VIENTO ENTRE LOS MUNDOS (Lester Del Rey)
Publicado en
octubre 28, 2021
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Hacía calor en la cúpula del edificio transmisor de sustancia de Bennington. Las paredes metálicas de protección parecían captar y concentrar los rayos solares, y el ventilador que funcionaba en las inmediaciones no servía de gran ayuda. Vic Peters apartó con un movimiento de cabeza el mechón de pelo rubio que le caía sobre los ojos y orientó su larguirucho y anguloso cuerpo hacia el ventilador, a fin de recibir el aire fresco. Maldijo entre dientes.
Podía soportar el calor. Como reparador de averías de la Teleport Interstellar, había recorrido mucho mundo, desde Rangún a Nairobi... pero siempre con hombres. Pat Trevor era la primera supervisora a la que conocía, entre las pocas que había. Y si bien no se hada ilusiones acerca de la supremacía masculina, se hubiera sentido mejor con un hombre a su lado.
Además, resultaba imposible no fijarse en un cuerpo como el de Pat. Y aunque un mono de dril no fuese una prenda demasiado sugestiva, cualquier trozo de tela ceñido en torno a las caderas de una mujer impide que un hombre se concentre en su trabajo.
Ella le miró, con una espontánea sonrisa, y se echó el pelo hacia atrás con la mano, dejándose un tiznón en la frente para hacer juego con el que lucía ya en la nariz. No era precisamente bonita. Había demasiada inteligencia y demasiada honestidad en su rostro para eso. Pero la sonrisa iluminó sus ojos grises, y las virutas metálicas que salpicaban su pelo castaño no alcanzaban a ocultar sus reflejos rojizos.
—Otro tornillo, Vic —le dijo—. ¡Uf! Me estoy derritiendo... ¿Qué ocurrió entonces con tu esposa?
Él se encogió de hombros.
—Se casó con un abogado después del divorcio. Lo último que supe de ellos es que les iba bien en el matrimonio. ¿Y por qué no? Ella no tuvo la culpa de lo nuestro. No se me podía considerar precisamente un buen marido, corriendo sin cesar de un lado a otro y, en el escaso tiempo libre que me quedaba, tratando de conseguir un puesto en el cohete que se estaba construyendo. Lo más gracioso de todo fue que renunciaron a la idea de enviarlo a la Luna el mismo día en que ella obtuvo el divorcio.
Torció la boca en un gesto inconsciente. Había crecido antes de que DuQuesne descubriera el transmisor de materia, en una época en la que llegar a los otros planetas del sistema solar constituía el sueño de casi todos los muchachos. Ahora, en cambio, aquello ya no parecía importarle a la gente, desde que gracias a Teleport Interstellar, el mundo se hallaba conectado con todas las razas de la galaxia.
Los hombres habían formado siempre una raza confusa y desordenada. Descubrieron la pólvora antes que la química y consiguieron abrirse camino hasta la bomba atómica en unos escasos miles de años de civilización, antes de contar con un gobierno a escala mundial. En cambio, la mayoría de las otras razas, iniciaron sus viajes estelares miles de años antes de descubrir el transmisor de materia y mucho después de haber perfeccionado una auténtica sociología.
DuQuesne inició el proceso al investigar ciertas oscuras derivaciones de las esotéricas matemáticas de Dirac. Y para comprobar los resultados de su trabajo, construyó una máquina que superó con mucho sus supuestos. La materia desapareció en ella, sin más, liberando una energía mucho menor de lo que debía de ser en teoría, suficiente, sin embargo, para destruir la máquina por completo.
DuQuesne y dos de sus estudiantes analizaron entonces los resultados, revisando una vez más sus fórmulas matemáticas. Cuando encontraron la respuesta, se negaron a darle crédito. Sólo al construir dos máquinas idénticas a la primera, al menos tan idénticas como consiguieron hacerlas, su loca idea demostró ser cierta. Si ambas máquinas se ponían a la vez en funcionamiento, lo que hubiese en el interior de una de ellas se trasladaba a la otra..., aunque se hallasen a kilómetros de distancia.
Uno de los estudiantes reveló el secreto, y DuQuesne se vio obligado a efectuar una demostración pública. Ante los ojos de un cierto número de científicos de fama mundial y de unos cincuenta periodistas, una tonelada de carbón cambió de lugar con una tonelada de ladrillos, en un tiempo imposible de medir por la rapidez con que el hecho se produjo. De pronto, mientras los periodistas tomaban obediente nota de las explicaciones que les daba DuQuesne acerca de las ondas electrónicas que recorrían el universo y de los cambios de identidad, vino a agregarse algo nuevo ante sus ojos. Junto a ellos, en el interior de la máquina, se materializó ante sus ojos una bola suspendida en el aire. Dio dos vueltas, desapareció por unos segundos y apareció de nuevo, precipitándose hacia abajo e interrumpiendo el funcionamiento de las máquinas.
Durante toda una semana, los periódicos no se ocuparon de otra cosa que de los intentos realizados para sacar la esfera de la máquina, romperla o, al menos, distraerla el tiempo suficiente para poner las máquinas en marcha. No obstante, al terminar la semana, quedó bien manifiesto que algo más de la mera ciencia terrestre estaba implicado en el asunto. El pobre DuQuesne casi se volvió loco a causa de la frustración y la absurda publicidad combinadas.
Por aquel entonces, Vic sentía un gran interés por los marcianos, por lo cual se las arregló para hallarse presente entre la multitud cuando la esfera volvió a animarse, se alzó, activó la máquina y se desvaneció de manera definitiva. Vic miraba el sitio dejado libre por la bola, cuando apareció en él el Enviado. Sin embargo, poco tiempo tuvo de notar que parecía un ser humano normal, ya que la policía se apresuró a despejar el lugar.
Durante las semanas siguientes, se publicaron una serie de insinuaciones recortadas que dieron pie para que los aficionados a la ciencia ficción se tornasen delirantes, aunque el resto del mundo pareció considerar al asunto de modo semejante a la alarma que en su día provocaran los platillos volantes. El Enviado se había entrevistado con el presidente y los ministros. El Enviado se había presentado en las Naciones Unidas. ¡El Enviado había admitido que era un robot! La India se retiraba de la conferencia. La India volvía a participar en la conferencia. El Congreso denunciaba la existencia de tratados secretos. General Autos había celebrado una reunión secreta con United Analine. El Enviado dirigiría la palabra al mundo entero en inglés, francés, alemán, español, ruso y chino...
Más tarde, se publicaron cientos de libros sobre ese período, y la mayoría de los escolares conocían de memoria el discurso del Enviado. El Concejo Galáctico había detectado la radiación transmisora de materia. De acuerdo con la legislación galáctica, al descubrir su principio básico, la Tierra se había ganado un escaño provisional en el Concejo, que enviaría varios ingenieros betzianos para instalar las comunicaciones entre la Tierra y seis planetas dispersos por toda la galaxia, elegidos por ser, a grosso modo, culturalmente comparables con ella. Los transmisores utilizados a tal fin serían propiedad del Concejo Galáctico, sin fines de lucro, y estarían manipulados por terrícolas, que se entrenarían previamente en una escuela, bajo la dirección de DuQuesne.
Nada se exigía a cambio de todo ello... Y no se avanzó más en el terreno del conocimiento. Nos habíamos ganado nuestro puesto en el Concejo, aunque no fuésemos más que unos primitivos, con arreglo a las pautas de casi todos los mundos... En fin, el resto del camino tendríamos que recorrerlo solos.
Cosa sorprendente, la primera reacción fue de loco entusiasmo. Sólo más tarde comenzaron los problemas. Vic consiguió a duras penas ingresar en la primera escuela de ingeniería, a la que se presentaron cien mil postulantes.
Ahora, doce años después de graduarse...
La voz de Pat interrumpió sus pensamientos.
—Todo está bien aquí, Vic. Deja de fruncir el ceño y bajemos a controlarlo.
Reunió sus herramientas, rodeó en sus piernas una columna lisa y se deslizó por ella. Vic apagó el ventilador y la siguió. Abajo, les aguardaba todo el personal. Pat arqueó una ceja y se dirigió al cadavérico y grisáceo operador.
—Perfecto, Amos. ¿Todo bien en Plathgol?
Amos irguió su metro ochenta y cinco de estatura, e indicó la luz amarilla que indicaba normalidad. Entre las barras gemelas del transmisor sintonizado con Plathgol, se veía un gran cilindro de plástico, de unos tres metros y medio de diámetro, en cuyo interior había un conejo. La transmisión de materia solía efectuarse siempre en ambas direcciones, lo que requería que se intercambiaran volúmenes iguales. Y entre dos mundos, cuyas presiones y atmósferas diferían por fuerza, todos los envíos se realizaban en las grandes cápsulas. Por supuesto, la manipulación podía tener lugar en una sola dirección —los mundos desarrollados lo hacían sin riesgo—, pero se corría el peligro de que se materializara algo inesperado para ocupar el vacío..., incluso moléculas de aire. Cuando el espacio se rompía bajo la tensión, los resultados eran catastróficos.
Amos silbó en el teléfono de onda transportadora intermundos, utilizando el código universal, ya que existían razas incapaces de vocalizar. Al oír el silbido de respuesta presionó una palanca. La cápsula con el conejo desapareció y, en su lugar, se mostraba un nuevo recipiente, de un rosa pálido. Dentro de él, había algo parecido a un gigantesco gusano. Amos rió satisfecho.
—Tsiuna. Un plato excelente. Tengo amigos en Plathgol a los que les gusta el conejo. ¿Te apetece un poco, Pat?
Vic sintió que se le revolvía el estómago al ver las oleadas de colores que recorrían el tsiuna. El rociador de antiséptico caliente funcionó dentro de la cápsula, y los ultrasonidos y rayos ultravioleta completaron la esterilización. Amos aguardó un momento antes de retirar el animal. Pat lo sopesó.
—Es grande. Llévalo a mi cabina y lo freiré par a ti y para Vic. ¿Cómo anda el contador Dirac, Vic?
—En el límite.
El siete por cien de pérdida de energía había sido localizado, después de una semana de arduo trabajo.
—Tenías razón... El reflector estaba fuera de ángulo. Debería haber buscado ahí primero, pero nunca había ocurrido antes. ¿Cómo te diste cuenta?
Ella señaló al teléfono intermundos.
—Comencé estudiando antropología, Vic, porque me interesaban las otras razas. Y luego descubrí que no podía entablar conversación con los ingenieros del telepuerto sin saber una palabra de ingeniería. Al acabar la carrera, me encontré, sin pretenderlo, haciendo este trabajo. Pero todavía charlo muy a menudo con ellos. Comentamos todos los temas no prohibidos por las normas galácticas. Viendo que lo demás no daba resultado, me quejé a un operador de Etchinbal, diciéndole que los muchachos del Betz II nos habían hecho mal la instalación. Me escuchó con simpatía, sin indignarse, por lo cual supuse que este tipo de cosas sucedían a veces. Simple, ¿no es cierto?
Vic asintió con un gruñido y esperó a que ella diera las órdenes para iniciar el trabajo. Los coches de carga empezaron a zumbar. Pat se rezagó un poco cuando ambos se dirigieron a la oficina.
—Piensas irte esta noche, ¿no, Vic? —le preguntó—. Voy a echarte de menos... Eres el único técnico en reparaciones que conozco que no se dedica sólo a ligar.
—Los ligues con chicas de tu clase no duran sólo una noche, Pat. Por desgracia mi profesión me obliga a llevar una vida incompatible con el matrimonio.
Se detuvo a contemplar el edificio, admirándolo por última vez. Construido de acuerdo con el diseño Betz II estándar, había sido concebido para operar con las cosechas de las granjas y, por tanto, de mayor tamaño que los primeros modelos de la Tierra. Los ingenieros del Betz II sabían lo que se hacían, aun cuando pareciesen enormes babosas ciegas y con tentáculos. Los transmisores ocupaban el círculo central, rodeados por una pared protectora, un vestíbulo circular, otra pared blindada, un nuevo vestíbulo y, por último, el gran revestimiento blindado exterior. Las dos entradas al edificio, opuestas entre sí, atravesaban en espiral las paredes de protección, girando treinta grados en el sentido de las agujas del reloj desde el umbral hasta la siguiente pared protectora. El blindaje lo proporcionaba la materia inerte. Nada había capaz de dañarla, a no ser la explosión de una bomba de hidrógeno arrojada directamente... Ni siquieran empezaban a fundirse a menos de diez millones de grados Kelvin. Nadie sabía cómo se las habían arreglado los betzianos para edificar las paredes.
Más allá del edificio transmisor, las acostumbradas oficinas y los transmisores locales no se habían construido todavía. Puesto que concernían estrictamente a la Tierra, tendrían que aguardar a una estación más favorable. El edificio más cercano, una tienda abandonada, a unos cuatrocientos metros de distancia, servía de oficina transitoria. Pat abrió la puerta de un empujón y se detuvo en seco.
—¡Ptheela!
Una nativa de Plathgol estaba sentada en una silla, con un lío de pertenencias personales a su lado. Sus tres brazos trazaban ligeras marcas sobre algo que parecía un bizcocho desechado. Los habitantes de Plathgol habían sido antes plantas carnívoras. Su olor seguía siendo demasiado fuerte para el olfato de los terrícolas. Su piel, que se renovaba sin cesar, parecía corteza afelpada, y su cabeza se asemejaba vagamente a una flor.
Ptheela la saludó haciendo ondular uno de sus tres brazos como una serpiente.
—En el hotel se dieron cuenta de pronto de que tenían que decorar mi habitación —silbó en el código galáctico. Había muchas razas incapaces de vocalizar, pero el código podía ser utilizado tanto por los medios naturales como mediante sencillos dispositivos artificiales—. No les quedan más habitaciones... y todos los demás hoteles aseguran estar completos. Supongo que se debe a que los plathgolianos apestamos. Así que regresaré a casa tan pronto como funcione el transmisor.
—¿Sin haber terminado tus estudios sobre comercio exterior? Vamos, Ptheela, no seas tonta. Hay una habitación para ti en mi apartamento. Y hablando de estudios, ¿cómo te van?
En lugar de responderle, la mujer planta le tendió un periódico doblado en una esquina para señalar un artículo.
—¿De qué comercio exterior me hablas? Vuestra Cámara de Diputados acaba de aprobar una tarifa que afecta a todo el tráfico a través de Teleport.
Pat pasó revista a las noticias, frunciendo el ceño.
¡Maldita sea! ¡Una tarifa! No pueden establecer un impuesto sobre tráfico interestelar... El Concejo Galáctico no lo aprobará, todavía continuamos a prueba. Y el Senado nunca dará el visto bueno.
