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junio 25, 2021
Enfermo de celos, el hombretón apuntó a la cabeza de la muchacha y disparó.
Por Anita Bartholomew.
CUANDO LAURA KUCERA, de 18 años, llegó a casa de su amiga Sara Tello, el aire que se colaba por las ventanillas del coche le agitaba la melena rubia. Era el sábado 1 de octubre de 1994, un día espléndido en el pueblo de Wakefield, en el noreste de Nebraska. Mientras los dos hermanos pequeños de Sara jugaban en el jardín, las amigas se sentaron al sol a platicar. En eso, Laura vio acercarse una camioneta por la calle.
Cuando el vehículo se detuvo, bajó de él un joven musculoso, de gesto ceñudo, que gastaba un bigote con las puntas hacia abajo.
—¡Dios mío, es él! —exclamó sobresaltada al reconocer a su ex novio, Brian Anderson.
El hombretón, de 1.93 metros de estatura y 110 kilos de peso, llevaba tres meses acosándola sin tregua.
—¿Tienes un minuto para que hablemos? —le preguntó a la chica en tono suplicante.
Laura entró corriendo en la casa, cogió el teléfono y marcó el número de emergencias, pero antes de que la atendieran vio con horror que Anderson también había entrado.
—Solamente te pido que hablemos —insistió él, llevándola afuera. En eso, con la rapidez de una víbora que ataca, la sujetó del brazo.
—¡Sara, llama a la policía! —gritó Laura.
Sara se quedó estupefacta, y su madre y su hermano Mike, de 19 años, acudieron a toda prisa a la puerta. Sin dejar de sujetar a Laura, Anderson retrocedió hasta llegar a la camioneta y sacó una pistola.
—No se metan en lo que no les importa —dijo fríamente—. ¡Vuelvan adentro!
Los Tello obedecieron, asustados. Anderson se puso el arma al cinto y arrojó a la muchacha al interior del vehículo.
CUANDO LAURA conoció a Brian Anderson, en abril de 1994, quedó cautivada por su caballerosidad. El joven, de 22 años, le abría las puertas, le llevaba flores y conversaba con el padre de ella, un biólogo dedicado a las labores del campo.
Se hicieron novios, pero al poco tiempo las muestras de amor de Anderson degeneraron en obsesión y en el afán de tener sometida a la muchacha. Se hacía el encontradizo con los amigos de ella y les exigía que no la invitaran a salir. Esperaba a que Laura saliera de su trabajo, y no la dejaba en paz hasta que ella consentía en acompañarlo. Cansada de esta actitud, Laura decidió romper con su novio, pero cuanto más lo rehuía, más fuera de sí se ponía él.
Una noche de julio le dijo que ya no quería verlo, y él montó en cólera, le apuntó a la cabeza con una escopeta y le advirtió:
—¡Serás mía o de nadie!
Al cabo de un minuto que a Laura se le hizo eterno, Anderson bajó el arma, y ella echó a correr, temblando de miedo y de rabia.
Desde entonces Anderson se empeñó en hostigarla. La llamaba por teléfono a altas horas de la noche y amenazaba con incendiar su casa si no accedía a verse con él. Con la esperanza de ahuyentarlo, Laura obtuvo una orden judicial de protección por la cual su perseguidor tenía prohibido acercársele.
Pero no bien pasó un mes, Anderson insistió en que reanudaran el noviazgo y, como obtuvo una respuesta negativa, agarró a Laura del cuello y volvió a apuntarle a la cabeza, esta vez con una pistola. Ella lo vio accionar lentamente el gatillo, cerró los ojos... y oyó el chasquido de un arma descargada.
—¿Ves lo fácil que sería? —le dijo Anderson al oído.
Gracias al testimonio de un policía que lo sorprendió con ella (lo que constituía una violación a la orden de protección), lo condenaron a 30 días de cárcel. Luego, cuando apenas llevaba dos días en libertad, le cortó el paso a Laura, que iba en su coche por un camino, y la mantuvo secuestrada durante varias horas. Fue a los dos días de esto cuando se la llevó de casa de Sara Tello.

