simone y Pajarito podían quedarse bien tranquilos.
—Yo viví en el campo hasta hace unos veinticinco años —dijo Simone—. Viví mucho más de la mitad de mi vida sembrando, cosechando y criando animales. Cuando nos mudamos a Floresta pensé que nunca más iba a volver al campo. Y míreme ahora, regreso a lo que siempre fui y nunca voy a dejar de ser: un hombre de campo.
En el otro auto iban más callados aunque absolutamente despiertos, excepto Julián que se había dormido apenas arrancaron y que apoyaba su cabeza en el brazo de Ana. Lucrecia había puesto un CD de Nina Simone y su voz grave llenaba el auto y se proyectaba hacia el cielo estrellado.
Ya en la provincia de Santa Fe, en Hughes, pararon un poco más de media hora para desayunar, ir al baño y cargar nafta. Los nueve se sentaron alrededor de cuatro mesas juntas y cualquiera que los hubiera visto hubiera pensado que eran una familia feliz.
IV
Llegaron al campo alrededor de las once de la mañana. Entre Simone y Pajarito abrieron la tranquera y tuvieron que recorrer casi un kilómetro para llegar hasta la casa. Era el casco de una estancia construido a la manera colonial, con las habitaciones puestas una al lado de la otra; todas daban hacia una galería techada que tenía un par de bancos como los que suele haber en las plazas. También había un salón comedor, un baño grande y antiguo, una cocina luminosa, un patio enorme con un aljibe; al costado del pozo de agua, había una construcción precaria que era el lavadero; a unos diez metros había un galpón que también podía hacer las veces de garage y más lejos otro galpón más grande que también podía ser usado como establo.
Abrieron las puertas de todas las habitaciones, del salón y de la cocina. Celia conectó la luz y encendió el motor del aljibe. A pesar del tiempo que pasaba cerrada, la casa no estaba tan deteriorada, nada que no se pudiera arreglar con escobas, pinceles y martillos.
Bajaron las valijas y se dividieron las habitaciones. Cierto pudor o algo parecido hizo que terminaran varones con varones y mujeres con mujeres: Simone y Pajarito, Celia y Ana, Santiago y Julián, Lucrecia y Marcela, y Ramiro que quedó solo.
Los nueve salieron de excursión y recorrieron el gallinero vacío, el chiquero sin chanchos, el campo de pastoreo despoblado y el pequeño bosque de eucaliptos que rodeaba la casa. Más allá había una serie de árboles frutales y cítricos que los primos de Celia mantenían en buen estado. Más lejos comenzaban los sembradíos. Hacia el sur había girasol y hacia el norte, maní.
Al terminar la recorrida, Celia propuso ir con sus hijos a lo de los primos y de paso ir al pueblo a comprar algunas cosas. Lucrecia se ofreció a llevarlos y Pajarito insistió en darles plata.
A Marcela no le había gustado que Celia, Santiago y Julián fueran con Lucrecia. Iba a visitar a los primos como si ella fuera una más de la familia.
El recibimiento de los primos fue como siempre: una felicidad sincera que enseguida se manifestaba en mate, café con leche, quesos, salamines (que ellos insistían en llamar chorizos), mermelada, dulce de leche y pan casero. Les contaron que estaban de visita pero que había unos amigos que se iban a quedar por un buen tiempo. El primo les ofreció sábanas, frazadas y toallas que les hacían falta. De pronto, el primo se acordó de algo y lo llamó a Santiago para que lo ayudara. Se aparecieron con un televisor que tenían de más. Igual les dijo que no se hicieran muchas ilusiones porque allí se captaban sólo dos canales. Cargaron las cosas en el auto y volvieron a la casa donde todos, salvo Simone, se habían ido a dormir.
V
Para alegría de Julián y de los amantes de las comidas sencillas, esa noche cocinó Ana. Hizo pastel de papa en dos fuentes enormes que comieron sin dejar ni una miguita. Después de comer y lavar los platos, Marcela preparó café que tomaron acompañado de una torta selva negra comprada en una panadería. Conectaron el televisor y se quedaron viendo una telenovela que, salvo Julián y Ramiro, ninguno conocía.
Terminada la telenovela, cada uno se fue a su cuarto y el silencio más absoluto ganó la casa. Sólo quedó el croar de las ranas.
Esta vez también Marcela tuvo que desnudarse delante de Lucrecia porque no se podían ir a cambiar al baño que quedaba al otro extremo de la casa. Se puso rápidamente su remera larga sin mirar si Lucrecia, que se sacaba la ropa con su habitual morosidad, la estaba mirando.
Las dos se acostaron mirando el techo e hicieron algunos comentarios en voz baja del día que habían pasado en el campo. A las dos le parecía muy pintoresca la vida en el campo pero preferían tener cerca una disquería, una librería y los cines.
—Acá lo único que hay para ver es vacas.
—Yo todavía no vi ninguna. Salvo nosotras.
Se rieron y después se quedaron en silencio. A los cinco minutos, Lucrecia le dijo:
—Vos sos muy buena compañera de cama pero espero que no te enojes si te dejo. Me voy un rato al cuarto de Ramiro. Le voy a dar un buen susto.