Ptheela emitió un silbido de duda.
—Tienes razón, lo dará —asintió Vic—. Me temía que ocurriese esto. Hay mucha gente harta de Teleport... Sin embargo dependemos de Teleport. Derribamos las viejas fábricas, y las nuevas no sirven para nada sin las mercancías interestelares. No nos arreglaremos sin los catalizadores de Ecthinbal, ni sin los preventivos del cáncer de Plathgol. ¿Y quién comprará todo nuestro azúcar? Producimos cincuenta veces más de lo que necesitamos, sólo porque la mayoría de los planetas carecen de plantas que separen los compuestos dextrógiros de los levógiros ¡Será un verdadero infierno!
Ptheela onduló de nuevo los brazos.
—Quisisteis ir demasiado de prisa. Vuestra cultura carece de equilibrio. Mucha física y nada de sociología... Todos coméis bien, pero pocos pensáis debidamente.
Mucha emoción y poco discernimiento, agregó Vic para sus adentros. Lo mismo sucedió con la revolución industrial. Con su llegada, desaparecieron muchos antiguos oficios y hubo gente que pagó las consecuencias. Cierto que se crearon otros puestos de trabajo, pero ya no eran familiares. Ahora Plathgol estaba deseando entregar a la Tierra un automóvil perfecto, semifabricado y de una técnica avanzada, aunque sin infringir la legislación sobre patentes vigente en la Tierra, a cambio de una tonelada de azúcar. La industria automotriz terrícola ya no existía. Y los automovilistas se sentían furiosos porque no se permitía a Plathgol enviar los modelos perfeccionados de alta potencia que utilizaba su propia población.
La banca había quebrado, cerró la industria, y los hombres se quedaron sin trabajo. El gobierno se encargó de amortiguar el impacto, y Teleport había sido aceptada mientras proporcionó nuevas maravillas. El nivel de vida subió a un grado jamás alcanzado antes, pero no para los grupos que en otro tiempo disfrutaron de los monopolios. Demasiada gente recordaba la violencia y los cambios que les habían hecho padecer.
Tampoco resultó fácil aceptar que existían razas superiores a la humana. ¿Para qué molestarse en realizar nuevos descubrimientos cuando ya otros conocían las respuestas? El sentimiento de inferioridad dio paso al resentimiento, y la incomprensión entre las razas suscitó el desprecio de los terrícolas. Ptheela había sido desposeída de su habitación en el hotel... Y el año anterior, un grupo intentó envenenar a los «repulsivos» ingenieros de Betz II.
En un año sin elecciones, los políticos serían capaces de alcanzar el más bajo nivel.
—Tal vez encontremos trabajo en Plathgol —sugirió él amargamente.
Ptheela silbó dubitativa.
Tal vez Pat lo consiguiese, si contase con tres maridos... Los ingenieros deben ajustarse a los requisitos mínimos. Tú podrías ser uno de ellos.
Vic olvidaba siempre que Plathgol era aún lo bastante atrasado para conservar los tabúes y sus extrañas costumbres, aunque, desde el punto de vista galáctico, se le consideraba más avanzado que la Tierra, ya que tenía un millón de años de historia a sus espaldas, que le permitieron desarrollar paz y concordia.
El televisor que les conectaba con el edificio transmisor comenzó a zumbar y apareció en él la austera cara de Amos.
—Se nos solicita con prioridad una estrafalaria entrega, Pat. Cierto profesor Douglas quiere intercambiar una cápsula de vacío lunar por una cápsula de vacío del espacio profundo de Ecthinbal. No vale la pena preocuparse por el peso del vacío. Es de sentido común.
—Servicio público, sin cargo —sugirió Vic.
Pat asintió. Douglas gozaba de gran reputación en Caltech, y una declaración positiva de su parte tal vez les fuese algún día de gran utilidad.
—Deja encendido el televisor, Amos, quiero ver eso —continuó Vic—. Douglas piensa que el espacio fluctúa en cierto modo y que puede determinar la posición de Ecthinbal a partir de una muestra. Así deducirá la velocidad de la fuerza de intercambio, si es instantánea o no. Acude a nosotros porque contamos con los transmisores de mayor tamaño de la Tierra.
Vic observó cómo las máquinas de carga colocaban una cápsula grande en su sitio. La luz cambió del amarillo al rojo, y una cápsula de color verde claro reemplazó a la primera. Amos dispuso la desinfección. Un chorro caliente bañó la cápsula, seguido por los ultrasonidos.
De pronto, algo crujió, y Amos salió disparado contra la pantalla.
La gran cápsula estalló, despidiendo fragmentos de vidrio en mil direcciones. ¡Vidrio a presión! ¿Cómo no tomaron la precaución de añadir una etiqueta advirtiendo que necesitaba esterilización en frío y no ultrasonidos? Vic corrió hacia el edificio transmisor.
El grito de Pat le obligó a volverse. Repentinos chillidos se dejaban oír a través del televisor. Los hombres que se hallaban en el edificio se aferraban con frenesí a cualquier cosa susceptible de retenerlos, pero algunos de ellos, además de los paquetes listos para su carga, eran succionados por el transmisor. Vic vio que un hombre chocaba contra el borde del campo y desaparecía en pedazos, interrumpiendo sus gritos, apenas exhalados. Era inevitable la muerte de cualquiera que quedase atrapado en el borde del campo.
Un gran fragmento de vidrio había ido a parar a los cables de control, forzando la unión y acortando la distancia entre las dos barras metálicas, que sujetaba con su peso. Permanecía firmemente calzado, con lo que el transmisor entró en funcionamiento continuo. Y el aire, a una presión de 2.600 gramos por centímetro cuadrado, estaba siendo enviado a Ecthinbal, donde la presión alcanzaba apenas los once gramos por centímetro cuadrado... Con esa diferencia, la presión sobre un sólo metro cuadrado de superficie podría llegar a las diez toneladas. Los pobres diablos del edificio no teman ninguna posibilidad de sobrevivir.
Apagó el televisor cuando Pat se volvió, acometida por las náuseas.
—¿Cuándo se cargó el acumulador? —preguntó a la muchacha.
—No había acumulador en esa instalación —respondió ella con voz débil. Toda la planta se sirve de un atomotor pulsado electrónicamente... Lleva veinte años funcionando a la perfección.
Vic soltó un juramento y se dirigió a la puerta, con Pat y Ptheela pisándole los talones. La abertura del transmisor cubría más de sesenta metros cuadrados, lo que significaba una pérdida de ciento cincuenta a quince mil metros cúbicos de aire por segundo. Tal vez más.
Ptheela asintió mientras se colocaba a su lado.
—Creo que la cuestión de la tarifa ha perdido toda su importancia —silbó.
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Vic había actuado por puro instinto al dirigirse al edificio. Le temblaban las piernas, aunque el viento que soplaba a su espalda facilitaba su marcha.
Se le ocurrió una súbita idea y clavó los tacones en el suelo, intentando detenerse. Pat tropezó con él. Los brazos de Ptheela se tendieron, evitando la caída del muchacho. Cuando éste se dio vuelta para mirarlas, el viento le azotó la cara, arrojando contra ella el polvo y arena del seco terreno. Sería fácil alcanzar el edificio transmisor... En cambio, no podrían regresar, dada la fuerza del viento que se estaba levantando, menos violento a causa de la distancia, pero todavía capaz de asestar un buen golpe. Las nubes de polvo y escombro que arrastraba comenzaban a adquirir forma. La disposición de las paredes protectoras y de las entradas constituían un perfecto dispositivo de succión, que hacía circular el aire en el sentido opuesto al de las agujas del reloj, transformándolo en un tornado y haciéndolo penetrar de nuevo al interior. Los hombres y mujeres próximos al edificio luchaban aterrorizados, tratando de escapar al centro de la furia. Vic vio a una mujer atrapada y engullida por una de las entradas. El viento ahogó sus gritos.
Hizo señas a Pat y Ptheela, y los tres se apresuraron a retroceder. Matarse no resolvería la situación. Descubrió uno de los pequeños auto—orugas, las hizo montar en él, subió1 a su vez y puso marcha atrás hasta salir de la zona de violencia. Luego, se enfrentó a Ptheela.
—Bueno, ¿y ahora qué? ¡Al diablo las reglas galácticas! Estamos en un apuro y necesito su ayuda.
La velluda plathgoliana esbozó un gesto de desasosiego con sus tres brazos, y una hendedura se abrió en su pecho.
—No existe ningún precedente.
Había hablado en inglés. La mirada de sorpresa de Pat reflejó la de su compañero. Se suponía que los plathgolianos no sabían hablar.
—Estáis en lo cierto. Nuestro Concejo me expulsara de Plathgol por romper las medidas de seguridad si se entera de que he hablado. Sin embargo, de esta forma nos comunicaremos mejor. Preguntadme. Tal vez sepa más que vosotros; tenemos el Teleport hace mucho más tiempo, pero no olvidéis que vuestra extraña raza posee un coeficiente más alto de ingeniosidad.
—Gracias.
Vic no ignoraba lo que significaría para ella perder a sus cinco maridos. No sólo su elevada posición, sino la oportunidad de una descendencia más fuerte y capaz. Bueno, ya se preocuparía por eso más tarde, cuando acabase de preocuparse por su propio mundo.
—¿Qué va a suceder ahora? —preguntó.
Para responderle, ella recurrió de nuevo al código galáctico, menos preciso, pero más rápido. Como Vic sabía muy bien, el encendido accidental del transmisor había puesto en marcha de manera automática el transmisor de Ecthinbal, sólo para recibir, no para transmitir. El aire circulaba entre la Tierra y Ecthinbal en un solo sentido. El circuito receptor que enlazaba con el emisor de Ecthinbal no había sido cortado. La transmisión continua, al menos que ella supiese, no había sido utilizada nunca, por lo que era imposible decir lo que ocurriría. Una vez puesto en funcionamiento, ninguna fuerza exterior detendría el transmisor. Los controles de envío y de parada eran sincrónicos, ambos derivados de un solo cristal, y sólo una forma exacta de onda compleja los detendría. Ahora funcionaba como un espacio deformado, y los plathgolianos pensaban que el fenómeno se extendería, dado que los bordes externos transmitían antes de que la materia alcanzase el centro, originando así una resonancia desequilibrada, que ensancharía el campo más y más. Incluso tal vez se extendiese más allá del edificio. Y por supuesto, dado que el metal utilizado por los ingenieros del Betz II no podía ser atacado ni cortado, no había forma de abrir un túnel hacia el interior.
—¿Y que sucederá en Ecthinbal? —se interesó.
Ptheela abrió los brazos.
—Lo mismo, sólo que a la inversa. El aire llega hasta allí, acumula presión suficiente para romper la cápsula y sale... Por fortuna, la corriente se mantiene nivelada. Así que no hay peligro de que coincidan dos unidades de materia en una unidad de espacio.
—Entonces supongo que nuestra única oportunidad consiste en llamar al Enviado galáctico —decidió Vic—. Hasta ahora, se ha limitado a quedarse sentado en su oficina presumiendo...
—No acudirá en vuestra ayuda. Su función se reduce a observar. La legislación galáctica dice que o resuelves tu propio problema o mueres.
—Muy bien. —Vic contempló la nube de polvo atraída en un remolino hacia el edificio transmisor—. Todo lo que necesito para resolverlo es algo que pese unas doscientas toneladas por metro cúbico..., con una buena grúa incorporada.
Pat levantó la cabeza de pronto.
—Imposible. En cambio, ¿qué me dices de uno de esos pequeños tanques del ejército que funcionan con energía atómica..., de los aerodinámicos? Quizá Flavin te consiga alguno.
Vic pisó con fuerza el pedal del acelerador, haciendo que el tractor se tambaleara en dirección a la oficina. El viento soplaba cada vez más fuerte, pero todavía resultaba soportable. Una vez en la casa, encendió el televisor. Notó que el polvo desaparecía fuera del campo normal del transmisor. Sin duda ya había empezado a extenderse.
—¿Qué opinas? —le preguntó a Ptheela—. Si se extiende, ¿no se producirán alteraciones en el transmisor y la estación, hasta al punto de detenerlo?
—No, a causa de la construcción de Betz II. Todo lo que construyen impide ese efecto. No sabemos cómo funciona, pero el campo no influirá en nada hecho por los betzianos.
—¿Y que sucederá con el trozo de vidrio que originó el problema?
Por un momento, Ptheela dio la impresión de que deseaba mostrarse esperanzada. Luego, la cabeza en forma de flor pareció marchitarse.
—Está dentro de la envoltura..., a cubierto del campo.
Entre tanto, Pat trabajaba en el cable privado con Chicago, que sólo se empleaba en los casos de urgencia. Con toda claridad, tropezaba con problemas para ponerse en comunicación con Flavin, un personaje importante dentro de Teleport Interstellar y uno de los pocos designados por la vía política. Nominalmente, actuaba como intermediario entre el gobierno y el grupo Teleport. En realidad, no era más que un hombre de paja en las convenciones burocráticas. Por fin, Pat consiguió que apareciese en la pantalla.
Como de costumbre, aparecía bastante jovial, y las manchas rojas que ostentaba en las mejillas daban cuenta de una comida regada con exceso. Tenía además ante sí una botella, sobre la mesa escritorio. No obstante, su voz sonó bastante clara.
—Hola, Pat. ¿Qué ocurre?
Pat hizo caso omiso de la seña que Vic le dirigió frunciendo el ceño y comenzó a exponer la situación. El pánico que se transparentaba en su tono convertía en innecesarias las explicaciones, pensó Vic. Al principio, Flavin soltó algunas bravatas. Luego, interrumpió la comunicación durante largos minutos. Por último, reapareció su cara en la pantalla.
—Se le conceden plenos poderes, Peters, por supuesto. Y le conseguiré algunos tanques como sea. Tendré que maniobrar indirectamente. —Se encogió de hombros y prosiguió compungido—: Siempre supe que esta sinecura terminaría. Cuento con alguna información que me inclina a pensar que se ha producido ahí un desastre nacional.
Echaba mano a la botella cuando sus ojos tropezaron con la mirada acusadora de Vic. Denegó entonces con la cabeza, sonrió abatido y guardó la botella intacta en un cajón.
—No me tome por tan tonto, Peters. Soy capaz de algo más que beber y correr tras las mujeres. Tal vez no le preste una gran ayuda, pero sepa que la única razón por la que bebo es el aburrimiento, y ahora no me siento aburrido. Llegaré ahí muy pronto.