PISANDO EL ACELERADOR a fondo, Anderson atravesó un laberinto de sinuosos y desiertos caminos de tierra, y se adentró en el campo. Los plantíos de maíz y frijol fueron quedando atrás, y en su lugar aparecieron praderas y boscajes. Laura no sabía dónde estaban; lo único que le preocupaba era el arma de Anderson. Aquí nadie oiría un disparo, pensó, y un escalofrío le recorrió el cuerpo. Hizo un esfuerzo para no perder la cabeza; tarde o temprano se detendrían, y entonces intentaría huir.
Al cruzar un camino pavimentado, alcanzó a leer un letrero a lo lejos: "Macy, 6 millas". Supo así que se encontraban en la Reserva para Indígenas Omaha, unos 80 kilómetros al sureste de Wakefield. Siguieron avanzando a tumbos por una vereda, entre arboledas y matorrales, hasta que Anderson detuvo el vehículo en lo alto de un promontorio boscoso que dominaba el río Missouri, y sacó a Laura de un tirón.
—Escúchame —insistió—: sólo quiero hablar contigo.
Le dijo que ella lo había obligado a actuar así, pero que estaba dispuesto a perdonarla y a comenzar de nuevo. Todo sería distinto.
Laura fingió estar pendiente de sus palabras, pero apenas lo escuchó. Echó un vistazo a la camioneta y advirtió que su raptor había dejado abierta la portezuela del conductor. Sabía también que Anderson solía dejar puestas las llaves en el interruptor de ignición.
Cuando él le dio la espalda para mirar el bosque, Laura decidió que era el momento de escapar. Subió corriendo a la camioneta, cerró la portezuela y puso los seguros. Con el pecho palpitante, buscó las llaves a tientas. ¡No estaban allí!
Entonces Anderson se acercó y, sin atisbo de emoción, se sacó las llaves del bolsillo, abrió la portezuela, empujó a Laura al asiento contiguo y puso en marcha el motor. Recorrieron cerca de un kilómetro más, hasta detenerse en un prado.
—Veo que no vas a cambiar de opinión —dijo Anderson con un suspiro—. Pero, ¿no podemos al menos ser amigos?
Desesperada y rendida, Laura ya no pudo contenerse.
—¡Antes muerta que ser tu amiga! —replicó.
—En ese caso —le advirtió él—, más vale que empieces a correr.
Ella se quedó inmóvil una fracción de segundo, pero luego, impulsada por el instinto de conservación, bajó del vehículo y se lanzó al prado a todo correr. Oyó entonces que Anderson bajaba y daba un portazo.
Por unos instantes no hubo más ruidos. No me ha seguido, pensó Laura, aliviada. En eso se escuchó una detonación, y una bala le atravesó el hombro. ¡Sigue corriendo!, se dijo. No puede alcanzarte si sigues corriendo. Oyó otro disparo y sintió un impacto en la nuca.
Anderson había echado a correr tras ella. ¡De prisa!, ordenó Laura a sus piernas. ¡No dejaré que se salga con la suya! ¡No me daré por vencida!
Oía el jadeo de Anderson, que le iba pisando los talones.
—¡Tú te lo has ganado! —gritó él con voz de trueno.
Disparó por tercera vez, y Laura sintió otro impacto en la nuca. Cayó de bruces en el suelo, con dos balas en la cabeza.
ANDERSON LLEVABA en su camioneta un detector de señales de la policía. Mientras conducía de regreso a Wakefield, se enteró de que los agentes de la comisaría del condado de Dixon estaban buscándolo. Entonces concibió un plan. Se detuvo junto a un teléfono, llamó a la comisaría y declaró que ya sabía que lo buscaban y que estaba dispuesto a cooperar. Añadió que había dejado a Laura en South Sioux City.