Salió de la habitación sin ponerse nada encima del camisón. Ramiro estaba en la última habitación, a la izquierda de ellas, que estaban en la penúltima. A la derecha, estaban Santiago y Julián. Por un momento, Marcela pensó que Lucrecia le había mentido y que en realidad iba a encontrarse con Santiago. Marcela se dio cuenta de que sus sospechas eran infundadas cuando comenzó a sentir ruidos en la habitación de Ramiro. Primero eran como cuchicheos y luego le pareció oír como el roce continuo de dos cuerpos. También le pareció que hacían ruido los resortes de la cama. A los pocos minutos se escucharon los primeros gemidos de Lucrecia, y Marcela trataba de imaginar en qué posición estaría ella. Se la imaginaba encima de Ramiro montándolo con sus manos apoyadas en el pecho de él. O seguramente estaría en cuatro patas mientras Ramiro la embestía cada vez más fuerte, eso seguro que a Lucrecia le encantaba, por algo era una perra. Marcela no soportaba. Se puso de nuevo el jean y encima un buzo y salió de la casa alejándose unos metros. A la altura donde tendría que haber estado el gallinero, estaba parado su padre.
Ella se acercó.
—Miraba el cielo —dijo Simone. Marcela levantó la vista y vio miles de estrellas que se le venían encima, si estiraba la mano podía tocarlas, tan cerca parecía estar ese paño negro, tan negro como nunca lo había visto antes.
—Y pensaba. Pensaba que tendría que volver a casa, hablar con tu madre. No puedo terminar mi matrimonio, mi familia de esta manera. Pienso también en tu hermano, en el hijo que va a tener.
—Papá, siempre hiciste lo mismo. Me parece bien que hables con mamá pero no creo que lo tengas que hacer ya. Creo que tenés que tomarte un tiempo. Y tenés que juntar fuerzas para explicarle que este lugar y esta vida es lo que querés. Yo ahora cuando vuelva les voy a decir que estás bien y les voy a contar parte de esto.
El padre apoyó las manos sobre los hombros de Marcela. La miró a los ojos con agradecimiento. La abrazó y ella sintió sus brazos fuertes; se aferró a él con amor, pero no pudo dejar de recordar aquel sueño de verano y la idea de que su padre abrazaba a Ana con la misma intensidad, con el mismo amor. Tensó su cuerpo y se alejó un poco de él. Sin mirarlo, le dijo:
—No creo que tengas que seguir con Ana.
Su padre se quedó callado. Le otorgaba la razón aunque no parecía dispuesto a hacer nada contra esa chica. Si él dijera una frase, sólo una frase. Pero no, se quedaba callado. Era mentira, no otorgaba. No otorgaba nada.
Volvió cada uno a su habitación. Marcela dio un rodeo mayor para dejar que sus pensamientos negros se confundieran con la noche. De a poco lo conseguía, al punto que su mayor preocupación pasó a ser el pavor que sentía ante la idea de pisar una rana.
VI
A la mañana siguiente, Lucrecia se despertó antes que Marcela. No podía dormir con el canto de los pajaritos en sus oídos. Se vistió y fue a la cocina. Ahí estaban Pajarito, Simone y Santiago. Tomaron mate y comieron pan del día anterior con manteca y dulce de leche. Simone se lamentó por no tener un serrucho y Santiago se ofreció para ir a buscar uno al campo de los primos.
Era la primera vez en esos días que Lucrecia y Santiago estaban a solas. Iban en el auto y charlaban como viejos amigos bajo un cielo azul que daba ganas de vivir.
—¿Era acá? — preguntó ella señalándole los sembrados de girasol.
—Ajá —dijo simplemente él. No necesitaba responder nada más. Lucrecia estaba recordando una historia de Santiago que él le había contado cuando ni siquiera salían. Fue en La Giralda de Marcelo T. de Alvear donde le contó que había pasado parte de su infancia en Córdoba. Santiago solía meterse entre los girasoles a leer. Se llevaba cinco o seis historietas, algún libro de Mark Twain o de Verne, y se quedaba horas leyendo.
—Larguirucho —dijo ella.
—Larguirucho —repitió él.
Esa misma tarde en La Giralda habían descubierto que los dos compartían un mismo ídolo de infancia. Lucrecia leía las historietas a escondidas de su padre militar que no quería que su hija se estupidizara. Tenía escondida su colección de Las desventuras de Larguirucho en el cajón donde guardaba su ropa interior, único lugar de la habitación que su padre no se animaba a revisar. Santiago compraba las Larguirucho en el pueblo y se las llevaba directamente a los girasoles porque su madre militante no quería tener un hijo alienado.
Sin decir nada, Lucrecia paró el auto al costado del camino de tierra. Se bajó y se dirigió hacia los girasoles. Santiago fue tras ella. Caminaron como cien metros entre las plantas.
—Muchas veces te imaginé acá, leyendo mientras yo estaba en mi pieza con la misma historieta.
Él se acercó peligrosamente a ella, le tomó una mano y la sintió cálida y blanda. Lucrecia lo miraba seria. Él se animó e hizo lo que había soñado muchas veces en esos seis años. La besó. Era algo soñado literalmente, porque ocurría siempre en los sueños nocturnos, él la besaba y ella se esfumaba o se convertía en una escoba o en un poste de luz o se hacía chiquita como Campanita, o él se despertaba sin saber cómo terminaba esa historia. Ahora la besaba y en ese beso intentaba borrar las peleas, las confusiones, las traiciones, los rechazos, los insultos, el amor convertido en un violento desencuentro. Lucrecia se dejaba besar pero cuando él intentó abrazarla y acariciarla, ella se separó de él y le dijo:
—No tendrías que haber hecho esto.
—Lucre, sabes bien que yo nunca te dejé de querer.
