CUANDO INTENTARON SECUESTRAR AL KÁISER
Publicado en
diciembre 28, 2021
Apostilla a la historia.
Por T.H. Alexander (Condensado de "The Saturday Evening Post").
MENOS de dos meses después de firmado el armisticio que puso fin a la primera guerra mundial, ocho norteamericanos hicieron una increíble tentativa para apoderarse del derrocado emperador Guillermo II de Alemania, sacarlo de su asilo en la neutral Holanda y llevárselo a París para que los vencedores lo juzgaran.
Para comprender este fantástico suceso hay que remontarse con la imaginación a la guerra de 19141918, cuando los periódicos y los carteles de reclutamiento en los Estados Unidos pedían a gritos la captura del Káiser; cuando el presidente Wilson distinguía entre el pueblo alemán y su gobierno y sostenía elocuentemente que se hacía la guerra al Emperador y no al pueblo; cuando Lloyd George, primer ministro inglés, tronaba que al Káiser había que ahorcarlo como responsable del conflicto.
Entonces ocho soldados norteamericanos, de los cuales siete pertenecían al Regimiento 114 de artillería de campaña, acantonado en Tuntange, en Luxemburgo, planearon cuidadosamente el secuestro del Káiser; y si bien no escribieron un capítulo importante de la guerra, porque su plan fracasó, sí dejaron una curiosa apostilla para la historia.
Como resultado del complot (que a poco más alcanza buen éxito), esos soldados estuvieron detenidos en el cuartel general norteamericano en Chaumont y fueron sometidos a interrogatorio por posible violación de la neutralidad de Holanda, por infracción de la ordenanza al pasar a zonas no autorizadas, por hacer uso, sin permiso, de automóviles del ejército, y por el robo de cierto cenicero de la biblioteca del Káiser.
Aunque este último punto permanece oficialmente en el misterio, el cenicero se halla actualmente en los Estados Unidos. Tiene la forma de un perro pastor alemán, con una larga pipa en la boca, y lleva el escudo de armas imperial y al pie de este las iniciales "W.I." (Wilhelm Imperator). Los ocho soldados fueron a capturar a un emperador... y se apoderaron de un cenicero.
La expedición partió el 31 de diciembre de 1918, encabezada por el coronel Luke Lea. Iban en un automóvil Winton, sin frenos y con los neumáticos ya muy gastados, de manera que arriesgaban la vida cuando descendían a toda velocidad las cuestas cubiertas de nieve. No habían andado 30 kilómetros cuando el coche sufrió una avería. Por suerte en ese momento acertó a pasar un camión del ejército estadounidense, camión en el cual regresó uno de los conjurados a conseguir otro automóvil. Mientras tanto, sus compañeros arreglaron el Winton, de modo que cuando el emisario volvió, contaban con dos automóviles.
En ellos se dirigieron a Lieja, donde se enteraron de que obtener pasaporte para Holanda era cuestión de varias semanas. Entonces el coronel Lea, que había sido senador de los Estados Unidos, recordó que cuando ocupó aquel cargo había conocido muy bien a Brand Whitlock, quien era ahora el ministro norteamericano en Bélgica. Inmediatamente los conjurados partieron para Bruselas a entrevistarse con él. Whitlock les dijo que formularan su solicitud para obtener pasaportes norteamericanos, lo cual hicieron. En esas solicitudes declararon que se dirigían a Holanda en viaje de negocios particulares, pero que irían uniformados. Al secretario de la legación, el coronel Lea le dijo claramente que su propósito era llevar a cabo "una investigación periodística" extraoficial (el coronel era entonces dueño y editor de dos diarios de Nashville, Tenesí), a pesar de lo cual en los pasaportes se puso la anotación de que los viajeros iban en desempeño de una misión oficial, y en el de Lea se daba a este el título de "senador de los Estados Unidos", aunque hacía casi dos años que había dejado de serlo, circunstancia conocida del funcionario de la legación que expidió los pasaportes.
El grupo insistió en que los pasaportes se expidieran en debida forma, pero la legación no tenía más pasaportes en blanco. Así los ocho expedicionarios se resignaron a aceptar aquellos documentos y fueron enseguida a la legación de Holanda, donde obtuvieron el visado y además un laissez-passer que los autorizaba para viajar, de uniforme y en automóvil, por todo el país. Esta autorización, como es claro, estaba escrita en idioma holandés, que ninguno de los viajeros entendía. Cuando fue traducida días después, se vio que era un salvoconducto en que se ordenaba "a las autoridades de aduanas y resguardos en Holanda dar todas las facilidades permitidas por los reglamentos vigentes al excelentísimo señor senador y coronel Luke Lea, que viaja a Holanda en automóvil en desempeño de una misión oficial del gobierno de los Estados Unidos". ¡Con razón resultó un ábrete sésamo!