Por la noche, cuando el comisario suplente Donnie Taylor se preparaba para interrogarlo, recordó haber oído hablar de sus amenazas, raptos y agresiones. ¿Cómo se permitió a este monstruo atormentar impunemente a la pobre chica?, se preguntó. Él era padre de cuatro hijos, y sintió intranquilidad por Laura.
Luego de informar a Anderson de sus derechos, el afable funcionario fue al grano:
—¿Qué le hiciste a Laura?
El detenido le dirigió una amable sonrisa.
—No le hice nada, se lo juro. Paseamos un rato y después me pidió que la dejara en el café Hardee's, en South Sioux City. Eso fue alrededor de las 8:15.
Taylor le devolvió la sonrisa.
—Brian, no digo que seas un mentiroso, pero Hardee's es donde se reúnen los agentes de la policía estatal en sus ratos libres, y ninguno la ha visto. Conque, ¿quieres decirme a dónde la llevaste?
Un atisbo de furia ensombreció la expresión radiante de Anderson.
—Prefiero hablar antes con un abogado —dijo—. Estoy en mi derecho, ¿no?
EL LUNES POR LA MAÑANA, Doug Johnson, investigador de la policía estatal en South Sioux City, estaba alistándose para salir a trabajar cuando su esposa le preguntó:
—¿Ya sabes lo de la chica secuestrada en Wakefield?
En cuanto llegó a su oficina, Johnson telefoneó a Donnie Taylor. En el curso de los años, estos policías habían colaborado en varios casos, y se guardaban afecto y respeto.
Johnson ofreció su ayuda, y Taylor lo puso al tanto de la situación: desde el secuestro, cometido hacía dos días, Laura no aparecía. Los policías dedujeron que Anderson la había matado, y convinieron en que su primera tarea consistía en encontrar el cadáver para terminar con la angustiosa incertidumbre de la familia.
Ambos se reunieron con el abogado de Anderson, Douglas Luebe, y le dijeron que, ante la proximidad de las cosechas y la temporada de caza, alguien hallaría el cuerpo tarde o temprano, y que sería mejor para el detenido llevarlos de una vez a donde lo había dejado.
Entre tanto, unos testigos declararon a la policía que habían visto la camioneta de Anderson dirigirse al norte después del secuestro. De haber seguido ese rumbo, concluyeron Taylor y Johnson, lo más probable era que hubiera llevado a Laura a un bosque apartado, no lejos de la granja de la familia Anderson.
La mañana del martes, una brigada de búsqueda de ocho integrantes acudió a la zona. Caminaron hombro con hombro, describiendo círculos cada vez más amplios, atentos a la presencia de buitres en el cielo. También buscaron huellas de coyotes o zorras que los guiaran. Era una tarea ardua y descorazonadora, pero los hombres no cejaban en su empeño. Con todo, al anochecer aún no encontraban nada.
Al regresar a la comisaría del condado en Ponca, los recibió un perito forense con la novedad de que Anderson estaba dispuesto a confesar.
Su abogado y el fiscal del condado de Dixon habían llegado a un acuerdo preliminar: a cambio de indicar a la policía el lugar del crimen, Anderson sólo sería procesado por asesinato en segundo grado. La pena correspondiente (de entre diez años de cárcel y cadena perpetua) era menos severa que la condena obligatoria por secuestro (cadena perpetua sin derecho a libertad condicional).
Los padres de Laura, Mary y David Kucera, llegaron a la comisaría poco después. Sin color en el rostro, se apoyaban uno en el otro para darse fuerza mientras el fiscal les advertía que, según su acuerdo preliminar con el defensor, Anderson podía quedar en libertad al cabo de sólo cinco años en prisión; es decir, la mitad de la condena mínima. Si querían que pagara íntegramente sus fechorías, la fiscalía tendría que rechazar el acuerdo.
—No lo rechace —dijo David, conteniendo el llanto—. Sólo me interesa encontrar a mi hija.
Mary fue de la misma opinión.
Fiscal y defensor cerraron el trato, y Anderson confesó que le había disparado a Laura en un prado próximo a Macy. Johnson y Taylor se miraron, sorprendidos. Macy se hallaba al sureste, a 80 kilómetros, cuando menos, de la zona que habían registrado.