—Lo nuestro fue. Tuvimos nuestro amor y nos amamos mucho y sufrimos mucho y nos costó mucho salir adelante con otra gente y en otra historia. Cada vez que nos acercamos después de que cortamos fue para hacernos más daño.
—Dame una sola razón para que no te quiera.
—La gente cambia, cambiamos. Yo quiero a la persona que está conmigo y vos también estás con alguien. Pero si así no fuera, si no estuviéramos ninguno de los dos con nadie, tampoco podría ser posible lo nuestro. Lo sabes bien. Ya no podemos estar juntos nunca más.
Una vez más, como tantas veces en circunstancias análogas, Santiago tuvo ganas de ponerse a llorar, de pedirle, de rogarle. Por un rato se había olvidado de Marcela, de que Lucrecia estaba con Ramiro, de que Lucrecia siempre mantenía sus convicciones. Ahora se sentía ridículo, torpe y traidor a Marcela. Sintió odio hacia Lucrecia, el mismo odio que siempre aparecía después de haberla amado, ese odio torpe y ridículo que surgía desde su interior y que culminaba en sus ojos y en sus palabras agresivas. No podía saber si ese odio era la causa o la consecuencia del rechazo de ella. En otros tiempos, ella le hubiera dicho «no me mires así porque me das miedo» pero ahora había crecido, no le tenía ni miedo, ni amor, ni siquiera odio. Había conseguido que su mirada le fuera indiferente.
—Y quiero que sepas una cosa. Vos y yo no nos vamos a juntar más ni para tomar un café. Si nos cruzamos en Filo yo te voy a saludar pero no me pidas que nos encontremos ni a solas ni con los chicos ni con nadie. Pensé que nunca más te iba a repetir esto pero te lo tengo que decir: no quiero saber más nada de vos.
Volvieron al auto en silencio.
VII
En realidad, la que se había levantado más temprano era Celia. La había pasado a buscar su primo poco después de la salida del sol y se habían ido a buscar algunas sorpresas para Pajarito y Simone. Volvió en otra camioneta, una Ford 100 destartalada pero preparada para sobrevivir a todas las catástrofes de este mundo.
—Don Jorge, Pajarito, vengan —los llamó.
En la parte de atrás de la camioneta había gallinas y algún gallo.
—Son para ustedes, para empezar. También se puede conseguir chanchos y todo tipo de hacienda.
Pajarito y Simone habían estado discutiendo sobre el comienzo de los trabajos de refacción del lugar y las gallinas le facilitaban la elección: tenían que dejar a punto el gallinero. Descargaron las aves y quedaron en pasar a la mañana siguiente por lo del vecino que vendía animales. En un momento Pajarito la llevó aparte:
—¿No habrás pagado vos las gallinas?
—No, me las dio a crédito. Cuando vayan ustedes arreglan el precio y listo. Son muy baratas y además, como les quiere vender chanchos y vacas, casi se las va a regalar. Son buenas gallinas, parecen buenas ponedoras.
—Te veo y no puedo creer que seas la misma, Celia.
—Es cierto, estoy arrugada, menopáusica y si me apuras te digo que ya sufro de Alzheimer.
—Estás hermosa como siempre.
—Mira, me costó mucho conseguir esta cara. Me gané cada arruga y a mis hijos los parí más de una vez. Julián es un privilegiado, Eva tuvo una buena madre, Santiago tuvo una madre cariñosa pero lejana y Lucio una madre confusa. Y eso se refleja en cómo ellos me tratan a mí. Sé que me quieren y que el día de mañana me van a elegir un buen geriátrico.
—El día de mañana te podes venir a vivir acá. Con nosotros, conmigo.
—Pajarito, Pajarito, hay declaraciones tardías pero la tuya atrasa veinticinco años. Disfruta del campo como lo disfruté yo. No te metas en problemas con la justicia. No andes robando gallinas ni cuatrereando reses. Y déjame volver a mi Buenos Aires querido. No me sacan del smog nunca más.
—Ya que no podemos hablar de amor, entonces, hablemos de negocios.
No fue difícil llegar a un acuerdo. Pajarito y Simone le iban a comprar el campo. Una parte se lo pagaban con el dinero que tenían y el resto se lo irían pagando a medida que el campo comenzara a producir. Ese año era el último que iban a arrendar los sembradíos y a partir del siguiente serían Simone y él los que contratarían a gente para labrar y sembrar las tierras. Con el dinero que se iba a llevar ella, tendría suficiente para poner un negocio y vivir cómodamente un buen tiempo. Pajarito quiso saber qué tipo de actividad pensaba desarrollar.
—En principio, había pensado en una casa de comida aunque me parece que lo que yo sé hacer no sería muy popular, así que voy a poner una casa de plantas. De hecho, podemos plantar acá y vender en Buenos Aires.
—¿Sabes qué siento, Celia? Que a mi edad tengo mucho más futuro que el que tenía a los treinta. No quiero forzar las interpretaciones pero creo que la edad de uno tiene que ver con las expectativas de hacer, de vivir. Estoy hecho un pendejo.
VIII
Mientras Celia y Pajarito arreglaban su futuro, Marcela y Ramiro estaban desayunando.
—¿Lucre todavía duerme? — preguntó Ramiro.
—En la habitación no estaba, pensé que se había quedado con vos.
—No, volvió con vos a la madrugada. No quería que la vieran en mi cuarto.
—Lo que se dice una chica discreta.