Se pusieron en camino al día siguiente, 5 de enero de 1919, y a las 7 de la mañana cruzaron con sus dos automóviles la frontera holandesa, donde la guardia los trató con la mayor deferencia al ver el salvoconducto que llevaban. Ya al caer de la tarde tuvieron que detenerse a causa de que el puente sobre un pequeño afluente del Rin había sido arrastrado por las aguas. Después de mucho buscar, sin embargo, encontraron un atajo que los condujo hasta un trasbordador. El barquero, a quien los uniformes extranjeros lo llenaron de desconfianza, convino en llevar a la otra orilla a los expedicionarios pero no quiso esperar a que regresaran y ni siquiera accedió a estar prevenido durante la noche.
Esto era un tropiezo serio, pues lo que ellos proyectaban era meter al Káiser en uno de los automóviles, por la fuerza si era necesario, y llevarlo a París como un regalo para el presidente Wilson en la Conferencia de la Paz. Aunque tuvieran mucha suerte y lograran apoderarse del Káiser por sorpresa, era casi seguro que serían detenidos al tratar de cruzar nuevamente el río en el embarcadero del trasbordador.
Varios miembros de la expedición no se enteraron hasta entonces de cuál era el verdadero objeto de ella. Sin embargo, todos insistieron en seguir adelante, con la esperanza de persuadir al Káiser a que los acompañara voluntariamente. Semejante insensatez es realmente inconcebible. ¿ Cómo podían creer que el Káiser, que odiaba con vehemencia a los franceses, accedería a someterse a juicio en París, cuando había tenido miedo de encararse a su propio pueblo?
En fin, los expedicionarios siguieron adelante y a eso de las ocho de la noche llegaron a su destino, el castillo de Amerongen. Llamaron con fuerza a las pesadas puertas y se abrió un ventanillo por donde apareció la cara de un centinela que se quedó con la boca abierta al ver los uniformes norteamericanos. Habiéndosele ordenado que los llevara al oficial de guardia, el centinela abrió la puerta sin decir palabra y los condujo a una amplia y agradable biblioteca calentada por el fuego encendido en la chimenea.
No tardó en presentarse un joven alto y de gallarda figura, visiblemente agitado. Era el conde von Bentinck, hijo del propietario del castillo. Preguntó a los recién llegados cuál era el objeto de su visita, a lo que contestó el coronel Lea:
—Es algo que sólo al Káiser puedo revelar.
El joven conde salió y los conjurados lo oyeron conversar en una habitación contigua con una persona a quien daba el título de "majestad" y que le contestaba brevemente en alemán. También habló el conde por teléfono, en holandés.
Durante la breve ausencia del conde, entró en la biblioteca un criado alemán, que parecía un sargento, llevando cigarros y agua helada para los visitantes. Uno de estos deploró elocuentemente la opinión, tan generalizada entonces en Europa, de que los norteamericanos sólo beben agua helada, y a poco volvió el criado provisto de champaña.
Von Bentinck regresó y les dijo que Su Majestad no podría recibirlos a menos que expusieran claramente el motivo de la visita, y nuevamente el coronel Lea insistió en que sólo podía revelárselo al Káiser en persona. En esto entró otro personaje, a quien el conde presentó como el burgomaestre de Amerongen. Gran alivio sintieron los norteamericanos al oírle hablar en un inglés impecable. También este personaje les preguntó cuál era el objeto de su visita, y otra vez ellos se negaron a decírselo.
El conde y el burgomaestre conferenciaron a solas en la habitación contigua, y de nuevo funcionó el teléfono. Al regresar a la biblioteca declararon que Su Majestad se negaba categóricamente a recibirlos si no decían a qué iban. El coronel Lea resolvió entonces apelar, por primera vez, al salvoconducto holandés. Este causó una profunda impresión y el conde dijo:
—Así que vienen ustedes en misión oficial del Gobierno de Washington...
—¡Oh, no! —contestó el coronel—. Venimos a hacer una investigación periodística, como lo declaramos en Bruselas al solicitar el salvoconducto.