EN PLENA NOCHE, una decena de agentes de policía se dirigieron al lugar señalado. Guiados por Anderson, que iba esposado en el asiento trasero del vehículo de Taylor, llegaron al prado a eso de las 11:15.
Johnson y su equipo formaron una línea y se pusieron a reconocer el terreno con sus potentes linternas, proyectando sombras fantasmagóricas que se mecían entre los matorrales.
¡Allí estaba la muchacha!
A Johnson le dio un vuelco el corazón al verla, tendida en una depresión del terreno, a seis metros del camino, entre dos olmos. Estaba boca arriba, con la pierna derecha levantada. Su chaqueta roja y su pelo rubio flamearon en la oscuridad como banderas.
Los agentes avanzaron con cautela hacia el cuerpo para no alterar el sitio. Con el rabillo del ojo Johnson creyó ver que Laura movía la pierna. La sorpresa lo hizo trastabillar, pero reflexionó: No puede ser. Sin duda fue una sombra más.
Entonces la vio moverse otra vez.
—¡Dios mío! —exclamó—. ¡Está viva!
Los policías se quedaron mirando unos a otros con incredulidad. Luego oyeron un débil gemido. Al salir de su estupor, corrieron hacia Laura armando un alboroto.
—¡Está viva! —vitoreaban.
Johnson y Taylor se arrodillaron a su lado. Johnson le acarició el cabello y ella volvió a gemir, al parecer en señal de que se alegraba de su presencia.
—Todo va a salir bien —le dijo Taylor en voz baja.
Mientras llamaban un helicóptero ambulancia, Johnson se dirigió al vehículo donde esperaban Anderson y su abogado.
—Luebe —dijo alegremente—: siento decírselo, pero su acuerdo con el fiscal acaba de irse al traste. ¡La muchacha está viva!
El helicóptero trasladó a Laura al Centro de Salud Marian, en la vecina ciudad de Sioux City. Por las dos balas que tenía alojadas en la cabeza, se temía que no recobrara la conciencia. Pero, par alguna razón desconocida, su temperatura corporal no había bajado a menos de 35° C., y no estaba tan deshidratada como cabía esperar después de haber pasado cuatro noches a la intemperie. Tampoco había perdido mucha sangre. Los médicos estaban atónitos.
Y, ya fuese por las muchas oraciones que se decían por ella o por su reciedumbre, Laura siguió maravillando a los médicos al recuperar primero el habla y luego la capacidad de caminar. La dieron de alta el 19 de noviembre de 1994, un mes antes de lo previsto.
Aun así, los médicos dudaban de que recuperara totalmente sus facultades mentales, y eso era lo que Anderson esperaba que sucediera. Cuando la posibilidad de ser juzgado por asesinato en segundo grado se le escapó de las manos a causa de la milagrosa supervivencia de su víctima, se declaró inocente de los cargos de secuestro e intento de asesinato, con la esperanza de que Laura, único testigo ocular de los disparos, quedara incapacitada para prestar declaración o no se atreviera a hacerlo.
Pero también Anderson se llevó una sorpresa. El 3 de marzo de 1995, Laura se encaró con él en el despacho de un abogado. El delincuente le lanzó una mirada amenazadora, pero ella no se inmutó. Sin dejar de verlo a los ojos, relató con todo detalle la campaña de terror a que la había sometido. A veces se le quebraba la voz, pero su espíritu salió incólume de la prueba.
Al comprender su derrota, Anderson se declaró culpable de cuatro imputaciones graves, entre ellas la de intento de asesinato. En mayo de 1995 lo condenaron a un mínimo de 85 años de cárcel.
Laura Kucera cumplió su propósito de no permitir que Anderson se saliera con la suya.
FOTOS DE LA PORTADILLA: (FONDO) © JOHN PULMAN / TONY STONE; (PISTOLA) © TONY GARCÍA / TONY STONE.