Notaron que no estaba el auto y pensaron que Lucrecia habría ido al pueblo a comprar cosas. Ramiro le propuso caminar, ir hasta el bosque de eucaliptos y pinos. Fueron hacia allá. Saludaron con un gesto a Pajarito y a Celia, y Marcela corrió a darle un beso a su padre que estaba trabajando en el gallinero. Después volvió a donde estaba Ramiro y los dos se perdieron en el bosquecito. Iban hablando de nada cuando él le dijo:
—Creo que voy a cortar con Lucrecia.
Ella lo miró achinando los ojos.
—Pensé que estaba todo bien entre ustedes. A juzgar por los ruidos de anoche diría que muy bien.
—Yo le dije que nos iban a escuchar todos. Lucre y yo nos llevamos bárbaro. Yo aprendo un montón de cosas con ella. Una vez le dije que para mí era como estar con Ana María Barrenechea y se enojó.
Marcela se había agachado para tomar unas pinas y unos frutos secos de eucaliptos y los olía.
—No es para menos.
—Lo que quise decirle graciosamente era que para mí ella es una mina que ya vivió todo, que está de vuelta de todo, que es genial. En fin, no me quejo. El problema no es ella, soy yo.
—«El problema no sos vos, soy yo, no me llames, yo te llamo.» Típicas excusas masculinas. Una vez leí un artículo al respecto en una Cosmopolitan.
—Es terrible. O hermoso si querés verlo desde la fecundidad poética, porque la situación me da para escribir un montón de poesía.
Marcela tiró al suelo todo lo que había levantado. Se olió las manos. Olían a eucaliptos y a tierra.
—Eso es bueno.
—Estoy enamorado de vos.
—Eso es malo.
—Desde que te vi en la primera clase de Latinoamericana quedé muerto con vos. Intenté acercarme y cuando vi que me hablabas, que me prestabas atención, morí. Me volví a morir cuando me enteré de que estabas casada. Me morí como cuatro veces cuando supe que Santiago andaba con vos a pesar de tu estado civil. Si fuera un gato todavía me quedaría una vida y me gustaría dedicártela.
—Santiag... digo, Ramiro, yo estoy ahora con Santiago, sé que quiero vivir con él mi vida y sé que él también me quiere si es que no me lo quita Lucrecia. Pero ésa es otra historia.
—Ya sé, y Santiago es un amigo. Es un tipo bárbaro que juega limpio. Sé que soy un hijo de puta por decirte todo esto. Si no te lo digo estaría traicionando mis sentimientos. Yo no quiero que hagas nada, simplemente que lo sepas.
—Te voy a decir algo, pero no saques falsas conclusiones de esto: si tuviera cinco años menos o vos cinco años más y Santiago no existiera, caería en tus brazos.
—La edad no importa, y a Santiago podemos matarlo —dijo Ramiro, le tomó la cara con las dos manos y la besó. Recorrió su boca con la lengua y sintió cómo la lengua de ella lo acariciaba. Cuando se separaron, primero las lenguas, después las bocas y por último sus manos del rostro de ella, Marcela dijo sin abrir los ojos:
—Soy una puta.
—Discúlpame, Marcela, no me pude contener. Perdóname, no tenía que hacerlo.
—¿Qué hice? Me quiero matar.
—Yo fui el que te besó, perdóname. Hablo con Santiago si querés.
—No. Por favor, ni una palabra a Santiago.
IX
Celia se sentía la espectadora privilegiada de una tragedia sorda y muda. De una puesta en escena involuntaria de los cuatro protagonistas. Ella estaba sentada en una mesa que habían sacado a la galería. Tomaba un café y miraba a la lejanía. Vio venir por la ruta a Lucrecia y a Santiago, los dos muy serios, a la vez que por el lado contrario llegaban Marcela y Ramiro. Lucrecia no saludó a nadie y fue a la habitación. Marcela había girado sobre sus pasos y en vez de ir a saludar a Santiago se había metido en la cocina. Ramiro y Santiago fueron a ayudar a Pajarito a llevar unas tablas al galpón grande.
Se dio cuenta de que algo funcionaba mal entre ellos cuatro y no dudaba de que el tema era el amor. Lo que le costaba definir era quién con quién y quién no quería con quién otro. Si algo también había aprendido en estos años era a no meterse en estas cuestiones, mucho menos si estaba su propio hijo de por medio.
Ramiro fue a la habitación de Lucrecia y salió a los diez minutos. Si había entrado algo apocado, había salido furioso. Al minuto salió Lucrecia y tenía el mismo rostro de disgusto. Se acercó a la mesa donde estaba Celia.
—Yo me vuelvo a Buenos Aires en un rato, tengo mucho trabajo atrasado.
—Y por eso discutiste recién con Ramiro.
—Él se quiere quedar. Que se quede, yo me voy.
Apareció Ana con una pava y el mate. Al rato estaban los nueve alrededor de la mesa y los rostros exultantes de Pajarito y Simone eran los opuestos a las caras amargas de los otros cuatro. Lucrecia dijo que se iba y nadie pudo convencerla de lo contrario.
—Yo me voy con ella —dijo Julián que extrañaba la computadora.
Celia pensó que podría aprovechar para irse. Cuando Ana se levantó a buscar más agua, Celia la siguió y le dijo:
—Voy a necesitar a alguien que me ayude a atender el local. ¿Querés venirte, Ana? Conmigo vas a tener trabajo seguro.
—Gracias, Celia, me quedo.
—¿Es una decisión?
Ana lo pensó mientras miraba calentarse la pava.
—Es un deseo. Me gusta la ciudad pero más me gusta ser feliz. Y acá puedo ser plenamente feliz.