Al parecer, Flavin era realmente eficaz en su propio terreno. Los tanques llegaron al telepuerto interurbano antes de que él apareciera. Se trataba de vehículos pesados, achaparrados, superacorazados a fin de que resistiesen a una explosión atómica no muy cercana, lo bastante pequeños, sin embargo, para atravesar las entradas del edificio transmisor. Flavin se acercó a Vic y Pat, que los examinaban. Su traje había sido diseñado para ocultar la línea de su cintura, pero la grasa de sus carrillos tembló al apresurarse y el sudor le chorreaba por debajo del peluquín, inundando su frente.
—Dos, ¿se dan cuenta? —dijo—. Imaginen lo que hubiese conseguido de aullar pidiendo una docena. ¿Cree que podrá entrar ahí? ¿Qué hará si lo logra?
Vic se encogió de hombros. Se había estado preguntando lo mismo. Si pudiesen golpear aquel enorme trozo de vidrio y romperlo, aun sin retirarlo del alambre en que estaba enganchado, dentro de su capa protectora, liberarían los alambres en los que se había originado el cortocircuito. Tal vez eso provocara una interrupción automática.
—Por esa razón iré con el conductor. Ya improvisaré algo una vez allí.
—De acuerdo —se apresuró a asentir Pat. Se ajustó el mono y se dirigió al segundo tanque—. Y por esa misma razón iré yo en el otro.
—¡Pat!
Vic se acercó a ella. No obstante, las circunstancias no permitían jugar al caballero andante. El hombre o la mujer capaces de resolver el problema debían hacerlo. La ayudó a introducirse en el pequeño y compacto tanque.
—Suerte —le deseó—. La necesitaremos.
Montó en su propio vehículo y se instaló con gran dificultad en el diminuto asiento reservado al observador, detrás del conductor. Éste miró hacia atrás y giró la llave de encendido. El motor zumbó quedamente a sus pies, haciendo que vibrara el metal que les rodeaba. Iniciaron la marcha en primera. Al conductor no le gustó lo que vio en la telepantalla y a Vic le gustó todavía menos lo que veía en directo por la mirilla de la ametralladora. El segundo tanque se puso en movimiento y avanzó casi paralelo al primero.
El principio no fue demasiado malo. Se encaminaron hacia la entrada norte con extrema cautela. El tanque parecía un seguro refugio. Junto a ellos, un árbol fue arrancado de cuajo y arrastrado hacia el transmisor. Rozó al pasar el frente del tanque, pero la máquina continuó su caminó sin que los dos hombres que se hallaban dentro sintiesen casi el impacto.
La marcha se hizo luego más pesada. El conductor maldijo los controles que le costaba trabajo manejar. Por un segundo, el vehículo se abandonó a la corriente, y el conductor corrigió la dirección para rectificarla un instante después. El tanque se inclinó peligrosamente y cabeceó. La fuerza del viento, inversamente proporcional al cuadrado de la distancia al transmisor, se redobló al acercarse. Quince metros más adelante, las muñecas del conductor aparecían lívidas a causa de la presión qué tenía que ejercer sobre el volante para controlar la inclinación provocada por el viento.
Vic tragó saliva, admirado ante los nervios del hombre, hasta que advirtió que le sangraba el labio de tanto morderlo. Su propio estómago subía y bajaba como un ascensor loco.
—¿Intentamos avanzar otros tres metros? —preguntó el conductor.
—¡Qué remedio!
—No le faltan agallas para ser un civil, compañero. Muy bien, allá vamos.
Adelantaban centímetros. Cada pequeña embestida amenazaba volcarlos a causa del impacto del viento que les llegaba por debajo. Se guiaban por el instinto, intentando alejar con sus plegarias la horrible posibilidad de que todas las precauciones resultasen inútiles. Vic se secó la frente, y se la volvió a secar antes de darse cuenta de que la palma de su mano estaba tan húmeda como ella.
Se preguntó por dónde andaría Pat y trató de localizarla. La otra máquina no se veía por parte alguna. Había retrocedido, gracias a Dios. No obstante, una pizca de amargura se mezclaba en su alivio. Había supuesto que se podía confiar plenamente en Pat. Miró hacia la pantalla, que le permitía una visión más amplia, y se sobresaltó.
El otro tanque, dado la vuelta como una tortuga, rodaba sobre sí mismo. ¡Y se dirigía irremisiblemente hacia la entrada! Por pura casualidad, consiguió situarse de nuevo sobre sus bandas de rodamiento. El conductor debía de estar consciente y sólo su consumada pericia le permitió conservar su posición. Sin embargo, la fuerza de la inercia le obligó a continuar dando tumbos, cada vez más cerca de la entrada.
Vic gritó con toda su voz en el oído del conductor, señalando frenético hacia el otro vehículo.
—¡Empújele!
El conductor se puso tenso, pero asintió. El salvaje aullido del viento resonaba con tal potencia que ni siquiera se oía el ruido del motor. El tanque saltó hacia adelante, aplastando a Vic contra su reforzado y acolchado asiento. Los riesgos que corrían sin prestar atención a ellos terminarían sin duda por serles fatales, aunque el hecho de fijarse un objetivo preciso infundió confianza en el conductor. El hombre permitió que el viento le ayudase a ganar velocidad y maniobró de costado, en dirección al otro tanque. El suyo estuvo a punto de dar una vuelta de campana al sacudirse y encabritarse, pero las bandas de rodamiento se adhirieron con firmeza al suelo. Cortaron entonces a través del viento, en línea recta hacia el morro del tanque de sus compañeros.
El impacto del choque con el frente del segundo vehículo hizo que Vic, inclinado hacia delante, tenso como un resorte, se golpease la cabeza contra la mirilla de la ametralladora. Casi no lo sintió, absorto como estaba en lo que ocurría en el exterior. Los dos tanques forcejearon. La entrada se abría a un paso de ambos.
—¡Embista el costado oeste! ¡Eso nos dará una oportunidad! —gritó Vic al oído del conductor.
El hombre asintió sin fuerzas y su pie se hundió más aún. Ambos tanques, apoyados uno en el otro, mostraban poca tendencia a volcarse, pero casi todo el tiempo parecían suspendidos en el aire.
Centímetro tras centímetro, lo fueron consiguiendo. El vehículo de Pat se encontraba ya lejos de la entrada, mientras que el conductor del otro sudaba todavía por alejarse de ella. Forzó el avance un par de centímetros hacia adelante, dio marcha atrás sin ninguna compasión para el cambio y repitió la operación, adelante y atrás. Eso no mejoró la situación en apariencia. Mas al fin, Vic vio que se apartaban de la entrada y quedaban fuera del chorro de succión.
Otra pantalla se encendió junto al conductor, y la cara de Pat apareció en ella, junto con la de su acompañante. El rugido del viento volvía imposible la audición a través de los altavoces. El hombre les interrogó mediante un gesto. Vic negó con la cabeza. Trazó con la mano una espiral en sentido contrario al de las agujas del reloj y hacia afuera, para indicar que tratarían de oponerse conjuntamente al viento, apoyándose uno contra el otro.
Consiguieron cruzar ante la entrada sur, aunque hubo momentos en los que creyeron verse arrastrados al interior, y avanzar dos metros hacia fuera ajustándose a la espiral. En la siguiente, doblaron esa distancia y el desplazamiento comenzó a ser más suave. Por último, los maltrechos tanques regresaron pesadamente al punto de partida... Incluso un poco más allá, pues el viento había obligado a todo el mundo a retroceder.
Vic se deslizó del asiento, sorprendiéndose al descubrir la rigidez y debilidad de sus piernas. El suelo onduló bajo sus pies. Se consoló un tanto al ver que el conductor no se sentía mucho mejor que él. El hombre se apoyó en el tanque, dejando que el viento secase el sudor de su uniforme.
—¡Caray, hermano...! Nos hemos salvado de milagro. Es usted fantástico, señor, pero no volvería allí ni con el arcángel Gabriel.
Vic miró hacia el vórtice formado por el viento. Nadie más iría allí. Aproximarse a dos metros de la entrada significaba un suicidio, incluso con el tanque... Y el peligro no haría más que aumentar. Vio que Pat abría la escotilla y corrió para ayudarla a salir. Estaba magullada y más temblorosa que él, pero el acolchado del asiento había evitado que se rompiese ningún hueso. La alzó en sus brazos y se sorprendió ante su ligereza. Pasó por su mente la visión del tanque que ella había ocupado dando vueltas, y sus brazos la estrecharon con fuerza. Tuvo la impresión de que descansaba en ellos. Se cruzaron sus miradas. Pat levantó la cara, y él oprimió sus labios, en un breve y firme contacto.
—Pasé mucho miedo por ti, Pat.
—Yo también.
Algo de color le volvió al rostro. Con un gesto le indicó que la posase en el suelo.
—Supongo que te das cuenta de cuánto te agradezco lo que hiciste por mí.
Flavin cortó con su llegada cualquier respuesta de Vic. Venía enjugándose el rostro con un pañuelo. Los miró, tragó saliva y meneó la cabeza.
—Los gemelos Lázaro, los resucitados —rezongó—. Vayan al coche... Hay un trago para ustedes en la bolsa de la portezuela derecha.
Vic enarcó una ceja en signo de interrogación, y Pat asintió. Tomarían con gusto aquel trago. Encontraron el coche con el chófer, esperándoles más atrás. Vic sirvió para ambos una pequeña medida, tras lo cual devolvió la botella a su sitio. No obstante, les tranquilizó mucho más fumar que la bebida.
Flavin hablaba ahora con los conductores de los tanques. Un pequeño rollo cambió de manos, alegrando los rostros de los hombres. Para ser un oportunista político, había resultado más hombre de lo que Vic suponía. Flavin regresó junto a ellos y se metió en el coche.
—Trasladé la oficina a Bennington... El encargado del telepuerto interurbano nos ofreció sitio allí.
Los telepuertos locales no dependían de Teleport Interstellar, si bien, por regla general, se trataban con mutua cortesía y amabilidad.
—Si conozco al gobernador, su próximo paso consistirá en evacuar la ciudad. Acabo de recibir la orden de desistir de toda tentativa... Llegó mientras ustedes intentaban suicidarse. Hay que suspender la transmisión de inmediato.
Gruñó al ver la mueca de Vice indicó al chófer que emprendiese la marcha. Alguien les llamó. Vic pidió al chófer que se detuviese al ver que se trataba de Ptheela, quien se abría camino dificultosamente contra el viento, sin dejar de llamarles. La piel de la mujer planta se descortezaba más que nunca.
Flavin vio hacia dónde se dirigía la mirada de Vic.
—¿Pretende que viajemos con eso? Con lo mal que huelen los plathgolianos... ¡Malditas plantas! No se puede confiar en ellas. Seguro que han intervenido en todo este asunto. He oído decir que...
—Plathgol posee una civilización más desarrollada que la nuestra —opuso Pat en tono categórico.
—Sí. Una cultura de un millón de años que nosotros conseguimos en mil. Y el Concejo Galáctico se empeña en que debemos rendir pleitesía a una raza superior. ¡Plantas superiores! ¡Narices!
Vic abrió la portezuela y buscó la mano de Pat. Flavin frunció el ceño, se agitó y, por fin, ordenó al chófer que retrocediese.
—Muy bien, muy bien. Ya les dije que todo el asunto quedaba en sus manos. Si les apetece dar vueltas por ahí olisqueando plathgolianos..., allá ustedes. Pero no me culpen si la gente les apedrea.
Tuvo el decoro de ruborizarse ligeramente al entrar Ptheela y se apresuró a cambiar de tema.
—¿Y si lanzásemos una plancha de metal contra las entradas para obturarlas?
—Demasiado tarde —respondió Ptheela en inglés, deslizándose junto a Pat y sobresaltando a Flavin—. Revisé esos dos tanques y encontré que el campo casi los ha apresado. Eso quiere decir que se ha extendido ya fuera del edificio, aunque se dilatará con mayor lentitud al no haber metal donde resonar. De cualquier modo, ¿cómo conseguirían transportar las planchas hasta allí?
—¿Cuánto tiempo durará el aire? —preguntó Pat.
Vic se encogió de hombros.
—Tal vez sólo un mes, si él fenómeno se intensifica. Por suerte, gracias al diseño betziano, no se extiende mucho hacia abajo, así que no pasará de la atmósfera. Flavin, ¿qué me dice de traer a los expertos? Necesito ayuda.
—Ya he enviado a buscarles —le informó Flavin.
Se dirigían ala zona principal de Bennington, situada a dieciséis kilómetros de la estación. El rostro de Flavin había tomado un color grisáceo y ya no prestaba atención al penetrante olor de Ptheela. Se apeó del coche al llegar a un edificio que en otro tiempo sirvió de depósito. Comenzaba a subir los escalones cuando escucho el excitado pregón de un repartidor de periódicos. Le arrojó una moneda, tomó un ejemplar y desplegó la edición especial ante sus compañeros.
La noticia se había extendido con gran rapidez. Figuraba en primera página con los alarmantes comentarios de los científicos entrevistados en primer lugar y los tranquilizadores de los últimos. Ningún empleado de Teleport Interstellar se prestó a hacer declaraciones, pero un ingeniero del telepuerto local había relatado los hechos más sobresalientes junto con algunas predicciones en extremo acertadas de lo que vendría luego.
El titular que lo encabezaba decía:
¡PAN—ASIA RECLAMA EL BOMBARDEO DEL TRANSMISOR!
El ultimátum de Pan—Asia rebosaba de frases altisonantes y nobles justificaciones, pero el mensaje básico resultaba lo bastante claro. A no ser que se lograse interrumpir la pérdida de aire —un aire propiedad de todos— y detener toda transmisión futura, amén de cualquier trato con los «enemigos alienígenas», Pan—Asia se vería obligada a bombardear los transmisores, pese a la resistencia que se le opusiera.
—Quizá... —empezó a decir Flavin en tono de duda.
Vic le interrumpió. Su fe en el derecho de la humanidad a ocupar su accidental escaño en el Concejo Galáctico no se había incrementado mucho.
—Nada de juegos de azar. El campo constituye una tensión espacial permanente y sólo lo suprimirá la forma de onda apropiada. El cristal interruptor se encuentra dentro del transmisor. Si lo destruimos, nunca eliminaremos el campo. Seguirá creciendo hasta que toda la tierra desaparezca. Flavin, más vale que consiga que esos expertos se presenten pronto aquí...
