UN VERDADERO REGALO DE NAVIDAD
Publicado en
julio 21, 2021
Un niño pobre, hijo de inmigrantes sin domicilio fijo, le dio un verdadero regalo de Navidad.
Por Linda Demers Hummel.
HACE 20 AÑOS que lo conocí. Apareció en el umbral del aula 202, donde yo era maestra de primera enseñanza. Llevaba unos tenis que le venían grandes y unos pantalones de tela ajedrezada con rasgones en las rodillas.
Tan poco airosa fue la llegada de Daniel —así lo llamaré, aunque este no era su verdadero nombre— a la escuela de aquel pintoresco pueblo, situado a la orilla de un lago y conocido por sus rancias fortunas, sus blancas mansiones coloniales y sus buzones de latón. Me contó que había asistido a una escuela que estaba en un condado de las inmediaciones.
—Recogíamos fruta —me dijo como si tal cosa.
Creo que este chiquillo sonriente y zarrapastroso, hijo de inmigrantes, no sospechaba que había caído en un aula cuyos alumnos de diez años jamás habían visto unos pantalones rotos. Si reparó en sus risitas, no lo hizo notar.
Veinticinco niños lo miraron con recelo hasta la tarde, cuando llegó la hora del partido de kickball (una especie de beisbol en que la pelota, de mayor tamaño, se patea en vez de batearse). Daniel anotó una carrera en la primera entrada, lo que le valió un poco de respeto por parte de los críticos de atuendo del aula 202.
Luego le llegó el turno de patear a Charles, el niño menos deportista y más grueso de la clase. Después de su segundo strike quedó muy alicaído ante las mofas y las protestas de sus compañeros.
—No les hagas caso, niño; tú puedes hacerlo —le dijo Daniel.
Charles se animó, sonrió y se irguió, aunque de todas formas erró el tercer intento. Pero desde entonces, al haber desafiado el orden social de la jungla en que se había metido, Daniel comenzó a operar un cambio sutil en las cosas... y en las personas.
Antes de que terminara el otoño todos le cobramos afecto. Nos enseñó un sinfín de cosas: cómo atraer a los pavos silvestres; cómo saber si una fruta está madura sin hincarle el diente; cómo tratar a los demás, incluso a Charles... sobre todo a Charles. Jamás nos llamó por nuestros nombres: a mí me decía "maestra", y a sus compañeros, "niño".
La víspera de las vacaciones de Navidad los alumnos siempre le llevaban regalos a la maestra. Entonces había que cumplir el rito de abrir las cajas de los grandes almacenes una por una, revisar el costoso perfume, la pañoleta o la billetera de piel, y dar las gracias al niño.
Esa tarde Daniel se acercó a mí.
—Anoche guardamos nuestras cosas en cajones. Nos vamos mañana —me dijo al oído, sin asomo de emoción.
Se me llenaron los ojos de lágrimas y no pude decir nada. Daniel rompió el silencio contándome los detalles de la mudanza. Luego, mientras yo me calmaba, se sacó del bolsillo una piedra gris y la deslizó por el escritorio en actitud solemne.
Supe que era algo importante, pero mi experiencia con los perfumes y la seda no me había preparado para eso.
—Es para usted —me dijo, mirándome a los ojos—. Yo la pulí.
¡Cómo olvidar aquel momento!
Han pasado muchos años desde entonces, y todas las Navidades mi hija me pide que le cuente la historia. Siempre comienzo una vez que ella ha tomado la lustrosa piedra de mi escritorio y se ha acurrucado en mi regazo. Las primeras palabras del relato son invariables: "La última vez que vi a Daniel me regaló esta piedra y me dijo que habían guardado sus cosas en cajones. Eso fue hace mucho, antes de que tú nacieras. Ahora él ya es mayor".
Entonces nos preguntamos dónde estará y qué habrá sido de él.
"Apuesto a que es un buen hombre", dice mi hija, y añade: "Cuéntame el final".
Sé lo que quiere oír: la lección de amor que una maestra aprendió de un niño que no tenía nada que dar... y que lo tenía todo. Toco la piedra, y me acuden los recuerdos.
"Hola, niño", digo quedamente. "Soy la maestra. Espero que ya no necesites esos cajones. Y feliz Navidad, dondequiera que estés".
CONDENSADO DE "FAMILY CIRCLE" (22-XII-1992), © 1992 POR GRUNER + JAHR USA PUBLISHING, DE NUEVA YORK. FOTO: © JOHN TERENCE TURNER / ALLSTOCK.