—¿Con los dos y sin problemas?
—Con los dos. Al fin y al cabo esto es mucho más grande que la pensión de doña Paquita, así que no va a haber problemas.
Salieron antes del mediodía, Lucrecia, Celia y Julián. La despedida fue tensa salvo para Pajarito y Simone que estaban en otro planeta.
Se fueron y los demás se quedaron mirando cómo el auto se perdía en el camino.
18. Una rosa es una rosa es una rosa
I
Santiago y Ramiro se pusieron de acuerdo para salir antes de medianoche, así llegaban a la mañana a Buenos Aires. Marcela no puso ninguna objeción. Santiago le recordó el libro que tenían para vender, le dijo que tenía un comprador seguro, un coleccionista que también estudiaba en Filo y que tenía la mayor colección de primeras ediciones. Que les iba a pagar buen dinero.
—Mejor —dijo ella—, así puedo alquilarme algo para vivir mientras busco trabajo.
Santiago, Ramiro y Marcela preparaban sus valijas y revisaban que todo estuviera listo para la inminente partida. Ana les había hecho un bizcochuelo y Pajarito les había regalado dos botellas de limoncello que le había comprado al primo de Celia. Habían cenado un corderito asado preparado por Simone que era lo más parecido al paraíso gustativo al que se podía aspirar.
Simone y Pajarito observaban los movimientos desde la mesa de la galería con sus vasos de vino en la mano.
—No me diga que mañana se va a levantar temprano y se va a sentar en ese banco de plaza a mirar los pajaritos.
—No lo había pensado. Pero no, tengo mucho trabajo que hacer. Tenemos mucho trabajo.
—Ana se queda con nosotros.
—A mí también me lo dijo.
—Me imaginaba.
—Ahora que se van los chicos vamos a repartirnos bien las piezas. Una para cada uno de los tres.
—Me parece bien. Y que ella elija, ¿no?
—Como dijo usted una vez. No estamos en edad de imponer nada.
—En estas horas, don Jorge, estuve pensando mucho. Algún día se va a cansar de nosotros, va a querer estar con alguien de su edad. Y eso es lógico.
Simone terminó el vaso de vino. Se puso de pie para ir hacia la cocina donde estaban los chicos. No parecía preocupado cuando dijo:
—Por supuesto, eso va a ocurrir.
II
Salieron a las once y media de la noche. Ana, Simone y Pajarito los despidieron agitando servilletas y pañuelos. Se quedaron los tres mirando desaparecer las luces del auto y permanecieron quietos durante unos cuantos minutos. No querían moverse, tenían miedo de que se rompiera el hechizo y todo volviera a ser como había sido hasta hacía muy poco: un hombre que trabajaba en una fábrica, otro que se arriesgaba revisando bolsillos en los colectivos y una chica que ya no quería seguir limpiando la suciedad ajena. Ahora eran una familia, particular, es cierto, pero familia al fin.
—Cuando estemos bien —dijo Simone—y ya esté funcionando este campito, le vamos a mandar una encomienda a doña Paquita.
—Estaba pensando lo mismo —dijo Ana.
—La podemos invitar a que venga a pasar sus vacaciones acá. De paso nos cocina.
III
En el auto iban escuchando a Poe. Ramiro tenía Hello y una recopilación de temas en la que aparecía una canción de la banda. Marcela se había quedado dormida en el asiento de atrás a los pocos kilómetros de andar por la ruta.
—Che, qué buen tema. ¿Quién es esa mina?
—Se hace llamar Poe. La canción se llama «A Rose is a Rose». Habla de una tal Jezabel que sedujo a todos los intelectuales de la Generación Perdida sin haber leído nunca un libro, especialmente a Gertrude Stein.
—Por eso lo de «Rose is a Rose is a Rose».
—Tal cual. ¿Leíste a Stein en inglés?
—Ni a Stein, ni a Hemingway, ni a Fitzgerald ni sé inglés.
Ya habían tomado la 8 y ahora sólo quedaba seguirla para llegar a Buenos Aires. Como no podían hablar de Marcela y Lucrecia sin traicionarse, fue Santiago el que hizo un comentario sobre Ana:
—Está bueno llegar a la edad de esos dos viejos y tener un caramelito así.
—Es cierto, estaba muy buena, sobre todo con ese jean. ¿Te fijaste?
—Estaba bárbara. Cuando se desperezaba, se estiraba y sacaba pecho y cola tenía lo suyo.
—Ah, eso fue al mediodía, ¿no? Yo también lo noté.
—Creo que lo hizo varias veces. Era un gesto de ella. Se levantaba, se estiraba y plop, surgían las tetas y el culo. Maravilloso.
—Fantástico aunque no extraño, para seguir con las categorías de Tzvetan Todorov.
Enumeraron a los estructuralistas franceses, después recordaron viejos programas de televisión, compitieron sobre quién se acordaba más equipos titulares de Boca, cómo formaba el Milán de Capello y quién conocía escritores albaneses, coreanos y de Timor Oriental. Serían cerca de las dos y media de la mañana. Marcela dormía profundamente y el sueño comenzaba a pesarles también a ellos cuando, tal vez para mantenerse bien despiertos, Ramiro le dijo:
—Tengo que decirte algo importante.
Pausa. Silencio de Santiago.
—Hoy le dije a Marcela que sentía cosas por ella.
—¿Y ella qué te dijo?
—Que estaba saliendo con vos.
—¿Y vos qué sentís?