3
A la mañana siguiente, Vic observaba, sentado en el coche, la nube negra que se arremolinaba alrededor de la estación, sobrepasando incluso la vieja oficina. Tenía los ojos rojos y la cara grisácea a causa de la fatiga. Su largo cuerpo yacía desplomado sobre el asiento. Pat, que aparentaba hallarse casi tan cansada, aunque había dormido un poco, recogió de sus manos la taza vacía y el termo del café. Luego, le pasó una mano por el pelo, alisándolo, tomó su cabeza, la apoyó sobre su hombro y le frotó con gran suavidad la nuca.
Ptheela aprobó satisfecha, provocando un bufido de Pat.
—¡Quítate de la cabeza la idea de un romance, Ptheela! Vic se va a desmayar de cansancio y, si no fuese tan condenadamente terco, se iría a dormir.
—¿Romance? —Ptheela le dio vueltas a la idea y repuso—: He leído algunos cuentos de amor. Brotes de primavera sin semilla. Una mujer debería orgullecerse de conseguir maridos fuertes y tener descendencia de ellos.
Vic las dejó discutir. Las atenciones de Pat le calmaban, aunque sólo de manera superficial. Su mente continuaba buscando obstinada, alguna solución, sin encontrarla. Los hombres que se juzgaban a sí mismos expertos no sabían más que él. Había sonsacado a Ptheela todo cuanto pudo, sin que le proporcionase una respuesta. Plathgol estaba más avanzada que la Tierra, desde luego, pero mucho menos que los ingenieros del Betz II, a su vez meros instrumentos de las superdesarrolladas criaturas que dirigían el Concejo.
¿Cómo extrañarse de que la raza humana no lograse conciliar sus relaciones con los otros mundos? Durante siglos había sido el centro de su propio universo. Ahora, como los nativos de Tasmania, descubría que no era sino una isla poblada de salvajes en un universo cuya cultura sobrepasaba su entendimiento. Ni siquiera llegó a conquistar los planetas de su propio sistema. Lo único que supo fue perfeccionar los medios de aniquilarse a sí misma.
Reaccionó a su típico estilo. Necesitaba a alguien inferior, alguien que le permitiese no ocupar el último lugar. Sustituyó, pues, la perdida confianza en sí mismo por el odio. ¿Para qué estudiar la transmisión de materia cuando existían otras razas que conocían las respuestas, aunque demasiado egoístas para compartir su conocimiento?
Vic refunfuñó para sus adentros al recordar a los técnicos. Perdió horas con ellos, descubriendo al final que sólo servían para argumentar en torno al problema. Los nombres que creyó pilares de fortaleza resultaron meros asideros para un hombre tan confundido como él. Los escasos conocimientos que Ptheela le había brindado le bastaban para sobrepasar a los expertos... A decir verdad, tampoco sabía lo bastante para resolver el problema.
Se irguió en el asiento, con la pistola que Flavin había insistido en entregarle obstaculizando sus movimientos, y contempló el grupo de hombres que trabajaba tan cerca del edificio como la violencia del viento les permitía. No había conseguido convencerles de la inutilidad de practicar un túnel. Según ellos, bastaría un agujero de un milímetro de diámetro a través del basamento por donde introducir explosivos que desplazasen el fragmento de vidrio. Se negaron a aceptar que el revestimiento Betz II fuese capaz de resistir a los mejores taladros con cabeza de diamante, aun cuando trabajasen durante siglos sobre él. Se encogió de hombros. Al menos, hacer algo les levantaba la moral. Vic acabó por ceder y permitir que pusiesen en práctica sus ideas.
—Más vale que regresemos —decidió.
Había esperado que el aire de la mañana y la vista de la estación despejarían su cabeza. El peso de su responsabilidad lo echó todo a perder. Era ridículo, pero todavía quedaban algunas cosas a su cargo.
Flavin tendió la mano y conectó el pequeño televisor. Intentaba mostrar tolerancia con respecto a Ptheela, aunque sin auténtica comprensión. Se sentía mucho mejor delante, sentado junto al chofer.
Pat contuvo el aliento. Vic miró entonces a la pantalla. Un noticiario mostraba a una multitud destrozando en Denver uno de los telepuertos interurbanos de la Tierra. Los hombres atacaban a ciegas lo que consideraban una amenaza. Alguien pidió desde su asiento en el Congreso que se pusiera término a las relaciones con los extraterrestres, y Vic recordó que el comercio interestelar de cristales levógiros había permitido a ese mismo hombre conseguir su escaño... y que se había salvado de morir de cáncer gracias a las drogas traídas por el transmisor. En aquellos tiempos, desbordaba de gratitud.
Se multiplicaban los disturbios en California, los estrafalarios Caballeros de Terra reclutaban más gente que nunca, y la criminalidad iba en aumento. Había llovido en Nevada y se produjeron graves alteraciones climáticas en todo el país, originadas por la desastrosa y nunca vista depresión que se había abatido sobre Bennington. La gente se quejaba de falta de aire, asegurando incluso, por pura histeria, que lo sentían desaparecer. El Enviado galáctico seguía ausente.
Por último, el editorial del Times de Bennington señalaba a Vic como el encargado de cambiar los circuitos y culpaba a los alienígenas de reservarse vilmente sus conocimientos. El editorial incluía la proporción de verdad necesaria para tornarlo peligroso. Bennington se hallaba lo bastante cerca de la estación transmisora para explicar la alusión a la ley de Lynch implícita en el artículo.
—Voy aponer fin a eso —dijo enojado Flavin—. Tengo suficiente influencia para obtener de ellos una retractación total. Sin embargo, me temo que no servirá de nada.
Vic palpó la pistola automática. Ya no le molestaba tanto.
—Al parecer, no hay ninguna noticia respecto al ultimátum de Pan—Asia.
—Según me dijeron, la cuestión se pasa en silencio por expresa orden presidencial. Pan—Asia ha aceptado esperar tres días..., ni uno más. No estoy seguro de la información, pero creo que bombardearemos nosotros mismos la instalación si para entonces no se ha resuelto el problema.
Vic marchó a las oficinas de la estación local, seguido por los demás. En la sala de espera, un hombre de Sardax, con un vago parecido a un gato, esperaba su turno, apretando con fuerza algunos adornos rotos y un manojo de tarjetas galácticas de crédito. Uno de sus cuatro brazos estaba evidentemente roto, y su sangre amarilla fluía de una veintena de heridas. No obstante, se encogió de hombros ante las preguntas de Vic y respondió imperturbable en código galáctico:
—No hay problema. En pocos minutos me embarcaré hacia Chicago y, de allí, a casa. Mis atacantes olían a odio, pero logré escapar. No perdáis el tiempo conmigo, por favor.
Su silbido se interrumpió al sonar una señal en la oficina de embarque. Se apresuró en su dirección, con una frase final:
—Según me han dicho, mis atacantes vivirán.
Vic sonrió con ironía, recordando las garras que remataban las manos del hombre. Los sardaxianos constituían una raza pacífica pero lo bastante pragmática para no ver ninguna ventaja en dejarse asesinar. Esta vez la turba había atacado al alienígena equivocado. En cambio, otras razas...
Abrió de un empujón la puerta de su pequeña oficina, y los cuatro entraron en ella. No se dio cuenta de la presencia del visitante hasta que se encaminó a su escritorio.
El Enviado galáctico tal vez fuese un robot, según su propia confesión, pero nada había en él que lo confirmara. Vestía con descuido un costoso traje de tweed y se recostaba en una silla, con una ligera sonrisa en el rostro. Se levantó, tendiendo la mano a Vic.
—Me han dicho que dirige usted las operaciones, Peters. No había vuelto a verle desde que le recomendé para el primer año de la escuela, pero me he mantenido informado sobre su carrera. Pensé en venir hasta aquí para informarle de que el Concejo ha dado su aprobación oficial a sus plenos poderes en la sucursal Tierra de Teleport Interstellar, información que ya he brindado a las Naciones Unidas y al Presidente.
Vic meneó la cabeza. Muy bonito eso de arrojarlo todo sobre sus hombros.
—¿Por qué yo?
—¿Y por qué no? Conoce toda la teoría que posee la Tierra sobre el tema, posee más experiencia práctica, adquirida en un número mayor de estaciones que cualquier otro y ya debe de haber agotado el cerebro de Ptheela... Sí, ya nos hemos enterado. No hay nada malo en que decidiese ayudarle, dada la urgencia del caso. Usted es el hombre indicado.
—Preferiría que se encargase del asunto alguno de sus importantes y poderosos expertos galácticos.
El Enviado negó suavemente con la cabeza.
—No lo dudo. Ahora bien, hemos descubierto que, por regla general, la raza que provoca el problema es la mejor preparada para resolverlo. El mismo ingenio que maquinó este sabotaje, porque se trata de un sabotaje, le ayudará quizás a solucionarlo. Al Concejo no le preocupan demasiado las rapaces normas económicas y políticas de los terrícolas, y nunca ha dudado de que representan una de las razas más ingeniosas del universo. Como verá, no existe ninguna raza inferior.
—¿Sabotaje? —intervino Pat, intentando comprender la información—. ¿Quién sería tan estúpido?
El Enviado le dirigió una apagada sonrisa.
—Los Caballeros de Terra nadan en dinero y están reclutando gente como nunca. Por supuesto, los responsables del sabotaje no sospechaban hasta qué punto ponían en peligro el planeta. He estudiado bien a fondo la cuestión.
No cabía la menor duda sobre las implicaciones. Hasta entonces, los Caballeros de Terra se habían reducido a una mera turba de chiflados, carentes de todo poder financiero. La mayoría de las industrias arruinadas por la competencia de los transmisores se contaban entre las más grandes, puesto que tendían en mayor grado a carecer de flexibilidad. Algunos de sus dirigentes aceptaron la nueva situación. Muchos otros, por el contrario, lucharon con dientes y uñas contra ella. Y continuaban haciéndolo. Demasiada gente perdió su puesto de trabajo, sus patentes u otras cosas igualmente valiosas a causa de los transmisores. Y aunque el nivel de vida se había incrementado y el índice de empleo se encontraba en ese momento en su pico más alto, muchos arrastraban aún el amargo resentimiento que suscitó en ellos el período de transición. Una propaganda bien encaminada atraería muchos simpatizantes a los grupos reaccionarios.
—La Tierra para los terrícolas y abajo los transmisores —sintetizó Vic.
El Enviado asintió.
—Son unos estúpidos, por cierto. Olvidan que los transmisores no pueden ser desmontados sin el concurso de los operarios del Concejo. Y cuando el Concejo retira su permiso, destruye todo el material y la mayor parte de los libros, privando así de conocimientos a las tres generaciones siguientes. La Tierra volverá a un estado de semisalvajismo y tendrá que recomenzar desde cero. Bien, ya nos veremos, Vic. Buena suerte.
Se alejó, sonriente aún. Flavin le había estado mirando con una aversión apenas disimulada, que estalló al irse el Enviado.
—¡Vaya cara que tienen estos tíos! ¡Pretender que no interfieren en nuestros asuntos!
—A nosotros nos ocurrió dos veces —observó Ptheela—. Luego, mejoramos. Las leyes del Concejo se basan en una experiencia de medio billón de años. Están llenas de sabiduría. Habrá que renunciar.
—¡No sin pelea! —exclamó Flavin.
—Sin pelea —rechazó Vic—. No tenemos ninguna posibilidad. Para ellos, somos como niños de pecho. Además, ¿qué importa eso? Ni todos los santos del cielo nos salvarán si perdemos nuestra atmósfera. Y nuestros pretendidos líderes ni siquiera se dan cuenta.
La idea de siempre... Ya se les ocurriría alguna solución. Cierto que no se podía operar el transmisor desde fuera y que no había manera de entrar a causa del viento. ¿Qué más daba? Ya aparecería algo.
Vic había oído rumores de que el ejército se haría cargo de la situación. Casi deseó que así fuera. Tal como estaban las cosas, él era el responsable absoluto... y nada más. Flavin y el Concejo lo habían dejado todo en sus manos, pero el policía que hacía la ronda terna más poder que él. Supondría un alivio ver a alguien gritando órdenes a su lado, por muy estúpidas que fueran, con tal de que le liberase un poco de la responsabilidad que le había caído encima. ¡Sabotaje! ¿Así que ni siquiera se trataba de un accidente? La necia raza a la que pertenecía intentó suicidarse, y ahora esperaba que él la salvase.
Movió la cabeza, vagamente consciente de que alguien llamaba a la puerta. Abrió.
—¡Amos!
La austera cara continuó imperturbable cuando la cadavérica figura entró arrastrando los pies. ¡Pero si Amos estaba muerto! Había quedado dentro del transmisor... Todos los presentes corrieron hacia él. Amos cortó sus exclamaciones.
—No tiene nada de extraño. Simple sentido común. Cuando la cápsula estalló, me tiré de cabeza al aparato, fijé la dirección y apreté el conmutador. Vi algo como de vidrio que se precipitaba sobre mí y me encontré en Plathgol. Entonces salí y me procuré una buena cantidad de tsiuna... No lo cocinan demasiado bien allí. Nunca lo habían comido hasta que les enseñamos nosotros. Luego les mostré mi pase, regresé por Chicago, tomé el transmisor local hasta aquí y me marché a casa. Temía que la vieja estuviese preocupada. No me enteré del alcance de todo este lío hasta que leí los periódicos. Pensé que debía presentarme. Y aquí me tienen.
—¿Cuánto alcanzaste a ver de la explosión? —preguntó Pat.
—No mucho. Sólo que explotaba... Vidrio sintético, no resistente a las altas temperaturas. Por el color, parecía proceder de la Tierra.
Aquello carecía de importancia. La ira de Vic se intensificó al comprobar que se trataba en efecto de un sabotaje, pero aquello no cambiaba las cosas. El Concejo no revocaría su decisión. Consideraba que una raza constituía una unidad, al margen del buen o mal comportamiento de unos cuantos individuos de la misma.
Otro golpe en la puerta interrumpió el círculo vicioso de la desesperanza.
—¡Como en los viejos tiempos, claro! ¡Adelante!
El hombre uniformado que penetró en el despacho obedeciendo a la invitación era un raro ejemplar. Grueso y sonrosado, aunque sin mostrar signo alguno de blandura, movió su corpachón como si creyese que las dos estrellas que lucía en los hombros le abrían paso y suscitaban el respeto de todos.
—¿Quién es Víctor Peters?
Vic se señaló con un dedo, y el general se le acercó. Sacó un sobre del bolsillo y lo dejó caer sobre la mesa, dejando así bien claro que actuar de mensajero se hallaba muy por debajo de su dignidad.
—Una comunicación oficial del Presidente de los Estados Unidos —anunció en tono mecánico. Y abandonó el despacho en dirección a los transmisores interurbanos.
