DESCENSO (Richard Matheson)
Publicado en
julio 28, 2021
FUE UN IMPULSO. Les condujo su automóvil hasta el bordillo de la acera, y lo detuvo. Hizo girar la llave del encendido, y el motor se detuvo. Se volvió a mirar al otro lado de Sunset Bulevar, hacia las verdes colinas, que descendía en pendiente muy pronunciada hacia la orilla del océano.
—Mira, Ruth —dijo.
Estaba ya muy avanzada la tarde. A lo lejos, más allá de los farallones, podían ver el Pacífico, que brillaba, reflejando el rojizo sol. El cielo era una especie de tapiz en el que se confundían los tonos de amarillo y púrpura. Nubes algodonosas, de bordes rosados, colgaban de él.
—¡Es tan bonito! —dijo Ruth.
La mano de Les se levantó del respaldo del asiento del automóvil, para cubrir la de ella. Ruth le sonrió un momento y su sonrisa se borró de sus labios, cuando ambos volvieron a mirar la puesta del sol.
—Es difícil de creer —dijo Ruth.
—¿Qué? —preguntó Les.
—Que no volveremos a ver otra puesta de sol.
Les miró seriamente el cielo de colores vivos. Luego, sonrió: pero no complacido.
—¿No hemos leído que tendremos puestas artificiales de sol? —dijo—. Podrás mirar por las ventanas de tu habitación y ver la puesta del sol. ¿No hemos leído eso en alguna parte?
—No será lo mismo —dijo Ruth—. ¿Verdad, Les?
—¿Cómo podría ser?
—No lo sé —murmuró—. ¿Cómo será?
—Mucha gente desearía saberlo —dijo Les.
Permanecieron sentados, en silencio, viendo cómo el sol iba descendiendo en el horizonte. "Es curioso", pensó Les; "uno trata de llegar hasta el verdadero significado de un momento como este, pero no es posible. Pasa y, cuando todo ha terminado, uno no sabe ni siente nada más que lo que sabía o sentía antes. Es solamente un momento más, añadido al pasado. No apreciamos lo que tenemos hasta que nos lo quitan."
Volvió la mirada hacia Ruth y la vio mirar solemne y extrañamente el océano.
—¡Cariño! —le dijo suavemente, dándole todo su amor en aquella sola palabra.
Ella lo miró y trató de sonreír.
—Seguiremos juntos —le prometió.
—Ya lo sé —replicó ella—. No me hagas caso.
—Por supuesto que voy a hacerte caso —protestó él—. Voy a cuidar de ti, sobre la tierra.
—...o debajo de ella —completó Ruth.
Bill salió de la casa para reunirse con ellos. Les miró a su amigo, mientras conducía el automóvil al espacio abierto de concreto que se encontraba cerca del garaje. Se preguntaba qué efecto le haría a Bill tener que abandonar la casa que acababa de pagar. Era toda suya, al cabo de dieciocho años de pagos; y al día siguiente sería un montón de escombros. La vida es terrible, pensó, al tiempo que apagaba el motor.
Bill salió a su encuentro y lo saludó:
—Hola, Les. ¿Qué tal, preciosa? —dijo, dirigiéndose a Ruth.
—Hola, guapo —replicó ella.
Se apearon del automóvil y Ruth tomó el paquete del asiento delantero. La hija de Bill, Jeannie, salió corriendo de la casa.
—¡Hola, Les! ¡Hola, Ruth!
—Dime, Bill. ¿Qué automóvil vamos a llevar mañana?
—No lo sé, amigo mío —replicó el otro—. Ya lo discutiremos cuando lleguen Fred y Grace.
—Llévame de caballito, Les —dijo la niña.
Les hizo lo que la niña quería. Me alegra no tener hijos, me hubiera disgustado bajar mañana con un niño allá abajo.
Mary levantó la mirada de sobre la estufa de su cocina, cuando entraron todos. Se saludaron todos y Ruth puso el pastel sobre la mesa.
—¿Qué es eso? —preguntó Mary.
—He hecho un pastel —le explicó Ruth.
—¡Oh! No tenías necesidad de hacerlo.
—¿Por qué no? Es posible que sea el último que pueda cocinar.
—No es tan grave como eso —intervino Bill—. Tendrán estufas allá abajo.
—Todo estará tan racionado, que no valdrá la pena esforzarse —dijo Ruth.
—Eso sería una fortuna, a juzgar por como cocina mi adorada esposa —opinó Bill.
—¡Oh!, ¿eso crees?
Mary miró a su esposo, que tenía el cabello grisáceo y que le dio una palmadita cariñosa en la espalda, antes de irse al salón, con Les. Ruth se quedó en la cocina, para ayudar a su amiga.
Les bajó a la hijita de Bill.
Jeannie se fue corriendo.
—¡Mamá, voy a ayudarte a preparar la cena!
—¡Muy amable! —oyeron que respondía Mary.
Les se dejó caer sobre el gran diván de color cereza y Bill llevó una silla junto a la ventana.
—¿Han venido ustedes de Santa Mónica? —preguntó.
—No; hemos venido por la carretera costera —le indicó Les—. ¿Por qué?
—¡Oh! ¡Debiste pasar por Santa Mónica! —le dijo Bill—. Parece que todo el mundo se ha vuelto loco. Han estado rompiendo los escaparates de las tiendas, volcando los automóviles, incendiándolo todo. Estuve allí esta mañana. Me considero afortunado de haber podido regresar con el automóvil. Unos cuantos graciosos deseaban bajarlo dando vueltas por Wilshire Bulevar.
—¿Qué pasa? ¿Se han vuelto locos? —comentó Les—. Debiste creer que era el fin del mundo.
—Para algunos, lo es —indicó Bill—. ¿Que crees que M.G.M. va a hacer ahí abajo? ¿Películas cómicas de dibujos animados?
—¡Claro! —exclamó Les—. Tom y Jerry en el centro de la Tierra.
Bill meneó la cabeza.
—Los negocios van a perder todo sentido —dijo—. No hay lugar para establecer algo allá abajo. Todos se están volviendo locos. Mira este periódico.
Les se inclinó hacia adelante y tomó el periódico de la mesita de la sala. Era de tres días antes. Los principales artículos, por supuesto, se ocupaban del descenso —los programas de entrada en los diversos accesos: uno en Hollywood, otro en Reseda y otro en el centro de Los Angeles—. En grandes titulares, a ocho columnas, los titulares de la primera página decían: ¡Recuerden! ¡La bomba caerá a la puesta del sol! Los periódicos habían estado haciendo la advertencia durante una semana. Y el día siguiente, era el señalado.
El resto de los artículos eran relativos a robos, violaciones, incendios y crímenes.
—La gente no puede tolerarlo —dijo Bill—. Se están volviendo todos locos.
—A veces creo que yo también estoy loco —dijo Les.
—¿Por qué? —dijo Bill, encogiéndose de hombros—. Sólo tendremos que vivir bajo la superficie de la tierra, en lugar de vivir sobre ella. ¿Qué es lo que van a cambiar? La televisión continuará siendo una calamidad.
—¡No me digas que no vamos ni siquiera a dejar la televisión en la superficie!
—No. ¿No lo bas leído? —preguntó Bill.
Se dirigió hacia la mesita y recogió el periódico que Les acababa de dejar, buscando afanosamente entre las páginas.
—¿Dónde diablos está? —murmuró, mientras buscaba un encabezado.
—Mira —dijo finalmente, señalando el periódico.
Fin