—No sé, o sí sé, estoy fascinado con ella y yo sé que es tu mujer y que no debería estar mirando las minas de los amigos pero no puedo resistirlo. Lo único a favor que puedo decir es que yo estaba interesado en Marcela antes de que vos salieras con ella.
—Sí, pero yo la conozco desde hace más años.
—Es cierto, la tuviste a mal traer un año hasta que ella te cortó el rostro.
—¿Eso te dijo ella?
—Me lo contaste vos. Pero no importa, quería que supieras esto.
—No sé qué decirte.
—Además la besé, contra su voluntad, pero la besé.
—Sos un hijo de puta, Ramiro. Y Lucrecia que está muerta con vos no sabe a la víbora venenosa que tiene a su lado.
—Sí, soy de lo peor. También sé que hoy pasó algo entre vos y Lucrecia. Algo me dijo ella. Vos seguís enamorado de Lucrecia.
—No es verdad. Lo que ocurre entre Lucrecia y yo es incomprensible para la raza humana. ¿Cómo vas a besar a Marcela? Si no estuvieras manejando te cagaría a trompadas.
Ramiro fue hacia la banquina, corrió el auto unos cuantos metros alejados de la ruta y frenó. Marcela se despertó:
—¿Ya llegamos?
—Okey, cágame a trompadas. Yo soy la víbora y vos besas a Lucrecia en los pajonales.
—¿Vos besaste a Lucrecia? — dijo Marcela.
—Sos una víbora, sabías todo y lo tenías guardado para tirar tu veneno en el momento oportuno.
Se bajaron en plena noche. Las estrellas los iluminaban como si fueran los reflectores del Luna Park. No había nadie cerca y los únicos espectadores eran unos sapos dispuestos a alentar con su croar. Se pusieron en posición de boxeo pero cuando Santiago lo tuvo cerca le tiró una patada, Ramiro le contestó con una trompada que no llegó a destino y del esfuerzo trastabilló. Marcela había salido del auto y les gritaba que se detuvieran. Ninguno de los dos la escuchaba. Santiago le tiró una trompada casi en la nuca y Ramiro le devolvió un golpe en el pecho que lo hizo retroceder. Santiago trató de recuperarse con otra patada pero Ramiro saltó y le arrojó una piña que le pegó justo debajo del ojo, donde tenía uno de los cortes que le habían producido los rugbiers. Santiago se agarró la cara y se puso a gritar:
—¡En la herida no! ¡En la herida no! ¡Sucio! ¡En la herida no!
—Sos una bestia —le gritó Marcela a Ramiro y se acercó a Santiago para verle la cara. Ramiro también se acercó. Marcela le retiró a Santiago la mano con la que se cubría la herida. Se había abierto un poco y sangraba, aunque no mucho.
—Perdóname, Santiago, me olvidé de tus heridas. Está escrito que hago una cagada tras otra.
Santiago no dijo nada. Volvieron los tres al auto y se sentaron en sus respectivos asientos. Ramiro había dejado el auto encendido con Poe cantando «Angry Johnny» y cuando llegó estaba apagado y la música se había callado. Intentó ponerlo en marcha pero no arrancaba.
—No puede ser, hoy me pasan todas.
—¿Qué pasa?
—Se jodió la batería. No arranca.
—¿Y si lo sacarnos a la ruta para que lo empujen?
—Sí, y un camión nos convierte en estampilla para correo simple.
A unos trescientos metros había unas luces y hasta se notaba un cartel luminoso pero a ninguno de los tres les daba la vista así que Ramiro se ofreció acercarse de una corrida para ver qué era.
—Una desgracia con suerte, es un hotel. Cerremos todo y vamos a pasar la noche ahí. Por lo menos hasta que amanezca.
Sacaron las valijas, el bizcochuelo y las dos botellas de limoncello. Caminaron hasta el hotel. Les costó hacer aparecer al conserje nocturno. Cuando se dignó a abrirles, le explicaron que se les había quedado el auto y que iban a estar unas horas. Les dijo que no importaba cuánto tiempo estaban, tenían que pagar la estadía completa de un día. Les ofreció una habitación triple y a ellos les pareció que por unas horas no valía la pena pedir dos cuartos.
Subieron a la habitación y dejaron las valijas apenas entraron.
—¿Ahora qué hacemos? Si nos dormimos no nos despertamos hasta el mediodía —dijo Marcela.
—Es cierto. Mejor quedarse despierto y en unas horas nos piramos. Che, Santiago, perdóname el golpe.
—No es nada grave, más me pegaron los otros.
—¿Qué les parece —preguntó Marcela— si nos comemos el caramelito, perdón, quiero decir el bizcochuelo que nos hizo Ana, alias Caramelito, según ustedes?
No tenían cuchillo así que lo cortaron con las manos, como si fuera un pan enorme, una hostia leudante. El bizcochuelo era etéreo pero se quedaba en la garganta. Abrieron una botella de limoncello y como no tenían vasos tomaron del pico. Comían un pedazo de bizcochuelo, tomaban un trago y se pasaban la botella. Marcela se había sentado en la cama individual, Ramiro se había despatarrado en la cama matrimonial y Santiago se había acomodado arriba de una mesita. Ramiro tomó el control remoto y prendió la televisión.
—No quiero ser pájaro de mal agüero —dijo— pero no le doy mucho tiempo al triángulo campero. No hay pareja, no hay triángulo que sobreviva sin un televisor con cable.
—Fijate si no hay un partido —dijo Santiago.
—No sean plomos, pongan una película —propuso Marcela.
Ramiro hizo zapping y se quedó en una película clase B o inferior.