—¿Qué entiende usted por "investigación periodística"? ¿Es quizá una expresión técnica del ejército norteamericano, o son ustedes corresponsales de algún diario?
—La expresión se explica por sí misma —replicó Lea, y no quiso dar más explicaciones.
El conde y el burgomaestre volvieron a retirarse para conferenciar privadamente, y tardaron unos 30 minutos en regresar. Presentaron excusas por la tardanza y dijeron que el Káiser no quería en realidad negarse a recibirlos, pero les pedía que le dieran su palabra de honor de que venían como representantes del presidente Wilson, o del general Pershing, "o aunque fuera del coronel House".*
Como los norteamericanos se negaran a dar tal seguridad, la conversación se prolongó sin objeto durante más de una hora, hasta que aquellos se convencieron de que sus anfitriones se proponían entretenerlos, pero que no les permitirían ver al Káiser.
Si se hubieran asomado a la ventana, quizá hubieran comprendido la razón de la demora, que resultaba muy clara para los individuos del grupo que habían quedado afuera cuidando los automóviles. Un alarmado oficial del ejército holandés había llevado de 150 a 200 soldados frente al castillo, les había distribuido varias cargas de municiones y había encendido dos reflectores, a cuya luz se vieron unas ametralladoras emplazadas en los muros del edificio. Los norteamericanos recuerdan que estos soldados parecían veteranos de los ejércitos alemanes. Rodearon los automóviles, y un grupo de holandeses curiosos, presintiendo un drama, formó círculo en torno de los soldados.
Durante varias horas los conjurados que estaban en los coches fueron blanco de la curiosidad del público y de las miradas hostiles de la guardia del Káiser. Al fin, a las once de la noche, los oficiales norteamericanos aparecieron a la puerta, seguidos por el conde von Bentinck y el burgomaestre. Este les preguntó, cuando ya salían, si en los Estados Unidos era costumbre hacer visitas a tan altas horas de la noche. Los oficiales le contestaron con toda seriedad que, efectivamente, así se acostumbraba.
En tan incómoda situación los norteamericanos se despidieron con venias, estrecharon la mano del burgomaestre y del conde y subieron a sus coches, convencidos de que se intentaría detenerlos. En efecto, pocos minutos después de su partida se descubrió la pérdida del valioso cenicero del Káiser y se dio la alarma por teléfono; pero los norteamericanos, a pesar de una larga demora en el trasbordador, cruzaron la frontera y poco después se reintegraban a su regimiento.
En el curso de la semana siguiente, la prensa publicó sensacionales relatos de esta aventura y las autoridades holandesas iniciaron una investigación, aunque en realidad muy superficialmente. En el cuartel general del ejército norteamericano, por el contrario, los ocho conspiradores fueron sometidos a interminables interrogatorios.
El coronel Lea hizo hincapié en el valor de la información que había conseguido, de la cual la más importante, según dijo, era que el Káiser no estaba enfermo ni loco, que todavía sus acompañantes lo consideraban emperador de Alemania y que en el destierro tenía consigo todo un establecimiento militar.
Uno de los cargos graves que se hicieron al grupo fue el de haber usado automóviles del ejército sin autorización; pero se echó tierra al asunto porque la defensa amenazó con llamar a declarar a muchos oficiales, entre ellos al general Pershing, de quien se decía que había utilizado un coche del ejército para ir a Niza de vacaciones. El sargento Reilly causó sensación al decir inocentemente que del viaje había traído un cenicero. Al punto lo mandaron con guardia al cuartel para que lo trajera. Lo presentó risueñamente a los investigadores: era un cenicero hecho en Alemania para los turistas... ¡y se vendía a 10 francos la docena!
Después de varias semanas de investigación, se resolvió no someterlos a consejo de guerra, si bien al coronel Lea se le censuró oficialmente. A los miembros del grupo se les ordenó reincorporarse a su regimiento, el cual poco después navegaba de regreso a los Estados Unidos.
En 1921 el general Pershing, que fue comandante en jefe de las fuerzas expedicionarias norteamericanas en Europa durante la guerra, asistió como invitado de honor a una reunión de la División 30 en Tenesí. Alguien le preguntó un poco tímidamente qué opinaba de la tentativa de secuestrar al Káiser, y el viejo soldado contestó con una chispa en la mirada: "¡Ah! Yo hubiera dado un año de sueldo por haber estado con esos muchachos en Holanda".
* El coronel Edward House fue un célebre personaje de la época, confidente y consejero extraoficial del presidente Wilson.
— N. de la R.