Vic abrió la carta, un sobre corriente, sin lacre ni sello. Miró la firma, luego el sencillo membrete y comprobó de nuevo la firma. Leyó en voz alta:
—Señor... ¡Maldita sea! Tengo el título de doctor, ¿no?... Señor Víctor Peters, nominalmente a cargo de la sucursal Bennington de Teleport Interstellar... Supongo que nadie le ha dicho que nominalmente estoy a cargo de todas las sucursales de la Tierra... Es igual, sigamos. Por la presente se le ordena desalojar a todo el personal que se encuentre dentro de un radio de diez kilómetros en torno a dicha estación, fijando como tope el 21 de agosto al mediodía, a no ser que se culmine de modo satisfactorio la operación antes de finalizar ese plazo. Firmado, Homer Wilkes, Presidente de los Estados Unidos de América.
—¡Bombas! —exclamó Pat, temblorosa.
Vic tiró el mensaje al suelo y le dio un puntapié en dirección a la papelera.
—Bombas, sí. ¡Los muy imbéciles! ¡Los malditos imbéciles! ¿Por qué no le han dicho lo que ocurriría? ¿Por qué no le confiesan que con eso eliminarán toda posibilidad de detener el transmisor? ¿Que la eliminarán para siempre?
Flavin se encogió de hombros, dejándose caer sin pensarlo en el sofá al lado de Ptheela.
Tal vez no tenía elección... O lo hace él o lo hará alguna otra potencia.
Se levantó de repente, mirando a Vic.
—¡Dios mío, será mañana al mediodía!
4
Vic consultó más tarde el reloj de pared y se sorprendió al comprobar que la tarde iba muy avanzada. Los demás le habían dejado solo. Ptheela había sido la última en marcharse, una vez que se dio cuenta de que ya no le quedaba ninguna información que dar. Vic tenía ante él una calculadora electrónica y, sobre ella, una tabla de las llamadas funciones de Dirac. Desde que la prensa descubrió que Dirac había predicho algunas de las características que hacían posible la teleportación, a todo le daban su nombre.
La papelera rebosaba, con resultados nimios. Arrojó la última hoja de papel al cesto y permaneció sentado, reflexionando ¡Tenía que haber una solución! Toda la filosofía del hombre se basaba en esa idea.
Sólo que esa filosofía incluía el suicidio y el sabotaje. ¿Qué otra cosa...?
Se incorporó, rechazando su fatiga con un esfuerzo sobrehumano. Había una solución. Bastaría con que diese con ella..., antes de que una política belicista, absurda en un mundo incluido en una alianza galáctica, impidiese su aplicación.
Atrajo la calculadora hacia sí, en el momento en que Flavin entraba en la habitación. El hombre estaba adelgazando, o tal vez la fatiga crease esa ilusión. Se dejó caer en una silla.
—¿Han sido ya evacuados los hombres que rodeaban la estación? —preguntó Vic.
Flavin asintió.
—Sí. Algún tipo listo les convenció de que perdían el tiempo. Además, la cosa continuaba expandiéndose y se les acercaba demasiado. Vic, las noticias se hacen cada vez peores. ¿Está preparado para recibirlas?
—¿Qué sucede ahora? ¿No me diga que han adelantado el plazo a mañana por la mañana?
—¡Mañana! ¡Y un cuerno! Dentro de dos horas enviarán sus revienta manzanas controladas por radar. Todavía no piensan en las atómicas, pero ya lo harán. Algún necio persuadió a Wilkes de que una bomba común de ocho toneladas sería suficiente para romper el vidrio que dio origen al cortocircuito. Y Pan—Asia se está volviendo loca por completo. He hablado con Wilkes. Sin duda el generalísimo de Pan—Asia sólo quiso alborotar un poco, pero la gente ha perdido la cabeza por el pánico y se prepara para una guerra inminente.
Vic asintió de mala gana y buscó la benzedrina que había querido reservar hasta el último momento, con la esperanza de que le ayudase a soportar la situación. Ahora ¿qué más daba ya? Aun cuando se le ocurriese alguna idea, no tendría la oportunidad de ponerla en práctica sólo porque un puñado de tontos había decidido utilizar la estación como campo de prácticas de tiro.
—Y sin embargo...
Consideró con mayor atención el asunto. Existía una posibilidad entre un millón, pero merecía tomarla en cuenta. Más valía eso que nada.
—Tal vez funcione... siempre que atinen con el sitio. Conozco la posición del vidrio y el plano general de la estación. Ahora bien, habrán de permitirme que dirija la bomba. Flavin, ¿puede ponerme en comunicación con el presidente Wilkes?
Flavin se encogió de hombros y se dirigió al televisor. Consiguió traspasar algunas barreras gracias a una especie de código y luego se enzarzó en una guerra de nervios. Sin embargo, al parecer sabía por dónde andaba. En menos de cinco minutos, Vic estaba hablando con el presidente. Algunos minutos más tarde, la pantalla quedó en blanco, por un instante, antes de que apareciese otro rostro, esta vez el de un hombre uniformado, que formuló rápidas preguntas mientras Vic le señalaba el blanco correcto.
El oficial terminó por asentir.
—Quizá de resultado, Peters. Lo intentaremos. Si le interesa mirar, puede unirse a los observadores... El señor Flavin le indicará el lugar. ¿Qué posibilidades hay a nuestro favor?
—No demasiadas. De todos modos, vale la pena probar.
La pantalla volvió a oscurecerse y Flavin se levantó. Se trataba de una loca jugada. Sin embargo, se corría menos peligro haciendo vibrar el edificio que tratando de derretir sus paredes, prácticamente inexpugnables. Cierto que ni siquiera el metal Betz II soportaría una serie de bombas de hidrógeno, lo único capaz de dañarlo. Mas ante semejante furia, toda la estación desaparecería.
Recogieron a Pat y se dirigieron al coche de Flavin. Vic sabía demasiado bien que no debía llevar a Ptheela. La presencia de una extraterrestre no sería aceptada de ningún modo en una operación militar. La tormenta había alcanzado ya la ciudad. Gruesas gotas de lluvia caían desde las densas nubes y el día estaba tan oscuro como la noche. El coche avanzó a duras penas bajo la lluvia. Por fin, Flavin abrió la portezuela y les indicó que corriesen al refugio metálico provisional.
Ya se había puesto todo en marcha. Lejanas antenas de radar vigilarían el camino seguido por los misiles teleguiados, y las bombas iban dotadas de células de infrarrojos, que actuaban como ojos mecánicos atravesando la lluvia y la oscuridad. La primera bomba empezó a moverse lentamente en la pantalla. Pronto ganó velocidad, conforme se aproximaba al edificio transmisor. El revestimiento pareció más cercano, y Pat se echó atrás, en un salto instintivo, cuando la bomba alcanzó su objetivo y la pantalla quedó en blanco. Un disparo certero.
No obstante, las antenas de radar no indicaron ningún cambio. Seguía viéndose la abrupta brecha en la circulación del aire, donde se iniciaba el campo transmisor, fuera del edificio. Cayó otra bomba, después otras, lo bastante espaciadas para que regresasen a su punto de origen en caso de actuar la anterior. Un bombardeo de altísima precisión, pese a operar sobre el furioso tornado.
El campo continuaba intacto, más acá del revestimiento, robando a la Tierra una impresionante cantidad de metros cúbicos de aire por segundo. Abandonaron la pantalla que mostraba lo captado por los ojos de las bombas. El ejército renunció a su vez.
—¡Qué extraño! —comentó un observador—. Cuando la bomba da en el blanco, no produce ningún ruido ni se ve ninguna explosión. Estuve mirando las antenas en vez de mirar la pantalla y nada. La bomba se limita a desaparecer.
Pat se agitó.
—Es el campo... No lo afectan. Las capta antes de estallar. Vic, lo mismo ocurrirá con las bombas atómicas. No lo afectarán.
La mente de Vic trabajaba aún más febrilmente que la de ella.
—Muy bien. A Ecthinbal le encantará eso. Los ecthindar despertarán para ver cómo les llegan las bombas atómicas a través del transmisor. Ya han recibido una dosis de nuestras bombas químicas. Adivina qué harán a continuación.
—Muy fácil —dedujo el observador—. Empezarán a enviarnos las suyas por el mismo camino. Tenemos el transmisor atascado en recepción automática, ¿no? Recibiremos lo bastante para convertir todo el planeta en radiactivo.
De pronto gritó con voz ronca, señalando a Ja ventana. Un vivo fulgor iluminó por un instante la estación y se desvaneció. Vic se volvió hacia la antena, con el ceño fruncido. El campo seguía operando, y el transmisor permanecía en apariencia intacto. Si los ecthindar habían interceptado una bomba en su terminal, la habían devuelto antes de que ejerciese su efecto destructivo. El militar presentaba un aspecto enfermizo, mientras contemplaba el edificio.
Vic se dirigió hacia la puerta, con Pat asida de su mano, y Flavin les alcanzó al llegar al coche que les aguardaba.
—A la oficina de Bennington —ordenó Vic al conductor—. ¡Rápido! Alguien tiene que entrevistarse con los ecthindar, si todavía nos queda alguna oportunidad.
—Voy contigo, Vic —anunció Pat.
Vic negó con un movimiento de cabeza. Los labios de Pat se apretaron.
—He dicho que te acompaño. Nadie sabe gran cosa acerca de Ecthinbal o los ecthindar. Les enviamos mensajes en código y recibimos rutinarias respuestas en código. No podemos visitarles sin combinaciones espaciales, ya que su atmósfera no es apropiada para nuestro organismo. Y ellos nunca abandonan su planeta. Pero te dije que me interesaba la etnología, y estuve cotilleando un poco con ellos. Sé algunas cosas... y me necesitarás.
Él la rechazó de nuevo.
—Escucha, hay muchas probabilidades de que me reciban a tiros. Con uno de nosotros que muera basta. Si fallo, lo intentarán Amos o Flavin. Y si ellos también fallan... quedarás tú. ¿Qué más da que me maten allí o morir aquí a consecuencia de las bombas que envíen? Tal vez las cosas se solucionen si alguno de nosotros consigue hablar con ellos. No puedo asegurarlo, pero tal vez sea así.
En los ojos de Pat se veía que se sentía dolida. Sin embargo, cedió y le acompañó en silencio desde la unidad local de Bennington hasta la de Chicago. Una vez allí, se dirigieron a Chicago Interstellar. Aguardó paciente a que los encargados del control revisasen un traje presurizado para Vic. Luego, le ayudó a ajustárselo y a comprobar el equipo del oxígeno.
—Regresa, Vic —dijo por fin.
Vic le dio un ligero golpecito con el puño en la barbilla y la besó rápidamente, tratando de fingir un aplomo que le faltaba.
—Eres una buena chica, Pat. Lo procuraré.
Antes de penetrar en la cápsula se colocó el casco y lo atornilló y, una vez dentro, esperó a que aquélla se sellara. Vio cómo Pat se dirigía hacia el teléfono interestelar y fruncía los labios para silbar en código. No percibió lo que decía, pero las luces cambiaron abruptamente, y la mano de Pat apretó el interruptor.
Transcurrió un tiempo indefinido y se encontró en Etchinbal, contemplando una atmósfera de un verde apagado, observable tan sólo gracias al súbito cambio, y con un sobrepeso de unos veinte kilos. El transmisor era del acostumbrado diseño Betz II. Todo lo demás le resultó también familiar, excepto la criatura que le esperaba de pie junto a la cápsula.
El ecthindar parecía la creación de un vidriero entusiasta de las innovaciones, realizada en cristal verde y revestida de una suave piel. Terna dos largas y delgadas piernas, multiarticuladas, y algo que recordaba vagamente la pelvis de un esqueleto humano. Encima, otras dos delgadas varas, con un doble bulbo en el punto que deberían ocupar unos hombros semejantes a las defensas usadas por los jugadores de rugby, unidos y coronados por cuatro protuberancias rígidas, cada una de las cuales ostentaba un ojo y un orificio. De cada hombro salía un par de brazos, que casi llegaban hasta el suelo.
Casi esperaba oír un tintineo cuando la criatura se moviese y se sorprendió al oírlo en efecto, hasta que se dio cuenta que el sonido era transmitido por el suelo de metal.
Después de un incomprensible proceso, sin duda de esterilización, el etchindar abrió la cápsula. Su silbido en código galáctico provenía de un dispositivo colocado en sus pies y alcanzó los pies de Vic a través del suelo. El aire era demasiado ligero pará la transmisión normal del sonido.
—Te saludamos, hombre de la Tierra. Nuestra casa es pobre, pero te pertenece. Nuestras vidas están a tu disposición. —El formal discurso finalizó con un estridente silbido—. Y así es. Nos estáis matando.
Aquello iba más allá de las previsiones de Vic. No obstante, decidió seguirle el humor.
—Ésa es la razón de mi presencia aquí. ¿Tenéis alguna clase de gobernante? ¿Sí? Muy bien. ¿Qué puedo hacer para verle?
Pocas esperanzas tenía de que el tal gobernante le recibiera. Al menos, se dijo, no abandonaría sin haberlo intentado. El ecthindar no pareció sorprendido.
—Por supuesto. Te llevaré de inmediato ante él. ¿Qué objeto tendría la existencia de un gobernante sino servir a quienes desean verle? Pero antes, te pido mil perdones por esta demora; deseo preguntarte algo: ¿habéis visto una extraña luz en vuestro defectuoso transmisor?
Vic le echó una ojeada y asintió con la cabeza.
—Sí, la hemos visto.
Ahora le descargaría el golpe. Se preparó para recibirlo. La criatura se limitó a repetir ceremoniosamente su gesto.
—Me cuento entre los que pensaron en la posibilidad de que ocurriese así. Y me reconforta saber que mi ciencia resultó cierta. Cuando llegaron las bombas, las contuvimos con un blindaje instantáneo, ya que nos imaginamos que haríais algo en ese sentido para corregir vuestro aparato. Pero cometimos el error de pensar que usaríais bombas radiactivas. Para contrarrestarlas, probamos un nuevo aspecto negativo del espacio. Por supuesto, falló. Porque se trataba sólo de bombas químicas. Sin embargo sostuve que, al ser negativas, alguna habría pasado del receptor al transmisor. Eres muy amable al confirmar mi suposición. Y ahora, si me haces el honor de apoyar una mano en mi hombro, mi unidad portátil nos transportará a los dos...
Vic obedeció y la escena cambió de repente. Le dio la impresión de que ni siquiera usaban un transmisor, lo cual superaba todo cuanto había oído referente a otros planetas. Tal vez no tuviese nada que ver con la máquina teleportadora.