—Epa, una de mis actrices favoritas, Lisa Boyle —dijo Santiago.
—Estás loco —se enojó Ramiro—. No hay como Tanya Robe rts.
—Después el jovato soy yo. Tanya Roberts es una veterana.
Cuando se quisieron dar cuenta, habían comido más de la mitad del bizcochuelo y habían terminado la primera botella de limoncello. Santiago se había tirado también en la cama matrimonial para ver las aventuras de una inocente Lisa Boyle que trabajaba en un boliche de streappers en el que iban matando una a una a las chicas. Ella hacía primero un show sadomaso con otra chica, se ponía en cuatro patas y hacía de perra mientras la otra le pegaba con un látigo y le sacaba la ropa. Después se disfrazaba de colegiala, lamía un chupetín gigante y terminaba sacándose la ropa. Más tarde visitaba a su psicólogo, se sentaba con las piernas abiertas en su escritorio y el tipo terminaba desnudándola. Al final, la asesina era ella.
Con la segunda botella en la mano, Marcela les exigía que no fueran tan pajeros y que cambiaran de canal. Ellos le pedían que no se pusiera delante del televisor y que los dejara ver a Lisa y a sus amigas. Cuando terminó la película, Marcela les sacó el control remoto y puso la MTV. Justo comenzaba el unplugged de Nirvana en Nueva York. Kurt Cobain cantaba acompañado de su guitarra «About a girl», su voz sonaba desolada, levemente furiosa. En «Come as you are», Cobain exacerbaba su dolor y su bronca. Era hermoso escuchar esa voz en ese lugar alejado, con los sentidos aturdidos por el alcohol. Marcela sintió ganas de bailar, de moverse al ritmo de la batería de Dave Grohl, cerrar los ojos y mover la cabeza, que sus hombros manejaran el movimiento de su tronco mientras sus caderas se movían suavemente. Se había puesto de pie en el momento en que Cobain repetía «Jesús, doesn't want me for a sunbeam». Movía su cuerpo y si tensaba las piernas podía sentir su sexo y su culo, si apretaba los hombros, eran sus pechos los que se sensibilizaban. Quería bailar, girar en esa parte del mundo, con la voz de Cobain de fondo y con ellos dos ahí, mirándola como la estarían mirando. No quería abrir los ojos, prefería imaginárselos a los dos disfrutando de sus movimientos, que la mirasen como miraban a Ana, que la deseasen como deseaban a Lucrecia, pero que la acariciaran a ella. Eso era lo único que pretendía, no quería abrir los ojos, no quería escuchar otra voz que la de Cobain cantando «The man who sold the world», no quería miradas censoras, ni que nadie le dijese que detuviera el movimiento de su cuerpo, ni la obligaran a aflojar las piernas para volver a tensarlas y sentir sus partes más sensibles; prefería tomarse con las manos la frente como quien se tapa la cara y tocarse los pechos con los propios brazos, sentir su cuerpo. Si abría los ojos se convertiría en una estatua de sal, si giraba su cabeza y miraba para atrás, no volvería al mundo de los vivos, pero cómo resistirse a la tentación, cómo negarse al placer de ver, de girar, de alcanzar lo que estaba prohibido. Abrió los ojos y vio a Ramiro acostado tomando de la botella y a Santiago que también la miraba. En los ojos de Ramiro se escondía el deseo, no se mostraba, no se ponía en evidencia ni siquiera con el alcohol, pero había como un ruego hacia ella de que pusiera las cosas en claro. Los ojos de Santiago eran todavía más inescrutables, esperaba un movimiento más de ella, que moviera una ficha más para también él mostrar su juego. Ella dio la vuelta alrededor de la cama, se puso de su lado, se arrodilló y le dio un largo beso en la boca. Le tocó la cara, el hombro y puso una mano entre su camisa y su pecho. Santiago estiró su mano izquierda y le acarició una teta por sobre la ropa, suavemente, sin apuro y sin hacer otro gesto, como si eso le alcanzara para disfrutar durante horas. Pero ella quería más. Se levantó su sweater de hilo y le llevó la mano para que tocara sus pechos debajo del corpiño. Santiago se sentó en la cama y ella se le sentó encima a la vez que él le sacaba el pullóver y el corpiño. Marcela le sacó la camisa y le besó el pecho mientras él le acariciaba el pelo. Levantó la cabeza y vio a Ramiro mirándolos, todavía sin entender lo que sucedía. Ella se paró, retrocedió un paso sin sacarle la vista a Ramiro, se desabrochó el pantalón, dejó caerlo y quedó solo con su bombacha tan blanca como el fuego que más arde. Le hizo un gesto con las manos y Ramiro no reaccionó. Entonces se arrodilló sobre la cama y se agachó para besar a Ramiro. Apoyó sus pechos en el pecho de él y lo ayudó a sacarse la remera. Cobain cantaba «On a plain» cuando Ramiro quedó desnudo de la cintura para arriba y vio las manos de Santiago sobre ella que la abrazaban y la reclamaban. Santiago estaba desnudo y se acostó a lo largo. Ella se subió arriba de él y fue bajando lentamente sobre su cuerpo, quería ser penetrada lentamente, sentir que tocaban cada centímetro de las paredes de su vagina, se hundió lo más que pudo y se quedó ahí quieta, sintiendo la música, sintiendo como su cuerpo seguía bailando en toda la habitación, sobre la otra cama, arriba de la mesa, al costado del televisor, por las paredes y las puertas, su cuerpo estaba en todas