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julio 23, 2021
Por pasar una velada divertida, perdieron de vista las funestas consecuencias de conducir bajo los efectos del alcohol.
Por Tamara Jones.
UN ESPLÉNDIDO DÍA de septiembre de 1994, Liz Clark cenó carne asada con su madre, Sharon, en el patio, de su casa. A la hora del crepúsculo, la guapa muchacha de 16 años, de pelo rubio y carácter alegre, subió a su auto deportivo BMW blanco, que le habían regalado por haber obtenido su permiso de conducir, hacía diez días. Tener coche propio no era cosa del otro jueves entre los estudiantes de la escuela de enseñanza media de aquel opulento suburbio de Bethesda, Maryland, donde las casas son grandes, las calles seguras y los adolescentes juiciosos... o eso era lo que todos creían.
Inexperta aún en el manejo de la palanca de velocidades, Liz condujo por las sombreadas calles del barrio recogiendo adolescentes a su paso. El primero fue Jenaro Fox, amigo suyo de la infancia, de 17 años, que la había invitado a una fiesta. Luego pasaron por Gretchen Sparrow, de 16 años, que vivía con su madre viuda en un apartamento.
Gretchen era una chica ingenua y taciturna cuyo silencio contrastaba con la desbordante vehemencia de Liz, de quien se había hecho amiga a los 12 años. En el círculo en que se desenvolvían era costumbre beber desde los 14 años de edad y, como muchos de sus compañeros, Liz y Gretchen habían conseguido tarjetas de identidad falsas poco después de su ingreso en la escuela de enseñanza media, para poder comprar bebidas alcohólicas.
La siguiente parada fue en casa de Nori Andrews, muchacha menuda, bonita y de ojos risueños que pertenecía al grupo de animadoras de los encuentros deportivos de la escuela. Como acababa de romper con su novio, Liz y Gretchen pensaron que le sentaría bien distraerse un poco. Faltaba todavía un mes para que Nori cumpliera los 16 años.
Su padre, que era viudo, no estaba en casa. La jovencita invitó a sus amigos a pasar mientras se alistaba. Liz tomó una cerveza del refrigerador, en tanto Nori y Gretchen fumaban mariguana.
Esta última llamó por teléfono a Katherine Zirkle, de 16 años, para que se uniera al grupo. A las 9 de la noche todos estuvieron listos para salir. Cargado de adolescentes y con el estereofónico a todo volumen, el coche se perdió en la oscuridad. Era hora de divertirse.
Como Jenaro no sabía a ciencia cierta dónde era la fiesta, guió a Liz a casa de los hermanos Ross, que sí lo sabían. Allí se reunieron tres automóviles atestados de bulliciosos muchachos y partieron en caravana con destino al lugar de la juerga.
Para entonces Liz se había envalentonado. Desde su auto, Steven Ross la vio pasar de largo por un semáforo en rojo. El recorrido de la caravana terminó en un lujoso barrio residencial de Washington, D.C., donde Martin Elissetch festejaba su decimoctavo cumpleaños. Sus padres habían salido.
Liz y sus amigos no conocían a Martin, pero eso no les impidió colarse en la casa ni pasar por la cocina a coger unas cervezas.
Al poco rato, Liz, Jenaro y dos chicas que estaban en la francachela salieron a comprar más bebida. Mientras Liz y Jenaro aguardaban en el coche, las chicas entraron en un supermercado y salieron con dos cajas y media de cervezas.
Cuando regresaron a la fiesta, Liz se instaló frente al televisor con tres envases de cerveza. El ambiente comenzaba a animarse.
Para las 11:30 de la noche el alboroto ya era estruendoso; tanto, que le colmó la paciencia a Gerrald Giblin, ejecutivo jubilado que dirigía la asociación de propietarios del barrio y vivía a dos casas de distancia. Acompañado de Don Critchfield, otro vecino enfurecido, entró en casa de Martin y anunció:
—¡Se acabó la fiesta!
Al ver que había botellas vacías y que los asistentes eran menores de edad, Giblin y Critchfield fueron a llamar a un guardia de seguridad.
Cuando volvieron con el guardia, los adolescentes se desbandaron. Critchfield y Giblin vieron un BMW blanco con cuatro personas en el interior. Aunque las ventanillas estaban cerradas, el volumen de la música era tan alto que, según declaró Critchfield más tarde, "el coche retumbaba". De pronto, el auto arrancó con un rechinido de neumáticos y un crujido de la caja de velocidades. Así emprendieron Liz y sus tres amigas el regreso a Bethesda (Genaro se había ido con los hermanos Ross).