No le dio tiempo a preguntar nada. Se abrió un puerta en la pequeña habitación en la que se encontraban y apareció otra criatura, con el cuerpo unido de la pelvis a los hombros, y parecida a la primera en todo lo demás.
—Has solicitado ver al gobernante —silbó—. Lo poco que posee el gobernante es tuyo. ¿En qué puedo servirte?
O aquella criatura era de un ingenuidad inconcebible o se trataba de la más extravagante evasiva con que Vic había topado hasta entonces. De todos modos, no coincidía en absoluto con nada de lo que se había imaginado. Tragó saliva y comenzó a silbar, exponiéndole la situación general en la Tierra.
El ecthindar le interrumpió con gran amabilidad.
—Ya sabemos eso. Y nosotros nos encontramos en la situación inversa..., aunque también nos morimos. Nuestro planeta tiene una atmósfera muy ligera, cloro en su mayoría. Y ahora nos está llegando una fuerte corriente de oxígeno por el transmisor de materia, un veneno para nosotros. Nuestros hogares se incendian, nuestra vida vegetal perece, y nosotros nos vemos obligados a encerrarnos y sellar toda entrada. Al igual que vosotros, tampoco podemos hacer nada... El aire de vuestro mundo sobrepasa nuestras fuerzas.
—Pero vuestra ciencia...
—Está mucho más adelantada que la vuestra, es cierto. Como también lo está nuestro promedio de inteligencia. La nuestra va poco más o menos de un mínimo arbitrario de uno a un máximo de dos, mientras que la vuestra, según suponemos, oscila de un mínimo de un octavo a un máximo de casi tres. No se dan aquí niveles tan bajos como en la Tierra, pero tampoco alcanzamos vuestro nivel de genialidad... Entre vosotros, los hay más inteligentes que cualquiera de nosotros, aunque muy pocos nos superan en ese aspecto. Pero todos os mostráis adaptables, en tanto que nosotros constituimos una raza demasiado lenta para poseer esa virtud.
Vic negó con la cabeza, insistiendo:
—Pero las bombas...
Ambas criaturas intercambiaron una serie de graciosos gestos. Después, el gobernante se volvió hacia Vic.
—Por supuesto, el gobernante no sabía. No tiene importancia. Perdimos algunos miles de personas a las que amábamos. Sin embargo lo comprendemos. No hay ira en nosotros, aunque nos agrada ver que vuestra cortesía atraviesa el espacio para brindarnos vuestra condolencia. Que vuestros muertos descansen en paz.
La situación se había aclarado un poco. Vic sintió que parte de su preocupación se desvanecía.
—Entonces, no creo que... Bien, ¿tenéis alguna idea acerca de cómo resolver este lío?
Hubo un instante de desconcierto, durante el cual las dos criaturas se comunicaron con abruptos movimientos. Luego, algo apareció en las manos del gobernante, vibrando estridente. Vic retrocedió de un salto... y se quedó rígido a medio camino, cayendo desmañadamente al suelo. Sintió como si se le congelase el espinazo, y el hielo se extendió a lo largo de su espina dorsal, hasta el cerebro. ¿Muerte o parálisis? Lo mismo daba... Sólo disponía de aire para una hora más. Las dos criaturas seguían hablándose por señas, mientras se acercaban a él, cuando Vic perdió el conocimiento.
5
Su primera sensación al recuperar el sentido fue la ya familiar de embotada fatiga. Advirtió que se encontraba en una habitación muy pequeña... ¡Pat yacía a su lado!
Se incorporó hasta sentarse, sorprendido al no sentir ninguna molestia derivada de la fuerza que el gobernante empleó contra él. ¡Aquel condenado loco le había atrapado! Y para colmo, se habían apoderado también de ella.
Pat abrió de pronto los ojos.
—¡Maldita sea! Casi me quedo dormida esperanto que te repusieras. Menos mal que se me ocurrió traer oxígeno de repuesto. Tu carga se está terminando. ¿Porqué les insultaste?
La miró sorprendido, mientras la muchacha le cambiaba el tanque del oxígeno y él hacía lo mismo por ella.
—¿Yo? —repuso—. No les insulté. Me limité a preguntarles si no habría algún modo de resolver este asunto.
—Pues eso significó para ellos tu sospecha de que no te brindaban toda la ayuda posible, pese a su formal oferta en el momento de tu llegada. Por fortuna, les convencí de que, cualquier cosa que hubieses dicho, se debía a tu ignorancia del código, que aún estás aprendiendo. Son buena gente, Vic. Nunca creí en la existencia de razas superiores a la nuestra. Ahora me veo forzada a admitirlo... Y no me molesta en lo más mínimo.
—A Flavin sí que le molestaría. Se creería en la obligación de demostrar que son mariquitas o cualquier cosa por el estilo. ¿Cómo se sale de aquí?
Pat abrió la puerta, y ambos regresaron a la habitación del gobernante, que les esperaba. No aludió al malentendido. Inspeccionó a Vic, silbó su aprobación respectó a la condición en que se encontraba y fue derecho al grano.
—Hemos dado con una solución parcial, terrícola. Cierto que nos morimos, pero faltan aún dos semanas para el final. En primer lugar, instalaremos un aparato de transmisión continua, equipado con precipitador para eliminar nuestro cloro, y lo conectaremos a uno de vuestros transmisores..., al que señaléis. Ecthinbal tiene una gran densidad, pero es pequeño. Pronto se alcanzará el equilibrio entre el aire que perdéis y el que regresará. Los vientos que se establecerán entre las estaciones acaso alteren vuestro clima, pero confiamos en que no os causen muchos trastornos. Todo lo que posee el gobernante os pertenece. Feliz viaje.
Les tocó en el hombro y se encontraron de pronto en el transmisor, para, casi al instante, verse de nuevo en la sucursal de Chicago. Vic seguía meneando la cabeza.
—No dará resultado... El gobernante no tuvo en cuenta la rapidez con que se reduce nuestra gravedad y nuestro aire se hace más ligero, sólo a unos cuantos kilómetros de altitud. Terminaríamos quizá con una presión de dos kilos, a todas luces insuficiente. Moriremos tanto ellos como nosotros. Dos mundos sobre mis espaldas... Bien, de todos modos había que escucharles. Pat, ¿cómo les convenciste para que me dejasen en paz?
Pat se había desembarazado ya del traje presurizado y estaba peinándose.
—Como dice Amos, puro sentido común. Pensé que los ingenieros suelen considerar a sus colegas primero como tales y luego como extranjeros. Así que me dirigí al ingeniero jefe, en lugar de hacerlo al gobernante. Él lo solucionó todo. Supongo que comprendió mi desesperación, sabiendo que el oxígeno se te acabaría en una hora.
A través del interurbano local, se dirigieron a Bennington y luego al despacho de Vic, donde Flavin les salió al encuentro con evidente alivio y una cantidad de preguntas. Vic dejó que Pat las contestase, mientras él reflexionaba sobre sus palabras. Le había sugerido una idea: prescindir de los gobernantes y entenderse con los ingenieros.
¿Existía alguna solución obvia que los administradores, pese a comprenderla, arrastrados por sus prejuicios, serían incapaces de aplicar? Forzó su vacilante memoria, pero no logró dar con nada aprovechable.
Pat finalizaba ya su informe acerca de la oferta hecha por Ecthinbal, sin que Flavin se sintiese en absoluto impresionado, cuando Ptheela entró en el despacho y hubo que contárselo todo, suscitando una reacción mucho más entusiasta por su parte.
—¿Y qué? —preguntó Flavin—. Morirán de todos modos. Lo lamento mucho, claro, pero tenemos nuestros propios problemas. ¡Eh, un momento...! Quizá nos sirva de algo. Necesitaremos agallas y arriesgarnos un poco... Sí, tal vez funcione...
Y Flavin calló, dando vueltas al asunto, mientras Vic aguardaba, ansioso por escuchar cualquier plan. El hombre sacó un cigarro y lo encendió cuidadosamente, el primero después del accidente. Hasta entonces se había privado de fumar, considerando que con ello se agotaría más de prisa el aire.
—Escuchen —habló al fin—, aunque ellos hagan funcionar su transmisor, sólo obtendremos un cuarto del aire que precisamos. Ahora bien, supongamos que nos agenciamos cuatro fuentes de suministro. Conectamos nuestros aparatos con mundos que posean un atmósfera a base de oxígeno. Después, cargamos nuestros transmisores con bombas atómicas de efecto retardado y enviamos una cápsula de muestra a cada uno de esos mundos. Así que o nos envían airé por sus transmisores o detonamos las bombas. Vivirán con el aire que les reste... Quizá con algunas dificultades, pero vivirán. Y nosotros nos salvaremos. El Congreso y el presidente saltarán de contento.
—¿Y eso es todo? —preguntó Vic.
Flavin asintió, y el muchacho le derribó de un puñetazo en plena boca. El hombre quedó sentado en el suelo, palpándose la mandíbula y mirando a Vic, cuyo enojo ya se había esfumado y que le ayudó a levantarse.
—No sé si juzgarle como un tipo decente o como un canalla —dijo—. Bueno, ya recibió lo suyo. Me gustaría que lo recibiesen también los auténticos canallas que tanto abundan por aquí. Además, acaso haya algo aprovechable en su propuesta.
—Está bien, no he perdido ningún diente... Sólo el primer cigarro del que disfrutaba en todos estos días. —Flavin se frotó cautelosamente la mandíbula y sonrió con tristeza—. Debí prever su reacción. Pero a mí me preocupa primero la Tierra. ¿En qué consiste esa gran idea suya?
—En conseguir en efecto el aire a través de otros planetas. Nuestro propio aire. Será un trabajo de pura rutina. Si organizamos una cadena, de manera que el aire que sale de un transmisor en una estación se equilibre con el aire que llega a otro en la misma estación, armaremos una corriente terrible, pero confinada prácticamente en el lugar. Así se calmaría el torbellino exterior que nos impide aproximarnos. En vez de esa loca ráfaga de aire dentro y fuera del edificio, habría nada más un remolino fuera de la cámara interior. Conservaríamos nuestro aire y nos proporcionaría tiempo para encontrar un modo de acercarnos a ese trozo de vidrio.
—¡Vic, cariño!
Los hombros de Pat se irguieron. Flavin, en cambio, meneó la cabeza.
—Imposible. Habría que solicitar la autorización de Wilkes para ponernos de acuerdo con el otro planeta... Y la denegaría. Demasiado riesgo. El presidente debe considerar primero nuestra seguridad.
—Ahí interviene el elemento que me sugirió Pat. Los ingenieros forman una especie de confraternidad. Acostumbran a pensar en sus colegas como tales, no como en representantes de otras razas con los que deben competir... Les agrada trabajar juntos. Tienen los mismos problemas y desarrollan los mismos hábitos de trabajo. Si yo estuviese a cargo de una estación y me propusiesen esa idea, detestaría rechazarla y sin duda prescindiría de las consideraciones políticas. Además, todo ingeniero desea saber qué ocurriría en el caso de una transmisión continua. Me precipitaría hacia los rollos de lectura de los instrumentos. Y la mayoría de los ingenieros pensarían igual.
—Ya estamos sintonizados con Plathgol mediante un segundo transmisor —agregó Pat—. Pueden empezar a enviarnos oxígeno, aunque los otros cuatro transmisores se encuentren desconectados de momento. Y los ecthindar nos revelaron que ellos operaban en pleno cuando tuvo lugar el accidente, así que permanecen conectados con otros cinco planetas. Sin embargo, según recuerdo por las cartas, no están conectados con Plathgol.
—El bombardeo comenzará dentro de unas cuatro horas —comentó Flavin—. Con bombas atómicas esta vez. ¿Qué ocurrirá entonces?
—Que no nos restará ninguna esperanza. Desde luego, los ecthindar las neutralizarán en su mayoría..., pero no hay manera de evitar que alguna salga de aquí ya activada y estalle al llegar allí. Entonces ya no habrá ningún transmisor en su estación. Sólo una central de recepción permanente.
—Muy bien —decidió Flavin—. Debemos apresurarnos a establecer una ruta entre Ecthinbal y Plathgol. Hemos de conseguir un montón de permisos... ¡Y pronto! Necesitaremos también todas las cartas que logremos encontrar.
Los ingenieros de la sucursal de Chicago se entretenían jugando a los dados cuando se presentaron los cuatro a través del transmisor interurbano. Ptheela había solicitado de los tres humanos que le permitiesen acompañarles, y ellos se apresuraron a aceptar su oferta. Para ser más precisos, sólo dos ingenieros jugaban a los dados. No había nadie más en el lugar, ni se veía ningún indicio de actividad. Había trascendido la inminencia del bombardeo, y los ingenieros temían la llegada de bombas activadas a todos los telepuertos de la Tierra. Sabían lo que harían los gobiernos de la Tierra en esas circunstancias e ignoraban la filosofía ecthindar. Por lo tanto, pasaron la voz al resto de los empleados, y todos se apresuraron a marcharse, dejando a aquellos dos, que aprovechaban el escaso plazo para finalizar una larga partida.
—¿Saben ustedes fijar derroteros? —preguntó Vic.
Ya había entrado en el edificio grande parecido a un granero que se alzaba aparte de la estructura principal, sin hallar en él a nadie del personal. Cuando los ingenieros respondieron que ignoraban por completo la materia, les echó de allí, apelando a su autoridad en la Teleport Interstellar. No les necesitaba, y ellos veían lo que se avecinaba con bastante cinismo como para retirarse muy contentos. A Vic nunca le había inspirado gran confianza el director de la estación de Chicago, ni el joven e indiscreto personal formado por aquél. ¿Cómo había permitido que trascendiera una sola palabra? Si el público se enteraba de la gravedad de la situación, el pánico cundiría en kilómetros a la redonda.
Sin embargo, Chicago poseía la mejor red de rutas del país y Vic las necesitaba. ¿Cómo haría para conseguir personal entrenado en su manejo?
—¿Sabrá desenvolverse aquí? —preguntó Flavin a Pat.
Aceptó su señal de conformidad y vio sorprendido que Ptheela asentía con la misma rapidez. Sonrió entonces a Vic y comenzó a desembarazarse de su chaqueta.
—Bien, tienen ante ustedes a uno de los mejores jefes de tráfico de la red, aunque haya recibido mejores ofertas en la política. Soy francamente bueno. Pat, usted me irá dando los informes, mientras Vic se pelea con todo el mundo por los teléfonos del transmisor. Yo le apoyaré.