partes, desnudo, húmedo, transpirado. Se apoyó en el pecho de Santiago y comenzó a moverse muy lentamente. Se movía al ritmo de la voz de Cobain cantando «Plateau» y apareció la segunda voz, la voz de Cris Kirkwood, y fue entonces cuando las manos de Ramiro se posaron en su espalda, las manos de Ramiro que le acariciaban las tetas como había hecho Santiago unos segundos antes, qué la acariciaban reclamando atención, reclamando su parte de placer en toda esa historia. Las manos de Ramiro volvieron a su espalda y la empujaron hacia delante para que se inclinara un poco más, sintió el sexo húmedo de Ramiro sobre su espalda que bajaba y que buscaba penetrarla, levantó lo más que pudo su culo sin salir del cuerpo de Santiago, una mano de Ramiro tomó su hombro mientras con la otra le tomaba la cintura. Presionó una, dos, tres veces y con la mano en la cintura lo empujó hacia él sacándola de Santiago y penetrándola a su vez. Fue un segundo solamente en el que Ramiro la tuvo para él solo, porque ella, con el mismo gesto volvió a caer sobre Santiago. Ahora los tenía a los dos dentro de ella, podía sentirlos a los dos, cómo se movían, primero torpemente, como individuos distantes, y luego al mismo ritmo, como si fueran uno solo. Ella cerró los ojos e imaginó que la perforaban, que la pared que separaba un orificio del otro se derrumbaba y los dos sexos se convertían en uno que la atravesaban hasta hacerla gozar y doler. Cerraba los ojos para imaginar que las manos de Santiago no estaban en su pecho sino que buscaban la espalda de Ramiro; prefería imaginar que Ramiro no estaba tomándola del pelo y del cuello como si fuera una yegua sino que recorría con las yemas el pecho de Santiago. Pero sobre todo quería creer que a los tres nada los separaba, que la pared de su cuerpo que mantenía incomunicadas sus dos partes sensibles se derrumbaba con los movimientos cada vez más fuertes de Santiago y Ramiro. Convertirse en una sola bestia de tres espaldas sudorosas, mordidas, entregadas. Y por un momento, cuando su orgasmo se volvió incontrolable, sintió que finalmente lo había conseguido.
IV
Santiago no hablaba e iba mirando el paisaje con la vista fija en la ventanilla. Se habían quedado dormidos y recién habían salido a las diez de la mañana del hotel, cuando el encargado les golpeó la puerta para que se despertaran. Cargaron sus valijas y dejaron el pedazo de bizcochuelo y la media botella de limoncello que había quedado. A Ramiro le dolía la cabeza por la resaca y había dormido demasiado poco como para disipar la borrachera y procesar lo que había sucedido. Ninguno sugirió ir a desayunar. Fueron hasta el auto, lo empujaron hasta la banquina y pidieron que alguien los ayudara. Marcela dormía en el asiento de atrás.
Estaban entrando a Buenos Aires.
—Una rosa es una rosa es una rosa. ¿Se puede confiar en lo que se siente? ¿Se puede amar locamente a dos mujeres a la vez? — preguntó Santiago.
—Se puede amar locamente a dos mujeres aunque tal vez no se pueda estar enamorado locamente de dos mujeres.
—¿Sentiste hablar del «triángulo de cuatro lados»?
—No.
—Bueno, ante todo, si querés que te publiquemos tus poemas en la revista es primordial que la leas; sobre todo lo que publicamos de Boris Vian. ¿Entendiste? Hay una historia que cuenta Boris que se llama «El triángulo de cuatro lados». Es la historia de dos sabios enamorados de la misma mujer que sólo corresponde en amor a uno de ellos. «Nada más simple —dice uno de los sabios—, el problema se puede resolver.» El científico entonces fabrica una segunda mujer exactamente igual a la primera. Pero, como la mujer es exactamente igual, se enamora del mismo sabio. Y nada ha sido resuelto.
Como habría dicho Pajarito, Ramiro también podía sacar algunas conclusiones de lo ocurrido en ese fin de semana. Tenía que reconocer que Santiago era un gran amigo. Sin pudor podía decir que era su mejor amigo. Se había mostrado generoso cuando podría haber sido egoísta, se había mostrado comprensivo cuando pudo haberse enojado, se mostró como un hombre cuando pudo ser un macho herido en el orgullo. No estaba mal tener un amigo así. Podía dejar para más adelante definir lo que le ocurría con Marcela. Tal vez, lo mejor era dar un paso al costado o, por el contrario, peleársela palmo a palmo a Santiago sin que su amistad estuviera en juego. Sólo se trataba de disfrutar de lo que se merecían. De lo que todos ellos se merecían: mirar las estrellas o echarse al sol en medio del campo, trabajar sólo en lo que les gustaba, ir de acá para allá sin rendirle cuentas a nadie, hacer cosas para que los demás también pudieran disfrutar y acostarse con las chicas que siempre soñaron, nada más honesto y necesario; escuchar Nirvana o Poe, leer a Vanasco o a Vian, gritar las veces que fuera necesario, de dolor, de bronca o de placer, llenar nuevamente la copa vacía del otro a las tres de la mañana, tener a mano los afectos y saber que la felicidad sólo se alcanza si se lucha por ella hasta ensuciarse, y nada más, o poco más. Ellos se lo merecían, se lo merecían Ana, Pajarito y Simone, se lo merecían Marcela y Santiago, Lucrecia y Ramiro: disfrutar de una existencia menos común. De una vida menos ordinaria.
Fin