En el asiento delantero derecho, Katherine, intranquila por el exceso de velocidad con el que iba conduciendo Liz, le exigió que se detuviera y guardara en el portaequipaje las cervezas que quedaban. Lejos de hacerle caso, I,iz se tomó otra cerveza. Nori y Gretchen iban en el asiento trasero con los cinturones de seguridad abrochados.
Era casi la una de la mañana cuando Richard Jones, pediatra, oyó acercarse un auto a toda velocidad por el ancho camino al que daba su cerca trasera. "Iba como bólido", recuerda. "En eso oí que derrapaba, luego un batacazo tremendo, y después, nada".
Sin pérdida de tiempo, Jones llamó al número telefónico de urgencias, luego tomó una linterna y salió corriendo de su casa. A unos 20 metros de distancia vio la mitad trasera de un coche en el carril de emergencia. Un poco más cerca, detrás de un árbol del boscaje, encontró la parte delantera, aplastada y volcada de lado. Al acercarse comprendió, atónito, que el auto se había partido por la mitad al estrellarse contra el árbol.
Una muchacha aún estaba sujeta al asiento trasero, que se había desprendido del vehículo. Jones le tocó la muñeca y el cuello, pero no percibió el pulso. Después corrió de vuelta al árbol, se asomó al interior de la parte delantera y vio a otras dos muchachas. De un vistazo supo que estaban muertas. Entonces oyó una voz débil y angustiada en la oscuridad:
—¡Auxilio! ¡Ayúdenme, por favor!
Jones se guió por los gemidos hasta encontrar a la chica. Era Gretchen Sparrow, cuyo cinturón de seguridad se había roto, y que había salido despedida a nueve metros de distancia, entre los árboles. Estaba ensangrentada, tenía la pierna izquierda horriblemente doblada y no podía mover el brazo derecho.
—Por favor, déme la mano —suplicó entre sollozos.
Nori Andrews, la otra pasajera del asiento trasero, estaba inconsciente y gravemente herida, pero los socorristas que acudieron al lugar lograron reanimarla. A Katherine Zirkle y a Liz Clark las declararon muertas al instante en el accidente.
En cuanto recibió la noticia, Judy Sparrow, madre de Gretchen, visitó a su hija en la unidad de traumatología del hospital. "Tenía toda la cara cortada, y al verme sólo acertó a decir: `Mamá'", recuerda. Gretchen tenía fracturas múltiples en un omóplato y en la pierna izquierda, así como hemorragias internas y una lesión pulmonar.
El estado de Nori Andrews era grave: tenía conmoción y edema cerebrales, hemorragias internas en el abdomen y una fractura en un pie. Se quedó en el hospital más de dos meses. Sus condiscípulos más leales, que hoy van a visitarla en su casa y charlan con ella como si nada hubiera cambiado, saben que no es así. Dicen que a veces se confunde al hablar, y que repite las mismas cosas una y otra vez.
Hace poco Nori y Gretchen le pidieron al padre de Nori, Brook, que las llevara a ver los restos del BMW. Él accedió, pero ignora qué efecto tuvo el cuadro en el ánimo de su hija. "Se ha quedado pasmada", dice. "Ni se ríe ni llora".
TRAS UNA INVESTIGACIÓN, la policía informó que el BMW iba a 95 kilómetros por hora cuando se salió del camino. La autopsia reveló que la concentración de alcohol en la sangre de Liz Clark era de 0.17 por ciento (en Maryland, el límite legal para conducir es de 0.10 por ciento). En opinión de las autoridades, debe de haberse tomado por lo menos seis o siete cervezas para ponerse en ese estado.
La tragedia consternó a la comunidad y la puso de luto. El tronco raspado por el BMW se convirtió en un santuario donde los amigos de Liz y Katherine acudieron a pegar sus retratos, llevarles flores y escribirles mensajes afectuosos.
Con todo, no bien terminó el funeral, una amiga íntima de las difuntas organizó otra bacanal aprovechando la ausencia de sus padres. Y tres meses después del accidente, agentes de la policía irrumpieron en dos cuartos de hotel donde más de 100 adolescentes estaban armando una francachela más; de ellos, la mayoría resultaron ser ex condiscípulos de Liz y Katherine.
Al igual que muchos adolescentes, Gretchen Sparrow se exaspera ante la descripción que de esos muchachos hicieron los medios de comunicación, y se irrita cuando le preguntan por qué beben sus amigos y ella. "Es un problema grave", dice, "pero no creo que vaya a resolverse".
CONDENSADO DEL "POST" DE WASHINGTON (31-XII-1994). © 1994 POR THE WASHINGTON POST CO., DE WASHINGTON, D.C. FOTO: ROBERT MILAZZO.