Era bueno de veras. Su mente penetraba el complicado y entrelazado bloque que formaban los grupos de transmisores y, sin que mediara en apariencia un previo pensamiento, pasaba de pronto a considerar otra medida... Bastaba que se le brindara la información una vez para grabarla en su mente. Suponía una ruda tarea, puesto que las estaciones contaban con seis transmisores, sintonizados a sendos planetas..., en combinaciones de infinita variedad. Y cada mundo poseía su propia red de conexiones con otros planetas del sistema. La fijación de derroteros constituía el aspecto más complicado.
Ptheela se encargó de la comunicación con Plathgol, ya que todavía gozaba de buena reputación, al menos hasta que su Concejo se enterase de que había infringido la ley al hablar con Vic. No tropezó con ningún problema. Pero pronto se presentaron. La estación de Ecthinbal, que se hallaba conectada sólo con otros dos planetas cuando se produjo el accidente, quedó luego fuera de funcionamiento. Vromatchk no se interesó siquiera por la idea y se negó sin rodeos. En cuanto a Ee, el segundo, se mostró bastante difícil.
Esto sorprendió a Vic, ya que no se ajustaba alas teorías de Pat sobre los ingenieros. Frunció el entrecejo y silbó de nuevo:
—De acuerdo, no importa. Vuestro celo es encomiable. ¡Ahora, comunícame con un ingeniero de verdad!
El silbido de respuesta revelaba una clara sorpresa.
—Yo... ¿Cómo lo supiste? Contesté correctamente a todas tus preguntas.
—Seguro. Ajustándote a la Hoja de Normas para Ingenieros que figura sobre el transmisor. Ningún ingeniero auténtico se preocupa demasiado de ellas... Tiene cosas más importantes en que pensar. Anda, ponme con el ingeniero.
La respuesta fue obstinada.
—Mi padre duerme. Está cansado. Llama más tarde.
Y se cortó la conexión. Vic llamó a Ecthinbal mientras se introducía en la combinación a alta presión. Oprimió el interruptor de puesta en marcha y se metió en la cápsula de la derecha. Un momento después, un ecthindar trasladaba la cápsula a otro transmisor, sirviéndose de una máquina de aspecto frágil. No tardó más de un segundo en enfrentarse a algo que recordaba a un tiranosauro en pequeño, con unos veinte tentáculos en lugar de patas delanteras. Supo entonces que se encontraba en Ee.
—¡Llévame ante el ingeniero! —ordenó—. ¡Ahora mismo!
Las grandes arrugas de sustancia córnea que cubrían los ojos de la criatura se abatieron en un gesto de ira sorprendentemente humano. Pero resultaba más difícil obstinarse frente a frente. Se dio la vuelta y condujo a Vic al exterior, hacía una enorme choza. Como respuesta a un grito prolongado, asomó por la puerta una cabeza del tamaño de un coche mediano, seguida por un cuerpo inconmensurable. El adulto aparecía cubierto por una gruesa capa de pelaje fibroso.
—¿De dónde eres? —silbó el ingeniero de Ee—. Espera... En cierta ocasión vi una imagen vuestra. ¿De la Tierra? Entra. Oí decir que tenéis un problema peliagudo.
Vic asintió. Se dio cuenta de pronto que, con toda probabilidad, aquella criatura manejaba sola toda la estación, como hacía en aquel momento de modo muy eficiente gracias a su tamaño y al número de sus tentáculos. Procedió a una rápida exposición del problema.
El looech, como se llamó así mismo, se rascó el estómago con una hilera de tentáculos y consideró el asunto.
—Me gustaría ayudarte. A la emperatriz le daría un ataque, claro, pero yo alegaría que fue un accidente. Después de todo, los ingenieros no tenemos que dar cuenta directa a los gobiernos, ¿verdad? Por desgracia, estamos en plena temporada. Ya voy retrasado, porque mi compañero se vio obligado a batirse en un duelo. Por esta razón encargué al cachorro que operase mientras yo dormía un poco. ¿De modo que el campo se expande en transmisión continua?
—En efecto. Sin embargo, no se expandiría mucho de no prolongarse demasiado el período de operación.
—¡Qué extraño! He pensado muchas veces en la transmisión continua, por supuesto, pero nunca sospeché que ocurriera tal cosa. Me pregunto a qué se debe.
Vic empezó a brindarle las explicaciones de Ptheela acerca de la resonancia desequilibrada entre el vacío del centro y los bordes en contacto con la materia, pero se interrumpió en seguida.
—Sin duda lo sabré mejor cuando lea los resultados en los instrumentos.
El looech gruñó.
—¿Y por qué no me envías las lecturas...? Hemos alcanzado poco más o menos; el mismo nivel galáctico, así que no se infringiría demasiado la ley.
Vic negó con un movimiento de cabeza.
—Si no puedo completar la cadena, no habrá lecturas. Creo que no te costaría un gran esfuerzo instalar algunos interruptores a distancia.
—No habrá problema, aunque hasta ahora nadie había pensado en ellos. Supongo que funcionarán con nuestra energía de emergencia, si la forzamos un poco. ¡Oh, maldito seas! Ahora no podré dormir, pensando en el porqué de esa expansión. ¿Cuándo comenzarás?
Vic le dirigió una tensa sonrisa. Concertaron la hora aproximada y dejó que el looech le condujese a la cápsula. Después de pasar a toda velocidad por Ecthinbal, salió del transmisor en Chicago. Pat miraba preocupada hacia la cápsula, atraída por la inesperada llamada.
—Ternas razón, Pat —le dijo—. Los ingenieros no se preocupan de las formalidades. Dile a Flavin que contamos con Ee.
No obstante, faltaban aún muchos pasos por dar. En sus tratos con Noral se metió en un callejón sin salida y tuvo que aguardar una serie de turnos hasta dar con un ingeniero compasivo que accedió a escucharle y romper las reglas. Decisiones negativas aquí y allá mantenían a Flavin dando saltos en busca de nuevas rutas.
Casi lo habían logrado cuando descubrieron que una de las decisiones había sido revocada por cierta autoridad al enterarse del trato. Eso significaba que sin duda intervendrían otras autoridades y habría más revocaciones. Claro está que el ingeniero, una vez que actuase, podía reírse de todas las autoridades, dado que el interruptor a distancia se disimulaba con facilidad. Pero el tiempo se acababa. Faltaban sólo veintisiete minutos para la orden de lanzamiento de las bombas, y les llevaría quince por lo menos conseguir que se anulase tal medida.
—Deme eso —ordenó Flavin, apoderándose del teléfono—. Hay ocasiones en las que se necesitan ejecutivos y no ingenieros. Comunicamos con Seloo. Muy bien, aunque ni siquiera sabemos dónde se sitúa Seloo...
Su código galáctico era vacilante, pero lo bastante efectivo. Los mecánicos gorjeos que emitía el operador de Seloo se transformaron de súbito en un veloz discurso. Hubo una corta pausa, seguida de una discusión. Vic se sentía demasiado cansado para prestar atención. Aun así, pescó la frase final de asentimiento. Pat se hizo cargo del aparato e informó brevemente a Flavin.
—La ruta Enad—Brjd—Teeni está libre.
—Jamás oí hablar de Brjd —comentó Vic.
Flavin tuvo un asomo de jactancia.
—Al parecer, sólo disponíamos de listas parciales. Tal vez descubramos algún otro eslabón. Bueno, aquí tenemos la lista final. Me pondré en comunicación con el presidente Wilkes... Ahora que hemos triunfado, consentirá en esperar hasta ver cómo resulta.
Formaba un verdadero laberinto, pero la lista estaba completa. De la Tierra a Ecthinbal, Ee, Petzby, Noral, Szpendrknopalavotschel, Seloo, Brjd, Teeni y, por último, a través de Plathgol, otra vez a la Tierra. Vic silbó la señal acordada y fueron llegando los acuses de recibo. La operación se hallaba en marcha. Y la señal de asentimiento de Flavin dio cuenta de que Wilkes la aceptaba y suspendía el lanzamiento de las bombas.
Todo seguía siendo incierto. El arreglo podía funcionar o no, aunque, al menos, la tensión cedió un tanto. Flavin se sentía agotado. Durante años no había realizado ningún auténtico ejercicio y, ahora, no había parado de correr de la centralita de comunicaciones a la sala de rutas. Se derrumbó en la mesa de embarque. Ptheela se inclinó sobre él y le masajeó con hábiles movimientos de sus brazos. Flavin gruñó, pero acabó por ceder y silbar agradecido.
—¿Dónde aprendió esto?
Ella le obsequió con una risita sofocada, al estilo terrícola.
—Instinto. Mis antepasados fueron plantas que atrapaban animales para alimentarse. Les atraíamos de muchas maneras..., no sólo por nuestro aspecto y nuestro aroma. Todas las sensaciones de su cuerpo se reflejan con exactitud en mi nuca. ¡Hummm, delicioso!
Flavin luchó contra esa imagen. Su rostro cambió de color. Los brazos de Ptheela se movieron con mayor lentitud y él acabó por relajarse. Buscó un cigarro.
—Apuesto a que tendré pesadillas, pero valió la pena... ¡Caramba! Algunos de los gobernantes se están enterando. Eso no me agrada en absoluto.
El personal reducido al mínimo que permanecía en Bennington se comunicaba con ellos por el sistema normal de televisión. La situación parecía ir mejorando, aunque no les permitía aún aproximarse lo bastante para asegurarse. A su entender, el tornado sobre la ciudad disminuía, pero el comportamiento climático de la Tierra, tan alterado, se restablecería muy despacio. El campo se reducía conforme se recuperaba el aire, si bien muy lentamente.
Ptheela no necesitaba dormir. Flavin en cambio, ya roncaba. Pat detuvo a Vic con un movimiento de cabeza cuando le vio a punto de acomodarse sobre una mesa. Le condujo al exterior, hacia la parte trasera de uno de los cobertizos, en el que había un catre con una manta, destinado a uno de los supervisores. Le empujó hacia él. En tanto Vic se resistía a la idea de utilizar la única cama blanda, la muchacha se echó, llamándole a su lado.
—No seas tonto, Vic. Cabemos bien los dos y resulta mucho mejor que una de esas mesas.
Vic se sintió en el paraíso, por muy angosto que fuese. Sin embargo, su cuerpo estaba demasiado cansado para responder de manera apropiada. La tensión continuaba, recordándole que nada se podía dar por seguro todavía. A su lado, Pat se agitaba inquieta. Vic se dio la vuelta, se acercó más a ella para huir del duro borde del camastro y la rodeó con un brazo.
Pensó por un momento que Pat protestaría, pero ella se volvió hacia su lado, sujetando el brazo masculino sobre su cuerpo. En la penumbra, los ojos grandes y graves de Pat se encontraron con los suyos. Los labios de la chica temblaron brevemente bajo los de él y luego respondieron con firmeza a la caricia. Sus cuerpos se juntaron apretándose, y Vic buscó en ella el alivio y el fin de sus tensiones.
Su acto fue automático, casi inconsciente y, sin embargo, cálido y personal, con un toque de ternura que el embotamiento no alcanzó a ensombrecer. Después, Pat permaneció relajada entre sus brazos, en tanto sus propios músculos se abandonaban a la blanda comodidad del camastro. Ella sonrió ligeramente, alisando hacia atrás el pelo de Vic.
—Me alegra que seas tú, Vic —dijo.
Y sus ojos se cerraron, mientras él buscaba una respuesta, y sus palabras se difuminaban en una leve niebla de somnolencia.
Le despertó el áspero sonido de un zumbador. Una luz se encendía y apagaba junto a su cabeza. Se sacudió de la confusión del sueño y buscó el intercomunicador. Al apretar el interruptor, se dejó oír la voz de Flavin.
—Vic... ¿dónde diablos se ha metido? No importa. Wilkes acaba de despertarme con su llamada. Vic, lo que hicimos ha servido de alguna ayuda, no demasiada. El campo se reduce ahora al edificio, pero ha dejado de achicarse y seguimos perdiendo aire. Hay demasiada pérdida en Ecthinbal. En Ee, el ingeniero no cerró bien los portones, y Ecthinbal no puede hacer nada al respecto. Sólo recuperamos unos dos tercios de nuestro aire. Wilkes no resistirá mucho tiempo la presión que ejercen sobre él para que ordene el bombardeo. ¡Venga pronto!
6
—¿Dónde está Ptheela? —preguntó Vic al entrar en la cámara del transmisor, pensando que, al no necesitar dormir, debería haberse mantenido vigilante.
—Se... supongo que regresó a Plathgol. Dijo algo acerca de que la habían llamado. Me desperté justo en el momento en que se iba. Las ratas empiezan a abandonar la nave en peligro, me parece..., aunque he de confesar que la creía diferente. Eso confirma que no se debe confiar nunca en una planta.
Vic centró su atención en el panel de comunicaciones. Los teléfonos continuaban ocupados. Todos conservaban aún la paciencia... Incluso los vacilantes aceptaban de momento las cosas. Sólo que no duraría mucho. Dejando aparte el riesgo, se requerían los transmisores para su utilización regular. Y no muchos de ellos contaban con una fuente de energía inagotable.
Una nueva nota se destacó sobre los demás sonidos. Vic se dirigió a la línea de Plathgol preguntándose qué querría Ptheela. Mas aunque habló con palabras inglesas, no se trataba de su amiga.
—Aquí Plathgol. Habla Thlegaa, esposa de doce maridos, ingeniero supremo del telepuerto de Plathgol, gobernante del Concejo de la Unión de Plathgol y diosa hereditaria, si os apetece oír la rutina completa. Ptheela acaba de comunicarme las malas noticias. ¿Por qué no nos llamasteis antes...? ¿O acaso nuestro aire no es lo bastante bueno para vosotros?
—¡Diablos! ¿Todos vosotros habláis inglés? —preguntó Vic, demasiado sorprendido para censurar sus pensamientos—. Vuestro aire siempre me ha olido muy bien. ¿Lo dices en serio?
La risita sofocada que le llegó no era esta vez una mera imitación. La baja entonación de Thlegaa coincidía con la de Ptheela.
—Hijito, aquí arriba somos capaces de hablar cualquier cosa qué hablen nuestros iguales en cultura. Deberías escuchar mis sonidos nasales en francés y mis guturales en hebreo. Y ahora que sabes que podemos hablar, no tiene sentido observar la ley contra la libre comunicación. Quería decirte qué estamos retirando el sistema de freno del transmisor. Nuestra presión supera un poco a la vuestra, así que probablemente compensaremos por completo vuestra pérdida de aire. No obstante, puesto que carezco de poderes absolutos, tal vez convenga apresurar la operación. Ya me darás luego las gracias. ¡Ah! Ptheela quebrantó la ley antes de su revocación. Por lo tanto, ha sido desterrada. Cuando pongáis otra vez en funcionamiento vuestra planta de Bennington, la recibiréis como nuestro primer envío. Ya está preparado las maletas.
El rostro de Flavin dio signos inequívocos de alivio: A Vic le apenó tener que desilusionarle. El hombre parloteaba feliz. Bien sabía él, en lo más profundo de su corazón, que los plathgolianos eran una gente estupenda. Vic, en cambio, no se engañaba. La solución final del conflicto se hallaba todavía lejana. Gracias a la provisión extra de aire que aportarían los plathgolianos, el campo se reduciría al interior de la caja del único transmisor y se establecería un equilibrio entre el aire que salía y el que entraba, lo cual eliminaría las corrientes dentro de la estación, a excepción de las parásitas, y permitiría atravesar los vestíbulos circulares. Pero conseguir entrar a la cámara interior, donde el aire soplaba como un vendabal entre los dos transmisores, era asunto muy distinto.
El chófer de Flavin dormía al volante cuando salieron de la oficina local de Bennington. El instinto debió de despertarlo, sin embargo, pues salieron ala carrera en dirección a la estación interestelar. Vic observó que la nube que la rodeaba había desaparecido y que una multitud se hallaba reunida en las inmediaciones. Había cesado también el viento que hasta entonces imposibilitó su acceso, ni siquiera en un tanque, aunque sin duda, por muchas semanas aún, los partes meteorológicos hablarían de las perturbaciones que su paso había causado en la atmósfera.
Pat había pensado ya en los problemas que faltaba por resolver y vio sin demasiado asombro los rostros sombríos del personal de transmisión, apiñado cerca de la entrada norte. Maldijo entre dientes con la metódica decisión de un hombre, mientras Vic se arrancaba la camisa de un tirón al aproximarse a la entrada.
—Esta vez te quedarás fuera —ordenó a Pat—. Se trata de una estricta cuestión de fuerza muscular para oponerse a la resistencia del viento... Y en ese aspecto, el hombre le gana a la mujer.
—¿Por qué crees que maldecía? Tómalo con calma.
Los hombres le abrieron paso. Se quitó toda la ropa hasta quedarse en calzoncillos y dejó que le untasen con aceite a fin de reducir la última resistencia del viento. Ya en la entrada, las corrientes parásitas se apoderaron de él, sin demasiada fuerza. Atravesar el primer revestimiento no fue demasiado malo. Localizó el portillo en la pared protectora intermedia y se ató una cadena a la cintura.
Y entonces, le anonadó la visión de lo que debió de ocurrir en Plathgol. Ni las cadenas les hubieran servido de nada cuando retiraron las cubiertas de las entradas... La súbita ráfaga de aire aplastó sus pulmones y quebró sus huesos —o lo que sostuviera sus cuerpos—, a pesar de sus esfuerzos por evitarlo. Y aun así, se habían ofrecido como voluntarios, al precio de una muerte segura, para ayudar a otro mundo. Tenía que hacerlo lo mejor posible.
Llegó hasta la entrada interior, pero las corrientes parásitas, demasiado fuertes, no le permitieron continuar. Se asomó por el borde, y la ráfaga entre los dos transmisores estuvo a punto de succionarle. Abandonó el intento.
Encontró a Amos meneando con aire sombrío la cabeza.
—No debiste arriesgarte, Vic. Simple cuestión de sentido común. Por tres veces recorrí parte del camino, y las tres veces fracasé. Dada la velocidad de esa ráfaga, derribaría a un tractor antes de llegar al fragmento de vidrio.
Vic asintió. De todos modos, los tanques invertirían demasiado tiempo en la operación, aunque no sería mala idea reclamarlos. Llamó a Flavin con un grito. Acudió a la carrera. Vic se aseguró de que el pequeño edificio de las oficinas continuaba en pie.
—Ordene que traigan los tanques, por si los necesitamos —sugirió—. Y que los equipen con un rifle, algunas balas trazadoras y una mira multiangular lo bastante grande para abarcar ocho centímetros. Pida además dos de esos miniequipos de televisión para instalarlos entre el edificio y el campo... ¡Rápido!
Amos le miró intrigado. El coche de Flavin rugía ya en dirección a Bennington, con un par de policías precediéndolo para abrirle camino con las sirenas. Veinte minutos después se hallaba de vuelta.
Vic interrogó a Amos con un gesto y obtuvo como respuesta un gesto de afirmación. El hombre era viejo, pero debía de gozar de una gran resistencia, puesto que intentó tres veces adentrarse en el lugar. Pat colocaba el dispositivo captador frente al televisor que aún operaba entre la cámara del transmisor y la pequeña oficina. Vic recogió el receptor y entregó el resto del equipo a Amos.
Supuso una verdadera tortura regresar hasta la entrada interior. Al fin lo lograron, y Amos le ayudó a sujetarse con la cadena, en tanto que Vic ajustaba la mira a la jamba de la puerta y encajaba en ella el rifle, no sin esfuerzo. En la borrosa imagen que aparecía sobre la pantalla del diminuto aparato, divisó el trozo de vidrio entre dos montantes, inalcanzable desde cualquiera de las dos entradas. Veía también el cañón del fusil. Al ser transmitida la imagen a la pequeña oficina y vuelta a él por la pantalla de retransmisión, perdía nitidez. Sin embargo, tendría que conformarse con eso.
El rifle iba cargado con catorce cartuchos. Apuntó lo mejor que pudo y ajustó la mira antes de apretar el gatillo. La bala rebotó en el revestimiento interior y se lanzó contra el vidrio..., errándolo por noventa centímetros.
Se acercó más en el quinto intento, fallando por menos de diez centímetros. No obstante, se volvía cada vez más difícil aferrarse al borde para ajustar a cada vez la mira antes de apretar el gatillo, y la violencia del viento en el interior desviaba las balas de su curso.
Sin preocuparse ya del ajuste, disparó cuatro veces más hasta que se vio forzado a detenerse para descansar. Todos los disparos se aproximaron al blanco, pero todos también se diseminaron. Aquello podía continuar durante el día entero.
—Déjame intentarlo a mí, Vic —gritó Amos por encima del rugido del viento. Llevo tirando al blanco con bastante éxito más de treinta años. Y he tenido un rifle en mis manos mucho antes de esto.
Cambiaron de lugar. Amos procedió a un ligero ajuste de la mira y apretó el gatillo. Se inclinó apenas sobre la culata del rifle, aspiró, una gran bocanada de aire, lo dejó escapar y disparó de nuevo. No se oyó ningún ruido sobre el rugido del viento..., hasta que el sonido cambió, como si el vendaval hubiese dejado de soplar.
Una ráfaga de aire les golpeó, envolviéndoles y arrojándoles contra la pared. Vic había olvidado el inevitable retroceso cuando se cortase la corriente de aire. Un retroceso que podía serles tan fatal como la propia corriente.
Poco a poco, se fue como había venido. Vic sentía su cuerpo magullado a consecuencia del impacto. Nada serio... Plathgol se las había arreglado para intervenir mediante el control remoto cuando cesó la ráfaga que les azotaba, con una precisión de casi un microsegundo, o para liberar la primera presión... Y se suponía que las ondas transmisoras eran instantáneas.
Paladeó el dulce sabor del triunfo, mientras se arrastraba hacia fuera, dolorido. Una vez desconectado este transmisor, y con los demás manejados a control remoto, concluía el incidente. Cuando la Tierra cesó de transmitir, Ecthinbal se conectó de manera automática. Y de ahora en adelante, se dotaría a cada transmisor de un equipo completo de controles remotos, con lo cual jamás sé repetiría aquella situación.
Salió trastrabillando, liberándose de la cadena, al tiempo que los operarios entraban a la carrera. Pat surgió de la multitud con una toalla y un par de pantalones y le limpió el aceite antes de que se vistiese. Los labios de la muchacha temblaban un poco, intentando sonreír, y Vic comprendió que las cosas debían de presentar mal cariz cuando el viento se detuvo por fin.
Amos se ocupaba a su vez de limpiarse.
—Buen disparo, Amos. Supongo que está todo resuelto.
El viejo asintió.
—Seguro. Simple cuestión de sentido común, ya lo dije.
De entre la multitud surgió risueño el Enviado galáctico, tendiendo las manos hacia ellos.
—Sentido común operativo, querrá decir. Y en ningún mundo es tan común como debiera serlo. Otra cosa, Amos. Se alegrará de saber que ya no se sospecha de usted. He facilitado a su gobierno una lista de los auténticos saboteadores, y se encuentran todos bajo custodia. Como les dije, mi tarea se reduce a ser un observador de todo cuanto ocurre... ¡Pero un observador muy bueno!
—Ya me imaginé que me incluirían en la lista. Puro sentido común, ya que me encontraba en el lugar del accidente y logré escaparme —asintió Amos, encogiéndose de hombros—. ¿Va a permitir que a esos tipos les juzguen los tribunales terrícolas ordinarios?
—Por supuesto, —respondió el Enviado—. Me parece mejor. Buen trabajo, Pat, Vic, Amos... También usted, Flavin. No tenía la menor seguridad en lo que a usted concernía. Reaccionó muy bien..., al descubrir que podía cooperar con otros mundos, el modo más maduro de resolver el problema. En mi criterio, Plathgol y la Tierra han aprobado el examen final y se han convertido en auténticos miembros del Concejo, bajo la tutela de Ecthinbal. El Concejo suele mostrarse un poco más condescendiente en cuanto a echar una mano y brindar información a planetas comerlos suyos. Les felicito. Bueno, ya se enterarán de los detalles por los noticiarios cuando proceda al anuncio final. Volveremos a vernos, estoy seguro.
Acababa de irse Cuando apareció Ptheela. Seis delgadas y tenues versiones de sí misma la seguían en fila india.
—Me ascendieron antes de desterrarme, Pat —rió—. Te presento a mis seis fuertes esposos. Ahora cuento con la semilla más potente de toda la Tierra. ¡Ah! Por poco lo olvido. Un regalo para ti y para Vic.
También ella se fue, guiando a sus maridos en dirección al coche de Flavin. Vic bajó la vista para examinar el particularmente desagradable tsiuna que Pat sostenía en sus manos. Sonrió melancólico.
—De acuerdo. Me acostumbraré a él —dijo—. Supongo que lo comeremos a menudo. ¿Quieres casarte conmigo, Pat?
La muchacha dejó caer el tsiuna en las manos de Amos, corrió hacia Vic y le ofreció sus labios. Sólo un mes más tarde descubrió Vic que el tsiuna sabía un poco mejor que el pollo.
* * *
Scott Meredith me llamó pocos días después de que Gold aceptase mi novela corta para sostener una larga charla conmigo. No se tomó el trabajo de aclararlo, pero quería hablarme como agente y amigo, no como jefe. Deseaba pasar revista conmigo a mi situación, para tener una visión objetiva de la misma.
Mis ingresos de los meses anteriores fueron suficientes para permitirme vivir de ellos, incluso sin el sueldo que percibía en la oficina. Y las perspectivas mejoraban. Tenía un contrato para escribir un libro de divulgación sobre la energía atómica. (El cual se convirtió luego en un éxito de crítica, ampliamente elogiado e incluido en la lista de libros recomendados por la Biblioteca Pública de Nueva York. Por desgracia, el editor había hecho una impresión de muy mala calidad, y las ventas no pasaron de unos setecientos cuarenta ejemplares). Me había conquistado un nombre en diferentes campos de la ficción publicada en las revistas baratas, y varios directores de revistas comenzaban a interesarse por mi trabajo. Me dedicaba de nuevo a la ciencia ficción, un género en alza, que pagaban muy bien. Scott me aseguró que colocaría todo cuanto yo escribiese..., una promesa que mantuvo en todos estos años.
Así que, obviamente, carecía de sentido que considerase la literatura como un trabajo ocasional. Que escribiese de noche, si lo prefería así, pero no debía hacerlo después de todo un día en la oficina. Ya iba siendo hora de aceptar que era un escritor profesional, sin necesidad de ningún otro trabajo.
Ya habíamos discutido todo esto en otras ocasiones, aunque sin concretar. Ahora decidimos que trabajaría un mes más en la agencia y luego me retiraría.
Durante ese último mes, escribí tres pequeños cuentos de ciencia ficción y, en un principio, pensé en incluirlos aquí. No lo haré. El viraje de mi vida tuvo lugar en el momento en que tomé mi decisión, no cuando lo limpié todo y abandoné la oficina.
Me llevó casi doce años exactos a partir de la publicación de mi primer relato decidir que escribir era mi vocación, y no uno de mis muchos intereses. Me costó mucho trabajo llegar a darme cuenta, pero experimenté un intenso alivio cuando al fin me resolví. Siempre es bueno saber que uno está haciendo lo que debe hacer.
He aquí, pues, la historia de doce años de vueltas y tropiezos hasta convertirme en un escritor de ciencia ficción, junto con los trabajos de aquella época no recopilados en ninguno de mis libros.
Abandoné la oficina en mayo de 1950. Y desde entonces, mi principal fuente de ingresos reside en la literatura.
He hecho otras cosas, claro, aunque siempre en relación con este campo y derivadas de mi profesión. Por ejemplo, dirigí revistas (durante un tiempo, cuatro a la vez), critiqué libros, di conferencias y cursos. Y juzgo eso como bueno, porque creo que un hombre ha de tener por lo menos alguna experiencia en cada aspecto de la especialidad en que trabaja. También he disfrutado de una más buena acogida por parte de los lectores de ciencia ficción, lo que para mí da un gran valor al trabajo que realizo. Actué como presentador y fui invitado de honor en congresos mundiales, lo mismo que en otras muchas convenciones más pequeñas.
Pasé también malas épocas... La culpa he de achacarla fundamentalmente a mí mismo. En cierta ocasión, me quedé bloqueado por un largo período durante el cual me mostré incapaz de escribir. Por suerte, los derechos de autor sobre libros juveniles y sobre la reedición de algunos viejos relatos bastaron para mantenerme. Y por fin, el bloqueo cedió, cosa que siempre ocurre si el escritor no se deja arrastrar por el pánico.
El mundo de la ciencia ficción se portó bien conmigo. Me abrió todo un universo en innumerables relatos fantásticos. Me brindó una profesión con la que disfruto, y bastantes honores. En él conseguí muchos amigos entre los directores, escritores y aficionados, amigos mejores y más interesantes de lo que cualquiera pueda desear, miembros de una misma familia, que comparten sus alegrías y sus penas y se unen en torno a un interés común en constante expansión.
Para mí es el mejor de todos los mundos posibles..., y a veces de los imposibles.
Fin